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IMAGEN CONCEPTUAL E IMAGEN NARRATIVA Rafael García Mahíques Grupo de Investigación APES - Universitat de València 1 «Las artes que dependen del dibujo empezaron, como todos los inventos, por lo imprescindible. Más adelante se buscó la belleza, y finalmente se llegó a lo super- fluo. Estas son las tres escalas más notables del arte» 2 . Con estas palabras, Winckel- mann abre el capítulo primero de su Historia del arte en la Antigüedad, dedicado a explicar el origen del arte y las causas de su diversidad en los diferentes pueblos. Tan corta expresión es suficiente para advertir unas convicciones que en mayor o menor grado ya superadas, han presidido el desarrollo de la moderna Historia del arte. La primera de ellas es el sentido cíclico de formación, madurez y decadencia como hitos que presiden toda etapa artística. Es bien evidente en las palabras que siguen a continuación: Nos dicen las más antiguas noticias que las primeras figuras representaron al hombre, no como lo vemos nosotros, y no su aspecto, sino sus ‘contornos’. De la simplicidad de la figura se pasó al estudio de las condiciones, que resultó ser acertado. Con tal seguridad se partió hacia lo grande, con lo cual el arte alcanzó altura y pudo llegar entre los grie- gos, en diversas etapas, a la máxima belleza. Después unidas todas las partes de la figura y buscando su adorno, se degeneró en lo superfluo, con lo cual desapareció la grandeza del arte y sobrevino al fin el inevitable y completo hundimiento del mismo 3 . Aby Warburg, interesándose por las etapas de transición, así como por todo tipo de imagen independientemente de su grado artístico, fue de los primeros en poner las bases de la superación de este concepto cíclico de los períodos artísticos —me- jor estilos—. No obstante, su vigencia aún está muy presente en la metodología actualmente predominante, sobre todo cuando aún permanecen vivas clasificacio- nes de las artes basadas en la distinción entre las bellas artes como «artes mayores» y el resto de producciones artísticas, llamadas generalmente artes decorativas o artes aplicadas, denominaciones éstas que substituyen eufemísticamente el impresentable epíteto de «artes menores». Estos conceptos permanecen aún muy vivos y siguen presidiendo los actuales planes de estudio de grado en las universidades españolas. En el fondo, la tradicional Historia del arte no puede desprenderse fácilmente de estos lastres por la sencilla razón de que aún sigue considerándose que aquello que define esencialmente el valor artístico son las «figuras» o los «contornos», no así los «conceptos». En este sentido, la impronta de Winckelmann es aún más notoria y permanente; siendo que realmente no hizo sino disponer las bases para institu- 1 El presente estudio se inscribe dentro del proyecto «Los tipos iconográficos: descripción diacróni- ca», financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación (HAR2008-04437/ARTE). 2 Winckelmann, 1967, p. 23. 3 Winckelmann, 1967, p. 23.

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IMAGEN CONCEPTUAL E IMAGEN NARRATIVA

Rafael García Mahíques Grupo de Investigación APES - Universitat de València1

«Las artes que dependen del dibujo empezaron, como todos los inventos, por lo imprescindible. Más adelante se buscó la belleza, y finalmente se llegó a lo super-fluo. Estas son las tres escalas más notables del arte»2. Con estas palabras, Winckel-mann abre el capítulo primero de su Historia del arte en la Antigüedad, dedicado a explicar el origen del arte y las causas de su diversidad en los diferentes pueblos. Tan corta expresión es suficiente para advertir unas convicciones que en mayor o menor grado ya superadas, han presidido el desarrollo de la moderna Historia del arte. La primera de ellas es el sentido cíclico de formación, madurez y decadencia como hitos que presiden toda etapa artística. Es bien evidente en las palabras que siguen a continuación:

Nos dicen las más antiguas noticias que las primeras figuras representaron al hombre, no como lo vemos nosotros, y no su aspecto, sino sus ‘contornos’. De la simplicidad de la figura se pasó al estudio de las condiciones, que resultó ser acertado. Con tal seguridad se partió hacia lo grande, con lo cual el arte alcanzó altura y pudo llegar entre los grie-gos, en diversas etapas, a la máxima belleza. Después unidas todas las partes de la figura y buscando su adorno, se degeneró en lo superfluo, con lo cual desapareció la grandeza del arte y sobrevino al fin el inevitable y completo hundimiento del mismo3.

Aby Warburg, interesándose por las etapas de transición, así como por todo tipo de imagen independientemente de su grado artístico, fue de los primeros en poner las bases de la superación de este concepto cíclico de los períodos artísticos —me-jor estilos—. No obstante, su vigencia aún está muy presente en la metodología actualmente predominante, sobre todo cuando aún permanecen vivas clasificacio-nes de las artes basadas en la distinción entre las bellas artes como «artes mayores» y el resto de producciones artísticas, llamadas generalmente artes decorativas o artes aplicadas, denominaciones éstas que substituyen eufemísticamente el impresentable epíteto de «artes menores». Estos conceptos permanecen aún muy vivos y siguen presidiendo los actuales planes de estudio de grado en las universidades españolas. En el fondo, la tradicional Historia del arte no puede desprenderse fácilmente de estos lastres por la sencilla razón de que aún sigue considerándose que aquello que define esencialmente el valor artístico son las «figuras» o los «contornos», no así los «conceptos». En este sentido, la impronta de Winckelmann es aún más notoria y permanente; siendo que realmente no hizo sino disponer las bases para institu-

1 El presente estudio se inscribe dentro del proyecto «Los tipos iconográficos: descripción diacróni-ca», financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación (HAR2008-04437/ARTE).

2 Winckelmann, 1967, p. 23.3 Winckelmann, 1967, p. 23.

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cionalizar académicamente una tradición secular según la cual los valores artísticos radicaban esencialmente en la ejecución del arte como fenómeno «plástico», es decir, en la «forma». Por otro lado, el valor concedido a la forma no ha hecho sino consolidarse en la Modernidad, de lo cual puede ser muestra el enfoque de Bene-detto Croce, quien mantuvo en su Estética que «l’atto estetico è forma, e nient’altro che forma», entendiendo por tal cosa una elaboración catártica de sentimientos.

La situación es radicalmente diferente si en lugar de tomar el arte esencialmente como un fenómeno «plástico», lo tomamos como un fenómeno «visual». Conviene recordar que por «visualidad» —algo distinto a la «visión»— debemos entender el desarrollo mental por medio del cual se procesan conceptos o significados a partir de lo percibido por medio del sentido de la vista4. Esta apreciación permite enfo-car el estudio del fenómeno artístico tomando como referente prioritario, no la forma, sino el contenido o significado, sin que esto suponga renunciar al aspecto formal del arte, puesto que forma y contenido —que conviene diferenciar por razones metodológicas— constituyen una unidad indisociable. Esta perspectiva es fundamental y comporta también un cambio en nuestros conceptos habituales y en definitiva sobre lo que es realmente esencial en el fenómeno artístico. Esta ac-titud está ya intrínsecamente presente en las reflexiones de E.H. Gombrich, quien en su estudio sobre la revolución artística de la antigua Grecia lo intuyó de modo magistral5. En este estudio, puso de relieve que fue ya el arqueólogo Emmanuel Loewy quien se ocupó de la mímesis, o imitación de la naturaleza, en el arte grie-go, «destacando la prioridad de los modos conceptuales y su gradual ajuste a las apariencias naturales».

La tradición que comporta la definición del arte como mímesis o imitación de la naturaleza, definición esencial de la visualidad artística en la cultura de Occidente, arranca del mundo griego, en donde mímesis tuvo el sentido concreto de creación de imágenes. En la teoría pitagórica, había significado la expresión de experiencias del mundo interior —el carácter según los antiguos—, y su campo principal era la música. El alma, por naturaleza, se expresa mediante la música y los ritmos eran imágenes de la psique. Para Demócrito significaba tomar ejemplo de las obras de la naturaleza, pudiéndose aplicar a todas las artes, y no sólo a las imitativas. Entendió principalmente dos tipos de mímesis: una, la propia de la danza y de la música, pre-sente en la !"#$%&, es decir —como los pitagóricos—, la imitación de sentimientos por el actor; otra, la propiamente imitación de la naturaleza en sus modos de obrar, aplicado a los modos de construir y de tejer. Demócrito desconocía aún la imi-tación de las apariencias en la pintura y en la escultura, que pronto se convertiría en la acepción más popular. Con Platón, el término significó ya imitación de las cosas externas en la poesía, en la pintura y en la escultura; en la música seguiría significando la expresión de experiencias y caracteres, y afirmó expresamente en el Sofista que «la imitación es una composición de imágenes, sin duda» (Sofista 265b). Aristóteles —que nunca dejó una definición del término—, siguió el sen-

4 Visión y visualidad fue uno de los ejes de reflexión terminológica que presenté en el VI congreso de la SEE: García Mahíques, 2008, vol. I, especialmente pp. 25-30. Así mismo, está presente en García Mahíques, 2009, pp. 26 y ss.

5 Gombrich, 1998, pp. 99 y ss.

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dero de Platón, manifestando que «también es forzoso que sean agradables cosas tales como lo imitativo, como la pintura, la estatuaria, la poesía y todo lo que esté bien imitado, aunque no sea agradable el objeto imitado en sí» (Retórica 1371b 4). Aristóteles tuvo también presente el antiguo significado de la imitación como ex-presión y representación de caracteres, y así mismo consideró la épica y la tragedia como representaciones imitativas asociadas a la música, cuando su recitación se acompañaba de la flauta y la cítara; por lo tanto, la poesía era, como la escultura y la pintura, arte imitativo en el mismo sentido que la música6. La unidad de las artes por medio de la mímesis, la creación de imágenes imitando lo que está presente en el mundo, era pues, en la antigua Grecia, algo esencial. Y así continuó siendo du-rante siglos hasta que la Modernidad se encargaría de dividirlas separando artes del tiempo —poética literaria, música, etc.— y artes del espacio —artes plásticas—, y así mismo éstas entre «bellas artes» y «artes menores», lo cual facilitó, no cabe duda, la identidad exclusiva de la imagen visual con su componente formal, y adjudicar a esta parte todo el entero valor de la condición artística; los valores artísticos de una obra radicarían esencialmente en la forma, quedando relegado el contenido como algo secundario, incluso extra-artístico, y a veces también prescindible.

Mímesis, pues, como «creación de imágenes», es algo que debe ser comprendido no como simple imitación de lo «visible», sino de una «visualidad» como entero motor de la creación artística —tanto si es ésta gráfica, literaria, musical, etc.— que comporta la indisoluble unidad tanto del contenido como de la forma en que éste se manifiesta. Entender como la mímesis griega únicamente el aspecto aparente o formal de la «plástica» artística, es algo derivado del pensamiento estético de la Modernidad, así como de la institucionalización académica de la Historia del arte a partir de Winckelmann. Frente a ello, en el plano epistemológico, se han ido abriendo propuestas renovadoras tales como la iconología en su sentido clásico, o bien las últimas corrientes surgidas en la postmodernidad, como los Estudios visuales. En todos estos casos se intenta, desde estrategias diferentes, dejar atrás las constricciones académicas formalistas tradicionales abogando más por el concepto de «visualidad», que puede llegar a comprender no sólo la imagen visual propia-mente dicha —la imagen gráfica o proyectada, artística o no—, sino también la imagen en el seno del lenguaje literario y en definitiva en la figuración mental que es en donde finalmente concurre toda iconicidad.

Este enfoque para el estudio de lo visual, comporta corregir substancialmente algunas inercias sobre las que se afianzan determinados conceptos que la Mo-dernidad ha sustentado en el territorio histórico-artístico. Uno de ellos, según acabamos de puntualizar, es el equivocado y parcial concepto griego de mímesis y de arte imitativo en el mundo griego. Otro, esencial también, es el perfil que adquiere la «revolución clásica del arte», como algo circunscrito exclusivamente a la conquista del ilusionismo mimético, parcialidad que debe corregirse para ser entendida dicha revolución no de otro modo que como evocación artística libre sobre acontecimientos mitológicos e históricos por medio de la mímesis; es decir, la narración icónica. Esta gran conquista del mundo helénico fue algo prácticamente inexistente en el antiguo Egipto o en las culturas mesopotámicas, civilizaciones en

6 Tatarkiewicz, 1987, vol. I, p.151.

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las que la expresión artística estuvo casi totalmente vinculada a los ritualismos o al servicio del poder, lo que se tra-ducía en el símbolo y el concepto po-lítico-religioso a través de unas formas convencionales subordinadas a este fin, no tanto así a la apariencia del mundo. También aquí Gombrich puso de re-lieve que la explicación de este fenó-meno se había hecho tradicionalmente recurriendo a la limitación de medios que impedía al arte pre-griego evocar una escena de apariencia viva; es decir, la inhabilidad para representar la loca-ción espacial hacía imposible un arte de la narración mitológica. Fue exac-tamente ésta la hipótesis del profesor Hanfmann, sostenida en un coloquio sobre la narración en el arte antiguo (Chicago, 1957) que resumía la opinión predominante: «Cuando los escultores y pintores clásicos descubrieron un modo

convincente para representar el cuerpo humano, pusieron en marcha una reacción en cadena que transformó el carácter de la narración griega». Ante ello, Gombrich sintió la necesidad de proponer la hipótesis opuesta: «cuando los escultores y pin-tores clásicos descubrieron el carácter de la narración griega, pusieron en marcha una reacción en cadena que transformó los métodos de representación del cuerpo humano; y bastante más que esto»7. Compartimos de este modo con Gombrich que la narración fue el motor de la revolución griega, no así la conquista de la ilusión mimética, ya que «¿No es mucho más verosímil que los descubrimientos que infundieron vida a la estatua erecta aislada se hicieron primero en contex-tos narrativos que requerían una recreación convincente de una situación: por ejemplo, en los grupos narrativos de los frontones, con su evocación dramática de episodios míticos?»8.

Desde esta perspectiva se nos impone una distinción —ya realizada agudamente también por Gombrich en el citado estudio— que creo esencial para la compren-sión de la visualidad artística de Occidente: el arte conceptual y el arte narrativo9. Por arte conceptual debemos entender originariamente toda aquella producción artística pre-griega que se expresa mediante una iconicidad que traduce en imá-genes, o en diagramas icónicos, determinados conceptos mentales. Así, en la estela

7 Gombrich, 1998, pp. 109-110.8 Gombrich, 1998, p. 113.9 A esta distinción ya dediqué un capítulo en mi reciente libro: García Mahíques, 2009, pp. 53-75.

Voy a retomar aquí los elementos argumentales esenciales para ampliar la reflexión hacia otros aspectos no tratados en ese lugar.

Fig. 1. Hammurabi recibe la ley del dios Sha-mash. Estela del Código de Hammurabi, 1700

a.C. París, Louvre

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donde se hallan grabadas las 282 leyes del Código de Hammurabi (Fig. 1), la parte superior presenta una imagen conceptual en relieve en la que el rey Hammurabi recibe las leyes de manos del dios Shamash10. Es también una imagen simbólica que manifiesta el rango divino del gobierno del monarca. Para tal fin, la representación, aunque basada en la realidad sensible, recurre también a una serie de convencio-nes esquemáticas como lo son la disposición formal en perfil, la gestualidad, la indumentaria y los atributos. Lo mismo ocurre en Egipto si tomamos el ejemplo del grupo de Rahotep y Nofret (Fig. 2). El artista egipcio distinguía, por ejemplo, entre el moreno oscuro de la piel de los hombres y el amarillo claro de las mujeres, sin que la realidad demostrara tal cosa. Existe una norma para representar el cuerpo humano y de ahí la rigidez formal que presenta la apariencia de los seres humanos. Por otro lado, la función funeraria que tenía el citado grupo, sitúa la representación humana en una completa atemporalidad, y lo mismo ocurre también con el relieve de Hammurabi, en donde el tiempo es un continuo presente. El artista egipcio se interesó de modo fundamental en registrar rasgos distintivos que permitiesen la clara legibilidad de un discurso conceptual. Se representan conceptos por medio de diagramas visuales. Gombrich citó el ejemplo de la pintura mural de la tumba de Ra-hotep (2.600 a.C.) (Fig. 3), subrayando el hecho de que no puede ser leída de acuerdo con nuestro adiestramiento «griego» de la visualidad: «donde creemos ver una pintura del dueño de la tumba visitando a los campesinos de su finca, el egipcio puede ser que viera dos diagramas distintos: el del muerto y el de las labores rurales». La sucesión de escenas es puramente conceptual, no narrativa. Se trata de la transcripción visual de acontecimientos típicos e intemporales, que en

10 La estela fue encontrada en Susa, adonde fue llevada como botín de guerra en el año 1200 a. C. por el rey de Elam Shutruk-Nakhunte. Actualmente, en el Museo del Louvre, París.

Fig. 2. El príncipe Rahotep y su esposa Nof-ret, IV dinastía, 2500 a.C. Museo de El Cairo

Fig. 3. Tumba de Ra-hotep, 2600 a.C.

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el caso del contexto funerario donde se ubican significan una fuente de dicha para el muerto.

Por arte narrativo debemos enten-der lo propio de la revolución griega, la cual se concreta precisamente en la narración visual entendida como una ficción consciente. Es el descubrimien-to del reino crepuscular de los «sueños para los que están despiertos» lo que constituye probablemente el descubri-miento decisivo de la mente griega, sostiene Gombrich, añadiendo también que nadie aún ha contado la historia de la gradual emancipación de la fic-ción consciente respecto del mito y de la parábola moral11, algo que no pue-de abordarse aislándolo del desarrollo de la razón crítica en la cultura griega. La emancipación de la imagen visual se

realizó pues por medio de la narración mimética y el impacto «tuvo que dejarse sentir primeramente allí donde el reino de la poesía coincide con el del arte, en la esfera de la ilustración». En efecto, las primeras representaciones con escenas hu-manas, tratan de evocar libremente episodios míticos —los poemas homéricos— conducidos por la narración, algo que se manifiesta en la decoración vascular cerámica, y terminará en la conquista de la representación realista y verosímil de hombres y seres. Un ejemplo lo podemos tener en la representación del cega-miento de Polifemo, episodio perteneciente a la Odisea. Entre las representaciones más tempranas del período arcaico, un ánfora de Eleusis del siglo VII a. C. (Fig. 4) nos presenta la escena con rasgos indiscutiblemente narrativos de acuerdo con la más primitiva fase de la narración icónica: lo que Wetizmann, siguiendo a Robert, denomina el método simultáneo12, consistente en una necesaria distorsión espacio-temporal con el fin de lograr el máximo rendimiento narrativo. Aquí Ulises y sus compañeros hunden la pértiga en el ojo de Polifemo, mientras éste sostiene aún en su mano la copa de vino que le ha sido ofrecida para emborracharlo, asunto éste último que ya ha tenido lugar en un momento previo —el cegamiento tuvo lugar una vez éste dormía a causa de su borrachera—. Esta distorsión temporal se irá corrigiendo en el desarrollo de la imagen poco a poco, al compás del desa-rrollo de la razón crítica en la filosofía y mentalidad griegas. Es así como se irán estableciendo fases sucesivas de conquista de la narración mimética —método monoescénico y, por último, método cíclico como fin del proceso—, que conduce a expresiones monumentales de este episodio, como el grupo de Polifemo en el ninfeo marino de la villa de Tiberio en Sperlonga (Fig. 5), en donde la narración

11 Gombrich, 1998, p. 109.12 Robert, 1881. Weitzmann,1990, pp. 19-33.

Fig. 4. Cegamiento de Polifemo. Ánfora de Eleusis, 670 a.C. Museo de Eleusis

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del acontecimiento ha podido ser traducido en imágenes con una racional verosi-militud espacial y temporal.

Con todo, la imagen conceptual no desaparece, es más, toma impulso en mo-mentos en los que el poder necesita recurrir al sugestivo mundo de la imagen para manifestar permanentes complejos imaginarios. En realidad, con el descubrimien-to griego de la imagen temporal y fugaz, algo se había sacrificado respecto de la función intemporal de la imagen conceptual poderosa. Tendrían que venir otros tiempos en los que la función de la imagen requiera nuevamente de la concep-tualidad. El ascenso de las religiones orientales en el mundo romano, fenómeno que gradualmente se produce a partir del siglo III, requerirá nuevamente de la función conceptual y ésta llegará a ser nuevamente completa cuando se requirió la adaptación de la imagen a las exigencias del ceremonial imperial y la revelación divina. Dejó entonces de interesar el ilusionismo mimético: «a la imagen no se le preguntaba ya por el cómo y el cuándo: quedaba reducida al qué del recital im-personal. Y al cesar el contemplador de interrogar a la imagen, cesó el artista de interrogar a la naturaleza»13.

De un cambio de función derivó también un cambio de forma y el arte volvió a ser esquemático y diagramático: conceptual. Tuvo momentos culminantes en el mundo bizantino, así como en el románico de Occidente. Si tomamos el ejemplo del ábside de Santa María de Taüll (Fig. 6) nos encontramos ante un auténtico diagrama conceptual presidido por Cristo bendiciente portador del rollo de la ley, sentado en el regazo de su madre que le hace de trono, en medio de una organi-zación en donde se suceden, de abajo hacia arriba, diferentes registros que corres-ponden a la particular cosmovisión teocéntrica medieval: desde las criaturas, pasan-

13 Gombrich, 1998, p. 124.

Fig. 5. Cegamiento de Polifemo. Procedente del ninfeo de la villa de Tiberio en Sperlonga

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do por el apostolado que constituye el nivel histórico, culminado con la visión del cordero en lo alto. No obstante, la conquista de la narración realizada por el mundo antiguo no desaparece del todo. La visión de la majestad divina en el regazo de María tiene lugar en el contexto de la Adoración de los Ma-gos, un episodio narrado en los Evan-gelios, tanto canónicos como aprócrifos y constituido como tipo iconográfico desde la época paleocristiana. En el fondo, imagen conceptual e imagen na-rrativa se irán combinando y adaptán-dose a la función, razón determinante principal, en última instancia, de todo el desarrollo de la visualidad artística.

La imagen destinada al culto es la imagen conceptual por excelencia en el seno del cristianismo. En el ámbito del culto a los santos es en donde el arte cristiano ha demostrado ser especial-mente creativo y eficaz. La caracteriza-

ción mediante atributos ha sido la tónica que ha definido esta conceptualidad que, además, ha tendido a una codificación. Es interesante —a modo de ejemplo—, la creación de la imagen de san Bruno. Su beatificación14 en 1514 explica que se pro-dujeran las primeras imágenes de altar, como el caso de la tabla del Museo de Bellas Artes de Castellón, procedente de la Cartuja de Vall de Crist, obra de Francisco de Osona y datada en torno a este mismo año de la beatificación (Fig. 7). Debió probablemente ser la imagen principal de un retablo15. Aquí el santo, declarado mediante una dorada aureola, viste hábito de la orden y porta mitra y báculo con el característico sudarium, paño protector del sudor de las manos. Bendice con su mano derecha, en la que exhibe tres anillos. Se dispone en medio de un entorno montaraz y áspero que contrasta con un fondo más apacible paisajísticamente en el que se aprecia, a la derecha, una ciudad a orillas de un mar con embarcaciones, y a la izquierda dos caballeros elegantemente vestidos que, montados en sus caballos, salen de caza; uno de ellos lleva un halcón y les precede un individuo con un perro.

14 El 19 de julio de 1514, el papa León X aprobó el culto vivae vocis oráculo del fundador de la cartuja Maestro Bruno. Este culto únicamente debía ser practicado en el ámbito de la orden, pudiendo los monjes celebrar solemnemente su fiesta el 6 de octubre, además de realizar la conmemoración cotidia-na; equivalía a lo que mejor conocemos hoy como una beatificación.

15 Company, 1994, nº 16, pp. 152-159. Este autor defiende razonadamente la identificación del santo representado en esta tabla con san Bruno. Mas Catalá Gorgues, 2005-2006, pp. 66-68, disiente y ve en esta tabla no a san Bruno, sino al obispo san Hugo de Lincoln. Me inclino personalmente por admitir la identificación de Company, mucho más fundamentada y verosímil.

Fig. 6. Ábside de Santa María de Taüll, siglo XII

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Todo parece tener sentido, incluso los elementos más desconcertantes, como la mitra y el báculo, insignias episcopa-les que realmente no le corresponden, puesto que Bruno no fue obispo —re-nunció a la propuesta del papa Urbano II para el episcopado de Reggio Cala-bria, e incluso antes hubo de rechazar también la de Reims—. Pero no os-tenta capa pluvial, ni cruz pectoral, ni anillo episcopal, ni guantes, indumen-taria normalmente indispensable para la representación de personalidades con dignidad episcopal16. Todo parece indi-car que, posiblemente, los mentores del pintor, ante una evidente falta de tradi-ción en el tipo iconográfico conceptual sobre san Bruno, o un desconocimiento de los pasos que contemporáneamente se daban en otras partes en el sentido de fijar convencionalmente su imagen17, decidiesen caracterizarlo con mitra y báculo como patriarca y fundador de la orden —al modo de un abad mitrado, a pesar de que fuese también esta fi-gura algo inexistente en la Cartuja—. Ello ha dado como resultado una evi-dente anomalía icónica. La convención del tipo iconográfico conceptual de san Bruno, realmente llegará más tarde, y en ella no suelen faltar una mitra y un báculo a sus pies, atributos alusivos a la renuncia episcopal.

Para la comprensión de esta representación valenciana de san Bruno, propongo que centremos primero la atención en un texto litúrgico fundamental. Durante siglos, la profesión de los cartujos ha venido expresada en estos términos:

Yo, fray N., prometo estabilidad, y obediencia, y conversión de mis costumbres, delan-te de Dios y de sus Santos y de las reliquias de este yermo, que está construido en honor

16 No obstante, es normal que los obispos cartujos sean representados solamente con hábito cartujo, mitra y báculo, más los atributos propios. Así aparece ya en el grabado de Colonia de ca. 1470, como en la Crónica de Nuremberg, en donde san Hugo de Grenoble porta mitra y báculo sin más insignias episcopales, contrastando en dicho sentido con Bruno, aún no beatificado. Ver también, por ejemplo, la tabla de Anton Woensam, Cristo crucificado con santos cartujos y donantes de 1535.

17 Ha de tenerse en cuenta que la primera imagen grabada, considerada de alta difusión en el ámbito cartujo es la que figura en el Sermo de Sancto Brunone, impreso en Colonia hacia 1516. Así mismo el primer Misale Cartusiense, que llevaba una imagen del santo se imprime en 1517.

Fig. 7. San Bruno, Rodrigo de Osona, ca. 1514. Museo de bellas artes de Castellón

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de Dios y de la bienaventurada siempre Virgen María y de San Juan Bautista, en presencia de Dom N., prior18.

Los tres anillos que a modo de alian-zas ostenta san Bruno en su mano de-recha, no son anillos episcopales, sino probablemente algo alusivo al triple vínculo que adquieren los cartujos con la Iglesia, de acuerdo con su profesión: estabilidad, obediencia y conversión de cos-tumbres. Es ésta, a mi parecer, la única interpretación verosímil de la osten-sión de estos anillos, los cuales no han sido puestos, sin duda, para adornar a alguien que se caracterizó justamente por su austeridad. Así mismo, la ob-servación del entorno paisajístico en donde se desenvuelve la imagen de san Bruno en esta tabla de Francisco de Osona es también del todo elocuente. Se ofrece el contraste entre el yermo, el lugar solitario para retiro y meditación del monje, y la vida urbana, así como los placeres mundanales, significados respectivamente mediante la ciudad marítima y los caballeros que van de caza. Es la proclamación de la vida contemplativa como algo alternativo a la vida activa. San Bruno está establecido en el «espacioso yermo» que les diera Hugo, el obispo de Grenoble, quien dejó escrito: «damos al Maestro Bruno, y a los hermanos que con él vinieron buscando una soledad en que mirar para vacar a Dios, un espacioso yermo, a ellos y a sus sucesores, una eterna pose-sión». Dicho yermo, ampliado por sucesivas donaciones, contiene aún hoy todo el valle de Chartreuse entre montañas, conformando una unidad geográfica y climá-tica que favoreció una economía restringida. Era una clausura estricta en la cual los extraños no entraban ni poseían bienes ni derechos, y fuera de la cual los monjes no poseerían tampoco nada: ni campos, ni iglesias, ni diezmos. Desde el principio, el obispo Hugo de Grenoble les procuró lo necesario, y prohibiría mediante un mandato episcopal, la entrada en el yermo de mujeres, hombres armados, a cazar, a pescar o capturar aves, a los rebaños y animales domésticos19. No cabe duda que este espíritu se encuentra perfectamente expresado en el paisaje que acompaña a san Bruno en esta pintura de Osona.

Esta tabla, de acuerdo con los connaisseurs, sería probablemente la central de un retablo, sobre el que se ha hipotetizado su composición. En este plan se integraría, formando parte de él, la tabla San Bruno y Ramón Diocrés (Fig. 8), conservada tam-

18 Tomo la cita de: Un cartujo, 1995, p. 101.19 Un cartujo, 1995, p. 115. Todo ello está presente en el documento de cesión que el autor recoge

de Bligny, 1958, acta I, pp. 3-8.

Fig. 8. San Bruno y Ramón Diocrés, Rodrigo de Osona. Museo de bellas

artes de Castellón

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bién en el Museo de Bellas Artes de Castellón20. En los retablos suele combinarse la imagen conceptual central con un ciclo narrativo. Serían imágenes narrativas, por ejemplo, aquellos retablos presididos por una imagen de la Virgen con un ci-clo sobre los Gozos de la Virgen. En cualquier caso lo conceptual y lo narrativo, de modo a veces muy dispar, suelen combinarse en este género de producciones icónicas destinadas al culto. El asunto representado en la tabla San Bruno y Ramón Diocrés, puede tener sentido, ya que aparentemente nos muestra otro anacronismo: el hecho de que san Bruno sea presentado vistiendo hábito, mitra y báculo en una situación narrativa no concordante con el tiempo de la representación, puesto que el episodio de la muerte de Ramon Diocrés transcurrió antes de que Bruno fuera cartujo. Pero vayamos por partes. En primer lugar, debe aclararse que el episodio de Ramon Diocrés es una pura leyenda que cobró visos de realidad en el siglo XIV21. Así la Vita antiquor, realizada hacia 1300, narra el episodio del siguiente modo:

Falleció en París un famoso doctor. En sus funerales de cuerpo presente y con asistencia de la Universidad [¡fundada a mediados del siglo siguiente!], se incorporó el difunto para exclamar: -Por justo juicio de Dios soy acusado. Al día siguiente se repitió el portento con nueva exclamación: -Por justo juicio de Dios soy juzgado. Y al tercer día, ante una multitud espantada, gritó: -Por justo juicio de Dios soy condenado. Estaba presente Maestro Bruno con varios amigos. Fuertemente impresionado, arengó a sus compañeros y con seis de ellos se retiró a la soledad22.

Esta historia es descrita visualmente en una xilografía atribuida a Urs Graf e inserta en la primera edición de los Statuta de 1510, publicados en Basilea por Jo-hannes Amorbach (Fig. 9). En este grabado, se distribuyen los episodios principales de la vida de san Bruno en nueve viñetas, correspondiendo las tres primeras a cada uno de los portentosos «retornos» del difunto doctor —identificado en fuentes posteriores con el parisino Raymond Diocres—, el cual es representado incor-porado en la parihuela mortuoria con que lo llevan a enterrar. Company supo ya relacionar estas composiciones con la disposición de la referida tabla de Osona. Es evidente que lo representado allí sea una de las tres tremendas incorporaciones.

20 Ver por ejemplo la construcción hipotética de Company, 1994, p. 155, en la cual, entre otras piezas, y aparte de la citada tabla San Bruno y Ramón Diocrés, tendríamos también la Traditio Regulae por San Benito también en el Museo de Castellón, y la tabla con la Lactatio de san Bernardo de la Colección Masaveu.

21 Tiene su origen en la obra de Cesáreo de Heisterbach, cisterciense de Colonia, que escribió los Milagros e historia memorables que sucedieron antes o en su tiempo en Germania, Italia y Galia, en donde registra más de setecientos casos. Uno de ellos es el de un doctor difunto tres veces incorporado para pregonar la divina justicia. Pero en este relato no existe mención alguna de Bruno. Será un cartujo anó-nimo, quien en 1298 copiará el prodigio al que seguirá la crónica Laudemus, que trata de los primeros priores cartujos. Una crítica sintética de la formación de esta leyenda, ausente en las primeras biografías de san Bruno, las ofrece: Un cartujo, 1995, pp. 70-73. Aduce, como razón favorecedora del hecho el ansia por lo divino propio de los tiempos, así como la búsqueda de algún acontecimiento crucial para explicar la conversión de san Bruno, de modo paralelo a como, por ejemplo, Norberto de Xanten, del séquito de Enrique V, de vida mundana, un día de tormenta es derribado del caballo y estuvo a punto de morir carbonizado, lo que promovió que cambiara de conducta, se ordenara sacerdote, y fundara posteriormente el primer monasterio premostratense de canónigos regulares cerca de Laon en Francia.

22 En los Acta Sancti Brunonis, por el bolandista De Bye, 1770, en PL CLII, 9-632. El episodio con-creto está en cols. 483 y ss. Tomo la trad. de: Un cartujo, 1995, p. 70.

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Fig. 9. Xilografía de la vida de San Bruno atribuida a Urs Graf, Statuta ordinis cartusiensis a domino Guigone priore cartusie edita,

Basilea, Johannes Amorbach, 1510

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Entre los presentes están los clérigos que efectúan el entierro y otros dignatarios; uno de los clérigos, a la izquierda, porta la cruz procesional del entierro. El grupo de la derecha va encabezado por san Bruno, destacándose incluso detrás suyo un tonsurado cartujo, tratándose de uno de los compañeros que ingresarán con él en la Cartuja. El hecho de que Bruno aparezca «anacrónicamente» como cartujo bendiciente, tiene una sencilla explicación: el artista ha introducido enteramente su imagen conceptual dentro del episodio narrativo, algo que en nuestra mentalidad contemporánea, racional y positivista, no resulta verosímil ni se entiende. Pero no olvidemos que estamos en el siglo XVI, una época en la cual la retórica visual es aún la guía de toda la representación, no así la lógica de situación espacio-tempo-ral, la cual puede ser supeditada a las necesidades discursivo-visuales. Las imágenes no se crean de acuerdo con una coherencia narrativa como lo harían, por ejemplo, los pintores de historia del siglo XIX, capaces de recrear un espacio y un tiempo absolutamente racionales. No olvidemos que estas imágenes tienen también un carácter instructivo o catequético en manos del predicador, el cual organiza el discurso utilizando unitariamente la imagen y la palabra según la conveniencia. En estos momentos san Bruno, recién beatificado, no puede ser representado de otro modo que de acuerdo con su imagen atemporal y eterna: su imagen conceptual, aunque ésta se integre en un episodio narrativo.

Llegados a la Edad moderna, y con la conquista de una nueva verosimilitud ilu-sionista, lo conceptual y lo narrativo se pueden llegar a combinar indistintamente para ejercer la concreta y principal función que desempeña la visualidad en estos siglos: la organización de discursos verbo-visuales al servicio de quienes detentan los resortes de la cultura, fundamentalmente la Iglesia católica y los poderes de la sociedad estamental. No cabe aquí hablar mayormente ya de simbolismo, puesto que la etapa en que la imagen sirvió para comunicar aquellas verdades esenciales que no era posible comunicar de otro modo, no es ahora ya el caso. Los poderes que detentan el dominio cultural recurren a la retórica, la antigua disciplina de la elocuencia y de la comunicación persuasiva, la cual proporciona los recursos del ornatus: las metáforas, alegorías y demás figuras de la expresión; no ya tanto al símbolo, que siempre quedará reservado a la significación de valores supremos, de misterios, o al servicio de los rituales como modo propio de expresión y al mismo tiempo de eficacia religiosa, como podría ser el caso de la liturgia católica.

Es justamente en el ámbito de la retórica verbo-visual donde principalmente encaja el fenómeno de la emblemática, constituyendo un género genuinamente orientado a la función cultural, no tanto a la función simbólica, aunque Gombrich, en otro de sus estudios fundamentales, ya señaló la confluencia de tradiciones aris-totélica y platónica, algo que equivaldría a decir: de las tradiciones de la metáfora y del símbolo respectivamente23. Pero en cualquier caso, si exceptuamos concretas orientaciones teóricas del fenómeno emblemático, como la de Emmanuel Tesauro, declaradamente platónica, o la de Scipione Bargagli, aristotélica, o incluso la de Cesare Ripa, también declaradamente aristotélica y escolástica, la emblemática es un fenómeno cultural amparado dentro de la retórica y como tal mayoritariamen-te dentro del espíritu de la retórica no tanto del simbolismo, aunque también. La

23 Ver Gombrich, 1983, pp. 263 y ss.

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emblemática ha sido fundamentalmente concebida como una poética al servicio de la transmisión del conocimiento; desempeñando, así, una función cultural vehi-culada mediante los recursos de la retórica verbo-visual. Es por ello que, en mi opinión, deban ponerse objeciones a la tendencia tan corriente de entender la em-blemática como una simbólica, literatura simbólica, o incluso cultura simbólica, haciendo realmente equivaler en un mismo plano de igualdad los términos cultura retórica y cultura simbólica, cuando realmente no son la misma cosa24.

Con todo, la emblemática es expresión de lo que podemos entender como el concepto moderno, y sus imágenes —tanto si son éstas literarias como gráficas—, merecen el calificativo de imágenes conceptuales, constituyendo probablemente el ejemplo más netamente conceptual de la cultura icónica de los siglos de la Edad moderna, en especial el Barroco, momento también del conceptismo literario. Pero es también éste el momento por excelencia de la combinación de la imagen conceptual con la narrativa. Siguiendo con el ejemplo de san Bruno, su imagen conceptual orientada al culto se creó y comenzó a codificarse entre fines del si-glo XV e inicios del siglo XVI. Para ello fueron de capital importancia los tituli fúnebres compuestos tras la muerte de Maestro Bruno, dando ya idea de la imagen que de él iba a ser proyectada en el futuro. Como ha señalado G. Leoncini25, estos tituli, o cartas que informaban en las iglesias sobre su reciente traspaso, presentan ya a Bruno como ejemplo de quien había sabido congregar una familia religiosa, enseñando el modo de despreciar las cosas del mundo en beneficio de los bienes de la patria celeste. Esto será la nota esencial que caracterizará su imagen cuando ésta sea definitivamente creada. Aparece ya formulada en el oficio de maitines de su fiesta, mediante un responsorio inspirado en el profeta Oseas26:

R: Justus germinabit quasi lilium: et erumpet radix ejus ut Libani. V: Et erit quasi oliva gloria ejus.

Este responsorio se combina también, inserto al final, con una antífona del Diurnale Cartusiense, que todo cartujo recita como acto de devoción a san Bruno, y que incorpora el simbolismo del suave aroma de la floración, es decir el olor de su santidad:

Salve Chartusianorum lux et forma, Oliva fructifera in rupium praeruptis erumpens, Odoriferum lilium in solitudine germinans, florens, Ac spargens vivificum suavitatis odorem. V: Justus germinabit sicut lilium. R: Et erumpet radix ejus ut Libani.

24 Al concepto de símbolo he dedicado el capítulo «Sobre el concepto de símbolo y su interpreta-ción», en García Mahíques, 2009, pp. 172-228.

25 Leoncini, 1995, pp. 171 y ss. 26 Se encuentra en el Commune unius Confessoris non Pontificis. En Os 14, 6-7, se completan las

alusiones al lirio y al olivo, aludiendo también al olor o aroma de la floración: «Yo seré como rocío para Israel, que florecerá como lirio (…) Crecerán sus ramas, y será su floración como la del olivo, y su aroma como el del incienso».

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Es ésta una imagen construida literaria y musicalmente, rica de reminiscencias bíblicas. Bruno es saludado como inspiración o guía —lux— y como modelo —forma— del monje, y las imágenes bíblicas con las cuales el santo es comparado se encaminan a convertirse en los atributos típicos que configuran su imagen con-ceptual en las artes visuales. Encontramos de este modo la oliva fructífera según la expresión de los Salmos: Ego quasi oliva fructífera in domo Dei, la cual se erige en la roca escarpada, en alusión a Job: in praeruptis silicibus commmoratur27. El significado del olivo en esta antífona y en relación con Bruno, fue advertido ya por Cahier28. La imagen del lirio que florece en la soledad, procede de Isaías: Exultabit solitudo et florebit quasi lilium29, aunque este atributo apenas se ha divulgado en relación con san Bruno. Leoncini, supone que la antigüedad de esta antífona se remonta al mo-mento de la convención de la iconografía de san Bruno, es decir a los inicios del siglo XVI, o bien tras haber sido creada la imagen visual30. Es éste el siglo del gran desarrollo de la retórica visual y de la emblemática, medios por los que se crean los atributos de los santos así como los textos o lemas escritos que contribuyen a la conceptualización. Es también el momento en que la Contrarreforma promoverá una revisión profunda del santoral con una indagación psicológica de los perfiles de los santos, lo que propiciará también el desarrollo de la gestualidad expresiva en las imágenes. Es, también, el siglo de la gran promoción del grabado. Será éste el tiempo de la creación y primera difusión de la imagen de san Bruno. Mas la iconicidad de este santo no fue una iconicidad popular. Bruno nunca fue un santo para las multitudes, lo que explicará que su imagen no tenga mucha difusión y que ésta se concentre en los ámbitos cartujanos, y por tanto fuertemente limitada a la clausura. La imagen grabada apareció primeramente en los libros litúrgicos y estampas sueltas, y luego en los libros biográficos, como también en libros de otros cartujos sobre historia o disciplina de la orden.

La imagen conceptual de san Bruno, la tendremos configurada con arreglo a dos modalidades o géneros principales: la imagen emblemática, normalmente acompañada de textos, destinada a perpetuar el recuerdo, bien para uso devocional o para el re-conocimiento histórico, y en segundo lugar la imagen de culto, la cual puede incluso quedar asociada a otras figuras en virtud de composiciones diversas. Ambos géneros se configuran conjuntamente y coinciden en sus aspectos básicos. Independiente-mente de los géneros, los tipos iconográficos desarrollados son fundamentalmente dos: la estricta imagen conceptual propiamente dicha y san Bruno como contem-plativo; la frontera entre ambos casos termina siendo prácticamente imperceptible, ya que la imagen va a terminar situándose en los límites entre lo conceptual y lo narrati-vo31. No podemos ahora detenernos en la formación y tradición de cada uno de estos dos tipos iconográficos. Como ejemplos del primer tipo, nos vamos a servir de dos

27 Sal 52, (51), 10: «Mas yo, como un olivo verde en la casa de Dios, en el amor de Dios confío para siempre jamás». Jb 39, 28: «Habita en las rocas y allí pasa la noche, en la cresta de las rocas, en lo más abrupto».

28 Cahier, 1867, p. 425. 29 Is 35, 1: «Exultará el desierto y la tierra árida, y se regocijará la estepa, y florecerá como un lirio». 30 Leoncini, 1995, p. 172.31 Al margen de estos dos tipos iconográficos principales, existen también otros de menor rango y

tradición, o de rango subordinado, que merecen un estudio más detallado.

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casos. Primero, la estampa de la portada del Missale Cartusiani Ordinis, editado en París en 1603, imagen que determinó prácticamente la imagen conceptual que mayormente se difunde a lo largo del siglo XVII. Está firmada por C. de Ma-llery (Karel van Mallery) (Fig. 10), y nos muestra a san Bruno manteniendo a sus pies las insignias episcopales alusivas a su rechazo a aceptar la mitra de Reims pri-mero y de Reggio Calabria después. El ramo de olivo que había sido su atributo más distintivo a lo largo del siglo XVI, se ha transformado en un recto vástago ter-minado en una fronda semejante a una palmera, en medio de la cual se mues-tra a Cristo crucificado. El significado del olivo ha quedado suficientemente explícito a partir de las fuentes bíblicas presentes en el responsorio y la antífona citadas. El tallo del ramo con el crucifi-jo, lleva inscrita la inscripción Sicut oliva fructífera. La mano izquierda es llevada al pecho sosteniendo, prieto al cuerpo con el antebrazo, un libro cerrado, que puede ser identificado como el de las Sagradas Escrituras, aunque en muchos casos es

tenido como un salterio, base de la liturgia del Oficio divino, cotidianamente ce-lebrado por los monjes, y fuente continua de vida espiritual. La mirada del santo se hace visionaria y de sus labios salen las palabras O bonitas, apreciándose también sobre el crucifijo, un rayo de iluminación celeste. La segunda imagen deriva de ésta y aparece en la Vita S. Brunonis, obra del cartujo belga Gerard Eloy —aunque firmada con el pseudónimo G. Suriano—, editada en Bruselas en 1639 (Fig. 11). San Bruno tiene además como atributos una calavera y siete estrellas; seis en la aureola y una en el pecho. La calavera es signo de desengaño, y objeto común de meditación en los santos penitentes, aunque en este grabado aún aparece de forma discreta. Las siete estrellas aluden al sueño visionario de san Hugo de Grenoble, en correspon-dencia con los siete varones —Bruno y sus seis compañeros— que más tarde se presentaron ante él pidiéndole apoyo.

Los reclamos espirituales van subrayados por los diferentes textos que acom-pañan a cada una de estas imágenes. Al pie de esta segunda, bajo la indicación S. Brvno, leemos el siguiente versículo de los Salmos32: Ecce elongavi fugiens, et mansi in solitudine. Psal. 54. Así mismo, en el misal citado de 1603, alrededor de la imagen, campea la siguiente inscripción de Isaías que, como otros lugares bíblicos, venía

32 Sl 54 (55), 8.

Fig. 10. Estampa de la portada del Missale Cartusiani Ordinis, editado en París en 1603

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siendo tradicional para san Bruno33: Laetabitur deserta et invia, et exultabit solitudo, et florebit quasi lilium: Germinans germinabit, et exsultabit laetabunda et laudans. Esa 35. Un dístico, al pie, como en un emblema, sintetiza el sentido de la clase de vida escogida por el santo:

Omnia dum refugit, sese dum nescit et odit, Seque Deumque tenens, omnia solus habet.

Atributos como la calavera y especialmente el ramo de olivo transformado en crucifijo, vienen a ser un compromiso entre la antigua y la nueva imagen conceptual que va adquiriendo este santo a lo largo del siglo XVII. De una imagen netamente emblemática, conceptual, se va pasando poco a poco a otra imagen como contempla-tivo, centrada sobre la figura de Cristo inmolado para la redención del hombre34, adquiriendo unos caracteres que la aproximan más a lo narrativo.

A lo largo del siglo XVII, la imagen de san Bruno experimenta un proceso de espiritualización, que tiene como núcleo impulsor y culminante la canoni-zación del santo llevada a cabo en 1623. En este sentido, es importante tener en cuenta la portada del Missale Cartusiani Ordinis de 1627. Aquí vemos práctica-mente los mismos elementos textua-les que ya figuraban en la edición de 1603, cambiando solamente la imagen central (fig. 12). El artista Charles Au-dran probablemente se haya inspirado en la serie de grabados de Lanfranco-Krüger sobre la vida de san Bruno; en concreto, aquella imagen que en el plan narrativo de esta serie de grabados, co-rresponde al momento en que Bruno y sus compañeros realizan vida solitaria entre las peñas de Chartreuse sin tener aún casa ni territorio propios35. El ar-tista del misal ha aislado la imagen de Bruno, el cual aparece ya en una actitud precisa como penitente y místico, si-tuándose la representación en la misma frontera entre lo conceptual y lo narrativo. San Bruno aparece en la rústica sole-dad de una cueva, postrado en oración con los brazos extendidos y elevando su mirada, iluminada por un potente

33 Is 35, 1-2: «Exultará el desierto y la tierra árida, y se regocijará la estepa, y florecerá como un lirio. Florecerá y exultará y dará cantos de triunfo».

34 Una observación semejante hace Leoncini, 1995, p. 196.35 Esta imagen, realizada por Krüger en 1621 tiene como precedente el grabado realizado por Fran-

cesco Villamena un año antes, siguiendo también el dibujo de Lanfranco, pero con la diferencia de que está especularmente invertida. Cfr. Leoncini, 1995, p. 203.

Fig. 11. Estampa de la Vita S. Brunonis, editada en Bruselas en 1639

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rayo de luz. Sobre una piedra angular, metáfora de la virtud estable del asceta o penitente36, se disponen el crucifijo y el libro abierto sobre una calavera que hace la función de atril. De los antiguos atributos, solamente restan las insignias episcopales.

Estamos en los tiempos en que se han impuesto las actitudes narrativas, cuyas expresiones más importantes se-rán los ciclos grabados de Lanfranco-Krüger primero y de Le Sueur-Cha-veau más tarde37. Probablemente uno de los referentes de más influencia para fijar la imagen ascética de san Bruno sea otro de los grabados de Lanfranco-Krüger, el nº 2 de la serie [fig. 13]. El santo se nos muestra en el mismo en-torno campestre, no así en la celda, tal como manda la costumbre cartuja de acuerdo con el voto de estabilidad. Pero en este grabado, de acuerdo con el sen-tido narrativo de la serie, se representa el retiro contemplativo y penitencial de Bruno antes de que existiese la misma

Cartuja. Se nos muestra sentado en la roca con los atributos episcopales en primer término, mientras el libro, la calavera y el crucifijo —ha desaparecido ya el olivo—, más que atributos son presentados como objetos funcionales de la vida cotidiana: el crucifijo permanece sujeto con una atadura a un tronco arbustivo y el libro y la calavera descansan sobre una tosca mesa de trabajo. Levanta hacia el cielo su mi-

36 Ver mi anterior estudio sobre la significación de la piedra cuadrangular en este contexto icónico: García Mahíques, 2000, pp. 209-223.

37 La serie grabada por Theodor Krüger sobre el ciclo pintado por Giovanni Lanfranco corresponde a los años 1620-21. Conforma un conjunto de 20 grabados sobre la vida de san Bruno, en cuya portada leemos: Vita S. Brunonis (…) elegantissimis mnonochromatis delineata et iuncto pede simul et soluto adamussim expresa et ornata. Fueron publicados en Roma, posiblemente en el mismo 1621, con dedicatoria al cardenal Odoardo Farnese, protector de la orden. François Chauveau, hacia los años 70 del siglo XVII grabó también otra serie sobe las grandes pinturas de Eustache Le Sueur del claustro de la Cartuja de París y realizadas treinta años antes. El grabador murió en 1676 mientras trabajaba en esta serie, la cual apareció editada hacia 1680 a cargo de René Cousinet, aportando otras 22 escenas sobre la vida de san Bruno. Cfr. Leoncini, 2001, pp. 43-51. Para el catálogo de las pinturas de E. Le Sueur, véase Charles, 1987, pp. 98-113. Aunque no llegó a ser grabada como las series de Lanfranco y Le Sueur, en España, en la cartuja de El Paular, bajo la inspiración del prior Juan de Baeza, Vicente Carducho realizó entre 1626 y 1632 cincuenta y seis cuadros sobre los episodios de san Bruno y la orden cartuja, los cuales constituyen un acervo esencial para el estudio de la iconografía narrativa de san Bruno. Véase Delgado López, 1998-1999, pp. 185-200. A todo esto habrá que unir las series de Sánchez Cotán de la Cartuja de Granada como referentes importantes a la hora de emprender un estudio de la iconografía narrativa de los temas cartujanos.

Fig. 12. Portada del Missale Cartusiani Ordinis, editado en Lyon en 1627

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rada contemplativa, como habiendo interrumpido la lectura, llevándose al mismo tiempo su mano derecha al pecho. El libro abierto —un salterio según indica la inscripción del borde— contiene los siguientes versículos de los Salmos: «Confige timore tuo carnes meas: a iudiciis enim tuis timui» (Sl 118, 120), y también «Instruam te in via hac qua gradieris: firmabo super te oculus meus» (Sl 31, 8). Debajo de la calavera, como pictura de un emblema, se extiende una filacteria con la correspondiente inscriptio: aeqvalitas in aequalivm, advirtiendo sobre la igualdad de todos los hombres ante la muerte. El sentido general de la imagen viene expresado en el epigrama que aparece grabado al pie, el cual viene a ser un canto laudatorio sobre las ventajas de la vida contemplativa y de renuncia al mundo:

Vitae in Morte notas, et christi in vulnere nostrum Vulnus, inexpleto suspicis intuitu. Ut facile, ut dulce est, in solis ocia sylvis Fallere, si manibus haereat iste liber.

Probablemente sea ésta la imagen más bella que nos muestra a san Bruno en el concepto de contemplación ascético-mística en un contexto que, al mismo tiem-po, es el propio de los penitentes del Barroco. El arrobo místico, muy acentuado en este grabado, se convierte en la nota más característica de Bruno en relación

Fig. 13. Lanfranco / Krüger, grabado nº 2 de la serie Vita S. Brunonis, Roma, 1621

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con la imagen de otros santos peniten-tes. Lo penitencial no caracteriza esen-cialmente a Bruno, puesto que lo suyo es la meditación, la vida contemplativa, no siendo lo penitencial más que una especie de contagio de otras imáge-nes de penitentes, sin llegar a ser algo esencial en la expresión de su imagen. Pero ¿dónde acaba aquí lo narrativo y comienza lo conceptual, o viceversa?

Esta misma pregunta, y con esto ter-mino, cabe formular cuando se trata del género de imágenes conceptuales alu-dido: la imagen de culto. También aquí, en la imagen conceptual para el culto, encontramos una variada gama de ma-tices, habida cuenta que ésta, sin dejar de ser conceptual, adquiere unas notas de temporalidad que la acercan a la na-rración, entendida como la expresión de una acción concreta en un momen-to también concreto, presentada como parte de un relato. Al propio tiempo,

los atributos se simplifican al máximo para no entorpecer la manifestación de lo fundamental, en donde la gestualidad expresiva viene a ser algo imprescindible. En este ámbito, la variedad de matices que ofrece la imagen de san Bruno es muy amplia. Bastará solamente que pongamos la atención en la imagen de la Cartuja de Miraflores, obra de Manuel Pereyra (Figs. 14 y 15). Aquí san Bruno, parece querer escapar de la hornacina que debe contenerlo para ser contemplado como interce-sor divino, convirtiéndose en un ser dentro de la historia cuya viveza espiritual ha de servir como ejemplo y referente de los cartujos de la comunidad.

En conclusión, la comunicación visual es tan compleja, que nuestro Barroco ha sabido poner al servicio de los fines de la religión todo lo que significó la revolu-ción griega, adaptando aquellas conquistas a la expresión de unos contenidos que tradicionalmente habían permanecido en el ámbito del conceptualismo visual. Se trata de una auténtica construcción de la imagen utilizando todos los recursos al alcance; no sólo ya recursos conceptuales retóricos, también incluso los concep-tuales simbólicos, así como los correspondientes al ámbito de la narración visual, combinados todos en la elaboración del discurso verbo-visual. No cabe duda que estamos en la antesala de lo que será la comunicación audiovisual de los actuales medios de masas, en donde gracias a los adelantos tecnológicos se ha logrado hacer efectivo el sueño de los antiguos griegos así como de las élites del Barroco, que, con fines distintos, no cabe duda que quisieron combinar la imagen y la palabra para comunicar sus pensamientos.

Fig. 14. San Bruno, Manuel Pereyra, Cartuja de Miraflores

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— «I fatti della vita di San Bruno ne-

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Missale Cartusiani Ordinis, ex ordinatione Capituli Generalis, anno Domini MDCII celebrati, sub R.P.D. Brunone Daffringues, totius ejusdem ordinis Moderatore, Parisiis, ex Officina Iamettii Mettayer, 1603.

Missale Cartusiani Ordinis, ex ordinatione Capituli Generalis, Anno Domini MD-CXXII celebrati, sub R.P.D., Brunone D’Hafringues Priore Cartusiae, ac totius ei-usdem Ordinis Generali, Lugduni, sump-tibus Ioannis Pillehotte, 1627.

Robert, C., Bild und Lied, Archeologische Be-iträge zur Geschichte Heldensage, Berlin, 1881.

Statuta Ordinis Cartusiensis a domo Guigone priore Cartusie edita, arte et industria ma-gistri Iohannis Amorbachij ac collegarum suorum, Basilea, 1510.

Tatarkiewicz, W., Historia de la Estética, Ma-drid, Akal, 1987.

Un cartujo, Maestro Bruno, padre de monjes, Madrid, BAC, 1995.

Vita S. Brunonis Cartusiensium Institutoris

Fig. 15. San Bruno (detalle), Manuel Pereyra, Cartuja de Miraflores

Page 22: IMAGEN CONCEPTUAL E IMAGEN NARRATIVA - Inicio · Mahíques, 2009, pp. 26 y ss. 5 Gombrich, 1998, pp. 99 y ss. ... también por Gombrich en el citado estudio— que creo esencial para

86 Rafael García Mahíques

primi Commentario illustrata, Bruxellae, typis Godefridii Schovartii, 1639.

Weitzmann, K., El rollo y el códice, Madrid, Ed. Nerea, 1990 [1970].

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