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154 Carlos Pérez Soto - Marxismo y movimiento popular en Chile III. Sobre la mercantilización de la Medicina 1. No son enfermedades 42 Se puede llamar medicalización a la extensión metafórica de la mirada médica a situaciones ajenas a su campo, y al tratamiento médico de alteraciones que no tienen ni origen ni carácter médico. Es lo que ocurre, en el primer caso, con metáforas como “cáncer social” o “enfermedades del alma”. Y es lo que ocurre, en el segundo caso, en muchas de las situaciones que expondré en este texto. El British Journal of Medicine (BJM) ha propuesto el nombre de no enfermedades (non-disease) para cuadros de alteración que tendrían mejor pronóstico si no fuesen tratados como tales. 43 En su listado, elaborado sobre la base de consultas a todo tipo de profesionales médicos, y renovado cada cierto tiempo, enumera, entre muchos otros, la desnutrición, la borrachera, el “codo de tenista”, el parto, la vejez, la soledad. Poderosos intereses comerciales, gigantescas compañías farmacéuticas y con- sorcios hospitalarios, han convertido a la medicalización, paradójicamente, en un problema de salud pública. Millones de personas han llegado a sufrir toda clase de efectos secundarios derivados del consumo de fármacos e intervenciones médicas que les son administradas con un fundamento científico extremadamente débil, sólo por la rentabilidad que reportan para sus promotores. El extremo de esta tendencia es el tráfico de enfermedades (disease mongering), en que se realizan enormes y metódicas campañas para llevar un cuadro sanitario al rango de en- fermedad, influir sobre los médicos que podrían tratarlos, atemorizar al público sobre sus efectos… y ofrecer los fármacos correspondientes a buen precio. Una práctica tan extendida que ya se ha convertido en tema de debate y crítica a nivel mundial. 44 42 Este texto fue escrito para los estudiantes de Terapia Ocupacional de la Universidad Nacional Andrés Bello en Marzo de 2013. 43 Ver Richard Smith, In search of “non-disease”, BJM, Vol. 324, 13 abril 2002, pág. 883- 85. El concepto ene su origen en el arculo clásico de C.K. Meador, The art and science of nondisease, en el New England Jorunal of Medicine, Vol. 272, 1965, pág. 92-95. 44 Ver el problema general en, Ray Moynihan y David Henry, The fight against Disease Mongering: generang knowledge for acon, en PLoS Medicine, Vol. 3 Issue 4, Abril 2006. Todo ese número, de PLoS Medicine, plenamente disponible en línea en www.plosmedicine. org.También toda la edición del 13 de Abril de 2002 del Brish Medical Journal (Vol. 324, N° 7342), varios de sus arculos están disponibles en línea. Sobre la industria farmacéuca se

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III. Sobre la mercantilización de la Medicina

1. No son enfermedades42

Se puede llamar medicalización a la extensión metafórica de la mirada médica a situaciones ajenas a su campo, y al tratamiento médico de alteraciones que no tienen ni origen ni carácter médico. Es lo que ocurre, en el primer caso, con metáforas como “cáncer social” o “enfermedades del alma”. Y es lo que ocurre, en el segundo caso, en muchas de las situaciones que expondré en este texto.

El British Journal of Medicine (BJM) ha propuesto el nombre de no enfermedades (non-disease) para cuadros de alteración que tendrían mejor pronóstico si no fuesen tratados como tales.43 En su listado, elaborado sobre la base de consultas a todo tipo de profesionales médicos, y renovado cada cierto tiempo, enumera, entre muchos otros, la desnutrición, la borrachera, el “codo de tenista”, el parto, la vejez, la soledad.

Poderosos intereses comerciales, gigantescas compañías farmacéuticas y con-sorcios hospitalarios, han convertido a la medicalización, paradójicamente, en un problema de salud pública. Millones de personas han llegado a sufrir toda clase de efectos secundarios derivados del consumo de fármacos e intervenciones médicas que les son administradas con un fundamento científico extremadamente débil, sólo por la rentabilidad que reportan para sus promotores. El extremo de esta tendencia es el tráfico de enfermedades (disease mongering), en que se realizan enormes y metódicas campañas para llevar un cuadro sanitario al rango de en-fermedad, influir sobre los médicos que podrían tratarlos, atemorizar al público sobre sus efectos… y ofrecer los fármacos correspondientes a buen precio. Una práctica tan extendida que ya se ha convertido en tema de debate y crítica a nivel mundial.44

42 Este texto fue escrito para los estudiantes de Terapia Ocupacional de la Universidad Nacional Andrés Bello en Marzo de 2013.43 Ver Richard Smith, In search of “non-disease”, BJM, Vol. 324, 13 abril 2002, pág. 883-85. El concepto tiene su origen en el artículo clásico de C.K. Meador, The art and science of nondisease, en el New England Jorunal of Medicine, Vol. 272, 1965, pág. 92-95.44 Ver el problema general en, Ray Moynihan y David Henry, The fight against Disease Mongering: generating knowledge for action, en PLoS Medicine, Vol. 3 Issue 4, Abril 2006. Todo ese número, de PLoS Medicine, plenamente disponible en línea en www.plosmedicine.org.También toda la edición del 13 de Abril de 2002 del British Medical Journal (Vol. 324, N° 7342), varios de sus artículos están disponibles en línea. Sobre la industria farmacéutica se

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Como en todos los males, la medicalización representa también una oportunidad positiva para debatir en torno a lo que es adecuado considerar como “problema médico”, y para poder actuar de manera diferencial respecto de los que deberían ser considerados y tratados más bien como problemas sociales, morales o eco-nómicos. Un asunto central en este debate es qué debemos entender por enfer-medad. Propongo a continuación una serie de distinciones a propósito de este concepto. Por supuesto, distinciones sobre las que operan criterios y opciones. Distinciones, por lo tanto, esencialmente preliminares, provisorias, formuladas para promover justamente eso que tantos nos falta en estos ámbitos: un debate, un intercambio racional de argumentos contrapuestos del que puedan surgir criterios comunes, que beneficien a todos.

A pesar de la tan repetida definición de la Organización Mundial de la Salud (OMS), sostengo que, en primer lugar, para acotar el campo específico de la intervención médica, es necesario distinguir entre bienestar, salud y problemas médicos.

La salud es sólo un componente del bienestar. Lo médico es sólo un componente de la salud. Los estándares del bienestar son, y deben ser, producto de consensos culturales y sociales. Todavía en los estándares de salud, junto con criterios biológi-cos, operan, y deben operar, variables y criterios sociales. Deberíamos reservar en el ámbito médico sólo a aquel subconjunto de estándares de salud que pueden ser definidos en términos biológicos, y cuya medición, control y tratamiento resulte claramente mejor a través de ellos. La pobreza, o los déficits en educación, que claramente afectan al bienestar, no son problemas de salud. El consumo de comi-da chatarra, o la vejez, que son problemas de salud, no son problemas médicos.

La diferencia entre la salud y lo médico, aplicada de manera rigurosa, debería afec-tar a lo que, de una manera bastante genérica, se suele llamar medicina. Desde la época de Hipócrates se han distinguido como funciones médicas esenciales “curar la enfermedad” y “aliviar el dolor”. La modernidad, a partir del conocimiento de las causas, agregó la función de “prevenir la enfermedad”.

Es obvio, sin embargo, que la medicina preventiva primaria (antes de la enferme-

puede ver el libro de Ben Goldacre, Bad Pharma, how drug companies mislead doctors and harm patients, publicado por Fourth Estate, Londres, 2012.

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dad) no opera sobre las enfermedades, y que la prevención secundaria (desde la enfermedad, sobre sus efectos anexos), y la terciaria (de rehabilitación) no son en general tarea directa del médico.

La “medicina” preventiva, considerada de manera rigurosa, se preocupa de pro-blemas de salud, no de problemas médicos. La prevención primaria puede, y debe, derivarse a la población en general. Muchos profesionales asociados, con competencias médicas de tipo general, pueden asumir la prevención secundaria y terciaria. Ni los hospitales, ni los fármacos, ni los cirujanos, deberían tener en estos ámbitos competencia alguna.

Tal como el objeto de la medicina preventiva es el contexto, el objeto de la me-dicina paliativa es el trauma. El que el dolor sea un problema médico depende estrictamente de su gravedad, y de su posibilidad objetiva de alivio. El dolor no es, por sí mismo, una enfermedad. El alivio del dolor general, como síntoma leve, puede ser abordado perfectamente de manera directa por los propios usuarios, mínimamente educados y empoderados en el saber sanitario más general. El alivio del dolor agudo puede ser abordado por enfermeras, anestesistas u otros profesionales. El alivio del dolor incurable, asociado a situaciones terminales ex-cede, y debe exceder, completamente, la intervención (y la vanidad) médica. En esos casos extremos la palabra debe tenerla de manera exclusiva el afectado, y el médico debe someter sus competencias a esa voluntad. El resultado de estas consideraciones es que, en general, salvo en dolores agudos, específicos y curables, la “medicina” paliativa tiene que ver con la salud, es decir, no es un oficio directa y propiamente médico.

Como debe ser evidente ya, el ámbito que considero como propiamente médico es sólo, y de manera restrictiva, el de la medicina curativa: curar la enfermedad. La intervención farmacológica y la intervención quirúrgica son las herramientas propias del quehacer curativo. Y lo son de un modo exclusivo y privativo. Por un lado ningún profesional que no sea un médico debería aplicarlos. Por otro lado, no deberían ser aplicados a ningún otro ámbito que no sea el de curar la enfer-medad. Ni las cirugías estéticas, a pesar de las competencias que requieren, ni el consumo por razones sociales de fármacos o drogas, legales o ilegales, forman parte, en rigor, de la medicina.

El criterio general que opera en esta restricción es que, como es empíricamente

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constatable, toda intervención médica produce no sólo beneficios, sino también daños. Ningún fármaco opera sólo sobre el agente patógeno al que está destinado, y ningún procedimiento quirúrgico corta sólo aquello que se considera enfermo. El oficio médico resulta entonces un permanente y delicado cálculo entre esos beneficios y esos daños. El ejemplo de la radioterapia en el cáncer es uno de los más expresivos.45

La cuestión prudencial entonces es que se debe hacer lo posible por restringir el ámbito de situaciones en que las personas deben ser sometidas a este cálculo. No sólo se trata de los criterios éticos más generales y mínimos, como que el be-neficio global supere al daño local, o que el interés médico directo del afectado sea prioritario respecto de las molestias que sus males causan en su entorno, o que el beneficio sea permanente y en cambio los daños sean temporales y supe-rables.46 La agresividad de los procedimientos farmacológicos y quirúrgicos, que es justamente el reverso y el precio de su eficacia posible, hace que, más allá de esta ética mínima, sea prudente exponerse lo menos posible a estos cálculos, restringiéndolos sólo a aquellas alteraciones que puedan llamarse de manera objetiva enfermedades.

Pero, entonces, nuestro problema retrocede a una cuestión previa: qué es lo que consideramos como enfermedad. Sostengo que, para avanzar en esa determina-ción, es necesario distinguir entre tres tipos de alteración, o desviación: enferme-dad, condición, opción.

En general, sólo tiene sentido hablar de alteración o desviación cuando se da un

45 Se puede mostrar, en un análisis más detenido, que esto surge de uno de los rasgos más profundos de la medicina científica: su carácter analítico. Curiosamente, y en contra de lo que cualquier persona razonable haría, la intervención médica científica prefiere atender el tratamiento de cada parte, y rara vez se hace cargo del todo orgánico. No es raro, debido a este absurdo que se presenta como científico, que una intervención mejore un órgano o un sistema a costa de enfermar a otros que hasta ese momento no estaban comprometidos, y que luego, para remediar este daño, originado en la propia intervención médica, se hagan otras intervenciones que afectan ahora a otras zonas. Si este absurdo se viera forzado por la gravedad sin alternativas del primer problema quizás se justificaría. La práctica cotidiana constatable, sin embargo, es que este método de curación que produce tantos problemas como los que resuelve se aplica prácticamente a todas las afecciones, independientes de su gravedad.46 Criterios éticos mínimos que, sin embargo, como se puede constatar a diario, no suelen ser respetados en las intervenciones psiquiátricas de tipo médico.

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alejamiento respecto de una norma o estándar determinado de manera estadística. El correlato de una desviación, que se infiere de un cálculo matemático, es la nor-malidad. Que en estas inferencias matemáticas la normalidad sea deseable es una cuestión estrictamente de criterio, y depende de qué curva de normalidad estemos considerando. Es obvio que al hacer una clasificación y recuento estadístico de las actitudes morales que se dan en una población lo que recomendaremos luego no es que sus integrantes traten de ajustarse a la normal. Es frecuente incluso que lo deseable sea justamente que se alejen de ello. No toda normalidad es deseable. De lo contrario no admiraríamos a Beethoven o a Leonardo de Vinci.

Cuando el alejamiento de la normalidad es una opción lo que está en juego es la libertad, y los criterios para juzgar sus límites sólo pueden ser morales, políticos y sociales. Contraer matrimonio, o mantenerlo de por vida, es cada vez menos normal. Pero esto no representa ni una condición ni una enfermedad.

Se puede decir que el alejamiento de la normalidad es una condición cuando los afectados no pueden evitarla. La ceguera incurable, el síndrome de Down, y la vejez, son condiciones. No son ni opciones ni enfermedades. Hay personas para las cuales la pobreza es una condición, es decir, han sido llevados hasta un estado económico tal que no pueden salir de él sólo por su propia voluntad y esfuerzo particular. Los economistas llaman a esto la “pobreza dura”. Es obvio que lo que distingue a alteraciones como el síndrome de Down de esta “pobreza dura” es que en el primero son identificables estándares y parámetros biológicos, en cambio en el segundo estándares de tipo económico y social. Esta diferencia se traduce en que, en general, las condiciones de este segundo tipo son superables con el apoyo adecuado, mientras que las del primer tipo suelen ser permanentes, y tienen, por eso, un poderoso efecto identitario.

Si consideramos más de cerca esos estándares biológicos es posible distinguir los de tipo orgánico funcional (… que los órganos funcionen), de los de tipo fisiológico y bioquímicos (que no haya insuficiencias), de los anatómico funcionales (que las proporciones del cuerpo permitan cumplir con sus funciones generales) de los, por último, puramente anatómicos (que las proporciones corporales se atengan a la normalidad estándar).

Hechas todas estas diferencias podemos proponer un criterio acotado, específico, médico, para definir enfermedad. Una alteración sólo debe ser considerada enfer-medad: 1. si compromete la viabilidad biológica del organismo, es decir, si debido

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al apartamiento del equilibrio orgánico funcional, o de indicadores fisiológicos y bioquímicos cruciales, o una grave distorsión de los estándares anatómicos, se puede morir; 2. si ese apartamiento tiene un origen biológico inmediato, y un modo de desarrollo, identificables y observables de manera directa; 3. si se trata de una alteración curable.

El primer punto es importante porque hay muchas alteraciones, o desviaciones de los estándares biológicos que, aún sin ser tratadas, no comprometen la viabilidad orgánica, no conducen ni de manera directa, ni necesaria, a la muerte. Ni la hiper-tensión, ni el colesterol elevado, ni las alergias, ni la obesidad, son enfermedades. Aún en el caso en que se las considere como problemas de salud (no médicos), tratarlas de manera médica (farmacológica o quirúrgica) no mejora en absoluto su pronóstico y, al revés, conlleva toda clase de efectos secundarios nocivos que son completamente evitables.

Pero también hay alteraciones biológicas que forman parte del ciclo vital de todo ser humano. El embarazo, el parto, la dentición de los niños, los dolores de la menstruación, la osteoporosis de los viejos, no son enfermedades, y nada justifica su tratamiento médico. No hay ninguna razón médica fundada para hospitalizar los partos ni, muchos menos, como ocurre en este país, para practicar cesárea en más de la mitad de los partos normales. Este es un ámbito en que es muy obvio que el interés de la hospitalización es más mercantil que médico. Todos los estudios muestran que es mucho más eficaz prevenir las fracturas de cadera, probables entre los viejos debido a la osteoporosis, con simples medidas cotidianas de cui-dado mecánico que tratarla con fármacos que producen toda clase de efectos secundarios completamente evitables.47

La segunda condición, que las causas inmediatas y el mecanismo de desarrollo sean biológicas y observables de manera directa, es importante por el concepto mismo de curación. Sólo se puede llamar curación de una enfermedad a la erradicación de sus causas (como ocurre con las enfermedades bacterianas y los antibióticos)

47 Ver al respecto el extraordinario libro de los médicos salubristas españoles Juan Gérvas y Mercedes Pérez Fernández, Sano y Salvo (y libre de intervenciones médicas innecesarias), publicado por Libros del Lince, Barcelona, 2013. Para todas las estimaciones sobre cuadros particulares que hago en este artículo se pueden encontrar allí amplias y documentadas referencias.

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o, al menos, a la contención permanente de su mecanismo de desarrollo (como ocurre con la diabetes y la insulina, o la radioterapia y el cáncer). Y es muy obvio que para que esto sea posible es necesario que esas causas y mecanismos sean directamente observables (etiología), que sean detectables y medibles a través de marcadores biológicos objetivos y accesibles (diagnóstico), y que sean tratadas de manera farmacológica o quirúrgica (terapia) de un modo tal que sus avances sean también observables de manera objetiva (criterios de alta clínica).

Ni la homosexualidad, ni el alcoholismo, ni las psicosis cumplen con estos crite-rios. Lo que está en juego aquí es el hecho de que para la medicina científica el simple paliativo de los síntomas no constituye curación, ni aún en el caso de que sea exitoso. En poder ir más allá del paliativo, hacia las causas y mecanismos, re-side justamente su sustancial superioridad respecto de cualquier sistema médico anterior en la historia humana. Ahora, con estos nuevos poderes, sabemos que incluso, peor aún, sin el conocimiento de las causas y su mecanismo no hay garantía alguna de que el alivio de los síntomas no redunde en un mero ocultamiento, o incluso agravamiento, de las causas de los que derivan.

Esta falta de garantía, que somete a los afectados a un riesgo grave e innecesa-rio, es la que ocurre con todos los tratamientos farmacológicos de la depresión. No hay fundamento científico alguno, generalmente aceptado y empíricamente reproducible, para la acción de los fármacos antidepresivos sobre la depresión misma.48 Incluso las empresas farmacéuticas, que logran enormes ganancias con ellos, reconocen que sólo actúan sobre los síntomas y, por supuesto, a pesar de sus propias advertencias, no se hacen cargo en absoluto de los efectos secunda-rios nocivos, acumulativos y permanentes, que producen. Esta falta de garantías debería conducirnos a no considerar la depresión como un problema médico, o al alcance de una intervención médica útil, y a su tratamiento farmacológico como un procedimiento cuyos riesgos y efectos secundarios exceden largamente, y contra toda razonabilidad, a sus eventuales beneficios.

Pero también la tercera condición de la definición de enfermedad, que se trate

48 Ver, al respecto, Joanna Montcrieff , “The antidepressant debate”, British Journal of Psychiatry, Vol. 180, pág. 193-94, 2002. Una extraordinaria exposición de sus investigaciones y críticas se puede encontrar en su libro The myth of the chemical cure: a critique of psychiatric drug treatment (2008), Palgrave, Macmillan, Londres, 2009. El texto contiene muchísimas referencias en torno a otros cuadros psiquiátricos.

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de una alteración curable, es muy importante.

Es relevante, en primer lugar, respecto de las alteraciones que por ser incurables tienen un efecto identitario. Las personas ciegas, sordas o parapléjicas de mane-ra incurable no están enfermas, y es absolutamente contraproducente tratarlas como tales. Como en el caso del síndrome de Down, se trata de condiciones que es preferible abordar por y desde ese efecto identitario, a través de estrategias eminentemente educativas y sociales.

Vistas de esta manera, el rango de desviaciones de los estándares generales que no constituyen enfermedades se amplía considerablemente. Las condiciones, con efecto identitario, debidas al alejamiento de estándares perceptuales (ciego, sordo), anatómicos (cojo, manco), anatómico fisiológicos (obeso, hipertenso), o debidas a el problema es suyo (embarazo, pubertad, menstruación, dentición, vejez), no son, ni deben ser consideradas, ni tratadas, como enfermedades.

Cuando se atiende al criterio de la posibilidad de curación como parte de la defi-nición de enfermedad, por último, podemos abordar de una manera más humana el problema de las alteraciones terminales.

Es importante notar, en un extremo, que situaciones que no son, ni en su origen ni en su desarrollo, enfermedades, pueden llegar a serlo directamente, no sólo como síntoma o precursor.49 Es el caso de la desnutrición. La mala alimentación no es un problema médico, las primeras etapas de la desnutrición tampoco, pero hay un determinado estado de su avance en que sólo la intervención médica puede revertirla. Lo mismo ocurre con la osteoporosis en los jóvenes, o el alcoholismo. Algo que no era una enfermedad llega a serlo.

De la misma manera, en el otro extremo, un cuadro que ha evolucionado como enfermedad hasta el grado de hacerse terminal, por ese hecho, debería dejar de ser considerado como una enfermedad. Algo que era una enfermedad, por su

49 Es importante distinguir el tipo de situación que trato de establecer con esto de las llamadas pre-enfermedades, o de la vasta mitología en torno a los “factores de riesgo”, como el exceso de colesterol o la hipertensión, que nunca llegan a convertirse por sí mismas en enfermedades, por mucho que, en casos muy extremos, conduzcan a ellas. Los “factores de riesgo” no son más que extrapolaciones de estadísticas hechas sobre una población, fijadas con criterios bastante informales, que NO son aplicables directamente a cada persona en particular. Su presencia en una persona no es, nunca, ni un factor necesario ni un factor suficiente para el desencadenamiento de la enfermedad que se les asocia.

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propia evolución, deja de serlo. Más allá de ese punto la vanidad y la pretensión de omnipotencia médica deberían simplemente ceder ante la voluntad del afectado, y de su entorno familiar. La tarea debería quedar entregada entonces a la salud paliativa, dirigida expresamente desde esa voluntad.

Tal como todos tenemos derecho a un buen vivir, deberíamos tener también, y debería ser socialmente respetado, nuestro derecho a un buen morir.

2. Su problema es endógeno50

a. Juan, Felipe y María

Juan es ingeniero, está casado, tiene una hija, se dice que tiene un buen trabajo. Hace varios meses que tiene malestares gástricos. Primero parecía que tenía un resfriado persistente, que le afectaba las cuerdas vocales. El médico le sugirió que consultara a un gastroenterólogo y descubrió que tenía reflujo. Toma unas pastillas que le han ayudaron bastante, pero siguió con episodios de dolores abdominales y gastritis. El médico le dijo que tenía colon irritable. Le recetó unas pastillas que le ayudaron bastante. Pero hace unas semanas le detectaron una úlcera estomacal. El médico le recetó otras pastillas, y una estricta dieta. Pero le advirtió que se trataba de un cuadro difícil de tratar. Le preguntó una serie de cuestiones de su vida, bastante personales. Después de escucharlo le recomendó que junto con sus pastillas consultara a un psicólogo. El psicólogo, después de varias sesiones en que conversaron sobre su modo de vida, le recomendó seguir una terapia más o menos larga. Y, paralelamente, consultar a un psiquiatra. Juan, que ha tenido una formación universitaria de tipo científico, y que no cree realmente que su vida mental esté demasiado alterada, le pregunta por qué es necesario recurrir a un psiquiatra. El psicólogo le dice “es probable que una buena parte de su problema sea endógeno”.

Felipe tiene doce años, sus padres se separaron cuando tenía cuatro, lo acaban de cambiar de colegio debido a la insistencia de su profesora jefe que piensa que el colegio en que está no es el más apropiado para él. Cuando tenía tres años tuvo un resfriado muy intenso. A partir de entonces padece de manera crónica problemas respiratorios. El diagnóstico de su pediatra pasó de alergia a amigdalitis crónica. Extirpadas las amígdalas diagnosticó asma. Debido a esto le recetó abundantes

50 Este texto fue escrito para diversos encuentros convocados por estudiantes de colectivo de contra-psicología, en Julio de 2012

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inhaladores, cambiando cada cierto tiempo de marca y de sustancia activa. Desde los cinco años empezó a tener problemas de adaptación escolar. Inquietud exce-siva, frecuentes peleas con sus compañeros, fue víctima y victimario de bullying. La psicóloga de su jardín infantil recomendó consultas con un neurólogo y con un psiquiatra. El diagnostico fue síndrome de déficit atencional con hiperactividad. Se le recomendó ir a terapia psicológica. Paralelamente se le empezó a administrar metilfenidato, a veces bajo la marca Ritalín, otras veces bajo marcas alternativas. Al pasar a educación básica sus problemas no disminuyeron. Tras varias parejas de ambos padres, y varios encargos “a casa de papá” y “a casa de mamá”, a pesar de la terapia psicológica, empezó a tener insomnio y esporádicos ataques de an-gustia. A los doce años una serie de ataques de pánico lo volvieron a manos del psiquiatra. Diagnóstico: trastorno bipolar. Receta: antidepresivos, moduladores de ánimo. Su madre le pregunta al psiquiatra cómo es que después de ocho años de tratamientos diversos parece estar peor. El psiquiatra le dice “el origen de estos cuadros clínicos es endógeno”.

María tiene dos hijos, trabaja en una gran tienda, ha llegado a ser jefa de su sec-ción, su matrimonio terminó en una separación no muy amigable, pero ella dice que ya ha vuelto a recuperar su vida normal. A pesar de sus turnos de largas ho-ras de encierro, bajo la música ambiental interminable, atendiendo toda clase de dificultades con las personas que tiene a cargo, dirigiendo por teléfono las tareas escolares de sus hijos y los deberes de su nana, se las ha arreglado para tener pareja. Cuando se entera que él es casado se siente profundamente desanimada y triste. Sus amigas le dicen que está deprimida. Consigue que una amiga médico le recete antidepresivos. Después de algunas semanas tiene sus primeros ataques de pánico. Sus jefes comprenden que su situación es difícil. Obtiene dos permisos laborales. Al pedir el tercero le anuncian que tendrá que dejar su trabajo. Ella pregunta ¿seré despedida? Su jefe le dice que no, que será desvinculada temporal-mente. Sin sueldo. Mientras busca trabajo y trata de obtener algo más de ayuda de su ex marido, consulta a un psiquiatra. Él le dice que presenta un cuadro de depresión media, que podría agravarse si no es tratado de una manera más activa. Ella le cuenta largamente sus desventuras. El psiquiatra escucha atentamente y dirige sus relatos hacia situaciones de su infancia. Aumenta sus dosis de fármacos, combinando antidepresivos con relajantes que le ayuden a dormir. Ella vuelve a relatar sus penurias presentes en cada sesión. El psiquiatra, después de escucharla muchas veces le sugiere que en realidad todas esas dificultades son producto de

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algo más profundo, que es necesario abordar. “Lo que ocurre”, le dice, “es que gran parte de su problema más profundo es endógeno”.

b. Del malestar al psicólogo, del psicólogo al psiquiatra

Alergias, colon irritable, asma, erupciones en la piel, hernias y discopatías, difi-cultad para dormir, dolores musculares, ciclos menstruales alterados, dolores de huesos, jaqueca, problemas en el embarazo. Las consultas médicas rebozan de dolientes, que luego hacen cola en las farmacias. Los médicos generales derivan a especialistas, los especialistas derivan a sus pacientes a especialidades distintas. Del dermatólogo al otorrino, del otorrino al gastroenterólogo. Del ginecólogo al neurólogo.

Desde luego, desde el punto de vista de una medicina social o, incluso, desde la mirada de cualquier estimación sobre los niveles de la salud pública, la situación es abiertamente anómala. Pero, de manera consistente e invariable, las causas ambientales invocadas para estas verdaderas epidemias de alergias o trastornos gástricos, son vagas (el estrés) o, exactamente al revés, inverosímilmente preci-sas: deje de comer cosas que tengan pigmentos rojos, cambie de jabón, consuma menos grasas, cámbiese a la mantequilla verdadera, no, mejor cámbiese a las margarinas, no consuma bebidas gaseosas, reemplace el azúcar por sacarina… ¡pero que no tenga aspartame!...

En medio de informaciones contradictorias, casi todas alarmantes, sobre lo que se come, lo que se bebe, las frecuencias y las cantidades, los usuarios derivan de una restricción a otra, sin mucho método. Escogen comer menos pan, menos man-tequilla, menos gaseosas, hacen toda clase de dietas fugaces y contradictorias, y cada cierto tiempo las olvidan, para reanudarlas nuevamente, cuando las alarmas vuelven a parecer ineludibles. Aún así, o quizás por eso mismo, sus malestares no disminuyen, a lo sumo van cambiando de carácter: de las alergias se pasa a los problemas gástricos, de los problemas gástricos a los dolores musculares… y vuelta a las alergias (después de todo… son estacionales).

La mayoría de los especialistas ante malestares que, aunque estén relacionados con su especialidad, son relativamente inespecíficos, y difíciles de diagnosticar, recetan habitualmente placebos. Ya saben, mucho antes de informarlo a sus pacientes, que los malestares más habituales son escasamente tratables con los remedios con-vencionales que la investigación médica en su campo ha ido acumulando. Y saben

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perfectamente que los tratamientos más directos implican graves intervenciones en la vida de sus pacientes: se puede terminar con el reflujo simplemente inhabili-tando quirúrgicamente (cortando) los músculos implicados, se puede disminuir la obesidad interviniendo quirúrgicamente (cortando) sobre el intestino, se puede terminar con las erupciones en la piel interviniéndola (quemando) con rayos láser. La mayoría de los afectados simplemente no se atreve a practicar estos recursos extremos, o carece completamente de los medios económicos para hacerlo. Una buena parte de los especialistas los recomiendan con un cierto embarazo, los informan en general, advierten de su agresividad, como reconociendo que ellos mismos no están completamente convencidos de las locuras médicas que se pue-den ejercer sobre alguien que tenga todos los recursos para costearlas.

Ante esta disyuntiva, tratamientos muy caros y agresivos, malestares inespecífi-cos pero visibles y molestos, muchos especialistas, sin dejar de tratar al paciente que han ganado, sugieren amablemente una visita al psicólogo. Habitualmente reconocen: “muchos de estos malestares son psicosomáticos”. Por supuesto sin especificar qué aspecto del mal tendría origen psíquico, y sin dejar de recetar sus propios tratamientos y fármacos.

La visita al psicólogo conduce a dos sugerencias paralelas: el neurólogo, el psiquia-tra. De esta triangulación surge habitualmente un doble tratamiento. Fármacos de tipo antidepresivo, o ansiolítico, o “moduladores de ánimo”, o somníferos leves: “para contener”. Terapia psicológica hablada y, de acuerdo a las posibilidades eco-nómicas del paciente, a veces también, y de manera paralela, consulta psiquiátrica: “para ir controlando la evolución del problema”.

Nuevamente, desde el punto de vista de la salud pública, la situación es curiosa: estamos en medio de una verdadera epidemia de “problemas endógenos”. Por supuesto, y es hora de aclararlo, aunque todo el mundo lo sabe, “endógeno” no significa “interno” de manera general, como puede ser una úlcera o una hernia. Significa “neurológico”. Es por eso que todos los caminos conducen al psiquiatra. La teoría más común, no sólo en los medios de comunicación sino incluso en las explicaciones de los especialistas, es que una buena parte de las somatizaciones en forma de alergias o problemas gástricos, proviene de cambios en el estado de ánimo y del comportamiento que, a su vez resultan de un “desbalance químico” en el cerebro. En el detalle las explicaciones oscilan entre la abundancia o escasez de ciertos neurotransmisores o (en un giro más técnico) de las sustancias que pueden facilitar su producción o su reabsorción por parte de las neuronas.

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c. “De tanto estar desempleado me han terminado por fallar los neurotrans-misores”

En realidad, hasta los más entusiastas partidarios de esta explicación neuronal aceptan que, en último término, se trata en la mayoría de los casos de malestares precipitados por razones sociales. Lo que se niega activamente, en cambio, a veces de manera muy explícita, es que se trate de un problema político.

El exceso de trabajo, las presiones laborales, las tensiones derivadas del endeu-damiento, se invocan con frecuencia. Se las menciona, sin embargo, de manera genérica, junto a otras causas más inmediatas como la falta de ejercicios, la falta de empatía o de destrezas comunicacionales, o los malos hábitos alimenticos. Por supuesto hay que contar también al smog, a la inseguridad general de los tiempos, y a una “vida moderna” más expuesta al riesgo y a la variabilidad.

Por supuesto el “exceso de trabajo” raramente es reconocido como sobre explo-tación, las “presiones laborales” como precariedad contractual y salarial. Rara vez se interroga sobre las raíces del endeudamiento, que se asume como un dato, sin preguntarse ni por la usura ni por el afán de consumo. Y, desde luego, el riesgo y la variabilidad de la vida moderna no llegan a ser reconocidas como el borde del desempleo, el drama del cesante ilustrado, del empleado que ha sido sobrepasado por jóvenes a los que se les puede pagar menos salarios, o la trabajadora dueña de casa que tiene doble y triple trabajo cotidiano. La vida moderna, después de todo, es una constante aventura, llena de posibilidades.

El malestar público, que se reconoce como social, se ha disgregado en la expli-cación médica. No se trata ya de un problema colectivo sino más bien de una colección de problemas individuales. La explicación deriva de lo sociológico a lo médico, pasando invariablemente por una etapa de psicologización.

Los mecanismos ideológicos en juego no son difíciles de enumerar. Primero, el problema es suyo. No está tanto en el medio ambiente, en el entorno social, sino un su capacidad para enfrentarlo. Segundo, su problema es psicológico. No reside tanto en la gravedad objetiva de lo que le ocurre, sino en su percepción de la si-tuación, en la seguridad (autoestima) con que la aborda, en el trabajo que usted puede hacer o no con sus expectativas (siempre un poco irreales). Tercero, su problema tiene un origen orgánico (es endógeno). Por “alguna razón” el equilibrio

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de sus neurotransmisores se ha alterado. Ninguna vía de solución puede ser iniciada sin recuperar primero ese equilibrio propiamente orgánico, luego el psicológico, para que por fin pueda descubrir lo más esencial: todo está en usted. Cada uno, por sí mismo, elabora su propio destino. El mundo es una maravillosa gama de posibilidades para conquistar. Todo está en la capacidad de cada uno para salir adelante. Después de todo, si yo mismo no me ayudo ¿quién querrá ayudarme?

Individualización (suyo), psicologización (perceptual), naturalización (neuronal). Sus problemas han sido reducidos a una vía psiquiátrica. Han sido medicalizados. La objetividad de la medicina ha desplazado a la objetividad de los factores sociales que, sin embargo, nunca se niegan. Por eso lo que ha ocurrido es un desplaza-miento, no un reemplazo. No se trata de elegir como si estuviésemos ante una disyuntiva. El asunto es mucho más sutil: se trata de plantear los énfasis de tal manera que uno de los aspectos termina por oscurecer completamente al otro. Nadie afirma que nuestros problemas son exclusivamente médicos. Lo que ocurre más bien es que se argumenta, y se procede de hecho, como si sólo se pudiesen abordar a través de un camino que “empieza” en un punto médico. Un inicio pa-radójico, que se eterniza: nunca llegamos a salir de la medicalización. Peor aún, nuestros intentos por encontrar vías alternativas de explicación y cambio podrían ser objeto de diagnóstico. Podrían ser meras manifestaciones emergentes que confirman la gravedad de nuestro desequilibrio. Algo que es típico, por lo demás, de las personalidades bipolares.

d. “No, no, no, lo mío es orgánico”

Muchos pensadores críticos de la medicina han observado y descrito los beneficios relativos, en términos sociales, que puede implicar la medicalización del malestar. En una sociedad en que impera la deshumanización y la barbarie nuestras posibi-lidades de ser considerados de una manera relativamente más benigna y humana crecen si aparecemos como enfermos. El margen de fallos laborales, de conduc-tas excéntricas, de desahogos emocionales, que habitualmente se nos permiten aumenta considerablemente cuando los demás nos perciben como enfermos. Desde los desahogos de la vieja histeria de fines del siglo XIX hasta las actuales argumentaciones en torno al origen de las alergias, durante más de cien años, la somatización del malestar subjetivo, y la consiguiente medicalización, han sido

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un refugio para atormentados y sobre explotados de todo tipo.

Hay que tener presente, en esta historia, que durante mucho tiempo parecía bastar con una psicologización del malestar. Miles y miles de personas, sobre todo en las capas medias, se sentían aquejadas de ansiedad, neurosis o, simplemente, locura. Hombres notables, sensibles, creativos y capaces, como Augusto Comte, Federico Nietzsche, Max Weber, Georg Cantor, Alan Turing, Ludwig Boltzman, pasaron buena parte de sus vidas en asilos y manicomios asaltados de manera periódica por la locura… tras ser agobiados por los celos profesionales, las presiones sociales, el exceso de trabajo, la incomprensión e ingratitud general.

Para las capas medias menos acomodadas, en cambio, el alto costo real y simbólico, de este salto hacia la locura, siempre fue demasiado alto. El psicoanálisis vino en auxilio de estos menos favorecidos creando una zona previa, propiamente psico-lógica: la neurosis. Y los neuróticos se multiplicaron por decenas de miles. Primero las mujeres, después los jóvenes y los niños, por último los hombres, la epidemia de la neurosis se generalizó a lo largo de la mayor parte del siglo XX. Y contó desde el principio con sus tratamientos adecuados: la psicoterapia para los que puedan pagarla, los tranquilizantes y somníferos recetados a destajo para todos.

El éxito de la neurosis como cuadro clínico que favorecía un trato diferencial por parte del entorno significó, sin embargo, su propio debilitamiento. Lentamente empezó a ser vista como una especie de arbitrariedad subjetiva, e incluso como una cómoda manera de eximirse de los deberes comunes a todos. El que el males-tar fuese “simplemente” subjetivo dejó lentamente de ser una excusa suficiente. La obligación de rendir, laboralmente, en el plano social y familiar, ante los “de-safíos de la vida”, se mantuvo por sobre esta condición, que se veía originada en una voluntad antisocial por muy inconsciente que fuese su mecanismo. Entonces empezó la era de las alergias.

Las alergias no parecen depender de nuestra voluntad, ni consciente ni inconscien-te. Menos aún los malestares gástricos, que se hicieron comunes junto a ellas, en la misma época (en USA en los años 40). Para qué decir una discopatía lumbar, o la obesidad mórbida. La somatización del malestar subjetivo es una vuelta más de la tuerca de la inhumanidad galopante de la vida a lo largo del siglo XX. La aper-tura hacia un espacio de trato social más tolerable que se había abierto y cerrado con las neurosis se abre ahora elevando al carácter de daño orgánico las mismas ansiedades originarias. Medio siglo después, como he indicado ya, la mayoría de los especialistas médicos ya están familiarizados con el carácter “psicosomático”

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de los males genéricos que atienden.

Si esto, debido a la persistente presencia de la sospechosa partícula “psico” en la expresión, se vuelve a debilitar, ya tenemos a la mano el próximo giro hacia la medicalización: sus alergias tienen origen en un problema “autoinmune”. Su pro-pio organismo lo ataca, sin que usted lo sepa o pueda contralarlo. ¿Y por qué mi organismo se empeña en esta autodestrucción? La respuesta ya está formulada y lo organiza todo: porque usted sufre de un desbalance químico en el nivel neu-ronal. Ya se ve. Quizás lo sabíamos desde el principio: su problema es orgánico.

e. A pesar de la falta de evidencias

Una gruesa anomalía atraviesa, sin embargo, todo este marco de explicaciones de tipo médico: hasta el día de hoy no hay ninguna manera de medir los presuntos balances o desbalances químicos que habría en el sistema nervioso. Por un lado, nadie ha establecido claramente qué debería entenderse por “balance”, por otro lado, no hay pruebas clínicas suficientes para correlacionar los presuntos “desbalances” con las consecuencias que se les atribuyen en el nivel del comportamiento.51

Incluso más. No existe, hasta el día de hoy, ninguna forma científicamente aceptable de correlacionar estados determinados del sistema nervioso con estados determina-dos del comportamiento.52 La clave en esta afirmación, por supuesto, es la palabra “determinados”. Nadie duda que, en general, los estados mentales, intelectivos o

51 Este es un asunto directamente médico, en que está implicado el nivel de conocimiento que habría alcanzado (o no) la neurología y la psiquiatría actual. Es, como se dice habitual-mente, para encubrirlo, un “problema técnico”. Después de leer, como simple lego, una enorme cantidad de literatura especializada (incluso la más “técnica”), mi impresión es que no hay nada en ella que un lego no pueda entender. Existe, además, una cada vez más amplia literatura crítica, clara y directa, arraigada en el estado más avanzado de la investigación clínica, que se puede consultar. Sugiero sólo dos textos recientes (muy actualizados) y notablemente claros: Joanna Moncrieff, The myth of the chemical cure: a critique of psychiatric drug treat-ment (2008), Palgrave, Macmillan, Londres, 2009; Irving Kirsch, The Emperor’s New Drugs (2010), Basic Books, Nueva York, 2010.52 La necesaria referencia “técnica” es en este caso: William R. Uttal, The New Phrenology, The limits of localizing cognitive processes in the brain (2001), The MIT Press, Cambridge, 2001. Mucho más actualizado, pero con las mismas conclusiones: Uttal, William R., Neuro-science in the courtroom, What every lawyer should know about ten mind and the brain (2009), Lawyers & Judges Publishing Co., Arizona, 2009. Una discusión detallada, con amplia bibliografia, se puede encontrar en mi libro: Carlos Pérez Soto, Una nueva Antipsiquiatría, Lom, Santiago, 2012.

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emotivos, tengan su base y centro de operaciones en el sistema nervioso. Además de esta hipótesis, muy razonable, nadie sabe de qué maneras precisas la actividad de las neuronas se convierte en lo que habitualmente llamamos actividad mental, ni cómo, a su vez, esta se expresa como comportamiento.

Incluso más. La gran mayoría de los fármacos que se han usado para intervenir sobre el presunto desbalance químico que habría a nivel neuronal empezaron a ser aplicados muchísimo antes de que siquiera se formulara tal hipótesis. Se administraron simplemente a partir de correlaciones entre el fármaco y ciertos efectos conductuales que parecieron convenientes sin tener ninguna idea clara, científicamente sustentable, sobre el efecto que producían sobre el funciona-miento mismo del cerebro.53

Incluso más. La hipótesis actualmente prevaleciente sobre la eventual influencia sobre el origen de los estados depresivos de la serotonina (o de la norepinefrina) cuenta con tantas pruebas a favor como pruebas en contra, lo que la descarta completamente como una hipótesis científica aceptable. (Ver el texto de Irving Kirsch).

Peor aún. Se ha podido mostrar de manera consistente, a partir de los datos entregados por las propias industrias farmacéuticas, que ninguno de los antide-presivos “de segunda generación” (fluoxetina, paroxetina, sertralina, venlafaxina, nefazodona y citalopram, conocidos comercialmente de manera respectiva como los famosos Prozac, Paxil, Zoloft, Effexor, Nefadary y Celexa) son significativa-mente más eficaces, en términos clínicos, que simples placebos. (Ver el texto de Irving Kirsch).

Peor aún: las cifras.54 El gasto mundial en productos farmacéuticos durante 2010 alcanzó 856.000 millones de dólares. De este gasto, la participación de Estados Unidos fue de 334.700 millones de dólares. Al desagregar ese gasto por líneas de productos durante 2010 se encuentra los siguientes montos, escogidos entre los veinte ítem con más ventas:

53 Al respecto se puede consultar la notable historia del descubrimiento de los neuro-transmisores y las discusiones en torno a su papel en el funcionamiento del sistema nervioso escrita por Elliot S. Valenstein, The war of the soups and the sparks, The discovery of neu-rotransmitters and the dispute over how nerves communicate (2005), Columbia University Press, Nueva York, 200554 Todas disponibles en www.imshealth.com, portal dedicado a ofrecer asesoría técnica al mercado farmacéutico.

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Gasto entre los 20 mayores ítems terapéuticos en productos farmacéuticos

Orden Ítem terapéutico Gasto en Millones de US$

7 Antipsicóticos 25.412

9 Antidepresivos 20.216

13 Anti epilépticos 12.553

14 Analgésicos Narcóticos 12.011

16 Analgésicos no Narcóticos 10.986

Sólo dos productos, Seroquel (quetiapina, antipsicótico) y Zyprexa (olanzapina, antipsicótico) sumaron ventas en el mundo de más de 12.500 millones de dólares. Sólo durante 2010, sólo en Estados Unidos, se cursaron más de 250 millones de recetas de antidepresivos, y más de 240 millones de recetas de analgésicos narcó-ticos (pastillas para dormir). Y, a pesar de haber pasado su época de gran apogeo, se cursaron además otras 100 millones de recetas prescribiendo tranquilizantes.

¿Y cómo andamos por casa? IMS Health informa que el mercado farmacéutico en Chile creció un 15,9 % durante 2010, alcanzando 1209 millones de dólares sólo en el sector retail, es decir, sin considerar el gasto público. Un gasto que repre-sentaría el 3,5% del mercado latinoamericano, a pesar de que Chile representa sólo el 2,9% de su población. El único estudio realizado hasta hoy sobre consumo de antidepresivos en nuestro país informa que, entre 1992 y 2004, su consumo aumentó en un ¡470%!55

f. Muchos dólares, poco fundamento

Desde luego, las cifras que he enumerado no representan el gasto total en salud. Ni el perfil general de ese gasto. Sólo he consignado cifras que apuntan a dos as-pectos de un problema que puede ser visto de manera más general. Uno, el gasto en productos farmacéuticos. Otro, el gasto en fármacos de tipo psiquiátrico. No, por lo tanto, el costo de las terapias, de la internación de casos extremos, de la asistencia médica general que rodea a los casos que han llegado a ser considerados

55 Marcela Jirón, Márcio Machado, Inés Ruiz: Consumo de antidepresivos en Chile, 1992 – 2004, Revista Médica de Chile, Vol. 136, pág. 1147-1154, 2008.

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como psiquiátricos.

Las cifras que presento apuntan a mostrar la enorme desproporción entre la evidencia médica disponible acerca de la eficacia, o el eventual poder curativo, de los procedimientos psiquiátricos medicalizados, y la enorme extensión que ha llegado a alcanzar su uso. Las cifras, y las investigaciones relacionadas, muestran que no sólo estamos aquí frente a un enorme negocio, sino que, además, ante un negocio netamente ineficiente respecto del problema que se propone abordar, o que declara poder tratar.

Nada, en la enorme masa de datos existentes indica que el problema del malestar subjetivo haya disminuido, a pesar de su medicalización, siquiera en la más mínima proporción, a pesar del enorme aumento del comercio relacionado con ella. A pesar de que el consumo de antipsicóticos y antidepresivos ha crecido consistentemente durante más de veinte años, nadie declara que hoy en día hay menos problemas de “salud mental” que antes de ese gasto. Un dato preocupante y revelador, sin embargo: en los últimos diez años el consumo global de antidepresivos tiende a mantenerse, y en cambio el de antipsicóticos crece cada vez más.

Juan, Felipe y María han caído en una doctrina médica que es a la vez un mercado de productos médicos cuya ineficacia global en términos terapéuticos en evidente y manifiesta. Y, sin embargo, curiosamente, antes de cada escalada diagnóstica y farmacológica (de las pastillas para dormir a los ansiolíticos, de los ansiolíticos a los antidepresivos, de los antidepresivos a los antipsicóticos)… declaran sentirse mejor.

Sus vidas, al menos esporádicamente, parecen mejorar. Al menos desde un punto de vista psiquiátrico. Quedan, claro, esos molestos malestares asociados. Dolores de cabeza, alergias de todo tipo, problemas gástricos. Pero, por supuesto, para cada uno de ellos hay fármacos independientes que se supone sirven para aliviarlos. Pero el círculo se repite. Juan perdió su trabajo, y tiene problemas con su mujer. Felipe se cambió de colegio y no se adapta bien a sus nuevos compañeros. María ha terminado otra relación sentimental, justo cuando parecía que podía encon-trar trabajo. Sus respectivos psiquiatras ya les han anunciado futuros inciertos. Al parecer Juan sufre de depresión en grado medio. Felipe podría tener un brote de tipo esquizofrénico al entrar a la adolescencia. En María parece estar a punto de emerger un cuadro de tipo bipolar. A cada uno se le repite la misma analogía “estos problemas endógenos son como la diabetes, hay que tomar pastillas para contenerla, pero es difícil revertirlos completamente”. No sólo hay que tomar

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pastillas por un tiempo indefinido, cuyos plazos resultan cada vez más largos, sus psiquiatras, además, están convencidos de que si dejan de tomarlas sus males orgánicos, en el insidioso nivel de los neurotransmisores, se agravarán. Felipe, que siempre ha desconfiado de los asuntos demasiado ligados a la subjetividad decidió tomar las cosas de una manera radical y dejó de tomar de una vez todas las pasti-llas que le estaban recetando hasta ahí. El resultado fue terrible. A los pocos días se sintió peor que nunca. El psiquiatra, después de reprenderlo amablemente, le dijo: “como usted ve, estos problemas son orgánicos, son objetivos, no se puede jugar con ellos desde un puro voluntarismo”. Le suspendió algunos fármacos, pero le subió, “temporalmente”, los más agresivos.

g. “Tomé mucho más Pisco, y quedé peor”

La experiencia de Juan, ese arrebato de valentía que lleva a abandonar la terapia farmacológica, y que no hace sino conducir a un estado peor, es tremendamente común. El mismo discurso psicológico, de una manera paradójica, la fomenta. Tanto se le ha dicho que “todo está en ti” que hasta lo ha creído, y se ha atrevido a pasar por alto el carácter aparentemente “endógeno” que está en la base de sus males.

Su amigo Mario, sin embargo, un vividor bastante “suelto de cuerpo”, perece ha-ber encontrado un remedio menos caro, mucho más común y abiertamente más entretenido para sobrellevar sus tribulaciones: unos buenos tragos de Pisco. Cada vez que su ánimo está muy bajo (“por el suelo”), se junta con dos o tres amigos más y consume su alterador neuronal favorito. Invariablemente su ánimo mejora. Por supuesto sus problemas reales no.

Su cálculo implícito no es, por supuesto, que va a arreglar algo pasando un fin de semana ebrio. Pero bueno, un sano momento de enajenación y olvido bien vale el esfuerzo. Se pasa bien… aunque después se vuelva a la realidad. Juan, que es un racionalista, lo ha acompañado unas pocas veces. Pero rápidamente ha concluido que ese procedimiento deja más pérdidas que ganancias. No sólo no se arregla nada, también, a la mañana siguiente, debe pasar por la penosa resaca del alcohol o, dicho en términos técnicos, “el bajón”, o también, “la mona”.

Desde un punto de vista neurológico la situación es, en realidad, bastante lógi-ca. Sea cual sea el nivel normal de sus neurotransmisores caven pocas dudas de que el alcohol los ha alterado. Los efectos sobre la percepción, sobre el ánimo,

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sobre el comportamiento, son bastante visibles. Todo el mundo los reconoce. Por supuesto, de manera inversa, todo el mundo reconoce que recuperar esos equilibrios neuronales, sean cuales sean sus niveles de normalidad, es un proceso molesto. Después de la euforia, la resaca, después de “la volada”, “el bajón”, “la mona”. A nadie le cabe ninguna duda de que estos efectos, ahora molestos, son una consecuencia directa de esta vuelta a la normalidad después de un episodio, por muy leve que sea, de intoxicación.

Este patrón de efectos es muy importante. Una sustancia altera el funcionamiento del sistema nervioso. Esa alteración se expresa en síntomas físicos y en el compor-tamiento. Los síntomas son placenteros. Pero luego el sistema nervioso trabaja para recuperar su normalidad. Y ese trabajo se expresa en síntomas, físicos y de comportamiento, que se experimentan de manera dolorosa y molesta. Esta es una experiencia muy común, ampliamente reconocida en el caso de intoxicantes leves como el alcohol o la marihuana. No es difícil detectarla en el consumo abrupto y no habitual de cafeína, como en las bebidas llamadas “energéticas”, o en el café “cargado”. Es mucho más visible en drogas más fuertes, que tienen efectos más radicales, como la cocaína o la heroína.

Y es una cadena de efectos que ocurre cotidianamente con el consumo de an-tidepresivos, antipsicóticos, estimulantes o ansiolíticos. Todas las sustancias que alteran al sistema nervioso producen también resaca, es decir, efectos posteriores a la interrupción abrupta de su consumo que se experimentan como desagradables y dolorosos. Y, tal como en el caso del alcohol, la clase de efectos y su duración está relacionado directamente con la cantidad consumida y con los estados psi-cológicos previos a su interrupción.

La interpretación psiquiátrica predominante en torno a las drogas psicotrópicas, sin embargo, de manera asombrosa, parece desconocer completamente este efecto de resaca, tan ampliamente constatado para toda clase de drogas de este tipo. En una mezcla bastante curiosa de modelos teóricos, muchos psiquiatras interpretan los efectos de la resaca sobre el comportamiento como “emergencia de un cuadro latente”, es decir, de manera análoga a la idea, vagamente psicoa-nalítica, de “emergencia de lo reprimido”. El resultado de esta operación es que los nuevos malestares, producidos por la alteración que la droga ha introducido, aparecen ahora como manifestaciones de algo que el paciente tendría de manera previa e independiente de la droga.

Nadie diría que los efectos de malestar posteriores al consumo de alcohol se deben

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a un estado latente que el alcohol sólo ha contribuido a sacar a flote. Esta es la interpretación casi general, sin embargo, en el gremio psiquiátrico respecto de la resaca producida por las drogas psicotrópicas que se consideran terapéuticas. La conclusión más habitual, fuera de toda lógica, es que el estado endógeno latente se ha manifestado, y que su “agravamiento” en el nivel del comportamiento es de algún modo positivo, porque permite dimensionar mejor la gravedad del problema, y tratarlo mejor… aumentando la dosis de las drogas que se han recetado, y cuya interrupción (indebida) ha acarreado esta revelación.

Cuando Mario pasó por un problema familiar más o menos delicado su consumo de Pisco aumentó notablemente. Por supuesto también aumentó la intensidad de sus momentos de resaca: “la mona profunda”. La lógica psiquiátrica nos indi-caría aquí un camino claro a seguir: cada vez que se sienta así de mal… aumente la dosis de Pisco. Mientras lo mantenga en un nivel de consumo aceptable podrá mantener el “equilibrio químico” neuronal necesario para afrontar sus dificultades.

Nuevamente aquí el problema es suyo (usted dejó de tomar las pastillas que le indicaron), su problema es psicológico (la interrupción hace emerger una distor-sión más profunda), el origen de su problema es orgánico (esa distorsión tiene su base en un desequilibrio químico a nivel neuronal previo al consumo de sus me-dicamentos… pero que no había emergido claramente aún). Ni la completa falta de lógica del razonamiento psiquiátrico aplicado, ni el enorme negocio que los sustenta y promueve ni, por supuesto, todo el cúmulo de problemas objetivos, perfectamente ambientales, que precipitaron toda la situación, aparecen en este mecanismo explicativo, puramente ideológico, cuyo único resultado es el escala-miento diagnóstico (sucesivos diagnósticos que van “descubriendo” estados cada vez más graves del cuadro), y el escalamiento terapéutico (sucesivos aumentos en la cantidad e intensidad de los fármacos administrados).

Es la triste historia de Felipe, que desde los cinco años ha pasado de los desconges-tionantes respiratorios aparentemente inofensivos que, sin embargo, contienen sustancias con efectos estimulantes, a las drogas que le permitirían “focalizar” pero que, sin embargo, le producen alteraciones en el sueño y en el ánimo, a las drogas que le permitirían dormir y “modular su ánimo”, a pesar de lo cual le produjeron ataques de pánico, obesidad y jaquecas, a la administración de antipsicóticos que le permitirían superar sus ataques de pánico, al menos mientras no se manifieste completamente su desorden bipolar latente o, peor, su primera crisis esquizofré-nica en la adolescencia.

h. La encrucijada atroz: ¿cómo pueden sufrir los que deben mostrar éxito a

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toda costa?

En algún momento, los porfiados hechos, los reiterados círculos en que estos problemas se presentan y agravan, nos tienen que obligar a preguntarnos más radicalmente por su origen. Nos tienen que obligar a replantear la situación desde las bases sociales de las que surgió. Demasiados dólares, demasiada ineficacia y torpeza médica, demasiadas víctimas que sólo van agravando de manera progre-siva su calvario. Demasiado ideologismo simple: el problema es suyo, su problema es psicológico, su problema es orgánico.

Es hora de preguntarse de una manera más global y más radical por todo aquello que se desplaza y queda oculto tras estas explicaciones insuficientes e ineficaces. Por aquello que siempre se nombra, “nuestra sociedad y nuestra época son… difíciles”, y que siempre se mantiene en la penumbra de la vaguedad en el ámbi-to de la teoría, a pesar de que habla a gritos en cada paso y cada aspecto de la experiencia cotidiana y real. Nadie niega que haya “causas sociales”. Muy pocos pasan de esa afirmación genérica.

Al volver la mirada sobre ese estado social de la subjetividad imperante lo que se encuentran son patrones de comportamiento extremadamente individualis-tas. Se encuentra el exitismo compulsivo, la vida entregada a las apariencias, la enorme presión por salir adelante en medio de un ambiente competitivo y sobre explotador. Todo el mundo lo sabe. Nadie duda de que estos patrones de com-portamiento tienen que llevar tarde o temprano a problemas subjetivos, incluso todos los enumeran un poco a la rápida, entre las muchas explicaciones, pero muy pocos se detienen a examinar sus características particulares y sus efectos sociales y políticos de manera más determinada.

Una manera de abordar el problema, en este país, es comparar las antiguas capas medias, formadas entre los años 30 y 40, con las nuevas capas medias cuyo auge empieza en los años 80 y 90. Unas capas medias “clásicas” explotadas a ritmo keynesiano. Con amplios privilegios en educación, salud, vivienda, cultura, conse-guidos a costa del Estado, y también a costa de los sectores más pobres del país. Unas capas medias con bajos niveles de endeudamiento, o con endeudamiento blando, perfectamente pagable. Unas capas sociales emergentes sobre las que imperan patrones de prestigio, cultura y modales provenientes de la vieja Europa de los años 20. Con vocación familiar y barrial. Democratista, moderada en el aparentar, entre la cual el ejercicio y el consumo de la alta cultura ofrece un cierto

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prestigio. Unas capas medias con un amplio espacio para la movilidad social, al menos en los sectores integrados a la producción moderna. Y también, unas ca-pas medias orgullosas de una democracia que omite sistemáticamente a los más pobres en el campo y la ciudad, para la cual las comunidades étnicas originarias son sólo motivo de folklore y fraseología patriotera, que omite sistemáticamente a los militares (y pagará por ello), que celebra de manera meramente formal a los intelectuales, que se construye en y desde dos o tres grandes ciudades dejando casi todo el resto del país entregado al olvido de los terratenientes, sumergido en una opresiva siesta provinciana.

Muchos académicos dedicados a examinar la vida cultural del Chile del siglo XX han indicado ya cómo el golpe de Estado de 1973 marca el fin de esa vida “clásica”, y cómo el auge económico, real o ficticio, desde los años 80 cambió radicalmente el modo de vida nacional. Estamos ahora ante la emergencia de una “nuevas” capas medias. Fuertemente elitistas. Unas capas medias que, una vez ascendidas, admi-ten muy poca movilidad social. Unos sectores sociales que surgen a la sombra del desmantelamiento de todo apoyo estatal, y que deben hacerse cargo progresi-vamente, en el nivel familiar, de los costos de la educación, la salud, el acceso a la cultura. Sectores sociales cuyos referentes culturales son más bien norteameri-canos o, incluso, que mantienen como horizonte cultural un cierto mito sobre lo que ocurriría en unos Estados Unidos de fantasía. Algo así como la mirada de los pobres portorriqueños, de los cubanos recién llegados a Miami, pero a miles de kilómetros de distancia. Capas medias para las que la alta cultura ya no es un signo de prestigio, y que consumen farándula o cultura sin hacer grandes distinciones. Capas medias conservadoras, que viven de manera “apolítica”, que se refugian en el espacio familiar, con muy poca vocación pública, que dan la espalda incluso a la experiencia barrial, tan tradicional y aparentemente arraigada. Pero también, capas medias que no son sino amplios sectores de trabajadores fuertemente sobre explotados, sometidos a la precariedad laboral y salarial, viviendo sobre la base de un endeudamiento duro, intenso, con tasas de interés inverosímiles. Sectores en los que ha golpeado intensamente la crisis general de la familia tradicional, que viven la disgregación familiar como algo normal, cotidiano. Sectores acosados por el mercado liberal y por un Estado ausente de sus deberes más elementales.

La rapidez de su auge, el ritmo extremo que permite el endeudamiento aparente-mente sin límites, los modelos de éxito “a la norteamericana”, la revolución en el papel que juegan los medios de comunicación en la formación de la subjetividad

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pública, han dado origen a unos patrones de comportamiento extremadamente individualistas, a unos criterios de éxito extremadamente pobres, siempre perse-guidos con exceso, a una cultura de la impostación, de la apariencia fingida, de la compulsión por mostrar incluso lo que no se tiene. El momento más dramático de esta escalada se comentó ampliamente en los años 90, pero parece haberse olvi-dado: los carros de supermercado llenos que se pasean sólo para mostrar y luego se dejan abandonados, comprando lo mínimo… los teléfonos celulares de palo.

“Winners” y “loosers”56, tal como en las series norteamericanas para adolescen-tes (norteamericanos). Hay que tener, si no se tiene al menos hay que aparentar tener. Si no se puede aparentar lo que no se tiene, al menos hay que ser visto “satisfecho”, “positivo”, “en ascenso”. Winner por fuera aunque se sienta todo el tiempo como looser por dentro.

La encrucijada es esta: agobio por el endeudamiento, cansancio y precariedad la-boral, tensión y disgregación familiar, individualismo extremo, versus la necesidad imperiosa de exhibir ciertos estándares de consumo, de visibilidad, de éxito, de satisfacción. O, también, ¿cómo se las arreglan para sufrir los que deben mostrarse exitosos a toda costa?

i. Contextos hostiles: el trabajo, la familia, el colegio.

Hay poderosos factores que convierte al espacio de trabajo en un ambiente es-tresante y hostil. Desde luego el primero es la precariedad contractual. Se vive de manera cotidiana el peso de una legalidad que hace extremadamente fácil la cesación y rotación de los trabajadores. Incluso por sobre la precariedad salarial, la vinculación débil con la fuente de trabajo opera como fuente de adhesión obli-gada por parte de los trabajadores. Y los jefes directos y empleadores la recuerdan constantemente como una forma de incentivar la productividad. El mundo de fantasía en el que “un trabajador contento produce más”, tan alardeado por los administradores de los departamentos de personal, y los que lucran con “inter-venciones” y dinámicas para mejorar el ambiente laboral, se traduce en la práctica en un sistema de presiones subjetivas, al más viejo estilo del palo y la zanahoria, que rara vez se eleva por sobre el nivel de la amenaza latente.

Un segundo factor que es necesario considerar es la sobre explotación en el sen-

56 Perdón por el anacronismo, pero aún creo que no deberíamos dar ciertas cosas por obvias: “winners”, en inglés, significa “ganadores”, “loosers” significa “perdedores”.

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tido más brutal y directo. No tanto la proporción entre los niveles salariales y los de las ganancias, de por sí leoninos, sino, de manera física, la sobre exigencia sobre la productividad, que procura extraer valor hasta del último segundo de la jornada laboral efectiva. Incluso, el uso intensivo de tecnología, el uso abusivo de la posibilidad del trabajo a distancia, hace que muchos trabajadores simplemente continúen en sus casas las tareas sobre dimensionadas que les han encomendado dentro de sus jornadas de trabajo normales. La amenaza del desempleo impide toda rebelión contra este trabajo fuera del trabajo, que se extiende sin más fuera de todo arreglo contractual.

Pero el carácter estresante y hostil de estos regímenes laborales se ve fuertemente agravado por las paradojas de las “políticas de personal”. En la práctica, y cada vez más a nivel contractual, se exige a los trabajadores el cumplimiento de requi-sitos de tipo subjetivo ante su labor: buena disposición, lealtad, emprendimiento, proactividad, asertividad, una actitud “positiva”. Los encargados de fomentar y desarrollar estas destrezas no sólo actúan estableciendo actividades, o delimitando usos y rutinas laborales sino, también y activamente, se convierten en vigilantes de su cumplimiento. El trabajador se encuentra así en medio de una tensión con-tradictoria: por un lado es sobre exigido, por otro lado debe mostrar buen ánimo, una buena actitud colaborativa. Si a esto agregamos que la evaluación de estos perfiles de comportamiento subjetivo es también frecuentemente subjetiva la situación se vuelve más opresiva: todo trabajador encargado de tareas media-namente técnicas se encuentra cotidianamente confrontado con la subjetividad todopoderosa de algún coordinador que vigila sus actitudes.

El precio de no cumplir con los estándares, siempre bastante vagos, y entregados al “criterio” de los evaluadores, que por supuesto casi nunca aparecen como tales, pero que tienen claramente ese poder, es ser detectado como “un caso problema”. La consecuencia habitual es una deriva, apenas distinguible del bullying laboral, en que los estigmas se acumulan, las oportunidades de “enmendar” se agotan más rápidamente que lo prometido, y en que la presión misma de la situación refuerza los comportamientos que fueron inicialmente estigmatizados.

Pero el precio real, el que va más allá del lugar de trabajo, es la perspectiva que se abre, ominosa, ante la posibilidad del desempleo. Asumir de pronto, sin res-paldo alguno, el endeudamiento. Las casas comerciales, los colegios e Isapres, las cuentas por los servicios. La perspectiva de buscar empleo en medio de una fuerte competencia por las fuentes de trabajo, en que la edad, los antecedentes

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laborales previos e incluso la “buena presencia”, pueden actuar como factores en contra. Una competencia en que es necesario afrontar la posibilidad abiertamente paradójica de la “sobre calificación”. Curiosamente, y en contra de toda eviden-cia, los evaluadores suelen argumentar que más experiencia significa más salario (cuestión que rara vez se cumple en el mercado laboral real) y que, por lo tanto, es preferible contratar personas con menos experiencia que puedan ser forma-das en sus tareas durante su ejercicio, y que cuesten menos. La realidad detrás de este argumento, sin embargo, es otra: más experiencia significa también más “problemático”. Es decir, los evaluadores suelen preferir trabajadores más dóciles, en contra de toda la retórica grandilocuente del trabajador creativo, polivalente, capaz de asumir desafíos porque ya los ha enfrentado antes.

El precio social del desempleo tan fácilmente posible es, en buenas cuentas, la perspectiva de cambiar repentinamente de estatus después de una enorme ex-posición exitista frente a familiares y amigos. Y entonces, considerada de esta manera, nos damos cuenta de que se trata de una situación que atraviesa todos los niveles salariales. No es exclusiva de los trabajadores más altamente tecnológicos, aunque los afecte con más frecuencia. No es exclusiva de los niveles salariales más altos, incluso se puede afirmar que el drama del contraste es mayor justamente en quienes cuentan con menos respaldos, con menos vínculos para sobrellevar o incluso disimular temporalmente su pérdida. Es decir, justamente en los sectores de trabajadores con ingresos más bajos y entornos sociales menos protegidos. Hay que considerar que en este país incluso los trabajadores que ganan el salario mínimo suelen tener varias tarjetas de multitiendas y hacer algún tipo de copago en colegios subvencionados.

Esta precariedad en el ámbito laboral, que genera una situación en que se debe responder a la sobre exigencia con el mejor rostro posible bajo la amenaza per-manente del desempleo, impacta directamente en la familia. Jefes de hogar ago-biados por las deudas, por sus propias autoexigencias de éxito, por la ingratitud de un trabajo que se debe mantener a toda costa con una sonrisa en los labios, y que frecuentemente tienen que completar en sus casas, no pueden, desde luego, seguir sonriendo en sus hogares. Buscan descanso para un cansancio que no logran identificar directamente. Padecen formas de cansancio que no son ya de tipo físi-co muscular, sino que afecta más bien a la musculatura fina, a las coordinaciones perceptuales y, desde luego, sobre todo, a la subjetividad. Ante este cansancio de nuevo tipo, y dados los patrones culturales imperantes, la farándula, la enajenación

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deportiva, completan un círculo de pobreza: todo el “tiempo libre” se convierte más bien en simple tiempo de restauración de la fuerza de trabajo, componentes subjetivas incluidas, para poder seguir siendo sobre exigido el lunes siguiente.

Como siempre, son las jefas de hogar las que llevan la peor parte. La “moder-nización” sólo ha removido muy superficialmente el machismo histórico de las sociedades latinoamericanas. Además del ambiente laboral hostil, y con frecuencia junto a él, la mujer trabajadora aún lleva el peso de tener que “hacerse cargo de la casa”. La disgregación de la institución familiar que todas las estadísticas señalan empieza, de manera legítima, por la reivindicación de la mujer trabajadora de un horizonte de humanidad que le es sistemáticamente negado. Realizarse en la vida, contar con medios propios e independientes de subsistencia, compartir de manera efectiva las tareas hogareñas, ser considerada también como exitosa, ser estimada por sus competencias educacionales, laborales, sociales. Todo este mundo de deseo de reconocimiento parece ser obvio para los hombres y es, en cambio, hasta el día de hoy, una constante tarea, una constante lucha, para la mujer. Las tasas de separación conyugal, el número cada vez creciente de jefas únicas de hogar, la postergación del matrimonio, el 50% de niños que nacen en Chile fuera del matrimonio, son efectos, buenos o malos, buscados o no, de esta larga lucha por la dignidad. Efectos de una lucha que se despliega en un mundo radicalmente injusto. Efectos que hay que asumir como tales, para los cuales sólo un mundo radicalmente distinto puede ofrecer alternativas.

¿Deberíamos extrañarnos de que todo esto se exprese en el medio escolar? Los niños también han sido convertidos en sujetos de consumo. También se han creado para ellos pautas de exitismo y visibilidad “adecuada”. También entre los jóvenes y niños hay estándares de consumo que alcanzar y exhibir. Pautas de competiti-vidad y rendimiento.

Los colegios pagados o no, entregados a la lógica mercantil, se convierten en ver-daderas máquinas de productividad formal, acosados por indicadores artificiosos y artificiales, como el SIMCE y la PSU, que no miden progreso educativo alguno ni, para qué recordarlo, indicador cultural alguno, pensados sólo para ofrecer indicadores de selectividad que, a pesar de su pobreza de contenidos, influyen drásticamente en las perspectivas de ascenso educacional y social posibles para los estudiantes.

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La paradoja de la sobre exigencia laboral se repite de esta manera en los colegios. Por un lado hay que rendir. El colegio necesita más promedios en el SIMCE y la PSU. Cada estudiante exige y es exigido por sus compañeros en torno a los modelos de comportamiento que muestran las series juveniles norteamericanas, de acuerdo a los modelos de exitismo de sus padres, de acuerdo a sus propias expectativas de aparecer y circular de manera exitosa. Pero, a la vez, cada joven, cada niño, debe mostrar un comportamiento “adecuado”. Expresar sus emociones de manera adecuada. Mostrar una actitud colaborativa y proactiva. Desarrollar asertividad y empatía. El riesgo de no cumplir con estos estándares es, nuevamente, llegar a ser considerado como “un caso problema”. La espiral de refuerzo negativo que conlleva el estigma se repite, tal como en el bullying laboral. Y a ella contribuyen, con la mejor intención del mundo, todos los actores que están a cargo del proceso educativo, imbuidos de ideología psicologizante y psiquiátrica… y presionados también por sus propios agobios.

j. La contención social como efecto

Juan, María y Felipe están absorbidos por una misma espiral de eventos que esca-pan completamente a sus posibilidades de acción individual. Sometidos a los efec-tos de un sistema de vida inhumano. Víctimas de sus propios deseos colonizados por la enajenación. Víctimas de un sistema de sobre explotación y sujeción social. Juan descarga sobre su familia los agobios que contempla, sin poder descifrar su origen global. María descarga sobre sus hijos el agobio de tener que luchar por el reconocimiento hasta en los espacios más íntimos de su vida. Felipe descarga sobre sus padres, sobre sus profesores y compañeros, el agobio de no poder estar a la altura de las sobre exigencias que se descargan sobre él.

Pero no se rebelan. El horizonte de un mundo más humano no aparece en absoluto, de manera efectiva, en sus vidas. Juan apoyó el golpe de Estado, pero se horrorizó luego con los usos y abusos de la dictadura. María ha sido siempre de izquierda, pero de un modo cada vez más lejano, casi como una simple nostalgia de sus días de colegio. Felipe casi no ha escuchado hablar de semejantes temas, y no imagina un mundo alternativo más allá del horizonte de sus consolas de juego.

No sólo no se rebelan. Tampoco conciben sus dramas como dramas sociales o políticos. Ni siquiera como dramas comunes o colectivos. Cuando cuentan sus problemas los describen como puramente individuales. Cuando escuchan los

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problemas, casi idénticos, de otros, no llegan a identificarlos con los propios. Han llegado al convencimiento, teórico y práctico, de que sus problemas son indivi-duales, de algún modo únicos (el problema es suyo), de que no logran evaluar de manera adecuada sus posibilidades y expectativas (su problema es psicológico), de que sus incapacidades temporales se originan en algún tipo de alteración orgáni-ca, que puede y debe ser tratada de manera médica (su problema es endógeno).

No se rebelan. Cada uno de los actos de sus vidas es un dramático testimonio del mundo en que viven. Una poderosa denuncia de la inhumanidad del agobio que los aqueja. Pero una denuncia meramente potencial, que ellos mismos no perci-ben como tal. Cada uno de sus dramas podría ser fuente de una radical y rabiosa protesta contra el mundo establecido. Pero una protesta que no se produce. Han sido contenidos.

La medicalización del malestar subjetivo cumple la función más clásica de la ideo-logía: contribuye a “pegar” un tejido social fracturado, centrífugo y contradictorio, con apariencias y discursos que presentan esas dificultades como incidentales, temporales, exteriores a su voluntad personal y, desde luego, a su voluntad política.

El sistema nunca puede tener la culpa de lo que a usted le pasa: el problema es suyo. Pensar lo contrario es, de manera simple y directa, una disculpa propia de un incapaz ¿Cómo puede responder a esto el “incapaz”? Exteriorizando a su vez, en él mismo, el problema, moviéndolo desde la esfera de la voluntad (que es la de sus capacidades posibles) a la de su cuerpo (cuyas reacciones estarían más allá de su voluntad). Esto es lo que clásicamente se llama “objetivar el síntoma”.

La somatización del malestar es una estrategia subjetiva que descansa en la ideo-logía de la medicina científica, o mejor, en la medicina científica convertida en ideología por la necesidad imperiosa del paciente conjugada por la avidez de lucro de la industria médica. Sin que haya ninguna conspiración especial al respecto57, el efecto objetivo de esta estrategia es la contención social. El desplazamiento de las raíces del malestar desde el ámbito social y político hacia un ámbito presunta-mente psiquiátrico y médico.

57 Aún tratando de no pensar en una política conspirativa al respecto, es necesario con-siderar que, sólo en Estados Unidos, durante los últimos cinco años (2006-2010), la industria farmacéutica ha gastado más de 55.000 millones de dólares en promover y publicitar fár-macos. Un aspecto notable de este gasto es que, de esa cifra, más de 2.000 millones fueron destinados a financiar revistas médicas (en que se forma la opinión profesional de los espe-cialistas), y más de 33.000 millones a influir directamente sobre los profesionales médicos que están en posición de recetarlos. Los datos se pueden encontrar en www.imshealth.com.

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k. “Quedamos los que puedan sonreír”

La medicalización de nuestros problemas y agobios no es ni inevitable ni insupe-rable. No estamos obligados a la medicina convertida en ideología por el afán de lucro. Tratándose de un problema que afecta tan directamente, de manera tan personal, nuestra subjetividad, es necesario abordarlo primero en y desde ese pla-no. Pero, tratándose de un orden de problemas que claramente exceden nuestras posibilidades de acción personal, es necesario asumir que sólo se pueden abordar con éxito si los compartimos, si somos capaces de socializarlos.

En el plano puramente personal, la primera fase de todo intento por ir más allá del círculo vicioso de la medicación es enfrentar el desafío de disminuirla progresiva-mente. Se trata de una cuestión delicada, y la mayor parte de las veces difícil. Lo primero que se debe tener en cuenta es el efecto de resaca de todas las drogas que afectan al sistema nervioso. Nunca se debe suspender un tratamiento con drogas psicotrópicas (antipsicóticos, antidepresivos, ansiolíticos, “moduladores de ánimo”, somníferos, calmantes) de manera repentina o abrupta. Siempre la disminución debe ser lenta, al ritmo que el propio afectado sienta como más seguro. Se debe estar dispuesto a aceptar retrocesos temporales, plazos más o menos largos. En general, uno debería demorarse en dejar de tomar las drogas que consume tanto o más que el tiempo durante el cual las ha consumido. En muchos casos esto puede ser mucho tiempo. Lo más importante es la decisión de hacerlo, y de cuidarse uno mismo a lo largo de todo el proceso.58

Desde luego, el sólo hecho de reducir el consumo de fármacos psiquiátricos no reducirá los problemas subjetivos a partir de los cuales fueron recetados. Aunque sí reducirá los poderosos y catastróficos efectos del escalamiento terapéutico (el empezar a consumir cada vez más drogas, de diverso tipo), que es un problema muy objetivo y demasiado frecuente. Reducir el consumo tiene sentido sólo si a la vez se siguen terapias alternativas, que aborden los problemas de fondo. Y esas te-rapias pueden ser de muchos tipos. Desde luego las terapias psicológicas, entre las que siempre son preferibles las terapias habladas, de tipo cognitivo. Pero también, no necesariamente terapias psicológicas. Hay una amplia gama de actividades que pueden tener efectos terapéuticos sin ser directa y propiamente terapias. Desde

58 Una muy buena guía para la reducción del daño producido por el consumo de drogas psicotrópicas, pensada para ser leída y seguida por los usuarios mismos, se puede encontrar, en castellano, en el sitio del Icarus Project, www.theicarusproject.net, bajo el título “Discon-tinuación del uso de drogas psiquiátricas: una guía basada en la reducción del daño”.

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hacer ejercicios, practicar alguna disciplina de meditación, participar en grupos de tipo cultural o político, hasta el mismo convertirse en un activista crítico del propio problema que se quiere superar. Lo que tienen en común estos procedimientos, y lo que les permite una buena parte de su efecto terapéutico es el compartir, el hacer actividades conjuntas, el conectarse con otros y constatar en ellos nuestros mismos problemas, y crecer con ellos hacia la búsqueda de soluciones.

Pero también, más allá de esta necesidad personal, ciertamente urgente en mu-chísimos casos, avanzar hacia soluciones más permanentes pasa necesariamente por asumir la consciencia de que un mundo y un modo de vida más humanos son necesarios. Explicitar y asumir, desde luego, los mecanismos ideológicos que nos han mantenido retenidos en una situación inhumana y generar la consciencia para revertirlos. Ante la individualización, socializar. La mayor parte de mis problemas son compartidos por muchos y se deben a situaciones que han estado hasta ahora más allá de mi voluntad. Ante la psicologización, objetivar. Nuestros problemas cotidianos no son simples problemas generados en la manera en que percibimos la realidad, o en nuestra falta de destrezas comunicativas. Ni pueden ser reducidos a esas dimensiones. Son problemas objetivos. Que tienen raíces perfectamente identificables en la sociedad y el modo de vida imperante. Ante la naturalización, historizar. La objetividad social de los problemas que nos aquejan es perfectamente histórica, puede ser cambiada. No reside ni en una presunta naturaleza humana, ni en unas bases biológicas que nadie ha establecido de manera científicamente válida. Reside en las estructuras sociales que constituyen al sistema en que somos dominados, explotados, sobre exigidos. Tenemos derecho a querer cambiar ese mundo opresivo y, social y políticamente, podemos hacerlo.

Como la desintoxicación personal, la tarea política puede ser larga y difícil. Pero lo más importante en nuestra decisión de que es necesaria y es posible. “En la calle, codo a codo, somos mucho más que dos”, nos dice la realidad. Y, también, como lo ha indicado otro cantor con tanta claridad, esta es una gran tarea común a la que llegamos, en la que quedamos, “los que puedan sonreír”.

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IV. Aniversarios

Reúno en esta sección una serie de textos escritos a propósito de uno de los vicios de la izquierda decadente, justamente para criticarlo: la obsesión por el recuento. Un uso masoquista de la perspectiva histórica que sólo logra reelaborar las jus-tificaciones de las múltiples derrotas, y cuyo efecto no es sino el arrastrar a las nuevas generaciones al mismo ejercicio, y a la impotencia política que lo marca desde su inicio.

Don Vicente Huidobro, poeta y mago, dueño de la Viña Santa Rita y candidato a la presidencia de la República por el Partido Comunista de Chile, lo escribió alguna vez, con extrema claridad: “los viejos generalmente obran y hablan en nombre de sus desengaños, de sus fracasos, que ellos llaman experiencia, como si todos debiéramos fracasar en la vida y desengañarnos” (en Vientos Contrarios, 1922).

Los veinte años del golpe de Estado, los treinta, ahora los cuarenta. Pero también el bicentenario, los cien años de la matanza de la Escuela Santa María, los veinti-cinco años del triunfo de Allende, el centenario de Neruda. Por supuesto me faltan muchas otras fechas. Durante cuarenta años los intelectuales de izquierda en este país han vivido escribiendo en torno a la mala nostalgia, y a la oscura “autocrítica”, cuyo único resultado es ver todas las virtudes sólo en el enemigo, y darse vueltas una y otra vez en las derrotas.

He sido invitado muchas veces a encuentros académico políticos y conmemo-raciones de esta clase. La mayor parte de las veces simplemente las he evitado. Pero veo ahora, hacia atrás, este rastro de abominación del recuerdo, y la furia me empuja al contrasentido de hacer mi propio recuento de las veces en que he usado la ocasión del recuento para criticarlo.

Asumo que hay en esto un contrasentido. Lo hago, sin embargo, como testimonio de una constante crítica, que he desarrollado desde hace ya más de treinta años, y que ha marcado los caminos que he emprendido y el tipo de respuestas que me he empeñado en encontrar.