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II LA ATENAS DE AMERI:OA DEL SUR M I cuarto, situado en el primer.pisc del ho· tel Europa, en Bogotá, es cómodo y agra- dable, como no esperaba encontrar en es- tas alturas después de haber pasado por las posadas primitivas que me han servido de al- bergue desde el principio de mi viaje. Sin mis compañeros de viaje, a los que defini- tivamente he perdido, y después de desprenderme de la primera sensación de desconcierto, trato de precisar, de concretar las primeras impresiones que me produce esta ciudad tan curiosa. Tengo ya la presunción de preguntarme cuál pueda ser el estado de alma de gentes tan desgraciadas o tan afortunadas, como se quiera, para vivir a dos ;mil seiscientos metros sobre el nivel del mar y a mil ochocientas leguas del bulevar. La sensación primera, de orden material, se refiere a la anima- ción especialísima que ofrecen las calles bogota. nas, a este ir y venir constante y silencioso que es el resultado de la falta casi absoluta de vehícu- los, a cierta reserva general de la multitud vo- luntariamente callada, vestida de negro, silenciosa y sombría, principalmente en lo que atañe.al ele- mento femenino, que con sus mantillas y sus sa- yas negras pasa con una poesía íntima, cautivado- ra y, si la palabra no fuese excesiva, impercepti- blemente monástica. Esta impresión se afirma .más todavía al deambular por ertablero de damas de las calles que domina la tristeza pétrea de los Andes, imponente y cortada por las nubes; impre- sión que se torna soñadora y ligeramente angus-

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IILA ATENAS DE AMERI:OA DEL SUR

MI cuarto, situado en el primer.pisc del ho·tel Europa, en Bogotá, es cómodo y agra-dable, como no esperaba encontrar en es-tas alturas después de haber pasado por

las posadas primitivas que me han servido de al-bergue desde el principio de mi viaje.

Sin mis compañeros de viaje, a los que defini-tivamente he perdido, y después de desprendermede la primera sensación de desconcierto, trato deprecisar, de concretar las primeras impresionesque me produce esta ciudad tan curiosa. Tengoya la presunción de preguntarme cuál pueda serel estado de alma de gentes tan desgraciadas otan afortunadas, como se quiera, para vivir a dos;mil seiscientos metros sobre el nivel del mar y amil ochocientas leguas del bulevar. La sensaciónprimera, de orden material, se refiere a la anima-ción especialísima que ofrecen las calles bogota.nas, a este ir y venir constante y silencioso quees el resultado de la falta casi absoluta de vehícu-los, a cierta reserva general de la multitud vo-luntariamente callada, vestida de negro, silenciosay sombría, principalmente en lo que atañe.al ele-mento femenino, que con sus mantillas y sus sa-yas negras pasa con una poesía íntima, cautivado-ra y, si la palabra no fuese excesiva, impercepti-blemente monástica. Esta impresión se afirma

.más todavía al deambular por ertablero de damasde las calles que domina la tristeza pétrea de losAndes, imponente y cortada por las nubes; impre-sión que se torna soñadora y ligeramente angus-

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tiosa, al seguir a lo largo de las fachadas de las ca-sas bajas, cuyas ventanas con rejas salientes re-cuerdan a España y cuyos portales están empe-drados con rombos de ladrillo y huesos de cordero.

Inmediatamente después de impresión-tan ha-lagadora para determinadas sensibilidades, surgeotra, de orden más vulgar pero, en cambio, másingenuo, contra la que cuesta trabajo abroque-larse: es la que experimento al oír a tantas per-sonas darle a uno la bienvenida en francés. Exa-geremos la experiencia pidiendo lumbre al primerseñor enlevitado que pase: hay muchas probabi-lidades de que exprese en francés el gusto conque nos hace ese favor. Y si la conversación seprolonga y si, por haber dejado escapar una locu-ción de bulevar, se quisiera corregirla, habrá quedesistir de ello al darse cuenta de que ha sido per-fectamente comprendida ...

Pierre Loti ha consignado, sutil, en una de susobras, el cansancio que sigue rápidamente a la lle-gada a los países nuevos, ese afán de abandonar-los que no es peculiar de Fez o de cualquiera otrolugar determinado, sino que se experimenta cadavez que se llega a un sitio lejano o exótico. Pasa-dos los primeros instantes de avidez curiosa, nIdeseo más apremiante que se tiene es el de salirde él cuanto antes. Hay que violentarse para per-manecer, para dedicarse al estudio detenido, a lacaptación del encanto íntimo que oculta. Estoy apunto de creer que aquí no sucede lo mismo, y quees a la rápida comprensión de ese encanto íntimoa lo que hay que atribuir, me parece, esa especiede atracción, de captación que Bogotá ejerce sobrelos que la visitan.

Pues, efectivamente, este antiguo nido de águi-las os acapara, os subyuga con una infinidad de

. detalles insignificantes, de indefinidas percepcio-nes, de matices espirituales, y, como dije antes,un poco, también, por esa especie de melancolíaprovinciana de que todo está revestido, por la .luz

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que es aquí más gris, que está más tamizada, porun ambiente de ensimismamiento extendido uni-formemente sobre el cielo, sobre las piedras y so-bre el fondo conventual de los. Andes. Tambiéncontribuye a ello hasta el mismo aire que, enra-recido por la altura, es aquí más difícil de respi-rar, más pesado para el corazón, que no incita aandar, a moverse, que parece confinar a cada unoen sus aficiones más caras. Tiene esta ciudad esaaureola del pasado tan sugestivo para los aficio-nados a la meditación, esa atmósfera de silencioy de fe que expresaba mejor, sí, mucho mejor, elantiguo nombre de la capital: Santafé de Bogotá.y también se debe a ese hálito de historia, de fe-yenda heroica que parece revivir en cada vibra-ción lenta, triste, claustral, de las campanas, y, fi-nalmente también -y no obstante ciertas mani-festaciones insignificantes de un nacionalismo po-co ilustrado-, debido a la cordialidad acogedoraprecedida y seguida de las expresiones más exqui-sitas y delicadas.

Una de estas últimas mañanas, al rayar el día,he subido al triste y majestuoso cerro de Guada-lupe, que, según las horas, proyecta su sombrasobre la ciudad, o la retira. Siempre he compren-dido perfectamente a los pueblos que adoran elalba. Siguiendo el zig-zag de calles cortadas enángulo recto, a lo largo de las fachadas con ven-tanas enrejadas, he ascendido lentamente por losdeclives que por curvas empinadas conducen alpunto desde donde se descubre la perspectiva to-tal de la ciudad. Podía así hacerme la ilusión deque era un apacible vecino del barrio que vuelvedel baile a su casa, al llamamiento de la aurora.Enmarcadas por las dos murallas interminables deparedes blancas se extienden, a perderse de vis-ta, las tres hileras de losas con fajas intermina-bles de guijos con que están empedradas todas lascarreras de Bogotá, y por detrás de las últimascasas se alza con colores gris-rosa y gris-violeta, en

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el crepúsculo matutino, la mole solemne de Mon-serrate. A la mitad de su altura había como te-chos superpuestos de nubes que, empujadas porla brisa y deshilachadas en lo alto, parecían fue-gos de paja encendidos en la cima de los Andes.Al volverme, podía ya distinguir abajo la planiciede la Sabana, todo un mar sombreado de tintesamatista pálido, mientras que en los confines dela llanura ascendía el incendio del sol, entre dOdbandas terrosas de nubes bajas, reflejo deslum-brante de oro y de sangre que se propagaba porsegundos ahuyentando de la cúpula del infinitola noche tenebrosa.

y como permaneciera allí, contemplando a mispies cómo se incendiaban a los reflejos de la luzsolar las vidrieras de las casas blancas, contem-plando las transparencias mudables, la variedadde matices de la Sabana, el tinte de los tejados iri-sados ya de rosa, ya de naranja, viendo elevarseen esa alegría de prisma aéreo, semejantes a dosobeliscos malva, las dos torres de la Catedral, es··cuchando dar lentamente, como si saliesen de laprofundidad de los siglos, las horas lejanas y mo-nótonas, ante el espectáculo grandioso de las mon-tañas asentadas alrededor del horizonte y de laciudad misma arrodillada a sus pies, con sus do-ce capillas y sus diez y nueve iglesias, experimen-té la sensación de sentir que pasaba sobre ese sue-ño de piedra un dramático efluvio, místico y me-dioevaI.

Cuando, después de algún tiempo, descendía.rápidamente hacia la ciudad, hacia los cuadriláte-ros de las casas enjalbegadas de tonos grises, deimproviso, a mi espalda, empezó a soplar el vien-to con violencia, ese viento norte que baja de losAndes, q\le sacude con estrépito las puertas y lasventanas y que desliza por debajo su silbido que-jumbroso, su ulular de otoño. j Qué brusca sensa-ción de Europa, qué inopinado retorno a las regio-

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nes tristes y desapacibles donde la brisa aulla deese modo desde principios de septiembre!

La Calle Real estaba ya en movimiento, auIl'cuando apenas sonaban las seis y media en loscampanarios. Actividad matutina que impone ladistribución ecuatorial de la luz que mide exac-tamente las doce horas del día y de la noche.Desde esa arteria principal, el despertar de laactividad urbana se extiende poco a poco hacia losbarrios excéntricos y de barrio en barrio va pa-sando a los arrabales mal definidos en los quehasta el mismo nombre de ciudad se pierde. Enefecto, todo 10 que hay de rico y de elegante per-manece agrupado en esa Calle Real y en sus alre-dedores, la calle de Florián, la plaza de Bolívar, lade Santander, gran centro de diversiones y de ne-gocios. En cuanto uno se aleja de él, bien sea quese suba hacia la parte alta de la ciudad o que sebaje hacia el ferrocarril de la Sabana, hay que pa-sar por zonas cada vez más pobres y tristes, con

~ esa fealdad popular, grisácea y triste que produ-ce siempre un desencanto y una congoja a la lle-gada a una gran capital. Aquí sucede lo mismo.Las largas calles rectas, sin alegría, por lo gene-ral desiertas, entre dos perspectivas de muros pá-lidos que vienen del corazón de la ciudad para per-derse en el campo, ofrecen hasta cierto punto elesquema de la economía social colombiana. A pe-sar de sus ciento treinta mil habitantes, Bogotáno cuenta más que con una clase dirigente, másbien restringida. Fenómeno frecuente en aquellospueblos en los que el· acceso al saber está limitadoy que, por otra parte, éste no se presenta al buensentido, un poco anquilosado, de la baja cIase me-dia, como la meta suprema y. ambicionada. Hayen toda esta g-ente, que sólo parece estar ahí pa-ra que se puedan añadir ceros a las cifras de lasestadísticas. una masa innumerable que no cuen-ta, que nada posee, cuyos medios de subsistenciame parecen problemáticos y que llena con su des-

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amparado far niente los arrabales mal definidosque confinan con el campo. Todos los negocios, to-da la política, todo el arte, en una palabra, toda lavida de la Bogotá que piensa y que actúa, como su-cede en varias de estas repúblicas suramericanas-por fuerzas oligárquicas- se concentra entrelas manos de unas cincuenta familias conservado-ras que arrebataron esa misión directiva a otrastantas familias liberales y que, en espera de lo'sdesignios de la Providencia, representan al paísante él mismo y ante el extranjero y constituyenla fachada de Colombia.

y ya que la palabra acude a mi pluma, quieroadelantarme a la insinuación de que esta fachadacareciera en absoluto de profundidad. Audacia pe·ligrosa para un pueblo joven y pequeño es la deaceptar, descartada la posibilidad de que en ellohaya la menor malicia, la herencia moral más car-gada de gloria, el mote más soberbio y más difi-cil de ostentar, el de sucesor de la armonía de ladivina Atenas. ¿ Cabría considerarlo como unaburla gratuita al comprobar la ausencia de la Acró-polis, de sus Propileo s y del Pnix? Pero todavíasería más injusto desconocer o no aprecial en sujusto valor la sinceridad y el alto vuelo de las preo-cupaciones intelectuales, literarias y, sobre todo,científicas, de la sociedad bogotana. Si alguno demis interlocutores me ha podido parecer que pre-sumía de un modernismo exagerado, demasiadoentusiasta y, para decirlo de una vez, demasiadonuevo, he tenido, en cambio, ocasiones de compro-bar con verdadera satisfacción la vasta erudición,el ardiente interés de neófito por los problemascontemporáneos, en una palabra, he advertido unatrayectoria con frecuencia luminosa hacia las al-tas esferas del pensamiento humano.

Pero volvamos a esa Calle Real, cuya proximi-dad a diario me solicita y que, por lo demás, des-empeña un papel principal en las costumbres lo-cales y absorbe una gran parte del tiempo de los

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que tienen la suerte de pertenecer a la clase ele-gante, joven y ociosa de la ciudad. Como los ca·chacos, como los dandys que se exhiben en IOiCampos Elíseos, he querido yo también pararmeapoyado en el bastón, con chistera y con una or-quídea en el ojal de la solapa de la levita, he que-rido, repito, perder una o dos horas en las esqui-nas de las calles, en pleno ir y venir de las genteshacia finalidades indefinidas de interés, de calle-jeo o de amor. Punto ése cómodo de observación,en efecto, para verlo todo, para enterarse de todo,para suponerlo todo a través de esas conversacio-nes repetidas, entabladas al pasar de los amigosque van y vienen, ellos también, movidos, por unidéntico deseo de observación y de crítica mái omenos mordaz.

Entre ellos se cambian el saludo efusivo queaquí se acostumbra, unas palmadas en el hombroderecho hacia la espalda, y a las, primeras de cam-bio surgen las gacetillas al aire libre; crónica dia-ria en que todos participan en calidad de reporterosvoluntarios, cuando no interesados; crónica a laque nada escapa, cuchicheos sin conexión, indiciosque relacionados cristalizan en certidumbres, repu-taciones que se congolidan o que se desmoronan conla delectación en lo superficial propia de todos loscírculos ociosos, bajo todas las latitudes. Si la con-versación decae, la distracción toma la forma demiradas de lástima, burlonas, con que se conside-ran la satisfacción o la angustia que reflejan ensus caras los enamorados que, con el cuerpo em-butido en el chaqué, el bastón en la mano, las pun-tas de la corbata flotando al aire, miden la ace-ra con las pupilas fijas, como hipnotizadas, en elbalcón de su adorado tormento. Esa telegrafía óp.tica es aquí de recibo, con frecuencia constituye laprimera descubierta, es el primer trabajo de apro-ximación al galante asedio que llevará al mucha-cho al seno de una familia pasando, claro está, porel señor cura.

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y si por casualidad este supremo recurso falla-ra, entonces queda el de contemplar el desfile delas mantillas, espectáculo éste al que los no ini-ciados como yo nos entregamos durante largo ra-to. Si no temiese el reproche de estar siempre bus-cando símbolos y diagramas, encontraría uno enla seducción que esos mantos de raso negro de labogotana llevan en sí. Talvez reflejan algo de loque hay de grave y de extremado en la concep-ción que del amor tiene este pueblo -en esa ter-nura en realidad sombría, ardiente e ilimitada,más fuerte que la vida, indisoluble en la muertey que teje, en su trama palpitante, todos los hi-los de la eternidad-'-. Ese atavío de virgen que pa-rece un luto algo menos severo que los otros, quese ve avanzar casi hierático, con un recogimien-to impuesto por sus mismos pliegues, con una gra-cia íntima casi religiosa, con esa sombra que en-marca juntamente con las blondas negras la pa-lidez delicada de un óvalo y de unas facciones tal-vez un poco uniformes, pero con frecuencia exqui-sitas, todo esto presenta una fuerza de contrasteemocionante, pone un reflejo paradisíaco en esasfrentes puras y sin querer se piensa en Fausto:"j Detente, Margarita! iAsí estás admirable! ... "

Ayer volví a ver a esas delicadas cariátides, pe-ro esta vez más animadas, desbordantes de fue-go y de pasión; fue en el anfiteatro de muerteque levanta su graderío de madera a los pies dela mole de Guadalupe. Aplaudían con sus manitasenguantadas, con el frenético agitar de sus som-brillas, la muerte del toro que se arrastraba derodillas con el estoque hundido hasta la cruz enel morrillo, con un destello indefinible de espantoen sus pupilas, como queriendopreguntal la ra-zón de todo esto, como implorando a la compasi-va naturaleza, como poniendo por testigo a lascimas, a las montañas inmutables. Esta agonía,que se crispaba en un espasmo desesperado, lashacía palpitar de curiosidad. Todas las caras es-

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taban galvanizadas, vibrantes. Se comían con losojos, como si estuviesen fascinadas por una apa-rición, a una especie' de saltimbanqui amanerado,brutal, multicolor y encantador que, en el redon-del, se adelantaba con precauciones estudiadas deactor y con las piernas flexibles, paso a paso.

Este matador con traje de luces rosa pálidoadornado con alamares negros, teniendo en unamano la montera y en la otra el estoque envuel-to en la roja muleta, brindó con voz doliente lamuerte del toro a una hermosa, y el hada acep-tó sonriente el holocausto sangriento.

Había una antítesis chocante entre la feroz ale-gría del ambiente, entre el colorido, a pesar de to-do intenso y embriagador, del espectáculo y lagran melancolía que sobre él irradiaban los An-des, los Andes que extendían sus tristes lomas pi-ramidales, sus obeliscos grisáceos separados unosde otros por verdes declives, por pequeños derrum-bes de suave inclinación, coronados de hierba. Lasombra prematura de la tarde se extendía por subase y parecían declararse irresponsables de la fe-rocidad de los hombres. El matador sacaba el es-toque ensangrentado del cuerpo de la bestia ful-minada. Un rayo de victoria, que iluminaba tam-bién ese bello rostro moldeado con tanta gracia,decía con más violencia que nunca el dualismoeterno y cruento del amor y de la muerte.

Fuera de la plaza, casi sin transición, reina-ba una armonía de reposo y de suavidad, que sedeslizaba por el aire con la caída de la tarde ado-rable de este bello día, con el enternecimiento dela luz que va a extinguirse. Y yo saboreaba esapoesía profunda y propia de los paisajes y de lascosas que la fuerza de la costumbre hace a vecesimperceptible para los aborígenes; poesía ema-nada de las campanadas que llegan de todas lasiglesias, que señalan esas horas rosa, esas horasindefinibles que lo mismo pueden ser de la maña-na que de la tarde, poesía emanada de la 2'ran lí-

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nea violeta de las cordilleras bajo el sol expiran-te, poesía emanada del incendio áureo de las capi-llas, allá arriba, en la paz ilímite de Monserrate yGuadalupe. j Qué impresión más voluptuosa y fú-nebre la que surge de las cosas, como la vibraciónprolongada de los siglos muertos! Y entonces medoy cuenta de que amo, más allá de toda expre-sión, con delectación y gratitud, la plegaria musi-tada, el recogimiento que se cierne eterno sobreesta ciudad.

Una noche muy oscura, la novena de mi llegadaa esta ciudad, después de comer solo en el hotel,he vagado al azar de los sueños y de las insinua-ciones del país nuevo. Las noches de Bogotá sonfrías y es imprescindible una gabardina de abri-go, pero una vez bien envuelto en ella da gustodeambular por mi oscura calle de Florián, en laque las hermosas casas de en frente están ilu-minadas como para alguna fiesta; da gusto aven-turarse en la sombra en la que, de trecho en tre-cho, un foco eléctrico arroja una claridad polarsuspendida en aristas de hielo.

Sin tardar, la luna brusca e indiscreta emergepor el ángulo de un tejado; pero ésta también f'Suna luna especial,' una luna que se antoja extra-ordinariamente exangüe -otro efecto, sin duda,de la altura-o Baña todas las siluetas de piedracon su irradiación de hielo, ahoga, hace estreme-cerse bajo su luz pura de plata derretida, bajo unalluvia de rayos árticos a través de un cielo ín-digo violento. Luégo&a su vez, se eleva en el ho-rizonte el gran triángulo blanquecino de la luz zo-diacal, la misteriosa aurora de la media noche, consu vértice orientado hacia el cenit, como el refle-jo de un incendio que ardiese al otro lado de latierra. Y el supremo hechizo de las estrellas, eltitilar de las innumerables luces encendidas de unoa otro polo del cielo: Eridano, Perseo, Andrómeda,Atair, vienen a completar la magia de una nochede octubre.

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Siguiendo por calles estrechas, sombrías y vul-gares, he llegado al parque de Santander. El astrohelado se filtra a través del follaje poco tupidode los eucaliptus y algunas parejas, que proyectanuna sola sombra, pasan bajo el ~nto de su mis-terio y el monumento en bronce de ese generaloriginal y bromista, sobre su pedestal berroqup.-ño, alza su silueta amortajada en la claridad grisceniza de los arriates de flores. En frente se abreun gran espacio deslumbrante en un muro negro:es la iglesia de La Tercera resplandeciente de lu-ces. En el interior se advierte una muchedumbreque se inclina, un conjunto indefinido que se arro-dilla. Los muros, los pilares, ostentan una extra-ña profusión de oros, de exvotos y de adornos re-cargados. Vasto templo, tan bello como antiguo,que conserva intacto, en los paneles de sus puer-tas y en los altares de madera tallada, la marcaarcaica, el puro y suntuoso sello que los españo-les le imprimieron. Esta noche el altar mayor bri-lla como una ascua y en el haz de luz que irradia,que viene a bañar la acera, se alzan, fuera, otrassombras sepulcrales, oprimidas, otras palideces devirgen en el marco de las mantillas. La señal dela cruz, que cae de lo alto del púlpito, pasa comouna corriente eléctrica sobre todas las gentes,inundándolas de arrobamiento y de alegría. "Secree en Dios, dice uno de los que están a mi lado,cuando se contemplan sus ángeles."

Algunos pasos más allá -contrastes frecuen-tes en este país de candoroso catolicismo- se ilu-minan, sospechosas, las tiendas mal afamadas, endonde cuelgan del techo racimos de velas, en don-de el ron y el aguardiente hacen estallar en la at-mósfera de humo el diapasón de las voces roncas,en donde, detrás de un tabique de papel, se extien-de una cama rudimentaria. Después de haber.comprobado el mezquino color local de esta esce-na veint~ vece~ repetida, t~rminé por ir a pregun-tar sus ImpreSIOnes al deSIerto, al silencio que se

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hace cada vez más sordo, en el camino de Chapi-nero, bajo la dIscreta sombra de los árboles. Losaltos eucahptus que bordean el parque del Cente-nario producen, al soplo de la brIsa, susurro fú-nebre y caSI eterno, peculiar del follaje que recuer-da el de los cipreses que cobijan las tumbas. Le-vemente azulados por una cara, levantan por laotra hoscas tinieblas atravesadas por rayos este-lares. Sostenida por colUmnas, la cúpula, que re-matan las alas desplegadas del cóndor, dibuja susarcadas negras en la tierra blanca; y, allá arriba,en la noche clara y estremecida, en la cúspide deMonserrate, una luz vela, estrella terrestre perdi-da entre los astros del cielo.

Por ser día de fiesta, o mejor dicho, noche defiesta -una de las innumerables solemnidades re-ligiosas del calendario colombiano- hay algunaanimación en ese barrio donde, fiel al tenduchomaloliente, el pueblo humilde se apretuja ávidode los paraísos baratos que promete el alcohol.También es verdad que más adelanté, por el cami-no de la Sabana, barrido por una claridad de nie-ve, se ven grupos que vuelven de paseo con bra-zadas de flores. Nada hay en ellos de alegría exu-berante, nada de vociferaciones, sólo se advierteese contento honesto y suave que inspira la natu-raleza maternal y sana. Andan en filas ligeras, alo ancQo de la carretera, seguidos por sus som-bras gesticulantes y precedidos del músico que lesdirige punteando su guitarra, como un menestralde la Beauce.

Luégo, muy tarde ya, volviendo sobre mis pa-sos a lo largo de la Calle Real, que se duerme unavez más desde hace tres siglos en el mismo suda-rio de paz y de sombra gravé del tiempo de losvirreyes, me cruzo con los vestidos blancos de lasdamas, y con los trajes negros de los caballerosque van al baile. Hasta me encuentro, quién lo cre-yera, con algunos noctámbulos. iOh modernismo,

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oh preocupación desenfrenada de la imitación, heahí una de las tuyas! Pues, ¿ qué pueden hacer enla Plaza de Bolívar, corazón desierto de la ciudad,que levanta seco y frío el cuadrilátero de sus te-jados sobre el azul astral? Sin duda, desdichados,alguna obsesión les persigue, llamada palpitantey lejana, añoranza, talvez, de las alegres parran-das de Montmartre. Poco importa, las horas deoscuridad pasan. La humedad empaña el pavimen-to rugoso. En frente las torres de la Catedral, tes-tigos eternos' de un sueño religioso, perfilan en laaltura su plegaria gemela. Se vaga, de un extremaa otro, bajo Las Galerías, se contempla pasar lospálidos reflejos de la luna por entre la columnatadel Capitolio, que sería un monumento imponentesi estuviese acabado. Los claros de la luz borealse alargan como los arcos de un acueducto sobrela gran escalinata; en ese silencio sepulcral el pi-tar de los serenos apostados en las esquinas de lascalles, se repite hasta el infinito, debilitándose co-mo el grito del centinela a medida que se aleja.Sobre todo, se bosteza con rara unanimidad. Pero,¿ qué más da? Lo esencial es que las horas, du-rante las que es de buen tono y parisino estar fue-ra de casa, pasen; y muy serios, como quien cum-ple con un deber social, los trasnochadores deam-bulan.

Entretanto, por encima de la Catedral la masaoscura de los Andes se escalona, se redondea consu incomparable grandeza, en algunos sitios laacarician reflejos atenuados, esas transparenciasazuladas a las que son tan aficionados los pinto-res de fjords; mientras que, de pie y sola en el cen-tro de la plaza desierta, en una plazoleta cuadra-da, la estatua hierática del Libertador debida alcincel de Tenerani, que se alza sobre ~n pedestalmacizo entre dos árboles, parece velar, como elPaladion de la antigüedad, el sueño de la ciudadamada.

Por fin, yo también vuelvo a casa siguiendo la

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estela de plata de la calle de Florián, contemplan-do en el duro azul nocturno la Cruz del Sur, que·inclina, más fraternales y significativos sobre es-ta tierra creyente, los estigmas de oro de su si-lueta divina.

Otra vez tiempo de páramos. Así se llaman lasneblinas mezcladas con llovizna que se condensanen las alturas y principalmente en éstas. Despuésde haber pasado sobre la Sabana no dejan nuncade envolver a Bogotá. Por extensión, el término"páramo" se aplica también a las propias mesetastan frecuentadas por esas brumas e igualmentea los nevados que el Ruiz o el Herveo alzan comotablas en las altitudes más aisladas de los Andes.

Una luz blanca desciende del cenit lúgubre, ilu-mina sin fuerza las habitaciones y las cosas. Elcielo, de algodón, parece bajar a nivel de los teja-dos. Hasta se siente el parecido con los días oscu-ros de Londres, con su spleen, con sus aceras bri-llantes, con su atmósfera amarillenta, con sus fan-tasmas humanos que se mueven en el humo de lasfábricas y en las emanaciones penetrantes del Tá-mesis.

Sin embargo, hacia las tres de la tarde el vien-to disip6 nubes, neblina y lluvia, y aproveché eltiempo despejado para, deseoso de conocer a lacolonia extranjera, asistir a la inauguración deuna fábrica de vidrio bávara recientemente insta-lada en un arrabal de Bogotá.

Todo el elemento exótico de la ciudad, en efec-to, se encontraba allí, agrupado en los sitios -pre-viamente reservados, yuxtapuesto pero no confun-dido. Era una síntesis minúscula pero exacta dela diversidad europea. Alemanes rubios, jóvenes,serios, cantadores y bebedores intrépidos que danla impresión de cohesión y de seguridad en sí mis-mos; franceses llenos de malicia, nerviosos, algodesorientados, que exhalan un involuntario eflu-vio de desconfianza y de envidia; Ingleses fuertes,rubicundos y dispuestos .a fraternizar; italianos

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de caras sospechosas, miserables, desconocidos,circulan por entre los grupos. Cada uno aparecíatal cual era; la etiqueta cOlOmbiana, más o menossincera, que cada uno observa para las necesida-des de la vida o del comercio, se había quedado enel guardarropa. Después de la tradicional libación,no sin algún barullo dentro de la solemnidad, loque constituía casi la vuelta al color local, el di-rector de la fábrica tomó la palabra y en un speechcuyos términos sorprendían en boca de un anti-guo cervecero, rindió homenaje a aquellos feni-cios que descuQrieron y transmitieron la fórmu-la sagrada del vidrio. Luégo, en el colmo de sucortés eclecticismo, hizo ejecutar por la banda' demúsica, sucesivamente, los distintos himnos na-cionales de sus invitados: Pocas veces me fue da-do asistir a un curso tan completo de música com-parada. De la Wacht aro Rhein y de la MarchaReal, los instrumentos de viento pasan mugiendoal Yankee Doodle y a la Brabant;onne. Franciatampoco quedó olvidada; pero me pareció que noeran los compases triviales que suelen destrozarlos orfeones de provincia en la recepción dE)uncandidato. ¿ Efecto de una patriotería absurda?No lo creo, todo el mundo escuchaba, bien es ver-dad que los extranjeros escuchan siempre el him-no de esos locos de franceses. Y me parecía, al oírlos acordes de la marcha de Sambre-et-Meuse eneste recinto industrial en el que todo refleja hlfuerza de la patria alemana y la confianza en ella,que era casi como un homenaje que se rendía ala vieja gloria y. a la victoria de Francia. Puesbien, sin amor propio nacional, de todos esos ai-res, los unos chispeantes como polcas, los otrosmás solemnes que un cántico de iglesia y aqué-llos, por fin, que huelén a jarana, como los estri-billos de los cantos báquicos, de todos ellos no haymás que uno por el que pase el soplo del campo debatalla y del huracán popular, la embriaguez con-

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tagiosa de las noches de revolución: el ¡Allon3,enfants de la Patrie! ... de Rouget de l'lsle.

Después de las excursiones a la Bogotá moder-na es su pasado, el indeciso fulgor de su leyenda,lo que atrae con más fuerza. De menos historiaque la nuéstra, esta tierra de los Andes es, sin em-bargo, ya rica en episodios y en lecciones trági-cas. Con frecuencia al alzar de los paseos se de-tiene la mirada en alguno de esos techos, legadode los conquistadores, que son los restos, los ves-tigios un poco sombríos, un poco empañados porla pátina de los siglos, todos son de un dibujo yde una elegancia bastante semejantes, todos es-tán constituídos por revestimientos antiguos demadera con fondos blancos, con cruces, con rose-tones y artesonados dorados y sea en el Banco,en el Correo o en la encantadora Capilla del Sagra-rio, todas esas muestras de arte perpetúan algoque se quedó ahí del alma de la noble España, elperfume de Castilla, del que esos viejos salones nohan podido aun desprenderse.

Con anterioridad a ellos, lo sé, está el misterioatrayente, casi indescifrable en la actualidad dela América anterior, el misterio de esas edades si·lenciosas que se desarrollaron con anterioridad a1492, de las que nada de escrito y c,asi nada deconstruído ha sobrevivido. Y, sin embargo, esospueblos fecundos que, diez veces más numerososque ahora, ocupaban una tierra aun mucho másdorada que hoy, esos pueblos existieron, esos pue-blos florecieron. ¿ Qué sueños habían forjado an-tes de descender así, por completo, en el polvo eter-no? ¿ Qué pensaban, qué creían los dueños de esasjoyas encontradas en sus tumbas antes de aban-donarlas a la rapacidad de los vencedores? ¡Ah !Sin duda, al desaparecer, en el último instante de-bieron .implorar por vez postrera a sus dioses, yde la maldición que entonces profirieran tuvo quegerminar, con dos siglos de intervalo. la semillade rebelión y de expiación continuada en las vici-

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l!litudes de España -piensan algunos-, digamossólo en los desgarramientos de esta América mo-derna que se degüella fratricida sobre sus tum-bas. .

Desde entonces un olvido inmenso cayó sobreellos. Lo poco que nos legaron fue destruído porun fanatismo indigno de la victoria. Los jesuítas,que en el Perú quemaron las recopilaciones de laliteratura quechua, se decían: j Nada hay antesde la cruz!, como otro, antes que ellos había di-cho: j No hay ciencia fuera del Corán!, barbari~aquella igual a la de Omar.

y hasta los museos, cementerios de la historiaen los que los vencedores se permiten el lujo ge-neroso de inmortalizar a los vencidos anonada-dos, los museos aquí nada o casi nada nos dicende esos desaparecidos. Una visita que hice al deBogotá constituyó una de mis más amargas dé··cepciones. Ahí, por lo menos, pensaba, una puntadel velo formidable habrá sido descorrida. Mi errorse desvaneció bien pronto. Decididamente los hi-jos efímeros de los Zipas ya no nos revelarán na-da nunca. Dos o tres reliquias únicamente atraenla vista, pero son modernas, la cama de Bolíval"en caoba, estilo imperio, bastante rococó; por elcontrario, cuán evocadora bajo el fanal que la res-guarda resulta una bandera que es casi un sím-bolo si se piensa en todo lo que llevó en sus plie-gues, el estandarte auténtico de Pizarra, de sedablanca un poco ajada por el tiempo, pero de unaeleg-ancia exquisita y cruel con sus cruces reca-madas y sus florones de oro.

Yeso es todo. Una pobreza casi increíble de an-tigüedades aborígenes; sólo algunos objetos debarro, insignificantes; ni un documento relativoa los mismos muiscas, definitivamente acabados,borrados para siempre de la tierra que los vio na-cer. Se me había aconsejado la excursión a unalaguna célebre, olvidada hoy, donde antaño se des-arrollaban los ritos fastuosos de IilU poderío.

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El día de la coronaci6n todo el pueblo de Cun-dinamarca, los dos millones de indios que lo cons-tituían entonces, se reunía alrededor del caciquesupremo, del emperador, en las márgenes de lalaguna de Guatavita, allá arriba, en las montañas,detrás de la Sabana. En medio de ellos el monar-ca se desnudaba; luégo, ungido todo el cuerpo conuna ligera capa de miel, se revolcaba sobre polvode oro. De esta forma se presentaba a su naci6ncomo un ídolo refulgente. Empero, barcas sagra-das le aguardaban y escoltado por sus familiares,por los dignatarios del reino, se dirigía al centrodel lago y llegado a él se detenía de nuevo y, des-pués de esperar a que su superficie recobrase latersura, inclinándose, adoraba al sol en el espe-jo de las aguas. A ese dueño del mundo ofrecía,arrojaba a manos llenas, libaci6n generosa, todoel oro de sus arcas, sus joyas, la lluvia glauca deesmeraldas, y finalmente, se inmergía, abandonan-do así a las ondas su magnífico atavío, para emer-ger desnudo, desposeído, hombre como todos losdemás. y así, por haberse humillado ante el Diosque le había reconocido, que había aceptado suhomenaje, reaparecía consagrado como su propiohijo, heredero del prestigio divino. De aauí nacióen parte esa leyenda de El Dorado, perdici6n detantos conquistadores, de Quesada el primero, que,tomando. como el mono de la fábula, el Pireo porun hombre. se lanzaron en su persecuci6n hasta elterritorio de los mitucas. en las orillas del Casi-quiare en busca de "el Ofir imnosible de alcan-zar", del reino fabuloso gobernado por el Rey Do-rado.

El desenlace de la leyenda pertenece a la hie-toria. En 1580 un comerciante de Santafé, Anto-nio de Sepúlveda. fue a España y regresó porta-dor de una real cédula aue lo autorizaba no s610a desecar la laguna de Guatavita, sino a reclutarcuantos indígenas se necesitasen para ese traba-jo. Sin demora puso mano~ a la obra; pero las di-

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ficultades inherentes a la altitud, a la repugnan-cia que ese trabajo sacrílego ímpuesto inspirabaa los indios, fueron complicaciones imprevisibles.Ya estaba abierto un canal entibado, gracias alcual las aguas descendían dejando un poco de lasmárgenes al descubierto y en seco algunos obje-tos de oro, algunas esmeraldas por valor de seismil ducados -300.000 francos aproximadamen-te--, cuando el invierno, olvidado, volvió brusca-mente por sus fueros. El genio de la laguna se en-fureció, provocó lluvias diluvianas que se preci-pitaron por el canal arrollando los puntales y ce-gándolo. Para volver a empezar faltaron los me-dios y el valor. Inaccesible, inagotable, la mágicaprofundidad del lag-oconservó sus tesoros del mis-mo modo que la bahía de Vigo guardó los suyos.

El recuerdo que se dedica a los desaparecidosevoca, indudablemente, a su vez, el de los opreso-res. Así, no me admiraría que las sombras de Fre-dermann y de Luis de Lugo, Adelantado del Nue-vo Reino, se aparecieran en las noches lóbregasen el atrio de San Francisco o en las alturas deMonserrate. Ya que es una de las característicasde estas remembranzas que al compadecer a losvencidos no se pueda evitar la admiración por laosadía de sus crueles y heroicos vencedores.

Había entrado en la vieja iglesia y allí, de pie,a la luz que se filtraba por las vidrieras, medioconsciente, medio soñando, como Washington Ir-wing ante el manuscrito de la Abadía de West-minster, me entretuve en evocar sus almas erran-tes aun bajo estas bóvedas claras. Veía fantasmassilenciosos detenerse entre sus pilares como cuatrosiglos antes lo hacían todos los que sobre estas lo-sas humillaron sus armaduras; todos, los de la con-quista y los que después les siguieron, los que es-g-rimían la espada y los que removieron el oro, losVenero de Levva, los Díez de Armendáriz, los Ez-peletas, los Manuel de Guirior y el virrey obispo,soberano de báculo y mitra; y los rudos buscado-

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res de metal, los verdaderos buitres de los Andes,los Juan de Ampudia, los Gaspar de Rodas, losFrancisco César, que en busca de un país de ma-ravilla habían sometido el Sinú, la Sierra Nevada,el Chocó y Antioquia. Y todos evocaban las épo-cas de cruzada y de epopeya, los empenachadostiempos de la Real Audiencia y de la presidencia,cuando Bogotá recibía del rey de España el títu-lo de ciudad muy noble y muy leal. Y la mayoría,sin embargo, bajaba la cabeza como si toda lasangre vertida por esa Golconda se levantase con-tra ellos, acusadora. Confesaban todas las rapiñasordenadas por ellos o refrer.dadas de su puño y le-tra, que habían permitido la organización colonialdel gobierno general de las Indias, con sus dos Se-cretarías, la del Perú y la de Nueva España, laprimera abarcando una jurisdicción que iba. de Pa-namá a Buenos Aires. Confesaban todo lo que ha-bía sucedido al amparo de esa división de las co-lonias en provincias mayores y provincias me-

~ nores, virreinatos y capitanías generales, cuyasinterinidades, confiadas al primer venido, consti-tuyeron una plaga tal que los reyes de España tu-vieron que, a la vez que a los titulares, designar,en pliego lacrado, a sus sucesores. Reconocían laconstante impotencia. del Consejo de Indias parareprimir sus abusos. Se atribuían la parte que le:!correspondía en las exacciones y en los crímenessin nombre con que se mancilló el sistema de 109encomenderos, colonos a los que se concedía enpropiedad, lo mismo las villas que los campos, loshabitantes al igual que los terruños. También latomaban en lo relativo a esas farsas que se llama-ron juicios de residencia, investigación local antela que los gobernadores debían rendir cuentas yque nunca dejaron traslucir más que las colusio-nes más desvergonzadas entre los investigadoresy los residenciados. Convenían en lo abrumadordel yugo de esa madre patria que prohibía "bajolas penas más severas", dice Pereira, "plantar,:i.

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ñedos, olivares, cáñamo y demás plantas industria-les de la Península", que negó por pluma de CarlosIV "permiso para fundar una Universidad en Mé-rida, so pretexto de que la instrucCión no conve-nía a los americanos"; que sancionaba la prohibi-ción de la lectura de la "Historia de América" deRobertson, hasta con pena de muerte; mientrasque, paralelamente, el comercio de las colonias es-taba monopolizado por la Casa de Contratación deSevilla y la venalidad de los funcionarios de In-dias no dejaba más alternativa que la concusiónpara los poseedores de oficios y 1ft expoliación pa-ra los administrados.

Al igual de los indios, que exterminaban con eltrabajo de las minas, esos insaciables acaparado-res de tesoros también pasaron. Los adelantadosy los virreyes han ido a confundirse en el mismopolvo que ellos. De vez en cuando, recorriendo suantiguo imperio, se encuentran algunos vestigiosque pregonan su grandeza: un puente, un tramode camino mejor o peor conservado. En Bogotámismo, donde la sólida Catedral, victoriosa de lasconvulsiones de la tierra, ha salido de sus manos,se ven algunos restos de la suntuosa mansión delos virreyes de Nueva Granada, pero su recuerdopermanece maldito; se les llama, es cierto, tita-nes. pero se entrega su memoria alodio de los chi-qulllos que van a la escuela, alodio de esas gene-raciones en botón que, no obstante, son sus hijas.

Esta IT.<-:lñanahe almorzado en un ambiente delujo completamente parisiense, en casa de uno delos miembros más ricos y de personalidad másacusada del partido liberal, de ese partido que as-pira ahora al poder "como Jesús en la cruz, al cie-lo". Consideraciones °de política comparada consti-tuyeron casi el único tema de la conversación. La.proximidad de las elecciones presidenciales, cier-tos rumores, por lo demás endémicos, de revolu-ción, la animaban con su sabor de actualidad.

De hecho esas discusiones sobre personas y pro-

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gramas, esas sutiles cuestiones de matices, en mo··do alguno inflexibles, susceptibles, por el contra-rio, de atemperarse a las convenienCIas personales,absorben la mayor parte del tiempo y de las fuer-zas combativas de los suramericanos. Talvez me-recieran éstas un empleo más práctico. Deslizarla palabra mágica de "política" entre dos períodosde una frase es como prender fuego a la santa-bárbara, es exponerse a una explosión. No hay in-diferentes; los más apáticos se enardecen, los cor-deros se convierten en leones y hasta las mujerestoman parte en la discusión; sus cabecitas ligerasestán dispuestas a volcar en ella toda la pasión deque son capaces. Se entablan ¿ quién lo diría? de-bates irreducibles, encantadoras controversias.iPueblo feliz que todavía tiene fe! En Francia,donde esa pasión por el foro va quedando relega-da cada día más a la categoría de tópico de malgusto, donde las exhibiciones de la farándula par-lamentaria no llaman ya la atención de las gentes,no se concebiría el ardor que los contendientes po-nen en esas justas, si no se supiera que el asunto-admitamos que desde el punto de vist.!t doctri-nal solamente- va unido de modo muy íntimo, lamayor parte de las veces, a una preocupación de'orden personal. En tiempo de guerra civil un ciu-dadano sin opinión se encuentra en la misma si.tuación que el dedo cuando está cogido entre el ár-bol y la corteza. Como no tiene a nadie que le de-fienda, es víctima de los dos bandos. Por otra par-te, como los salarios de los empleados en el co-mercio son irrisorios por lo general, es naturalque, por necesidad, se intrigue para conseguir undestino del gobierno mé.ior remunerado. En resu-midas cuentas, la langosta administrativa que seprecipita sobre el presupuesto granadino tieneunas mandíbulas que no son ni menos voraces nimenos exigentes que la del otro lado del Atlán-tico.

De aquí los asaltos al poder a que periódicamen-

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te se entregan los insatisfechos. Desde 1820 Co-lombia ha padecido no menos de setenta y seis re-voluciones o conatos de revolución. Durante eselapso el país no ha pasado arriba de ocho años sindisturbios. El período más largo de paz interio.rfue de 1886 a 1895. Cifras que exceden en mucholas relativas a Francia.

Pero se juzga siempre con equidad a estos pue.bIas en mantillas. Son niños grandes y cada unoa su debido tiempo dará hombres -véase México,Chile-o De momento todo el mundo está de acuer-do en que la crítica es fácil, demasiado fácil. Loscolombianos han hecho mal en conceder tanta im-portancia al ingenio sectario y exuberante del con-de de Gabriac. Hubiera sido más "ático" conside-rar como un reproche lo que el autor, con medio-cre estilo literario, aspiró a que fuese un retrato.Si algunos se indignaron, otros supieron con in-genio, que es mejor tomar el desqUite. Por mi par-te prefiero hacer extensivo a todos estos Estadosembrionarios el magnífico grito de guerra y deprogreso del gran país oceánico: ¡Adelante, Aus·tralia!, repetido ayer no más por la Rodesia. ¿Nosurgirá el verdadero libertador que despierte, POifin, a esta Nueva Granada, a la que tanto se quie-re a pesar de sus desfallecimientos y de SUf! defec-tos? El Porfirio Díaz que la grite: j Adelante Co-lombia!

Porque eso es precisamente lo que necesita es-te país tan maravillosamente dótado y equipadopor la naturaleza: un buen tirano. Su sistema depoder personal tomado de la constitución yanqui,que periódicamente se intenta en vano aclimataren Francia, no es tolerable más que a condiciónde que haya una dirección tan esclarecida comofuerte que compense por su prestigio exterior la re-glamentación frecuentemente severa, tal vez opre-sora de las libertades cívicas. iPor un dictador in-teligente que surja en Santiago y en México, cuán-tos Celmans, cuántos Francias, cuántos Crespos!

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Sin duda, la condición de la humanidad es de talnaturaleza que es preferible ser temido a ser que-rido, j pero por lo menos que sea en nombre delinterés superior de ella, de la humanidad! En fin,para quien se preocupa merros de las palabras quede las realidades, ¿ no es un despotismo bueno omalo, no es un cesarismo verdadero lo que repre-senta un régimen que confiere a un Mac Kinley, aun Díaz, a un Crespo, una omnipotencia idénticaa la que motiva por parte de sus propios adminis-trados la compasión más elocuente con respectoa los súbditos de los zares? Por una ironía que re-trata admirablemente a esos sempiternos incau-tos, los hombres, la palabra república encubre pre-cisamente la antítesis de todas las ideas republi-canas; es algo nuevo y viejo a la vez, la discipli-na bárbara o constructiva, según los casos, delimperio electivo. El azar que rige la lotería presi-dencial permite, por otra parte, ver en ella unaregresión no sólo a la monarquía constitucionalsino también a la monarquía de derecho divino.La aberración popular, la corruptela en caso de ne-cesidad, son soberanas.

Considerado en sí este problema recuerda bas-tante la época anterior a Austerlitz en la que lagmonedas de cinco francos llevaban grabado en elanverso "Napoleón Emperador", y en el reverso"República Francesa". Y este parecido ha sido,además, enunciado públicamente. El ministro deFrancia, con mucha gracia, me citaba el otro díaa este respecto la frase oída por él hacía algunosaños en plena Cámara chilena, antes de la caídade don Pedro: "Señores, decía el orador, en Amé-rica del Sur no hay más que dos países que merez-can tenerse en cuenta: el Imperio de Chile y la Re-pública del Brasil". Habrá que reconocer qu~ eldicho fue singularmente profético.

Sea de ello le que quiera, los colombianos pa-recen sinceramente aferrados a esta clase de re-pública; sospecho que 10 que les importa sobre to-

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do es el marchamo, el nombre, que para ellos seidentifica con las ideas de Darwin, con el concep-to estIlizado de gobierno a la moderna. Las ten-dencias a lo Warwick que se han prestado aBolí·var, murieron con él. En Bogotá se enseña el bal-cón por el que su amigo Ospina le hizo escapary el puente bajo el que se ocultó para no morir coa.ellas.

No es fácil imaginarse el estupor, la indigna-ción, el clamor popular, las acusaciones de golpede Estado que provocaría en Francia un presiden-te que estuviese decidido a realzar un poco su per-sonalidad, a ser algo más que una nulidad más omenos decorativa que sirviese únicamente para re-cibir, brindar, montar a caballo y pasar revista alas tropas en nombre de Francia. Aquí todo estásometido a la voluntad o al veto de ese supremomagistrado. Todo se elabora en su despacho, al am-paro de su poder discrecional. Administra a ca-pricho el erario sin tener que rendir cuentas a na-die, dispone de prerrogativas que provocarían laiJprotestas de los elementos más conservadores Jela conservadora Alemania. Se preocupa poco delCongreso, especie de gran Consejo de Colombia,que se reúne seis meses en dos años, satisfecho conaprobar con un gesto de la cabeza todo lo que porfórmula se tiene a bien someterle.

Por lo demás, se ve poco al presidente señor Ca-ro (1). No sale casi de su palacio de San Carlos.La gente dice que está siempre abstraído en me-ditaciones virgilianas. He leído algunos de sus ver-sos que brotan con la brillantez, facilidad. fluidezy gracia peculiares de los suramericanos y he ahícómo un pueblo de literatos ha elegido a un poe-ta para piloto de sus destinos.

En cuanto a la diferencia esencial entre los do~

(1) Desde la época en que escribí estas lineas ha tenidodos sucesores: el señor Manuel Sanclemente y el lIefl.orMa-nuel Marroquín.

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grupos políticos, conservadores gubernamt'ntales yliberales oposicionistas, no descansa, en suma, másque sobre el concepto divergente -siempre mo-d.erno- de las relaciones entre la Iglesia y el Es-tado. Mi interlocutor de esta mañana se esforza-ba en querer convencerme de que si los I1beralesreconquistaran alguna vez la famosa poltrona, nohabría para ellos nada más importante que los in·tereses mineros, nada más urgente que la dismi-nución de los gravámenes aduaneros, tendrían agala concertar un buen arreglo en relación conciertas antiguas deudas nacionales, relegadas alolvido con tanta desfachatez por esos condenadosconservadores. j Ay de mí! j No es sólo en la ber-bería de Fígaro donde se afeita gratis. .. maña-na!

¿ Sería oportuno traer aquí a colación la frasecasi profética, mucho me lo temo, de Chateau-briand? "En mi opinión, decía, las colonias es-pañolas hubieran ganado mucho organi21ándose enmonarquías constitucionales. La monarquía re-presentativa es, a mi juicio, un gobierno muy su-perior al republicano, porque destruye las apeten-cias individuales al poder ejecutivo y porque alorden une la libertad."

Libertad y Orden, he ahí precisamente el moteinscrito en el escudo colombiano. La unanimidadd.el deseo prueba el acuerdo absoluto en cuantosla finalidad; pero, des.Q'raciadamente, es en el pro-cedimiento en lo que difiere. j Ojalá pueda el por-venir, lo deseo de todo corazón. redargüír la vi-gorosa sentencia del hidalgo bret6n!

A la inversa de la mayor parte de los viajero!,siempre he creído que el interés que ofrece unanacion~lidad reside menos en su aristocracia. enla oue los modales. los convencionalismos. la hipo-cresía social embotan la originalidad, hacen al ac-tor humano impersonal y vulgoar. que en su ver-darlero pueblo, impulsivo, natural, venero inago-table del genio de las razas. Con el pueblo de es.

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ta tierra habré de estar en íntimo contacto en elcurso de mi viaje; en cuanto a la gentry, quisieraconservar de ella el recuerdo que me han dejado,sobre todo, sus mujeres.

Ante todo, como criatura de amor y luégo comovestal de la llama religiosa en el seno de la fa-milia, considero a la colombiana, por lo menoshasta la viudez, mucho más influyente en reali-dad que la europea; tiene una autoridad veladamás soberana en el fondo de esa sombra desde laque mueve, llegado el momento, los resortes delmarido. Y es que aquí las muchachas revelan, enefecto, una personalidad muy acusada. Con fre-cuencia tienen ingenio y son bonitas. Franqueancon más rapidez la edad ingrata, ese período detransición en el que sus hermanas de allende elAtlántico presentan unos brazos tan largos, unasmanás tan encarnadas, llevan vestidos sin mati.ces colgados sobre una anatomía deplorable. Niñahasta los doce o los trece años, un día se despier-ta convertida en verdadera ama de casa, con todala seguridad en sí misma y con toda la soltura quesu papel requiere. Desde ese momento hará los ho-nores de los eight o'dock nocturnos, entre las com-poteras de dulce de almíbar y las chocolateras na-cionales. En cambio, muy pronto será esposa ymadre y echará de menos antes, talvez, su juven-tud. Y, sin embargo, icuánta gracia puede poner-se en el renunciamiento! iLas canas también tie-nen sus encantos!

Y como, además, es armoniosamente formada ycon frecuencia elegante, la muchacha colombiana

. sabe imponerse por el lado de "muñeca", aspectoéste, Dios y el diablo lo saben, que talvez cuentatanto como la belleza en el poder que ejerce lamujer. El único temor que me atrevería a expre-sar es, talvez, precisamente, el verla ceder, ellatambién, a la influencia modernista del vestido,que resultaría disparatada en el ambiente de Bo-gotá, tan particular, de una gravedad sentimental

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y católica tan especiales. En suma, y cualquieraque sea la decisión de la tirana universal, la modade París, el tocado que sienta mejor a la surame-ricana, el que más se armoniza con ese ambientede pasión y de fe es, y será desde luego, la manti-lla. Es ésta la que da a la mujer de aquí su sellopropio y acertado, del mismo modo que la parisien-se tiene el suyo en las plumas raras que lanªandestellos bajo las luces de los bulevares.

No quisiera ver perder a las bogotanas, por unespíritu de imitación insuficientemente aquilata-do, esa distinción personal y encantadora que tie-nen. ¿ Piensan realmente en todos esos cepos, entodos esos martirios soportados con estoicismo alos que nuestros grandes modistos, en su únicapreocupación de realizar una silueta ficticia, so-meten sin apelación los pobres cuerpos de antema-no resignados a todo? Dedico esta reflexión a midelicioso Murillo. Una de esas alondras copetudasa las que una hora de paseo dejaría moribundasoportará, en cambio, impávida, compresiones ymagullamientos que no podría resistir un botocu-do, yeso sólo porque un tunante engomado y re-lamido diga indiferente: "Así es como visto a laprincesa X ... " j Oh Venus de la isla de Melos, ohmodelo anónimo que sirvió al cincel del escultorpara hacer la estatua de esa diosa, qué incompa-rable forma femenina debiste tener, aunque nun-ca tu cuerpo estuviera comprimido por los cha-qués de un Redfern ni tus pies por los borceguíesde un Ferry!

Sí, su estética merece otra cosa y del mismo mo-do que las delicias del infierno parisino las can-sarían .pronto, ningún marco las dará más realceque este sencillo, inmediato, del horne, de la casa,donde ayer mismo las veía a la luz de las velas,vivas, alegres pasar de un cuarteto de tiple al pia-no siempre abierto del valse de moda Sobre lasolas a la última ópera de Salvayre, a la última pa-yana de Saint-Saens; ~o pura y simplemente ha-

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blando, como hablan todas con la voz, con el ges-to, con la mirada, con todo el cuerpo, delicado gor-jeo de pájaros en una jaula dorada. Cuando des-cansan, adoptan con naturalidad esa actitud unpoco lánguida, esa expresión un poco desconso:a-da que los pintores españoles no han hecho másque reproducir en la pensativa sumisión de susvírgenes; y ahora y siempre son y serán rasgosatrayentes, el óvalo ligeramente alargado de la ca-ra, la boca soñadora y pequeña, los ojos húmedosbajo sus largas pestañas que se levantan con unmovimiento inmenso y suave. Al contemplarlas,vienen a mi recuerdo esos tres algas inimitablesque se ven en el museo de Bruselas: los retratosde las tres hijas de Carlos V, de Alfonso SánchezCoello.

Es la influencia del ambiente peculiar a la tie-rra de América, el corolario lógico de este espí-ritu de emancipación, de ese esfuerzo hacia elalumbramiento del porvenir lo que hace vibrar deuno a otro polo el nuevo continente; me ha pare-cido encontrar en la joven bogotana alguno de Josrasgos que Bourget en "Ultramar" pone de relie-ve en su prima, la mujer a la moda de Nueva Yorko de Baltimore.

Ante todo, es la mujer bogotana, en suma, due-ña absoluta, incondicional, de sus destinos y nipadre ni madre, ni hermano, ni tutor, la contra-riarán nunca en su elección irrevocable. Además,como consecuencia natural de su afirmación pre-coz, en el seno amante de la familia encontraráuna dócil condescendencia para sus primeras vo-luntades. para sus caprichos. La educación que ha·ya recibido en el Colegio de La Merced o en LaEnseñanza no la habrá precipitado en la aversiónmística del mundo ni en la inquietud de sus per-versos disimulos. Educada en la espera apacibley segura de una unión en la que sólo su corazónserá escuchado, no participa de las emociones tre-pidantes ni de lo/! abatimiento/! de las muchachas

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que temen quedarse para vestir imágenes; sus ras-gos sin ImpacIencia dicen bien a las claras queaescansa del porvenir sobre el presente, segura .dedisfrutar, a su vez, de las breves horas divIDas quela vida ofrece.

En fin, en el matrimonio encontrará no unanueva sujeción, en ocasiones más severa que ladel hogar materno, sino, por lo menos, con fre-cuencia, un medio de antemano descontado, pre-parado, de confIanza mutua en el que los dere-chos de la esposa se pesan en la mIsma balanzaque los deberes del marido. Por lo demás, pareceque en esa fase definitiva de su existencia las co-lombianas están a la altura de su felicidad. La ma-la/suerte, piedra de toque de tantas abnegaciones,las encuentra inconmoviblemente fieles a la estre-lla escogida. Y en cuanto a dejar traslucir los po-sibles sinsabores que pueda tener su vida íntima,el muro de piedra del hogar es más que sobrado \para sustraer en absoluto a las miradas de un ter-cero ese esqueleto que, según la expresión in2"le-sa, cada familia guarda en su armario.

No es necesario ir muy lejos para encontrar elorigen de esa concepción de la vida matrimonial,preferible evidentemente, desde el punto de vistaindividual y social, a las desavenencias y a los aza-res de nuestras uniones sin fe. Aquí la devoc:ón,aunque no se caracteriza por su afán de proselitis-mo, es profunda. Un poco fetichista, lo reconozco,sensual y femenina, es como el viejo cuento de lasamas de cría que unas veces adormece y otrasasusta a ese eterno niño en ma~tillas, la huma-nidad. Vieja canción talvez, viejos cuentos deduendes -de purgatorio, de cielo, de castigos yrecompensas-, pero que hasta ahora no pareceque se haya encontrado nada mejor para asegurarel respeto de cada uno a la obra del conjunto.

y sobre todo, tiene la bogotana, lo repito, esalibertad de deseo para todo lo que le parece be-llo, justo y bueno, para esos desaho2"os del cora-

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zón que ,no se sofocan por cuestiones de fortuna,de posición, que no cuentan para ella nada, o casinada, dote, esperanzas de herencia, en fin, todasesas especulaciones más o menos confesables, queen Europa sirven de base a nuestros proyectosmatrimoniales. ¿ Quién sabe si no es ése uno delos secretos de la felicidad? ¿ Si no hay algo dequimera y de trapacería en el culto que nosotros,orientales, rendimos al dinero, que nos cuesta tan-to y nos da tan poco? Sí, declaro con verdadera sa-tisfacción, que estimo feliz, generosa y noble aesa sociedad que no desdeña, en nuestra época yen medio de nuestro positivismo de antropófagos,salvar en lo posible la parte del honor; le agra-dezco que no sacrifique todo al Moloch del siglo,al innoble dinero, y que crea todavía, y a pesar'de todo, en una estética mejor. ¿ Quién sabe? Leagradezco que, adelantándose a su tiempo, pienseque el hombre se cansará alguna vez del últimosuplicio que haya conservado, de la última ruedaa la que todavía se aferra: la de la fortuna.

iMatrimonio de amor! ¿ Existe, sobrevive esaingenuidad en el día de hoy, en parte alguna denuestro gran París? Aquí indignaría una uniónque tuvipse su razón única de ser en la fuente im-pura de la riqueza. Alguien, el otro día, me cita-ba el caso, verdaderamente increíble en el bule-var, de una muchacha bonita, con una renta bas-tante considerable, que no llegó a casarse preci-samente por su mucho dinero, pues ninguno delos muchachos que hubieran podido aspirar a sumano querían pasar por pescadores de dotes.

En otro orden de ideas, es interesante pregun-tarse qué forma particular del arte es susceptiblede asimilar la mujer de Colombia y hasta qué pun-to. Con frecuencia. en efecto, sorprende en unamujer muy inteligente, advertir la tranquilidad,la semiindiferencia casi enfadosa con que contem-pla una obra de arte que, a nosotros hombres, nosemociona al extremo. ¿ Es pura y simplemente fal-

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. ta de la necesaria percepción? ¿ Es efecto de la se-renidad natural del sexo que, sabiéndose inspira-dor de todo arte, se digna aceptar ese homenaje,por decirlo así, de oficio, aunque sea imperfecto?

En una ocasión rogué a una bogotana que meexplicase el por qué la gracia colombiana no ha-bía inspirado en torno suyo un brote más vivodel arte, por qué no había determinado la vocaciónde mayor número de pintores y de escultores, ymi interlocutora tuvo esta graciosa contestación:"Si la copia no hubiera estado a la altura del ori-ginal, se echaría de menos a éste, ¿ y qué?, si lareproducción fuera exacta, en ese caso no nos ha-bría revelado nada que no conociéramos, y si lacopia fuese mejor que el modelo, nadie querríaconfesarlo."

Sin duda, señora, pero usted no se refiere másque al presente; ¿ y el pasado, quién lo perpetua-rá? ¿ Quién fijará la sombra melancólica de susnegros aladares para que los contemplen sus nie-tos? Infiérase de ello lo que se .quiera, resulta queen esta cIudad no hay, por decirlo así, ni un lien-zo que valga la pena, ni una estatua de valor, ylo siento. El gusto en la casa se ha concentradomás bien en la comodidad. Fue Balzac quien dijo:"El lujo es en Francia la expresión del hombre, lareproducción de sus ideas, de su poesía especial,pinta el carácter." No son, ni con mucho, en Bo-gotá, los matices tan reveladores. Se encontraría,acaso, para explicar ese escaso desarrollo del es-píritu estético. una razón más sencilla y remota,la ignorancia profunda y la ausencia casi total decultura, de curiosidad intelectual en la que los es-pañoles tuvieron sumido a este pueblo para domi-narlo más fácilmente. Parece, en efecto, que la po-lítica colonial de los conquistadores se haya con-densado en la frase del feroz Morillo a Caldas, quele pedía la vida en nombre de sus trabajos cien-tíficos: España no necesita sabios. Hay, además,

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que tener en cuenta, que Colombia no fue nunca,como México, la hija preferida de la Península.

Cualesquiera que fueran las razones que hayaninfluído en los destinos artísticos de la juventudcolombiana, es hacia la literatura, más fácilmenteasequible, aparentemente menos trabajosa, me-nos costosa en cuanto a la materia prima, haciadonde se orientan de preferencia sus aspiraciones,y el resultado es de los más brillantes. Se impri-men en "Bogotá bellas ediciones y el contenido delos libros, con frecuencia, está a la altura de supresentación. En cada guitarrista hay un poeta yen cada arriero hay un guitarrista. No pretendo,desde luego, decir con esto que' cada arriero seaun autor que haya editado sus obras en la casa deCamacho Roldán; pero sí que hay muy pocos ca-chacos que teniendo el alma ·llena de ilusiones,que pensando en unos ojos negros y rimando consoltura, no hayan llenado con sus sonetos, con susestancias y con sus acrósticos, una o dos colum-nas de El Correo Nacional, de El Autonomista ode El Repertorio Colombiano. En cuanto a las no-velas, que ya constituyen una biblioteca incipien-te, dos me han parecido deliciosas: BIas Gil, de~arroquín (1), y aquella página de amor tan ex-quisita como sencilla, verdadero idilio del abatePrevost, comentado por Chateaubriand: María, ...pero ya se sabe el concepto que este libro me me-rece.

En otras esferas sociales tuve la ocasión de co-nocer a algunos sabios. Uno de ellos, dotado de eseardor silencioso, de esa poesía amplia y serena,peculiar de los astrónomos, que construye a susexpensas un segundo observatorio perfercionadopara que en el próximo siglo pueda Bogotá apro-vechHr su incomparable situación astronómicaque, elevada en el cielo en la divisoria de los dos

(1) El presidente actual.

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hemisferios, ve los dos trópicos casi al mismo ni-vel y dos veces por año el sol volver a su cenit.

Este apóstol, al que une con nuestro Flamma-rion una amistad de cerca de treinta años, me su-ogirió, sin que él se diera cuenta, buen número dereflexiones con sus teorías filosóficas, teorías qW}ya hoy no levantan tempestades ni encienden ho-gueras en esta tierra antes tan inflamada de ru-do fanatismo. Está este sabio en el otro polo delpensamiento humano. La serenidad rebelde de su"Dios no es necesario", el gesto abandonado de lamano con el que parecía borrar del intervalo cós-mico todos esos sueños anticuados de la humani-dad balbuciente y confiada; el tono indiferente conel que proyectaba la luz, su luz no creada, la su··ya, sobre el crepúsculo de los dioses que se des-vanecía ante su esplendor, todo, en resumen, en sutranquila y terrible audacia, involuntariamente meinquietaba, me hacía casi dirigir la vista a susmuñecas. Pero éstas no estaban esposadas; susdedos, en lugar de teas, sostenían un cigarro; susojos brillaban, pero al descubierto, y el sambenitono le caía hasta los hombros cual un gorro de dor-mir monstruoso y grotesco. Ningún olor a pez y aazufre impregnaba el elegante salón en que esehombre amable se dignó recibirme. Decididamen-te, pensé, no sólo da vueltas el mundo sino queanda.

Y, sin embargo, ¿ no resulta doloroso, agobia-dor, en el momento en que el ambiente y otros milindefinibles efluvios os inclinan de nuevo haciaesos mitos consoladores, el encontrar bruscamen,·te ese frío vendaval, el volver a ver abiertos losabismos de la incertidumbre, el encontrarse denuevo, cara a cara, con la repulsión helada, verti-ginosa de la nada?

Felizmente para tranquilidad de las almas, losproblemas que ello sugiere no obsesionarán en mu-cho tiempo las conciencias bogotanas tan piadosa-mente entregadas al Dios del Evangelio. Sus tres

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virtudes teologales no llevan consigo ni vacilacio-nes ni puntos de interrogación. Hasta en el casode que los liberales vuelvan al poder, el filo delhacha de sus leyes se embotará contra el árbol se-cular enrojecido por la sangre de Cristo. Durantemuchos años, durante muchos lustros aún, puede

. asegurarse, la única religión en la que las muje-res han impreso su huella, continuará prosternán-dolas como oráculo intacto bajado de la montaña,no sólo ante las imágenes herméticas e inaccesi-bles del dogma sino también, y tal vez sobre todo,ante las innumerables reproducciones tangibles,idolátricas, de un naturalismo tranquilo y de uncandor tan impresionante; les hará amar, adorarlas imágenes revestidas de la Virgen y de Cristoque en secreto son nuestra más íntima reproduc-ción -el primero porque se ha heeho hombre co-mo nosotros-; continuará haciendo balbucir enplena Catedral a la~ niñas de la doctrina -desdeluego, sin la menor malicia por ambas partes-oE'xplicaciones sobre el nacimiento del Salvador, ca-paces de ruborizar a un escuadrón de húsares ...

Una vez que se ha conocido Bogotá, o poco me-nos, hay que hacer una excursión por la Sabana,y una vez ésta recorrida se deben visitar las cu-riosidades naturales de los alrededores, las minasde sal de Zipaquirá, el puente de Pandi y el Saltode Tequendama.

Primero la Sabana. Esta regia llanura, suspen-dida, por decirlo así, en el aire, cuyo lindero orien-tal ocupa Bogotá, toma su nombre de la Sabana,cuyo aspecto tiene, en efecto: perfectamente lisa,llana como lo fuera el fertilizante lago terciarioque la formó. Dos líneas férreas, de unos cuaren-ta kilómetros cada una, permiten llegar rápida-mente a dos de sus extremos, en Zipaquirá y enFacatativá.

Los indios cuentan que en tiempo de los amo-res del semidiós Bochica con la diosa Witaca, éstaun día se deipertó celosa: ¿a qué rival, "la gran

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Luz de la Tierra", ese genio blanco y barbado queVIllOde oriente para enseñar a los muiscas lasciencias y las artes, había dado la preferencia?Nadle sabe, como es natural, cuáles fueran losarrebatos de Juno y las calaveradas de Júpiter,pero de paso adviértase el paralelismo de esta le-yenda con los antiguos cuentos dorados de la Hé-Jade. Alternativamente la bella WItaca se consu-mía de despecho o renacía a la esperanza; final.-mente, el primero pudo más. Sin poder alguno so-bre su esposo, hizo, por un sentimiento de vengan-za muy femenino, perecer de una vez por un de.s-bordamiento formidable del Funza a todos los hi-jos de aquél, a los hombres. Vinieron entonces lostiempos del Gran Lago, en los que el viento lleva··ba de Suesca a Soacha las olas malditas y furiosas.El amo del mundo, avergonzado, sin duda. por tanlarga debilidad, y al fin encolerizado, expulsó aaquella abominable mujer, derribó de un puntapiéla barrera de los Andes y abrió el Salto de Te-quendama, convirtiendo el mar de lágrimas de an-taño en el mar de cosechas de hoy.

En efecto, esta Sabana es la que permite la exis-tencia de Bogotá, es la que la nutre y la que lahace vivir, y viceversa, la razón de ser y la rique-za de esa llanura está en ia carestía extrema delos víveres en la capital colombiana. Un ferrocarrila la costa la arruinaría. Constituye una zona apar-te de cultivos europeos desterrada en esa mesetade la cordillera, entre las estepas cálidas que larodean. Talvez podría establecerse el simil 'conuna copa en cuyo fondo hubiera quedado olvidadauna perla.

De esta suerte, Bogotá se presenta como unaciudad única que vive una vida especial y reti-rada del mundo, que lleva consigo en ese nido denubes sus recursos, su civilización, su genio y sussueños. Se diría que un trasgo de la montaña laofrece en una mano, como una ciudad votiva, al

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dios de los espacios. Delante de sí Bogotá puedeprolongar sus espejismos sobre la gran superfi-cie del desierto a la que el alba y el crepúsculovespertino dan, con la escala de sus tintes, ilusio-nes de reflejos varios. Detrás de ella la vista tro-pieza con la altitud sombría en la que el mundoconocido termina a tal punto que se la podría creeradosada a un acantilado y cara al mar.

Más lejos, sin duda, mucho más allá de esa ba-rrera y hacia abajo, se abre el umbral de un mun-do completamente distinto; es en el despertar desu regia naturaleza, es en la exuberancia que vuel-ve a encontrar el sol, donde empiezan los llanos,inmensas praderas pobladas de rebaños, verdade-ro océano de verdura que corre en declive único,suave e ininterrumpido, casi infinito, hasta el del-ta del Amazonas, hasta las playas del Atlántico.Pero para el que haya nacido aquí, para el quenunca haya salido de aquí, nada hay en esta cla-ridad apagada de la luz, en los fabulosos recortesde las cumbres, de los montes y de las nubes, enesa tristeza pesada propia de los dilatados horizon-tes llanos, nada' hay, repito, que le permita supo-ner que a algunas leguas, que a poco de trasponerlos bordes de la copa en cuyo fondo estamos, latierra se torna generosa, que el ecuador, recobrán-dose, hace germinar la juventud y brotar la saviaeterna.

Por eso he aceptado, con verdadera alegría, lahospitalidad que me brinda un amigo en su verdecafetal de Ustama, que a una jornada de caminose extiende sobre las muelles lomas de las tierrastempladas, amenizándose el regreso con una des-viación hacia el Salto de Tequendama.

Un día feo, indeciso, verdadera aurora de losfamélicos, fue el que amaneció el día de nuestramarcha, pero era el que se necesitaba para tenerde la Sabana toda la impresión exacta de su as-pect~ sob!'ecogedor, de grandeza lúgubre, de de-solaCIón sm detalle y sin acento. Esa soledad gris,

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en la que no se ve un árbol y casi ningún hombre,en la que sólo algunas casitas de aspecto deplora-oble se alzan a enormes distancias las unas de lasotras, en cuya superficie cenicienta aquí, verdeajado allí, se alinean hasta el infinito los muroscolor de tierra que marcan las divisiones de loscampos, pero que, con todo, desconcierta, sin em-bargo, la reflexión, pues no obstante su aspectoárido y mísero, su valor es enorme, su hierba ho-llada nutre las reses más finas de Colombia y lapatata, que sigue siendo la más suculenta delmundo, produjo los primeros tubérculos entre susterrones grises. . ,

Con la hacienda que se abriga en el valle sinsalida del Vínculo empiezan súbitamente los bor-des de la copa, con esas montañas ásperas, tris-tes, peladas, que desde Bogotá no parecían ha.berse aproximarlo. Otra vuelta áspera en la que,por minutos, la naturaleza se hace más avara, másfría, y viene en seguida un verdadero caos en elque se multiplican las alturas sombrías, las lomasbordeadas en los barrancos por los últimos arboli·llos raquíticos que tienen en sus ramas largosmusgos lanudos, deshilachados, parecidos a las ca·belleras verdosas de las ninfas germanas de lasagüas; un cielo fúnebre sobre el que sopla conti.nuamente .el viento otoñal que arrastra las nubesblancas por el suelo y que no se sabe de dónde vie-ne con sus rugidos de alud. Hace frío y humedad.Por encima de cada matorral se forma un peque-ño copo de algodón que después sube hasta el te-cho uniforme de nimbos en el que se pierde la mu-ralla de las cimas. Algunos saltamontes intentantodavía batir los élitros. pero tan débilmente queapenas producen un ruido metálico parecido al deuna armónica que estuviese rajada. Y cada unade las escarpaduras, cada una de las nuevas estri-baciones que se van descubriendo a medida que séalcanza el supuesto horizonte, evocan, ya por suintenso y especial desamparo andino, la cadena ti-

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tánica a la que se sueldan, la cordillera donde duer-me en el aire helado el coloso, el diente nevado deese Suma paz cuyo nombre expresa, conciso, el sU!~-ño eterno y la eterna impasibilidad. Luégo, brus-camente el desvarío se apodera de uno y bajo suinflujo la garganta por la que transito se aseme-ja a un sendero para niños, rememora a actoresde alguna formidable escena, en tanto que con lamirada se busca, instintivamente hacia el este, elotro paso terrible que conduce a través del propioSuma paz a los llanos, por el valle de la Humadea,sendero por el qU,e,en 1538, llegaron a las tierrasaltas de Cundinamarca los conquistadores de Fre-dermann y que, desde entonces, no ha habido jine-tes que osasen pasar por él.

Pero el momento inefable, la recompensa detantos zigs-zags, de tantas subidas en espiral, lle-ga cuando, en la cúspide, de repente, las barrerasse apartan, los obstáculos se desvanecen, las leja-nías se aclaran y por una garganta abrupta, en-treabierta bajo los pies, se percibe a mil metros,en el fondo de la llanura, la maravillosa perspec-tiva de Fusagasugá, que se extiende radiante ba-jo el sol de las zonas templadas. Semejante cam-bio sobrevenido en tan pocos instantes resulta pro-digioso:· se inclina uno fuera de la silla hacia lasinuosidad abierta en que sonríe verde y hermosala tierra de Canaán. y cuando, al cabo de mediahora, después de bajar más que de prisa esa esca-lera de caracol, llega uno a su nivel, entre bosque-cillos de árboles, en medio de una vegetación quea cada paso se revela más poderosa, que se en·rosca más abundante, que tiende sus bejucos des-de las ramas hasta el suelo cual cuerdas de lira,que levanta los áloes azules sobre su estipe de ho-jarasca como si fueran palmeras, que abre la som-brilla de los helechos de cuyas hojas en los extre-mos se curva un báculo, que inclina en la sombrapesada y venenosa de su espesura la mórbida cam-panilla del estramonio, j qué sensación de descan-

REOUJ:RDOSDE LA NUJ:VA GRANADA IU

so se experimenta, qué placer se siente al volvera sumergirse, como en una onda fugaz, en el chi-rrido de las cigarras! En este país dos horas desubida le llevan a uno a Europa, y dos de bajadale sumen en plena temperatura sahárica; entreambas se está en Niza o en Argelia.

y ahora, después de saludar al dueño de la ca-sa y de comer a la luz de las velas ante las tinie-blas de valles desconocidos, de espaldas a las pa-redes blancas de una rústica vivienda que se ex-traña de vernos, nuestras mecedoras se columpianal ritmo de nuestros sueños. iQué extraña volup-tuosidad la del silencio, fumando, cuando al rasde los prados centellean los zigs-zags luminososde las luciérnagas y los cocuyos pasan por la es-quina de la casa irradiando como faros sus do:'!cuencas de fósforo! En el firmamento titilan Ar-go, Escorpión y la Osa Menor. En una mirada seabarcan la Vía Láctea, el Camino de Santiago, co-mo la llamaban nuestros antepasados, Orión y to-do un conjunto de estrellas, mientras que, bajo lasmasas sombrías de los bosques próximos, alient~el sueño universal.

y la mágica noche, la noche mil y dos, como enel cuento indio,adormece, envuelve todavía almundo con sus alas sin vello. iLlena de nuestrasañoranzas, ebria de nuestros estremecimientos lanoche olvidadiza ama y suspira!

La del alba sería cuando empujé las contraven-tanas de mi cuarto, j oh sonrisa, oh alegría lumi-nosa!, y saliendo a la galería, sorprendido, enlo-quecido aun por todo lo que anoche se vislumbra-ba en las profundidades de las tinieblas, una vezmás me pregunté: ¿ por qué este afán de inter-pretar? ¿ Para qué repetirse? ¿ Qué cabría añadira la descripción de esas auroras invariablementemelodiosas, a no ser los matices propios del esta-do anímico del espectador? Y, además, ¿ será cier-to que las notas de viaje se hacen más interesan-tes cuando se añaden muchos yo a las perspecti-

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vas que ofrece la naturaleza? En fin, durante va-rios momentos permanecí en el corredor, sin pen-sar, con las manos apoyadas en la balaustradamientras salía, insensiblemente, de su entumeci-miento, el gran contrafuerte de los Andes, que pr0-cisamente en frente cierra el horizonte y va pro-gresivamente perdiendo elevación a medida que sealeja hacia nuestra izquierda. Una franja de luzbaña sus flancos que todavía, cubiertos de vapo-res, ofrecen un aspecto un tanto fantástico. Esaluz le desengrandece, le saca de las tinieblas enque nosotros permanecemos todavía sumidos. Elefecto que produce se podría comparar con el deuna escena sublime contemplada desde la penum-bra del patio de butacas. Se precipita oblicuamen-te hacia los declives perdidos en los que los recor·tes de la gran cadena de montañas se apoyan con-tra el cielo y las dos colinas que nos encierran porlos lados forman dos salientes de sombra sobre sutorrente luminoso.

Neutralizando el alejamiento todas las proximi-dades de las cimas están cubiertas de árboles qUf;presentan ese matiz oscuro y severo de los bos-ques nórdicos, mientras que los declives más sua-ves que conducen a la llanura invisible, revistenel color verde tierno de los prados. Las diferentestonalidades de ese verde indican la variedad depastos; en las líneas blancas que serpentean seadivinan los caminos y los árboles aislados le sal-pican de manchas azules que se concentran y sealínean a lo largo de los arroyos.

Finalmente, aquí y allá, a distancias que no sepueden evaluar, se advierten una o dos haciendas,manchas de yeso diseminadas, perdidas en la for-midable vertiente. Horizonte lleno de una paz ben-dita. j No hastía, no, la inmóvil serenidad de lasmontañas! Hasta difunde suaves consejos y opor-tunos saberes: vivir en paz, disfrutar sin ambi-CIón, amar sin reservas mentales! j Utilizar eltiempo, que no cuesta nada, en saborear, y no en

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devorar la existencia! Se siente uno inclinado alascetismo indostánico ante este panorama ilumi-nado por una. poesía tan sencilla y tan profunda.El mundo podría terminarse aquí; para qué más,basta con Tibur que, mirando al valle, al fondoazul de las simas, levanta en el éter pálido sus te-jados de madera. j Feliz aquél que teniendo sus .•sueños por riqueza, a la vista de los campos culti-vados por los suyos, sabe contentarse con lo quetiene!

Pero ya vibra el despertar del trabajo con el rui-do del paso lento de los bueyes que marchan un-cidos, con la voz del mayordomo que, al pie de lagalería, pasa lista a los aparceros. Es una anima-ción imprecisa de sombreros puntiagudos que vany vienen, que oscilan sin precipitación.

A dos pasos de la casa está la planta para el ca-fé. Ofrece ésta el aspecto rústico de una masiaprovenzal, con las puertas y las ventanas abiertas,con el secadero en el desván, con la rueda de ladespulpadora, que gime sordamente, en el bajo,con los trabajadores en la galería alta ocupadossin cesar en limpiar y en sacar el grano menudo yseco del café.

Acabo de presenciar la recepción que los peone~hacen al dueño; les vi satisfechos, con las manostorpes en el reborde del ala del sombrero, ofreceral amo, ausente desde hacía año y medio, su mo-desto regalo humildemente obsequiado, una galli-na, unos huevos bien envueltos, todo acompañadode emocionadas bendiciones, para mi amo. Vi, ¿ mecreerán?, a las viejas, a las abuelas, juntar arro-dillándose, sus pobres manos agrietadas, extendi-das hacia él, que es el intermediario entre el cie-lo y los desheredados de este mundo; y vi tambiénal hacendado volver la vista ante el temor de ce-der a una imperceptible emoción -como para re-comendar al cielo a toda esta pobre gente, tanamorosa, tan sumisa, tan fiUal (hasta 8 los viejos!e les dice mi hijo, mi hijita)-.

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Sí, he visto eso. .. ¿qué dirían de esta tenebro-sa barbarie y de este oscurantismo los emancipa-dores del viejo mundo?

Bárbaro yo también, lo confieso, me indino an-te la evocación emocionante de los tiempos patriar-cales, quiero con afecto de hermano a estos in-dios apacibles, a estos tímidos peones. De susabuelos de la conquista no han conservado másque la dulzura innata transmitida con la sangre,empobrecida por la sangría terrible con que, al fi-lo del hierro español, regaron esta tierra fértil delos Andes. Las cifras suministradas por los mis-mos conquistadores causan espanto. Los autócto-nos de raza pura, que Acusta estima al principiode la oonquista en ocho millones, no pasan hoyen día de doscientos mil diseminados en pequeñosgrupos por los jarales más sombríos de la repú-blica. Ya me he referido al testimonio del propioQuesada. Habría materia para un volumen con losdatos diseminados de esas brillantes atrocidades.Si los españoles pudieron haberse creído autoriza-dos para usar de represalias para con las tribusdel litoral, que, por otra parte, no hacían más quedefender la gleba heredada, j qué excusa se atre-verían a invocar para justificar la locura de ex-terminio que ejercieron sobre la población de lasmesetas, tan suave, tan acomodaticia, tan dúctil,en una pálabra, que no pedía más que sacerdotesque la enseñasen a creer y que no deseaba más queconservar la vida a cambio de sus tesoros! Y, sinembargo, con una crueldad fría, implacable, taninsensata como sistemática, podría decirse que elexterminio fue proseguido por todos los medios ya pesar de los esfuerzos desesperados del padreLas Casas y de algunos otros: combates, tormen-tos, fusilamientos, trabajos excesivos, trabajos enlas minas, deportación a las Antillas, donde losdesgraciados indios eran vendidos como esclavos-más afortunados éstos que aquellos otros infe-lices que eran seguidos al rastro por perros es-

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pecialmente adistradosen la caza de hombres-oy cuando, después de 'trarios años de semejante

régimen, se dieron cuenta de que se estaban exce-diendo en la finalidad que se proponían, cuandose percataron de que regiones antes llenas de vi-da se transformaban en desiertos, los conquista-dores se alarmaron. no por un sentimentalismopueril sino por el porvenir de su propia explota-ción. Era, pues, necesario, repoblar, si no se que-ría perder, no ya el fruto de tantos trabajos, sinohasta la esperanza de hacer fortuna con el tiem-po. Entonces fue cuando se decidieron a importarnegros de la costa de Guinea. Su introducción fuedebida a Jerónimo Lebrón, el mismo que -parén-tesis gracioso entre tantos horrores- en 1540 ha-bía servido de g-uía desde Santa Marta hasta Cun-dinamarca por la embocadura del río César y delMagdalena a la primera expedición de mujeresespañolas que vinieron a residir en Nueva Grana-da. Es de sentir como una ingratitud que la his·toria no nos haya transmitido el nombre de estasamazonas ...

Hay, en fin, que tener por cierto, que hasta1729, época en la que Felipe V tuvo que prohibirel trabajo forzado de los indios en las minas, esadespoblación espantosa, no sólo en Nueva Grana-da sino en toda la América española medjante lossuplicios, el trabajo sin tregua, las balas, los au-tos de fe, la indiferencia de los gobiernos localesante las epidemias, esa devastación de poblacio-nes inofensivas como ningún invasor encontrarajamás, excedió en espanto tenebroso a los críme-nes más inexpiables de la historia.

Se comprende que semejante trato haya conse-guido la finalidad que perseguía y que hiciese ol-vidar a los actuales descendientes de aquellos in-dios los dioses, las tradiciones, la lengua y hastael recuerdo de sus desgraciados antepasados. Noson hoy los indios más que labriegos de América,salvo aquellos que e;x:ento~de todo cruce como los

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motilones, los orejones y los guajiros, irreduci-bles en 10 más espeso de sus selvas, han declaradouna guerra implacable, eterna, a los blancos y aBUS seducciones. Los otros, los que tengo a la vis-ta; sumamente mestizados, usan los trajes que lacivilización irónica les impuso, se llaman GuUi-rrez, Espinosa, Vargas, lo mismo que los hijos ylos bastardos de los conquistadores y les excedenen religiosidad y hasta en superstición. Su tipo,aunque modificado por los cruces, se puede encon-trar aun casi puro J' siempre característico; cuer-po fuerte, cabellos lisos y negros, tez blanca enlas mesetas y más oscura a medida que se descien·de, y presenta, finalmente, la complexión macizay sólida, los ojos alargados y los pómulos salien-tes, que son indicios del parentesco asiático de quehablé anteriormente y que tantos otros viajeroshan señalado también en diferentes ocasiones.

Sus hijas con frecuencia son bonitas, cuando alsonreír no se tapan la cara sus miradas están He-nas de gracia ingenua; flores silvestres dE'los An-des que no estarían desprovistas de atractivo sinel abandono físico que, podría decirse, constituyela característica de toda su raza.

Felizmente la simpatía indu'gente no se dejainfluir por esos detaLes y, tanto unos como otros,la inspiran por esa especie de expresión misterio-sa, inconsciente y adolorida que cubre, por lo ge-neral, sus facciones, y por el velo que empaña susonrisa. Esos cantos monótonos que, por lo demás,rara vez animan sus labios, j qué expresión dequeja tienen en el fondo; su eterna lamentación,aunque renovada en mil formas y en los metrosmás variados, es una e inextinguible! ¿ Sienten suasimilación? ¿ Añoran talvez inconscientemente, através de la oscuridad de ias leyendas, su libertadperdida, los siglos que se desvanecieron en los quelas marcas de su imperio se ref1eíaban en lasa~uas del río Suárez, en los que Zipaquirá era e~Versalles dorado de los soberanos muiscas? Has~

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ta los niños cuya gravedad precoz, cuya seriedadimperturoab.e a!llge, porque en esa eC1addeberíanjugar, pelearse ...

Esas más bien que reflexiones, sensaciones, meobseslOnaban C1urante los paseos que daba, por logeneral, acompañado, a través de la vasta exten-SIón de la haCienda, a caballo sobre mulas excelen-tes que pasan por todas partes barriendo las hier-bas con sus colas. MIentras nuestras siluetasecuestres desfilaban a lo largo del fondo de COlOrverde manzana de las gigantescas cañas, de losanchos hIerros de Janza de los bananeros, el ma-yordomo, que marchaba a la cabeza, se vuelve acada paso para indicar las labores que necesitay los beneficios que deja cada cultivo. Explica, ex-tiende el brazo hacia la derecha y señala las pra-deras situadas en segundo plano, los potreros to-davía cubiertos por la neblina de la mañana; obien, de este lado, por aquí, hacia esas colinas, ysu gesto se pierde en la extensión de los arrozales,cuyas matas crecen espesas al amparo de las ver-tientes. Se pasa a lo largo del follaje umbelíferade la yuca, de los campos de cebollas con sus ta-llos cortos, de trecho en trecho se advierten pas-tos o un cercado donde están los caballos en liber··tad, que se aproximan, relinchando, al vernos pa-sar a lo largo de las vallas. Vienen luégo los bar-bechos en los que la tierra abandonada a sí mismase embriaga en un alarde de vegetación loca, quetiene extravagancias de matorral.

El perímetro irregular del cafetal avanza susángulos caprichosos, sus salientes irregulares, ysobre la ondulación verde-gris de los cafetos, qUese elevan a la altura de un hombre y que con susramas inclinadas y sus racimos de cerezas os azo-tan al pasar, la cara, los guamos que les protegende los ardores demasiado fuertes del sol redon.dean sus copas negras y arrepolladas. Entre tanto,diseminadas, sin orden, por el terreno, rocas de-tríticas y areniscas, grises, sobresalen del suelo

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como grandes campanas roídas por los líquenes, yal rozarlas nuestros estribos de cobre producen unruido de caldero.

Más arriba está la zona de desmonte, la glebadel mañana, en la que la tierra vegetal, si se es~'carba, se advierte negra y profunda bajo los re-siduos de las talas, bajo los montones de cenizay en los amplios espacios calcinados por las que-mas. En el linderQ de las tierras cultivadas la sel-va virgen se alza sombría, rencorosa, amenazado-ra, y detiene la invasión de sus troncos blancuz-cos, de sus grandes arcanos de tinieblas, cual ca-ballo domado que se planta. En esa región impre-cisa las cuadrillas de peones van y vienen; sus ca-sas son los ranchos de tapia pisada que si se bus-can con cuidado acaban por descubrirse ocultos enla espesura. Todos al paso del hacendado, salen desus chozas o de sus viviendas ahumadas y se alí-nean, descubiertos, al borde del camino. Cada unode ellos, al ser preguntado, informa acerca de lahermosa caña de azúcar, del café frondoso que haplantado y hasta los que han cometido alguna fal-ta de poca importancia se presentan con los ojosbajos para recibir la reprimenda correspondiente.

En las tres mil hectáreas que integran e~ta fin-ca hay un sitio que me agrada especialmente. Esuna pequeña meseta, pelada como la palma de Jamano, que se alza en el centro de un paisaje monotañoso, único. Es la Tabla de Usatama. Mi caballose detiene casi de por sí sobre ese espolón pedre-goso y desolado que se alza abrupto y muy altosobre la magnificencia de la llanura incendiad3por el sol, que contemplan lejanas y meditabun-das las recortaduras del horizonte. A mi alrede-dor silba y se estremece bajo las alas de mi som-brero, en las crines de mi cabalgadura, la quejaincesante de la brisa que se lleva la simiente ved!·josa de las flores que se dan en lo alto. Allá, en'frente, en la otra vertiente del inmenso valle, hayun detalle exquisito, uno solo: esa choza minús~

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cula que deja ~scapar con increíble lentitud un hi-lillO de humo, exagerando así más todavía el re-troceso del panorama. iCuántas horas inolvidableshe pasado ahí, inmóvil, mirando las oscilacionesdel penachito gris, escuchando el estruendo inde-finible del abismo!

A este encanto se mezclaban las potentes evo-(luciones que emanan siempre de un sitio histÓrI-co, guardián éste de uno de los más curiosos re-cuerdos y de algunos nombres del antiguo impe-rio indio. Fue sobre esta misma roca, sobre lamisma Tabla de Usatama, que el muisca Saguan-machica a la cabeza de 30.000 hombres vino, po-co antes de la conquista, a combatir a los sutagaosy a morir 2,1 someterlos.

Allá, hacia el oeste, detrás de ese gran ramal decordilleras, los terribles panches habitaban las re-gionea que son hoy la· Mesa y Tocaima. Y sobretoda la melancolía que ha subsistido como un ec')de los siglos pasados y de los nombres que fue-ron, el viento sopla, sopla continuamente y mur-mura, como en los tiempos en que las cañas ha-blaban: esas fueron las marcas del reino de 108zipas de Cundinamarca ...

No había olvidado mi excursión al Tequenda-ma, y después de pasar unos días ,en el acogedorQuitapesares de la Aguadita, volví a montar acaballo. El camino pasa de nuevo por la Sabanapara enfilar después la brecha abierta por el ríoBogotá, del que la famosa catarata constituye elúltimo salto. Tuve la suerte de descender a la pues-ta del sol con un tiempo excepcionalmente claro,por las vertientes interiores de la copa. ¡Qué ad·mirable perspectiva ofrecía la llanura contempla-da desde ese ángulo de luz sobrenatural!

Se abría el llano entre las largas pendientesazules ya ensombrecidas por el rápido crepúsculo.Un halo de nubes vedijosas, pero inmóviles, porencima de mi cabeza, ponía de relieve, como enuna aureola, el gran incendio, deslumbrante de oro,

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impregnado de bíblica serenidad, que iluminaba unpaIsaje inmenso, mudo y muerto. Espec~áculo úni-co en un anfIteatro vacío. Toda la i:)abana, tersacomo un lago, alUmbrada por los rayos leonadosdel sol pomente que cortaban algunos islotes ro-jizos -extraños montículos- ofrecía mil maticesen su superficie, rayas violeta, verdes, ocres, quese prolongaban en el juego de sus colores y de susalteraciones, y cien variedades de destellos, de re-flejos sucesivos con transparencia de agua ...

Es el lago de antaño que recobra su magia, quase hace la ilusión de que vuelve, de que extiendeotra vez su abigarramiento en la postrer hora deldía. Un saliente huesudo, muy esfumado, cae so-bre él, verticalmente, como sobre una bandeja decristal. Y luégo allá, en el fondo, en la bruma co-lor violeta pálido, se perfilan todavía otras nebu-losidades, otros sueños de montañas... Momen-tos después la noche caía en grandes manchas desombra y lo que entonces adquiría un aspecto ver-daderamente fantástico, extraordinario, eran lostúmulos calvos, diseminados, por encima de losque velada persistía una daridad. Luégo, todos ala vez, se hundían en la desolación de una tiermdesnuda, en ese estupor aumentado y trágico queme complazco en creer que cubre las llanuras deNínive ...

Al día siguiente, después de haber pasado la no-che tenebrosa y húmeda en la posada de Tierran8-gra, alcancé, diez kilómetros más allá, el río Bo-gotá, confinado por otros linderos de colinas. Aquí,en efecto, es donde empieza la grieta de los gi-gantes que abrió sinuosa el torrente de las aguas.La vista contempla con curiosidad los poderosos yaltivos basamentos de rocas tapizadas de plantassaxátiles, de matas agrestes que crecen en sus tu-mescencias amenazadoras o en los entrantes desus formidables torreones naturales. De esos acan·tilados se desprendieron en otras épocas enOrmf'8bloques de piedra y el raudal que pasa alrededor

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y por encima de ellos con una violencia loca, re-cuerda el curso del Viége en los trechos más acci-dentados de su valle.

Una vez más queda el espíritu suspenso al con-siderar las proporciones colosales de esta obra enrelación con la insignificancia de su agente; cla-ro está que las fuerzas de la naturaleza no son aho-ra las mismas que en las épocas exuberantes delmundo, ¡pero aun así! Y luégo, de repente, sur-ge en la mente la noción del tiempo que se ha ne-cesitado para llevar a cabo este trabajo de pig-meo o de titán, como se quiera, y se experimentafísicamente la conciencia positiva de semejantl~entidad: mil años ...

Antes de llegar a la sima, antes del drama, hayalgunos intermedios sabiamente dispuestos por lanaturaleza, un alto en la carrera desenfrenada ha-cia el abismo, bonitos lagos verdes, imponentesrincones rocosos o paisajes meramente agradables,que estimulan la curiosidad, que aumentan la an-gustia.

Y, por fin, bruscamente, se despliega ante la.vista un horizonte singular: a ras del suelo, que 'falta materialmente baio los pies, se abre un abis-mo azulado, circo pelásgico de rocas cuyo fondono se verá más que cuando se está encima. domi-nado en todas direcciones por el conjunto habitualde cimas coronadas de vapores, menos por un cla-ro hacia el oeste. Pero ya se presiente el abismo;los bordes del espantoso embudo están marcadospor los vapores que despide. Sobre esos alrededo-res prodigiosos gravita una especie de inquietud;espera subjetiva que, sin auerer, se exteriorizacomo la sensación más general emanada de las co-sas mismas. de todo lo aue hay de agobiador enesos cataclismos de la naturaleza. De un borde alotro, entre los árboles, se extienden haces de nu-bes oue la respiración de la catarata mnntienecontinUl'lmente amontonados sobre eIJa. Sin em-bargo, si se escucha para tratar de percibir la. Ha-

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mada de esa "fosa de truenos", como diría Rugo,sorprende la poca intensidad del ruido, que sólose oye cuando se haya uno apeado del caballo yuna vez llegado a una especie de reborde despro-visto de vegetación que está como colgado de unpeñasco de aspecto extraño, especie de balconcitoque forma almena sobre el· abismo; sólo entonceses cuando, desde él, todo su espléndido horror ysu alucinación se suben de repente a la cabeza. Eneste momento es cuando los estruendos, los vapo-res, los chóques de voces furiosas, que desciendena lo largo de las paredes sonoras, se repercuten,se arremolinan, se enlazan en la caída y entonceses cuando se cumple, en una palabra, todo lo quelas descripciones nos prometieron.

Cincuenta y ocho metros tiene esa cascada, pe-ro desde donde me encuentro es punto menos queimposible darse cuenta de ello. En primer lugar,el fondo está totalmente velado por una neblinablanca que se enrolla sobre sí misma, pero, ade-más, se está' totalmente absorbido por la trombaalucinante de agua que huye bajo los pies, por lacaída ensordecedora de esa masa aun compactaaquí, cerca de mí, en el momento en que se preci-pita desde el borde de la roca para caer inmedia-tamente sobre una segunda cornisa, sobre un es-calón intermedio situado a cinco o seis metros másabajo y para desde allí rebotar pulverizada, im-palpable, en el infinito, como jirones de brumas.

Hasta es prudente retirarse un poco, pues lamirada está por demás atraída, demasiado sutili-zada por esa caída_continua que no termina nun-ca, que sin cesar arrastrada se ve obligada a as-cender constantemente, a crisparse en la loca es-puma inconsistente con la desesperación instinti-va del náufrago. Y el oído también experimentasu parte de vértigo y de hipnotismo con ese des-encadenamifnto de los ecos, con esos rugidos, conesas ráfagas de espanto, con esos ruidos que sue-nan como bofetadas contra las murallas cic16peas,

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que pareciendo de minuto en minuto elevarse, mul-tiplicarse, hacen vacilar, desvanecer a la imagi-nación. Hasta las percepciones pierden algo de suverticalidad, de su firmeza; no se necesita hacergran esfuerzo de imaginación para evocar las vo-ces del cuadro de Maignan, la espiral giratoria delos elfos, y verlos con las manos aplicadas contrasus bocas, inclinados sobre ese huracán ...

Pero si se prefiere abarcar el espectáculo enconjunto, en vez de aspirar desde cerca su vaporembriagador, es hacia la izquierda donde hay quecolocarse en una especie de mirador situado entrelos árboles, desde donde se ve, a la vez, no sólo laaltura total de la catarata, sino el nervio de lasestratificaciones que forman esa hendedura POi"-tentosa, ese pozo monstruoso perforado por untrabajo que durante treinta mil años no se ha in-terrumpido un solo instante. Convexa, la combase abre hacia la izquierda, o mejor dicho, se en-treabre sobre una garganta de profundidad increí-ble, verdadero desgarrón que disminuye a medidaque se desciende, encajonado entre dos acantila-dos de seiscientos pies de altura, y es en el huecode ese barranco de color verde, de lo :más esme-raldino que cabe, que lo que queda todavía licua-do del Tequendama, lo que no ha subido a las nu-bes o no ha ido a humedE:cer las selvas de los alre-dedores, se reconstituye y sigue corriendo por sucauce, pero ahora ya imperceptible, ridículo en sureducción, desfigurado.

El sol :reaparece. Un arco iris húmedo se mues-tra sonriente por encima de la hendedura. La caí-da del agua se hace más inmaterial, más etérea,parece una superposición de doradas gasas alum-bradas por debajo y atraídas rápidamente hacia loprofundo. Las brumas suspenqidas se platean, losabruptos escalones de las colinas azules se ilumi-nan y las sonoridad es de la mañana cantan porencima de los bosques; toda la poesía de la auro-ra rodea el despertar del Niágara colombiano.

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Al volver al sitio donde dejé el caballo mis ojosse fijaron en una tarjeta abandonada al pie deuna roca. La lluvia había medio borrado unas lí.:.neas escritas con lápiz, pero pude, no obstante,leer estas palabras, trazadas por una mano de mu-jer: "jDios omnipotente, dadme licencia de volvera ver esta maravilla del mundo!"

y ya camino de la capital, volviéndome una vezmás hacia el cuadro de sol y de vértigo, hacia elclamor abismal del Tequendama, procuré, por lomenos, grabar para siempre en mi recuerdo la úl-tima visión de esa maravilla del mundo.