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Biografía de Hernán Cortés Por Jorge Herrera Velasco I. De Medellín a Cuba “Muchos son los llamados y pocos los escogidos”, dice Nuestro Salvador en el Santo Evangelio; escogidos como Alejandro, como César, como el Gran Khan o como Napoleón, realizadores de hazañas que modificaron el sentido de la historia. A mí me tocó ser también uno de los escogidos, y lo digo sin arrogancia. Me tocó serlo por la voluntad del Todopoderoso, para realizar sus sagrados designios. En la empresa de la Conquista de la Nueva España tuve que poner a prueba mis dotes histriónicas. Para lograr mis propósitos fue necesario actuar según las circunstancias, pues tuve que asumir diversos papeles ante los demás. Fui discreto pero a veces intrigante; respetuoso, comprensivo y hasta afectuoso, pero también intolerante, agresivo y aun cruel. Fui dadivoso, en cosas materiales o afectivas al igual que en amenazas y castigos; eran mis argumentos favoritos. Sí, actúe de todas esas maneras, bien o mal, pero teniendo en la mente y 1

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Biografía de Hernán Cortés

Por Jorge Herrera Velasco

I. De Medellín a Cuba

“Muchos son los llamados y pocos los escogidos”, dice Nuestro Salvador en el Santo

Evangelio; escogidos como Alejandro, como César, como el Gran Khan o como

Napoleón, realizadores de hazañas que modificaron el sentido de la historia. A mí me

tocó ser también uno de los escogidos, y lo digo sin arrogancia. Me tocó serlo por la

voluntad del Todopoderoso, para realizar sus sagrados designios.

En la empresa de la Conquista de la Nueva España tuve que poner a prueba

mis dotes histriónicas. Para lograr mis propósitos fue necesario actuar según las

circunstancias, pues tuve que asumir diversos papeles ante los demás. Fui discreto

pero a veces intrigante; respetuoso, comprensivo y hasta afectuoso, pero también

intolerante, agresivo y aun cruel. Fui dadivoso, en cosas materiales o afectivas al igual

que en amenazas y castigos; eran mis argumentos favoritos. Sí, actúe de todas esas

maneras, bien o mal, pero teniendo en la mente y en el corazón que debía cumplir la

misión que yo mismo me impuse y que Dios me concedió realizar bajo su protección;

gracias a eso salí bien librado de mil acechanzas que me tendieron indios y

españoles. En cosas de guerra utilicé una fría racionalidad y, en ciertos momentos,

tuve una certera intuición.

Yo sé bien que son grandes mis limitaciones y mis debilidades, por eso creo

que salir victorioso de la Conquista sólo se explica por la predestinación divina que me

trazó el camino que seguí. Mi espíritu me impulsa a expresar mi agradecimiento por la

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merced que me hizo Dios para ganar el gran Imperio de Moctezuma para la causa de

mi emperador don Carlos, pero sobre todo para dar a conocer el Santo Evangelio a

mis hermanos indios y a cuantos nacieran en esta patria, orgullosamente mestiza, la

antigua Tenochtitlan.

Nadie de quienes me conocieron en mi niñez hubiera podido creer el futuro que

me esperaba. ¡Cómo!, si yo era un parvulillo enfermizo y apocado; ¡cómo!, si mi

padre, no obstante su hidalguía y su gran honra, era de tan limitadas rentas. Gracias

al cielo no tan magras que me impidieran estudiar, al menos un breve lapso, en

Salamanca. Allí recibí de mis maestros suficiente instrucción para dominar la

gramática; gracias a ello pude escribir las Cartas de Relación; así pude dejar

testimonio de la misión que me tocó realizar en estas tierras.

Recuerdo bien, sí, fue en 1503 cuando dejé mi terruño en Medellín para buscar

mi destino, al igual que lo hacían muchos jóvenes como yo. Y para buscar destinos

nada mejor que Sevilla, con su entonces flamante catedral, con su Giralda, con su

Torre del Oro, y, sobre todo, con su Guadalquivir, punto de partida para hacerse a la

mar océana. Allí llegaban y de allí partían las carabelas y los galeones que brindaban

las oportunidades a quienes deseaban probar suerte en otro lugar, fuese Italia, África

y, desde luego y sobre todo, en la Indias.

Fue entonces, precisamente en Sevilla, cuando era yo un chaval de dieciocho

años, donde con tristeza vi partir la nave de Nicolás de Ovando hacia La Española;

perdí aquella oportunidad por un desafortunado lance amoroso, uno de tantos que

tuve en mi vida; esa vez quedé magullado por caer de gran altura al intentar subir al

dormitorio de una hermosa dama.

Tuve que esperar un año aún para emprender el viaje que me llevó a Santo 2

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Domingo, fue mi primera experiencia en el océano, de la cual no creí que saldría vivo,

ya que nos perdimos en la mar y pasamos grandes congojas. En La Española me

establecí como criador de vacas y yeguas. Pero la vida de granjero no me cautivó, y

no dudé en acercarme a Diego Velázquez para participar en la conquista de Cuba

cuando se la encomendaron, allá por el año de 1511. Una vez realizada, trabajé en la

formación de un gobierno y fui escalando peldaños en la burocracia indiana. Llegué a

ser alcalde de la villa de Baracoa, lo que es actualmente la ciudad de Santiago.

En esa época me casé con Catalina “La Marcaida”, en realidad me tuve que

casar para evitarme problemas; con ella me tocó compartir muchos sinsabores que

son fáciles de recordar y una que otra dicha naufragada. Estoy seguro que no fui

hecho para el matrimonio: como amante ofrecía, eso sí, un gran vigor animal que

gustaba repartir entre tantas mozas y señoras como oportunidades tuviera; desde

luego que mi franca poligamia no era aceptada por mi esposa, ni bien vista por la

mujer que tuviera en turno.

Resulta que Diego Velázquez era mi concuño, y el lío conyugal se convirtió en

familiar, y el desagravio para la ofendida Catalina fue mi encarcelamiento por orden

directa del mismísimo Diego. No pasé mucho tiempo en prisión, ya que con la magia

del soborno mi carcelero consintió mi fuga. No fue la primera ni la última vez que

empleé el cohecho para lubricar las fricciones y sortear las dificultades, pero muchas

veces me fue necesario evadir las leyes humanas con la conciencia tranquila y

sabiendo que sólo Dios podría, con su infinita misericordia, juzgar mis acciones.

Desde entonces el soborno es aquí practicado libertinamente por muchas personas

sin escrúpulos que lejos de cumplir los designios divinos, le dan al traste a un pueblo.

A pesar de mi fama de gran sobornador, yo estoy tranquilo; mis intenciones siempre 3

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fueron nobles y mis acciones no habrían sido posibles de no haberlo permitido el

Todopoderoso.

Tuvieron que pasar algunos años para que llegara mi oportunidad, tiempo en el

que mi mente se obsesionaba por la gran aventura que yo sabía que me esperaba,

años en los que escuché de las empresas de Hernández de Córdova y de Grijalba,

quienes daban noticia de las costas que exploraban y de sus contactos con los

naturales. Mientras más se sabía en Cuba de estas tierras, era mayor el deseo de

emprender su conquista. Velázquez y yo la estuvimos organizando y arriesgamos

nuestro dinero en la empresa. Si bien al principio Diego estuvo de acuerdo en que yo

dirigiera la expedición, después mudó de parecer y, aunque intentó por todos los

medios que yo no me hiciera cargo, no se salió con la suya gracias a que puse en

juego la totalidad de mis recursos y gracias también a los capitanes que simpatizaban

conmigo.

II. Fundación de la Villa Rica

Fue el 10 de febrero de 1519, tenía yo 34 años cuando inicié mi gran empresa; lleno

de incógnitas pero seguro de que Dios era mi protector. Varios muy esforzados

capitanes me acompañaron: Pedro de Alvarado, Cristóbal de Olid, Francisco de

Montejo, Diego de Ordaz, y otros más. Con ellos y con todos mis soldados y

marineros, estaba yo dispuesto a compartir los beneficios que, estaba cierto, serían

enormes; ellos confiaban en mí, así que no escatimaron ni empuje ni valentía para

realizar los grandes trabajos que exigía nuestra misión.

Claro que también tuve que aplicar mano dura. Recuerdo que tuve que

amonestar a Alvarado cuando ordenó al piloto una ruta distinta a la asignada; eso sí, a 4

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este último le mandé poner grilletes. Había que castigar la indisciplina para afianzar la

autoridad sin privar a los soldados del más renombrado de mis capitanes. Pude

parecer injusto, pero más me importó ser efectivo.

Mis fuerzas constaban de 108 soldados, 100 marineros, 16 caballos y yeguas,

4 falconetes, 10 cañoncillos de bronce, y una dotación de ballestas, lanzas, espadas y

escopetas. Hicimos tierra en Cozumel, allí, por primera vez, puse en práctica mi forma

de atraer a los indios dándoles muestras de afecto y regalos, y ofreciéndoles mi

amistad y protección; sin embargo, con los corceles y las piezas de artillería hicimos

un despliegue que sirvió para amedrentar a la población; salimos de allí en santa paz.

Iba con nosotros Melchorejo, indio maya a quien Hernández de Córdova había

llevado a Cuba; nos sirvió de intérprete algún tiempo pero no era de mi confianza;

después huyó a reunirse con los suyos. No nos quedamos sin intérprete, pues por

fortuna nos topamos con Jerónimo de Aguilar, uno de los dos náufragos que durante

años convivieron con los mayas; se encontraba en lastimosa situación y se nos unió

de inmediato. El otro, Gonzalo Guerrero, prefirió quedarse con su familia maya; nos

dijo: “Ya soy cacique con cara labrada y orejas horadadas, casado con india noble y

con hijitos boniticos”; Gonzalo había encontrado su felicidad. Esto fue el principio de

un mestizaje en el que no sabíamos aún que participaríamos los demás.

En Tabasco, mediante los buenos oficios de Jerónimo, les pedí a los naturales

que reconocieran a don Carlos como su soberano y al Papa como representante del

único y verdadero Dios, a quienes les rogué encarecidamente que le rindieran culto. A

cambio de esto recibirían la protección de su católica majestad. Si entraban en razón

no habría guerra ni exterminio. No obstante, hubo necesidad de la acción violenta. El

desconcierto y el terror se apoderó de los indios, quienes no conocían los corceles y 5

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pensaban que caballo y caballero eran uno. Abatidos, tuvieron que someterse y, para

hacer las paces, los caciques del lugar me ofrecieron oro, viandas y doncellas; entre

éstas a mi queridísima Malinzin, conocedora, además del maya, de la lengua de los

mexicas. A partir de ese día Malinzin fue nuestra intérprete y valiosa informadora de

cosas importantes para nuestra empresa. Como mujer, Malinzin fue primero para

Portocarrero, después cohabitó conmigo y me dio a Martín, el primer mexicano

mestizo conocido, más adelante casó con Juan Jaramillo.

A los bravos tabasqueños los obligué a oír misa, a aceptar a Nuestro Señor

Jesucristo como su único Dios y a don Carlos como emperador. También les prometí

que nunca los dejaría sin protección. Con esto, en México se dio principio a la

conquista espiritual, que a la larga resultaría tan violenta como la material, y ya es

mucho decir.

Desde los primeros intercambios de regalos recibimos algunas piececillas de

oro, y todas las veces que indagué dónde podríamos encontrar más, me decían:

“Culúa, Culúa”, refiriéndose a lo que después sería llamado San Juan de Ulúa.

Apenas llegamos ahí, de inmediato supe del poderoso señor Moctezuma, a quien

nombraban con miedo y admiración; era considerado un dios.

También en Culúa escuché por primera vez la palabra “México”. A los pocos

días de nuestro arribo llegaron emisarios de Moctezuma, eran señores importantes

con regalos de oro, plata y plumas, y muchos objetos de fina hechura que me

mandaba su emperador. Varias veces recibimos cuantiosas dádivas de sus enviados

y el mensaje que nos instaba a no seguir adelante en nuestra marcha a Tenochtitlan.

Moctezuma parecía ignorar nuestra voluntad inquebrantable de llegar a él, y mientras

más regalos recibíamos, crecía nuestra ambición y era mayor nuestro deseo por 6

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avanzar. Si desde que salimos de Cuba era grande nuestra fantasía de encontrar

lugares fantásticos de riquezas increíbles, ya en esos días nos habíamos forjado toda

una quimera.

Gracias al terror que causábamos con las frecuentes demostraciones de fuerza

que hacíamos con los corceles y las escopetas, pudimos evitar muchas batallas. Sin

embargo, en ocasiones el enemigo estaba en nuestras filas; sí, pues dado lo irregular

de nuestra salida de Cuba y las contrariedades que eso supuso, había un grupo de

capitanes y soldados adictos a Velázquez, que quería regresar a Cuba, considerando

que yo era solamente su delegado. Ese bando hizo peligrar la empresa. Para aplacar

ímpetus y furores tuve que emplear una estrategia que diera legalidad a mi posición

como máxima autoridad. Consistió en fundar la Villa Rica de la Vera Cruz, y para ello

designé alcaldes y regidores entre mi gente de confianza; a su vez, ellos me

nombraron Justicia Mayor y Capitán General. De este modo, salvadas las exigencias

jurídicas, aunque fuese de una manera forzada, pude sacudirme la autoridad de

Diego Velázquez y depender únicamente de la voluntad del rey. Juré mis cargos

solemnemente ante mis hombres y, sobre todo, ante Dios. Todo esto me fue

recriminado hasta el fastidio, pero sé bien que de no actuar de esa manera, la historia

hubiera sido otra.

III. Los zempoaltecas y los tlaxcaltecas

Ya para entonces había tomado conciencia del encono que los pueblos sometidos

tenían contra el Imperio Mexica. Eso me facilitó trabar una buena relación con los

zempoaltecas y su cacique Gordo. Ellos se acogieron dócilmente a mi protección con

la esperanza de vengar los agravios que les infligían los mexicas. Fuimos 7

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obsequiados con ocho doncellas, “para hacer generación”; yo no quise aceptarlas si

no dejaban sus creencias y prácticas abominables, como la sodomía y los sacrificios

humanos; era común observar cómo destazaban los cuerpos de los infelices y

vendían su carne para comer como si fueran reses. Tuve que amenazar al Gordo y a

sus sacerdotes con matarlos; sólo así pudimos derribar sus ídolos y blanquear las

paredes del adoratorio, tintas de tanta sangre salpicada. Allí coloqué una imagen de

Nuestra Señora y el padre Olmedo pudo decir misa y bautizar a las doncellas, que ya

cristianas quedaron en condiciones de ser aceptadas como mujeres por nosotros.

Aquí sí, por las buenas, aceptaron como soberano a don Carlos y a nuestro Dios

como el único y verdadero. Al menos eso decían.

Un avance muy importante para la empresa fue la reunión de Quiahuistlan,

donde además del Gordo de Zempoala asistieron otros caciques totonacos para

denunciar ante mí los atropellos de la tiranía de Moctezuma. En los pueblos de la

costa todos nos adjudicaban una cierta naturaleza divina; nos llamaban teúles, que

era como decirnos dioses, pero también nos adjudicaban naturaleza demoníaca.

Resultaba muy útil que tuvieran esas creencias; así pude concertar alianzas con estos

pueblos y fortalecer mi posición. Como Moctezuma sabía bien dónde estábamos en

todo momento, la respuesta no se dejó esperar: otra vez nos envió grandes obsequios

que estimulaban nuestro afán por llegar a las riquezas que presentíamos.

Regresamos a la Villa Rica y encontramos anclado un navío que, cuando

zarpamos de Santiago, no pudo salir pues requería reparaciones. Traía una noticia

preocupante: el emperador Carlos había nombrado Adelantado de Cuba a Diego

Velázquez y le daba poder para rescatar y poblar Yucatán. De inmediato pensé en

cómo me iba a congraciar con nuestro monarca, de manera que separé el quinto real, 8

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o sea una quinta parte de los regalos que habíamos recibido para reservárselos.

Como había que impresionarlo en todo lo posible a nuestro favor, convencí a los

capitanes y a los soldados de juntar el oro hasta ese momento guardado y enviárselo.

No fue fácil que se desprendieran de él, pero al fin cedieron con las expectativas de

recuperarlas en mayor cantidad. Como en muchas otras situaciones tuve que

jugármela, ya que corríamos el riesgo de ser ahorcados por órdenes de Diego. Sin

embargo, Dios no lo permitió y la llegada de ese navío resultó providencial, se fue a

España con el tesoro y mi Primera Carta de Relación.

Las otras naves representaban ya un gran peligro para continuar la empresa.

Por una parte, los velazquiztas, cada vez más inconformes, podrían apoderarse de

ellas y regresar a Cuba; y por otra, todos tenían en mente la posibilidad de escapar en

los navíos ante un gran embate de los naturales. La tentación estaba presente, así

que decidí quemarlas; entonces sí, ya sólo tuvimos dos opciones, la victoria o la

muerte.

Según los zempoaltecas seríamos bien recibidos en Tlaxcala, ya que allí tenían

un gran odio hacia los mexicas. Emprendimos la marcha y nos empezaron a guerrear

desde antes de nuestra llegada. Ellos estaban al tanto de todos los regalos que nos

había enviado Moctezuma y dieron por hecho que éramos sus amigos. Xicoténcatl el

joven no aceptaba nuestra presencia en sus dominios. Después de arduos combates

en los que casi desfallecimos y pensamos que allí acabarían nuestras vidas,

Xicoténcatl el viejo y otros señores importantes de Tlaxcala nos enviaron emisarios de

paz y nos anunciaron su decisión de ser vasallos del rey de Castilla y amigos de los

cristianos.

Lo que alimentaba mi confianza era una certeza en el valor de los soldados 9

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españoles, la convicción de que las banderas de Cristo y del Imperio español eran las

mismas, que los infieles eran enemigos de Dios y de la patria y, desde luego, una fe

absoluta e inquebrantable en la protección divina.

Con los tlaxcaltecas sellé el pacto más importante; sin él hubiese sido

imposible la Conquista y el nacimiento de este México. Ellos me llamaban Malinche, a

sabiendas de que ese nombre realmente era de doña Marina; nunca supe por qué. En

Tlaxcala había cuando menos 150 mil almas y en su mercado pululaban cada día

unas 30 mil; así de grande era esa república.

IV. La matanza de Cholula

Al reiniciar la marcha hacia Tenochtitlan, llegaron enviados de Moctezuma; nos

advirtieron que no confiáramos en los de Tlaxcala, que en Cholula seríamos bien

recibidos siempre y cuando no entráramos acompañados de tlaxcaltecas armados.

Cholula era una ciudad de treinta y tantos adoratorios que nosotros les llamábamos

mezquitas; era la manera de nombrar a los templos no cristianos, de los que habían

quedado muchos en España.

Ya estando aposentados en esa ciudad, una vieja cholulteca confió a doña

Marina las intenciones de Moctezuma de acabar con los españoles; cosa que no era

difícil de reconfirmar por los de Zempoala y Tlaxcala. Para enfrentar la situación

convoqué a los principales de Cholula e hice que se acompañaran de mucha gente,

después los rodeamos con mis soldados y aliados y les di la orden de que a la señal

de un disparo empezaran a matarlos. En la sarracina cayeron más de 5 mil

cholultecas.

A pesar de esto que relato, puedo afirmar que yo no era sanguinario. Sólo 10

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cuando era preciso recurría a la fuerza y en esa ocasión nos sentíamos grandemente

amenazados. No era posible tener miramientos; las conjuras tenía que castigarlas con

firmeza, y con fiereza, aunque después me doliera el alma por toda la sangre

derramada.

Ante mi desconfianza para seguir adelante, para informarme bien de la verdad

envié un emisario mexica al Uey Tlatoani. Pocos días después llegó como respuesta

una misión con regalos y provisiones; recuerdo que nos enviaron una decena de

platos de oro macizo, mil 500 piezas de ropa y gallos y gallinas en abundancia. Nos

enviaron también como regalo una dotación del exquisito chocolate que después sería

tan apetecido en toda Europa. Con esos espléndidos obsequios nos llegó la petición

de no seguir avanzando a México-Tenochtitlan. Mis aliados me rogaron que mejor no

siguiéramos porque seguramente encontraríamos la muerte; pero yo contesté al

emperador mexica que no podía dejar de conocer a tan magnífico soberano. La

respuesta de él fue que seríamos recibidos con gran hospitalidad. Eran muy

sorprendentes sus cambios de opinión; igual mostraba su beneplácito si recibíamos

sus obsequios que si no acatábamos sus deseos.

Frente a Cholula se alzan dos sierras nevadas, una de ellas humeante; esto

me intrigó y quise averiguar su secreto. Para tal fin envié a Diego de Ordaz con diez

hombres, pero no pudieron llegar a la cima por la gran frialdad que sintieron y porque

empezó a salir mucho humo con grandes ruidos.

El primero de noviembre continuamos la marcha. Al salir de Cholula éramos

450 españoles y 400 indios que nos auxiliaban. A pesar de que Moctezuma nos

recomendó que tomáramos cierto camino llano, yo decidí seguir a través de la sierra

pues me temía una celada. Después de pasar entre las dos montañas pudimos ver 11

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los fértiles campos de Culúa y la ciudad de México-Tenochtitlan. Era algo alucinante,

yo sabía que se trataba de un momento histórico de gran alcance.

Ya en tierras de Chalco salieron a nuestro encuentro los caciques de la zona

con regalos de oro, doncellas, mantería y alimentos. Por su cercanía a la ciudad

imperial, me extrañó escuchar de ellos quejas contra Moctezuma. También me

previnieron que allá nos querían matar. Yo estaba seguro que sólo Nuestro Señor

Dios, en quien creemos, tiene el poder de quitarnos la vida, así que no dudé en

seguir.

Otra vez, con valiosos regalos, llegaron emisarios de Moctezuma, rogándome

no avanzar más, pretextando que la ciudad es pobre, con poca comida y que no la

pasaríamos bien allá; pero que él estaba dispuesto a enviarnos lo que se le pidiera.

Yo le mandé decir: “Cumplo órdenes del rey de las Españas, quien desea entablar

relación con él”. Reiteré que pronto llegaríamos. Nunca entendí cómo es que

Moctezuma pensaba que con regalos nos detendría.

Al llegar a Amecameca nos recibió Cacamatzin, rey de Texcoco, con disculpas

del emperador, su tío, por no habernos recibido él mismo. De nuevo me suplicaron no

llegar a Tenochtitlan. No hicimos el menor caso y seguimos adelante; llegamos a

Mixquic y otra vez fuimos obsequiados. En el señorío de Iztapalapa nos recibió

Cuitlahuacatzin, éste sí, de mala gana, nos esperaba con regalos.

Algo muy sabido por la gente de estos lugares, pero que entonces yo ignoraba,

es que en los años anteriores había habido varios presagios funestos que, según el

Códice florentino, anunciaban la desgracia de Tenochtitlan. Uno de ellos fue el de “La

Llorona”, la mujer que gritaba y lloraba por las noches diciendo: “Hijos míos, ya

tenemos que irnos, ¿adónde os llevaré?”.12

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V. En Tenochtitlan

Por fin llegó el día de nuestra entrada a México-Tenochtitlan, fue el 8 de aquel

noviembre de 1519. Para dar realce al acontecimiento, al entrar en la ciudad ordené

hacer un disparo de cañón; esto hizo que la gente se tirara al suelo enloquecida.

De su palacio, precediendo al Uey Tlatoani, salió su cortejo; abrieron la marcha

muchos caciques y principales, todos con túnicas y ricas joyas. Al llegar a mí se

inclinaban hasta llegar al suelo. Después, acompañado de los señores de Texcoco,

Coyoacan, Tacuba e Iztapalapa, con gran solemnidad apareció Moctezuma, ataviado

con tantos lujos que maravillaba su presencia; calzaba cacles de oro. Todos

mantenían la mirada baja excepto los señores principales y nosotros, los recién

llegados. A los caciques les parecía inaudito que osáramos ver a Moctezuma porque

era considerado un dios; intenté abrazarlo y me contuvieron con firmeza. Entonces le

pregunté: “¿Acaso eres tú? ¿es que ya tú eres?”; a lo que él me respondió: “Sí, yo

soy”. Créanme, el recuerdo de aquel momento aún me estremece.

Después me dijo: “Bienvenido, habéis llegado a vuestra tierra, a vuestro pueblo

y a vuestra casa: México. Hace tiempo que yo esperaba esto. Los reyes que pasaron

nos dejaron dicho que habíais de volver a reinar en estas tierras y a sentaros en

vuestro trono. Trabajos habréis pasado viniendo desde tan lejos. Descansad ahora.

Aquí están vuestros palacios, descansad en ellos con todos los capitanes que con vos

han venido”.

Como regalo le eché al cuello un collar bien impregnado de almizcle adornado

con piedras margaritas en cordones de oro; a su vez, él me colocó dos collares con

figurillas de camarones, unos hechos con hueso de caracol colorado y otros de oro. 13

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Luego nos condujo al palacio de Axayácatl para hospedarnos, allí nos colmó

nuevamente de regalos de oro, plata, jade y plumajes.

Ya en privado, se alzó las vestiduras y, mostrando su cuerpo desnudo, me dijo:

“Ved que soy de carne y hueso como vos y como cada uno de los vuestros: soy

natural y palpable. ¡Palpadme! ¡Ved cómo os han mentido!”, dijo refiriéndose a sus

enemigos, los de Zempoala y Tlaxcala. Ante mí revelaba la mentira que también

creían los suyos y se expresaba con inaudita confianza ante un desconocido.

Aproveché la posición que me otorgaba y, con auténtico celo evangelizador, le

pedí que se hicieran cristianos y dejaran sus ídolos, sus sacrificios humanos y sus

sodomías. Él me respondió que estaba dispuesto a rendir pleitesía a nuestro

emperador, pero no a dejar sus dioses, y me pidió respeto hacia ellos. Callé y en ese

momento no insistí.

Días después fuimos a visitar el enorme zoco de Tlatelolco, concurrido por

decenas de miles de hombres, mujeres, niños y viejos. Había toda clase de

mercancías: mantas, cacles, cueros de tigres y leones, legumbres, frijol, maíz y pan

de lo mismo, conejos, patos, venados, gallinas y guajolotes, tinajas, jicarillas, miel,

melcocha, tabaco, hierbas medicinales, navajas y cuchillos de pedernal, cacao, oro,

plumas y tantas otras cosas.

Frente al mercado estaba el templo de Huitzilopochtli y como allí se encontraba

Moctezuma, le pedí que nos lo mostrara. Aceptó pero pidió respeto. Vimos los ídolos,

cinco corazones humanos, las paredes llenas de costras de sangre y un hedor

insoportable. No resistí el impulso de decirle que sus dioses son diablos y le pedí que

me permitiera quitarlos y colocar allí una cruz y una imagen de Nuestra Señora. Él se

indignó y me dijo: “Malinche: es tal el deshonor que has dicho que me arrepiento de 14

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mostrarte a mis dioses. A ellos los tenemos por muy buenos; nos dan salud, aguas,

buenas cosechas y victorias cuando peleamos. Por eso hemos de continuar

adorándolos y sacrificándoles. Te ruego que no pronunciéis otra palabra en su

deshonor”. Otra vez preferí callar.

Estando en nuestros aposentos del palacio de Axayácatl, un soldado descubrió

una puerta disimulada en el muro. Mandé horadarlo y quedó al descubierto una

estancia pletórica de jades, joyas y oro en planchas. Quedamos estupefactos. Lo

mandé cerrar para que no se notara. Al mismo tiempo que se estimuló la ambición al

pensar que habría otras grandes riquezas escondidas, nos empezó a invadir el temor

de quedar entrampados en aquella ciudad, con tantos puentes que podrían

bloquearse o cortarse.

Pensé que la manera de garantizar nuestra seguridad era apresando a

Moctezuma y tenerlo como rehén. A mis capitanes les pareció bien el plan pero yo no

encontraba justificación para hacerlo. Al día siguiente se me presentó la oportunidad

para ponerlo en práctica con el argumento de que en la Villa Rica, Cuauhpopoca,

cacique de Nautla y lugarteniente de Moctezuma, había ordenado matar a nuestra

guarnición. Esto en realidad había sucedido cuando estábamos en Cholula; sin

embargo, con la ayuda de dos tlaxcaltecas que fingieron ese día ser los portadores de

la noticia, hice aparentar las cosas como si apenas entonces me estuviera enterando.

Este hecho es uno de los muchos que obligadamente tuve que elaborar

artificiosamente para poder seguir adelante con la empresa; se actúa con criterios y

valores muy distintos cuando nos encontramos en situaciones de gran riesgo y en

peligro de no alcanzar nuestros objetivos. A veces no queda más que engañar a la

conciencia; cuando menos intentarlo. Además, en una guerra de conquista no se 15

Page 16: HERNÁN CORTÉSpep.ieepo.oaxaca.gob.mx/recursos/multimedia/SEPIENSA... · Web viewAllí, el 30 de octubre de 1520 firmé mi Segunda Carta de Relación al emperador y le propuse que

duda del derecho a apoderarse del emperador si así se cree conveniente.

Con doña Marina a mi lado y en compañía de mis principales capitanes, fuimos

a ver a Moctezuma, le reclamé la muerte de mis hombres y lo acusé de haber dado

esas órdenes a Cuauhpopoca. Él lo negó. Le dije que me lo llevaría conmigo hasta

que se aclararan esas muertes, pero le rogué que no se apenara porque no estaría

preso sino sólo acompañándome y podría seguir gobernando sin obstáculos.

VI. Moctezuma prisionero

Cuauhpopoca fue prendido en Nautla y llevado a Tenochtitlan. Dijo que sí los había

matado pero no por órdenes del emperador. Tuve que mandarlo a la hoguera junto

con los suyos, entonces éstos gritaron que sí lo había ordenado Moctezuma. Con eso

tuve para ponerle grilletes al Uey Tlatoani mientras los otros morían quemados. Aún

me maravillo del atrevimiento que tuve al hacer todo eso, sobre todo porque

estábamos en el centro de la fortaleza enemiga; pero el momento ameritaba tomar

decisiones de gran peso. Fue posible sólo con la gracia y la protección divina; eso no

puede dudarse. Después de hacer justicia le quité los grilletes pero lo retuve conmigo,

aunque le daba permiso de cumplir sus devociones y de visitar a sus putas selectas,

dentro y fuera de la ciudad.

Poco tiempo después me enteré que Cacama, el rey de Texcoco, estaba

armando una revuelta contra nosotros. Me las arreglé para que el mismo Moctezuma

lo hiciera venir con nosotros y allí lo hice preso. Nombré rey de Texcoco a su hermano

menor, a quien no tuve dificultad en hacer sentir mi autoridad; incluso se le bautizó

con el nombre de Carlos, cosa que lo hizo sentirse muy orgulloso.

Llegó el momento en que le pedí a Moctezuma que recaudara los bienes que 16

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servirían de tributo a nuestro emperador. Él, muy obediente, le pidió a todos los

señores principales y caciques que, en señal de completo sometimiento a su católica

majestad don Carlos, aportaran de sus riquezas. Muchas lágrimas derramó el Uey

Tlatoani y nosotros nos compadecimos porque realmente era un hombre de buenas

entrañas y lo amábamos. Claro que al doblegarse así, Moctezuma estaba

reconociendo el final del mundo mexica y de su cultura. Y todo lo que teníamos

sumaba poco más de 400 hombres, algunos caballos, unos cuantos cañones y

escopetas; pero eso sí, Dios, el verdadero, estaba con nosotros.

Con la mejor disposición, Moctezuma nos entregó sus increíbles tesoros.

Mandó a sus criados con algunos de los nuestros a un sitio llamado “La casa de las

aves”; allí tenía dos habitaciones repletas de oro en planchas, joyas y muchas

maravillas más. Envió también a sus recaudadores a traer más de sus provincias.

Cedió incluso el tesoro del palacio de Axayácatl. Por cierto que nos dijo que él ya

sabía que lo habíamos descubierto y ocultado de nuevo. Con eso me di cuenta que

nos tenía bien observados y sentí desconfianza de que estuviese urdiendo alguna

trampa.

Jamás imaginé que resultara tan fácil y tan abundante la recaudación del

tributo; sin embargo, la repartición sí fue compleja: primero separé el quinto del rey,

luego el mío, otro más para los capitanes y de lo restante me cobré todos los gastos

realizados para la empresa, reservé lo correspondiente para el pago de las naves

quemadas que eran propiedad de Velázquez y para todos los gastos extras, que

sumaban buena cantidad. Con lo que quedó hice la repartición a los soldados,

quienes no quedaron nada contentos. A los más inconformes tuve que darles algo de

lo mío y prometerles que obtendríamos mucho más.17

Page 18: HERNÁN CORTÉSpep.ieepo.oaxaca.gob.mx/recursos/multimedia/SEPIENSA... · Web viewAllí, el 30 de octubre de 1520 firmé mi Segunda Carta de Relación al emperador y le propuse que

Una vez satisfechas nuestras expectativas de tributos, Moctezuma me pidió

que tomara por mujer a una de sus hijas. Se lo agradecí con mucha reverencia y le

dije que no era posible porque yo era casado; le pedí, sí, que me conformaría con que

su hija abrazara la fe de Cristo. Después pedí su venia para retirar ídolos de los

adoratorios y colocar la imagen de Nuestra Señora y la Santa Cruz. Yo sentía que

estaba cumpliendo como soldado, pero no podía olvidar mi deber como cristiano; no

podía ignorar las enseñanzas de mis mayores y, además, tenía que corresponder en

lo posible a la misericordia divina que nunca me faltó en esa empresa.

Pero reconozco que los designios divinos para evangelizar a los mexicas aún

tardarían en cumplirse. El Uey Tlatoani no me concedió esa petición y entonces no me

quedó otra alternativa que forzar las cosas. Acompañado de varios castellanos y de

mis intérpretes fuimos al templo, hablé con los sacerdotes y les pedí que quitaran sus

ídolos para colocar nuestras santas imágenes. Ellos se irritaron y dijeron que era

imposible, que todo su pueblo amaba más a Huitzilopochtli y a Tezcatlipoca que a sus

propios padres. Ante su negativa me encolericé y yo mismo quité a golpes de barreta

la máscara de oro de su Uichilobos. Entonces los sacerdotes empezaron a convocar a

la gente para la guerra.

Enterado Moctezuma, me llamó para advertirme que peligraban nuestras vidas

y que debíamos salir de la ciudad pues todo el pueblo ya estaba por alzarse contra

nosotros. Le pedí tiempo pues debíamos construir nuevas naves. Su buena

disposición hizo que nos facilitara carpinteros que de inmediato salieron con Martín

López y otros hombres hacia la Villa Rica. Mis temores se acrecentaban día a día y

comprendí que sólo manteniendo como rehén al Uey Tlatoani podríamos salir de ésa.

Entonces le avisé que él me acompañaría hasta Castilla, cosa que lo entristeció 18

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grandemente.

VII. Pánfilo de Narváez

Dos semanas después de la partida del grupo de Martín López llegaron vasallos de

Moctezuma y le dieron noticias de la Villa Rica. Después me enteré que días atrás

habían llegado 18 navíos con 800 hombres, 80 caballos y artillería; y que el Uey

Tlatoani ya les había enviado alimentos, oro y ropa. Se trataba del lugarteniente del

gobernador de Cuba, Pánfilo de Narváez, quien, al recibir los regalos, había

respondido a Moctezuma con toda clase de improperios contra mí y mis hombres,

acusándonos de ser ladrones fugitivos, sin licencia de nuestro emperador.

Yo casi me había olvidado de la existencia de Diego Velázquez y la llegada de

tan gran comisión me resultó totalmente inesperada. Me enteré que en la costa

Narváez ganaba adeptos. Los de Zempoala me dieron la espalda ya que veían el

poderío de Narváez. Mientras tanto, en Tenochtitlan, Moctezuma no entendía lo que

pasaba, dudaba quiénes eran los verdaderos seguidores de Quetzalcóatl, quiénes los

vasallos fieles al emperador Carlos y quiénes los falsos enviados.

Con la amenaza de que Narváez llegaría a Tenochtitlan para presentarse ante

Moctezuma, decidí ir a su encuentro. Partí el 4 de marzo de 1520 con un centenar de

soldados, algunos caballos y un grupo de indios para auxiliarnos. Pedro de Alvarado,

a quien los mexicas llamaban Tonatiuh, se quedó a cargo del resto de los hombres

para mantener el orden y custodiar a Moctezuma.

Antes de llegar a Zempoala nos encontramos con unos emisarios de Narváez.

Me conminaba a darle el mando y dejarle la tierra ganada a cambio de unos navíos

para dejarme ir con quienes así lo desearan. Desde luego le exigí que mostrara las 19

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órdenes reales para que yo accediese, de lo contrario no lo haría. Y así fue: al no

haber mandato del emperador di la orden a Gonzalo de Sandoval, alguacil mayor de

la Villa Vera, de que lo aprehendiera.

El cacique Gordo había alojado a Narváez en sus aposentos del adoratorio, y

fue precisamente allí donde se dio el enfrentamiento entre los dos bandos. Tras de

una breve refriega y del incendio de la techumbre, Narváez quedó tuerto y herido el

cacique Gordo. Perdí dos hombres pero la victoria fue rápida. El hecho fue

providencial pues estábamos en desventaja de cuatro a uno; yo pensé y sigo

pensando que los designios de Dios tenían que cumplirse.

A partir de esto, gracias a mis negociaciones con capitanes y soldados,

nuestros efectivos aumentaron a más del millar de hombres y muchos pertrechos.

Dejé a Narváez preso con la guarnición de la Villa Rica y nos apoderamos de sus

navíos. Tranquilo y optimista emprendimos el regreso.

Desde antes de llegar a Tenochtitlan nos salieron al encuentro unos

mensajeros que nos urgían a llegar a socorrer los cuarteles castellanos, pues había

un gran peligro de perder todo lo ganado y morir. Entramos a Tenochtitlan un día de

San Juan Bautista, pero nos dimos cuenta de que la ciudad ya era otra. Estaba casi

desierta y en todas las casas había gran acopio de piedras y doble guardia en los

adoratorios.

Pedí explicaciones a Pedro de Alvarado y él me dijo que se había enterado de

una conjura para matar a todos los españoles y sus acompañantes, pero que él

decidió tomarlos por sorpresa y anticiparse aprovechando la fiesta de Tóxcatl en

honor de Huitzilopochtli. Murieron 400 personajes principales entre otros muchos. Me

enojé con Alvarado pero no quise castigarlo, pues además de la fraternidad que nos 20

Page 21: HERNÁN CORTÉSpep.ieepo.oaxaca.gob.mx/recursos/multimedia/SEPIENSA... · Web viewAllí, el 30 de octubre de 1520 firmé mi Segunda Carta de Relación al emperador y le propuse que

unía, sus servicios como militar, como ya dije, eran invaluables.

Al día siguiente, para informar de la peligrosa situación, envié a la Villa Rica un

mensajero, pero pronto regresó descalabrado y perseguido por guerreros mexicas

que rodearon el palacio; nos amenazaban con los alaridos y gritos más espantosos

que en el mundo se pueda pensar. Recibimos una lluvia de piedras y flechas,

contratacamos con dos o tres salidas y se batalló todo el día y, aunque morían

muchos indios, no menguaban sus fuerzas de tantos que eran. Entre los nuestros

hubo medio centenar entre muertos y heridos.

VIII. Muerte de Moctezuma

Después de varios días de combate, Moctezuma ofreció pedir a su pueblo que se

pacificara. Yo le hice salir a una de las azoteas del palacio para que hablara a su

gente, pero casi de inmediato recibió tal pedrada en la cabeza que murió a los tres

días. El cadáver se lo entregué a dos de los indios que teníamos presos para que lo

sacaran del palacio. Nunca supe lo que hicieron con él, pero imagino que su destino

fue bastante lastimoso pues su pueblo ya le tenía un gran rencor.

Traté de negociar la paz con los capitanes pero se negaron. Estaban seguros

de que no teníamos escapatoria; cerraron puentes y caminos. Nosotros sabíamos que

de cualquier modo tendríamos que salir, de lo contrario moriríamos de hambre. Con

algunos sacerdotes e indios principales que teníamos presos organicé la salida de

todos mis hombres y mis aliados tlaxcaltecas. En la retaguardia iba Pedro de Alvarado

con doña Marina y doña Luisa, hija de Moctezuma, a quien, en su lecho de muerte,

juré velar por ella.

Nadie quería dejar el oro; era tal cantidad que nos resultaría muy pesado 21

Page 22: HERNÁN CORTÉSpep.ieepo.oaxaca.gob.mx/recursos/multimedia/SEPIENSA... · Web viewAllí, el 30 de octubre de 1520 firmé mi Segunda Carta de Relación al emperador y le propuse que

llevarlo. Resolví el asunto como pude; separé el quinto del rey y se lo encomendé a

Alonso de Ávila para que lo custodiara a lomo de ochenta tlaxcaltecas bien cargados.

Se trataba de un tesoro inmenso. Autoricé a cada hombre a llevar lo que pudiera

cargar en bolsas y bolsillos. Los más codiciosos perdieron la vida por pretender

llevarse más de lo que les permitieron sus fuerzas.

Llevábamos algunos puentes portátiles. Era una noche lluviosa cuando salimos

sigilosamente del palacio de Axayácatl. Muy pronto se dieron cuenta de nuestra

huída. Una mujer dio la voz de alarma y gritó: “Mexicanos, venid acá, ya se van

nuestros enemigos, se van a escondidas”. Después un hombre desde el templo de

Huitzilopochtli convocó a toda la gente para perseguirnos. Los indios con sus lanzas y

los castellanos con nuestras escopetas dimos el más sangriento de los combates.

Muchos quedaban tendidos sobre la calzada, otros caían al agua. Hubo necesidad de

hacer un puente con los cuerpos de soldados y caballos. A todos los españoles vivos

y muertos que tomaron los indios los llevaron a Tlatelolco, y en lo alto de unas torres

los sacrificaron y les sacaron los corazones para ofrecerlos a sus ídolos. Muchos de

mis hombres estando en batalla pudieron verlos; por sus cuerpos blancos sabían que

eran cristianos.

Gonzalo de Sandoval, Cristóbal de Olid y yo logramos llegar a Tacuba, en

tierra firme; allí encontramos a Pedro de Alvarado con algunos soldados y

tlaxcaltecas. Fue un gran desastre. Aquel 10 de julio murieron 450 españoles y más

de 4 mil indios amigos. Esa noche lloré, por mis soldados y capitanes muertos, y

porque creí que se había perdido todo. Fue la frustración total, las lágrimas, la Noche

Triste…

Salimos de Tacuba y recorrimos un calvario pues, de los veinticuatro caballos 22

Page 23: HERNÁN CORTÉSpep.ieepo.oaxaca.gob.mx/recursos/multimedia/SEPIENSA... · Web viewAllí, el 30 de octubre de 1520 firmé mi Segunda Carta de Relación al emperador y le propuse que

que nos habían quedado, no quedaba ninguno que andara bien, ni caballero que

pudiese alzar el brazo ni peón sano que pudiera menearse. Algunos soldados heridos

pudieron sobrevivir gracias a la bondad de algunos amigos que los llevaron a cuestas.

Varios días comimos sólo maíz, algunas yerbas silvestres y un caballo que murió en

una escaramuza con los indios.

Con lo de aquella triste noche quedó demostrado que México-Tenochtitlan no

era inexpugnable, y que sus calzadas y puentes podían ser salvados. Supe también

que volvería y que Dios mismo nos guiaría en nuestra voluntad conquistadora.

Ya de regreso a Tlaxcala, en Otumba, enfrentamos a un gran ejército que era

la flor y nata de los cazadores mexicas. Invocamos al apóstol Santiago y, después de

muchas horas de cuchilladas y estocadas que les dábamos para contrarrestar sus

lanzas y macanas, distinguí al capitán de los guerreros, enjoyado y con gran penacho;

fue Gonzalo de Sandoval quien se encargó de matarlo embistiéndolo con su

cabalgadura. Gracias al cielo, con su muerte cesó la furia mexica y se retiraron.

Temíamos que nos menospreciarían en tierras tlaxcaltecas por la derrota en

Tenochtitlan, pero para nuestra fortuna, pesó más nuestro triunfo en Otumba y fuimos

recibidos con honores. Gracias a nuestra gran alianza con los de Tlaxcala pudimos

recuperar la posición de dominio que habíamos perdido.

No todo marchó bien: el joven Xicoténcatl estaba orgulloso de ser parte de su

nación indígena, y aun en contra de los deseos de su padre, siempre nos vio con

recelo. Pienso que fue él quien insubordinó contra nosotros a los indios de Tepeaca.

Tuve que amenazarlos con la esclavitud si no se sometían al rey de las Españas. En

cuarenta días se pacificaron, no sin antes herrar a algunos de ellos con una gran “G”,

que significaba “guerra justa”. Esto mismo tuve que hacer con otros pueblos enemigos 23

Page 24: HERNÁN CORTÉSpep.ieepo.oaxaca.gob.mx/recursos/multimedia/SEPIENSA... · Web viewAllí, el 30 de octubre de 1520 firmé mi Segunda Carta de Relación al emperador y le propuse que

de la región.

Por esos días tuve noticia de que había llegado a Veracruz un navío con otro

enviado de Velázquez. Se trataba de Pedro Barba, un viejo amigo que no tardó en

unírsenos con sus trece soldados y dos caballos. Velázquez suponía que Narváez se

había adueñado de la situación, de modo que envió a Barba como emisario y suponía

que, una vez cumplidas sus instrucciones, regresaría a Cuba. Era grande la sed de

venganza que tenía mi concuño; sin embargo, cada acción que armaba le significó

una gran desilusión, pues además de no hacerme mella, los efectivos enviados me

eran de gran utilidad.

En Tepeaca fundé la villa de Segura de la Frontera. Allí, el 30 de octubre de

1520 firmé mi Segunda Carta de Relación al emperador y le propuse que todas estas

tierras conquistadas llevaran el nombre de Nueva España del mar Oceáno.

Ya en Tlaxcala me enteré que había muerto de viruela uno de mis grandes

aliados, Mexicatzin. También había muerto el sucesor de Moctezuma, Cuitláhuac;

tomó su lugar Cuauhtémoc, joven de veinticinco años, casado con una hija de

Moctezuma. Supe también que el nuevo rey mexica había mandado adornar el

Templo Mayor con las cabezas de nuestros compañeros sacrificados; me horrorizaba

imaginar aquello.

IX. Sitio y toma de Tenochtitlan

Para apoderarnos de Tenochtitlan no utilizaríamos las calzadas; lo haríamos con

pequeños navíos que mandé construir con la madera sobrante de los navíos

destruídos y de los árboles de la región. El 28 de diciembre de aquel 1520

contábamos con 550 soldados de infantería, 40 caballeros, algunos cañones, espadas 24

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y escopetas. Tlaxcala aportó 10 mil hombres de guerra dispuestos a vengarse de los

de Culúa, sus enemigos capitales. Indios y españoles íbamos dispuestos a morir. Algo

de gran importancia sabía ya: quien dominara la laguna podría apoderarse de la

capital mexica.

Llegamos a las cercanías de Texcoco y nos salieron al encuentro siete señores

nobles enviados por su rey Coanacoch para ofrecernos alojamiento. Después de

aclarar que ellos no nos habían causado daños sino los mexicas, acepté su

hospitalidad aunque me pareció muy extraño que Coanacoch no se encontrara en la

ciudad sino en Tenochtitlan; además, sorprendía ver que mucha gente abandonaba la

ciudad. Sospeché que nos tendían una trampa, así que para dividir a los texcocanos

decidí nombrar rey al hermano menor de Coanacoch.

Esperamos con cautela la reacción de Texcoco. Por otra parte, Iztapalapa se

mantenía aliado de Tenochtitlan y representaba una amenaza para nosotros, así que

decidí enfrentarla. Fue una guerra muy sangrienta ya que murieron 6 mil naturales.

Después fuimos aumentando nuestras alianzas con los pueblos ribereños; entre los

mayores de ellos recuerdo a Chalco, Tlalmanalco, Mixquic y Chimalhuacan. Para

entonces me llegaron noticias de que los bergantines habían sido terminados en

Tlaxcala; envié a Sandoval para trasladarlos y armarlos en la laguna.

Intenté establecer pláticas de paz con los mexicas pero fuimos rechazados.

Ellos confiaban ciegamente en la determinación de Cuauhtémoc que organizaba todo

para enfrentarnos. La batalla de México-Tenochtitlan seguiría hasta sus últimas

consecuencias. Principiamos por Tacuba, gran aliado de los mexicas donde habíamos

sido tan maltratados en aquella fatídica noche; fue arrasada e incendiada por mis

tropas. Allí me di cuenta que la empresa de tomar Tenochtitlan requería de hombres 25

Page 26: HERNÁN CORTÉSpep.ieepo.oaxaca.gob.mx/recursos/multimedia/SEPIENSA... · Web viewAllí, el 30 de octubre de 1520 firmé mi Segunda Carta de Relación al emperador y le propuse que

sobrehumanos; después supe también que su defensa la hicieron hombres

sobrehumanos.

Tuve que enfrentar otra conspiración de los hombres adictos a Velázquez, en

esa ocasión encabezada por Antonio de Villafaña, a quien hice colgar de inmediato

pues no se puede andar con medias tintas con los enemigos dentro de casa. Eso sí,

como cristiano convencido, le di tiempo suficiente para confesarse.

Todavía quedaban comarcas cercanas que había que asegurar como aliadas,

o al menos quitarles su fuerza guerrera, este fue el caso de Iztacalco. Otras más

retiradas como Oaxtepec, Yautepec y Cuernavaca prefirieron someterse. Creí que las

demás decidirían lo mismo; sin embargo, Xochimilco opuso gran resistencia y tuve

que incendiarlo. En aquella batalla, tanto los mexicas que llegaron a auxiliar, y los

mismos xochimilcas gritaban: “México, México”.

Ya teniendo dominadas las ciudades de los alrededores de Tenochtitlan, todo

estaba dispuesto. Regresé a Texcoco a recibir los bergantines que quedaron listos a

fines de abril de 1521 para iniciar la marcha contra los mexicas. Empecé por invocar a

Dios; la primera norma disciplinaria que ordené fue que nadie osara blasfemar a

Nuestro Señor, ni a su Santa Madre ni de sus apóstoles; eso nos dio seguridad. Tracé

las formaciones de combate, organicé a capitanes, soldados e indios auxiliares. Era

ya un ejército de 100 mil hombres que, si bien nos hacía poderosos, también

resultaba un problema tener que alimentar. ¿Y qué comíamos? pues gallinas,

guajolotes, pescado, carnes rojas de nuestros caballos malheridos o de animales

silvestres, mucha fruta tropical, tortillas y tamales. Desde luego que los españoles no

dejábamos de extrañar el vino y el pan de trigo.

Una de las primeras acciones fue de Alvarado, él batió a los guardianes del 26

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manantial de Chapultepec y destrozó los caños; con eso se cortó el principal abasto

de agua a la ciudad. Cada día se hizo más difícil llevar abastos con canoas a

Tenochtitlan, pues decidí que los bergantines vigilaran día y noche el tránsito en la

laguna. A medida que pasaban los días se le hacía más daño a la ciudad y, mientras

más destruida estaba, llegaban a nosotros enviados de pueblos cada vez más lejanos

que querían aliársenos contra los mexicas.

El 30 de junio se dio una batalla muy encarnizada, cuando rehabilitamos unos

puentes para que avanzaran nuestros hombres a tomar posiciones más cercanas a la

ciudad. Aunque contábamos con más de 3 mil canoas de apoyo de nuestros aliados,

los mexicas contraatacaron e hicieron que los puentes reconstruidos cedieran por el

peso de nuestras tropas; entonces nos hicieron grandes daños. Más que matarnos,

los indios querían apresarnos para después sacrificarnos a sus dioses. Gracias a eso

muchos nos salvamos de morir; yo caí prisionero durante unos momentos, pero Dios

Nuestro Señor me envió su ayuda por medio de un soldado tlaxcalteca y uno español,

llamado Cristóbal de Olea, quien perdió la vida por liberarme. Al retirarnos, los indios

arrojaban al paso algunas cabezas de cristianos ya sacrificados para que supiéramos

lo que nos esperaba.

Después de esa batalla habían capturado a dieciocho de los nuestros que

fueron llevados a Tlatelolco y sacrificados a la vista de nosotros que observábamos el

sangriento espectáculo desde los bergantines. Primero los hacían subir al Templo

Mayor, les colocaban plumas en la cabeza y los obligaban a danzar frente a su

“Uichilobos”. Después los colocaban sobre la piedra de los sacrificios y con un cuchillo

de pedernal les abrían el pecho y sacaban el corazón palpitante, les cortaban las

cabezas para exhibirlas y sus cuerpos eran desmembrados y arrojados escaleras 27

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abajo, donde eran recogidos por carniceros que terminaban de destazarlos.

Los mexicas peleaban fieramente, estaban resueltos a morir antes que

rendirse. Para debilitarlos aún más, decidí quemar cualquier casa o lugar que

ganáramos. Esto satisfizo a nuestros aliados, para quienes destruir la ciudad maldita

significaba compensar muchos años de humillaciones, muertes y tributos. Llegó el

hambre a la ciudad. Algunos mexicas salían a buscar hierbas y raíces para

alimentarse pues desfallecían de hambre, pero eran hechos prisioneros. Bebían agua

de salitre, muchos morían por la disentería, lo que podían comer eran lagartijas,

golondrinas, lirios, relleno de construcción y cuero de venado tostado.

Entre Alvarado y yo nos apoderamos del mercado y la plaza de Tlatelolco. En

sus adoratorios encontramos cabezas de españoles, tlaxcaltecas y caballos. Para

entonces ya dominábamos siete octavos de la ciudad; la gente se hacinaba en corto

espacio.Volví a pregonar ofertas de paz y la respuesta fue que morirían peleando.

Cuando Alvarado conquistó otro de los pocos barrios que les quedaban fueron

apresados más de 12 mil mexicas. Ya entonces teníamos más de 150 mil indios

aliados que se encargaban de masacrar a la población; en un solo día se prendieron y

mataron más de 40 mil, contando niños, mujeres y ancianos. La venganza de los

antes sometidos incluyó el pillaje, que no fue poca cosa dadas las grandes riquezas

que había en la ciudad.

Dispuse un ataque definitivo el 13 de agosto de aquel 1521. Alvarado emplazó

la artillería en Tlatelolco y se alistaron los bergantines. Todos sabían que con un

disparo de escopeta los castellanos y sus aliados atacarían frontalmente. El punto

clave era apresar a Cuauhtémoc; esto significaría impedir la resistencia de los pueblos

comarcanos. Se luchó entre cadáveres, recientes o putrefactos. Muchos caían al agua 28

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y se ahogaban; las mujeres y niños esqueléticos se acogían temerosos a la protección

de los españoles, pues sabían del rencor de los aliados.

Envié a Gonzalo de Sandoval en busca del Uey Tlatoani. Le ordené que no le

hiciese daño sino para defenderse. Tocó en suerte poder descubrir a Cuauhtémoc

cuando salía en canoa acompañado de su familia y sus principales; llevaba oro y

joyas. Fue el capitán Holguín quien les dio alcance y amenazó al grupo con ballestas y

escopetas. El rey mexica se adelantó y le pidió que dejara ir a sus acompañantes, y

que a él lo condujera a mi presencia. Así fue: Holguín y Sandoval lo llevaron ante mí.

Lo abracé y le mostré mucho amor, él me dijo que ya había hecho todo lo que tenía

que hacer por su pueblo y, tomando mi cuchillo, me pidió que lo matara. Le respondí

que descansara y le aseguré que él seguiría mandando a México y sus provincias

como antes.

Así acabó la agonía de México-Tenochtitlan, después de setenta y cinco días

de un cerco que empezó el 30 de mayo. Los muertos que se encontraron en calles,

plazas y adoratorios fueron más de 100 mil, sin tomar en cuenta los ahogados,

sacrificados y víctimas del canibalismo entre mexicas y aliados. La pestilencia era

insoportable, al extremo de enfermarnos por el hedor que entraba por las narices.

X. El tesoro de Moctezuma

Para entonces tenía ya una casa bien dispuesta en Coyoacan, donde después de

unos días mandé servir el banquete de la victoria, abundante en carne de puerco y

vinos recién llegados de Castilla. La ambición se apoderó de muchos de mis

capitanes y soldados. Intentaron recuperar lo perdido en la laguna aquella noche

triste, pero fue inútil. También cundió la convicción de que lo más cuantioso del tesoro 29

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de Moctezuma estaría aún escondido en algún sitio, pero ¿dónde? Se catearon casas

y se aplicó el cacheo a cuanto indio se veía.

Se hizo una requisa de oro y joyas, así como de piezas que llevaban

escondidas los naturales entre sus ropas; se reunió una cantidad bastante modesta

que, al separarse el quinto del rey, el mío propio, y una buena porción para

personajes de la corte de Castilla, sólo alcanzó para que tocaran ochenta pesos a los

de a caballo y sesenta a los de a pie; suma que ningún soldado quiso tomar. Me

convertí en el gran sospechoso. Mis hombres pensaban que yo quería adueñarme del

quinto real y que me entendía con Cuauhtémoc para quedarme con grandes tesoros.

Todavía recuerdo cómo una mañana apareció la barda de mi casa con la pinta que

decía: “No le basta el quinto de general y quiere el quinto del rey”. Di respuesta en la

misma barda escribiendo: “Pared blanca, papel de necios”

Todos deseaban oro por sobre todas las cosas, a tal grado que el tesorero

Alderete me presionó para torturar a Cuauhtémoc y al señor de Tacuba para que

revelaran dónde guardaban las riquezas. Accedí para que dejaran de sospechar que

yo estaba de acuerdo con él y para averiguar si realmente sabía de algún tesoro

escondido. Ésta fue una de las grandes bajezas de las que me avergüenzo: quemarle

los pies con aceite hirviendo al rey mexica por la codicia del oro.

Fue entonces que recibí emisarios de Calzonzin, señor de Mechuacan, quien,

al tanto de lo ocurrido en México, me ofreció su vasallaje y me pidió que lo visitara. No

fui, ya que por el momento resultaba más urgente iniciar la reconstrucción de México-

Tenochtitlan; repartí solares para el asentamiento de los vecinos y se hizo, en nombre

del emperador, la designación de alcaldes y regidores.

Llegó entonces don Cristóbal de Tapia quien, al llegar a San Juan de Ulúa, me 30

Page 31: HERNÁN CORTÉSpep.ieepo.oaxaca.gob.mx/recursos/multimedia/SEPIENSA... · Web viewAllí, el 30 de octubre de 1520 firmé mi Segunda Carta de Relación al emperador y le propuse que

envió cartas solicitando mi presencia en la costa para mostrarme su nombramiento

como gobernador de estas tierras por mandato real. Me excusé de ir a verlo, insistió y

yo volví a disculparme. Después supe que por consejo de Narváez prefirió regresar a

Castilla.

Se dio un alzamiento indio en la comarca de Pánuco. Marché hacia allá con

unos 30 de a caballo y 250 infantes auxiliados de 10 mil mexicas en los que ya se

podía confiar. Fue la primera acción pacificadora después de la victoria; eso sí, los

rebeldes tuvieron que ser castigados a sangre y fuego.

En el verano de 1522 llegó a Veracruz el barco que traía a mi esposa, doña

Catalina Suárez “La Marcaida”. Maldita la gracia que me hizo su llegada, pero no me

quedó otra que instalarla en mi casa y, el colmo, hasta agasajarla con la fiesta de

bienvenida más hipócrita que di jamás. Tenerla allí complicó seriamente mi existencia

pues mi estilo de vida era para disfrutar los encantos de las mujeres sin exclusividad

alguna, y claro que con ella en casa tuve que dejar de aprovechar oportunidades muy

atractivas, y ni qué decir del disgusto que tuve cuando tomó posesión de mis

posesiones. Cabe decir que ni con la Marcaida, ni con doña Marina, ni con mi

segunda esposa, doña Juana de Zúñiga, ni las hijas de los nobles mexicanos ni con

tantas mujeres que tuve, pude entablar una relación que fuera más allá de la

conveniencia inmediata.

Providencialmente, a los tres meses de su llegada, después de una fiesta en

Coyoacan, fue encontrada muerta en su dormitorio, según parece a consecuencia de

un mal asmático que le cerró la garganta y la asfixió, aunque las malas lenguas, sin

faltar la de mi suegra, me señalaron como causante de la asfixia por

estrangulamiento. Hubo incluso quien recordó mis palabras cuando alguna vez dije, a 31

Page 32: HERNÁN CORTÉSpep.ieepo.oaxaca.gob.mx/recursos/multimedia/SEPIENSA... · Web viewAllí, el 30 de octubre de 1520 firmé mi Segunda Carta de Relación al emperador y le propuse que

propósito de las conspiraciones de los velazquistas, que había que actuar

drásticamente cuando se tenía el enemigo en casa. Calumnias, si hubiera deseado

matarla, yo tenía muchas maneras de lograrlo, pero las acusaciones de entonces han

continuado como sospechas hasta ahora. En esa época le envié al emperador don

Carlos mi Tercera Carta de Relación.

Otro muerto que me cargan fue Francisco de Garay, enviado por Velázquez

con el título de gobernador de Pánuco; allí tuvo muchas vicisitudes. Después logró

llegar a México con la intención de tomar el mando. Yo, como era mi costumbre, lo

recibí amistosamente y tuvimos pláticas. La última fue durante un almuerzo, el último

que disfrutó Garay, pues una hora después cayó en cama acosado por fuertes

dolores y temperaturas que no cedieron a pesar del auxilio médico que recibió. A los

tres días fue el confesor quien lo auxilió; el último por cierto. Otra vez las malas

lenguas me señalaron como envenenador, como si yo fuera uno más de la familia

Borgia.

Mi gran enemigo en España fue Juan Rodríguez de Fonseca, el obispo de

Burgos, quien puso todos los obstáculos posibles para que en la corte se

reconocieran mis méritos y, desde luego, promover que no se me otorgara autoridad

oficial en la Nueva España. El dicho obispo era hombre cercano al emperador y

siempre trató de beneficiar a Velázquez. Fue gracias al cardenal y obispo de Tortosa,

a quien el rey don Carlos le encomendó temporalmente el gobierno de Castilla, que fui

nombrado gobernador de la Nueva España y confirmado como tal bajo cédula real del

15 de octubre de 1522, con lo que quedaron derrotados mis dos grandes enemigos:

Velázquez y el obispo de Burgos que se enfermaron por la gran rabieta que hicieron.

En diciembre de 1523 salió Pedro de Alvarado a la conquista de Guatemala y a 32

Page 33: HERNÁN CORTÉSpep.ieepo.oaxaca.gob.mx/recursos/multimedia/SEPIENSA... · Web viewAllí, el 30 de octubre de 1520 firmé mi Segunda Carta de Relación al emperador y le propuse que

buscar el estrecho que suponíamos existía entre los dos océanos. También a buscar

ese paso partió un mes después Cristóbal de Olid a Las Hibueras. En esa empresa

me gasté más de 40 mil pesos oro de mi peculio. La intención era reducir la ruta de

las especias; vano esfuerzo.

En octubre de 1524 envié a mi soberano mi Cuarta Carta de Relación,

informándole de todas las conquistas hechas de un mar a otro, así como de la

fundación de Oaxaca, Colima, Coatzacoalcos y otras villas más. La ciudad de México

estaba en plena reconstrucción. En esa carta pedía yo, para la conquista espiritual de

la Nueva España, religiosos de San Francisco y de Santo Domingo, hombres

humildes, pobres y virtuosos, cuyo ejemplo edificante sirviera para catequizar a los

indios. No quería yo, ni convenían, obispos y prelados de los que disponen de los

bienes de la Iglesia y los gastan en pompas y otros vicios, y en dejar mayorazgos y

grandes herencias a sus hijos y parientes, con lo que los indios tomarían la fe como

cosa de burla y se les haría un gran daño.

XI. Viaje a las Hibueras

Entre los primeros doce franciscanos que llegaron se encontraban dos hombres

ejemplares: fray Toribio de Benavente, llamado Motolinia por los indios, y fray Martín

de Valencia. Todos hicieron el recorrido a pie hasta la ciudad de México. Los

recibimos con veneración, incluso nos arrodillábamos para besar sus manos. Al ver

nuestra postración ante ellos, los indios, incluso Cuauhtémoc, se sorprendían de ver

como los capitanes nos rebajábamos ante aquellos frailes descalzos y flacos, de

hábitos rotos que ni siquiera tenían cabalgadura. Creo que el ejemplo que dimos

entonces sirvió para que durante siglos se quedara la costumbre de arrodillarse y 33

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mostrar sumisión ante los frailes. A partir de entonces se inició la conquista espiritual

de México.

Mi deseo de hacer progresar a la Nueva España era grande, y por eso solicité

que los navíos trajeran cierta cantidad de plantas para su perpetuación en estas

tierras. Destacan el trigo y la vid, con lo que pudimos satisfacer la parte más

importante de nuestra alimentación.

Siempre quise que los naturales fuesen libres. Mi oposición a la esclavitud era

una consecuencia de mis deberes morales y escrúpulos religiosos, sí, pero además,

era una forma de ver el progreso de los de abajo como una oportunidad de mayor

progreso de los de arriba. Sin embargo, cuando se instaló la Primera Audiencia, se

limitó mi autoridad y se vino abajo el proyecto para beneficiar a los naturales. Se

empezó el reparto de indios entre los señores españoles y con ello, las terribles

encomiendas, que no eran otra cosa sino esclavitud.

En 1528 hice mi primer viaje a Castilla y puse en manos del emperador un

memorándum sobre la encomienda indiana. Allí expuse que toda conquista, por

muchas riquezas que trajera, no sería estable si no aseguraba la subsistencia de los

indios. También insistí en que debía respetarse el arraigo del indio en su pueblo y su

sistema de gobierno de acuerdo a sus tradiciones y costumbres. Ya se había tenido la

amarga experiencia con la brutal conquista de las islas del Caribe donde se había

exterminado a la población. Quise evitar que se repitiera aquí; además, la gente de

estas tierras tenía mucho más capacidad e inteligencia que los naturales de las islas y

podían ser aprovechadas para el progreso de sus pueblos.

Además de lo que gasté de mi fortuna personal para las empresas de

conquista y exploración, tomé prestado, sin autorización, 65 mil pesos de las rentas 34

Page 35: HERNÁN CORTÉSpep.ieepo.oaxaca.gob.mx/recursos/multimedia/SEPIENSA... · Web viewAllí, el 30 de octubre de 1520 firmé mi Segunda Carta de Relación al emperador y le propuse que

reales, y conseguí prestados otros 12 mil. Me sentí con el derecho a hacerlo pues

creo que se podía confiar en el buen uso que le daría a ese dinero si se toman en

cuenta los beneficios que ya había logrado para Castilla.

Cuando Cristóbal de Olid marchó en expedición a Las Hibueras hizo escala en

Cuba para comprar provisiones. Supe que había entrado en arreglos con Velázquez

para llevarse el mérito de la conquista que preveían. Al enterarme, envié otra

expedición a cargo de Francisco de las Casas, para que se adueñara de la situación,

pero sus barcos naufragaron frente a las costas hondureñas. Los sobrevivientes,

incluyendo a de las Casas, fueron recibidos por Olid y se unieron a él. Al llegarme

estas noticias, no me quedó otra que dejar la gobernación en manos del Tesorero

Real y partir a resolver todo personalmente. Fui acompañado de Cuauhtémoc,

Tetlepanquétzal y otros señores nobles, además de 3 mil indios mexicas, capitanes,

frailes y grandes piaras de cerdos. Definitivamente me atraía más la aventura de

conquista que gobernar.

En nuestro camino pasamos por Orizaba, donde casé a doña Marina con Juan

Jaramillo. Llegamos a Coatzacoalcos; en ese lugar se me unieron algunos españoles

allí avecindados. Rumbo al sur sólo encontramos selvas, pantanos, muerte para

muchos y hambre para todos. Después de mil penurias llegamos al pueblo de

Izcanac. En ese pueblo, tal y como escribí en mi Quinta Carta de Relación, gracias a

un indio del séquito de Cuauhtémoc, me enteré que él y el señor de Tacuba habían

armado una conjura para acabar conmigo y restaurar su poder. Tuve que colgar a

ambos de una ceiba, no sin antes hacerlos cristianos con el bautismo. Mis detractores

dicen que esta fue otra de las conjuras que yo inventaba para justificar la ejecución de

los que me estorbaban.35

Page 36: HERNÁN CORTÉSpep.ieepo.oaxaca.gob.mx/recursos/multimedia/SEPIENSA... · Web viewAllí, el 30 de octubre de 1520 firmé mi Segunda Carta de Relación al emperador y le propuse que

Seguimos adelante y, tras 12 días de marcha y 68 caballos muertos nos

topamos con dos españoles que nos informaron de la muerte de Olid a manos de mi

lugarteniente Francisco de las Casas. Con la intención de conquistar Nicaragua

conseguí un navío y, ya de regreso, recibí noticias de graves escándalos provocados

por quienes había yo confiado el gobierno de la ciudad de México, así como de las

terribles tropelías que cometía Nuño de Guzmán en Pánuco. Ya me habían dado por

muerto, o así les convino hacer creer. Mis bienes los pusieron a remate e incluso se

cantó una misa por el eterno descanso de mi alma. Cuando supe todo eso, no pude

sino sollozar y lamentar no haber dejado el gobierno en manos de gente de verdadera

confianza.

Mucho me costó abandonar el plan de conquista de Nicaragua y el de

encontrar el estrecho entre los dos océanos, pero decidí hacerme a la vela y regresé a

la Villa Rica en mayo de 1526, veinte meses después de haber salido de México. Al

recibirme, los indios se alegraban y se quejaban de todos los malos tratos que habían

recibido durante mi ausencia. Para mi desgracia, fue en la misma Villa Rica que me

fue entregada la real cédula fechada en noviembre de 1525, donde don Carlos me

decía que por todas las malas noticias que tenía de mi gobierno sería yo sometido a

un juicio. Para esto llegó, como fiscal, Luis Ponce de León, a quien de plano intenté

sobornar untándole la mano con dádivas y fiestas de bienvenida. No aceptó nada y no

me quedó de otra sino entregarle el mando.

XII. Marqués del Valle de Oaxaca

Empezó el juicio de residencia y se me acusó públicamente de no haber obrado en

justicia en la repartición de oro e indios. Se me acusó también de haber ofendido a 36

Page 37: HERNÁN CORTÉSpep.ieepo.oaxaca.gob.mx/recursos/multimedia/SEPIENSA... · Web viewAllí, el 30 de octubre de 1520 firmé mi Segunda Carta de Relación al emperador y le propuse que

muchos; desde luego que mi suegra aprovechó para acusarme otra vez de asesino.

Apenas empezaba el juicio cuando el fiscal cayó en cama “malo de modorra” y en

pocos días entregó su alma al Creador; la misma suerte corrieron treinta de sus

acompañantes. Decreté gran luto y solemnes honras fúnebres. Fue demasiada

coincidencia, se decía; y otra vez se me acusó de envenenar los alimentos.

Tuve que pelear con denuedo para salvar mi honra y no quedar en la ruina

moral. También me escapé de la ruina económica, ya que se me hizo responsable de

los fondos de las rentas reales. Supliqué a su Majestad que tomara en cuenta que

también había yo gastado de mi patrimonio, y en tal cantidad que llegué a deber 500

mil pesos sin tener con qué pagar; además lo había hecho buscando dilatar el señorío

del rey de las Españas. Gracias a Dios el emperador aceptó mis razones. Aproveché

para solicitarle que sólo enviara personas de calidad a gobernar la Nueva España, ya

que muchos cargos importantes del gobierno fueron ocupados por personas que

dejaron en entredicho el buen tino del emperador para escoger a sus enviados.

Don Carlos me mandó llamar y yo atendí su petición con toda diligencia. En

marzo de 1528 me embarqué después de diez años de vivir en las Indias. Me

acompañó Gonzalo de Sandoval quien enfermó en el viaje y murió pocos días

después de llegar a España. Después de las honras fúnebres de mi querido

compañero fui a Medellín para ver la tumba de mi padre, visité el monasterio de

Guadalupe y después llegué a Toledo, la ciudad real. Allí enfermé a tal extremo que

se llegó a temer por mi vida e incluso el emperador fue a visitarme.

Fue hasta julio de 1529, cuando en Barcelona el emperador firmó dos cédulas:

en la primera se me nombró Adelantado de la Nueva España y en la segunda se me

confirió el título de Marqués del Valle de Oaxaca. El señorío sobre aldeas, pueblos, 37

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tributos y derechos abarcaba desde Oaxaca, Etla, Cuilapan y muchos pueblos más de

esa zona, hasta las villas de Toluca y Cuernavaca. Espléndido, pero se me negó la

gobernación de la Nueva España.

Contraje nupcias con doña Juana de Zúñiga en la catedral de Toledo. Fue una

ceremonia de gran ostentación, empezando por las joyas que obsequié a mi dama;

las mejores que nunca en España tuvo mujer alguna.

Ya excluido como gobernante, su majestad nombró la Primera Audiencia a

cargo de Nuño de Guzmán, tipo malvado y sanguinario, quien junto con sus oidores,

todos redomados pillos, realizaron todo tipo de tropelías sin otro objetivo que

acumular riquezas. Cuando regresé a la Nueva España en 1530, encontré destruida

mi obra de pacificación y población. A Dios gracias que el emperador designó nuevos

oidores, pues de no ser así, Nuño de Guzmán y sus secuaces hubieran destruido

todo.

Desde luego que me vi muy afectado en mis bienes personales, ya que tanto la

Primera como la Segunda Audiencia me escamotearon muchos de los derechos que

tenía como Marqués del Valle de Oaxaca. Mi esposa y yo escogimos Cuernavaca

para instalarnos. En ese entonces frisaba yo los cuarenta años y tenía aún mucha

energía para una nueva empresa, así que solicité al emperador que me diera licencia

para buscar camino hacia las islas de especierías de Malaca y China.

Para ello envié a principios de 1533 a mi primo Diego Hurtado de Mendoza y

sus hombres en dos navíos que mandé construir; zarparon del puerto de

Tehuantepec. Por desgracia encallaron las naves en las costas de la Nueva Galicia y

no supe más de mi primo. Después envié otros dos navíos a cargo de Diego Becerra

y Hernando de Grijalva pero corrieron la misma suerte. Decidí ir personalmente, así 38

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que, dejando mujer, casa y comodidades, emprendí el viaje en pos de la supuesta isla

de la Santa Cruz, que en realidad no era isla, sino la actual Baja California. Arribamos

a tierras inhóspitas, carentes de ríos y manantiales, poblada de indios salvajes y

borregos cimarrones. Decidí poblar en ella y mandé de regreso los barcos en busca

de víveres. La mala fortuna quiso que se perdieran en el mar antes de regresar a

Santa Cruz.

En ese lugar, en arenales y montes sin sombra permanecimos meses. Creímos

que sería nuestro fin pero la Providencia nos socorrió con la llegada de un barco con

abundante dotación de víveres. Lo envió don Antonio de Mendoza, primer virrey de la

Nueva España, preocupado por no saber de nosotros en tanto tiempo.

Endeudado con grandes sumas e irreconocible por lo flaco que me dejaron las

penurias pasadas, volví con el descolorido mérito de haber descubierto la Baja

California y el mar que aún lleva mi nombre. A pesar del gran fiasco, otra vez, en

1538, envié a Francisco de Ullóa; él llegó a las costas de la Alta California sin sacar

provecho, a excepción de conocer la geografía de la costa occidental de la Nueva

España, así como yo antes había conocido la costa oriental desde Las Hibueras hasta

Pánuco.

XIII. Últimos sinsabores

El poder real que detentaba el virrey Mendoza significó para mí un menosprecio a mi

persona por las dificultades que tenía para hacer valer mis derechos; entonces decidí

volver a España para activar el despacho de mis negocios. En vez de arreglarlos se

me complicaron aún más pues tuve que hacer frente a otro juicio de residencia,

mismo que fue promovido por el virrey Mendoza para mantenerme alejado de la 39

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Nueva España. En 1540, ante el estado de cosas que se vivía en la Nueva España, le

escribí a su Majestad para que reflexionara, le dije: “Los príncipes no engrandecen

sus estados por poseerlos sino con señorear a quienes los poseen”. Fue inútil, todos,

incluso el emperador, estaban en mi contra. Pienso que fue un castigo divino que

merecía para expiar mis culpas.

Todavía me embarqué una vez más cuando el emperador me invitó a participar

en la campaña de Argel. Fue una gran calamidad; la nave en que viajaba estuvo a

punto de hundirse en medio de una tormenta.

Ya sólo deseaba regresar a la patria que me tocó formar, pero hasta eso era

difícil por el engorroso juicio que no terminaba. Sentí que mi vida estaba al garete, que

ya mi voluntad no regía mi destino. En octubre de 1547 empeoró mi ánimo y mi salud.

Percibí que la muerte me acechaba y expresé el deseo de que mi cuerpo fuese

depositado en la iglesia del monasterio de Coyoacan que para tal efecto mandé

edificar.

El dos de diciembre de 1547, a los sesenta y dos años, expiré en Castilleja de

la Cuesta. Mis restos pudieron ser traídos a México hasta el año de 1562 y aún

viajarían. Primero fueron depositados en San Francisco de Texcoco, después los

llevaron al Sagrario Metropolitano y, en 1794, fueron traídos a la capilla del Hospital

de Jesús. Sin embargo, en 1823, por la fiebre indigenista propiciada por Poinsett y

Zavala, Lucas Alamán llevó la urna con mis huesos a un lugar oculto de la misma

capilla donde permaneció durante 122 años, hasta que, en 1945, se abrió el sobre

lacrado que Alamán había depositado años después en la legación española y se

decidió colocar mis restos a un lado del altar del Templo de la Limpia y Pura

Concepción y de Jesús Nazareno, con una placa de bronce que dice Hernán Cortés, 40

Page 41: HERNÁN CORTÉSpep.ieepo.oaxaca.gob.mx/recursos/multimedia/SEPIENSA... · Web viewAllí, el 30 de octubre de 1520 firmé mi Segunda Carta de Relación al emperador y le propuse que

aunque mi nombre completo fue Fernando Cortés de Monroy; en la placa también

aparecen los años de mi nacimiento y de mi muerte: 1485-1547

Ése lugar me produce una gran nostalgia, no tanto porque se encuentren allí

mis restos mortales, sino porque en ese templo dejé el mejor de mis empeños en

aquellos años que siguieron a la caída de la Gran Tenochtitlan. Sí, allí quise plasmar

mi amor hacia los antiguos mexicanos, a quienes, a pesar de todo lo sucedido, amé

de verdad. Por igual a los que sobrevivieron a la catástrofe que destruyó la

maravillosa e inigualable ciudad de Tenochtitlan, como a quienes en su defensa

murieron con la mayor bravura que se pueda imaginar en hombres y mujeres de

todas las épocas.

La Conquista me hizo contraer una enorme deuda con los conquistados.

Cuando goberné la Nueva España fueron muchas las medidas que tomé para resarcir

a los mexicanos, al menos en lo posible. Fallé mucho en ello, pero ese templo es una

muestra de la voluntad que tuve para darles el mejor de los bálsamos espirituales: la

seguridad de su eterna salvación gracias a nuestro Redentor, el Señor Jesús.

También procuré su alivio corporal, y muchos mexicanos, desde el año 1525 lo han

conseguido y lo consiguen aún en el Hospital de Jesús, que alguna vez me albergó.

Tan cierto es que Cuauhtémoc representa el último de los mexicas que se

batió para defender la identidad de su pueblo, como verdad es que yo me impuse, no

sólo para conseguir riquezas y poder, sino también para formar una nueva

nacionalidad, la mexicana, prueba de ello es el mestizaje que se dio, como en pocos

lugares conquistados.

XIV. Bibliografía41

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Cortés, Hernán, Cartas de Relación, México, cuarta edición, Editorial Porrúa,

1969.

Fuentes Mares, José, Cortés el hombre, México, quinta edición, Editorial

Grijalbo, 1981.

Hernán Cortés, Madrid, primera edición, Editors, 2002, (Colección Grandes

Biografías).

Pereyra, Carlos, Hernán Cortés, México, séptima edición, Espasa-Calpe

Mexicana, 1969.

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