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37 El auge de los estudios bibliográficos y de his- toria del libro ha vuelto práctica común buscar en los remanentes de las bibliotecas antiguas la presencia de determinados títulos, derivando de ello afirmaciones generales acerca de si un autor “se conoció” o “fue leído” en determinada región. En un principio, la pesquisa que dio ori- gen a este ensayo se planteó en una dirección parecida, pues quiso abordar así, en general, el impacto que había tenido el libro en el proceso de aculturación de la etnia purhépecha como con- secuencia de la conquista española y de la labor evangelizadora de los religiosos que llegaron al territorio del actual Michoacán. He abandonado esa vía en razón de la escasez y disparidad de los datos con que se cuenta, y he preferido mos- trar, con los tres casos que presento, indicios que invitan a mantener la duda original y a matizar nuestros asertos, con la impresión de que hace- mos una historia del libro poco consciente de los usos sociales de la escritura y la lectura, y de su desigual distribución a través del espectro social. Así, el objetivo de este escrito no es sólo plantear si la mera disponibilidad de impresos en las tierras habitadas por los purhépecha era condición suficiente para producir actos de lec- tura por parte de los indígenas. Lo que como mero apunte trato de articular citando los epi- sodios a los que me referiré, no se detiene en un contacto dosificado con las producciones de la imprenta, sino que identifica niveles diferencia- dos de familiaridad con la escritura “que habla”, y una coexistencia de distintas posibilidades de competencia lectora entre la población indíge- na en las décadas siguientes a la conquista de Michoacán. ** Como ejemplo de tres grados diferentes de contacto con ese dispositivo de la cultura occi- dental que es la escritura fonética —y con el libro, su expresión más sofisticada —podemos ver cómo nuestra familiaridad actual con estos objetos nos impide reparar en toda la tecnología de uso que lo acompaña y en las implicaciones de la tradición escrita. La presente es también una invitación a pensar con más detalle en la revolu- ción que supuso el arribo de la escritura fonética Indígenas michoacanos y escritura fonética: tres datos del siglo XVI Nora E. Jiménez * * Centro de Estudios de las Tradiciones. El Colegio de Michoacán. ** Agradezco aquí las referencias y el continuo diá- logo con el que Hans Roskamp, del CET- Colmich me ha obsequiado durante el tiempo que este ensayo ha necesitado para madurar. Sin unas y otro este texto no hubiera llegado a producirse. También estoy en deuda con Pedro Márquez Joaquín, quien me prestó un auxilio invaluable con sus conversaciones y sus conocimientos de la lengua purhépecha, y con Rodrigo Martínez, de la DEH-INAH, quien me hizo importantes comentarios y puntualizaciones.

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El auge de los estudios bibliográficos y de his-toria del libro ha vuelto práctica común buscar en los remanentes de las bibliotecas antiguas la presencia de determinados títulos, derivando de ello afirmaciones generales acerca de si un autor “se conoció” o “fue leído” en determinada región. En un principio, la pesquisa que dio ori-gen a este ensayo se planteó en una dirección parecida, pues quiso abordar así, en general, el impacto que había tenido el libro en el proceso de aculturación de la etnia purhépecha como con-secuencia de la conquista española y de la labor evangelizadora de los religiosos que llegaron al territorio del actual Michoacán. He abandonado esa vía en razón de la escasez y disparidad de los datos con que se cuenta, y he preferido mos-trar, con los tres casos que presento, indicios que invitan a mantener la duda original y a matizar nuestros asertos, con la impresión de que hace-mos una historia del libro poco consciente de los usos sociales de la escritura y la lectura, y de su desigual distribución a través del espectro social. Así, el objetivo de este escrito no es sólo plantear si la mera disponibilidad de impresos en las tierras habitadas por los purhépecha era condición suficiente para producir actos de lec-

tura por parte de los indígenas. Lo que como mero apunte trato de articular citando los epi-sodios a los que me referiré, no se detiene en un contacto dosificado con las producciones de la imprenta, sino que identifica niveles diferencia-dos de familiaridad con la escritura “que habla”, y una coexistencia de distintas posibilidades de competencia lectora entre la población indíge-na en las décadas siguientes a la conquista de Michoacán.**

Como ejemplo de tres grados diferentes de contacto con ese dispositivo de la cultura occi-dental que es la escritura fonética —y con el libro, su expresión más sofisticada —podemos ver cómo nuestra familiaridad actual con estos objetos nos impide reparar en toda la tecnología de uso que lo acompaña y en las implicaciones de la tradición escrita. La presente es también una invitación a pensar con más detalle en la revolu-ción que supuso el arribo de la escritura fonética

Indígenas michoacanos y escritura fonética: tres datos del siglo xvi

Nora E. Jiménez*

* Centro de Estudios de las Tradiciones. El Colegio de Michoacán.

** Agradezco aquí las referencias y el continuo diá-logo con el que Hans Roskamp, del Cet-Colmich me ha obsequiado durante el tiempo que este ensayo ha necesitado para madurar. Sin unas y otro este texto no hubiera llegado a producirse. También estoy en deuda con Pedro Márquez Joaquín, quien me prestó un auxilio invaluable con sus conversaciones y sus conocimientos de la lengua purhépecha, y con Rodrigo Martínez, de la deh-inah, quien me hizo importantes comentarios y puntualizaciones.

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a las regiones mesoamericanas, y a documentar con mayor precisión los canales y ambientes de circulación de sus productos.

El primero de mis datos proviene de un capí-tulo de la Relación de las ceremonias y ritos, y población y gobierno de los indios de la provincia de Michoacán, más brevemente conocida como Relación de Michoacán, documento que regis-tra la reacción inicial de los indígenas ante la escritura usada por los europeos.1 Este docu-mento, escrito en castellano y elaborado por el franciscano Jerónimo de Alcalá en torno a 1541 —ayudado por la memoria de uno de los princi-pales, don Pedro Cuiniharángari—, es el texto que ha guardado para nosotros la mayor parte de lo que se conoce acerca de la historia de esta región antes de la llegada de los españoles y sobre el proceso de la conquista del territorio michoacano. En el capítulo xvii de la tercera parte encontramos una lista que nos transmite la impresión que causó en los indígenas algu-nos rasgos de la cultura española y algunos de los artefactos traídos por ellos. Hay que notar que la lista está dedicada a registrar elemen- tos que supuestamente habían parecido más extravagantes a los naturales de esa tierra: rasgos, por ejemplo, a partir de los cuales los purhépecha atribuyeron a los hispanos la calidad de dioses. En este pasaje Alcalá anotó la convic-ción que los indígenas tenían acerca de que los misioneros franciscanos habían nacido con sus hábitos y que nunca habían sido niños. Es tam-bién aquí donde Alcalá menciona la asimilación que los indígenas hacían entre el símbolo cris-tiano de la cruz y la virgen, pues llamaban a la primera “Santa María”, como el propio francis-cano dice, “porque aún no habían entendido bien la religión”, aunque en este caso hay que aceptar que en un contexto de incomprensión linguística entre indios y españoles, era difícil explicar los

dogmas de la teología cristiana sin dar lugar a ambigüedades.

Junto con estas cualidades interpretadas con-fusamente por los michoacanos, se anotó la noción que estos últimos se hicieron sobre las piezas de material escriptorio en las que los con-quistadores asentaban mensajes, y que los natu-rales pensaron parlantes: “Decían que hablaban las cartas que les daban para llevar a alguna parte, y por esto no osaban mentir alguna vez [...] Maravillábanse de cada cosa que veían.”2

Esta cita de la Relación de Michoacán nos hace especular un poco acerca de la novedad que pudo haber representado la escritura foné-tica para los indígenas. Ya durante la conquis-ta del altiplano el hecho de que los naturales ignoraran el funcionamiento de este código de comunicación había permitido a Cortés y sus soldados dar a las cartas que enviaban a los tlaxcaltecas una función simbólica que iba más allá del mero acto de desciframiento de su clave. Sin que creamos del todo el relato bernaldiano sobre la conquista que llevó a cabo Hernán Cor-tés, encontramos en el texto del soldado Bernal Díaz tres menciones acerca de haber enviado papeles escritos como señal de que se trataba de un mensaje de los españoles: “y puesto que la carta, que bien entendimos que no la sabrían leer, sino que como viesen el papel diferenciado de lo suyo, conocerían que era de mensajería”.3

Se dice que este gesto simbolizante, como otros ardides de Hernán Cortés durante la primera etapa de la conquista, parece haber ganado a

1 Relación de las ceremonias y ritos, y población y gobierno de los indios de la provincia de Michoacán, transcripción de José Tudela y estudio preliminar de José Corona Núñez, Morelia, Balsal, 1977, en adelante Relación de Michoacán.

2 Véase Relación de Michoacán, p. 266.3 Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la

conquista de la Nueva España, 8ª edición, introducción y notas de Joaquín Ramírez Cabañas, México, Porrúa, 1970, p. 105, capítulo lxii, “De cómo se determinó que fuésemos por Tlaxcala, y les envíabamos mensajeros para que tuviesen por bien nuestra ida por su tierra, y cómo prendieron a los mensajeros y lo que más se hizo”. En otro pasaje Bernal Díaz dice que “nuestros mensajeros fueron a la cabecera de Tlaxcala con nues-tro mensaje, y paréceme que llevaron una carta que, aunque sabíamos que no la habían de entender”. Véase el capítulo lxvi, “Cómo otro día enviamos mensajeros a los caciques de Tlaxcala, rogándoles con la paz y lo que sobre ello hicieron”, op. cit., p. 115.

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los conquistadores la fama de tener poderes que no llamaremos mágicos, por no caer en el anacro-nismo, pero que sí dieron la impresión de algo extraño y especial, no inmediatamente asociable con la pintura,4 que era el campo de significación con el que entre los nahuas se asociaba la comu-nicación gráfica. En estas situaciones, las car-tas representaron algo más de lo que eran en la propia cultura europea, pues los naturales atribuyeron a los pliegos una naturaleza espiri-tual intrínseca, y los relacionaron de tal modo con el ser de los españoles, que en un momento dado brindaron estas cartas como ofrenda a sus dioses, añadiendo pedazos de una yegua muerta en combate, un chapeo de Flandes enviado como regalo y algunas herraduras de caballos.5

Volvamos a la cita de la Relación de Michoacán y recuperemos con las palabras del fraile la dimensión del poder de la escritura fonética, nacida de su extravagante capacidad comunica-tiva. La reacción de temor de los indios “que no osaban mentir” y que se “maravillaban” traduce la impresión de no naturalidad que los indíge-nas imaginaron en donde lo que los españoles ponían era un mecanismo de codificación del discurso hablado. Otro caso que aparece en la Relación de Michoacán, en donde el portar una carta se interpreta como un encargo de mensa-jería —para cumplir una orden o mandato de los extranjeros—, reitera cómo los escritos llegaron a significar, por extensión, cierto poder emanado de los españoles. El hecho de que no se supiera con exactitud la forma en que las misivas porta-ban dicho mensaje dio lugar a la confusión que se traduce en los renglones de Alcalá.6

El creer que las cartas hablan por sí mismas —es decir, que por sí mismas profieren sonidos— es una reacción documentada en otras culturas en donde se tuvo contacto con el fenómeno de la escritura fonética por vez primera. La reacción, a su vez, es una prueba de la principal facul-tad de este tipo de escritura, que es capaz de representar el sonido y por tanto de reproducir el discurso con todos sus componentes fonéticos y gramaticales, en ausencia de quien lo ha emi-tido. En la primera referencia que hemos sacado de la Relación esta virtud de la escritura fonética ayudó a producir un equívoco ya que los indíge-nas llegaron a pensar que las cartas tenían una conciencia autónoma a partir de la cual se expre-sarían verbalmente. El equívoco se acendraría, tal vez, gracias a ciertas expresiones de la len-gua castellana que ponen énfasis no en el acto de desciframiento (lectura) del mensaje portado por la escritura sino en la capacidad de ésta de contenerlo. No hablamos de decodificar un men-saje cifrado en unos signos; sólo simplificamos apuntando que un texto “dice que...”.

La reacción sorprendida que se asentó en los renglones de la Relación, ha sido documen-tada en otras culturas amerindias durante el proceso de penetración española, en episodios atravesados por el mismo sentimiento de per-plejidad respecto de la extraña facultad de los objetos manejados por los españoles, que por medios misteriosos les permitían conocer las más diversas informaciones, aun acerca de los propios naturales.

Rolena Adorno cita el testimonio ofrecido por Titu Cusi Yupanqui sobre este fenómeno durante la conquista del Perú: “Y aun nosotros los ave-mos visto por nuestros ojos y a solas hablar en paños blancos y nombrar a algunos de nosotros por nuestros nombres syn se lo decir naidie, nomás de por mirar al paño que tienen delante”.7

4 Véase más adelante, n. 255 Bernal Díaz, op. cit., capítulo lxiii, “De las guerras

y batallas muy peligrosas que tuvimos con los tlaxcalte-cas, y de lo que más pasó”, p. 109.

6 Al ir a castigar a cierto señor menor que había intentado matar al señor de Michoacán, don Pedro Cuiniharángari trata de despistarlo aparentando que se dirige a otro lugar, por orden de los conquistado-res: “y aquel principal llamado Timas, habíase huido a Capacuero y tenía sus espías puestas por los cami-nos... Y don Pedro llevaba una carta en la mano, y como le vio aquel prencipal (sic) díjole: ‘¿Dónde vas?’

Díjole don Pedro: ‘A Colima vamos, que nos envían allá los españoles’.” Véase Relación de Michoacán, tercera parte, capítulo xxvi, “Del tesoro grande que tenía el Cazonci...”, p. 262.

7 Rolena Adorno, “Estevanico’s Legacy: Insights in to Colonial Latin American Studies form Postcolonial

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Sabine Mac Cormack, por su parte, ha hecho también un sugerente análisis acerca del suceso clave en los relatos de la conquista del Perú en donde el inca Atahualpa se encuentra con los españoles comandados por Pizarro. En distin-tas versiones el dominico Vicente de Valverde se adelanta a hablar con el inca, mientras lleva en la mano un libro que en unos relatos es un bre-viario y en otros la propia Biblia. En este libro se sitúa la autoridad que el religioso invoca para conminar al poderoso Atahualpa a dar obedien-cia a los españoles; ese libro “decía” acerca del poder del papa y del rey de España. Pero al asir el tomo en sus manos y esperar oír el mensa-je, el señor indígena hubo de replicar que a él no le decía nada.8 En algunos relatos el acto en el que Atahualpa lanza “los Evangelios por tierra” es la causa de que los españoles se lancen sobre el señor indígena. En circunstancias más o me-nos críticas que las del episodio peruano —pero igualmente ligadas a procesos de colonización— esta reacción se ha documentado en otras lati-tudes en el momento en que grupos de cultura predominantemente oral entraron en contacto con la escritura fonética. En sus memorias, Olau dah Equiano, un ibo capturado en Ghana en el siglo xix, manifestó la perplejidad de ver leer a su amo, y la desazón que le producía el mutismo que el texto guardaba ante él.

Sentía una gran curiosidad por hablar con los libros [...] y así aprender cómo tuvieron comienzo todas las cosas. Con este propó-sito, a menudo tomaba un libro y le hablaba y luego me lo llevaba al oído, cuando estaba

a solas, en la esperanza de que me contes-tara. Y me preocupaba mucho constatar que el libro permanecía en silencio.9

En este punto volvemos de nuevo a nuestros datos michoacanos, para preguntarnos desde cuál contexto recibieron el fenómeno escriturario los habitantes del actual Michoacán. Sin ignorar la dosis de polémica que el tema de la naturaleza de los sistemas de comunicación gráfica entre las sociedades prehispánicas suele generar, nos remitimos a estudios que han tocado el tema de la posibilidad de escritura entre los purhépecha.10 Aunque no pretendemos resolver aquí dicha po-lémica, su existencia es en sí misma ilustrativa ya que suele estar mediada por apreciaciones que rebasan la problemática específica de la comunicación mediante signos sobre un soporte cualquiera. El término «escritura» (de scribere, trazar, marcar, imprimir, grabar) conlleva ge-neralmente una serie de connotaciones que asocian su existencia con una supuesta superio-ridad de la cultura que la posee. Este criterio está en alguna medida sobrevalorado toda vez que los sistemas escriturarios más antiguos que se conocen han tenido su origen en necesidades de administración y de contabilidad de bienes, semillas, ganados, etc., y no en la excelencia de

Africa”, en Arachne@Rutgers: Journal of Iberian and Latin American Literary and Cultural Studies, vol. 1, núm. 2, 2001, http://www.scc.rutgers.edu/arachne/vol!_2toc.htm. Cruzando en su análisis testimonios pro-ducidos en la etapa poscolonial en África, refiere este y otros casos en medio de una reflexión teórica sobre las “situaciones coloniales” que ha sido muy inspiradora para reforzar el acento de este escrito sobre la desigual relación que los colonizados establecen con los coloniza-dores a través de la escritura.

8 Sabine Mac Cormack, “Atahualpa y el libro”, en Revista de Indias 48, núm. 184, 1988, pp. 693-714.

9 The Intersting Narrative of the Life of Olaudah Equiano or Gustavo Vassa the African, Written by Him-self, Londres 1789, apud Jacques Goody “La cultura escrita restringida en el norte de Ghana”, en Jacques Goody (comp.), Cultura escrita en sociedades tradicio-nales, Barcelona, Editorial Gedisa (lea), 1996, p. 229.

10 De consulta ineludible es el trabajo de Hans Ros-kamp, La historiografía indígena de Michoacán, el lienzo de Jucutácato y los títulos de Carapan, Leiden, Holanda, CnwS Publications, Research School CnwS, Lei-den University, 1998. Véase un resumen de esta discu-sión en su artículo “El Carari indígena y las láminas de la Relación de Michoacán: un acercamiento”, incluido en Jerónimo de Alcalá, Relación de Michoacán, coordinador de edición y estudios de Moisés Franco, México, El Cole-gio de Michoacán / Gobierno del Estado de Michoacán, 2000, pp. 235-264. Cito este trabajo de Roskamp, que figura en una de las más recientes ediciones de la Rela-ción. Sin embargo, mis referencias al texto de la misma, provienen de la edición de Balsal, transcrita por José Corona Núñez, antes referida.

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las creaciones del pensamiento y la sensibilidad que —como resultado de la impronta griega— asociamos inmediatamente con ellas.11 Pero la posesión o no de la escritura es, desde luego, un medio de poder en todas aquellas sociedades que la conocen, y por ello no es raro que los relatos de los conquistadores y evangelizadores hayan puesto de relieve la reacción de los indígenas y aumentado el énfasis en la carencia de letras por parte de éstos.12

Un examen detallado, sin embargo, nos obliga a declarar que no hay elementos para aceptar la existencia en el Michoacán prehispánico de un sistema de signos gráficos que fuesen usados en la representación específica de sonidos o sílabas. Tal vez sea necesario decirlo de otra manera: no contamos con ninguna evidencia prehispánica que nos sirviese para resolver en este sentido,13

ni subsisten códices prehispánicos provenientes de esta región, ni la investigación arqueológica ha encontrado inscripciones comparables a las mayas y mixtecas, por ejemplo.14

Se conoce, sí, la existencia de formas arque-típicas de representación de dioses (íconos) aso-ciadas con la tradición mesoamericana, y una tradición de decoración de artefactos cerámicos característica del occidente.15 Se ha intuido que los bordados en los textiles guardan un princi-pio representativo, que supone un lenguaje aún por descifrar. Algunos estudiosos han sugerido también que entre los elementos pintados en las láminas de la Relación de Michoacán hay una correspondencia significativa de posición

11 Éste es el caso del sistema de comunicación gráfica que surgió entre los sumerios, el más antiguo conocido. Véase Geoffrey Sampson, Sistemas de escritura; aná-lisis lingüístico, Barcelona, Gedisa, 1997, pp. 65 y 67, Henri-Jean Martin, The History and Power of Writing, p. 9. Henri Irénée Marrou, Historia de la educación en la antigüedad, México, FCe, 2000, p. 16. Para una reseña a fondo de las características de los sistemas de escritura conocidos, véase Peter T. Daniels and William Bright, The World’s Writing Systems, Nueva York, Oxford Uni-versity Press, 1996.

12 Véase más adelante la referencia a lo dicho en este sentido por López de Gómara en su Historia de Indias y Conquista de México, ed. facsimilar de la de Zara-goza, 1552, México, Centro de Estudios de Historia de México, Condumex, 1978.

13 Voluntariamente, evito el término escritura, por la carga que este término tiene, y por el hecho de que, aunque se pueda llegar a una definición de la misma, no es una estrategia muy útil en este caso. Creo que esta terminología nos obliga inmediatamente a ponderar el sistema alfabético como superior y a descalificar como menos evolucionados otros sistemas que tienen más tendencia hacia el dibujo, cuando lo que importa es su capacidad comunicativa (qué tan reconocibles sean las convenciones del trazo o dibujo para los miembros de los grupos que las utilizan). Aunque en su origen la mayor parte de los sistemas conocidos tuvieron una etapa “pic-tográfica”, en la que representaban objetos reconocibles que se significaban a sí mismos, es verdad que ni la propia escritura alfabética, en su etapa de adquisición, salta este escollo (los niños de las escuelas comienzan

dibujando los trazos que más tarde les ayudarán a com-poner las letras y relacionándolos con imágenes cuyo nombre tiene ese sonido). Es verdad asimismo que este sistema tampoco ha estado exento de procesos involu-tivos a lo largo de la historia de su desarrollo y aplica-ción. Una terminología menos sesgada, que nos permita aceptar que un sistema es más o menos cercano a la pintura, sin las connotaciones que hemos señalado, y que nos permita concentrarnos, como hemos dicho al comienzo, en la capacidad comunicativa del mismo sería bastante útil. En estas líneas preferimos la expresión sistemas de comunicación gráfica.

14 Véase Elizabeth Hill Boone, Stories in Red and Black. Pictorial Histories of the Aztecs and Mixtecs, Austin, University of Texas Press, 2000, 296 pp., y Linda Schele, The Code of Kings: The Language of Seven Sacred Maya Temples and Tombs, Nueva York, Touchstone, 1999, 431 pp.

15 Remito al lector tanto a la consulta de los nume-rosos trabajos de Phil Weigand como al resumen sobre la investigación arqueológica en occidente que Shirley Gorenstein publicó en su “Introducción” al libro de Helen Perlstein Pollard, Tariacuri’s Legacy. The Pre-hispanic Tarascan State. Véanse especialmente las páginas xvii-xix. Una puesta al día del panorama de la investigación arqueológica en esta región en Efraín Cárdenas García (coord.), Tradiciones arqueológicas, México, El Colegio de Michoacán, Gobierno del Estado de Michoacán, 2004. Un intento de interpretación de la cosmovisión purhépecha a través de restos arqueo-lógicos ha corrido a cargo de José Corona Núñez, Mito-logía tarasca, Morelia, Balsal, 1973, aunque el trabajo de Corona ha recibido fuertes críticas al ser, en buena parte, una trasposición de la cosmovisión de los grupos del altiplano.

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y movimiento16 pero, nuevamente, nada que sig-nifique una asociación signo-sonido.

A través de los dibujos de la Relación, des-tinados a ilustrar, pero no a sustituir el texto escrito, podemos afirmar nuevamente la ausen-cia de un sistema de signos ya sea semasiográ-fico o glotográfico.17 Hay que decir, en cambio, que con esa misma base podemos aceptar no sólo la existencia de una cultura visual carac-terística de este grupo, sino la de una escuela y un estilo de dibujo propios desarrollados por largo tiempo antes de la llegada de los españo-les, en una tradición que habría de prolongarse por lo menos hasta el siglo xviii.18 Entre estos elementos, Hans Roskamp enlista el trazo de las figuras humanas en tres cuartos y algunos elementos en proceso de convencionalización (como la flecha apuntando hacia abajo para simbolizar el mando, los montones de tierra para simbolizar pueblos o asentamientos) como indicios en este sentido.

Otro indicio que debe examinarse es la exis-tencia de una raíz lingüística asociada a toda una familia de palabras que conllevan la noción de “trazos”: carari fue traducido como escribir por

Matutino Gilberti, y está presente en las expre-siones que se utilizaron en su Vocabulario en lengua de Michoacán para designar campos relacionados con este acto, pero provenientes del mundo español, como “Escribanía pública”, “Escribano de libros”, “escribir firmando”.19 El oficio de carari, que tenía sus propios medios e instrumentos en la época prehispánica (colo-res y tierras),20 fue asimilado al de “escribano”. Sin embargo, en términos de elementos más familiares o domésticos de la cultura purhé-pecha, la raíz se encuentra asociada senci-llamente a trazos o figuras: ca-rach’acucata es la cenefa con figuras que adorna los vesti-dos de las mujeres, y caraparhacucata es un cántaro decorado con figuras, como los que siguen produciéndose en la Cañada de los Once Pueblos, en el estado de Michoacán.21 Que la raíz también se asocia con el campo semántico del trazo de figuras o pinturas se nota en los nombres tatsa caracata y quericaracata que Gilberti utilizó para objetos pintados (“retablo de pinturas en lienzo” y “retablo de pinturas en

16 El trabajo que abordó las posiciones de las figuras en las láminas de la Relación, es una ponencia inédita del profesor Cayetano Reyes (†) presentado en el Segundo Seminario de Historia, Lengua y Cultura en Jarácuaro, Mich. Dicho evento fue organizado por la Academia de la Lengua P’urhepecha bajo la coordinación de Néstor Dimas. Debo esta noticia al maestro Pedro Márquez, investigador de El Colegio de Michoacán.

17 La diferencia entre ambos estriba en que mientras los primeros expresan con sus trazos conceptos (senci-llos o complejos), los segundos “proporcionan represen-taciones visibles de los enunciados de la lengua oral”. Véase Sampson, Sistemas de escritura, op. cit., p. 42.

18 “La mayoría de los documentos del centro de Michoacán corresponde a una tradición uacúsecha que difiere considerablemente de la tradición pictográfica nahua-otomí que parece haber generado el Lienzo de Jucutacato y los Códices de Cutzio. Según esta hipótesis preliminar la escritura pictográfica fue introducida en Michoacán a principios o mediados del posclásico tar-dío (1300-1400 d. C.) desde el centro de México, quizá por inmigración de determinados hablantes de otomí y náhuatl o por los contactos con artesanos y mercaderes”, véase Roskamp, “El carari indígena…”, op. cit., p. 245.

19 Las expresiones son caraquaro, amindapehqua carari y caratsicuni tsirimequa, respectivamente. Véase Rodrigo Martínez, “El Vocabulario en lengua de Mechuacan (1559) de fray Matutino Gilberti como fuente de información histórica”, en Lengua y Etnohis-toria Purépecha. Homenaje a Benedict Warren, México, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo-CieSaS, 1997, pp. 67-162. Las listas de estas palabras aparecen en las páginas 122, 137 y 151.

20 Una serie de tierras distintas servían para pro-ducir los diferentes colores con los que se pintaban los códices. Los carari utilizaban óxidos rojos de hierro para el rojo, óxidos de hierro mezclados con carbonato de calcio para el rosado, óxido ocre de hierro para el café, carbonato de calcio para el blanco, negro de humo para el negro, malaquita con impurezas de calcita y tie-rra diatomácea para el azul, y tierra verde para el color verde. Estos datos, y el uso de determinados colores en la Relación —al parecer también sujeto a convencio-nes— se describe en Roskamp, “El carari indígena…”, op. cit., p. 257 y 257n.

21 Agradezco a Pedro Márquez Joaquín, investiga-dor del Centro de Estudios de las Tradiciones de El Colegio de Michoacán, sus generosas indicaciones res-pecto de los campos semánticos a los que están asocia-das estas palabras.

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tablas”, respectivamente) que tampoco existían en el mundo indígena, superponiendo y reorien-tando términos a costa de acallar significados e instituciones que originalmente les correspon-dían en la lengua indígena.22 Pasa de la misma manera con el término sirunda que Gilberti tra-dujo como “tinta” y que probablemente se usaba para designar los pigmentos usados por los pin-tores indígenas. Por extensión, siranda se usó en el Vocabulario de fray Matutino para “libro o papel o carta” y para cosas como “cosa encuader-nada” (sirutzeti),23 cuando en la lengua purhé-pecha sigue asociado al tizne, y a las manchas que éste deja.24

La existencia de una tradición de pintores entre los purhépecha, coincide con una tradi-ción mesoamericana de la cual forman parte los tlacuilos de la región dominada por los mexi-cas.25 Aunque el relato de Alcalá no hace nin-guna referencia a la elaboración o presentación de pinturas durante el primer contacto con los españoles, como sí sucede en el altiplano,26

seguimos teniendo indicios de una cultura de observación y captación de imágenes entre los purhépecha que pocas veces es tenida en cuen-ta.27 En medio de los malentendidos de los pri-meros años del contacto, el fraile que recogió el relato consignado en la Relación no encontró ninguna significación cultural en estas prácti-cas. Al no encontrar sistemas de comunicación gráfica que funcionaran bajo el mismo principio que los occidentales, apuntó en la dedicatoria al

22 Rodrigo Martínez, “El Vocabulario en lengua…”, op. cit., p. 143.

23 Ibid., p. 122.24 Esta asociación también me ha sido señalada por

Pedro Márquez Joaquín.25 En la Historia general de las cosas de la Nueva

España, la semblanza del buen pintor aparece en el libro décimo, aunque ya mezclada con algún rasgo occi-dental: “El pintor, en su oficio, sabe usar de colores, y debuxar o señalar las imágines con carbón, o hacer buena mezcla de colores y sabellos muy bien moler y mezclar. El buen pintor tiene buena mano y gracia en el pintar, e considera muy bien lo que ha de pintar, y matiza muy bien la pintura, y sabe hacer las sombras y los lexos, y pintar los follajes. El mal pintor es de malo y bobo ingenio, y por esto es penoso y enojoso, y no responde a la esperanza del que da la obra, ni da lustre en lo que pinta, y matiza mal. Todo va confuso; ni lleva compás o proporción lo que pinta, por pintallo de priesa.” Véase fray Bernardino de Sahagún, Historia... introd., paleografía, glosario y notas de Alfredo López Austin y Josefina García Quintana, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes / Alianza Edito-rial, 1989, vol. ii, p. 598.

26 En este caso, las crónicas expresan claramente que Moctezuma manda a la costa a sus pintores para que le representen con detalle la figura de los españo-les, de los barcos y de los caballos: “Y parece ser Ten-

dile traía consigo grandes pintores, que los hay tales en México, y mandó pintar al natural la cara y el rostro y cuerpo y facciones de Cortés y de todos los capitanes y soldados, y navíos y velas, y caballos, y a doña Mari-na y Aguilar, y hasta dos lebreles, y tiros y pelotas, y todo el ejército que traíamos, y lo llevó a su señor”, véase Bernal Díaz, Historia verdadera..., cap. xxxviii, “Cómo llegamos con todos los navíos a San Juan de Ulúa y lo que allí pasamos”, edición citada, p. 64. Más adelante, se menciona cómo, ante el requerimiento de los espa-ñoles, el tlatoani mostrará una tela en donde están pintados los ríos que corren en sus dominios: “Volva-mos a decir cómo le dio el gran Montezuma a nuestro capitan, en un paño de henequén, pintados y señala-dos muy al natural todos los ríos y ancones que había en la costa del norte, desde Pánuco hasta Tabasco, que son obra de ciento y cuarenta leguas, y en ellos venía señalado el río de Guazaqualco...”, véase Bernal Díaz, edición citada, capítulo Cii, “Cómo nuestro Cortés pro-curó de saber de las minas de oro y de qué calidad eran, y asimismo en qué ríos estaban y qué puertos para navíos había...”, p. 199. Aunque en este último caso hablamos de una representación territorial, esta noti-cia traduce nuevamente un principio de comunicación gráfica a través de pinturas.

27 Según la Relación, cuando Moctezuma Xocoyotzin manda pedir ayuda contra la nueva gente que acaba de llegar, el Cazonci no manda a pintores, sino a dos espías para que los observen. Véase Relación de Michoacán, tercera parte, capítulos xx y xxii, pp. 239 y 243. Des-taca en el capítulo xxii que la relación que dan de lo observado es sólo verbal y no parece apoyarse en una representación gráfica. Nótese la recurrencia del verbo decir en este pasaje, que denota su asociación con un acto de naturaleza predominantemente oral: “Pues decí, ¿cómo os ha ido? Respondieron los mensajeros: Señor, llegamos a México, y entramos de noche y lle- váronnos en una canoa y estábamos ya destinados, que no sabíamos por dónde íbamos y saliónos a rescibir Moctezuma, y mostramos el presente que le inviabas. Díjoles el Cazonci: ¿Pues qué os dijo a la despedida?

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virrey Antonio de Mendoza que los michoaca-nos no tenían libros.28

Otro elemento que frecuentemente es pasado por alto es que, para la elaboración de la Re-lación de Michoacán, Alcalá se sirvió, sobre todo, de una tradición oral que suele ser el complemento natural de aquellos sistemas de comunicación gráfica que tienden más hacia una representación escénica o pictórica. En este sentido, es fundamental situar la importan-cia de estas pinturas y señalar que, en alguna medida, el pictograma es una forma de relación incompleta que si bien permite la pervivencia del mensaje cifrado a través de las generaciones, rescata sólo una parte del conjunto, tal vez la menos importante.

Hay fuertes evidencias acerca de la impor-tancia entre los michoacanos del discurso oral: existe en el panteón purhépecha una deidad protectora de esta potencia, y también un cargo sacerdotal especialmente dedicado a cultivarla, el petámuti, que aparece representado en una

lámina de la Relación.29 El petámuti congregaba a su pueblo y le hablaba durante las fiestas, recreando para todos, mediante sus alocuciones, las tradiciones de su grupo. Una parte de ese discurso del petámuti pervive entre líneas en la Relación de Michoacán, un relato en donde mito e historia conviven en una mezcla congruente con el predominio de la memoria oral, recor-dando los orígenes divinos de los purhépecha, y sirviendo de recordatorio de los deberes de los vivos para con sus dioses.

Ante lo que los españoles consideraron una carencia de letras, mucho se ha hablado de los esfuerzos de los religiosos por educar a los indí-genas. La propia Relación de Michoacán registra que los franciscanos “se abajaban a enseñarles a los indígenas las primeras letras”.30 Otra de

Dijeron ellos: Señor, después que le dijimos lo que nos mandaste... dijímosle que veníamos a ver qué gente es ésta que es venida, por certificarse mejor... Díjonos, Séais bien venidos, descansad; mirad aquella sierra; detrás della están estas gentes que han venido en Tlaxcala. Y lleváronnos en unas canoas, y tomamos un puerto en Tezcuco, y subimos encima de un monte y por allí nos mostraron un campo largo y llano donde estaban, y dijéronnos: Vosotros, los de Mechuacan, por allí vendréis, y bosotros iremos por otra parte, y ansí los mataremos a todos... Dijímosles: pues tornemos a Mexico, y tornamos y saliéronnos a rescibir los señores y despidímosnos de Moctezuma, y díjonos: Tornaos a Mechuacan, que ya venistes e habéis visto la tierra: no nos volvamos atrás de la guerra que les queremos dar.” Los subrayados son míos.

28 “Vínome pues un deseo natural como a los otros, de querer investigar entre estos nuevos cristianos, qué era la vida que tenían en su infidelidad, qué era su creencia, cuáles eran su constumbre y su gobernación, de dónde vinieron, y muchas veces lo pensé entre mí de preguntallo e inquirillo, y no me hallaba idóneo para ello, ni había medios para venir al fin y intento que yo deseaba; lo uno por la dificultad grande que era, en que esta gente no tenía libros; lo otro de carecer de perso-nas antiguas y que desto tenían noticia...”, Relación de

Michoacán, edición citada, Prólogo, p. 3. El subrayado es mío.

29 José Coroña Núñez, “Necesaria interpretación de la Relación de Michoacán o Códice Escurialense”, en Relación de Michoacán, edición citada, p. IX. Corona Núñez comenta que en la lámina II del manuscrito ori-ginal, el petámuti aparece dibujado en mayor tamaño, “empuña un gran bastón o lanza que es el distintivo del que hace justicia. Esta lanza o dardo se tiene como símbolo de la imposición de castigos. Está revestido con la vestimenta negra de gran guerrero; tiene en el pecho unas tenacillas de oro que tienen la forma de las valvas de una concha, que representan el nacimiento, la vulva materna, y a los lados una espiral adorna esta concha que tienen el significado de la espiral que encierra el caracol marino donde se genera el sonido, cuando se usa como trompeta. Esta espiral es el símbolo de la palabra creadora, es la voz de Dios que con su soplo crea todas las cosas. Por eso el dios Ehécatl-Quetzalcóatl, deidad del viento, del soplo creador, porta en el pecho un corte transversal del caracol, mostrando la espiral que repre-senta la palabra divina”.

30 “Y permite Nuestro Señor que como les provee de religiosos, que dejando en Castilla sus encerramientos y sosiego espiritual, les inspira que pasen a estas par-tes y se abajen, no solamente a predicalles según su capacidad, más aún de enseñarles las primeras letras”, ibid., p. 4. Como hemos sugerido arriba, de acuerdo con la concepción helénica de lo político (es decir, relativo a la polis), la tradición occidental considera el conoci-miento de las letras como un elemento de civilización por excelencia, igual a la existencia de instituciones de gobierno, la construcción de ciudades y la práctica de la agricultura y el comercio. Por eso es un elemento

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las preguntas que cabe hacerse en este caso —además de la que concierne a la reiteración de los españoles sobre este tema— es el éxito de la labor de alfabetización emprendida por los frailes y las consecuencias que tuvo develar el modo de funcionamiento de la escritura foné-tica. Si bien se insiste en el trabajo de los frai-les mendicantes —como parte del plan para erradicar las antiguas creencias—, es imposi-ble cuantificar la proporción de indígenas que fueron expuestos a este proceso de instrucción, aunque tampoco hemos pensado nunca en que este esfuerzo pudo ser selectivo y diferenciado. De otra forma, no se explica el diferente impacto que observamos, respecto de un sistema de 29 signos que no es complicado dominar.

Se sabe que los religiosos buscaron, sobre todo, educar a los hijos de los señores natura-les para que sirvieran como cabeza y ejemplo de sus comunidades. Según la misma Relación, un grupo de estos nobles indígenas fue enviado a la ciudad de México en 1525, y permaneció ahí por un año, para ser cristianizado.31 Al año siguiente

un reducidísimo grupo de franciscanos se ins-taló en Tzintzuntzan, donde conocieron a los dos hijos del cacique que en principio no ha- bían sido enviados a la antigua Tenochtitlan. Hay que aclarar, no obstante, que la labor más consistente de los religiosos no comenzó sino hasta los años 1533-1535, en que llegó a Michoacán un segundo grupo de frailes, más numeroso, cuyas fundaciones fueron más perdu-rables. Algunos frailes de este segundo grupo aprendieron la lengua purhépecha, abriendo po-sibilidades menos vacilantes de comunicación. Esto fue lo que le permitió a fray Jerónimo de Alcalá recoger el relato que registró en la Re-lación, en torno a 1541.

A los focos educativos de los franciscanos y agustinos habrá que sumar la creación del Colegio de San Nicolás fundado en Pátzcuaro por Vasco de Quiroga como una institución adonde efectivamente podían acudir todos los naturales, en atención a la ayuda que habían prestado para su construcción.32 Es probable

importante y constantemente valorado en las situacio-nes de contacto de occidentales con grupos aborígenes. En el caso de los indios americanos, la idea de que el conocimiento de las letras eran uno de los grandes bene-ficios que los indios pudieron recibir tras la conquista, tiene su expresión más extrema en textos como el de Francisco López de Gómara: “No tenían letras más de las figuras, y aquellos pocos en respecto de todas las Indias. Por donde algunos dicen no haber llegado en estas tierras hasta nuestro tiempo el Santo Evangelio. Otras muchas cosas les faltaban de las que son menes-ter a la vivienda política del hombre, más las dichas son las de más falta, y que a muchos espantan [...] [los españoles] Hánles enseñado latín, y ciencias, que vale más que cuanta plata, y oro, les tomaron. Por que con letras son verdaderamente hombres. Y de la plata no se aprovechaban mucho, ni todos. Así que libraron bien en ser conquistados, y mejor cristianados.” Véase Histo-ria de Indias y Conquista de México, op. cit., 1978, folio Cxxxvi, vuelto.

31 “Y vinieron los españoles desde a poco a contar los pueblos y hicieron repartimiento dellos. Después de esto fue el cazonci a México y díjole el Marqués si tenía hijos o [los tenía] Don Pedro, y dijeron que no tenían hijos, [preguntó] qué principales había que tenían hijos.

Y mandólos traer para que se ensiñasen en la dotrina cristiana en San Francisco, y estuvieron allá un año quince muchachos, que fueron por la fiesta de Mazcoto a siete de junio, y amonestóles el cazonci que aprendie-ren, que no estarían allá más de un año”, véase Rela-ción de Michoacán, tercera parte, capítulo xxvi, “Del tesoro grande que tenía el Cazonci...”, p. 264. Benedict Warren, de acuerdo con Robert Ricard, da la noticia del envío de estos jóvenes a México, en fecha de 7 de junio de 1525. Véase The Conquest of Michoacan; the Spa-nish Domination of the Tarascan Kingdom in Western Mexico, 1521-1530, Oklahoma, University of Oklahoma Press, 1985, p. 84.

32 La fundación del Colegio de San Nicolás data de 1538. Años después, en una información, un testigo con-firma la tarea de alfabetización que se desplegaba en San Nicolás, al decir que el obispo gastaba sus dineros en “rescatar cautivos; como en criar huérfanos, hospi-tales de pobres e de vestir e mantener muchos yndios infieles que vienen a pedir el bautismo y enbiarlos a sus tierras porque son de lexos tierras y en abezarles a leer y escribir y estudiar y en otras muchas cosas”. El acceso irrestricto de los indios a la enseñanza de la lectura y escritura que se daba en el Colegio, se garantiza en una cláusula del testamento de Quiroga. Para ambos documentos —tan sólo una muestra de los hallazgos que durante años ha efectuado su editor en

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Ex libris de la biblioteca del Convento de San Francisco en México.

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que para el caso michoacano debamos datar un adoctrinamiento más generalizado alrededor de los años cuarenta del siglo xvi. Esta fecha es, sin embargo, posterior a aquella en que fue-ron educados los hijos de los caciques que eran importantes a la llegada de los españoles. En la Relación se pondera que los frailes enseñaran las letras a los indígenas al lado del celoso recor-datorio del religioso acerca de cuáles eran las prioridades en la misión de los frailes: “porque los religiosos tenemos otro intento, que es plan-tar la fe de Cristo y pulir y adornar esta gente con nuevas costumbres”.33

Muy pocos documentos nos permiten atisbar el éxito de la instrucción practicada por los fran-ciscanos en la meseta michoacana.34 Quisiera, para este propósito, recuperar el segundo de mis datos, que proviene de un documento cuya signi-ficación puede —desde mi punto de vista— ser aún desmenuzada para este tema en particu-lar. Aunque el episodio ha sido abordado por el hecho de que en él aparecen libros,35 pienso que

este testimonio admite un nuevo comentario por lo que nos dice, en general, de la recepción de la escritura fonética y, en particular, sobre la alfa-betización llevada a cabo en Michoacán.

La anécdota es bastante peculiar: se refiere a una visita efectuada en 1560 por el cabildo de la iglesia de Guadalajara para detectar en el mine-ral de Zacatecas la existencia de libros prohi-bidos “que los cristianos no los deben tener en su poder”.36 De acuerdo con la fecha, y teniendo en cuenta que la interdicción de libros más cer-cana es la Censura de Biblias de 1554, es pro-bable que la preocupación fundamental fuera la de recoger traducciones y comentarios de las Sagradas Escrituras en lengua castellana.37

Según el documento, los libros recogidos fue-ron llevados a la sacristía de la iglesia mayor en tres petacas liadas fuertemente y se les guardó ahí mientras se les trasladaba a la sede del obis-pado de la Nueva Galicia. Tres meses después, el 13 de febrero de 1561, el vicario, bachiller Juan de Rivas, denunció ante el notario apostó-lico la sustracción de varios libros por parte de Antón, el sacristán de la iglesia. Examinando el documento, constatamos que Antón era un indígena de Michoacán.38 Interrogado por el vicario, Antón hace una declaración llena de ambigüedades, en la que se comprueba que los

archivos mexicanos y españoles— confróntese el texto de Francisco Miranda Godínez, Don Vasco de Quiroga y su Colegio de San Nicolás, edición conmemorativa del 450 aniversario de la fundación del Colegio de San Nico-lás, Morelia, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, 1990, pp. 140 y 141.

33 Relación de Michoacán, Prólogo, p. 3. 34 Pilar Gonzalbo es quien ha dedicado mayor aten-

ción a los métodos de alfabetización practicados por los frailes, y en general a la literatura de evangeliza-ción. Véase, “La lectura de evangelización en la Nueva España”, en Historia de la lectura en México, Semina-rio de Historia de la Educación, México, El Colegio de México, 1988, pp. 9-48, e Historia de la educación en la época colonial; el mundo indígena, México, El Colegio de México (Historia de la Educación), 1990.

35 Véase Carmen Castañeda, “La difusión del cas-tellano y del náhuatl en la Nueva Galicia en la época de Felipe II”, en José Román, Nora Jiménez et al., (coords.), Felipe II y el oficio de rey: La fragua de un imperio, Madrid, Instituto Nacional de Antropología e Historia, Universidad de Zacatecas, Universidad de Guadalajara, México, Sociedad Estatal para la Con-memoración de los Centenarios de Felipe II y Carlos V, 2001, pp. 61-76. Véanse especialmente las páginas 74-76. Los documentos “Proceso seguido contra Anton, sacristán, por haberse robado ciertos libros prohibidos,

que se habían recogido y estaban depositados en la igle-sia de Zacatecas” e “Información contra Gil de Mesa por un libro que se le recogió” aparecieron publicados origi-nalmente en Francisco Fernández del Castillo (comp.), Libros y libreros en el siglo xvi, México, FCe, 1982, pp. 38-48.

36 Fernández del Castillo, Libros y libreros…, p. 39.37 Véase el texto de la censura en José Ignacio Telle-

chea Idígoras, “La Censura Inquisitorial de Biblias de 1554”, en Anthologica Annua, 10, 1962, pp. 89-142. La tarea es encomendada por el deán y cabildo del obispado de la Nueva Galicia a Francisco Cervantes de Salazar. He buscado sin éxito rastros documentales de esta visita en el archivo del arzobispado de Guadalajara, en donde los documentos del siglo xvi son casi inexistentes.

38 Véase la declaración en Libros y libreros..., pp. 38-42. La presencia de indios purhépecha en Zacatecas confirma la participación de los indios de Michoacán en el movimiento general de la población novohispana que, a mediados del siglo xvi, y merced al desarrollo

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libros han estado circulando entre otros indí-genas, hermano y amigos suyos.39 Cuando los otros involucrados son llamados a atestiguar, todos declaran haber nacido en Michoacán, ya sea en Pátzcuaro, Tzintzuntzan o Taximaroa,40 lo que no es un elemento casual. En todos estos lugares se puede detectar la actividad evangeli-zadora de los franciscanos desde muy temprano. El monasterio de Tzintzuntzan es instituido en 1525 y la casa en Pátzcuaro es de 1540. Pero más allá de esto, Tzintzuntzan era la antigua capital del reino purhépecha, y Pátzcuaro la ciu-dad adonde se habían cambiado los poderes epis-copales. Taximaroa, por su parte, era la frontera del reino de Michoacán, primer punto del con-tacto con los peninsulares. Estamos hablando entonces de comunidades en donde el contacto con los españoles ha sido desde el principio bas-tante intenso.

Es interesante apreciar algunos detalles en la pesquisa emprendida por el bachiller Rivas. Aunque se ha producido un robo, y el interroga-dor sugiere que no es el único,41 el vicario en su

papel de inquisidor busca, sobre todo, otro deli-to que considera más de peso y que es además el que cabe en sus competencias como juez: el de la lectura de libros prohibidos. El joven interrogado niega el robo, y trata con evasivas y retruécanos de dar razón de la sustracción de los libros.

En varias ocasiones el bachiller Rivas trata de hallar evidencias de culpa, en la medida en que Antón tuviera una conciencia del delito; es decir, en la medida en que aceptase saber que aque-llos eran libros prohibidos y aún así los hubiera tomado para leerlos. Aunque el proceso se sus-penderá porque los acusados son indígenas —y por lo mismo no estaban sujetos a la jurisdic-ción inquisitorial—, en un cierto momento del interrogatorio se producirá una fugaz conexión entre la pesquisa del juez y la respuesta del indi-ciado. Antón comprende qué delito busca Rivas y le da una respuesta directa: afirma que no ha sustraído los tomos para leerlos, sino para ver las muchas figuras de santos que éstos tienen.42

de diversas empresas agrícolas y mineras, fue reali-zando un poblamiento paulatino del gran territorio chi-chimeca. Las rutas hacia lo que sería un importante mineral se aderezaron, según Delfina López Sarrelan-gue, en tiempos del gobierno de Antonio Huitziméngari, quien “participó en las campañas contra los chichime-cas rebeldes, y consumada la pacificación, contribuyó a poblar tres villas en el camino de Michoacán a Zacate-cas (una de ellas San Felipe), acudiendo con sus propios caudales a los gastos que esta empresa y muchas otras entradas originaron. Hacia 1550 participó en la cons-trucción del camino que comunicaba a Zitácuaro con Acámbaro, y poco después aderezó convenientemente el que conducía a las minas zacatecanas a fin de que pudiera ser carreteado”. Véase La nobleza indígena de Pátzcuaro en la época virreinal, México, unaM, Instituto de Investigaciones Históricas, 1965, p. 176.

39 En el episodio, además de Antón y su hermano Jerónimo, también participan Martín —de origen desconocido—, Francisco Ramírez y Pedro Elías, trom-peteros y naturales de Pátzcuaro, y finalmente Juan Janocua, natural de Taximaroa

40 El documento dice que Antón y Jerónimo son ori-ginarios de “Vycilo”. Esto quiere decir que venían de

Huitzitzillan, el nombre que se daba en náhuatl a la antigua capital purhépecha, Tzintzuntzan.

41 El vicario pregunta a Antón “qué otras cosas de la iglesia, paños, seda, velas o otros bienes ha hurtado e tomado e hurtado (sic). Dixo que no ha hurtado ninguna cosa e que ésta es la verdad. Preguntado cuántas man-tas de negros hurtó de las que traxeron y se le entrega-ron en la caxa del Crucifijo de la iglesia y qué hizo de ellas, Dixo: que él no hurtó manta ninguna de las que le es preguntado, pero que este confesante dixo a Diego Ramírez, mayordomo de la iglesia, que él le pagaría dos mantas que le faltaban, porque el dicho mayordomo le dixo que él las había de pagar, pues será sacristán y estaban a su cargo; e que ésta es la verdad e lo que sabe so cargo del juramento que tiene fecho”. Ibid., p. 41.

42 “Dixo que no tomó más de uno e que no lo tomó para leerlo sino porque tenía muchos santos y para verlos, e que antes que este confesante tomase el dicho libro, vio que Hierónimo, hermano de este confesante y Mar-tín, indios, tomaron de las dichas petacas seis libros.” Más adelante: “Preguntado, que pues sabía que los dichos libros eran prohibidos de que ningún xpiano los tuviese en su poder e para el efecto se habían puesto allí para llevarlos a Guadalajara. Dixo: que al tiempo que este confesante dio los dichos libros a los dichos trompetores (sic), les dixo, que para qué los llevaban, que

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Ésta no es una consideración ociosa y creo que el documento no debería verse sin consi-derar este sutil elemento porque nos mues-tra nuevamente la posibilidad de que, ante el mismo objeto cultural —el libro—, se tengan distintos niveles de uso y competencia. Aunque se pueda pensar inmediatamente que los indí-genas tomaron los libros, ellos mismos mani-fiestan el inmediato interés que, en cambio, les producen las figuras.

Existiendo la declaración mencionada, no po-demos asumir, sin más, que Antón o sus com-pañeros sabían leer, amén de considerar que los libros estaban escritos en una lengua que no se sabe si ellos podían descifrar. Antón declara ante intérprete de la lengua mexicana y es él a su vez traductor al náhuatl de las declaraciones que en lengua purhépecha vierten sus compañeros. Hay un indicio importante y es la posibilidad de que este Antón fuera el mismo “indio naguatato de la lengua española” que Rodrigo Martínez ubicó en 1554 en Tzintzuntzan, alguien en todo caso acostumbrado a traducir testimonios y familia-rizado con los resortes que solían estar detrás de los interrogatorios de los españoles.43

El propio sacerdote que recoge la declaración parece creer que se trata de un simple robo, negando a los acusados un nivel de suficiencia —no sólo lectora sino como fieles— para hacer dolosa su acción. Al margen del proceso se anota que los acusados eran indios, como una razón para suspenderlo, aunque es verosímil también que el proceso cesara porque el bachiller Rivas obtuvo la respuesta que buscaba.44 Nosotros, de momento, podemos aceptarla y concluir que

el intento de Antón y sus amigos no era hacer una lectura.

Aun así, todavía podemos preguntarnos de dónde habría surgido el interés inicial por el contenido de los fardos almacenados en la igle-sia. Algo le hace sospechar a Antón y a sus ami-gos que hay algo de valor guardado en ellos, y probablemente a partir de ahí, y a partir de lo que habían observado entre los españoles, los indígenas se percataron del valor de cambio que podrían tener dichos tomos. Otra parte de la declaración nos hace saber que los indígenas acudieron con el tabernero Gil de Mesa a desem-peñar una trompeta que habían dejado a cambio de un cuartillo de vino.45

Hay un detalle que no debe obviarse: al pie de dos declaraciones —la de los indígenas Antón y Francisco— aparecen, además de las rúbricas del notario Juan de Santa Cruz y del vicario Hernando de Tapia, las firmas de los propios purhépecha. Aquí, repetimos, a diferencia de los otros nativos involucrados en este episodio que son originarios de una de las fronteras del señorío purhépecha (Taximaroa), Antón y Francisco son oriundos de las inmediaciones del lago de Pátzcuaro. Como los otros involucrados, rondan los veinte años, lo que quiere decir que nacieron en los primeros años de la década de los cuarenta, tiempo en que algunos frailes habían aprendido la lengua michoacana y po-dían tener una comunicación más efectiva con los naturales.46

se los volviese, pues sabía que eran prohibidos, y ellos les respondieron que no los querían para leer sino para verlos, e aunque este confesante se los pidió muchas veces, no se los quisieron volver”. Ibid., pp. 40 y 41.

43 Archivo Histórico del Cabildo de Pátzcuaro, caja 1, doc., 24, apud Rodrigo Martínez, “El Vocabulario en lengua…”, p. 160.

44 La anotación en la carátula del proceso no señala una conexión causal entre el hecho de ser indios y la suspensión del proceso, aunque la supone al decir “Sus-pendióse. Son indios los acusados”. Véase “Proceso seguido contra Antón, sacristán, por haberse robado

ciertos libros prohibidos, que se habían recogido y esta-ban depositados en la iglesia de Zacatecas”, Archivo General de la Nación, México, Inquisición, tomo 72, expediente 18, foja 1 r.

45 En el interrogatorio a Francisco Ramírez se le pregunta: “si es verdad que empeñó un libro que le fue mostrado, por dos cuartillos de vino, a Gil de Mesa, mer-cader. Dixo: que es verdad que empeñó el dicho libro como se le pregunta e que lo compró al paje del maes-tro Cervantes en seis tomines. Preguntado, si sabe que los dichos Antón, Martín o Hierónimo, hayan vendido o dado algunos libros a este confesante o a otras per-sonas. Dixo: que no lo sabe, más de que vio un libro en poder de un indio, que no sabe cómo se llama, que está con Juan González, e cual le dixo que lo había comprado de Hierónimo e de Martín en cuatro tomines...” Según

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Curiosamente, mientras que los otros indí-genas interrogados resultan tener sólo uno o dos libros, Francisco acepta haber tenido hasta seis de ellos en su poder.47 Si la firma de Antón es un poco tosca, la de Francisco Ramírez es más fluida, y ha sido trazada con más soltu-ra. Aunque en la pedagogía de la época saber leer no implicaba saber escribir, es un hecho que tanto Antonio Hernández como Francisco Ramírez estaban más familiarizados con la escritura alfabética, y en alguna medida facili-taron el contacto que sus amigos tuvieron con este tipo de objetos.48

Las circunstancias que rodearon sus decla-raciones, aunque poco claras, nos hacen pensar que conocían el uso del libro y que sabían que es un objeto que no produce sonidos, sino que éstos vienen codificados en los signos soporta-dos por el papel. Para ellos, en todo caso, la percepción mágica de lo escrito, que hemos documentado para los primeros tiempos, ha desaparecido; ninguno de ellos actúa como si, por sí mismos, los volúmenes pudieran produ-cir un habla que los acusase del robo del que eran responsables. Nuevamente, insistiendo en la desigual distribución social de la escritura que suele aparecer en todas las sociedades que la han conocido,49 apreciamos aquí el hecho de que son personas concretas —no los libros en

sí— los que actúan como agentes de interme-diación entre quienes están familiarizados con la escritura y quienes lo están menos, aun para ejercer un uso tan superficial como el de ver “sólo” las figuras.

Lo que aparece ya claro en este episodio, es que, probablemente a partir de un proceso educativo, la escritura que “dice” había dejado de ser el intrigante misterio que fue al princi-pio, pero esta percepción puede haber desapa-recido en algunos casos sin ser reemplazada por la capacidad de leer. Cabe comentar que en Europa misma, aunque los niveles de alfabeti-zación habían aumentado considerablemente y el uso de la escritura se había extendido entre laicos y sectores urbanos que no se dedicaban a un oficio de pluma, la lectura concretamente dicha —y en consecuencia el contacto con el libro— seguía estando asociado a la intermedia-ción de otro que leía para otros o les explicaba los mensajes asentados en lo escrito.50 No sólo la literatura popular conserva rastros de esta dimensión auditiva de la lectura, pues también la encontramos en prácticas escolarizadas. En el

el documento, el libro vendido a Gil de Mesa se titulaba Doctrina cristiana, ibid., pp. 44 y 46.

46 La mejor síntesis acerca del trabajo que se ha hecho sobre esta etapa de la historia michoacana, con una revisión cuidadosa de la mayor parte de las discu-siones en torno de este tema es el trabajo de Ricardo León Alanís, “Evangelización y consolidación de la Iglesia en Michoacán, 1525-1640”, tesis, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, 1993.

47 La existencia de láminas en los libros sería un mejor indicio, pero la lista no ha pervivido. Infructuo-samente la he buscado en el archivo histórico de la Catedral de Guadalajara en donde, además del incon-veniente de que los legajos han sido separados para agruparlos en un nuevo orden geográfico-alfabético, los documentos del siglo xvi son escasísimos.

48 He confrontado las firmas en el original que se encuentra en el Archivo General de la Nación, México, Ramo Inquisición, vol. 72, expediente 18.

49 Sigo aquí la opinión de Armando Petrucci: “Nunca hubo en el pasado y no existe hoy una sociedad carac-terizada por el uso de lo escrito en que la actividad de escribir fuera o sea practicada por todos los individuos que forman parte de la misma sociedad; en efecto, la escritura, al contrario que la lengua, instaura, donde-quiera que aparezca, una relación tajante y fuerte de desigualdad entre aquel que escribe y aquel que no; entre aquel que lee y aquel que no, entre el que lo hace bien y mucho y el que lo hace mal y poco; y esta des-igualdad sigue y revela a la vez los límites de la distri-bución social de la riqueza, de la diferencia de sexos, edades, geografías y culturas. Está determinada por las ideologías y las estrategias de distribución del poder político, económico y cultural y, en consecuencia, por las funciones y los mecanismos del sistema edu-cativo de toda sociedad históricamente identificable.” Petrucci, La ciencia de la escritura. Primera lección de paleografía, trad. de Luciano Padilla López, México, FCe, 2002, p. 27.

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propio caso michoacano, tenemos el ejemplo que nos da Maturino Gilberti, cuando en su Arte de la lengua de Michoacán propone la frase “Oí la gramática de Antonio” cuando lo que ha querido decir es que se aprendió la gramática conforme al libro de éste.51

Aquí podríamos hacer algunas consideracio-nes acerca de los métodos pedagógicos utilizados por los religiosos para enseñar a los indios la escritura fonética.52 Para el caso de Michoacán, la única documentación que nos permite aventu-rar algo en este sentido es la existencia de una cartilla manejada por el franciscano Maturino Gilberti.53 Aunque la fecha de esta cartilla es bastante tardía (1571), este abecé se usaba con anterioridad a ese tiempo, pues en él se alude a otras copias más antiguas. Hay que decir que mientras que en el viejo continente estas esquelas pretendían enseñar los caracteres del alfabeto junto con algunas oraciones, el uso de la cartilla de Gilberti entre los indígenas pre-tendía introducir a los naturales a la religión

cristiana, a la lengua castellana y a la escritura fonética, todo al mismo tiempo. Con un mismo dispositivo se buscaba cumplir tres propósitos distintos: evangelizar, castellanizar y alfabeti-zar, y cabe preguntarse si en un momento dado alguno de estos objetivos fue desplazado por uno o por los otros dos restantes.

Al parecer, el cuaderno está inspirado en modelos que en ese entonces se usaban en Cas-tilla para enseñar a los párvulos. Aunque no se utilicen jeroglíficos, como en los catecismos tes-terianos, estudiados por José María Kobayashi y descritos también por Pilar Gonzalbo, también en este caso el puente entre la escritura y la significación del habla por medio de signos tiene como punto intermedio la imagen.

La pesquisa que se hace en 1561 —el mismo año que el interrogatorio de las minas zacateca-nas que hemos referido antes— a propósito de la heterodoxia de un catecismo escrito en lengua purhépecha por fray Maturino Gilberti, permite pensar que la comprensión del libro como objeto cultural no era necesariamente inmediata, y nos muestra en cambio cómo la oralidad y la cultura visual seguían siendo recursos más efectivos para conectarse con los sistemas de memoria y aprendizaje indígenas. En sus pré-dicas y enseñanzas, los frailes tenían más éxito en cuanto podían asimilar a su favor —no sin un grado de ambigüedad— algunas institu-ciones de la cultura prehispánica. Llamado a México a declarar, el tribunal interrogó a algu-nos pupilos que habían oído a Gilberti hablar de su libro. Ninguno de los naturales que tes-tificaron sabía firmar la declaración, y todos rindieron testimonio mediante intérprete de la lengua purhépecha. Sin embargo todos estuvie-ron de acuerdo en que Gilberti les había ase-gurado que su libro había sido aprobado y que se les regresaría su ejemplar, con ocasión de un sermón o prédica pronunciado en la provincia de Taximaroa.54 Gilberti parece haberse apoyado

50 Esta dimensión auditiva de la lectura, identificable en la literatura del Siglo de Oro y llena de implicaciones para la memoria y la comprensión ha sido explorada por Margit Frenk en su interesante volumen Entre la voz y el silencio, Alcalá de Henares, Ediciones del Centro de Estudios Cervantinos, 1997, 145 pp.

51 Rodrigo Martínez cita este pasaje del Arte de la lengua de Michoacán: “Nota que en esta lengua no se dice en la voz pasiva: Oí la gramatica de Antonio. Aprendí la gramática de ti, supe esto de aquél. Mas por la voz activa se dice Antonireni burendati gramatica. Antonio me enseñó la gramática.” Me adhiero en esto a opinión de que Gilberto se refiere a la gramática de Antonio de Nebrija y no al hijo de Tariácuri, Antonio Huitziméngari. Véase “El Vocabulario de la lengua…”, pp. 99-100.

52 El régimen de educación aplicado por los francisca-nos a los indígenas del centro de México, la enseñanza y organización en el Colegio de Santiago de Tlatelolco ha sido estudiado a profundidad por José María Kobayashi, La educación como conquista (empresa franciscana en México), México, El Colegio de México, 1974, frente a cuya erudición el presente ensayo quiere recuperar ele-mentos específicos (escritura fonética y región michoa-cana) que no han sido tratados en él centralmente.

53 La “Cartilla para niños” aparece en Thesoro Spiritual de Pobres en Lengua de Michoacán, de Matu-

rino Gilberti, publicado en 1575. Pedro Márquez Joa-quín ha presentado una comunicación sobre ella en el XV Encuentro Nacional de Investigadores del Pensa-

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aquí más en el discurso oral que en lo conte-nido en la escritura de su libro. Nuevamente, a pesar del ejemplar impreso, el acceso físico a él no asegura automáticamente el dominio de la escritura. Los sermones —que pudieron ser una prolongación de las recitaciones públicas de los antiguos petámuti— seguían estando más pre-sentes y teniendo consecuencias más fuertes, tal vez, que lo puesto en tinta sobre papel.

En este punto, cabe apuntar la necesidad de investigaciones que busquen entender cómo y cuándo el conocimiento del alfabeto entre los indígenas se fue convirtiendo en una herra-mienta para fines propios. Ethelia Ruiz ha señalado cómo algunos códices del siglo xvi existen porque este tipo de documento es acep-tado como prueba en procesos jurídicos llevados ante la justicia española.55 Un códice como el de Cutzio56 atestigua el uso del sistema picto-gráfico de origen nahua en las comunidades de la tierra caliente de Michoacán, a mediados de esa misma centuria. Al mismo tiempo la exis-tencia de textos en lengua purhépecha escritos en caracteres latinos,57 el surgimiento de escri-

banos en esta lengua y su presencia y funciones en los cabildos indígenas son otros temas por evaluar y datar.

Conviene aclarar que al detenernos en estos detalles no estamos planteando la imposibili-dad de aprender el alfabeto latino —y, a tra-vés de él, el bagaje de la más densa tradición occidental— por parte de los indígenas. Una de las características más propicias de la escri- tura alfabética es su reducido número de sig-nos y la adaptabilidad que ha mostrado para escribir una gama muy diversa de lenguas, aunque éstas no provengan de la evolución del latín, como fue el caso de las lenguas amerin-dias. Aunque el efecto de esta adaptación es otra asignatura pendiente, el breve número de caracteres por aprender hizo posible que —de una generación a otra— la porción de la población indígena escogida para el efecto pu-diera participar de la cultura europea de las letras en forma aventajada. En la primera gene-ración educada bajo las formas españolas fue posible para algunos individuos llegar a tener el dominio pleno de esos contenidos culturales.

La mayor parte de los cronistas han celebrado el caso de don Antonio Huitziméngari, hijo del último cacique purhépecha que, criado en la casa del virrey Mendoza a partir de 1535, aprendió con ventaja el castellano y la gramática latina. Testimonios contemporáneos nos confirman que además de estas lenguas Antonio Huitzimén-gari aprendió griego y hebreo, y fue instructor, él mismo, de la lengua purhépecha.

Puede asegurarse, sin exagerar, que la ins-trucción recibida por el hijo menor de Tzitzincha Tangaxoan rebasó la educación del castellano común de la época y fue excepcional para su tiempo y condición. Es también un indicio del acceso socialmente diferenciado a las fuentes de la cultura occidental implícito en el proyecto de los religiosos.

miento Novohispano, Guadalajara, Jalisco, del 7 al 9 de noviembre del 2002, y prepara la publicación del documento.

54 Esta documentación también ha sido publicada por Francisco Fernández del Castillo en Libros y libre-ros... como “Proceso seguido contra la Justicia Eclesiás-tica contra fray Maturino Gilberti por la publicación de unos diálogos de doctrina cristiana en lengua tarasca (1559-1576)”, op. cit., pp. 4-37.

55 Carmen Herrera y Ethelia Ruiz, El entintado mundo de la fijeza imaginaria. El Códice de Tepeucila, México, inah, 1997.

56 Véase Hans Roskamp, Los códices de Cutzio y Huetamo. Encomienda y tributo en la tierra caliente de Michoacán, siglo xvi, México, El Colegio de Michoacán / El Colegio Mexiquense, 2003.

57 Los documentos en lengua purhépecha escritos en caracteres latinos que se pueden localizar en el archivo de Pátzcuaro corresponden a la segunda mitad del siglo xvi y xviii. Véase Rodrigo Martínez Baracs y Lydia Espinosa Morales, La vida michoacana en el siglo xvi. Catálogo de los documentos del siglo xvi en el Archivo Histórico de la ciudad de Pátzcuaro, México, Instituto

Nacional de Antropología e Historia, 1999. Por su parte algunos títulos primordiales de comunidades indíge-nas, que se ha pretendido hacer pasar como escritos del xvi, son elaboraciones posteriores, del siglo xvii

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La realización del ideal de “noble con letras” que Antonio Huitziméngari cumplió con cre-ces, parecería ser una construcción posterior —y contradictoria— si no supiéramos que era familiar en el entorno del virrey Mendoza, cu-ya familia se distinguió por combinar ambas calidades. Esto la ha situado como una rareza entre la nobleza española, poco dada a la pluma y al pergamino. El ejemplo más acabado entre los Mendoza es el de Diego Hurtado de Men-doza, hermano menor del virrey, y embajador de Carlos V en Venecia. Diego Hurtado tenía conocimientos de latín, árabe y griego; tradujo al castellano la Mecánica de Aristóteles y era un coleccionista de libros tan ávido y enterado que sus manuscritos formaron la base para el fondo griego de la biblioteca real del monaste-rio del Escorial.58

En el caso de Antonio Huitziméngari, quien sería también nombrado escribano del rey,59 se habla de que compuso una especie de cate-cismo con traducciones de los evangelios y las

epístolas de San Pablo, y de la producción de una historia de su estirpe.60 Ninguno de estos materiales, si existieron, han llegado a nuestras manos. Sólo podemos decir que su interés por las letras no es un mito: una compra de libros a un comerciante de la ciudad de México es testimonio de su interés por las más comple-jas creaciones de la cultura occidental: en 1559 don Antonio había escogido de las existencias del librero Francisco de Mendoza catorce libros entre los que se encontraban el Lingua Latina de Erasmo, y la Cornucopia de Niccolò Perroti, también dedicada al aprendizaje de la lengua latina; dos diccionarios, (uno de ellos de Antonio de Nebrija) y las obras del poeta Ausias March; un comentario en latín sobre los evangelios, una Suma de teología de Cayetano de Vío, un libro de conocimientos médicos, dos libros de música de vihuela, el primer Demócrates de Juan Ginés de Sepúlveda y una geografía de Ptolomeo. La lista cubre los renglones más importantes de aquello que se consideraba conocimiento en el

y xviii. Los títulos de Carapan son de finales del siglo xvii o principios del xviii. Sobre estos últimos véase Hans Roskamp, La historiografía indígena de Mi-choacán. El lienzo de Jucutacato y los títulos de Cara-pan, Leiden, Research School CnwS, Leiden University, CnwS Publications, vol. 72, 1998, pp. 258 y 265-282.

58 Sobre la famila Mendoza en general, véase Helen Nader, Los Mendoza y el renacimiento español, traduc-ción de Jesús Valiente Malla, Guadalajara, Institución Provincial de Cultura Marqués de Santillana, 1986. Sobre Diego Hurtado de Mendoza consúltense Erika Spi-vakovsky, Son of the Alhambra; Don Diego Hurtado de Mendoza, 1504-1575, Austin and London, University of Texas Press, 1970; Ángel González Palencia y Eugenio Mele, Vida y obras de don Diego Hurtado de Mendoza, 3 vols., Madrid, Instituto de Valencia de Don Juan, con la cooperación de la Hispanic Society of America, 1941, y Alberto Vázquez y R. Selden Rose, Algunas cartas de don Diego Hurtado de Mendoza, 1538-1552, Valladolid, España, Yale University Press, 1935. Lo excepcional de la educación recibida por esta generación de Mendozas también se aprecia en el caso del mayor de ellos, Luis Hurtado, quien “recibió enseñanza en letras, humani-dades, con toda seguridad en la milicia por algunos de los más doctos e ilustrados eruditos que en aquellos años vivían en Granada, como Pedro Mártir de Angle-ría. Véase Francisco Javier Escudero Buendía, Antonio

de Mendoza, comendador de la Villa de Socuéllanos y primer virrey de la Nueva España, [¿Madrid?] Imprenta Cervantina / Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha, 2003.

59 Delfina López Sarrelangue, La nobleza indígena de Pátzcuaro..., op. cit., p. 176.

60 La expresión utilizada es “escribió una historia de su gentilidad”. Hay una elogiosa declaración sobre las letras de Huitziméngari hecha por el doctor Frías de Albornoz, abogado de la Audiencia, durante un testi-monio de marzo de 1554: “este testigo tiene bastantes principios en las lenguas latina y griega y hebraica para conocer quien sea en ellas ezelente, aunque él de nin-guna es mediano e que en lo que toca a la latina sabe que el dicho don Antonio es muy diestro y que fácil-mente entenderá cualquier poeta o orador latino y le podrá leer bastantemente, y en la griega sabe que en toda esta Nueva España no hay dos griegos mejores, aunque ay muchos que se tienen y los tienen por dotos en ella porque este testigo lo vio entre otras vezes una leer con una olíntica de demóstenes y de dezir los ter-nos muy diestramente y que en la hebraica sabe que ansí mesmo tiene principios, pero que no está en ella tan adelante como en la griega e latina en las quales y en letras de umanidad está harto más ynstruido que muchos que ganan de comer por ello [...] se ocupa en

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siglo xvi y deja entrever que en efecto don Anto-nio estaba en posesión de las llaves del saber de la época: el latín y la teología escolástica.61

Hay que decir que con esta selección de dic-cionarios y libros de geografía, con la supuesta escritura de una historia, con el interés sobre los libros de teología, don Antonio confirma que su familiaridad con la escritura no sólo no era su- perficial sino que había entrado de lleno en una serie de preocupaciones que Jacques Goody y Ian Watt señalan como consecuencias del adve-nimiento de la escritura en el propio mundo occidental: la escritura guarda para el lector futuro discursos producidos antes en el tiempo y lejos en la cultura; si el cambio forma parte de la experiencia social, se produce también en la cultura una sensación de cambio y desfase, asociada con la noción de herencia cultural. Corresponden a esta situación un interés por el lenguaje y por las palabras (manifiesto en estu-dios de tipo filológico), por el origen de las cosas, por la finitud del tiempo, por el pasado humano (manifiesto en una preocupación o sensibilidad histórica) y por el mundo físico.62 Aunque Watt y Goody toman el ejemplo de la cultura griega para mostrarnos el impacto de la escritura fo-nética en la matriz cultural de Occidente, pode-mos decir que el Renacimiento está atravesado también por esta noción de distancia histórica y de cambio cultural, y el interés por la lengua, por la historia y por los estudios filológicos se encuentran entre sus signos distintivos. Fue-

ron, por lo tanto, la circunstancia para Antonio Huitziméngari.

Don Antonio aprovechó, como ninguno, las ventajas del conocimiento de la escritura que, sin embargo, no parecen haber interesado de la misma manera a sus descendientes. No sabemos si fueron sus conocimientos o la alta conciencia de su dignidad las que fueron determinantes en el perfil de don Antonio Huitziméngari. Éste no sólo vistió siempre en hábito de español y fue tratado como tal (Vasco de Quiroga intentó en 1543 llevarlo a España en su compañía), sino que además trató de vivir de acuerdo con su cali-dad, no de descendiente de un cacique vencido, sino de señor él mismo. Al no tener mezcla de sangre española, pero habiendo sido educado a la manera occidental, el conflicto interno que se nota en otros descendientes de señores indíge-nas, divididos entre sus dos vertientes genea-lógicas no ha sido identificado hasta ahora en Huitziméngari. Uno de los mejores ejemplos de la autopercepción de su dignidad, fue la cons-trucción de una gran casa al estilo occidental y decorada con motivos renacentistas españoles en la plaza principal de Pátzcuaro.

Volviendo a nuestro tema, no es extraño que el fasto y dignidad del que se rodeó don Antonio fuera motivo de celos y reprobación, pensando tal vez que era impropio de un indígena. Lo que llama la atención es el hecho de que un contem-poráneo considerara esta forma de vida como una consecuencia de la instrucción (¿de la alfa-betización?) que había recibido. Así se trasluce en la declaración del comisario general francis-cano fray Antonio de Mena:

En este reino de Michoacán hay un indio llamado don Antonio, que plugiera a Dios que nunca hubiera estudiado; dícese ser hijo del Canzoncin (sic), que era como rey en aquella tierra en tiempo de su infide-lidad; anda muy acompañado de españoles perdidos que, cuando no le ven ni le oyen, le llaman rey. Hace éste grandes tiranías echando derrama sin medida alguna, cos-

escrevir a sus naturales cosas de la fe de Cristo en la cual es también instruido y su doctrina es mucho exem-plo a los naturales quales ansí las virtudes como los defectos de sus mayores suelen emitar”, agi, Patronato, 60-2, apud Francisco Miranda, Don Vasco de Quiroga y su Colegio de San Nicolás, op. cit., p. 150.

61 El documento se encuentra en el Archivo Muni-cipal de Pátzcuaro y ha sido localizado originalmente por Rodrigo Martínez Baracs y Lidia Espinosa Mora-les. Véase de ambos autores La vida michoacana en el siglo xvi, op. cit., documento núm. 92, pp. 63 y 64. He publicado una transcripción completa en “Príncipe pu rhépecha y latino, una compra de libros de Anto-

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toso en sus comidas, trajes y caballos de los cuales hace mercedes muchas veces. Perjudicial en extremo a la honestidad de las indias, sin tasa suya ni de los que con él andan. Servir sería a Dios y al Rey nues-tro Señor mucho, que se le ponga una tasa-ción en la que ha de llevar y que de allí, so graves penas, no exceda; o le manden venir a España, porque es de gran peligro estar aquél allá.63

No queremos exagerar aquí las consecuencias de la aculturación exitosa de este hijo de Tzin-tizicha Tangaxoan, que resulta, como lo hemos dicho, un caso excepcional, por su aplicación a las letras, por las circunstancias en que el pode-río de su reino llegó a sus manos, por el entorno cortesano en que vivió y por los educadores que se hicieron cargo de su persona. Su perfil no se repite en ninguno de los descendientes de su estirpe. No se puede asegurar, por ejemplo, que sus descendientes directos conservasen la mis-ma vocación por las letras. Su nieto, Constantino Huitziméngari, recibe muy tarde los cerca de noventa volúmenes —cifra considerable— que quedaban de la biblioteca del abuelo.64 También hay signos de que el proyecto educativo de los frailes se interrumpió en un momento dado, pues a finales de esa centuria encontramos documen-tos referentes a descendientes de la llamada nobleza indígena, que no saben trazar su firma al pie de los documentos que presentan ante la justicia española. Nuevamente volvemos a pal-

par la desigual distribución de la escritura, y su pérdida eventual.65

A través de los casos que hemos expuesto aquí, hemos podido apreciar una gama desigual de grados de familiaridad con la escritura foné-tica, en capas distintas de la sociedad formada por los purhépecha a mediados del siglo xvi. Es interesante apreciar cómo, en un momento dado, muy pocos años después de iniciada la labor de los frailes, estos niveles podían coexistir. Y aunque, en apariencia, la diferenciación funda-mental estriba en la adquisición de un código de tan sólo 29 caracteres, podemos asegurar que aún después de la primera confusión sobre la “escritura que habla” hacía falta mucho más que poner a la vista y en las manos de los indígenas el objeto “libro” para introducirlos plenamente en su uso.

Dado que el proceso de alfabetización podía traer consecuencias que no siempre fueron apre-ciadas por los colonizadores, la aculturación de los indígenas no podía ser absolutamente amplia e indiscriminada. Y en los casos en los que lo fue, no podemos pensar que hubiese sido definitiva y que perviviera más allá de las primeras gene-raciones; en todo caso, es un tema que todavía requiere la atención de los investigadores. En la consideración acerca de la alfabetización de los indígenas hay que tener en cuenta el contrapeso cultura oral / cultura escrita: aun en un contexto de familiaridad con la escritura fonética, la cul-tura de las letras es mucho más fácil de evitar que la oral. En una sociedad donde esta última era predominante, cada situación social ponía

nio Huitziméngari, (1559)”, en Relaciones. Estudios de Historia y Sociedad, México, El Colegio de Michoacán, núm. 91, verano del 2002, pp. 135-160.

62 Jacques Goody e Ian Watt, “Las consecuencias de la cultura escrita”, en Jacques Goody (comp.), Cultura escrita..., op. cit., pp. 54, 56-58 y 61.

63 Extracto de la declaración del comisario general de los franciscanos, fray Francisco de Mena, apud Delfina López Sarrelangue, La nobleza indígena de Pátzcuaro en la época virreinal, México, unaM, Instituto de Investiga-ciones Históricas, 1965, p. 177. El subrayado es mío.

64 Constantino Huitziméngari entró en posesión judi-cial de las tierras y el patrimonio mueble de su abuelo en 1571, casi veinte años después de la muerte de Anto-nio Huitziméngari. Véase López Sarrelangue, op. cit., p. 180. También: Centro de Documentación del inah, Serie Michoacán, rollo 1.

65 Cito de nuevo a Armando Petrucci: “De este modo se van configurando situaciones límites opuestas entre sí, entre sociedades caracterizadas como ‘oligocracias gráficas’ y otras caracterizadas, por el contrario, como ‘democracias gráficas’, aunque con tendencias siem-

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al individuo inevitablemente en contacto con las pautas de pensamiento, sentimiento y acción del grupo. De no aceptarlas o poseerlas, el individuo se enfrentaba a la marginación. Por su parte, en las sociedades con una larga existencia de la cultura escrita, las tradiciones suelen engrosar y hacerse más complejas. Sólo mediante un gran esfuerzo se puede llegar a la posesión de par-tes importantes de esa tradición, y aun en ese

momento, no hay ninguna garantía de que esa po- sesión se transmita a la siguiente generación.66 La tensión entre la cultura escrita traída por los castellanos, y las formas tradicionales de la cul-tura purhépecha no necesariamente se decantó a favor de estas últimas, y podríamos agregar que todavía, al comenzar el siglo xxi, no se ha resuelto del todo.

pre determinadas por factores culturales, técnicos, económicos, políticos, que se orientan en un sentido y otro. Así se crean, a menudo, casos concretos de con-flicto entre difusión amplia y transmisión fácil, por un lado, y difusión mínima y transmisión limitada por el otro; entre comunicación de escritura sólo en sentido vertical, de arriba abajo, y, por otra parte, comunicación de escritura en sentido horizontal, entre ciudades con escritura y ciudades privadas de escritura expuesta;

entre sociedades en las que el principio de ‘escripción’ —la escritura solemne, formulaica, con patrones fijos, emanación directa del poder y destinada a durar en el tiempo— prevalece por sobre el principio de ‘escri-tura’ —concebida como actividad libre, autónoma, crea-tiva, muchas veces efímera— y otras en que ocurre lo contrario. Veáse La ciencia de la escritura…”, op. cit., pp. 41-42.

66 Goody, op. cit., pp. 68-69.

Marcas de fuego de las bibliotecas de los conventos de Santo Domingo y Balvanera de México.