Historias y cuentos de Galicia - ataun.eus¡sicos en... · del hombre y el casco de los asnos que...

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Historias y cuentos de Galicia Emilia Pardo Bazán Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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Historias y cuentosde Galicia

Emilia Pardo Bazán

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Un destripador de antaño

La leyenda del "destripador", asesino mediosabio y medio brujo, es muy antigua en mi tie-rra. La oí en tiernos años, susurrada o salmo-diada en terroríficas estrofas, quizá al borde demi cuna, por la vieja criada, quizá en la cocinaaldeana, en la tertulia de los gañanes, que lacomentaban con estremecimientos de temor orisotadas oscuras. Volvió a aparecérseme, comofantasmagórica creación de Hoffmann, en lassombrías y retorcidas callejuelas de un puebloque hasta hace poco permaneció teñido de co-lores medievales, lo mismo que si todavíahubiese peregrinos en el mundo y resonase aúnbajo las bóvedas de la catedral el himno de Ul-treja. Más tarde, el clamoreo de los periódicos,el pánico vil de la ignorante multitud, hacensurgir de nuevo en mi fantasía el cuento, trági-co y ridículo como Quasimodo, jorobado contodas las jorobas que afean al ciego Terror y a laSuperstición infame. Voy a contarlo. Entrad

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conmigo valerosamente en la zona de sombradel alma.

- I -

Un paisajista sería capaz de quedarse embele-sado si viese aquel molino de la aldea de Torne-los. Caído en la vertiente de una montañuela,dábale alimento una represa que formaba lindoestanque natural, festoneado de canas y poas,puesto, como espejillo de mano sobre faldaverde, encima del terciopelo de un prado don-de crecían áureos ranúnculos y en otoño abríansus corolas moradas y elegantes lirios. Al otrolado de la represa habían trillado sendero el piedel hombre y el casco de los asnos que iban yvolvían cargados de sacas, a la venida con ma-íz, trigo y centeno en grano, al regreso, conharina oscura, blanca o amarillenta. ¡Y qué bien"componía", coronando el rústico molino y lapobre casuca de los molineros, el gran castañode horizontales ramas y frondosa copa, cubier-

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to en verano de pálida y desmelenada flor; enoctubre de picantes y reventones erizos! ¡Cuángallardo y majestuoso se perfilaba sobre la azu-lada cresta del monte, medio velado entre lacortina gris delhumo que salía, no por la chimenea -pues no latenía la casa del molinero, ni aun hoy la tienenmuchas casas de aldeanos de Galicia-, sino portodas partes; puertas, ventanas, resquicios deltejado y grietas de las desmanteladas paredes! El complemento del asunto -gentil, lleno depoesía, digno de que lo fijase un artista genialen algún cuadro idílico- era una niña como detrece a catorce años, que sacaba a pastar unavaca por aquellos ribazos siempre tan floridos yfrescos, hasta en el rigor del estío, cuando elganado languidece por falta de hierba. Miniaencarnaba el tipo de la pastora: armonizaba conel fondo. En la aldea la llamaba roxa, pero ensentido de rubia, pues tenía el pelo del color delcerro que a veces hilaba, de un rubio pálido,lacio, que, a manera de vago reflejo lumínico,

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rodeaba la carita, algo tostada por el sol, oval ydescolorida, donde sólo brillaban los ojos conun toque celeste, como el azul que a veces seentrevé al través de las brumas del montañéscelaje. Minia cubría sus carnes con un refajocolorado, desteñido ya por el uso; recia camisade estopa velaba su seno, mal desarrollado aún;iba descalza, y el pelito lo llevaba envedijado yrevuelto y a veces mezclado -sin asomo deofeliana coquetería- con briznas de paja o tallosde los que segaba para la vaca en los linderosde las heredades. Y así y todo, estaba bonita,bonita como un ángel, o, por mejor decir, comola patrona del santuario próximo, con la cualofrecía -al decir de las gentes- singular pareci-do. La célebre patrona, objeto de fervorosa devo-ción para los aldeanos de aquellos contornos,era un "cuerpo santo", traído de Roma por cier-to industrioso gallego, especie de Gil Blas, que,habiendo llegado, por azares de la fortuna aservidor de un cardenal romano, no pidió otra

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recompensa, al terminar, por muerte de suamo, diez años de buenos y leales servicios, quela urna y efigie que adornaban el oratorio delcardenal. Diéronselas y las trajo a su aldea, nosin aparato. Con sus ahorrillos y alguna ayudadel arzobispo, elevó modesta capilla, que a lospocos años de su muerte las limosnas de losfieles, la súbita devoción despertada en muchasleguas a la redonda, transformaron en rico san-tuario, con su gran iglesia barroca y su buenavivienda para el santero, cargo que desde luegoasumió el párroco, viniendo así a convertirseaquella olvidada parroquia de montaña en pin-gue canonjía. No era fácil averiguar con riguro-sa exactitud histórica, ni apoyándose en docu-mentosfehacientes e incontrovertibles, a quién habríapertenecido el huesecillo del cráneo humanoincrustado en la cabeza de cera de la Santa. Soloun papel amarillento, escrito con letra menuday firme y pegado en el fondo de la urna, afir-maba ser aquellas las reliquias de la bienaven-

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turada Herminia, noble virgen que padeciómartirio bajo Diocleciano. Inútil parece buscaren las actas de los mártires el nombre y génerode muerte de la bienaventurada Herminia. Losaldeanos tampoco lo preguntaban, ni ganas demeterse en tales honduras. Para ellos, la Santano era figura de cera, sino el mismo cuerpoincorrupto; del nombre germánico de la mártirhicieron el gracioso y familiar de Minia, y a finde apropiárselo mejor, le añadieron el de laparroquia, llamándola Santa Minia de Tornelos.Poco les importaba a los devotos montañeses elcómo ni el cuándo de su Santa; veneraban enella la Inocencia y el Martirio, el heroísmo de ladebilidad; cosa sublime. A la rapaza del molino le habían puesto Miniaen la pila bautismal, y todos los años, el día dela fiesta de su patrona, arrodillábase la chiquilladelante de la urna tan embelesada con la con-templación de la Santa, que ni acertaba a moverlos labios rezando. La fascinaba la efigie, quepara ella también era un cuerpo real, un verda-

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dero cadáver. Ello es que la Santa estaba pre-ciosa; preciosa y terrible a la vez. Representabala cérea figura a una jovencita como de quinceaños, de perfectas facciones pálidas. Al travésde sus párpados cerrados por la muerte, peroligeramente revulsos por la contracción de laagonía, veíanse brillar los ojos de cristal conmisterioso brillo. La boca, también entreabierta,tenía los labios lívidos, y transparecía el esmal-te de la dentadura. La cabeza, inclinada sobre elalmohadón de seda carmesí que cubría un en-caje de oro ya deslucido, ostentaba encima delpelo rubio una corona de rosas de plata; y lapostura permitía ver perfectamente laherida de la garganta, estudiada con clínicaexactitud; las cortadas arterias, la laringe, lasangre, de la cual algunas gotas negreaban so-bre el cuello. Vestía la Santa dalmática de bro-cado verde sobre túnica de tafetán color de ca-ramelo, atavío más teatral que romano en elcual entraban como elemento ornamental bas-tantes lentejuelas e hilillos de oro. Sus manos,

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finísimamente modeladas y exangües, se cru-zaban sobre la palma de su triunfo. Al través delos vidrios de la urna, al reflejo de los cirios, lapolvorienta imagen y sus ropas, ajadas por eltranscurso del tiempo, adquirían vida sobrena-tural. Diríase que la herida iba a derramar san-gre fresca. La chiquilla volvía de la iglesia ensimismada yabsorta. Era siempre de pocas palabras; pero unmes después de la fiesta patronal, difícilmentesalía de su mutismo, ni se veía en sus labios lasonrisa, a no ser que los vecinos le dijesen que"se parecía mucho con la Santa". Los aldeanos no son blandos de corazón; alrevés, suelen tenerlo tan duro y callado comolas palmas de las manos; pero cuando no estaen juego su interés propio, poseen cierto instin-to de justicia que los induce a tomar el partidodel débil oprimido por el fuerte. Por eso mira-ban a Minia con profunda lástima. Huérfana depadre y madre, la chiquilla vivía con sus tíos. Elpadre de Minia era molinero, y se había muerto

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de intermitentes palúdicas, mal frecuente en losde su oficio; la madre le siguió al sepulcro, noarrebatada de pena, que en una aldeana seríaextraño género de muerte, sino a poder de undolor de costado que tomó saliendo sudorosade cocer la hornada de maíz. Minia quedó soli-ta a la edad de año y medio, recién destetada.Su tío, Juan Ramón -que se ganaba la vida tra-bajosamente en el oficio de albañil, pues no eraamigo de labranza-, entró en el molino como encasa propia, y, encontrando la industria yafundada, la clientela establecida, el negocioentretenido ycómodo, ascendió a molinero, que en la aldeaes ascender a personaje. No tardó en ser suconsorte la moza con quien tenía trato, y dequien poseía ya dos frutos de maldición: varóny hembra. Minia y estos retoños crecieron mez-clados, sin más diferencia aparente sino que loschiquitines decían al molinero y a la molinerapapai y mamai, mientras Minia, aunque nadie

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se lo hubiese enseñado, no los llamó nunca deotro modo que "señor tío" y "señora tía". Si se estudiase a fondo la situación de la fami-lia, se verían diferencias más graves. Minia vi-vía relegada a la condición de criada o moza defaena. No es decir que sus primos no trabaja-sen, porque el trabajo a nadie perdona en casadel labriego; pero las labores más viles, las ta-reas más duras, guardábanse para Minia. Suprima Melia, destinada por su madre a costure-ra, que es entre las campesinas profesión aristo-crática, daba a la aguja en una sillita, y se diver-tía oyendo los requiebros bárbaros y las picar-dihuelas de los mozos y mozas que acudían almolino y se pasaban allí la noche en vela ybroma, con notoria ventaja del diablo y no sinfrecuente e ilegal acrecentamiento de nuestraespecie. Minia era quien ayudaba a cargar elcarro de tojo; la que, con sus manos diminutas,amasaba el pan; la que echaba de comer al be-cerro, al cerdo y a las gallinas; la que llevaba apastar la vaca, y, encorvada y fatigosa, traía del

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monte el haz de leña, o del soto el saco de cas-tañas,o el cesto de hierba del prado. Andrés, el mo-zuelo, no la ayudaba poco ni mucho; pasábasela vida en el molino, ayudando a la molienda yal maquileo, y de riola, fiesta, canto y repique-teo de panderetas con los demás rapaces y ra-pazas. De esta temprana escuela de corrupciónsacaba el muchacho pullas, dichos y barrabasa-das que a veces molestaban a Minia, sin queella supiese por qué ni tratase de comprender-lo. El molino, durante varios años, produjo losuficiente para proporcionar a la familia ciertodesahogo. Juan Ramón tomaba el negocio coninterés, estaba siempre a punto aguardando porla parroquia, era activo, vigilante y exacto. Pocoa poco, con el desgaste de la vida que correinsensible y grata, resurgieron sus aficiones a laholgazanería y al bienestar, y empezaron losdescuidos, parientes tan próximos de la ruina.¡El bienestar! Para un labriego estriba en poca

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cosa: algo más del torrezno y unto en el pote,carne de vez en cuando, pantrigo a discreción,leche cuajada o fresca, esto distingue al labra-dor acomodado del desvalido. Después viene ellujo de la indumentaria: el buen traje de rizo,las polainas de prolijo pespunte, la camisa la-brada, la faja que esmaltan flores de seda, elpañuelo majo y la botonadura de plata en elrojo chaleco. Juan Ramón tenía de estas exigen-cias, y acaso no fuesen ni la comida ni el traje loque introducía desequilibrio en su presupuesto,sino la pícara costumbre, que iba arraigándose,de "echar una pinga" en la taberna del Canelo,primero, todos los domingos; luego, las fiestasde guardar; por último muchos días en que laSanta Madre Iglesia no impone precepto demisa a los fieles. Después de las libaciones, elmolinero regresaba a su molino, ya alegre comounas pascuas, ya tétrico, renegando de su suer-te y con ganas de arrimar a alguien un sopapo.Melia, al verle volver así, se escondía. Andrés,la primera vez que su padre le descargó un

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palo con la tranca de la puerta, se revolvió co-mo una fiera, le sujetó y no le dejó ganas denuevas agresiones; Pepona, la molinera, másfuerte, huesuda y recia que su marido, tambiénera capaz de pagar en buena moneda el cache-te; sólo quedaba Minia, víctima sufrida y cons-tante. La niña recibía los golpes con estoicismo,palideciendo a veces cuando sentía vivo dolor -cuando, por ejemplo, la hería en la espinilla oen la cadera la punta de un zueco de palo-, perono llorandojamás. La parroquia no ignoraba estos trata-mientos, y algunas mujeres compadecían bas-tante a Minia. En las tertulias del atrio, despuésde misa; en las deshojas del maíz, en la romeríadel santuario, en las ferias, comenzaba a susu-rrarse que el molinero se empeñaba, que el mo-lino se hundía, que en las maquilas robaban sintemor de Dios, y que no tardaría la rueda enpararse y los alguaciles en entrar allí para em-bargarles hasta la camisa que llevaban sobre loslomos.

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Una persona luchaba contra la desorganiza-ción creciente de aquella humilde industria yaquel pobre hogar. Era Pepona, la molinera,mujer avara, codiciosa, ahorrona hasta de unochavo, tenaz, vehemente y áspera. Levantadaantes que rayase el día, incansable en el trabajo,siempre se la veía, ya inclinada labrando la tie-rra, ya en el molino regateando la maquila, yatrotando, descalza, por el camino de Santiagoadelante con una cesta de huevos, aves y ver-duras en la cabeza, para ir a venderla al merca-do. Mas ¿qué valen el cuidado y el celo, la eco-nomía sórdida de una mujer, contra el vicio y lapereza de dos hombres? En una mañana sebebía Juan Ramón, en una noche de tuna des-pilfarraba Andrés el fruto de la semana de Pe-pona. Mal andaban los negocios de la casa, y peorhumorada la molinera, cuando vino a compli-car la situación un año fatal, año de miseria ysequía, en que, perdiéndose la cosecha del maízy trigo, la gente vivió de averiadas habichuelas,

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de secos habones, de pobres y héticas hortali-zas, de algún centeno de la cosecha anterior,roído ya por el cornezuelo y el gorgojo. Lo másencogido y apretado que se puede imaginar enel mundo, no acierta a dar idea del grado dereducción que consigue el estómago de un la-brador gallego y la vacuidad a que se sujetansus elásticas tripas en años así. Berzas espesa-das con harina y suavizadas con una corteza detocino rancio; y esto un día y otro día, sin sus-tancia de carne, sin gota de vino para reforzarun poco los espíritus vitales y devolver vigor alcuerpo. La patata, el pan del pobre, entoncesapenas se conocía, porque no sé si dije que loque voy contando ocurrió en los primeros lus-tros del siglo décimonono. Considérese cuál andaría con semejante añadael molino de Juan Ramón. Perdida la cosecha,descansaba forzosamente la muela. El rodezno,parado y silencioso, infundía tristeza; semejabael brazo de un paralítico. Los ratones, furiososde no encontrar grano que roer, famélicos tam-

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bién ellos, correteaban alrededor de la piedra,exhalando agrios chillidos. Andrés, aburridopor la falta de la acostumbrada tertulia, se me-tía cada vez más en danzas y aventuras amoro-sas, volviendo a casa como su padre, rendido yenojado, con las manos que le hormigueabanpor zurrar. Zurraba a Minia con mezcla de ga-lantería rústica y de brutalidad, y enseñaba losdientes a su madre porque la pitanza era escasay desabrida. Vago ya de profesión, andaba deferia en feria buscando lances, pendencias ycopas. Por fortuna, en primavera cayó soldadoy se fue con el chopo camino de la ciudad.Hablando como la dura verdad nos impone,confesaremos que la mayor satisfacción quepudo dar a su madre fuequitársele de la vista: ningún pedazo de pantraía a casa, y en ella solo sabía derrochar ygruñir, confirmando la sentencia: "Donde nohay harina, todo es mohína". La víctima propiciatoria, la que expiaba todoslos sinsabores y desengaños de Pepona, era...,

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¿quién había de ser? Siempre había tratado Pe-pona a Minia con hostil indiferencia; ahora, conodio sañudo de impía madrastra. Para Minialos harapos; para Melia los refajos de grana;para Minia la cama en el duro suelo; para Meliaun leito igual al de sus padres; a Minia se learrojaba la corteza de pan de borona enmohe-cido, mientras el resto de la familia despachabael caldo calentito y el compango de cerdo. Mi-nia no se quejaba jamás. Estaba un poco másdescolorida y perpetuamente absorta, y su ca-beza se inclinaba a veces lánguidamente sobreel hombro, aumentándose entonces su parecidocon la Santa. Callada, exteriormente insensible,la muchacha sufría en secreto angustia mortal,inexplicables mareos, ansias de llorar, doloresen lo más profundo y delicado de su organis-mo, misteriosa pena, y, sobre todo, unas ganasconstantes de morirse para descansar yéndoseal cielo... Y elpaisajista o el poeta que cruzase ante el molinoy viese el frondoso castaño, la represa con su

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agua durmiente y su orla de cañas, la pastorci-lla rubia, que, pensativa, dejaba a la vaca sa-ciarse libremente por el lindero orlado de flo-res, soñaría con idilios y haría una descripciónapacible y encantadora de la infeliz niña gol-peada y hambrienta, medio idiota ya a fuerzade desamores y crueldades.

- II -

Un día descendió mayor consternación quenunca sobre la choza de los molineros. Era lle-gado el plazo fatal para el colono: vencía eltérmino del arriendo, y, o pagaba al dueño dellugar, o se verían arrojados de él y sin techoque los cobijase, ni tierra donde cultivar lasberzas para el caldo. Y lo mismo el holgazánJuan Ramón que Pepona la diligente, profesa-ban a aquel quiñón de tierra el cariño insensatoque apenas profesarían a un hijo pedazo de susentrañas. Salir de allí se les figuraba peor que irpara la sepultura: que esto, al fin, tiene que su-

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ceder a los mortales, mientras lo otro no ocurresino por impensados rigores de la suerte negra.¿Dónde encontrarían dinero? Probablementeno había en toda la comarca las dos onzas queimportaba la renta del lugar. Aquel año de mi-seria -calculó Pepona-, dos onzas no podíanhallarse sino en la boeta o cepillo de Santa Mi-nia. El cura si que tendría dos onzas, y bastan-tes más, cosidas en el jergón o enterradas en elhuerto...Esta probabilidad fue asunto de la conversaciónde los esposos, tendidos boca a boca en el lechoconyugal, especie de cajón con una abertura alexterior, y dentro un relleno de hojas de maíz yuna raída manta. En honor de la verdad, hayque decir que a Juan Ramón, alegrillo con loscuatro tragos que había echado al anochecerpara confortar el estómago casi vacío, no se leocurría siquiera aquello de las onzas del curahasta que se lo sugirió, cual verdadera Eva, sucónyuge; y es justo observar también que con-testó a la tentación con palabras muy discretas,

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como si no hablase por su boca el espíritu pa-rral. -Oyes, tú, Juan Ramón... El clérigo sí que ten-drá a rabiar lo que aquí nos falta... Ricas onci-ñas tendrá el clérigo. ¿Tú roncas, o me oyes, o qué haces? -Bueno, ¡rayo!, y si las tiene, ¿qué rayos nosinteresa? Dar, no nos las ha de dar. -Darlas, ya se sabe; pero... emprestadas... -¡Emprestadas! Sí, ve a que te empresten... -Yo digo emprestadas así, medio a la fuerza...¡Malditos!... No sois hombres, no tenéis dehombres sino la parola... Si estuviese aquí An-dresiño..., un día..., al oscurecer... -Como vuelvas a mentar eso, los diaños llevensi no te saco las muelas del bofetón... -Cochinos de cobardes; aún las mujeres tene-mos más riñones... -Loba, calla; tú quieres perderme. El clérigotiene escopeta... y a más quieres que Santa Mi-nia mande una centella que mismamente nosdestrice...

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-Santa Minia es el miedo que te come... -¡Toma, malvada!... -¡Pellejo, borranchón!... Estaba echada Minia sobre un haz de paja, apoca distancia de sus tíos, en esa promiscuidadde las cabañas gallegas, donde irracionales yracionales, padres e hijos, yacen confundidos ymezclados. Aterida de frío bajo su ropa, quehabía amontonado para cubrirse -pues mantaDios la diese-, entreoyó algunas frases sospe-chosas y confusas, las excitaciones sordas de lamujer, los gruñidos y chanzas vinosas delhombre. Tratábase de la Santa... Pero la niña nocomprendió. Sin embargo, aquello le sonabamal; le sonaba a ofensa, a lo que ella, si tuviesenociones de lo que tal palabra significa, hubiesellamado desacato. Movió los labios para rezarla única oración que sabía, y así rezando, sequedó traspuesta. Apenas le salteó el sueño, lepareció que una luz dorada y azulada llenaba elrecinto de la choza. En medio de aquella luz, oformando aquella luz, semejante a la que des-

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pedía la "madama de fuego" que presentaba elcohetero en la fiesta patronal, estaba la Santa,noreclinada, sino de pie, y blandiendo su palmacomo si blandiese un arma terrible. Minia creíaoír distintamente estas palabras. "¿Ves? Losmato". Y mirando hacia el lecho de sus tíos, losvio cadáveres, negros, carbonizados, con laboca torcida y la lengua de fuera. En este mo-mento se dejó oír el sonoro cántico del gallo; labecerrilla mugió en el establo, reclamando elpezón de su madre... Amanecía. Si pudiese la niña hacer su gusto, se quedaríaacurrucada entre la paja la mañana que siguió asu visión. Sentía gran dolor en los huesos, que-brantamiento general, sed ardiente. Pero lahicieron levantar, tirándola del pelo y llamán-dola holgazana, y, según costumbre, hubo desacar el ganado. Con su habitual pasividad noreplicó; agarró la cuerda y echó hacia el pradi-llo. La Pepona, por su parte, habiéndose lavadoprimero los pies y luego la cara en el charco

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más próximo a la represa del molino, y puésto-se el dengue y el mantelo de los días grandes ytambién -lujo inaudito- los zapatos, colocó enuna cesta hasta dos docenas de manzanas, unapella de manteca envuelta en una hoja de col,algunos huevos y la mejor gallina ponedora, y,cargando la cesta en la cabeza, salió del lugar ytomó el camino de Compostela con aire resuel-to. Iba a implorar, a pedir un plazo, una pró-rroga, un perdón de renta, algo que les permi-tiese salir de aquel año terrible sin abandonar ellugarquerido, fertilizado con su sudor... Porque lasdos onzas del arriendo..., ¡quia! en la boeta deSanta Minia o en el jergón del clérigo seguiríanguardadas, por ser un calzonazos Juan Ramóny faltar de la casa Andresiño..., y no usar ella,en lugar de refajos, las mal llevadas bragas delesposo. No abrigaba Pepona grandes esperanzas deobtener la menor concesión, el más pequeñorespiro. Así se lo decía a su vecina y comadre

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Jacoba de Alberte, con la cual se reunió en elcrucero, enterándose de que iba a hacer la mis-ma jornada, pues Jacoba tenía que traer de laciudad medicina para su hombre, afligido conun asma de todos los demonios, que no le deja-ba estar acostado, ni por las mañanas casi respi-rar. Resolvieron las dos comadres ir juntas paratener menos miedo a los lobos o a los apareci-dos, si al volver se les echaba la noche encima;y pie ante pie, haciendo votos porque no llovie-se, pues Pepona llevaba a cuestas el fondito delarca, emprendieron su caminata charlando. -Mi matanza -dijo la Pepona- es que no podréhablar cara a cara con el señor marqués, y alapoderado tendré que arrodillarme. Los seño-res de mayor señorío son siempre los más com-padecidos del pobre. Los peores, los señoritoshechos a puñetazos, como don Mauricio, elapoderado; esos tienen el corazón duro comolas piedras y le tratan a uno peor que a la sueladel zapato. Le digo que voy allá como el bueyal matadero.

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La Jacoba, que era una mujercilla pequeña, deojos ribeteados, de apergaminadas facciones,con dos toques, cual de ladrillos en los pómu-los, contestó en voz plañidera: -¡Ay comadre! Iba yo cien veces a donde va, yno quería ir una a donde voy. ¡Santa Minia nosvalga! Bien sabe el Señor Nuestro Dios que melleva la salud del hombre, porque la salud valemás que las riquezas. No siendo por amor de lasalud, ¿quién tiene valor de pisar la botica dedon Custodio? Al oír este nombre, viva expresión de curiosi-dad azorada se pintó en el rostro de la Peponay arrugóse su frente, corta y chata, donde elpelo nacía casi a un dedo de las tupidas cejas. -¡Ay! Sí, mujer... Yo nunca allá fui. Hasta pordelante de la botica no me da gusto pasar. An-dan no sé qué dichos, de que el boticario hace"meigallos". -Eso de no pasar, bien se dice; pero cuandouno tiene la salud en sus manos... La salud valemás que todos los bienes de este mundo; y el

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pobre que no tiene otro caudal sino la salud,¿qué no hará por conseguirla? Al demonio erayo capaz de ir a pedirle en el infierno la buenauntura para mi hombre. Un peso y doce realesllevamos gastados este año en botica, y nada;como si fuese agua de la fuente; que hasta es unpecado derrochar los cuartos así, cuando nohay una triste corteza para llevar a la boca. Demanera es que ayer por la noche, mi hombre,que tosía que casi arreventaba, me dijo, dice:"¡Ei!, Jacoba: o tú vas a pedirle a don Custodiola untura, o yo espicho. No hagas caso del mé-dico; no hagas caso, si a manos viene, ni deCristo Nuestro Señor; a don Custodio has de ir;que si él quiere, del apuro me saca con sólo doscucharaditas de los remedios que sabe hacer. Yno repares en dinero, mujer, no siendo quequiéraste quedar viuda." Así es que... -Jacobametiómisteriosamente la mano en el seno y extrajo,envuelto en un papelito, un objeto muy chico-aquí llevo el corazón del arca... ¡un dobloncillo

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de a cuatro! Se me van los "espíritus" detrás deél; me cumplía para mercar ropa, que casi des-nuda en carnes ando; pero primero es la vidadel hombre, mi comadre..., y aquí lo llevo parael ladro de don Custodio. Asús me perdone. La Pepona reflexionaba, deslumbrada por lavista del doblón y sintiendo en el alma unaoleada tal de codicia que la sofocaba casi. -Pero diga, mi comadre -murmuró con ahínco,apretando sus grandes dientes de caballo yechando chispas por los ojuelos-. Diga: ¿cómohará don Custodio para ganar tantos cuartos?¿Sabe qué se cuenta por ahí? Que mercó esteaño muchos lugares del marqués. Lugares delos más riquísimos. Dicen que ya tiene merca-dos dos mil ferrados de trigo de renta. -¡Ay, mi comadre! ¿Y cómo quiere que no ga-ne cuartos ese hombre que cura todos los malesque el Señor inventó? Miedo da el entrar allí;pero cuando uno sale con la salud en la mano...Ascuche: ¿quién piensa que le quitó la reúma alcura de Morlán? Cinco años llevaba en la cama,

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baldado, imposibilitado..., y de repente un díase levanta, bueno, andando como usté y comoyo. Pues, ¿qué fue? La untura que le dieron enlos cuadriles, y que le costó media onza en casade don Custodio. ¿Y el tío Gorio, el posadero deSilleda? Ese fue mismo cosa de milagro. Ya letenían puesto los santolios, y traerle un aguablanca de don Custodio... y como si resucitara. -¡Qué cosas hace Dios! -¿Dios? -contestó la Jacoba-. A saber si las haceDios o el diaño... Comadre, le pido de favor queme ha de acompañar cuando entre en la boti-ca... -Acompañaré. Cotorreando así, se les hizo llevadero el cami-no a las dos comadres. Llegaron a Compostelaa tiempo que las campanas de la catedral y denumerosas iglesias tocaban a misa, y entraron aoírla en las Ánimas, templo muy favorito de losaldeanos, y, por tanto, muy gargajoso, sucio ymaloliente. De allí, atravesando la plaza llama-da del pan, inundada de vendedoras de molle-

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tes y cacharros, atestada de labriegos y de caba-llerías, se metieron bajo los soportales, susten-tados por columnas de bizantinos capiteles, yllegaron a la temerosa madriguera de don Cus-todio. Bajábase a ella por dos escalones, y entre estoy que los soportales roban luz, encontrábasesiempre la botica sumergida en vaga penum-bra, resultado a que cooperaban también losvidrios azules, colorados y verdes, innovaciónentonces flamante y rara. La anaquelería osten-taba aún esos pintorescos botes que hoy se es-timan como objeto de arte, y sobre los cuales seleían, en letras góticas, rótulos que parecenfórmulas de alquimia: "Rad. Polip. Q.", "Ra, Su.Eboris", "Stirac. Cala", y otros letreros de nomenos siniestro cariz. En un sillón de vaqueta,reluciente ya por el uso, ante una mesa, dondeun atril abierto sostenía voluminoso libro,hallábase el boticario, que leía cuando entraronlas dos aldeanas, y que al verlas entrar se levan-tó. Parecía hombre de unos cuarenta y tantos

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años; era de rostro chupado, de hundidos ojos ysumidos carrillos, de barba picuda y gris, decalva primeriza y ya lustrosa, y con aureola delargas melenas, que empezaban a encanecer:una cabezamacerada y simpática de santo penitente o dedoctor alemán emparedado en su laboratorio.Al plantarse delante de las dos mujeres, caíasobre su cara el reflejo de uno de los vidriosazules, y realmente se la podía tomar por efigiede escultura. No habló palabra, contentándosecon mirar fijamente a las comadres. Jacobatemblaba cual si tuviese azogue en las venas yla Pepona, más atrevida, fue la que echó todo elrelato del asma, y de la untura, y del compadreenfermo, y del doblón. Don Custodio asintió,inclinando gravemente la cabeza: desapareciótres minutos tras la cortina de sarga roja queocultaba la entrada de la rebotica; volvió con unfrasquito cuidadosamente lacrado; tomó el do-blón, sepultólo en el cajón de la mesa, y vol-

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viendo a la Jacoba un peso duro, contentósecon decir: -Úntele con esto el pecho por la mañana y porla noche -y sin más se volvió a su libro. Miráronse las comadres, y salieron de la boticacomo alma que lleva el diablo; Jacoba, fuera yase persignó. Serían las tres de la tarde cuando volvieron areunirse en la taberna, a la entrada de la carre-tera donde comieron un "taco" de pan y unacorteza de queso duro, y echaron al cuerpo elconsuelo de dos deditos de aguardiente. Luegoemprendieron el retorno. La Jacoba iba alegrecomo unas pascuas; poseía el remedio para suhombre; había vendido bien medio ferrado dehabas, y de su caro doblón un peso quedabaaún por misericordia de don Custodio. Pepona,en cambio, tenía la voz ronca y encendidos losojos; sus cejas se juntaban más que nunca; sucuerpo, grande y tosco, se doblaba al andar,cual si le hubiesen administrado alguna sobe-rana paliza. No bien salieron a la carretera, des-

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ahogó sus cuitas en amargos lamentos; el la-drón de don Mauricio, como si fuese sordo denacimiento o verdugo de los infelices: -"La renta, o salen del lugar." ¡Comadre! Allílloré, grité, me puse de rodillas, me arranquélos pelos, le pedí por el alma de su madre y dequien tiene en el otro mundo. Él, tieso: "La ren-ta, o salen del lugar. El atraso de ustedes ya noviene de este año, ni es culpa de la mala cose-cha... Su marido bebe, y su hijo es otro que bienbaila... El señor marqués le diría lo mismo...Quemado está con ustedes... Al marqués no legustan borrachos en sus lugares." Yo repliqué-le: "Señor, venderemos los bueyes y la vaqui-ña..., y luego, ¿con qué labramos? Nos vende-remos por esclavos nosotros..." "La renta, lesdigo... y lárguese ya." Mismo así, empurrando,empurrando..., echóme por la puerta. ¡Ay! Hacebien en cuidar a su hombre, señora Jacoba...¡Un hombre que no bebe! A mí me ha de llevara la sepultura aquel pellejo... Si le da por en-

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fermarse, con medicina que yo le compre nosanará. En tales pláticas iban entreteniendo las doscomadres el camino. Como en invierno anoche-ce pronto, hicieron por atajar, internándosehacia el monte, entre espesos pinares. Oíase eltoque del Ángelus en algún campanario distan-te, y la niebla, subiendo del río, empezaba avelar y confundir los objetos. Los pinos y loszarzales se esfumaban entre aquella vaguedadgris, con espectral apariencia. A las labradorasles costaba trabajo encontrar el sendero. -Comadre -advirtió, de pronto y con inquie-tud, Jacoba-, por Dios le encargo que no cuenteen la aldea lo del unto... -No tenga miedo, comadre... Un pozo es miboca. -Porque si lo sabe el señor cura, es capaz deecharnos en misa una pauliña... -¿Y a él qué le interesa? -Pues como dicen que esta untura "es de loque es"...

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-¿De qué? -¡Ave María de gracia, comadre! -susurró Ja-coba, deteniéndose y bajando la voz, como silos pinos pudiesen oírla y delatarla-. ¿De verasno lo sabe? Me pasmo. Pues hoy, en el merca-do, no tenían las mujeres otra cosa que decir, ylas mozas primero se dejaban hacer trizas quellegarse al soportal. Yo, si entré allí, es porquede moza ya he pasado; pero vieja y todo, si usténo me acompaña, no pongo el pie en la botica.¡La gloriosa Santa Minia nos valga! -A fe, comadre, que no sé ni esto... Cuente,comadre, cuente... Callaré lo mismo que si mu-riera. -¡Pues si no hay más de qué hablar, señora!¡Asús querido! Estos remedios tan milagrosos,que resucitan a los difuntos, hácelos don Cus-todio con "unto de moza". -¿Unto de moza...? -De moza soltera, rojiña, que ya esté en sazónde poder casar. Con un cuchillo le saca las man-tecas, y va y las derrite, y prepara los medica-

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mentos. Dos criadas mozas tuvo, y ninguna sesabe qué fue de ella, sino que, como si la tierrase las tragase, que desaparecieron y nadie lasvolvió a ver. Dice que ninguna persona huma-na ha entrado en la trasbotica; que allí tiene una"trapela", y que muchacha que entre y pone elpie en la "trapela"..., ¡plas!, cae en un pozo muyhondo, muy hondísimo, que no se puede medirla profundidad que tiene..., y allí el boticario learranca el unto. Sería cosa de haberle preguntado a la Jacoba acuántas brazas bajo tierra estaba situado el la-boratorio del destripador de antaño; pero lasfacultades analíticas de la Pepona eran menosprofundas que el pozo, y limitóse a preguntarcon ansia mal definida: -¿Y para "eso" sólo sirve el unto de las mozas? -Sólo. Las viejas no valemos ni para que nossaquen el unto siquiera. Pepona guardó silencio. La niebla era húme-da: en aquel lugar montañoso convertíase en"brétema", e imperceptible y menudísima llo-

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vizna calaba a las dos comadres, transidas defrío y ya asustadas por la oscuridad. Como seinternasen en la escueta gándara que precede allindo vallecito de Tornelos, y desde la cual yase divisa la torre del santuario, Jacoba murmu-ró con apagada voz: -Mi comadre..., ¿no es un lobo eso que por ahíva? -¿Un lobo? -dijo, estremeciéndose, Pepona. -Por allí..., detrás de aquellas piedras... dicenque estos días ya llevan comida mucha gente.De un rapaz de Morlán sólo dejaron la cabeza ylos zapatos. ¡Asús! El susto del lobo se repitió dos o tres vecesantes de que las comadres llegasen a avistar laaldea. Nada, sin embargo, confirmó sus temo-res, ningún lobo se les vino encima. A la puertade la casucha de Jacoba despidiéronse, y Pepo-na entró sola en su miserable hogar. Lo primerocon que tropezó en el umbral de la puerta fuecon el cuerpo de Juan Ramón, borracho comouna cuba, y al cual fue preciso levantar entre

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maldiciones y reniegos, llevándole en peso a lacama. A eso de medianoche, el borracho salióde su sopor, y con estropajosas palabras acertóa preguntar a su mujer qué teníamos de la ren-ta. A esta pregunta, y a su desconsoladora con-testación, siguieron reconvenciones, amenazas,blasfemias, un cuchicheo raro, acalorado, furio-so. Minia, tendida sobre la paja, prestaba oído;latíale el corazón; el pecho se le oprimía; norespiraba; pero llegó un momento en que Pe-pona, arrojándose del lecho, le ordenó que setrasladase al otro lado de la cabaña, a la partedonde dormía elganado. Minia cargó con su brazado de paja, yse acurrucó no lejos del establo, temblando defrío y susto. Estaba muy cansada aquel día; laausencia de Pepona la había obligado a cuidarde todo, a hacer el caldo, a coger hierba, a lavar,a cuantos menesteres y faenas exigía la casa...Rendida de fatiga y atormentada por las singu-lares desazones de costumbre, por aquel desa-sosiego que la molestaba, aquella opresión in-

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decible, ni acababa de venir el sueño a sus pár-pados ni de aquietarse su espíritu. Rezó ma-quinalmente, pensó en la Santa, y dijo entre sí,sin mover los labios: "Santa Minia querida, llé-vame pronto al Cielo; pronto, pronto..." Al finse quedó, si no precisamente dormida, al me-nos en ese estado mixto propicio a las visiones,a las revelaciones psicológicas y hasta a las re-voluciones físicas. Entonces le pareció, como lanoche anterior, que veía la efigie de la mártir;solo que, ¡cosa rara!, no era la Santa; era ellamisma, la pobre rapaza huérfana de todo am-paro,quien estaba allí tendida en la urna de cristal,entre los cirios, en la iglesia. Ella tenía la coronade rosas; la dalmática de brocado verde cubríasus hombros; la palma la agarraban sus manospálidas y frías; la herida sangrienta se abría ensu propio pescuezo, y por allí se la iba la vida,dulce, insensiblemente, en oleaditas de sangremuy suaves, que al salir la dejaban tranquila,extática, venturosa... Un suspiro se escapó del

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pecho de la niña; puso los ojos en blanco, seestremeció..., y quedóse completamente inerte.Su última impresión confusa fue que ya habíallegado al cielo, en compañía de la Patrona.

- III -

En aquella rebotica, donde, según los autori-zados informes de Jacoba de Alberte, no entra-ba nunca persona humana, solía hacer tertulia adon Custodio las más noches un canónigo de laSanta Metropolitana Iglesia, compañero de es-tudios del farmacéutico, hombre ya maduro,sequito como un pedazo de yesca, risueño, grantomador de tabaco. Este tal era constante amigoe íntimo confidente de don Custodio, y, a serverdad los horrendos crímenes que al boticarioatribuía el vulgo, ninguna persona más a pro-pósito para guardar el secreto de tales abomi-naciones que el canónigo don Lucas Llorente, elcual era la quinta esencia del misterio y de laincomunicación con el público profano. El si-

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lencio, la reserva más absoluta tomaba en Llo-rente proporciones y carácter de manía. Nadadejaba transparentar de su vida, y acciones, aunlas más leves e inocentes. El lema del canónigoera: "Que nadie sepa cosa alguna de ti." Y aunañadía (en la intimidad de la trasbotica): "Todolo que averigua lagente acerca de lo que hacemos o pensamos, loconvierte en arma nociva y mortífera. Vale másque invente que no edifique sobre el terrenoque le ofrezcamos nosotros mismos." Por este modo de ser y por la inveterada amis-tad, don Custodio le tenía por confidente abso-luto, y sólo con él hablaba de ciertos asuntosgraves, y sólo de él se aconsejaba en los casospeligrosos o difíciles. Una noche en que, porseñas, llovía a cántaros, tronaba y relampa-gueaba a trechos, encontró Llorente al boticarioagitado, nervioso, semiconvulso. Al entrar elcanónigo se arrojó hacia él, y tomándole lasmanos y arrastrándole hacia el fondo de la re-botica, donde, en vez de la pavorosa "trapela" y

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el pozo sin fondo, había armarios, estantes, uncanapé y otros trastos igualmente inofensivos,le dijo con voz angustiosa: -¡Ay, amigo Llorente! ¡De qué modo me pesahaber seguido en todo tiempo sus consejos deusted, dando pábulo a las hablillas de los ne-cios! A la verdad, yo debí desde el primer díadesmentir cuentos absurdos y disipar estúpidosrumores... Usted me aconsejó que no hiciesenada, absolutamente nada, para modificar laidea que concibió el vulgo de mí, gracias a mivida retraída, a los viajes que realicé al extranje-ro para aprender los adelantos de mi profesión,a mi soltería y a la maldita casualidad (aquí elboticario titubeó un poco) de que dos criadas...jóvenes..., hayan tenido que marcharse secre-tamente de casa, sin dar cuenta al público delos motivos de su viaje...; porque..., ¿qué cala-bazas le importaba al público los tales motivos.Me hace usted el favor de decir? Usted me re-petía siempre: "Amigo Custodio, deje correr labola; no se empeñe nunca en desengañar a los

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bobos, que al fin no se desengañan, e interpre-tan mal los esfuerzos que se hacen para comba-tir suspreocupaciones. Que crean que usted fabricasus ungüentos con grasa de difunto y que se lospaguen más caros por eso, bien; dejadles, de-jadles que rebuznen. Usted véndales remediosbuenos, y nuevos de la farmacopea moderna,que asegura usted está muy adelantada allá enesos países estranjeros que usted visitó. Cúren-se las enfermedades, y crean los imbéciles quees por arte de birlibirloque. La borricada mayorde cuantas hoy inventan y propalan los maldi-tos liberales es esa de "ilustrar a las multitudes".¡Buena ilustración te dé Dios! Al pueblo nopuede ilustrársele. Es y será eternamente unhatajo de babiecas, una recua de jumentos. Si lepresenta usted las cosas naturales y racionales,no las cree. Se pirra por lo raro, estrambótico,maravilloso e imposible. Cuanto más gorda esuna rueda de molino, tanto más aprisa la co-mulga. Con que, amigo Custodio, usted deje de

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andar la procesión, y si puede, apande el es-tandarte... Este mundo es una danza..." -Cierto -interrumpió el canónigo, sacando sucajita de rapé y torturando entre las yemas elpolvito-; eso le debí decir; y qué, ¿tan mal le haido a usted con mis consejos? Yo creí que elcajón de la botica estaba de duros a reventar, yque recientemente había usted comprado unoslugares muy hermosos en Valeiro. -¡Los compré, los compré; pero también losamargo! -exclamó el farmacéutico-. ¡Si le cuentoa usted lo que me ha pasado hoy! Vaya, discu-rra. ¿Qué creerá usted que me ha sucedido? Pormucho que prense el entendimiento para idearla mayor barbaridad... lo que es con esta noacierta usted, ni tres como usted. -¿Qué ha sido ello? -¡Verá, verá! Esto es lo gordo. Entra hoy en mibotica, a la hora en que estaba completamentesolo, una mujer de la aldea, que ya había veni-do días atrás con otra a pedirme un remediopara el asma: una mujer alta, de rostro duro,

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cejijunta, con la mandíbula saliente, la frentechata y los ojos como dos carbones. Un tipoimponente, créalo usted. Me dice que quierehablarme en secreto y después de verse a solasconmigo en sitio seguro, resulta... ¡Aquí entra lomejor! Resulta que viene a ofrecerme el unto deuna muchacha, sobrina suya, casadera ya, vir-gen, roja, con todas las condiciones requeridas,en fin, para que el unto convenga a los reme-dios que yo acostumbro hacer... ¿Qué dice us-ted de esto, canónigo? A tal punto hemos lle-gado. Es por ahí cosa corriente y moliente queyo destripo a las mozas, y que con las mantecasque les saco compongo esos remedios maravi-llosos, ¡puf!, capaces hasta de resucitar a losdifuntos. La mujer me lo aseguró. ¿Lo está us-ted viendo? ¿Comprendela mancha que sobre mí ha caído? Soy el terrorde las aldeas, el espanto de las muchachas y elser más aborrecible y más cochino que puedeconcebir la imaginación.

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Un trueno lejano y profundo acompañó lasúltimas palabras del boticario. El canónigo sereía, frotando sus manos sequitas y meneandoalegremente la cabeza. Parecía que hubiere lo-grado un grande y apetecido triunfo. -Yo sí que digo: ¿lo ve usted, hombre? ¿Vecómo son todavía más bestias, animales, cinocé-falos y mamelucos de lo que yo mismo pienso?¿Ve cómo se les ocurre siempre la mayor barba-ridad, el desatino de más grueso calibre y laburrada más supina? Basta que usted sea elhombre más sencillo, bonachón y pacífico delorbe; basta que tenga usted ese corazón blandu-fo, que se interese usted por las calamidadesajenas, aunque le importen un rábano; que seausted incapaz de matar a una mosca y sólopiense en sus librotes, en sus estudios, y en susquímicas, para que los grandísimos salvajes letengan por monstruo horrible, asesino, reo detodos los crímenes y abominaciones. -Pero ¿quién habrá inventado estas calumnias,Llorente?

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-¿Quién? La estupidez universal..., forrada enla malicia universal también. La bestia del Apo-calipsis..., que es el vulgo, créame, aunque SanJuan no lo haya dejado muy claramente dicho. -¡Bueno! Así será; pero yo, en lo sucesivo, nome dejo calumniar más. No quiero; no, señor.¡Mire usted qué conflicto! ¡A poco que me des-cuide, una chica muerta por mi culpa! Aquellafiera, tan dispuesta a acogotarla. Figúrese ustedque repetía: "La despacho y la dejo en el monte,y digo que la comieron los lobos. Andan mu-chos por este tiempo del año, y verá cómo escierto, que al día siguiente aparece comida."¡Ay canónigo! ¡Si usted viese el trabajo que mecostó convencer a aquella caballería mayor deque ni yo saco el unto a nadie ni he soñado ental! Por más que la repetía: "Eso es una anima-lada que corre por ahí, una infamia, una atroci-dad, un desatino, una picardía; y como yo ave-rigüe quién es el que lo propala, a ese sí que ledestripo", la mujer firme como un poste, y erreque erre, "señor, dos onzas nada más... Todo

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calladito, todo calladito..., en dos onzas, tienelos untos. Otra proporción tan buena no la en-cuentra nunca." ¡Qué vívora malvada! Las fu-rias delinfierno deben de tener una cara así... Le digo austed que me costó un triunfo persuadirla. Noquería irse. A poco la echo con un garrote. -¡Y ojalá que la haya usted persuadido! -articuló el canónigo, repentinamente preocu-pado y agitado, dando vueltas a la tabaqueraentre los dedos-. Me temo que ha hecho ustedun pan como unas hostias. ¡Ay Custodio! La haerrado usted. Ahora sí que juro yo que la haerrado. -¿Qué dice usted, hombre, o canónigo, o de-monio? -exclamó el boticario, saltando en suasiento alarmadísimo. -Que la ha errado usted. Nada, que ha hechouna tontería de marca mayor por figurarse,como siempre, que en esos brutos cabe unachispa de razón natural, y que es lícito o con-ducente para algo el decirles la verdad y argüir-

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les con ella y alumbrarlos con las luces del inte-lecto. A tales horas, probablemente la chica estáen la gloria, tan difunta como mi abuela... ma-ñana por la mañana, o pasado le traen el untoenvuelto en un trapo... ¡Ya lo verá! -Calle, calle... No puedo oír eso. Eso no cabeen cabeza humana... ¿Yo qué debí hacer? ¡PorDios, no me vuelva loco! -¿Que qué debió hacer? Pues lo contrario de lorazonable, lo contrario de lo verdadero, lo con-trario de lo que haría usted conmigo o con cual-quiera otra persona capaz de sacramentos, yaunque quizá tan mala como el populacho, algomenos bestia... Decirles que sí, que usted com-praba el unto en dos onzas, o en tres, o en cien-to... -Pero entonces... -Aguarde, déjeme acabar... Pero que el untosacado por ellos de nada servía. Que usted enpersona tenía que hacer la operación y por con-siguiente, que le trajesen a la muchachita sanitay fresca... Y cuando la tuviese segura en su po-

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der, ya echaríamos mano de la Justicia paraprender y castigar a los malvados... ¿Pues no veusted claramente que esa es una criatura de lacual se quieren deshacer, que les estorba, oporque es una boca más o porque tiene algo yansían heredarla? ¿No se le ha ocurrido queuna atrocidad así se decide en un día, pero seprepara y fermenta en la conciencia a veceslargos años? La chica está sentenciada a muer-te. Nada; crea usted que a estar horas... Y el canónigo blandió la tabaquera, haciendoel expresivo ademán del que acogota. -¡Canónigo, usted acabará conmigo! ¿Quiénduerme ya esta noche? Ahora mismo ensillo layegua y me largo a Tornelos... Un trueno más cercano y espantoso contestó alboticario que su resolución era impracticable. Elviento mugió y la lluvia se desencadenó furio-sa, aporreando los vidrios. -¿Y usted afirma -preguntó con abatimientodon Custodio- que serán capaces de tal iniqui-dad?

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-De todas. Y de inventar muchísimas que aúnno se conocen. ¡La ignorancia es invencible, y eshermana del crimen! -Pues usted -arguyó el boticario- bien abogapor la perpetuidad de la ignorancia. -¡Ay amigo mío! -respondió el oscurantista-.¡La ignorancia es un mal. Pero el mal es necesa-rio y eterno, de tejas abajo, en este pícaro mun-do! Ni del mal ni de la muerte conseguiremosjamás vernos libres. ¡Qué noche pasó el honrado boticario tenido,en concepto del pueblo, por el monstruo másespantable y a quien tal vez dos siglos anteshubiesen procesado acusándole de brujería! Al amanecer echó la silla a la yegua blancaque montaba en sus excursiones al campo ytomó el camino de Tornelos. El molino debía deservirle de seña para encontrar presto lo quebuscaba. El sol empezaba a subir por el cielo, que des-pués de la tormenta se mostraba despejado ysin nubes, de una limpidez radiante. La lluvia

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que cubría las hierbas se empapaban ya, y se-cábase el llanto derramado sobre los zarzalespor la noche. El aire diáfano y transparente, noexcesivamente frío, empezaba a impregnarse deolores ligeros que exhalaban los mojados pinos.Una pega, manchada de negro y blanco, saltócasi a los pies del caballo de don Custodio. Unaliebre salió de entre los matorrales, y loca demiedo, graciosa y brincadora, pasó por delantedel boticario. Todo anunciaba uno de esos días espléndidosde invierno que en Galicia suelen seguir a lasnoches tempestuosas y que tienen incompara-ble placidez, y el boticario, penetrado por aque-lla alegría del ambiente, comenzaba a creer quetodo lo de la víspera era un delirio, una pesadi-lla trágica o una extravagancia de su amigo.¿Cómo podía nadie asesinar a nadie, y así, deun modo tan bárbaro e inhumano? Locuras,insensateces, figuraciones del canónigo. ¡Bah!En el molino, a tales horas, de fijo que estaríanpreparándose a moler el grano. Del santuario

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de Santa Minia venía, conducido por la brisa, elargentino toque de la campana, que convocabaa la misa primera. Todo era paz, amor y serenadulzura en el campo... Don Custodio se sintió feliz y alborozado co-mo un chiquillo, y sus pensamientos cambiaronde rumbo. Si la rapaza de los untos era bonita yhumilde... se la llevaría consigo a su casa, redi-miéndola de la triste esclavitud y del peligro yabandono en que vivía. Y si resultaba buena,leal, sencilla, modesta, no como aquellas doslocas, que la una se había escapado a Zamoracon un sargento, y la otra andado en malos pa-sos con un estudiante, para que al fin resultaralo que resultó y la obligó a esconderse... Si lamolinerita no era así, y al contrario, realizabaun suave tipo soñado alguna vez por el empe-dernido solterón..., entonces, ¿quién sabe, Cus-todio? Aún no eres tan viejo que... Embelesado con estos pensamientos, dejó larienda a la yegua..., y no reparó que iba me-tiéndose monte adentro, monte adentro, por lo

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más intrincado y áspero de él. Notólo cuandoya llevaba andado buen trecho del camino.Volvió grupas y lo desanduvo; pero con pocafortuna, pues hubo de extraviarse más, encon-trándose en un sitio riscoso y salvaje. Oprimíasu corazón, sin saber por qué, extraña angustia. De repente, allí mismo, bajo los rayos del sol,del alegre, hermoso, que reconcilia a los huma-nos consigo mismos y con la existencia, divisóun bulto, un cuerpo muerto, el de una mucha-cha... Su doblada cabeza descubría la tremendaherida del cuello. Un "mantelo" tosco cubría lamutilación de las despedazadas y puras entra-ñas; sangre alrededor, desleída ya por la lluvia,las hierbas y malezas pisoteadas, y en torno, elgran silencio de los altos montes y de los solita-rios pinares...

- IV -

A Pepona la ahorcaron en La Coruña. JuanRamón fue sentenciado a presidio. Pero la in-

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tervención del boticario en este drama jurídicobastó para que el vulgo le creyese más destri-pador que antes, y destripador que tenía lahabilidad de hacer que pagasen justos por pe-cadores, acusando a otros de sus propios aten-tados. Por fortuna, no hubo entonces en Com-postela ninguna jarana popular; de lo contrario,es fácil que le pegasen fuego a la botica, lo cualharía frotarse las manos al canónigo Llorente,que veía confirmadas sus doctrinas acerca de laestupidez universal e irremediable. "La España Moderna", enero 1890.

"La Mayorazga" de Bouzas

No pecaré de tan minuciosa y diligente quefije con exactitud el punto donde pasaron estossucesos. Baste a los aficionados a la topografíanovelesca saber que Bouzas lo mismo puedesituarse en los límites de la pintoresca regiónberciana, que hacia las profundidades y que-

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braduras del Barco de Valdeorras, enclavadasentre la sierra de la Encina y la sierra del Ege.Bouzas, moralmente, pertenece a la Galiciaprimitiva, la bella, la que hace veinte años esta-ba todavía por descubrir. ¿Quién no ha visto allí a la Mayorazga?¿Quién no la conoce desde que era así de chi-quita, y empericotada sobre el carro de maízregresaba a su pazo solariego en las calurosastardes del verano? Ya más crecida, solía corretear, cabalgando unrocín en pelo, sin otros arreos que la cabeza decuerda. Parecía de una pieza con el jaco. Paramontar se agarraba a las toscas crines o apoya-ba la mano derecha en el anca, y de un salto,¡pim!, arriba. Antes había cortado con su nava-jilla la vara de avellano o taray, y blandiéndolaa las inquietas orejas del "facatrús", iba como elviento por los despeñaderos que guarnecen lamargen del río Sil. Cuando la Mayorazga fue mujer hecha y dere-cha, su padre hizo el viaje a la clásica feria de

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Monterroso, que convoca a todos los "sports-men" rurales, y ferió para la muchacha unayegua muy cuca, de cuatro sobre la marca, vi-varacha, torda, recastada de andaluza (comoque era prole del semental del Gobierno).Completaba el regalo rico albardón y bocado deplata; pero la Mayorazga, dejándose de chiqui-tas, encajó a su montura un galápago (pues desillas inglesas no hay noticia en Bouzas), y sinnecesidad de picador que la enseñase, ni decorneta que le sujetase el muslo, rigió su jacacon destreza y gallardía de centauresa fabulosa. Sospecho que si llegase a Bouzas impensada-mente algún honrado burgués madrileño, yviese a aquella mocetona sola y a caballo porbreñas y bosques, diría con sentenciosa grave-dad que don Remigio Padornín de las Bouzascriaba a su hija única hecha un marimacho. Y quisiera yo ver el gesto de una institutrizsajona ante las inconveniencias que la Mayo-razga se permitía. Cuando le molestaba la sed,apeábase tranquilamente a la puerta de una

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taberna del camino real y le servían un tanquede vino puro. A veces se divertía en probarfuerzas con los gananes y mozos de labranza, ya alguno dobló el pulso o tumbó por tierra. Noera desusado que ayudase a cargar el carro detojo, ni que arase con la mejor yunta de bueyesde su establo. En las siegas, deshojas, romeríasy fiestas patronales, bailaba como una peonzacon sus propios jornaleros y colonos sacando alos que prefería, según costumbre de las reinas,y prefiriendo a los mejor formados y más ági-les. No obstante, primero se verían manchas en elcielo que sombras en la ruda virtud de la Ma-yorazga. No tenía otro código de moral sino elCatecismo, aprendido en la niñez. Pero le bas-taba para regular el uso de su salvaje libertad. Católica a machamartillo, oía su misa diaria enverano como en invierno, guiaba por las tardesel rosario, daba cuanta limosna podía. Su de-mocrática familiaridad con los labriegos proce-día de un instinto de regimen patriarcal, en que

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iba envuelta la idea de pertenecer a otra razasuperior, y precisamente en la convicción deque aquellas gentes "no eran como ella", consis-tía el toque de la llaneza con que las trataba,hasta el extremo de sentarse a su mesa un día síy otro también, dando ejemplo de frugalidad,viviendo de caldo de pote y pan de maíz o cen-teno. Al padre se le caía la baba con aquella hijaactiva y resuelta. Él era hombre bonachón ysedentario, que entró a heredar el vínculo deBouzas por la trágica muerte de su hermanomayor, el cual, en la primera guerra civil, habíalevantado una partidilla, vagando por el con-torno bajo el alias guerrero de Señorito de Pa-dornín, hasta que un día le pilló la tropa y learrojó al río, después de envainarle tres bayone-tas en el cuerpo. Don Remigio, el segundón,hizo como el gato escaldado: nunca quiso abrirun periódico, opinar sobre nada, ni siquieramezclarse en elecciones. Pasó la vida descuida-

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da y apacible, jugando al tute con el veterinarioy el cura. Frisaría la Mayorazga en los veintidós cuandosu padre notó que se desmejoraba, que teníaoscuras las ojeras y mazados los párpados, quesalía menos con la yegua y que se quedabapensativa sin causa alguna. "Hay que casar a la rapaza", discurrió sabia-mente el viejo. Y acordándose de cierto hidalgo, antaño muyamigo suyo, Balboa de Fonsagrada, favorecidopor la Providencia con numerosa y masculinaprole, le dirigió una misiva, proponiéndole unenlace. La respuesta fue que no tardaría en pre-sentarse en las Bouzas el segundón de Balboa,recién licenciado en la Facultad de Derecho deSantiago, porque el mayor no podía abandonarla casa y el más joven estaba desposado ya. Y, en efecto, de allí a tres semanas -el tiempoque se tardó en hacerle seis mudas de ropablanca y marcarle doce pañuelos- llegó CamiloBalboa, lindo mozo afinado por la vida univer-

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sitaria, algo anemiado por la mala alimentaciónde las casas de huéspedes y las travesuras deestudiante. A las dos horas de haberse apeadode un flaco jamelgo el señorito de Balboa, laboda quedó tratada. Físicamente, los novios ofrecían extraño con-traste, cual si la naturaleza al formarlos hubiesetrastocado las cualidades propias de cada sexo.La Mayorazga, fornida, alta de pechos y deademán brioso, con carrillos de manzana san-juanera, dedada de bozo en el labio superior,dientes recios, manos duras, complexión san-guínea y expresión franca y enérgica. Balboa,delgado, pálido, rubio, fino de facciones, bro-mista, insinuante, nerviosillo, necesitado alparecer de mimo y protección. ¿Fue esta misma disparidad la que encendióen el pecho de la Mayorazga tan violento amorque si la ceremonia nupcial tarda un poco enrealizarse, la novia, de fijo, enferma gravemen-te? ¿O fue sólo que la fruta estaba madura, queCamilo Balboa llegó a tiempo? El caso es que

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no se ha visto tan rendida mujer desde que hayen el mundo valle de Bouzas. No enfrió estaternura la vida conyugal; solamente la encauzó,haciéndola serena y firme. La Mayorazga ra-biaba por un muñeco, y como el muñeco nuncaacababa de venir, la doble corriente de amorconfluía en el esposo. Para él los cuidados ymonadas, las golosinas y refinamientos, losbuenos puros, el café, el coñac, traído de la islade Cuba por los capitanes de barco, la ropacara, encargada a Lugo. Hecha a vivir con una taza de caldo de le-gumbres, la Mayorazga andaba pidiendo rece-tas de dulces a las monjas. Capaz de dormirsobre una piedra, compraba pluma de la mejor,y cada mes mullía los colchones y las almoha-das del tálamo. Al ver que Camilo se robustecíay engruesaba y echaba una hermosa barba cas-taño oscuro, la Mayorazga sonreía, calculandoallá en sus adentros: "Para el tiempo de la vendimia tenemos mu-ñequiño."

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Mas el tiempo de la vendimia pasó, y el de lasementera también, y aquel en que florecen losmanzanos, y el muñeco no quiso bajar a la tie-rra a sufrir desazones. En cambio, don Remigiose empeñó en probar mejor vida, y ayudado deun cólico miserere, sin que bastase a su remediouna bala de grueso calibre que le hicieron tra-gar a fin de que le devanase la enredada made-ja de los intestinos, dejó este valle de lágrimas,y a su hija dueña de las Bouzas. No cogió de nuevas a la Mayorazga el verse alfrente de la hacienda, dirigiendo faenas agríco-las, cobranza de rentas y tráfagos de la casa.Hacía tiempo que todo corría a su cargo. Elpadre no se metía en nada; el marido, indolentepara los negocios prácticos, no la ayudaba mu-cho. En cambio, tenía cierto factótum, adictocomo un perro y exacto como una máquina, ensu hermano de leche, Amaro, que desempeña-ba en las Bouzas uno de esos oficios indefini-bles, mixtos de mayordomo y aperador.

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A pesar de haber mamado una leche misma,en nada se parecían Amaro y la señorita deBouzas, pues el labriego era desmedrado, fla-cucho y torvo, acrecentando sus malas trazas eláspero cabello que llevaba en fleco sobre lafrente y en greñas a los lados, cual los villanosfeudales. A despecho de las intimidades de la niñez,Amaro trataba a la Mayorazga con el respetomás profundo, llamándola siempre "señora miama". Poco después de morir don Remigio, los acon-tecimientos revolucionarios se encresparon demala manera, y hasta el valle de Bouzas llegó eloleaje, traduciéndose en agitación carlista. Co-mo si el espectro del tío cosido a bayonetazos sele hubiese aparecido al anochecer entre las nie-blas del Sil demandando venganza, la Mayo-razga sintió hervir en las venas su sangre fac-ciosa, y se dio a conspirar con un celo y brío deltodo vendeanos.

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Otra vez se la encontró por andurriales y mon-tes, al rápido trote de su yegua, luciendo en elpecho un alfiler que por el reverso tenía el re-trato de don Carlos y por el anverso el de PíoIX. Hubo aquello de coser cintos y mochilas, ar-mar cartucheras, recortar corazones de franelacolorada para hacer "deténtes", limpiar fusilesde chispa comidos por el orín, pasarse la tardeen la herrería viendo remendar una tercerola,requisar cuanto jamelgo se encontraba a mano,bordar secretamente el estandarte. Al principio, Camilo Balboa no quiso asociarsea los trajines en que andaba su mujer, y echán-doselas de escéptico, de tibio, de alfonsino pru-dente, prodigó consejos de retraimiento o lometió todo a broma, con guasa de estudiante,sentado a la mesa del café, entre el dominó y lacopita de coñac. De la noche a la mañana, sintransición, se encendió en entusiasmo y comen-zó a rivalizar con la Mayorazga, reclamando suparte de trabajo, ofreciéndose a recorrer el va-

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lle, mientras ella, escoltada por Amaro, trepabaa los picos de la sierra. Hízose así, y Camilotomó tan a pechos el oficio de conspirador, quefaltaba de casa días enteros, y por las mañanassolía pedir a la Mayorazga "cuartos para pólvo-ra..., cuartos para unas escopetas que descubríen tal o cual sitio". Volvía con la bolsa huera,afirmando que el armamento quedaba "seguri-to", muy preparado para la hora solemne. Cierta tarde, después de una comida jeronimil,pues la Mayorazga, por más ocupada que an-duviese, no desatendía el estómago de su ma-rido -¡no faltaría otra cosa!-, Camilo se puso lazamarra de terciopelo, mandó ensillar su potromontañés, peludo y vivo como un caballo delas estepas, y se despidió diciendo a mediaspalabras: -Voyme donde los Resende... Si no despacha-mos pronto, puede dar que me quede a dormirallí... No asustarse si no vuelvo. De aquí al pazode Resende aún hay una buena tiradita.

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El pazo de Resende, madriguera de hidalgoscazadores, estaba convertido en una especie dearsenal o maestranza, en que se fabrican muni-ciones, se "desenferruxaban" armas blancas yde fuego y hasta se habilitaban viejos albardo-nes, disfrazándolos de silla de montar. La Ma-yorazga se hizo cargo del importante objeto dela expedición; con todo, una sombra veló suspupilas por ser la primera vez que Camilo dor-miría fuera del lecho conyugal desde la boda.Se cercioró de que su marido iba bien abrigado,llevaba las pistolas en el arzón y al cinto unrevólver -"por lo que pueda saltar"-, y bajó adespedirle en la portalada misma. Despuésllamó a Amaro y mandó arrear las bestias, por-que aquella tarde "cumplía" ver al cura de Bu-rón, uno de los organizadores del futuro ejérci-to real. Sin necesidad de blandir el látigo, hizo la Ma-yorazga tomar a su yegua animado trote, mien-tras el rocín de Amaro, rijoso y emberrenchina-do como una fiera, galopaba delante, a trancos

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desiguales y furibundos. Ama y escudero calla-ban; él taciturno y zaino más que de costumbre;ella, un poco melancólica, pensando en la no-che de soledad. Iban descendiendo un senderopedregoso, a trechos encharcados por las extra-vasaciones del Sil -sendero que después, tor-ciendo entre heredades, se dirige como unaflecha a la rectoral de Burón-, cuando el rocínde Amaro, enderezando las orejas, pegó talhuida, que a poco da con su jinete en el río, ypor cima de un grupo de sauces, la Mayorazgavio asomar los tricornios de la Guardia Civil. Nada tenía de alarmante el encuentro, puestodos los guardias de las cercanías eran amigosde la casa de Bouzas, donde hallaban preveni-do el jarro de mosto, la cazuela de bacalao conpatatas; en caso de necesidad, la cama limpia, ysiempre la buena acogida y el trato humano; asífue que, al avistar a la Mayorazga el sargentoque mandaba el pelotón, se descubrió atenta-mente murmurando: "Felices tardes nos déDios, señorita." Pero ella, con repentina inspira-

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ción, le aisló y acorraló en el recodo del senderoy, muy bajito y con una llaneza imperiosa, pre-guntóle: -¿Adónde van, Piñeiro, diga? -Señorita, no me descubra, por el alma de supapá que está en gloria... A Resende, señorita, aResende... Dicen que hay fábrica de armas yfacciosos escondidos, y el diablo y su madre...A veces un hombre obra contra su propio cora-zón, señorita, por acatar aquello que uno notiene más remedio que acatar... La Virgen quie-ra que no haya nada... -No habrá nada, Piñeiro... Mentiras que seinventan... Ande ya, y Dios se lo pague. -Señorita, no me descu... -Ni la tierra lo sabrá. Abur, memorias a la pa-rienta, Piñeiro. Aún se veía brillar entre los sauces el hule delos capotes y ya la Mayorazga llamaba apresu-radamente: -Amaro. -Señora mi ama.

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-Ven, hombre. -No puedo allegarme... Si llego el caballo a layegua, tenemos música. -Pues bájate, papamoscas. Dejando su jaco atado a un tronco, Amaro seacercó: -Montas otra vez... Corres más que el aire...Rodea, que no te vean los civiles... A Resende, aavisar al señorito que allá va la Guardia pararegistrar el pazo. Que entierren las armas, queescondan la pólvora y los cartuchos... Mi mari-do que ataje por la Illosa y que se venga a casaen seguida. ¿Aún no montaste? Inmóvil, arrugando el entrecejo, rascándose laoreja por junto a la sien, clavando en tierra lavista, Amaro no daba más señales de menearseque si fuese hecho de piedra. -A ver..., contesta... ¿Que embuchado traes,Amaro? ¿Tú hablas o no hablas, o me largo yo aResende en persona? Amaro no alzó los ojos, ni hizo más movi-miento que subir la mano de la sien a la frente,

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revolviendo las guedejas. Pero entreabrió loslabios y, dando primero un suspiro, tartamu-deó con oscura voz y pronunciación dificultosa. -Si es por avisar a los señoritos de Resende, unsuponer, bueno; voy, que pronto se llega... Si espor el señorito de casa, un suponer, señora miama, será excusado... El señorito no "va" enResende. -¿Que no está en Resende mi marido? -No, señora mi ama, con perdón. En Resende,no, señora. -¿Pues dónde está? -Estar... Estar, estará donde va cuantos díasDios echa al mundo. La Mayorazga se tambaleó en su galápago,soltando las riendas de la yegua, que resoplósorprendida y deseosa de correr. -¿A dónde va todos los días? -Todos los días. -Pero ¿a dónde? ¿A dónde? Si no lo vomitaspronto, más te valiera no haber nacido.

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-Señora ama... -Amaro hablaba precipitada-mente, a borbotones, como sale el agua de unabotella puesta boca abajo-. Señora ama..., elseñorito... En los Carballos..., quiere decir..., hayuna costurera bonita que iba a coser al pazo deResende...; ya no va nunca...; el señorito le dadinero...; son ella y una tía carnal, que vivenjuntas...; andan ella y el señorito por el monte alas veces...; en la feria de Illosa el señorito lemercó unos aretes de oro...; la trae muy maja...La llama la flor de la maravilla, porque cuándose pone a morir, y cuándo aparece sana y bue-na, cantando y bailando... Estará loca, un supo-ner... Oía la Mayorazga sin pestañear. La palidezdaba a su cutis moreno tonos arcillosos. Ma-quinalmente recogió las riendas y halagó elcuello de la jaca, mientras se mordía el labioinferior, como las personas que aguantan y re-primen algún dolor muy vivo. Por último, arti-culó sorda y tranquilamente: -Amaro, no mientas.

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-Tan cierto como que nos hemos de morir.Aún permita Dios que venga un rayo y me par-ta, si cuento una cosa por otra. -Bueno, basta. El señorito avisó que hoy dor-miría en Resende. ¿Se quedará de noche con...ésa? Amaro dijo "que sí" con una mirada oblicua, yla Mayorazga meditó contados instantes. Sunatural resuelto abrevió aquel momento deindecisión y lucha. -Oye: tú te largas a Resende a avisar, volando;has de llegar con tiempo para que escondan lasarmas. Del señorito no dices, allí..., ni esto.Vuelves, y me encuentras una hora antes deromper el día, junto al Soto de los Carballos,como se va a la fuente del Raposo. Anda ya. Amaro silbó a su jaco, sacó del bolsillo la na-vaja de picar tagarninas y, azuzándole suave-mente con ella, salió al galope. Mucho antesque los civiles llegó a Resende, y el sargentoPiñeiro tuvo el gusto de no hallar otras armasen el pazo sino un asador de cocina y las esco-

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petas de caza de los señoritos, en la sala, arri-madas a un rincón. Aún no se oían en el bosque esos primerossusurros del follaje y píos de pájaros que anun-cian la proximidad del amanecer, cuando Ama-ro se unía en los Carballos con su ama, ocul-tándose al punto los dos tras un grupo de ro-bles, a cuyos troncos ataron las cabalgaduras. En silencio esperarían cosa de hora y media.La luz blanquecina del alba se derramaba por elpaisaje, y el sol empezaba a desgarrar el toldode niebla del río, cuando dos figuras humanas,un hombre joven y apuesto y una mocita esbel-ta, reidora, fresca como la madrugada y soño-lienta todavía se despidieron tiernamente apoca distancia del robledal. El hombre, quellevaba del diestro un caballo, lo montó y salióal trote largo, como quien tiene prisa. La mu-chacha, después de seguirle con los ojos, sedesperezó y se tocó un pañuelo azul, pues esta-ba en cabello, con dos largas trenzas colgantes.Por aquellas trenzas la agarró Amaro, tapándo-

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le la boca con el pañuelo mismo, mientras decíacon voz amenazadora: -Si chistas, te mato. Aquí llegó la hora de tumuerte. ¡Hala!, anda para avante. Subieronalgún tiempo monte arriba; la Mayorazga de-lante, detrás Amaro, sofocando los chillidos dela muchacha, llevándola en vilo y sujetándolalos brazos. A la verdad, la costurerita hacía dé-bil, aunque rabiosa resistencia; su cuerpecitogentil, pero endeble, no le pesaba nada a Ama-ro, y únicamente le apretaba las quijadas paraque no mordiese y las muñecas para que noarañase. Iba lívida como una difunta, y así quese vio bastante lejos de su casa, entre las carras-cas del monte, paró de retorcerse y empezó aimplorar misericordia. Habrían andado cosa de un cuarto de legua, yse encontraban en una loma desierta y bravía,limitada por negros peñascales, a cuyos piesrodaba mudamente el Sil. Entonces la Mayo-razga se volvió, se detuvo y contempló a surival un instante. La costurera tenía una de esas

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caritas finas y menudas que los aldeanos lla-man caras de Virgen y parecen modeladas encera, a la sazón mucho más, a causa de su ex-tremada palidez. No obstante, al caer sobre ellala mirada ofendida de la esposa, los nervios dela muchacha se crisparon y sus pupilas deste-llaron una chispa de odio triunfante, como sidijesen: "Puedes matarme; pero hace mediahora tu marido descansaba en mis brazos." Conaquella chispa sombría se confundió un reflejode oro, un fulgor que el sol naciente arrancó dela oreja menudita y nacarada: eran los pendien-tes, obsequio de Camilo Balboa. La Mayorazgapreguntó en voz ronca y grave: -¿Fue mi marido quien te regaló esos aretes? -Sí -respondieron los ojos de víbora. -Pues yo te corto las orejas -sentenció la Ma-yorzga, extendiendo la mano. Y Amaro, que no era manco ni sordo, sacó sunavajilla corta, la abrió con los dientes, la es-grimió... Oyóse un aullido largo, pavoroso, deagonía; luego, otro y sordos gemidos.

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-¿La tiro al Sil? -preguntó el hermano de leche,levantando en brazos a la víctima, desmayada ycubierta de sangre. -No. Déjala ahí ya. Vamos pronto a dondequedaron las caballerías. -Si mi potro acierta a soltarse y se arrima a layegua..., la hicimos, señora ama. Y bajaron por el monte sin volver la vistaatrás.

De la costurera bonita se sabe que no apareciónunca en público sin llevar el pañuelo muyllegado a la cara. De la Mayorazga, que al otroaño tuvo muñeco. De Camilo Balboa, que no lejugó más picardías a su mujer, o, si se las jugó,supo disimularlas hábilmente. Y de la partidaaquella que se preparaba en Resente, que sushazañas no pasaron a la historia. "La Revista de España", núm. 485, 1886.

Madre gallega

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Era el tiempo en que las víboras de la discor-dia, agasajadas en el cruento seno de la guerracivil, bullían en cada pueblo, en cada hogar talvez. El negro encono, el odio lívido, la encendi-da saña encarnando en el cuerpo de aquellashorribles sierpes, relajaban los vínculos de lafamilia, separaban a los hermanos y les sem-braban en el alma instintos fratricidas. Hoy noscuesta trabajo comprender aquel estado deexasperación violenta, y quizá cuando la Histo-ria, con voz serena y grave, narra escenas detan luctuosos días, la acusamos de recargar elcuadro, sin ver que las mayores tragedias sonprecisamente las que suelen quedar ocultas... Sin embargo, en algunas provincias españolasandaba más adormecida y apagada la pasiónpolítica, y una de éstas era el jardín de Galicia,Pontevedra la risueña y encantadora. En ellanació y se crió Luis María, y en el seminario deOrense estudió Teología y Moral, para ordenar-se. Era hijo único de un pobre matrimonio; el

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padre, aragonés, vendedor ambulante de man-tas y pañuelos de seda; la madre, aldeana, na-cida cerca de Poyo, en las inmediaciones de labella Helenes, mujer tan sencilla que ni sabíaleer ni aún coser, pues se ganaba la vida conuna rueca y un telar casero informe y primitivosi los hubo. Luis María salió aplicado, devoto,dulce, formal, gran ayudador de misas y des-pabilador de velas, y desde muy pequeño de-claró que soñaba con cantar misa. La madreinstigó al padre a fin de que implorase de ciertoopulento y caritativo señor aragonés, don Ra-món de Bolea, dinero para costear la carrera delmuchacho; y tan bien cayó la súplica, que elseñor no sólo costeó lacarrera sino que, al ordenarse Luis María, leapadrinó, y poco después, muerto el padre delmisacantano, el generoso protector llamó aljoven para que fuese su capellán. Ejerció estecargo dos años el presbítero con gran satisfac-ción de su patrono, y como vacase el curatoparroquial del pueblo, presentación de la mitra,

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el mismo don Ramón de Bolea lo solicitó y ob-tuvo para su ahijado, pues nada negaba elobispo de Teruel al pudiente señor. Al verse investido con la cura de almas, dueñode lo que cabía llamar una "posición", Luis Ma-ría se acordó, ante todo, de su madre, que vege-taba solita allá en su aldea, tascando, hilando ytejiendo lino. Realizó el viaje, entonces largo ypenoso, y no se volvió a su parroquia sin laviejecita, que por humildad y abnegación em-pezó negándose a acompañarle. Fue precisoque el hijo demostrase a la madre cuánto lanecesitaba para gobernar las haciendas de lacasa, para poner la olla al fuego y para que nole murmurasen si tomaba a su servicio una mo-za. Al fin la anciana se dejó convencer, y siguióal hijo, en el fondo del alma loca de gozo y deorgullo. Estableciéronse en el pueblo, deseosos de vivirtranquilos y arrimados el uno al otro, comoaves en su nido humilde. Así que empezaron aenardecerse las luchas civiles, Luis María hizo

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especial estudio en abstraerse y apartarse deellas. Terror y repulsión le causaban las escenasde crueldad y barbarie, los apaleamientos de"cristinos" y de "faiciosos", las coplas desver-gonzadas e insultantes que de zaguán a zaguánse disparaban las muchachas de opuestos ban-dos, las noticias de encuentros en que perecíantantos infelices, los degüellos de religiosos quehabían ensangrentado las gradas del altar mis-mo. Sentía el párroco que ni aun por espíritu declase podía vencer su repugnancia a tales salva-jadas y horrores; había salido a su madre: tími-do, manso, indiferente en política, accesiblesólo a la piedad y a la ternura; gallego, no ara-gonés, cristiano, pero no carlista. "Bienaventu-rados los pacíficos", solía repetir tristementecuando oía alguna noticia espantable, el incen-dio deuna villa, el sacrificio de unos prisioneros arca-buceados en represalias. Es peculiar de estas épocas agitadas y febrilesque nadie, por más que lo desee, pueda mante-

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nerse neutral. En el pueblo, de los más dividi-dos y engrescados de todo Aragón, no se leconsentía al cura no tener opiniones. Dos cir-cunstancias hicieron que la voz pública afiliasea Luis María entre los adictos al Pretendiente: laprimera, que cumplía con fervor sus deberes,que era casto, mortificado, prudente en pala-bras y pacato en obras; la segunda, el de serprotegido, ahijado, capellán, hechura, en fin, deaquel don Ramón de Bolea, antaño el principalseñorón del pueblo, hoy jefe de una partidafacciosa. La gente aragonesa, ruda y lógica, queidentifica el agradecimiento con la adhesión,contó, pues, a Luis María entre los "serviles";pero no entre los declarados y francos, sinoentre los solapados y vergonzantes, mil vecesmás aborrecidos. Y por los muchos "cristinos"de pelo en pecho que el pueblo albergaba, elcura fue mal mirado; se le atribuyeron inteli-gencias ocultas yconfidencias y delaciones hechas a don Ramónde Bolea, cuya tropa rondaba a pocas leguas de

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allí, deseosa de ajustar cuentas a los "naciona-les". Luis María sintió la hostilidad en la atmósfera,y se encogió y retrajo cada vez más, pues era delos que no combaten ni en legítima defensa. Suardor místico, ya intenso, se acrecentó, y cuantomás ascético y macilento le veían sus enemigos,más le creían entregado a conspirar para eltriunfo del absolutismo y de los serviles. Elodio del pueblo empezaba a traducirse enhechos: cada vez que la madre del párroco salíaa la compra era denostada y llamada facciosaen voz en grito por las baturras; delante de susventanas se situaban grupos vociferando can-ciones patrióticas. Una tarde de día de fiesta, alvolver los mozos rasgueando la guitarra yechando coplas con alusiones que levantabanampolla, mano atrevida disparó una piedra quefue a estrellar un vidrio de la rectoral. La madrelloró silenciosamente al cerrar las maderas,mientras Luis María, arrodillado ante la imagende Nuestra Señora, rezaba, sin volver la cabeza,

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sordo al choque de los cantos rodados, que se-guíanhaciendo añicos los cristales. Pocos días después difundióse por el pueblola tremenda noticia de que Bolea había cogido ados vecinos, "nacionales" exaltados y reos deapaleamiento de serviles, y los había arcabu-ceado contra una tapia; y al regresar del mer-cado, al día siguiente, encogida y recelosa, lamadre del cura oyó a su paso, no ya injurias,pullas y cantaletas, sino amenazas siniestras,anuncios que daban frío en el tuétano. Tem-blando se encerró en su casa la infeliz, y allíencontró a Luis María en oración, pidiendo aDios que perdonase a su protector Bolea la san-gre derramada. Cenaron madre e hijo, pálidos y mudos, aba-tidos, disimulando, y cuando se disponían aacostarse resonó en la calle gran estrépito yfuertes aldabonazos en la puerta. Corrió la ma-dre a preguntar, sin atreverse a abrir, qué se

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ofrecía, y una voz bronca y mofadora respon-dió: -Que se asome el cura y le diremos el nombrede un feligrés que está acabado y pide confe-sión. Oír esto Luis María y lanzarse a la ventana fuetodo uno; pero su madre, acaso por primeravez en su vida, se interpuso resuelta, le paró,agarrándole de la muñeca con inusitado vigor,con toda su fuerza aldeana, centuplicada por laangustia, y desviándole bruscamente se apode-ró de la falleba. -Tú no te asomes -ordenó en voz imperiosa,una voz diferente de la mansa y acariciadoravoz con que siempre hablaba a su hijo-. Apárta-te... quitaday... Me asomo yo, no te apures. Y antes de que Luis María pudiera oponerse,apagando de un soplo el velón para no ser re-conocida, abrió la ventana con ímpetu, sacó elbusto fuera... El bárbaro que ya tenía apuntada la escopeta,disparó, y la madre, con el pecho atravesado, se

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desplomó hacia adentro, en brazos del hijo porquien aceptaba la muerte. "Blanco y Negro", núm. 263, 1896.

Nieto del Cid

El anciano cura del santuario de San Clementede Boán cenaba sosegadamente sentado a lamesa, en un rincón de su ancha cocina. La luzdel triple mechero del velón señalaba las acen-tuadas líneas del rostro del párroco, las espesascejas canas, el cráneo tonsurado, pero revestidoaún de blancos mechones: la piel roja, sanguí-nea, que en robustos dobleces rebosaba el alza-cuello. Ocupaba el cura la cabecera de la mesa; en elcentro, su sobrino, guapo mozo de veintidósaños, despachaba con buen apetito la ración; yal extremo, el criado de labranza, arremangadahasta el codo la burda camisa de estopa, hundíala cuchara de palo en un enorme tazón de caldo

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humeante y lo trasegaba silenciosamente alestómago. Servía a todos una moza aldeana, que aprove-chaba la ocasión de meter también la cucharaya que no en los platos, en las conversaciones. El servicio se lo permitía, pues no pecaba decomplicado, reduciéndose a colocar ante loscomensales un mollete de pan gigantesco, asacar de la alacena vino y loza, a empujar des-cuidadamente sobre el mantel el tarterón debarro colmado de patatas con unto. -Señorito Javier -preguntó en una de estasmaniobras-, ¿qué oyó de la gavilla que andapor ahí? -¿De la gavilla, chica? Aguárdate... -contestó elmancebo alzando su cara animada y morena-,¿Qué oí yo de la gavilla? No; pues algo me con-taron en la feria... Sí; me contaron... -Dice que al señor abad de Lubrego le robaronbarbaridá de cuartos...; cien onzas. Estuvieronesperando a que vendiese el centeno de la tulla

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y los bueyes en la feria del quince, y hala que tecojo. -¿No se defendió? -¿Y no sabe que es un señor viejecito? Aúnpara más, aquellos días estaba encamado condolor de huesos. El párroco, que hasta entonces había guardadosilencio, levantó de pronto los ojos, que bajo suscejas nevadas resplandecieron como cuentas deazabache, y exclamó: -Qué defenderse ni qué... En toda su vida supoLubrego por dónde se agarra una escopeta. -Es viejo. -¡Bah!, lo que es por viejo... Sesenta y cincoaños cumplo yo para Pentecostés, y sesenta yseis hará él en Corpus; lo sé de buena tinta; melo dijo él mismo: De modo que la edad... Lo quees a mí no me ha quitado la puntería, ¡alabadosea Dios! Asintió calurosamente el sobrino. -¡Vaya! Y si no que lo digan las perdices deayer, ¿eh? Me remendó usted la última.

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-Y la liebre de hoy, ¿eh, rapaz? -Y el raposo del domingo -intervino el criado,apartando el hocico de los vapores del caldo-.¡Cuando el señor abad lo trajo arrastrando conuna soga así (y se apretaba el gaznate) gañía deDios! Ouú..., ouú... -Allí está el maldito -murmuró el cura, seña-lando hacia la puerta, donde se extendía, cla-vada por las cuatro extremidades, una sangui-nolenta piel. -No comerás más gallinas -agregó la criada,amenazando con el puño a aquel despojo. Esta conversación venatoria devolvió la sere-nidad a la asamblea, y Javier no pensó en refe-rir lo que sabía de la gavilla. El cura, despuésde dar las gracias mascullando latín, se enjuagócon vino, cruzó una pierna sobre otra, encendióun cigarrillo y, alargando a su sobrino un pe-riódico doblado, murmuró entre dos chupadas: -A ver luego qué trae La Fe, hombre. Dio principio Javier a la lectura de un artículode fondo, y la criada, sin pensar en recoger la

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mesa, sacó para sí del pote una taza de caldo ysentóse a tomarla en un banquillo al lado delhogar. De pronto cubrió la voz sonora del lectorun aullido recio y prolongado. La criada sequedó con la cuchara enarbolada sin llevarla ala boca; Javier aplicó un segundo el oído, y lue-go prosiguió leyendo, mientras el cura, indife-rente, soltaba bocanadas de humo y despedíade lado frecuentes salivazos. Transcurrierondos minutos, y un nuevo aullido, al cual siguie-ron ladridos furiosos, rompió el silencio exte-rior. Esta vez el lector dejó el periódico; y lacriada se levantó tartamudeando: -Señorito Javier..., señor amo..., señor amo... -Calla -ordenó Javier, y, de puntillas, acercósea la ventana bajo la cual parecía que sonaba elalboroto de los perros; mas éste se aquietó derepente. El cura, haciendo con la diestra pabellón a laoreja, atendía desde su sitio. -Tío -siseó Javier. -Muchacho.

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-Los perros callaron; pero juraría que oigovoces. -Entonces, ¿cómo callaron? No contestó el mozo, ocupado en quitar latranca de la ventana con el menor ruido posi-ble. Entreabrió suavemente las maderas, alzó lafalleba y, animado por el silencio, resolvióse aempujar la vidriera. Un gran frío penetró en lahabitación; viose un trozo de cielo negro, ta-chonado de estrellas, y se indicaron en el fondolos vagos contornos de los árboles del bosque,sombríos y amontonados. Casi al mismo tiem-po rasgó el aire un silbido agudo, se oyó unadenotación, y una bala, rozando la cima delpelo de Javier, fue a clavarse en la pared deenfrente. Javier cerró por instinto la ventana, yel cura, abalanzándose a su sobrino, comenzó apalparle con afán. -¡Re... condenados! ¿Te tocó, rapaz? -¡Si aciertan a tirar con munición lobera..., medivierten! -pronunció Javier algo inmutado. -¿Están ahí?

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-Detrás de los primeros castaños del soto. -Pon la tranca..., así... anda volando por la es-copeta... las balas... el frasco de la pólvora...Trae también el Lafuché... ¿Oyes? Aquí el párroco tuvo que elevar la voz como simandase una maniobra militar, porque el des-esperado ladrido de los perros resonaba cadavez más fuerte. -Ahora, ahí, ladrar... ¿Por qué callarían antes,mal rayo? -Conocerían a alguno de la gavilla; les silbaríao les hablaría -Opinó el gañán, que estaba enpie, empuñando una horquilla de coger el tojo,mientras la criada, acurrucada junto a la lum-bre, temblaba con todos sus miembros, y decuando en cuando exhalaba una especie dechillido ratonil. El cura, abriendo un ventanillo practicado enlas maderas de la ventana, metió por él el puñoy rompió un cristal. En seguida pegó la boca ala apertura y con voz potente gritó a los perros:

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-¡A ellos, Chucho, Morito, Linda. Chucho, du-ro con ellos, ahí, ahí... Ánimo, Linda, hazlospedazos! Los ladridos se tornaron, de rabiosos, frenéti-cos. Oyóse al pie de la misma ventana ruido delucha; amenazas sordas, un ¡ay! de dolor, unaimprecación, y luego quejas como de animalagonizante. -¡El pobre Morito..., ya no dará más el raposo!-murmuró el gañán. Entre tanto, el cura, tomando de manos deJavier su escopeta, la cargaba con maña singu-lar. -A mí, déjame con mi escopeta de las perdi-ces..., vieja y tronada... Tú entiéndete con elLafuché... Yo, esas novedades... ¡Bah!, estoy porla antigua española. ¿Tienes cartuchos? -Sí, señor -contestó Javier disponiéndose tam-bién a cargar la carabina. -¿Están ya debajo? -Al pie mismo de la ventana... Puede que esténponiendo las escalas.

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-¿Por el portón hay peligro? -Creo que no. Tienen que saltar la tapia delcorral, y los podemos fusilar desde la solana. -¿Y por la puerta de la bodega? -Si le plantan fuego... Romper no la rompen. -Pues vamos a divertirnos un rato... Aguar-day, aguarday, amiguitos. Javier miró a la cara de su tío. Tenía éste lasnarices dilatadas, la boca sardónica, la punta dela lengua asomando entre los dientes, las meji-llas encendidas, los ojuelos brillantes, ni más nimenos que cuando en el monte el perdiguerofavorito se paraba señalando un bando de per-dices oculto entre los retamares y valles flori-dos. Por lo que hace a Javier, horrorizábanleaquellos preparativos de caza humana. En tansupremos instantes, mientras deslizaba en larecámara el proyectil, pensaba que se hallaríamucho más a gusto en los claustros de la Uni-versidad, en el café o en la feria del quince,comprándole rosquillas y caramelos a las seño-ritas del pazo de Valdomar. Volvió a ver en su

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imaginación la feria, los relucientes ijares de losbueyes, la mansa mirada de las vacas, el tristepelaje de los rocines, y oyó la fresca voz de Ca-sildita del Pazo, que le decía con el arrastrado ymimoso acento del país: -¡Ay, déme el brazo, por Dios, que aquí no séandá con tanta gente! Creyó sentir la presión deun bracito... No; era la mano peluda y musculo-sa del cura, que le impulsaba hacia la ventana. -A apagar el velón... (hízolo de tres valientessoplidos). A empezar la fiesta. Yo cargo, tú dis-paras..., tú cargas, yo disparo... ¡Eh Tomasa! -gritó a la criada- no chilles, que pareces la co-madreja... Pon a hervir agua, aceite, vino cuan-to haya... Tú -añadió dirigiéndose al gañán-, ala solana. Si montan a caballo de la muralla, meavisas. Dijo, y con precaución entreabrió la ventana,dejando sólo un resquicio por donde cupiese elcañón de una escopeta y el ojo avizor de unhombre. Javier se estremeció al sentir el heladoambiente nocturno; pero se rehízo presto, pues

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no pecaba de cobarde, y miró abajo. Un gruponegro hormigueaba; se oía como una delibera-ción, en voz misteriosa. -¡Fuego! -le dijo al oído su tío. -Son veinte o más -respondió Javier. -¡Y qué! -gruñó el cura al mismo tiempo queapartaba a su sobrino con impaciente ademán-.Y apoyando en el alféizar de la ventana el ca-ñón de la escopeta, disparó. Hubo un remolino en el grupo, y el cura sefrotó las manos. -¡Uno cayó patas arriba!..., quoniam! -murmuró pronunciando la palabra latina, conla cual, desde los tiempos del seminario, reem-plazaba todas las interjecciones que abundanen la lengua española. Ahora tú, rapaz. Tienenuna escala. Al primero que suba... Los dedos de Javier se crispaban sobre suhermosa carabina Lefaucheux, mas al punto seaflojaron. -Tío -atrevióse a murmurar-, entre esos haygente conocida, me acuerdo ahora de que lo

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decían en la feria. Aseguran que viene el ciruja-no de Solás, el cohetero de Gunsende, el her-mano del médico de Doas. ¿Quiere usted queles hable? Con un poco de dinero puede que seconformen y nos dejen en paz, sin tener quematar gente. -¡Dinero, dinero! -exclamó roncamente el cura-. ¿Tú, sin duda, piensas que en casa hay millo-nes? -¿Y los fondos del santuario? -¡Son del santuario, quoniam! y antes me deja-ré tostar los pies, como le hicieron al cura deSolás el año pasado, que darles un ochavo. Peromejor será que le agujereen a uno la piel de unavez, y no que se la tuesten. ¡Fuego en ellos! Sitienes miedo iré yo. -Miedo no -declaró Javier; y descansó la cara-bina en el alféizar. -Lárgales los dos tiros -mandó su tío. Dos veces apoyó Javier el dedo en el gatillo, ya las dos detonaciones contestó desde abajoformidable clamoreo. No había tenido tiempo

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el mancebo de recoger la mano, cuando seaplastó en las hojas de la ventana una descargacerrada, arrancando astillas y destrozándolas.Componían su terrible estrépito estallidos dife-rentes, seco tronar de pistoletazos, sonoro re-tumbo de carabinas y estampidos de trabucos ytercerolas. Javier retrocedió, vacilando; su bra-zo derecho colgaba; la carabina cayó al suelo. -¿Qué tienes, rapaz? -Deben de haberme roto la muñeca -gimióJavier, yendo a sentarse, casi exánime, en elbanco. El cura, que cargaba su escopeta, se sintió en-tonces asido por los faldones del levitón, y a ladudosa luz del fuego del hogar vio un espectropálido que se arrastraba a sus pies. Era la cria-da, que silabeaba con voz apenas inteligible. -Señor..., señor amo..., ríndase, señor..., por elalma de quien lo parió... Señor, que nos ma-tan..., que aquí morimos todos... -¡Suelta, quoniam! -profirió el cura, lanzándo-se a la ventana.

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Javier, inutilizado, exclamaba ayes, tratandode atarse con la mano izquierda un pañuelo. Lacriada no se levantaba, paralizada de terror;pero el cura, sin hacer caso de aquellos inváli-dos, abrió rápidamente las maderas y vio unaescala apoyada en el muro, y casi tropezó conlas cabezas de dos hombres que por ella ascen-dían. Disparó a boca de jarro y se desprendió elde abajo. Alzó luego la escopeta, la blandió porel cañón, y de un culatazo echó a rodar al dearriba. Sonaron varios disparos, pero ya el curaestaba retirado, adentro, cargando el arma. Javier, que ya no gemía, se le acercó resuelto. -A este paso, tío, no resiste usted ni un cuartode hora. Van a entrar por ahí o por el patio. Henotado olor a petróleo; quemarán la puerta dela bodega. Yo no puedo disparar. Quisiera ser-virle a usted de algo. -Viérteles encima aceite hirviendo con la manoizquierda. -Voy a sacar la Rabona de la cuadra por elportón, y echar un galope hasta Doas.

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-¿Al puesto de la Guardia? -Al puesto de la Guardia. -No es tiempo ya. Me encontrarás difunto.Rapaz, adiós. Rézame un padrenuestro, y queme digan misas. ¡Entra, taco, si quieres! -¡Haga usted que se rinde... Entreténgalos...¡Yo iré por el aire! La silueta negra del mancebo cubrió un ins-tante el fondo rojo de la pared del hogar, y lue-go se hundió en las tinieblas de la solana. El tíose encogió de hombros y, asomándose, descar-gó una vez más la escopeta a bulto. Luego co-rrió al lar y descolgó briosamente el pesadopote, que, pendiente de larga cadena de hierrohervía sobre las brasas. Abrió de par en par laventana, y sin precaverse ya, alzó el pote y lovolcó de golpe encima de los enemigos. Se oyóun aullido inmenso, y como si aquel rocío abra-sador fuese incentivo de la rabia que les causa-ba tan heroica defensa, todos se arrojaron a laescala, trepando unos sobre los hombros deotros, y a la vez que por las tapias se descolga-

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ban dos o tres hombres y luchaban con el ga-ñán, una masa humana cayó sobre el cura, queaún resistía a culatazos. Cuando el racimo dehombres se desgranó, pudo verse a la luz delvelón que encendieron, al viejo tendido en elsuelo, maniatado. Venían los ladrones tiznados de carbón, conbarbas postizas, pañuelos liados a la cabeza,sombrerones de anchas alas y otros arreos queles prestaban endiablada catadura. Mandábalosun hombre alto, resuelto y lacónico, que en dossegundos hizo cerrar la puerta y amarrar y po-ner mordazas al criado y a la criada. Uno de suscompañeros le dijo algo en voz baja. El jefe seacercó al cura vencido. -¡Eh, señor abad..., no se haga usted el muer-to!... Hay, ahí un hombre herido por usted yquiere confesión... Por la escalera interior de la bodega subíanpesadamente, conduciendo algo. Así que llega-ron a la cocina, viose que eran cuatro hombresque traían en vilo un cuerpo, dejando en pos

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charcos de sangre. La cabeza del herido se ba-lanceaba suavemente. Sus ojos, que empezabana vidriarse, parecían de porcelana en su rostrotiznado; la boca estaba entreabierta. -¡Qué confesión ni...! -dijo el jefe-. ¡Si ya estádando las boqueadas! Pero el moribundo, apenas le sentaron en elbanco, sosteniéndole la cabeza, hizo un movi-miento, y su mirada se reanimó. -¡Confesión! -exclamó en voz alta y clara. Desataron al cura y le empujaron al pie delbanco. Los labios del herido se movían, comorecitando el acto de contrición. El cura conocióel estertor de la muerte y distinguió una espu-ma de color de rosa que asomaba a los cantosde la boca. Alzó la mano y pronunció ego teabsolvo en el momento en que la cabeza delherido caía por última vez sobre el pecho. -¡Llevárselo! -ordenó el jefe-. Y ahora diga elabad dónde tiene los cuartos. -No tengo nada que darles a ustedes -respondió con firmeza el cura.

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Sus cejas se fruncían, su tez ya no era rubi-cunda, sino que mostraba la palidez biliosa dela cólera, y sus manos, lastimadas, estrangula-das por los cordeles, temblaban con tembleque-teo senil. -Ya dirá usted otra cosa dentro de diez minu-tos... Le vamos a freír a usted los dedos en acei-te del que usted nos echó. Le vamos a sentar enlas brasas. A la una..., a las dos. El cura miró alrededor y vio sobre la mesadonde habían cenado el cuchillo de partir elpan. Con un salto de tigre se lanzó a asir el ar-ma, y derribando de un puntapié la mesa y elvelón, parapetado tras de aquella barricada,comenzó a defenderse a tientas, a oscuras, sinsentir los golpes, sin pensar más que en morirnoblemente, mientras a quema ropa le acribi-llaban a balazos. El sargento de la Guardia Civil de Doas, quellegó al teatro del combate media hora después,cuando aún los salteadores buscaban inútil-mente bajo las vigas, entre la hoja de maíz del

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jergón y hasta en el Breviario los cuartos delcura, me aseguró que el cadáver de éste no te-nía forma humana, según quedó de agujereado,magullado y contuso. También me dijo el mis-mo sargento que desde la muerte del cura deBoán abundaban las perdices; y me enseñó enla feria a Javier, que no persigue caza alguna,porque es manco de la mano derecha. "La Revista Ibérica", núm. 12, 1883.

El pinar del tío Ambrosio

Al volver de examinar la diminuta heredadque le daban en garantía de un préstamo al 60por 100, se le ocurrió al tío Ambrosio de Sabu-ñedo echar un ojo a su pinar de Magonde, a verqué testos y guapos estaban los pinos viejos ycómo crecían los nuevos. Aquel pinar era elquitapesares del tío Ambrosio. Dentro de unpar de años contaba sacar de él una buena po-rrada de dinero; para entonces estaría afirmada

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la carretera a Marineda, y el acarreo sería fácil ylos licitadores numerosos y francos en propo-ner. Si el tío Ambrosio pudiese, bajo un fanal devidrio resguardaría sus gallardos pinos de Ma-gonde. Apenas hubo traspasado el lindero, el viejoprofirió una imprecación. A su derecha, y san-grando aún densa resina, se veía el cabezo deun pino recién cortado. Pocos pasos más allá,otro cepo delataba un atentado semejante. Nirastro del tronco. Y el tío Ambrosio, espuman-do de rabia, contó hasta cinco pinos soberbios,cercenados y sustraídos... ¿Por quién? Al punto,el pensamiento del tío Ambrosio se fijó en Pe-dro de Furoca, alias el Grilo, el más vagabundoy ladrón de la parroquia. Sólo él sería capaz deun golpe de mano tan atrevido: sacar el carrode noche, cortar y cargar los pinos con ayudade algún bribón de su misma laya, y venderlosbaratos en Marineda, ¡porque para lo que lecostaban!... ¡Mal rayo!

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En medio de su furor, el tío Ambrosio concibióuna idea genial. Creía haber encontrado mediode hacer el pinar inviolable. Regresó a la aldea,y guardóse bien de quejarse del robo de lospinos. Al contrario; en las conversaciones juntoal fuego, en las deshojas, a la salida de la misamayor, aseguró que ignoraba el estado del pi-nar, que no se atrevía a llegarse por allí nunca,aun cuando le interesaba vigilar sus árboles,desde que un día, al caer la tarde, había visto,pero ¡visto con sus propios ojos que había decomer la tierra!, una cosa del otro mundo, pro-bablemente un alma del Purgatorio. Y como latía Margarida y Felisiña la de Zas le pregunta-sen, muertas ya de miedo, las señas del alma, eltío Ambrosio la describió minuciosamente: eramuy altísima; arrastraba unos paños blancos yunas cadenas que metían un ruido atroz, y da-ba cada suspiro que temblaba la arboleda. Dosojos de lumbre completaban el retrato de aquelser misterioso.

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Algunos mozos, preciso es confesarlo, se rie-ron de la descripción, porque el escepticismohace ya estragos hasta en las aldeas; pero lasmujeres, los viejos y los niños patrocinaron laconseja del tío Ambrosio, y el Grilo fue de losprimeros a persignarse si pasaba con sus bue-yes por delante del pinar. Frotábase el tío Am-brosio las manos creyendo salvados los pinos,cuando experimentó una gran sorpresa y unaimpresión profunda: el rapaz de la tía Margari-da, Goriños, volviendo del monte al anochecercon un fajo de retama a cuestas, había vistotambién, en la linde del pinar, el alma. El tíoAmbrosio interrogó al muchacho, cuyos dientescastañeteaban aún de terror, y le oyó repetirpuntualmente su propia pintura: la estaturaagigantada, los blancos lienzos, los ojos de bra-sa y los plañideros suspiros de la visión delotro mundo. Pensativo y maravillado en extremo quedó eltío Ambrosio con tan extraña noticia. Mejor quenadie sabía él que lo de la aparición era un em-

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buste gordo. Sin embargo, Goriños lo afirmabade tal manera y con tal acento de sinceridad,que, ¡francamente!, daba en qué pensar algo yaun harto. Y por si no bastaban las afirmacio-nes, Goriños cayó enfermo del susto y estuvoocho días en la cama sangrando del brazo iz-quierdo. Hasta que el chiquillo convaleció, el tío Am-brosio, sin saber la razón, sin definirla, no tuvoganas de dar una vuelta por el pinar. Era preci-so ver lo que ocurría, y el viejo necesitaba, parano quitar verosimilitud a su propia invención,ir de modo que no le viesen, a boca de noche.Así lo hizo, provisto de vara y navaja, y ro-deando por entre maíces y después por unatejera abandonada ya, en que formaban barran-cos los hoyos abiertos para extraer el barro. Ibacautelosamente buscando la sombra de los ár-boles, ojo alerta, palpitante el corazón. Al en-contrarse cerca del pinar, se detuvo un instante,respirando. La luna, que acababa de asomarentre dos sombríos nubarrones, prestaba fan-

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tástico aspecto a los negros troncos erguidos yapretados como haces de columnas; y el viento,al cruzar las copas, les arrancaba salmodiaslúgubres, que parecían llantos y lamentacionesde ánimas en pena. Volvió la luna a nublarse, yel tío Ambrosio, dispuesto ya a salvar la linde,oyó de prontoun golpe sordo y a la vez un doloroso suspiro.Erizóse su escaso cabello y, despavorido, dio acorrer en dirección opuesta al pinar. A poco trecho andando se rehízo, que, al fin,era duro de pelar el tío Ambrosio, y jurandoentre dientes volvió atrás, proponiéndose en-trar en su pinarcito, pese a todos los gemidos yporrazos que allá dentro sonasen. Otra vez re-fulgía la luna en lo alto de los cielos, y su luz,fría y triste, en vez de prestar tranquilidad alespíritu, aumentaba el pavor. Los mil ruidos dela naturaleza, el correteo de las alimañas, elmanso rumor del follaje, adquirían a tal hora yen tal sitio medrosa solemnidad. Ya cerca, el tíoAmbrosio creyó oír de nuevo el fatídico golpe,

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apagado, mate, a mayor distancia. Dominó elestremecimiento de sus nervios y adelantó doso tres pasos. De repente, sus pies se clavaron ala tierra como las raíces de un pino. Saliendo delos más fragoso de la espesura, acababa de apa-recérsele, ¡atención!, la "cosa del otro mundo". Allí estaba, allí, conforme con su descripción,tan alta que sus inflamados ojos parecían brillaren la copa de un árbol, arrastrando melancóli-camente las blancas telas del sudario, cuyosfúnebres pliegues movía el viento de la noche;caminando poco a poco, haciendo resonar lasroncas cadenas y suspirando horriblemente,como deben de suspirar los precitos... El tíoAmbrosio abrió la boca, los brazos después, setambaleó y cayó para atrás, lo mismo que si lehubiesen atizado un gran palo en la cabeza... Seaplanó contra la tierra, sin movimiento, sin co-nocimiento, accidentado de susto. Volvió en sí a tiempo que amanecía. El rocíonocturno, que tendía una red de aljófar y di-amantes sobre la hierba, había empapado las

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ropas del labriego y penetrado hasta sus huecossecos y vetustos. Quiso incorporarse, y sintióagudísimos dolores; se encontraba tullido opoco menos. Gritó, pidiendo auxilio, pero nin-guna voz respondió a la suya: el sitio era muysolitario; por allí, desde que faltaban los tejeros,no existía humana vivienda. Mal como pudo yarrastrándose, el tío Ambrosio tomó el caminode su aldea y de su casa; y su mujer, al verlemoribundo, se decidió a avisar al médico, conquien estaban arrendados por seis ferrados detrigo anuales. Vino el doctor, y hubo receta lar-ga, porque el tío Ambrosio sufría una fiebrereumática de las más peligrosas. Lenta fue laconvalecencia, y el viejo usurero anduvo enmuletas más de dos meses. Cuando pudo va-lerse por su pie, estaba tan consumido y desfi-gurado, que en la aldea no le conocían. El tío Ambrosio volvía a la vida con una ideafija incrustada en su meollo agudo y sutil. Que-ría a toda costa ver el pinar, verlo claramente,lo que se dice verlo. Y como no estaba para ca-

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minatas largas, arreó su jumento, y a las docedel día, con un alegre sol, se metió por el sen-dero y cruzó la linde. Desde el primer instante,advirtió que aquello era una perdición. A dere-cha e izquierda, entre pocos pinos respetadospara encubrir la tala, sólo se divisaban cepos,los unos, frescos, blancos y resinosos; los otroscortados ya de antiguo, denegridos y resque-brajados. Las dos terceras partes del magníficopinar habían desaparecido. Y el tío Ambrosio,ante aquel espectáculo de horror, descifró per-fectamente los golpes sordos, la aparición delalma en pena y la fácil credulidad del Grilo...Crispó los puños, se atizó un recio golpe en lafrente, miró al manso borrico y murmuró endialecto: -Aún soy yo más. "Blanco y Negro", núm. 290, 1896.

Planta montés

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Hubo larga deliberación, y se celebró una es-pecie de consejo de familia para decidir si era ono conveniente traerse a aquel indígena de lamás enriscada sierra gallega a servir en la capi-tal de la región. Ello es que emprendíamos ladoma de un potro; tendríamos que empezarenseñando al neófito el nombre de los objetosmás corrientes y usuales, dándole una serie de"lecciones de cosas", que me río yo de la escuelaFroebel. Pero tan ahítos estábamos del servicioreclutado en Marineda, procedente de fondas ycafés, picardeado y no instruido por el roce,ducho en hurtar el vino y en saquear la casapara obsequiar a sus coimas, que optamos porel ensayo de aclimatación. En el fondo de nues-tro espíritu aleteaba la esperanza dulce de queal buscar en el seno de la montaña un mucha-cho inocente y medio salvaje, hijo y nieto degentes que desde tiempo inmemorial labrannuestras tierras, ejerceríamos sobre el servidoruna especie de donominio señorial, reanudan-do la perdida tradición

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del servicio antiguo, cariñoso, patriarcal en su-ma. ¡Tiempos aquellos en que los criados morí-an de vejez en las casas!... Era una mañana serena y pura; el cielo de Ma-rineda justificaba la copla que lo declara "cu-bierto de azul", cuando llegó a nuestros lares elnatural de Cenmozas. Acompañábale su padre,el casero. Padre e hijo se parecían como dosgotas de agua, en las facciones: ambos de rostropomuloso, moreno bazo, color de pan de cen-teno; de ojillos enfosados, inquietos, como deave cautiva; de labios delgados casi, invisibles;de cráneo oblongo, piriforme. Los diferenciabala expresión, astuta y humilde en el viejo, hoscay recelosa en el mozo; y también los distinguíael pelo, afeitado al rape el del padre, largo eldel hijo y dispuesto como la melena de los sier-vos adscritos al terruño, colgando a ambos la-dos de su parda montera de candil. Los dosvestían el genuino traje de la comarca monta-ñosa, algo semejante a la vestimenta de los ven-deanos y bretones, aunque en vez de amplias

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bragas usasen el calzón ajustado de lienzo bajoel de paño pardusco. A pesar de la radiantebelleza del día,apoyábanse los montañeses en inmensos para-guas colorados. Mientras el viejo rebosaba satisfacción y con-tento -como quien está seguro de haber encon-trado a su progenie una colocación en que tieneal rey cogido por los bigotes-, y en su fisonomíasocarrona retozaba insinuante sonrisa, el mozo,callado y descolorido a pesar del sol que habíatostado su epidermis, parecía indiferente a lascosas exteriores. Al ofrecerles asiento, dejáronsecaer en él a la vez pesada y tímidamente, pene-trados de respeto hacia la silla. Antes de estipu-lar nuestras condiciones, hizo el padre el cum-plido panegírico de su Ciprián o Cibrao, que asíle llamaba. Las comparaciones elogiosas esta-ban tomadas de la fauna campesina. Cibrao,maino como una oveja; Cibrao, fiel como uncan; Cibrao, trabajador como un lobo (tal dijo,aunque yo ignoraba que el lobo se distinguiese

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por su laboriosidad); Cibrao, amoroso comouna rula (tórtola); Cibrao, ahorrativo como lashormigas; Cibrao, más duro que mula burreña;a Cibrao con cualquier cosa lo manteníamos,porque,¡alabado sea el Señor!, él venía hecho a todo ysu cuerpo bien castigado. Si nos desobedecía enla menor, ¡dale sin duelo! (y el padre ejecutabael ademán de quien sacude un pellejo a vara-zos), y si no, llamarle a él, al tío Julián, quevendría desde Cenmozas para arrearle al hijotal tunda, que no se pudiese menear en cincosemanas. Soldada, la que quisiéramos; ¡dema-siada fama teníamos de buenos cristianos parahacer mala partida a nadie! Al mozo, en su ma-no, ni un "ochavo de fortuna" siquiera: ya sesabe que los mozos cuanto tienen, otro tantodestragan con bribonas y tabernas... Él, el tíoJulián, se encargaría de recoger, supongamos,cada dos o tres meses juntos... Si hoy en díapagaba tanto más cuanto por el lugar, y si tantoganaba el mociño, eso menos nos pagaría al

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vencer el término de la renta. Y hablando derenta: en estos años tan malos, por fuerzahabríamos de perdonarle alguna. Otrosí: la casadel lugar, propiamente estaba cayéndose enruinas... Venir un día deviento..., y ¡plan!..., ¡adiós, casiña! Luego, contantas grietas..., los tenía el frío aterecidos.Comprendimos que el tío Julián venía animadodel firme propósito de vendernos su "mozo" atrueque de la renta del lugar, reconstrucción demorada y dinero para unos bueyes a parcería,que contaba le sacasen de apuros. En arras deeste contrato tácito, ofreciónos dos empederni-dos quesos, cuatro onzas de rancia manteca yhasta media fanega de castañas gordas. Cuando, después de bien comido y regalado,se despidió el viejo labriego, el hijo conservó suinmovilidad y mutismo; ni aun mostró quereracompañarle hasta la puerta o darle algunaseñal de afecto o encargo para los que se habíanquedado allá en la sierra, adonde el viejo vol-vía. Por la noche vimos al nuevo servidor acu-

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rrucado en un rincón de la cocina, sin quereraproximarse a la mesa para cenar. Ni nuestraspalabras, ni las bromas de la joven y alegredoncella, ni las compasivas insinuaciones de lacocinera, mujer ya madura y que tenía un hijo"sirviendo al rey", consiguieron animarle. Noconsintió probar bocado. Comprendimos bien esta nostalgia o morriñade los primeros instantes, y esperamos que noduraría. ¡Marineda es tan regocijada los do-mingos! ¡Ofrece tantas distracciones a un rapazcampesino que sólo ha visto breñas y tojos!¡Hay tanta música militar, tanto ejercicio debatería; en Carnaval, tanta comparsa...! Y enSemana Santa, ¡qué de procesiones! Ya acabaríaCibrao por chuparse los dedos. Lo primero, adecentarle, para que pudieseandar entre las gentes y sus compañeros no lehiciesen burla. Un barbero le cortó el pelo y leenseñó el uso del peine; un sastre le arreglóropa de desecho; a provistarle de camisas, decalcetines y elásticas; a plancharle corbatas

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blancas y embutirle las callosas manos en guan-tes de algodón. La metamorfosis, al pronto,surtió favorable efecto. Diríase que iba a sacu-dir su apatía el montañés. Fuese que las guede-jas le hacían el rostro más macilento, o fuesepor otra razón desconocida, al raparse mejoróde semblante, apetito y ánimo, y ya creímosque el trasplante se realizaba con toda felicidad. ¡Ay! Nuestra satisfacción fue un relámpago. Elrapaz se estrenó desastrosamente en el servicio.Ni una potranca de Arzúa, suelta al través de lacasa, hace más estropicios. Las manos duras deCibrao, acostumbradas al sacho y a la horquilla,no acertaban a tocar cacharro ni vidrio sin re-ducirlo a polvo. Lo cogía con infinitas precau-ciones, y ¡clin!, ¡plac!, al suelo hecho añicos. Élle echaba la culpa a los guantes, con los cualesaseguraba que "no tenía tientos". El cristal ejer-cía sobre sus sentidos burdos de labriego extra-ña fascinación. No lo distinguía de la diafani-dad de la atmósfera: tenía delante una copa ouna botella, y positivamente "no la veía", o la

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menos, no distinguía sus contornos. "Maréa-me", decía al tomar cualquier objeto transpa-rente. Nos ponía tenedores para la sopa y cucharaspara el frito. Las vinagreras las servía al postre.Azotaba los cuadros con el mango del plumero;arrancaba de cuajo los cortinones al intentarsacudirlos; limpiaba el tintero con las toallasfinas, y no dejó aparato de petróleo que no des-compusiese. Una noche tuvimos la casa, porculpa suya, sepultada en profundas tinieblas. Con todo ello, nuestro ajuar ganaba poco, y sudestructor, menos aún. El azoramiento de lascontinuas advertencias y regaños, el vértigo dela ciudad, tal vez causas más íntimas, más pe-gadas al alma del trasplantado, iban dema-crando su rostro y apagando sus ojos de unmodo que llegó a parecernos alarmante. Algode compasión y mucho de cansancio e impa-ciencia nos dictaron la medida de llamar a capí-tulo al mozo y aconsejarle paternalmente lavuelta a su aprisco serrano. "Vamos, habla claro

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y sin miedo, rapaz. Nadie te quiere en su casapor fuerza. Llevas quince o veinte días; ya pue-des saber cómo te va por aquí. Tú no estás con-tento." Una chispa luminosa se encendió en lascóncavas pupilas, y los apretados labios articu-laron enérgicamente: -Señora mi ama, no me afago aquí. -Y pasado algún tiempo, ¿no te afarás tampo-co? -Tampoco. No señora. En vista de la categórica respuesta, escribimossin dilación al mayordomo de la montaña paraque viniese el tío Julián a recoger su cachorro.Sí, que lo recogiese cuanto antes; de lo contra-rio, ni nos quedaría títere con cabeza, ni el mu-chacho levantaría la suya. Transmitió el ma-yordomo la respuesta del viejo. Como él viniesea Marineda, le rompía al hijo todas las costillas,por "escupir la suerte". Y si lo llevaba a la mon-taña otra vez, era para "brearlo a palizas". Estemodo de entender la autoridad paterna nosalarmó un poquillo. Suspendimos toda deter-

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minación y comunicamos a Cibrao las órdenesdel "patrucio". Nada contestó. Resignóse. Cayó en una espe-cie de marasmo. Trabajaba lo que le mandasen;pero en cuanto volvíamos la espalda se acurru-caba en un rincón, dejando los brazos colgantesy clavando la quijada en el pecho. Era la calmatriste del animal, silenciosa y soporífera, sinprotestas ni quejas; la oscura y terca afirmaciónde la voluntad en el mundo zoológico. Ciertodía, al preguntarle, si estaba malo y proponerleun médico, hubo de responder: -Médico "non" sirve. ¡La tierra me llama por elcuerpo! Había llegado el mes de noviembre, lúgubremes en que parece oírse, al través del suelo em-papado en lluvia y entre el silbo del ábrego,choque de huesos de difunto y sordas lamenta-ciones extramundanales. Marineda se vestía deinvierno. Retemblaban los cristales al empujedel huracán, y el rugir de los dos mares, el Va-radero y la Bahía, hacía el bajo en el pavoroso

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concierto, mientras la voz estridente del vientoparecía carcajada sardónica. En nuestra solita-ria calle no se oía a las nocturnas horas sino elpaso fuerte y rítmico del sereno, el quejumbro-so escurrir del agua, el embrujado maullido delgato, ya rabioso de amor, y algún aldabonazoque resonaba como en el hueco de una tumba.Después de la noche más tormentosa y triste detodo el mes, supimos que Cibrao no quería salirde la cama. Y vino el doctor, y a carcajadas nosreíamos cuando nos enteró de lo que el mozopadecía. -¡El maula ese! No tiene nada. Ni calentura, nidolores, ni esto, ni aquello, ni lo de más allá.¡Cuando les digo a ustedes que nada! Y diceque no la da la gana de levantarse, ¿por quépensarán? ¿A que no aciertan? Pues porqueanoche oyó ladrar, digo aullar un perro, y juraque el dicho perro "ventaba" su muerte. Pasada la risa, nos entró el arranque humani-tario.

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-Doctor, ¿caldo y vino? Doctor, ¿unos sina-pismos? Doctor, ¿a veces un baño de pies...? El médico se encogió de hombros enarcandolas cejas. -No veo medicamento, porque no veo enfer-medad. Si la hay es en la "sustancia gris", y yoallí no sé cómo se ponen las sanguijuelas nicómo se aplican los revulsivos. A mal de su-perstición, remedio de ensalmos. Llamen uste-des al cura de la parroquia, que se traiga el cal-derito y el hisopo y le saque los enemigos delcuerpo. Y el doctor Moragas se fue, entre risueño yfurioso. Muchas veces hemos deplorado no seguir actocontinuo el consejo irónico del doctor. ¿Quiénsabe si las ilustraciones del bendito calderocurarían la pasión de ánimo del montañés. La noche siguiente yo también oí, entre el sil-bido del aire y ronco mugido profundo delCantábrico, la voz del perro que aullaba en sonmuy prolongado y triste. Me desvelé, y singu-

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lar desasosiego me oprimió hasta la madruga-da, hora en que generalmente recompensa elsueño las fatigas del insomnio. ¿Será creído el desenlace de este caso auténti-co, no tan sorprendente para los que nacimosen la brumosa tierra de los celtas agoreros co-mo para los que en regiones de sol tuvieroncuna? El temor a la incredulidad me paraliza la ma-no. Apenas me determino a estampar aquí queCibrao amaneció muerto en su cama. Le hicimos un buen entierro, y hasta se dijeronmisas por su alma primitiva y gentil. "La España Moderna", diciembre 1890.

Poema humilde

Lo que voy a contaros es tan vulgar, que ya nopertenece a la poesía, sino a la bufonada enverso: ni al arte serio, sino a la caricatura gro-tesca, de la cual diariamente hace el gasto. Sed

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indulgentes y no me censuréis, porque dondesuele verse risa he visto una lágrima. Lo que voy a contaros son los amoríos del sol-dado y la criada de servir. Se querían desde laaldea, donde ambos nacieron; y cuando, des-pués de haber destripado terrones toda la se-mana, las noches de los sábados salían los mo-zos de parranda y broma, cantando y exhalan-do gritos retadores, Adrián siempre echabaraíces en la cancilla de Marina, y Marina no sedespegaba de la cancilla para dar palique aAdrián. Las tardes de los domingos, al armarseel bailoteo sobre el polvo de la carretera, la pa-reja de Adrián era Marina, y que nadie se laviniese a disputar; y al celebrarse la fiesta pa-tronal, sentados juntos en la umbría de la tupi-da "fraga" -mientras la gaita y el bombo reso-naban a lo lejos, doliente y quejumbrosa la pri-mera, rimbombante y triunfador el segundo-,Marina y Adrián callaban como absortos en elgusto de allegarse, aletargados de puro bienes-tar. Sólo al anochecer, hora de regreso a sus

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casitas por los caminos hondos, Adrián, despi-diendo un suspirote, soltaba elbrazo con que tenía ceñida solapadamente lacintura maciza y redonda de su rapaza. En bodas no se pensaba aún, porque Adriániba a entrar en quintas; pero, entre dos estrujo-nes de talle más recios, se había convenido enque, si "le caía la suerte" a Adrián, se casarían alcumplir. Vino, por fin, el sorteo, y tocóle al mo-zo "servir al rey"; todas las gestiones, empeñosy tentativas de soborno del padre de Adriánpara que a su hijo le declarasen inútil, fracasa-ron; en tiempo de guerra se hila muy delgadito,y con las comisiones mixtas, en que entran mili-tares, no hay sutilezas que valgan. Adrián salióa presentarse en el cuartel, y a las dos semanasse marchaba de la aldea Marina, admitida decriada "para todo" en casa de unas señoras sol-teronas, maniáticas de limpieza, que por treintareales mensuales la tenían dieciséis horas con elestropajo empuñado o la escoba en ristre. ¡Ma-rina se añoraba tanto!

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Acordábase sin cesar del fresco pradito en queapañaba hierba o apacentaba su vaca roja; delsoto, en que recogía erizos; del maizal, cuyaspanochas segaba riendo; le faltaban aire y luzen el zaquizamí donde dormía, y en la cocinaangosta y enrejada en que fregaba pucheros ycazos; y muchas veces soltando el "molido" o elmedio limón, dejaba caer los brazos, cerraba losojos y se veía allá, donde el humo del horno, aguisa de fino velo de tul gris, envuelve la caba-ña, a cuya puerta juegan los hermanillos... Mastodo lo olvidaba el domingo, cuando en el granpaseo poblado de árboles, al metálico son de lacharanga, daba vueltas y vueltas acompañadade Adrián, que empezaba a acostumbrase allevar su uniforme de Infantería. Cada domingose decían lo mismo al tiempo de encontrarse, yal agarrase los dedos, riendo con gozo pueril: -¡Cómo branqueas, Mariniña! -¡Y tú qué branco te tornas! Y era que, en efecto, el ambiente tasado y vi-ciado de la ciudad iba robando a sus caras el

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tono atezado y rojizo, la sana y dura encarna-ción campesina: -¡Cómo branqueas! -¡Qué branco! Con tal que no se llevasen a la guerra a su mo-zo, Marina no se quejaba; trabajaba lo mismoque una negra, frotaba sin descanso cubiertos,cazos y herradas, barría suelos y aporreabamuebles a fin de que todo reluciese como eloro, y no la castigasen quitándole su salida delos domingos en que la obsequiaba con cincocéntimos de barquillos el soldado. Lo peor esque "aquello" de la guerra tenía que venir, yvino; se necesitaba más gente allá en la tragonaisla que ya había devorado tantos millares decuerpos jóvenes y vigorosos, como el horrible"lupus" dicen que devora la carne fresca que leaplican. ¡Más gente! Allí estaba en la bahía elhermoso barco, aguardando su carga, pronto azarpar, calentado ya sus enormes calderas, cu-ya sorda actividad estremecía ligeramente el

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casco cual se estremece el corcel de batalla alolfatear la sangre... Y se llevaron a Adrián y también a los otros.Marina, sin acordarse del regaño que la espera-ba en casa, se pasó la tarde entera plantada enel muelle, aguardando a la tropa. Al parecerAdrián, se le colgó del cuello, dándole un abra-zo insensato y muchos besos húmedos de lá-grimas, piadosos, sin malicia ni impureza. Aldesviarse el soldado, Marina le puso en la ma-no un papelico que contenía noventa reales -lasoldada de un trimestre, el precio de tantasfregaduras-, y en un pañuelo atado, dos cami-sas gordas y media docena de calcetines bara-tos, porque ella había oído que en la guerra losmilitares andan desnudos y descalzos -"¡pobriños!"-. Aquello pasó entre el desorden yel bullicio del embarque, el "chin chin" de lamúsica, las oleadas del gentío que llenaba elEspolón; y Adrián, queriendo conservar su en-tereza, por no deslucirse ante los compañeros

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de armas, balbució: "Te non aflijas, Mariniña,que hamos de tornar pronto..." Después de la marcha de Adrián, bien desea-ría Marina volver a su aldea, a su vaca, al pradoy a la fuente donde charlan las comadres...,pero no podía ser, no; había que esperar lavuelta de la tropa, que ya no tardaría; según losque leían papeles, se andaba trabajando en "me-ter paz"..., aunque otros papeles asegurabanque lo de "meter paz" iba para largo. Por si aca-so, Marina quieta allí, con el muelle a dos pasosde casa, siempre concurrido de gente de mar,que sabe noticias de la isla, que compra los dia-rios y que se presta a enterar a una infeliz aquien le estorba lo negro... Ellos, los marineros,se encargaban de soletrarle a Marina las cartasde Adrián, muy optimistas, contando que esta-ban tan gordos y habían comido gallina y unasfrutas que saben a gloria, y tomado café fino acuenta del mambis, y bebido licor, y fumado untabaco de olé. Cinco fueron las cartas en cuatro

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meses; de pronto cesaron, y Marina no dudó niun instante de que Adrián estaba enfermo, muyenfermo; no difunto, pues por las gestiones deun tendero de ultramarinos donde compraba,había averiguado que oficialmente no "era baja"Adrián. "No ser baja quiere decir estar vivo,mujer", explicaba con suficiencia el tendero. Por aquellos días empezaron a arribar al puer-to buques-hospitales, cargados de enfermos yde moribundos. Daba compasión presenciar eldesembarco. Arrastrándose o en camillas; páli-dos, con la palidez mortecina de la anemia pro-funda; cárdenos los labios, apagados los ojos,los vencidos por el clima tenían aún fuerzaspara sonreír a la tierra natal, al dulce sol penin-sular que calienta y no consume, al aire oxige-nado y fresco que no columpia gérmenes deinfección en sus diáfanas ondas. Dilataban laspupilas para mirar el caserío níveo, las galeríasde cristales, la muchedumbre amiga que losatiende y los recibe apiadada de tanto sufrir...,y les parecía mentira estar otra vez en la España

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buena, en la que todavía tiene una bandera solay un solo corazón para los que la defienden.Marina, aunque no entendía jota de eso de lapatria, no perdía ni una arribada de buque;porque, ¿quién sabe...? Y era a cada paso más doloroso el espectáculoque a tales arribadas seguía. Cada nueva hor-nada traía gente más exhausta; a cada barcoaumentaba el número de camillas y disminuíael de los soldados que se dirigían al hospital oal sanatorio por su pie. Una mañana cundió lavoz de que acababa de entrar en bahía un bu-que, tripulado únicamente por cadáveres. Sin-gular parecerá, y lo es, sin duda, el que en lospuertos se diga de antemano en qué estadoviene el buque que todavía no fondó, y, sinembargo, los que en el puerto de mar han vivi-do saben que ocurre este fenómeno. Noticiasmuy tristes corrían acerca del estado del Ocea-nía, y la imaginación popular, en pocas horas,creó la siniestra leyenda, con sabor germánico,de una embarcación sin otra carga que muertos

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-buque fantasma, ataúd flotante a merced delas olas-. El muelle rebosaba de curiosos, y aMarina le costó un triunfo abrirse paso. La em-pujaban, la magullaban, la pellizcaban algúnchusco sin entrañas, de esos que enla ocasión más grave alardean de buen humor;pero ella consiguió al fin situarse en primerafila, en sitio preferente, al paso de los enfermosque iban ocupando las camillas. La leyendatenía fundamento; aquellos no eran enfermos,sino cuerpos inertes, sin movimientos y, al pa-recer, sin vidas. Batidos y zapateados durante toda la travesíapor furioso temporal, los que no habían su-cumbido ni descansaban ya en el fondo de losmares, venían exánimes, lacios, rotos, hechostrizas, en síncope bienhechor, que les impedíadarse cuenta de su estado. Su cabeza oscilaba,sus manos colgaban, su respiración era insensi-ble, y hubo dos que, al ser depositados en lacamilla, hicieron un movimiento; revolvieron

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un instante las pupilas... y después las cerraronpara la eternidad. Hacia una de esas camillas se arrojó una rapa-za, chillando, llorando a voces, como se llora enla aldea, y mesándose los cabellos. Marina aca-baba de reconocer a su Adrián... y cuenta quepara ello bien se necesitaba la ojeada infalibledel amor, que es la misma en todas las clasessociales, la misma en la pobre criada de servirque en la reina. Marina había reconocido a sumozo en aquel agonizante que expiraba al be-ber el primer aliento, la primera brisa cariñosade la costa nativa...; y ahora sí que podía ex-clamar la aldeanilla, ante el rostro exangüedormido sobre el cabezal: -¡Qué branco!

La amenaza

Aquella casita nueva tan cuca, tan blanquea-da, tan gentil, con su festón de vides y el vivo

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coral de sus tejas flamentes, cuidadosamentesujetas por simétricas hiladas de piedrecillas;aquellos labradíos, cultivados como un jardín,abonados, regados, limpios de malas hierbas;aquel huerto, poblado de frutales escogidos, deesos árboles sanos y fértiles, placenteros a lavista, cual una bella matrona, me hacían siem-pre volver la cabeza para contemplarlos, mien-tras el coche de línea subía, al paso, levantandoremolinos de polvo la cuesta más agria de lacarretera. Sabía yo que esta modesta e idílicaprosperidad era obra de un hombre, pobre co-mo los demás labradores, que viven en madri-gueras y se mantienen de berzas cocidas ymendrugos de pan de maíz, pero más activo,más emprendedor; dotado de la perseveranciaque caracteriza a los anglosajones, de iniciativay laboriosidad, y que, a fuerza de economía,trabajo, desvelos e industria había llegado aadquirir aquellasproductivas heredades, aquel huerto con suarroyo y a construir en vez de ahumado y des-

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mantelado tugurio, la vivienda de "señor", sa-ludable, capaz, aspirando y respirando holga-damente por sus seis ventanas y su alta chime-nea... A veces, desde el observatorio de la ven-tanilla del destartalado coche veía al dueño dela casa, el tío Lorenzo Laroco, llevando la este-va o repartiendo con la azada el negro estiércolfecundador, exponiendo al sol sin recelo sucalva sudorosa y su rojo y curtido cerviguillo, yadmiraba, involuntariamente, aquella vejezrobusta aquella alegre energía, aquella compla-cencia en la tarea y en la posesión de un bienes-tar ganado a pulso y a puño, sin defraudar anadie, honradamente. Un día -llegando el coche al alto donde ya seregistran los dominios del tío Lorenzo- noté consorpresa completa transformación. En las here-dades en barbecho crecían cardos, escajos yortigas. La mitad de los árboles del huerto apa-recían tronzados, secos algunos; el arroyo sehabía convertido en charca, y en la fachada dela casa solitaria pendía, a manera de colgajo de

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carne desprendido por cuchillada feroz, unavidriera que desgajó sin duda la racha delhuracán. Mi exclamación de asombro y pena determinósilenciosa y astuta sonrisa en el aldeano, que,sentado frente a mí, descansaba la barbilla en elpuño de báculo del inmenso paraguas rojo -elclásico "paraguas de familia", tan querido delcampesino gallego-. Guiñó los ojos sagaces yesperó con sorna la pregunta infalible. -Mi amigo, ¿sabe si es que ha muerto el tíoLorenzo de Laroco? -pronuncié con interés. -Morir, no murió -respondió el aldeano pe-sando las palabras cual si fuesen polvillos deoro. -Pues ¿cómo veo todo abandonado y hasta lavidriera rota? -La casa se vende y las tierras también -declaró el buen hombre, con la misma solemni-dad y diplomática reserva. -Pero..., y al tío Lorenzo, ¿qué le pasa?

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-El tío Lorenzo... ¡Pchs!..., dicen que embarcópara Buenos Aires. -¿Y por qué? ¡Un hombre que le iba tan bienaquí! El labriego meneó la cabeza, adelantó el labioinferior, se encogió levemente de hombros,apretó el cayado del paraguazo, y al fin soltócon énfasis: -¿Y qué quiere, señora? ¡Cosas de la "fertuna",que "vira" como el viento! Conociendo algo la psicología de nuestra gen-te aldeana, comprendí que aunque preguntasey repreguntase no sacaría en limpio la historiadramática que me hacían presentir aquellastruncadas noticias. Por suerte, al día siguiente,cuando salíamos de la misa mayor, me di demanos a boca con el médico don Fidel, sujetode habla expedita y bien informado de la chis-mografía rural. Apenas toqué el punto del em-barque del tío Lorenzo, exclamó vivamente: -Ahí tiene usted uno que no emigra ni porfalta de recursos, ni menos por sobra de codi-

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cia. Satisfecho vivía él en su casita preciosa, ycon sus frutales y sus hortalizas, y su hórreorevertiendo maíz, y su panera llena de trigo,como el emperador en su trono. Era un "filóso-fo" allá, a su manera, el tío Lorenzo, y com-prendía que vale más pájaro en mano... Paraquien sabe agenciarse y vivir, América está entodas partes... ¡No me lo dijo pocas veces,cuando veía emigrar a los mozos! Y hasta ase-guro yo una cosa, y la aseguro porque estoy enautos: que va ese hombre herido mortalmentepor el golpe y la aflicción de dejar lo que tantostrabajitos le costó adquirir, porque si cree ustedque allí hacía germinar las cosechas el abono, seequivoca: cada espiga era una gota de sudor yun átomo de voluntad del tío Lorenzo!... -Pues si no se ha ido por necesidad ni por lu-cro, ¿a qué santo se fue ese hombre? -pregunté,sintiendo que mi curiosidad redoblaba. -Se ha ido..., ¡verá usted!...: por nada; por unaaprensión, por el fantasma de un daño..., poruna palabra, por algo que se desvanece en aire.

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Se ha ido por una amenaza... ¡Una amenaza demuerte, eso sí! De veras espanta observar loque labra en nuestro cuerpo la lima espiritualde una idea. ¿Usted recuerda al tío Lorenzo?¿No le veía todos los años al pasar? Pues yasabe que era un viejo de los que aquí llaman"rufos", colorado, listo como un rapaz, el pri-mero en coger la azada y el último en soltarla, ychusco y gaitero él con las mozas, y amigo debroma, y sin un alifafe ni un humor, ni un doloren los inviernos. Como que en diez años, quellevo aquí, sólo una vez me avisó, para curarleuna mordedura que le había dado en el hombroun burro muy falso, un garañón que tenía. Puessi le ve usted poco antes de embarcar, no creeusted que es el tío Lorenzo, sino su sombra o sucadáver. Se había quedado en los puros huesos;la ropa se le caía; la cara era del color de estepapel de fumar, y los ojos los revolvía como losde un loco, así, a derecha e izquierda, y la cabe-za así, mirando si venía alguien a herirle a trai-ción...

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-¿Y qué mala alma le había jurado la muerte aese pobre diablo? -murmuré, para atajar lasdescripciones del médico. -¡Sí, ahí está lo raro! -exclamó él, exaltado porlos recuerdos-. Nadie, o poco menos que nadie;su propio yerno, un majadero, un pillete de lacuria. El tío Lorenzo no tuvo de su matrimoniosino una hija, muchacha muy buena y apocadi-ta, que se enamoró de un escribientillo de Bri-gancia, y contra gusto del padre se casó con él,muriéndose de allí a poco, porque su marido lamaltrataba, que es lo más probable, o porqueella era de complexión delicadísima. No quedósucesión. El tío Lorenzo, entonces, ya empezabaa prosperar, a hacer compras, a tener "pan ypuerco." En éstas, el escribientillo se metió en no sé quegatuperios o trapisondas de falsificaciones, y leecharon de la notaría y de todas partes; se vioen la mayor miseria, y se acordó de su suegro, yse le presentó una mañana, mientras el tío Lo-renzo andaba arando. ¿Le sacó o no le sacó, de

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aquella vez, tajada? En la aldea dicen que sí,porque después se le vio por las romerías bienportado, muy majo, de botas nuevas, jugando yempinando el codo. Pero ya sabe usted lo queson estas cosas: el que chupó quiere seguirchupando. Parece que cuando el tunante esevolvió a pedir dinero, el suegro levantó la aza-da y se la enseñó, gruñendo: "Ahí tienes lo quete puedo dar: agarra ésta y suda como yo sudo,y comerás y lograrás remediarte." Y el yerno,echando mano al bolsillo y empuñando unafaca y abriéndola, contestó asimismo: "Pues enpago de eso que me das, te daré yo esto en lastripas; tan cierto como que se ha muerto mipadre. Suda y revienta y junta ochavos, que eldía que estésmás descuidado..., con esto te encuentras. Has-ta la vista..., hasta luego." Y usted preguntará: "¿Era hombre el yerno decumplir esta amenaza?" Pues aquí está lo bue-no, y por qué dije que el tío Lorenzo emigróhuyendo del fantasma de un daño, y no más

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que del fantasma. Nadie de los que conocen alescribiente le suponían con agallas para come-ter un crimen; porque una cosa es chillar yechar una bravata, y otra hacer... Y, ¡quia! Sitampoco lo creía el tío Lorenzo. Es decir, no locreía con la razón; pero como la razón es la quemenos fuerza nos hace, y como la imaginaciónestaba impresionada, y como el tunante se de-jaba ver en los alrededores y le rondaba la casay se le presentaba de repente saliendo de trasun árbol, el tío Lorenzo empezó a guillarse...,¡porque no somos nada, nada!, y le entró unaespecie de fiebre cotidiana y recuerdo que mellamó a consulta... ¡Una consulta bien origi-nal..., una consulta del alma! "Oiga, don Fidel: yo estoy malo de una ideaque se me ha agarrado... Y no piense: me hagocargo, señor, de que esta idea del demonio esuna "tontidad"... Déme algo, don Fidel, porquepuede ser que con una recetita se me quite; queyo he oído que estas cosas de la cabeza tambiénse pueden quitar con remedios. Ello enferme-

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dad parece, porque cuando me siento algo me-jor conozco que estuve aloquecido, y que nitengo pizca de miedo a ese trasto, ni él es hom-bre para ponerse conmigo cara a cara. Y si veoesto tan claro como la luz que nos alumbra, ¿enqué consiste que sueñe con "él" todas las no-ches, y de día, cuando salgo al trabajo, voy mi-rando siempre para atrás, y hasta juraría quesiento que me meten una cosa fría por los lo-mos...? ¿Ve? Aquí, aquí; que me duele, que nirespirar me deja..." Yo, naturalmente, le desen-gañé. ¡Esto no se cura en la botica! Si fuesereúma, se lo quitaría con salicilato; si fuese do-lor de costado, vejigatorios y sangría... Pero¿cosa de allá delpensamiento? ¡Sólo Dios! Y el tío Lorenzo, queen medio de todo era terne, me dijo así, unosdías antes de la marcha: "Don Fidel, soy máshombre que ese malvado, y se me pone entrelas cejas que lo que me cumple hacer es, antesque estar siempre con susto de que me mate,irme yo a él derecho y partirle la cabeza con el

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azadón... y dejarle en el sitio. Y ya no sueño conla muerte que él me dé, sino con dársela yo. Ytengo unas ganas atroces de verle tendido..., ycomo no quiero perderme..., ni condenarme...,ahí está, me voy a América..., vendo todo... ¡Alfin de mis años, a rodar por el mundo..." Y llo-raba el viejo como un chiquillo al decirme es-to..., que, vamos, me conmovió también a mí. -Según eso, hizo bien en marcharse. -¡Ay señora! -suspiró don Fidel-. Sí haríabien... Pero ¿qué sabemos? El hombre no puedehuir de su suerte... Ayer, en el vapor alemán, hevisto embarcarse al yerno, al de la amenaza,que estaba pereciendo de necesidad aquí..., ytambién se larga a Buenos Aires. "El Imparcial", 28 junio 1897.

Que vengan aquí...

En una de esas conversaciones de sobremesa,comparando a las diferentes regiones españo-

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las, en que cada cual defiende y pone por lasnubes a su país, al filo de la discusión recono-cimos unánimes un hecho significativo: que enGalicia no se han visto nunca gitanos. -¿Cómo se lo explica usted? -me preguntaron(yo sostenía el pabellón gallego). -Como explica un hombre de inmenso talentosu salida del pueblo natal (que es Málaga), di-ciendo que tuvo que marcharse de allí porqueeran todos muy ladinos y le engañaban todos.En Galicia, a los gitanos los envuelve cualquie-ra. En los sencillos labriegos hallan profesoresde diplomacia y astucia. Ni en romerías ni enferias se tropieza usted a esos hijos del Egipto,o esos parias, o lo que sean, con sus marrullerí-as y su chalaneo, y su buenaventura y su labiazalamera y engatusadora... Al gallego no se lepesca con anzuelo de aire; allí perdería su elo-cuencia Cicerón. -Se ve que tiene usted por muy listos a suspaisanos.

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-Por listísimos. La gente más lista, muy aguda,de España. Sobrevino una explosión de protestas y metrataron de ciega idólatra de mi país. Me con-tenté con sonreír y dejar que pasase el chubas-co, y sólo me hice cargo de una objeción, la queme dirigía Ricardo Fort, catalán orgulloso, consobrado motivo, de las cualidades de su raza. -Siendo así, ¿en qué consiste -preguntábame-que esa gente de tan superior inteligencia hayatenido tan mala sombra? ¿No es cierto, no lodeploran ustedes mismos, que Galicia se havisto oscurecida y postergada? ¿Por qué razónGalicia no ha realizado ninguna empresa mag-na, ni en pro de la nacionalidad, ni aun en supropio beneficio; ni empezó la Reconquista,como Asturias; ni se declaró independiente,como Portugal; ni logró la sabia organizaciónde los fueros, como Vasconia y Navarra; ni fuea dominar el Imperio de Bizancio, como noso-tros y los aragoneses; ni vio armarse en suspuertos las carabelas de Colón; ni...?

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-Basta -respondí, sonriendo-; con la Historiapuede probarse todo. No me faltaría en eseterreno algún argumento; pero admito los deusted y no los discuto. Es más; confieso que aveces me he propuesto a mí misma ese enigma,y sólo para mi uso particular lo he resuelto conuna atrevida paradoja. Si no se asustan ustedesde paradojas, allá va... Segura ya de que no se asustaban, continuéasí: -Precisamente por exceso de inteligencia nohicieron los gallegos ninguna de esas cosas es-tupendas. A los pueblos, la excesiva inteligen-cia les perjudica. Lo que conviene es una masade gente limitada, que siga dócilmente a unindividuo genial. Cuando la multitud se pasade lista, y discurre y percibe sutilmente, es difi-cilísimo guiarla a grandes empresas. La inteli-gencia ve demasiado el pro y el contra, y lasconsecuencias posibles de cada acto. La inteli-gencia mata la iniciativa; la inteligencia disuel-ve. Si la colectividad tiene pocas ideas y se afe-

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rra a ellas con tenacidad suma, hasta con fana-tismo cerrado, podría brillar el heroísmo y na-cer la epopeya. Reconozcan ustedes que parameterse en las carabelas de Colón; para lanzar-se a surcar mares desconocidos, sin ningún finni provecho aparente, en medio de cien peli-gros, con la muerte al ojo..., había que ser... algobruto. ¡Enseguida atrapan a un gallego en lascarabelas de Colón! Con esta raza, dígame us-ted: ¿qué rachava a sacar el gitano? -¿De modo que, según usted, los gitanos, enGalicia, no podrían "afanar" nada? -¡"Afanar"! No les arriendo la ganancia si lointentasen... Si hay en el gallego un instintopoderoso, es el de la defensa de su propiedad...,y como inmediata consecuencia, el de la "apro-piación". Observen al labrador gallego cuandocultiva su heredad lindante con la ajena: a cadagolpe de azadón añade una mota de tierra a sufinca. El caso más curioso de cuantos he oído,que prueban este instinto de apropiación, es el

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que me refirieron poco ha. Trátase de un aldea-no gallego que se apropió, noten el verbo, nodigo robar, porque el robo es contra la ley, y elgallego, a fuer de listo, tiene profundo terror ala antifrástica "Justicia"; que se apropió, repi-to..., vamos, acierten ustedes lo que se apropia-ría. -¿Una casa? ¿Un hórreo? -¿Un monte? ¿Un prado? ¿Un manantial? -¡Bah! ¡Valiente cosa! Eso es el pan nuestro decada día. -¿Una mujer? ¿Un chiquillo? -¡Quia! Nada; si es imposible que ustedes adi-vinen. Lo que mi héroe, el tío Amaro de Rezois,se apropió bonitamente fue... un toro. -¿Un toro? Pero ¿un toro bravo? ¿Un toro deverdad? -De verdad, y de Benjumea, retinto, astifino,de muchas libras y bastantes pies, que debíalidiar y estoquear el famoso diestro Asaúra enla corrida de los festejos de Marineda. -Pero ¿eso es serio?

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-Y tan serio. El episodio ocurrió del modo si-guiente... Todos prestaron redoblada atención, que al fineran españoles y se trataba de un toro, y yocontinué: -Rezois es un valle muy pobre, a más de tresleguas al oeste de Marineda, entre los escuetosmontes de Pedralas y la brava costa de Célti-gos. La gente de Rezois, que no puede cultivartrigo, cría ganado en prados de regadío, lo em-barca para el mercado de Inglaterra, vende le-che y unos quesos gustosos, fresquecillos, y asíva sosteniéndose, siempre perseguida por lamiseria. Tal vez sea Rezois el punto de Galiciadonde se conservan más fielmente el traje re-gional y las costumbres añejas, y el tío Amaro,con sus sesenta años del pico, ni un solo do-mingo dejó de lucir el calzón de rizo azul, el"chaleque" de grana, la parda montera y la cla-veteada porra, que jugaba muy diestramente. Poseía el tío Amaro dos vacas, las joyas de laparroquia: amarillas, lucias, bondadosas, de

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anchos ojos negros, finas y apretadas pestañasy sonrosado y húmedo morro. Eran grandesparidoras y lecheras, y el suceso ocurrió en oca-sión en que estaban vacías y acababa el tíoAmaro de vender los ternerillos, ya criados, abuen precio. Tenía puesto el tío Amaro todo suorgullo en las vacas: y si cuando enfermaba latía Manuela, legítima esposa del tío Amaro, setardaba en avisar al engañador y sacacuartosdel médico, hasta que el mal decía a voces: "soyde muerte", apenas las "vaquiñas" descabeza-ban de mala gana la hierba, ya estaba avisado elveterinario, porque, ¡válganos San Antoniomilagroso!, los animales no hablan, y sabe Diossi tienen en el cuerpo espetado el cuchillo mien-tras parecen buenos y sanos... La noche en que llegaron a Marineda los sietetoros destinados a la corrida, uno de los mejo-res mozos, que atendía por Cantaor, aunquepresumo que jamás hizo sino mugir, a la salidadel tren se escamó de los cohetes y bombas que,para solemnizar las fiestas, disparaban de con-

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tinuo, y sin que hubiese medio de evitarlo, to-mó las de Villadiego, dejando en la confusiónque es de suponer a los encargados de custo-diarlo y encerrarlo. Se trató de indagar su pa-radero, pero ni rastro había quedado de Can-taor, que, como alma que lleva el diablo, ibacruzando sembrados y huertas. Y al amanecerdel día siguiente pudiera vérsele descendiendodel monte de las Pedralas al encantador valleci-to de Rezois, oasis de verde hierba, que enviabaa los morros abrazados de la res emanacionesdeliciosas. Aunque el sol naciente no había transpuesto elcerro, ya andaba el tío Amaro pastoreando susvacas por el prado húmedo de rocío. De pronto,sobre la cumbre vio destacarse en el cielo gris laoscura masa de la fiera. El tío Amaro se persig-nó de asombro al ver un buey tan enorme y tanrollizo. Y Cantaor, ebrio de entusiasmo al divi-sar las dos lindas vacas, se precipitó al valle, nosin que el labriego, adivinando rápidamente laspecaminosas intenciones del que ya no tenía

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por buey, tirase de la cuerda y se llevase a lasodaliscas hacia el corral, cuya puerta abría so-bre el prado. Un vallado de puntiagudas piza-rras detuvo al toro, y mientras salvaba el obstá-culo, el tío Amaro y las vacas se acogieron aseguro. Sin embargo, el labriego reflexionaba, yse le ocurría la manera de sacar partido de lasituación. Prontamente encerró en el establo a una de lasvacas, y, dejando a la otra fuera, se apostó trasla cancilla del corral, como si fuese un burlade-ro. Cuando el toro, ciego de amor, se lanzó de-ntro, el tío Amaro cabalgó en la pared, saltó alotro lado y trancó exteriormente, con vivaci-dad, la cancilla. Lo demás lo adivinarán ustedes. No fue difícil,entreabriendo por dentro la puerta del establo,recoger a la vaca. En cuanto al toro, allí se que-dó en el corral, preso y enchiquerado. El tío Amaro salió aquella misma tarde haciaMarineda, y vendió al empresario el hallazgodel toro nada menos que en cincuenta duros,

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porque se negaba a descubrir el escondrijo, sequejaba de graves perjuicios en su casa y bie-nes, y de estos daños el empresario había deresponder ante los tribunales. Y ahí tienen ustedes cómo al tío Amaro deRezois le valió mil reales el cruzar sus vacascon la casta de Benjumea... ¿Verdad que para lacostumbre que hay en Galicia de ver toros y deentender sus mañas, y de lidiarlos, el tío Amarono anduvo torpe ni medroso?

El trueque

Al entrar en el bosque, el perro ladró de súbitocon furia, y Raimundo, viendo que surgía delos matorrales una figura que le pareció sinies-tra, por instinto echó mano a la carabina carga-da. Tranquilizóse, sin embargo, oyendo que elhombre que se aparecía así, murmuraba enansiosa y suplicante voz: -Señorito, por el alma de su madre...

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Raimundo quiso registrar el bolsillo; pero elhombre, con movimiento que no carecía dedignidad, le contuvo. No era extraño que Rai-mundo tomáse a aquel individuo por un por-diosero. Vestía ropa, si no andrajosa, raída yremendada, y zuecos gastadísimos. Su rostroestaba curtido por la intemperie, rojizo y enju-to; y sus ojos llorosos, de párpado flojo, y sucara consumida y famélica, delataban no sólo laedad, sino la miseria profunda. -¿Qué se ofrece? -preguntó Raimundo en tonofrío y perentorio. -Se ofrece..., que no nos acaben de matar dehambre, señorito. ¡por la salud de quien másquiera! ¡Por la salud de la señorita y del niñoque acaba de nacer! Soy Juan, el tejero, que lle-va una "barbaridá" de años haciendo teja ahí, enel monte del señorito... Me ayudaba el yerno, pero me lo llevó Diospara sí, y me quedé con la hija preñada y yoanciano, sin fuerzas para amasar... Y porque meatrasé en pagar la renta, me quieren quitar la

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tejera, señorito..., ¡la tejera, que es nuestro pan ynuestro socorro...! Raimundo se encogió de hombros, ¿Qué teníaque ver él con esas menudencias de pagos y deapremios? Cosas del mayordomo. ¡Que le deja-sen en paz cazar y divertirse!... Lo único que sele ocurrió contestar al pobre diablo fue unaobjeción: -Pero ¡si al fin no puedes trabajar! ¿De qué tesirve la tejera? -Señorito, por las ánimas..., oiga la santa ver-dá... He buscado un rapaz que me ayuda, y yalo tengo ajustado en cuatro reales..., y en po-niéndonos a "sudar el alma", yo a dirigir, él aamasar y cocer, pagamos... allá para Año Nue-vo..., la "metá" de la deuda. Yo no pido limosna,señor, que lo quiero ganar con mis manos...¡Acuérdese que todos somos hombres mortales,señorito!, y que tengo que tapar dos bocas: lahija parida y el recien... La hija, por falta de"mantención", se me está quedando sin leche,señorito, porque en no teniendo, con perdón,

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que meter entre las muelas, el cuerpo no da desuyo cosa ninguna, ni para la crianza ni para eltrabajo... Impaciente, Raimundo fruncía el ceño; le esta-ban malogrando la ocasión favorable de tirar alas codornices; y al fin, él no sabía palotada deesas trapisondas. Hizo ademán de desviar alviejo, el cual continuaba atravesado en el cami-no, y refunfuñó: -Bien, bien; yo preguntaré a Frazais... Veremosque me dice de toda tu historia... ¡A Frazais! ¡Al mayordomo implacable, al ex-actor, a la cuña del mismo palo, al que se reíade las necesidades, las desdichas y las agoníasdel pobre! La esperanza de Juan, el tejero, súbi-tamente, se apagó como vela cuando la soplan;reprimió un suspiro sollozante, una queja fu-riosa y sorda; alzó la cabeza, y apartándose sindecir palabra, caló el abollado sombrero y des-apareció entre el castañar, cuyo ramaje crujió lomismo que al paso de una fiera...

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Vagando desesperado, sin objeto alguno, tristehasta la muerte, encontróse Juan, después demedia hora, en el parque de la quinta, que lin-daba con la tejera, y se paró al oír una voz fres-ca que gorjeaba palabras truncadas y cariñosas.Al través de los troncos de los árboles vio sen-tada en un banco de piedra a una mujer joven,dando el pecho a una criatura. Bien conocíaJuan a la nodriza: era la Juliana, la de GorioNogueiras; pero ¡qué maja, qué gorda, que dife-rente de cuanto "sachaba" patatas ayudando asu marido! ¡Nuestra Señora, lo que hace la"mantención"! El seno que Juliana descubría, ysobre el cual caía de plano el sol en aquel ins-tante, parecía una pella de manteca, blanca yredonda... Y Juan, acordándose de que su hija se iba se-cando, oía con indescriptible rabia el "glu,glu..." del chorrito regalado de dulce leche quese deslizaba por entre los labios del pequeñue-lo, el hijo del señorito Raimundo, y que le cria-ría unas carnes más rollizas aún que las de Ju-

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liana, unas carnes de rosa, tiernas como las deun lechoncillo... Mientra Juan contemplaba el grupo, sintiendotentaciones vehementes, absurdas, de salir yhacer "una barbaridá", para vengarse de los queno les importaban que reventasen los pobres;un hombre, un labrador, se deslizaba furtiva-mente hasta el banco donde Juliana daba elpecho. Juan le reconoció y comprendió: era elmarido del ama, Gorio Nogueiras; y el no mos-trar Juliana sorpresa alguna, y la expresiva aco-gida que hizo al recién llegado, le probaron quelos cónyuges tenían por costumbre verse yhablarse así, a escondidas, en aquel retiradolugar. Juliana, prontamente, había retirado el seno delos bezos del mamón, y, descubierta la diminu-ta faz de este, iluminada por el sol claro, Juan sesorprendió: el hijo del señorito Raimundo seasemejaba a su nieto, al nieto del tejero, comoun huevo a otro; todos los niños pequeños separecen; pero aquellos dos eran exactamente

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idénticos: los mismos ojos azulinos, la mismanariz algo ancha, la misma tez de nata de leche,la misma plumilla rubia saliendo de la gorra ycayendo en dos mechones ralos sobre la frenteabultada. ¡Qué iguales los ricos a los pobres, mientras noempieza la "esclavitú" del trabajo y la falta de"mantención"! Juan, cavilando así, adelantó dospasos para ver mejor; las hojas crujieron..., yJuliana y Gorio, espantados, se echaron de rodi-llas a punto menos, para rogarle por caridadque no los descubriese, que no contase que loshabía visto... ¡Hablar un marido con su mujerno es pecado ninguno, cacho! -exclamaba Go-rio, interpelando al tejero para que le diese larazón-. ¿Cuándo se ha visto entre cristianosprivar al marido de la vista de la mujer? -No pasar cuidado -declaró Juan-; que por mí,ni esto han de saber los amos... Allá ellos que se"auden", que nós nos "audamos" también... Nosomos espías, hombre, ni vamos a echar a pi-que a nadie... ¡Ir yo con el cuento! Antes me

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corten el gañote... Y si queredes estar en paz yen gracia de Dios, yo vos llevo el chiquillo ahí ami casa... Allí lo poderás recoger, Juliana, que telo entretendremos... Ya sabes el camino; detrásde los castaños, tornando a la derecha... -¿Y si llora la joyiña de Dios? -preguntó Julia-na con la involuntaria e instintiva solicitud dela nodriza por el crío. -Si llora, la hija mía le da teta... Criando estácomo tú... -respondió decisivamente el viejoJuan, en cuyos ojos lacrimosos y ribeteadoslució una chispa de voluntad diabólica. Y co-giendo al niño cuidadosamente, meciéndole ydiciéndole cosas a su modo, se alejó rápida-mente, dejando a los esposos libres y satisfe-chos. Tres cuartos de hora después, Juliana, sola,inquieta, muy recelosa de que al volver a casale riñesen por la tardanza, pasó a recoger elniño en la casucha del tejero, mísera viviendadesmantelada, donde el frío y la lluvia penetra-ban sin estorbo por la techumbre a teja vana y

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por las grietas y agujeros de las paredes. Nonecesitó entrar: a la puerta, que obstruían mon-tones de estiércol y broza, sobre los cuales es-carbaban dos flacas gallinas, la esperaba ya eltejero con la criatura en brazos, arrullándolapara que no lloriquease... -¡Ay riquiño, que soledades tenía de mí; quemala cara se le "viró". ¡Si "hastra" más flaco pa-rece! ¡Si a modo que se le cae la ropa! -chillóapurada la nodriza apoderándose del niño yapresurándose a desabrocharse para ofrecerleun consuelo eficaz de su momentáneo abando-no... -Ya se le "virará" buen color con el tiempo,mujer, ya se le "virará" -afirmó filosóficamenteel viejo. Y mientras la mujer, azorada, estrechando yalagando al angelito, corría en dirección a laquinta, Juan, el tejero, sonreía con su desdenta-da boca, y se restregaba las secas manos, pen-sando en su interior: A nosotros nos echarán ynos iremos por el mundo pidiendo una limos-

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nita... pero lo que es el nieto mío, pasar no hade pasar necesidá; y el hijo de los amos..., ese,que "adeprenda" a cocer teja cuando tenga laedá..., si llega a tenerla, que ¡sábelo Dios! Encasa del pobre muérense los chiquillos comomoscas..."