Hopenhayn, Martin - La participación y sus motivos

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1 LA PARTICIPACIÓN Y SUS MOTIVOSMARTÍN HOPENHAYN Santiago de Chile Junio de 1988 1. PRELUDIO ESPECULATIVO Insistir sobre el carácter equívoco del concepto de participación parece, a estas alturas, un ejercicio gratuito. (1) Cada vez más, la palabra se desplaza a lo largo y ancho de todo el arco político, reivindicada por corrientes tan diversas como el neoliberalismo, el neocontractualismo, la democracia cristiana, el marxismo en sus distintas interpretaciones, la social democracia, el socialismo renovado, el anarquismo y en general toda forma de populismo. Se ha convertido también en referencia obligada de planes y programas de desarrollo, de manifiestos ideológicos y de campañas presidenciales. Por más que el sustantivo por si mismo se haya vuelto vacío, se lo adjetiva de manera igualmente equívoca: se habla entonces de participación “plena”, “verdadera”, “integral”, “justa” o “democrática”. Con ello, pareciera que quienes invocan el concepto quisieran mantenerlo en toda su ambigüedad. Lo único seguro es que quienquiera se oponga a la bandera de la participación, sea en la acción política o en la reflexión académica, se convierte automáticamente en hereje a los ojos de sus pares. Se ha enfatizado la estrecha relación entre participación y acceso al poder de decisión. Así, entre las múltiples definiciones formuladas en la literatura de las naciones Unidas, participación significa “influencia sobre el proceso de toma de decisiones a todos los niveles de la participación social y las instituciones sociales”.(2) En la misma línea, Pearse y Stiefel definen el concepto como “los esfuerzos organizados para incrementar el control sobre los recursos y la instituciones reguladoras en situaciones sociales dadas, por parte de grupos y movimientos de los hasta entonces excluidos de tal control”.(3)Esta segunda definición considera la participación en la dinámica de a incorporación de los excluidos, cosa que la primera definición algo más vaga no contempla. Otra definición, provista por Flisfisch enfatiza la dimensión colectiva del concepto: “la participación esta referida a acciones colectivas provistas de un grado relativamente importante de organización y que adquieren sentido a a partir del hecho de que se orientan por una decisión colectiva”.(4) Las tres definiciones recién expuestas sitúan el concepto en la arena de la lucha por intervenir en las decisiones. La participación a parece así estrechamente remitida al acceso colectivo a la toma colectiva de decisiones. Otras muchas definiciones se desplazan en el mismo terreno, con variaciones leves. A mi juicio, semejantes conceptualizaciones sólo cobran sentido si nos damos el trabajo de pensar que esta en juego toda vez que se busca el acceso a decisiones. Porque la participación no puede comprenderse sin considerar la voluntad que opera en los sujetos cuando se deciden a invertir esfuerzos para aumentar su grado de participación. Sin duda las motivaciones más diversas subyacen a la voluntad de participar. Pero para avanzar en la línea de reflexión que me he propuesto, necesariamente tengo que reducir esta amplia gama a unas pocas motivaciones generales. Quiero explicitar, empero, que esta reducción no está exenta de la arbitrariedad implícita en toda reducción. Para atenuar lo más posible la dosis de arbitrariedad, las motivaciones que consideramos a continuación son lo suficientemente comprensivas como para poder remitir a ellas un espacio muy amplio de motivaciones concretas. De esta manera, si bien no agotamos el “universo motivacional” que mueve a las personas a participar, cubrimos una vasta zona del mismo. Valgan, pues, para el ejercicio que intento desarrollar aquí, las motivaciones enumeradas a continuación: 1) ganar control sobre la propia situación y el propio proyecto de vida mediante la intervención en decisiones que afectan el entorno vital en que dicha situación y proyecto se desenvuelven; 2) Acceder a mayores y mejores bienes y/o servicios que la sociedad esta en condiciones de suministrar, pero que por algún mecanismo institucional o estructural no suministra; PDF created with pdfFactory trial version www.pdffactory.com

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“LA PARTICIPACIÓN Y SUS MOTIVOS”

MARTÍN HOPENHAYN Santiago de Chile Junio de 1988 1. PRELUDIO ESPECULATIVO Insistir sobre el carácter equívoco del concepto de participación parece, a estas alturas, un ejercicio gratuito. (1) Cada vez más, la palabra se desplaza a lo largo y ancho de todo el arco político, reivindicada por corrientes tan diversas como el neoliberalismo, el neocontractualismo, la democracia cristiana, el marxismo en sus distintas interpretaciones, la social democracia, el socialismo renovado, el anarquismo y en general toda forma de populismo. Se ha convertido también en referencia obligada de planes y programas de desarrollo, de manifiestos ideológicos y de campañas presidenciales. Por más que el sustantivo por si mismo se haya vuelto vacío, se lo adjetiva de manera igualmente equívoca: se habla entonces de participación “plena”, “verdadera”, “integral”, “justa” o “democrática”. Con ello, pareciera que quienes invocan el concepto quisieran mantenerlo en toda su ambigüedad. Lo único seguro es que quienquiera se oponga a la bandera de la participación, sea en la acción política o en la reflexión académica, se convierte automáticamente en hereje a los ojos de sus pares. Se ha enfatizado la estrecha relación entre participación y acceso al poder de decisión. Así, entre las múltiples definiciones formuladas en la literatura de las naciones Unidas, participación significa “influencia sobre el proceso de toma de decisiones a todos los niveles de la participación social y las instituciones sociales”.(2) En la misma línea, Pearse y Stiefel definen el concepto como “los esfuerzos organizados para incrementar el control sobre los recursos y la instituciones reguladoras en situaciones sociales dadas, por parte de grupos y movimientos de los hasta entonces excluidos de tal control”.(3)Esta segunda definición considera la participación en la dinámica de a incorporación de los excluidos, cosa que la primera definición algo más vaga no contempla. Otra definición, provista por Flisfisch enfatiza la dimensión colectiva del concepto: “la participación esta referida a acciones colectivas provistas de un grado relativamente importante de organización y que adquieren sentido a a partir del hecho de que se orientan por una decisión colectiva”.(4) Las tres definiciones recién expuestas sitúan el concepto en la arena de la lucha por intervenir en las decisiones. La participación a parece así estrechamente remitida al acceso colectivo a la toma colectiva de decisiones. Otras muchas definiciones se desplazan en el mismo terreno, con variaciones leves. A mi juicio, semejantes conceptualizaciones sólo cobran sentido si nos damos el trabajo de pensar que esta en juego toda vez que se busca el acceso a decisiones. Porque la participación no puede comprenderse sin considerar la voluntad que opera en los sujetos cuando se deciden a invertir esfuerzos para aumentar su grado de participación. Sin duda las motivaciones más diversas subyacen a la voluntad de participar. Pero para avanzar en la línea de reflexión que me he propuesto, necesariamente tengo que reducir esta amplia gama a unas pocas motivaciones generales. Quiero explicitar, empero, que esta reducción no está exenta de la arbitrariedad implícita en toda reducción. Para atenuar lo más posible la dosis de arbitrariedad, las motivaciones que consideramos a continuación son lo suficientemente comprensivas como para poder remitir a ellas un espacio muy amplio de motivaciones concretas. De esta manera, si bien no agotamos el “universo motivacional” que mueve a las personas a participar, cubrimos una vasta zona del mismo. Valgan, pues, para el ejercicio que intento desarrollar aquí, las motivaciones enumeradas a continuación: 1) ganar control sobre la propia situación y el propio proyecto de vida mediante la intervención en decisiones que afectan el entorno vital en que dicha situación y proyecto se desenvuelven; 2) Acceder a mayores y mejores bienes y/o servicios que la sociedad esta en condiciones de suministrar, pero que por algún mecanismo institucional o estructural no suministra;

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3) integrarse a procesos de desarrollo en los cuales los sectores excluidos se constituyen el chivo expiatorio de sistemas que muchas veces producen más marginalidad de la que disuelven; 4) aumentar el grado de autoestima “gregaria” mediante un mayor reconocimiento por parte de los demás de los derechos, las necesidades y las capacidades propias. Ninguna de las motivaciones señaladas excluye a las restantes. Sin embargo, todas se remiten a una motivación última que compromete a la existencia humana como tal, a saber: la voluntad e cada cual de ser menos objeto y más sujeto. Sin tal voluntad, la discusión sobre tipos y grados de participación pierde al arraigo ontológico que requiere. Por otro lado, es a la luz de esa motivación fundamental que podremos delimitar el concepto de participación con mayor precisión y con implicancias políticas y valorativas menos equívocas. El criterio es simple en su base: la participación tiene sentido cuando redunda en humanización, es decir, cuando la población involucrada en el proceso en cuestión libera potencialidades previamente inhibidas, deja de ser mero instrumento u objeto de otros, se convierte en “protagonista de si mismo en tanto ser social”. Tal criterio se ancla en la tradición humanista moderna de pensadores tales como Fromm, Marcuse, Habernas y tantos otros. Este humanismo moderno, en su variante más crítica respecto de la propia sociedad moderna, ha articulado su arsenal teórico-crítico en la base al concepto de alienación, entendiendo la alienación en un sentido muy general, como cosificación o despersonalización por efecto de determinadas relaciones entre sujetos. Si oponemos participación a alienación nos situamos, con ello, en un lugar decisivo para pasar de la crítica a al propuesta, sin tener que renunciar a una perspectiva humanista que, en último tiempo, tanto ha sido criticada por su incapacidad propositiva. A modo de ejercicio tentativo, examinaremos a continuación de qué modo esta motivación fundamental a lo cual obedece la voluntad de participar - ser más sujeto y menos objeto- está en juego en las cuatro motivaciones a las que he aludido anteriormente (mayor control sobre la propia vida, mayor acceso a servicios, mayor integración a procesos, mayor autoestima vía reconocimiento social), a las cuales llamaré motivaciones derivadas. Una vez desarrollado el ejercicio, estaremos en condiciones de redefinir la participación a fin de evitar la excesiva vaguedad en el concepto y poder discriminar entre distintos sesgos políticos y juicios de valor que suelen escamotearse tras ala acostumbrada ambigüedad del término. Solo entonces podremos identificar con claridad las brechas que separan el discurso y la práctica de la participación y podremos, por último, avanzar algo en la identificación de cambios estructurales e institucionales y de políticas específicas que apunten a promover grados crecientes de participación social. 2. MOTIVACIÓN FUNDAMENTAL Y MOTIVACIONES DERIVADAS. Mayor control sobre la propia vida. En la medida en que participación supone influencias decisiones que afectan mi propia vida, el deseo de participar supone mi voluntad de ejercer mayor control sobre procesos que afectan el entorno en el cual busco satisfacer necesidades, desarrollar capacidades y actualizar potencialidades. Esto significa, en último término, ser menos “objeto” de decisiones en las que no intervengo y que solo conozco por los efectos que producen en mí y ser más “sujeto” o protagonista en el proceso colectivo en el que tales decisiones se desarrollan. El control sobre las variables decisionales que repercuten en mi “radio vital” supone, al mismo tiempo, mayor libertad y mayor responsabilidad. Mayor libertad, en tanto estoy menos sujeto al arbitrio de otros. Mayor responsabilidad, en la medida en que soy más “autor” (o al menos “co-autor”) de las circunstancias en/con las que configuro mi existencia. Cuanto más extiendo mi campo de libertad y responsabilidad, me hago “más sujeto”. Si la alienación ha sido definida por numerosos autores como la pérdida de control padecida por el individuo en relación al medio social en que define su existencia social, trátese de proceso productivo en que trabaja o el espacio en que habita, (5) la participación, por el contrario busca, revertir este proceso.

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Mayor acceso a servicios Si la motivación anterior era reducir el campo en el que otros deciden por mi, esta motivación consiste en ampliar el campo en el que yo puedo exigirle a otros. En este caso, mi capacidad de intervenir en las decisiones que afectan mi situación se convierte en capacidad para hacer pesar mis demandas y expectativas socio-económicas sobre deliberaciones que afectan la distribución social de bienes y/o servicios. A través de la participación, busco optimizar mi acceso a servicios a los que yo aspiro. En ambos casos, lo que está en juego es mi deseo de incidir sobre un proceso colectivo de asignación de recursos con objeto de procurar lo necesario o desarrollar potencialidades que hasta el momento permanecen insatisfechas o inhibidas. Si la alienación puede ser entendida como proceso social de inhibición de potencialidades individuales, la participación, por el contrario, aparece motivada por reducir los niveles de alienación propia, interviniendo en las condiciones sociales a fin de que estas sean más propicias para el despliegue de mis potencialidades. En este caso, “ser más sujeto” es adquirir mayor presencia en la asignación social de lo socialmente producido, o bien remover obstáculos socio-económicos, sean estructurales o institucionales, que impiden mi desarrollo como persona. Mayor integración a procesos La participación responde también a la voluntad de incorporarse a dinámicas sociales o, dicho retóricamente, de ir al compás del movimiento de la historia. En el caso general de la modernización, la participación se asocia a la incorporación al empleo en los sectores más productivos y mejor remunerados de la economía, ala vida sindical y política, (sobre todo a mecanismos institucionales de representatividad sea en el ámbito de trabajo o de la comunidad, sea en al ámbito mediato de las opciones políticas en el nivel macro), o a una cultura que se asocia con el progreso y con la modernidad. Sin embargo, la integración asi entendida no es necesariamente el reverso de la alienación. Múltiples interpretaciones de la modernidad han mostrado como la alienación se exacerba, en lugar de atemperarse, en el trabajo fabril, en el juego político o en el etnocentrismo cultural. De allí que este punto supone mayor complejidad y ambigüedad. El deseo de integrarse a procesos colectivos es, inversamente, el deseo de escapar de la “maldición de la exclusión”. Pero la exclusión también es consecuencia de procesos sociales excluyentes. De este mode. La inegración individual a tales procesos puede, no obstante, perpetuar aspectos estructurales e ideológicos de un estilo de desarrollo excluyente (excluyendo en dos sentidos: porque no integra a todos a su marcha y porque supone que la integración es necesariamente un proceso homogeneizante). Esto obliga a distinguir entre integración alienante e integración humanizadota. La primera implica que mi identidad obtiene reconocimiento social precisamente cuando deja de ser mi identidad: en el trabajo mecanizado donde debo sacrificar mi creatividad y mi iniciativa; en módulos de organización jerárquica en el trabajo, en la familia, en la comunidad y en la institucionalidad política; y en mecanismos de culturización donde la oferta “publicitaria” de identidades me fuerza a renunciar a mi propia identidad. La integración humanizadora implica, por el contrario, una dialéctica de enriquecimiento mutuo entre el reconocimiento social y mi identidad. Implica que aquellos procesos sociales a los cuales me integro potencian en lugar de inhibir mi creatividad, mi influencia en gestiones y decisiones colectivas y la realización de mis virtualidades personales. Solo en tal caso esta motivación por participar no es excluyente con la primera motivación aquí señalada, a saber, la de ejercer mayor control sobre lo que afecta mi entorno vital. Ser “más sujeto” supone, en este caso, el despliegue de la propia identidad a través de la integración dinámica en procesos sociales que son, a su vez, dinámicos. Mayor auto-estima Esta motivación se deduce de lo recién señalado. La participación es buscada como mecanismo de ratificación social para acrecentar la confianza en si mismo. En la medida en que mis opiniones son tomadas en cuenta en la toma de decisiones y que mis iniciativas aportan a gestiones colectivas de las

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cuales me beneficio yo y se beneficia la comunidad a la cual pertenezco, valorizo mi aporte y en consecuencia me valorizo como ser social. A medida que introyecto el reconocimiento social de mis capacidades y facultades, incremento mi auto-estima. Esto me permite enriquecer mi haz de relaciones afectivas, transformar relaciones neuróticas de dependencia en relaciones “adultas” de interdependencia y liberarme de la autorrepresión impuesta por la inseguridad respecto de mis propias capacidades. Me vuelvo “más sujeto”, en tanto me valoro como tal y en tanto valoro y libero mi potencial afectivo e intelectual. Contrapeso, de este modo, la alienación entendida como incomunicación o dependencia afectiva, como sensación de impotencia para incidir en el medio social al cual pertenezco, o como falta de confianza en mis propias fuerzas. De acuerdo a lo deglosado, la participación me hace “más sujeto” si efectivamente me permite mayor control sobre mi vida y sobre los cambios que se producen en el entorno en que aquella se desenvuelve; si me permite un acceso más adecuado a servicios socialmente producidos; si me ayuda a integrarme a procesos colectivos no excluyentes; y si refuerza mi autoestima. Quisiera agregar a ello que estos cuatro elementos o motivaciones derivadas debieran operar sinérgicamente para que la motivación fundamental encuentre, a su vez, su “óptimo de realización”. Esto quiere decir, por ejemplo, que mi participación será más plena si, respondiendo a mi motivación de auto-estima, me permite al mismo tiempo un mayor acceso a servicios, una mejor integración a procesos sociales no excluyentes y una mayor capacidad de decidir sobre lo que afecta mi ámbito vital. Trabajar simultanea e interactivamente sobre las cuatro motivaciones derivadas implica trabajar con mayor eficacia y profundidad sobre la motivación fundamental. Tres consideraciones adicionales en este plano de definiciones merecen explicitarse a saber:

- Que la participación es medio y fin al mismo tiempo (6). Por un lado constituye un instrumento que me permite ser “más sujeto”. Pero al mismo tiempo el ser “más sujeto” apunta, entre otras cosas, a mejorar mi potencial de participación. Cierto es que la participación es un medio que, de ser eficiente, debiera actuar positiva y simultáneamente sobre mi necesidad (¿deseo, motivación?) de mayor autonomía, mayor acceso, mayor integración, mayor autoestima; pero a su vez, la autonomía, el acceso, la integración y la autoestima son condiciones que permiten extender los espacios de participación disponibles. Dicho de otro modo: a mayor participación, mejores posibilidades de participación ulterior.

- Que la participación es un proceso social que se da en múltiples escalas y espacios: a escala familiar, comunitaria, local, regional, nacional y global; y en espacios laborales, recreativos, políticos, culturales, barriales, etc. Si bien los módulos organizativos más adecuados para promover grados crecientes de participación varían según escala y espacio, la exigencia de fondo es común, a saber, la de responder a las motivaciones que hemos explicitado.

- Que las cuatro motivaciones expuestas, tienen, cada cual, una contrapartida “simétrica” que es preciso diferenciar. La motivación por mayor control sobre la propia vida tiene, como reverso, la búsqueda de mayor control sobre la vida de los demás. La búsqueda de mayor acceso a bienes y/o servicios socialmente producidos se opone al deseo de concentrar recursos y privar, con ello, de recursos a otros en situaciones más precarias. La contrapartida de la integración a procesos ya ha sido señalada como pérdida de identidad personal. Por último, la búsqueda de autoestima tiene su reverso en el narcisismo egocéntrico. De este modo podemos identificar cuatro modos de participación negativa, a saber: la que promueve mayor control a poder sobre los otros (sobre todo poder coercitivo), la que alienta la concentración desigual de recursos, la que integra a procesos excluyentes y disolventes, y la que estimula el egocentrismo.

Con loe elementos expuestos hasta aquí estamos en condiciones de esbozar un criterio normativo valorativo que sin renunciar a cierto grado de generalidad indispensable en la teoría pueda, sin embargo, servir para discernir entre distintos recursos y prácticas que hoy en día se adjudican la bandera de la participación. Se trata entonces de situar el “óptimo” de participación en efecto sinérgico que las prácticas supuestamente participativas puedan ejercer sobre las motivaciones aquí expuestas y en la dialéctica

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progresiva entre participación y humanización. Es preciso, sin embargo, advertir que este óptimo es una utopía, vale decir, un horizonte de referencia, irrealizable en los hechos, pero que permite juzgar sobre la participación en los hechos. En las páginas siguientes me abocaré a utilizar el criterio señalado para situarnos en el ámbito latinoamericano y ponderar desde allí el desafio y los obstáculos de la participación y por último, para sugerir algunas líneas en materia de políticas y estrategias que tengan por objeto optimizar los niveles de participación social. Por razones de extensión no seré ni exhaustivo ni profundo. Valgan, entonces, las reflexiones siguientes como una elaboración precaria a ser desarrollada más allá de las fronteras de esta exposición. 3. LA MATRIZ HEGEMÓNICA DE LA PARTICIPACIÓN EN AMÉRICA LATINA Distintos énfasis condicionan la forma dominante en que se ha considerado la participación en América Latina: énfasis que por veces se complementan y que otras veces entran en conflicto. A continuación examinaremos en forma escueta tres de ellos, a saber: el iluminista-modernizador, el nacionalista-populista y el neoliberal. El énfasis iluminista-modernizador (7). El enfoque iluminista-modernizador sitúa la participación en un contexto político educativo que le adjudica funciones y direccionalidades determinadas. Según el énfasis iluminista, la participación es esencialmente política, se encauza a través de mecanismos institucionales definidos y su ejercicio supone, previamente, una educación a través de la cual el individuo recibe un cierto “saber” que lo prepara para integrarse a esta empresa societal del progreso y/o la emancipación. Por un lado, dicho énfasis hereda un sesgo platónico en la relación política educación, en cuanto supone un conocimiento universalmente válido, a ser transmitido por quienes lo detentan a quienes supuestamente lo necesitan, a fin de que gradualmente todos interioricen una visión adecuada de la realidad y con ello, puedan convertirse en verdaderos ciudadanos (y no solo en ciudadanos “potenciales”). Pero se diferencia de la visión platónica por su carácter racionalista moderno y su pretención democratizadora, criterios muy ajenos al resabio aristocratizante de Platón. Pero inevitablemente deja entrar por la ventana el autoritarismo que arroja por la puerta, porque en los hechos se traduce en: una práctica elitaria de la política donde los políticos deben ser, además de ilustrados, “poseedores” de un saber reservado a unos pocos; en una educación que, si bien cumple la función integradora y modernizadora más importante, es básicamente atcentrista, homogeneizadora en sus contenidos y verticalista en su ejercicio; y en una visión lineal de la historia donde el futuro está prescrito por la razón que se transforma en fuerza toda vez que la sociedad se resiste a la interpretación que de dicha razón universal hace quienes administran el poder. La participación aparece, en este contexto, concebida fundamentalmente como incorporación a una direccionalidad preestablecida mediante el desarrollo de la facultad de pensar racionalmente sobre los asuntos que competen a la sociedad y el Estado. En la esfera política considerada como aquella a la cual en último término, apunta toda participación, ésta se expresa como poder de intervenir, “conforme a la razón” en decisones que afectan a la sociedad en su conjunto (8). En la esfera educativa y cultural, la participación es entendida como interiorización de conocimientos y de una sensibilidad específica, llámese “moderna”, “culta” o “ilustrada”. En la esfera socio-económica, la participación implica el acceso creciente a los eventuales beneficios de la modernización: un trabajo de productividad creciente el en sector formal de la economía, mejores ingresos, mejor educación, mejor vivienda y mejor atención sanitaria.

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Conforme el criterio previamente expuesto, el modelo iluminista-modernizador no es consistente con el criterio de participación que he formulado previamente. La integración que promueve es autoritaria-excluyente en cuanto fija previamente y con poca elasticidad, aquello a lo cual el sujeto debe integrarse. De esta manera, la emancipación que reivindica es cuestionable, pues supone la previa renuncia a la propia identidad (considerada desde el iluminismo como una falsa identidad). El modelo iluminista-modernizador de participación es pues, reduccionista en lo cultural y por ende, solo garantiza autonomía a quienes sientan las pautas para que los demás se integren. Entendida como interiorización de un saber exógeno, la participación no nos hace “más sujetos”, sino, por el contrario, objetos de un saber y de hacer ajenos. Cierto es que nos permite el acceso a mayores y mejores recursos y nos pone al alcance una notable diversidad de conocimientos e información, precedentes que no se pueden soslayar en ningún balance. Pero la participación es, por decirlo de algún modo, contrasinérgica, pues garantiza el acceso a bienes y servicios a cambio de una integración que muchas veces disuelve más de lo que recupera. Nuestro mayor control sobre el entorno vital en que se despliega nuestra vida está, a su vez, sujeto a un control cultural fijado por otros; nuestra mayor autoestima exije, previamente, que centremos nuestra autoestima en la interiorización de los valores de “la razón y el progreso”; y nuestra incorporación a procesos societales exige la previa desintegración de todo lo que rebasa o antecede tales procesos. Es preciso apuntar que el sesgo iluminista-modernizador subyace tanto al proyecto liberal clásico (9), como el proyecto socialista-estilista, con distintos énfasis y diferentes contenidos específicos. Ambos son proyectos globales de integración homogeneizadora e invocan como propia la racionalidad de la historia. El énfasis nacionalista-populista Los modelos nacionalistas-populistas latinoamericanos han sido, en cierta forma, el ilunimismo puesto de cabeza. Antimodernos en lo cultural, si bien no necesariamente en lo socio-económico o en lo tecnológico, los populismos nacionalistas también ven la participación como integración homogénea. Pero como se supone que tal integración no es sino la plena cristalización del ethos cultural y nacional reprimido por la penetración cultural exógena, no hay renuncia a ninguna identidad previa, en este proceso en el cual el líder –siempre hay un líder en estos casos- encarna la identidad nacional y sirve de paradigma para los demás. La participación es estos casos se juega más en lo político-terrotorial que en lo político-educativo. El espacio local y el espacio laboral se convierten en los lugares de la participación –el sindicato, la célula política barrial, la unidad vecina de desarrollo comunitario, la gobernación local o regional- . Al sistema político representativo de instituciones centrales y decisiones a nivel macro, que es propio del modelo modernizador-iluminista, se opone un modelo donde la iniciativa y la acción local y sindical tienen mayor peso. Pero el populismo combina esta descentralización de la acción política con la concentración del poder real. En efecto, la acción local se funda en la plena identidad con el líder y con el ethos nacional y cultural que tal líder encarna, mientras las burocracias sindicales, invocando su lealtad al mismo líder, obstruyen toda participación democrática en las demandas laborales y en la movilización popular. Lo local solo es pensable como lugar de participación directa de los ciudadanos por obra del cordón umbilical invisible pero inviolable que une al animador comunitario con el presidente o el general “del pueblo”. La imagen que mejor ilustra este vínculo es la foto del presidente de la nación estampada en cada nueva unidad de vivienda que se entrega a los pobladores de menores recursos. En el modelo nacionalista-populista, se reproduce la matriz hegemónica ya explicitada en el modelo iluminista-modernizador pero con contenidos y formas muy distintos. Por un lado la participación se exalta en el discurso pero en tanto posibilidad que todos tienen, desde los espacios locales más remotos de identificarse con la voluntad nacional y popular. En este aspecto, la integración supone un grado de homogenización aún mayor que en el modelo anterior y con un potencial autoritario muchas veces imprevisible. La represión de lo “diferente” suele ser menos sutil y más descontrolada que en el caso del modelo modernizador clásico. Por otro lado, también se remite la participación al acceso a bienes y servicios y esta participación suele acompañarse de una redistribución social de los recusros que el estilo

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oluminista en su vertiente liberal, no concede. Sin embargo, aquí la participación esta condicionada al consentimiento ideológico de los posibles beneficiarios y el acceso a mejoras socioeconómicas aparece menos como resultado de las demandas y movilizaciones sociales que como efecto de la voluntad espontánea del líder, siempre coincidente con los intereses populares y comprometidos con las necesidades de los más desposeídos. Así, el asistencialismo ya incorporado en el modelo modernizador-iluminista, re reviste ahora de paternalismo en el modelo populista. Si la participación –como acceso a servicios o como integración a procesos- está fundada en el paternalismo y en la identificación plena con al “alma” del pueblo hecha cuerpo en la voluntad del líder, nos encontramos nuevamente con formas alienantes de participación que redundan en el deterioro de la auto-estima (no hay paterna-estimularla) la mera farsa del control sobre el espacio en que se juega la propia vida y la renuncia a la individualidad en la “fusión con el espíritu del pueblo”. Si el populismo puede promover mayor integración socio-económica que el liberalismo modernizador, al mismo tiempo promueve mayor exclusión cultural: la razón iluminista, mal que mal, tiene mayores grados de tolerancia que la pasión nacionalista. El énfasis neoliberal De carácter marcadamente economicista, el neoliberalismo exacerba la tendencia liberal a depositar en el mercado la función de regular la vida social. La participación es conceptuada, como acción económica individual en un mercado en el cual todos compiten para maximizar sus beneficios personales. La política aparece relegada a un segundo plano, pues las instituciones políticas restringen sus funciones a garantizar el juego limpio en el mercado y a compensar alguna inevitables disfuncionalidades del sistema político, tales como atender la indigencia de los ni integrados o mantener la institucionalidad jurídica. La jibarización del estado y del gasto social son medidas complementarias a esta confianza absoluta en el mercado como gran asignador de recursos y motor de crecimiento. Por lo tanto, la participación se desplaza de la esfera política a la esfera económica. Nos encontramos con la paradoja de que mejor participamos en lo social, cuanto más ajustamos nuestras acciones a nuestros intereses individuales y cuanto más egoístas somos en nuestras motivaciones últimas. Vista con el prisma del neoliberalismo, la participación no supone ni considera ninguna de las motivaciones derivadas que he considerado inicialmente. Por un lado, la mercantilización de las relaciones sociales, confiadas al automatismo regulador del mercado, nos sustrae todo control sobre el medio vital en que diseñamos y desarrollamos nuestras estrategias de vida; en segundo lugar, el acceso a bienes y servicios no es sino consecuencia de nuestra aptitud para maximizar ganancias personales que nos permitan disponer de mayores ingresos para adquirir bienes y servicios, pero en ningún caso reponde a la demanda colectiva por una redistribución social de los recursos disponibles; en tercer lugar, la integración a procesos se vuelve fantasmática, porque el único proceso societal que pretende integrar globalmente es invisible, imprevisible y atomizado (el mercado). Finalmente, la auto-estima ternita siendo un bien “escazo” y se compite por ella de modo que mi auto-estima aumenta reduciendo la de otros. Por otro lado como el mercado integra de manera muy desigual a las personas, entonces la competencia por obtener mayor auto-estima (tradúzcase en status socio-económico, en poder de compra o mayor poder económico político) se convierte en un proceso azaroso en el cual, por lo general, pocos ganan y muchos pierden. En condiciones de subdesarrollo, como las nuestras, se hace más descarnado el proceso y la mayoría de las personas se vuelven objeto del poder económico de una minoría. La deshumanización se produce tanto por carencias excesivas como por exceso de control de unos sobre la vida de casi todos. La exclusión que en el proyecto liberal tradicional y en los procesos habituales de modernización en nuestro continente ya ha sido considerable, se exacerba con las políticas neoliberales.

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Hemos visto cómo los distintos énfasis que pueden operar en la matriz dominante de la participación en América Latina son poco consistentes con el criterio de la participación fundado en motivaciones “nobles”. En otras palabras, ninguno de estos enfoques conlleva a procesos que nos hagan “más sujetos”. Las variantes populistas o iluministas de integración, el economicismo neoliberal, el paternalismo en la asignación de recursos o el etnocentrismo cultural, son elementos que no se compatibilizan con el criterio del “humanismo crítico” que mueve la presente reflexión. 4. LA MATRIZ CONTRA-HEGEMÓNICA DE LA PARTICIPACIÓN Nuevo escenario y actores emergentes La crisis económica que en toda América Latina hace sentir sus efectos desde el despuntar de los años 80, sumada alas políticas respectivas de ajuste interno de cada país, ha incrementado sustancialmente los niveles de desempleo, marginalidad urbana y rural y deterioro de la calidad de vida de importantes contingentes de la población. Los efectos de dicha crisis refuerzan fenómenos estructurales ya largamente asentados en gran parte de los países de la región y que son parte de estilos de desarrollo impulsados desde la posguerra: desequilibrios demográficos con marginalidad urbana creciente; incapacidad del desarrollo productivo para integrar al empleo formal y a los beneficios del crecimiento del producto a amplios sectores sociales; altos índices de desempleo y de heterogeneidad estructural; patrones imitadores de desarrollo que acarrean desequilibrios ecológicos, alta concentración del ingreso, patrones irracionales de consumo; y una creciente dependencia tecnológica, cultural y financiera. Al interior de los sectores más afectados por estos múltiples procesos de exclusión se observa una creciente proliferación de grupos de escala pequeña que la sociología ha bautizado con el nombre de nuevos movimientos sociales (10). Tales grupos, situados casi siempre en segmentos de informalidad económica y marginalidad social, se organizan colectivamente para autogestionar ingresos, bienes y servicios necesarios para garantizarse la supervivencia, o bien para movilizarse colectivamente por demandas compartidas. Estas unidades suelen carecer tanto de acceso al mercado y a los medios de comunicación de masas, como de ayuda del Estado. Muchas veces cuentan con escasa asistencia técnica y de recursos que proveen funcionarios municipales desburocratizados u organizaciones no gubernamentales comprometidas con la ayuda a los excluidos. Múltiples son los ámbitos en que tales grupos se nuclear: ollas comunes, cooperativas de autoconstrucción de vivienda, cooperativas de compra y consumo de bienes alimentarios, producción de infraestructura mínima con tecnologías de bajo costo, bolsas comunales de trabajo, programas de educación popular, defensa de derechos humanos, reivindicación de identidades locales o regionales (étnicas o culturales) actividades recreativas, grupos de encuentro a grupos de mujeres. Enfoques convencionales asocian muchas de estas iniciativas a la expansión del sector informal y con ello al subempleo y a la heterogeneidad estructural del sistema. Interpretan pues, la multiplicación de estrategias comunitarias en sectores populares como indicador involutivo, de subdesarrollo y deterioro social. Enfoques alternativos, pero todavía embrionarios, revisten a estas organizaciones comunitarias de nuevos sentidos. Por un lado, ven en ellas al protagonista de nuevos cambios societales que apuntarían al fortalecimiento de la sociedad civil, de la ética solidaria, de la participación social democrática y de la mayor autonomía de los factores sociales de escasos recursos. Por otro lado interpretan esas iniciativas como expresión de una crisis profunda (de estilos de desarrollo, de proyectos de modernización, de paradigmas en las ciencias sociales), pero también como la señal de una nueva forma de convivencia, de relación social y de organización de la vida cotidiana (11). De esta supuesta sensibilidad que adjudican a los nuevos movimientos sociales, estos enfoques emergentes adscriben múltiples dimensiones a las crisis: crisis del modelo estatista o de Estado providencial; crisis del iluminismo desarrollista o marxista ortodoxo; crisis del modelo de

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industrialización a gran escala; crisis del modelo neoliberal-monetarista y sus efectos excluyentes; e incluso crisis de los indicadores más difundidos para medir el desarrollo (12). En contraste, se propone la elaboración de un paradigma del desarrollo integral, fundado en la calidad de vida, el saber práctico y la participación popular, más que en la acumulación de capital, el estimulo de la competencia o el paternalismo estatal. Desde tal perspectiva, los discursos utópicos de los nuevos movimientos sociales, abrigan valores contra-hegemónicos: exaltación de la diversidad de identidades y formas de organización; valoración de la autonomía, la participación y la creatividad; énfasis en la cultura de lo cotidiano; sospecha frente al triunfalismo tecnológico; y promoción de transformaciones orientadas de abajo hacia arriba y de lo local a lo global. La diversidad de nuevos movimientos sociales torna difícil una generalización que no acabe mistificando a tales actores. Sin embargo, pareciera existir una tendencia incipiente a identificar tres dimensiones o reivindicaciones tras el amplio haza de movimientos emergentes, a saber: el rescate de la cotidianidad en la constitución de los sujetos o de las identidades; el énfasis en la participación social directa más que en la participación política representativa; y la construcción de una cultura democrática y no solo de una democracia política formal. Tales son los tres elementos que componen la matriz contrahegemónica que intenta constituirse en alternativa frente a las insuficiencias que los estilos dominantes de desarrollo han evidenciado las funciones de integración, de acceso y de distribución de poder y de los recursos. Examinemos de manera general los tres aspectos señalados. Identidad y vida cotidiana Desde esta perspectiva emergente la identidad de los sujetos radica menos por su pertenencia a una clase o a una nación que en la forma en que articulan estrategias de vida (13) en su entorno inmediato. Este entorno inmediato de la vida cotidiana esta compuesto por un espacio (habitualmente u itinerario diario que culmina con el regreso al punto de partida), y por un tiempo o un ritmo dictado por el tipo de actividades que realizamos y la forma de organizarlas (14). Es en el plano de lo cotidiano donde se definen las identidades, pues allí prima la necesaria diversidad en que florece la constitución de sujetos concretos: acciones heterogéneas, capacidades y motivaciones heterogéneas, modos heterogéneos de coordinar iniciativas, rituales heterogéneos (15). Dos características hacen de lo cotidiano el eje de la identidad de los sujetos: esta diversidad en la cual las particularidades de cada cual pueden objetivarse y el carácter inmediato de lo cotidiano, vale decir, el hecho de que en la vida diaria el individuo no esta mediado por un género que lo subsane, llámese clase, nación o modelo societal. Lo cotidiano se resiste a la agregación, permanece obstinadamente irreductible, local y puntual. Por ello hace posible la articulación del sujeto a una contingencia o circunstancia en la que puede verse como producto y productor al mismo tiempo (16). El rescate de la vida cotidiana por parte de los nuevos movimientos sociales (o de la literatura sobre estos movimientos), religa, además a estrategias colectivas de supervivencia. Lo cotidiano no es solo lo que se vincula con el espacio de la familia, sino con formas más amplias de reproducción. Constituye una escala intermedia entre la reproducción individual y la reproducción social, donde los individuos se asocian para compartir necesidades comunes y por formar parte de un mismo territorio. De este modo, las estrategias colectivas de supervivencia, la identidad de los sujetos involucrados y la cotidianidad de los mismos, se vuelven elementos interdependientes. Énfasis en la participación social La matriz contra-hegemónica aparece como reacción crítica a las formas dominantes de participación, es decir, la participación política, fundada en la delegación de poder, y la participación en el mercado, basada

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en la acción individual. En contraste con los modelos dominantes, la matriz emergente opone un modelo de participación social en el que reivindica la escala local, la autonomía relativa de la sociedad civil respecto del Estado y la posibilidad de acción directa y constante en los ámbitos de participación reconocidos. Muchos autores han advertido ya la desconfianza que estos movimientos tienen respecto de lo político formal y de las mentadas bondades de la economía de libre mercado (17). De esta desconfianza surgen las nuevas características propias de la participación social contra-hegemónica, a saber: “un número relativamente bajo de participantes; estructuras no burocráticas y hasta informales; formas colectivas de toma de decisiones; distanciamiento social relativamente pequeño entre el líder y los demás participantes; modos teóricos de percibir y fijar los objetivos del movimiento” (18). La participación social combina dos funciones que antes permanecían divorciadas: por un lado, la organización y movilización colectiva para presionar al poder central en torno a demandas de bienes y servicios; por otro lado, la organización comunitaria para producir o gestionar bienes y servicios desde y para la comunidad. De este modo se va generando un estilo de participación que combina la búsqueda de mayor presencia a escala macro con búsqueda de mayor protagonista a escala micro. La participación social se convierte, con ello, en el punto de inflexión entre lo político y lo individual, lo comunitario y lo público, la subjetividad y la socializad. Por último, la participación social, al menos entendida en estos términos paradigmáticos, responde a un conjunto amplio de necesidades humanas, tales como la subsistencia, la comunicación, la afectividad, la creatividad, la identidad y la protección. En tales condiciones –deseables, ideales y emergentes- la participación se convierte en un ejemplar actualizador de potencialidades. Esto no significa que en los nuevos movimientos sociales se desconozca la dimensión conflictiva que subyace a toda organización social y que, lejos de atenuarse, se hace más presente cuando en la organización se juegan múltiples necesidades vitales de distintos sujetos. El conflicto es, al mismo tiempo, un resorte y un riesgo en la participación social: puede dinamizar creativamente la organización y constituir procesos de aprendizaje colectivo, o puede también llevar a los grupos a su colapso. Construcción de una cultura democrática. Hemos sido testigos de un aumento crítico de la violencia política institucional en la región, sea por medio de dictaduras militares o por medio de democracias formales donde el ejército despliega con la complacencia o la impotencia del poder civil, sus tristemente célebres tácticas de contra-insurgencia. En función de lo anterior, la disyuntiva entre dictadura militar y democracia política comienza a ubicarse en otra disyuntiva que la incluye y le da sentido a la vez, a saber, la oposición entre cultura autoritaria y cultura democrática. Los nuevos movimientos sociales no permanecen ajenos a este desafío sino, por el contrario, asumen a través de caminos prácticos la apuesta por la construcción de una cultura democrática. Se parte del hecho de que la represión, sea militar o civil, obedece aun complejo de factores estructurales e institucionales enraizados o sedimentados en una verdadera cultura autoritaria y que por ende no se explica por el capricho de individuos aislados o por abusos incidentales de poder. La cultura autoritaria está en la fábrica y en la oficina, en la familia, en el partido político, en la relación entre municipalidades y comunidades, en la distribución social del ingreso, en el sistema penal que discrimina entre ricos y pobres, en la discriminación sexual y étnica. Asentado a lo largo y ancho de la sociedad y reproducido en la relación entre Estado y sociedad civil, este hábito coercitivo tiene su arraigo más básico en lo cotidiano: en la casa y en el trabajo, en las relaciones diarias y permanentes. Correlativamente, si lo que deseamos es la consolidación de la democracia política, la base más sólida sobre la cual esta puede sustentarse, es la democracia de la cotidianeidad. La relación entre el Estado y la sociedad civil es, simultáneamente, productora y producto de múltiples relaciones que se forjan al interior del tejido social. Revertir las secuelas del autoritarismo obliga a fortalecer la vida democrática y no solo un gobierno electo. Los nuevos movimientos sociales constituyen, en ese sentido, embriones de sociabilidad alternativa,

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marcado por mayor horizontalidad en las relaciones, sustitución de lazos de competencia por lazos de solidaridad y por la voluntad de multiplicar, a lo ancho de la sociedad, organizaciones a escala humana que permitan una articulación más orgánica entre lo personal y lo social. En ese sentido, tales iniciativas aspiran a constituir embriones, a escala comunitaria, de una organización democrática donde la participación sea, de hecho, la posibilidad de todos de incidir en los procesos colectivos de gestiones y decisiones. A esta democratización de la estructura de los nuevos movimientos sociales, se suma el contenido democrático de muchos movimientos que se organizan en torno a la defensa de los derechos de la mujer, de los derechos de minorías étnicas, de la defensa de tradiciones e intereses regionales y de los derechos humanos en general. La matriz contra-hegemónica apunta a consolidar pautas en que la participación, combinando los tres elementos recién desglosados, sean una respuesta efectiva a la motivación de ser “más sujetos”. En cierto modo, retomaremos viejos ideales del humanismo socialista, pero despojados del sesgo “globalista” y homogeneizante que siempre ha caracterizado a las cosmovisiones de la modernidad. Así, el privilegio de lo local, de lo cotidiano y de la pequeña escala como lugares de constitución de identidades colectivas y de modelos de sociabilidad, obedece a una mayor desconfianza respecto de los grandes proyectos societales y las incomensurables racionalidades de la historia. El humanismo crítico parece, pues, conciente del potencial autoritario implícito en la exaltación de tales proyectos y racionalidades, a la vez que se saca de encima el absurdo prejuicio de considerar que la defensa de la diversidad es sinónimo de la justificación de la desigualdad social. No puede haber participación humanizadota sin el respeto de la diversidad entre sujetos. Los ejemplos de lo que nos proveen los nuevos movimientos sociales son opciones de participación en las que se potencian las motivaciones derivadas que he mencionado antes: mayor control sobre las condiciones inmediatas de la existencia propia a través de una incidencia equitativa en estrategias colectivas de supervivencia y en organizaciones democráticas a escala humana; un tipo de acceso a bienes y servicios que combina mayor presencia de las demandas propias en las instituciones públicas pertinentes con mayor protagonismo en la gestión y/o producción de recursos en el ámbito comunitario; la integración a procesos que conservan la heterogeneidad de los sujetos que lo componen; y una “redistribución social de la auto-estima” a través de estrategias de supervivencia y auto-afirmación en las que la mejor inserción del sujeto en iniciativas colectivas y el poder resolver a partir de allí problemas inmediatos de recursos, permiten generar auto-confianza creciente. La matriz contra-hegemónica de la participación pugna por hacer de sus mentores y gestores “más sujetos” y de revertir la alienación desde abajo hacia arriba, desde lo local a lo global, desde lo social a lo político. Esto no significa que esta nueva lógica regule todos los movimientos sociales y todo lo que se hace y se siente al interior de los mismos. Suponerlo sería incurrir en una ingenuidad y un voluntarismo excesivos. De lo que se trata es de identificar la emergencia de una nueva lógica participativa que pone al día los ideales del humanismo crítico y del desarrollo integral (19). Pero en ningún caso se trata inventar o designar un sujeto social que haga el papel de redentor de la sociedad o de portador de un nuevo mundo. Eso sería repetir viejos vicios. La lógica participativa que aquí se ha destacado no solo es embrionaria todavía, sino que sus perspectivas de multiplicación son todavía inciertas. Lo que importa es enfatizar el contraste entre esta lógica y aquellas que operan en la matriz hegemónica de la participación antes señaladas y desde este contraste diseñar estrategias que apunten a expandir formas más deseables de participación, vale decir, que respondan a las motivaciones derivadas en lugar de inhibirlas. No se trata, en ningún caso, de desembocar en el “rasismo”, en un bucolismo pseudos-romántico o en una cruzada contra la modernización. Tales posiciones son arcaicas o parcializadoras. La modernización dará lo mejor que sí precisamente cuando sea permeable a estas nuevas estrategias de participación.

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5. BRECHAS ENTRE EL DISCURSO Y LA PRÁCTICA Participación en las palabras, cooptación en los hechos Tanto el discurso del desarrollo comunitario promovido en los tiempos de la Alianza para el Progreso, como la apelación que hacen a la participación los gobiernos que funcionan con mecanismos de clientelismo en la región o de los de corte populista, se traducen, en los hechos, en un intento por neutralizar agentes colectivos de cambio social y por cooptar, para fines políticos, iniciativas que se gestan en la base del tejido social. Neutralización del conflicto social, o expansión del poder político suelen ser los motivos que animan a las cúpulas políticas o a los gobiernos e instituciones públicas a exaltar la participación y el desarrollo comunitario. Los mecanismos de cooptación hacen de la participación una caricatura de sí misma. Convertir demandas sociales en votos, o promoción social en propaganda para la campaña, son los procedimientos que gobiernos y cúpulas políticas utilizan habitualmente para proyectar la imagen de arraigo popular. En el otro extremo, las Organizaciones No Gubernamentales que operan en el mundo popular, animadas muchas veces por la intención de estimular la organización en la base y la participación real, se ven frecuentemente atrapadas en su propia estrategia de supervivencia, a saber, la de mostrar sus “logros” a las agencias internacionales que periódicamente les proveen fondos para mantenerse. Se ven, pues, forzadas a montar el show de la participación cada vez que un agente “controlador” se acerca a evaluar resultados. La relación con el agente externo El agente externo que media entre organizaciones de base y agencias que suministran los recursos necesarios se ve atrapado entre dos lógicas sumamente distintas. Su situación pone en evidencia la tensión que se origina en la diferencia de perspectivas, marcos de referencia, objetivos y ritmos propios entre las agencias de apoyo y las organizaciones de base (20). Puesto que los procesos participativos sólo pueden evaluarse en toda su complejidad si el evaluador primero se compenetra íntimamente con la organización en cuestión, las evaluaciones que suelen hacerse por parte de organismos financiadotes, que reducen su contacto a visitas muy esporádicas, resultan poco ajustadas a la realidad. El agente externo debe hacer, por lo general, esfuerzos enormes por persuadir al “inspector de turno” que la experiencia en curso es válida, mientras que debe convencer a la comunidad de ajustarse a las exigencias exógenas de los auspiciadotes. Aparecen entonces contradicciones entre los que unos quieren y lo que otros esperan. Por otro lado, la vida cotidiana, la sensibilidad y la cultura del agente externo es siempre distinta a la de los miembros que componen la organización de base y esta brecha cultural se manifiesta en diferencias de criterios frente a acciones muy prácticas y puntuales. Para el agente externo es difícil desembarazase de su propio etnocentrismo y por ende, de su sentimiento de superioridad intelectual en la relación con la comunidad; para la comunidad, el agente externo siempre tiene algo intruso o invasor, por más que su voluntad y disposición sea ponerse al servicio de los intereses de la organización de base. Brecha entre teorizaciones y demandas populares En los organismos de apoyo siempre hay expertos que elaboran organigramas de participación a ser utilizados en el trabajo con los grupos de base. Entre los cuentistas sociales siempre hay quienes recogen los testimonios y los informes relativos a experiencias de participación comunitaria y de ellos deducen módulos universalmente válidos y deseables de participación. Deducciones unilaterales en el primer caso, inducciones arbitrarias en el segundo: lo que suele emitirse en ambos ejercicios es la consideración por las demandas populares. Los basistas más bucólicos inventan un pueblo que quiere autonomía, autogestión y una vida lejos del mundanal ruido. Los teóricos del cambio social inventan un pueblo que no cree en el Estado providencial ni le interesa contar con los servicios que provee el orden burgués. Los pragmáticos dibujan organigramas que no contemplan las capacidades e inquietudes específicas de los miembros de la organización, reproduciendo el viejo hábito de operar con la idea de un sujeto abstracto. En todos estos

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ejercicios se escamotean muchos de los deseos y las expectativas que la comunidad tiene realmente. De allí la urgencia por revertir el proceso y tomar las demandas populares como el punto de partida irreductible a partir del cual dinamizar procesos de participación social. Las tres brechas señaladas (entre participación democrática y cooptación política, entre el agente externo y la comunidad, entre la teoría de la participación y las demandas populares) no constituyen obstáculos insalvables. No implican, tampoco, que la participación debe prescindir de lo político, de la planificación, de la teoría o de la ayuda financiera y técnica. Vivimos en sociedades de interdependencia creciente y el desafío de la autonomía no puede traducirse en la pretensión purista del grupo-isla. Es necesario buscar formas de optimizar articulaciones entre la arena política y el accionar de los nuevos movimientos sociales, entre la participación comunitaria y la cooperación de agencias para el desarrollo, entre la academia y la práctica cotidiana de participación social, entre las instancias públicas locales y las aspiraciones de las organizaciones de base. Las sugerencias que expongo a continuación intentan apoyar algo en esa dirección. 6. POLÍTICAS Y ESTRATEGIAS PARA LA PARTICIPACIÓN Presento aquí de manera esquemática sugerencias generales que apuntan a promover mayor participación social conforme al criterio inicialmente propuesto de motivaciones y considerando las brechas advertidas en al punto anterior y el desafío de potenciar espacios donde opere la matriz contra-hegemónica. Condiciones estructurales e institucionales propicias

- Redistribución del excedente. Si el estilo de desarrollo orientado a la industrialización y a la sustitución de importaciones ya había mostrado una tendencia a la concentración del excedente, el capitalismo financiero y el impacto de las nuevas tecnologías en la actividad económica han agudizado esta tendencia. Sea que se busque promover mayor participación ampliando la estructura de oportunidades o que se trate de reformar dichas estructuras (21), la distribución del excedente aparece como un punto neurálgico y un cuello de botella, pues sin duda se trata de un problema siempre conflictivo. Un estilo de desarrollo con tendencia a la apropiación muy desigual del excedente inevitablemente reduce la participación al rol de compensación funcional para un sistema estructuralmente excluyente y la somete a un régimen de escasez de recursos en el cual toda iniciativa que, desde el mundo popular intenta crear espacios de participación social, esta condenada a una precariedad permanente.

- Desarrollo endógeno. Mientras se mantengan los patrones imitativos en el consumo y en la producción, se perpetuarán también las insuficiencias dinámicas en los procesos de acumulación del capitalismo periférico (22). Es necesario cambiar el concepto negativo de heterogeneidad estructural por el concepto positivo de diversidad estructural y desde allí buscar las formas de combinar óptimamente los trabajos de distintos niveles de productividad y de distinta escala, adecuando los impactos tecnológicos exógenos a las necesidades y estructuras productivas endógenas. Romper con la economía de la imitación es romper también con una cultura servil de imitación y es apostar por la auto-afirmación a escala societal. Nada puede ser más dinamizador para la participación en el nivel micro que este proceso de auto-dependencia en escala macro.

- Generación de conciencia crítica frente a obstáculos estructurales e ideológicos: “En todas las sociedades (…) las minorías que detentan proporciones exageradas de poder societario (…) tienden a inventar mecanismos que hemos llamado complejas estructuras e ideología de la antiparticipación (…). Las cuatro formas más poderosas de las estructuras e ideologías de la antiparticipación probablemente son: control desigual sobre los medios de producción que hace

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que unos grupos dependan de otros hasta para su subsistencia; la división administrativo-funcional del trabajo que confiere un control burocrático desproporcionado a una minoría sobre una mayoría; los monopolios de la educación y el conocimiento ya sea en al interpretación de la religión, en la evolución de la cultura o en el establecimiento de tecnologías modernas; las ideologías de la discriminación que legitiman la superioridad de unos grupos sobre otros” (22). Los obstáculos ideológicos más sedimentados que obstruyen la participación son, según otro autor, la convicción de que la élite de especialistas siempre sabe más y mejor sobre lo que conviene a todos, la apatía generada por generaciones sin acceso a poder alguno y la resistencia gubernamental debido al temor de complicaciones y de subversiones (24). En cualquier caso, lo que aquí aparece como sedimento institucional, estructural o ideológico de la antiparticipación son distintas formas en que plasma la cultura autoritaria: desigualdad social, alienación laboral, discriminación, etnocentrismo cultural o concentración de poder.

- Flexibilización de las instituciones pertinentes: En campo cultural es necesario que la voluntad de promover participación democrática en la comunidad se complemente con estructuras que por lo general producen ideologías de la antiparticipación y que deben, por tanto, modificarse correlativamente. Arizpe y Constantino David consideran que la familia, la escuela y la iglesia constituyen las tres estructuras básicas de integración cultural, que normalmente operan con una lógica muy poco participativa (25). Relaciones jerárquicas se producen y reproducen en las tres estructuras mencionadas, reforzando una cultura del sometimiento que en nada predispone a iniciativas de participación democrática. En el campo político, “los aparatos burocráticos y partidarios oponen fuertes resistencias a la apertura de nuevos cauces participativos porque significan la irrupción de nuevos grupos sociales en la escena política e institucional y sobre todo, porque introducen una dosis de imprevisibilidad, de comportamientos poco reglados, de posible desorden”(26).

- Flexibilización de las políticas sociales y de la estructura del gasto público. Rasgo inequívoco de las instituciones estatales de promoción y asistencia social es su persistencia y uniformidad organizativa en el tiempo. Rara vez estas organizaciones se transforman profundamente. De otro lado, resulta difícil avanzar en caminos que impliquen modificaciones al tipo de gasto público social, pues éste está condicionado por derechos sociales generados a lo largo de años y por clientelas políticas consolidadas. Además, el anquilosamiento burocrático hace que se confundan los servicios a la comunidad con el desarrollo de las instituciones encargadas de promoverlos, de manera que el grueso del gasto social no llega a los beneficiarios sino, a los intermediarios. Paradójicamente, la tecnocratización y burocratización de los organismos públicos a cargo de diseñar y difundir políticas sociales, obligan a que sean los propios organismos quienes absorban la mayor parte del presupuesto asignado a muchas políticas sociales. Otro ingrediente de la inercia y la resistencia al cambio es la intolerancia de los servicios que administran las políticas sociales a ser medidos por otros, de manera que se convierten en instituciones herméticas e inapelables. También se ha vuelto inercial la excesiva subordinación de las políticas sociales a criterios económicos (exacerbada al calor del actual ajuste recesivo y la consiguiente reducción del gasto social) y la sordera del planificador frente a las condiciones de recepción, por parte de la comunidad, de la ayuda social (27). Todas estas inercias obstaculizan la posibilidad de reorientar las políticas sociales y el gasto social hacia actividades e inversiones que reducen en un incremento de la participación social, tales como la formación y capacitación de animadores comunitarios, el suministro de infraestructura técnica y organizativa a ser utilizada por los sectores de base, o reformas administrativas que permiten una relación más estrecha y dinámica entre instituciones públicas y sectores populares.

B. Políticas para la participación Las recomendaciones formuladas a continuación son de carácter general y no tienen nada de novedosas. Sin embargo, me parece oportuno colocarlas como corolario de la presente exposición.

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- descentralización de gestiones y decisiones y desconcentración de recursos. La matriz contra-

hegemónica de la participación requiere de procesos de descentralización que permitan fortalecer la gestión y el uso de recursos en los espacios locales. Una de las tareas de mayor alcance y relevancia para el diseño y aplicación de políticas sociales que aspiren a potencias sus efectos, con una recepción participativa en la comunidad, es investigar y diseñar modelos de articulación entre los gobiernos locales y las organizaciones de base. La descentralización obliga a replantear la relación entre organismos centrales de planificación, oficinas ministeriales vinculadas a la ejecución de políticas y programas, los municipios y las comunidades. Los recursos no pueden quedar atascados en los organismos ejecutantes, sino que deben llegar a la comunidad para que esta pueda optimizar su uso mediante la participación social.

- Articulación orgánica entre participación y autonomía. Esto aparece como resultado de lo anterior, vale decir, de la articulación entre lo social y lo nacional y entre lo público y lo comunitario. Combinar el “expertise” de de planificadores con el saber práctico de la población local potencia el uso de recursos. Más aún, importa optimizar el uso de los recursos financieros asignados exógenamente con la movilización de recursos “no convencionales” propios de la comunidad, tales como: creatividad popular, tecnologías simples, conocimiento de las condiciones locales, voluntad participativa, capacidad colectiva de gestión, etc. Una articulación orgánica permite fortalecer recíprocamente, la identidad colectiva de las organizaciones de base y la eficiencia de las políticas públicas dirigidas a los sectores populares.

- Democratización sectorial. Campos como la vivienda, la salud y especialmente la educación debieran estar sujeto a mayor control por parte de los eventuales beneficiarios, a fin de evitar tanto los sesgos paternalistas como la imposición autoritaria de modelos no elegidos. El poder de los expertos sobre los beneficiarios debe sustituirse gradualmente por la cooperación conjunta. En los tres sectores las decisiones sobre criterios básicos debieran emerger, en lo posible, de la deliberación conjunta de los profesionales competentes y los usuarios. Por cierto no pueden realizarse asambleas para cada operación específica sobre la cual deban tomarse decisiones pero la adopción de criterios fundamentales requiere mayor participación de la comunidad. Esto contribuye a democratizar estos servicios públicos y a desencadenar, con ello, efectos sinérgicos en los sectores excluidos a los cuales estos servicios supuestamente deben llegar.

- Reforma administrativa exhaustiva. Las medidas o políticas expuestas antes requieren, por cierto, de una profunda desburocratización de organismos públicos y de oficinas regionales y locales, así como de la creación de dispositivos organizativos en tales fluidos que hagan fluido y dinámico el contacto con la comunidad. De importancia crucial para la viabilidad de mayor participación social es constituir sistemas permanentes de consulta municipio-comunidad para la asignación de recursos e inversiones municipales.

- Democratización laboral. Debieran promoverse con decisión y energía las organizaciones productivas autogestionarias en el mundo popular, mediante programas especiales de apoyo a microempresas y a auto-empleados. Para ello, los organismos pertinentes deben ampliar su oferta de capacitación, promover canales de comercialización en la economía informal y facilitar créditos para la adquisición de la infraestructura tecnológica mínima requerida a fin de que estos sectores eleven sus niveles de productividad y puedan, de este modo, generar el excedente necesario para el ahorro y la inversión. Junto con la promoción de iniciativas colectivas autogestionarias en el sector informal, debieran legislarse sobre los módulos de organización del trabajo en el empleo formal para minimizar los grados de alienación y autoritarismo en las empresas. Las teorías de la organización y la psicología industrial ofrecen valiosos aportes que pueden ser asumidos por políticas públicas de regulación del trabajo para aumentar el margen de iniciativa, creatividad y participación de los trabajadores en la actividad productiva. Considerando que es la actividad medular en la vida cotidiana, el trabajo debe constituirse en un proceso que permita a los sujetos amar su propia identidad, expandir su influencia sobre el proceso en el cual producen y fortalecer su autoestima.

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- El papel complementario de las Organizaciones No Gubernamentales (ONGs). La crisis económica de los ochenta, así como la crisis de la función de integración social, históricamente asumida por el Estado y/o por el mercado, ha dejado vacíos y abierto intersticios para la acción de muchas y diversas ONGs que, operando en el ámbito local y trabajando en conjunto con las comunidades, promueven un sinnúmero de experiencias de desarrollo comunitario con énfasis en formas innovadoras de participación social. Se han abierto canales no estatales para impulsar iniciativas de desarrollo social diseminadas en la sociedad civil. Partiendo del nivel migro, estas iniciativas han podido formular diagnósticos a partir de las necesidades sentidas por los sectores más vulnerados por la crisis recesiva y en base a esos diagnósticos idear líneas de trabajo donde la participación de los beneficiarios y la movilización de la creatividad social aparecen como insumos insustituibles. A causa de la propia escasez de recursos físicos y de formación profesional, estas prácticas locales han aprovechado o generado recursos no convencionales tales como la conciencia grupal y solidaria, la cultura organizativa, la capacidad de gestión local, la creatividad popular, las estrategias de ayuda mutua y el uso de multiplicadores comunitarios. Es por ello que, de generarse voluntad política en los organismos públicos pertinentes para promover formas innovadoras de participación social, el trabajo coordinado con las ONGs sería muy provechoso para futuros diseños de políticas sociales. Esto, por dos razones: por la vinculación ya establecida por las ONGs con grupos locales y el conocimiento interiorizado de sus necesidades; y porque en su trabajo de campo los expertos de las ONGs han aprendido a desarrollar estrategias de movilización de recursos humanos y de motivación en comunidad.

7. RECAPITULACIÓN Hemos visto hasta aquí una secuencia algo ambiciosa que partió de forjar un criterio sobre la participación y sus motivaciones; continúo con el uso de dicho criterio para examinar críticamente la matriz dominante de la participación en la realidad latinoamericana y para rescatar una eventual e incipiente matriz contra-hegemónica; paso luego a considerar brechas entre el discurso de la participación y su práctica; y remato finalmente en la proposición de condiciones y políticas capaces de potenciar aquella matriz embrionaria de participación humanizadota. Sin duda, son demasiados registros para estas pocas páginas. Valgan, pues, como una lluvia de insumos a decantarse en futuras primaveras.

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NOTAS

(1) Véanse al respecto los siguientes documentos: Andrew Pearse y Marthias Stiefel, Participación popular: un enfoque de investigación, separata de Socialismo y Participación Número 9, p 90; Angel Flisfisch, Algunos problemas conceptuales en el análisis de la participación, Documento interno de CEPAL, preparado para el Seminario sobre Participación Social, Quito, Ecuador, noviembre de 1980, p 1; Antonio Elizalde, The Semantics of Participation in the United Nations System; An Attempt of análisis, Documento de la fundación Dag Hammarskjold, Uppsala, Suecia, p 23; Fabio E. Velásquez C., Crisis Municipal y Participación ciudadana en Colombia, en Revista Foro, Año 1 No 1, Bogota, Septiembre de 1986. pp 21-22; y José Luís Castagnola, Participación y movimientos sociales, en Cuadernos del Claeh, No 39, Montevideo, 1986, p 65.

(2) En Pearse y Stiefel, op. Cit., p 92. (3) Ibid., p 92 (4) Flisfisch, op. Cit. P 2. (5) Al respecto pueden consultarse textos clásicos, como: kart Marx, Manuscritos económicos y

filosóficos de 1844, trad. De Rubén Sotoconil, Santiago, Editorial Austral, 1960; Erich Fromm, Psicoanálisis de la sociedad contemporánea, trad. De Florentino Torner, Mexico, FCE, 1956; y Georges Friedmann, The anathomy of work, trad. Al ingles de W. Rawson. Nueva York, The Free Press of Glencoe, 1961.

(6) Ver al respecto Manfred Max-Neef, Antonio Elizalde y Mrtín Openhayn, Desarrollo a Escala Humana: una opción para el futuro, Uppsala, CEPAUR-Dag Hammaskjold Foundation, 1986; Luis Weinstein, Bienestar Psicosocial, desarrollo y salud: hacia un marco de referencia antropolítico y Gabriel Gyarmati, el ordenamiento de la sociedad y el bienestar psicosocial, ambos textos en Hacia una Teoría Social del bienestar Psicosocial, notas y exploraciones, santiago, Pontificia Universidad católica de chile, 1988; Martín Hopenhayn, Las necesidades humanas y la aventura del desarrollo, mimeo, Santiago, CEPAUR, 1986; y Pedro Demo. Ciencias sociais e qualidade, Sao Paulo, Almed Editora, 1985.

(7) Respecto del iluminismo y sus derivaciones, véanse los clásicos textos de MaxHorkheimer y Theodor Adorno, Dialéctica del iluminismo, Buenos Aires, Sur, 1969; y Ernst Cassierer, Filosofía de la Ilustración, Mexico, FCE, 1950.

(8) La política iluminista es por definición macro, pues siempre es la sociedad como un todo la que tiene que marchar al compás de la racionalidad de la historia.

(9) En América Latina este proyecto encuentra sus luces más representativas en el proyecto educativo de Sarmiento en la Argentina del siglo XIX y en el proyecto político de Battle y Ordoñez en el Uruguay de los años 30.

(10) Véase el texto de Tilman Evers, Identidade: a face oculta dos novos movientos sociais, Brasil, Novos Estudos, CEBRAP, abril de 1984.

(11) Véase Evers, op. Cit.; Max-Neef. Elizalde y Hopenhayn, op. Cit., y Luis Razeto, Economía de Solidaridad y Mercado democrático, libros primero y segundo, Santiago, Programa de Economía del Trabajo, 1984.

(12) Respecto de Colombia, valga la siguiente cita: “los movimientos sociales tienen su base en las amplias mayorías excluidas del país. No en la clase obrera (…)Lenin pudo imaginar el esquema del partido del proletariado quizás sobre la base de la unidad, organización, disciplina, concentración espacial, definición de metas y adversarios de la clase obrera. Los excluidos no se dejan meter en esa camisa de fuerza. Requieren formas de organización múltiples, flexibles, adecuadas a necesidades diversas, con espacio para una intensa participación individual, arraigada en sus necesidades de supervivencia y participación. A esa necesidad responden los movimientos sociales en Colombia y solo un error podría querer aplicarles el viejo esquema de partido”. (Luís Alberto Restrepo, El protagonismo político de los Movimientos Sociales; Características,

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condiciones de su surgimiento, perspectivas actuales y futuras, en Revista Foro No “, Bogotá, Febrero de 1987, p 420).

(13) Respecto del concepto “estrategia de vida” más comprehensivo que el de “estrategia de supervivencia” y con implicaciones económico-culturales, véase el texto de Jorge Dandler, Aspectos generales sobre economía informal y su importancia en Bolivia, La Paz CERES, documeto de trabajo, 1985.

(14) Ver Agnes Heller, every day Life, trad. del húngaro por G.L. Campbell, Nueva York-Londres Routledge & Kegan Paul, 1984, pp. 238-239.

(15) Agnes Heller señala que “uno de los rasgos característicos de la vida cotidiana es su heterogeneidad; se desplaza agitadamente en un mundo de acciones heterogéneas y exige condiciones y capacidades heterogéneas” (op. cit. p. 56, la traducción es mía).

(16) Heller dice que “la vida cotidiana siempre acontece y se relaciona con el medio inmediato de una persona,. El ámbito de la vida cotidiana de un rey no es su país sino su corte. Todas las objetivaciones que no se relacionan con la persona o con su entorno inmediato, trascienden la esfera de lo cotidiano.” (op. cit. pp. 6-7, la traducción es mía).

(17) Véase los textos citados de Castagnola, Evers, Max-Neef y otros, y muy especialmente el texto de Orlando Fais Borda, Aspectos críticos de la cultura colombiana, Revista Foro No 2, Bogotá, febrero de 1987, pp. 81-90.

(19) El concepto de desarrollo integral se ha prestado a múltiples definiciones. En general, todas se parecen bastante. Limitémonos aquí a definirlo como desarrollo de vida en todos los sectores de la sociedad o a satisfacer una gamma amplia de necesidades humanas en todos los niveles de la sociedad.

(20) Véase el texto producido por Cecilia Paredes, Reflexión sobre la realidad y proyecciones de los talleres productivos, documento de trabajo, Santiago, CEPAUR, 1988, pp. 51-60.

(21) Ver Flisflisch, op. cit. (22) Véase al respecto las conceptualizaciones que Raúl Prebisch hiciera del capitalismo periférico

en los últimos diez años de su producción intelectual. (23) Mathis Stiefel, Abriendo el debate en Diálogo sobre la participación, No 1, Ginebra,

UNRISCO programa de participación, 1981, p. 5. (24) Véase el documento de Mary Racelis Holnsteiner, People power: Community Participation in

the Planning of Human Settlements, artículo presentado al Interregional Seminar on the Social Aspects of Housinga, Holte, Dinamarca, septiembre de 1975.

(25) Véase el documento de Lourdes Arizpe y Karina Constantino-David, Leadership, Social Organization and Participation in the Third World, documento de la fundación Dag Hammarskjold, Uppsala, Suecia.

(26) Jordi Borga, Participación ¿Para qué?, en Revista Foro, año 1, No 1, Colombia, Septiembre de 1986, p. 32.

(27) Este punto lo he desarrollado antes de Políticas sociales entre la crisis y el cambio, Santiago, ILPES, documento interno, mimeo, 1987.

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