Idea de La InfanciaAgamben
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Idea de la infancia*
Giorgio Agamben
En las aguas templadas de México vive una especie de salamandra albina que después de
mucho tiempo ha llamado la atención de zoólogos y especialistas de la evolución animal.
Cualquiera que haya tenido la ocasión de observar un espécimen en un acuario ha sido
capturado por el aspecto infantil y cuasi fetal de este batracioi: la cara relativamente
grande y hundida en el cuerpo, la piel opalescente, apenas manchada de gris sobre la
cara, resaltada de azul y rosa sobre las excrecencias febriles alrededor de las branquias y
las patas delgadas en forma de lis por sus dedos de pétalo.
En un primer momento, el axolotl fue considerado como una especie en sí misma que
presenta la particularidad de conservar toda su vida las características típicamente
larvales de un batracio, como la respiración branquial y la estancia exclusivamente
acuática. Que se trata de una especie autónoma estaba, por lo demás, probado sin
discusión posible por el hecho de que el axolotl, a pesar de su aspecto infantil, era
perfectamente capaz de reproducirse. Después de una serie de experimentos se puso en
evidencia que tras la administración de hormonas tiroideas, el axolotl sufría la
metamorfosis habitual de los anfibios: perdía sus branquias y desarrollaba la respiración
pulmonar, abandonaba la vida acuática para transformarse en un espécimen adulto de
salamandra jaspeada (Amblistoma tygrinum). Esta circunstancia condujo a ver en el
axolotl un caso de regresión evolutiva, una clase de defecto en la lucha por la vida que
obliga al batracio a renunciar a la parte terrestre de su existencia y a proseguir
indefinidamente su vida larval. Pero recientemente, este infantilismo obstinado
(pedomorfismo o neotenia) ha proporcionado las claves para comprender de otro modo la
evolución humana.
* Traducido del francés por Francisco Osorio. Ensayo publicado originalmente en Idée de la prose (1998) bajo el título de Idée de l’enfance.
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La evolución del hombre no se habría hecho a partir de individuos adultos, sino a partir
de las crías de un primate que, como el axolotl, habría adquirido prematuramente la
capacidad de reproducirse. Esto explicaría las particularidades morfológicas del hombre
que no corresponden a aquellas de los antropoides adultos, sino a las de sus fetos (la
posición del agujero occipital, la forma del pabellón auditivo, la piel lampiña en manos y
pies). Las características transitorias de los primates, que devienen definitivas en el
hombre, realizaron de alguna manera, en carne y hueso, el tipo del infante eterno. Y
sobretodo, esta hipótesis permite pensar de un modo nuevo el lenguaje y toda esfera de la
tradición exosomática que, más allá de que no importe cual huella genética, caracteriza al
homo sapiens, y que la ciencia hasta ahora parece radicalmente incapaz de comprender.
Intentemos ahora imaginar a un niño que no se contentaría simplemente, como el axolotl,
de fijarse a su estado larval y a sus formas incompletas, sino que sería, por así decirlo, tan
abandonado a su propia infancia, tan poco especializado y todo-potente, que se desviaría
de todo destino específico y de todo medio determinado para atenerse únicamente a su
propia inmadurez y a su propia ignorancia.
Los animales rechazan las posibilidades de su soma que no son inscritas en su germenii:
en el fondo, no prestan ninguna atención a lo que es mortal(siendo el soma para cada
individuo lo que es, en todos los casos, condenado a la muerte) y cultivan únicamente las
posibilidades de infinita repetición que son fijadas por el código genético. Ellos prestan
atención solamente a la Ley, solamente a lo que está escrito.
El infante neoténico se encontraría, al contrario, en la condición de poder prestar atención
precisamente a lo que no está escrito, a las posibilidades somáticas arbitrarias y no
codificadas: en su infantil toda-potencia, sería llenado de asombro y lanzado fuera de sí
mismo, no como los otros seres vivientes, para una aventura y un medio específico, sino
como la primera vez en un mundo: estaría verdaderamente a la escucha del ser. Y su voz
siendo aun libre de toda prescripción genética, no teniendo absolutamente nada qué decir
ni qué expresar— único animal de su género— podría, como Adam, nombrar las cosas
en su lenguaje.
En el nombre el hombre está ligado a la infancia, anclado para siempre a una apertura que
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trasciende todo destino particular y toda vocación genética.
Pero esta apertura, esta asombrosa estación en el ser, no es un acontecimiento que se le
observe de alguna manera, no es por sí mismo un acontecimiento, susceptible de ser
registrado endosomáticamente y almacenado en una memoria genética, es más bien algo
que debe permanecer absolutamente exterior, que no se le observa y que, como tal, no
puede ser confiado al olvido, es decir a una memoria exosomática y a una tradición. Se
trata de no acordarse verdaderamente de nada, de nada que le sea llegado o que se haya
manifestado, sino que, en tanto que nada, anticipe toda presencia y toda memoria. Por
esto, antes de transmitir un saber y una tradición cualquiera, el hombre debe
necesariamente transmitir su propia distracción, su propia no-latencia, por que solamente
ahí es devenida posible algo como una tradición histórica concreta. Lo que puede todavía
expresarse por la constatación, aparentemente trivial, de que el hombre, antes de
transmitir lo que sea, debe en primer lugar transmitir el lenguaje. (Esta es la razón de que
un adulto no pueda aprender a hablar: son los niños, y no los adultos, los que accedieron
por primera vez al lenguaje, y a pesar de los cuarenta milenios de la especie del homo
sapiens, eso que constituye precisamente la más humana de sus características—el
aprendizaje del lenguaje— quedó estrechamente ligado a una condición infantil y a una
exterioridad: quien cree en un destino específico no puede realmente hablar).
La cultura y la espiritualidad auténticas son las que no olvidan esta original vocación
infantil del lenguaje humano; es entonces lo propio de una cultura degradada buscar
imitar el germen natural para transmitir valores inmortales y codificados, gracias a lo cual
la no-latencia neoténica se cierra en una tradición específica.
Si algo, de hecho, distingue la tradición humana del núcleo genético, es que ella quiera
saber no solamente lo que el ser puede (las características esenciales de la especie) sino
también lo que el ser no puede en ningún caso, y también lo que está ya para siempre
perdido; mejor, lo que no ha sido jamás poseído como una propiedad específica, pero que
por esa precisa razón es inolvidable: el ser, la no-latencia del soma infantil, en la cual
solo el mundo, solo el lenguaje son adaptadosiii. Lo que la idea y la esencia quieren
preservar es el fenómeno, lo que fue y no se puede repetir, y la intención propia del
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lenguaje no es la conservación de las especies, sino la resurrección de la carne.
En alguna parte de nosotros mismos, el distraído infante neoténico continúa su juego real.
Y es este juego el que nos da tiempo, el que mantiene abierta para nosotros esta no-
latencia infranqueable, que los pueblos y los lenguajes de la tierra, cada uno a su manera,
se preocupan de conservar y de aplazar—de conservar solamente en la medida en que
ellos la aplazan. Las diversas naciones y las múltiples lenguas históricas son las
vocaciones falsas con las cuales el hombre busca responder a su insoportable ausencia de
voz, o si se le quiere, las tentativas fatalmente condenadas al fracaso de volver
comprensible lo incomprensible, de devenir adulto al eterno infante.
Solamente el día en que la original no-latencia infantil sea vertiginosamente asumida
como tal, cuando el tiempo sea devuelto y el niño Aioniv distraído de su juego, los
hombres podrán construir una historia y una lengua universales, imposibles de aplazar, y
poner fin a su vagar errático por las tradiciones. Ese auténtico llamado de la humanidad al
soma infantil tiene un nombre: el pensamiento— es decir la política.
Notas del traductor
i Denominación de la clase de los anfibios. ii El término germen hace referencia a la herencia genética, endosomática y “fija”. iii En el texto original adaptés. Entendida en el contexto de Agamben como lo contrario a “fijado” o “determinado”. iv Agamben juega con la figura del “niño”, “la divinidad del tiempo que juega” y “su retorno”.