Hijo de machepa (primeras páginas)

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HIJO DE MACHEPA (Adiós, Caribe, adiós) Registrada en SAFE CREATIVE Identificador: 1409081935215 NOTAS: Este libro se puede leer como una novela, de principio a fin, o leyendo los capítulos independientemente. Por otra parte, no utilizo la raya para marcar el inicio del turno de palabra en un diálogo deliberadamente. Mi intención es darle al texto frescura, y tanto en el estilo como en la forma de presentarlo, me parece importante que la obra parezca poco artificiosa, nada planificada (aunque lo está, y mucho). 1

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Un hijo de machepa en argot dominicano es el garbanzo negro de la olla, el gafe, el pupas, algo de lo anterior, o todo a la vez.Stelvin de las Casas vino de Santo Domingo con su mujer embarazada y ahora tiene tres niños en L’Hospitalet, a una acera de distancia de Barcelona. De familia rica y licenciado en derecho, Stelvin nunca ha podido ejercer en España y dedica su tiempo a explorar los barrios y a filosofar según su instinto y un amor por la naturaleza. Se lleva fatal con su padre y no acepta el dinero de su madre. En realidad, él vive en un mundo propio y necesita muy poco para vivo.Ajeno al dinero y alérgico a las prisas, Stelvin recibe el ultimátum de Altagracia, su mujer. O encuentra un trabajo o ya se puede ir buscando otra casa. Tras enfundarse su viejo traje de los domingos, el escuálido y torpe Stelvin se presenta a su primer empleo como estibador del puerto. No sabe que le esperan hasta veintitrés empleos más en el curso de un año en el que ejercerá desde animador de hotel, espeleólogo, guardia-jurado a Papa Noel.Los distintos trabajos de Stelvin se clasifican en episodios que pueden leerse independientemente o, en global, como una novela.Además, cada nuevo episodio viene marcado por una o varias fechas importantes para los dominicanos, los catalanes o los españoles.La intención del autor es llevar el humor a una situación delicada, la del inmigrante, a través de un personaje cómico, un buen salvaje inspirado en la genial obra Marcovaldo, de Italo Cavino.También está presente la reflexión crítica sobre la ciudad de Barcelona, aunque la aspiración de Hijo de machepa es lograr una universalidad a través de unos personajes ubicados en un lugar concreto.En la actualidad, está en proceso de estudio por parte de cuatro editoriales distintas. Si a finales de 2015 no ha encontrado editor, probablemente lo publique en Amazon.

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HIJO DE MACHEPA

(Adiós, Caribe, adiós)

Registrada en SAFE CREATIVEIdentificador: 1409081935215

NOTAS:

Este libro se puede leer como una novela, de principio a fin, o leyendo los

capítulos independientemente.

Por otra parte, no utilizo la raya para marcar el inicio del turno de palabra en un

diálogo deliberadamente. Mi intención es darle al texto frescura, y tanto en el estilo

como en la forma de presentarlo, me parece importante que la obra parezca poco

artificiosa, nada planificada (aunque lo está, y mucho).

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SINOPSIS DE HIJO DE MACHEPA

Un hijo de machepa en argot dominicano es el garbanzo negro de la olla, el gafe,

el pupas, todo a la vez.

Stelvin de las Casas vino de Santo Domingo a Cataluña con su mujer embarazada

y con la intención de prosperar como abogado en Barcelona. Ahora vive con Altagracia

y sus tres hijos en L’Hospitalet, a una acera de distancia de Barcelona. De familia rica y

licenciado en derecho, Stelvin nunca ha podido ejercer de abogado en España y dedica

su tiempo a explorar los barrios y a expandir su filosofía minimalista, casi zen, sobre la

vida, aunque él no es consciente de ser un filósofo.

Ajeno al dinero y alérgico a las prisas, Stelvin recibe el ultimátum de Altagracia,

su mujer. O encuentra un trabajo o ya se puede ir despidiendo de vivir bajo el mismo

techo. Enfundado en su viejo traje de los domingos, el escuálido y torpe Stelvin se

presenta a su primer empleo como estibador del puerto. En cuanto llega al punto de

encuentro, se le mete entre ceja y ceja conducir una grúa. Ni siquiera se plantea la

posibilidad de descargar cajas de un barco. Nadie sabe cómo, pero Stelvin se las arregla

para salirse con la suya casi siempre, aunque también muerde el polvo cuando fuerza

mucho las situaciones.

No sabe que le esperan hasta veintitrés empleos más en el curso de un año. Casi

siempre desde la perspectiva del fracaso anticipado, se desenvolverá como animador

turístico, espeleólogo, guardia jurado, portero de discoteca o Papa Noel.

Las desventuras de Stelvin son, aparte de un divertimento, una visión ácida sobre

las vicisitudes de toda una generación de inmigrantes y trabajadores no cualificados a

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los que, de la noche a la mañana, les negaron el derecho a trabajar para vivir con la

excusa de una crisis económica.

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Hijo de machepa: Dominicanismo. Vulgarismo.

Persona animal o cosa que no tiene a nadie en la vida, que to el mundaso hace lo

que quiera con ellos y se le pega to lo malo. También le pegan to lo robo del barrio,

mujere preñás, vainas que se rompen en un sitio […], si juega cualquier juego y su

equipo pierde dicen que fue él, etc.

Fuente: diccionariolibre.com

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1. Estibador

Nada. Seguía sin nevar. Sería el fin de año más aburrido de la vida de Stelvin y su

esposa desde que llegaron a Barcelona, pero también el de sus hijos. La verdad es que ni

el día 31 de diciembre ni el 1 de enero siguiente destacaron para la familia de las Casas.

Hasta el frío resultaba anodino. Sólo molestaba porque se internaba por las paredes, por

la ropa y por los huesos, pero no era frío de verdad (la humedad aumenta la sensación

de frío, eso es todo).

Papá, en el paro. Mamá, de los nervios. Los tres pequeños jugaban con la mosca

tras la oreja sabiendo que había un riesgo importante de que Stelvin o Altagracia

pagaran su furia con ellos.

Sólo una reflexión de Huguito, en la cena de Nochevieja, les hizo sonreír: ¿Cómo

es que se celebran dos días tan importantes tan seguidos? Luego sólo hay cole y

deberes.

Los otros dos nenes, más mayores, no estaban para bromas. Se quejaron del

menú, que era lo mismito de cada día. Stelvin había conseguido manipular, como de

costumbre, al mediano, Julio José: fíjate en las servilletas de colores, ahí está la

novedad. Luego, menos mal, se habían animado un poco.

La noche del cambio de año, de madrugada, Stelvin trataba de pensar en positivo

mientras Altagracia dormía con sus ronquidos de ratita y un antifaz enorme,

despatarrada en mitad de la cama y obligando a su escuálido esposo a hacer equilibrios

para no caer por el filo del colchón.

“De acuerdo que la cena de Nochevieja fue una repetición de las otras cien en

España. Y si no fuera porque hemos pescado una conexión WiFi, no habríamos

disfrutado del saludo de los abuelitos… Claro que sólo querían hablar con los niños,

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porque para mis suegros y para mi madre sigo siendo un hijo de machepa. A los niños

les ha encantado quedarse hasta tarde viendo la tele. La ceremonia de las uvas les ha

hecho reír. Hice bien en ir a buscarlas antes de que cerraran en el supermercado

pakistaní. Altagracia siempre insiste: no compres nada allí, que está todo más caro y a

saber de dónde lo traen. Exagerada, me gustaría decirle, ¿de dónde van a sacar un

yogurt Danone? ¿Y una Coca-Cola? Si fuera chinos… capaces de inventarla, ¿pero los

moros? Son pobres y no se matan a trabajar. Son como nosotros, los latinos, pero sin

música”.

El día 1 fueron a comer a un McDonald’s. También por los niños. Todo por ellos.

Pero a Altagracia no le bastó que Stelvin pagara con un billete de cincuenta, como si no

estuvieran pobrísimos (una deuda más con el bueno de Francis). En mitad del hallazgo

del juguete del Happy Meal le hizo prometer que al día siguiente buscaría trabajo y que

no sufrirían más las penurias del año que había muerto casi por inanición.

Stelvin levantó la mano derecha en señal de juramento como había visto en los

telefilmes de juicios y lo prometió por sus hijos. A los peques les hizo mucha gracia el

gesto de su padre y se partieron de risa. Sí, tener un papá escuálido con cara de sufrir el

golpetazo de un bate de béisbol cada mañana en la cocorota tenía sus ventajas.

Las cosas no fueron sencillas: el día 2, los sabios del paseo le cobraron 10 euros

por una información. Tuvo que ir al locutorio de Baba y pedírselo prestado. De paso, le

pidió veinte euros más para pagarle a Francis en el bar. Luego, obtuvo el soplo, que

consistía en rellenar una solicitud en la empresa de trabajo temporal de la esquina. La

buena noticia es que, después de todos los abusos, al día siguiente empezaba a trabajar.

No entendió nada del acento catalanizado de la empleada. Sólo sabía que iría al puerto y

se encargaría del tráfico. Ni siquiera sabía que hubiera guardias de tráfico en mitad del

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mar. Quizá sea para los camiones que cargan y descargan en los barcos, se lo repensó de

vuelta a casa, en la frontera entre Barcelona y L’Hospitalet.

Altagracia se puso tan contenta que pidió a Helena, la vecina, unos langostinos

que no sabía si tirar o comerse esa misma noche porque estaban caducados desde

Navidad y, además, el ácido úrico se le disparaba. La señora Helena accedió, pero la

tuvieron que invitar. No importaba: todos felices se hicieron fotos con el móvil mientras

bebían una botella de cava que Helena tenía en su casa desde la última vez que sus hijos

vinieron a celebrar su cumpleaños: unos doce años.

Era noche cerrada. Stelvin salió del barrio con ánimo positivo: sin gente

sospechosa pululando por las calles, sin contenedores a rebosar y gente metiendo la

cabeza dentro, la verdad es que para ser las afueras de Barcelona no vivían tan mal.

Cuando los demás lo vieron asomar en la dársena del puerto a las cinco de la

mañana creyeron que se trataba de un inspector de aduanas. Stelvin era así: sólo tenía un

traje, pero le gustaba ponérselo cuando estrenaba un trabajo. Ni de lejos creyeron que

aquel hombre enclenque, con la mitad izquierda del cuerpo más larga y temblorosa que

la otra, fuera a incorporarse como estibador del puerto.

A simple vista, y mucho menos tras un examen detallado de su casa, sus comidas

y sus hábitos, nadie habría podido imaginar que Stelvin de las Casas venía de una

familia importante, una de las más ricas y, por supuesto, blancas de República

Dominicana. Un hombre que se quería hacer a sí mismo, disgustado por los desmanes

de su padre, triunfador en todos los congresos de medicina y sin corazón para nadie, que

un buen día se vino a España atraído por el perfil en Internet de una española que ni se

parecía a la de la foto, ni le iba a dar tantos mimos como prometía por e-mail, ni en

realidad era española.

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Orgulloso, Stelvin había empezado su vida en pareja en Barcelona con

Altagracia, de Santo Domingo como él, recién embarazada, y no le iba a pedir ni un

peso a su papá, aunque su madre se lo rezara a todos los santos y a la virgen, excepto a

su marido y al terco de su hijo, que para algo los dos tenían el mismo carácter. Lástima

que Stelvin no le hubiera sacado ninguna de las cualidades del progenitor y sí, todos sus

defectos, más otros que nadie en su familia adivinaba de dónde procedían.

Fue durante el parto que hacía mucho calor. La polio, la polio. Alguna

enfermedad rara. Habida cuenta de que su otra hija se comportaba como estaba previsto,

Jeremías de las Casas llegó a pensar se trataba de la más rara mutación genética,

obcecada en fabricar un individuo único, un Stelvin, crédulo ante el horóscopo,

comprensivo con los ladrones por vicio e incapaz de aceptar un enchufe para vivir con

desahogo.

Menudo médico, le acusó un paciente, cuando lo vio paseando con su hijo por el

malecón.

Menudo paciente que todavía no se ha dado cuenta de que hay cosas que no

tienen solución ni personas que merezcan la pena, le respondió el doctor de las Casas,

con la cabeza bien alta.

Había pasado el tiempo y la gente seguía prejuzgando a Stelvin por su físico, pero

el chico-hombre lo llevaba bien, vestía ropa ancha para aparentar más hombrura y jamás

dejaba de mirar a los ojos a su interlocutor.

Como era parco en palabras, la empleada de la empresa de trabajo temporal vio

en aquel hombre esmirriado, descoordinado en todos sus movimientos pero con una

seguridad en sí mismo sorprendente, un potencial de rudo mozo de almacén que

también valdría para estibador en el puerto.

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Igual de serio y de firme estaba, pero con su traje ajado, frente a aquellos

tiarrones del Pleistoceno que le miraban con extrañeza. ¿El jefe? ¿Un auditor? ¿Un

friqui? El negrote colombiano tenía buena vista para la gente, pero los demás, porque no

tenían ni la mitad que su fuerza, lo tomaban por tonto.

Con paso firme vino un tipo no menos bruto que los otros. Más pálido, sin

embargo, y sin rasgos de nativo americano. A todas luces, español. Por lo demás,

apenas se distinguía por la camisa a rayas casi limpia, abierta hasta el pecho a pesar del

frío. Los demás se callaron y se reunieron formando un semicírculo de espaldas al

puerto. Stelvin se quedó descolocado en mitad de aquella nave a la que le faltaba media

parte del techo y que, igualmente, tenía una altura ideal para que las gaviotas se

sintieran como en la intemperie, pero algo más calentitas.

El jefe observó a Stelvin con los brazos en jarras esperando a que se diera por

aludido y reculara con sus compañeros. En lugar de eso, Stelvin se le quedó mirando

atentamente, con el mentón apuntando al techo. Las gafas gigantes milagrosamente en

su sitio a pesar de la asimetría.

¿Y tú de qué vas?

¿Esta reunión es para el trabajo?

No, hemos quedado a las siete de la mañana para contarnos chistes…

¿Y a dónde es para trabajar?

Míralo, qué gracioso: tira pa’tras con los compañeros, ¡coño!

¿Con éstos?

¡Si no te importa!

Con tal de trabajar…

El capataz se puso morado de ira, ¿de dónde habrían sacado al tipejo nuevo?

Mientras maldecía y respiraba hondo, todo a la vez, Stelvin caminaba despacio hacia la

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fila de operarios, se abrió paso en un hueco porque uno de los hombres lo dejó (el otro,

moreno, protestó pero acabó dejándole espacio).

Entonces Stelvin se giró y vio por una de las ventanas el conglomerado de toros,

los convoyes frente a los barcos y una grúa que sobresalía pugnando con los barcos de

más envergadura por adueñarse del cielo púrpura.

…Cada cual ya sabe qué tiene que hacer y el que no, que me siga.

Yo quiero llevar la grúa.

¿La grúa? ¡Nombre y apellidos! Los demás, al tajo.

Antes de quedarse a solas con el jefe, respondió:

Stelvin de las Casas.

El hombre revisó un papel de impresora antigua, de las que mordían la celulosa,

mientras los mozos de almacén demoraban a propósito su marcha para mirar de reojo la

escena.

Algunos reían por lo bajo, otros parecían francamente malhumorados.

Aquí pone que empiezas como mozo de almacén.

Mozo de almacén incluye grúas.

Aquí no, chaval. Así que ya sabes… O te pones a cargar y descargar cajas como

tus compañeros o sales de aquí cagando leches.

Pues un cochecito de ésos –señaló uno de los toros.

¿Pero tienes el carné?

No, pero lo sabré manejar.

El hombre se acercó a Stelvin con los ojos desorbitados, los labios torcidos,

muelas con muelas: oye, tío rarito, no sé qué haces en esta lista ni por qué vienes

vestido de boda.

No es de boda el traje, es de trabajo.

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Mira: te doy cinco minutos para que te cambies y te pongas a trabajar ya. Ponte

un mono de aquellos (señaló un rincón donde había cuatro taquillas viejas) y ve dónde

el camión… Si luego vuelvo y no estás al tajo, se me acabará la paciencia y a ti el

currele, ¿me explico?

El capataz se fue por uno de los pasillos y dejó a Stelvin con la respuesta en la

boca.

Stelvin, que sabía entrever el peligro, se quedó con la primera parte de la

amenaza y fue a ponerse precisamente uno de los monos de capataz que había colgados

cerca de los aseos, que hacían las veces de apestosos y encharcados vestuarios.

En el pecho derecho lucía el nombre del jefe, Suárez, y su cargo, coord.

(coordinador, aunque Stelvin no lo supo interpretar). Pero Stelvin tenía casi tan mala

vista como oído y, además, estaba entusiasmado con llevar los colores que había visto

anunciados a la entrada, rojo y verde, cuando llegó en taxi después de recorrer varios

kilómetros haciendo círculos en un autobús de línea, cuyo trayecto era P. de A- P. de B,

por lo que Stelvin creyó que el puerto se dividía en dos letras como las clases de los

colegios cuando era escolar.

Así, cambiado, se acercó a dónde descargaban cajones enormes unos muchachos

a todas luces inmigrantes como él. Pero, como eran de un turno anterior, se creyeron

que estaban ante un coordinador.

¿Qué se le ofrece?

Estoy para ayudarles.

Usted dirá.

Y como terminaban de descargar, Stelvin dijo:

Carguen.

Esperó a que lo hicieran y luego dijo:

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Descarguen.

Carguen.

Descarguen.

Aquella pantomima duró más de diez minutos. Los cuatro hombres, bastante más

corpulentos, se sintieron humillados, pero no se atrevieron a dejar salir por la boca los

insultos que se acumulaban.

De pronto, uno de ellos miró el reloj y dejó de obedecer a la voz de “carguen”. El

resto hizo lo mismo y desapareció maldiciendo al falso coordinador.

Ya clareaba el día, y completamente perdido por uno de los muchos muelles de

aquel puerto inmenso, Stelvin resolvió descansar sobre una caja y observar el vuelo de

las gaviotas.

Son inmensas, pensó. Yo pensaba que serían como las palomas. ¿Picarán? Seguro

que sí. Tienen que ser peligrosas, porque no se ve otro pájaro en el cielo.

Él creía escuchar a las gaviotas, pero el ruido procedía de varias fuentes: las

sirenas de los barcos sonaban mezcladas con los pitidos de las grúas, los toros y los

camiones, que en sus maniobras, prevenían a los viandantes y vehículos de sus

peligrosas marchas atrás.

En éstas que se acercó un mozo con una especie de mando a distancia enorme en

la mano. Se quedó mirando a Stelvin, tan solitario sobre la caja aislada. Tras llamarlo a

voces, el hombre tuvo que rodearlo y ponerse en frente de él para que Stelvin captara su

presencia.

¿Está usted bien?

Sí, sólo estaba descansando. Sin novedad –hizo una pausa, pero el otro no supo

qué decir-. Aquí sentado.

¿Entonces me voy?

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Ni hablar: estamos aquí para trabajar. Cargue, haga el favor.

¿Está usted seguro?

¿Y usted? Cargue inmediatamente.

Como quiera, jefe.

El hombre se alejó y, apuntando a la grúa de la que pendían los cables a los que

estaba atada la caja, debió de pulsar un botón en el mando. El caso es que la caja

empezó a elevarse con el dominicano encima.

Si parece que floto- se dijo Stelvin- qué bien sienta trabajar.

El operario lo subió tanto como para encararlo al puente de un buque amarrado,

pues era el único lugar donde podía cargar la caja y él estaba siguiendo las órdenes.

Unos veinte metros sobre la dársena.

Se está bien, pero hace aire de repente. Igual bajó la marea, porque me veo muy

alto y no querría molestar a los pájaros.

A pesar de que las gaviotas no acostumbran a atacar a seres humanos, pareciera

que una, de unos quince kilos de peso, le leyó el pensamiento a Stelvin y fue directa,

con el aleteo a su máxima potencia, contra él.

Diablos. Ese águila marinera, la gaviota gigante, me va a comer vivo.

Entonces, Stelvin se hizo un ovillo, y el operario siguió trasladando la caja hacia

el vuelo acelerado de la gaviota. Detrás venían más aves oliéndose que algo interesante

se estaba cociendo cuando el viejo ovíparo ponía todo su empeño en llevarse el premio.

Desde abajo, el operario, que estaba dirigiendo la maniobra, no vio llegar al

capataz que andaba buscando a Stelvin como un loco. Bastante tenía con toquetear el

mando suavidad para que Stelvin no cayera al vacío y, al mismo tiempo, evitar a las

gaviotas, unas aves que normalmente se portaban bien y dejaban en paz a los

estibadores.

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¿Se puede saber usted qué hace con ese hombre? Descárguelo, inmediatamente.

El operario perdió de vista la lucha que se entablaba en los cielos y se cuadró ante

el capataz, al que temían como al demonio, y que le recordaba a un sargento que tuvo

cuando le tocó ingresar en la milicia de su país, allá en El Salvador.

A sus órdenes, capataz, pero es que el señor capataz, el del cielo, me ordenó que

lo cargara en el buque.

¿Ése que va sobre la caja es su capataz?

Eso dijo, lo llevaba escrito en el mono y se… (fijándose en el nombre bordado)

llamaba como usted.

Muy bien, con que ésas tenemos… Acelere la maniobra, a ver si se le quitan las

ganas de broma.

Por los cielos, la caja con Stelvin encima en forma de oruga, alcanzó una

velocidad de varios nudos marineros. Entonces, con los ojos semicerrados como cuando

hacía trampas en el juego del escondite (la memoria de la infancia le fallaba menos que

cualquier otra), vio que algunas gaviotas se apartaban, pero no la primera, que le pasó a

un centímetro escaso de los pelos de la coronilla.

Cobarde, si yo pudiera volar… -exclamó Stelvin.

Y habiendo perdido la noción espacio-tiempo, Stelvin pensó que era mejor

erguirse y lanzarse contra las gaviotas en una especie de lucha de pájaros destructores.

Abajo lo veían de otra manera.

Pero, jefe, ¿qué hace ese loco? ¿Se creerá que va a levantar el vuelo?

Usted dele rápido al cacharro y estampe al idiota ése contra la barandilla del

barco.

Jefe, que ese tipo se tira…

Sin rechistar. ¡Obedezca!

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Así lo hizo el salvadoreño, y por suerte, cuando la vieja gaviota vengativa se

colocaba de nuevo enfrente de Stelvin, aislada, porque el resto vio que allí no había

vianda ni victoria significativa, la caja basculó a menos de un metro del último puente, a

estribor. Viéndose tan cerca de un suelo, Stelvin vino a saltar justo en el momento en el

que la caja se deslizaba sobre el puente.

Lo que ocurre es que no fue a parar a ese buque, sino a otro, que había

directamente detrás, y se disponía a salir del puerto.

El capataz y el operario se quedaron de piedra al no ver a Stelvin y sí, la parte

superior de la caja sobre el puente del buque amarrado.

¿Dónde está ese loco?

Virgencita que se nos ahogó.

Pero si apenas cubre el puerto… Espero que sepa nadar al menos.

Alguien debió de avisar a la policía de la maniobra extraña y enseguida se

personó un coche de la portuaria. El capataz se fue corriendo detrás de los contenedores

en cuanto vio el morro de la patrullera y el operario se dio también a la fuga dejando la

grúa dando bandazos de una parte a la otra de la dársena.

Mientras tanto, Stelvin se intentaba recuperar del golpe tremendo, pero en la parte

del barco donde había ido a estrellarse sólo había aparejos de pesca que le habían

salvado la vida. Al lado de las redes había maquinaria suficiente como para haberle roto

la crisma.

Las gaviotas gritaban como locas. Quizá habían hecho apuestas entre ellas y la

mayoría había dado por muerto a Stelvin.

Los tripulantes noruegos hablaban su extraña lengua en el puente de abajo, y

Stelvin, inconsciente durante unos segundos, creyó que había llegado a un país

extranjero.

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Tan confundido le había dejado el golpe y, viéndose rodeado de agua por todas

partes, pensó que estaba en una isla.

Debe de ser africana. Oigo una lengua que me recuerda a lo que chapurrean los

haiteños.

Las gaviotas tardaron todavía unas cuantas millas en cansarse de perseguir el

atunero, salmonero y lo que le echaran, con bandera de Puerto Príncipe, capitán y

segundo de a bordo noruegos, y algunos suecos, un filipino, y otros de muy diverso

pelaje entre la tripulación, pero ninguno que hablara pizca de español.

Luego dicen que la Tierra no se mueve -reflexionaba Stelvin-. A la vista está. Y

por eso mismo, porque es esférica y da vueltas, no por la forma del ojo, es que se ve

todo circular, sin esquinas, y sin fin.

El vahído vino después. Su sueño de volar vino recompensado al poco tiempo

cuando el barco tuvo que dejarlo en las Baleares y alguien de aduanas pensó que un

hombre tan inocente, perseverante y soñador –y pesado, vaya si le pareció pesado

queriendo abrir todos los contenedores de los chinos en busca de consolas piratas (para

sus hijos)– que lo envió hacia el aeropuerto de Mallorca, donde lo llevaron gratis a

Barcelona en calidad de oficial de la marina accidentado.

Al día siguiente volvió a presentarse en el puerto, pero a pesar de llevar un mono

azul que su mujer le compró en un bazar chino, nada más asomar la nariz en la nave

varios de los hombres empezaron a increparlo y, especialmente, el jefe al que le habían

amenazado con despedirlo el día anterior. El muy bestia lo persiguió por la dársena con

la amenaza de lanzarlo a un contenedor con destino a Singapur. Convencido de que el

capataz español se había vuelto loco y quería matarlo por envidia, se paró enfrente de un

coche de la policía portuaria, que casi se estrelló contra una pila de containers para no

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arrollarlo. Tras la declaración de Stelvin, la policía portuaria le dio una vuelta en coche

hasta la parada de autobús más próxima.

Cuando llegara a casa, Stelvin le diría a Altagracia que le habían expulsado del

trabajo por llevar un uniforme no reglamentario. O sea, que la culpa era de los dos: de

él, por no cambiarse a tiempo, y de ella, por comprarle un mono de los chinos, que todo

lo hacían deprisa y de poca calidad. Así, Altagracia le haría una buena cena para

compensar o, por lo menos, le dejaría dormir en la cama con ella. Ya no es que echara

de menos el roce sensual de su piel femenina, medio africana y algo áspera, sino que en

el sofá se dormía fatal.

2. Portero de discoteca latina

Después de las vacaciones de Navidad, seguía sin asomar el invierno tal y como

se lo habían contado a Stelvin. Ya habían pasado cinco, ¿seis años? Y el invierno feroz

del que la gente mayor hablaba se parecía a un cuento de niños. El cielo, eso sí, los más

de los días asomaba gris y los plataneros parecían garras pardas en mitad del asfalto. A

pesar de que no se veía el mar ni desde la azotea del bloque, la humedad seguía calando

en los huesos de los De las Casas. Ningún caribeño pasaba una hora sin quejarse.

Además, el tiempo libre daba para esta y otras observaciones.

Lo peor es que nadie, absolutamente nadie, encontraba trabajo después de Reyes.

El país se paraba el 24 de diciembre. Y el 7 de enero la gente volvía a sus trabajos.

Toda la gente no, replicaba Stelvin sin descanso a los sabios del parque. Yo veo

mucha gente que no se va de vacaciones a ninguna parte.

Precisamente. Los que se quedan no pueden irse a ningún lado. No tienen dinero

ni trabajo que dar, ¿o es que no lo entiendes?

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Stelvin no decía ni que sí ni que no. Quizá fuera cierto. El Puma, jefe del clan, al

que Stelvin llamaba por error el Pupa, siempre solía acertar. Sin embargo, Stelvin había

notado que los tenderos abrían sus negocios, igual que los camareros atendían a sus

clientes, y las chicas de los centros comerciales deambulaban por los probadores. Lo

mismo pasaba con los supermercados, las zapaterías y no digamos los locutorios y los

súper de los pakistanís. Éstos no cerraban ni el día de Navidad.

Según los sabios, sentados como casi siempre en el banco junto a la fuente seca

del parque sin flores, los jefes llegaban de las vacaciones navideñas el día ocho o el

nueve. Y tenían tantos mensajes que responder, tantas llamadas que hacer, y tan pocas

ganas, que como mínimo hasta el día 20 de enero no pensaban en si hacía falta contratar

o despedir a alguien.

Además, la cuesta de enero… -recordó el Puma-. No hay peor época para pensar

en gastos. Los españoles se quedan sin un céntimo después de las Navidades y hasta

finales de febrero no recuperan.

Allí de pie, sin el refugio de unos árboles con hojas, en mitad del vendaval, a

Stelvin le tocaba asentir la decisión del comité de sabios. Pero sólo en apariencia.

Luego, cuando los dejara allí helados de frío iría a ver al verdadero club de dominicanos

de la zona.

En el restaurante dominicano Miraflor, que de madrugada se convertía en un club

de dudosa reputación y, los domingos por la mañana en una iglesia católica

presbiteriana, había un espacio trastero que los oriundos del país caribeño usaban como

punto de encuentro para sentarse en torno a una mesa vieja, jugar a cartas y, sobre todo,

aclarar las cuentas. Stelvin llegó justo en el momento en el que un policía conocido del

barrio hablaba con el Tío Braulio, el jefe:

Ya no es cosa de regalitos. Es que si no hay portero, no hay discoteca.

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Pero si no tenemos licencia.

Pues por eso. Tiene que parecerlo.

Una vez, sin querer, nada más llegar a Barcelona, el mismo agente le preguntó a

Stelvin dónde vivía un atracador colombiano que se escondía en los bloques cercanos.

Stelvin, como no sospechaba ni que uno fuera policía ni el otro ladrón, lo acompañó

hasta la puerta exacta del atracador, pues pensaba que era un vecino bien informado. Así

que el agente, agradecido, en cuanto lo reconoció, lo propuso como portero.

¿Stelvincito? Pero si no tiene ni media bofetada… Es un hijo de Machepa -objetó

el tío Braulio.

Stelvin quiso protestar: un hijo de Machepa era un don nadie, pero el policía le

interrumpió exagerando su emoción.

Pues más barato cobrarás, ¿verdad Stelvin?

Sí, si no hay que pegar, cobro menos.

Y así es como Stelvin consiguió trabajo.

Aquella tarde, los asistentes a las reuniones de la nostalgia (de tres a cinco)

insistieron en que el puesto de portero de discoteca le venía grande a Stelvin.

Muchos protestaron pensando que los otros se referían a las pocas luces de

Stelvin: ¿pero qué inteligencia necesita un gorila de discoteca?

Algunos fueron más positivos: La disco es latina y a Stelvin le gusta el merengue

y la salsa, ¿verdad Stelvin?, le preguntó uno de los viejos dominicanos al salir a tomar el

aire. Stelvin asintió como un perrito y el anciano, para convencer al resto, lo invitó a

pasar a la trastienda. Una vez allí, sin mediar palabra, una especie de espasmo le

recorrió el cuerpo y empezó a mover las rodillas como si se le quisieran escapar del

cuerpo. Lo que en la mente de Stelvin era un movimiento sexy, a los demás les sugirió

el desmantelamiento de un robot por aplastamiento entre dos trenes.

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Page 20: Hijo de machepa (primeras páginas)

Eso sí, se contoneaba con energía. Stelvin podía estar haciendo la cacerola loca

durante media hora o más.

Como aquel espectáculo hipnotizaba a los presentes, Stelvin no tenía intención de

parar.

OK, de acuerdo, pero el consejo no quiere saber nada, advirtió el segundo de

Braulio, un tipo con cara de indio apache y barba de chino. Le llamaban Papi Rudo.

Es un sí, Stelvin, para ya, que te desmiembras, dijo alegre María Emilia, una

dominicana negra como la noche, tan gruesa como vital, que estaba amancebada con el

tío Braulio.

¿Y voy como bailarín, al final?, preguntó Stelvin.

Nadie había visto al jefe Braulio reírse antes, pero la pregunta iba en serio.

Ay, Stelvin, le estrechó la gordísima María Emilia entre sus pechos, qué grande

eres.

¿Sólo merenguito o algo de salsa también? Stelvin empezó a moverse como si

unos monjes diabólicos de la Santa Inquisición tiraran de cada extremidad

aleatoriamente.

Todos volvieron a reír, y el Papi Rudo se atragantó hasta el punto que a punto

estuvieron de llevárselo al hospital. La gorda María Emilia no podía contener su euforia

y llenó la frente de Stelvin de carmín. El tío Braulio le dijo que se marchara, que ya

había pasado suficientes pruebas, algo celoso.

Al llegar a casa, Stelvin tuvo que pasar la noche en el sofá porque no hubo

manera de convencer a su mujer de que no se había acostado con un harén de golfas

españolas (la obsesión de Altagracia con el peligro de las españolas para con su maridito

era de aúpa. Hay que recordar que ella se hizo pasar por gallega cuando lo conoció

online y él picó al instante).

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Page 21: Hijo de machepa (primeras páginas)

Como había pasado una noche de pena por culpa del mecanismo del sofá cama,

Stelvin se levantó, desafiando a sus principios, a las ocho de la mañana, y se dispuso a

desayunar con su prole para reivindicar su puesto como cabeza de familia. La queja

lejana de los niños lo frenó en el último momento. “Es que me insultan; sí, de mí

también se burlan; dicen que pai es raro... Pero eso es normal, respondió Altagracia,

tenéis que acostumbraros”. A Stelvin le pareció que ya era hora de ganarse el respeto de

los suyos con un trabajo de macho latino, así que se presentó en la puerta de la disco

latina, luego de equivocarse de metro en dos ocasiones (la primera vez, de línea; la

segunda, de dirección).

Por supuesto, no encontró luces de neón ni farolillos de fiesta ni un solitario

anuncio de nada. La persiana echada. ¿Y quién iba a estar un viernes a las nueve y

media de la mañana en la discoteca, centro social o casino encubierto? Ni las

limpiadoras venían tan temprano (Braulio no se fiaba y no les dejaba las llaves: ¿y si

conseguían averiguar su secreto para sacarse cinco euros de un cubata que no valía ni un

euro?).

Stelvin se quejó en voz alta delante de unos turistas que sólo querían ubicarse en

la ciudad.

La informalidad. Typical Spanish y ahora Dominican también.

Los guiris, galeses para más señas, prefirieron seguir perdidos en dirección

opuesta al Camp Nou en lugar de preguntarle a aquel loco que iba vestido con un

chándal gris con capucha, tan retro que parecía sacado del vestuario de la primera parte

de Rocky.

A Stelvin le pareció buena idea aporrear la persiana no fuera a ser que se

hubieran dormido los trabajadores en su interior. Por influencia de las películas, cargaba

con todo el hombro sobre la persiana metálicas y las dos veces cayó al suelo tras rebotar

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Page 22: Hijo de machepa (primeras páginas)

como una bola del millón. A la tercera, medio mareado, lo intentó de nuevo, pero

apuntó mal y aterrizó en la entrada de una tienda de animales en la que tenían la

costumbre de dejar un loro volando libremente. El loro se escandalizó, pero su voz de

alarma no sirvió para que alguien frenara el aquaplanning de Stelvin, que resbalándose

por el piso de la tienda, fue a parar a la cárcel de cristal donde se exhibían los perros

más grandes y fieros. Stelvin, que siempre se adaptaba a los peligros nuevos, se puso a

cuatro patas a jugar con los cachorros. Mientras, el loro sacó al gerente de la tienda de

su sueño matutino y, sin querer salir de su estado catatónico, ordenó a la chica de la

limpieza que echara un vistazo a los perros, o que matara al loro, lo que prefiriera.

La chica, que además de limpiar arreglaba los animales, pensó que les había

visitado un ladrón porque no eran formas de entrar abriendo de golpe la puerta y correr

como una exhalación por el pasillo: la puerta todavía se tambaleaba, las huellas eran

evidentes y, al fondo, un hombre canijo estaba enredado entre los perros. En un acopio

de valentía, la mujer decidió cerrar a Stelvin con los canes y llamar a la policía. Cuando

por fin se espabiló el gerente de la tienda, no se podía creer lo que estaba viendo.

Hecho un amasillo de persona, Stelvin se arremolinaba en un rincón y el resto de

perritos hacían como si mamaran de sus ubres, que eran los descosidos del chándal.

Aunque la escena era conmovedora, y el gerente quiso sacar unas fotos, la chica

insistió en llamar a la policía y no alterar nada del escenario (viviente) del crimen. Al

gerente, la chica le parecía guapa. En realidad, toda mujer que pesara menos de ochenta

kilos y se maquillara los ojos se presentaba ante sus ojos como una belleza prodigiosa.

Por eso le hizo caso y se quedó con las ganas de inmortalizar la escena. En cuanto a

Stelvin, se sentía querido por los animales y estaba, la verdad, muy a gusto.

A la guardia urbana, en cambio, aquel conato de zoofilía le pareció de muy mal

gusto, pero como el dueño de la tienda vendía varias especies ilegales y la mujer hizo

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migas con un sargento, a pesar de que trabajaba en negro, lo arreglaron entre ellos a

condición de que no se supiera nada del truculento asunto.

No se supo el mismo día ni al día siguiente, pero fue inevitable que trascendiera

el extraño caso de Stelvin y los animales. En el barrio se corrió la voz de que Stelvin se

había enfrentado a una jauría de pitbuls amaestrados. En algunas versiones posteriores,

los sucesos habían ocurrido en el zoo y Stelvin había conseguido ganarse el respeto de

una familia de osos.

Mientras estos desmanes iban de boca en boca, Stelvin cogió alguna enfermedad

exótica, que para él no lo era tanto, porque ya la había pasado en algún lugar del Caribe

de pequeño. Altagracia, sin embargo, lo cuidaba como al héroe que se enfrentó a un

león que se había escapado de un circo ambulante.

En menos de una semana ya estaba recuperado, pero se vivía bien en la cama.

Fue el propio Papi Rudo, enviado por el jefe Braulio, el que sacó de la cama a

Stelvin para que se convirtiera en su principal agente de seguridad, lo que le convirtió

en portero de discoteca con todas las de la ley, porque el tío Braulio raramente se movía

de su centro social.

Aquella noche no pudo empezar: le dijo que tenía un compromiso, pero la

realidad es que estaba muerto de miedo y necesitaba que su Altagracia querida lo

abrazara y los niños buscaran su protección.

Cuando Altagracia supo la verdad, le echó en cara que no buscara trabajo y

amenazó con pedirle dinero a su suegro, el papá de Stelvin. Por primera vez, a los niños

les pareció mal que Stelvin sufriera el ataque iracundo de su mujer y se pasaron la noche

aullando como lobos y rugiendo como leones en honor a la gesta de su padre, que a esas

alturas ya había defendido a un puma de un águila real, o eso rezaba la leyenda. A su

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madre le dio lo mismo que Stelvin fuera una leyenda o una piltrafa y los persiguió

descalza por toda la casa hasta que les dejó un recuerdo de sus pantuflas en los traseros.

Bien mirado, aunque al final no fuera a trabajar, hacía tiempo que no dormía tan a

gusto. Nada como tener a un héroe a su lado. A la mañana siguiente, con los niños en el

cole, la dominicana se empeñó en llevar a su marido a uno de esos establecimientos

especializados en uniformes y ropas de trabajo. De entre todos los de cuerpo de

seguridad, le gustó mucho el de guardia civil antiguo. No se sabe si por el tricornio o

por la capa.

Stelvin se negó en redondo: no pensaba ir vestido de torero al trabajo, pero

Altagracia se burló de su poquísima cultura y, al final, adquirieron el traje de guardia

civil made in China.

Al acercarse la noche, Stelvin se presentó cual número de la benemérita en la

puerta del centro social Miraflores. Allí se plantó con una falsa carabina apostada en el

suelo. Si los gitanos de los poemas de García Lorca lo hubiesen visto de esa guisa

habrían excavado en la tierra hasta dar con la mesa del rey Salomón.

Con tal reclamo, la gente, la mayoría latinos, no sólo dominicanos, se acercaba

hasta los reflejos de los luces de neón, observaba al falso guardia civil con su capa y

tricornio y salía disparada hacia otro sitio. Lo mismo le ocurrió al Papi Rudo, que a

pesar de las apariencias era muy leído, y, en cuanto Stelvin le sujetó la puerta para salir

del Miraflores, lo miró de soslayo y, al no reconocerlo, se largó a su casa como un

cohete temeroso de acabar en el garrote vil o fusilado. No volvió más por allí. Ni

siquiera hay pruebas de que siga en España.

Dentro del pub (recordemos que en horario nocturno, el centro social se

transforma), las camareras culonas se aburrían de bailar solas, el DJ ponía música

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evangélica para estar a buenas con el Altísimo. El que preparaba los mojitos se los tenía

que beber de tres en tres para dejar espacio en la barra de tantos como había hecho.

Entretanto, el responsable del Miraflores, el tío Braulio, había salido a una de

esas cenas de mafiosos que tanto odiaba, pero al regresar, le pidió a su chófer, Domingo

el Salvaje, que se pasara por el local, a ver qué tal le iba a Stelvin.

Conforme se acercaban, a Braulio se le escaparon dos bostezos seguidos y le dijo

a su chófer que pasara de largo. Sin embargo, en cuanto vio que no había ni un solo

latino haciendo cola, se le metió un moscardón en la oreja y le ordenó a Domingo el

Salvaje que parara inmediatamente. Se bajó del auto y sólo cuando tuvo a dos metros a

Stelvin adivinó que se trataba de él y no era una mala reacción del vino turbio que tanto

gustaba a sus compadres. Se le quedó mirando, y como Stelvin no se movía y

permanecía erguido como un olmo viejo, se enervó de repente.

¿Y usted qué hace, payaso, con ese traje de torero antiguo?

Llevo el uniforme de la autoridad española y su sala de fiestas está en España por

más salsa que pinchen, Tío Braulio –dijo Stelvin sin mirar al mandamás del Miraflores.

Pues ahora mismo se cambia o se queda en la calle -ordenó el jefe mientras

intentaba arrimarse a la puerta poniéndose de perfil.

Estuvieron los dos frente a frente un buen rato como si se tratara de un partido de

baloncesto. En cuanto el Tío Braulio intentaba colarse por la derecha, allá que se

trasladaba Stelvin con las piernas abiertas y los brazos en cruz. Lo mismo, por el otro

lado.

Pese a su longevos setenta años, el jefe engañó a Stelvin con un amago y se le

ocurrió. Entonces, lo agarró por la camisa como si se tratara de una prenda recién

sacada de la lavadora (si Stelvin estaba esmirriado, el Tío Braulio se había encogido

desde un tamaño pequeño incluso para ser caribeño).

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Un momento, son 10 euros. A no ser que tenga ya la entrada.

No digas idioteces. Quítame las manos de encima. Ahora te vas a enterar cuando

avise a Guzmán y los otros.

El Tío Braulio se revolvió y lo empujó con todas sus fuerzas, pero seguramente

las botas de militar sostenían a aquel pusilánime al suelo y fue imposible moverlo.

Además, los huesos del codo de Stelvin, al notar el peligro, se clavaron como las púas

de un puercoespín en el cuerpo de peluche del anciano.

Harto de darle empellones, sin que se moviera, el jefe sacó la pistola y como

quiera que Stelvin hacía oídos sordos a sus amenazas disparó al aire.

Entonces sí que se asustó Stelvin y entró en el local para guarecerse. No se quitó

la capa y el tricornio porque todos los empleados se le quedaran mirando, sino por el

calor. De normal siempre le sobraba la ropa, pero los sustos le subían la temperatura

unos grados de más. Oculto tras un pilar, se quedó en camiseta, pantalón de camuflaje y

botas.

Mientras, una unidad de los mossos d’esquadra acudió a la llamada de una vecina

con especial odio por los latinoamericanos y se llevó al tío Braulio por escándalo

público y, ya que sostenía la pistola en mitad del Miraflores lanzando maldiciones, por

presunta posesión ilegal de armas de fuego. En la comisaría se pusieron muy contentos,

pues andaban tras de él por tráfico de drogas y no había forma de pillarlo.

Había más, pero el buen mestizo conocía sus derechos y esto, en la práctica,

significaba que conocía a algún mosso de haberse pasado por alguno de sus negocios de

luces rojas. Además, era un maestro en autoinfligirse lesiones. Antes de abrirse un buen

corte el brazo con las uñas filadas, posó delante de una cámara de vigilancia en

comisaría y al ponerle las manos encima un agente fingió una agresión. Luego, se

cortaría las uñas con los dientes. Sus abogados ya harían el resto.

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Con todo el escándalo, dentro del club Miraflores no quedaron más que una

camarera y tres go-gos. A Stelvin no le costó mucho convencerlas de que era el nuevo

encargado de seguridad y de que el Tío Braulio le había ordenado camuflarse por el

bien de los dominicanos, de su reputación y, finalmente, para no llamar la atención. Las

chicas, agradecidas, lo trataron a cuerpo de rey y le sirvieron todos los mojitos que

había preparados, que eran muchos. Por si fuera poco, bailó con las chicas más guapas y

se dejó besuquear cuanto quiso. Al regresar a casa, Altagracia lo dejó durmiendo en el

descansillo de la escalera más por las nuevas marcas de pintalabios que por la enorme

borrachera, que a fin de cuentas era lo habitual entre sus hermanos y su propio padre,

que en paz descanse.

El Tío Braulio encontró el camastro del calabozo tan incómodo como las

anteriores veces. Sólo le animaba la idea de cobrarse justa venganza contra Stelvin.

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3. Informador de trenes

El 21 de enero salió un día de invierno en plena regla. Por un momento, la fina

lluvia parecía que se convertiría en nieve, pero Stelvin comprobó que los copitos se

licuaban entre sus dedos y al explotar contra el suelo del patio interior apenas daban

para charquitos que se diluían por el desagüe.

Llevaba varios días encerrado, pues en el parque se rumoreaba que el Tío Braulio

quería darle un escarmiento, y un día de nieve habría sido una excusa perfecta para

seguir en el piso. Sin embargo, andaban escasos de víveres. Las ofrendas de Helena no

daban para tanto. Altagracia, por su parte, le había planteado un ultímatum. Si no

conseguía trabajo antes del final de la semana, pediría ayuda a sus padres y si éstos no

podían, no dudaría en recurrir a sus suegros. Stelvin recogió el guante de la amenaza y

se largó de allí con la excusa de hacer una quiniela.

Una vez en la calle se extrañó de que, a pesar de la lluvia, el consejo de sabios de

la plaza se encontrara reunido. Qué disgusto se llevó Stelvin cuando el Puma pronosticó

que no nevaría. Cuatro gotas y a correr, dijo un ex presidiario que había sido agricultor.

El cielo, a pesar de que descargaba gotas frías como témpanos, tenía ese color plomizo

con el que solía amanecer, según el Puma, por la contaminación del cinturón industrial,

que Stelvin no sabía dónde estaba, pero que debía de ser muy amplio puesto que el cielo

de Barcelona estaba igual de pardo que el de l’Hospitalet.

Después de un día realmente infructuoso, las palabras del loco Cabrera en el

locutorio latino (más caro que el del indio Baba, pero en español), se le repitieron como

una señal de televisión por cable en su cerebelo.

“Éste no puede ser un día más”.

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“No”, le había respondido Stelvin. Pero no sabía por qué le había respondido así.

Por cortesía, supuso. Por no decirle que no sabía de qué carajo hablaba.

Luego, en la calle tuvo una falsa intuición cuando una pizca de nieve le cubrió los

hombros. ¡Estaba nevando! Al mirar al suelo descubrió que, por desgracia, la nieve

regresaba al agua de donde partía. Corrió hacia casa y, por el portero automático le dijo

a su mujer que dejara bajar a la calle a los niños, pero Altagracia puso el grito en el

cielo… ¡Pues claro que saben que nieva. ¿Y por qué te crees que no los dejo salir? ¿Tú

quieres llevarlos al hospital con tu carro imaginario?

Pronto, como si la nieve también le temiera a Altagracia, los frutos del cielo se

conformaron con ser agua. Entonces le vino a la mente que el loco Cabrera estaba

casado con una dominicana. Por eso, pensó Stelvin, había sugerido que sería un día

especial. Porque en República Dominicana el 21 de enero era un día festivo (feriado,

que diría Stelvin). Y no era una fiesta cualquiera. Se celebraba desde el siglo XVI. Por

algo era la virgen más milagrosa de la cristiandad, según le escuchó al Obispo de Santo

Domingo una vez que le llevaron a Higüey sus padres de pequeño. Probablemente el

único viaje que hicieron juntos aparte de la habitual estancia de veraneo en cualquier

apartamento con piscina de la costa del Este.

Era el día de la Virgen de Altagracia. El santo de su mujer y de casi todas las

mujeres dominicanas que conocía, pero eso entonces importaba un pimiento.

Lo importante es que había salido por la mañana a por una quiniela y no volvería

hasta la noche (eso no lo sabía, claro). No la había felicitado por la mañana y no tenía

más que un euro en el bolsillo para la quiniela y con eso pocos regalos podría

comprarle.

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Page 30: Hijo de machepa (primeras páginas)

Le salía más a cuenta robar en una tienda que llegar a casa con las manos vacías.

Pero, aunque en su cuenta había menos fe que dinero, ¿y si la virgencita se le

manifestaba expresamente para castigarlo?

De entrada, hizo tiempo para encontrar un local de apuestas del estado que

tuviera el número 21 para echar la quiniela. Luego, se las ingenió para que entre las

combinaciones 1-x-2 de cada una de las dos columnas el resultado fuera 21. Y así se le

esfumó la tarde, muy lejos, por la quimbamba, como decían en su país. Ni siquiera sabía

en qué pueblo estaba pues en cuanto menos te lo esperas una sola rotonda te coloca en

tres de los municipios que rodean Barcelona.

En cuanto vio el nacimiento del crepúsculo del sol, trazó un ángulo de unos

cincuenta grados contra dirección y al cabo de una hora, con el peso del color plomo del

cielo sobre el asfalto, se situó en los alrededores del barrio.

Justo asomó por una zona que había explorado poco y le gustó encontrarla,

porque en ella había hierba protegida por setos opulentos y, de vez en cuando, jardines

con flores.

Flores de jardín. Nadie les hace caso hasta que se secan, se pudren, y el viento

esparce sus restos mohínos por la calle. Estaba a punto de infringir la norma número

uno según la asistenta social, la colombiana Gertrudis: hacerse notar, pero era gratis y

no pensó en que fuera a cometer un delito, ya que en su país lo normal era llevarse a la

solapa o la boca, si tenía buen sabor, cualquier planta de la calle. Así que fue bajo la

tenue lluvia hasta uno de los pocos jardines de flores que se encontraba en su trayecto

habitual hacia el bar de Francis, se metió por entre los setos y empezó a arrancarlas de

tres en tres. En mitad de la carretera vacía, a la que Stelvin no podía dejar de mirar,

aparecieron las luces de un coche. Uno blanco con letras azules en el lateral. La sirena

resplandecía en el techo. ¡La policía!

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Entonces, sin saber por qué empezó a correr en dirección a su casa. El agente que

iba al lado del conductor no se lo podía creer. Con una miríada de flores y hierbajos

encima, siendo Stelvin esmirriado, daba la sensación de que un duende estaba

atravesando la oscuridad de la calle.

El hombre se tomó otra pastilla ansiolítica y no se atrevió a decírselo al conductor

que hablaba del partido de fútbol de la noche, el que verían alargando un poco el tiempo

de la cena en el bar de Francis, su favorito en la zona, porque no había ni moros ni

sudacas.

Stelvin seguía corriendo como un poseso. Muerto de miedo por si le habían

reconocido, a pesar de que estaba calado hasta los huesos y tenía un frío de muerte,

decidió dar un rodeo y, justo cuando doblaba la esquina por la calle de Felipe IV, el

coche patrulla se presentó en dirección contraria dispuesto a aparcar enfrente del bar de

Francis en un vado en el que estaba prohibido y sólo estacionaban ellos porque les daba

la gana y sabían a ciencia cierta que el garaje era de un viejo que apenas tocaba el

coche.

El pobre agente no se lo podía creer: otra vez el duende que corría bajo la lluvia.

Carraspeó antes de hablar.

Mira, Jordi, llévame a casa, que no me siento bien.

Pero con las ganas que tenías de ver el Barça… ¿a qué viene ese cambio ahora?

Mientras los dos policías hablaban, Stelvin aprovechó para cobijarse en el bar de

Francis. El local estaba a reventar. Nunca lo había visto así. A más de uno le llamó la

atención la entrada a toda prisa de un hombrecito cargado de flores y hierbas. Bartolo,

culé hasta la muerte y gran cervecero, pensó que un nomo se había colado en el bar,

pero decidió inclinar el vaso de cerveza y engullirse la espuma de un trago.

Francis lo detuvo por el pescuezo, cuando ya se metía por detrás de la barra.

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“Ven aquí, hombre”, y lo metió en la cocina donde su mujer Mercé trataba de dar

abasto con las comandas de patatas bravas de los hombres hambrientos.

¿Pero qué haces con esas flores? ¿Las has robado?

No, las he cogido de la calle.

Eso es robar, Stelvin, y ahora mismo vendrá una pareja de policías a ver el

partido. Tienes que tirar esas flores a la basura.

Nunca. Prefiero la cárcel al enfado de Altagracia.

Porque Mercè, a la que consideraba una santa española, no se quedara con una

mala impresión, Stelvin le explicó que se le había olvidado comprarle un regalo.

Francis, que sabía cómo se las gastaba Altagracia, le pidió a Mercé que hiciera un

ramito decente con todas esas flores. La mujer no se lo podía creer, ¡con todo el trabajo

que tenían!, pero la cara de Stelvin era un poema y su marido ya se estaba haciendo

cargo de las bravas.

Con Francis en los fogones, la mujer hizo un bello ramo. El resto de flores y

hierbas acabó en el cubo de la basura. Para evitar el peligro, Francis acompañó a Stelvin

a la calle. El sargento Jordi García le saludó desde una de las mesas.

Stelvin lo reconoció al instante: era el policía que conducía el coche. Lejos de

mostrarse receloso, el sargento se le presentó muy amable y le explicó a Francis que su

compañero se había puesto enfermo.

En casa, los niños habían apostado: el mayor, que ya estaba al tanto de los

cambios de lecho conyugal, opinaba que Stelvin dormiría en el sofá; el mediano, que

mai le daría una colleja a pai, y el pequeño, que Altagracia sólo le gritaría. “Eso no

vale”, se quejaron los dos hermanos al unísono. “Tienes que arriesgar más”. Entonces,

Huguito apostó a que su madre lo mataría a insultos.

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Camilo se hundió en la miseria cuando vio que sus hermanos menores le ganaban

la partida. En cuanto asomó Stelvin por la puerta, Altagracia le llamó de todo, entre

otras cosas mal padre y mamagüevo (el peor insulto entre dominicanos), le dio una

colleja, y no siguió porque Stelvin le mostró el ramo de flores. De inmediato, ella se

quedó muda, se dirigió a la cocina y dijo con voz grave que esperaran a la cena.

Después, todo fue como en una película romántica. Los niños volaron a sus literas y

Altagracia se alargó sobre la barriguita de su esposo. ¿Por las flores? Exactamente, no.

Lo que más le hizo cambiar de talante fue encontrarse con el ramo dentro de un jarrón a

mitad de agua sobre la mesa del salón. Faltó ponerle algo debajo para no estropear la

madera, pero le hizo feliz el gesto.

Entre caricias castas, pero cariñosas, Altagracia le pidió a Stelvin que hiciera algo

por ella si quería tener una noche de amor:

Lo que se te antoje.

Stelvin, cariño, tienes que plantarle cara a la vida. Para buscar trabajo y

mantenerlo, hasta para que te den el periódico que no está mal impreso, hay que ser

vivo. Habla, que tú puedes.

Y bien. Hablaré.

Pero no así como un robot. Eres latino, caribeño, además. Piensa en Cantinflas.

¿Te acuerdas de las películas del mexicano del bigotito raro?

Sí, y de Cantiflas también.

Pues eso: habla, exprésate. Con la voz, los gestos, con los pelos de la cabeza, con

lo que sea…

¿Pero con los pelos?

Ahora, cállate, y hazme unos buenos preliminares.

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Page 34: Hijo de machepa (primeras páginas)

La noche fue bastante bien, dadas las circunstancias. De todas maneras, el

verdadero milagro de la Señora de Altagracia se obró al día siguiente. Ocurrió el día 22,

después de que la Generalitat anulara varios servicios de tren mediante un decretazo

publicado a última hora del martes. De golpe y porrazo, veinte trenes menos en un

trayecto regular desde Girona, Tarragona, Granollers y Manresa a la capital (todas las

direcciones excepto la intocable costa, aunque estuvieran en invierno, fuera de la

temporada turística). Para evitar una tormenta de críticas, salió publicada en prensa una

convocatoria de empleos basura una semana antes. La compañía de ferrocarriles, en

contubernio con el gobierno central y el de Catalunya, pensó que pararía el golpe

contratando a una decena de indocumentados para que anduvieran por la estación

central con una I, de información, impresa en un chaleco reflectante.

Por algún motivo, no tuvo la repercusión esperada entre los parados más pobres y

la Generalitat mandó una circular a los servicios de empleo y a las ETT. Sólo

inmigrantes. Sin explicar por qué.

Stelvin se preparaba a pedir empleo directamente a Jaume, el director de la

oficina, cuando éste le salió al paso. Enseguida pensó que le interesaría la oferta y le

propuso empezar como informador de RENFE al día siguiente.

Estás de suerte, Stelvin. Por fin un trabajo para ti. ¿Te apetece informar de

trenes?

Los trenes.

Sí, los trenes.

¿Qué les ha pasado a los trenes?

No sé, eso se lo dirán allí.

¿Dónde?

En la estación.

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Page 35: Hijo de machepa (primeras páginas)

En la de trenes.

Sí, claro que en la de trenes. ¿Te interesa o no te interesa?

¿Los trenes?

El trabajo, Stelvin. ¿Te interesa empezar mañana mismo a informar en la estación

de Catalunya sobre los trenes?

Por supuesto.

Ah, muy bien, por fin… Mira, en la mesa 22, Lali te dará la información.

¿Sobre los trenes?

Tú ve a la mesa de Lali cagando leches, le hablas de los trenes y, a continuación

te callas la boquita, y haces todo lo que ella te diga –contestó de mala gana el director,

ya harto de Stelvin.

Como la tal Lali salió despavorida a almorzar, pues sus treinta minutos eran

sagrados, la novata del grupo de orientadores de empleo tuvo que vérselas para que

Stelvin firmara el contrato. La chica, aplicada y ciertamente resolutiva a pesar de la

corta y deficiente formación, intentó por todos los medios que Stelvin memorizara los

datos más importantes. Con Stelvin todavía en la oficina, dando la mano a la bedel con

voz cascada y al guardia de seguridad, la chica comentó en voz alta que no había visto a

un sudaca más terco en su vida. Ni siquiera a un argentino. Hubo varios ojos que se le

clavaron como alfileres. Por suerte, también había llegado su media hora ampliable para

almorzar.

El sábado de autos, cuando ya había explotado la noticia del corte de servicios

ferroviarios en Internet y las radios (en televisión y prensa vetaron el tema), la estación

de Plaça Catalunya de trenes de cercanías se había convertido en una máquina de hacer

palomitas a punto de explotar.

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Al llegar al punto convenido del enorme vestíbulo, los formadores de la

subcontrata de RENFE encerraron a los nuevos empleados en una sala escueta de

paredes prefabricadas. Allí, un tipo disfrazado de jefe de estación les dio tres consignas

a los trece inmigrantes que empezarían su trabajo de alrededor de quince días en menos

de una hora (finalmente, le enviarían más carne fresca, porque el escándalo era de aúpa,

y total, les pagaban cuatro perras).

1) Amabilidad: el ciudadano tiene razón siempre.

2) Paciencia: el ciudadano, a menudo, es torpe.

3) Firmeza: los horarios son los que son.

Allá que salieron veinte informadores de uniforme fluorescente (los trece

extranjeros, más siete infiltrados de la compañía), la mayoría latinos, con un plano de

las líneas del ferrocarril y varias hojas con los horarios nuevos.

El hombre que quería ser el nuevo Eliot Ness, y por eso había escogido un traje

solemne, como de película de época, tuvo a bien ubicar a Stelvin en la primera línea de

batalla, puesto que el dominicano no había pestañeado durante su presentación y le dio

la impresión de ser un trabajador atento y despierto. Luego salió a tomarse una cerveza

en la terraza soleada que había a doscientos metros, porque no soportaba esas cafeterías

de veinte metros cuadrados que ponen en las estaciones subterráneas.

Lógicamente, Stelvin tuvo que enfrentarse a las consultas más variadas. Y desde

el principio intuyó que Hércules habría preferido enfrentarse a un león que a un español

cabreado.

Un anciano que no sabía utilizar la máquina automática. “Si no sabe, lo mejor es

hacer cola en la taquilla. Siempre es mejor que te engañe una persona que una

máquina”.

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Un energúmeno con traje y corbata que estaba indignado con la supresión de

trenes. “Sí, han eliminado trenes, pero sabemos los horarios y eso, al menos, nos da una

seguridad. Además, si hay menos tráfico, más puntualidad”.

Un magrebí cargado con un saco al que el torno no le admitía su billete. “Eso

significa que no es válido. Las máquinas no se equivocan nunca. Las personas sí, pero

ese torno de ahí sabe muy bien qué billetes valen y cuáles no. Fíjese que no hace otra

cosa en todo el día”.

Unos turistas japoneses que hablaban mal inglés. “Chino no sé. Inglés, francés y

español latino y un poco del de España”. “¿Catalán tampoco? Ni yo. Tenemos un

problema, pero lo bueno es que los horarios (señaló un panel electrónico que colgaba

del techo) van explicados con números y los números son iguales en todos los idiomas”.

Un borracho que balbuceaba que quería viajar gratis. “¿Qué vaina de gratis? Aquí

nada es gratis, señor. Mi tiempo vale dinero. ¿Ve usted el chaleco que llevo? Pues

también vale dinero. Todo. Ah, claro, se queja. ¿Y qué le voy a hacer yo? El sistema

tiene sus inconvenientes, pero al final unos por otros, lo comido por lo servido como

dicen acá, y justos por pecadores”.

Estaba fatigado, pero le llamó la atención una chica muy guapa, con aspecto de

extranjera, que miraba los horarios de los diferentes anuncios y letreros. Stelvin se le

acercó sin que ella requiriera su ayuda: “No sea tímida. No hay por qué. Mire usted

alrededor: hay gente de todas las clases y quién más y quién menos hace alguna

preguntita tonta. Dígame lo que sea, que en algo tendré para servirle, pero no piense mal

que mi Altagracia me mata si me ve hablando aunque sea por motivos profesionales con

una mujer como usted…” “¿Ah, sólo necesita saber por dónde se baja al andén? Pues sí,

iba bien encaminada: por la única escalera mecánica que baja. Si me quiere preguntar

algo más, utilice la que sube”.

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Una pareja de cincuentones también le vino con quejas. La señora le echó en cara

que no fuera español y su marido agravó la disputa asegurando que no importaba la

partida de bautismo: todos los de RENFE eran unos inútiles. Stelvin tomó aire:

Nosotros no tenemos la culpa ni de ser latinos ni de que desaparezcan veinte

trenes según ustedes. Sí, sí, según ustedes, porque no es tan fácil robar un tren así como

así. Imagínense veinte.

Los dos catalanes, clase media alta, no daban crédito. Estaban que mordían, pero

Stelvin se los quitó de encima:

Ahora mismo sale un tren. Corran antes de que alguien se lo robe.

Por desgracia, cuando bajaron al andén, el tren, que ni siquiera iba al destino que

ellos querían, se perdía por el túnel.

Durante el tiempo que los cincuentones formularon su queja en el tablero de

información del dúo RENFE-Trenes de la Generalitat, Stelvin siguió desviando a la

gente como bien le pareció sin que ninguno pudiera rebatirle sus diatribas con

argumentos sólidos ni tampoco quedara contento con el trato recibido ni, por supuesto,

averiguara algo que no supiera antes.

De tanta gente descontenta, y siendo los cincuentones tan obstinados, sus quejas

llegaron al capataz. El hombre del traje de jefe de estación fue a por Stelvin cuando

convenció a los cincuentones de que era mejor coger el último tren hasta su pueblo que

quedarse a ver cómo despedía al “pequeñajo con acento de cubano”.

Cuando lo tuvo enfrente, Stelvin intentó prestarle sus servicios. El jefe pensó que

estaba bromeando, pero el dominicano no tenía una vista de lince que digamos.

Creyendo que iba de simpático, lo tomó como un halago a su autoridad y se lo llevó a

un lado para hablar con él en lugar de echarlo a la calle directamente:

¿Qué punto no ha entendido de los que les he explicado en la sala de reuniones?

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¿En el guardamuebles aquél?

En la sala de reuniones, si no le importa.

No, a mí no me importa.

Pues entonces, no me vacile: amabilidad, paciencia, información. ¿Cuál de los

tres puntos no entiende?

Entiendo todos.

¿Y por qué ha tratado con tanto desdén a aquellos señores?

¿Y cuáles?

Pues los que se me han quejado hace cinco minutos. No se haga ahora el tonto.

A mí se me han quejado bastantes.

Miré la hoja de reclamación (se la puso en las narices), esto es intolerable.

Yo no sé qué papel es ése.

Ésa es una queja contra Stelvin De las Casas.

Soy yo.

Claro que eres tú, graciosillo. No me torees, chaval, no me torees.

Ni pensarlo. Eso sí que no.

Entonces, nos entendemos, ¿no?

Sí, nos entendemos.

Pues que sea la última vez o amonestación al canto. ¿Entendidos?

Lo que usted mande.

Así me gusta. Ya decía que te veía espabilado. Espero no equivocarme.

Espero que no, jefe.

Antonio.

Jefe Antonio, pues.

Vale, vale. Que no se repita.

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Sea. ¿Entonces no necesita información?

Qué bromista. Ay, no sé por qué me caes bien con el disgusto que me he llevado

por tu culpa.

Aquí estoy para servirle (se le cuadró como en el ejército).

Al jefe Antonio le dio la risa, pero cuando se alejó se quedó con la duda: ¿le

estaba vacilando, o es que era un cachondo?

Decidió darle otra oportunidad, pues. Sin embargo, Antonio Palomares era un

profesional de los pies a la cabeza y no se mantuvo muy lejos de Stelvin. Durante la

hora que lo estuvo observando, descubrió que la gente que se le acercaba salía

escopeteada hacia otro informador o incluso daba marcha atrás y salía de la estación.

Por eso, a los sesenta minutos justos del seguimiento, Antonio Palomares decidió

intervenir. Stelvin acababa de contestarle a un señor mayor que él no sabía nada sobre la

máquina, que eso era cosa de informáticos. Allí, junto a la expendedora de billetes le

tocó el hombro. Stelvin se dio la vuelta y no se inmutó ante la presencia del jefe. Con el

mentón hacia afuera, subió levemente la cabeza para superar la diferencia de altura,

¿Necesitas que te vuelva a explicar cómo funciona la máquina?

Ni hablar. La máquina no miente.

Me gusta esa respuesta: es convincente y ahorra conflictos.

A sus órdenes, jefe Antonio (el coordinador no pudo evitar marcharse con otra

sonrisa larga en los labios).

Luego pasó lo que suele ocurrir con todos los cacharros.

Una familia echó varias monedas de dos euros para conseguir tres billetes que,

entre los tres, no llegaban a los cuatro euros. Y no les devolvió el cambio. El padre,

celoso de su economía, fue a buscar a Stelvin.

Pero ese dinero que sobra es mío.

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¿Y cuánto ha echado?

No lo sé. He metido todo lo que tenía suelto.

Pues si usted no sabe restar, no le pida a la máquina que le lleve su contabilidad.

Oye, chico, que tú lo has visto, que no me he devuelto ni un céntimo.

La máquina no se equivoca.

Mira, porque tenemos el tren ahora… Si no te iba a dar cuatro lecciones.

¿De qué?

¡MStelvincito sudaca! Pues no se está burlando…

Vamos, Enrique, que te pierdes.

Y gracias a la mujer que el señor se quedó con las ganas de dejarle la marca de

sus nudillos a Stelvin.

Unos diez minutos después:

¿Y cómo hago para ir de Barcelona a Sant Climent de Taüll?

Pues lo mismo que para ir de Tarragona a Gerona, pero cambiando las ciudades.

Oiga, que es lo que estoy haciendo, pero no me aparece Sant Climent de Taüll.

La máquina no miente: si no está, a lo mejor no existe.

Pero, ¿cómo no va a existir?

Señora, no me diga que sabe usted más que una máquina que lleva un ordenador

dentro.

Deje de decir tonterías, ¿a usted le pagan por eso?

Trabajar gratis no le gusta a nadie.

¿Y para quejarme de usted?

Ya se acabaron las hojas ésas… las de exclamaciones…

Dirá de reclamaciones.

También ésas. Vuelva usted mañana, pero bien temprano.

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¿Y si le dijera que soy inspectora del servicio que usted debería estar dando?

No me lo creo.

Pues créaselo. Y ya le digo que puede abandonar su puesto.

Yo sólo me pongo firme ante mi jefe Antonio.

¿Antonio Palomares es tu encargado?

Sí, él me ha enseñado todo lo que sé.

Pasaron unos minutos hasta que una pareja de guardias de seguridad con un perro

enorme entre ellos los acompañó a la salida de la estación.

El jefe Antonio estaba tan disgustado que no sabía por dónde empezar para

insultar a Stelvin:

¡Buena me la has hecho! ¿Ahora cómo le digo a mi mujer que por culpa de un

novato me han suspendido un mes de empleo y sueldo? ¿Te das cuenta de que

tendremos que volver a meter a la niña en la escuela pública? ¡Qué vergüenza! ¿Qué

diremos en el consejo escolar?

Yo puedo invitar a su familia a pasar el domingo en casa. Altagracia traerá algo

de Cáritas y los niños son de poco comer. Además, nos gustará tener invitados: Helena,

la vecina, nos dejará alguna silla si no cabemos.

Antonio Palomares no tuvo otro remedio que irse dando un rodeo para no acabar

dándole un billete de cincuenta euros al tipo que le había metido en semejante lío.

Stelvin, por su parte, salió de la estación en dirección a la oficina de empleo a ver

si le conseguían un contrato de medio día para llevar alguna buena noticia a casa. Les

explicaría que, a pesar de no haber podido con el cliente número setenta y tres, se había

enfrentado a tres pumas del zoo y gracias a él se habían salvado las vidas de los

parlamentarios catalanes. Al menos, esa es la historia que sus hijos contaban en el

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colegio y aunque no sabía de dónde se la habían sacado, a fuerza de escucharla, cada

vez le sonaba más convincente.

Como era sábado, la oficina estaba cerrada. Después de un largo día de trabajo lo

último que le apetecía era vérselas con Altagracia. Tampoco tenía el ánimo para niños.

Así que se sentó a la puerta de la oficina y se quedó dormido. Al despertar, tenía catorce

euros entre las rodillas.

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