Historia de Cifar y de Camilo

5
Historia de Cifar y de Camilo Sus ojos eran dos óvalos dorados y perfectos. Largo y sedoso el pelaje. Blanquísimo. Así era Cifar. Vivía en una vieja casa rodeada por un jardín inmenso, en una calle que va a dar en la avenida Pedro de Osma. Solía sentarse todas las tardes, a una hora invariable, en la terraza de la casa en que vivía. Inmóvil, se estaba allí hasta el anochecer, cuando el mayordomo abría la mampara del salón y lo hacía retornar al interior. Era sin duda el gato más hermoso y engreído de Barranco. Lo vimos por primera vez un lunes por la tarde, cuando yo y mi hermana Cata nos aventuramos por ese lado del balneario, lejos de nuestro barrio. Por esos días íbamos a ayudar a mi tía Eduviges, que trabajaba como lavandera en la zona del malecón. Fue Cata quien vio primero, curiosa como es, su elegante figura, y exclamó: “Mira, Camilo, ese gato lindísimo!” Levanté la vista. El gato, también sorprendido, volteó la cabeza hacia nosotros, nos observó por un espacio, y luego, sin darnos mayor importancia, retornó su posición original. Nos acercamos a la reja que circundaba la mansión. Una voz de mujer llamó desde adentro: “¡Cifar! ¡Ven aquí, Cifar!” “Se llama Cifar”, dijo mi hermana, y esperamos que el personaje se dignara obedecer al llamado. “¡Ya vámonos!”, me urgió ella, acordándose de que estábamos retrasados. Y cuando nos reunimos con nuestra tía, no dejó de contarle el encuentro que habíamos tenido, a lo cual la buena señora se limitó a decir: “¡Bah, el mundo está lleno de gatos!” Desconcertados por el comentario, nos dedicamos a refregar la ropa. Cuando terminamos, al anochecer, regresamos por la misma ruta, pero ya no vimos al felino. En casa mi hermana se puso a hablar con entusiasmo del hermoso animal que habíamos visto. Mi padre enfrascado como estaba en la tarea de limpiar unos badilejos, apenas si

Transcript of Historia de Cifar y de Camilo

Page 1: Historia de Cifar y de Camilo

Historia de Cifar y de Camilo

Sus ojos eran dos óvalos dorados y perfectos. Largo y sedoso el pelaje. Blanquísimo. Así era Cifar. Vivía en una vieja casa rodeada por un jardín inmenso, en una calle que va a dar en la avenida Pedro de Osma. Solía sentarse todas las tardes, a una hora invariable, en la terraza de la casa en que vivía. Inmóvil, se estaba allí hasta el anochecer, cuando el mayordomo abría la mampara del salón y lo hacía retornar al interior. Era sin duda el gato más hermoso y engreído de Barranco.

Lo vimos por primera vez un lunes por la tarde, cuando yo y mi hermana Cata nos aventuramos por ese lado del balneario, lejos de nuestro barrio. Por esos días íbamos a ayudar a mi tía Eduviges, que trabajaba como lavandera en la zona del malecón. Fue Cata quien vio primero, curiosa como es, su elegante figura, y exclamó: “Mira, Camilo, ese gato lindísimo!” Levanté la vista. El gato, también sorprendido, volteó la cabeza hacia nosotros, nos observó por un espacio, y luego, sin darnos mayor importancia, retornó su posición original. Nos acercamos a la reja que circundaba la mansión. Una voz de mujer llamó desde adentro: “¡Cifar! ¡Ven aquí, Cifar!” “Se llama Cifar”, dijo mi hermana, y esperamos que el personaje se dignara obedecer al llamado. “¡Ya vámonos!”, me urgió ella, acordándose de que estábamos retrasados. Y cuando nos reunimos con nuestra tía, no dejó de contarle el encuentro que habíamos tenido, a lo cual la buena señora se limitó a decir: “¡Bah, el mundo está lleno de gatos!” Desconcertados por el comentario, nos dedicamos a refregar la ropa. Cuando terminamos, al anochecer, regresamos por la misma ruta, pero ya no vimos al felino.

En casa mi hermana se puso a hablar con entusiasmo del hermoso animal que habíamos visto. Mi padre enfrascado como estaba en la tarea de limpiar unos badilejos, apenas si prestó atención. Mi madre, por su parte, andaba demasiado ocupada en recoser unas prendas. Y fueron los pequeños, Tula y Zósimo, los que nos hicieron algunas preguntas. Yo me sentía sorprendido por la excitación de mi hermana, pues si bien conocía la vehemencia de Cata, me parecía el suyo un carácter también práctico, y poco inclinado, por eso, a los arrebatos. Vivaz y obstinada chiquilla que, a pesar de tener solo trece años, se imponía sobre sus hermanos, incluso el mayo, Salustio.

En cuanto a mí, soñé esa noche con el animal sentado en ese mismo lugar e indiferente a mis llamados. Lo recordé al despertar, pero no dije nada a la hora del desayuno. Cata tampoco lo hizo. Pero después, en el trayecto a la escuela, evoqué una y otra vez su figura. Me había paracido tan blanco, tan irreal, tan hermoso. Y más tarde, cuando el director suspendió por algún motivo las clases

Page 2: Historia de Cifar y de Camilo

antes de la hora habitual, resolví dirigirme a la casona. Tal vez, pues, volvería a ver al animal.

No había nadie en el jardín. Junto a la entrada el chofer limpiaba el auto de la familia, un Chrysler color plata. No me gusto la expresión díscola del hombre, y menos aún la manera con que me miró. Al poco rato, por suerte, se sentó al volante y se marchó. Me acerqué entonces a la reja y alcé la mirada. Cifar reposaba, imperturbable, sobre el antepecho. “¡Hola!”, dije. Me observó por un momento, distraído. “¡Hola!”, repetí. Me prestó entonces atención, se irguió y caminó hacia una esquina, desde donde se tornó a examinarme. Después alcanzó de un salto la baranda de la escalera, bajó con ligereza y se detuvo en el último peldaño. Volví a llamarlo en voz baja: “¡Cifar!” Él brincó hacia el muro que sostenía la reja, y bordeando los barrotes se aproximó. Sus ojos me miraron con impávida fijeza. Tendí una mano para acariciarlo. Aceptó mi gesto, pero luego se subió a un fresno y desapareció en el follaje. En ese momento el mayordomo salió a buscarlo, y como no lo vio por ninguna parte, descendió al jardín. Me pareció prudente alejarme. La pobreza de mi ropa, mis pies casi descalzos y el descolorido bolso en que guardaba mis cuadernos habrían suscitado su recelo.

Cuando llegué a casa Cata se acercó intrigada. “¿Por qué te has demorado?” “Pero si no es tarde…”, contesté. Chasqueó los labios y apuntó: “Te fuiste a ver la gato, Camilo”. Y como yo guardé silencio, insistió: “A mí no me engañas”. “No tengo por qué hacerlo”. “¿Estaba en terraza?” “Sí”. Cambió el aire suspicaz y un tanto imperioso con que había hablado, y dijo con dulzura; “Me gustaría robarme ese gato…” Decidió, en fin: “Iremos juntos a verlo este sábado”. Y más tarde, cuando me puse a trabajar en mis deberes escolares, vino a sentarse a mi lado, pensativa. Observé con una mezcla de admiración y ternura su faz trigueña, sus ojos negros, sus manos delgadas. Orgullosa, pero también mudable, y a veces tiránica. ¿Qué le hacía interesarse de ese modo en el gato?

En los días que siguieron, y en espera del fin de semana, me las arreglé para ir solo a la calle de Cifar. Sabía ya que bastaba un ligero llamado para atraer la atención de mi amigo —pues así lo consideraba—, y que descendería de su sitio allá arriba casi de inmediato. Cada tarde, sin embargo, escogía una vía diferente. Una vez bajó por la estrecha rampa junto a la escalera y remató con un salto acrobático. Otra se subió al enrejado de madera que, con la yedra entretejida, daba sombra a la terraza, y salvó el vacío para alcanzar un ficus, y terminó al pie del portal. Y otra, en fin, se escurrió por la cornisa del piso alto, se deslizó al interior y reapareció por una de las ventanas. Pero lo que más me impresionaba no eran esos efectos teatrales, sino la visión de esa blanca ligereza que se proyectaba, como en una danza, sobre el fondo obscuro del ramaje. Y el resplandor metálico de sus pupilas cuando se volteaba para mirarme.

Page 3: Historia de Cifar y de Camilo

No es de extrañar, pues, que en esas noches soñara nuevamente con el gato. Y una escena que se repetía en mis sueños era que ambos íbamos por una playa inmensa, y que de rato en rato fijaba en mí esos óvalos lucientes. Y se desvanecía, después, en un aire brillante de sol y de bruma, sin que yo pusiese seguirlo. Y tan frustrado me sentía, que una mañana me desperté cansado y ojeroso, y Cata se burló de mí: “¿Qué te pasa, Camilo? ¿Te has enamorado…?” Y yo no le decía la causa, pues se habría enterado de mis excursiones solitarias, y se habría enojado.

El sábado por la tarde mi hermana se puso su vestido más presentable y dijo: “Ya estoy lista, así que vamos a ver a ese morrongo. ¡De verdad que quiero robarlo!” “¿Y para qué?” “Pues para tenerlo y acariciarlo y colocarle un listón bien mono”. “¿A un gato así?” “¿Y por qué no?” No insistí, y le dije a mi madre que íbamos de paseo. No se sorprendió, pues con frecuencia salíamos a caminar juntos, de la misma manera en que aún jugábamos a las escondidas, a la pega y a celadores y ladrones. Nuestra casa estaba en Surco, y para llegar a nuestro destino debíamos cruzar el centro de Barranco, pero Cata no se entretuvo en mirar las tiendas ni a los paseantes del parque, de modo que en poco tiempo estuvimos frente a la residencia. Mas no vimos por ningún lado a Cifar. Las puertas que daban a la terraza estaban cerradas. No sabíamos qué hacer cuando oímos un ligero ruido, allí frente a nosotros, al otro lado de la reja. Era Cifar, que surgía de unas matas.

Por un buen rato lo estuvimos mirando, y si hubiera estado más cerca lo hubiéramos acariciado. “Oye, este debe tener mucama”, se asombró mi hermana, “porque si no, ¿cómo está siempre tan limpio?” Y añadió: “Pero aun así limpísimo, es un amor. ¡Oh, yo me lo llevo!” “Pero tú sabes”, le dije, “que no tenemos con qué darle de comer, porque de seguro estará acostumbrado a la carne y al pescado fino”. “Bah”, se impacientó ella, “tú te asustas de todo, Camilo. Con razón dice Salustio que solo sirves para poeta…” Trate de ser persuasivo: “Si mamá nos ve llegar con él, se desmaya”. “No se desmayará”. “Y Salustio…” Pero Catalina no prestó mayor atención a mis palabras, y menos aún cuando el animal se aproximó y ella pudo deslizar sus manos por su pelaje. Antes bien, comenzó a decirle: “Te pondré una cinta azul y te sacaré conmihgo