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Noemí M. Girbal-Blacha | Entre la producción de conocimiento y la memoria | 47-68 47 Humanidades y ciencias sociales. Entre la producción de conocimiento y la memoria NOEMÍ M. GIRBAL-BLACHA 1 Introducción L a crisis que actualmente afecta al mundo es heredera de un pasado que puso en riesgo no solo la economía, las finanzas y los mercados que ocupan con frecuencia el lugar del Estado, sino también los valores, el trabajo y la cultura. Los países centrales apostaron entonces a la producción del conocimiento, la go- bernanza de la ciencia, la tecnología, la innovación y la transferencia; marcaron una diferencia sustantiva con las naciones que les son tributarias, donde la deuda externa, la pobreza, la marginalidad y los desequilibrios regionales predominan. Son flagelos que se asocian geográfica y generalmente —en el hemisferio occiden- tal— a Latinoamérica, por ejemplo. Desconcierto y añoranza de un pasado mejor alimentan el divorcio entre una dirigencia política poco identificada con los pro- blemas nacionales y la gran mayoría de la sociedad, ante la ausencia de un futuro certero. Reconstruir la memoria colectiva —adormecida por los autoritarismos del pasado y la angustia del presente, derivada de la falta de normas de referencia y de la aplicación efectiva de la justicia— se presenta como una necesidad imposter- gable para gran parte de América Latina. Las ciencias sociales y las humanidades tienen la responsabilidad de contribuir a generar certezas y hacerlo a partir de la producción de conocimiento y su transferencia a la sociedad. En la Argentina, la escasez de propuestas y proyectos capaces de recompo- ner las relaciones sociales al interior del Estado para construir una hegemonía que asegure la gobernabilidad con democracia obliga a una reflexión crítica para 1 Es profesora y doctora en Historia en la Universidad Nacional de La Plata, e investigadora su- perior del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet). Fue presiden- te de la Asociación Argentina de Historia Económica (1996-2001) y vicepresidente del Conicet (2008-2010). Es académica de la Academia Nacional de la Historia y Docteur Honoris Causa por la Université de Pau et Pays de l’Adour (Francia, 2007). Es experta de la Organización de los Estados Americanos desde 2008 y Premio «Bernardo Houssay» a la Trayectoria Científica-Humanidades, mincyt-Presidencia de la Nación, 2011. Actualmente, se desempeña como profesora titular y di- rectora del cear, Universidad Nacional de Quilmes y como profesora visitante en universidades nacionales y extranjeras.

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noemí m. Girbal-blaCha1

Introducción

La crisis que actualmente afecta al mundo es heredera de un pasado que puso en riesgo no solo la economía, las finanzas y los mercados que ocupan con

frecuencia el lugar del Estado, sino también los valores, el trabajo y la cultura. Los países centrales apostaron entonces a la producción del conocimiento, la go-bernanza de la ciencia, la tecnología, la innovación y la transferencia; marcaron una diferencia sustantiva con las naciones que les son tributarias, donde la deuda externa, la pobreza, la marginalidad y los desequilibrios regionales predominan. Son flagelos que se asocian geográfica y generalmente —en el hemisferio occiden-tal— a Latinoamérica, por ejemplo. Desconcierto y añoranza de un pasado mejor alimentan el divorcio entre una dirigencia política poco identificada con los pro-blemas nacionales y la gran mayoría de la sociedad, ante la ausencia de un futuro certero. Reconstruir la memoria colectiva —adormecida por los autoritarismos del pasado y la angustia del presente, derivada de la falta de normas de referencia y de la aplicación efectiva de la justicia— se presenta como una necesidad imposter-gable para gran parte de América Latina. Las ciencias sociales y las humanidades tienen la responsabilidad de contribuir a generar certezas y hacerlo a partir de la producción de conocimiento y su transferencia a la sociedad.

En la Argentina, la escasez de propuestas y proyectos capaces de recompo-ner las relaciones sociales al interior del Estado para construir una hegemonía que asegure la gobernabilidad con democracia obliga a una reflexión crítica para

1 Es profesora y doctora en Historia en la Universidad Nacional de La Plata, e investigadora su-perior del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet). Fue presiden-te de la Asociación Argentina de Historia Económica (1996-2001) y vicepresidente del Conicet (2008-2010). Es académica de la Academia Nacional de la Historia y Docteur Honoris Causa por la Université de Pau et Pays de l’Adour (Francia, 2007). Es experta de la Organización de los Estados Americanos desde 2008 y Premio «Bernardo Houssay» a la Trayectoria Científica-Humanidades, mincyt-Presidencia de la Nación, 2011. Actualmente, se desempeña como profesora titular y di-rectora del cear, Universidad Nacional de Quilmes y como profesora visitante en universidades nacionales y extranjeras.

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contribuir a la solución de los problemas nacionales desde el conocimiento mul-tidisciplinar de las ciencias sociales y las humanidades en tanto productoras de conocimiento, y por ser áreas de la ciencia vinculadas a la socialización directa; generadoras de diagnósticos sin dejar de ser custodias de la memoria colectiva. Son los aportes de estas áreas, consideradas —por algunos— las menos científicas de las ramas de la ciencia en sentido estricto y positivista, los que deben —como en otros tiempos o tal vez más— ser parte de la solución de los problemas estruc-turales que afrontan hoy la Argentina y sus habitantes, así como gran parte del cono sur de América.

En abril de 1961, Bernardo Houssay destacaba, en su condición de investiga-dor científico y presidente del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet), creado en la Argentina durante 1958, no solo que «la ciencia y las técnicas han transformado completamente la vida humana», sino que

la principal fuerza de una nación moderna está constituida por la calidad y can-tidad de investigadores científicos y de técnicos capaces de que dispone. […] Existe un evidente paralelismo —afirmaba— entre el desarrollo científico y el adelanto económico y la fuerza real de las naciones en el momento actual (Barrios Medina y Paladini, 1989: 366).

La «eficacia particular de las metáforas científicas» (Fox Keller, 2000) depende de los recursos sociales tanto como de los tecnológicos y materiales. La realidad no se construye solo con el lenguaje, pero la discusión ayuda a mantener viva la presencia de la ciencia en un mundo globalizado, especialmente cuando es eviden-te que el lenguaje científico cumple funciones cognitivas pero también políticas. Si se atiende conceptualmente a las palabras de Luis Pasteur, pronunciadas hace

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ya más de un siglo, acerca del cultivo de las ciencias como «más necesario para el estado moral de una nación que para su prosperidad material», se puede advertir —siguiendo su razonamiento— que ellas «introducen en el cuerpo social entero el espíritu filosófico o científico, ese espíritu de discernimiento que somete todo a un razonamiento severo, condena la ignorancia, destruye los prejuicios y los errores» (Barrios Medina y Paladini, 1989: 284-285). Como afirmara Houssay a mediados del siglo xx, «la jerarquía y el poderío de una nación dependen en grado funda-mental de su desarrollo científico y técnico en perpetua evolución», porque de ese patrimonio cultural dependen «la salud, el bienestar, la riqueza, el poder y hasta la independencia de las naciones» (Barrios Medina y Paladini, 1989: 348).

Albert Einstein sostenía:La ciencia no es solo una colección de hechos sin mutua relación. Es una creación del espíritu humano con sus ideas y conceptos libremente inventados. Las teorías físicas tratan de dar una imagen de la realidad y de establecer su relación con el amplio mundo de las impresiones sensoriales. Así pues, la única justificación de nuestras estructuras mentales está en el grado y en la forma en que las teorías logren dicha relación (citado por Speriza Pasquali, 2003).Cuanto más progresara la evolución espiritual de la especie humana —seguía

diciendo— más vinculado estaría ese progreso a la lucha por el conocimiento racional.

A modo de compromiso y reconstrucción de la memoria colectiva convie-ne, entonces, pasar revista desde el presente al camino recorrido por las ciencias sociales y la humanidades, desde la segunda posguerra, en su vínculo activo con la sociedad y a través de sus aportes a la construcción del conocimiento (Girbal-Blacha y Moreyra, 2011).

La segunda mitad del siglo xx y los aportes de las ciencias sociales y las humanidades

La Guerra Fría, el tercermundismo y la no alineación son las característi-cas sustantivas derivadas del fin de la Segunda Guerra Mundial que inauguran la segunda mitad del siglo xx. Sus efectos alcanzan a la empresa cultural y sus ex-presiones más significativas; especialmente cuando el marxismo se extiende con fuerza en el mundo intelectual confrontando a partir del debate de ideas y prin-cipios (Koselleck, 1993). Esa confrontación alcanza en 1955 una de sus máximas expresiones en la obra de Raymond Aron El opio de los intelectuales: un ensayo anticlerical que descalifica, al mismo tiempo, al marxismo y su concepción de la revolución, y a los intelectuales que idolatran la historia y creen en la infalibili-dad partidaria. Aron polemiza con Sartre y —en tanto crítico— sus escritos se convierten en lectura obligada en las universidades y se discuten en las redes de intelectuales y políticos. El compromiso de las ciencias sociales con la sociedad y

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la realidad imperante obligan al diálogo y al debate tanto en las naciones centrales como en aquellas que les son tributarias. Kenneth Arrow lo hace discutiendo des-de la economía y la ciencia política en Preferencias sociales y valores individuales, preocupado por diseñar una política pública de beneficios colectivos a través de un modelo para la discusión (Winock, 1999; Furet, 1995; Cabin, 2000).

La lingüística también vive su propia «revolución científica» y, en 1956, Noam Chomsky expone su teoría del lenguaje (lingüística estructural) que enlaza la in-novación tecnológica y teórica de la matemática y la lógica (inteligencia artificial) a las ciencias humanas estadounidenses primero, y a la teoría de la información más tarde, en un avance decidido hacia la cultura de masas (Sciences Humaines, 2001a; Chomsky, 1993). Es precisamente en los cincuenta cuando ante el creci-miento de la industria y la tecnología propios de la posguerra, se renuevan los análisis y estudios acerca de la sociedad industrial. Tanto la historia económica como —más tarde— la sociología analizan el fenómeno. La historia pasa revista a dos siglos de reflexión económica cuando, desde fines del siglo xviii, Adam Smith sostiene que el crecimiento es el resultado de la acumulación del capital y en la centuria siguiente David Ricardo otorga a la mecanización y al progreso tecnológico un lugar predominante en la explicación del desarrollo económico. Entre guerras, el economista inglés Colin Clark sectoriza el progreso económico y diagrama una tipología (sectores primario, secundario y terciario); aunque es Jean Fourastié quien en 1949 reflexiona acerca de la importancia del sector secunda-rio (la industria) en el desarrollo de la economía. Una propuesta que en los años sesenta retoma el economista estadounidense Walt Rostow al proponer un esque-ma del crecimiento en cinco etapas, en que corresponden a la última el consumo masivo y las industrias de bienes durables. Los esquemas y explicaciones teóri-cos se suceden entonces tanto desde el campo del marxismo (Ernest Labrousse) como desde quienes procuran sintetizar las múltiples tradiciones y reflexiones sobre el desarrollo. Progresivamente se afirma la multinacionalización empresaria y en 1966 el economista estadounidense John K. Galbraith, al referirse al «nuevo estado industrial», desestima, en parte, la importancia del capital frente a la tecni-ficación. Solo en los setenta, la crisis económica, la declinación del marxismo y el eclipse de la historia económica atemperan las discusiones en torno a la sociedad industrial. Los efectos de esas discusiones de la teoría económica influyen en las interpretaciones de la coyuntura latinoamericana y argentina, tratando de aplicar la «teoría de los ciclos» de Rostow (Winock, 1999: 487-634; Kula, 1999; Bairoch, 1995; Astori, 1984; Sciences Humaines, 2001a).

La conquista espacial y el desenlace de la crisis cubana en 1962 marcan el punto de partida hacia la coexistencia pacífica. El Estado se impone como prin-cipal responsable de la vida económica en los países industrializados, mientras se alienta la sociedad de consumo. En el ámbito cultural cobra cuerpo la respues-ta contestataria: reacción estudiantil en Berkeley, 1964; Mayo Francés en 1968 (Winock, 1999), a favor de los derechos civiles y en contra de las formas clásicas

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de ejercicio de la autoridad —aun la eclesiástica— así como de los usos y costum-bres cotidianos.

Los años sesenta representan una singular e inusual participación de las ciencias sociales en el enfoque de los problemas que padecen las sociedades en sus relaciones internas y con el Estado. A mediados de ese decenio «la ola es-tructuralista» va más allá de sus orígenes lingüísticos. El psicoanalista Jacques Lacan define el inconsciente como un tipo de lenguaje; Michel Foucault analiza el discurso a través de una historia general de las ideas reemplazando el término estructura por el de episteme, para llevar a cabo «una arqueología de las ciencias humanas»; el antropólogo social Claude Levi-Strauss propone su concepción del sistema de parentesco, mientras Roland Barthes hace sus aportes a la semiología general. En síntesis, exponen cómo la producción humana en su conjunto aparece determinada por las estructuras. El estructuralismo se constituye en un método general para abordar los fenómenos y conocer sus formas subyacentes. En me-dio de las polémicas filosóficas, Raymond Boudon define la noción de estructura como imprescindible para las humanidades. El estructuralismo irrumpe también en la escena política como una vanguardia dispuesta a «refundar» el marxismo y reemplazar al humanismo y a la fenomenología por una concepción más rigurosa del análisis científico, capaz de proyectarse a la sociedad en su conjunto (Sciences Humaines, 2001a).

El concepto de modelo se consolida progresivamente en algunas áreas de las ciencias sociales y las humanidades como la geografía, la historia económica y la arqueología. Los vientos contestatarios soplan desde el sector anglosajón. Se instala una «nueva geografía» de «modelos geográficos» como parte del método hipotético-deductivo para redescubrir los modelos de localización surgidos en el siglo xix y vigentes hasta el período de entre guerras en los trabajos de economis-tas y geógrafos alemanes. Se produce una mayor identificación del hombre con el medio y avanza la teoría de la «producción social del espacio» como alternativa a la visión espacialista predominante hasta la década del sesenta.

La historia económica, por su parte, recibe la influencia de los futuros pre-mios Nobel estadounidenses: Douglass North y Robert Fogel, quienes integran la teoría económica a la interpretación de los hechos históricos. Procuran explicar el crecimiento de los Estados Unidos, amalgamando historia serial y cuantitati-va, que se expresa en la New Economic History. La renovación del conocimiento también alcanza a la arqueología, opuesta entonces a las interpretaciones más tra-dicionales de la disciplina, y también en este caso se privilegia la construcción de modelos explicativos frente a la descripción.

Son tiempos de cambio, de sociedad de consumo, de masas, se delinea la «edad de oro del subdesarrollo». En América Latina, los trabajos del argentino Raúl Prebisch en la Comisión Económica para América Latina marcarían desde los años cincuenta un punto de partida sobre el subdesarrollo y sus causas; visio-nes del fenómeno que promueven respuestas críticas en los sesenta y setenta, y

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dan sustancia a una producción editorial renovadora del debate en la economía y la sociología de entonces, que se alinea en la llamada «teoría de la dependencia». Se subrayan los factores financieros, tecnológicos y comerciales de la dependen-cia de los llamados —por el demógrafo Alfred Sauvy (1954)— países del «Tercer Mundo». El dualismo de las economías en desarrollo se expresa en la desarticu-lación entre los sectores tradicionales y los modernos, según su tipo de exporta-ciones (primarias en los primeros y manufactureras en los segundos) y también a través de factores internos de carácter social. Se propone así una explicación socioeconómica del desarrollo, y se buscan en estos factores las causas de la au-sencia de despegue económico. Frente a este diagnóstico de la realidad y ante la presencia de la «nueva izquierda» en el continente americano, las explicaciones se dividen. Unos pretenden emprender reformas estructurales con el auxilio de organismos internacionales (desarrollistas estructuralistas); otros confían en lo-grar un desarrollo dependiente asociado a una industria de exportación (Girbal-Blacha, 2004).

En la Argentina se ha dicho que la referencia dual a lo cultural y a lo político que hacen los intelectuales nativos se refleja en sus instituciones, que comparten con la política «la débil capacidad de gestión de las diferencias y de control de los conflictos, debido a que sus formas de organización carecen de referencias cultu-rales compartidas y estables». Son las convicciones ideológicas las que influyen en la reorganización de las relaciones entre intelectuales, hasta intervenir «en el diseño de las identidades culturales» (Sigal, 2002: 106). Las ciencias sociales y las humanidades son parte de este mosaico interpretativo.

Entre 1970 y 1980 el mundo occidental recoge los efectos de los nuevos mo-vimientos sociales con renovadas formas de movilización colectiva. Se pone en jaque a la autoridad tradicional en la escuela, en la familia, en la empresa. La so-ciedad transforma sus hábitos consuetudinarios y construye una «contra cultura» o «cultura underground» a través de una nueva concepción del tiempo libre, de la comunicación, de la negociación. Los Estados asumen el cambio de la sociedad posindustrial; la democratización del sur de Europa, la adhesión a un mercado común europeo, son expresiones del mismo fenómeno. Mientras tanto, una reno-vada espiritualidad y militancia religiosa se abre paso dentro y fuera de América Latina (Bairoch, 1988).

La coyuntura auspicia los debates sobre el poder, la locura y el saber. Apenas iniciados los años setenta, e influido por la discusión de estos conceptos, Michel Foucault, desde el Collège de France, sostiene que el racionalismo es la causa primordial de la exclusión. Cuestiona a la sociedad dominada por una burgue-sía impregnada de valores de la modernidad y se interroga sobre el saber y su vinculación con un lugar y un tiempo determinados. Estudia la episteme de una época y los discursos que produce para explicar la historia de las ideas como pro-ducto de rupturas radicales. Para algunos es el exponente central de la filosofía

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posmoderna; para otros no es posible aceptar las bases foucaultianas en la rela-ción racionalismo-poder.

En el campo de las humanidades se posiciona «la nueva historia», influida por el estructuralismo de Lévi-Strauss, Georges Dumézil y del propio Michel Foucault (Winock, 1999). La corriente de los Annales (Lucien Febvre, Marc Bloch y Fernand Braudel) se proyecta en la creación de l’École des Hautes Etudes en Sciences Sociales de París (1971), donde la historia aparece especialmente represen-tada. Desde este ámbito, los historiadores conquistan un espacio significativo de poder intelectual y cultural (Revel, 1999). Jacques Le Goff, Marc Ferro, Emmanuel Le Roy Ladurie y Georges Duby, entre otros, suman sus interpretaciones renova-doras del pasado. El imaginario deja atrás el concepto de mentalidad, augurando un espacio mayor, más dinámico y vinculado a la vida cotidiana, a las representa-ciones del pasado. La edición y la comunicación son instrumentos esenciales para los historiadores de «la nueva historia». Pierre Nora (citado en Prost, 1996) afirma que «vivimos la fragmentación de la Historia», la diversidad de la Historia. Es un esfuerzo por distinguirla de la «Historia total» con acento en lo económico-social. Nuevos objetos de estudio, nuevos problemas, nuevas aproximaciones, desarti-culan el consenso historiográfico, y refuerzan los vínculos e intercambios con la sociología, la psicología, la etnología, la antropología. Los asuntos de interés de la historia se modifican más que sus métodos y su epistemología.

A mediados de los años setenta el pensamiento estadounidense de origen judío encuentra en Hannah Arendt (1906-1975) una referente para la filosofía po-lítica de fines de ese decenio y de los años ochenta. Arendt critica las concep-ciones totalitarias que transforman la Historia en una abstracción, hasta llegar a colocar la realidad empírica y humana entre paréntesis (Arendt, 1991). La ruptura del orden institucional en varios países de América Latina y especialmente en la Argentina resquebraja la deteriorada relación entre la clase política y los intelec-tuales, que padecen el recorte de su libertad de pensamiento.

Durante la década del ochenta, los regímenes comunistas se estremecen frente a la reforma económica (Perestroika) y política anunciada por Mijaíl Gorbachov. Se aproxima el retorno del liberalismo. Margaret Thatcher y Ronald Reagan sim-bolizan la revolución liberal y conservadora a la vez. El desarrollo estatal permite el avance del neoliberalismo. Desregulación, privatizaciones, individualismo, son solo algunas de sus expresiones. Exclusión, marginalidad, desempleo, son otras tan-tas muestras sustantivas de la coyuntura imperante en los ochenta, cuando, para-dójicamente, se afianza la era de la comunicación, se consolida la sociedad de la información y pierde entidad conceptual el llamado «Tercer Mundo» frente a la industrialización de algunos países de Asia y América Latina. La desarticulación del concepto no implica el fin de las desigualdades en que viven las diversas naciones del mundo, preocupadas entonces por el medio ambiente y el deterioro del equili-brio ecológico. A fines de los ochenta el panorama es complejo. La caída del muro

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de Berlín y la desaparición de la Unión Soviética, terminan con el mundo bipolar (Hobsbawm,1998: 322-371).

Paulatinamente, la sociedad se presenta como un producto inestable de las luchas por el poder (Bourdieu, 1980, 1998; Sciences Humaines, 2000; Touraine, 1987; Habermas, 1998). En el campo de la historia, «el regreso del actor» es un retorno a la biografía, al individuo, al acontecimiento y a la política. Es un cues-tionamiento a la «verdad absoluta», a «la historia inmóvil» braudeliana. Surge la micro historia, nacida en Italia y orientada como «un juego de escalas» a «la cons-trucción de lo social» —dirá luego el historiador francés Jacques Revel— para indicar un modo diferente de observar los fenómenos de la sociedad. Las ciencias sociales y las humanidades precisan y hacen más complejas sus observaciones, sin que este cambio de ángulo para analizar el objeto de estudio implique pérdida de importancia de los procesos sociales y de las decisiones colectivas (Revel, 1996). El actor aparece a través de la historia de los hombres comunes, de la vida cotidiana, de las mujeres y de un género que resurge: la biografía (Scienes Humaines, 1997).

La economía procura desalojar al Estado de su radio de acción y propicia la restauración del libre funcionamiento del mercado, de cuya superioridad está persuadida. Milton Friedman es un genuino representante del pensamiento de estos tiempos. La «ola liberal» se desencadena sin retorno. Se posicionan en el centro del debate académico la crisis del petróleo, la inflación, el desempleo. Son temas que habilitan la discusión y el tratamiento a nivel político. Si para John M. Keynes la inyección de moneda en el circuito económico permite estimular la producción y contrarrestar el desempleo, Milton Friedman, sin negar esa corre-lación, solo la reconoce como una instancia pasajera; lo duradero en el contexto de una política monetaria expansiva es, para él, un sostenido aumento en los precios, en la oferta monetaria y en la inflación. Para los monetaristas, las auto-ridades deben estabilizar los precios sin garantizar el pleno empleo. En un marco de expansiva globalización, crece la hipótesis —formulada por los economistas norteamericanos— que critica la acción del «Estado providencia» y las desregu-laciones, que frenan la riqueza económica (Bourdieu, 1998; Sciences Humaines, 2001a). Los países latinoamericanos —en escalas diversas— resultan parte activa de este debate.

En el convulsionado contexto de los años noventa se imponen la incertidum-bre y el desorden. Hace su aparición en el mundo científico la «teoría del caos» en medio de un futuro decididamente incierto. Las críticas al determinismo en las ciencias sociales arrecian, mientras la preocupación central del momento es la tensa relación entre el orden y el desorden (Chomsky, 1993; Sciences Humaines, 2001a). Los rasgos del decenio anterior se acentúan. La mundialización de la economía es una expresión del refuerzo de ese significado. La violencia de base política, étnica o religiosa se impone hasta eclipsar la revolución tecnológica y de las comunicaciones (Laclau, 2000). Como si se tratara del revés de la trama, mientras las desigualda-des sociales se afianzan y la violencia es un hecho cotidiano, se afirma la llamada

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sociedad de la información, en términos de Manuel Castells, de la globalización cultural (Ciapuscio, 1994).

Las humanidades y las ciencias sociales pasan de la crisis a la recuperación. La desaparición de los llamados grandes maestros del pensamiento (Jean-Paul Sartre; Roland Barthes y Jean Piaget, en 1980; Jacques Lacan en 1983; Michel Foucault en 1984; Fernand Braudel en 1986; Luis Althusser en 1990; Pierre Bourdieu en 2002, Juan Carlos Portantiero en 2007, Guillermo O’Donnell, 2011, Eric John Ernest Hobsbawm en 2012, Jacques Le Goff y Ernesto Laclau en 2014, entre otros) retrae la participación de los intelectuales comprometidos con las causas públicas en debate mientras se afianza el eclipse del pensamiento del 68. Después del «regre-so del actor» de los años ochenta, los noventa auspician el constructivismo y el interaccionismo, acompañados de la renovación (Touraine, 1998). La moral y la ética forman parte central de un amplio debate público, en el cual los filósofos son invitados a intervenir, cuando caduca la idea kantiana de «una moral universal». Son tiempos de un saber que cambia y de un eclecticismo creciente. Puede ha-blarse de responsabilidad y vigilancia, buscando un sentido filosófico de la moral (Ricœur, 2000).

En el plano teórico y metodológico se despliega una actitud prudente y son diversos los enfoques. Síntesis y pluridisciplina se afianzan en el campo intelectual de las humanidades. La ciencia admite que no es posible sostener un «pensamiento único». Este cambio sustantivo en las propuestas de los intelectuales se corresponde con transformaciones educativas. En el conjunto, las ciencias sociales dan muestras de un avance significativo en el campo de las preocupaciones comunitarias. Frente a la crisis económica, el desempleo y la pobreza creciente, se fractura el cuerpo social, que reconstruye fronteras de clase. Sociólogos, politólogos, historiadores, econo-mistas, se interrogan sobre el papel que debe cumplir el Estado; describen la «cri-sis del Estado providencia», según la calificación del historiador de las ideas Pierre Rosanvallon en 1982; es decir, la crisis de un Estado que se muestra incapaz —o al menos poco operativo— para dar soluciones a la crisis (Gaudin, 1999; Sciences Humaines, 2001a).

Inmigración, marginalidad socioeconómica, desigualdad social superpuesta a la generacional, violencia, decepciones heredadas de los regímenes autoritarios, conducen a una verdadera «metamorfosis de la cuestión social» (Robert Castel, 1997), al «pasado de una ilusión» (Furet, 1995), bloqueando la movilidad social, acentuando la segregación, fragmentando la familia y discutiendo los modos de gobernar. Situaciones que casi contemporáneamente se convierten en objetos cen-trales de estudio para las ciencias sociales, cuando la caída de la Unión Soviética y el fin del marxismo, así como los movimientos en favor de los derechos del hombre y la reivindicación de las minorías culturales, dejan profundas huellas en el mundo contemporáneo y renuevan la filosofía política. Se replantea «la teoría de la justicia» del estadounidense John Rawls (1971) para justificar la necesidad de una distribución social justa. Un planteo que pronto será contrarrestado por

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Charles Taylor, cuando descarta que el individuo es punto de partida y de llegada de la sociedad; entendiendo que un individuo no existe sin una comunidad de pertenencia.

Avanzan los eclécticos y diversos modos y estilos de vida de una cultura pos-moderna, producto de la fragmentación social, de la deconstrucción del capital y del trabajo, por la descomposición de las clases sociales, por la descentralización de la autoridad estatal y por la indiferenciación entre la cultura docta y la cultura popular. Un nuevo paradigma, las redes, entra al campo de las ciencias sociales para explicar la formación de las sociedades contemporáneas. En la sociología, la interacción ocupa un lugar central. Georg Simmel y la Escuela de Chicago son referentes en esta perspectiva de análisis. Pero es Manuel Castells (2006) en La sociedad red quien, con un vocabulario diferente, observa etnológicamente las di-versas tribus modernas a partir de dos fenómenos históricos: una mutación cul-tural iniciada en los años sesenta y una revolución tecnológica visible a partir de los setenta. Ellas ejercen una influencia decisiva en la organización de las redes. La red como reorientación en el análisis de las relaciones sociales en términos de comunicación, flujos, cambios; tanto en el orden jerárquico como institucional o de autoridad y sus vínculos con el Estado-nación. Redes generacionales, in-ternacionales, comunicacionales, pero siempre redes inscriptas en el contexto de una «cybercultura» (Pierre Lévy, 1997). Manuel Castells (1999) mostraría que los grandes movimientos colectivos contemporáneos se forman según una lógica de redes, desde la información y la comunicación. Son nuevas formas de sociabilidad y las ciencias sociales como las humanidades deben ocuparse de ellas (Castells y May, 1994; Tarrow, 1997; de Sousa Santos, 2001).

Las ciencias sociales y las humanidades en el sistema actual de ciencia y tecnología

Del individuo al actor social, de la sociedad a las redes sociales, de lo macro a lo micro, de las mentalidades a las representaciones. En los últimos dos decenios las ciencias sociales y las humanidades se han renovado, han mutado rápidamen-te sus objetos y formas de análisis, en un contexto multidisciplinar y de cambios en la escala de observación. La concepción misma de la ciencia se modifica con la desaparición de los grandes paradigmas (Sciences Humaines, 2000).

La historia pone el acento en los estudios de casos para dar consistencia al juego de escalas entre lo macro y lo microhistórico propuesto por la intelectuali-dad italiana. Individuos, acontecimientos, rupturas, ocupan su interés principal para desestimar la «historia global», la interpretación única y la verdad absolu-ta. La propuesta tiene raíces en los finales de los años ochenta; plantea análisis renovados, pero también una forma de escribir la historia adscripta a «los nue-vos métodos de la investigación histórica» (Lepetit, 1995). La historia cultural se

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apoya en las representaciones, la linguistic turn americana produce una fuerte renovación en los interrogantes epistemológicos disciplinares y la historia polí-tica reinstala en sus estudios el acontecimiento y la noción de ruptura. Más allá de los cambios, hoy ha perdido fuerza la pregunta de los noventa acerca de si la historia es ciencia o relato, porque no importa cómo se escribe la historia, lo cierto es que la historia es un saber verificable (Subosky, 1997, entrevista a Roger Chartier). La geografía —como otra expresión de las humanidades— adscribe a una nueva concepción del espacio —construido socialmente— y pone su interés en las regiones, los territorios y las dinámicas locales. Son los «órdenes locales» los que se imponen, aun en un contexto de globalización, impregnando la inves-tigación en las ciencias sociales y las humanidades (Rofman, 1981; Boisier, 1992; Leyva, 1993; Eckert, 1996; Girbal-Blacha, 1997).

Lo cognitivo se posiciona en el centro de los debates de la lingüística, la an-tropología, la sociología, las ciencias de la educación, las ciencias políticas y la psi-quiatría durante los años noventa. El cerebro se presenta como un ordenador y el pensamiento como un programa informático (Dortier, 2001). Hoy, el mundo de las representaciones ha encontrado su lugar en las humanidades. Al decir de François Dosse se advierte hoy una convergencia de las diversas corrientes del pensamiento hacia un nuevo paradigma, centrado en las teorías de la acción y el análisis de los sentidos. Una aproximación que toma en cuenta la subjetividad del actor y admite el relato y la puesta en cuestión como los modos sustantivos de producir conoci-miento en estas áreas de la ciencia. Se está ante una «humanización de las ciencias humanas» (Sciences Humaines, 1999).

La nueva sociología, representada por Anthony Giddens, Pierre Bourdieu, Luc Boltanski, entre otros, se aproxima al constructivismo; procura resolver la oposición clásica entre individuo y sociedad, es decir, se trata de una concepción del mundo social donde los actores (individuales y colectivos) son creadores de las realidades sociales que se exteriorizan como sistemas de contratos, y las in-teriorizan en forma de representaciones y socializaciones en una coyuntura de-clinante de las instituciones. Una propuesta que adopta la psicología a través de la adopción de un nuevo paradigma interaccionista, que analiza los fenómenos humanos bajo el prisma de las interacciones sociales. Las ciencias políticas, por su parte, se ven influidas por «la metamorfosis del poder» (Sciences Humaines, 1996) de las políticas públicas, porque cuando se estudia la acción del Estado y la evolución política, se analiza e interpreta la mutación de la sociedad y de la movilización colectiva en un marco conflictivo. La construcción de identidades (comunitarias, grupales, nacionales) convoca a antropólogos, historiadores, so-ciólogos y politólogos por igual, para aproximarse a una definición que contemple las realidades interculturales y la vinculación con la integración nacional respecto de las autonomías regionales (Bourdieu, 2001; Touraine, 1998).

Se avanza hacia el pluralismo, con resistencia a ligar la investigación científica a un modelo exclusivo de referencia. Las nuevas generaciones científicas —por lo

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menos en cuanto a ciencias humanas se refiere— son escépticas y se niegan a asociar sus estudios a grandes teorías, como sí se hacía en otros tiempos (funcionalismo, estructuralismo, marxismo, etc.). Admiten la diversidad de enfoques y aunque pue-dan adherir a una síntesis del conocimiento en sus respectivas disciplinas, se niegan a integrar modelos y teorías en un molde único. Los proyectos de investigación mul-tidisciplinarios abren otros horizontes.

Las ciencias humanas están en movimiento. El momento es propicio, ya que el «infame límite» entre las ciencias naturales y sociales está desdibujado y la transgresión disciplinaria (entendida como refugio de recursos institucionales e intelectuales) se presenta como expresión de interesantes oportunidades (Fox Kéller, 2000). Sin grandes paradigmas y en ausencia de nombres magistrales de relevo que sirvan de referencia a esta gran área del conocimiento, es difícil pensar hoy en la adscripción a modelos únicos. La diversidad de las ciencias sociales y humanas y el parcelamiento de sus áreas de dominio indican perfiles renova-dos en la forma de producir conocimiento. Memoria colectiva y clases sociales —como lo propusiera Maurice Halbwachs (1877-1945) hacia 1925— forman parte del debate actual, contestatario del pensamiento de Durkheim y de la psicología de su tiempo, que reconstruye recuerdos formados por la familia, los grupos y la sociedad, como parte de las sociedades globales, en tanto fragmentos e imágenes del pasado inscriptas en el presente; es decir, de una sociedad dominada por la lógica de la información, de la interacción, pero al mismo tiempo inmersa en un profundo sesgo de exclusión y fracturada (Sciences Humaines, 1999).

Las ciencias sociales tienen —más que en otros tiempos— una importante misión que cumplir: llevar adelante un preciso diagnóstico para contribuir al de-bate plural e interdisciplinario que aporte soluciones sociales trascendentes, para contrarrestar los efectos de la inequidad que no es solo económica, sino institu-cional, cultural y política. Deben hacerlo sin grandes paradigmas de referencia, sin adscripciones a modelos únicos y sin el aporte sustantivo de un debate inte-lectual circunscripto a ambos ejes de referencia, porque hoy se presentan como inexistentes. En este contexto la gobernanza de la ciencia traduce «la conciencia de un cambio de paradigma en las relaciones de poder» como parte de sus trans-formaciones (Prats, 2008).

El asunto fundamental a la hora de definir los perfiles de la política científica general es conciliar la perspectiva que de la gobernanza de la ciencia tienen pri-mero los investigadores en tanto productores y transmisores del conocimiento, segundo el Estado como principal orientador de la política y proveedor de recur-sos financieros para el desarrollo del sistema científico-tecnológico de la Nación, y tercero las empresas como receptoras de la transferencia de la producción científi-ca y tecnológica, también como demandantes de sus logros concretos y aplicables, aunque mucho menos presentes como partícipes de la financiación del sistema científico-tecnológico. Autores como Gibbons hablan de una «nueva forma de producción del conocimiento científico», con actores heterogéneos, atendiendo a

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contextos de aplicación establecidos desde el inicio del proceso de investigación y donde las redes reemplazan a las «masas críticas». Estas transformaciones más cercanas se traducen en la emergencia de nuevas políticas y nuevas herramientas (Pestre, 2005).

En tiempos de la «sociedad global de la información» y de la «economía basada en el conocimiento», el sentido social del conocimiento debe asumir un papel protagónico y las ciencias sociales como las humanidades no pueden ser omitidas o ignoradas ante la necesidad de establecer un «nuevo contrato social entre la ciencia y la sociedad» (Albornoz, 1999; Licha, 2007). La ciencia es un bien social. Las políticas científicas y tecnológicas incorporan en forma creciente la dimensión social y los indicadores para medir su desarrollo deben ser útiles a tales propósitos, de lo contrario, y frente a las leyes del mercado, la pregunta es si resulta posible elaborar e instrumentar una política para la llamada tecnociencia (Pestre, 2005).

La figura del gestor de la ciencia crece en importancia, cuando esta se hace más compleja en su organización y administración, mientras se acentúan los vín-culos entre la comunidad académica y la burocracia política. El financiamiento de la ciencia se divide progresivamente en programas sectoriales. Política científica, política tecnológica, asuntos prioritarios y relevancia social se presentan en socie-dad a través del discurso político (Pestre, 2005: 113) en medio de fronteras que se flexibilizan entre las distintas áreas científico-tecnológicas pero que siguen dando prioridad a la transferencia y a la innovación (Nun, 1995).

En Latinoamérica, el discurso y la práctica han tomado caminos diferentes. Amílcar Herrera prefería hablar de este proceso como de una fractura entre las «políticas explícitas» y las «políticas implícitas» (Herrera, 1971): identifica a las primeras con la retórica de la política científica y a las segundas como las verda-deras políticas. Entre ambas se genera un espacio que deja fuera de la inversión a las demandas de la economía y la sociedad y tal vez por esta razón las ciencias sociales ocupan la trastienda del mundo científico.

Al promediar los años noventa, Elzinga y Jamison registraban cuatro culturas típicas diferentes con influencia en la formulación de la política científica:

• burocrática: identificada con el Estado, procura administrar y organizar la ciencia al servicio de la política;

• académica: la comunidad científica busca preservar los valores y la auto-nomía tradicionales de la ciencia frente a otros intereses;

• económica: identificada con los empresarios y responsables de la políti-ca económica, se interesa por las aplicaciones tecnológicas de la ciencia orientadas hacia innovaciones rentables; y

• cívica: encarnada en los movimientos sociales (feminismo, ecologismo, y los defensores de los derechos humanos), presta atención a las repercusio-nes sociales de la ciencia (Elzinga y Jamison, 1996: 107-108).

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En las últimas décadas se produjeron cambios de enfoque en las políticas de ciencia y tecnología, lo que estimuló la oferta de conocimientos frente a la demanda por parte de las empresas. El foco de las políticas referidas a la ciencia y la tecnología se pondría en el proceso de innovación. Se pone el acento para toda América Latina en «el uso socialmente útil del conocimiento a partir de un campo específico de acción y de política pública y, desde allí, converger a la interacción con empresas ampliando progresivamente los horizontes de la vin-culación» (Sutz, 2007: 113).

El ministro de Educación, Ciencia y Tecnología de la Argentina señalaba en el 2006: «para nosotros la ciencia y la tecnología están íntimamente relacionadas con el modelo de desarrollo de país: queremos que los mejores profesionales no emigren, que se queden en la Argentina. Este es un paso más de reconocimiento y jerarquización de la tarea científica» (Filmus, 2006). Un año después se creaba el Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva, como paso trascen-dental para institucionalizar la política del sector, más allá de las profundas des-igualdades a la hora de alentar distintas áreas productoras de conocimientos. Las ciencias sociales pierden terreno y ya no se mantienen «planes de jerarquización de la ciencia» como en el 2004.

Gráfico 1. Inversión pública en i+d(2003)

Fuente: Secretaría de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva (sectip), Argentina

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Gráfico 2. Inversión privada en i+d (2003)

Fuente: Secretaría de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva (sectip), Argentina

Gráfico 3. Inversión en ciencia en el contexto mundial. Inversión en i+d como porcentaje del pbi (2005)

Fuente: Ricyt, Conicet

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Gráfico 4. Inversión en I+D por disciplina científica. Nivel nacional (2006)

Fuente: Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva, setiembre de 2008, Conicet

Tabla 1. Gastos en i+d por sector de financiamiento y ejecución. Nivel nacional.

Sector de financiamiento 2002 2003 2004 2005 2006

Gobierno 41,8% 44,3% 43,0% 43,5% 44,2%Empresas 22,5% 26,1% 30,7% 31,0% 29,4%Educación superior 32,2% 25,9% 23,5% 23,2% 24,1%epsfl 2,2% 2,3% 1,7% 1,5% 1,6%Extranjero 1,2% 1,4% 0,1,% 0,8% 0,7%Sector de ejecuciónGobierno 37,2% 41% 39,6% 39,7% 40,7%Empresas 26,1% 29% 33,0% 32,2% 30,4%Educación superior 33,9% 27% 25,0% 25,8% 26,5%epsfl 2,8% 3% 2,4% 2,2% 2,5%

epsfl: Entidades privadas sin fines de lucro. Fuente: Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva, setiembre de 2008, Conicet

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Más allá de los esfuerzos desplegados desde el poder político, el proceso de valorización de la ciencia en general es aún «embrionario y fragmentado», como lo indican las apreciaciones de los estudios institucionales del continente. Por otra parte, es indudable que el asunto forma parte de un problema más amplio: la cues-tión de la equidad social y la que se desenvuelve entre los campos científico-tecno-lógicos disciplinares (Albornoz, 2001; Bonder, 2002: 5-6).

La ciencia asume diversos significados. Se la vincula al mercado y ella mis-ma es vista como una mercancía. Asociada con el poder, ha sido instrumento pero también fuente de poder. En la visión tecnocrática, su racionalidad se im-pone a la racionalidad política, ocupa su lugar y la reemplaza, pero también responde a la esfera de la política cuando se fuerza su reducción a esquemas productivistas.

El carácter instrumental y utilitario de la ciencia es propio de su considera-ción como factor de producción, que reproduce las relaciones sociales. Es fun-cional a una determinada estructura de poder y hasta forma parte de la agenda política. Existen estrechos vínculos entre el poder y el discurso que selecciona temas, estilo y aun la retórica. «El poder supone la existencia de conocimiento, creencias e ideologías que lo sustenten y reproduzcan», pero estructuralmente el discurso comunica esas condiciones (Van Dijk, 2009: 107-108). «El conocimiento es un bien en sí mismo: más es siempre mejor», aunque su aplicación forma parte de una elección individual y colectiva que no puede equiparar descubrimientos con tecnología, especialmente cuando se sabe que la ciencia de subvención públi-ca es muy eficiente al ser sometida casi permanentemente a una competencia de alto rango (Sulston y Ferry, 2003: 261-268).

Sistema de c&t-mincyt-Conicet. Vinculación con la sociedad civil

Investigadores y becarios en empresasBecarios cofinanciados con organismos de gobierno y entidades de la socie-dad civil AsesoríasConveniosPropiedad intelectualServicios tecnológicos de alto nivel Cooperación con otras institucionesEl conocimiento generado por el Conicet se incorpora a la producción de bienes y servicios

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Gráfico 5. Distribución de recursos humanos por áreas de conocimiento. Distribución actual por área de conocimiento (2009)

Fuente: Conicet, 2009

Ciencias sociales y humanidades, una prioridad nacionalEl rol de las ciencias sociales y humanidades en el contexto de la actual sociedad del conocimiento no puede ceñirse únicamente a la producción teórica del saber. El accionar de estas ciencias y de sus científicos significan un verdadero compro-miso ético para el logro de una mayor equidad social.Publicación: Modelo basados en agentes en ciencias sociales: el rol del investigadores Autora: Mora Castro, becaria de posgrado del Conicet, 2009

En el mundo actual cobra relevancia «la economía del conocimiento» vista como una «reinvención del capitalismo» (Gascón Muro, 2008: 7). La idea no es nueva. Desde hace varios decenios se sostiene que el conocimiento es el motor de la economía, como parte de la sociedad posindustrial. El conocimiento es visto como una mercancía. Para Patricia Gascón Muro «la economía del conocimiento abre un dilema entre dos objetivos incompatibles: garantizar el uso social del co-nocimiento, que es fuente de riqueza y desarrollo individual y social, o incentivar y proteger a los productores privados del conocimiento». Es el Banco Mundial quien, apenas iniciado el siglo actual, se refiere al conocimiento como factor pre-ponderante del desarrollo económico en un mundo globalizado (Gascón Muro, 2008). Las tecnologías de información y comunicación (tic) permiten la acumu-lación del saber y se convierten en insumos para la innovación como una auténtica

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red de conocimientos al servicio de la sociedad o al servicio de la desigualdad so-cial si no se garantiza el uso social de este saber.

La ética de la ciencia debe estar presente para «afirmar la propiedad común de un cuerpo de conocimientos en continuo crecimiento y la necesidad de que esté a libre disposición de todos». Porque «la buena ciencia es una empresa de mercado libre y de personas libres», que hecha raíces «tanto en la industria como en la filosofía» (Sulston y Ferry, 2003). De todos modos, es preciso reconocer que el poder opera como «agente de control del discurso público» (Van Dijk, 2002: 36). La gobernanza y organización del sistema científico requiere contemplar esta diversidad equilibrada.

No se trata solo de proponer áreas prioritarias para su desarrollo y un geren-ciamiento y consejería tecnológicos como parte de las políticas científicas. Las ciencias sociales y las humanidades deben formar parte de estos cambios, si la pretensión es convertir a la ciencia en un factor e instrumento de inclusión social y para diagnosticar conflictos, medir la concentración del ingreso o la pobreza, hacer un diagnóstico de los distintos perfiles que hacen a la calidad de vida de quienes componen una sociedad, programar índices para mejorar la estadística, relevar condiciones de vida, contribuir a la construcción de la memoria colecti-va como parte de la identidad nacional. Asuntos que implican un alto grado de transferencia que les corresponde a estas áreas de la ciencia.

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