Howard Varas Arteaga - Necesito Un Abrazo o Un Balazo

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Howard Varas Arteaga, (Trujillo, 1988). Actualmente estudia derecho en la Universidad Los Ángeles de Chimbote. (ULADECH). En agosto del 2008, fue finalista de un concurso de microrelatos en España. Necesito un abrazo o un balazo, es su primera novela, y según él mismo cuenta, intentó escribirla por vez primera a los 17 años; pero no obstante,sintio que no contaba con el aliento y la capacidad necesaria. El proyecto quedó en el aire y lo dejó para después, pero con el pasar de los años, siguió porfiando por escribir y el resultado fue el presente libro, una impactante historia llena de ironía y melancolía al mismo tiempo, pero que en todo caso, cautivara al lector desde el principio hasta el final de la obra.

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Rafael es un joven estudiante de derecho. Vive solo en su departamento, y su existencia se ha convertido en un desesperado intento por encontrar alguna razón poderosa que lo mantenga vivo. Sueña convertirse en escritor y demostrarle a su familia que puede ser un hombre conspicuo, a pesar de la adversidad y la oscuridad que opacan sus días.

Así se resume la historia de Rafael, un joven quien es dueño de una extraña sensibilidad y unos alborotados deseos por amar y ser feliz, así como lograr olvidarse de su pasado, el cual lo atormenta.

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NECESITO UN ABRAZO O UN BALAZO

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Howard Varas Arteaga (Trujillo, 1988) Actualmente estudia derecho en la Universidad Los Ángeles de Chimbote. (ULADECH). En agosto del 2008, fue finalista de un concurso de micro-relatos en España. Necesito un abrazo o un balazo, es su primera novela que, según el autor cuenta, intentó escribirla por vez primera a los 17 años; pero no obstante, el proyecto quedó en el aire. Luego de varios años, y con el porfiado propósito de la escritura, nos muestra el resultado: la novela con la cual se da a conocer en el espacio literario contemporáneo. Para contactos con el escritor:

[email protected]

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Howard Varas Arteaga

NECESITO UN ABRAZO

O UN BALAZO

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Primera Edición: Enero – 2009

© Howard Varas Arteaga Necesito un abrazo o un balazo Trujillo 2009 Imagen de portada: Hernan Darío [[email protected]] Diseño y cuidado de la edición: Oscar Ramirez Queda terminantemente prohibida, sin la autorización escrita del editor y/o el autor, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento electrónico.

EDITORIAL ALTERNATIVA Contactos para edición y publicación: Móvil: 044 – 94 9366060 E-mail : [email protected] Impreso en Perú

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PRÓLOGO Si bien toda creación artística parte del hecho mismo de la catarsis, muy pocas veces esta fuerza emotiva que produce un ente creador se convierte en el objeto tangible, observable, llamado arte. La explosión de emociones, o la misma intención de la expresión, puede descubrir aquella tan ansiada evolución que generará con el devenir del esfuerzo y dedicación, mucho más allá de la tan nombrada y mal vista inspiración, el progreso creativo del artista. La literatura, no exenta de mayores paradigmas artísticos, ha ido demarcando los aspectos primordiales en la formación colectiva de las generaciones que sobreponen sus ideas con el correr de las obras. Desde los clásicos, los decimonónicos, los vanguardistas, hasta los contemporáneos, este quehacer ha generado diversas motivaciones y dilemas sobre qué, cómo y por qué escribir. He de centrarme en un espacio literario. La generación de los noventa, asimilando los criterios nihilistas y aburguesados de las décadas anteriores, ha venido describiendo la sociedad sin el decoro artístico de lo barroco. Fueron poco a poco eliminando la pulcritud del verbo, o la marginación de las imágenes, para solventarnos una realidad tan sorprendente como precaria. Desde el sexo cotidiano y sin tapujos, hasta el uso desmedido de sustancias alucinógenas que hacen de los protagonistas entes absurdos y magníficos de un mundo tan irreal como cercano.

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Libros como los de Andrés Caicedo, Jaime Bayly, Alberto Fuguet, Sergio Galarza, Mario Santiago Papasquiaro, Pedro Lemebel, y el genial Roberto Bolaño, dejaron de lado el esteticismo clásico y delicado, para inmiscuirse en el universo de lo mordaz y descriptivo, de la crítica acérrima y de la violencia cotidiana, de los homosexuales y las prostitutas, dejándose envolver sin medida y con pasión por el amalgamiento vital de la poesía. La realidad se convirtió, no en un medio de cuasi-transformación, sino en la necesidad misma de expresar el mundo tal y como lo estamos viviendo, con angustias y virtudes, depresiones y ambigüedades. Necesito un abrazo o un balazo puede ubicarse en esta línea estructural. Sin mayores artificios que el de la escritura como una expresión de lo cotidiano, el autor nos recrea episodios comunes, simples, carentes de una fantasía ejemplar; los personajes desfilan en medio de rincones ubicables en una sociedad tan dispar llamada Trujillo, que la lectura nos remite a un viaje rápido y sin escapes de rigor metódico. Considerando que es el primer trabajo narrativo de su autor, podremos sacar conclusiones de índole negativas, como también resaltar aquellas virtudes propias de la disposición que genera el escribir en una sociedad tan áspera como la nuestra. La constancia y perseverancia harán un mayor trabajo en manos de este joven autor que abrirá nuevos rumbos en su estilo y voz, la cual se despierta fresca, sin artilugios ni fantásticas acciones, pero con una dirección situacional estática. Que Necesito un abrazo o un balazo sirva como una catarsis, como el impulso necesario de la libertad, como un principio en el cual descubramos (tal vez) el origen de un futuro escritor.

Oscar Ramirez

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A Karlita Quiroz Neira, porque aún, a pesar de la distancia, te siento cerca; por el amor que profesabas por mí en la tierra; por haberme hecho feliz con tan solo mostrarme tu sonrisa invencible; porque aún, si hay algo más allá de la muerte, me estás esperando, impaciente, por volvernos a encontrar, para estar juntos por siempre, como alguna vez lo soñamos cuando nos amábamos con tanta fuerza.

A todas las personas que me ayudan a encontrar el sentido a mi vida cuando se me pierde en algún lugar.

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OJALÁ YA FUÉRAMOS GRANDES MI AMOR

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El colegio se llamaba San Pedro y era mixto. Asistían chicos y chicas. Quedaba en la calle Grau, atrás del centro comercial “El Virrey”. Por las mañanas, los alumnos ingresaban con los uniformes bien planchados e impecables. Por las tardes, muchos salían inmundos. Las chicas iban con el cabello recogido por una cinta celeste y los chicos con el cabello cortito con raya al costado. La formación era un alboroto: una profesora viejita les daba la bienvenida, les ordenaba mantenerse en posición de firmes, luego de descanso, y cuando ya los mantenía en silencio, obligaba a los alumnos a cantar fuertemente el himno nacional del Perú. Casi todos cantaban eufóricos. Otros hasta gritaban vociferando “somos libres, seámoslo siempre, seámoslo siempre”. Los alumnos pequeños iban al inicio de las filas. Rafael se paraba al medio. No era el más alto, pero tampoco el más bajo. Era una vergüenza ser el más chato y formar adelante. Había dos filas por cada sección: una de hombres y otra de mujeres. Rafael estaba en cuarto grado de primaria y tenía 9 años. Él y sus amigos se sentían superiores a los de tercero. Se burlaban de ellos, les decían mariquitas y molestaban a sus amigas. El recreo duraba media hora. La campana sonaba a las 11: 15, entonces el patio se convertía en tierra de nadie. Las canchitas de fútbol las ocupaban los grandes, los de sexto y quinto grado, eso era indiscutible. Pero el patio, que era realmente colosal, la disputaban los

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enanos de primero con los chicos de segundo, y a veces se metían los de tercero y los de cuarto. El profesor de educación física, cuando estaba de buen humor, prestaba una pelota con la condición de devolvérsela cinco minutos antes de que terminara el recreo, cosa que nadie cumplía. Cuando estaba malhumorado, mezquinamente les negaba una bola, y los chicos le decían “panzón de mierda, atorrante” entre dientes y se resignaban a jugar con una botella de plástico, pero nunca dejaban de jugar sus pichanguitas de todos los días. Un día, la profesora Lili Gonzáles, súbitamente, tomó examen de matemáticas. Todos protestaron porque no había avisado, pero ella no hizo caso a nadie. Empezó repartir a cada uno una hojita blanca llena de preguntas por resolver y cobraba veinte céntimos por ella. — Profesora, no avisó que iba a tomar examen —dijo un chico desde atrás. — No es necesario que les avise jovencitos, ustedes deben de estar preparados para todo —respondió Lili Gonzáles. El examen fue un fiasco para Rafael. No se acordaba cómo era que se sumaba y restaba fracciones. Tampoco sabía qué son los números naturales y sus propiedades. Algunos, los más pendejitos, se copiaban de sus cuadernos, pero Rafael no podía porque se sentaba adelante, frente a la profesora Lili Gonzáles. La profesora Lili Gonzáles era una viejita amargada y seria. Mientras resolvía los exámenes, los alumnos jugaban, peleaban, se tiraban bolas de papel, masticaban chicle, y hacían bulla, mucha bulla.

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— ¡Silencio alumnos! ¡Basta de barullo! —dijo Lili Gonzáles, y al instante le obedecieron. Cuando resolvió y entregó los exámenes, casi todos estaban confiados en aprobar, porque la mayoría había copiado e hicieron fichas. Rafael estaba severamente preocupado. — Luis Rodríguez —llamó Lili Gonzáles. — Presente —respondió Luis, era un jovencito pequeño y travieso. — Su examen. Luis dejó su carpeta del fondo, se puso de pie y fue al escritorio de la profesora Lili Gonzáles. Lo recibió, y al ver su nota sonrió. — ¿Cuánto? —le preguntó Rafael cuando Luis pasó por su lado. — Veinte. — Buena —le respondió Rafael. Sin duda, había copiado. El noventa por ciento de alumnos aprobó el examen porque copiaron. Las chicas no se quedaron atrás. Poco a poco iban dejando de jactarse de ser honestas. Cuando la profesora Lili Gonzáles llamó a Rafael, este se puso nervioso. Lo recibió y se tapó los ojos. — Ya me jodí, carajo —dijo como si estuviera hablando solo; nadie lo escuchó. Esa tarde, a la hora de salida, ninguno estaba tan temeroso y asustado como Rafael. Sus compañeros de clase estaban hilarantes comprando helados Donofrio de Joselito, el heladero fiel de los chicos. — ¿Qué tienes? —le preguntó Ricardito Pérez, un chico tranquilo, pero picarón con las chicas— ¿No tienes para el helado? Joselito te fía, pídele.

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— No, no es eso. Me saqué cero cinco. — Chucha, eres el único, porque todos se copiaron. — Si pues, mi viejo me va a sacar la mierda. — Lo siento chochera. Rafael llegó a su casa sudando. Al entrar a la sala, se dio cuenta que estaba temblando de miedo. Pensó que lo mejor sería romper el examen y tirarlo por el inodoro, pero apartó esa idea de la cabeza, como quien aparta una mosca de la cara, porque su mamá le dijo una vez que cuando alguien miente o esconde algo importante, Dios se enoja y manda un castigo severo y cruel. Se cruzó con su mamá, la señora Rosa, en la cocina y no supo que hacer. — Hola mami —saludó, parado en el umbral de la puerta con las manos en la espalda. — Hola hijito —le respondió Rosa— siéntate en la mesa, ahorita te sirvo tu almuerzo. — Gracias mami —dijo Rafael, arrugando el oscuro examen a sus espaldas. — ¿Te pasa algo, hijito? —preguntó Rosa de pronto, algo escéptica. — Nada, nada, nada… —respondió Rafael y se fue corriendo, y se encerró en su cuarto. Le daba pena mentirle a su mamá. Rosa lo quería. Con enorme paciencia le había enseñado a leer y a escribir. En vacaciones estudiaba geografía con su mamá. Rafael era el único de su clase que sabía las capitales de los países americanos. — ¿Capital de Chile? —le preguntaba Rosa pacientemente en vacaciones. — Santiago —respondía Rafael al instante. — ¿Brasil?

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— Brasilia, mami. — ¿Argentina? — Buenos Aires, mami. Rafael estaba llorando, escondido debajo de su cama, recordando lo amorosa que era su mamá. Miraba una vez más la hoja arrugada del examen: cero cinco. Vio su nombre escrito con letras azules. Sentía que había decepcionado a su mamá, que no merecía ser su hijo. — Rafael, ven a comer —escuchó que lo llamaba Rosa. Él no quería comer, quería que su mamá lo perdonara por no saber matemáticas. Era el único curso con el que tenía problemas. En historia, lengua, y ciencias sociales era espléndido, sólo con las matemáticas tenía problemas. Sentía aversión por ese curso. Lo odiaba. A Lili Gonzáles también. — Rafael… a comer —volvió a llamar Rosa. Él no contestó. Siguió pensando deliberadamente por qué era tan bruto en matemáticas. Quería irse de su casa. Ir al puerto de Salaverry, subir al muelle, contemplar el mar, como cuando fue con su papá el año pasado, respirar hondo, zambullirse, y ser devorado por las olas marinas para dejar de sentir tanta culpa. — Rafael… ¿dónde estas? Era Rosa que había entrado a su habitación. No lo encontró. Pensó que tal vez estaría en el baño. Rafael miraba las piernas de Rosa echado en el piso, debajo de su cama. — Ya voy mami. — ¿Qué haces allí? Sal inmediatamente. Rafael salió lentamente y corrió a abrazar a Rosa por las piernas. — ¿Qué te pasa hijito? ¿Por qué lloras?

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Rafael balbuceaba y se apretaba los dientes para no seguir chillando. Le dio el examen a su mamá. Rosa lo desdobló. Vio la nota y lo miró malamente, como diciendo eres un vago, un haragán muchachito. — Espera a que se entere tu papá en la noche —dijo Rosa con un mohín de disgusto—, ven a comer: hoy no tendrás postre. — Gracias mami, pero no tengo hambre —dijo Rafael, haciéndose el machito. — ¡He dicho que vayas a comer! —gritó Rosa con vehemencia y llevó a Rafael al comedor de una oreja. — Au, mami, suéltame, suéltame —se quejaba Rafael llorando. Esa noche, Pedro, el padre de Rafael, le propinó veinte correazos en el poto. Se le quedó rojo y con un ardor demencial. A parte, le hizo lavar los platos, trapear el baño y dejarlo reluciente, y recoger las cacas de mística, la perra que cuidaba la casa en la azotea. Cuando terminó de hacer sus castigos encomendados, se sintió el niño más pingajo del mundo. Estaba apestoso, hecho un adefesio. Luego, sin que nadie le ordenase, se dio un merecido baño en agua caliente. Más tarde, cuando todos en la casa dormían, Rafael estaba parado en la ventana de su habitación: miraba los carros que aún circulaban por la Av. España, una señora que vendía tamales en una esquina, un policía que vigilaba una farmacia de los ladrones, fumándose un cigarrillo y mirándole el trasero a una mujer que pasaba por la vereda, y un perro callejero que aullaba porque tenia hambre y frío. No podía dormir. Mañana tendría que ir al colegio temprano, a las siete de la mañana. Sintió sed y fue a la cocina en busca de un jugo de naranja con hielo. En el camino se encontró con

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Anthony, su hermano mayor que acababa de salir del baño. — Oye, ¿qué haces despierto? Anda duerme, huevón, mañana tienes que ir al colegio. — Voy a la cocina, tengo sed. Cuando regresó a su habitación, cerró la ventana y la puerta; se acostó en su cama, sobre sus sábanas de superman, apagó la luz, y en medio de la oscuridad cerró los ojos y pensó: Diosito, ayúdame a ser el hijo que mis papás quieren que yo sea. Y se quedó dormido. Varios meses después, una mañana a la hora de recreo, Rafael fue víctima de una broma masomenos agradable por parte de sus amigos. Estaba él y Luis Rodríguez —le decían Luisito—, Ricardo Perez —el chan-chan, como le decían, porque su cara era una ciudad llena de barros (acné)—, y Edgar —el negro Luján—, parados en la puerta del salón mirando el partido de todo el colegio en el patio. En esas condiciones estaban cuando pasa por delante de ellos Cecilia Orbegozo, una niña de otra sección, pero de su mismo grado. Cecilia estaba con su mejor amiga, Ericka, y comían helados. Al negro Luján no se le ocurrió mejor idea que empujar a Rafael con un fuerte empellón sobre las chicas. Pero Rafael cayó solamente encima de Cecilia y de su helado, que segundos antes había estado comiendo. Ericka se hizo a un lado. Cecilia se sonrojó. Rafael sintió que sus mejillas se estaban incendiando. Tenía en el cachete algunas gotas de helado que salpicaron desde el piso. Se miraron unos segundos, que parecieron eternos echados en el suelo.

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— Ten más cuidado, oye imbécil —le dijo Ericka a Rafael con tono enérgico. — Perdona, ellos me empujaron —se defendió Rafael, señalando a sus amigos. Pero ellos ya no estaban, desaparecieron. La puerta estaba cerrada, estaban dentro del salón, celebrando su pequeña canallada. Luego Ericka y Cecilia se fueron sin sus helados. Rafael siguió mirando a Cecilia hasta que logró perderla de vista por los baños. Cecilia era una niña bonita. Tenía el cabello color castaño oscuro, ojos marrones, y tez blanca. Era alta y callada. Tenía aires de princesa. Parecía, más bien, un ángel. Era la hora de salida. Rafael estaba cruzando el portón que daba a la calle. Llevaba su mochila en la espalda, las manos puestas en los bolsillos laterales del pantalón, y silbando la canción de Rocky. Inesperadamente escucha una voz de niña que lo llama desde atrás. Él se detiene. — Rafael, espera —era Ericka, quien venía a su encuentro. Rafael pensó que Ericka venía a gritarle que es un estúpido, un zoquete, y un tarado. —Cecilia te manda esto —dijo Ericka y le entregó una carta escrita en hoja de cuaderno y se fue corriendo. Confundido, Rafael empezó a desdoblar la carta mientras salía a la calle. Tuvo curiosidad en saber qué es lo que decía dentro. Se sentó en una banca en la calle y empezó a leer. La carta estaba llena de faltas ortográficas y una caligrafía bastante descuidada. Al terminar, se sintió sosegado y con una agradable sensación de paz en el corazón. Mientras guardaba la carta, se dio cuenta que estaba sonriendo sin saber porqué.

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Al llegar a su casa, entró corriendo a la habitación de Rosa, su madre, quien estaba viendo el programa de Gisella en la tele. — Mamá, mamá, mamá —gritaba. — ¿Qué ocurre? ¿Por qué estás tan alegre? — Ya tengo novia —le respondió. Rosa lo miró con ternura y sonrío. — Haber, cuéntame, ¿quién es tu novia? — Se llama Cecilia, mira me dio una carta. Rosa empezó a leer la carta en voz alta.

Hola Rafael: Desde que nos chocamos en el recreo no he dejado de pensar en ti. Eres muy simpático y te confieso que me gustó mucho haberte sentido cerca. Tienes una sonrisa bonita, y quiero que sepas que no estoy enojada contigo. Mi amiga Ericka tampoco. Dice que la perdones porque te dijo imbécil. Perdónala, ¿ya? Espero que mañana me invites un helado a la hora de recreo. Estaré impaciente porque así sea. Me gusta de chocolate y de fresa. Si me compras uno, acepto ser tu novia. Te mando besitos. Cuídate.

Rosa volvió a sonreír. — ¿Cómo es Cecilia? — Muy bonita, mami. Cuando me case con ella la vas a conocer. — Ay que romántico eres, mi bebito. Tú siempre serás mi bebito, hijito. — Y tú la mejor mamá del mundo —dijo Rafael y abrazó a Rosa. — Mañana tienes una cita en el recreo —dijo Rosa sonriendo y le dio dos soles para los helados.

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— Gracias mami. Semanas después, Rafael y Cecilia eran amigos y se habían convencido que se gustaban demasiado. No se lo decían frente a frente, sólo por cartas escolares, hechas en hojas de cuaderno. Un día, Cecilia jugó a la botella borracha con sus amigas. El juego consistía en formar un círculo de personas en el piso, poner una botella vacía en el centro, y hacerla girar. La base de la botella indicaba que persona ordenaba un castigo a quien el pico señalara cuando haya quedado estática. Ericka ordenó un castigo severo a Cecilia: le dijo que tenía que darle un beso a Rafael en la boca y que durara veinte segundos. Cecilia sonrío porque para ella no era un castigo, sino más bien lo haría con todo gusto. A la hora de recreo, Cecilia buscó a Rafael. — Necesito que me hagas un favor —le dijo Cecilia con su voz de querubín—, me han ordenado que te dé un beso a la hora de salida y quiero pedirte permiso. — ¿Quién te lo ordenó? — Ericka. Jugamos botella borracha. Si no cumplo me pasara algo malo. Rafael aceptó hacerle el favor, pero con la condición de que ella lo busque a la hora de salida. — Gracias, Rafael —dijo Cecilia y le dio un beso fugaz en la mejilla y regresó a su salón de clases. En clase de Rafael, corrían rumores y comidillas del inminente beso entre ellos. — Buena Rafo, te vas a chapar a la Cecilia —le decía el negro Luján.

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— ¿Quién te lo dijo, negrito? — Ericka nos contó a todos. — Putamare, esa enana chismosa. Llegó la hora de salida. Había grandes expectativas. Los más pendejitos y listos estaban negociando por el beso. — Te apuesto dos helados del Joselito que el cabro de Rafael se va a chupar —decía Luisito a cuanto apostador se le cruzara en el camino. Cecilia estaba buscando a Rafael. Mas atrás venía Erica, tenía que ser el principal testigo del beso. Rafael estaba leyendo un libro de aventuras sentado en una banca en el patio del colegio. Cecilia lo vio, y se le acercó. — ¿Estás listo? —Listo —respondió Rafael ecuánime, pero muriendo de nervios por dentro. Aunque estaba empezando a sentirse abochornado por la cantidad de curiosos que lo miraban, sabía que no podía fallarle a Cecilia. — Ven, vamos entonces. Cecilia estaba realmente sobria. No se le notaba ningún pudor, o al menos así lo parecía. Por eso, grande fue la sorpresa de Rafael cuando, caminando a lado de Cecilia, y un montón de chismosos atrás, inesperadamente ella se detuvo y le dijo: — Mejor no, Rafael. — ¿Porqué? — Tengo miedo que se entere mi papi. Ericka, quien estaba cerca de ellos, los escuchó y miró malamente a Cecilia y llamó a dos chicas. Todas tenían la malsana costumbre de obedecer a Ericka. — Se quiere echar para atrás. ¡Deténganla!

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Cecilia, nerviosa, empezó a sonreír. Rafael también lo hizo cuando sintió que lo tomaban de los brazos. — Métanlos adentro —ordenó Ericka señalando un salón de clases vacío. Pasaron. Los encerraron y se miraron sonrojados. Por las ventanas, desde afuera, un montón de sapos los azuzaba gritando: — ¡Beso! ¡Beso! ¡Beso! Ericka miraba a Cecilia amenazante, como diciendo: si no lo besas, te va a ir muy mal Ceci. — ¿Qué hacemos? —le preguntó Rafael. — No sé —respondió Cecilia sonriendo linda. Afuera se escuchaba alaridos incitándoles a que se besen. — Avión, avión, avión, Rafael es un cabrón —gritaban los chicos. — Araña, araña, araña, Cecilia no se baña —gritaban las chicas. — ¿Lo hacemos? —preguntó Rafael, motivado y excitado por los gritos enloquecedores. — Ya pues —dijo Cecilia y cerró los ojos, y esperó con su boquita erguida a Rafael. Rafael se acercó lentamente, cerró los ojos y juntó sus labios a los de Cecilia. Se quedaron así, petrificados, pero luego, de una manera espontánea empezaron a jugar con sus labios vírgenes. Fue su primer beso. Al abrir los ojos y despegarse, se abrazaron y se dijeron al unísono: te quiero. Al ver la cantidad de caras fisgoneándolos, Cecilia sintió como lentamente la sangre se le subía por el cuello y cara y se ruborizó. Afuera del salón, los chicos silbaban y aplaudían eufóricos. Un beso a esa edad era un acontecimiento

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colosal. Desde ese entonces, Rafael y Cecilia se hicieron novios. Estaban juntos en cada momento y en todas partes. Comían helados a la hora de recreo en el kiosco de la señora Beatriz, iban juntos al paradero a tomar el micro a la hora de salida, estudiaban juntos en la biblioteca; y en las clases de educación física, se bañaban en la piscina. Los meses pasaron en un abrir y cerrar de ojos. Llegaron las fiestas navideñas. Eran los últimos días de clases, los días finales del año. Todos los alumnos estaban extasiados porque llegaran las merecidas vacaciones. Una mínima cantidad de chicos estaban deprimidos porque sabían que probablemente repetirían de año escolar por sus bajas calificaciones. Rafael y Cecilia estaban en las canchitas de fútbol, sentados en el césped y comiendo galletas rellenitas, mirando a sus compañeros jugar una pichanguita. — ¿Qué vas hacer en vacaciones? —le preguntó Cecilia a Rafael. — No sé. Yo siempre voy a la playa. ¿Y tú? — A veces viajo. Voy a visitar a mis tíos a Chiclayo. Los dos sabían que se extrañarían horrores. Las vacaciones duraban tres meses. Casi cien días. Era una eternidad. Era imposible tratar de verse a escondidas. Ninguno de los dos tenía la suficiente osadía de proponer tímidamente encuentros peligrosos. — Te voy a extrañar en vacaciones, Cecilia —dijo Rafael. — Yo también, amorcito —le respondió Cecilia, mirándolo a los ojos—, te amo. Rafael se puso chuncho. Cecilia nunca le había dicho te amo.

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— Ojalá ya fuéramos grandes, mi amor, y que nuestros papás nos den permiso de ser novios. Rafael estaba perplejo. Cecilia imaginó estar conmigo de grande, pensó. Rafael y Cecilia se besaban una vez al mes, masomenos. Los dos tenían vergüenza. Se sentían ridículos. Hoy tengo que besarla, pensaba Rafael. Por favor bésame, pensaba Cecilia. Luego, de una manera espontánea y súbita, se dieron un prolongado y esperado beso. Parecían dos pichoncitos, dos niños traviesos que jugaban a ser mayores. Era tanta la ternura y el candor que profesaban, que daba gusto verlos dándose besitos. Eran muy queridos por todos, porque eran la única pareja de la primaria. — Quiero estar siempre contigo Cecilia. — ¿El otro año también? — Sí. — ¿Me vas a esperar? — Sí. Esa mañana, Rafael acompañó a Cecilia hasta su casa. Fueron caminando. No quedaba cerca del colegio, sin embargo, Rafael estaba complacido y contento de llevarla. Se sentía todo un hombrecito llevando a Cecilia de la mano por las calles. — Cuando llegamos a mi casa, me sueltas la mano, ¿ya? —dijo Cecilia. — ¿Por qué? —le respondió Rafael. — Porque mi papi se puede molestar. Una cuadra antes de llegar, se detuvieron. Cecilia señaló con su dedo índice cual era su casa. — La casa azul de dos pisos es la mía.

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Rafael estaba triste, pero no se le notaba. El Chan-chan Ricardito le había dicho que para que Cecilia no lo olvide en vacaciones, tiene que besarla bien, con lengua y todo. El Chan-chan se jactaba de haber besado el año pasado a su prima con lengua, y decía que él tenía más experiencia que todos en la clase. — Nos vemos el otro año —dijo Cecilia y dio media vuelta para marcharse. —Espera —la detuvo Rafael y la beso con vehemencia. Se había acordado de los consejos del Chan-chan Ricardito. El primer día de clases del siguiente año escolar, Rafael fue temprano e inquietante al colegio por volver a ver a Cecilia. No se había acordado de olvidarla. Esa mañana, Cecilia no fue al colegio. La primera semana entera faltó. El primer mes también. Rafael no sabía que hacer. La extrañaba mares. El colegio para él ya no era igual. Una mañana, a la hora de recreo, se cruzó con Ericka en el kiosco y le preguntó por Cecilia. — Su papá la cambio de colegio. Está estudiando en el Sagrado Corazón. — ¿Estás segura? — Sí. Pensé que tú ya lo sabías. — Recién me entero. Gracias. Rafael se fue corriendo al baño de hombres y se puso a llorar frente al espejo. No lo podía creer. Lo que el sol significaba para el mundo, Cecilia significaba para su vida. Su sola presencia hacía más agradable sus recreos. Rafael empezó a bajar su rendimiento en los estudios. Dejó de ser uno de los mejores alumnos de su

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clase. Cayó sumergido en una severa depresión infantil. Rosa, su madre, advirtió el cambio emocional de su hijo y lo llevó donde un psicólogo, amigo de la familia. Algunos años después, Rafael volvió a ver a Cecilia. Estaba caminando por la Av. América, por la Upao. Fue a ver a un amigo suyo que estudiaba derecho en esa universidad. Lo estaba esperando afuera, parado a lado de una cabina pública de Telefónica. De pronto, advierte que Cecilia, ya una joven alta y guapa, salía de clases vestida con un overol, y chupando un chupete rojo, llena de libros y acompañada de un joven que sin duda era su novio, puesto que lo tomaba de la mano y le daba besos en la boca. Pasaron por su lado. Se miraron, pero Cecilia no lo reconoció. Está un hembrón, pensó Rafael y siguió esperando a su amigo a lado del teléfono público de Telefónica mientras le miraba el trasero a Cecilia.

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INMINENTE DESOLACION

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En las vacaciones de aquel verano, Rafael tenía 17 años y Andrea, su novia, un año menos. Una tarde ella lo llamó desesperada. — Hola amor, necesito verte. Mi mamá me ha llamado y me ha dado una noticia terrible. La odio, no sabes, siempre me complica la vida, hasta cuando está ausente. Ya no sé que hacerla, Rafael. Rafael, quien estaba disfrutando de un chocolate, viendo un partido por las eliminatorias al mundial de Alemania 2006 entre Perú y Argentina, no entendió bien lo que su novia le decía casi sollozando detrás del teléfono. — Hola novia, ¿qué dices? No te oigo, está jugando Perú. En la TV, Argentina con su jugador estrella, Riquelme, anotaba el primer gol del partido. Andrea escuchaba atenta las maldiciones de Rafael y sus gritos de impotencia. Es un tonto, pensó con ternura. — Rafael, lo que tengo que decirte es importante. Estoy destrozada. No se por qué me hacen estas cosas a mi, que soy un ángel, una bendición del cielo. Yo te amo mi vida. No lo entiendo… En la TV, esta vez Perú atacaba amenazante el área rival. Andrea escuchó la voz vociferante de Rafael celebrando un gol de su selección. — ¡Gol! ¡Golazo! —gritó— ole, ole, ole, oleee; Perú, Perú… — Rafael, ¿me estás escuchando?

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Rafael no entendió ni un carajo lo que le decía su novia. No le prestaba mucha atención. No creía que fuera tan grave lo que tenía que saber. Pensaba que era uno más de sus llantos porque le salió un granito en la cara, o porque subió de peso. — ¿Qué ocurre? ¿Qué cosa me tienes que decir amor? Estoy viendo el partido. — ¿Tu partido es más importante que yo? No lo era. Él la adoraba. Secretamente se quería casar con ella y vivir juntos para siempre. Andrea era la primera novia de su vida. Había tardado un año en enamorarla. A menudo le escribía cartas y mensajes de amor a su correo electrónico. Ella suspiraba. Le parecía un chico inteligente y simpático. Además, era deportista. Sabía hacerla reír y restaurar su estado de ánimo cuando estaba acongojada. Por eso ella lo quería, y porque Rafael era la única persona en el mundo en quien ella podía confiar. — No, claro que no. Sabes que te amo y… Se detuvo. Celebró otro tanto de Perú con todas sus fuerzas. Parecía un loco. Cruzó el umbral de la puerta y salió a la calle, mientras explicaba la jugada de gol por el celular. Afuera todos sus vecinos y amigos aplaudían con loas el juego de sus ídolos. Saludó a uno de ellos con un ademán. No tenía el polo puesto. Lo hacía girar por los aires. Cuando la vehemencia pasó, se lo volvió a poner. En el centro decía Te Amo Perú. Siempre que jugaba la selección lo usaba. Regresó a la sala y se sentó a mirar con miedo los últimos minutos del partido. — ¡Maldición! ¡Rafael! ¡Escúchame! Mi mamá me va a llevar a EE.UU. De pronto comprendió la gravedad de la situación. Él no quiso escucharlo. Sacudió la cabeza como en un

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intento de olvido. Su semblante adquirió una expresión de incredulidad. — ¿Qué has dicho? —preguntó con pavor. — Mi mamá me va a llevar a EE.UU. Rafael sintió como lentamente un nudo en la garganta empezaba a emerger para luego hacerlo llorar. Sin embargo se contuvo. — Dile que no quieres ir. Que eres feliz viviendo con tus abuelos. Que tienes un novio que te adora. Que no puedes dejar a tus amigos, tus costumbres, tu tradición. Qué lindo, pensó Andrea con lágrimas en los ojos. — No puedo, mi mamá tiene todo listo. Mañana viajo en la noche. Apenas dijo eso y Rafael empezaba a realizar grandes esfuerzos por creer que todo era una broma. Una broma de pésimo gusto. Sin embargo, lo que luego escucharían sus oídos lo dejaría totalmente convencido de que no se trataba de ninguna bufonada. El viaje era cierto, inminente. — Te extrañaré cuando me vaya —dijo Andrea con increíble tristeza. Su voz empezaba a sentirse lejos, como el horizonte en las mañanas. Se despidieron apenados, cada uno imaginando el futuro de manera distinta. No me quiere, no le importo, por eso se va, pensaba Rafael. Con el pasar del tiempo se enamorará, se casará, me olvidará, pensaba Andrea. Rafael desdeñó el partido. Dejó a medias un chocolate sublime abierto y el televisor prendido. Cuando empezó a caer la noche, él seguía sentado, ensimismado, con las manos sosteniéndose la cara, los codos sobre las rodillas, y la mirada perdida en sus zapatos. No cenó. No tuvo hambre. Dejó que se enfriara el arroz

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chaufa que lo esperaba sobre la mesa y que luego fue devorado por la perra de la casa. Habían quedado de acuerdo en encontrarse en el Parque Azul en la noche. Rafael se puso una chaqueta para combatir el frío de la calle. Su piel estaba sensible, sin embargo, mientras caminaba, no sintió el viento gélido que hacía bailar sus cabellos, sino una mezcla de disgusto y tristeza. Disgusto con él mismo, con la vida, y con Andrea, su chica. Al llegar al Parque Azul, advierte que Andrea estaba sentada en una de las tantas bancas, con las piernas cruzadas, y el semblante compungido. Rafael la saludó con un beso. — ¿Cuándo te vas del país? —dijo Rafael seca y fríamente. — Ay, amor, mañana viajo a Lima. Estaré una semana en casa de mis tíos, en San Miguel. — ¿Mañana? — Si, pasaré unos días con ellos, luego viajaré a EE.UU. Me quiero morir de tristeza, no sabes. Andrea se puso de pie y lo abrazó fuertemente. Sabía la gravedad de lo que estaba ocurriendo. Sabia que probablemente nunca más lo volvería a ver, o quizás dentro de algunos años. Dentro de algunos años, no obstante, pueden pasar muchas cosas. Ella lo sabía muy bien. Por eso lloraba, por la inminente desolación. Rafael la miraba muy serio, intentando ver algo más allá de sus ojos y de su llanto. Quería descubrir su alma. Quería saber por qué diablos lo iban a dejar solo, hecho mierda para siempre. — ¿No hay nada que puedas hacer para que te quedes? — No —dijo ella con un movimiento de cabeza. No me quiere como yo a ella, pensó Rafael. Sintió coraje y que estaba perdiendo el tiempo. Se odió por ser

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tan estúpido y amarla tanto. Esa noche, Rafael estaba siendo poseído por la oscura furia del cambio brusco de su estado de ánimo. Me quiere mandar al demonio, quiere terminar conmigo, pensaba Rafael, sintiendo su alma haciéndose añicos. — ¿Te importo un carajo, verdad? — No digas eso. Yo te amo. Tú eres mi vida. Una bendición, tú lo sabes —dijo Andrea tomando las manos de Rafael. Él estaba escéptico. — Si en verdad soy todo eso, ¿por qué me dejas? Andrea no sabía responder esa pregunta. Ella lo amaba, lo amaba con ese amor que no se parece a nada y que es casi celestial. Sin embrago, estaba condenada a dejarlo por razones poderosas. Luego de un prolongado silencio, respondió tristísima. — Perdóname Rafael —balbuceó abrazándolo, mientras empezaba a llorar. Sollozaba en silencio en el hombro de su novio. Él se mantenía de pie, petrificado. De pronto, Rafael tuvo deseos inmensos de llorar, de expulsar todo su dolor, de comprender por fin que es un papanatas y que estaba derrotado. En un segundo, recreó en su mente todos los buenos momentos que vivió con ella. Recordó el día en que le pidió que fuera su novia en casa de Esther, su mejor amiga; los paseos sosegados por las playas de Huanchaco, comiendo los dos un solo helado; sus primeros besos, y el día en que estuvieron a punto de consumar el amor y unir sus cuerpos enardecidos y jóvenes. — ¿Sabes una cosa?, haz de tu vida lo que quieras, ya no me importas —dijo Rafael haciendo un mohín y odiándose. Dio media vuelta y se marchó del lugar.

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Mientras avanzaba, no se arrepintió de haber sido duro y cruel con Andrea y consigo mismo. Sabía que sufriría. La tristeza era enorme, y mañana peor. Caminaba hacia cualquier lugar, menos a su casa. No quería parar allí. Se sentiría más denigrado. En el trayecto del camino, volteó para mirar si ya se había ido. Allí estaba, de pie, con los brazos cruzados y mirándolo. Parecía estar segura de que él volvería. La dureza de Rafael estaba a punto de flaquear. Estaba apunto de regresar corriendo para llenarla de abrazos y besos. Ella deseaba eso. Muy dentro, desde el fondo de su propia existencia, Rafael también; sin embargo, recobró todo su aplomo y volteó la última esquina de la calle. Andrea se quedó media hora llorando y esperando que Rafael regresara. Comprendía su fastidio. Días atrás, se habían prometido estar juntos para siempre y nunca separarse. Recordó el día en que fue al estadio Mansiche para verlo jugar un partido de fútbol con la selección de su colegio. Él era portero. Andrea se sentía orgullosa viéndolo gritar y ordenar a su defensa. Realizaba acciones acrobáticas para atajar el balón. Parecía un saltimbanqui. Era el amo y señor de su área. Parecía un felino. Ella lo contemplaba desde la tribuna occidente, aplaudiendo cada intervención de Rafael. Al terminar el partido, ella corrió a su encuentro para felicitarlo por la victoria. Él estaba extasiado, la tomó del talle y la alzó dando revoluciones por el aire. Los dos sonreían. Sus compañeros de equipo advirtieron el acto y aplaudieron y silbaron pidiendo un beso. Ellos los complacieron, y se besaron muy despacio delante de mucha gente. Ahora, en su mente se agitaba la frase ya no me importas como un fuerte zumbido. No lo podía creer. La madre de Andrea vivía en Miami, hacia ya diez años. Desde muy niña, entonces, ella quedó bajo la tutela

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de sus abuelos. Ahora, ya una joven, alta, guapa y hermosa, su madre pretendía llevarla con ella para darle amor y educación de calidad. Andrea deseaba reencontrarse con su madre y su hermanito menor, a quien no conocía porque nació en el país norteamericano, y de paso conocer Disney. Era su sueño. Sin embargo ahora que el viaje era inminente, se sentía vacía, apabullada por los embates del tiempo y el frenesí de la vida. Rafael fue a parar a las Delicias. Se regodeaba al escuchar el crujido del mar. Sentado en una roca, e inundado de un absoluto silencio, se preguntaba una vez más por qué la vida empezaba a ser cruel con él. Lanzaba piedras al fondo, como si en ellas expulsara fracciones de tristeza. No le quedaban lágrimas en los ojos. Se preguntó como estaría Andrea en esos momentos. Se quedó hasta altas horas de la noche, aventurándose y desafiando a los borrachines y delincuentes que deambulaban por allí. En el vaivén de las olas del mar le pareció ver el rostro de Andrea sonriéndole y haciéndole adiós con la mano. Parecía que la desolación lo estaba haciendo delirar. Se preguntó si su abandono podría considerarlo como una alevosía, una canallada. Pensó que sí, que era una vil traición. Por eso de sus ojos brotaban grandes lágrimas de impotencia, de no poder cambiar el rumbo de su destino a su manera. Empezó a llorar hasta que se quedó profundamente dormido en la arena del mar, dejando que el frío del viento le golpeara el rostro, y el alma. Al día siguiente, por la noche, Andrea viajaba a Lima para pasar sus últimos días en el país con sus tíos Gabi y Lucas. En Trujillo, en su casa, eran sólo arrumacos,

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besos y lloriqueos. Esther, su mejor amiga, la consolaba y le daba ánimos para seguir. Ella sonreía, triste y linda. — Vamos Andreita, te vas a Estados Unidos, no a la luna —le decía Esther, tratando se restaurar su ánimo y robarle una sonrisa. La llenaron de recuerdos y regalos. Todos muy bonitos; sin embargo, Andrea desdeñó cuanto obsequio llegó a sus manos y los guardó rápidamente en su maleta sin siquiera tener la curiosidad de mirarlos. En verdad, ella esperaba algo muy especial, algo que la haría sentir bien dentro de tanta nostalgia. Y es que no había vuelto a ver a Rafael, ni siquiera lo había llamado, ni mensajeado, ni nada. Se sentía vacía, nula, neutra. No iba a poder soportarlo. Necesitaba encontrarlo en la calle y tan sólo mirarlo. Después de algunos minutos, llegó el taxi que tendría que llevarla al terminal terrestre. Subieron sus maletas y luego se despidió nuevamente de todos, uno por uno. Su abuela la acompañaría hasta Lima. Cuando el chofer del taxi encendió el carro, y lo puso en marcha, Andrea les hizo adiós a todos detrás de la ventanilla del taxi, y lloró una vez más. Así, con esa imagen, la recordarían sus familiares y amigos en la calle. Rafael estaba caminando por la calle fumando un cigarrillo, hecho mierda por lo que estaba sucediendo. Luego, después de tanto andar, fue a parar al Parque Azul. Tomó asiento en la misma banca donde estuvo con Andrea la última vez, y encendió otro cigarrillo. Ensimismado, miraba el piso. Nada lograba llamar su atención, a pesar del barullo que hacían algunos niños jugando cerca de él. Rafael imaginaba que Andrea ya estaría en el ómnibus, rumbo a Lima. No nos

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despedimos bonito, pensó. Se sentía realmente mal, solo, abandonado. Todo le resultaba aburrido. Estaba desconcertado. Sus sistemas estaban inconexos. Por el lugar, acababa de pasar un viejo amigo suyo, y advirtió su presencia. Se acercó a saludarlo. — Promoción, a los años. ¿Qué tal? ¿Qué ha sido de tu vida? — Hola Alonso, ¿qué haces? —saludó Rafael estrechándole la mano. — Acá pues, pateando latas… ¿Y tú? — Yo estoy cagado. Mi enamorada se va a Estados Unidos hoy y no nos despedimos. — Carajo, qué jodido debe de ser eso. — Sí, pues. Rafael al principio no estaba contento de volver a ver a Alonso. — La quieres mucho, ¿verdad? — Ajá. — ¿Y por qué no te despediste de ella? — Porque el día que me contó que viajaría a Estados Unidos, me enojé y le dije que haga lo que quisiera con su vida, que ya no me importaba. — La cagaste pues, ¿a qué hora viaja? — No sé. — De repente aún está en su casa. — De repente, no sé. — ¿Cómo se llama tu hembrita? — Andrea, ¿la conoces? — ¿Dónde vive? — En la calle Crolungo, atrás de una canchita de fulbito, a lado de un minimarket. Alonso no la conocía, pero había oído hablar de ella a sus amigos.

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— No la conozco, pero creo saber quién es. ¿Por qué no la llamas? Talvez quiere verte. A Rafael no se le cruzó nunca esa idea por la cabeza. Pensaba que Andrea estaba furiosa con él por el último incidente, por ser tan bellaco con ella. — Me da roche. Fui malo con ella, no pude comprenderla. — No seas huevón, pues Rafaelito. Llámala, si no la vez hoy, no la vez nunca. Alonso tenía razón. Si no la veía hoy, no la volvería a ver dentro de muchos años. Quién sabe cuánto tiempo tendría que estar Andrea en Estados Unidos. Quizás se iba a vivir perpetuamente a lado de su madre, su esposo, y su hermanito menor. Sería terrible, horrendo. De todos modos, Rafael, a estas alturas, estaba dispuesto a realizar cualquier cosa por verla, cualquier cosa. Rafael y Alonso fueron a una cabina pública de Telefónica y llamaron a casa de Andrea. Le dijeron que no hace mucho había ido al terminal terrestre de la empresa Línea para viajar a Lima. Aun podía verla por última vez si se daban prisa y tenían un poco de suerte. Rápidamente subieron a un taxi, y a toda velocidad, fueron al terminal. En el camino, Rafael estaba nervioso. Tenía la enorme confianza de que la encontraría. No podría soportar aquel terrible sin sabor si no llegaba a verla. Alonso lo acompañaba a lado suyo, encantado. Al llegar a su destino, Rafael le pagó al taxista con cinco soles. Se asombró, y maldijo mentalmente al contemplar tanta muchedumbre. Sería más difícil encontrarla. Las personas que viajaban, venían con sus familiares y amigos para despedirse antes de partir. Rafael deseaba solamente abrazarla, sentirla, y desearla suerte y éxitos. No obstante, luego de preguntar a cuanto vendedor

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ambulante se le cruzara en el camino por Andrea, mostrando su foto y explicando brevemente la urgencia de volver a verla, no la encontró. Empezaba a llover, y mientras más avanzaba la noche, más crecía en él la desesperanza y sus mancillados deseos de verla por un solo instante. Con mucha osadía, Rafael y Alonso subían a los ómnibus que estaban por salir de la ciudad, fisgoneando cada asiento, porfiando para no darse por vencido en contra de lo que parecía evidente: Andrea ya no se encontraba en Trujillo. — Al menos lo intentaste, brother —dijo Alonso, después de un rato, sentados en la calle. — Sí pues, pero yo quería verla —dijo Rafael compungido. — Anímate Rafael. Mejor vamos a tomar unas cervezas para levantar tu ánimo, ¿qué dices? — Gracias, pero no me provoca. Quisiera estar solo. Rafael se sentía miserablemente mal por el fiasco de no haber encontrado a Andrea. — Carajo, no te puedo dejar solo. Confía en mí. Te va a hacer bien. Rafael lo miró. — En verdad, gracias por todo, pero no me provoca tomar ahora. — Putamare, no jodas pues Rafael. Te vas a deprimir horrible si te quedas solo. No seas huevón… —dijo Alonso dándole una palmada en el hombro derecho. Alonso convenció a Rafael. En tiempos del colegio fueron grandes amigos y siempre se juntaban a la hora del recreo para conversar, molestar chicas, y pasarse las respuestas de los exámenes bimestrales. Rafael estaba en

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la sección “A” y Alonso en la sección “B”. Se conocieron jugando fulbito en la canchita del colegio. Desde que se graduaron en la secundaria, el año pasado, no se habían vuelto a ver. Por unanimidad fueron al Coloquios, un bar tranquilo y acogedor; allí se quedaron un largo rato, bebiendo cervezas y fumando, tanto que los dos ya estaban medio borrachos, y hablaban gritándose y diciéndose lisonjas no merecidas. — ¿Y Andrea también te ama? —preguntó Alonso con los ojos brillando porque la luz del foco eléctrico le impactaba. — Sí, claro. Alonso miró a Rafael fijamente. Luego de unos segundos dijo sonriendo: — Entonces vamos a Lima a buscarla. — ¿Estás loco? ¿Cómo la vamos a encontrar si no sé dónde viven sus tíos? — Claro, ella debe estar como tú, triste. Puedo jurar que también se muere por verte. Además, si la encuentras, sabrá lo mucho que la quieres. ¿Sabes en que distrito viven sus tíos? — En San Miguel —dijo Rafael, no muy emocionado. Rafael lo estaba pensando deliberadamente. Imaginaba como sería encontrarla en una ciudad que no era la suya; la abrazaría con todas sus fuerzas y le suplicaría que por favor no se vaya del país. Andrea lo entendería. Estaría conmovida por el amor inmenso que Rafael estaba profesando por ella. Harían el amor por primera vez en Lima. Sería sublime y tierno. Andrea había demostrado que también amaba a Rafael, por eso, no podía entender por qué diablos su madre decide llevarla ahora, en tiempos en que ella esta siendo

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inmensamente feliz, a lado de sus abuelos, sus amigos, y Rafael, su novio. Después de pensar y saber que posee una conciencia racional de lo que iba a hacer, puesto que ni él, ni Alonso, tenían DNI, y además sería muy riesgoso y aventurado viajar a Lima, una ciudad gigantesca comparada con Trujillo, podría resultar una gran odisea. Pero qué más podía hacer, si Rafael sentía que su alma abandonaba su cuerpo al sentir lejos a Andrea. Necesitaba recuperarla y despedirse bonito. Alonso acababa de beber un trago más de cerveza Pilsen Trujillo y eructó. Luego dio una pitada a su cigarro que estaba languideciendo y expulsó el humo por la nariz. — Está bien, Alonso, acompáñame: nos vamos a Lima —dijo Rafael. Alonso quien aun seguía con el vaso en la mano, se sobresaltó al oír a Rafael. — ¡Buena Rafael! Ya verás que todo saldrá bien. — Eso espero, eso espero —respondió Rafael llevándose un trago a la boca. Brindaron por su inminente aventura y sonrieron. Estaban chupando como demonios. Rafael hacía bromas, Alonso las celebraba con palmas y carcajadas, tenía el espíritu jacarandoso. Cada cuchufleta, él las celebraba con loas y palmaditas en el hombro de Rafael. Por fuera, Rafael estaba risueño, pero por dentro aún estaba melancólico. No podía evitar sentirse así, a pesar de todo lo que había bebido. Al contrario, según la música que escuchaba, se iba hundiendo y sumergiendo en una añoranza de recuerdos indescriptibles. A cientos de kilómetros del bar Coloquios, un ómnibus viajaba a gran velocidad por la carretera Panamericana, hacia el sur. Andrea viajaba a lado de su

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abuela, mirando a través de las ventanillas del asiento el desierto y los montes de arena que pasaban al ritmo de la velocidad que usaba el conductor del ómnibus. El reflejo del rostro lúgubre de Andrea se marcaba en la ventanilla de vidrio donde se posaba su mirada triste y linda. Su abuela, Luisa, advirtió que Andrea estaba sollozando, mientras todos los pasajeros viajaban durmiendo. La comprendió. Era natural que estuviese triste en aquellas condiciones en que estaba siendo colocada por la vida. Luisa lo entendía en su totalidad. Pasó una mano por sus cabellos en un gesto de protección y ternura. Andrea se acomodó en sus brazos y, bajo los mimos de su abuela, empezó a llorar en silencio. Esa noche, mientras viajaba a Lima, Andrea lloró en vez de dormir. Al día siguiente, por la noche, Rafael y Alonso, estaban sentados tomando Coca Cola helada en el ómnibus que los llevaría a Lima. Cada uno llevó algo de ropa, cepillos, jabones y perfumes en sus respectivas mochilas de viaje. Alonso pidió permiso a sus padres para viajar con unos amigos a Lima, con el fin de relajarse y pasar algunos días fuera de Trujillo. Rafael sabía que su familia no lo entendería si contaba cual era la verdadera razón por la que viajaba. No sabía cómo conseguir dinero. Pensó en confesarle a su padre, quizás él pueda ayudarlo. Luego lo pensó mejor y se dio cuenta que no era una buena idea contar con él, puesto que siempre había sido arisco cuando él trataba de acercársele. Por eso, cogió el dinero que su mamá guardaba debajo del colchón, dinero que estaba destinado para su matrícula en la universidad. Iba a estudiar derecho en cuanto empiece el semestre académico; sin embargo, a Rafael le importó más el afán

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de volver a ver a Andrea que desafiar el disgusto de sus padres. Pensaba que tal vez no podrían perdonar la barrabasada que iba a cometer, y que podría echar a perder sus estudios en la universidad y finalmente terminar trabajando como taxista en el auto de su padre. Por eso, mientras esperaba impaciente, lleno de nervios y hormigueos y miedos, que el ómnibus se pusiera en marcha a lado de Alonso, tuvo que hacer aplomo de todas sus agallas para no deshonrar el amor genuino que sentía por Andrea. Cerró los ojos y se prometió así mismo hacer todo el esfuerzo posible por encontrarla, pedirle perdón por la canallada perpetrada, abrazarla, y amarla en la capital. — ¿Cuántos días estaremos en Lima, Rafael? —preguntó Alonso. — No sé, algunos días nomás. — Hasta que encontremos a Andrea. — Sí. — Ojalá que nos alcance el dinero. — Sí, de eso no te preocupes. — ¿Seguro? — Seguro. El ómnibus empezaba a ponerse en movimiento. Rafael y Alonso destaparon dos Coca Colas más mientras viajaban. Hacía calor. Fueron conversando hasta las vísperas de la entrada a Chimbote, por un túnel, donde según decían habitaban murciélagos. Luego fueron derrotados por el cansancio y el sopor, y cayeron sumergidos en un merecido sueño. Ya en Lima, se habían hospedado en un hotel tranquilo y acogedor, en el centro de la ciudad. El hotel se llamaba Flamingo. Llegaron rumores a sus oídos que el dueño del recinto era un brasileño gay millonario.

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Rafael había llamado varias veces al celular de Andrea, pero sólo contestaba la operadora y decía: “por favor, deje su mensaje después de la señal…” Aprovechando las cabinas de internet que ofrecía el hotel, escribía todas las noches, después de cenar con Alonso, mensajes al correo electrónico de Andrea, con la esperanza de encontrar una respuesta al día siguiente. En ellos le contaba como se sentía, que la extrañaba mares, que había tenido el coraje de viajar a Lima sólo para verla y decirle cuánto la amaba. Esa tarde, Rafael y Alonso, después de tomar lonche, fueron a abrir sus correos electrónicos con la ilusión de encontrar alguna respuesta de Andrea. Efectivamente, había un mensaje nuevo en la bandeja de entrada de Rafael. Era de Andrea. El mensaje decía que también lo extrañaba, que aún estaba triste por lo que pasó, y que no podía creer que Rafael haya sido capaz de venir a Lima por ella. Rafael se emocionó, se sintió holgado y tuvo sensaciones de tranquilidad. Al menos ahora sabía que ella también estaba abatida y que lo extrañaba. Alonso sonrió y se alegró al leer el mensaje. Después de unos instantes, Andrea abrió su correo electrónico y se puso en conexión, <[email protected]>. Rafael se puso eufórico. Empezaron a chatear. Se veían por web cam. Se sonreían y se mandaban besos volados. Andrea estaba incrédula, no podía creerlo: Rafael estaba en Lima y había venido sólo por ella. Alonso leía atentamente la conversación detrás de Rafael, y sintió melancolía, puesto que él no tenía una chica a quien amar. Más tarde, Rafael y Alonso estaban tomando café en el salón de té “Hello”, en plaza San Miguel. Rafael estaba impaciente y ansioso por verla entrar. Andrea le había prometido estar allí a las ocho y quince minutos

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cuando chatearon. Sin embargo, ya eran las ocho y media y Rafael estaba preocupadísimo porque Andrea no daba señales de su presencia, y temía que se haya olvidado de venir, y que lo deje plantado, más triste que nunca. Cuando Rafael empezaba a hacer esfuerzos por no llorar, Alonso advirtió su rostro compungido y le dio ánimos. — Calma, Rafael. No tarda en venir, ya verás. Rafael se sacudió de su ensimismamiento. Cuando ya estaba por darse por vencido y regresar al hotel, por la puerta acababa de ingresar una joven de pelo ensortijado, cansada y linda. Era Andrea. Buscaba a Rafael con la mirada por todas las mesas con personas y no lo encontraba. Pensó que él estaría solo. De pronto divisó a lo lejos la cabellera negra y espesa de Rafael llevándose un sorbo de café a la boca y corrió a saludarlo. Algunas personas voltearon a mirarla. Rafael la vio y corrió a su encuentro y no supo si decirle hola o lanzarse sobre su boca. Se lanzó sobre su boca. Alonso aplaudió. Algunos curiosos lo siguieron. Andrea se puso roja como un tomate y besó a Rafael en medio de la gente. — Fue estúpido, perdóname —fue lo primero que dijo Rafael—, me quería morir. Andrea sonreía. Estaba felicísima. No lo podía creer. Rafael la adoraba. Le presentó a Alonso y se saludaron. — Mucho gusto —le dijo Andrea sonriendo. Le contó que Alonso lo había acompañado en el viaje y que habían sido buenos amigos en tiempos del colegio, y que luego de varios meses después se habían vuelto a ver, en el Parque Azul. Caminaron de regreso al hotel Flamingo. Eran sólo arrumacos y besos. Alonso

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avanzaba al ritmo de los pasos de Rafael y Andrea. Al llegar a la puerta del hotel, Alonso pensó: los buenos amigos saben cuándo dar un paso al costado y dejar solo al otro. — Bueno muchachos, yo me voy a dar una vuelta por ahí, mientras ustedes conversan. Antes de marcharse, mientras Andrea estaba distraída, Alonso guiñó un ojo a Rafael, y este sonrió. Subieron a la habitación 305, en el cuarto piso. Entraron. Andrea dejó su cartera en la cama y se fue al baño. Rafael prendió la tele y puso un canal de música. Hacía calor. Prendió el aire acondicionado y se sintió fresco y holgado. Luego, se dio cuenta que Andrea estaba tardando demasiado en el baño. Tocó la puerta. Andrea respondió en un grito con eco. — Ya salgo amor. Me estoy bañando, tengo calor. Rafael sonrió. Andrea era un amor. Siempre andaba distraída. Sus actitudes eran impredecibles. Se aburrió de la música desordenada que hacía apología a la promiscuidad, cogió el control remoto y empezó a ver cualquier cosa que llamara su atención. Lo que llamó su atención fue una película, Titanic, donde actuaba Leonardo Di Caprio. Era la película favorita de Andrea. Ella se ponía sensible al escuchar esa canción sentimental que caracterizaba a Titanic. En la tele, un gran barco se hundía en el mar y la gente desesperadamente luchaba por rescatar sus propias vidas. Jack y Rouse, los protagonistas, se prometían amor eterno, pasara lo que pasara, en medio del barullo, del gentío y el frío de las aguas oceánicas. Rafael quiso avisar a Andrea que estaban pasando Titanic en Cineplex. Cuando estaba apunto de golpear la puerta con su puño, ésta se abrió, y apareció Andrea en el

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umbral del baño, envuelta en una toalla blanca. Se le notaba sus hombros vírgenes. Estaba radiante, guapísima. Se acercó lentamente a Rafael y lo besó abrazándolo por el cuello. Sorprendido, Rafael tomó su cintura y cayó al suelo la toalla blanca, y Andrea quedó desnuda. — Hazme el amor —le dijo en un susurro. Rafael obedeció. Los dos sentían como sus corazones alcanzaban el ritmo de los tambores. Rafael la besaba muy despacio, disfrutando cada rincón de su cuerpo. Fue recorriendo sigilosamente son sus labios su cuello y hombros. Acarició amorosamente sus senos y Andrea expulsaba gemidos de placer. Se puso de pie, encima de la cama, se sacó el calzoncillo y quedó desnudo. Andrea contemplaba su humanidad de joven deportista y se mordió el labio inferior. Echada, acaricio el sexo erguido de Rafael y tuvo deseos de besarlo. Se amaron. Se hicieron el amor por primera vez. En la tele, aparecían unas letras ascendentes anunciando el final de la película. Rafael apagó la televisión con el control remoto. Echado desde la cama, a lado de Andrea, acariciaba su pelo y la miraba con amor. — Te amo —le dijo amorosamente — Yo también, mi chiquito —le respondió. Luego, más enamorados que nunca, tomaron Coca Cola helada, en botella de vidrio y con cañita, y se dieron cuenta que estaban envueltos en una atmósfera de felicidad y melancolía al mismo tiempo. Rafael recordó súbitamente el viaje de Andrea a Miami. Quería llorar, amarrarla junto a la cama para que nunca se valla; deseaba secuestrarla y llevársela lejos, a una isla desierta para los dos. Era una utopía, una fantasía. Rafael lo sabía muy bien.

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— No me dejes solo, no viajes a Miami, por favor. — No puedo corazón, perdóname. Andrea se llevó una mano al bolsillo derecho del pantalón y extrajo una medallita de oro. — Te regalo esta medallita… cuando me extrañes, búscame en ella, es una prueba del gran amor que siento por ti. Cuídala mucho, es muy especial para mí. Te la mereces. — Gracias, te amo —respondió Rafael. Se abrazaron. Se repitieron cuán grande era su amor. Se hicieron promesas y se besaron con lágrimas en los ojos, y en el corazón. El día en que Andrea viajó a Miami, Rafael sintió que el mundo se le venía encima, que el sol había desaparecido, que viviría en su eterna oscuridad. Junto a Alonso, fue a despedirla secretamente al aeropuerto Jorge Chávez. Con mucha suerte pudieron ver cuando Andrea subía y sus tíos Lucas y Gabi la deseaban suerte. Cuando el avión despegó, desde el rincón donde estaban, Rafael le hizo adiós con la mano, y las lágrimas se desbordaban automáticamente a borbotones. — ¡Hasta siempre a través de mis sueños mi amor!— gritó Rafael agitando los brazos como si Andrea lo estuviese escuchando. Alonso se le acercó, lo abrazó. — No te preocupes, hoy ha sido un buen día —le dijo. Pero Rafael no le hizo caso y cayó de rodillas, derrotado, en medio del asombro de la muchedumbre presente.

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III

NO TODO ES LO QUE PARECE

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Tres años después, Rafael estaba estudiando derecho en la César Vallejo y estaba en quinto ciclo. Eran días finales de semestre. Todos los estudiantes porfiaban por aprobar los cursos respectivos: algunos sobornaban tímidamente a los profesores, sobre todo a Miguel Quijano, El Cocodrilo, como le decían graciosamente por su enorme parecido al reptil. Dictaba el curso de derecho laboral y tenía fama de ser putañero y borrachín. ¿Doctor, le provoca unos wiskachos el fin de semana?, ¿Doc, nos vemos el sábado en el Estribo?, ¿Un par de chelas, doctor Quijano?, eran las ya conocidas gentilezas sobonas de los alumnos. Por supuesto, era mitad broma, y mitad verdad. El Cocodrilo, respondía con una sonrisa picara, como diciendo: sigan insistiendo muchachos, que están a punto de convencerme. Una tarde, en clase de derecho comercial, el profesor Gonzalo Vargas, el más jodido y exigente para los alumnos vagos y flojos, estaba criticando y permitiéndose zaherir indirectamente a muchos en el salón presente, por la falta de lectura que azota al país. — No es posible que en Chile, los rotos cabrones, lean al mes veinte libros, mientras que aquí, los peruanos se limitan a leer a duras penas uno o dos, y son poquísimos, contados, señores. Hablaba así, enérgico e impetuoso. Hacía sentir su voz de abogado exitoso. De lejos, era uno de los mejores docentes de la Universidad Cesar Vallejo.

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— Sólo con la lectura es posible vencer a esta terrible amenaza que representa la barbarie. Rafael era conocido en clase por ser un asiduo lector de novelas. Cuando alguna clase se tornaba aburrida, sacaba una novela y se ponía a leer ignorando al profesor que hablaba como parlanchín cosas incoherentes al frente, en la pizarra del salón. Por eso, cuando Gonzalo Vargas, seguía criticando a los alumnos, todos sabían que Rafael era el único que se salvaba de los dardos invisibles de desprecio que expulsaba Vargas. — A ver muchachos, ¿alguien me puede decir qué es la empresa? Silencio. Todos sabían que esa respuesta tenía importancia para Vargas. Nadie osaba murmurar algo siquiera, puesto que a éste no le gustaban las intervenciones erróneas, y, por el contrario, les clavaba un cinco en su registro. — La empresa es una organización formada por personas, las cuales aportan recursos financieros, económicos, y humanos, para generar un producto —dijo Rafael, rompiendo el silencio. — ¿Para qué sirve el producto? —inquirió Vargas, quien no siempre se conformaba con una respuesta simple. — Para llevarlas al mercado y obtener riquezas y lucro —respondió Rafael. Vargas hizo una reverencia. — Muy bien, alumno. Cuando terminó la clase, algunos salían maldiciendo y mentando la madre a Gonzalo Vargas por ser tan desalmado a la hora de sacar los promedios. Rafael estaba con sus cuadernos en la mano y fumando un cigarrillo Hamilton. Estaba en el cafetín de la

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universidad, junto a María Gracia y Héctor, famoso este último por seguir a cuanta chica guapa se le cruce en el camino y ser choteado. María Gracia y Héctor estudiaban administración, y eran enamorados. — ¿Y Rafaelito?, ¿qué planes para más tarde? —dijo Héctor masticando chicle. — Nada, tranquilo, leer echado en mi cama. María Gracia y Héctor se rieron. — ¿Los chicos de derecho no van a salir? — Creo que se van al Mecano. — ¿Por qué no vienes con nosotros? Voy ha hacer un tonazo en mi casa —dijo Héctor. — Claro, por qué no vienes con nosotros —añadió María Gracia. Rafael lo pensó deliberadamente unos segundos. Era el último día de clases del año. Se animó. Merecía relajarse un rato. — Okey muchachos, gracias. — Bien dicho Rafael, lo vamos a pasar de putamadre —dijo Héctor y besó a María Gracia en la boca. Luego se pusieron de pie, se despidieron, y quedaron en verse en la noche en casa de Héctor. — ¡Si quieres, invitas a tu enamorada! —gritó Héctor antes de marcharse. — Bestial —dijo Rafael y sintió melancolía porque no tenía enamorada. Hacía varios meses que no sabía nada de Andrea. Seguía viviendo en Miami y estudiaba medicina. Había escuchado comidillas y rumores a sus amigos diciendo que Andrea estaba con un chico argentino de su universidad. El tiempo no había sido muy generoso con Rafael. Ciertas noches, cuando la extrañaba demasiado,

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pasaba varias horas desvelándose, mirando la única foto que tenía de ella, donde aparecía sentada, cruzada de piernas en Huanchaco, a la hora del crepúsculo. Rafael llegó a casa de Héctor en taxi, porque carro no tenía, pero algún día se compraría uno bonito y confortable. Iba vestido con un terno negro, el que mejor le quedaba. Apenas bajó del taxi, se percató de la música que provenía de la sala de Héctor. Adentro bebían y estaban acompañados del mejor rock argentino, Persiana Americana, de Soda Stereo. Rafael saludó a Héctor, y éste les presentó a sus amigos. — Mi compadre Rafael, muchachos. María Gracia estaba en un rincón con un trago en la mano junto a sus amigas. Vio a Rafael y lo llamó con un ademán. Rafael se acercó lentamente. — Rafael, te presento a Lola. — Mucho gusto —respondió Lola. — Ella es Verónica. — Un placer —respondió Verónica. — Ella es Paola, mi prima. — Hola, qué tal —respondió Paola esbozando una sonrisita. La sonrisa de Paola llamó la atención a Rafael. Mientras conversaba un par de cosas sin importancia con María Gracia, Rafael advirtió que Paola lo estaba mirando desde atrás seriamente. Después de un rato, Rafael la miró de soslayo y Paola se sonrojó. — ¿Qué miras? —le preguntó María Gracia. —Nada —respondió Rafael con un ligero rubor. Todos bailaban y gozaban al ritmo de la música. Celebraron hasta tarde, tan tarde que ya empezaba a ser temprano. Rafael estaba sentado en un sofá junto a Paola.

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— ¿Cuantos años tienes? —le preguntó Rafael. — 24 Rafael se sorprendió. Había podido jurar que podría tener 19 o 20 años. Paola tenía un rostro pueril y practicaba como nadie en la cuchipanda la gallarda elegancia de expresar melancolía en la mirada. — ¿Y tú? — 20 Lola, Verónica, María Gracia y Héctor bailaban una salsa que estaba de moda. Todos los chicos bailaban eufóricos, llenos de éxtasis. — ¿Tienes novia? —preguntó de pronto Paola. — No. — ¿En serio? ¿Por qué? —No sé, por ahora nadie me quiere. Paola sonrió. — Ay, no digas eso, seguro no tienes novia porque tú no quieres. — Hace algunos años tenía una novia. — ¿Y qué paso? — Viajó a Miami y no volví a saber nada de ella. — Sorry, Rafael. — No importa, fue hace mucho —dijo Rafael y comprendió que ya no era doloroso hablar de Andrea. — La querías mucho, verdad. — ¿Cómo lo sabes? — Intuición, intuición femenina. Se rieron. — Ven, vamos a bailar, esa canción me encanta —dijo Paola y se llevó a Rafael a bailar. Desde ese momento, Rafael sólo conversaba y bailaba únicamente con Paola. Estaba con varios tragos encima, sin embargo se mantenía ecuánime y comedido.

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— Buena, Rafael —le gritó Héctor haciendo vueltitas picaronas a María Gracia mientras bailaba. — No le hagas caso, Héctor es un tarado —dijo Paola mirándolo con ternura. Esa noche, Rafael descubrió nuevamente la ilusión del amor. Las miradas de Paola escondían secretas intenciones de romance. Su amistad de hizo prometedora. Todos los días, Rafael la llamaba por teléfono y conversaban largos ratos. Salían juntos por las tardes salían a tomar lonche, iban de compras, iban al cine. Se sentían bien juntos. Se gustaban. Eran días de vacaciones. Hacía un calor sofocante. Una tarde, Rafael llamó a Paola. — Hola Paola, soy Rafael, ¿qué estas haciendo? — Nada, ¿por? — ¿Vamos a la playa? Hace calor, ya no aguanto. — Uhmm...Ya pues, vienes a verme. Rafael fue a verla. Hoy me la tengo que caer, pensaba. Tenía decidido declararse esa tarde. Él sabía que Paola lo aceptaría. Estaba confiadísimo, seguro de sí mismo. Al llegar, tocó la puerta, y al instante salió Paola con un short y un polo blanco cortito, muy bonita. Luego tomaron un taxi. — A Huanchaco, por favor —le dijo Rafael al taxista. Al llegar, Rafael pagó la carrera. Luego fueron a una bodega y compraron un six pack de cerveza Pilsen Trujillo helada, cigarros, caramelos y dos helados sin parar. Luego regresaron al mar y se sentaron en un lugar desierto, donde no pudieran espiarlos. Era ya la hora del

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crepúsculo, sin embargo hacía un calor maldito. Rafael se sacó el polo, lo puso sobre sus sandalias de cuero, y fue corriendo hacia el mar. Paola se asustó. — ¡Qué haces! —le gritó. Rafael siguió a mil por hora y se zambulló. Luego sacó su cabeza del mar, salió peinado, y escupió agua salada. Paola lo miró y sonrió. — ¿Qué tal el chapuzón? —le preguntó. — Riquísimo, me siento fresco, relajado. Rafael se sentó a su lado. Abrió una cerveza y le dio un sorbo. Paola comía su helado sin parar. Mas allá, un grupo de chicos y chicas jugaban voleibol y hacían bulla. — ¿Te acuerdas de tu primer beso? —preguntó súbitamente Rafael mientras miraba ensimismado el mar. Paola parpadeó varias veces los ojos. — Fue con mi primer enamorado. Yo estaba en el colegio. Él me gustaba. Era tímido, pero un día, no sé cómo, se acercó a mí a la hora de recreo y me besó. Luego me pidió que fuera su enamorada. Esa noche no dormí, Rafael. Me quedé pensando en él hasta tardísimo —dijo Paola y se quedó callada como viajando a través de sus recuerdos. Paola tenía un rostro cándido. Era delgada y tenía el pelo ensortijado. Muy guapa. Cuando estaba triste, se veía encantadora. Era una de esas chicas que cuando se enojan o lloran se ven más bonitas. — ¿Y el tuyo?, ¿cómo fue? —preguntó luego. — También con mi primera enamorada. También estaba en el colegio. Tenía 9 años. La besé porque una vez, mis amigos me encerraron en el salón junto con ella. Animado por ellos, porque sabía que si les fallaba se enfadarían conmigo, intenté darle un besito, pero no pude. Entonces escuché y vi que ellos nos contemplaban

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por las ventanas y con miradas me decían chápatela, chápatela, y yo ya no pude aguantarme más, porque también ella me suplicaba con sus ojitos que yo la besara, y entonces la arrinconé detrás de la puerta y me la besé rico. Y me sorprendí de mí mismo, porque yo era recontra tímido. Paola sonrió. — Qué bandido. ¿Cómo se llamaba tu enamorada? — Cecilia. — ¿Y son amigos? — Para nada. No se nada de ella, ni siquiera su número. Paola bajó la mirada como recordando algo triste. Rafael siguió tomando más cerveza. — ¿Qué haces en tus ratos libres? —le preguntó Rafael. Paola había abandonado la universidad. Había estado estudiando turismo en la Upao. Por razones poderosas tuvo que retirarse. — Te conté que estaba trabajando, ¿te acuerdas? — Es verdad, claro. — ¿Y tú?, ¿qué haces aparte de estudiar derecho? — Estoy escribiendo una novela, me dedico a eso. Quiero ser escritor. — ¿Escritor? — Sí, ¿por qué? — Me parece excelente —dijo Paola asombrada. La noche empezaba a caer y el calor no se iba. Estaban medio borrachos. Quedaba poca gente en la playa. A lo lejos, un perro ladraba y un heladero tocaba su corneta. Siguieron tomando cervezas. Luego, para asombro de Paola, Rafael fue a recoger desde los arbustos hojas y palitos secos para usarlos como leña y

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armar una fogata. La llama ardía entre los dos, brotando chispas, haciendo diminutas revoluciones y explosiones por el aire. El fuego les daba calor, y se sentían calientitos y abrigados. Estaban sentados, frente a frente, acariciándose con miradas en un idilio invisible. Se escuchaba el silencio mezclándose con el vaivén de las olas del mar. Ninguno de los dos osaba romper aquel momento lleno de esplendor y magia. Rafael se le acercó y, sin decir una sola palabra, la besó dulcemente. Paola se hizo para atrás, abrazándolo por el cuello, y cayeron echados en la arena húmeda, haciéndose el amor, bajo la luna que asomaba por el cielo oscuro de la noche. — Te quiero —le dijo Rafael, casi en un susurro. — Yo también —le respondió Paola. Cinco meses después, Rafael y Paola ya no eran felices precisamente. Su relación, que había sido tan bonita y prometedora, se fue a la mierda un día gris, como rata, cuando Paola encontró impredeciblemente a Rafael caminando con Flor, una amiga de la universidad, por la Av. Larco, saliendo del Bohemios, un legendario bar, que en su mayoría siempre estaba desierto de señores adultos, pero totalmente habitado por estudiantes universitarios, especialmente de la Vallejo. — Maricón, por eso no quieres verme, porque sales con tus amiguitas que se te regalan, ¿no cabrón? —le dijo aquella vez Paola en la calle. Rafael la miró de pies a cabeza. Le dio risa y disgusto ver a Paola molesta. — ¿Qué te pasa Paola? ¿Por qué me hablas así? — Rata, pendejo, ¿quién es ella?

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— Una amiga. ¿Qué te pasa, carajo?, ¿por qué me hablas así? — Te odio canalla, asqueroso, me das asco. — No jodas Paola, cálmate, luego hablamos si quieres, ¿okey? Cuando Rafael dio media vuelta para marcharse, Paola lo detuvo. — De mí no te vas a burlar huevón —dijo Paola y lo empujó a empellones: le dio una cachetada, botó sus libros, y lo aventó fuertemente para atrás, tanto que Rafael cayó de culo en la vereda. Algunas personas, estudiantes sobre todo, soltaron carcajadas mofándose de él. Avergonzadísimo, y rojo como un camarón, Rafael recogió sus libros y sacudió el polvo de su ropa. — Vete a la mierda —le dijo Rafael con un gesto de desprecio, con una mirada repulsiva, como cuando se mira a un insecto antes de pisotearlo. La gente que pasaba los miraba estupefactos y hablando entre murmullos, llevándose una mano a la boca. No era infrecuente escaramuzas de este tipo entre los dos: de pronto Paola dejó de ser el ángel que parecía ser y se convirtió en una chica manipuladora, posesiva y de mezquinos sentimientos. Rafael se enojaba con ella por ser tan perversa y la castigaba con sus silencios: no la llamaba, se hacía el distraído, el ocupado, el estudioso. Y al parecer eran inútiles los esfuerzos que realizaba por alejarse de Paola y tratar de esfumar la rabia que tenía empozada en el pecho. Paola trabajaba en las mañanas como profesora de inglés, luego preparaba su clase del día siguiente en una hora, y más tarde iba ella misma a la Vallejo y esperaba a Rafael a la hora de entrada y le armaba una conspiración,

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un chongo del carajo para denigrarlo delante de sus amigos. Esa era su venganza, su revancha, y todo porque Rafael simplemente no quería verla, cosa que era comprensible y natural, por lo mierda que lo hacía sentir casi a diario, aunque el fingía estar bien, que poco o nada le afectaban sus insultos y maltratos. Porque realmente Paola, no era sólo un dolor de cabeza, sino más bien un dolor de huevos. A veces, cuando sostenían un pugilato en la calle, cosa que ya era el pan de cada día, mientras Paola se desquiciaba por razones absurdas y estúpidas, cansada ya de insultar y gritar, iniciaba un nuevo modo de joder: rasguñar. Tenía unas uñas realmente largas y poderosas. Paola sin duda era guapa y tenía cara de niña bonita, hasta parecía tener un alma noble e inmaculada, pero no era más que una errata, un fiasco. Parecía una loca energúmena. Rafael estaba totalmente decepcionado de ella. Y de él mismo. No todo es lo que parece, pensaba. Se odió. Se sentía estúpido por ser tan frívolo y dejarse llevar por las apariencias y los prejuicios. Rafael se deprimió. Se sentía desolado y confundido. Eran increíbles tantos sinsabores. No lo merecía. Después de todo, lo que más le dolía era saber que él la quiso de verdad. Deseaba, tal vez, si el destino así lo decidiera, construir su futuro a su lado. Cuando se enteró que Paola le era infiel con su ex y que se veían secretamente, lloró mares, a solas, en las penumbras de su habitación, sin ningún puto amigo que le diera aliento y palabras de esperanza. La odió más que nunca. Se odió más que nunca. No quería volver a verla en su vida. Sin embargo, seguía luchando con él mismo. No abandonó la universidad. Siguió asistiendo a clases. Héctor y María

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Gracia se burlaban de él. Rafael dejó de considerarlos sus amigos. Semanas después, una tarde, en el cafetín de la universidad, María Gracia le dio una noticia a Rafael. Le dijo que su prima Paola estaba embarazada, que había regresado con su ex novio llamado Santiago, que estaban viviendo juntos en Lima. — Sorry Rafael. Tenía que decírtelo. — No te preocupes, gracias —dijo Rafael y dejó en la mesa el pan con pollo y el jugo de naranja que había pedido, y salió caminando apresurado, y dejó hablando sola a María Gracia. No fue a la universidad una semana entera. Se había perdido. Nadie sabía nada de él. Sus padres lo botaron de su casa por andar todo el día malhumorado. Nunca en su vida se había sentido tan sabandija, una cosa de poca importancia, un mentecato de porquería.

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IV

UNA INESPERADA VISITA

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Rafael estaba peleado con sus padres. Lo mandaron a la mierda. Lo corrieron porque desaprobó varios cursos en la universidad y porque sospechaban que estaba metido en drogas. Eso era lo que más le dolía, era como si un dardo de fuego le atravesara el corazón lentamente. Los desprecios y el escarnio de su padre los toleraba, puesto que desde niño había sabido convivir con ciertas mofas llenas de desdén, pero que lo acusen de fumón, era muy bajo, sobre todo para él, quien, aunque nadie lo haya advertido, tenía una extraña sensibilidad. Estaba viviendo en un departamento, cerca de la Vallejo. Era pequeño, pero bastante acogedor. Al menos se ahorraba el pasaje y los gritos enloquecedores de sus hermanas menores y los arrebatos de cólera de su mamá, la señora Rosa. Tenía pocos muebles: un viejo sofá, una silla, un televisor, una radio a pilas, una cama, una mesa y un cuadro de sus padres cuando se casaron jóvenes. El desayuno y el almuerzo los llevaba una señora, buena gente, que vendía menú en la calle. La cena la consumía por ahí, a la hora que culminaba sus clases de todos los días. Sus papás le pagaban la universidad, él sólo trabajaba para sus gastos personales y tratar de subsistir en su departamento. En las mañanas, trabajaba como camarero en un restaurante que quedaba en la Av. Larco. Ganaba poco, pero al menos tenía un trabajo estable. En las tardes estudiaba y por las noches, antes de dormir, escribía secretamente una novela que pensaba publicar pronto y convertirse en un escritor de verdad, y

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demostrarle a su familia, y a él mismo, que aún, a sabiendas que ellos no le dieron el cariño que él siempre buscaba, y que se le catalogaba como un bribón, un huevón de mierda, él iba a salir adelante cueste lo que cueste, y que de todas maneras sería un hombre conspicuo, y que al final se cobraría una revancha con su pasado maldito. Lo tenía bien claro: quería ser escritor y abogado. Sólo así le taparía la boca a su papá, para que deje de zaherirlo. Sólo así le iba a gritar al mundo cuan grande era su fortaleza interior. Tenía veintidós años de edad. No tenía novia hace muchos meses. Le gustaba una amiga, se llamaba Flor. Estudiaba odontología, también en la Vallejo. Raras veces se veían, pero cuando se encontraban, se quedaban conversando largos ratos. A veces se comunicaban por medio de internet. Chateaban horas, se veían por web cam, y se divertían horrores. Una noche, después de clases, Rafael y sus amigos estaban tomando ron con Coca-Cola en un parque. Animado por los tragos que tenía encima, Rafael llamó a Flor. — Hola Flor, soy Rafael. ¿Estás ocupada? Yo estoy en el parque los filósofos con unos amigos de la universidad. ¿Por qué no vienes? Luego vamos a salir. Ya pues, te espero. Tomas taxi. Un beso. Flor llegó dentro de diez minutos. Estaba con un pantalón blue jeans, un polo blanco y una casaca negra de cuero, guapísima, como siempre. Flor tenía las manos suaves, como algodón. Su pelo era ensortijado y rubio, ojos claros y cara bonita, como de ángel. Rafael les

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presentó a sus amigos y al instante Flor se acopló a la cuchipanda universitaria. — ¿Todos estudian derecho? —preguntó Flor. — Todos, menos Brady. Él estudia literatura —corrigió Rafael. De vez en cuando, Flor se animaba a tomar un trago. Ya casi todos estaban medio borrachos. Brady tenía una radio, la prendió y se puso a bailar al centro. — Baila conmigo —le dijo Brady a Flor. Flor le preguntó a Rafael con una mirada, como diciendo ¿qué hago? Ya estaban con varios tragos y mil cigarros encima. Bailaron muy coquetos. Los otros chicos, Marco, Iván, y Jonatan, se reían a carcajadas. Rafael los miraba seriamente. Parecía estar un poco ofuscado. Realmente fue víctima de unos celos inenarrables. Brady y Flor estaban bailando abrazados. — Ya no te pases, oye Brady, ¡suéltala! — No te me cabrees pues Rafael —le respondió Brady con una sonrisa sosa. — Conchatumare, suelta cabrón —respondió Rafael y saltó como un tigre sobre él, y le dio dos puñetazos en la cara. — Putamare, suave Rafael —se defendía apenas Brady, desde el piso—, no te hagas paltas, somos amigos. — ¡Suéltalo Rafael! ¡Por favor! ¡Suéltalo! —gritaba Flor, asustada. Marco, Iván, y Jonatan, lograron separarlos. Brady tenía el labio superior roto y estaba sangrando. — ¿Por qué le pegaste Rafael? —le preguntó Flor, después, a un lado. — No sé, me dio coraje.

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El resto de chicos seguían tomando ron con Coca-Cola más allá. — Yo mejor me voy, ¿vienes conmigo? —le dijo Rafael a Flor. — Sí, pues, he venido por ti, ¿no? —le respondió Flor—. Chau chicos, nosotros nos vamos —dijo Flor al resto. Rafael no se despidió de nadie. Tomaron un taxi y se dirigieron a su departamento. Al llegar, Rafael pagó la carrera con tres soles. — Gracias, mister —le dijo al taxista. En el trayecto del viaje, Rafael pidió disculpas a Flor por haber sido un energúmeno con Brady. Ella se hacía la difícil. Entraron al departamento. La cama estaba desordenada. Sobre la mesa había bolsas vacías de galletas Club Social. Por el piso estaban tirados unos cuantos libros y algunos calzoncillos de Rafael. Era un mamarracho el ambiente. Flor se sentó en el viejo sofá y se quedó ensimismada. Rafael se echó en su cama, con las manos debajo de la cabeza y con el control remoto prendió la tele. Estaba dando “El chavo del ocho”. Le encantaba ese programa hilarante y jacarandoso. Se divertía a montones viendo las ocurrencias de aquel niño, quien era tan popular como el ceviche. — Tengo un vino en la refrigeradora, ¿te provoca? —dijo Rafael cuando dieron comerciales en la televisión. — Ya, pero sólo un poquito. Rafael se puso de pie de un salto. Fue a la refrigeradora y sacó el único vino que tenía. Luego sirvió una copita para Flor y otra para él. Se bebieron media botella. A Flor, los tragos se le subieron rápidamente a la cabeza. Se sentía mareada y risueña. Pusieron música. En

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la radio escuchaban canciones de Los Beatles. A Flor le encantaba los Beatles. — Ay, Rafael, pon Blackbird —dijo Flor con voz suplicante. Rafael obedeció. Flor se puso a Cantar. Su inglés era pésimo:

<< Blackbird singig in the dead of night Take these broken wing and learn to fly All your life Yo were only waiting for this moment to be free>>

— Ay, me encanta esa canción. Rafael prendió un cigarrillo Lucky Stryke y dio una pitada. Estaban sentados en la cama, sin zapatos, mirándose frente a frente. Rafael apagó la luz y quedaron en penumbras. Las luces de la calle se filtraban por las ventanas. Se aburrieron de Los Beatles y Rafael puso a Alejandro Sanz. Tenía varios discos, muchos de ellos piratas, comprados en la Av. España, por Mi Mercado. — Me gusta tu pelo —le dijo Rafael, mientras Alejandro Sanz empezaba a cantar en el equipo de sonido. Flor se abochornó. — A mí también me gusta mi pelo. — ¿Puedo tocarlo? Flor miró el techo, como buscando una respuesta. — Sí. Rafael se acercó lentamente y empezó a acariciarle el cabello. Era suave y olía a shampoo. Luego, le acarició la cara y cuello. Tocó con sus dedos su nariz y sus labios. Flor estaba laxa, respiraba más rápido y suspiraba. — Me encantas, Flor. — Tú también, bésame.

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Se besaron. Fue un beso largo y apasionado. No hablaban, sólo se besaban y acariciaban. — Mejor no, Rafael —dijo Flor de pronto, y se separó de Rafael bruscamente. — ¿Qué pasa? — No puedo, Rafael, tengo que irme —le respondió Flor y avanzó dirigiéndose hacia la puerta—. Perdóname— le dijo antes de salir, y le hizo adiós con un ademán. — ¡Ándate a la mierda! —le gritó Rafael y Flor salió avergonzadísima. Alejandro Sanz seguía cantando “Siempre es de Noche”, en el equipo de sonido. Rafael le subió el volumen con el control remoto. Luego prendió otro cigarrillo, se echó en su cama y se quedó pensando hasta que se sintió un gilipollas porque tenía ganas de llorar. Se sintió solo, abandonado. De pronto, recordó como fue la primera vez que se quedó solo en casa, no estaba seguro si fue real o si solamente lo soñó alguna vez cuando era pequeño, pero era un recuerdo que lo perseguía siempre. Rafael era un niño, había estado jugando con sus juguetes en la sala de sus padres, andaba de un lado hacia otro haciendo correr sus carritos, hasta que rompió un cuadro de la virgen de la puerta. Su mamá advirtió la travesura y le pegó con un zapato en el culo. Siempre le pegaban con zapatazos o correazos en el culo. Esa tarde, su familia entera fue a visitar a la tía Susana y a sus primos mellizos Ethel y Bryan. A Rafael lo dejaron solo en casa. Tenía miedo. Empezó a llorar cuando vio que su papá encendía el carro en la calle. Rafael los miraba desde la ventana. Les pedía que los llevasen con ellos, pero ellos no lo escuchaban. Luego quiso salir, y subir al carro, pero la puerta estaba con

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llave. Cuando se fueron, Rafael cayó derrotado en el piso, llorando, y gritando de miedo, y también porque, inconscientemente, sentía que sus padres y hermanos no lo querían. Varios días después, Rafael estaba en la clase que más odiaba: estadística. No era bueno con los números. Le dolía la cabeza ver al viejito Humberto García, dictando su clases que le producían sueño y migraña. Humberto García tenía en la mira a Rafael. Cuando resolvían prácticas y exámenes, Rafael sufría tremendamente. Casi siempre, cuando no podía copiar, entregaba en blanco sus exámenes. Su mejor amigo era Tito, un joven alto, crespo y ojeroso. — ¿Hiciste la tarea? —le preguntó Rafael a Tito. — No, estuve chupando ayer. — Ya nos jodimos. — Me llega al pincho esta clase. — ¿Vamos afuera? — Qué chucha, vamos. Salieron del salón. Humberto García les dijo que estaban inhabilitados. — Jódete viejo conchatumare —murmuro Tito al salir. Siguieron avanzando y salieron a la calle. Se sentaron en un bar frente a la universidad a tomar unas cervezas. — ¿Cómo vas con Flor? —le preguntó Tito, llevándose un trago a la boca. — Ya se pudrió todo, la semana pasada estuvimos en mi depa besándonos, pero luego me dijo que mejor no y se fue.

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Tito soltó una carcajada. — Huevón, no debiste dejarla ir. Está buena la Flor. — Si pues, la cagué. — ¿Y qué vas a hacer?, ¿la vas a buscar? — ¿Estás loco? ¡Qué se joda! Se tomaron cinco cervezas y ya estaban medio mareados. Rafael iba a cada rato al baño a orinar. Luego de un par de horas, se despidieron y se marcharon cada uno a sus casas. Rafael llegó a su departamento y se sintió otra vez solo. Pensó en su mamá, hacía varios meses que no la veía. Prendió la tele y se puso a mirar Pataclaun. Se puso a beber vino, lo que quedó de la noche anterior cuando estuvo con Flor. Pensó en ella, en lo suaves que eran sus besos. Estaba triste. Apagó la tele y puso música. Escuchaba canciones tristes, que hablaban de su vida. Luego de algunos tragos, se dio cuenta que estaba llorando. Sentía que le importaba un bledo a su familia. Luego cogió su celular y llamó a Flor. Lo tenía apagado. Flor de mierda, pensó, ¿dónde chucha estás? Luego, después de tanto llorar, se quedó dormido y se despertó al día siguiente con los ojos hinchados. Rafael sufría de insomnio. Se acostaba temprano, pero no obstante, se quedaba dormido a las dos de la madrugada. Y más tarde tenía que hacer un esfuerzo inhumano para levantarse temprano e ir a trabajar. Se metía a la cama a las nueve o diez de la noche, escuchaba música o miraba televisión; luego porfiaba por escribir. Cuando estaba en la secundaria, descubrió que le gustaba escribir, creaba cuentos y poemas, pero luego de redactarlos y releerlos, los encontraba insulsos y los rompía. Desde pequeño le encantaban las historias. Su mamá, la señora Rosa, le

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contaba todas las noches un cuento antes de dormir: “Los tres chanchitos”, “La caperucita roja”, “El ratón de la ciudad y el ratón del campo”, “La guerra de las hormigas”... Luego, cuando aprendió a leer, quedó fascinado con las fábulas de Esopo, que le regalaron sus padrinos Mercedes y George. Ahora, ya un joven, a punto de terminar sus estudios de abogacía, soñaba con ser escritor. Por eso se quedaba hasta altas horas de la madrugada escribiendo, tratando de crear, por fin, su primera novela. Una noche, mientras Rafael se desvelaba escribiendo las últimas líneas del cuarto capítulo de su novela, recibió una inesperada llamada. El celular timbró tres veces. Rafael no lo sintió, porque lo tenía en vibrador, pero luego, cuando se percató de la llamada entrante, contestó inmediatamente. — Aló, buenas noches. Nadie le respondió. Pensó que sería algún amigo pendejo que estaba jodiendo. — Hola, ¿quién habla? —volvió a insistir Rafael. No contestó. Se escuchaba una música tenue y la voz de un niño gritando. Sin duda llamaban desde un teléfono de casa. — ¿Quién mierda es, carajo? —gritó Rafael, pero ya habían colgado. Rafael maldijo mentalmente y siguió escribiendo en un cuaderno viejo Luego de unos minutos el celular volvió a timbrar. Nuevamente era una llamada privada. — ¿Aló?

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Silencio. Luego se escuchó una garganta aclarándose. — Hola, ¿Rafael? — Si, él habla, ¿quién es? — ¿No me reconoces? — No, ¿quién eres? — Soy Andrea, ¿cómo has estado? ¿Andrea?, pensó Rafael. Luego se sorprendió porque tenía la sospecha de que se trataba de su ex, la que viajó a Miami hace algunos años. — ¿Andrea Castillo? — Sí pues, tontin, ¿cómo estás, eh? — Bien, gracias, ¿dónde estas? — En mi casa, en Trujillo. Rafael no supo nada de Andrea desde que se fue hace cinco años. — Pensé que ya no te acordabas de mí. — Todo este tiempo pensé en ti. Me gustaría verte, ¿Sabes? — A mí también. — Puedes venir a mi casa mañana en la noche. Rafael se sintió triste porque el deseaba verla en ese mismo instante. Era increíble. Le parecía un sueño estar conversando con Andrea después de muchos años. — Claro, encantado. — Entonces nos vemos mañana. Buenas noches. Al fin Rafael pudo dormir plácidamente. El solo hecho de saber que Andrea estaba en Trujillo, y que mañana la iba a volver a ver, su corazón se sentía alborozado. Y el felicísimo. Al día siguiente, por la noche, Rafael se puso su mejor traje. Se echó perfume, y salió a la calle en busca de un taxi que lo llevaría a casa de Andrea. Al llegar,

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tocó la puerta y entró. Andrea la esperaba en su sala viendo una película en Sony. — Hola Andrea. Andrea lo vio y se lanzó sobre él dándole un abrazo. — Rafael, ¡que alegría! — Estás guapísima… Andrea había crecido. Su cuerpo se había desarrollado y había adquirido unas curvas de ensueño. Seguía teniendo su misma cara bonita. Luego tomaron asiento. — ¿Cómo has estado? ¿Qué tal te ha ido en estos años? —le preguntó Andrea. — Regular. Me fui de mi casa. Vivo en un depa y estudio derecho en la Vallejo. — Caramba, qué bien. Me da mucho gusto que ahora seas independiente. — Gracias. Siguieron conversando de sus planes, de sus sueños cumplidos hasta ese entonces, de sus aventuras amorosas, y de la vida. Andrea le mostró todas las fotos que se había tomado en Disney, en las playas de Miami, en Florida y Orlando. Le confesó que se había sentido sola todos esos años, que extrañaba horrores el Perú. No había podido dejar de pensar en un buen ceviche, como los que venden en el Mar Picante. Extrañaba a sus abuelitos, a sus amigos, y también a Rafael. — ¿Por qué no tienes novia? — No sé, por ahora nadie me quiere. — Ay, no digas eso, sigues siendo encantador. Rafael esbozó una sonrisa, como burlándose de si mismo. Por decisión unánime, Rafael y Andrea fueron a la tienda de la esquina a comprar un vino. Ya era media

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noche, sin embargo la tienda aún estaba abierta. Cuando ya se habían tomado media botella, se estaban besando. — Parece un sueño estar besándote otra vez —dijo Rafael, mientras la abrazaba, sentados en el sofá. — Mi chiquito, tú siempre serás mi chiquito lindo —le respondió Andrea y se volvieron a besar. Esa noche, se hicieron el amor por segunda vez. Comprendieron que sus cuerpos aún se deseaban, que su cariño y simpatía sería perpetuo. Descubrieron que si fueran del mismo sexo, serían los mejores amigos del mundo, dos almas gemelas, dos gotas de agua. Rafael le contó cuánto la había llorado cuando ella se fue, cómo eran las batallas constantes con su papá y sus hermanos. Le explicó con lujo de detalles como fue criado en una atmósfera de hostilidad y en un ambiente lleno de contradicciones. Mientras hablaba, la voz le falseaba y lloraba lágrimas vivas. Andrea también sollozó con él, la tristeza de Rafael era también la suya. Le confesó que alguna vez pensó seriamente en suicidarse. Andrea lloró con mayor virulencia. No vuelvas a decir eso nunca más, tonto, le dijo. Se abrazaron, se abrazaron fuertemente y se besaron llorando. — No me abandones otra vez, por favor —le dijo Rafael, tomándole la cara y mirándose en sus ojos. — Perdóname… —respondió apenas Andrea. Algunos días después, Andrea regresó a Miami. Había venido a Perú, repentinamente, sin avisar a nadie, ni siquiera a sus abuelos. Quería darles una sorpresa a todos, aparecerse así, como si nada, como si nunca hubiese viajado. Tenía que regresar a continuar sus estudios de medicina. Andrea fue a despedirse de Rafael una noche a su departamento. Rafael pensó que la vida era muy mezquina con él. Que solamente recibía de ella

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momentos de felicidad muy efímeros; gozosos y dolorosos al mismo tiempo. Esa noche se despidieron bonito. Se desearon los mejores éxitos y toda la suerte del mundo. Se abrazaron con todas sus fuerzas, sintiendo los dos que sus almas deseaban entrelazarse y no desprenderse jamás. Rafael buscó dentro de un cajón con llave una medallita de oro, la encontró y se la dio a Andrea. Andrea lloró, al recordar tantas cosas en un segundo. Luego se fue, y salió del departamento. Rafael al verla por la ventana, corrió a su cama, y mordió las sábanas para no llorar.

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Una noche, Rafael estaba cenando un cuarto de pollo a la brasa en Rocky’s de la Av. Larco. Había salido solo a la calle, como siempre, como a él le gustaba cenar. Cuando hubo terminado su pequeño banquete, sintió que sus dedos estaban grasosos y se los limpió con una servilleta de papel. Luego llamó a un mozo y le pidió una Inka Kola. Se la bebió despacio, viendo los restos del pellejo de pollo que quedó en su plato. También quedaron algunas papitas. Luego lo pensó deliberadamente y cogió una de ellas para luego retirarse, no sin antes pagar la cuenta. En la calle observó el tráfico, y sintió una ligera llovizna que empezaba a caer. No sabía a donde ir. Avanzó caminando, lentamente, hacia cualquier sitio. Más allá vio a una pareja de enamorados, los dos colegiales, besándose, sin pudor alguno, y sonrió despertando algún recuerdo dormido de su estragada memoria. Regresó caminando a su departamento, fumando un cigarrillo y chupando un caramelo de limón. En una esquina, antes de llegar, un niño con su uniforme de colegio público se le acercó y le pidió dinero. — Señor, se me ha caído mi pasaje y no tengo como ir a mi casa. Rafael sonrió. Era la primera vez en su vida que le decían “señor”. — Cincuenta céntimos… —dijo el niño extendiendo la mano.

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Rafal recordó inmediatamente una escena escolar. Él y su hermana menor iban al colegio en micro. Su mamá le daba todos los días dinero para el pasaje y para comprar helados a la hora de salida. Rafael, a pesar de que aún estaba en la primaria, era el único y verdadero responsable de traer y llevar a su hermana Ximena desde la casa al colegio. Pero un día sucedió un infausto incidente: Rafael, a la hora de recreo, se puso a jugar fulbito, y todo el tiempo se la pasó corriendo, saltando y gritando, olvidando que en su bolsillo se encontraban los dos soles, que servirían únicamente para ser gastados en los pasajes y los helados a la hora de salida. A la hora de salida, no obstante, buscó como un demente en sus bolsillos los dos soles y no los encontró. Se le había caído en la pichanguita de la hora de recreo. No sabía qué hacer. Tenía miedo. Era muy pusilánime como para pedirle dinero a un extraño en la calle. Se hizo tarde y todos los alumnos de disiparon. Rafael y Ximena se quedaron solos, llorando, pensando que se quedarían en la calle para siempre y pensando que pronto vendría el loco y se los llevaría con él. Rafael perdió su pasaje y se desesperó llorando. Pero luego apareció una viejita filántropa, quien se apiadó de ellos y les regaló sesenta céntimos para sus pasajes, para que finalmente pudieran regresar a sus casas, pero más tarde de lo normal. Rafael se sacudió de su estado de sopor y extrajo de su billetera cinco soles y se los dio al niño. El niño le dio las gracias y se alejó silbando una canción. — Cuídate, amigo —le dijo Rafael, pero el niño no le hizo caso y se fue sin escucharlo.

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Al llegar a su departamento, se entregó a su cama y extrajo de un cajón con llave un cuaderno viejo. Se puso a leer su novela inédita, que con tanta pasión había escrito. Ahora quería publicarla, pero no contaba con los medios necesarios. Pronto terminaría sus estudios de derecho, y ya tendría las armas necesarias para enfrentarse a la vida. Lo venía haciendo bien hace algunos años. Se sorprendió de él mismo al comprender cuán tenaz era su fortaleza interior. Ahora necesitaba el coraje y las agallas necesarias para abrir los ojos y darle la cara al destino. A menudo se preguntaba si realmente el mundo funciona bajo la tutela de un Dios supremo o si solamente es una superstición creada por los hombres. ¿Qué es amistad?, ¿qué es el amor?, ¿qué es la vida?, eran algunos enigmas que lo mantenían con el estado de ánimo perplejo y sombrío. Esa noche, Rafael durmió como un bebé. Sentía un sosiego extraño, por eso no le hizo falta tomar pastillas para conciliar el sueño. Al fin tuvo una noche plácida, libre de interrupciones bruscas a media noche. Al día siguiente se despertó temprano. Estaba con buen humor. Hizo trescientos abdominales y levantó algunas pesas. Luego se duchó, desayunó huevos fritos con avena y se sentó en su cama, con el control remoto en la mano, cambiando de canal constantemente la televisión. Estaba en el último ciclo de derecho. En la tarde tenía una importante exposición sobre criminología. Se aburrió de la tele y la apagó. Cogió unas copias que estaban sobre su escritorio y empezó a leer la sicopatología de los criminales. Le fue bien en su exposición. Sacó un quince. No le parecía una mala nota, sin embargo pensó que pudo haber hecho algo mejor. Hace varios meses que no se

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comunicaba con ningún miembro de su familia. Sólo el día de su cumpleaños, en noviembre del año pasado, recibió una llamada de parte de sus hermanos y padres, y una torta que le fue enviada inesperadamente. Era ya casi medio año que no escuchaba la voz de su madre. La extrañaba. A su papá también. Desde que lo corrieron de su casa, por rebelde, cinco o seis veces le habían pedido que regrese, pero Rafael declinaba amablemente esa invitación por razones de índole de orgullo y honor. Sabía que era incorrecto, pero lo habían herido demasiado y era comprensible que Rafael sintiera un poco de resentimiento. Además, él quería demostrar que puede salir adelante, a pesar de los obstáculos y los embates que se le vallan presentando en el camino. Sentado en el viejo sofá de su departamento, cogió el teléfono y llamó a la casa de sus padres. Después de una larga espera, nadie le contestó. Entonces colgó, y maldijo mentalmente. Quiso llorar, gritar, sacarle la mugre a algún cabrón en la calle. — ¡Váyanse todos a la mierda! —gritó con lágrimas en los ojos. Ya más tranquilo, fue a la refrigeradora y se sirvió un vaso de limonada helada y se lo bebió de un trago. Luego tomó asiento en el viejo sofá y jugó sudoku en su celular. Pero no aguantó más, tenía tanta mierda empozada en el pecho, que terminó estrellando el celular en la pared. Luego cogió su casaca negra y salió a la calle. La tarde era fría, y empezaba a caer la noche. Una fuerte lluvia cubría el cielo de Trujillo, lo cual produjo una melancolía indescriptible en Rafael. Caminaba a paso lento, sintiendo los hombros pesados. Mil recuerdos tristes atravesaban su mente en un instante. Fue a parar a un parque de aspecto misterioso y

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sombrío, por los grandes árboles que tenía y sus ramas que agitaban al ritmo del viento. Tomó asiento en una banca, la más solitaria del parque. Se puso a mirar a las personas que pasaban con prisa. De pronto, una chica masomenos de su misma edad, se sentó a su lado. Tenía la cara húmeda y se cubría los ojos con las manos. Al parecer, había estado llorando. Rafael no la miró. Ella a él tampoco. — Hola —le dijo Rafael de pronto. La joven lo miró escéptica. — ¿Qué tal? —insistió Rafael. — Mal, ¿y tú? —respondió la joven apenas. — También. Luego los dos se miraron, como si sus miradas expresaran alguna promesa de amistad. — ¿Cómo te llamas? —preguntó Rafael. — Sol. — Bonito nombre. — ¿Y tú? — Rafael. Se esbozaron una sonrisita triste. Conversaron un rato, sentados los dos en la misma banca. Hablaron de la universidad, de sus planes, de la familia, del amor. Luego Rafael invitó a Sol a tomar un té en su departamento. Sol aceptó. Tomaron un taxi y se marcharon. Ya en el departamento de Rafael, Sol tomó asiento en el viejo sofá y cruzó las piernas. Sol estudiaba economía en la Universidad Nacional de Trujillo y estaba en quinto ciclo. Tenía una mirada triste y misteriosa, de estatura mediana y muy guapa. Rafael prendió la radio y puso Ritmo Romántica. Le gustaba esa radio porque era la única donde pasaban canciones tristes y que hablaban de alguna escena de su vida.

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— Tengo un vino en la refrigeradora, ¿te provoca? —dijo Rafael. — Bueno. Rafael fue a la cocina y regresó con un vino y dos copas en la mano. Luego se sentó a lado de Sol. — ¡Salud! —dijo Rafael. — ¡Salud! —respondió Sol. Hicieron colisionar sus copas. — ¿Vives solo? —preguntó Sol. — Si, mis papás me botaron — ¿Por qué? — Porque les daba problemas, y porque también, ya nos los aguantaba. Si seguía con ellos me iba a volver loco. Sol sonrió. Luego tomó otro sorbo de vino. — ¿Y no te sientes solo? — Sí, a veces, pero ya me acostumbré. — ¿No tienes enamorada? — No. — ¿Por qué un chico tan lindo como tú no tiene enamorada? Rafael pensó mentalmente que la última frase de Sol, lo dijo debido a su debilidad por el vino. — No sé, a veces siento que no sirvo para amar. — Te comprendo. — ¿Y tú?, ¿tienes enamorado? — No, ayer terminamos. Rafael comprendió entonces porque Sol había estado llorando en el parque. — Lo siento mucho. — No te preocupes. Es un tonto. Qué se joda. — ¡Salud por eso! — ¡Salud! —respondió Sol.

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El ambiente se tornó con bastante hermetismo. Rafael sintió de una manera vertiginosa un cariño especial por Sol. Tenía la sensación de haberla conocido en otro mundo y en otra época muy pretérita. Le inspiraba sosiego tenerla en frente suyo, viéndola hablar y sonreír. Sol pensaba que Rafael era un chico interesante. Le atraía su franqueza y la naturalidad con la que llevaba el ritmo de su vida. Cuando se terminó la botella de vino, los dos se miraron un largo rato, como intentando ver algo más que una simple mirada superficial. — ¿Debo darte las gracias por haberte conocido? —preguntó Rafael. Sol esbozó una sonrisa cómplice. — Para nada. Yo debería agradecerte a ti, me has hecho sentir muy bien. Rafael se sintió halagado. Eres bonita Sol, pensó Rafael. Cuando se despidieron, Rafael acompañó a Sol a tomar el taxi en la calle. Hacía frío. Rafael le prestó una casaca para protegerse un poco de la humedad gélida del viento. Si dieron sus números telefónicos y se prometieron volver a salir pronto. Esa noche, Rafael no pudo despejar el recuerdo de la cara bonita de Sol. Se le había impregnado esa imagen como estigmas en la piel. Semanas después, Rafael y Sol sostenían una amistad prometedora. Coqueteaban sutilmente, pero ninguna osaba finalmente hablar de amor, sin embargo los dos se soñaban mutuamente, se gustaban, se querían, no había duda. Quizás de distintas maneras, pero existía entre los

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dos un genuino e inmaculado sentimiento. Rafael tenía la firme convicción de que al fin había encontrado a la persona que lo rescataría de la oscuridad y la confusión. Pensaba que Sol se convertiría en aquel sendero luminoso que debería seguir. Después de todo, la vida aún ha sido benevolente conmigo, pensaba todas las noches antes de dormir, cuando evocaba el nombre y la figura de Sol. Una noche, Rafael y Sol fueron a bailar al Bizarro. Sentados en la barra, tomaban cerveza, mientras decenas de cuerpos humanos se agitaban al ritmo de la música en la pista de baile. Rafael deliberaba consigo mismo si sería oportuno declararse esa noche. Se respondió mentalmente que sí. — Ven, vamos bailar —dijo Sol—, adoro esa canción. Era una canción de Pedro Suárez Vertiz, “Cuando pienses en volver”. Sol llevó de la mano a Rafael y empezaron a bailar. Sol tenía una manera exquisita de bailar. Seducía suavemente mientras sonreía. Rafael bailaba torpemente, parecía un robot. Pero entre trago y trago, se iba poniendo mas pillo y bailaba con picardía. Hasta se animó a dar algunas vueltitas sensualonas. Parecía disfrutar de ese trance, porque bailaba con los ojos cerrados y una olímpica sonrisa. — Me encantas Sol —le dijo Rafael, mientras bailaban. Sol sonrió. Rafael estaba con varios tragos encima y se puso muy risueño. Siguieron tomando más cerveza en la barra. Mientras hablaban de dos o tres cosas triviales, Rafael observaba de soslayo a algunas parejas besándose.

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— Sol, quiero aprovechar esta noche para decirte algo importante —con los ojos brillantes y pesados. Aún estaba en estado ecuánime, pero muy parlanchín. — Sí, dime… — Quiero decirte que… eres… la mujer más dulce, guapa y con más talento que he conocido en mi vida. Y… ¿Quieres ser mi enamorada? — Ay, Rafael, sorry, yo te quiero mucho, pero como amigo. Tú eres mi mejor amigo… no puedo creer que tú… Luego de unos segundos, de una manera extraña y vertiginosa, Rafael se fue hundiendo en una severa depresión. Otra vez sintió lastima y compasión por él mismo. Soy un gran huevón, pensó. Sol es un amor, ¿y yo? Yo soy una mierda, un pelele. — ¿Estás bien? —le preguntó Sol de repente. Rafael sintió ganas de llorar. Comprendió en su totalidad que tiene que aprender a vivir solo. Después de todo, siempre tuvo ese presentimiento. Se sintió estúpido, porque otra vez confundió la amistad con el romance. — Voy al baño —dijo. Cuando regresó nuevamente a la barra, estaba serio, hasta parecía molesto. — ¿Te ocurre algo, Rafael? — Es tarde, me tengo que ir. ¿Vienes conmigo? — Claro, contigo he venido, ¿no? Rafael pagó la cuenta y salió del bizarro. Al frente, en el hotel las Terrazas, estaban paradas dos señoras que vendían cigarrillos. Rafael llamó a una de ellas y compró un par; prendió uno, y le dio una pitada. — Rafael, perdóname, no quise hacerte sentir mal. — Ya lo sé, no te preocupes.

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Rafael hizo parar un taxi. Le pidió al taxista que lo llevara a su departamento, atrás de la Vallejo. — Sube —le dijo a Sol— por ahí te jalo. — Mejor me voy sola —le respondió Sol. — Como quieras, chau — respondió Rafael y el taxista aceleró. Estúpido de mierda, pensó Sol cuando el taxi se marchó. Al llegar a su departamento, Rafael se desnudó y se metió a la ducha. Eran las tres y pico de la madrugada. Olía a humo y decidió someterse a un merecido baño con agua caliente. Mientras se enjabonaba el cuerpo y sentía el chorro de agua tibia que caía sobre su cabeza, advirtió que estaba sollozando. Afuera, en la calle, se escuchaba el camión de la basura que pasaba recogiendo los desperdicios de la ciudad. Rafael necesitaba desesperadamente un abrazo y palabras de aliento para restaurar su estado de autoestima. Sin embargo estaba solo, en medio de las penumbras y la nostalgia de su departamento. Salió de la ducha desnudo, y sus pies húmedos dejaban huellas en la alfombra por cada tramo recorrido. Quería dormir, descansar, y olvidarse del idiota que sigue siendo, pero no pudo. Tenía insomnio. Otra vez el maldito insomnio esperaba verlo intentando dormir. Se sentó frente a su computadora y abrió su correo electrónico. Ninguno de sus contactos estaba en línea. Rafael solamente quería escribir una carta a su madre, a quien hacía mucho tiempo no veía, ni tampoco se dignaba en llamarla. Abrió su bandeja de entrada y le dio clic en nuevo mensaje. Tomó el teclado y empezó a escribir:

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Hola mamá: Hace varios meses que no te he vuelto a ver, ni tampoco a papá ni a mis hermanos. Espero que todos ustedes estén bien, aunque yo esté pasando por momentos muy duros, pero de eso hablaremos más adelante. Te cuento que en la universidad no me esta yendo mal, pero tampoco bien. Te confieso que hubo algunas semanas en las que solamente iba a la universidad con el único propósito de bajarme dos o tres de los deliciosos tamalitos que preparan en el cafetín. Pero ahora estoy bastante mejorado con lo que respecta a mis estudios. ¿Cómo está el hijo de Liz? Debe de de estar grande Samir. La última vez que lo vi, apenas balbuceaba ma-mi, ma-mi y daba sus primeros pasos en el patio de la casa. Mándale besos a mi querido sobrino. Hay días en los que me siento muy desolado y no me da ganas de salir a la calle. He tenido varios fracasos amorosos, y en verdad parece que mi destino es aprender a vivir solo. Ya sé que me vas a decir que aún soy muy joven, que me espera un futuro prometedor y que no debería preocuparme, pero no es tan fácil, mamá. Seguramente estos embates de la vida hubiesen sido más fáciles para mí, si ustedes me hubieran regalado un poco de su cariño cuando yo era apenas un niño. Pero no importa, dejaré que el destino, a su traviesa manera, haga de mí lo que se le antoje. No pienses que te estoy reclamando, no, nada de eso, al contrario, te doy gracias, a ti y a papá, porque fue por el amor de ustedes que yo nací, un doce de noviembre de 1988. Quisiera que por lo menos intentaran rescatar algunas virtudes mías, y que dejen de verme como a un ser que tiene la capacidad mental de una mosca retardada. Yo soy inteligente, mamá, y prueba de ello son las diplomas que obtuve en el colegio. Me duele en el alma recordar que ustedes me corrieran de la casa hacía algunos años. No sé si he logrado superarlo ya, o si aún quedan secuelas de resentimiento en

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mí. En todo caso, creo que hicieron lo correcto, porque les estaba dando muchos problemas y dolores de cabeza. Perdón por eso. Son las 3:45 de la madrugada. No puedo dormir, por eso me senté a escribirte. Tú eres la única mujer de mi vida, y eso no cambiará nunca. ¿Te acuerdas de nuestro paseo familiar a Simbal? Fue el primer día más feliz de mi vida. Era mi cumpleaños número 10. Todos comimos ceviche, bailamos y nos bañamos en la piscina. Mi papá me cargó en sus hombros y me paseaba por los árboles y me decía que yo era como Tarzán. Quería que me aventara una cabecita a la piscina. Todos me miraban con expectativa, pero cuando me arrojé caí de panza, y todos soltaron una carcajada general, pero luego mi papá me dijo que no importa, que yo era un campeón, y que me quería. Si la memoria no me falla, fue la primera y única vez que me dijo te quiero. Son momentos hermosos, los llevaré por siempre en el corazón a donde quiera que vaya. Quiero decirte a ti, y a toda mi familia, que los amo, aunque ustedes sigan teniendo un concepto mezquino de mí. Pero estoy seguro, me lo dice una fuerza extraña, que eso cambiará con el pasar del tiempo, cuando luego de batallar incesantemente con la vida, me toque cosechar triunfos y victorias. Pero les pido tiempo. Mañana, a primera hora, viajaré a Lima; tengo un amigo que es dueño de una cadena de negocios y me ha prometido darme trabajo y con un sueldo nada desdeñable. Además quiero publicar un libro allá. Estaré un año fuera de Trujillo, luego regresaré, y terminaré mis estudios de derecho para finalmente darle la cara a mi destino. No podré ir a despedirme de ustedes. Espero que cuando leas esta carta, me mandes muchas bendiciones en esta nueva aventura a la que me voy a someter. Cuídate y saludos a todos. Los amo… nos vemos pronto.

Rafael

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Rafael puso el punto final y suspiró. Se sentía relajado. Mandó la carta al correo de su mamá, y apagó la computadora. Luego fue a la cocina por un vaso de agua, y tomó un par de pastillas para dormir Se metió a la cama y pensó que mañana el alba traería un nuevo día de esperanza. Luego cerró los ojos, y se quedó profundamente dormido.

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ÍNDICE 7 / prólogo

11 / I ojalá ya fuéramos grandes mi amor

29 / II inminente desolación

51 / III no todo es lo que parece

65 / IV una inesperada visita

81 / V sol

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