HOY ES INVIERNO
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HOY ES INVIERNO…
Gandia, 22 diciembre 2010
Hoy es el inicio del invierno.
Abre sus brazos gélidos al igual que se abren, en esperada
bienvenida, las hojas del nuevo calendario, el anticipo de
papel que nos permite el futuro.
Como los ríos, que comienzan a nombrarse en el punto
exacto en el que su aguas se reúnen para brotar y
comenzar a ser caudal, la vida posee cosas y actos que se
inician, que transcurren, que cesan en su suceder, que
cambian o que, al capricho de la mirada de la fortuna, ni
siquiera ocurren para algunos de los hombres y mujeres
que cartografiamos, con nuestra alma, el paisaje de la
Tierra.
Cambian los aromas que, en la infancia, nos impulsaron a
creer que lugares, hechos, pieles, personas, nombres y
momentos, serían permanentes, casi eternos, a poco que
cerrásemos los ojos y en la memoria, como abierta
ventana, su evocación nos permitiera resucitarlos.
Cambian los sabores, salpicadura de las emociones, a los
que unimos nuestra adolescencia, las primeras sonrisas,
las lagrimas que un día ocultamos, el orgullo de no decir
“regresa” en las ocasiones en las que nuestro corazón nos
venció con su soberbia.
Cambia nuestra piel, ahora poblada con los signos que el
tiempo nos dibuja.
Cambia el orden de las cosas que nos importan, ayer
perecederas e inmediatas, hoy más sentidas, singulares,
elegidas mientras observamos el descender implacable de
los granos minúsculos y áridos de ese reloj de arena que
es el Tiempo, el que para nosotros tenemos, por un
incomprensible azar, designado.
Cambian los placeres que nos inundan el corazón, antes
vestidos con vehemencia, ahora encendidos, muchas
veces, por una sola sonrisa, o su atisbo certero; por un
roce, el de la mano de quien nos acompaña en el camino
que es vivir; por un sonido, el de la llave que libera la
cerradura de la puerta del hogar que hemos construido,
no importa dónde ni cómo, ni qué objetos pequeños lo
conforman.
Cambian, a lo largo de la vida, tantas cosas…
Cambia el espejo en el que miramos a nuestros padres y
a esos seres que estuvieron y nos faltan, hasta el dolor y
la nostalgia, arrancados de nuestro costado más
necesitado de ellos por el vacío singular de la oscura
muerte. Ayer nos veíamos como el envés del cuerpo y la
mente de quienes nos dieron la vida y nos llevaron a ser
criaturas que soñaban con barcos que jamás
naufragarían. Hoy, rendidos a este presente que no es
triste, pero en el que nos esforzamos en el aprendizaje
permanente de convivir y comprender la decepción y sus
sombras, los porqués no resueltos, los temores que
aparecen al caer el telón de la razón, recordamos o
contemplamos a esos seres mayores que caminan los
pasos más decisivos de la vida y sollozamos, a escondidas,
al entender sus errores, al desear decirles, con la voz del
alma, que es ahora cuando nos vemos como parte
indivisible de ellos mismos, reflejo de su vida…
Cambia la voz de nuestros hijos, a veces transmutada en
silencios que nos duelen en el interior del corazón, como
una espada. Cambia la forma en que se acercan a
nosotros, dudando, temiendo parecer lo que son en
realidad, carne precisa de nuestra carne, identidades
temerosas que sufren, como nosotros hicimos, al saberse
perdidos en el túnel de los años que no parecen
transcurrir al ritmo frenético que ellos desearían.
Cambian los rostros, los nombres y apellidos de los
hombres y mujeres que vinieron con nosotros cuando la
juventud era la brisa que nos acariciaba el rostro. Son
otros y otras, quizás,, quienes, ahora, cuando el amor es
menos necesidad y más verdad, más decisión, más riesgo,
más amor desde los sentimientos, los que nos abrazan al
despertar y con quienes, a través de una sola mirada,
compartimos nuestras pequeñas certezas, el miedo a que
el día sea el último, a perder en ese lanzar los dados
siempre nuevos de la vida.
Cambia nuestra piel. Hemos cambiado, tanto como
cambia la vida que nos vive.
Cambian los lugares en los que jugábamos a ser pequeños
árboles que se creían gigantes habitantes del castillo de la
infancia.
Cambian, en la vida, tantas cosas, que hoy, cuando el
invierno es real, cierto, invocado por un año que termina
y, sin dejar de existir, fallece en acto generoso para
permitirle a uno nuevo ser nacido, saber, saberos, a mi
lado, cada uno y una de forma distinta, es el regalo
inmutable que me entrega la vida.
Os quiero y os aprecio, a cada uno y una de vosotros, por
un motivo distinto, pero intenso. Estuvisteis y estáis en el
lugar de mi vida en el que únicamente cabe lo que no
cambia, lo que no ha cambiado, a pesar del tiempo, sus
tentaciones y espejismos.
Quizás no siempre, ni cada día, os exprese el afecto, la
estima o el amor que despertáis en mí, ni acierte en la
manera de “acariciaros” el corazón, pero hoy, en el inicio
del invierno, cuando soy consciente de que muchas,
demasiadas, cosas cambian a lo largo de la vida, quiero
que sepáis que vosotros y vosotras sois lo que, por
fortuna, no cambia, el regalo emocional y afectivo que la
vida, que hasta hoy el cuchillo del tiempo me ha
permitido vivir sin atreverse a quebrarla, me queda, parte
importantísima de ella, razón, cada día, de que a pesar de
no tener riquezas que puedan medirse con dígitos o
monedas, me sienta poseedora de algo único que, de
verdad, valoro tanto como el poder abrir, cada día, los
ojos y pensar, aunque sea en una ráfaga del hoy o del
recuerdo, que estuvisteis, estáis y estaréis, de alguna
forma, conmigo.
Recibid toda mi estima.
Pura María García