IDENTIDAD GENERACIONAL DE JUAN VILLORO · 1991 (Tragicomedia mexicana y A la salud de la serpiente,...

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LEONARDO MARTÍNEZ CARRIZALES LA IDENTIDAD GENERACIONAL DE JUAN VILLORO U na de las primeras noticias de los narradores mexicanos nacidos en los años cincuentas es el trabajo de Juan Villoro (1956) como cuentista (La noche navegable, 1980; Albercas, 1985). A pesar de que esta promoción de escritores compareció por vez primera ante el público en los ochentas, sus páginas suelen evaluarse a la luz de ciertas cate- gorías críticas sugeridas por los estudios de las obras, los hombres y los intereses de La Onda. Quienes así proceden, han tenido en cuenta su lado menos afortu- nado, también el menos frecuente; por lo demás, han incurrido en un error previsible: las obras de estos narradores no alcanzan todavía a articular un gru- po de ideas estéticas, de convicciones humanas y de actitudes públicas capaz de oponerse al vigoroso sistema cons- tructivo que sostiene a La Onda. Cues- tión de tiempo. Sin embargo, la situa- ción comienza a cambiar. El disparo de argón es una prueba pues anuncia la ma- durez de aquella primera noticia gene- racional: Juan Villoro. A contrapelo de ciertos elementos comunes, el panorama adolescente que Juan Villoro describió en los cuentos de La noche navegable no puede identificar- se con el de las obras más representati- vas de La Onda. Villoro prefiere una paleta de colores menos violenta, me· nos elocuente pero rica en matices iri- ternos. Olvidado de las obligaciones testimoniales que obsesionaron a sus antecesores, Juan Villoro enriqueció el mundo adolescente al señalar estados anímicos y actitudes mentales descono- cidos hasta entonces: desestimó el es- cándalo de los rituales de rebelión y trabajó sobre los procesos de autocono- cimiento y reconocimiento de estos ado- lescentes ante sí mismos y ante el otro. Los personajes de Juan Villoro se bajan de su patineta, salen de un reveno tón o un concierto de rock y se echan a caminar, perplejos, por algunas zonas de su conciencia: la vacilación entre la camaradería varonil y el primer llamado femenino; las intuiciones personales que contradicen las certezas de los her- manos mayores; el irremediable destino de la rebeldía: la intimidad; el escep!i- cisma y su vacío -un escepticismo sin voces públicas, sin programa ni proyec- to-; el vértigo de las posibilidades abiertas por el libre arbitrio. La soledad del viajero, el reverso silencioso del amor y de la música, el júbilo sin voz del sexo, son otras claves de un mundo cuyos sistemas internos de construcción comienzan a madurar. El gusto de Juan Vil loro por el ri- gor oculto de la meditación y la sensibi- lidad de sus personajes comporta una cuidadosa arquitectura de asuntos equi- distante de la simpleza propia de algu- nas páginas de José Agustín, y del celo renovador de las técnicas narrativas fa- miliar en Gustavo Sainz. Villoro reivin- dicó la sensibilidad inteligente de los ar- gumentos. Los personajes de La noche navegable se detienen, trémulos, ante el precipicio de un recuerdo, de una vaci- lación moral; entonces, el desarrollo de la anécdota sufre el tropiezo de los ar- gumentos accesorios. El trabajo de Vi- lloro sobre la trama contenía la prome- sa de su inteligencia futura, aunque lesionaba la eficacia de sus cuentos, el atractivo de sus historias. El riesgo de estas digresiones practicadas en el cuer- po esbelto del cuento, a una década de distancia, parece justificado: la tarea que Villoro iniciaba entonces consistía en hallar una respuesta diferente de la de sus antecesores a los sucesos, las in- quietudes, las emociones y las ideas ci- fradas en 1968. La aparición pública de la genera- ción de Juan Villoro (Leonardo Da Jan· dra, Alberto Ruy Sánchez, Adolfo Castañón, Ethel Krauze, Carmen Boullosa, Agustín Ramos, Víctor Roura, Alberto Paredes, Daniel González Due- ñas ... ) coincide con el claroscuro que producen los tiempos donde un ciclo termina y otro se abre; Villoro escribe que uno de sus personajes es miembro "de los que venían después, después de todo, del movimiento del 68 y el Festi- val de Avándaro". Su condición es toda- vía más dramática: los narradores nacidos en los años cincuentas llevan a cabo su educación sentimental e intelec- tual en medio de los sucesos que carac- terizan la década de los setentas, secuela social y cultural de una crisis política gestada en fechas anteriores a 1968. Ante los narradores de los cincuentas, las convicciones populares y nacionalis- tas comenzaron a librar un combate con opiniones de orientación contraria; ante ellos, los modelos de desarrollo económico provocaron una de las catás- trofes más perdurables para el país; ante ellos, el sistema de partidos políticos co- menzó una recomposición todavía in- acabada; ante. ellos, las organizaciones cívicas reclamaron una curul en los de- bates políticos de carácter nacional. Otros hechos acompañan el crecimiento de estos jóvenes narradores: el ahogo del vocabulario y las acciones radicales, el prestigio de la crítica de los liberales y la democracia electoral, el terremoto de 1985, las transformaciones del PAN, los convenios de la izquierda mexicana, la fe ecologista, las elecciones de 1988, el Tratado de Libre Comercio. El desencuentro de Carlos Fuentes con México a partir de 1968 es tan co- nocido como el anacronismo rotundo de las ambiciosas novedades editoriales de José Agustín y Gustavo Sainz en 1991 (Tragicomedia mexicana y A la salud de la serpiente, respectivamente). Sin em- bargo, ni la generación de Fuentes ni la de José Agustín han abandonado el es- cenario; el patriarcado de sus ideas y de sus actitudes públicas persiste. No obstante, los narradores naci- dos en los cincuentas han mirado con escepticismo el código de comporta- miento de sus mayores. Cautos, obliga- damente cautos, los miembros de esta generación han comenzado, a su modo. silenciosamente, una labor crítica sobre el pasado inmediato (de La región más transparente a Gazapo, de la Revolución cubana al festival de Avándaro), y con ella, la postulación estrictamente litera- ria de su tiempo. La tarea de Villoro y de su generación consistió en un doble ajuste de cuentas con la imagen tutelar de sus antecesores, una cuenta moral y otra estética: forjar un estilo de vida lo mismo que un estilo de escritura. Qui- zás uno y el mismo problema si com- prendemos el vocablo estilo como la convocatoria, en la página escrita, de una responsabilidad bifronte: construir a un mismo tiempo los enunciados de la vida personal y los de la gramática. Albercas, el segundo libro de cuen- tos de Juan Villoro, cumple, en su ver- tiente gramatical, con el compromiso adquirido por el joven narrador en lo -------------§]f-----------------

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LEONARDO MARTÍNEZ CARRIZALES

LA IDENTIDAD GENERACIONAL

DE JUAN VILLORO

Una de las primeras noticias de losnarradores mexicanos nacidos en

los años cincuentas es el trabajo de JuanVilloro (1956) como cuentista (La nochenavegable, 1980; Albercas, 1985). A pesarde que esta promoción de escritorescompareció por vez primera ante elpúblico en los ochentas, sus páginassuelen evaluarse a la luz de ciertas cate­gorías críticas sugeridas por los estudiosde las obras, los hombres y los interesesde La Onda. Quienes así proceden, hantenido en cuenta su lado menos afortu­nado, también el menos frecuente; porlo demás, han incurrido en un errorprevisible: las obras de estos narradoresno alcanzan todavía a articular un gru­po de ideas estéticas, de conviccioneshumanas y de actitudes públicas capazde oponerse al vigoroso sistema cons­tructivo que sostiene a La Onda. Cues­tión de tiempo. Sin embargo, la situa­ción comienza a cambiar. El disparo deargón es una prueba pues anuncia la ma­durez de aquella primera noticia gene­racional: Juan Villoro.

A contrapelo de ciertos elementoscomunes, el panorama adolescente queJuan Villoro describió en los cuentos deLa noche navegable no puede identificar­se con el de las obras más representati­vas de La Onda. Villoro prefiere unapaleta de colores menos violenta, me·nos elocuente pero rica en matices iri­ternos. Olvidado de las obligacionestestimoniales que obsesionaron a susantecesores, Juan Villoro enriqueció elmundo adolescente al señalar estadosanímicos y actitudes mentales descono­cidos hasta entonces: desestimó el es­cándalo de los rituales de rebelión ytrabajó sobre los procesos de autocono­cimiento y reconocimiento de estos ado­lescentes ante sí mismos y ante el otro.

Los personajes de Juan Villoro sebajan de su patineta, salen de un revenotón o un concierto de rock y se echan acaminar, perplejos, por algunas zonasde su conciencia: la vacilación entre lacamaradería varonil y el primer llamadofemenino; las intuiciones personalesque contradicen las certezas de los her­manos mayores; el irremediable destino

de la rebeldía: la intimidad; el escep!i­cisma y su vacío -un escepticismo sinvoces públicas, sin programa ni proyec­to-; el vértigo de las posibilidadesabiertas por el libre arbitrio. La soledaddel viajero, el reverso silencioso delamor y de la música, el júbilo sin vozdel sexo, son otras claves de un mundocuyos sistemas internos de construccióncomienzan a madurar.

El gusto de Juan Villoro por el ri­gor oculto de la meditación y la sensibi­lidad de sus personajes comporta unacuidadosa arquitectura de asuntos equi­distante de la simpleza propia de algu­nas páginas de José Agustín, y del celorenovador de las técnicas narrativas fa­miliar en Gustavo Sainz. Villoro reivin­dicó la sensibilidad inteligente de los ar­gumentos. Los personajes de La nochenavegable se detienen, trémulos, ante elprecipicio de un recuerdo, de una vaci­lación moral; entonces, el desarrollo dela anécdota sufre el tropiezo de los ar­gumentos accesorios. El trabajo de Vi­lloro sobre la trama contenía la prome­sa de su inteligencia futura, aunquelesionaba la eficacia de sus cuentos, elatractivo de sus historias. El riesgo deestas digresiones practicadas en el cuer­po esbelto del cuento, a una década dedistancia, parece justificado: la tareaque Villoro iniciaba entonces consistíaen hallar una respuesta diferente de lade sus antecesores a los sucesos, las in­quietudes, las emociones y las ideas ci­fradas en 1968.

La aparición pública de la genera­ción de Juan Villoro (Leonardo Da Jan·dra, Alberto Ruy Sánchez, AdolfoCastañón, Ethel Krauze, CarmenBoullosa, Agustín Ramos, Víctor Roura,Alberto Paredes, Daniel González Due­ñas ... ) coincide con el claroscuro queproducen los tiempos donde un ciclotermina y otro se abre; Villoro escribeque uno de sus personajes es miembro"de los que venían después, después detodo, del movimiento del 68 y el Festi­val de Avándaro". Su condición es toda­vía más dramática: los narradoresnacidos en los años cincuentas llevan acabo su educación sentimental e intelec-

tual en medio de los sucesos que carac­terizan la década de los setentas, secuelasocial y cultural de una crisis políticagestada en fechas anteriores a 1968.Ante los narradores de los cincuentas,las convicciones populares y nacionalis­tas comenzaron a librar un combatecon opiniones de orientación contraria;ante ellos, los modelos de desarrolloeconómico provocaron una de las catás­trofes más perdurables para el país; anteellos, el sistema de partidos políticos co­menzó una recomposición todavía in­acabada; ante. ellos, las organizacionescívicas reclamaron una curul en los de­bates políticos de carácter nacional.Otros hechos acompañan el crecimientode estos jóvenes narradores: el ahogodel vocabulario y las acciones radicales,el prestigio de la crítica de los liberalesy la democracia electoral, el terremotode 1985, las transformaciones del PAN,

los convenios de la izquierda mexicana,la fe ecologista, las elecciones de 1988,el Tratado de Libre Comercio.

El desencuentro de Carlos Fuentescon México a partir de 1968 es tan co­nocido como el anacronismo rotundode las ambiciosas novedades editorialesde José Agustín y Gustavo Sainz en1991 (Tragicomedia mexicana y A la saludde la serpiente, respectivamente). Sin em­bargo, ni la generación de Fuentes ni lade José Agustín han abandonado el es­cenario; el patriarcado de sus ideas y desus actitudes públicas persiste.

No obstante, los narradores naci­dos en los cincuentas han mirado conescepticismo el código de comporta­miento de sus mayores. Cautos, obliga­damente cautos, los miembros de estageneración han comenzado, a su modo.silenciosamente, una labor crítica sobreel pasado inmediato (de La región mástransparente a Gazapo, de la Revolucióncubana al festival de Avándaro), y conella, la postulación estrictamente litera­ria de su tiempo. La tarea de Villoro yde su generación consistió en un dobleajuste de cuentas con la imagen tutelarde sus antecesores, una cuenta moral yotra estética: forjar un estilo de vida lomismo que un estilo de escritura. Qui­zás uno y el mismo problema si com­prendemos el vocablo estilo como laconvocatoria, en la página escrita, deuna responsabilidad bifronte: construira un mismo tiempo los enunciados dela vida personal y los de la gramática.

Albercas, el segundo libro de cuen­tos de Juan Villoro, cumple, en su ver­tiente gramatical, con el compromisoadquirido por el joven narrador en lo

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número y nos conducen del misterio querodea a la maquinación al aspecto por elcual Villoro cobra una súbita importanciaentre nuestros escritores maduros: la pos­tulación literaria de una mirada sobre lasociedad mexicana contemporánea. Unapostulación inédita y una mirada sorpresi­va en el ambiente más bien previsible dela novela mexicana.

Villoro recurrió al enigma rigurosode una intriga contra la paz y la prosperi­dad de los métodos tradicionales de unaclínica de oftalmólogos que basan su éxi­to en el prestigio legendario de su direc­tor y en el alto nivel de sus capacidadesprofesionales, para meditar en torno deuna identidad en crisis: la de las comuni­dades tradicionales de nuestro país antela conspiración transformadora de cen­tros de decisión tan lejanos como desco­nocidos para ellas. Junto al interésprovocado por un argumento eficaz y lassugerencias inteligentes de personajes ysituaciones, Villoro expuso ante noso­tros, sin el oropel escenográfico de otrasépocas ni la estridencia de anécdotas pa­sadas, la imagen radicalmente contempo­ránea de nuestra ciudad, y en ella, undiagnóstico de la salud anímica y mentalde sus habitantes. Los antecedentes deesta ficción, así como de sus propósitoshumanos y literarios, no son escasos; sinembargo, nos atrevemos a señalar la no­vedad absoluta del temperamento querige los procedimientos y los recursos ne­cesarios para llevar a cabo, desde la lite­ratura, este nuevo retrato.

Juan ViIloro sólo tiene puntos decomparación entre sus coetáneos, puesson ellos, y sólo ellos, quienes hanaprendido a descifrar un enjambre designos enloquecidos sin fórmulas ni re­cetas heredadas. Sin pasar por alto lapeculiar posición de la segunda promo­ción de novelistas del 68, narradorestardíos (publican al terminar la décadade los setentas) cuyo modesto prestigioes inversamente proporcional a la pro­fundidad sugerente de sus libros y quesin duda están en la base de esta lentamutación de sensibilidad literaria entrenosotros (Luis Arturo Ramos, HernánLara Zavala,Jesús Gardea, Ricardo Eli­zondo Elizondo, Ignacio Solares, Severi­no Salazar...)

Juan Villoro aprueba con El disparode argón su examen de madurez y añadea nuestra literatura una exégesis denuestros días. Celebramos la generosi­dad del autor con la promesa de un co­mentario más detallado de una obraque,junto a otras, proponen y reclamanun nuevo cuerpo de ideas literarias.•

que se refiere a la confirmación de unespacio propio en las letras mexicanas.Es difícil agrupar esos textos en tornode un tema. Es preferible señalar, encambio, la madurez de Villoro como di­señador y ejecutor de argumentos. Enestas páginas reconocemos, sin menos­cabo de la eficacia de la narración bre­ve, como ocurría en La noche navegable,el éxito de las geometrías concebidaspor una inteligencia refinada, la perti­nencia aritmética de las fórmulas fantás­ticas, la dificultad premeditada delsuspenso y del enigma. Ante la sospe­cha de una interrupción entre las tribu­laciones de los adolescentes de suprimer libro y las piezas del segundo,oponemos los productos más acabadosde la cosecha de Villoro: personajes y si­tuaciones cuya enunciación no es ajenaa la complejidad, ambigüedades y sor­presas de una absoluta verosimilitud li­teraria, el hilo robusto e inexorable desus historias. La figura tutelar de este li­bro deja de ser La Onda para ceder si­tio a Adolfo Bioy Casares, de cuyainfluencia benéfica y correctora impor­ta menos destacar sus temas -el tratoperturbador entre realidades de diferen­te origen y dimensión- que la asimetríadeliberada, los "excesos", las arbitrarie­dades y las operaciones absurdas queengendran el necesario y progresivo in­terés de lo narrado, el rigor del argu­mento y su sentido humano: lainvención y la trama. Nada que agregarsobre un rasgo ya aparecido en La nochenavegable como una seña de identidad:la limpieza de la escritura.

El disparo de argón concluye loscompromisos adquiridos por Villoro enmateria de expresión literaria desde susprimeras páginas y revela sus implica­ciones. En esta novela se reúnen los re­cursos más destacados de cada uno desus libros de cuentos: el gusto por lascomplicaciones argumentales, las digre­siones, el trabajo de la memoria, asícomo el secreto y sostenido rigor de lainvención y la trama, remarcado en es­tas páginas por una historia que narrauna intriga y un asesinato.

El asunto de la novela es pequeño,un pequeño asunto contado en 300 pági­nas, luego de las cuales Villoro multiplicalos argumentos accesorios hasta convertirel reducido personal de la clínica de ojosdonde ocurren los acontecimientos fun­damentales de la novela en un barrio queprefigura a la ciudad procelosa. Silos protagonistas de la intriga son po­cos, los personajes accidentales desempe­ñan un papel tan importante como su

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