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PATRIZIA MICOZZI IMÁGENES METAFÓRICAS EN LA CANCIÓN A LA VIRGEN DE GUADALUPE Simbología y divinidad tienen una larga historia común que atesti- gua el esfuerzo constante del hombre para pasar los límites del pensa- miento lógico, que le apartan de lo incognoscible. Sólo más allá del horizonte cotidiano, de la experiencia ordinaria, de la mera relación sujeto-objeto, es posible contemplar y describir la realidad trascenden- tal, causa y al mismo tiempo significación del universo. El lenguaje poético, siendo fundamentalmente lenguaje de manifestación, en osmo- sis con el lenguaje religioso 1 , constituye uno de los instrumentos pri- vilegiados de expresión de esa realidad, que asume en la canción de Feliciana a la Virgen (Persiles, libro III), la forma de imagen metafó- rica, entretejida de reminiscencias literarias bíblicas y patrísticas. Según afirma Todorov 2 citando a Moisés Maimónides, Clemente de Alejandría y San Agustín, la imagen metafórica tiene una función externa muy importante, la de abrir la mente a la comprensión de las verdades eternas. En su espacio vital, desaparecen las convenciones lingüísticas, las pertinencias habituales y se descubren nuevas seme- janzas. Los componentes racionales se transfiguran y adquieren una dimensión irracional, reveladora del misterio inefable de la existencia humana y de su raíz primigenia. Así la imagen metafórica crea en el texto una nueva estructura de connotación 3 , ocasionando una innova- ción semántica 4 que hace de la misma imagen algo más que un sim- ple adorno oratorio con implicaciones emocionales. El presupuesto propio de los tratados retóricos de la escuela sofista griega, de Aristó- teles, Cicerón y Quintiliano, que la imagen metafórica sólo es un suceso accidental en la denominación, un traslado, un alejamiento del sentido literal de cada palabra, es aquí insuficiente, no nos ayuda a 1 Sobre el problema de la relación que une el lenguaje poético al lenguaje religioso, v. P. Ricoeur, Metapher. Zur Hermeneutik religiöser Sprache, München, Chr. Kaiser Verlag, 1974. 2 T. Todorov, Symbolisme et interprétation, Paris, Editions du Seuil, 1978, pp. 107-108. 3 Imagen metafórica y estructura de connotación son objeto de análisis en C. Bou- soño. El irracionalismo poético, Madrid, Editorial Gredos, «B.R.H.», 1977. 4 V. P. Ricoeur, La métaphore vive, Paris, Editions du Seuil, 1975. ACTAS II - ASOC. CERVANTISTAS. Patrizia MICOZZI. Imágenes metafóricas en la canción a la V...

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PATRIZIA MICOZZI

IMÁGENES METAFÓRICAS EN LA CANCIÓN A LA VIRGEN DE GUADALUPE

Simbología y divinidad tienen una larga historia común que atesti­gua el esfuerzo constante del hombre para pasar los límites del pensa­miento lógico, que le apartan de lo incognoscible. Sólo más allá del horizonte cotidiano, de la experiencia ordinaria, de la mera relación sujeto-objeto, es posible contemplar y describir la realidad trascenden­tal, causa y al mismo tiempo significación del universo. El lenguaje poético, siendo fundamentalmente lenguaje de manifestación, en osmo­sis con el lenguaje religioso 1, constituye uno de los instrumentos pri­vilegiados de expresión de esa realidad, que asume en la canción de Feliciana a la Virgen (Persiles, libro III), la forma de imagen metafó­rica, entretejida de reminiscencias literarias bíblicas y patrísticas. Según afirma Todorov 2 citando a Moisés Maimónides, Clemente de Alejandría y San Agustín, la imagen metafórica tiene una función externa muy importante, la de abrir la mente a la comprensión de las verdades eternas. En su espacio vital, desaparecen las convenciones lingüísticas, las pertinencias habituales y se descubren nuevas seme­janzas. Los componentes racionales se transfiguran y adquieren una dimensión irracional, reveladora del misterio inefable de la existencia humana y de su raíz primigenia. Así la imagen metafórica crea en el texto una nueva estructura de connotación 3, ocasionando una innova­ción semántica 4 que hace de la misma imagen algo más que un sim­ple adorno oratorio con implicaciones emocionales. El presupuesto propio de los tratados retóricos de la escuela sofista griega, de Aristó­teles, Cicerón y Quintiliano, que la imagen metafórica sólo es un suceso accidental en la denominación, un traslado, un alejamiento del sentido literal de cada palabra, es aquí insuficiente, no nos ayuda a

1 Sobre el problema de la relación que une el lenguaje poético al lenguaje religioso, v. P. Ricoeur, Metapher. Zur Hermeneutik religiöser Sprache, München, Chr. Kaiser Verlag, 1974.

2 T. Todorov, Symbolisme et interprétation, Paris, Editions du Seuil, 1978, pp. 107-108.

3 Imagen metafórica y estructura de connotación son objeto de análisis en C. Bou-soño. El irracionalismo poético, Madrid, Editorial Gredos, «B.R.H.» , 1977.

4 V. P. Ricoeur, La métaphore vive, Paris, Editions du Seuil, 1975.

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entender el fenómeno de la creación connotativa en el ámbito del verso. Eso porque la imagen metafórica no crea sentido en lo íntimo de la palabra, sino en el verso en que ella se halla insertada. Pues la imagen metafórica no existe en sí misma, en la palabra, existe en lo interior de la interpretación, es decir de la interpretación metafórica, que pre­supone la interpretación literal y que consiste en transformar una con­tradicción absurda en una contradicción rica de sentido. En ese pro­ceso de transformación, hay que atribuir un nuevo sentido a la palabra, para dárselo allí donde la interpretación literal lo ha quitado.

De todo esto oe deduce que la imagen metafórica, ampliando con su poder revelador nuestro campo de conocimientos, nos lleva a otra visión de la realidad, distinta y que no se reduce a la visión ordinaria que procede del uso corriente de las palabras. Cervantes nos llama a desempeñar un papel muy importante en ese proceso de cambio; nos hace partícipes de su experiencia religiosa 5, que a diferencia de la de los místicos, no está caracterizada per una presumible y discutible incomunicabilidad. Al contrario, ella, lejos de permanecer obscura, misteriosa e inasible en la conciencia del poeta, se convierte en mate­ria de discurso y en sustancia de poesía, poesía de lo inefable. Cervan­tes, como Berceo en sus Loores o Dante en su Comedia, es poeta digno de gran consideración porque logra cantar en sus versos la trascen­dente infinitud de los seres celestiales. Los miembros que dan vida a la multiforme arquitectura 6 de su texto poético siguen una disposi­ción ascensional que exalta la perfección de la figura mariana. María, la única criatura — puntualiza Cervantes, inspirándose en una máxima del Líber Ecclesistici (24,9) — que existe desde de la creación, fuera de toda categoría espacial y temporal (vv. 1-7), es

... una casa de santísima, y limpia y pura masa 7 (vv. 7-8)

cuyos

... altos y tortísimos cimientos, sobre humildad profunda se fundaron; (vv. 9-10)

... fábrica regia... (v. 12)

s Hablando del cristianismo de Cervantes, A. Castro escribe que «sin Erasmo, Cer­vantes no habría sido como fue». V. A. Castro, El pensamiento de Cervantes, Barcelona-Madrid, Editorial Noguer, S.A., 1972, p. 300 y también A. Vilanova, Erasmo y Cervantes, Barcelona, Editorial Lumen, S.A., 1989.

6 Una arquitectura en perfecta armonía con el carácter alegórico del Persiles, que J.B. Avalle-Arce estudia detenidamente en «La alegoría del Persiles», Homenaje al profesor Antonio Vilanova, Barcelona, Dept. de Filología Española, Universidad de Barcelona, 1989, pp. 838-866; Persiles and Allegory, en «Bulletin of the Cervantes Society of America», Spring (1990), pp. 7-16.

7 Las citas de la canción a la Virgen de Guadalupe se sacan de M. Cervantes Saave­dra De, Los trabajos de Persiles y Sigismundo, edición, introducción y notas de J.B. Avalle-Arce, Madrid, Editorial Castalia «Clásicos Castalia», 1970, pp. 309-311.

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que

debajo de sus pies tiene la luna; (v. 16)

... fábrica bendita (v. 18)

que refulge de virtudes

De fe son los pilares, de esperanza, los muros desta fábrica bendita ciñe la caridad... su recreo se aumenta en su templanza, su prudencia, los grados facilita del bien que ha de gozar, por la grandeza de su mucha justicia y fortaleza; (vv. 17-24)

...alcázar soberano (v. 25)

a quien adornan

profundos pozos, perenales fuentes

huertos cerrados... a la siniestra y diestra mano altos cedros, clarísimos espejos; (vv. 26-31)

y en cuyos jardines

El cinamono, el plátano y la rosa de Hiericó se halla; (vv. 33-34)

... edificio... (v. 40)

que

todo es luz, todo es gloria, todo es cielo: (v. 39)

De Salomón el templo... (v. 41)

que muestra

... la perfección a Dios posible; (v. 42)

... la luz del sol inacesible; (v. 46)

la clarísima estrella...; (v. 48)

es la estrella que

Antes que el sol, ... da su lumbre; (v. 49)

... la humildad... puesta en la cumbre; (v. 53)

... aquella

prudentísima Ester, que el sol más bella; (vv. 55-56)

Niña de Dios, por nuestro bien nacida; (v. 57)

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Brinco de Dios, de nuestra muerte vida; {v. 61)

Del claro amanecer del sol sagrado ... la primera aurora: ... del justo gloria; del pecador, firme esperanza; de la borrasca antigua, la bonanza; ( w . 69-72)

la «paloma» ab aeterno «llamada desde el cielo» (vv. 73-74); la «esposa» que dio «al sacro Verbo limpia carne» (vv. 74-75); el «brazo de Dios» que detuvo

de Abrahán la cuchilla rigurosa, y para el sacrificio verdadero nos distes al mansísimo cordero; (w . 76-80)

la «hermosa planta» (v. 81) que da el fruto

puesto en sazón, por quien el alma espera cambiar en ropa rozagante 9 el luto que la gran culpa le vistió primera; (vv. 82-84)

la «universal remediadora» (v. 88); la «Virgen bendita» (v. 94) «de quien exhala el olor de virtud» (v. 93) que

...sirve de requesta 1 0

8 «Brinco significaba " joye l " y en particular "pendiente" o "ani l lo " también "braza­lete". En español existió vinclo con el matiz específico de "aro que, junto con el engaste (sortija) de la piedra preciosa, constituye un ani l lo" 3 , pero esta palabra se perdió pronto en todas partes excepto en Asturias, donde todavía hay blincu "pendiente pequeño para la oreja" (Munthe), "ari l lo del pendiente" (V.). Dialectalmente en portugués subsiste aún brinco en el sentido de "anillo que se pone a los cerdos en el hocico" (Viana do Castelo: R.L. XVI I , 80), y hubo antiguamente una variante vinco, de la que C. Michaélis (a quien se debe la etimología de brinco " joya" : R.L. I, 299-300) señala varios testimonios de los SS. XV-XVI I 4 : claro está que vinco procede de víncoo VINCU(L)UM, mientras que la forma moderna sale de vinero, vinclo ». J. Corominas, Diccionario critico etimológico de la lengua castellana, vol. I, Berna, Editorial Francke, 1954, p. 520.

9 «Vocablo aplicado primero sólo a las ropas que arrastran por el suelo ("una figura vestida de una ropa de las que llaman rozagantes, hasta los pies" Quijote II, X X X V , Cl C. VI, 325; "en atavíos rozagantes, para que mejor representasen con aquella pompa la autoridad que daban de presidentes" en el Alfarache de Martí, Rivad. III , 389 b), luego a todo traje de lujo [S. XVI I , Aut.], finalmente "vistoso, gal lardo" aplicado a personas [med. S. XVI I , Aut.]: tomado del cat. rossegant, participio activo de rossegar "arrastrar" (pron. igual que rossagar (el catalanismo rocegar "arrastrar" se encuentra también en autores cast. del S. XV, Santillana Canc. de Castillo, Gómez Manrique, vid. Cuervo, Obr. Inéd., 390, y D. Hist. s.v. celada); rossegar es voz común al cat. y a la lengua de Oc desde la Edad Media (roussa sólo es oc. mod.), de origen incierto, pero como en lo antiguo suele aplicarse a la pena de muerte por arrastre (asi ya en las Vidas de Santos del S. XI I I : AILC, III , 189 f ° 5 v° ) , y esto solía practicarse con caballos de carga, es razonable deriv. de róssa "caballo malo" , como ya hice en V Rom. II, 166 7». Ibidem, vol. IV, p. 47.

1 0 «Demanda ó petición. Covarr. dice que viene del supino Requisitum del verbo Requirere. Lat. Requisitio. CHRON. del R.D. JUAN EL II. Año 17. cap. 262. En este tiempo huvo una gran requesta entre Juan Rodríguez de Castañeda... y entre Iñigo de Zúñiga. CAST. Hist. de S. Dom. tom. I Iib. I cap. 50. Estando los santos juntos (Santo Domingo y San Francisco) llegaron a ellos los Frailes con esta requesta, rogándoles, que suplicassen á Dios les diesse agua clara y buena». Diccionario de Audoridades de la Real Academia Española, ed. facs., tomo III , Madrid, Editorial Gredos, 1984, p. 589.

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y apremio, a que se vea en ti muy presto del gran poder de Dios echado el res to 1 1 , (vv. 94-96)

La imagen de la «casa», de origen antiguo-testamentario (Líber Psalmorum 46,5; Líber Proverbiorum 9,1), se destaca en los Octoechos de Severo de Antioquía; en In Navitatem Sanctae Mariae Deiparae de Teodoro Studita, donde la Virgen es «casa de Dios, casa que brilla de divinos resplendores, de la cual no se puede quitar el dintel de la pureza; casa llena de la gloria de Dios, más luminosa en el espíritu que los serafines ardientes» 1 2 . En In laudem Sanctae Mariae de Venancio Fortunato ella es «noble casa del Omnipotente». Ildefonso de Toledo, en el Libellus de Virginitate Sanctae Mariae contra tres infi­deles, escribe que María es «casa de Dios, casa de Jesucristo, casa cuyo artífice es el Omnipotente; casa de su creación. Dios, al entrar, no le quitó el pudor y al salir la enriqueció del privilegio de la integridad». Pablo Diácono Varnefrido no se limita a reproducir la imagen de la casa, también comenta, en la Homilía I de Assumptione, el paso del Líber Proverbiorum de donde está sacada: «Siete columnas sostienen esta casa virginal, porque la venerable Madre de Dios ha sido enrique­cida de los siete dones del Espíritu Santo: sabiduría, entendimiento, prudencia, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios».

Entre las muchas virtudes marianas que Cervantes alaba en sus versos, la humildad 1 3 reviste una importancia particular. Esta virtud, que la Virgen manifiesta en la Anunciación y en el Magníficat (Evange-lium secundum Lucam 1, 38.48), es muy celebrada por los Padres de la Iglesia y los autores cristianos griegos, bizantinos y latinos. San Ambrosio, en la Expositio in Lucam define a María «modelo de humil­dad»; en el De Institutione Virginis, afirma que «cuando Dios eligió a María como madre, ella creció mucho más en la humildad». Abundan los elogios en las obras de San Agustín; en el Conflictus cum Serapione de Arnobio el joven: «Por la bajeza de la humildad, María era como

« L o que el jugador tiene en la tabla delante de sí consignado, que no lo puede sacar della. Jugar a resto abierto, vale sin tassa. Echar el resto, poner hombre toda su diligencia y tuercas para hazer algún negocio». S. Covarrubias De, Tesoro de la lengua castellana o española, edición preparada por Martín de Riquer, Barcelona, S.A. Horta, I. E, 1943, p. 907.

1 2 Las citas de las obras de los Padres de la Iglesia y los autores griegos, bizantinos y latinos, que presento traducidas, se sacan de Testi mariani del primo millenino, vols. I, II, I I I , a cura di G. Gharib, E.M. Toniolo, L. Gambero, G. di Nola, Roma, Città Nuova Editrice, 1988, 1989, 1990.

1 3 La forma iconográfica de la «Virgen de la humildad», nace en Italia en la primera mitad del siglo XIV. «Ad Assisi, per una cappella nella basilica di San Francesco, Simone Martini creò l'espressione iconografica adeguata della "Maria umile", che fece scuola anche al di là delle Alpi. Tipo iconografico: Maria è seduta in terra, più tardi su un prato. Un cuscino purpureo, stelle intorno al suo capo e la falce lunare ai suoi piedi stanno ad indicare la sua futura elevazione 1 4 2 . Questa cosiddetta Umiltà è ripresa nei più vari tipi iconografici mariani. È possibile vedere Maria seduta sulla falce lunare perfino come regina dei c ie l i 1 4 3 . Sul finire del XV secolo, in Italia, la macchia di prato si estende in un giardino recintato da una siepe di rose». V. H. y M. Schmidt, // linguaggio delle imma­gini, trad. a cura di Uta Brehme e Mario Devena, Roma, Città Nuova Editrice, 1988, p. 240.

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lana óptima y no podía compararse con ninguna de las demás vírgenes que existían bajo el cielo»; en la Homilia de Annuntiatione Beatae Vir-ginis Mariae de Beda el Venerable: «La beata Madre de Dios ha sido la primera en enseñarnos el camino de la humildad que lleva a la subli­midad de la patria del cielo»; en In Assumptionen de Ambrosio Aut-perto: «María es humildad verdaderamente beata que ha engengrado a Dios, ha dado la vida a los mortales, ha renovado los cielos, ha purifi­cado el mundo y ha libertado del infierno a las almas de los hombres; es humildad que se ha convertido en puerta del paraíso y escalera del cielo»; en la Homilia I de Assumptione de Pablo Diácono Varnefrido: «Por su humildad subió hacia las altas esferas, y por su obediente humildad brilla sin cesar»; en el De Assumptione Sanctae Mariae Virgi-nis de Pascasio Radberto: «La primera virtud de María es fundamento y custodia de todas las virtudes: es la humildad, «que está en el puerto seguro de la perseverancia y por eso es divinamente iluminada»; en el Sermo IV in Nativitatem Beatae Virginis Mariae de Fulberto de Char-tres: «Custodiando la humildad, que hace pobres en el espíritu (Evan-gelium secundum Matthaeum 5,3), María ha vencido la concupiscencia de la mente»; en el Sermo in Nativitatem Beatae Virginis Mariae de Pier Damiani: «Esta Virgen, tan única e incomparable, jamás habría llegado a la altura de Dios si no hubiese seguido su humildad».

Está relacionada con la virtud de la humildad, la imagen «apocalíp­tica» de la «fábrica regia» (v. 12 = María) que «debajo de sus pies tiene la luna» (v. 16), símbolo cósmico de la belleza (Canticum Canticorum 6,10) y de la pureza inmaculada de María, victoriosa, por su fe, sobre la furia y la crueldad de la «serpiente antigua» (San Juan, Apocalypsis 12,9).

Atestiguan, en la Sagrada Escritura, la excelencia de la fe mariana el Liber Proverbiorum (31,29) y el Evangelium secundum Lucam (1,38.45), que nos guía a la conprensión de su sentido más profundo y verdadero. La fe de María es una fe virginal, una adhesión sincera, inmediata y total a la palabra de Dios; es principio de su maternidad y grandeza. Basilio Magno, en la Homilia in sanctam Christi generatio-nem, afirma que ella «proporciona al mundo las cosas divinas». Tertu­liano la alaba en el De carne Christi, enalteciendo, con palabras conmo­vedoras, su poder de salvación. Lo mismo hace San Ambrosio en el De Institutione Virginis. San Agustín, con el De Sancta Virginitate: «María fue beata porque engendró al cuerpo de Cristo y sobre todo porque aceptó la fe en Cristo». Pedro Crisólogo, en sus Sermones; León Magno, en las Homiliae de Nativitate Domini; Venancio Fortunato en In laudem Sanctae Mariae. Ildefonso de Toledo en el Libellus de Virgi­nitate Sanctae Mariae contra tres infideles: «Gracias a su fe inquebran­table en María brotó el Salvador». Beda el Venerable en sus Homiliae y Paulino de Aquileya en sus Hymni.

No menos grandes que la fe, son la esperanza, celebrada en el Liber Ecclesiastici (24,23), en el Evangelium secundum Joannem (2,5) y en muchos textos patrísticos y la caridad de María (Liber Ecclesia-

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stici 24,24; Evangelium secundum Lucam 1,56 y 2,7; Evangelium secun­dum Joannem 2,3 y 19,25), que se expresa en el amor inmenso y per­fecto por Dios. «La caridad — escribe San Agustín en el De Sancta Virginitate — procede en ella de un corazón puro, de una conciencia buena y de una fe sincera». Pablo Diácono Varnefrido, en la Homilía II de Assumptione, afirma que «la inestimable fragrancia de la caridad adorna con color resplandeciente la entera santidad de la vida de María, preciosa casa de Dios».

La virtud de la templanza, a través de la cual Cervantes elogia la sobriedad y la castidad de María, es motivo de reflexión en las obras de San Agustin, que la considera, basándose en el ejemplo mariano, norma de vida para todas las mujeres (Liber Ecclesiastici 31,12), inseparable de las virtudes de la prudencia — «María fue virgen de extraordinaria pru­dencia» (Simeón Metafrasta, Vita Mariae; v. también el Evangelium secundum Lucam 2,19) — de la justicia y de la fortaleza, que «la Virgen practicó en su grado más alto» (Máximo el Confesor, Vita Mariae).

Las imágenes de la «fábrica regia» (v. 12) y del «alcázar soberano» (v. 25), que simbolizan en el Antiguo Testamento y en las Homiliae de Modesto de Jerusalén, de Juan Damasceno, de Germán de Constantino-pla y de Andrés de Creta, la majestad de María, preludian las de los «huertos cerrados» (v. 26), de los «jardines» (v. 34) de cinamomos, plá­tanos, rosas de Jericó, cipreses, palmas y cedros, de los «profundos pozos» (v. 26), de las «perenales fuentes» (v. 26) y los «clarísimos espe­jos» (v. 31). Esas imágenes, sacadas del Canticum Canticorum y de los libros sapienciales (Liber Sapientiae y Liber Ecclesiastici) y valorizadas por una gran plasticidad figurativa 1 4, son metáforas de la naturaleza, de la virginidad y de las virtudes de María 1 5 . Ellas inspiran muchas representaciones iconográficas y crean amplios espacios interpretati­vos en los textos patrísticos. Esiquio de Jerusalén, al analizar la metá­fora del «hortus conclusus» en la Hornilla II de Sancta Maria Deipara, afirma: «Huerto cerrado te llamó... en el Canticum el Esposo que de ti procedió. "Huerto cerrado", porque nunca te tocó la hoz de la cor­rupción y sin embargo brotó en ti, para todo el género humano, la flor de la raíz de Isai, que el único, puro e inmaculado Espíritu cultivó den­tro de ti». Comentarios parecidos se leen también en el De ortu et obi-tum Patrum de Isidoro de Sevilla; en el Libellus de Virginitate Sanctae Mariae contra tres infideles de Ildefonso de Toledo y en las Laudes Vir-ginorum de Adelmo de Malmesbury. «María — escribe Pascasio Rad-berto en el De Assumptione Sanctae Mariae Virginis — brilló en una manera muy particular, como las plantas de rosas en Jericó (Liber Ecclesiastici 24,14) y su pureza virginal resplandeció de una luz más

4 Estudia este asunto K.L. Selig en Persiles y Sigismundo: notes on pictures, portraits and portaiture, «Hispanic Review», n. XL I «Special issue» (1973), pp. 305-312.

1 5 «Huertos cerrados» y «clarísimos espejos» = pureza y virginidad eterna de María; jardines ricos de árboles y flores, «profundos pozos» y «perenales fuentes» = plenitud de la gracia de María.

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aún luminosa». Ella, en In laudem Sanctae Mariae de Venancio Fortu­nato, es espejo celestial del Omnipotente, de quien transmite el radioso resplandor de su aspecto. Es la «luminosa» (Romano el Melodus, Hymnus I de Annuntiationé) que ilumina las tinieblas del pecado, por­que — explica el Seudo-Gregorio Taumaturgo en la Homilía II de Annuntiationé — María significa « luz». Es la «gloria» (v. 39) de todo el universo (Juan Damasceno, Parakletiké); es «el cielo luminoso que contiene en sí al Dios que los cielos no pueden contener» (Seudo-Epifanio, Homilía in laudem Sanctae Mariae Deiparae).

Con la imagen del espléndido templo 1 6 de Salomón (w . 41-44), descrito puntualmente en el Líber III Regum (6,1.38; 7,13.51), Cervan­tes celebra la sublime perfección y la pureza inmaculada de María, así como ya lo habían hecho los Padres de la Iglesia. «Salomón — escribe Jorge de Nicomedia en los Menea II — viendo en María el habitáculo de Dios, le abrió la puerta del Rey, a ella misma, que es fuente viva, cerrada, de donde corre, para nosotros un agua limpia». Los singulares privilegios que distinguen a ese «templo divino» (Juan Damasceno, Menea) de toda criatura terrenal y celestial brillan de luz indefectible — luz de salvación y regeneración — en las metáforas cósmicas. La «clarísima estrella» (v. 48) de los versos cervantinos, la estrella que «antes que el sol/ ... hoy da su lumbre» (v. 49) ahondan sus raíces en una antigua tradición literaria que alcanza su apogeo en las composi­ciones y colecciones de himnos. María es «estrella del mar que... con la gracia de su privilegio especial ha brillado, como astro de extraordi­naria belleza, entre las olas de un mundo en ruina» (Beda el Venerable, Homilía de Annuntiationé Beatae Virginis Mariae; es «estrella a través de la cual el sol de justicia ha brillado en el mundo» (Pier Damiani, Sermo in Nativitatem Beatae Virginis Mariae). «Su nombre — explica Fulberto de Chartres en el Sermo IV in Nativitatem Beatae Virginis Mariae — significa "estrella del mar". Quienes adoran a Cristo, remando entre las olas de este mundo, tienen que dirigir su mirada a esa estrella del mar... que está muy cerca de Dios, polo supremo del universo». A la explicación de Fulberto de Chartres, el anónimo autor de los Akathistos añade: «María es estrella que precede al Sol» (Horolo-gion 887-900), desde siempre elegida y predestinada para ser madre del Hombre-Dios o, según proclama Cirilo alejandrino durante la homilía contra Nestorio 1 7 pronunciada en Efeso, «madre del gozo del uni­verso».

La majestad «cósmica» de la Virgen se manifiesta también en la imagen de la «primera aurora» (v. 70) — «La aurora de un día sin noche» en la Vita Mariae de Máximo el Confesor — cuya belleza, supe­rior a la del astro solar (Canticum Canticorum 6,10; Líber Sapientiae

6 En general, la imagen metafórica del templo es muy frecuente en las obras de los Padres de la Iglesia, que consideran el regazo de la Virgen «templo del Verbo» .

17 Homilía IV adversus Nestorium.

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7,29), suscita en Cervantes un sentimiento de estupefacta admiración. A esa belleza indecible y sin par, los Padres de la Iglesia y los primeros autores cristianos no le ahorran alabanzas: «Ante su belleza aun el cielo deja el sitio que ocupa; el sol se aparta; la luna olvida su resplan­dor; el lucero del alba y las demás estrellas esconden su luz y no se atreven a aparecer» (Pedro obispo de Argo, Sermo in Presentationem). «Bella más que las joyas, tú ofuscas el resplandor del sol, reluciendo, alta, sobre los soles y los astros» (Venancio Fortunato, In laudem Sanc-tae Mariaé).

Procede del Canticum Canticorum la imagen de la «esposa/ que al sacro Verbo limpia carne» (vv. 74-75) ha dado y exhala «el olor de vir­tud» (v. 93). Si el evangelista Mateo identifica a la esposa con la comu­nidad cristiana, San Juan (Apocalypsis, 21,1.27) y Origines con la Eccle-sia, San Ambrosio no duda en reconocer en ella a María, siendo la Virgen la más digna representante de la Ecclesia y por consiguiente la verdadera «esposa» de Cristo. Con el obispo de Milán están de acuerdo, entre otros, el Seudo-Epifanio, Germán de Constantinopla, Juan Damasceno, Focio, Pedro Crisólogo, Venancio Fortunato, Adelmo de Malmesbury y Pablo Diácono Varnefrido. María constituye el typus de la Iglesa y todo lo que se opina de ésta puede aplicarse a la Virgen como madre y esposa de Cristo. Esposa que exhala «el perfume de los aromas espirituales» (Andrés de Creta, Homilía III); «el aroma de las virtudes» (Teodoro Studita, In Nativitatem Dominae nostrae Deiparae); «el perfume del rey del universo» (José el hymnographus, Horologion).

La paloma (v. 73), conocida en la literatura pre-cristiana como atri­buto de las diosas del amor 1 8 , es una metáfora, en el Canticum Canti­corum (5,2), de la esposa de Salomón. En el Evangelium secundum Mat-thaeum (10,16) ella simboliza la mansedumbre, la inocencia, la devoción y especialmente la manifestación del Espíritu Santo (3,16). Su color blanco refleja la luminosidad intacta de Dios y la pureza de María (Evangelium secundum Lucam, 1.35), «paloma inmaculada» (Cirilo alejandrino, Homilía XI); «paloma pura» (Seudo-Epifanio, Homilía in laudem Sanctae Mariae Deiparae); «paloma que ha engen­drado al Verbo» (José el hymnographus, Horologion). La metáfora de la paloma nos recuerda también un paso, muy delicado, del intenso Protevangelion del apóstol Santiago donde se ubica la figura de la Vir­gen, que había sido criada 1 9 en el templo como una paloma y recibía el manjar de la mano de un ángel (VIII, 1).

La obra de intercesión que María ha cumplido a favor del género humano adquiere en la segunda parte del texto poético un gran resalto. Cervantes no olvida que la Virgen, indisolublemente unida a su Hijo, ha cooperado por medio de la obediencia, de la fe, de la esperanza y

Astarte, Ishtar, Ashera'h y Afrodita. Pero el verbo ueizw quiere derir también «considerar».

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de la fervorosa caridad para la restauración de la vida sobrenatural de las almas. «María — escribe Teodoro Studita en In Nativitatem Dominae nostrae Deiparae — ha remediado a los males de Eva y de la humanidad. La hija (María) se ha convertido en el remedio para la madre (Eva); en el producto nuevo de la divina creación; en la santí­sima primicia del género humano; en la raíz de la rama que salió de la boca de Dios; en la alegría del primer genitor». Ella es «el árbol del fruto inmortal que redime» (Máximo el Confesor, Vita Mariae); «la esperanza suprema de los desesperados»; «la inmaculada que ha sal­vado el mundo del cataclismo del pecado» (Pablo de Amorío, Parakle-tiké); «el puerto de salvación ... para los que nadamos en el océano de la vida» (Juan Damasceno, Euchologion). Los Padres de la Iglesia reco­nocen en María una criatura «nueva», plasmada por el Espíritu Santo; una criatura que, abrazando con toda su alma la voluntad de Dios y consagrándose totalmente a la Persona y a la misión de su Hijo, ha desatado el nudo de la desobediencia y el vínculo de la culpa de Eva, llegando a ser causa de vida, como afirma Cervantes en sus versos. «La sencillez de la paloma — escribe Ireneo de Lyon en Adversus Hae-reses — ha vencido la astucia de la serpiente, libertando a la naturaleza humana, precipitada en la miseria del pecado, de la corrupción y de la muerte».

El mensaje de devoción que Cervantes eleva a la Virgen y que es un lugar de encuentro ideal en el que confluyen experiencias poéticas florecidas en sitios y tiempos diferentes, revela una serena transparen­cia de formas, colores y tonos que nos acerca sensiblemente al miste­rio del Ser. En este mensaje, se compenetran dos espacios inconcilia­bles, el de la realidad terrenal y el de la trascendental, de la carne y del espíritu, de la vida y de la muerte, hasta llegar a una síntesis defini­tiva que compendia el gran evento del Cristo crucificado, muerto y resuscitado, poniéndose como piedra de toque ante las filosofías de un mundo que considera cada vez más improbable la autosuficiencia de su cultura. Los contemporáneos de Cervantes se dan cuenta de que la existencia ya no puede ser gobernada solamente con las medidas y los medios equilibrados de la razón aristotélica. Ella es más compleja, ambigua e instable, quebrantada en una miríada de elementos y fuer­zas que se substraen al dominio de la razón, originando sentimientos de frustración, de pesimismo, de desengaño y de escepticismo. Es emblemático, en este sentido, el pensamiento de Montaigne. Así, sufre un cambio repentino la visión, típicamente renacentista, del hombre colocado en el centro del universo, en relación armónica con una natu­raleza pensada y estructurada para satisfacer sus exigencias vitales. El sistema copernicano, los estudios de Galileo y la primacía del método experimental-inductivo dilatan los límites del universo, donde Dios vuelve a ser una presencia constante e imprenscindible. En ese universo, el hombre, abandonadas sus certidumbres, vaga ansiosa­mente tendido hacia un nuevo equilibrio, consciente del carácter falaz

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y efímero de las apariencias de lo real y de la relatividad de las relacio­nes que unen entre sí los objetos y los hombres. Ya Pico de la Mirán­dola, Marsilio Ficino y Giordano Bruno, revalorizando el Corpus Her-meticum y el Asclepius de Hermes Trismegisto y recobrando las práticas mágicas más antiguas 2 0, habían contribuido a subvertir el mito clasicista de un mundo perfecto y ejemplar y a afirmar la exigen­cia de alcanzar las altas esferas de lo divino. El acto de conocimiento — empleando términos específicos del sistema filosófico-teológico tomista — sin el acto de fe, impide al hombre el goce de la suprema armonía universal, de aquel «amor» cosmogónico que — según afirma Jung 2 1 — él anhela poseer para penetrar en la secreta e inconmensu­rable amplitud de la realidad trascendental.

La poesía de Cervantes a la Virgen, muy distante de la circularidad inmanente que obliga y encierra al poeta en el dominio del subjetivi­smo humanístico y del mero ejercicio lírico formal, logra conciliar el acto de conocimiento con el acto de fe, haciéndose expresión finita e infinita de la Belleza creada, que, como esencia efusa de su más honda intimidad, envuelve todo verso; lo anima en un fulgor de notas melo­diosas; lo redime del peso de la carnalidad y lo reviste de gracia y de encanto dignificantes. Cervantes sabe que su poesía, fuera de tal Belleza 2 2, quedaría enredada en las tinieblas de la «ceguera», al igual que los fantasmas de Platón (Symposion) en la obscura cueva, donde el sol nunca llega. Ella, durante el proceso creativo, sólo podría coger

2 0 Ellos distinguen una magia natural de una magia demoniaca, que coincide con las de los modernos. V. F.A. Yates, Giordano Bruno e la tradizione ermetica, trad. di R. Pee-chioli, Roma-Bari, Gius. Laterza e figli S.p.a. «B.U.L.», 19892.

2 1 V. C.G. Jung, Psicologia e Religione, traduzione di Elena Schanzer e Luigi Auri-gemma, Torino, Boringhieri Editore, 1981.

2 2 La Belleza es también personificación visul de la poesía. V. A. Porqueras Mayo, «Cervantes y la teoría poética». Actas del II Coloquio Internacional de la Asociación de Cervantistas (Alcalá de Henares 6-9 de noviembre de 1989), Barcelona, Editorial Anthropos, 1991, pp. 83-98. Sobre la poesía de Cervantes son fundamentales los siguientes estudios: J.M. Blecua, «La poesía lírica de Cervantes», Homenaje a Cervantes, en «Cuadernos de ínsula», I (1948), pp. 151-187 (publicado bajo el pseudónimo José M. Claube), reeditado en Sobre poesía de la Edad de Oro, Madrid, Editorial Credos, «B.A.E.», 1970, pp. 161-195; R. Rojas, Cervantes, poeta lírico. Cervantes, poeta dramático. Cervantes, poeta épico, Buenos Aires, Editorial Losada, 1948; G. Diego, Cervantes y la poesía, en «Revista de Filología Espa­ñola», X X X I I (1948), pp. 213-236, reeditado en Crítica y Poesía, Madrid, Editorial Júcar, 1984, pp. 73-98 y en Miguel de Cervantes y los escritores del '27, Suplementos Anthropos, Monografías Temáticas, 16, Barcelona, Editorial Anthropos, 1989, pp. 88-96; L. Cernuda, «Cervantes poeta», en Poesía y Literatura, II, Barcelona, Editorial Seix Barrai, 1971, pp. 246-256, reeditado en Miguel de Cervantes y los escritores del '27, ed. cit., pp. 77-80; E.L. Rivers, «Viaje del Parnaso y poesías sueltas», en J.B. Avalle-Arce y E.C. Riley eds., Suma Cervantina, London, Tamesis Books Limited, 1973, pp. 119-146; F. Ayala, «El túmulo», en Cervantes y Quevedo, Barcelona, Editorial Seix Barrai, 1974, pp. 185-200; V. Gaos, «Cervan­tes poeta», en Cervantes. Novelista, dramaturgo, poeta, Barcelona, Editorial Planeta, 1979, pp. 159-179; F. Yndurain, La poesía de Cervantes: Aproximaciones, en «Edad de Oro» , IV (1985), pp. 165-177; P. Ruiz Pérez, El manierismo en la poesía de Cervantes, en «Edad de Oro» , ed. cit., pp. 165-177.

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unos fragmentos, unas pocas gotas de eternidad, siempre oscilantes entre las intuiciones y los deseos de la conciencia humana en la con­templación estática del universo, en la difícil solución de la trágica lucha entre el bien y el mal y de su catarsis final en una justicia supe­rior. La participación poética necesita un ideal sensible a la inteligen­cia y al corazón, que, lejos de ser un sentimiento demasiado terrenal para aplacar las aspiraciones a lo eterno, o una abstracción demasiado metafísica par acudir a las instancias humanas en su tensión hacia la realidad trascendental, libre la poesía de su insuficiencia, comunicán­dole perfección moral y religiosa. San Agustín conocía muy bien las miserias y las angustias de la belleza exterior y material y por eso escribe en las Confessiones (I, 10 c. 34) que la verdadera Belleza, la que entra en el alma del poeta, procede de aquella Belleza absoluta e incorruptible 2 3 por la que el hombre gime y suspira, en espera de su misericordia liberadora. La Virgen, imagen física de esa misericor­dia, se inserta en el designio divino de salvación y de amor. En su ser, Dios ha determinado la forma de las bellezas diseminadas en la crea­ción, para que ella sea, entre las seducciones de la materia y los atrac­tivos del espíritu, el misterio de la salvación y el de la perdición, paraíso terrenal de la Belleza; camino de luz que santifica, haciendo resplandecer hasta las cosas más vulgares; que une lo visible a lo invi­sible; que vivifica, inspira e infunde virtud natural y gracia sobrenatu­ral. Pues, la poesía de Cervantes no nace de ficciones fantásticas e ilu­sorias; de una perfección que vive en el arte y por el arte y que cualquier contaminación puede ofuscar; nace, en cambio, del senti­miento de una realidad que abarca el enigma de la vida en el universo y los acontecimientos individuales y sociales de la historia. Cervantes realiza un retrato luminoso de la personalidad de María. La considera obra maestra del Espíritu Santo 2 4 , que ha actuado en ella para purifi­carla y prepararla a la función de madre del Redentor; Plenitud arrai­gada en un bien que es principio creador y salvador; Santidad absoluta — del cuerpo virginal y del alma —, superior a la creada, a la humana y a la angelical; Excelencia alcanzada a través de la elevación ascética, de la contemplación, de la obediencia a la Palabra divina, de la docili­dad a Dios y del amor por el prójimo; Pureza sublime que, con el ejem­plo de su condición privilegiada y por la mediación de su maternidad,

A. Egído hablando de la belleza de Auristela, afirma: «Esa belleza se entiende como reflejo de la bondad divina, algo espiritual que se configura como esplendor de la cara de Dios». «El Persiles y la enfermedad de amor» , en Acias del II Coloquio Internacio­nal de la Asociación de Cervantistas, ed. cit., p. 213. En el siglo XVI , la belleza es la forma visible de una armonía interior ética e intelectual, del ideal de la Kalokagathia (belleza y bondad). Pietro Bembo, en // Cortigiano, define la belleza, de acuerdo con las teorías de Platón, Pico de la Mirándola y Marsilio Ficino, pura armonía de espíritu y naturaleza; el reflejo en las formas corpóreas de la luz de Dios.

2 4 Cervantes le llama «Paraninfo al ígero» en el verso 90. V. Caniicum Canticorum e In Nativitatem Mariae de Teodoro Studita.

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aleja al hombre de los bienes transitorios. Ella es criatura espiritual, completamente transfigurada; divinizada en todo su ser humano para ser imagen perfecta de Dios. Su semejanza con el Hijo — «la imagen de Cristo, escribe Teodoro Studita en el Antirrheticus (III, 2,3), corre­sponde a la expresión de la imagen materna» —, su dimensión intem­poral y su asunción corpórea al trono celeste son la garantía de la resurrección y de la victoria del hombre sobre el mal. Nada existe en la naturaleza sensible, moral e intelectual, nada en la gracia redentora y glorificante, que no converja en el tejido poético cervantino para evi­denciar esos aspectos y que no gravite, por medio de María, en Cristo, en el centro de la vida. Vida donde el drama de la Cruz (w. 79-80) es un recuerdo vivo y doloroso, pero lo domina la seguridad de la pro­mesa; el mensaje de redención y de salvación eterna; el deseo de un mundo concorde y apaciguado en el que, junto a los seres superiores, están los hombres con su voluntad, que ya no es rebelde, como en el régimen de pecado, sino conforme con la voluntad de Dios, como en la gracia. Sólo de la aceptación de la verdad de la Cruz, puede manar el canto de la esperanza, que pasa por la mediación universal de María.

Al componer las imágenes de la Virgen, imágenes ajustadas con originalidad a esquemas y modos típicos de una larguísima tradición poético-religiosa, armonizadas y evocadas con arcana sugestión, Cer­vantes parece recordar los felices versos con los que Jorge Pisides, poeta y hagiógrafo bizantino de la primera mitad del siglo VII, alaba a la invencible Auxiliadora de los cristianos:

Si algún pintor quiere mostrar los trofeos de la victoria, muestre la única Virgen-Madre, y pinte su imagen. Sólo ella sabe como vencer la naturaleza primero con el parto y luego con la guerra. (Bellum Avaricum, vv. 1-5)

La intuición platónica de un íntimo enlace entre pureza, verdad y belleza se ha realizado plenamente en la Virgen, desarrollándose en todas sus formas a través de la poesía, que asume en el texto cervan­tino una trayectoria vertical, símbolo del camino de purificación y de perfección del alma, culminante en Dios.

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