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ALDIZKARI NAGUSIA / BOLETÍN OFICIAL (urtarrila 2008 enero) I N D I C E IGLESIA. BIZKAIA. ELEIZEA Documentos. Agiriak OBISPOS Felicitación navideña del Obispo de Bilbao (23 de diciembre de 2007) Saludo de Mons. Ricardo Blázquez, Obispo de Bilbao y Presidente de la Confe- rencia Episcopal Española, en la celebración de la Sagrada Familia (Madrid, 30 de diciembre de 2007) «Navidad y familia». Artículo de Mons. Ricardo Blázquez para la revista diocesa- na «Alkarren Barri» (Diciembre 2007) Exhortación pastoral del Obispo de Bilbao, D. Ricardo Blázquez, y su auxiliar, D. Carmelo Echenagusía, en la campaña de Manos Unidas Contra el Hambre en el Mundo (14 de enero de 2008) (Bilingüe) Presentación de la encíclica «Spe salvi» (10 de diciembre de 2007) Información. Albisteak SECRETARÍA GENERAL Fallecimiento Sacerdotes diocesanos fallecidos en el año 2007 CRÓNICA DIOCESANA D. Ricardo Blázquez participó en el encuentro por las familias celebrado en Ma- drid el pasado 30 de diciembre Monseñor Blázquez presidió la tradicional jornada anual de sacerdotes y diáconos de las diócesis de Barcelona, Sant Feliu y Terrassa

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ALDIZKARI NAGUSIA / BOLETÍN OFICIAL (urtarrila • 2008 • enero)

I N D I C E

IGLESIA. BIZKAIA. ELEIZEA

Documentos. Agiriak

OBISPOS • Felicitación navideña del Obispo de Bilbao (23 de diciembre de 2007) • Saludo de Mons. Ricardo Blázquez, Obispo de Bilbao y Presidente de la Confe-

rencia Episcopal Española, en la celebración de la Sagrada Familia (Madrid, 30 de diciembre de 2007)

• «Navidad y familia». Artículo de Mons. Ricardo Blázquez para la revista diocesa-

na «Alkarren Barri» (Diciembre 2007) • Exhortación pastoral del Obispo de Bilbao, D. Ricardo Blázquez, y su auxiliar, D.

Carmelo Echenagusía, en la campaña de Manos Unidas Contra el Hambre en el Mundo (14 de enero de 2008) (Bilingüe)

• Presentación de la encíclica «Spe salvi» (10 de diciembre de 2007)

Información. Albisteak

SECRETARÍA GENERAL • Fallecimiento • Sacerdotes diocesanos fallecidos en el año 2007 CRÓNICA DIOCESANA • D. Ricardo Blázquez participó en el encuentro por las familias celebrado en Ma-

drid el pasado 30 de diciembre • Monseñor Blázquez presidió la tradicional jornada anual de sacerdotes y diáconos

de las diócesis de Barcelona, Sant Feliu y Terrassa

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ELIZBARRUTIKO BARRIAK • On Ricardo Blázquezek familien aldeko alkarraldian parte hartu eban Madrilen

joan dan abenduaren 30ean • On Ricardo Blázquez gotzaina izan zan buru Bartzelona, Sant Feliu eta Terras-

sako elizbarrutietako abade eta diakonoen urteko jardunaldian

IGLESIA. EUSKALERRIA. ELEIZEA

Información. Albisteak

• Sacerdotes de la diócesis de San Sebastián fallecidos en el año 2007 • Sacerdotes de la diócesis de Vitoria fallecidos en el año 2007

IGLESIA. ESPAÑA. ELEIZEA

Documentos. Agiriak

• Nota del Comité Ejecutivo de la Conferencia Episcopal Española sobre la celebración de la Familia Cristiana del 30 de diciembre (Madrid, 10 de enero de 2008)

• Mensaje de los Obispos de la Comisión Episcopal de Relaciones Interconfesio-

nales con motivo del Octavario de oración por la unidad de los cristianos: «No ceséis de orar» (18 al 25 de enero de 2008)

• Mensaje de los Obispos de la Comisión Episcopal de Migraciones con motivo de

la Jornada Mundial de las Migraciones 2008: «Joven inmigrante, la parroquia sale a tu encuentro» (20 de enero de 2008)

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IGLESIA. ROMA. ELEIZEA

Documentos. Agiriak

• «Spe salvi». Carta Encíclica de Benedicto XVI sobre la esperanza cristiana (30 de noviembre de 2007)

• Discurso de Benedicto XVI a la Curia Romana (21 de diciembre de 2007) • Homilía del Papa Benedicto XVI en la misa de Nochebuena (Ciudad del Vatica-

no, 24 de diciembre de 2007) • Mensaje de Navidad del Papa Benedicto XVI (Ciudad del Vaticano, 25 de di-

ciembre de 2007) • Saludo del Santo Padre a los participantes en el Encuentro por las Familias cele-

brado en Madrid (30 de diciembre de 2007) • Homilía del Papa Benedicto XVI en el «Te Deum» de final de 2007 (Ciudad del

Vaticano, 31 de diciembre de 2007) • Intervención del Papa Benedicto XVI con motivo de la oración mariana del Án-

gelus del 1 de enero de 2008, Jornada Mundial de la Paz (Ciudad del Vaticano, 1 de enero de 2008)

• Homilía del Papa en la solemnidad de la Madre de Dios. XLI Jornada Mundial de

la Paz (Ciudad del Vaticano, 1 de enero de 2008) • «El estado del planeta, según Benedicto XVI». Discurso al Cuerpo Diplomático

acreditado ante la Santa Sede con motivo del encuentro de felicitación por el nuevo año (Ciudad del Vaticano, 7 de enero de 2008)

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IGLESIA. BIZKAIA. ELEIZEA

Documentos. Agiriak

¡Felicidades: nos ha nacido el Salvador!

La fiesta de Navidad marca con mayor o menor hondura la vida personal, fami-liar y social. Es una oportunidad para felicitarnos y desearnos la paz, la alegría y un futuro mejor. Estas efemérides, que nos evocan experiencias inolvidables, pueden ser también la ocasión para sentir particularmente la ausencia de seres queridos, o la soledad y el desamparo en que las personas a veces se encuentran en la vida, o las heridas que dolorosos acontecimientos han abierto en el cuerpo y en el alma. Yo deseo a todos, porque el Señor nace para todos, la alegría que el ángel anun-ció a los pastores que cuidaban su rebaño en el entorno de Belén: “No temáis, os trai-go la buena noticia, os ha nacido el Salvador” (cf. Lc 2,10-11). El centro de Navidad es el nacimiento del Salvador de los hombres, del Hijo de Dios hecho carne que se manifiesta en la debilidad de un niño indefenso. “Dios se ha hecho pequeño para que nosotros pudiéramos comprenderlo, acogerlo y amarlo” (Benedicto XVI). La puerta para acceder al lugar donde, según la tradición, nació Jesús sólo pueden cruzarla los niños y los adultos que se inclinan profundamente. Jesús es el rostro humano de Dios y el rostro divino del hombre. Él es el Icono y la Imagen del Dios invisible. Sus pala-bras, sus obras y su persona son el camino para hallar la verdad que conduce a la vi-da. Siguiendo sus pasos, no nos perderemos en medio de las oscuridades del mundo; a su lado aprenderemos a “llevar ya desde ahora una vida sobria, honrada y religiosa” (Tito 2,12). La fiesta de Navidad a partir del foco que es el Niño recostado en un pe-sebre ha irradiado su luz en manifestaciones numerosas de la piedad popular, de la vida social, del folclore, de la cultura. Aunque no se relacionen siempre con claridad las ondas emitidas con el centro emisor, es bueno que amemos nuestras tradiciones y cultivemos nuestras raíces; son transmisoras de nobles sentimientos de humanidad, de solidaridad, de generosidad. Quizá un día puedan ser cauce que guíen al encuen-tro vivo con el Niño de Belén, con el Redentor del mundo. La fiesta de Navidad crea el ambiente para reflexionar sobre las realidades que constituyen la urdimbre de la vida. Navidad es ante todo una celebración de la dig-nidad del hombre, de todo hombre y mujer. Podemos decir que el mismo Dios pro-nuncia sobre cada niño dormido en su cuna estas palabras que lo rodean de una pro-tección inviolable: “Tú eres mi hijo”. En el nacimiento de Jesús fue anunciada la paz a los hombres en la tierra (cf. Lc 2,14); esta paz que continúa siendo una aspiración profunda entre nosotros y un grito en algunos lugares de la tierra. El hecho de que Jesús naciera como un pobre ha despertado siempre entre sus discípulos sentimientos

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de sencillez y un movimiento amplio de solidaridad con los necesitados. Navidad es también enaltecimiento de la familia, ya que el Hijo de Dios nació, se crió y fue edu-cado en el seno de la familia de José y María. Fijándonos en José y María que esperan de un día para otro a Jesús, podemos ver también a tantas familias que con ilusión y a la vez con inquietud aguardan al hijo; a parejas que viven lejos de su patria, en tierra de emigración, sin hogar ni seguridades. La fiesta de la Sagrada Familia, que este año será celebrada en Madrid con un encuentro eclesial extraordinario, nos pide que abramos el corazón y nos acerquemos a esas familias para acompañarlas, para apor-tarles el servicio inestimable del amor y de la esperanza. Establezcamos una especie de vaivén entre nuestras familias y la Familia de Nazaret. Conectando con Navidad, fiesta de la vida y fiesta de la familia, quiero hacerme eco de dos realidades, que han adquirido las dimensiones de fenómenos socialmente preocupantes. No quiero ser aguafiestas, pero, contando con la bondad de todos que en estos días es más patente, cumplo una exigencia implicada en el ministerio epis-copal. Si la familia es un pilar básico de la sociedad, su quiebra nos llena de inquietud de cara al futuro; y en las últimas semanas hemos recibido con estupor noticias es-tremecedoras sobre el aborto. Todos conocemos las estadísticas; pero para percibir mejor su elocuencia veamos en ellas personas concretas, a veces familiares, amigos y conocidos. Las noticias en torno a las clínicas abortistas de Barcelona y Madrid nos han llenado de tristeza y de indignación. Hemos conocido la realidad de niños literal-mente destrozados para sacarlos del seno materno y posteriormente triturados para eliminarlos sin levantar sospechas ni dejar huellas. ¡Cuánto nos cuesta mirar de fren-te esta realidad macabra y hasta llamar a las cosas por su nombre! La interrupción voluntaria del embarazo es un eufemismo encubridor de una acción horrible y ne-fanda. El aborto procurado es la eliminación deliberada y directa de un ser humano en la fase inicial de su existencia; a un inocente se le corta intencionadamente el hilo de la vida. Las preguntas inquietantes en torno a esta gravísima realidad, que alcanza ya en España cerca de cien mil cada año, son múltiples. ¿No es la aceptación del aborto en la mentalidad, en las costumbres y en la legislación una señal evidente de una peligrosa crisis moral? ¿Cómo es posible que el paradigma del amor de Dios a los hombres, a saber, el amor de la madre que no olvida al hijo de sus entrañas (cf. Is 49,15; Sal 27,10), se haya degradado hasta convertir el aborto en un pretendido dere-cho de la mujer a su cuerpo para disponer según su arbitrio del hijo que está gestan-do? ¿Por qué ante la tentación de la mujer y del hombre de eliminar a su hijo, que ya está recorriendo el camino de la vida, en esa coyuntura crucial, no buscan para él una casa de acogida o un hogar de adopción? Deseo en este punto manifestar la grati-tud a las personas y organizaciones que han creado ámbitos donde la madre pueda culminar su embarazo y el hijo sea acogido. ¿Cómo es posible que se convierta en negocio económico el sufrimiento de la mujer embarazada y la vida del niño en ges-tación? ¿Quién acompaña a la mujer, que decidió interrumpir su embarazo, y des-pués lleva años y años a su hijo perdido como un peso sobre su conciencia? La fiesta

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de Navidad debe ser un aldabonazo a nuestro sentido moral para respetar la vida de todo ser humano en cualquier estadio del itinerario de su existencia, y en cualquier condición y situación en que se encuentre. Todos los hombres y mujeres de buena voluntad están llamados a cuidar la vida del niño todavía no nacido, del enfermo incurable, del anciano decrépito, de la persona discapacitada física y mentalmente, de los que se excluyen a sí mismos o son relegados en la miseria. La calidad de la vida se mide no tanto por su vigor cuanto por la dignidad de la persona viviente. “Tú eres mi hijo”, dice Dios, al ser humano en gestación, al niño cuyo único lenguaje es la sonrisa y el llanto, al anciano totalmente desvalido. Pasemos a otra cuestión. No es buen síntoma el que en los países de Europa, particularmente en el oeste europeo en que estamos situados, se haya podido detectar una fragilidad creciente de la estabilidad y de la fidelidad de los matrimonios, y una aceptación y multiplicación del divorcio como si fuera una fatalidad, a la que debe-ríamos resignarnos porque sería imposible cambiar el curso de los acontecimientos. ¿No tocamos aquí otra realidad preocupante de nuestro tiempo y de nuestra socie-dad? Con la ley llamada del “divorcio exprés” la proporción de matrimonios que han llegado a la ruptura a través de la separación temporal y a través del divorcio se ha invertido drásticamente en un par de años; el tiempo para una posible reflexión antes de pasar al divorcio se está eliminando. A los pocos meses de contraído el matrimo-nio, sin aducir motivos y a instancias de una sola parte se puede obtener el divorcio. Sin excluir otros factores socio-culturales, podemos decir que esta ley ha inferido un terrible golpe a la estabilidad del matrimonio. En lugar de actuar favoreciendo el bien que es la permanencia matrimonial, ha facilitado la tendencia a la inestabilidad. No podemos señalar a nadie, ya que únicamente Dios conoce el corazón de las per-sonas; pero es razonable que la sociedad haga un alto en el camino para reflexionar honradamente sobre la marcha de las cosas. Es preocupante el altísimo porcentaje de matrimonios que se rompen y la proporción creciente; si no cambia el signo, en poco tiempo de dos matrimonios contraídos uno fracasará. Cuando un matrimonio se rompe comporta mucho sufrimiento en primer lugar para los esposos, y por supuesto para los hijos, y también para las familias de los dos, para la sociedad y para la Iglesia. ¿No es el amor de los padres unidos el mejor regalo que pueden ofrecer a sus hijos? Merece la pena hacer todos los esfuerzos posibles para superar los obstáculos y las crisis que pueden venir en la vida matrimonial y familiar. El amor madura y se acrisola en las pruebas; el consorte debe ser aceptado en su diferencia, sin pretender convertirlo a nuestra imagen y semejanza. Los matri-monios que perduran no es porque no hayan atravesado dificultades, sino porque las han superado; cuando pasa la crisis, la satisfacción compartida acrecienta la calidad del amor matrimonial. El sufrimiento es una puerta por donde se entra en el santua-rio de la sabiduría, la humildad y el amor. Es señal de sensatez vigilar las “escapadas” del corazón y cuidar como un tesoro, que no se debe malgastar, el amor a la persona

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con quien en íntima unión se comparte la vida. Los cristianos, discípulos de Jesús crucificado y resucitado, sabemos que la cruz es el camino de la renovación y de la luz; con la fuerza del amor escondido de la cruz de Jesucristo se puede alcanzar la reconciliación. Felicito a todos cordialmente la Navidad, es decir, os deseo desde el misterio del nacimiento del Salvador el gozo y la paz. Quiero que mi saludo llegue a todos y a todas; a las familias, a los niños y ancianos, a los que sufren en su cuerpo o en su espí-ritu, a los inmigrantes, a los encarcelados, a los enfermos en sus casas o en los hospi-tales y clínicas. ¡Feliz Navidad! Zorionak! ¡Que María nos muestre a Jesús el fruto bendito de su vientre! “De tu mano, Madre, hallamos a Dios”.

Bilbao, 23 de diciembre de 2007

MONS. RICARDO BLÁZQUEZ Obispo de Bilbao

Presidente de la Conferencia Episcopal Española

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Saludo en la celebración de la Sagrada Familia Nos hemos reunido una multitud inmensa, venidos de cerca y de lejos, porque queremos manifestar abiertamente en medio de la sociedad nuestro aprecio por la familia cristiana a la que valoramos como un tesoro. La familia cristiana tiene unas señas de identidad que deseamos custodiar, conocer cada día mejor y promover en el mundo actual y en nuestra coyuntura histórica. Esta celebración es festiva porque el amor, la vida y la familia son realidades gozosas que alientan la esperanza. En esta fiesta de la Sagrada Familia, celebrada hoy de manera singular, estamos unidos al Papa Benedicto XVI, a quien escucharemos dentro de poco, para bendecir a Dios de quien procede toda familia y para apoyar en una concordia sin fisuras la familia cristiana. Ante todo queremos dar gracias a Dios por las familias cristianas. Ellas nos di-cen con su misma existencia: ¡Es posible vivir el amor matrimonial en la fidelidad cotidiana, que los esposos en un día memorable de su vida sellaron en la presencia de Dios, que les prometió su compañía y su fuerza! ¡Es posible transmitir la vida, ejerci-tando en la mutua donación como esposos y en la responsabilidad de padres la espe-ranza en Dios que no defrauda y cuida de sus hijos de generación en generación! El amor dilata el corazón y la esperanza vence el miedo para afrontar confiadamente la extraordinaria aventura de la vida. ¡Es posible superar las pruebas, que en cada tramo del camino pueden aparecer, unidos a Jesucristo, cuya cruz es signo de amor hasta el extremo y de victoria sobre el mal y la muerte! La fidelidad no es escasa; las familias cristianas son incontables. Todos −hijos, familiares, amigos, Iglesia y sociedad− agra-decen el amor generoso y paciente de los esposos, acrisolado y fortalecido por las pruebas. Merece la pena vigilar diariamente y luchar por superar los obstáculos y las crisis que surjan en el camino del amor; palpar la debilidad invita a apoyar la exis-tencia en Dios, y a buscar ayuda en otras personas amigas. De la cruz nace la vida nueva, a través del sufrimiento surge el gozo, en las tinieblas brilla la luz. No es acer-tado desistir ante las dificultades tomando el camino quizá más cómodo en aparien-cia. En este encuentro queremos también que resplandezca la verdad, la hermosura y la grandeza del matrimonio y la familia cristiana. Es una excelente vocación con una preciosa misión, bendecida por Dios al crear al hombre y a la mujer y convertida por Jesucristo en un “gran misterio” (Ef 5,32). Cuando en ocasiones se califica a la familia cristiana como “tradicional” da la impresión de que se la desacredita contra-poniéndola a una supuesta familia “moderna”. Pero la palabra “tradicional” aplicada a la comunidad formada por el marido y la mujer con los hijos no significa la familia superada por el correr del tiempo, anacrónica y trasnochada. La familia es tradicional porque hunde sus raíces en la misma naturaleza humana; es siempre antigua y siem-pre nueva; su vigencia es de ayer, de hoy y de mañana; la medida de la verdad y del

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amor es la perduración. La familia es tradicional como el “vino de solera”. Las adap-taciones que el paso del tiempo aconsejen a la sabiduría de los hombres deben con-servar la condición genuina del matrimonio y de la familia. La Iglesia quiere ofrecer a la sociedad la familia cristiana como un bien precio-so; por eso hablamos del Evangelio del matrimonio y de la familia. Estamos conven-cidos de que la oferta de la familia cristiana como una Buena Nueva es uno de los servicios más valiosos que puede prestar la Iglesia a la humanidad, ya que es un pilar seguro y estable en que padres e hijos asientan la vida y donde se fragua la sociedad en el amor y el respeto, en la paz y en la esperanza. Al acudir a la presente cita sobre la familia cristiana estamos persuadidos de que nos acercamos a las fuentes de la vida, de la persona, de la Iglesia y de la socie-dad, del presente y del futuro. El matrimonio y la familia son centro neurálgico de la humanidad. Con la participación en este encuentro de hoy, al cual se unen innume-rables familias también a través de los medios de comunicación, queremos mostrar nuestro empeño por acompañar a las familias en sus dificultades interiores y exterio-res; necesitan razones para vivir y perseverar; necesitan un ambiente propicio para desarrollarse serenamente, les debemos apoyos para cumplir su misión. A veces se oscurece hasta el mismo sentido y configuración de la familia; en medio de los lla-mados “modelos de familia” puede difuminarse lo que es la familia cristiana y hasta la misma familia como institución de la humanidad. Existe el referente claro: la familia está fundada sobre el matrimonio, que es la unión estable por amor de un varón y de una mujer para su mutua complementación y para transmitir la vida y educar a los hijos. De la verdad del matrimonio y de la vitalidad humanizadora de la familia de-pende en gran medida la estabilidad y la esperanza de la sociedad; por esto todos de-bemos evitar lo que los dañe y promover lo que los favorezca. Queridos amigos y amigas, sed bienvenidos a esta celebración singular en la fiesta de la Sagrada Familia. La trascendencia de la familia cristiana nos ha convoca-do a todos, ante la cual no podemos mostrarnos indiferentes ni mantenernos a dis-tancia.

Madrid, 30 de diciembre de 2007

MONS. RICARDO BLÁZQUEZ Obispo de Bilbao

Presidente de la Conferencia Episcopal Española

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Navidad y familia

La fiesta de Navidad tiene un centro y una periferia, un foco iluminador y sus irradiaciones. El núcleo a partir del cual todo se expande es el nacimiento de Jesús, que no es sólo un niño que suscita la ternura como todos los niños, sino el Mesías prometido por Dios y esperado por Israel y la humanidad, el Salvador del mundo, el Hijo de Dios hecho hombre, el Verbo de Dios encarnado. A la luz de este aconteci-miento definitivo de la historia, quedan situadas en otro nivel y ennoblecidas dife-rentes realidades básicas de la existencia humana: “Ha nacido nuestro Salvador; ale-grémonos, cuando acaba de nacer la vida”; “el nacimiento del Señor es el nacimiento de la paz” (San León Magno), ya que Jesucristo es nuestra paz (cf. Ef 2,14). La señal dada por el ángel a los pastores, a saber, un niño envuelto en pañales y recostado en un pesebre (cf. Lc 2,12), nos muestra también el camino de los pobres y del valor de la pobreza evangélica; el Hijo de Dios con su encarnación se ha unido en cierto modo con todo hombre (Gaudium et Spes 22), dignificándolo de manera sublime; Jesús nacido en el seno de una familia ilumina el camino de la familia cristiana; precisa-mente por haber asumido el Hijo de Dios hecho hombre con su nacimiento también la familia, celebramos en el marco de Navidad la fiesta de la Sagrada Familia. Desde hace aproximadamente cuarenta años el matrimonio y la familia en Eu-ropa occidental han sido afectados por profundos cambios culturales, que se conec-tan también con desarrollos tecnológicos inimaginables poco tiempo antes. Enumero algunos aspectos, que configuran una situación nueva y preocupante: descenso del número de matrimonios y del aprecio de la nupcialidad; aumento de parejas de jóve-nes que conviven antes del matrimonio; crecimiento del número de hijos nacidos fuera del matrimonio; fragilidad creciente de la estabilidad y de la fidelidad de las parejas; aceptación social del divorcio juzgado como una realidad casi-fatal; aumento de las “uniones de hecho” con el encuadramiento jurídico de tales uniones por el Estado; disociación entre unión sexual y procreación; baja natalidad con sus conse-cuencias demográficas previsibles; búsqueda de la fabricación del hijo perfecto, etc. Este conjunto comporta una cierta “desinstitucionalización” del matrimonio y la fa-milia, accediendo a la reivindicación de las personas de conformar la familia según sus propias inclinaciones. El legislador debería permitir que fuera prioritario el crite-rio de la mayoría de la población en un momento dado, dando la espalda a las nor-mas objetivas. No podemos cerrar los ojos a esta situación cargada de inquietudes. Pablo VI en su visita a Nazaret tuvo palabras preciosas sobre la familia que deberíamos meditar. Nazaret “es una lección de vida familiar; nos enseña lo que es la familia, su comunión de amor, su austera y sencilla belleza, su carácter sagrado e inviolable, lo dulce e irreemplazable que es su pedagogía y lo fundamental e incomparable que es su fun-ción en el plano social”. La familia es insustituible; la sociedad será en gran medida lo que sean sus familias. Debilitar la familia significa disminuir el vigor de este pilar de

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la sociedad y hacer más incierto nuestro futuro. Pasar por alto la llamada “lex natura-lis” y la antropología inscrita en la condición de la persona hombre y mujer, del ma-trimonio y de la familia es vagar sin norte y padecer una especie de intemperie de sentido y orientación. En la situación presente debemos prestar una atención especial a la pastoral de la familia, que es tanto más apremiante cuanto más clara es una crisis difusa y radical de esta institución fundamental. Todos estamos concernidos en la custodia de la fa-milia, que sufre actualmente un envite de singular trascendencia. Movidos por estas inquietudes y conscientes de la responsabilidad de cuidar la familia cristiana, ha con-vocado la Iglesia en España una celebración extraordinaria para el día 30 de diciem-bre, fiesta de la Sagrada Familia. ¿Cómo apreciamos la institución de la familia humana y cristiana? ¿Cómo acogemos, tratamos, acompañamos y ayudamos a las familias para que puedan cumplir su misión, y particularmente cuando atraviesan situaciones delicadas por la convivencia difícil entre los esposos, por la educación de los hijos, por problemas económicos, por enfermedades? La convocatoria ha surgido de nuestro empeño en favor de la familia y con el compromiso de cuidarla y defen-derla. Un saludo cordial a todas las familias desde el misterio del Salvador nacido en Belén.

MONS. RICARDO BLÁZQUEZ Obispo de Bilbao

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Exhortación Pastoral en la campaña de Manos Unidas Contra el Hambre en el Mundo (2008)

Un año más las Mujeres de Acción Católica de nuestra diócesis nos piden unas palabras de apoyo en la campaña anual de “Manos Unidas”. Accedemos a su petición con mucho gusto, porque seguimos valorando en alto grado tanto la campaña misma como a sus beneméritas promotoras. “Manos Unidas” ha recorrido un itinerario de varios decenios desde que las mujeres de Acción Católica, con su fina intuición humana y cristiana, la pusieron en camino. A través de ellas se ha manifestado una vez más que la Iglesia, siguiendo a Jesús, es solícita de los pobres y de los que sufren. “Manos Unidas”, organización católica, creada en 1960, tiene como finalidad luchar contra el hambre, la pobreza y el subdesarrollo en el mundo, tratando de eli-minar sus causas. Dos son sus principales actividades complementarias: en primer lugar, la sensibilización de la opinión pública ante problema tan grave y extendido; y, por otra, el apoyo y la financiación de proyectos para colaborar con los países del Sur en la lucha por erradicar o, al menos, paliar el problema. “Manos Unidas”, guiada por sus dirigentes y con la colaboración de miles de personas anónimas, se ha ganado la confianza de la Iglesia y de la sociedad, verifi-cándose año tras año esta confianza. La ponen en evidencia los últimos datos: la re-caudación de la campaña de 2006 en España fue de 56 millones de euros, con los que ha podido colaborar en 833 proyectos de desarrollo en 65 países de África, Asia y Oceanía, en diversos sectores: educativos, sociales, sanitarios, agrícolas y de promo-ción de la mujer. Quienes les confían sus recursos saben que lo que en “Manos Uni-das” se recibe con una mano, se entrega con la otra. Su honradez, transparencia y sobriedad en la administración son su acreditación más preciosa. En su larga y fecunda historia “Manos Unidas” ha manifestado clarividencia en la detectación de las necesidades y en las vías para mejor responder a ellas. Ha sabido acudir a puntos muy sensibles con perspectivas de futuro, implicando de alguna ma-nera a los que, al mismo tiempo que beneficiarios de las ayudas económicas, eran también reconocidos en su condición de agentes responsables. “Madres sanas, derecho y esperanza”, lema de la próxima Campaña Dentro de los objetivos fijados hasta el año 2015, “Manos Unidas” persigue el año 2008 este objetivo: mejorar la salud de las madres mediante la formación de la mujer, la capacitación de personal cualificado y la creación de condiciones adecuadas para una vida sana en familia y sociedad.

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Al mejorar la salud de la mujer se promueve su capacidad y autonomía para que, al ser madre, no ponga en peligro ni su propia vida ni la de sus hijos. Porque los datos ofrecidos sobre este particular son alarmantes: más de medio millón de mujeres mueren al año en el mundo por problemas derivados del embarazo y del parto (cua-tro de cada cinco muertes lo son por haber carecido de la atención adecuada): en los países menos desarrollados uno de cada cinco niños muere antes de cumplir el pri-mer año de vida; en el mundo son ya más de 15 millones los huérfanos menores de 17 años por causa del SIDA… La colaboración de nuestras parroquias y comunidades Una de las fuentes importantes de los recursos de la Campaña es la colecta anual que se realiza en nuestras parroquias y comunidades eclesiales. En nuestra dió-cesis es ésta, sin duda, la que, a pesar de la proliferación de colectas a lo largo del año, recibe mejor acogida y más suscita la generosidad de los fieles. Así lo demuestra la recaudación del último año: cerca de 300 mil euros. Como en años anteriores, “Manos Unidas” nos ofrecerá oportunamente amplia información sobre la campaña. Aunque siguen siendo muchos y graves los problemas que tenemos aquí entre nosotros, esa información nos ayudará a fijar nuestra aten-ción en otros lugares del mundo, más necesitados que nosotros. Nuestro sacrificio económico tendrá mayor valor y significado si es también fruto del ayuno voluntario al que la Campaña nos invita. Un ayuno que tiene un sentido muy apropiado este año al coincidir la campaña con el comienzo de la Cuaresma. “Tuve hambre y me distéis de comer”, será éste uno de los principales puntos del examen al que nos someterá Jesús al final de la vida. Aunque no debemos olvidar a muchos que entre nosotros carecen aún de los medios más elementales, es también verdad que otros muchos podemos y debemos desprendernos de nuestros bienes para causas tan nobles como las que “Manos Unidas” nos viene presentando. Que resue-nen siempre con fuerza en nuestras conciencias las palabras de la primera carta de San Juan, que acabamos de escuchar en la reciente liturgia de las fiestas navideñas: “En esto hemos conocido el amor: en que Él (Jesús) dio su vida por nosotros. Tam-bién nosotros debemos dar nuestras vidas por los hermanos. Pero si uno tiene de qué vivir y, viendo a su hermano en necesidad, le cierra sus entrañas, ¿cómo va a estar en él el amor de Dios? Hijos míos, no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras” (1Jn 3,16-18). En su exhortación postsinodal sobre la Eucaristía el Papa Benedicto XVI nos habla de una de las exigencias de este sacramento en la vida y conducta de los cris-tianos: “Los cristianos han procurado desde el principio compartir sus bienes (cf. Hch 4,32) y ayudar a los pobres (cf. Rm 15,26). La colecta en las asambleas litúrgicas no sólo nos lo recuerda expresamente, sino que es también una necesidad muy actual.

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Las instituciones eclesiales de beneficencia desarrollan el precioso servicio de ayudar a las personas necesitadas, sobre todo a los más pobres (Exhortación Sacramentum caritatis, 90). Haciendo nuestras estas consideraciones del Papa, os animamos a todos a la máxima generosidad, sabiendo encuadrar la colecta en el marco de la celebración eucarística.

Bilbao, 14 de enero de 2008

RICARDO BLÁZQUEZ Obispo de Bilbao

CARMELO ECHENAGUSÍA

Obispo Auxiliar

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“Esku Elkartuak” erakundearen Munduko Gosearen Aurkako kanpainaren aldeko Idazkia (2008)

Beste urte batez, gure elizbarrutiko Ekintza Katolikoko Emakumezkoek berba batzuk eskatzen deuskuez “Esku Elkartuak” erakundearen urteko kanpainaren alde. Atseginez onartzen dogu eskari hori, balio haundikotzat doguzalako kanpaina bera eta berau meritu haundiz sustatzen dabenak. “Esku Elkartuak” erakundeak hainbat hamarkadatako bidea egin dau: Ekintza Katolikoko emakumezkoek jarri eben mar-txan, euren giza eta kristau sen finaz. Euren bitartez emon da agertzera, beste behin ere, Elizea, Jesusi jarraituz, arduratsua dala pobreekin eta sufritzen dabenekin. “Esku Elkartuak” erakunde katolikoa da, 1960. urtean sortutakoa, eta hauxe dau helburu: munduko gose, pobrezia eta azpigarapenaren aurka borrokatzea eta horreek eragiten dabezan arrazoiak ezerezten saiatzea. Bi dira bere jokabide nagu-siak: lehenengoa, jentea sentsibilizatu arazo larri eta zabal honen aurrean; eta, biga-rrena, egitasmoak babestu eta finantzatu, Hegoaldeko herrialdeekin batera arazoa desegiteko edo, gitxienez, arintzeko. “Esku Elkartuak” erakundeak, bertako buruek zuzenduta eta milaka eta milaka gizon eta emakume anonimoren laguntzaz, Elizearen eta gizartearen konfiantza ira-bazi dau: urtean urtean egiaztatzen dan konfiantzea. Azken datuetan ikusi daiteke: 2006. urteko kanpainan 56 miloe euro batu zituan Espainian eta, dirutza horri esker, 833 egitasmotan lagundu ahal izan dau Afrika, Asia eta Ozeaniako 65 herrialdetan, hainbat arlotan jardunez: hezkuntza, gizartea, osasuna, nekazaritza eta emakumez-koaren aldeko arloetan. Euren baliabideak erakunde honen esku izten dituanak on-dotxo daki esku batekin jasotzen dana besteagaz banatzen dala. Administrazinoan zintzo, argi eta garbi eta neurriz jokatzea dira bere ezaugarririk txalogarrienak. Bere historia luze eta emonkorrean, “Esku Elkartuak” erakundeak argitasuna erakutsi dau beharrizanak ikusten eta horreei ondoen erantzuteko bideak hartzera-koan. Geroari begira aukerak eskeintzen ebezan lekuetara joan izan da, diru laguntza hartze nebenak eurak ere ekintzaile arduradun bihurtuz. “Ama osasuntsuak, eskubide eta itxaropena”, aurtengo Kanpainarako goiburua 2015. urtera arteko helburuen barruan, “Esku Elkartuak” erakundeak hurrengo helburua hauxe dau 2008. urterako: amen osasuna hobetu, emakumezkoaren hezike-teari ekin, behargin gaituak trebatu eta familian eta gizartean bizimodu sanoa eroa-teko baldintza egokiak sortu. Emakumezkoaren osasuna hobetzean, bere gaitasun eta autonomia sustatzen da, ama izatean, bere bizia eta seme-alabena arriskuan jarri ez dagian. Honen ingu-

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ruko datuak kezkagarriak dira, izan ere: miloe erdi emakumetik gora hilten da ur-tean zehar munduan haurdunaldi eta erditzeari lotutako arazoengaitik (bost herio-tzatik lau arreta egokia ez jasotzeagatik): gitxien aurreratutako herrialdeetan, bost umetatik bat urtea bete aurretik hilten da; munduan 17 urtetik beherako 15 miloe umezurtz baino gehiago dago HIESaren eraginez… Gure parrokia eta alkarteen laguntza Kanpainarako baliabideen iturririk nagusienetako bat gure parrokia eta eliz alkarteetan urtero egiten dan diru-batzea da. Urtean zehar hainbat diru-batze egoten bada ere, gure elizbarrutian honexek dau, zalantza barik, harrerarik onena, eta eliz-tarren eskuzabaltasuna gehien bizten dauana ere berau da. Azken urtean batu izan diran 300 mila euro dira horren ezaugarri. Aurreko kanpainetan lez, “Esku Elkartuak” erakundeak kanpainaren inguruan argibide ugari emongo deusku. Hemen, gure artean doguzan arazoak ere asko eta larriak izan arren, barri horreek gu baino behartsuagoak diran munduko beste leku batzuetara begiratzen lagunduko deuskue. Gure sakrifizio ekonomikoa baliotsu eta esanguratsuagoa izango da, Kanpainak eragiten dauan borondatezko barauaren frutu ere bada. Barau hau, gainera, aproposa da, aurton, Garizumaren hasieran egingo da-lako. “Gose izan nintzan, eta jaten emon zeunsten”, izango da Jesusek bizitzaren az-kenean egingo deuskun azterketearen punturik nagusienetakoa. Geure arteko askok behar-beharrezko ondasunik ez badauke ere, beste askok gure ondasunak urtez urte “Esku Elkartuak” erakundeak aurkezten deuskuzan helburu onetarako emon daike-guz, eta emon egin behar doguz, gainera. Ozen haundia izan dagiela beti gure gogo-bihotzetan gabon jaietako liturgian entzun barri doguzan San Joanen lehenengo gu-tuneko berbok: “Ezagutu dogu Jaungoikoaren maitasuna zelakoa dan: Harek (Jesu-sek) bere bizia geure alde emon eban eta. Geuk ere gure bizia anaien alde emon be-har dogu. Ondasunak daukazanak, bere anaia beharrizanean ikusten badau eta bere bihotza ixten badeutso, zelan iraungo dau harengan Jaungoikoaren maitasunak? Se-metxook: ez dagigun berbaz eta mihinez maitatu, eginez eta benetan baino” (1Jn 3,16-18). Eukaristiari buruzko sinodo osteko eskutitzean, Benedikto XVI.a Aita Santuak esaten deusku kristinauen bizitzan eta jokabidean sakramentu honek zer eskatzen deuskun: “Kristinauen joerea, ondasunak erdibanatzekoa (ik. Eg 4,32) eta pobreei laguntzekoa (ik. Erm 15,26) izan da hasieratik. Liturgi batzarretako diru-batzeek beren-beregi gogoratzen deuskue hau, eta gainera, gaur ere behar-beharrezkoa da. On egiteko sortu diren eliz erakundeek behartsuei, batez ere pobreenei laguntzeko zerbitzu ederra egiten dabe” (Sacramentum caritatis Aholkua, 90).

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Aita Santuaren berba honeek geure eginez, dei egiten deutsuegu danoi eskuza-baltasunez jokatu dagizuen, diru-batzea eukaristia ospakizunaren barruan sartzen jakinez.

Bilbao, 2008.eko urtarrilaren 14a.

RICARDO BLÁZQUEZ Bilboko Gotzaina

KARMELO ETXENAGUSIA

Gotzain Laguntzailea

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Presentación de la encíclica «Spe salvi» El día 30 de noviembre firmó el Papa su segunda carta encíclica que trata acer-ca de la esperanza cristiana. La primera versó sobre la caridad; y a algunos les ha ve-nido a la mente la suposición, por otra parte razonable, de que una próxima podría ser sobre la fe. Notar, sin embargo, que el Papa no separa la fe y la esperanza en esta carta. En las vísperas del primer domingo de Adviento en la basílica de San Pedro, en la homilía, dijo Benedicto XVI que estaba contento de poder ofrecer esta encíclica al comienzo del tiempo de Adviento, que es por excelencia el tiempo de la esperanza. Al preparar la fiesta del Nacimiento del Salvador reavivamos la esperanza de su re-torno glorioso. Es una coincidencia que debemos aprovechar pastoralmente también nosotros. La encíclica es un documento muy rico, que merece ser leído y releído; cuando sufrimos una inflación de escritos, no es fácil detectar cuáles deben ocupar nuestra atención y de cuáles podemos prescindir sin perder gran cosa; la limitación de nuestro tiempo nos obliga a ejercitar esta especie de discernimiento de las lectu-ras. ¿Qué es una carta “encíclica”? Es una carta solemne que dirige el Papa a todos los obispos, presbíteros, diáconos, personas consagradas y a todos los fieles laicos. “Encíclica” quiere decir “circular”, de círculo (kýklos), es decir, dirigida a todos los católicos, al orbe católico, a los que moran en toda la redondez de la tierra. Las encí-clicas tienen muchos destinatarios; aunque no entendamos todo, no pensamos que no se debía decir tal cosa en este escrito. Se advierte en Benedicto XVI un estilo personal en sus encíclicas publicadas hasta ahora. Es su estilo claro, bello, sencillo, dotado de argumentos para excluir y para afirmar, reflexivo y espiritual; une elementos bíblicos con otros de los Padres de la Iglesia, de la historia del pensamiento y de la cultura, −haciendo oportunas clarifi-caciones de posibles oscurecimientos introducidos en la conciencia de muchos cris-tianos, confusiones que vienen de lejos y a veces minan el terreno debajo de los pies, para vivir y anunciar el Evangelio−, con otros de orden más vivencial y pastoral. Así ocurre en esta carta como en la primera. Está distribuida la materia en diferentes apartados, que uniéndose uno a otro, nos van presentando el panorama original, sal-vífico, rescatado de confusiones y alentador de la esperanza cristiana. Todos, pode-mos leer la carta con gran provecho; merece la pena hacer un esfuerzo porque que-dará muy bien compensado. Parece que se puede comprender el contenido y la estructura de la encíclica en los siguientes apartados:

1. La fe y la esperanza en el Nuevo Testamento y en la Iglesia primitiva (cf. nn. 2, 9 y 10). Avanza pedagógicamente formulando preguntas al hilo de la exposición.

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2. Plantea unas cuestiones sobre qué es la vida eterna y si la esperanza cristia-na es individualista (nn. 10-15). La modernidad criticó la manera concreta de presentar la Iglesia la esperanza cristiana y la orilló; con el discernimien-to que hace el Papa de las acusaciones padecidas por la esperanza cristiana, se plantea de nuevo la verdadera fisonomía de la esperanza cristiana (nn. 24-31). Estos apartados deben ser concebidos como una unidad.

3. “Lugares” de aprendizaje y del ejercicio de la esperanza (nn. 31 y 32 ss).

Tiene este apartado un sentido exhortatorio, animador espiritual de la espe-ranza y hermenéutico de los “novísimos”.

4. María, estrella de la esperanza (nn. 49-50) abrió con su “sí” las puertas del

mundo a Dios y es para nosotros luz en el camino. La clave, (“el núcleo de la respuesta”, n. 3), reside en un versículo de Ef 2,12 en que Pablo recuerda a los destinatarios de su carta que «antes de abrazar la fe en Cris-to, se hallaban “sin esperanza y sin Dios” en este mundo. Esta expresión, ha comen-tado el Papa en las vísperas del día 1, es más que nunca actual para el paganismo de nuestros días: podemos relacionarla en particular con el nihilismo contemporáneo que corroe la esperanza en el corazón del hombre, induciéndolo a pensar que dentro de él y a su alrededor reina la nada: nada antes del nacimiento, nada después de la muerte. En realidad, si falta Dios, desaparece la esperanza». Podemos explicitar el significado del nihilismo (expresión derivada de la pala-bra latina “nihil” que significa nada) de la manera siguiente: negación de todo prin-cipio religioso, social y político; nada merece realmente la pena; todo es apariencia y engaño, todo causa fatiga y defrauda. Traduzcámoslo a un lenguaje más cercano: todo carece de valor, campa a sus anchas el absurdo que “desvaloriza” todos los valores. La salida consistiría en disfrutar “a tope” y pasarlo bien; haber disfrutado es lo que el hombre se lleva de la existencia al sepulcro. El nihilismo generalizado siembra rela-tivismo. Venimos de la nada y después de cierto tiempo desembocamos en la nada. Comamos y bebamos, que mañana moriremos. Es oportuno reflexionar sobre la aser-ción del cardenal Daneels arzobispo de Malinas–Bruselas: “Después de la sociedad de la producción y de la sociedad de la diversión habríamos entrado en la sociedad de la depresión”; es una secuencia penosa y triste. En cambio, la vida esperanzada y serena se asienta sobre un fundamento firme en un horizonte de amplio respiro recorrido con amor y sobriedad. El texto de Ef 2,12 aparece repetidas veces en la encíclica. ¿Qué esperamos? El Papa alude a esperanzas pequeñas y a la esperanza grande; aquéllas se dirigen a metas concretas que se unen a veces a determinadas etapas de la vida humana: adquirir una profesión, conseguir un trabajo digno y estable, formar un hogar, tener hijos… Pero la persona va siempre más allá en el dinamismo de su esperanza, que no queda amor-tizada cumplidamente en las metas alcanzadas en el camino. Si no existe esa esperan-

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za grande y trascendente o si se la identifica con metas parciales, sobreviene al hom-bre y a la mujer la rutina, el desencanto, el sin-sentido de las pérdidas, de los fraca-sos, de la decrepitud, de la muerte. “La esperanza verdadera y cierta está fundada en la fe en Dios Amor, Padre misericordioso”. El que encuentra a Dios revelado en Je-sús, entregado a nosotros por amor, muerto por nuestros pecados, resucitado y vivo para siempre, y cree en Él, ha hallado la fuente inagotable de la esperanza. Ni la pre-sencia de la muerte anula la esperanza depositada en Dios Padre de nuestro Señor Jesucristo. La esperanza en Dios no defrauda. Los cristianos se caracterizan por la esperanza y se distinguen, por tanto, de las personas paganas que no tienen esperanza (cf. 1Tes 4,13; Col 1,27). El Papa dice que la esperanza cristiana es “performativa”, es decir, transforma la vida; creer y esperar en Dios no se reduce a una información o un conocimiento, ya que la aceptación creyente de Dios cambia la entera existencia del hombre. La encíclica es una exhortación fundada a vivir con esperanza y con gozo, serenidad y paciencia, con el dinamismo y la actividad que le son propias. El que espera tiene otro rostro, otros ojos, otro corazón, otra vida. El que espera sabe que la cruz es gloriosa, que el cielo existe, que está abierto, que la muerte no es el término definitivo de todo, que es posible escapar con el poder del Resucitado de las fauces de la nada que nos amenaza. Así podemos ser ministros de esperanza en me-dio de un mundo confuso, que programa la vida al margen de Dios, con muchas co-sas, pero vacío personalmente, probando de todo y apurando con amargura los frutos de su separación de Dios que es la fuente de la vida, del amor, de la fraternidad, de la esperanza. Sin Dios se marchita y fenece la esperanza, la gran esperanza, la que da gusto a la vida. Después de haber subrayado el núcleo y la clave de la encíclica, explicitemos algunos aspectos más significativos de la misma. 1. Fe y esperanza en el Nuevo Testamento y la Iglesia primitiva Como es habitual en las encíclicas, ésta es conocida también por las primeras palabras en latín: “Spe salvi facti sumus” (Rom 8,24), es decir, hemos sido salvados por la esperanza o en esperanza. La salvación ha irrumpido en nosotros a través de la esperanza, pero está abierta a un futuro de plenitud; no es ni puro deseo ni simple proyección utópica, ni realidad consumada en el presente. Hay un germen de salva-ción que debe desarrollarse. Dice el Papa que la esperanza no sólo informa, sino también transforma; quien tiene esperanza vive de otra manera, ya que la vida nueva está presente por la fe y la esperanza que se relacionan íntimamente. Con palabras de Heb 11,1. “La fe es hypós-tasis de lo que se espera y prueba de lo que no se ve”. La sustancia (hypóstasis) signi-fica aproximadamente lo siguiente: «Por la fe, de manera incipiente, podríamos decir “en germen” −por tanto según la “sustancia”− ya están presentes en nosotros las rea-lidades que se esperan: el todo, la vida verdadera» (n. 7). La fe nos da algo de la reali-

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dad esperada; el presente está marcado por la realidad futura. La fe otorga a la vida una base nueva, un nuevo fundamento sobre el que el hombre puede apoyarse. El creyente puede perseverar en las pruebas siendo fiel a Dios, porque vive basado en la certeza de la esperanza, con la garantía de lo que no se ve (cf. n. 9). Los números 2-9 desarrollan algunos aspectos básicos de la fe y la esperanza en el Nuevo Testamento y en los comienzos del cristianismo. Remito a su lectura atenta. 2. La transformación de la fe-esperanza cristiana en el tiempo moderno Antes de pasar a presentar la transformación de la fe-esperanza en la moderni-dad se plantea el Papa dos cuestiones: ¿Qué es la vida eterna? ¿Es individualista la esperanza cristiana? ¿Salvación sólo ultramundana y espiritualista? ¿Ajena a este mundo y desencarnada? (nn.10-15). El Papa para responder a la primera pregunta recuerda el interrogatorio inicial del bautismo: ¿Qué pedís a la Iglesia? La fe. ¿Qué te da la fe? La vida eterna. Le fe, que es la sustancia de la esperanza, da la vida eterna. Aquí el Papa sale al paso de una objeción muy sutil que se puede detectar fácilmente en el ambiente: ¿Queremos vivir eternamente? ¿La vida eterna por ser interminable no sugiere una prolongación ili-mitada, aburrida, insoportable y casi una condena? Ésta es la respuesta de Benedicto XVI: con la expresión vida eterna queremos señalar vida bienaventurada, verdadera, plena, sin riesgo de perderla, una explosión de gozo, y paz (cf. n.27). Aunque no sa-bemos explicitar en qué consiste la vida eterna, pero anhelamos su realidad y a ella nos sentimos radicalmente impulsados. Por más paradójico que sea rige en esta cues-tión una “docta ignorancia”. Esta realidad desconocida es la verdadera esperanza. «La expresión “vida eterna” trata de dar un nombre a esta desconocida realidad conocida» (n. 12). Ni el ojo vio, ni el oído oyó ni el hombre puede pensar lo que Dios ha prepa-rado para los que lo aman (cf. 1Cor 2,9-10). En relación con la pregunta si la esperanza cristiana es individualista, el Papa reconoce que a veces podemos haber expresado esta esperanza como salvación de mi alma en el cielo (cf. n. 16), sin atender suficientemente a la comunitariedad de la esperanza y a la incidencia transformadora de la esperanza aquí y ahora, en el mundo y la historia. Ya el Concilio Vaticano II en la constitución Gaudium et spes 39 res-pondió a esta cuestión. Aparte de aclarar malentendidos, el Papa afirma con lúcida penetración que, puesto que la esperanza nos une a Jesucristo entregado por nosotros y vivo para siempre, podemos los cristianos también ejercer un servicio a los demás a través de la esperanza. No sólo esperamos para nosotros, esperamos también para la humanidad; cada persona que espera es una luz que ilumina y alienta la esperanza en el mundo (cf. nn. 28 s.). «Estar en comunión con Jesucristo nos hace participar de su ser “para todos”, hace que éste sea nuestro modo de ser» (n. 28).

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La comprensión de los grandes cambios acontecidos en la modernidad requiere algunos conocimientos de historia de la cultura, de la filosofía y de las ideologías; pero actualizar su conocimiento nos ayuda a comprender por qué la esperanza cris-tiana fue arrinconada y sometida a una crisis en aras de la fe y esperanza en el pro-greso, en la ciencia y la técnica, en las transformaciones políticas, en el cambio de los medios de producción, en las estructuras nuevas… Aquí aparecen nombres como F. Bacon y el método para cambiar con la ciencia la creación por el dominio de la razón sobre la fe; la Revolución francesa que cambió el “régimen antiguo”, la filosofía de Marx, la revolución comunista, etc. Con trazos claros describe el cambio postulado, el avance real de la humanidad, las pretensiones equivocadas, las consecuencias ne-gativas; y en este nuevo contexto histórico la maduración de la conciencia cristiana sobre la esperanza, ahondando en los elementos verdaderos intuidos. El Papa es fiel al patrimonio propio y aprecia lo positivo de otros patrimonios culturales. Después de las reflexiones pertinentes, argumentando con penetración y liber-tad, concluye el Papa sobre la confusión de fondo presente a veces en los cambios de la época moderna: “Digámoslo ahora de manera muy sencilla: el hombre necesita a Dios, de lo contrario queda sin esperanza. Visto el desarrollo de la edad moderna, la afirmación de San Pablo citada al principio (Ef 2,12) se demuestra muy realista y simplemente verdadera” (n. 23). “No es la ciencia la que redime al hombre. El hom-bre es redimido por el amor” (n. 26). “Quien no conoce a Dios, aunque tenga múlti-ples esperanzas, en el fondo está sin esperanza, sin la gran esperanza que sostiene la vida (cf. Ef 2,12)”. La gran esperanza es Dios, que nos ha amado “hasta el extremo”. El hombre no se reduce a cosas, a cambios estructurales, es persona, conciencia, li-bertad; no sólo materia, sino también espíritu. El Papa no juzga a cada persona, sea cristiana o atea, sino que enjuicia las doc-trinas y movimientos, ideas o orientaciones históricas, no dice, por ejemplo, que un marxista no pueda tener esperanza, ya que sólo Dios conoce la fe y la esperanza del corazón de los hombres (cf. Anáforas eucarísticas I y IV). Dice así: el marxismo y leninismo “en lugar de alumbrar un mundo sano, ha dejado tras de sí una destruc-ción desoladora” (n. 21). ¿Afirmar esto es ser reaccionario y poco moderno como algunos han criticado? ¿Es más moderna la revolución rusa de 1917 que la caída del muro de Berlín en 1989? ¿No ha tenido razón por ejemplo, la Escuela de Frankfurt, al hacer crítica del marxismo? ¿Por qué no aceptamos la invitación del Papa a exa-minar nuestra esperanza con sus enfermedades y auscultar cómo es la esperanza de la sociedad actual? (cf. 16,2,9-10). ¿De dónde proceden las faltas de esperanza y deci-sión de cara al futuro? 3. “Lugares” de aprendizaje y del ejercicio de la esperanza Aquí la lectura de la encíclica es de nuevo más sencilla y muy alentadora de los cristianos en el itinerario de la esperanza personal y eclesial. Enumera el Papa y bre-

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vemente desarrolla los siguientes ámbitos: la oración como escuela de la esperanza, la actuación recta como esperanza en acto, el sufrimiento como comunión con Cristo y por otros, el juicio como aprendizaje de la esperanza. En cada apartado hay aspectos muy interesantes para la edificación de la existencia cristiana, bellamente formula-dos. Nada puede suplir la lectura. Finalmente, escribe dos números sobre María, es-trella de la esperanza, siguiendo el itinerario del Nuevo Testamento sobre María. Es imposible desarrollar ahora, aunque fuera brevemente, el rico contenido; invito encarecidamente a que se lean y mediten y compartan la reflexión con otros. Dice descendiendo a situaciones concretas personales: cuando estoy solo y nadie me espera, y con nadie puedo hablar, Dios está ahí como compañero, interlocutor y co-bijo de los abandonados. El que reza nunca está solo. La oración oxigena la fe y la esperanza. Hablando con Dios podemos ser “ministros de esperanza para los demás” (n. 34). Toda actuación del hombre con responsabilidad y rectitud es esperanza en acto; actuando tratamos de llevar adelante las esperanzas. “Sufrir con el otro, por los otros; sufrir por amor de la verdad y de la justicia… son elementos fundamentales de la humanidad” (n. 39). La perspectiva del juicio ha influido siempre en los cristianos en su vida cotidiana. El juicio final es ante todo y sobre todo esperanza en la justicia, esperanza frente a las injusticias y abusos inmensos. “El Juicio de Dios es esperanza, tanto porque es justicia, como porque es gracia” (n. 47). 4. Testigos de esperanza cristiana Es éste un aspecto muy sugestivo y con gran impacto sobre el lector; el Papa a lo largo de la encíclica incluye algunos rostros luminosos de la esperanza cristiana, que concretan la doctrina y estimulan a los demás en el camino de la esperanza. En cada persona aparecen diferentes perspectivas de la esperanza cristiana. He aquí algunos casos. a) Josefina Bakhita (n. 3), esclava, maltratada, humillada, vendi-da… Cuando conoció que Dios la amaba, se sintió feliz y llena de esperanza porque era hija de Dios. b) San Agustín (n. 29); renunció a su distinción espiritual para transmitir esperanza en la conmoción del final del Imperio romano y para servir co-mo obispo a la gente sencilla. c) Cardenal Nguyen Van Thuan (n. 32). Durante los trece años de cárcel, la oración, la escucha de Dios y el diálogo con Él, lo sostuvo en medio de aquel “infierno” en la esperanza. d) El vietnamita Pablo Le-Bao-Thin ( 1857) (n. 37), mártir. De una carta suya, recogida en el Oficio de las Horas del 24 de noviembre, cita algunas frases impresionantes: “No estoy solo, sino que Cristo está conmigo”. El sufrimiento se transforma con la fuerza de la esperanza: “En medio de esta tempestad (la cárcel) echo el ancla hasta el trono de Dios, esperanza viva de mi corazón”. Lo que en esta presentación de “Spe salvi” he intentado hacer es, además de poner de relieve los aspectos más significativos de la encíclica, invitar encarecida-

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mente a su lectura personal y en grupos. Aclara ideas, anima la esperanza personal y estimula a ser servidores de esperanza. Cada vez que se relee la encíclica descubre el lector nuevas perspectivas.

Bilbao, 10 de diciembre de 2007

MONS. RICARDO BLÁZQUEZ Obispo de Bilbao

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Información. Albisteak

SECRETARÍA GENERAL

Fallecimiento

• Rvdo. Don Victoriano MADARIETA GALLETEBEITIA, jubilado. Falleció en

Bilbao el día 19 de enero de 2008, a los 79 años de edad.

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Sacerdotes diocesanos fallecidos en el año 2007

NOMBRE CARGO LUGAR FECHA BARRUTIA ERIZ, Bernardino Jubilado Bilbao 27-01 MENDIZABAL RUIZ, Miguel María Capellán Bilbao 11-02 ATXA UGARTE, Joseba Mirena Párroco Bilbao 22-02 MENDIVIL BILBAO, Gabriel Jubilado Ugao 23-02 LARRAÑAGA ELGUEA, Ramón Párroco Vitoria 28-05 ARAMENDI URRUTIA, Ángel Jubilado Bilbao 28-06 ALDECOA-OTALORA BEITIA, Jesús Jubilado Durango 20-07 OLABARRIA AGUIRRE, Anastasio Jubilado Bilbao 29-07 AZAROLA SANGRONIZ, Emilio Jubilado Bilbao 14-09 SALTERAIN GAZTELU-URRUTIA, Tomás Jubilado Bilbao 21-09 LARRAURI LARRAURI, Domingo Ignacio Jubilado Bilbao 13-11 PEREA CHAVARRI, Francisco Javier Jubilado Bilbao 22-11 BARANDIKA BERROJALBIZ, Iñaki Jubilado Muxika 21-12

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Crónica Diocesana*

D. Ricardo Blázquez participó en el encuentro por las familias celebrado en Madrid el pasado 30 de diciembre

D. Ricardo Blázquez participó, el pasado 30 de diciembre, en la extraordinaria cele-bración “Por la familia cristiana” organizada por el Arzobispado de Madrid y a la que acu-dieron miles de personas de todas las diócesis españolas, así como numerosos obispos y representantes de distintos movimientos católicos mundiales como Kiko Argüello, del Ca-mino Neocatecumenal, Andrea Ricardi, de la Comunidad de San Egidio o un representante de Chiara Lubich de los Focolares que envió un texto para que fuera leído. La Plaza de Colón de Madrid y calles adyacentes fueron abarrotadas por cientos de miles de personas. A los participantes en el encuentro dirigió el Papa un mensaje desde Roma. (El mensaje lo reproducimos en este boletín en el apartado de Iglesia. Roma. Elei-zea. Documentos. Agiriak). Desde primeras horas de la mañana se fueron congregando los asistentes. El carde-nal arzobispo de Madrid, Antonio María Rouco Varela, acogió la iniciativa presentada por diferentes movimientos eclesiales y presidió el acto. A las 11:00 de la mañana comenzaron las actividades preparadas para la celebración. Se pudo ver una proyección en las panta-llas gigantes distribuidas tanto en el escenario como por toda la zona de dos fragmentos de vídeos de Juan Pablo II. A mediodía las pantallas instaladas ofrecieron en directo el rezo del Ángelus de Be-nedicto XVI y el mensaje que el Pontífice ha dirigido a las familias españolas. "Siguiendo los evangelios de Mateo y de Lucas, fijamos la mirada en Jesús, María y José y adoramos el misterio de un Dios que ha querido nacer de una mujer, la Virgen Santa, y entrar en este mundo por la vía común de todos los hombres", dijo el Pontífice. Después recordó a su predecesor, Juan Pablo II, y sus palabras "el bien de la persona y el bien de la sociedad está estrictamente conectado con la 'buena salud' de la familia". Al comienzo de la celebración, intervino el Presidente de la Conferencia Episcopal, D. Ricardo Blázquez, quien dirigió un saludo a los participantes. A continuación tomaron la palabra los cardenales de Valencia, Agustín García-Gasco, y de Toledo, Antonio Cañizares. Enviaron sendos escritos los cardenales de Barcelona, Lluís Martínez Sistach, y de Sevilla, Carlos Amigo, que fueron leídos a la asamblea. En el saludo nuestro obispo y presidente de la Conferencia Episcopal resaltó que “La Iglesia quiere ofrecer a la sociedad la familia cris-tiana como un bien precioso; por eso hablamos del Evangelio del matrimonio y de la fami-lia. Estamos convencidos de que la oferta de la familia cristiana como una Buena Nueva es uno de los servicios más valiosos que puede prestar la Iglesia a la humanidad, ya que es un pilar seguro y estable en que padres e hijos asientan la vida y donde se fragua la socie-dad en el amor y el respeto, en la paz y en la esperanza” (Su intervención completa está reproducida en este boletín en el apartado Iglesia. Bizkaia. Eleizea. Documentos Agiriak). Después del Ángelus se dirigieron a los asistentes diversos líderes de movimientos, comunidades y asociaciones cristianas. Una vez concluidas estas intervenciones fue lleva-da hasta el altar la imagen de Nuestra Señora la Virgen de la Almudena. En la celebración de la Palabra, que siguió a continuación, tuvo la homilía el arzobispo de Madrid, cardenal

* La información de esta Crónica Diocesana está elaborada por la Delegación de MCS.

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Antonio María Rouco Varela. Concluida la celebración los participantes se fueron disper-sando con la satisfacción de haber tomado parte en un encuentro muy gozoso por la fami-lia cristiana, en la fiesta litúrgica de la Sagrada Familia.

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Monseñor Blázquez presidió la tradicional jornada anual de sacerdotes y diáconos de las diócesis de Barcelona, Sant Feliu y Terrassa

Nuestro Obispo y presidente de la Conferencia Episcopal Española, monseñor Ricar-do Blázquez, presidió el pasado 4 de enero la tradicional jornada anual de sacerdotes y diáconos de las diócesis de Barcelona, Sant Feliu y Terrassa, y animó, a los cerca de qui-nientos que participaron, a caminar impulsados por la Eucaristía. El obispo de Bilbao pidió a los presbíteros que lleven con dignidad las dificultades que encuentran hoy en su misión apostólica −como la frialdad y el desinterés en relación a la vivencia religiosa y la debilidad institucional y la fragilidad de la Iglesia en la sociedad actual− “sin echar las culpas a derecha o izquierda, arriba o abajo”. En sus reflexiones, tituladas “Situación actual de los sacerdotes a la luz de los discí-pulos de Emaús”, ofreció un mensaje de esperanza, y recordó cómo aquellos discípulos se animaron a dirigirse a Jerusalén tras encontrarse con Jesús resucitado a pesar de la oscu-ridad de la noche.

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Elizbarrutiko Barriak*

On Ricardo Blázquezek familien aldeko alkarraldian parte hartu eban Madrilen joan dan abenduaren 30ean

On Ricardo Blázquezek Madrileko artzapezpiku-barrutiak antolatutako “Kristau fami-liaren aldeko” aparteko ospakizunean parte hartu eban joan dan abenduaren 30ean; Es-painiako elizbarruti guztietako jentea bertaratu zan eta, era berean, han egon ziran gotzain eta artzapezpiku batzuk eta munduko mugimendu katoliko desbardinetako ordezkariak, esate baterako, Bide Neokatekumenaleko Kiko Argüello, San Egidio Alkarteko Andrea Ri-cardi edo bertan irakurteko testu bat bialdu eban ‘Focolar’ deritzan mugimenduko Chiara Lubich. Madrileko Kolon Plaza eta inguruko kaleak jentez gainezka egozala ospatu zan bil-kura hau eta bertan Benedikto XVI.a Aita Santuak Erromatik igorri eban mezua irakurri zan (osorik jasotzen da aldizkari nagusi honetan Iglesia. Roma. Eleizea. Documentos. Agiriak sailean). Goizean goiz hasi zan jentea batzen. Antonio Maria Rouco Varela Madrileko kardinal artzapezpikuak eliz mugimendu desbardinek aurkeztutako ekimena onartu eban eta buru izan zan “Kristau familiaren alde” ekitaldian. Hasieran, eszenatokian zein beste leku ba-tzuetan banatuta egozan pantaila erraldoietan, Joan Paulo II.aren bideoen zati bi emon ziran. Eguerdian, Benedikto XVI.ak zuzenduta errezatu zan Angelusa eta Aita Santuak fami-lia espainiarrei zuzendu deutsen mezua eskeini zan pantaila erraldoietan. “Mateo eta Lu-kasen ebanjelioak kontuan hartuta, Jesus, Maria eta Joseri begiratzen deutsegu eta ema-kumeagandik, Amabirjina Santuagandik jaiotea eta mundu honetan gizaki guztiei dagokien bidetik sartzea nahi izan dauan Jaungoikoaren misterioa gurtzen dogu”, esan eban Aita Santuak. Gero, Joan Paulo II.a aurreko Aita Santua gogoratu eban, honako hitzon bitartez: “gizakiaren ona eta gizartearen ona familiaren ‘osasun’ onari estu lotuta dago”. Ospakizunaren hasieran, On Ricardo Blázquez gure gotzain eta Gotzainen Batzarreko presidenteak han batutakoak agurtu ebazan. Ondoren, Agustin García-Gasko Valentziako kardinalak eta Antonio Cañizares Toledoko kardinalak hitz egin eben. Gainera, Lluís Mar-tínez Sistach Bartzelonako kardinalak eta Carlos Amigo Sevillako kardinalak bialdu ebezan mezuak ere irakurri ziran. Agurrean, gure gotzain eta Gotzainen Batzarreko presidenteak hauxe nabarmendu eban: “Elizeak kristau familia ondasun preziatu lez eskeini gura deutso gizarteari; horregaitik aitatzen dogu ezkontzaren eta familiaren Ebanjelioa. Gure ustez, kristau familia Barri On lez eskeintzea da Elizeak gizarteari egin daiekon zerbitzurik balio-tsuenetakoa, zutabe seguru eta egonkorra dalako eta bertan guraso eta seme-alabek bizi-tza finkatzen dabelako eta bertan janzten dalako gizartea maitasun eta errespetuan, bake eta itxaropenan” (Hitzaldi osoa jasotzen da aldizkari nagusi honetan, Iglesia. Bizkaia. Elei-zea. Documentos. Agiriak sailean). Angelusaren ostean, kristau mugimendu, komunitate eta alkarteetako arduradunek hitz egin eutsoen batzarrari. Ostean, Almudenako Amabirjinaren irudia eroan eben alda-rera. Ondoren egin zan Berbearen ospakizunean izan zan Antonio Maria Rouco Valera Ma-drileko artzapezpikuaren berbaldia. Ospakizuna amaitzeaz batera, jentea sakabanatu egin

* Elizbarrutiko Barriak egitea GKetako Ordezkaritzaren ardurea da.

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zan, Familia Santuaren jai liturgikoan, kristau familiaren aldeko alkarraldi pozgarrian parte hartu izanagaitik atseginez beteta.

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On Ricardo Blázquez gotzaina izan zan buru Bartzelona, Sant Feliu eta Terrassako elizbarrutietako abade eta diakonoen urteko jardunaldian

On Ricardo Blázquez gure gotzain eta Espainiako Gotzainen Batzarreko presidentea buru izan zan joan dan urtarrilaren 4an Bartzelona, San Feliu eta Terrassako elizbarrutie-tako abade eta diakonoen urteko jardunaldian, eta bertan batu ziran 500 lagunei dei egin eutsen Eukaristiak sustatuta ibili eitezan. Bilboko gotzainak eskari bat egin eutsen abadeei: duintasunez aurre egin deieela gaur egun euren misino apostolikoan aurkitzen dabezan zailtasunei −esate baterako, hoz-tasuna eta axolagabekeria bizipen erlijiosoari dagokionez, makaltasun instituzionala eta Elizearen hauskortasuna gaurko gizartean−, “errua eskumeari edo ezkerrari, gora ala be-hera, bota barik”. “Abadeen gaurko egoerea Emauseko ikasleen argira” izenburudun gogoetetan, mezu itxaropentsua eskeini eban, ikasle hareei gertatu jakena gogoratuz: iluntasunak iluntasun, Jesus berbiztuagaz bat egin ondoren, Jerusalenera joateko erabagia hartu eben.

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IGLESIA. EUSKALERRIA. ELEIZEA

Información. Albisteak

DIÓCESIS DE SAN SEBASTIÁN

Sacerdotes diocesanos fallecidos en el año 2007 NOMBRE CARGO LUGAR FECHA OÑATIVIA AUDELA, Ignacio Extradioc. Donostia 11-01 BERECIBAR OCHOA DE ANGUIOZAR, José Jubilado Vitoria 19-01 GARMENDIA ZUNZUNEGI, Juan José Jubilado Donostia 01-02 GARMENDIA ALDABALDE, Andrés Jubilado Hernani 22-03 ZAPIRAIN MARICHALAR, José Mª Canónigo Emérito Donostia 08-04 RAYMOND LOMBIDE, José Ramón Jubilado Donostia 11-04 ATORRASAGASTI ARRIETA, Erasmo Jubilado Donostia 30-05 PÉREZ DE SAN ROMÁN MADINABEITIA, Javier Jubilado Donostia 14-06 ABARRATEGUI LEANIZ-BARRUTIA, Cruz Párroco Eskoriatza 20-09 GARMENDIA ARCELUS, Juan José Jubilado Tolosa 08-09 GORRIA AROCENA, José María Jubilado Donostia 30-12

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DIÓCESIS DE VITORIA

Sacerdotes diocesanos fallecidos en el año 2007

NOMBRE CARGO LUGAR FECHA OÑATIBIA AURELA, Ignacio Jubilado Oyarzun 11-01 NAFARRATE UNZUETA, Benito Jubilado Vitoria 13-01 BELTRAN DE HEREDIA SAEZ DE IBARRA, Constancio Jubilado Vitoria 19-04 ORTIZ DE URTARAN DÍAZ, Félix Jubilado Vitoria 22-06 ZUGAZUA MÚGICA, Juan Cruz Jubilado Vitoria 12-08 ITURRATE SÁEZ DE LA FUENTE, José Capellán Vitoria 18-09

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IGLESIA. ESPAÑA. ELEIZEA

Documentos. Agiriak

Nota del Comité Ejecutivo de la Conferencia Episcopal Española sobre la celebración de la Familia Cristiana del 30 de diciembre

El Comité Ejecutivo de la Conferencia Episcopal Española, reunido hoy en su sesión mensual, tratando, entre otras cosas, de la celebración por la familia cristiana que tuvo lugar en Madrid el pasado día 30 de diciembre, domingo de la Sagrada Fa-milia, hace una valoración muy positiva del acto. El Comité Ejecutivo agradece al Santo Padre, Benedicto XVI, que se haya dig-nado dirigirse a los congregados con iluminadoras palabras de estímulo para quienes trabajan en favor de la familia. También expresa su agradecimiento a la Archidiócesis de Madrid y al señor Cardenal Arzobispo por la acogida y la organización de la asam-blea, junto con las asociaciones y personas que han prestado su colaboración. Da asimismo las gracias a los numerosísimos fieles, presentes en muchos casos con toda su familia y llegados de toda España, que participaron en el extraordinario aconteci-miento religioso con devoción, alegría y sin escatimar sacrificios. El Ejecutivo confía en que el Señor bendecirá con abundantes frutos espiritua-les, pastorales y sociales esta celebración. “Vale la pena trabajar por la familia y el matrimonio, porque vale la pena trabajar por el ser humano, el ser más precioso creado por Dios” (Benedicto XVI).

Madrid, 10 de enero de 2008

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Mensaje de los Obispos de la Comisión Episcopal de Relaciones Interconfesionales con motivo del

Octavario de oración por la unidad de los cristianos

«No ceséis de orar» 1. Primer centenario del Octavario de oración por la unidad Se cumplen en 2008 cien años del Octavario de oración por la unidad de los cristianos, desde que el P. Paul Wattson, cofundador de la Sociedad de la Expiación (Society of the Atonement), de Graymoor (Nueva York, Estados Unidos), diera co-mienzo a esta semana anual de oración por la unidad visible de la Iglesia. Desde en-tonces hasta el presente el camino ha cubierto etapas felizmente superadas y ha ven-cido obstáculos que parecían insalvables. Las diversas Iglesias y Comunidades eclesia-les se han ido incorporando a esta larga marcha de plegarias y oraciones por la recu-peración de la unidad visible perdida de la Iglesia, y la oración intensa y ferviente del Octavario es hoy patrimonio de todas las confesiones cristianas. 2. Avances en la reconstrucción de la unidad visible de la iglesia El Movimiento ecuménico, que tiene su punto de partida en la asamblea de Edimburgo en 1910 y condujo a la creación del Consejo Ecuménico de las Iglesias en 1948, se vio ampliamente enriquecido con la contribución propia del ecumenismo católico desde los años sesenta del pasado siglo, gracias al gran impulso que recibió del Vaticano II. Al lado del ecumenismo misionero de Edimburgo surgieron otras corrientes, que aunaron esfuerzos por la unidad mediante la anhelada convergencia doctrinal en la fe común y en el testimonio de los cristianos en el mundo. El ecume-nismo teológico arroja al presente un notable avance, que hemos de agradecer con humildad a la misericordia de Dios. Junto al diálogo teológico el ecumenismo pasto-ral ha ayudado a Iglesias y Comunidades eclesiales a aunar esfuerzos por un mejor servicio al pueblo de Dios y una mejor articulación de la presencia pública de la Igle-sia en la sociedad contemporánea. Todo ello está redundando en beneficio de la nue-va evangelización que las sociedades de nuestro tiempo esperan de la Iglesia. Fruto del diálogo teológico entre las grandes confesiones cristianas es el recien-te documento de la Comisión mixta de Iglesia Católica y de la Iglesia Ortodoxa “Co-munión eclesial, conciliaridad y autoridad”, del pasado 13 de octubre de 2007, en el cual católicos y ortodoxos han llegado a un primer principio de acuerdo sobre el primado del Papa (“el primero de los Obispos”), que necesitará todavía mucha re-flexión antes de que se pueda hablar de acuerdo pleno en un tema tan determinante para la recomposición de la unidad visible de la Iglesia. Con todo, el documento es

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un don del Señor a la Iglesia, que llega cuando se cumple el primer aniversario del viaje de Benedicto XVI a la sede de Constantinopla, del Patriarca Ecuménico. Ya en el campo más específicamente pastoral y del testimonio, la III Asamblea Ecuménica Europea de Iglesias, celebrada en Sibiu (Rumanía), del 4 al 9 de septiem-bre de 2007, ha constituido un notable éxito ecuménico gracias a la labor de las dos grandes plataformas eclesiales que han organizado la asamblea: el Consejo de Confe-rencias Episcopales de Europa (CCEE) y la Conferencia de Iglesias de Europa (CIE). La primera agrupa a las Conferencias episcopales católicas y la segunda a las Iglesias y Comunidades eclesiales no católicas. Esta tercera asamblea europea de Iglesias tuvo por lema “La luz de Cristo ilumina a todos”. Celebrada después de las asambleas de Basilea (1989) y Graz (1997), la convocatoria de Sibiu ha querido proyectar la luz de Cristo sobre los pueblos y naciones de Europa, que lentamente se alejan de la tradi-ción cristiana. Se trata de una preocupación por Europa que no quiere dejar de tener muy en cuenta la situación global del mundo y la búsqueda de Dios de las grandes religiones. Haciéndonos eco del mensaje de Sibiu, queremos recordar en primer lugar el ánimo que la asamblea quiso dar a las Iglesias para proseguir el diálogo teológico sin cansancio; y la invitación que hace al ejercicio de la caridad recíproca y para con todos los hombres. Caridad que es signo visible que las Iglesias dan al mundo del amor de Dios. Este signo se expresará con eficacia grande si todos los cristianos se manifiestan unánimes en la defensa de los derechos humanos y en favor de la paz en el mundo. Una paz que sólo llegará con la profunda transformación del corazón de cada ser humano, obra de la gracia de Dios. Animamos a todos a ser testigos del amor de Cristo y a orientar este testimonio particularmente en favor de la vida humana, amenazada por las desgracias naturales, las graves enfermedades contagiosas y aquellos males que son causados por el desor-den moral que genera el pecado, como la insolidaridad y la injusticia social, la explo-tación sin escrúpulo de los seres humanos, el terrorismo y las guerras. Una amenaza que se cierne sobre la vida y que, en nuestros días, está adquiriendo una gravedad no conocida por la práctica del aborto y el infanticidio, la manipulación de la vida em-brionaria y su destrucción. La asamblea de Sibiu ha sido sensible a la urgencia que han de sentir los cristianos de todas las confesiones en defender unidos la dignidad del ser humano y la condición sagrada de la vida. Cuando los cristianos dan unidos testimonio de Cristo se abre camino el Evan-gelio predicado por la Iglesia y retrocede el grave mal de nuestro tiempo que es el relativismo moral, que tanto contribuye a apartar a las personas y las sociedades del camino abierto por la predicación del Evangelio de Jesucristo. La norma de una vida regida por los verdaderos valores evangélicos es la fidelidad a los mandamientos de la ley divina y el seguimiento de Cristo por la senda evangélica de las bienaventuran-zas. La asamblea de Sibiu ha querido, además, recordar a todas las Iglesias el com-

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promiso adquirido en Estrasburgo de aplicar la Carta ecuménica para Europa, el fruto más palpable de la asamblea de Graz. Si las Iglesias se proponen secundar con empe-ño este compromiso, su testimonio será mucho más eficaz ante los ciudadanos y las instituciones europeas. La aplicación de la Carta pretende contribuir a que las rela-ciones entre las Iglesias se asienten sobre la fe común en la Santa Trinidad, en la obra redentora de Jesucristo Hijo de Dios y en la misión de salvación confiada por Cristo a la Iglesia, y sin menoscabo de la lealtad a la verdad tal como es percibida por cada una de las Iglesias, lealtad que es camino seguro hacia un futuro reconciliado. Al mismo tiempo, la Carta pretendía sentar las bases para un diálogo interreligioso con el judaísmo y el islam en la nueva situación de las sociedades europeas, sin menosca-bo también de la identidad de Europa históricamente marcada por el cristianismo. 3. Un ecumenismo espiritual alimentado por la oración constante de los cristianos

y de las Iglesias El ecumenismo, sin embargo, no podrá avanzar hacia su propio objetivo si cada uno de los cristianos y todos en la comunión de las Iglesias no unieran su plegaria a la de Cristo, el Mediador único de todos los hombres, para implorar al Padre de las misericordias la unidad visible de la Iglesia una y santa. Sin la oración incesante se desdibuja y se pierde el camino hacia la unidad visible. Hay un ecumenismo espiri-tual que ha contribuido de modo decisivo al reencuentro de las Iglesias, y todos los cristianos han de hacer cuanto esté de su mano para fortalecerlo. La oración de cada cristiano y cada Iglesia es el alimento del avance hacia la unidad visible. Fue este convencimiento el que inspiró la introducción del Octavario por la unidad que, cien años después, se ha convertido en una práctica puntual en cada mes de enero, año tras año. No podemos olvidar que esta oración incesante y sostenida ha salvado situaciones de dificultad cuando el desaliento ha cundido en la marcha del ecumenismo. Durante su celebración todas comunidades cristianas están llamadas a orar por la unidad: las comunidades parroquiales y las de vida consagrada, los movimientos y sectores pastorales de la vida de la Iglesia. La oración interconfe-sional tiene un particular sentido en esta semana grande de la unidad, y es preciso que se realice respetando las orientaciones del Directorio ecuménico sobre este modo de oración ecuménica. Para ello se ofrecen a todos los materiales preparados conjun-tamente por el Pontificio Consejo para la promoción de la unidad de los cristianos y la Comisión de Fe y Constitución del Consejo Ecuménico de las Iglesias. Aconseja-mos utilizar estos materiales, pero debidamente adaptados en cada caso según el cri-terio pastoral de los párrocos y de los sacerdotes que regentan la vida pastoral de las comunidades cristianas y las casas religiosas, siguiendo siempre las orientaciones del Obispo diocesano. Al ecumenismo espiritual han contribuido de manera particular las conferen-cias y encuentros ecuménicos de las comunidades monacales y religiosas que han

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sentido una llamada particular a practicar esta vía de acercamiento entre los cristia-nos, comprometiéndose generosamente en la común tarea de orar sin cesar por la unidad de la Iglesia. Queremos hacer una mención especial de este ecumenismo espi-ritual y confiamos a las comunidades religiosas movidas por el carisma de la unidad a que no cesen de orar para que se cumpla la voluntad de Cristo: “Padre, que sean uno, como tú y yo somos uno, para que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado” (Jn 17,21). A todos les recordamos que la necesidad de orar sin desmayo es exhortación y voluntad de Cristo, que a todos nos ha dado ejemplo supremo de comunión con Dios su Padre en la oración que le sostenía en fidelidad a su misión, uniendo su voluntad a la voluntad del Padre. Así lo enseñó a sus discípulos entregándoles la oración del Padrenuestro: “Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo” (Mt 6,10); y con aquellas otras y definitivas palabras suyas con las que aceptó su pasión y cruz: “Padre si es posible, pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya” (Mc 14,36). Hemos de suplicar del Señor de la Iglesia su unidad visible y confiar a su bondad y providencia la inspiración para hacer en cada momento aquello que con-venga al reino de Dios y su presencia en la Iglesia. Al dirigir este mensaje a las comunidades cristianas pensando en la próxima celebración del Octavario de oración por la unidad, cuando se cumplen sus cien años de tradición y vigencia, nos confiamos a la Inmaculada Virgen María, figura de la Iglesia y Madre de la esperanza, para que asista con su intercesión a todos los cristia-nos y los sostenga en fidelidad al único Señor de la Iglesia.

Madrid, a 8 de diciembre de 2007, Inmaculada Concepción de la Virgen María

ADOLFO, Obispo de Almería, Presidente SANTIAGO, Arzobispo de Mérida-Badajoz

JOSÉ, Obispo de Tuy-Vigo ROMÁN, Obispo de Vic

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Mensaje de los Obispos de la Comisión Episcopal de Migraciones con motivo de la Jornada Mundial de las Migraciones 2008

«Joven inmigrante, la parroquia sale a tu encuentro»

Introducción

La celebración de la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado vuelve a poner ante nuestros ojos una realidad en la que se ven envueltas más de 190 millones de personas en todo el mundo, además de los 24,5 millones de desplazados internos.

Por lo que se refiere a España, hemos pasado de 3.730.610 en el año 2006 a 4.482.568 en el año 2007, lo que supone un aumento de 751.958 personas, o sea, un 20,2% más. Dicho de otra manera, si en el 2006 la población extranjera representaba un 8,5% de la población total, en el 2007 este porcentaje ha subido al 9,9%.

La inmigración se ha convertido en un fenómeno humano complejo, con sus causas y consecuencias, que necesita ser encauzado convenientemente a fin de posi-bilitar sus repercusiones positivas y atenuar las negativas. Los gobiernos, las comuni-dades de origen y de acogida, la sociedad civil, el sector privado, la Iglesia y también los propios emigrantes, pueden y deben implicarse para que la migración constituya un factor positivo en los aspectos sociales, económicos, políticos y religiosos.

Algunos acontecimientos relevantes

A lo largo del año recién terminado ha habido en nuestro país algunos aconte-cimientos especialmente relevantes para nuestra tarea pastoral. Aunque en menor número, han seguido llegando a nuestras costas inmigrantes procedentes de África, a veces de Asia, habiéndose cobrado el mar numerosas vidas. No olvidamos a la mayo-ría de los inmigrantes que llegan a España por otras vías. La Iglesia, sobre todo a tra-vés de las parroquias de los lugares de llegada de estos inmigrantes, no puede perma-necer ajena. Ha de poner cuanto esté de su parte para una digna acogida y un trato humano.

Por otra parte, continúa siendo un hecho preocupante la estancia en nuestro país de numerosos inmigrantes indocumentados, la mayor parte de ellos jóvenes e incluso menores que se ven empujados a vivir en la clandestinidad y en la inseguri-dad. También con éstos tiene la Iglesia un especial compromiso de ayuda y servicio.

Los jóvenes inmigrantes

Por sí mismos, por su importancia como protagonistas en la sociedad y en la Iglesia del futuro, por su situación de mayor riesgo y exposición a posibles factores desestabilizadores de la persona y de la sociedad, merecen los jóvenes una especial

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atención por parte de la sociedad, de la Administración pública y de la Iglesia, que habrán de arbitrar especiales medidas para su adecuado proceso de desarrollo, de integración y de compromiso. Además de haber partido de sus países con una formación, en el mejor de los casos, incompleta, encuentran con frecuencia especiales dificultades para conciliar sus propias raíces con la integración en la sociedad que los acoge. En su mensaje para la Jornada mundial de este año, el Papa describe su situación en los siguientes térmi-nos: «Los jóvenes migrantes son particularmente sensibles a la problemática consti-tuida por la “dificultad de doble pertenencia”: por un lado, sienten vivamente la ne-cesidad de no perder la cultura de origen, mientras, por el otro, surge en ellos el comprensible deseo de insertarse orgánicamente en la sociedad que les acoge». A estos inmigrantes, desarraigados de su tierra y de su familia, se les une a ve-ces a su condición la de parado e indocumentado. En muchos aspectos son como se-res inexistentes. Esto los coloca en una situación de extrema vulnerabilidad y de in-defensión absoluta, especialmente a las mujeres, cuya presencia tiene un peso cuanti-tativo muy fuerte en la inmigración española de los últimos años. La parroquia sale al encuentro Ante la especial situación de los inmigrantes en nuestro país, de la problemáti-ca de los indocumentados o “sin papeles”, nuestras parroquias y comunidades cristia-nas deben adoptar una postura activa para dar una respuesta en la medida de sus po-sibilidades. La razón última ha de ser siempre no tanto la situación legal o jurídica, sino la igual dignidad de toda persona y sus derechos fundamentales y el mandato del Señor. La Parroquia, por su condición de familia, comunidad, por su capacidad de prestar numerosos y variados servicios a la persona, y por estar siempre “abierta” o “en guardia”, se encuentra en una situación privilegiada para ser el primer espacio de encuentro de los inmigrantes con la Iglesia de su nuevo país. Por otra parte, una Pa-rroquia viva y con espíritu misionero no se conformará con estar a la espera de los que vengan, sino que saldrá al encuentro de todos, especialmente de los más necesi-tados. El lema elegido por la Comisión Episcopal de Migraciones para esta Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado, “Joven inmigrante, la Parroquia sale a tu en-cuentro”, está muy en consonancia con el mensaje del Papa: “Los jóvenes inmigran-tes”. Con la acogida de los inmigrantes en las parroquias y el empeño especial de éstas en la atención a los más jóvenes, las comunidades cristianas se renuevan y se

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enriquecen y aumenta en ellas el número de los agentes pastorales en campos como la liturgia, la catequesis, la acción social y caritativa, y otros sectores de la pastoral. Al territorio de nuestras parroquias llegan, por otra parte, jóvenes inmigrantes pertenecientes a las distintas tradiciones cristianas −católicos de ritos latino y de otros ritos, ortodoxos, protestantes, anglicanos...−. Otros son miembros de la comu-nidad islámica de otras religiones o no creyentes. En lo que se refiere al respeto a la dignidad de toda persona y a la garantía y defensa de sus derechos fundamentales, así como en la ayuda a sus necesidades ele-mentales, la Parroquia y cada comunidad cristiana actuarán siempre evitando toda discriminación. A todos ha de llegar, por la palabra y el testimonio de los miembros de la Igle-sia el anuncio explícito del Evangelio de Jesucristo, como propuesta de Salvación. En la acogida y en el proceso de incorporación a la comunidad católica, la Pa-rroquia habrá de tener en cuenta la diferente condición religiosa de sus nuevos veci-nos. Con estas actitudes y con el testimonio de vida de los miembros de la comuni-dad cristiana, éstos ejercerán su misión profética y de denuncia ante posibles injusti-cias, y estarán siempre dispuestos a defender la dignidad y los derechos fundamenta-les de los inmigrantes. Terminamos con las palabras que el papa Benedicto XVI dirige a los jóvenes inmigrantes en su mensaje: “La Iglesia también os necesita y cuenta con vuestra aportación. Podéis desarrollar una función providencial en el actual contexto de la evangelización. [...] Podéis mostrar a todos que el Evangelio está vivo y es apropiado en cada situación; es un mensaje antiguo y siempre nuevo; Palabra de esperanza y de Salvación para los hombres de todas razas y culturas, de todas las edades y de todas las épocas”. Ojalá esta Jornada suponga un despertar y una llamada a la responsabilidad en nuestra identidad misionera para que a lo largo de este año salgamos al encuentro de todos aquellos que nos necesiten. Para ello, las parroquias, animadas por el Secreta-riado o la Delegación diocesana de migraciones, y en colaboración con los colegios católicos, con las Cáritas, con los Institutos de Vida Consagrada y con otras organiza-ciones de la Iglesia, deberán intensificar su trabajo en esta hermosa tarea que el Se-ñor pone ante nosotros.

Madrid, 20 de enero de 2008

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IGLESIA. ROMA. ELEIZEA

Documentos. Agiriak

«Spe salvi»

Carta Encíclica del Sumo Pontífice Benedicto XVI a los obispos, a los presbíteros y diáconos,

a las personas consagradas y a todos los fieles laicos sobre la esperanza cristiana

Introducción 1. “SPE SALVI facti sumus” − en esperanza fuimos salvados, dice san Pablo a los Romanos y también a nosotros (Rm 8,24). Según la fe cristiana, la “redención”, la salvación, no es simplemente un dato de hecho. Se nos ofrece la salvación en el sen-tido de que se nos ha dado la esperanza, una esperanza fiable, gracias a la cual pode-mos afrontar nuestro presente: el presente, aunque sea un presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino. Ahora bien, se nos plantea inmediatamente la siguiente pregunta: pero, ¿de qué género ha de ser esta esperanza para poder justificar la afirmación de que a partir de ella, y simplemente porque hay esperanza, somos redimidos por ella? Y, ¿de qué tipo de certeza se trata? La fe es esperanza 2. Antes de ocuparnos de estas preguntas que nos hemos hecho, y que hoy son percibidas de un modo particularmente intenso, hemos de escuchar todavía con un poco más de atención el testimonio de la Biblia sobre la esperanza. En efecto, “espe-ranza” es una palabra central de la fe bíblica, hasta el punto de que en muchos pasa-jes las palabras “fe” y “esperanza” parecen intercambiables. Así, la Carta a los Hebreos une estrechamente la “plenitud de la fe” (10,22) con la “firme confesión de la esperanza” (10,23). También cuando la Primera Carta de Pedro exhorta a los cris-tianos a estar siempre prontos para dar una respuesta sobre el logos −el sentido y la razón− de su esperanza (cf. 3,15), “esperanza” equivale a “fe”. El haber recibido como don una esperanza fiable fue determinante para la conciencia de los primeros cristia-nos, como se pone de manifiesto también cuando la existencia cristiana se compara con la vida anterior a la fe o con la situación de los seguidores de otras religiones. Pablo recuerda a los Efesios cómo antes de su encuentro con Cristo no tenían en el mundo “ni esperanza ni Dios” (Ef 2,12). Naturalmente, él sabía que habían tenido

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dioses, que habían tenido una religión, pero sus dioses se habían demostrado incier-tos y de sus mitos contradictorios no surgía esperanza alguna. A pesar de los dioses, estaban “sin Dios” y, por consiguiente, se hallaban en un mundo oscuro, ante un fu-turo sombrío. “In nihilo ab nihilo quam cito recidimus” (en la nada, de la nada, qué pronto recaemos),1 dice un epitafio de aquella época, palabras en las que aparece sin medias tintas lo mismo a lo que Pablo se refería. En el mismo sentido les dice a los Tesalonicenses: “No os aflijáis como los hombres sin esperanza” (1Ts 4,13). En este caso aparece también como elemento distintivo de los cristianos el hecho de que ellos tienen un futuro: no es que conozcan los pormenores de lo que les espera, pero saben que su vida, en conjunto, no acaba en el vacío. Sólo cuando el futuro es cierto como realidad positiva, se hace llevadero también el presente. De este modo, pode-mos decir ahora: el cristianismo no era solamente una “buena noticia”, una comuni-cación de contenidos desconocidos hasta aquel momento. En nuestro lenguaje se diría: el mensaje cristiano no era sólo “informativo”, sino “performativo”. Eso signifi-ca que el Evangelio no es solamente una comunicación de cosas que se pueden saber, sino una comunicación que comporta hechos y cambia la vida. La puerta oscura del tiempo, del futuro, ha sido abierta de par en par. Quien tiene esperanza vive de otra manera; se le ha dado una vida nueva. 3. Pero ahora se plantea la pregunta: ¿en qué consiste esta esperanza que, en cuanto esperanza, es “redención”? Pues bien, el núcleo de la respuesta se da en el pasaje antes citado de la Carta a los Efesios: antes del encuentro con Cristo, los Efe-sios estaban sin esperanza, porque estaban en el mundo «sin Dios». Llegar a conocer a Dios, al Dios verdadero, eso es lo que significa recibir esperanza. Para nosotros, que vivimos desde siempre con el concepto cristiano de Dios y nos hemos acostumbrado a él, el tener esperanza, que proviene del encuentro real con este Dios, resulta ya casi imperceptible. El ejemplo de una santa de nuestro tiempo puede en cierta medida ayudarnos a entender lo que significa encontrar por primera vez y realmente a este Dios. Me refiero a la africana Josefina Bakhita, canonizada por el Papa Juan Pablo II. Nació aproximadamente en 1869 −ni ella misma sabía la fecha exacta− en Darfur, Sudán. Cuando tenía nueve años fue secuestrada por traficantes de esclavos, golpeada y vendida cinco veces en los mercados de Sudán. Terminó como esclava al servicio de la madre y la mujer de un general, donde cada día era azotada hasta sangrar; como consecuencia de ello le quedaron 144 cicatrices para el resto de su vida. Por fin, en 1882 fue comprada por un mercader italiano para el cónsul italiano Callisto Legnani que, ante el avance de los mahdistas, volvió a Italia. Aquí, después de los terribles “dueños” de los que había sido propiedad hasta aquel momento, Bakhita llegó a co-nocer un «dueño» totalmente diferente −que llamó “paron” en el dialecto veneciano que ahora había aprendido−, al Dios vivo, el Dios de Jesucristo. Hasta aquel momen-to sólo había conocido dueños que la despreciaban y maltrataban o, en el mejor de los casos, la consideraban una esclava útil. Ahora, por el contrario, oía decir que había un “Paron” por encima de todos los dueños, el Señor de todos los señores, y

1 Cf. Corpus Inscriptionum Latinarum, vol. VI, n. 26003.

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que este Señor es bueno, la bondad en persona. Se enteró de que este Señor también la conocía, que la había creado también a ella; más aún, que la quería. También ella era amada, y precisamente por el “Paron” supremo, ante el cual todos los demás no son más que míseros siervos. Ella era conocida y amada, y era esperada. Incluso más: este Dueño había afrontado personalmente el destino de ser maltratado y ahora la esperaba “a la derecha de Dios Padre”. En este momento tuvo “esperanza”; no sólo la pequeña esperanza de encontrar dueños menos crueles, sino la gran esperanza: yo soy definitivamente amada, suceda lo que suceda; este gran Amor me espera. Por eso mi vida es hermosa. A través del conocimiento de esta esperanza ella fue «redimida», ya no se sentía esclava, sino hija libre de Dios. Entendió lo que Pablo quería decir cuando recordó a los Efesios que antes estaban en el mundo sin esperanza y sin Dios; sin esperanza porque estaban sin Dios. Así, cuando se quiso devolverla a Sudán, Ba-khita se negó; no estaba dispuesta a que la separaran de nuevo de su “Paron”. El 9 de enero de 1890 recibió el Bautismo, la Confirmación y la primera Comunión de ma-nos del Patriarca de Venecia. El 8 de diciembre de 1896 hizo los votos en Verona, en la Congregación de las hermanas Canosianas, y desde entonces −junto con sus labo-res en la sacristía y en la portería del claustro− intentó sobre todo, en varios viajes por Italia, exhortar a la misión: sentía el deber de extender la liberación que había recibido mediante el encuentro con el Dios de Jesucristo; que la debían recibir otros, el mayor número posible de personas. La esperanza que en ella había nacido y la había “redimido” no podía guardársela para sí sola; esta esperanza debía llegar a mu-chos, llegar a todos. El concepto de esperanza basada en la fe en el Nuevo Testamento y en la Iglesia primitiva 4. Antes de abordar la cuestión sobre si el encuentro con el Dios que nos ha mos-trado su rostro en Cristo, y que ha abierto su Corazón, es para nosotros no sólo “in-formativo”, sino también “performativo”, es decir, si puede transformar nuestra vida hasta hacernos sentir redimidos por la esperanza que dicho encuentro expresa, vol-vamos de nuevo a la Iglesia primitiva. Es fácil darse cuenta de que la experiencia de la pequeña esclava africana Bakhita fue también la experiencia de muchas personas maltratadas y condenadas a la esclavitud en la época del cristianismo naciente. El cristianismo no traía un mensaje socio-revolucionario como el de Espartaco que, con luchas cruentas, fracasó. Jesús no era Espartaco, no era un combatiente por una libe-ración política como Barrabás o Bar-Kokebá. Lo que Jesús había traído, habiendo muerto Él mismo en la cruz, era algo totalmente diverso: el encuentro con el Señor de todos los señores, el encuentro con el Dios vivo y, así, el encuentro con una espe-ranza más fuerte que los sufrimientos de la esclavitud, y que por ello transforma des-de dentro la vida y el mundo. La novedad de lo ocurrido aparece con máxima clari-dad en la Carta de san Pablo a Filemón. Se trata de una carta muy personal, que Pa-blo escribe en la cárcel, enviándola con el esclavo fugitivo, Onésimo, precisamente a su dueño, Filemón. Sí, Pablo devuelve el esclavo a su dueño, del que había huido, y

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no lo hace mandando, sino suplicando: “Te recomiendo a Onésimo, mi hijo, a quien he engendrado en la prisión [...]. Te lo envío como algo de mis entrañas [...]. Quizás se apartó de ti para que le recobres ahora para siempre; y no como esclavo, sino mu-cho mejor: como hermano querido” (Flm 10-16). Los hombres que, según su estado civil se relacionan entre sí como dueños y esclavos, en cuanto miembros de la única Iglesia se han convertido en hermanos y hermanas unos de otros: así se llamaban mutuamente los cristianos. Habían sido regenerados por el Bautismo, colmados del mismo Espíritu y recibían juntos, unos al lado de otros, el Cuerpo del Señor. Aunque las estructuras externas permanecieran igual, esto cambiaba la sociedad desde dentro. Cuando la Carta a los Hebreos dice que los cristianos son huéspedes y peregrinos en la tierra, añorando la patria futura (cf. Hb 11,13-16; Flp 3,20), no remite simplemen-te a una perspectiva futura, sino que se refiere a algo muy distinto: los cristianos re-conocen que la sociedad actual no es su ideal; ellos pertenecen a una sociedad nueva, hacia la cual están en camino y que es anticipada en su peregrinación. 5. Hemos de añadir todavía otro punto de vista. La Primera Carta a los Corintios (1,18-31) nos muestra que una gran parte de los primeros cristianos pertenecía a las clases sociales bajas y, precisamente por eso, estaba preparada para la experiencia de la nueva esperanza, como hemos visto en el ejemplo de Bakhita. No obstante, hubo también desde el principio conversiones en las clases sociales aristocráticas y cultas. Precisamente porque éstas también vivían en el mundo “sin esperanza y sin Dios”. El mito había perdido su credibilidad; la religión de Estado romana se había escleroti-zado convirtiéndose en simple ceremonial, que se cumplía escrupulosamente pero ya reducido sólo a una «religión política». El racionalismo filosófico había relegado a los dioses al ámbito de lo irreal. Se veía lo divino de diversas formas en las fuerzas cós-micas, pero no existía un Dios al que se pudiera rezar. Pablo explica de manera abso-lutamente apropiada la problemática esencial de entonces sobre la religión cuando a la vida “según Cristo” contrapone una vida bajo el señorío de los “elementos del mundo” (cf. Col 2,8). En esta perspectiva, hay un texto de san Gregorio Nacianceno que puede ser muy iluminador. Dice que en el mismo momento en que los Magos, guiados por la estrella, adoraron al nuevo rey, Cristo, llegó el fin para la astrología, porque desde entonces las estrellas giran según la órbita establecida por Cristo.2 En efecto, en esta escena se invierte la concepción del mundo de entonces que, de modo diverso, también hoy está nuevamente en auge. No son los elementos del cosmos, la leyes de la materia, lo que en definitiva gobierna el mundo y el hombre, sino que es un Dios personal quien gobierna las estrellas, es decir, el universo; la última instancia no son las leyes de la materia y de la evolución, sino la razón, la voluntad, el amor: una Persona. Y si conocemos a esta Persona, y ella a nosotros, entonces el inexorable poder de los elementos materiales ya no es la última instancia; ya no somos esclavos del universo y de sus leyes, ahora somos libres. Esta toma de conciencia ha influen-ciado en la antigüedad a los espíritus genuinos que estaban en búsqueda. El cielo no está vacío. La vida no es el simple producto de las leyes y de la casualidad de la mate-

2 Cf. Poemas dogmáticos, V, 55-64: PG 37, 428-429.

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ria, sino que en todo, y al mismo tiempo por encima de todo, hay una voluntad per-sonal, hay un Espíritu que en Jesús se ha revelado como Amor.3 6. Los sarcófagos de los primeros tiempos del cristianismo muestran visiblemente esta concepción, en presencia de la muerte, ante la cual es inevitable preguntarse por el sentido de la vida. En los antiguos sarcófagos se interpreta la figura de Cristo me-diante dos imágenes: la del filósofo y la del pastor. En general, por filosofía no se en-tendía entonces una difícil disciplina académica, como ocurre hoy. El filósofo era más bien el que sabía enseñar el arte esencial: el arte de ser hombre de manera recta, el arte de vivir y morir. Ciertamente, ya desde hacía tiempo los hombres se habían percatado de que gran parte de los que se presentaban como filósofos, como maestros de vida, no eran más que charlatanes que con sus palabras querían ganar dinero, mientras que no tenían nada que decir sobre la verdadera vida. Esto hacía que se buscase con más ahínco aún al auténtico filósofo, que supiera indicar verdaderamen-te el camino de la vida. Hacia finales del siglo III encontramos por vez primera en Roma, en el sarcófago de un niño y en el contexto de la resurrección de Lázaro, la figura de Cristo como el verdadero filósofo, que tiene el Evangelio en una mano y en la otra el bastón de caminante propio del filósofo. Con este bastón Él vence a la muerte; el Evangelio lleva la verdad que los filósofos deambulantes habían buscado en vano. En esta imagen, que después perdurará en el arte de los sarcófagos durante mucho tiempo, se muestra claramente lo que tanto las personas cultas como las sen-cillas encontraban en Cristo: Él nos dice quién es en realidad el hombre y qué debe hacer para ser verdaderamente hombre. Él nos indica el camino y este camino es la verdad. Él mismo es ambas cosas, y por eso es también la vida que todos anhelamos. Él indica también el camino más allá de la muerte; sólo quien es capaz de hacer todo esto es un verdadero maestro de vida. Lo mismo puede verse en la imagen del pastor. Como ocurría para la representación del filósofo, también para la representación de la figura del pastor la Iglesia primitiva podía referirse a modelos ya existentes en el arte romano. En éste, el pastor expresaba generalmente el sueño de una vida serena y sencilla, de la cual tenía nostalgia la gente inmersa en la confusión de la ciudad. Pero ahora la imagen era contemplada en un nuevo escenario que le daba un contenido más profundo: “El Señor es mi pastor, nada me falta... Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo...” (Sal 22,1-4). El verdadero pastor es Aquél que conoce también el camino que pasa por el valle de la muerte; Aquél que incluso por el camino de la última soledad, en el que nadie me puede acompañar, va conmigo guiándome para atravesarlo: Él mismo ha recorrido este camino, ha bajado al reino de la muerte, la ha vencido, y ha vuelto para acompañarnos ahora y darnos la certeza de que, con Él, se encuentra siempre un paso abierto. Saber que existe Aquél que me acompaña incluso en la muerte y que con su “vara y su cayado me sosiega”, de modo que “nada temo” (cf. Sal 22,4), era la nueva “esperanza” que brota-ba en la vida de los creyentes.

3 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1817-1821.

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7. Debemos volver una vez más al Nuevo Testamento. En el capítulo undécimo de la Carta a los Hebreos (v. 1) se encuentra una especie de definición de la fe que une estrechamente esta virtud con la esperanza. Desde la Reforma, se ha entablado entre los exegetas una discusión sobre la palabra central de esta frase, y en la cual parece que hoy se abre un camino hacia una interpretación común. Dejo por el mo-mento sin traducir esta palabra central. La frase dice así: “La fe es hypostasis de lo que se espera y prueba de lo que no se ve”. Para los Padres y para los teólogos de la Edad Media estaba claro que la palabra griega hypostasis se traducía al latín con el término substantia. Por tanto, la traducción latina del texto elaborada en la Iglesia antigua, dice así: “Est autem fides sperandarum substantia rerum, argumentum non apparentium”, la fe es la “sustancia” de lo que se espera; prueba de lo que no se ve. Tomás de Aquino,4 usando la terminología de la tradición filosófica en la que se hallaba, explica esto de la siguiente manera: la fe es un habitus, es decir, una cons-tante disposición del ánimo, gracias a la cual comienza en nosotros la vida eterna y la razón se siente inclinada a aceptar lo que ella misma no ve. Así pues, el concepto de “sustancia” queda modificado en el sentido de que por la fe, de manera incipiente, podríamos decir “en germen” −por tanto según la “sustancia”− ya están presentes en nosotros las realidades que se esperan: el todo, la vida verdadera. Y precisamente porque la realidad misma ya está presente, esta presencia de lo que vendrá genera también certeza: esta “realidad” que ha de venir no es visible aún en el mundo exter-no (no “aparece”), pero debido a que, como realidad inicial y dinámica, la llevamos dentro de nosotros, nace ya ahora una cierta percepción de la misma. A Lutero, que no tenía mucha simpatía por la Carta a los Hebreos en sí misma, el concepto de “sus-tancia” no le decía nada en el contexto de su concepción de la fe. Por eso entendió el término hipóstasis/sustancia no en sentido objetivo (de realidad presente en noso-tros), sino en el sentido subjetivo, como expresión de una actitud interior y, por con-siguiente, tuvo que comprender naturalmente también el término argumentum co-mo una disposición del sujeto. Esta interpretación se ha difundido también en la exé-gesis católica en el siglo XX −al menos en Alemania− de tal manera que la traducción ecuménica del Nuevo Testamento en alemán, aprobada por los Obispos, dice: “Glau-be aber ist: Feststehen in dem, was man erhofft, Überzeugtsein von dem, was man nicht sieht” (fe es: estar firmes en lo que se espera, estar convencidos de lo que no se ve). En sí mismo, esto no es erróneo, pero no es el sentido del texto, porque el térmi-no griego usado (elenchos) no tiene el valor subjetivo de “convicción”, sino el signi-ficado objetivo de “prueba”. Por eso, la exégesis protestante reciente ha llegado con razón a un convencimiento diferente: “Ahora ya no se puede poner en duda que esta interpretación protestante, que se ha hecho clásica, es insostenible”.5 La fe no es so-lamente un tender de la persona hacia lo que ha de venir, y que está todavía total-mente ausente; la fe nos da algo. Nos da ya ahora algo de la realidad esperada, y esta realidad presente constituye para nosotros una “prueba” de lo que aún no se ve. Ésta atrae al futuro dentro del presente, de modo que el futuro ya no es el puro “todavía-

4 Summa Theologiae, II-II, q. 4, a. 1. 5 H. Köster: ThWNT VIII (1969), 585.

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no”. El hecho de que este futuro exista cambia el presente; el presente está marcado por la realidad futura, y así las realidades futuras repercuten en las presentes y las presentes en las futuras. 8. Esta explicación cobra mayor fuerza aún, y se conecta con la vida concreta, si consideramos el versículo 34 del capítulo 10 de la Carta a los Hebreos que, desde el punto de vista lingüístico y de contenido, está relacionado con esta definición de una fe impregnada de esperanza y que al mismo tiempo la prepara. Aquí, el autor habla a los creyentes que han padecido la experiencia de la persecución y les dice: “Compar-tisteis el sufrimiento de los encarcelados, aceptasteis con alegría que os confiscaran los bienes (hyparchonton − Vg: bonorum), sabiendo que teníais bienes mejores y permanentes (hyparxin − Vg: substantiam)”. Hyparchonta son las propiedades, lo que en la vida terrenal constituye el sustento, la base, la “sustancia” con la que se cuenta para la vida. Esta “sustancia”, la seguridad normal para la vida, se la han qui-tado a los cristianos durante la persecución. Lo han soportado porque después de todo consideraban irrelevante esta sustancia material. Podían dejarla porque habían encontrado una “base” mejor para su existencia, una base que perdura y que nadie puede quitar. No se puede dejar de ver la relación que hay entre estas dos especies de “sustancia”, entre sustento o base material y la afirmación de la fe como “base”, como “sustancia” que perdura. La fe otorga a la vida una base nueva, un nuevo fundamento sobre el que el hombre puede apoyarse, de tal manera que precisamente el funda-mento habitual, la confianza en la renta material, queda relativizado. Se crea una nueva libertad ante este fundamento de la vida que sólo aparentemente es capaz de sustentarla, aunque con ello no se niega ciertamente su sentido normal. Esta nueva libertad, la conciencia de la nueva «sustancia» que se nos ha dado, se ha puesto de manifiesto no sólo en el martirio, en el cual las personas se han opuesto a la prepo-tencia de la ideología y de sus órganos políticos, renovando el mundo con su muerte. También se ha manifestado sobre todo en las grandes renuncias, desde los monjes de la antigüedad hasta Francisco de Asís, y a las personas de nuestro tiempo que, en los Institutos y Movimientos religiosos modernos, han dejado todo por amor de Cristo para llevar a los hombres la fe y el amor de Cristo, para ayudar a las personas que sufren en el cuerpo y en el alma. En estos casos se ha comprobado que la nueva “sus-tancia” es realmente “sustancia”; de la esperanza de estas personas tocadas por Cristo ha brotado esperanza para otros que vivían en la oscuridad y sin esperanza. En ellos se ha demostrado que esta nueva vida posee realmente “sustancia” y es una “sustan-cia” que suscita vida para los demás. Para nosotros, que contemplamos estas figuras, su vida y su comportamiento son de hecho una “prueba” de que las realidades futu-ras, la promesa de Cristo, no es solamente una realidad esperada sino una verdadera presencia: Él es realmente el “filósofo” y el “pastor” que nos indica qué es y dónde está la vida. 9. Para comprender más profundamente esta reflexión sobre las dos especies de sustancias hypostasis e hyparchonta y sobre los dos modos de vida expresados con ellas, tenemos todavía que reflexionar brevemente sobre dos palabras relativas a este

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argumento, que se encuentran en el capítulo 10 de la Carta a los Hebreos. Se trata de las palabras hypomone (10,36) e hypostole (10,39). Hypomone se traduce normal-mente por “paciencia”, perseverancia, constancia. El creyente necesita saber esperar soportando pacientemente las pruebas para poder “alcanzar la promesa” (cf. 10,36). En la religiosidad del antiguo judaísmo, esta palabra se usó expresamente para desig-nar la espera de Dios característica de Israel: su perseverar en la fidelidad a Dios ba-sándose en la certeza de la Alianza, en medio de un mundo que contradice a Dios. Así, la palabra indica una esperanza vivida, una existencia basada en la certeza de la esperanza. En el Nuevo Testamento, esta espera de Dios, este estar de parte de Dios, asume un nuevo significado: Dios se ha manifestado en Cristo. Nos ha comunicado ya la “sustancia” de las realidades futuras y, de este modo, la espera de Dios adquiere una nueva certeza. Se esperan las realidades futuras a partir de un presente ya entre-gado. Es la espera, ante la presencia de Cristo, con Cristo presente, de que su Cuerpo se complete, con vistas a su llegada definitiva. En cambio, con hypostole se expresa el retraerse de quien no se arriesga a decir abiertamente y con franqueza la verdad qui-zás peligrosa. Este esconderse ante los hombres por espíritu de temor ante ellos lleva a la “perdición” (Hb 10,39). Por el contrario, la Segunda Carta a Timoteo caracteriza la actitud de fondo del cristiano con una bella expresión: “Dios no nos ha dado un espíritu cobarde, sino un espíritu de energía, amor y buen juicio” (1,7). La vida eterna − ¿qué es? 10. Hasta ahora hemos hablado de la fe y de la esperanza en el Nuevo Testamento y en los comienzos del cristianismo; pero siempre se ha tenido también claro que no sólo hablamos del pasado; toda la reflexión concierne a la vida y a la muerte en gene-ral y, por tanto, también tiene que ver con nosotros aquí y ahora. No obstante, es el momento de preguntarnos ahora de manera explícita: la fe cristiana ¿es también para nosotros ahora una esperanza que transforma y sostiene nuestra vida? ¿Es para noso-tros “performativa”, un mensaje que plasma de modo nuevo la vida misma, o es ya sólo “información” que, mientras tanto, hemos dejado arrinconada y nos parece su-perada por informaciones más recientes? En la búsqueda de una respuesta quisiera partir de la forma clásica del diálogo con el cual el rito del Bautismo expresaba la acogida del recién nacido en la comunidad de los creyentes y su renacimiento en Cristo. El sacerdote preguntaba ante todo a los padres qué nombre habían elegido para el niño, y continuaba después con la pregunta: “¿Qué pedís a la Iglesia?”. Se res-pondía: “La fe”. Y “¿Qué te da la fe?”. “La vida eterna”. Según este diálogo, los padres buscaban para el niño la entrada en la fe, la comunión con los creyentes, porque veí-an en la fe la llave para “la vida eterna”. En efecto, ayer como hoy, en el Bautismo, cuando uno se convierte en cristiano, se trata de esto: no es sólo un acto de socializa-ción dentro de la comunidad ni solamente de acogida en la Iglesia. Los padres espe-ran algo más para el bautizando: esperan que la fe, de la cual forma parte el cuerpo de la Iglesia y sus sacramentos, le dé la vida, la vida eterna. La fe es la sustancia de la esperanza. Pero entonces surge la cuestión: ¿De verdad queremos esto: vivir eterna-

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mente? Tal vez muchas personas rechazan hoy la fe simplemente porque la vida eterna no les parece algo deseable. En modo alguno quieren la vida eterna, sino la presente y, para esto, la fe en la vida eterna les parece más bien un obstáculo. Seguir viviendo para siempre −sin fin− parece más una condena que un don. Ciertamente, se querría aplazar la muerte lo más posible. Pero vivir siempre, sin un término, sólo sería a fin de cuentas aburrido y al final insoportable. Esto es lo que dice precisamen-te, por ejemplo, el Padre de la Iglesia Ambrosio en el sermón fúnebre por su herma-no difunto Sátiro: “Es verdad que la muerte no formaba parte de nuestra naturaleza, sino que se introdujo en ella; Dios no instituyó la muerte desde el principio, sino que nos la dio como un remedio [...]. En efecto, la vida del hombre, condenada por culpa del pecado a un duro trabajo y a un sufrimiento intolerable, comenzó a ser digna de lástima: era necesario dar un fin a estos males, de modo que la muerte restituyera lo que la vida había perdido. La inmortalidad, en efecto, es más una carga que un bien, si no entra en juego la gracia”.6 Y Ambrosio ya había dicho poco antes: “No debemos deplorar la muerte, ya que es causa de salvación”.7 11. Sea lo que fuere lo que san Ambrosio quiso decir exactamente con estas pala-bras, es cierto que la eliminación de la muerte, como también su aplazamiento casi ilimitado, pondría a la tierra y a la humanidad en una condición imposible y no comportaría beneficio alguno para el individuo mismo. Obviamente, hay una con-tradicción en nuestra actitud, que hace referencia a un contraste interior de nuestra propia existencia. Por un lado, no queremos morir; los que nos aman, sobre todo, no quieren que muramos. Por otro lado, sin embargo, tampoco deseamos seguir exis-tiendo ilimitadamente, y tampoco la tierra ha sido creada con esta perspectiva. En-tonces, ¿qué es realmente lo que queremos? Esta paradoja de nuestra propia actitud suscita una pregunta más profunda: ¿qué es realmente la “vida”? Y ¿qué significa verdaderamente «eternidad»? Hay momentos en que de repente percibimos algo: sí, esto sería precisamente la verdadera “vida”, así debería ser. En contraste con ello, lo que cotidianamente llamamos “vida”, en verdad no lo es. Agustín, en su extensa carta sobre la oración dirigida a Proba, una viuda romana acomodada y madre de tres cón-sules, escribió una vez: en el fondo queremos sólo una cosa, la “vida bienaventurada”, la vida que simplemente es vida, simplemente “felicidad”. A fin de cuentas, en la oración no pedimos otra cosa. No nos encaminamos hacia nada más, se trata sólo de esto. Pero después Agustín dice también: pensándolo bien, no sabemos en absoluto lo que deseamos, lo que quisiéramos concretamente. Desconocemos del todo esta realidad; incluso en aquellos momentos en que nos parece tocarla con la mano no la alcanzamos realmente. “No sabemos pedir lo que nos conviene”, reconoce con una expresión de san Pablo (Rm 8,26). Lo único que sabemos es que no es esto. Sin em-bargo, en este no-saber sabemos que esta realidad tiene que existir. “Así, pues, hay en nosotros, por decirlo de alguna manera, una sabia ignorancia (docta ignorantia)”, escribe. No sabemos lo que queremos realmente; no conocemos esta “verdadera vida”

6 De excessu fratris sui Satyri, II, 47: CSEL 73, 274. 7 Ibíd., II, 46: CSEL 73, 273.

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y, sin embargo, sabemos que debe existir un algo que no conocemos y hacia el cual nos sentimos impulsados.8 12. Pienso que Agustín describe en este pasaje, de modo muy preciso y siempre válido, la situación esencial del hombre, la situación de la que provienen todas sus contradicciones y sus esperanzas. De algún modo deseamos la vida misma, la verda-dera, la que no se vea afectada ni siquiera por la muerte; pero, al mismo tiempo, no conocemos eso hacia lo que nos sentimos impulsados. No podemos dejar de tender a ello y, sin embargo, sabemos que todo lo que podemos experimentar o realizar no es lo que deseamos. Esta “realidad” desconocida es la verdadera “esperanza” que nos empuja y, al mismo tiempo, su desconocimiento es la causa de todas las desespera-ciones, así como también de todos los impulsos positivos o destructivos hacia el mundo auténtico y el auténtico hombre. La expresión “vida eterna” trata de dar un nombre a esta desconocida realidad conocida. Es por necesidad una expresión insufi-ciente que crea confusión. En efecto, “eterno” suscita en nosotros la idea de lo inter-minable, y eso nos da miedo; “vida” nos hace pensar en la vida que conocemos, que amamos y que no queremos perder, pero que a la vez es con frecuencia más fatiga que satisfacción, de modo que, mientras por un lado la deseamos, por otro no la que-remos. Podemos solamente tratar de salir con nuestro pensamiento de la temporali-dad a la que estamos sujetos y augurar de algún modo que la eternidad no sea un continuo sucederse de días del calendario, sino como el momento pleno de satisfac-ción, en el cual la totalidad nos abraza y nosotros abrazamos la totalidad. Sería el momento del sumergirse en el océano del amor infinito, en el cual el tiempo −el an-tes y el después− ya no existe. Podemos únicamente tratar de pensar que este mo-mento es la vida en sentido pleno, sumergirse siempre de nuevo en la inmensidad del ser, a la vez que estamos desbordados simplemente por la alegría. En el Evangelio de Juan, Jesús lo expresa así: “Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y nadie os quitará vuestra alegría” (16,22). Tenemos que pensar en esta línea si queremos en-tender el objetivo de la esperanza cristiana, qué es lo que esperamos de la fe, de nues-tro ser con Cristo.9 ¿Es individualista la esperanza cristiana? 13. A lo largo de su historia, los cristianos han tratado de traducir en figuras repre-sentables este saber que no sabe, recurriendo a imágenes del “cielo” que siempre re-sultan lejanas de lo que, precisamente por eso, sólo conocemos negativamente, a tra-vés de un no-conocimiento. En el curso de los siglos, todos estos intentos de repre-sentación de la esperanza han impulsado a muchos a vivir basándose en la fe y, como consecuencia, a abandonar sus “hyparchonta”, las sustancias materiales para su exis-tencia. El autor de la Carta a los Hebreos, en el capítulo 11, ha trazado una especie de

8 Cf. Ep. 130 Ad Probam 14, 25-15, 28: CSEL 44, 68-73. 9 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1025.

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historia de los que viven en la esperanza y de su estar de camino, una historia que desde Abel llega hasta la época del autor. En los tiempos modernos se ha desencade-nado una crítica cada vez más dura contra este tipo de esperanza: consistiría en puro individualismo, que habría abandonado el mundo a su miseria y se habría amparado en una salvación eterna exclusivamente privada. Henri de Lubac, en la introducción a su obra fundamental Catholicisme. Aspects sociaux du dogme, ha recogido algunos testimonios característicos de esta clase, uno de los cuales es digno de mención: “¿He encontrado la alegría? No... He encontrado mi alegría. Y esto es algo terriblemente diverso... La alegría de Jesús puede ser personal. Puede pertenecer a una sola perso-na, y ésta se salva. Está en paz..., ahora y por siempre, pero ella sola. Esta soledad de la alegría no la perturba. Al contrario: ¡Ella es precisamente la elegida! En su biena-venturanza atraviesa felizmente las batallas con una rosa en la mano”.10 14. A este respecto, de Lubac ha podido demostrar, basándose en la teología de los Padres en toda su amplitud, que la salvación ha sido considerada siempre como una realidad comunitaria. La misma Carta a los Hebreos habla de una “ciudad” (cf. 11,10.16; 12,22; 13,14) y, por tanto, de una salvación comunitaria. Los Padres, cohe-rentemente, entienden el pecado como la destrucción de la unidad del género humano, como ruptura y división. Babel, el lugar de la confusión de las lenguas y de la separación, se muestra como expresión de lo que es el pecado en su raíz. Por eso, la “redención” se presenta precisamente como el restablecimiento de la unidad en la que nos encontramos de nuevo juntos en una unión que se refleja en la comunidad mundial de los creyentes. No hace falta que nos ocupemos aquí de todos los textos en los que aparece el aspecto comunitario de la esperanza. Sigamos con la Carta a Proba, en la cual Agustín intenta explicar un poco esta desconocida realidad conocida que vamos buscando. El punto de partida es simplemente la expresión “vida bienaventu-rada [feliz]”. Después cita el Salmo 144 [143],15: “Dichoso el pueblo cuyo Dios es el Señor”. Y continúa: «Para que podamos formar parte de este pueblo y llegar [...] a vivir con Dios eternamente, ‘‘el precepto tiene por objeto el amor, que brota de un corazón limpio, de una buena conciencia y de una fe sincera” (1Tm 1,5)».11 Esta vida verdadera, hacia la cual tratamos de dirigirnos siempre de nuevo, comporta estar unidos existencialmente en un “pueblo” y sólo puede realizarse para cada persona dentro de este “nosotros”. Precisamente por eso presupone dejar de estar encerrados en el propio “yo”, porque sólo la apertura a este sujeto universal abre también la mi-rada hacia la fuente de la alegría, hacia el amor mismo, hacia Dios. 15. Esta concepción de la “vida bienaventurada” orientada hacia la comunidad se refiere a algo que está ciertamente más allá del mundo presente, pero precisamente por eso tiene que ver también con la edificación del mundo, de maneras muy dife-rentes según el contexto histórico y las posibilidades que éste ofrece o excluye. En el

10 Jean Giono, Les vraies richesses (1936), Préface, Paris 1992, pp. 18-20; cf. Henri de Lubac,

Catholicisme. Aspects sociaux du dogme, Paris 1983, p. VII. 11 Ep. 130 Ad Probam 13, 24: CSEL 44, 67.

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tiempo de Agustín, cuando la irrupción de nuevos pueblos amenazaba la cohesión del mundo, en la cual había una cierta garantía de derecho y de vida en una comuni-dad jurídica, se trataba de fortalecer los fundamentos verdaderamente básicos de esta comunidad de vida y de paz para poder sobrevivir en aquel mundo cambiante. Pero intentemos fijarnos, por poner un caso, en un momento de la Edad Media, bajo cier-tos aspectos emblemáticos. En la conciencia común, los monasterios aparecían como lugares para huir del mundo (“contemptus mundi”) y eludir así la responsabilidad con respecto al mundo buscando la salvación privada. Bernardo de Claraval, que con su Orden reformada llevó una multitud de jóvenes a los monasterios, tenía una vi-sión muy diferente sobre esto. Para él, los monjes tienen una tarea con respecto a toda la Iglesia y, por consiguiente, también respecto al mundo. Y, con muchas imá-genes, ilustra la responsabilidad de los monjes para con todo el organismo de la Igle-sia, más aún, para con la humanidad; les aplica las palabras del Pseudo-Rufino: “El género humano subsiste gracias a unos pocos; si ellos desaparecieran, el mundo pere-cería”.12 Los contemplativos −contemplantes− han de convertirse en trabajadores agrícolas −laborantes−, nos dice. La nobleza del trabajo, que el cristianismo ha here-dado del judaísmo, había aparecido ya en las reglas monásticas de Agustín y Benito. Bernardo presenta de nuevo este concepto. Los jóvenes aristócratas que acudían a sus monasterios debían someterse al trabajo manual. A decir verdad, Bernardo dice ex-plícitamente que tampoco el monasterio puede restablecer el Paraíso, pero sostiene que, como lugar de labranza práctica y espiritual, debe preparar el nuevo Paraíso. Una parcela de bosque silvestre se hace fértil precisamente cuando se talan los árbo-les de la soberbia, se extirpa lo que crece en el alma de modo silvestre y así se prepara el terreno en el que puede crecer pan para el cuerpo y para el alma.13 ¿Acaso no hemos tenido la oportunidad de comprobar de nuevo, precisamente en el momento de la historia actual, que allí donde las almas se hacen salvajes no se puede lograr ninguna estructuración positiva del mundo? La transformación de la fe-esperanza cristiana en el tiempo moderno 16. ¿Cómo ha podido desarrollarse la idea de que el mensaje de Jesús es estricta-mente individualista y dirigido sólo al individuo? ¿Cómo se ha llegado a interpretar la «salvación del alma» como huida de la responsabilidad respecto a las cosas en su conjunto y, por consiguiente, a considerar el programa del cristianismo como bús-queda egoísta de la salvación que se niega a servir a los demás? Para encontrar una respuesta a esta cuestión hemos de fijarnos en los elementos fundamentales de la época moderna. Éstos se ven con particular claridad en Francis Bacon. Es indiscuti-ble que −gracias al descubrimiento de América y a las nuevas conquistas de la técnica que han permitido este desarrollo− ha surgido una nueva época. Pero, ¿sobre qué se basa este cambio epocal? Se basa en la nueva correlación entre experimento y méto-

12 Sententiae, III, 118 : CCL 6/2, 215. 13 Cf. ibíd., III, 71: CCL 6/2,107-108.

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do, que hace al hombre capaz de lograr una interpretación de la naturaleza conforme a sus leyes y conseguir así, finalmente, “la victoria del arte sobre la naturaleza” (vic-toria cursus artis super naturam).14 La novedad −según la visión de Bacon− consiste en una nueva correlación entre ciencia y praxis. De esto se hace después una aplica-ción en clave teológica: esta nueva correlación entre ciencia y praxis significaría que se restablecería el dominio sobre la creación, que Dios había dado al hombre y que se perdió por el pecado original.15 17. Quien lee estas afirmaciones, y reflexiona con atención, reconoce en ellas un paso desconcertante: hasta aquel momento la recuperación de lo que el hombre había perdido al ser expulsado del paraíso terrenal se esperaba de la fe en Jesucristo, y en esto se veía la “redención”. Ahora, esta “redención”, el restablecimiento del “pa-raíso” perdido, ya no se espera de la fe, sino de la correlación apenas descubierta en-tre ciencia y praxis. Con esto no es que se niegue la fe; pero queda desplazada a otro nivel −el de las realidades exclusivamente privadas y ultramundanas− al mismo tiempo que resulta en cierto modo irrelevante para el mundo. Esta visión programá-tica ha determinado el proceso de los tiempos modernos e influye también en la cri-sis actual de la fe que, en sus aspectos concretos, es sobre todo una crisis de la espe-ranza cristiana. Por eso, en Bacon la esperanza recibe también una nueva forma. Ahora se llama: fe en el progreso. En efecto, para Bacon está claro que los descubri-mientos y las invenciones apenas iniciadas son sólo un comienzo; que gracias a la sinergia entre ciencia y praxis se seguirán descubrimientos totalmente nuevos, surgi-rá un mundo totalmente nuevo, el reino del hombre.16 Según esto, él mismo trazó un esbozo de las invenciones previsibles, incluyendo el aeroplano y el submarino. Du-rante el desarrollo ulterior de la ideología del progreso, la alegría por los visibles ade-lantos de las potencialidades humanas es una confirmación constante de la fe en el progreso como tal. 18. Al mismo tiempo, hay dos categorías que ocupan cada vez más el centro de la idea de progreso: razón y libertad. El progreso es sobre todo un progreso del dominio creciente de la razón, y esta razón es considerada obviamente un poder del bien y para el bien. El progreso es la superación de todas las dependencias, es progreso hacia la libertad perfecta. También la libertad es considerada sólo como promesa, en la cual el hombre llega a su plenitud. En ambos conceptos −libertad y razón− hay un aspecto político. En efecto, se espera el reino de la razón como la nueva condición de la humanidad que llega a ser totalmente libre. Sin embargo, las condiciones políticas de este reino de la razón y de la libertad, en un primer momento, aparecen poco defini-das. La razón y la libertad parecen garantizar de por sí, en virtud de su bondad in-trínseca, una nueva comunidad humana perfecta. Pero en ambos conceptos clave, “razón” y “libertad”, el pensamiento está siempre, tácitamente, en contraste también

14 Novum Organum I, 117. 15 Cf. ibíd., I, 129. 16 Cf. New Atlantis.

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con los vínculos de la fe y de la Iglesia, así como con los vínculos de los ordenamien-tos estatales de entonces. Ambos conceptos llevan en sí mismos, pues, un potencial revolucionario de enorme fuerza explosiva. 19. Hemos de fijarnos brevemente en las dos etapas esenciales de la concreción política de esta esperanza, porque son de gran importancia para el camino de la espe-ranza cristiana, para su comprensión y su persistencia. Está, en primer lugar, la Re-volución francesa como el intento de instaurar el dominio de la razón y de la liber-tad, ahora también de manera políticamente real. La Europa de la Ilustración, en un primer momento, ha contemplado fascinada estos acontecimientos, pero ante su evo-lución ha tenido que reflexionar después de manera nueva sobre la razón y la liber-tad. Para las dos fases de la recepción de lo que ocurrió en Francia, son significativos dos escritos de Immanuel Kant, en los que reflexiona sobre estos acontecimientos. En 1792 escribe la obra: “Der Sieg des guten Prinzips über das böse und die Gründung eines Reichs Gottes auf Erden” (La victoria del principio bueno sobre el malo y la constitución de un reino de Dios sobre la tierra). En ella dice: “El paso gradual de la fe eclesiástica al dominio exclusivo de la pura fe religiosa constituye el acercamiento del reino de Dios”.17 Nos dice también que las revoluciones pueden acelerar los tiem-pos de este paso de la fe eclesiástica a la fe racional. El “reino de Dios”, del que había hablado Jesús, recibe aquí una nueva definición y asume también una nueva presen-cia; existe, por así decirlo, una nueva “espera inmediata”: el “reino de Dios” llega allí donde la “fe eclesiástica” es superada y reemplazada por la “fe religiosa”, es decir por la simple fe racional. En 1795, en su obra “Das Ende aller Dinge” (El final de todas las cosas), aparece una imagen diferente. Ahora Kant toma en consideración la posibili-dad de que, junto al final natural de todas las cosas, se produzca también uno contra-rio a la naturaleza, perverso. A este respecto, escribe: “Si llegara un día en el que el cristianismo no fuera ya digno de amor, el pensamiento dominante de los hombres debería convertirse en el de un rechazo y una oposición contra él; y el anticristo [...] inauguraría su régimen, aunque breve (fundado presumiblemente en el miedo y el egoísmo). A continuación, no obstante, puesto que el cristianismo, aun habiendo sido destinado a ser la religión universal, no habría sido ayudado de hecho por el destino a serlo, podría ocurrir, bajo el aspecto moral, el final (perverso) de todas las cosas”.18 20. En el s. XVIII no faltó la fe en el progreso como nueva forma de la esperanza humana y siguió considerando la razón y la libertad como la estrella-guía que se de-bía seguir en el camino de la esperanza. Sin embargo, el avance cada vez más rápido del desarrollo técnico y la industrialización que comportaba crearon muy pronto una situación social completamente nueva: se formó la clase de los trabajadores de la in-dustria y el así llamado “proletariado industrial”, cuyas terribles condiciones de vida ilustró de manera sobrecogedora Friedrich Engels en 1845. Para el lector debía estar

17 En Werke IV: W. Weischedel, ed. (1956), 777. 18 I. Kant, Das Ende aller Dinge: Werke IV, W. Weischedel, ed. (1964), 190.

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claro: esto no puede continuar, es necesario un cambio. Pero el cambio supondría la convulsión y el abatimiento de toda la estructura de la sociedad burguesa. Después de la revolución burguesa de 1789 había llegado la hora de una nueva revolución, la proletaria: el progreso no podía avanzar simplemente de modo lineal a pequeños pa-sos. Hacía falta el salto revolucionario. Karl Marx recogió esta llamada del momento y, con vigor de lenguaje y pensamiento, trató de encauzar este nuevo y, como él pen-saba, definitivo gran paso de la historia hacia la salvación, hacia lo que Kant había calificado como el “reino de Dios”. Al haber desaparecido la verdad del más allá, se trataría ahora de establecer la verdad del más acá. La crítica del cielo se transforma en la crítica de la tierra, la crítica de la teología en la crítica de la política. El progreso hacia lo mejor, hacia el mundo definitivamente bueno, ya no viene simplemente de la ciencia, sino de la política; de una política pensada científicamente, que sabe reco-nocer la estructura de la historia y de la sociedad, y así indica el camino hacia la re-volución, hacia el cambio de todas las cosas. Con precisión puntual, aunque de modo unilateral y parcial, Marx ha descrito la situación de su tiempo y ha ilustrado con gran capacidad analítica los caminos hacia la revolución, y no sólo teóricamente: con el partido comunista, nacido del manifiesto de 1848, dio inicio también concreta-mente a la revolución. Su promesa, gracias a la agudeza de sus análisis y a la clara indicación de los instrumentos para el cambio radical, fascinó y fascina todavía hoy de nuevo. Después, la revolución se implantó también, de manera más radical en Rusia. 21. Pero con su victoria se puso de manifiesto también el error fundamental de Marx. Él indicó con exactitud cómo lograr el cambio total de la situación. Pero no nos dijo cómo se debería proceder después. Suponía simplemente que, con la expro-piación de la clase dominante, con la caída del poder político y con la socialización de los medios de producción, se establecería la Nueva Jerusalén. En efecto, entonces se anularían todas las contradicciones, por fin el hombre y el mundo habrían visto claramente en sí mismos. Entonces todo podría proceder por sí mismo por el recto camino, porque todo pertenecería a todos y todos querrían lo mejor unos para otros. Así, tras el éxito de la revolución, Lenin pudo percatarse de que en los escritos del maestro no había ninguna indicación sobre cómo proceder. Había hablado cierta-mente de la fase intermedia de la dictadura del proletariado como de una necesidad que, sin embargo, en un segundo momento se habría demostrado caduca por sí mis-ma. Esta “fase intermedia” la conocemos muy bien y también sabemos cuál ha sido su desarrollo posterior: en lugar de alumbrar un mundo sano, ha dejado tras de sí una destrucción desoladora. El error de Marx no consiste sólo en no haber ideado los or-denamientos necesarios para el nuevo mundo; en éste, en efecto, ya no habría nece-sidad de ellos. Que no diga nada de eso es una consecuencia lógica de su plantea-miento. Su error está más al fondo. Ha olvidado que el hombre es siempre hombre. Ha olvidado al hombre y ha olvidado su libertad. Ha olvidado que la libertad es siempre libertad, incluso para el mal. Creyó que, una vez solucionada la economía, todo quedaría solucionado. Su verdadero error es el materialismo: en efecto, el hom-

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bre no es sólo el producto de condiciones económicas y no es posible curarlo sólo desde fuera, creando condiciones económicas favorables. 22. Así, pues, nos encontramos de nuevo ante la pregunta: ¿Qué podemos esperar? Es necesaria una autocrítica de la edad moderna en diálogo con el cristianismo y con su concepción de la esperanza. En este diálogo, los cristianos, en el contexto de sus conocimientos y experiencias, tienen también que aprender de nuevo en qué consis-te realmente su esperanza, qué tienen que ofrecer al mundo y qué es, por el contra-rio, lo que no pueden ofrecerle. Es necesario que en la autocrítica de la edad moder-na confluya también una autocrítica del cristianismo moderno, que debe aprender siempre a comprenderse a sí mismo a partir de sus propias raíces. Sobre esto sólo se puede intentar hacer aquí alguna observación. Ante todo hay que preguntarse: ¿Qué significa realmente “progreso”; qué es lo que promete y qué es lo que no promete? Ya en el siglo XIX había una crítica a la fe en el progreso. En el siglo XX, Theodor W. Adorno expresó de manera drástica la incertidumbre de la fe en el progreso: el pro-greso, visto de cerca, sería el progreso que va de la honda a la superbomba. Ahora bien, éste es de hecho un aspecto del progreso que no se debe disimular. Dicho de otro modo: la ambigüedad del progreso resulta evidente. Indudablemente, ofrece nuevas posibilidades para el bien, pero también abre posibilidades abismales para el mal, posibilidades que antes no existían. Todos nosotros hemos sido testigos de cómo el progreso, en manos equivocadas, puede convertirse, y se ha convertido de hecho, en un progreso terrible en el mal. Si el progreso técnico no se corresponde con un progreso en la formación ética del hombre, con el crecimiento del hombre interior (cf. Ef 3,16; 2Co 4,16), no es un progreso sino una amenaza para el hombre y para el mundo. 23. Por lo que se refiere a los dos grandes temas “razón” y “libertad”, aquí sólo se pueden señalar las cuestiones relacionadas con ellos. Ciertamente, la razón es el gran don de Dios al hombre, y la victoria de la razón sobre la irracionalidad es también un objetivo de la fe cristiana. Pero ¿cuándo domina realmente la razón? ¿Acaso cuando se ha apartado de Dios? ¿Cuándo se ha hecho ciega para Dios? La razón del poder y del hacer ¿es ya toda la razón? Si el progreso, para ser progreso, necesita el creci-miento moral de la humanidad, entonces la razón del poder y del hacer debe ser in-tegrada con la misma urgencia mediante la apertura de la razón a las fuerzas salvado-ras de la fe, al discernimiento entre el bien y el mal. Sólo de este modo se convierte en una razón realmente humana. Sólo se vuelve humana si es capaz de indicar el camino a la voluntad, y esto sólo lo puede hacer si mira más allá de sí misma. En caso contrario, la situación del hombre, en el desequilibrio entre la capacidad material, por un lado, y la falta de juicio del corazón, por otro, se convierte en una amenaza para sí mismo y para la creación. Por eso, hablando de libertad, se ha de recordar que la libertad humana requiere que concurran varias libertades. Sin embargo, esto no se puede lograr si no está determinado por un común e intrínseco criterio de medida, que es fundamento y meta de nuestra libertad. Digámoslo ahora de manera muy sen-cilla: el hombre necesita a Dios, de lo contrario queda sin esperanza. Visto el desa-

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rrollo de la edad moderna, la afirmación de san Pablo citada al principio (Ef 2,12) se demuestra muy realista y simplemente verdadera. Por tanto, no cabe duda de que un “reino de Dios” instaurado sin Dios −un reino, pues, sólo del hombre− desemboca inevitablemente en “el final perverso” de todas las cosas descrito por Kant: lo hemos visto y lo seguimos viendo siempre una y otra vez. Pero tampoco cabe duda de que Dios entra realmente en las cosas humanas a condición de que no sólo lo pensemos nosotros, sino que Él mismo salga a nuestro encuentro y nos hable. Por eso la razón necesita de la fe para llegar a ser totalmente ella misma: razón y fe se necesitan mu-tuamente para realizar su verdadera naturaleza y su misión. La verdadera fisonomía de la esperanza cristiana 24. Preguntémonos ahora de nuevo: ¿qué podemos esperar? Y ¿qué es lo que no podemos esperar? Ante todo hemos de constatar que un progreso acumulativo sólo es posible en lo material. Aquí, en el conocimiento progresivo de las estructuras de la materia, y en relación con los inventos cada día más avanzados, hay claramente una continuidad del progreso hacia un dominio cada vez mayor de la naturaleza. En cambio, en el ámbito de la conciencia ética y de la decisión moral, no existe una po-sibilidad similar de incremento, por el simple hecho de que la libertad del ser huma-no es siempre nueva y tiene que tomar siempre de nuevo sus decisiones. No están nunca ya tomadas para nosotros por otros; en este caso, en efecto, ya no seríamos libres. La libertad presupone que en las decisiones fundamentales cada hombre, cada generación, tenga un nuevo inicio. Es verdad que las nuevas generaciones pueden construir a partir de los conocimientos y experiencias de quienes les han precedido, así como aprovecharse del tesoro moral de toda la humanidad. Pero también pueden rechazarlo, ya que éste no puede tener la misma evidencia que los inventos materia-les. El tesoro moral de la humanidad no está disponible como lo están en cambio los instrumentos que se usan; existe como invitación a la libertad y como posibilidad para ella. Pero esto significa que: a) El recto estado de las cosas humanas, el bienestar moral del mundo, nunca puede garantizarse solamente a través de estructuras, por muy válidas que éstas sean. Dichas estructuras no sólo son importantes, sino necesarias; sin embargo, no pueden ni deben dejar al margen la libertad del hombre. Incluso las mejores estructuras fun-cionan únicamente cuando en una comunidad existen unas convicciones vivas capa-ces de motivar a los hombres para una adhesión libre al ordenamiento comunitario. La libertad necesita una convicción; una convicción no existe por sí misma, sino que ha de ser conquistada comunitariamente siempre de nuevo. b) Puesto que el hombre sigue siendo siempre libre y su libertad es también siempre frágil, nunca existirá en este mundo el reino del bien definitivamente conso-lidado. Quien promete el mundo mejor que duraría irrevocablemente para siempre, hace una falsa promesa, pues ignora la libertad humana. La libertad debe ser con-

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quistada para el bien una y otra vez. La libre adhesión al bien nunca existe simple-mente por sí misma. Si hubiera estructuras que establecieran de manera definitiva una determinada −buena− condición del mundo, se negaría la libertad del hombre, y por eso, a fin de cuentas, en modo alguno serían estructuras buenas. 25. Una consecuencia de lo dicho es que la búsqueda, siempre nueva y fatigosa, de rectos ordenamientos para las realidades humanas es una tarea de cada generación; nunca es una tarea que se pueda dar simplemente por concluida. No obstante, cada generación tiene que ofrecer también su propia aportación para establecer ordena-mientos convincentes de libertad y de bien, que ayuden a la generación sucesiva, como orientación al recto uso de la libertad humana y den también así, siempre de-ntro de los límites humanos, una cierta garantía también para el futuro. Con otras palabras: las buenas estructuras ayudan, pero por sí solas no bastan. El hombre nunca puede ser redimido solamente desde el exterior. Francis Bacon y los seguidores de la corriente de pensamiento de la edad moderna inspirada en él, se equivocaban al con-siderar que el hombre sería redimido por medio de la ciencia. Con semejante expec-tativa se pide demasiado a la ciencia; esta especie de esperanza es falaz. La ciencia puede contribuir mucho a la humanización del mundo y de la humanidad. Pero también puede destruir al hombre y al mundo si no está orientada por fuerzas exter-nas a ella misma. Por otra parte, debemos constatar también que el cristianismo mo-derno, ante los éxitos de la ciencia en la progresiva estructuración del mundo, se ha concentrado en gran parte sólo sobre el individuo y su salvación. Con esto ha redu-cido el horizonte de su esperanza y no ha reconocido tampoco suficientemente la grandeza de su cometido, si bien es importante lo que ha seguido haciendo para la formación del hombre y la atención de los débiles y de los que sufren. 26. No es la ciencia la que redime al hombre. El hombre es redimido por el amor. Eso es válido incluso en el ámbito puramente intramundano. Cuando uno experi-menta un gran amor en su vida, se trata de un momento de “redención” que da un nuevo sentido a su existencia. Pero muy pronto se da cuenta también de que el amor que se le ha dado, por sí solo, no soluciona el problema de su vida. Es un amor frágil. Puede ser destruido por la muerte. El ser humano necesita un amor incondicionado. Necesita esa certeza que le hace decir: “Ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna po-drá apartarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Rm 8,38-39). Si existe este amor absoluto con su certeza absoluta, entonces −sólo enton-ces− el hombre es “redimido”, suceda lo que suceda en su caso particular. Esto es lo que se ha de entender cuando decimos que Jesucristo nos ha “redimido”. Por medio de Él estamos seguros de Dios, de un Dios que no es una lejana “causa primera” del mundo, porque su Hijo unigénito se ha hecho hombre y cada uno puede decir de Él: “Vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí” (Ga 2,20). 27. En este sentido, es verdad que quien no conoce a Dios, aunque tenga múltiples esperanzas, en el fondo está sin esperanza, sin la gran esperanza que sostiene toda la

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vida (cf. Ef 2,12). La verdadera, la gran esperanza del hombre que resiste a pesar de todas las desilusiones, sólo puede ser Dios, el Dios que nos ha amado y que nos sigue amando “hasta el extremo”, “hasta el total cumplimiento” (cf. Jn 13,1; 19,30). Quien ha sido tocado por el amor empieza a intuir lo que sería propiamente “vida”. Empieza a intuir qué quiere decir la palabra esperanza que hemos encontrado en el rito del Bautismo: de la fe se espera la “vida eterna”, la vida verdadera que, totalmente y sin amenazas, es sencillamente vida en toda su plenitud. Jesús que dijo de sí mismo que había venido para que nosotros tengamos la vida y la tengamos en plenitud, en abundancia (cf. Jn 10,10), nos explicó también qué significa “vida”: “Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo” (Jn 17,3). La vida en su verdadero sentido no la tiene uno solamente para sí, ni tampoco sólo por sí mismo: es una relación. Y la vida entera es relación con quien es la fuente de la vida. Si estamos en relación con Aquél que no muere, que es la Vida misma y el Amor mismo, entonces estamos en la vida. Entonces “vivimos”. 28. Pero ahora surge la pregunta: de este modo, ¿no hemos recaído quizás en el individualismo de la salvación? ¿En la esperanza sólo para mí que además, precisa-mente por eso, no es una esperanza verdadera porque olvida y descuida a los demás? No. La relación con Dios se establece a través de la comunión con Jesús, pues solos y únicamente con nuestras fuerzas no la podemos alcanzar. En cambio, la relación con Jesús es una relación con Aquél que se entregó a sí mismo en rescate por todos noso-tros (cf. 1Tm 2,6). Estar en comunión con Jesucristo nos hace participar en su ser “para todos”, hace que éste sea nuestro modo de ser. Nos compromete en favor de los demás, pero sólo estando en comunión con Él podemos realmente llegar a ser para los demás, para todos. Quisiera citar en este contexto al gran doctor griego de la Igle-sia, san Máximo el Confesor († 662), el cual exhorta primero a no anteponer nada al conocimiento y al amor de Dios, pero pasa enseguida a aplicaciones muy prácticas: «Quien ama a Dios no puede guardar para sí el dinero, sino que lo reparte “según Dios” [...], a imitación de Dios, sin discriminación alguna».19 Del amor a Dios se deri-va la participación en la justicia y en la bondad de Dios hacia los otros; amar a Dios requiere la libertad interior respecto a todo lo que se posee y todas las cosas materia-les: el amor de Dios se manifiesta en la responsabilidad por el otro.20 En la vida de san Agustín podemos observar de modo conmovedor la misma relación entre amor de Dios y responsabilidad para con los hombres. Tras su conversión a la fe cristiana quiso, junto con algunos amigos de ideas afines, llevar una vida que estuviera dedica-da totalmente a la palabra de Dios y a las cosas eternas. Quiso realizar con valores cristianos el ideal de la vida contemplativa descrito en la gran filosofía griega, eli-giendo de este modo “la mejor parte” (Lc 10,42). Pero las cosas fueron de otra mane-ra. Mientras participaba en la Misa dominical, en la ciudad portuaria de Hipona, fue llamado aparte por el Obispo, fuera de la muchedumbre, y obligado a dejarse ordenar para ejercer el ministerio sacerdotal en aquella ciudad. Fijándose retrospectivamente

19 Capítulos sobre la caridad, Centuria 1, cap 1: PG 90, 965. 20 Cf. ibíd.: PG 90, 962-966.

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en aquel momento, escribe en sus Confesiones: «Aterrado por mis pecados y por el peso enorme de mis miserias, había meditado en mi corazón y decidido huir a la so-ledad. Mas tú me lo prohibiste y me tranquilizaste, diciendo: “Cristo murió por to-dos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para él que murió por ellos” (cf. 2Co 5,15)».21 Cristo murió por todos. Vivir para Él significa dejarse moldear en su “ser-para”. 29. Esto supuso para Agustín una vida totalmente nueva. Así describió una vez su vida cotidiana: “Corregir a los indisciplinados, confortar a los pusilánimes, sostener a los débiles, refutar a los adversarios, guardarse de los insidiosos, instruir a los igno-rantes, estimular a los indolentes, aplacar a los pendencieros, moderar a los ambicio-sos, animar a los desalentados, apaciguar a los contendientes, ayudar a los pobres, liberar a los oprimidos, mostrar aprobación a los buenos, tolerar a los malos y [¡pobre de mí!] amar a todos”.22 “Es el Evangelio lo que me asusta”,23 ese temor saludable que nos impide vivir para nosotros mismos y que nos impulsa a transmitir nuestra común esperanza. De hecho, ésta era precisamente la intención de Agustín: en la difícil si-tuación del imperio romano, que amenazaba también al África romana y que, al final de la vida de Agustín, llegó a destruirla, quiso transmitir esperanza, la esperanza que le venía de la fe y que, en total contraste con su carácter introvertido, le hizo capaz de participar decididamente y con todas sus fuerzas en la edificación de la ciudad. En el mismo capítulo de las Confesiones, en el cual acabamos de ver el motivo decisivo de su compromiso “para todos”, dice también: Cristo “intercede por nosotros; de otro modo desesperaría. Porque muchas y grandes son mis dolencias; sí, son muchas y grandes, aunque más grande es tu medicina. De no haberse tu Verbo hecho carne y habitado entre nosotros, hubiéramos podido juzgarlo apartado de la naturaleza humana y desesperar de nosotros”.24 Gracias a su esperanza, Agustín se dedicó a la gente sencilla y a su ciudad; renunció a su nobleza espiritual y predicó y actuó de manera sencilla para la gente sencilla. 30. Resumamos lo que hasta ahora ha aflorado en el desarrollo de nuestras re-flexiones. A lo largo de su existencia, el hombre tiene muchas esperanzas, más gran-des o más pequeñas, diferentes según los períodos de su vida. A veces puede parecer que una de estas esperanzas lo llena totalmente y que no necesita de ninguna otra. En la juventud puede ser la esperanza del amor grande y satisfactorio; la esperanza de cierta posición en la profesión, de uno u otro éxito determinante para el resto de su vida. Sin embargo, cuando estas esperanzas se cumplen, se ve claramente que esto, en realidad, no lo era todo. Está claro que el hombre necesita una esperanza que vaya más allá. Es evidente que sólo puede contentarse con algo infinito, algo que será

21 Conf. X 43, 70: CSEL 33, 279. 22 Sermo 340, 3: PL 38, 1484; cf. F. van der Meer, Agustín pastor de almas, Madrid (1965), 351. 23 Sermo 339, 4: PL 38, 1481. 24 Conf. X, 43, 69: CSEL 33, 279.

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siempre más de lo que nunca podrá alcanzar. En este sentido, la época moderna ha desarrollado la esperanza de la instauración de un mundo perfecto que parecía poder lograrse gracias a los conocimientos de la ciencia y a una política fundada científica-mente. Así, la esperanza bíblica del reino de Dios ha sido reemplazada por la espe-ranza del reino del hombre, por la esperanza de un mundo mejor que sería el verda-dero «reino de Dios». Esta esperanza parecía ser finalmente la esperanza grande y realista, la que el hombre necesita. Ésta sería capaz de movilizar −por algún tiempo− todas las energías del hombre; este gran objetivo parecía merecer todo tipo de es-fuerzos. Pero a lo largo del tiempo se vio claramente que esta esperanza se va alejan-do cada vez más. Ante todo se tomó conciencia de que ésta era quizás una esperanza para los hombres del mañana, pero no una esperanza para mí. Y aunque el “para to-dos” forme parte de la gran esperanza −no puedo ciertamente llegar a ser feliz contra o sin los otros−, es verdad que una esperanza que no se refiera a mí personalmente, ni siquiera es una verdadera esperanza. También resultó evidente que ésta era una esperanza contra la libertad, porque la situación de las realidades humanas depende en cada generación de la libre decisión de los hombres que pertenecen a ella. Si, de-bido a las condiciones y a las estructuras, se les privara de esta libertad, el mundo, a fin de cuentas, no sería bueno, porque un mundo sin libertad no sería en absoluto un mundo bueno. Así, aunque sea necesario un empeño constante para mejorar el mun-do, el mundo mejor del mañana no puede ser el contenido propio y suficiente de nuestra esperanza. A este propósito se plantea siempre la pregunta: ¿Cuándo es “me-jor” el mundo? ¿Qué es lo que lo hace bueno? ¿Según qué criterio se puede valorar si es bueno? ¿Y por qué vías se puede alcanzar esta “bondad”? 31. Más aún: nosotros necesitamos tener esperanzas −más grandes o más peque-ñas−, que día a día nos mantengan en camino. Pero sin la gran esperanza, que ha de superar todo lo demás, aquéllas no bastan. Esta gran esperanza sólo puede ser Dios, que abraza el universo y que nos puede proponer y dar lo que nosotros por sí solos no podemos alcanzar. De hecho, el ser agraciado por un don forma parte de la espe-ranza. Dios es el fundamento de la esperanza; pero no cualquier dios, sino el Dios que tiene un rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo, a cada uno en par-ticular y a la humanidad en su conjunto. Su reino no es un más allá imaginario, si-tuado en un futuro que nunca llega; su reino está presente allí donde Él es amado y donde su amor nos alcanza. Sólo su amor nos da la posibilidad de perseverar día a día con toda sobriedad, sin perder el impulso de la esperanza, en un mundo que por su naturaleza es imperfecto. Y, al mismo tiempo, su amor es para nosotros la garantía de que existe aquello que sólo llegamos a intuir vagamente y que, sin embargo, espera-mos en lo más íntimo de nuestro ser: la vida que es “realmente” vida. Trataremos de concretar más esta idea en la última parte, fijando nuestra atención en algunos “luga-res” de aprendizaje y ejercicio práctico de la esperanza.

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“Lugares” de aprendizaje y del ejercicio de la esperanza I. La oración como escuela de la esperanza 32. Un lugar primero y esencial de aprendizaje de la esperanza es la oración. Cuando ya nadie me escucha, Dios todavía me escucha. Cuando ya no puedo hablar con ninguno, ni invocar a nadie, siempre puedo hablar con Dios. Si ya no hay nadie que pueda ayudarme −cuando se trata de una necesidad o de una expectativa que supera la capacidad humana de esperar−, Él puede ayudarme.25 Si me veo relegado a la extrema soledad...; el que reza nunca está totalmente solo. De sus trece años de prisión, nueve de los cuales en aislamiento, el inolvidable Cardenal Nguyen Van Thuan nos ha dejado un precioso opúsculo: Oraciones de esperanza. Durante trece años en la cárcel, en una situación de desesperación aparentemente total, la escucha de Dios, el poder hablarle, fue para él una fuerza creciente de esperanza, que después de su liberación le permitió ser para los hombres de todo el mundo un testigo de la esperanza, esa gran esperanza que no se apaga ni siquiera en las noches de la soledad. 33. Agustín ilustró de forma muy bella la relación íntima entre oración y esperan-za en una homilía sobre la Primera Carta de San Juan. Él define la oración como un ejercicio del deseo. El hombre ha sido creado para una gran realidad, para Dios mis-mo, para ser colmado por Él. Pero su corazón es demasiado pequeño para la gran realidad que se le entrega. Tiene que ser ensanchado. “Dios, retardando [su don], ensancha el deseo; con el deseo, ensancha el alma y, ensanchándola, la hace capaz [de su don]”. Agustín se refiere a san Pablo, el cual dice de sí mismo que vive lanzado hacia lo que está por delante (cf. Flp 3,13). Después usa una imagen muy bella para describir este proceso de ensanchamiento y preparación del corazón humano. “Ima-gínate que Dios quiere llenarte de miel [símbolo de la ternura y la bondad de Dios]; si estás lleno de vinagre, ¿dónde pondrás la miel?”. El vaso, es decir el corazón, tiene que ser antes ensanchado y luego purificado: liberado del vinagre y de su sabor. Eso requiere esfuerzo, es doloroso, pero sólo así se logra la capacitación para lo que esta-mos destinados.26 Aunque Agustín habla directamente sólo de la receptividad para con Dios, se ve claramente que con este esfuerzo por liberarse del vinagre y de su sabor, el hombre no sólo se hace libre para Dios, sino que se abre también a los de-más. En efecto, sólo convirtiéndonos en hijos de Dios podemos estar con nuestro Padre común. Rezar no significa salir de la historia y retirarse en el rincón privado de la propia felicidad. El modo apropiado de orar es un proceso de purificación inter-ior que nos hace capaces para Dios y, precisamente por eso, capaces también para los demás. En la oración, el hombre ha de aprender qué es lo que verdaderamente puede pedirle a Dios, lo que es digno de Dios. Ha de aprender que no puede rezar contra el otro. Ha de aprender que no puede pedir cosas superficiales y banales que desea en ese momento, la pequeña esperanza equivocada que lo aleja de Dios. Ha de purificar

25 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2657. 26 Cf. In 1 Joannis 4,6: PL 35, 2008 s.

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sus deseos y sus esperanzas. Debe liberarse de las mentiras ocultas con que se engaña a sí mismo: Dios las escruta, y la confrontación con Dios obliga al hombre a recono-cerlas también. “¿Quién conoce sus faltas? Absuélveme de lo que se me oculta”, rue-ga el salmista (19 [18],13). No reconocer la culpa, la ilusión de inocencia, no me jus-tifica ni me salva, porque la ofuscación de la conciencia, la incapacidad de reconocer en mí el mal en cuanto tal, es culpa mía. Si Dios no existe, entonces quizás tengo que refugiarme en estas mentiras, porque no hay nadie que pueda perdonarme, nadie que sea el verdadero criterio. En cambio, el encuentro con Dios despierta mi conciencia para que ésta ya no me ofrezca más una autojustificación ni sea un simple reflejo de mí mismo y de los contemporáneos que me condicionan, sino que se transforme en capacidad para escuchar el Bien mismo. 34. Para que la oración produzca esta fuerza purificadora debe ser, por una parte, muy personal, una confrontación de mi yo con Dios, con el Dios vivo. Pero, por otra, ha de estar guiada e iluminada una y otra vez por las grandes oraciones de la Iglesia y de los santos, por la oración litúrgica, en la cual el Señor nos enseña constantemente a rezar correctamente. El Cardenal Nguyen Van Thuan cuenta en su libro de Ejerci-cios espirituales cómo en su vida hubo largos períodos de incapacidad de rezar y có-mo él se aferró a las palabras de la oración de la Iglesia: el Padrenuestro, el Ave Ma-ría y las oraciones de la Liturgia.27 En la oración tiene que haber siempre esta interre-lación entre oración pública y oración personal. Así podemos hablar a Dios, y así Dios nos habla a nosotros. De este modo se realizan en nosotros las purificaciones, a través de las cuales llegamos a ser capaces de Dios e idóneos para servir a los hom-bres. Así nos hacemos capaces de la gran esperanza y nos convertimos en ministros de la esperanza para los demás: la esperanza en sentido cristiano es siempre esperan-za para los demás. Y es esperanza activa, con la cual luchamos para que las cosas no acaben en un “final perverso”. Es también esperanza activa en el sentido de que man-tenemos el mundo abierto a Dios. Sólo así permanece también como esperanza ver-daderamente humana. II. El actuar y el sufrir como lugares de aprendizaje de la esperanza 35. Toda actuación seria y recta del hombre es esperanza en acto. Lo es ante todo en el sentido de que así tratamos de llevar adelante nuestras esperanzas, más grandes o más pequeñas; solucionar éste o aquel otro cometido importante para el porvenir de nuestra vida: colaborar con nuestro esfuerzo para que el mundo llegue a ser un poco más luminoso y humano, y se abran así también las puertas hacia el futuro. Pe-ro el esfuerzo cotidiano por continuar nuestra vida y por el futuro de todos nos cansa o se convierte en fanatismo, si no está iluminado por la luz de aquella esperanza más grande que no puede ser destruida ni siquiera por frustraciones en lo pequeño ni por el fracaso en los acontecimientos de importancia histórica. Si no podemos esperar más de lo que es efectivamente posible en cada momento y de lo que podemos espe-

27 Cf. Testigos de esperanza, Ciudad Nueva 2000, 135 s.

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rar que las autoridades políticas y económicas nos ofrezcan, nuestra vida se ve abo-cada muy pronto a quedar sin esperanza. Es importante sin embargo saber que yo todavía puedo esperar, aunque aparentemente ya no tenga nada más que esperar para mi vida o para el momento histórico que estoy viviendo. Sólo la gran esperanza-certeza de que, a pesar de todas las frustraciones, mi vida personal y la historia en su conjunto están custodiadas por el poder indestructible del Amor y que, gracias al cual, tienen para él sentido e importancia, sólo una esperanza así puede en ese caso dar todavía ánimo para actuar y continuar. Ciertamente, no “podemos construir” el reino de Dios con nuestras fuerzas, lo que construimos es siempre reino del hombre con todos los límites propios de la naturaleza humana. El reino de Dios es un don, y precisamente por eso es grande y hermoso, y constituye la respuesta a la esperanza. Y no podemos −por usar la terminología clásica− “merecer” el cielo con nuestras obras. Éste es siempre más de lo que merecemos, del mismo modo que ser amados nunca es algo “merecido”, sino siempre un don. No obstante, aun siendo plenamente conscientes de la “plusvalía” del cielo, sigue siendo siempre verdad que nuestro obrar no es indiferente ante Dios y, por tanto, tampoco es indiferente para el desarrollo de la historia. Podemos abrirnos nosotros mismos y abrir el mundo para que entre Dios: la verdad, el amor y el bien. Es lo que han hecho los santos que, como “colaboradores de Dios”, han contribuido a la salvación del mundo (cf. 1Co 3,9; 1Ts 3,2). Podemos liberar nuestra vida y el mundo de las intoxicaciones y contaminaciones que podrían destruir el presente y el futuro. Podemos descubrir y tener limpias las fuentes de la creación y así, junto con la creación que nos precede como don, hacer lo que es justo, teniendo en cuenta sus propias exigencias y su finalidad. Eso sigue teniendo sentido aunque en apariencia no tengamos éxito o nos veamos impotentes ante la superiori-dad de fuerzas hostiles. Así, por un lado, de nuestro obrar brota esperanza para noso-tros y para los demás; pero al mismo tiempo, lo que nos da ánimos y orienta nuestra actividad, tanto en los momentos buenos como en los malos, es la gran esperanza fundada en las promesas de Dios. 36. Al igual que el obrar, también el sufrimiento forma parte de la existencia humana. Éste se deriva, por una parte, de nuestra finitud y, por otra, de la gran can-tidad de culpas acumuladas a lo largo de la historia, y que crece de modo incesante también en el presente. Conviene ciertamente hacer todo lo posible para disminuir el sufrimiento; impedir cuanto se pueda el sufrimiento de los inocentes; aliviar los dolores y ayudar a superar las dolencias psíquicas. Todos estos son deberes tanto de la justicia como del amor y forman parte de las exigencias fundamentales de la existen-cia cristiana y de toda vida realmente humana. En la lucha contra el dolor físico se han hecho grandes progresos, aunque en las últimas décadas ha aumentado el sufri-miento de los inocentes y también las dolencias psíquicas. Es cierto que debemos hacer todo lo posible para superar el sufrimiento, pero extirparlo del mundo por completo no está en nuestras manos, simplemente porque no podemos desprender-nos de nuestra limitación, y porque ninguno de nosotros es capaz de eliminar el po-der del mal, de la culpa, que −lo vemos− es una fuente continua de sufrimiento. Esto sólo podría hacerlo Dios: y sólo un Dios que, haciéndose hombre, entrase personal-

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mente en la historia y sufriese en ella. Nosotros sabemos que este Dios existe y que, por tanto, este poder que “quita el pecado del mundo” (Jn 1,29) está presente en el mundo. Con la fe en la existencia de este poder ha surgido en la historia la esperanza de la salvación del mundo. Pero se trata precisamente de esperanza y no aún de cumplimiento; esperanza que nos da el valor para ponernos de la parte del bien aun cuando parece que ya no hay esperanza, y conscientes además de que, viendo el de-sarrollo de la historia tal como se manifiesta externamente, el poder de la culpa per-manece como una presencia terrible, incluso para el futuro. 37. Volvamos a nuestro tema. Podemos tratar de limitar el sufrimiento, luchar co-ntra él, pero no podemos suprimirlo. Precisamente cuando los hombres, intentando evitar toda dolencia, tratan de alejarse de todo lo que podría significar aflicción, cuando quieren ahorrarse la fatiga y el dolor de la verdad, del amor y del bien, caen en una vida vacía en la que quizás ya no existe el dolor, pero en la que la oscura sen-sación de la falta de sentido y de la soledad es mucho mayor aún. Lo que cura al hombre no es esquivar el sufrimiento y huir ante el dolor, sino la capacidad de acep-tar la tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un sentido mediante la unión con Cristo, que ha sufrido con amor infinito. En este contexto, quisiera citar algunas frases de una carta del mártir vietnamita Pablo Le-Bao-Thin († 1857) en las que re-salta esta transformación del sufrimiento mediante la fuerza de la esperanza que pro-viene de la fe. “Yo, Pablo, encarcelado por el nombre de Cristo, os quiero explicar las tribulaciones en que me veo sumergido cada día, para que, enfervorizados en el amor de Dios, alabéis conmigo al Señor, porque es eterna su misericordia (cf. Sal 136 [135]). Esta cárcel es un verdadero infierno: a los crueles suplicios de toda clase, co-mo son grillos, cadenas de hierro y ataduras, hay que añadir el odio, las venganzas, las calumnias, palabras indecentes, peleas, actos perversos, juramentos injustos, mal-diciones y, finalmente, angustias y tristeza. Pero Dios, que en otro tiempo libró a los tres jóvenes del horno de fuego, está siempre conmigo y me libra de las tribulaciones y las convierte el dulzura, porque es eterna su misericordia. En medio de estos tor-mentos, que aterrorizarían a cualquiera, por la gracia de Dios estoy lleno de gozo y alegría, porque no estoy solo, sino que Cristo está conmigo [...]. ¿Cómo resistir este espectáculo, viendo cada día cómo los emperadores, los mandarines y sus cortesanos blasfeman tu santo nombre, Señor, que te sientas sobre los querubines y serafines? (cf. Sal 80 [79],2) ¡Mira, tu cruz es pisoteada por los paganos! ¿Dónde está tu gloria? Al ver todo esto, prefiero, encendido en tu amor, morir descuartizado, en testimonio de tu amor. Muestra, Señor, tu poder, sálvame y dame tu apoyo, para que la fuerza se manifieste en mi debilidad y sea glorificada ante los gentiles [...]. Queridos hermanos al escuchar todo esto, llenos de alegría, tenéis que dar gracias incesantes a Dios, de quien procede todo bien; bendecid conmigo al Señor, porque es eterna su misericor-dia [...]. Os escribo todo esto para se unan vuestra fe y la mía. En medio de esta tem-pestad echo el ancla hasta el trono de Dios, esperanza viva de mi corazón...”.28 Ésta es una carta “desde el infierno”. Se expresa todo el horror de un campo de concentra-

28 Breviario Romano, Oficio de Lectura, 24 noviembre.

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ción en el cual, a los tormentos por parte de los tiranos, se añade el desencadenarse del mal en las víctimas mismas que, de este modo, se convierten incluso en nuevos instrumentos de la crueldad de los torturadores. Es una carta desde el “infierno”, pe-ro en ella se hace realidad la exclamación del Salmo: «Si escalo el cielo, allí estás tú; si me acuesto en el abismo, allí te encuentro... Si digo: “Que al menos la tiniebla me encubra...”, ni la tiniebla es oscura para ti, la noche es clara como el día» (Sal 139 [138],8-12; cf. Sal 23 [22],4). Cristo ha descendido al “infierno” y así está cerca de quien ha sido arrojado allí, transformando por medio de Él las tinieblas en luz. El sufrimiento y los tormentos son terribles y casi insoportables. Sin embargo, ha surgi-do la estrella de la esperanza, el ancla del corazón llega hasta el trono de Dios. No se desata el mal en el hombre, sino que vence la luz: el sufrimiento −sin dejar de ser sufrimiento− se convierte a pesar de todo en canto de alabanza. 38. La grandeza de la humanidad está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que sufre. Esto es válido tanto para el individuo como para la sociedad. Una sociedad que no logra aceptar a los que sufren y no es capaz de contribuir mediante la compasión a que el sufrimiento sea compartido y sobrelleva-do también interiormente, es una sociedad cruel e inhumana. A su vez, la sociedad no puede aceptar a los que sufren y sostenerlos en su dolencia si los individuos mis-mos no son capaces de hacerlo y, en fin, el individuo no puede aceptar el sufrimiento del otro si no logra encontrar personalmente en el sufrimiento un sentido, un cami-no de purificación y maduración, un camino de esperanza. En efecto, aceptar al otro que sufre significa asumir de alguna manera su sufrimiento, de modo que éste llegue a ser también mío. Pero precisamente porque ahora se ha convertido en sufrimiento compartido, en el cual se da la presencia de un otro, este sufrimiento queda traspasa-do por la luz del amor. La palabra latina con-solatio, consolación, lo expresa de ma-nera muy bella, sugiriendo un “ser-con” en la soledad, que entonces ya no es soledad. Pero también la capacidad de aceptar el sufrimiento por amor del bien, de la verdad y de la justicia, es constitutiva de la grandeza de la humanidad porque, en definitiva, cuando mi bienestar, mi incolumidad, es más importante que la verdad y la justicia, entonces prevalece el dominio del más fuerte; entonces reinan la violencia y la men-tira. La verdad y la justicia han de estar por encima de mi comodidad e incolumidad física, de otro modo mi propia vida se convierte en mentira. Y también el “sí” al amor es fuente de sufrimiento, porque el amor exige siempre nuevas renuncias de mi yo, en las cuales me dejo modelar y herir. En efecto, no puede existir el amor sin esta renuncia también dolorosa para mí, de otro modo se convierte en puro egoísmo y, con ello, se anula a sí mismo como amor. 39. Sufrir con el otro, por los otros; sufrir por amor de la verdad y de la justicia; sufrir a causa del amor y con el fin de convertirse en una persona que ama realmen-te, son elementos fundamentales de humanidad, cuya pérdida destruiría al hombre mismo. Pero una vez más surge la pregunta: ¿somos capaces de ello? ¿El otro es tan importante como para que, por él, yo me convierta en una persona que sufre? ¿Es tan importante para mí la verdad como para compensar el sufrimiento? ¿Es tan grande la

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promesa del amor que justifique el don de mí mismo? En la historia de la humani-dad, la fe cristiana tiene precisamente el mérito de haber suscitado en el hombre, de manera nueva y más profunda, la capacidad de estos modos de sufrir que son decisi-vos para su humanidad. La fe cristiana nos ha enseñado que verdad, justicia y amor no son simplemente ideales, sino realidades de enorme densidad. En efecto, nos ha enseñado que Dios −la Verdad y el Amor en persona− ha querido sufrir por nosotros y con nosotros. Bernardo de Claraval acuñó la maravillosa expresión: Impassibilis est Deus, sed non incompassibilis,29 Dios no puede padecer, pero puede compadecer. El hombre tiene un valor tan grande para Dios que se hizo hombre para poder compa-decer Él mismo con el hombre, de modo muy real, en carne y sangre, como nos ma-nifiesta el relato de la Pasión de Jesús. Por eso, en cada pena humana ha entrado uno que comparte el sufrir y el padecer; de ahí se difunde en cada sufrimiento la con-solatio, el consuelo del amor participado de Dios y así aparece la estrella de la espe-ranza. Ciertamente, en nuestras penas y pruebas menores siempre necesitamos tam-bién nuestras grandes o pequeñas esperanzas: una visita afable, la cura de las heridas internas y externas, la solución positiva de una crisis, etc. También estos tipos de esperanza pueden ser suficientes en las pruebas más o menos pequeñas. Pero en las pruebas verdaderamente graves, en las cuales tengo que tomar mi decisión definitiva de anteponer la verdad al bienestar, a la carrera, a la posesión, es necesaria la verda-dera certeza, la gran esperanza de la que hemos hablado. Por eso necesitamos tam-bién testigos, mártires, que se han entregado totalmente, para que nos lo demuestren día tras día. Los necesitamos en las pequeñas alternativas de la vida cotidiana, para preferir el bien a la comodidad, sabiendo que precisamente así vivimos realmente la vida. Digámoslo una vez más: la capacidad de sufrir por amor de la verdad es un cri-terio de humanidad. No obstante, esta capacidad de sufrir depende del tipo y de la grandeza de la esperanza que llevamos dentro y sobre la que nos basamos. Los santos pudieron recorrer el gran camino del ser hombre del mismo modo en que Cristo lo recorrió antes de nosotros, porque estaban repletos de la gran esperanza. 40. Quisiera añadir aún una pequeña observación sobre los acontecimientos de cada día que no es del todo insignificante. La idea de poder “ofrecer” las pequeñas dificultades cotidianas, que nos aquejan una y otra vez como punzadas más o menos molestas, dándoles así un sentido, eran parte de una forma de devoción todavía muy difundida hasta no hace mucho tiempo, aunque hoy tal vez menos practicada. En esta devoción había sin duda cosas exageradas y quizás hasta malsanas, pero conviene preguntarse si acaso no comportaba de algún modo algo esencial que pudiera sernos de ayuda. ¿Qué quiere decir “ofrecer”? Estas personas estaban convencidas de poder incluir sus pequeñas dificultades en el gran compadecer de Cristo, que así entraban a formar parte de algún modo del tesoro de compasión que necesita el género humano. De esta manera, las pequeñas contrariedades diarias podrían encontrar también un sentido y contribuir a fomentar el bien y el amor entre los hombres. Quizás debamos

29 Sermones in Cant. Serm. 26,5: PL 183, 906.

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preguntarnos realmente si esto no podría volver a ser una perspectiva sensata tam-bién para nosotros. III. El Juicio como lugar de aprendizaje y ejercicio de la esperanza 41. La parte central del gran Credo de la Iglesia, que trata del misterio de Cristo desde su nacimiento eterno del Padre y el nacimiento temporal de la Virgen María, para seguir con la cruz y la resurrección y llegar hasta su retorno, se concluye con las palabras: “de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos”. Ya desde los primeros tiempos, la perspectiva del Juicio ha influido en los cristianos, también en su vida diaria, como criterio para ordenar la vida presente, como llamada a su con-ciencia y, al mismo tiempo, como esperanza en la justicia de Dios. La fe en Cristo nunca ha mirado sólo hacia atrás ni sólo hacia arriba, sino siempre adelante, hacia la hora de la justicia que el Señor había preanunciado repetidamente. Este mirar hacia adelante ha dado la importancia que tiene el presente para el cristianismo. En la con-figuración de los edificios sagrados cristianos, que quería hacer visible la amplitud histórica y cósmica de la fe en Cristo, se hizo habitual representar en el lado oriental al Señor que vuelve como rey −imagen de la esperanza−, mientras en el lado occi-dental estaba el Juicio final como imagen de la responsabilidad respecto a nuestra vida, una representación que miraba y acompañaba a los fieles justamente en su re-torno a lo cotidiano. En el desarrollo de la iconografía, sin embargo, se ha dado des-pués cada vez más relieve al aspecto amenazador y lúgubre del Juicio, que obviamen-te fascinaba a los artistas más que el esplendor de la esperanza, el cual quedaba con frecuencia excesivamente oculto bajo la amenaza. 42. En la época moderna, la idea del Juicio final se ha desvaído: la fe cristiana se entiende y orienta sobre todo hacia la salvación personal del alma; la reflexión sobre la historia universal, en cambio, está dominada en gran parte por la idea del progre-so. Pero el contenido fundamental de la espera del Juicio no es que haya simplemen-te desaparecido, sino que ahora asume una forma totalmente diferente. El ateísmo de los siglos XIX y XX, por sus raíces y finalidad, es un moralismo, una protesta contra las injusticias del mundo y de la historia universal. Un mundo en el que hay tanta injusticia, tanto sufrimiento de los inocentes y tanto cinismo del poder, no puede ser obra de un Dios bueno. El Dios que tuviera la responsabilidad de un mundo así no sería un Dios justo y menos aún un Dios bueno. Hay que contestar este Dios preci-samente en nombre de la moral. Y puesto que no hay un Dios que crea justicia, pare-ce que ahora es el hombre mismo quien está llamado a establecer la justicia. Ahora bien, si ante el sufrimiento de este mundo es comprensible la protesta contra Dios, la pretensión de que la humanidad pueda y deba hacer lo que ningún Dios hace ni es capaz de hacer, es presuntuosa e intrínsecamente falsa. Si de esta premisa se han de-rivado las más grandes crueldades y violaciones de la justicia, no es fruto de la casua-lidad, sino que se funda en la falsedad intrínseca de esta pretensión. Un mundo que tiene que crear su justicia por sí mismo es un mundo sin esperanza. Nadie ni nada responde del sufrimiento de los siglos. Nadie ni nada garantiza que el cinismo del

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poder −bajo cualquier seductor revestimiento ideológico que se presente− no siga mangoneando en el mundo. Así, los grandes pensadores de la escuela de Francfort, Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, han criticado tanto el ateísmo como el te-ísmo. Horkheimer ha excluido radicalmente que pueda encontrarse algún sucedáneo inmanente de Dios, pero rechazando al mismo tiempo también la imagen del Dios bueno y justo. En una radicalización extrema de la prohibición veterotestamentaria de las imágenes, él habla de la “nostalgia del totalmente Otro”, que permanece inac-cesible: un grito del deseo dirigido a la historia universal. También Adorno se ha ceñido decididamente a esta renuncia a toda imagen y, por tanto, excluye también la “imagen” del Dios que ama. No obstante, siempre ha subrayado también esta dialéc-tica «negativa» y ha afirmado que la justicia, una verdadera justicia, requeriría un mundo “en el cual no sólo fuera suprimido el sufrimiento presente, sino también revocado lo que es irrevocablemente pasado”.30 Pero esto significaría −expresado en símbolos positivos y, por tanto, para él inapropiados− que no puede haber justicia sin resurrección de los muertos. Pero una tal perspectiva comportaría “la resurrección de la carne, algo que es totalmente ajeno al idealismo, al reino del espíritu absoluto”.31 43. También el cristianismo puede y debe aprender siempre de nuevo de la riguro-sa renuncia a toda imagen, que es parte del primer mandamiento de Dios (cf. Ex 20,4). La verdad de la teología negativa fue resaltada por el IV Concilio de Letrán, el cual declaró explícitamente que, por grande que sea la semejanza que aparece entre el Creador y la criatura, siempre es más grande la desemejanza entre ellos.32 Para el creyente, no obstante, la renuncia a toda imagen no puede llegar hasta el extremo de tener que detenerse, como querrían Horkheimer y Adorno, en el “no” a ambas tesis, el teísmo y el ateísmo. Dios mismo se ha dado una “imagen”: en el Cristo que se ha hecho hombre. En Él, el Crucificado, se lleva al extremo la negación de las falsas imágenes de Dios. Ahora Dios revela su rostro precisamente en la figura del que su-fre y comparte la condición del hombre abandonado por Dios, tomándola consigo. Este inocente que sufre se ha convertido en esperanza-certeza: Dios existe, y Dios sabe crear la justicia de un modo que nosotros no somos capaces de concebir y que, sin embargo, podemos intuir en la fe. Sí, existe la resurrección de la carne.33 Existe una justicia.34 Existe la “revocación” del sufrimiento pasado, la reparación que resta-blece el derecho. Por eso la fe en el Juicio final es ante todo y sobre todo esperanza, esa esperanza cuya necesidad se ha hecho evidente precisamente en las convulsiones de los últimos siglos. Estoy convencido de que la cuestión de la justicia es el argu-mento esencial o, en todo caso, el argumento más fuerte en favor de la fe en la vida

30 Negative Dialektik (1966), Tercera parte, III, 11: Gesammelte Schriften, vol. VI, Frankfurt/

Main, 1973, 395. 31 Ibíd., Segunda parte, 207. 32 Cf. DS 806. 33 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 988-1004. 34 Cf. ibíd., n. 1004.

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eterna. La necesidad meramente individual de una satisfacción plena que se nos nie-ga en esta vida, de la inmortalidad del amor que esperamos, es ciertamente un moti-vo importante para creer que el hombre esté hecho para la eternidad; pero sólo en relación con el reconocimiento de que la injusticia de la historia no puede ser la úl-tima palabra en absoluto, llega a ser plenamente convincente la necesidad del retor-no de Cristo y de la vida nueva. 44. La protesta contra Dios en nombre de la justicia no vale. Un mundo sin Dios es un mundo sin esperanza (cf. Ef 2,12). Sólo Dios puede crear justicia. Y la fe nos da esta certeza: Él lo hace. La imagen del Juicio final no es en primer lugar una imagen terrorífica, sino una imagen de esperanza; quizás la imagen decisiva para nosotros de la esperanza. ¿Pero no es quizás también una imagen que da pavor? Yo diría: es una imagen que exige la responsabilidad. Una imagen, por lo tanto, de ese pavor al que se refiere san Hilario cuando dice que todo nuestro miedo está relacionado con el amor.35 Dios es justicia y crea justicia. Éste es nuestro consuelo y nuestra esperanza. Pero en su justicia está también la gracia. Esto lo descubrimos dirigiendo la mirada hacia el Cristo crucificado y resucitado. Ambas −justicia y gracia− han de ser vistas en su justa relación interior. La gracia no excluye la justicia. No convierte la injusti-cia en derecho. No es un cepillo que borra todo, de modo que cuanto se ha hecho en la tierra acabe por tener siempre igual valor. Contra este tipo de cielo y de gracia ha protestado con razón, por ejemplo, Dostoëvskij en su novela Los hermanos Karama-zov. Al final los malvados, en el banquete eterno, no se sentarán indistintamente a la mesa junto a las víctimas, como si no hubiera pasado nada. A este respecto quisiera citar un texto de Platón que expresa un presentimiento del juicio justo, que en gran parte es verdadero y provechoso también para el cristiano. Aunque con imágenes mitológicas, pero que expresan de modo inequívoco la verdad, dice que al final las almas estarán desnudas ante el juez. Ahora ya no cuenta lo que fueron una vez en la historia, sino sólo lo que son de verdad. “Ahora [el juez] tiene quizás ante sí el alma de un rey [...] o algún otro rey o dominador, y no ve nada sano en ella. La encuentra flagelada y llena de cicatrices causadas por el perjurio y la injusticia [...] y todo es tortuoso, lleno de mentira y soberbia, y nada es recto, porque ha crecido sin verdad. Y ve cómo el alma, a causa de la arbitrariedad, el desenfreno, la arrogancia y la des-consideración en el actuar, está cargada de excesos e infamia. Ante semejante espec-táculo, la manda enseguida a la cárcel, donde padecerá los castigos merecidos [...]. Pero a veces ve ante sí un alma diferente, una que ha transcurrido una vida piadosa y sincera [...], se complace y la manda a la isla de los bienaventurados”.36 En la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro (cf. Lc 16,19-31), Jesús ha presentado como adver-tencia la imagen de un alma similar, arruinada por la arrogancia y la opulencia, que ha cavado ella misma un foso infranqueable entre sí y el pobre: el foso de su cerrazón en los placeres materiales, el foso del olvido del otro y de la incapacidad de amar, que se transforma ahora en una sed ardiente y ya irremediable. Hemos de notar aquí que,

35 Cf. Tractatus super Psalmos, Ps. 127, 1-3: CSEL 22, 628-630. 36 Gorgias 525a-526c.

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en esta parábola, Jesús no habla del destino definitivo después del Juicio universal, sino que se refiere a una de las concepciones del judaísmo antiguo, es decir, la de una condición intermedia entre muerte y resurrección, un estado en el que falta aún la sentencia última. 45. Esta visión del antiguo judaísmo de la condición intermedia incluye la idea de que las almas no se encuentran simplemente en una especie de recinto provisional, sino que padecen ya un castigo, como demuestra la parábola del rico epulón, o que por el contrario gozan ya de formas provisionales de bienaventuranza. Y, en fin, tampoco falta la idea de que en este estado se puedan dar también purificaciones y curaciones, con las que el alma madura para la comunión con Dios. La Iglesia primi-tiva ha asumido estas concepciones, de las que después se ha desarrollado paulatina-mente en la Iglesia occidental la doctrina del purgatorio. No necesitamos examinar aquí el complicado proceso histórico de este desarrollo; nos preguntamos solamente de qué se trata realmente. La opción de vida del hombre se hace en definitiva con la muerte; esta vida suya está ante el Juez. Su opción, que se ha fraguado en el transcur-so de toda la vida, puede tener distintas formas. Puede haber personas que han des-truido totalmente en sí mismas el deseo de la verdad y la disponibilidad para el amor. Personas en las que todo se ha convertido en mentira; personas que han vivido para el odio y que han pisoteado en ellas mismas el amor. Ésta es una perspectiva terrible, pero en algunos casos de nuestra propia historia podemos distinguir con horror figu-ras de este tipo. En semejantes individuos no habría ya nada remediable y la destruc-ción del bien sería irrevocable: esto es lo que se indica con la palabra infierno.37 Por otro lado, puede haber personas purísimas, que se han dejado impregnar completa-mente de Dios y, por consiguiente, están totalmente abiertas al prójimo; personas cuya comunión con Dios orienta ya desde ahora todo su ser y cuyo caminar hacia Dios les lleva sólo a culminar lo que ya son.38 46. No obstante, según nuestra experiencia, ni lo uno ni lo otro son el caso normal de la existencia humana. En gran parte de los hombres −eso podemos suponer− que-da en lo más profundo de su ser una última apertura interior a la verdad, al amor, a Dios. Pero en las opciones concretas de la vida, esta apertura se ha empañado con nuevos compromisos con el mal; hay mucha suciedad que recubre la pureza, de la que, sin embargo, queda la sed y que, a pesar de todo, rebrota una vez más desde el fondo de la inmundicia y está presente en el alma. ¿Qué sucede con estas personas cuando comparecen ante el Juez? Toda la suciedad que ha acumulado en su vida, ¿se hará de repente irrelevante? O, ¿qué otra podría ocurrir? San Pablo, en la Primera Carta a los Corintios, nos da una idea del efecto diverso del juicio de Dios sobre el hombre, según sus condiciones. Lo hace con imágenes que quieren expresar de algún modo lo invisible, sin que podamos traducir estas imágenes en conceptos, simple-mente porque no podemos asomarnos a lo que hay más allá de la muerte ni tenemos

37 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1033-1037. 38 Cf. ibíd., nn. 1023-1029.

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experiencia alguna de ello. Pablo dice sobre la existencia cristiana, ante todo, que ésta está construida sobre un fundamento común: Jesucristo. Éste es un fundamento que resiste. Si hemos permanecido firmes sobre este fundamento y hemos construido sobre él nuestra vida, sabemos que este fundamento no se nos puede quitar ni siquie-ra en la muerte. Y continúa: “Encima de este cimiento edifican con oro, plata y pie-dras preciosas, o con madera, heno o paja. Lo que ha hecho cada uno saldrá a la luz; el día del juicio lo manifestará, porque ese día despuntará con fuego y el fuego pon-drá a prueba la calidad de cada construcción. Aquél, cuya obra, construida sobre el cimiento, resista, recibirá la recompensa, mientras que aquél cuya obra quede abra-sada sufrirá el daño. No obstante, él quedará a salvo, pero como quien pasa a través del fuego” (3,12-15). En todo caso, en este texto se muestra con nitidez que la salva-ción de los hombres puede tener diversas formas; que algunas de las cosas construi-das pueden consumirse totalmente; que para salvarse es necesario atravesar el “fue-go” en primera persona para llegar a ser definitivamente capaces de Dios y poder tomar parte en la mesa del banquete nupcial eterno. 47. Algunos teólogos recientes piensan que el fuego que arde, y que a la vez salva, es Cristo mismo, el Juez y Salvador. El encuentro con Él es el acto decisivo del Juicio. Ante su mirada, toda falsedad se deshace. Es el encuentro con Él lo que, quemándo-nos, nos transforma y nos libera para llegar a ser verdaderamente nosotros mismos. En ese momento, todo lo que se ha construido durante la vida puede manifestarse como paja seca, vacua fanfarronería, y derrumbarse. Pero en el dolor de este encuen-tro, en el cual lo impuro y malsano de nuestro ser se nos presenta con toda claridad, está la salvación. Su mirada, el toque de su corazón, nos cura a través de una trans-formación, ciertamente dolorosa, “como a través del fuego”. Pero es un dolor bien-aventurado, en el cual el poder santo de su amor nos penetra como una llama, permi-tiéndonos ser por fin totalmente nosotros mismos y, con ello, totalmente de Dios. Así se entiende también con toda claridad la compenetración entre justicia y gracia: nuestro modo de vivir no es irrelevante, pero nuestra inmundicia no nos ensucia eternamente, al menos si permanecemos orientados hacia Cristo, hacia la verdad y el amor. A fin de cuentas, esta suciedad ha sido ya quemada en la Pasión de Cristo. En el momento del Juicio experimentamos y acogemos este predominio de su amor so-bre todo el mal en el mundo y en nosotros. El dolor del amor se convierte en nuestra salvación y nuestra alegría. Está claro que no podemos calcular con las medidas cro-nométricas de este mundo la “duración” de este arder que transforma. El “momento” transformador de este encuentro está fuera del alcance del cronometraje terrenal. Es tiempo del corazón, tiempo del “paso” a la comunión con Dios en el Cuerpo de Cris-to.39 El Juicio de Dios es esperanza, tanto porque es justicia, como porque es gracia. Si fuera solamente gracia que convierte en irrelevante todo lo que es terrenal, Dios se-guiría debiéndonos aún la respuesta a la pregunta sobre la justicia, una pregunta de-cisiva para nosotros ante la historia y ante Dios mismo. Si fuera pura justicia, podría ser al final sólo un motivo de temor para todos nosotros. La encarnación de Dios en

39 Cf. ibíd., nn. 1030-1032.

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Cristo ha unido uno con otra −juicio y gracia− de tal modo que la justicia se establece con firmeza: todos nosotros esperamos nuestra salvación “con temor y temblor” (Fil 2,12). No obstante, la gracia nos permite a todos esperar y encaminarnos llenos de confianza al encuentro con el Juez, que conocemos como nuestro “abogado”, para-kletos (cf. 1Jn 2,1). 48. Sobre este punto hay que mencionar aún un aspecto, porque es importante para la praxis de la esperanza cristiana. El judaísmo antiguo piensa también que se puede ayudar a los difuntos en su condición intermedia por medio de la oración (cf. por ejemplo 2Mc 12,38-45: siglo I a.C.). La respectiva praxis ha sido adoptada por los cristianos con mucha naturalidad y es común tanto en la Iglesia oriental como en la occidental. El Oriente no conoce un sufrimiento purificador y expiatorio de las almas en el “más allá”, pero conoce ciertamente diversos grados de bienaventuranza, como también de padecimiento en la condición intermedia. Sin embargo, se puede dar a las almas de los difuntos “consuelo y alivio” por medio de la Eucaristía, la oración y la limosna. Que el amor pueda llegar hasta el más allá, que sea posible un recíproco dar y recibir, en el que estamos unidos unos con otros con vínculos de afecto más allá del confín de la muerte, ha sido una convicción fundamental del cristianismo de todos los siglos y sigue siendo también hoy una experiencia consoladora. ¿Quién no siente la necesidad de hacer llegar a los propios seres queridos que ya se fueron un signo de bondad, de gratitud o también de petición de perdón? Ahora nos podríamos hacer una pregunta más: si el “purgatorio” es simplemente el ser purificado mediante el fuego en el encuentro con el Señor, Juez y Salvador, ¿cómo puede intervenir una tercera persona, por más que sea cercana a la otra? Cuando planteamos una cuestión similar, deberíamos darnos cuenta que ningún ser humano es una mónada cerrada en sí misma. Nuestras existencias están en profunda comunión entre sí, entrelazadas unas con otras a través de múltiples interacciones. Nadie vive solo. Ninguno peca solo. Nadie se salva solo. En mi vida entra continuamente la de los otros: en lo que pienso, digo, me ocupo o hago. Y viceversa, mi vida entra en la vida de los demás, tanto en el bien como en el mal. Así, mi intercesión en modo alguno es algo ajeno para el otro, algo externo, ni siquiera después de la muerte. En el entramado del ser, mi gratitud para con él, mi oración por él, puede significar una pequeña etapa de su purificación. Y con esto no es necesario convertir el tiempo terrenal en el tiempo de Dios: en la comunión de las almas queda superado el simple tiempo terrenal. Nunca es demasiado tarde para tocar el corazón del otro y nunca es inútil. Así se aclara aún más un elemento importante del concepto cristiano de esperanza. Nuestra esperanza es siempre y esencialmente también esperanza para los otros; sólo así es realmente esperanza también para mí.40 Como cristianos, nunca deberíamos preguntarnos so-lamente: ¿Cómo puedo salvarme yo mismo? Deberíamos preguntarnos también: ¿Qué puedo hacer para que otros se salven y para que surja también para ellos la es-trella de la esperanza? Entonces habré hecho el máximo también por mi salvación personal.

40 Cf. ibíd., n. 1032.

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María, estrella de la esperanza 49. Con un himno del siglo VIII/IX, por tanto de hace más de mil años, la Iglesia saluda a María, la Madre de Dios, como “estrella del mar”: Ave maris stella. La vida humana es un camino. ¿Hacia qué meta? ¿Cómo encontramos el rumbo? La vida es como un viaje por el mar de la historia, a menudo oscuro y borrascoso, un viaje en el que escudriñamos los astros que nos indican la ruta. Las verdaderas estrellas de nues-tra vida son las personas que han sabido vivir rectamente. Ellas son luces de esperan-za. Jesucristo es ciertamente la luz por antonomasia, el sol que brilla sobre todas las tinieblas de la historia. Pero para llegar hasta Él necesitamos también luces cercanas, personas que dan luz reflejando la luz de Cristo, ofreciendo así orientación para nuestra travesía. Y ¿quién mejor que María podría ser para nosotros estrella de espe-ranza, Ella que con su “sí” abrió la puerta de nuestro mundo a Dios mismo; Ella que se convirtió en el Arca viviente de la Alianza, en la que Dios se hizo carne, se hizo uno de nosotros, plantó su tienda entre nosotros (cf. Jn 1,14)? 50. Así, pues, la invocamos: Santa María, tú fuiste una de aquellas almas humildes y grandes en Israel que, como Simeón, esperó “el consuelo de Israel” (Lc 2,25) y es-peraron, como Ana, “la redención de Jerusalén” (Lc 2,38). Tú viviste en contacto ín-timo con las Sagradas Escrituras de Israel, que hablaban de la esperanza, de la prome-sa hecha a Abrahán y a su descendencia (cf. Lc 1,55). Así comprendemos el santo temor que te sobrevino cuando el ángel de Dios entró en tu aposento y te dijo que darías a luz a Aquél que era la esperanza de Israel y la esperanza del mundo. Por ti, por tu “sí”, la esperanza de milenios debía hacerse realidad, entrar en este mundo y su historia. Tú te has inclinado ante la grandeza de esta misión y has dicho “sí”: “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38). Cuando llena de santa alegría fuiste aprisa por los montes de Judea para visitar a tu pariente Isabel, te convertiste en la imagen de la futura Iglesia que, en su seno, lleva la espe-ranza del mundo por los montes de la historia. Pero junto con la alegría que, en tu Magnificat, con las palabras y el canto, has difundido en los siglos, conocías también las afirmaciones oscuras de los profetas sobre el sufrimiento del siervo de Dios en este mundo. Sobre su nacimiento en el establo de Belén brilló el resplandor de los ángeles que llevaron la buena nueva a los pastores, pero al mismo tiempo se hizo de sobra palpable la pobreza de Dios en este mundo. El anciano Simeón te habló de la espada que traspasaría tu corazón (cf. Lc 2,35), del signo de contradicción que tu Hijo sería en este mundo. Cuando comenzó después la actividad pública de Jesús, debiste quedarte a un lado para que pudiera crecer la nueva familia que Él había venido a instituir y que se desarrollaría con la aportación de los que hubieran escuchado y cumplido su palabra (cf. Lc 11,27s). No obstante toda la grandeza y la alegría de los primeros pasos de la actividad de Jesús, ya en la sinagoga de Nazaret experimentaste la verdad de aquella palabra sobre el “signo de contradicción” (cf. Lc 4,28ss). Así has visto el poder creciente de la hostilidad y el rechazo que progresivamente fue creán-dose en torno a Jesús hasta la hora de la cruz, en la que viste morir como un fracasa-do, expuesto al escarnio, entre los delincuentes, al Salvador del mundo, el heredero

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de David, el Hijo de Dios. Recibiste entonces la palabra: “Mujer, ahí tienes a tu hijo” (Jn 19,26). Desde la cruz recibiste una nueva misión. A partir de la cruz te convertis-te en madre de una manera nueva: madre de todos los que quieren creer en tu Hijo Jesús y seguirlo. La espada del dolor traspasó tu corazón. ¿Había muerto la esperan-za? ¿Se había quedado el mundo definitivamente sin luz, la vida sin meta? Probable-mente habrás escuchado de nuevo en tu interior en aquella hora la palabra del ángel, con la cual respondió a tu temor en el momento de la anunciación: “No temas, Ma-ría” (Lc 1,30). ¡Cuántas veces el Señor, tu Hijo, dijo lo mismo a sus discípulos: no te-máis! En la noche del Gólgota, oíste una vez más estas palabras en tu corazón. A sus discípulos, antes de la hora de la traición, Él les dijo: “Tened valor: Yo he vencido al mundo” (Jn 16,33). “No tiemble vuestro corazón ni se acobarde” (Jn 14,27). “No te-mas, María”. En la hora de Nazaret el ángel también te dijo: “Su reino no tendrá fin” (Lc 1,33). ¿Acaso había terminado antes de empezar? No, junto a la cruz, según las palabras de Jesús mismo, te convertiste en madre de los creyentes. Con esta fe, que en la oscuridad del Sábado Santo fue también certeza de la esperanza, te has ido a encontrar con la mañana de Pascua. La alegría de la resurrección ha conmovido tu corazón y te ha unido de modo nuevo a los discípulos, destinados a convertirse en familia de Jesús mediante la fe. Así, estuviste en la comunidad de los creyentes que en los días después de la Ascensión oraban unánimes en espera del don del Espíritu Santo (cf. Hch 1,14), que recibieron el día de Pentecostés. El “reino” de Jesús era dis-tinto de como lo habían podido imaginar los hombres. Este “reino” comenzó en aquella hora y ya nunca tendría fin. Por eso tú permaneces con los discípulos como madre suya, como Madre de la esperanza. Santa María, Madre de Dios, Madre nues-tra, enséñanos a creer, esperar y amar contigo. Indícanos el camino hacia su reino. Estrella del mar, brilla sobre nosotros y guíanos en nuestro camino. Dado en Roma, junto a San Pedro, el 30 de noviembre, fiesta del Apóstol san Andrés, del año 2007, tercero de mi pontificado.

BENEDICTO XVI

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Discurso de Su Santidad Benedicto XVI a los cardenales, arzobispos, obispos y prelados superiores de la Curia Romana

Señores cardenales; venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado; queridos hermanos y hermanas: En este encuentro ya respiramos la alegría de la Navidad, muy cercana. Os agradezco profundamente vuestra participación en esta cita tradicional, cuyo espe-cial clima espiritual ha evocado bien el cardenal decano Angelo Sodano, recordando el tema central de mi reciente carta encíclica sobre la esperanza cristiana. Le agra-dezco de corazón las cordiales palabras con las que se ha hecho intérprete de los sen-timientos y de las felicitaciones del Colegio cardenalicio, de los miembros de la Curia romana y de la Gobernación, así como de los representantes pontificios esparcidos por el mundo. Como ha subrayado usted, señor cardenal, nuestra comunidad es realmente una “comunidad de trabajo”, unida por vínculos de amor fraterno, que las festivida-des navideñas vienen a reforzar. Con este espíritu, usted ha recordado oportunamen-te a todos aquellos que en los meses pasados, tras pertenecer a nuestra familia curial, han cruzado los umbrales del tiempo y han entrado ya en la paz de Dios: en una cir-cunstancia como ésta, hace bien al corazón sentir cercanos a quienes han compartido con nosotros el servicio a la Iglesia y ahora, ante el trono de Dios, interceden por nosotros. Así pues, gracias, señor cardenal decano, por sus palabras y gracias a todos los presentes por la contribución que cada uno da al cumplimiento del ministerio que el Señor me ha encomendado. Otro año está a punto de concluir. Como primer acontecimiento destacado de este período, que ha pasado tan velozmente, quiero mencionar el viaje a Brasil. Su finalidad fue el encuentro con la V Conferencia general del Episcopado de América Latina y del Caribe, y, por consiguiente, más en general, un encuentro con la Iglesia del vasto continente latinoamericano. Antes de referirme a la Conferencia de Aparecida, quiero hablar de algunos momentos culminantes de ese viaje. Ante todo, conservo grabada en mi memoria la solemne velada con los jóvenes en el estadio de São Paulo. En ella, a pesar de las temperaturas rígidas, nos encontramos todos unidos por una gran alegría interior, por una experiencia viva de comunión y por la clara voluntad de ser, en el Espíritu de Jesucristo, servidores de reconciliación, amigos de los pobres y de los que sufren, y mensajeros de aquel bien cuyo esplendor hemos encontrado en el Evangelio. Existen manifestaciones de multitudes que sólo tienen como efecto una auto-afirmación; en ellas los jóvenes se dejan llevar de la embriaguez del ritmo y de los

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sonidos, acabando por encontrar alegría sólo por sí mismos. En cambio, en nuestro encuentro abrimos realmente nuestras almas. La profunda comunión que se estable-ció espontáneamente esa tarde entre nosotros, al estar los unos con los otros, implicó estar los unos para los otros. No fue una fuga de la vida diaria, sino que se transformó en la fuerza para aceptar la vida de un modo nuevo. Por eso, de corazón quiero dar las gracias a los jóvenes que animaron aquella velada por su compañía, por sus can-tos, por sus palabras y por su oración, que nos purificó interiormente y nos mejoró, también en beneficio de los demás. Asimismo es inolvidable el día en que, rodeado de un gran número de obispos, sacerdotes, religiosas, religiosos y fieles laicos, canonicé a fray Galvão, un hijo de Brasil, proclamándolo santo para la Iglesia universal. Por doquier nos saludaban sus imágenes, de las que emanaba el resplandor de la bondad de corazón que había susci-tado en él el encuentro con Cristo y la relación con su comunidad religiosa. De la vuelta definitiva de Cristo, en su parusía, se nos ha dicho que no vendrá él solo, sino juntamente con todos sus santos. Así, cada santo que entra en la historia constituye ya una pequeña porción de la vuelta de Cristo, de su nuevo ingreso en el tiempo, que nos muestra la imagen de un modo nuevo y nos da la seguridad de su presencia. Jesu-cristo no pertenece al pasado y no está confinado a un futuro lejano, cuya llegada no tenemos ni siquiera la valentía de pedir. Él llega con una gran procesión de santos. Juntamente con sus santos ya está siempre en camino hacia nosotros, hacia nuestro hoy. Recuerdo muy vivamente el día que visité la Hacienda de la Esperanza, en la que personas caídas en la esclavitud de la droga recuperan libertad y esperanza. Al llegar a ella, percibí inmediatamente de un modo nuevo la fuerza sanadora de la creación de Dios. Las montañas verdes que rodean el amplio valle nos hacen elevar la mirada hacia las alturas y, al mismo tiempo, nos dan un sentido de protección. Del sagrario de la iglesita de las Carmelitas mana una fuente de agua límpida, que re-cuerda la profecía de Ezequiel sobre el agua que, saliendo del Templo, desintoxica la tierra salada y hace crecer árboles que proporcionan la vida. Debemos defender la creación no sólo para nuestra utilidad, sino por sí misma, como mensaje del Creador, como don de belleza, que es promesa y esperanza. Sí, el hombre necesita la trascendencia. Sólo Dios basta, dijo santa Teresa de Ávila. Cuando él falta, entonces el hombre debe tratar de superar por sí mismo los confines del mundo, de abrir ante sí el espacio infinito para el que ha sido creado. Entonces, la droga se convierte para él en una necesidad. Pero pronto descubre que se trata sólo de una infinitud ilusoria, −podríamos decir− una burla que el diablo hace al hombre. En la Hacienda de la Esperanza los confines del mundo quedan realmente su-perados, la mirada se abre hacia Dios, hacia la amplitud de nuestra vida; así se produ-ce una curación. A todos los que allí trabajan les manifiesto sinceramente mi grati-

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tud; y a todos los que allí buscan la curación, les expreso mi cordial deseo de bendi-ción. También quiero recordar el encuentro con los obispos brasileños en la catedral de São Paulo. La música solemne que nos acompañó es inolvidable. Fue especialmen-te hermosa por el hecho de que la ejecutaron un coro y una orquesta compuestos por jóvenes pobres de esa ciudad. Así, esas personas nos hicieron experimentar la belleza, que forma parte de los dones por medio de los cuales superamos los límites de la co-tidianidad del mundo y podemos percibir realidades superiores que nos dan la segu-ridad de la belleza de Dios. Además, la experiencia de la “colegialidad efectiva y afec-tiva”, de la comunión fraterna en el ministerio común, nos permitió experimentar la alegría de la catolicidad: más allá de todos los confines geográficos y culturales somos hermanos, juntamente con Cristo resucitado, que nos ha llamado a su servicio. Y, por último, Aparecida. De un modo muy particular me conmovió la estatui-lla de la Virgen. Algunos pobres pescadores, que repetidamente habían arrojado en vano sus redes, sacaron la estatuilla de las aguas del río, y después, por fin, se produjo una pesca abundante. Es la Virgen de los pobres, que se hizo también pobre y peque-ña. Así, precisamente mediante la fe y el amor de los pobres, se formó en torno a esta figura el gran santuario, que, haciendo siempre referencia a la pobreza de Dios, a la humildad de la Madre, constituye día tras día una casa y un refugio para las personas que rezan y esperan. Fue un acierto que nos reuniéramos allí y elaboráramos el documento sobre el tema: “Discípulos y misioneros de Jesucristo para que nuestros pueblos en él tengan vida”. Ciertamente, alguien podría formular inmediatamente la pregunta: ¿Era ése el tema más adecuado para esta hora de la historia que estamos viviendo? ¿No era quizá un giro excesivo hacia la interioridad, en un momento en que los grandes desafíos de la historia, las cuestiones urgentes sobre la justicia, la paz y la libertad exigen el com-promiso pleno de todos los hombres de buena voluntad y, de modo particular, de la cristiandad y de la Iglesia? ¿No hubiera sido mejor que afrontáramos, más bien, esos problemas, en vez de retirarnos al mundo interior de la fe? Más tarde afrontaremos esta objeción, pues antes de responder a ella es necesa-rio comprender bien el tema mismo en su auténtico significado; cuando lo hayamos hecho, la respuesta a la objeción llegará por sí misma. La palabra clave del tema es: encontrar la vida, la vida verdadera. Así el tema supone que este objetivo, sobre el que tal vez todos estén de acuerdo, se logra en el discipulado de Jesucristo, así como en el compromiso en favor de su palabra y de su presencia. Por consiguiente, los cris-tianos en América Latina, y con ellos los de todo el mundo, están llamados ante todo a ser cada vez más “discípulos de Jesucristo”, algo que, en el fondo, ya somos en vir-tud del bautismo, lo cual no quita que debamos llegar a serlo siempre de forma nueva mediante la asimilación viva del don de ese sacramento.

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¿Qué significa ser discípulos de Cristo? En primer lugar, significa llegar a cono-cerlo. ¿Cómo se realiza esto? Es una invitación a escucharlo tal como nos habla en el texto de la sagrada Escritura, como se dirige a nosotros y sale a nuestro encuentro en la oración común de la Iglesia, en los sacramentos y en el testimonio de los santos. Nunca se puede conocer a Cristo sólo teóricamente. Con una gran doctrina se puede saber todo sobre las sagradas Escrituras, sin haberse encontrado jamás con él. Para conocerlo es necesario caminar juntamente con él, tener sus mismos sentimien-tos, como dice la carta a los Filipenses (cf. Flp 2,5). San Pablo describe brevemente esos sentimientos así: tener el mismo amor, formar una sola alma (sýmpsychoi), estar de acuerdo, no hacer nada por rivalidad y vanagloria, no buscar cada uno sólo sus intereses, sino también los de los demás (cf. Flp 2,2-4). La catequesis nunca puede ser sólo una enseñanza intelectual; siempre debe implicar también una comunión de vida con Cristo, un ejercitarse en la humildad, en la justicia y en el amor. Sólo así avanzamos con Jesucristo en su camino; sólo así se abren los ojos de nuestro corazón; sólo así aprendemos a comprender la Escritura y nos encontramos con él. El encuentro con Jesucristo requiere escucha, requiere la respuesta en la oración y en la práctica de lo que él nos dice. Conocer a Cristo es co-nocer a Dios; y sólo a partir de Dios comprendemos al hombre y el mundo, un mun-do que de lo contrario queda como un interrogante sin sentido. Así pues, ser discípulos de Cristo es un camino de educación hacia nuestro ver-dadero ser, hacia la forma correcta de ser hombres. En el Antiguo Testamento, la actitud fundamental del hombre que vive la palabra de Dios se resumía con el térmi-no zadic: el justo; el que vive según la palabra de Dios, llega a ser un justo. El justo practica y vive la justicia. Luego, en el cristianismo, la actitud de los discípulos de Jesucristo se expresaba con otra palabra: el fiel. La fe lo comprende todo. Esta palabra ahora indica a la vez estar con Cristo y estar con su justicia. En la fe recibimos la jus-ticia de Cristo, la vivimos nosotros mismos y la transmitimos. El Documento de Aparecida concreta todo esto hablando de la buena nueva sobre la dignidad del hombre, sobre la vida, sobre la familia, sobre la ciencia y la tec-nología, sobre el trabajo humano, sobre el destino universal de los bienes de la tierra y sobre la ecología: dimensiones en las que se articula nuestra justicia, se vive la fe y se da respuesta a los desafíos del tiempo. Ese mismo Documento nos dice que el discípulo de Jesucristo también debe ser “misionero”, mensajero del Evangelio. También aquí surge una objeción: ¿es lícito también hoy “evangelizar”? ¿No deberían, más bien, todas las religiones y concep-ciones del mundo convivir pacíficamente, tratando de hacer juntas lo mejor para la humanidad, cada una a su modo?

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Es indiscutible que todos debemos convivir y cooperar con tolerancia y respeto recíprocos. La Iglesia católica está comprometida muy seriamente en esto y con los dos encuentros de Asís ha dado muestras evidentes también en este sentido, muestras que hemos reanudado mediante el encuentro de Nápoles de este año. Al respecto, me complace recordar aquí la carta que el pasado 13 de octubre me enviaron cordial-mente ciento treinta y ocho líderes religiosos musulmanes para testimoniar su com-promiso común en favor de la promoción de la paz en el mundo. Con alegría les res-pondí expresándoles mi convencida adhesión a esos nobles propósitos y, al mismo tiempo, subrayando la urgencia de un compromiso concorde en favor de la defensa de los valores del respeto recíproco, el diálogo y la colaboración. El reconocimiento común de la existencia de un único Dios, Creador providente y Juez universal de la conducta de cada uno, constituye la premisa para una acción común en defensa del respeto efectivo de la dignidad de toda persona humana con vistas a la edificación de una sociedad más justa y solidaria. Pero, ¿esta voluntad de diálogo y colaboración significa, al mismo tiempo, que ya no podemos transmitir el mensaje de Jesucristo, que ya no podemos proponer a los hombres y al mundo esta llamada y la esperanza que deriva de ella? Quien ha reconocido una gran verdad, quien ha encontrado una gran alegría, debe transmitir-la; de ningún modo puede conservarla sólo para sí. Dones tan grandes nunca están destinados a una persona sola. En Jesucristo surgió para nosotros una gran luz, la gran Luz: no podemos ponerla debajo del celemín; debemos colocarla sobre el cande-lero, para que alumbre a todos los que están en la casa (cf. Mt 5,15). San Pablo estuvo incansablemente en camino llevando consigo el Evangelio. Incluso sentía una especie de “constricción” para anunciar el Evangelio (cf. 1Co 9,16), no tanto impulsado por la preocupación de la salvación de personas que no estaban bautizadas, que no conocían el Evangelio, cuanto porque era consciente de que la historia en su conjunto sólo podía llegar a su cumplimiento cuando la totali-dad (plÖrcma) de los pueblos hubiera acogido el Evangelio (cf. Rm 11,25). Para lle-gar a su cumplimiento, la historia necesita el anuncio de la buena nueva a todos los pueblos, a todos los hombres (cf. Mc 13,10). De hecho, es muy importante que confluyan en la humanidad fuerzas de re-conciliación, fuerzas de paz, fuerzas de amor y de justicia. Es muy importante que en el “balance” de la humanidad, frente a los sentimientos y a las realidades de la vio-lencia y la injusticia que la amenazan, se susciten y se robustezcan fuerzas antagonis-tas. Eso es precisamente lo que sucede en la misión cristiana. Mediante el encuentro con Jesucristo y sus santos, mediante el encuentro con Dios, el balance de la huma-nidad se enriquece con las fuerzas del bien sin las cuales todos nuestros programas de orden social no se hacen realidad, sino que, ante la enorme presión que ejercen otros intereses contrarios a la paz y a la justicia, se quedan en teorías abstractas.

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De este modo hemos vuelto a las preguntas que nos planteamos al inicio: ¿Hizo bien Aparecida, buscando la vida para el mundo, en dar prioridad al discipulado de Jesucristo y a la evangelización? ¿Era una retirada equivocada hacia la interioridad? No. Aparecida decidió lo correcto, precisamente porque mediante el nuevo encuen-tro con Jesucristo y su Evangelio, y sólo así, se suscitan las fuerzas que nos capacitan para dar la respuesta adecuada a los desafíos de nuestro tiempo. Al final del mes de junio envié una carta a los obispos, a los presbíteros, a las personas consagradas y a los fieles laicos de la Iglesia católica que viven en la Repú-blica Popular China. Con esa carta quise manifestar tanto mi profundo afecto espiri-tual por todos los católicos en China como una cordial estima por el pueblo chino. En ella recordé los principios perennes de la tradición católica y del concilio Vatica-no II en el campo eclesiológico. A la luz del “plan originario” que Cristo tuvo de su Iglesia, indiqué algunas orientaciones para afrontar y resolver, con espíritu de comunión y verdad, los deli-cados y complejos problemas de la vida de la Iglesia en China. También puse de ma-nifiesto la disponibilidad de la Santa Sede a un diálogo sereno y constructivo con las autoridades civiles con el fin de encontrar una solución a los diversos problemas re-lativos a la comunidad católica. La carta fue acogida con alegría y gratitud por los católicos que viven en China. Expreso mi deseo de que, con la ayuda de Dios, produzca los frutos que se esperan. Lamentablemente, sólo me es posible aludir brevemente a los demás momentos destacados del año. En realidad, esos acontecimientos tenían las mismas finalidades, querían subrayar las mismas orientaciones. Así, la maravillosa visita a Austria. L'Os-servatore Romano, con una expresión muy hermosa, refiriéndose a la lluvia que nos acompañó, la definió: “la lluvia de la fe”. Los aguaceros no sólo no disminuyeron la alegría de nuestra fe en Cristo que experimentamos al contemplar a su Madre, sino que, por el contrario, la reforzaron. Esta alegría penetró la cortina de las nubes que se cernían sobre nosotros. Al mirar, juntamente con María, hacia Cristo, encontramos la Luz que nos señala el camino en medio de todas las tinieblas del mundo. Quiero expresar de corazón mi gratitud a los obispos austriacos, a los sacerdotes, a las religio-sas, a los religiosos y a los numerosos fieles laicos que en esos días se pusieron, jun-tamente conmigo, en camino hacia Cristo, por este estimulante signo de fe que nos dieron. También el encuentro con la juventud en el ágora de Loreto fue un gran signo de alegría y esperanza: si tantos jóvenes quieren encontrar a María y, con María, a Cristo, y se dejan contagiar de la alegría de la fe, entonces podemos afrontar con tranquilidad el futuro. En este sentido me dirigí en varias ocasiones a los jóvenes: en la visita al centro penitenciario para menores de Casal del Marmo, y en los discursos pronunciados con ocasión de las audiencias o de los Ángelus dominicales. He consta-

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tado sus expectativas y sus generosos propósitos, planteando de nuevo la cuestión educativa y solicitando el compromiso de las Iglesias locales en la pastoral vocacio-nal. Obviamente, no he dejado de denunciar las manipulaciones a que se ven expues-tos los jóvenes hoy, y los peligros que de ahí derivan para la sociedad del futuro. Ya he aludido muy brevemente al encuentro de Nápoles. También allí nos en-contramos rodeados de lluvia −un hecho totalmente desacostumbrado en la ciudad del sol y de la luz−, pero también allí la cordial humanidad y la fe viva penetraron las nubes, permitiéndonos experimentar la alegría que brota del Evangelio. Ciertamente, no conviene hacerse falsas ilusiones: no son pequeños los pro-blemas que plantea el laicismo de nuestro tiempo y la presión de las presunciones ideológicas a las que tiende la conciencia laicista con su pretensión exclusiva de la racionalidad definitiva. Nosotros lo sabemos, y conocemos el esfuerzo que exige la lucha que afrontamos en este tiempo. Pero también sabemos que el Señor mantiene su promesa: “He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). Con esta alegre certeza, acogiendo el impulso de las reflexiones de Apa-recida a renovar también nosotros nuestra comunión con Cristo, salimos con con-fianza al encuentro del nuevo año. Salimos a su encuentro con la mirada materna de la Aparecida, de Aquélla que se definió “la esclava del Señor”. Su protección nos da seguridad y nos llena de esperanza. Con estos sentimientos, os imparto de corazón la bendición apostólica a voso-tros, aquí presentes, y a todos los que forman parte de la gran familia de la Curia ro-mana.

21 de diciembre de 2007

[Traducción del original italiano distribuida por la Santa Sede © Copyright 2007 − Libreria Editrice Vaticana]

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Homilía del Papa Benedicto XVI en la misa de Nochebuena Queridos hermanos y hermanas: “A María le llegó el tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo en-volvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en la posada” (cf. Lc 2,6s). Estas frases, nos llegan al corazón siempre de nuevo. Llegó el momento anunciado por el Ángel en Nazaret: “Darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo” (Lc 1,31). Llegó el momento que Israel esperaba desde hacía muchos siglos, durante tantas horas oscuras, el momento en cierto modo esperado por toda la humanidad con figuras todavía confusas: que Dios se preocupase por nosotros, que saliera de su ocultamiento, que el mundo al-canzara la salvación y que Él renovase todo. Podemos imaginar con cuánta prepara-ción interior, con cuánto amor, esperó María aquella hora. El breve inciso, “lo en-volvió en pañales”, nos permite vislumbrar algo de la santa alegría y del callado celo de aquella preparación. Los pañales estaban dispuestos, para que el niño se encontra-ra bien atendido. Pero en la posada no había sitio. En cierto modo, la humanidad espera a Dios, su cercanía. Pero cuando llega el momento, no tiene sitio para Él. Está tan ocupada consigo misma de forma tan exigente, que necesita todo el espacio y todo el tiempo para sus cosas y ya no queda nada para el otro, para el prójimo, para el pobre, para Dios. Y cuanto más se enriquecen los hombres, tanto más llenan todo de sí mismos y menos puede entrar el otro. Juan, en su Evangelio, fijándose en lo esencial, ha profundizado en la breve referencia de san Lucas sobre la situación de Belén: “Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron” (1,11). Esto se refiere sobre todo a Belén: el Hijo de David fue a su ciu-dad, pero tuvo que nacer en un establo, porque en la posada no había sitio para él. Se refiere también a Israel: el enviado vino a los suyos, pero no lo quisieron. En reali-dad, se refiere a toda la humanidad: Aquél por el que el mundo fue hecho, el Verbo creador primordial entra en el mundo, pero no se le escucha, no se le acoge. En definitiva, estas palabras se refieren a nosotros, a cada persona y a la socie-dad en su conjunto. ¿Tenemos tiempo para el prójimo que tiene necesidad de nuestra palabra, de mi palabra, de mi afecto? ¿Para aquél que sufre y necesita ayuda? ¿Para el prófugo o el refugiado que busca asilo? ¿Tenemos tiempo y espacio para Dios? ¿Pue-de entrar Él en nuestra vida? ¿Encuentra un lugar en nosotros o tenemos ocupado todo nuestro pensamiento, nuestro quehacer, nuestra vida, con nosotros mismos? Gracias a Dios, la noticia negativa no es la única ni la última que hallamos en el Evangelio. De la misma manera que en Lucas encontramos el amor de su madre Ma-ría y la fidelidad de san José, la vigilancia de los pastores y su gran alegría, y en Ma-teo encontramos la visita de los sabios Magos, llegados de lejos, así también nos dice Juan: “Pero a cuantos lo recibieron, les da poder para ser hijos de Dios” (Jn 1,12). Hay

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quienes lo acogen y, de este modo, desde fuera, crece silenciosamente, comenzando por el establo, la nueva casa, la nueva ciudad, el mundo nuevo. El mensaje de Navi-dad nos hace reconocer la oscuridad de un mundo cerrado y, con ello, se nos muestra sin duda una realidad que vemos cotidianamente. Pero nos dice también que Dios no se deja encerrar fuera. Él encuentra un espacio, entrando tal vez por el establo; hay hombres que ven su luz y la transmiten. Mediante la palabra del Evangelio, el Ángel nos habla también a nosotros y, en la sagrada liturgia, la luz del Redentor entra en nuestra vida. Si somos pastores o sabios, la luz y su mensaje nos llaman a ponernos en camino, a salir de la cerrazón de nuestros deseos e intereses para ir al encuentro del Señor y adorarlo. Lo adoramos abriendo el mundo a la verdad, al bien, a Cristo, al servicio de cuantos están marginados y en los cuales Él nos espera. En algunas representaciones navideñas de la Baja Edad media y de comienzo de la Edad Moderna, el pesebre se representa como edificio más bien desvencijado. Se puede reconocer todavía su pasado esplendor, pero ahora está deteriorado, sus muros en ruinas; se ha convertido justamente en un establo. Aunque no tiene un funda-mento histórico, esta interpretación metafórica expresa sin embargo algo de la ver-dad que se esconde en el misterio de la Navidad. El trono de David, al que se había prometido una duración eterna, está vacío. Son otros los que dominan en Tierra San-ta. José, el descendiente de David, es un simple artesano; de hecho, el palacio se ha convertido en una choza. David mismo había comenzado como pastor. Cuando Sa-muel lo buscó para ungirlo, parecía imposible y contradictorio que un joven pastor pudiera convertirse en el portador de la promesa de Israel. En el establo de Belén, precisamente donde estuvo el punto de partida, vuelve a comenzar la realeza davídi-ca de un modo nuevo: en aquel niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. El nuevo trono desde el cual este David atraerá hacia sí el mundo es la Cruz. El nue-vo trono −la Cruz− corresponde al nuevo inicio en el establo. Pero justamente así se construye el verdadero palacio davídico, la verdadera realeza. Así, pues, este nuevo palacio no es como los hombres se imaginan un palacio y el poder real. Este nuevo palacio es la comunidad de cuantos se dejan atraer por el amor de Cristo y con Él llegan a ser un solo cuerpo, una humanidad nueva. El poder que proviene de la Cruz, el poder de la bondad que se entrega, ésta es la verdadera realeza. El establo se trans-forma en palacio; precisamente a partir de este inicio, Jesús edifica la nueva gran co-munidad, cuya palabra clave cantan los ángeles en el momento de su nacimiento: “Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres que Dios ama”, hombres que ponen su voluntad en la suya, transformándose en hombres de Dios, hombres nuevos, mundo nuevo. Gregorio de Nisa ha desarrollado en sus homilías navideñas la misma temática partiendo del mensaje de Navidad en el Evangelio de Juan: “Y puso su morada entre nosotros” (Jn 1,14). Gregorio aplica esta palabra de la morada a nuestro cuerpo, dete-riorado y débil; expuesto por todas partes al dolor y al sufrimiento. Y la aplica a todo el cosmos, herido y desfigurado por el pecado. ¿Qué habría dicho si hubiese visto las condiciones en las que hoy se encuentra la tierra a causa del abuso de las fuentes de

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energía y de su explotación egoísta y sin ningún reparo? Anselmo de Canterbury, casi de manera profética, describió con antelación lo que nosotros vemos hoy en un mundo contaminado y con un futuro incierto: “Todas las cosas se encontraban como muertas, al haber perdido su innata dignidad de servir al dominio y al uso de aqué-llos que alaban a Dios, para lo que habían sido creadas; se encontraban aplastadas por la opresión y como descoloridas por el abuso que de ellas hacían los servidores de los ídolos, para los que no habían sido creadas” (PL 158, 955 s). Así, según la visión de Gregorio, el establo del mensaje de Navidad representa la tierra maltratada. Cristo no reconstruye un palacio cualquiera. Él vino para volver a dar a la creación, al cosmos, su belleza y su dignidad: esto es lo que comienza con la Navidad y hace saltar de go-zo a los ángeles. La tierra queda restablecida precisamente por el hecho de que se abre a Dios, que recibe nuevamente su verdadera luz y, en la sintonía entre voluntad humana y voluntad divina, en la unificación de lo alto con lo bajo, recupera su belle-za, su dignidad. Así, pues, Navidad es la fiesta de la creación renovada. Los Padres interpretan el canto de los ángeles en la Noche santa a partir de este contexto: se tra-ta de la expresión de la alegría porque lo alto y lo bajo, cielo y tierra, se encuentran nuevamente unidos; porque el hombre se ha unido nuevamente a Dios. Para los Pa-dres, forma parte del canto navideño de los ángeles el que ahora ángeles y hombres canten juntos y, de este modo, la belleza del cosmos se exprese en la belleza del canto de alabanza. El canto litúrgico −siempre según los Padres− tiene una dignidad parti-cular porque es un cantar junto con los coros celestiales. El encuentro con Jesucristo es lo que nos hace capaces de escuchar el canto de los ángeles, creando así la verda-dera música, que acaba cuando perdemos este cantar juntos y este sentir juntos. En el establo de Belén el cielo y la tierra se tocan. El cielo vino a la tierra. Por eso, de allí se difunde una luz para todos los tiempos; por eso, de allí brota la alegría y nace el canto. Al final de nuestra meditación navideña quisiera citar una palabra extraordinaria de san Agustín. Interpretando la invocación de la oración del Señor: “Padre nuestro que estás en los cielos”, él se pregunta: ¿qué es esto del cielo? Y ¿dón-de está el cielo? Sigue una respuesta sorprendente: Que estás en los cielos significa: en los santos y en los justos. «En verdad, Dios no se encierra en lugar alguno. Los cielos son ciertamente los cuerpos más excelentes del mundo, pero, no obstante, son cuerpos, y no pueden ellos existir sino en algún espacio; mas, si uno se imagina que el lugar de Dios está en los cielos, como en regiones superiores del mundo, podrá decirse que las aves son de mejor condición que nosotros, porque viven más próxi-mas a Dios. Por otra parte, no está escrito que Dios está cerca de los hombres eleva-dos, o sea de aquéllos que habitan en los montes, sino que fue escrito en el Salmo: “El Señor está cerca de los que tienen el corazón atribulado” (Sal 34 [33],19), y la tribu-lación propiamente pertenece a la humildad. Mas así como el pecador fue llamado “tierra”, así, por el contrario, el justo puede llamarse “cielo”» (Serm. in monte II 5,17). El cielo no pertenece a la geografía del espacio, sino a la geografía del corazón. Y el corazón de Dios, en la Noche santa, ha descendido hasta un establo: la humildad de Dios es el cielo. Y si salimos al encuentro de esta humildad, entonces tocamos el

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cielo. Entonces, se renueva también la tierra. Con la humildad de los pastores, pon-gámonos en camino, en esta Noche santa, hacia el Niño en el establo. Toquemos la humildad de Dios, el corazón de Dios. Entonces su alegría nos alcanzará y hará más luminoso el mundo. Amén.

Ciudad del Vaticano, lunes, 24 de diciembre de 2007

[Traducción del original italiano distribuida por la Santa Sede © Copyright 2007 - Libreria Editrice Vaticana]

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Mensaje de Navidad del Papa Benedicto XVI “Nos ha amanecido un día sagrado: venid, naciones, adorad al Señor, porque hoy una gran luz ha bajado a la tierra” (Misa del día de Navidad, Aclamación al Evangelio). Queridos hermanos y hermanas: “Nos ha amanecido un día sagrado”. Un día de gran esperanza: hoy el Salvador de la humanidad ha nacido. El nacimiento de un niño trae normalmente una luz de esperanza a quienes lo aguardan ansiosos. Cuando Jesús nació en la gruta de Belén, una “gran luz” apareció sobre la tierra; una gran esperanza entró en el corazón de cuantos lo esperaban: “lux magna”, canta la liturgia de este día de Navidad. Ciertamente no fue “grande” según el mundo, porque, en un primer momento, sólo la vieron María, José y algunos pastores, luego los Magos, el anciano Simeón, la profetisa Ana: aquéllos que Dios había escogido. Sin embargo, en lo recóndito y en el silencio de aquella noche santa se encendió para cada hombre una luz espléndida e imperecedera; ha venido al mundo la gran esperanza portadora de felicidad: “el Verbo se hizo carne y nosotros hemos visto su gloria” (Jn 1,14). “Dios es luz −afirma san Juan− y en él no hay tinieblas” (1Jn 1,5). En el Libro del Génesis leemos que cuando tuvo origen el universo, “la tierra era un caos infor-me; sobre la faz del Abismo, la tiniebla”. «Y dijo Dios: “que exista la luz”. Y la luz existió» (Gn 1,2-3). La Palabra creadora de Dios −Dabar en hebreo, Verbum en latín, Logos en griego− es Luz, fuente de la vida. Por medio del Logos se hizo todo y sin Él no se hizo nada de lo que se ha hecho (cf. Jn 1,3). Por eso todas las criaturas son fun-damentalmente buenas y llevan en sí la huella de Dios, una chispa de su luz. Sin em-bargo, cuando Jesús nació de la Virgen María, la Luz misma vino al mundo: “Dios de Dios, Luz de Luz”, profesamos en el Credo. En Jesús, Dios asumió lo que no era, per-maneciendo en lo que era: “la omnipotencia entró en un cuerpo infantil y no se sus-trajo al gobierno del universo” (cf. S. Agustín, Serm 184,1 sobre la Navidad). Aquél que es el creador del hombre se hizo hombre para traer al mundo la paz. Por eso, en la noche de Navidad, el coro de los Ángeles canta: “Gloria a Dios en el cielo / y en la tierra paz a los hombres que Dios ama” (Lc 2,14). “Hoy una gran luz ha bajado a la tierra”. La Luz de Cristo es portadora de paz. En la Misa de la noche, la liturgia eucarística comenzó justamente con este canto: “Hoy, desde el cielo, ha descendido la paz sobre nosotros” (Antífona de entrada). Más aún, sólo la “gran” luz que aparece en Cristo puede dar a los hombres la “verdadera” paz. He aquí porqué cada generación está llamada a acogerla, a acoger al Dios que en Belén se ha hecho uno de nosotros. La Navidad es esto: acontecimiento histórico y misterio de amor, que desde hace más de dos mil años interpela a los hombres y mujeres de todo tiempo y lugar.

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Es el día santo en el que brilla la “gran luz” de Cristo portadora de paz. Ciertamente, para reconocerla, para acogerla, se necesita fe, se necesita humildad. La humildad de María, que ha creído en la palabra del Señor, y que fue la primera que, inclinada ante el pesebre, adoró el Fruto de su vientre; la humildad de José, hombre justo, que tuvo la valentía de la fe y prefirió obedecer a Dios antes que proteger su propia reputa-ción; la humildad de los pastores, de los pobres y anónimos pastores, que acogieron el anuncio del mensajero celestial y se apresuraron a ir a la gruta, donde encontraron al niño recién nacido y, llenos de asombro, lo adoraron alabando a Dios (cf. Lc 2,15-20). Los pequeños, los pobres en espíritu: éstos son los protagonistas de la Navidad, tanto ayer como hoy; los protagonistas de siempre de la historia de Dios, los cons-tructores incansables de su Reino de justicia, de amor y de paz. En el silencio de la noche de Belén Jesús nació y fue acogido por manos solíci-tas. Y ahora, en esta nuestra Navidad en la que sigue resonando el alegre anuncio de su nacimiento redentor, ¿quién está listo para abrirle las puertas del corazón? Hom-bres y mujeres de hoy, Cristo viene a traernos la luz también a nosotros, también a nosotros viene a darnos la paz. Pero ¿quién vela en la noche de la duda y la incerti-dumbre con el corazón despierto y orante? ¿Quién espera la aurora del nuevo día teniendo encendida la llama de la fe? ¿Quién tiene tiempo para escuchar su palabra y dejarse envolver por su amor fascinante? Sí, su mensaje de paz es para todos; viene para ofrecerse a sí mismo a todos como esperanza segura de salvación. Que la luz de Cristo, que viene a iluminar a todo ser humano, brille por fin y sea consuelo para cuantos viven en las tinieblas de la miseria, de la injusticia, de la guerra; para aquéllos que ven negadas aún sus legítimas aspiraciones a una subsisten-cia más segura, a la salud, a la educación, a un trabajo estable, a una participación más plena en las responsabilidades civiles y políticas, libres de toda opresión y al res-guardo de situaciones que ofenden la dignidad humana. Las víctimas de sangrientos conflictos armados, del terrorismo y de todo tipo de violencia, que causan sufrimien-tos inauditos a poblaciones enteras, son especialmente las categorías más vulnerables, los niños, las mujeres y los ancianos. A su vez, las tensiones étnicas, religiosas y polí-ticas, la inestabilidad, la rivalidad, las contraposiciones, las injusticias y las discrimi-naciones que laceran el tejido interno de muchos países, exasperan las relaciones internacionales. Y en el mundo crece cada vez más el número de emigrantes, refu-giados y deportados, también por causa de frecuentes calamidades naturales, como consecuencia a veces de preocupantes desequilibrios ambientales. En este día de paz, pensemos sobre todo en donde resuena el fragor de las ar-mas: en las martirizadas tierras del Dafur, de Somalia y del norte de la República Democrática del Congo, en las fronteras de Eritrea y Etiopía, en todo el Medio Oriente, en particular en Irak, Líbano y Tierra Santa, en Afganistán, en Pakistán y en Sri Lanka, en las regiones de los Balcanes, y en tantas otras situaciones de crisis, des-graciadamente olvidadas con frecuencia. Que el Niño Jesús traiga consuelo a quien vive en la prueba e infunda a los responsables de los gobiernos sabiduría y fuerza

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para buscar y encontrar soluciones humanas, justas y estables. A la sed de sentido y de valores que hoy se percibe en el mundo; a la búsqueda de bienestar y paz que marca la vida de toda la humanidad; a las expectativas de los pobres, responde Cristo, verdadero Dios y verdadero Hombre, con su Natividad. Que las personas y las nacio-nes no teman reconocerlo y acogerlo: con Él, “una espléndida luz” alumbra el hori-zonte de la humanidad; con Él comienza “un día sagrado” que no conoce ocaso. Que esta Navidad sea realmente para todos un día de alegría, de esperanza y de paz. “Venid, naciones, adorad al Señor”. Con María, José y los pastores, con los ma-gos y la muchedumbre innumerable de humildes adoradores del Niño recién nacido, que han acogido el misterio de la Navidad a lo largo de los siglos, dejemos también nosotros, hermanos y hermanas de todos los continentes, que la luz de este día se difunda por todas partes, que entre en nuestros corazones, alumbre y dé calor a nues-tros hogares, lleve serenidad y esperanza a nuestras ciudades, y conceda al mundo la paz. Éste es mi deseo para quienes me escucháis. Un deseo que se hace oración humilde y confiada al Niño Jesús, para que su luz disipe las tinieblas de vuestra vida y os llene del amor y de la paz. El Señor, que ha hecho resplandecer en Cristo su ros-tro de misericordia, os colme con su felicidad y os haga mensajeros de su bondad. ¡Feliz Navidad!

Ciudad del Vaticano, martes, 25 de diciembre de 2007

[Traducción del original italiano distribuida por la Santa Sede © Copyright 2007 - Libreria Editrice Vaticana]

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Saludo del Santo Padre a los participantes en el Encuentro por las Familias

Saludo a los participantes en el Encuentro de las Familias que se está llevando a cabo en este domingo en Madrid, así como a los Señores Cardenales, Obispos y sa-cerdotes que los acompañan. Al contemplar el misterio del Hijo de Dios que vino al mundo rodeado del afecto de María y de José, invito a las familias cristianas a expe-rimentar la presencia amorosa del Señor en sus vidas. Asimismo, les aliento a que, inspirándose en el amor de Cristo por los hombres, den testimonio ante el mundo de la belleza del amor humano, del matrimonio y la familia. Ésta, fundada en la unión indisoluble entre un hombre y una mujer, consti-tuye el ámbito privilegiado en el que la vida humana es acogida y protegida, desde su inicio hasta su fin natural. Por eso, los padres tienen el derecho y la obligación fun-damental de educar a sus hijos, en la fe y en los valores que dignifican la existencia humana. Vale la pena trabajar por la familia y el matrimonio, porque vale la pena trabajar por el ser humano, el ser más precioso creado por Dios. Me dirijo de modo especial a los niños, para que quieran y recen por sus padres y hermanos; a los jóvenes, para que estimulados por el amor de sus padres, sigan con generosidad su propia vocación matrimonial, sacerdotal o religiosa; a los ancianos y enfermos, para que encuentren la ayuda y comprensión necesarias. Y vosotros, que-ridos esposos, contad siempre con la gracia de Dios, para que vuestro amor sea cada vez más fecundo y fiel. En las manos de María, “que con su sí abrió la puerta de nuestro mundo a Dios” (Enc. Spe Salvi, 49), pongo los frutos de esta celebración. Muchas gracias y Felices Fiestas.

30 de diciembre de 2007

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Homilía del Papa Benedicto XVI en el «Te Deum» de final de 2007

Queridos hermanos y hermanas: También al final de este año nos hemos reunido en la basílica vaticana para celebrar las primeras Vísperas de la solemnidad de María santísima, Madre de Dios. La liturgia hace coincidir esta significativa fiesta mariana con el fin y el inicio del año solar. A la contemplación del misterio de la maternidad divina se une, por tanto, el cántico de nuestra acción de gracias por el año 2007, que está a punto de concluir, y por el año 2008, que ya vislumbramos. El tiempo pasa y su devenir inexorable nos impulsa a dirigir la mirada con profunda gratitud al Dios eterno, al Señor del tiempo. Juntos démosle gracias, queridos hermanos y hermanas, en nombre de toda la comunidad diocesana de Roma. A cada uno de vosotros dirijo mi saludo. En primer lugar, saludo al cardenal vicario, a los obispos auxiliares, a los sacerdotes, a las perso-nas consagradas, así como a los numerosos fieles laicos aquí reunidos. Saludo al señor alcalde y a las autoridades presentes. Extiendo mi saludo a toda la población de Roma y, de modo especial, a quienes atraviesan situaciones de dificultad y de prueba. A todos aseguro mi cercanía cordial, así como un recuerdo constante en mi oración. En la breve lectura que hemos escuchado, tomada de la carta a los Gálatas, san Pablo, hablando de la liberación del hombre llevada a cabo por Dios con el misterio de la Encarnación, alude de manera muy discreta a la mujer por medio de la cual el Hijo de Dios entró en el mundo: “Al llegar la plenitud de los tiempos −escribe−, en-vió Dios a su Hijo, nacido de mujer” (Ga 4,4). En esa “mujer” la Iglesia contempla los rasgos de María de Nazaret, mujer singular por haber sido llamada a realizar una mi-sión que la pone en una relación muy íntima con Cristo; más aún, en una relación absolutamente única, porque María es la Madre del Salvador. Sin embargo, con la misma evidencia podemos y debemos afirmar que es ma-dre nuestra, porque, viviendo su singularísima relación materna con el Hijo, compar-tió su misión por nosotros y por la salvación de todos los hombres. Contemplándola, la Iglesia descubre en ella los rasgos de su propia fisonomía: María vive la fe y la ca-ridad; María es una criatura, también ella salvada por el único Salvador; María cola-bora en la iniciativa de la salvación de la humanidad entera. Así María constituye para la Iglesia su imagen más verdadera: aquélla en la que la comunidad eclesial debe descubrir continuamente el sentido auténtico de su vocación y de su misterio. Este breve pero denso pasaje paulino prosigue luego mostrando cómo el hecho de que el Hijo haya asumido la naturaleza humana abre la perspectiva de un cambio radical de la misma condición del hombre. En él se dice que “envió Dios a su Hijo (...) para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación

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adoptiva” (Ga 4,4-5). El Verbo encarnado transforma desde dentro la existencia humana, haciéndonos partícipes de su ser Hijo del Padre. Se hizo como nosotros para hacernos como él: hijos en el Hijo y, por tanto, hombres libres de la ley del pecado. ¿No es éste un motivo fundamental para elevar a Dios nuestra acción de gra-cias? Y nuestra gratitud tiene un motivo ulterior al final de un año, si tenemos en cuenta los numerosos beneficios y su constante asistencia que hemos experimentado a lo largo de los doce meses transcurridos. Precisamente por eso todas las comunida-des cristianas se reúnen esta tarde para cantar el Te Deum, himno tradicional de ala-banza y acción de gracias a la santísima Trinidad. Es lo que haremos también noso-tros, al final de este encuentro litúrgico, delante del Santísimo Sacramento. Cantando rezaremos: “Te ergo, quaesumus tuis famulis subveni, quos pretioso sanguine redemisti”, (“Socorre, Señor, te rogamos, a tus hijos, a los que has redimido con tu sangre preciosa”). Esta tarde rezaremos: “Socorre, Señor, con tu misericordia a los habitantes de nuestra ciudad, en la que, como en otros lugares, graves carencias y pobrezas pesan sobre la vida de las personas y de las familias, impidiéndoles mirar al futuro con confianza”. No pocos, sobre todo jóvenes, se sienten atraídos por una falsa exaltación, o mejor, profanación del cuerpo y por la trivialización de la sexualidad. ¿Cómo enumerar, luego, los múltiples desafíos que, vinculados al consumismo y al laicismo, interpelan a los creyentes y a los hombres de buena voluntad? Para decirlo en pocas palabras, también en Roma se percibe el déficit de esperanza y de confianza en la vida que constituye el mal “oscuro” de la sociedad occidental moder-na. Sin embargo, aunque son evidentes las deficiencias, no faltan las luces y los motivos de esperanza sobre los cuales implorar la bendición especial de Dios. Preci-samente desde esta perspectiva, al cantar el Te Deum, rezaremos: “Salvum fac popu-lum tuum, Domine, et benedic hereditati tuae”, (“Salva a tu pueblo, Señor, mira y protege a tus hijos, que son tu heredad”). Señor, mira y protege en particular a la comunidad diocesana comprometida, con creciente vigor, en el campo de la educa-ción, para responder a la gran “emergencia educativa” de la que hablé el pasado 11 de junio durante el encuentro con los participantes en la Asamblea diocesana, es decir, la dificultad que se encuentra para transmitir a las nuevas generaciones los valores fundamentales de la existencia y de un correcto comportamiento (cf. Discurso en la inauguración de los trabajos de la Asamblea diocesana de Roma, 11 de junio de 2007: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 22 de junio de 2007, p. 11). Sin clamores, con paciente confianza, tratemos de afrontar esa emergencia, ante todo en el ámbito de la familia. Sin duda, es consolador constatar que el trabajo emprendido durante estos últimos años por las parroquias, por los movimientos y por las asociaciones en la pastoral familiar sigue desarrollándose y dando sus frutos.

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Además, Señor, protege las iniciativas misioneras que implican al mundo juve-nil: están aumentando y en ellas participa ya un número notable de jóvenes que asumen personalmente la responsabilidad y la alegría del anuncio y del testimonio del Evangelio. En este contexto, ¿cómo no dar gracias a Dios por el valioso servicio pastoral prestado en el mundo de las universidades romanas? Algo análogo conviene llevar a cabo, a pesar de las dificultades, también en las escuelas. Bendice, Señor, a los numerosos jóvenes y adultos que en los últimos decenios se han consagrado en el sacerdocio para la diócesis de Roma: actualmente son 28 los diáconos que esperan la ordenación presbiteral, prevista para el próximo mes de abril. Así rejuvenece la edad media del clero y se pueden afrontar las crecientes ne-cesidades pastorales; además, así también se puede prestar ayuda a otras diócesis. Aumenta, especialmente en las periferias, la necesidad de nuevos complejos parroquiales. Actualmente son ocho los que están en construcción. Recientemente yo mismo tuve la alegría de consagrar el último de los que ya se han terminado: la parroquia de Santa María del Rosario en los Mártires Portuenses. Es hermoso palpar la alegría y la gratitud de los habitantes de un barrio que entran por primera vez a su nueva iglesia. “In te, Domine, speravi: non confundar in aeternum”, (“Señor, tú eres nuestra esperanza, no seremos confundidos para siempre”). El majestuoso himno del Te Deum se concluye con esta exclamación de fe, de total confianza en Dios, con esta solemne proclamación de nuestra esperanza. Cristo es nuestra esperanza “segura”. A este tema dediqué mi reciente encíclica, que lleva por título Spe salvi. Pero nuestra esperanza siempre es esencialmente también esperanza para los demás. Sólo así es verdaderamente esperanza también para cada uno de nosotros (cf. n. 48). Queridos hermanos y hermanas de la Iglesia de Roma, pidamos al Señor que haga de cada uno de nosotros un auténtico fermento de esperanza en los diversos ambientes, a fin de que se pueda construir un futuro mejor para toda la ciudad. Este es mi deseo para todos en la víspera de un nuevo año, un deseo que encomiendo a la intercesión maternal de María, Madre de Dios y Estrella de la esperanza. Amén.

Ciudad del Vaticano, 31 de diciembre de 2007

[Traducción del original italiano por L'Osservatore Romano © Copyright 2008 - Libreria Editrice Vaticana]

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Intervención del Papa Benedicto XVI con motivo de la oración mariana del Ángelus del 1 de enero de 2008, Jornada Mundial de la Paz

Queridos hermanos y hermanas: Hemos comenzado un nuevo año y deseo que sea para todos sereno y fecundo. Lo encomiendo a la protección celestial de la Virgen, a quien la liturgia invoca hoy con el título más importante, el de la Madre de Dios. Con su “sí” al ángel, el día de la Anunciación, la Virgen concibió en su seno por obra del Espíritu Santo, al Verbo eterno, y en la noche de Navidad le dio a luz. En Belén, en la plenitud de los tiempos, Jesús nació de María: el Hijo de Dios se hizo hombre por nuestra salvación y la Virgen se convirtió en auténtica Madre de Dios. Este don inmenso que recibió María no sólo fue reservado para ella, sino para todos nosotros. En su virginidad fecunda, de hecho, Dios entregó “a los hombres los bienes de la salvación eterna... pues por medio de ella hemos recibido al autor de la vida” (Cf. oración colecta de la liturgia). María, por tanto, después de haber dado una carne mortal al unigénito Hijo de Dios, se convirtió en madre de los creyentes y de toda la humanidad. Precisamente, en el nombre de María, madre de Dios y de los hombres, desde hace 40 años se celebra el primer día del año la Jornada Mundial de la Paz. El tema que he escogido para esta ocasión es “Familia humana, comunidad de paz”. El mismo amor que edifica y mantiene unida a la familia, célula vital de la sociedad, favorece esas relaciones de solidaridad y de colaboración entre los pueblos de la tierra, que son propias de los miembros de la única familia humana. Lo recuerda el Concilio Vaticano II cuando afirma que “todos los pueblos cons-tituyen una sola comunidad, tienen un solo origen... y tienen también un solo fin último, Dios” (Declaración Nostra aetate, 1). Se da, por tanto, una íntima relación entre familia, sociedad y paz. «Quien obstaculiza la institución familiar, aunque sea inconscientemente −es-cribo en el Mensaje para esta Jornada de la Paz−, hace que la paz de toda la comuni-dad, nacional e internacional, sea frágil, porque debilita lo que, de hecho, es la prin-cipal “agencia” de paz» (n. 5). Y, además, “no vivimos unos al lado de otros por casualidad; todos estamos re-corriendo un mismo camino como hombres y, por tanto, como hermanos y herma-nas” (n. 6). Por tanto, es verdaderamente importante que cada quien se asuma su responsabilidad ante Dios y que reconozca en Él el manantial originario de la exis-tencia propia y el de la de los demás.

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De esta conciencia mana un compromiso para hacer de la humanidad una au-téntica comunidad de paz, regida por una “ley común, que ayude a la libertad a ser realmente ella misma..., y que proteja al débil del abuso del más fuerte” (n. 11). Que María, Madre del Príncipe de la Paz, apoye a la Iglesia en su servicio ope-rante e incansable a la paz, y que ayude a la comunidad de los pueblos, que celebra en el año 2008 el sexagésimo aniversario de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, a emprender un camino de auténtica solidaridad y de paz estable. [Después del Ángelus] Con motivo de la Jornada Mundial de la Paz son innumerables las iniciativas promovidas por las comunidades eclesiales en todos los continentes. Transmito mi aprecio a todos los promotores de estas manifestaciones y a los que participan en ellas, alentándoles a ser siempre y por doquier testigos de paz y reconciliación. Salu-do en particular a cuantos han dado vida a la manifestación llamada “Paz a todas las tierras”, organizada por la Comunidad de San Egidio en Roma y en otras muchas ciudades del mundo.

[A continuación, el Papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]

Saludo a los peregrinos de lengua española aquí presentes y a cuantos se unen al rezo del Ángelus a través de la radio y la televisión. Al comenzar este nuevo año os expreso mis mejores deseos de paz, que tiene en la familia un fundamento insustitui-ble. Confiemos este anhelado don a la intercesión de María, Madre de Dios y Madre de todos. ¡Feliz Año Nuevo!

Ciudad del Vaticano, martes, 1 de enero de 2008

[Traducción del original italiano por Jesús Colina © Copyright 2008 − Libreria Editrice Vaticana]

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Homilía del Papa en la solemnidad de la Madre de Dios, 1 de enero de 2008. XLI Jornada mundial de la paz

Queridos hermanos y hermanas: Hoy comenzamos un año nuevo y nos lleva de la mano la esperanza cristiana. Lo comenzamos invocando sobre él la bendición divina e implorando, por interce-sión de María, Madre de Dios, el don de la paz para nuestras familias, para nuestras ciudades y para el mundo entero. Con este deseo os saludo a todos vosotros, aquí presentes, comenzando por los ilustres embajadores del Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, que han venido para participar en esta celebración con ocasión de la Jornada mundial de la paz. Saludo al cardenal Tarcisio Bertone, mi secretario de Estado, al cardenal Renato Raffaele Martino y a todos los componentes del Consejo pontificio Justicia y Paz. A ellos, en particular, les expreso mi gratitud por su compromiso de difundir el Mensa-je para la Jornada mundial de la paz, que este año tiene como tema: “Familia huma-na, comunidad de paz”. La paz. En la primera lectura, tomada del libro de los Números, hemos escu-chado la invocación: “El Señor te conceda la paz” (Nm 6,26). El Señor conceda la paz a cada uno de vosotros, a vuestras familias y al mundo entero. Todos aspiramos a vivir en paz, pero la paz verdadera, la que anunciaron los ángeles en la noche de Na-vidad, no es conquista del hombre o fruto de acuerdos políticos; es ante todo don divino, que es preciso implorar constantemente y, al mismo tiempo, compromiso que es necesario realizar con paciencia, siempre dóciles a los mandatos del Señor. Este año, en el Mensaje para esta Jornada mundial de la paz puse de relieve la íntima relación que existe entre la familia y la construcción de la paz en el mundo. La familia natural, fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer, es “cuna de la vida y del amor” y “la primera e insustituible educadora de la paz”. Precisamen-te por eso la familia es “la principal ‘agencia’ de paz” y “la negación o restricción de los derechos de la familia, al oscurecer la verdad sobre el hombre, amenaza los fun-damentos mismos de la paz” (cf. nn. 1-5). Dado que la humanidad es una “gran fami-lia”, si quiere vivir en paz, no puede por menos de inspirarse en esos valores, sobre los cuales se funda y se apoya la comunidad familiar. La providencial coincidencia de varias celebraciones nos impulsa este año a un esfuerzo aún mayor para realizar la paz en el mundo. Hace sesenta años, en 1948, la Asamblea general de las Naciones Unidas hizo pública la “Declaración universal de derechos humanos”. Hace cuarenta años, mi venerado predecesor Pablo VI celebró la primera Jornada mundial de la paz. Este año, además, recordaremos el 25° aniversa-rio de la adopción por parte de la Santa Sede de la “Carta de los derechos de la fami-

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lia”. “A la luz de estas significativas efemérides −cito aquí lo que escribí precisamente al concluir el Mensaje−, invito a todos los hombres y mujeres a tomar una conciencia más clara de la pertenencia común a la única familia humana y a comprometerse para que la convivencia en la tierra refleje cada vez más esta convicción, de la cual depende la instauración de una paz verdadera y duradera” (L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 14 de diciembre de 2007, p. 5). Nuestro pensamiento se dirige ahora, naturalmente, a la Virgen María, a la que hoy invocamos como Madre de Dios. Fue el Papa Pablo VI quien trasladó al día 1 de enero la fiesta de la Maternidad divina de María, que antes caía el 11 de octubre. En efecto, antes de la reforma litúrgica realizada después del concilio Vaticano II, en el primer día del año se celebraba la memoria de la circuncisión de Jesús en el octavo día después de su nacimiento −como signo de sumisión a la ley, su inserción oficial en el pueblo elegido− y el domingo siguiente se celebraba la fiesta del nombre de Jesús. De esas celebraciones encontramos algunas huellas en la página evangélica que acabamos de proclamar, en la que san Lucas refiere que, ocho días después de su na-cimiento, el Niño fue circuncidado y le pusieron el nombre de Jesús, “el que le dio el ángel antes de ser concebido en el seno de su madre” (Lc 2,21). Por tanto, esta so-lemnidad, además de ser una fiesta mariana muy significativa, conserva también un fuerte contenido cristológico, porque, podríamos decir, antes que a la Madre, atañe precisamente al Hijo, a Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre. Al misterio de la maternidad divina de María, la Theotokos, hace referencia el apóstol san Pablo en la carta a los Gálatas. “Al llegar la plenitud de los tiempos −es-cribe− envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley” (Ga 4,4). En pocas palabras se encuentran sintetizados el misterio de la encarnación del Verbo eterno y la maternidad divina de María: el gran privilegio de la Virgen consiste precisamente en ser Madre del Hijo, que es Dios. Así pues, ocho días después de la Navidad, esta fiesta mariana encuentra su lugar más lógico y adecuado. En efecto, en la noche de Belén, cuando “dio a luz a su hijo primogénito” (Lc 2,7), se cumplieron las profecías relativas al Mesías. “Una vir-gen concebirá y dará a luz un hijo”, había anunciado Isaías (Is 7,14). “Concebirás en tu seno y darás a luz un hijo” (Lc 1,31), dijo a María el ángel Gabriel. Y también un ángel del Señor −narra el evangelista san Mateo−, apareciéndose en sueños a José, lo tranquilizó diciéndole: “No temas tomar contigo a María tu mujer, porque lo engen-drado en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo” (Mt 1,20-21). El título de Madre de Dios es, juntamente con el de Virgen santa, el más anti-guo y constituye el fundamento de todos los demás títulos con los que María ha sido venerada y sigue siendo invocada de generación en generación, tanto en Oriente como en Occidente. Al misterio de su maternidad divina hacen referencia muchos

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himnos y numerosas oraciones de la tradición cristiana, como por ejemplo una antí-fona mariana del tiempo navideño, el Alma Redemptoris Mater, con la que oramos así: “Tu quae genuisti, natura mirante, tuum sanctum Genitorem, Virgo prius ac pos-terius”, (“Tú, ante el asombro de toda la creación, engendraste a tu Creador, Madre siempre virgen”). Queridos hermanos y hermanas, contemplemos hoy a María, Madre siempre virgen del Hijo unigénito del Padre. Aprendamos de ella a acoger al Niño que por nosotros nació en Belén. Si en el Niño nacido de ella reconocemos al Hijo eterno de Dios y lo acogemos como nuestro único Salvador, podemos ser llamados, y seremos realmente, hijos de Dios: hijos en el Hijo. El Apóstol escribe: “Envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva” (Ga 4,4-5). El evangelista san Lucas repite varias veces que la Virgen meditaba silenciosa-mente esos acontecimientos extraordinarios en los que Dios la había implicado. Lo hemos escuchado también en el breve pasaje evangélico que la liturgia nos vuelve a proponer hoy. “María conservaba todas estas cosas meditándolas en su corazón” (Lc 2,19). El verbo griego usado, sumbÆllousa, en su sentido literal significa “poner jun-tamente”, y hace pensar en un gran misterio que es preciso descubrir poco a poco. El Niño que emite vagidos en el pesebre, aun siendo en apariencia semejante a todos los niños del mundo, al mismo tiempo es totalmente diferente: es el Hijo de Dios, es Dios, verdadero Dios y verdadero hombre. Este misterio −la encarnación del Verbo y la maternidad divina de María− es grande y ciertamente no es fácil de com-prender con la sola inteligencia humana. Sin embargo, en la escuela de María podemos captar con el corazón lo que los ojos y la mente por sí solos no logran percibir ni pueden contener. En efecto, se trata de un don tan grande que sólo con la fe podemos acoger, aun sin comprenderlo todo. Y es precisamente en este camino de fe donde María nos sale al encuentro, nos ayuda y nos guía. Ella es madre porque engendró en la carne a Jesús; y lo es porque se ad-hirió totalmente a la voluntad del Padre. San Agustín escribe: “Ningún valor hubiera tenido para ella la misma maternidad divina, si no hubiera llevado a Cristo en su co-razón, con una suerte mayor que cuando lo concibió en la carne” (De sancta Virgini-tate 3,3). Y en su corazón María siguió conservando, “poniendo juntamente”, los acontecimientos sucesivos de los que fue testigo y protagonista, hasta la muerte en la cruz y la resurrección de su Hijo Jesús. Queridos hermanos y hermanas, sólo conservando en el corazón, es decir, po-niendo juntamente y encontrando una unidad de todo lo que vivimos, podemos en-trar, siguiendo a María, en el misterio de un Dios que por amor se hizo hombre y nos llama a seguirlo por la senda del amor, un amor que es preciso traducir cada día en un servicio generoso a los hermanos.

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Ojalá que el nuevo año, que hoy comenzamos con confianza, sea un tiempo en el que progresemos en ese conocimiento del corazón, que es la sabiduría de los san-tos. Oremos para que, como hemos escuchado en la primera lectura, el Señor “ilumi-ne su rostro sobre nosotros” y nos “sea propicio” (cf. Nm 6,25) y nos bendiga. Podemos estar seguros de que, si buscamos sin descanso su rostro, si no cede-mos a la tentación del desaliento y de la duda, si incluso en medio de las numerosas dificultades que encontramos permanecemos siempre anclados en él, experimenta-remos la fuerza de su amor y de su misericordia. El frágil Niño que la Virgen muestra hoy al mundo nos haga agentes de paz, testigos de él, Príncipe de la paz. Amén.

Ciudad del Vaticano, martes, 1 de enero de 2008

[Traducción del original italiano por L'Osservatore Romano © Copyright 2008 − Libreria Editrice Vaticana]

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«El estado del planeta, según Benedicto XVI»

Discurso al Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede con motivo del encuentro de felicitación por el nuevo año

Excelencias. Señoras y Señores: 1. Saludo cordialmente a vuestro decano, el Embajador Giovanni Galassi, y le agradezco las amables palabras que me ha dirigido en nombre del Cuerpo diplomáti-co acreditado. Un saludo deferente va a cada uno de vosotros, y en particular a los que participan por primera vez en este encuentro. A través de vosotros, elevo mis fervientes votos a los pueblos y gobiernos que digna y competentemente represen-táis. Hace algunas semanas, vuestra comunidad se ha vestido de luto: el embajador de Francia, señor Bernard Kessedjian, culminó su peregrinación terrena; ¡que el Señor le conceda su paz! Al mismo tiempo, dirijo un pensamiento especial a las naciones que no tienen todavía relaciones diplomáticas con la Santa Sede: también ellas tienen un lugar en el corazón del Papa. Como he querido señalar en el Mensaje para la cele-bración de la Jornada Mundial de la Paz de este año, la Iglesia está profundamente convencida de que la humanidad constituye una familia. 2. Las relaciones diplomáticas con los Emiratos Árabes Unidos se han establecido inspiradas en un espíritu de familia, así como la visita a unos países muy queridos. La calurosa acogida de los brasileños permanece todavía vibrante en mi corazón. En este país, tuve la alegría de encontrar a los representantes de la gran familia de la Iglesia en América Latina y en el Caribe, reunidos en Aparecida para la Quinta Conferencia General del CELAM. En el ámbito económico y social, pude apreciar tanto signos elocuentes de esperanza para este continente como motivos de preocupación. ¿Cómo no desear una cooperación creciente entre los pueblos de América Latina, así como el cese de tensiones internas en cada uno de los países que la componen, para que puedan converger en los grandes valores inspirados por el Evangelio? Deseo mencio-nar a Cuba, que se apresta a celebrar el décimo aniversario de la visita de mi venera-do Predecesor. El Papa Juan Pablo II fue recibido con afecto por las Autoridades y por la población, animando a todos los cubanos a colaborar para conseguir un futuro mejor. Permítaseme retomar este mensaje de esperanza que no ha perdido nada de su actualidad. 3. Mi pensamiento y mi oración se dirigen sobre todo hacia las poblaciones gol-peadas por espantosas catástrofes naturales. Me refiero a los huracanes e inundacio-nes que han devastado ciertas regiones de México y de América Central, así como algunos países de África y de Asia, en particular Bangladesh, y una parte de Oceanía; también habría que mencionar los grandes incendios. El Cardenal Secretario de Es-tado, que, a finales de agosto se acercó hasta el Perú, me ofreció un testimonio direc-

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to de la destrucción y la desolación provocada por el terrible terremoto, pero tam-bién del ánimo y de la fe de las poblaciones afectadas. Frente a los trágicos aconteci-mientos de este tipo, es necesario un compromiso común y decidido. Como he escri-to en la Encíclica sobre la Esperanza «la grandeza de la humanidad está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que sufre. Esto es válido tanto para el individuo como para la sociedad» (carta encíclica Spe salvi, n. 38). 4. La comunidad internacional mantiene viva su preocupación por el Medio Oriente. Me alegra que la Conferencia de Annapolis haya dado signos en la dirección de un abandono del recurso a soluciones parciales o unilaterales, en beneficio de una visión global, respetuosa de los derechos e intereses de los pueblos de la región. Una vez más, hago un llamamiento a los israelíes y a los palestinos, para que concentren sus esfuerzos en poner en práctica los compromisos asumidos en esta ocasión y no frenen el proceso felizmente iniciado. Invito además a la comunidad internacional a sostener a estos dos pueblos con convicción y comprensión hacia los sufrimientos y los miedos de cada uno de ellos. ¿Cómo no estar cerca del Líbano, en las pruebas y las violencias que siguen afligiendo este querido país? Deseo que los libaneses puedan decidir libremente acerca de su futuro y pido al Señor que les ilumine, empezando por los responsables de la vida pública, para que, dejando de lado los intereses parti-culares, estén dispuestos a comprometerse por el camino del diálogo y de la reconci-liación. Solamente así el país podrá progresar en la estabilidad y ser de nuevo un ejemplo de convivencia entre las comunidades. También en Irak, la reconciliación es una urgencia. Actualmente, los atentados terroristas, las amenazas y la violencia con-tinúan, en particular contra la comunidad cristiana, y las noticias que nos llegan de ayer confirman nuestra preocupación; es evidente que todavía quedan por resolver aspectos esenciales de ciertas cuestiones políticas. En este marco, una reforma consti-tucional apropiada deberá salvaguardar los derechos de las minorías. Se necesitan importantes ayudas humanitarias para las poblaciones afectadas por la guerra, y pien-so en particular en los desplazados dentro del país y en los refugiados en el extranje-ro, entre los cuales se encuentran numerosos cristianos. Invito a la comunidad inter-nacional a mostrarse generosa con ellos y con los países donde ellos encuentran refu-gio, cuya capacidad de acogida se ve sometida a dura prueba. Deseo también alentar a que se continúe sin descanso por la vía de la diplomacia para resolver la cuestión del programa nuclear iraniano, negociando con buena fe, adoptando medidas destinadas a aumentar la transparencia y la confianza recíprocas, y teniendo siempre en cuenta las auténticas necesidades de los pueblos y del bien común de la familia humana. 5. Ampliando nuestra mirada al continente asiático, quisiera llamar vuestra aten-ción sobre otras situaciones críticas. En primer lugar, Pakistán, que en los últimos meses ha sido duramente golpeado por la violencia. Deseo que todas las fuerzas polí-ticas y sociales se comprometan en la construcción de una sociedad pacífica que res-pete los derechos de todos. En Afganistán, junto a la violencia se añaden otros graves problemas sociales, como la producción de drogas; es necesario ofrecer más apoyo a los esfuerzos de desarrollo y trabajar con más intensidad todavía en la construcción

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de un futuro sereno. En Sri Lanka, no es posible aplazar para más tarde los esfuerzos decisivos para remediar los inmensos sufrimientos causados por los conflictos vigen-tes. Pido al Señor que en Myanmar, con el apoyo de la comunidad internacional, se abra una época de diálogo entre el gobierno y la oposición, asegurando el verdadero respeto de todos los derechos del hombre y de las libertades fundamentales. 6. Volviendo ahora a África, quisiera en primer lugar volver a expresar mi pro-fundo pesar al comprobar cómo la esperanza parece casi derrotada por el siniestro cortejo de hambre y de muerte que perdura en el Darfur. Deseo de todo corazón que la operación conjunta de las Naciones Unidas y de la Unión Africana, cuya misión acaba de comenzar, lleve ayuda y consuelo a las poblaciones que sufren. El proceso de paz en la República Democrática del Congo tropieza con fuertes resistencias en la zona de los grandes lagos, sobre todo en las regiones orientales, y Somalia, en parti-cular Mogadiscio, sigue estando afligida por la violencia y la pobreza. Hago un lla-mamiento a las partes en conflicto para que cesen las operaciones militares, se facilite el paso de la ayuda humanitaria y los civiles sean respetados. Kenia ha experimenta-do estos días una brusca erupción de violencia. Uniéndome a la exhortación de los Obispos del 2 de enero, invito a todos los habitantes, y en particular a los responsa-bles políticos, a buscar a través del diálogo una solución pacífica, fundada sobre la justicia y la fraternidad. La Iglesia Católica no es indiferente a los gemidos de dolor que se elevan en esta región. Ella hace suyas las peticiones de ayuda de los refugiados y de los desplazados y se compromete para favorecer la reconciliación, la justicia y la paz. Este año, Etiopía inicia el tercer milenio cristiano, y estoy seguro de que las ce-lebraciones organizadas con este motivo contribuirán también a recordar la inmensa obra, social y apostólica, realizada por los Cristianos en África. 7. Terminando por Europa, me alegro de los progresos alcanzados en los diferen-tes países de la región de los Balcanes y expreso una vez más el deseo que el estatuto definitivo de Kosovo tenga en cuenta las legítimas reivindicaciones de las partes im-plicadas y garantice, a todos los que habitan en esta tierra, seguridad y respeto a sus derechos para que definitivamente se aleje el fantasma de los enfrentamientos vio-lentos y se refuerce la estabilidad europea. Quisiera citar igualmente a Chipre recor-dando con alegría la visita, el mes de junio pasado, de Su Beatitud el Arzobispo Chry-sostomos II. Deseo que, en el contexto de la Unión Europea, no se escatime ningún esfuerzo para encontrar solución a una crisis que dura demasiado tiempo. En el mes de septiembre pasado, realicé una visita a Austria, que quiso también subrayar la contribución esencial que la Iglesia católica puede y quiere dar a la unificación de Europa. A propósito de Europa, quisiera aseguraros que sigo con atención el período que se ha abierto con la firma del “Tratado de Lisboa”. Esta etapa impulsa el proceso de construcción de la “casa Europea”, que “será para todos un buen lugar para vivir si se construye sobre un sólido fundamento cultural y moral de valores comunes toma-dos de nuestra historia y de nuestras tradiciones” (Encuentro con las Autoridades y el Cuerpo diplomático, Viena, 7 septiembre 2007) y si ella no reniega de sus raíces cristianas.

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8. De este rápido repaso general, aparece con claridad la fragilidad de la seguridad y la estabilidad en el mundo. Los factores de preocupación son diferentes; sin embar-go, todos testimonian que la libertad humana no es absoluta, sino que se trata de un bien compartido, cuya responsabilidad incumbe a todos. En consecuencia, el orden y el derecho son elementos que la garantizan. El derecho sólo podrá ser una fuerza eficaz de paz si sus fundamentos permanecen sólidamente anclados en el derecho natural, dado por el Creador. Es por eso también que no se puede nunca excluir a Dios del horizonte del hombre y de la historia. El nombre de Dios es un nombre de justicia, representa una llamada urgente a la paz. 9. Esta toma de conciencia podría ayudar, entre otras cosas, a orientar las iniciati-vas de diálogo intercultural e interreligioso. Estas iniciativas son cada vez más nume-rosas y pueden estimular la colaboración en temas de interés mutuo, como la digni-dad de la persona humana, la búsqueda del bien común, la construcción de la paz y el desarrollo. A este respecto, la Santa Sede ha querido dar un relieve particular a su participación en el diálogo de alto nivel sobre el entendimiento entre las religiones y las culturas y la cooperación para la paz, en el marco de la 62ª Asamblea General de las Naciones Unidas (4-5 octubre 2007). Este diálogo, para ser auténtico, debe ser claro, evitando relativismos y sincretismos, pero animado de un respeto sincero por los otros y de un espíritu de reconciliación y de fraternidad. La Iglesia católica está profundamente comprometida en ello y me es grato recordar de nuevo la carta que, el 13 de octubre pasado, me dirigieron ciento treinta y ocho personalidades musul-manas, renovando mi gratitud por los nobles sentimientos que allí se expresan. 10. Nuestra sociedad ha incluido justamente la grandeza y la dignidad de la perso-na humana en las diversas declaraciones de derechos, que han sido formuladas a par-tir de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, adoptada hace sesenta años. Este acto solemne fue, según la expresión del Papa Pablo VI, uno de los más grandes títulos de gloria de las Naciones Unidas. En todos los continentes, la Iglesia católica, se compromete para que los derechos del hombre sean no solamente pro-clamados, sino aplicados. Es de desear que los organismos creados para la defensa y promoción de los derechos del hombre consagren todas sus energías a este cometido, y en particular, que el Consejo de los Derechos del Hombre sepa responder a las ex-pectativas suscitadas tras su creación. 11. La Santa Sede, por su parte, no dejará de reafirmar estos principios y estos de-rechos fundados sobre lo que es esencial y permanente en la persona humana. Es un servicio que la Iglesia desea ofrecer a la verdadera dignidad del hombre, creado a imagen de Dios. Partiendo precisamente de estas consideraciones, no puedo dejar de deplorar, una vez más, los continuos ataques perpetrados, en todos los continentes, contra la vida humana. Quisiera recordar, junto a tantos investigadores y científicos, que las nuevas fronteras de la bioética no imponen una elección entre la ciencia y la moral, sino que más bien exigen un uso moral de la ciencia. Por otra parte, recor-dando el llamamiento hecho por el Papa Juan Pablo II con ocasión del gran Jubileo

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del Año 2000, me alegra que, el 18 de diciembre pasado, la Asamblea General de las Naciones Unidas adoptara una resolución por la que se llama a los Estados a instituir una moratoria en la aplicación de la pena de muerte, y deseo que esta iniciativa esti-mule el debate público sobre el carácter sagrado de la vida humana. Deploro, una vez más, los ataques preocupantes contra la integridad de la familia, fundada sobre el matrimonio entre un hombre y una mujer. Los responsables de la política, de la orientación que sean, deben defender esta institución fundamental, célula básica de la sociedad. ¡Qué más se puede decir! Hasta la libertad religiosa, “exigencia ineludible de la dignidad de cada hombre y piedra angular del edificio de los derechos huma-nos” (Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1988, preámbulo), está frecuente-mente amenazada. Existen, en efecto, lugares donde no se puede ejercer plenamente. La Santa Sede, la defiende y pide su respeto para todos. Ella está preocupada por las discriminaciones contra los cristianos y contra los fieles de otras religiones. 12. La paz no puede ser sólo una simple palabra o una aspiración ilusoria. La paz es un compromiso y un modo de vida que exige que se satisfagan las expectativas legí-timas de todos como el acceso a la alimentación, al agua y a la energía, a la medicina y a la tecnología, o bien el control de los cambios climáticos. Solamente así se puede construir el futuro de la humanidad; solamente así se favorece el desarrollo integral para hoy y para mañana. Hace cuarenta años, el Papa Pablo VI, acuñando una expre-sión particularmente feliz, señaló en la Encíclica Populorum progressio que “el desa-rrollo es el nuevo nombre de la paz”. Por eso, para consolidar la paz, es necesario que los positivos resultados macroeconómicos, obtenidos en 2007 por numerosos países en vías de desarrollo, sean sostenidos por políticas sociales eficaces y por la puesta en práctica de compromisos de asistencia por parte de los países ricos. 13. Por último, quisiera exhortar a la comunidad internacional a un compromiso global por la seguridad. Un esfuerzo conjunto por parte de los Estados para aplicar todas las obligaciones contraídas, y para impedir el acceso de los terroristas a las ar-mas de destrucción masiva, reforzaría, sin ninguna duda, el régimen de no prolifera-ción nuclear y lo haría más eficaz. Celebro el acuerdo alcanzado para el desmantela-miento del programa de armamento nuclear en Corea del Norte y animo a la adop-ción de medidas apropiadas para la reducción de armas de tipo convencional y para afrontar el problema humanitario planteado por las bombas de racimo. Señoras y señores Embajadores: 14. La diplomacia es, en cierta manera, el arte de la esperanza. Ella vive de la espe-ranza e intenta discernir incluso sus signos más tenues. La diplomacia debe dar espe-ranza. Cada año, la celebración de la Navidad nos recuerda que, cuando Dios se hizo niño pequeño, la Esperanza vino a habitar en el mundo, en el corazón de la familia humana. Esta certeza se hace hoy oración: que Dios abra a la Esperanza, que no de-frauda nunca, el corazón de aquéllos que gobiernan la familia de los pueblos. Movido por estos sentimientos, dirijo a cada uno de vosotros mis mejores votos, para que vo-

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sotros, vuestros colaboradores y los pueblos que representáis seáis iluminados por la Gracia y la Paz que nos llegan del Niño de Belén.

Ciudad del Vaticano, lunes, 7 de enero de 2008

[Traducción del original en francés distribuida por la Santa Sede © Copyright 2008 − Libreria Editrice Vaticana]