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SOBRE COMO VIVIR BIEN

O EL SECRETO DE

LA NO-INFELICIDAD

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SOBRE COMO VIVIR

BIEN

O EL SECRETO DE

LA NO-INFELICIDAD

Alberto Zamuner

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© 2007, Alberto Zamuner Todos los derechos reservados

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A Alicia, Diego y Martín, porque son mis mayores incitaciones a vivir bien.

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Indice

Indice ............................................................................................. 9

El dinero y la felicidad ......................................................... 11

Economía y salud ................................................................... 24

Pensar de más .......................................................................... 35

El futuro presunto ................................................................. 45

Lo deseado y su precio ........................................................ 52

Tensión ideológica y tensión metafísica ..................... 60

Vivir esperando o vivir sin esperar ............................... 66

Cómo llegar a “no esperar” ............................................... 71

¿Qué hacer con los defectos ajenos? ............................ 87

¿Con qué llenamos nuestra vida? .................................. 95

La aspiración a vivir mejor.............................................. 125

Aspiración, imaginación, tensión y actividad ........ 130

El impulso hacia la máxima satisfacción ................. 135

La suerte ................................................................................... 143

Cualidades que determinan finalidades ................... 153

La personificación de las circunstancias .................. 159

Lo que queda sin hacer ..................................................... 167

El mito de la rutina ............................................................. 172

Las ideas-refugio .................................................................. 179

El amor exigente................................................................... 183

Qué somos y qué podemos ser ...................................... 191

Pasar al otro lado ................................................................. 199

El momento de actuar ....................................................... 203

La decisión es la base de todo ........................................ 207

Qué se puede y qué no ....................................................... 210

Alimentarse de lo que no es alimento ....................... 215

El desafío de vivir bien ...................................................... 221

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El dinero y la felicidad

En el viejo debate sobre si el dinero hace o no la felicidad

se tiende a creer que estamos forzados a contestar que sí o

que no, e incluso a formar dos bandos enfrentados con el

mayor de los odios posibles.

Son por demás conocidos los argumentos de uno y el otro

bando, y quien se tome el trabajo de prestar atención a la vi-

da verá que ni unos ni otros son demasiado consistentes: ni

demuestran ser verdaderos ni demuestran que el contrario se

equivoque.

Tal vez el problema, y su respectiva solución, no sea tan

simple como responder sí o no. Tal vez haya que pasar a tra-

vés de esas apariencias de respuestas y buscar causas más

profundas.

En tal camino no está de más recordar algunas respues-

tas “intermedias”, que se dan en tono de broma pero pueden

contener mayor seriedad que el sí o el no: “el dinero no hace

la felicidad; pero calma los nervios”; o “el dinero no hace la

felicidad; pero es más cómodo llorar en un palacio”.

Esto no responde la gran pregunta; pero genera cierta

idea de que no está bien formulada, y no encontramos mu-

cho sentido a buscar una respuesta seria a una pregunta mal

hecha.

Y tal vez no haya una respuesta clara porque en el fondo

no tenemos claro qué es la felicidad.

A primera vista, cuando se lo ha pensado poco o nada y

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se padece un determinado problema, se concibe la felicidad

como el estado de cosas en que no exista ese problema. Pero

basta recordar que antes de padecerlo tampoco solíamos de-

cir que “éramos felices”. También es posible superar el pro-

blema y sentir que sigue faltándonos “algo”, o simplemente

observar cuántos miles de personas no lo sufren y son tan

infelices como cualquier otra.

A fuerza de estos y otros ejemplos, concluimos en que la

felicidad debe ser un estado, más interior que exterior, en

que sea imposible aspirar a “algo más”, en que sea imposible

toda sensación de carencia (porque en tales casos no sería “la

felicidad”).

Así entendida, la felicidad no puede ser una entidad, una

cosa existente que podría agregarse o incorporarse a noso-

tros, sino todo lo contrario: una ausencia de insatisfacciones

o sufrimientos, un estado donde no pueda haber eso que

llamamos infelicidad.

O sea que no es que exista la felicidad y necesitemos ob-

tenerla: existe la infelicidad y necesitamos disolverla.

Pusimos el nombre de felicidad a “eso” que aparecería

cuando eliminemos todo sufrimiento, y, yendo más allá, toda

idea, sensación o temor de que podamos volver a sufrir.

Esto aparece prácticamente como la meta suprema de la

vida, y como tan difícil que nos daríamos por satisfechos si

sólo lográramos acercarnos, si sólo lográramos disminuir el

estado de insatisfacción que padezcamos.

Si entendemos la felicidad como estado de no-

insatisfacción, comprendemos por qué se la relaciona tan

habitualmente con el dinero: es evidente que toda criatura

con necesidades biológicas experimentará agudas señales de

sufrimiento cuando esas necesidades no sean satisfechas, o

cuando aparezcan amenazas a su supervivencia.

Esto aparece más en el hombre que en el animal, porque

además de sufrir puede prever la posibilidad de sufrimientos

futuros, y en el hombre de una sociedad compleja más que en

el de una sociedad sencilla, porque está acostumbrado a más

variedad de bienes deseables y, como si fuera poco, no sabe si

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podrá proveérselos permanentemente.

¿Qué es el “dinero” sino el poder del hombre sociabiliza-

do para proveerse de bienes del mundo circundante?

No podemos concebir la felicidad, la no-insatisfacción,

cuando el instinto nos envía pavorosas señales de hambre o

de peligro.

De ahí proviene el concepto de “necesidades básicas”; es

decir, de lo que constituye la base para que nuestra vida se

mantenga.

Si nos imaginamos sin ningún producto de la cultura

humana, podemos reducir nuestras necesidades básicas a

alimento y morada, de las cuales parece que ningún animal

puede prescindir, entendiendo el término morada como un

sitio donde descansar a resguardo de los fenómenos y seres

peligrosos.

Como alimento y morada están en el mundo externo,

material, se requiere la acción sobre este mundo para obte-

nerlos, para no recibir las señales de insatisfacción que pro-

voca su ausencia.

Esto nos lleva a descubrir que la dificultad con la pregun-

ta del comienzo se debía a que no estaba bien formulada.

Ahora podemos rehacérnosla con más precisión: ¿el di-

nero deshace la infelicidad?

Y nos encontramos con una respuesta sorprendente-

mente fácil y casi indiscutible: Sí, hasta cierto punto.

Y ese cierto punto está determinado por el límite entre la

infelicidad física, nacida de las amenazas que padezca nues-

tro ser biológico, que al vivir en sociedad solemos solucionar

con dinero, y otros tipos o niveles de infelicidad que por di-

versas causas están presentes en nosotros, para complicarnos

la existencia y forzarnos a preguntas difíciles.

Podríamos hablar de infelicidad metafísica, y generar

con esto discusiones sobre qué es el hombre y por qué no es

feliz.

Distintas ideologías o concepciones del mundo definirán

cada una a su modo a qué llamar infelicidad metafísica, y al-

gunas de ellas dirán que no existe. Detrás de toda esa diver-

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sidad, campea cierta coincidencia en que el hombre necesita

algo más que alimentarse y que descansar en lugar seguro.

Aunque no cuente con una aprobación unánime, cual-

quier esbozo de idea de que en nuestra existencia hay un ob-

jetivo nos lleva forzosamente a deducir que mientras éste no

se cumpla habrá un estado de necesidad insatisfecha, o sea

eso que venimos llamando infelicidad.

Como el cuerpo posee instintos que se encargan de acu-

ciarnos en su afán de ser satisfechos, también los tiene la

mente, la psique o “el alma”, que se molesta y angustia de

diversos modos si no satisface de su necesidad.

De ahí que el hombre, recordando la experiencia de ha-

ber obtenido alimento y haber dejado así de sufrir, imagina

que poseyendo o disfrutando algún otro elemento del mundo

circundante calmará esa otra extraña sed que siempre le exi-

ge vivir y sentir algo más.

Así, una vez interrelacionados para intercambiar unos

con otros los bienes que satisfacen sus necesidades básicas,

los hombres prosiguen indefinidamente el proceso de elabo-

rar nuevos bienes en busca de esa satisfacción total que de

algún modo conciben, generando una contagiosa cadena en

que cada uno inventa algo para ganar dinero y comprarse lo

que a su vez inventó otro, que intenta convencerlo de que su

producto es indispensable para la felicidad, porque él mismo

intenta alcanzar la felicidad comprando lo que a su vez le

ofrece un tercero con idéntico propósito.

Esto genera una sociedad donde todos incitan a todos a

ser felices y a no aguantar vivir sin serlo, y donde cada uno

propone como vía a la felicidad adquirir el objeto que él ofre-

ce.

El resultado de todo esto es, paradójicamente, un nuevo

tipo de infelicidad: la infelicidad social.

Porque, se gane en esa carrera poco o mucho dinero, tar-

de o temprano aparece un límite, más allá del cual queda al-

go que no se puede comprar.

De ahí que en las sociedades más complejas haya un ma-

yor grado de infelicidad que en las más primitivas; lo que pa-

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reciera un resultado diametral y absurdamente opuesto a lo

que los hombres buscan al trabajar e interrelacionarse.

Si la infelicidad física entra por el cuerpo y la infelicidad

metafísica se siente en lo más profundo e indefinible de

nuestro ser, la infelicidad social entra por -y reside en- la

mente; de ahí repercute en el sentimiento y casi inevitable-

mente en el cuerpo, que se desordena y enferma, abriendo

nuevas áreas de infelicidad física.

Tal como se enferma el cuerpo puede enfermarse el sen-

timiento. Si la mente pulsó día tras día los botones que gene-

rarían angustia, miedo, desesperación, pesimismo, odio, en-

vidia y todo el infierno que siente quien se vuelve víctima de

la infelicidad social, esos sentimientos tenderán a mantener-

se y perpetuarse, como la constitución del cuerpo deriva de

los alimentos ingeridos y el eco deriva del sonido que le dio

origen.

Este ejemplo sugiere de inmediato una pregunta: si el

eco de un sonido acaba apagándose ¿no pueden apagarse

también los sentimientos negativos?

Ahí empieza a perfilarse la fórmula de la no-infelicidad:

hay una infinidad de sentimientos negativos (si no la totali-

dad al menos un alto porcentaje) que fueron generados por

nuestros pensamientos negativos; y, si dejamos de emitir és-

tos, los sentimientos negativos acabarán disolviéndose.

Nuestros sentimientos serían como sonidos grabados;

nuestra atención el micrófono y nuestros pensamientos las

palabras que se grabarán. Nuestra constitución biológica

aporta a este equipo una energía imposible de interrumpir, y

así vivimos permanentemente escuchando cintas y al mismo

tiempo grabando otras que escucharemos posteriormente.

Más precisamente podría decirse que nuestro pensamiento

emite ideas y nuestra psique-grabador las convierte en acor-

des-sentimientos, más armónicos o inarmónicos de acuerdo

a lo que hayamos pensado. Y luego, sin la opción de apagar ni

bajar el volumen, estos buenos o malos acordes se repiten en

nosotros hasta ser reemplazados por futuras grabaciones,

cuyas características dependerán de lo que hoy pensemos.

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Así, el sentirse mal nace del pensar mal.

¿Y qué significa mal en el terreno del pensamiento?

Simplemente pensar lo que no es cierto; trazar con ideas

y palabras un cuadro de la realidad que no coincida con la

realidad real.

El proceso del pensar mal nace, entre otras cosas, del de-

seo insatisfecho.

El deseo insatisfecho no es una catástrofe, sino un fenó-

meno que naturalmente se presenta reiteradas veces, ya sea

en la vida del hombre civilizado como en la del salvaje o en la

del animal. No es mayormente dañino cuando se da en rela-

ción con deseos naturales, porque generalmente es transito-

rio.

Lo realmente grave, destructivo, sucede cuando quedan

insatisfechos los deseos fabricados o potenciados por el pen-

samiento.

Podemos tener deseos, incluso los inducidos o generados

por la sociedad consumista, sin sufrir a niveles tormentosos

ni enfermantes, siempre y cuando cada chispazo de insatis-

facción no ponga en funcionamiento el mecanismo del pen-

sar mal.

Por ejemplo, vemos la publicidad de un artículo que no

podemos comprar. Allí podemos conectar el pensamiento

incorrecto, irreal, destructivo: “necesito tenerlo; no puedo

vivir sin tenerlo; debo tenerlo; es injusto, está mal que no lo

tenga”. Y de ahí pasar a la alternativa activa: luchar desespe-

radamente, violentándonos y violentando a otros para obte-

nerlo, sufrir en la lucha por ese objeto y, luego la alegría fu-

gaz de obtenerlo, sufrir por las alteraciones que esa lucha

sembró en nuestro interior. O bien podemos transitar la al-

ternativa pasiva: resignarnos con infinito dolor a no tenerlo

y multiplicar los pensamientos destructivos: “esto está mal,

no puede ser, no hay justicia, Dios no se apiada de mí, no se

puede vivir así”, y de inmediato buscar culpables, dispararles

andanadas de insultos y convencernos de que estamos ro-

deados de seres malignos que intentan arruinarnos la vida y

lo consiguen.

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También podemos, ante el mismo hecho de ver algo y no

poder comprarlo, conectar el pensamiento constructivo y sin

fantasía: “deseo esto. No lo necesito: simplemente tengo ga-

nas de tenerlo; pero es una de las muchas cosas que no están

a mi alcance y la vida no empeora por eso. La suposición de

que este objeto podría mejorar mi vida no significa forzosa-

mente que mi vida empeore por su ausencia: puede perfecta

y fácilmente continuar igual. En lugar de no tenerlo y sufrir,

prefiero no tenerlo y no sufrir. Si lo tuviera podría sufrir por

otro objeto, de modo que prefiero acabar ya mismo con todo

eso y no atormentarme por ninguna de las cosas que no pue-

do. Viviré lo mejor que pueda con las cosas que sí puedo te-

ner, sabiendo que aunque pudiera más siempre encontraría

un límite, y no puedo permitirme vivir mal por algo tan natu-

ral”.

Generalmente una persona constructiva no se pone a

pensar textualmente todo esto; pero parece saberlo en lo

más íntimo, y simplemente no emite pensamientos destruc-

tivos.

Y en el camino positivo también cabe la opción activa:

trabajar por el objeto deseado sin maltratar a nadie ni mal-

tratarse a sí mismo con la desesperación, el apuro, el esfuer-

zo desgarrador ni la angustia; sin dejar por ese objeto de des-

cansar, de experimentar vivencias buenas ni de adquirir

otros bienes provechosos para la vida.

Y si consideramos que la imposibilidad de adquirirlo se

debe a algún tipo de injusticia, a alguna falla de los demás o

de la sociedad, podemos hacer nuestro aporte constructivo

(no nuestro reproche ni nuestra lamentación estéril) para

mejorar la sociedad en la medida que sea posible a una per-

sona.

Cuando nuestros problemas individuales nos llevan a

considerar la vida social y política, podemos una vez más, y

en este terreno con más dramatismo que en otros, tomar el

camino del pensamiento positivo o del negativo.

El pensamiento positivo se reconoce fácilmente porque:

1) siempre desemboca en plantearse cómo se soluciona el

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problema pensado, 2) pasa a considerar qué puede hacer uno

mismo por una sociedad mejor, 3) lo hace y 4) nunca deja de

intentarlo por el hecho de ver que la parte que uno puede

hacer es pequeña, porque otros no lo hagan ni porque la so-

ciedad mejore a menor ritmo que el deseado.

El pensamiento negativo es aquél que se concentra obse-

sivamente en lo malo, e incluso imagina más males que los

que ve. Y en vez de discurrir sobre causas y soluciones se ad-

hiere al tema de las injusticias, corrupciones, culpables y vi-

das deshonestas. Se queja y hasta se burla de la imperfección

humana, y cuando alguien mejora alguna cosa rezonga por-

que “es muy poco”.

Esto incrementa hasta límites desastrosos la infelicidad

social, ya agudizada porque siempre hay un límite para la

capacidad de adquirir objetos, y porque quien dilapida su

energía en estos pensamientos debilita su propia capacidad

para ganar dinero.

Esto no significa que si dominamos el pensamiento bo-

rraremos por completo la infelicidad social. Si por costumbre

o por decisión vivimos en sociedad, estamos expuestos a pre-

senciar desórdenes generados por los seres poco conscientes

o poco respetuosos. Incluso es más noble molestarse por la

injusticia que no darle importancia, y ese malestar será el

precio de vivir en sociedad.

Pero no hay que confundir el malestar que nace de pre-

senciar la injusticia con el otro, mucho más grave y destruc-

tivo, que nace cuando es uno mismo el que no responde del

modo correcto ante la injusticia o ante los demás problemas.

Si estamos actuando correctamente, respetando a la so-

ciedad e incluso cumpliendo con el ideal de contribuir a me-

jorarla, el grado de “males” que igualmente existirá puede

molestarnos pero de ningún modo desequilibrarnos. El des-

equilibrio sólo proviene del desorden interior, como el de

quienes rumian pensamientos negativos o el de quienes

aprovechan los bienes de la vida en sociedad pero se lavan las

manos ante los males.

El desagrado ante los males que no podamos solucionar,

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o que se solucionen a muy largo plazo, no debe superar el

nivel de desagrado que nos produzcan el frío o el calor, que

no llegan a desequilibrarnos porque no somos culpables de

que existan.

Si la mala acción de otras personas nos perturba, gene-

ralmente es porque hay un desorden en nosotros al respecto;

ya sea porque no actuamos bien en la relación con ellas o

porque no tomamos las precauciones necesarias para defen-

dernos.

Pensar en positivo no excluye ni debe excluir prestar

atención a lo malo para saber enfrentarlo.

En uno u otro terreno nos encontraremos siempre con

que pasan cosas que no deseamos y no pasan cosas que

deseamos.

En algún momento de la existencia debemos parar a pre-

guntarnos si por esto, que parece lo más habitual en todos los

ámbitos, tiene sentido pensar lisa y llanamente que vivimos

mal.

Ni el más ingenuo de los humanos creería que se puede

llegar (excepto en los paraísos post-mortem de creencias no

poco ingenuas) a una forma de vida en que ocurra absoluta-

mente todo lo que desea y no ocurra jamás lo que no desea.

Lo más que aspiramos (instintivamente y no reflexiva-

mente) es a eliminar el problema más visible que por el mo-

mento nos aqueje, presintiendo que de ahí en adelante nos

sentiremos mejor. Pero nunca pasamos de ese sentimiento a

la convicción de que jamás volveremos a tener un problema.

No siendo imaginable la desaparición de la infelicidad

por las modificaciones que el hombre establezca sobre el

mundo, cabe preguntarse si es alzanzable por la modificación

del hombre en sí.

La filosofía, la mística y la religión tomadas en su sentido

más serio nos dicen que la perfección del hombre consiste en

emerger conscientemente del mundo del deseo y el miedo

ante los fenómenos externos, alcanzando la felicidad al dejar

de ser afectado por los vaivenes de los fenómenos.

Ante ese tipo de propuestas, nos preguntamos inmedia-

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tamente cómo se llega a tal estado, pero casi en el mismo ac-

to nos damos cuenta de que no estamos del todo interesados

en llegar; porque en el fondo, por alguna ignorancia metafísi-

ca que no se remueve simplemente pensando, aspiramos a

disfrutar de no pocos fenómenos y circunstancias del mundo

externo.

¿Qué cabe hacer entonces? ¿Habitar el mundo de los ab-

solutamente infelices porque no tenemos conciencia para

acceder a la felicidad absoluta?

Una mirada al mundo nos dirá que no.

Tal vez no hayamos visto a nadie absolutamente cons-

ciente ni absolutamente feliz; pero vemos que la gente sufre

en mayor o menor medida a causa de las circunstancias y/o

de su propia incapacidad.

Si nos ocupamos precisamente de sufrir cada vez en me-

nor medida, no sólo dispondremos de un ideal alcanzable,

sino que estaremos acercándonos de algún modo a la no-

infelicidad.

Si nos parece alcanzable y sensato el ideal de sufrir cada

vez en menor medida, si comprendemos que el sufrimiento

no puede eliminarse por completo con la modificación del

mundo y sí con la modificación del hombre, podemos esbo-

zarnos una fórmula precisa (no para la felicidad absoluta pe-

ro tampoco contradictoria con ella, lo que ya es mucho pedir)

para ir eliminando la infelicidad: modificar circunstancias en

la medida en que sean demasiado perturbadoras, sin esperar

demasiada felicidad de esos logros, y al mismo tiempo modi-

ficarnos interiormente, con la convicción de que por ese ca-

mino vamos, sin prisa pero sin pausa, hacia la felicidad en el

verdadero sentido.

Esto es comparable con caminar hacia la claridad. Ca-

minar hacia no significa que no dispongamos de algo de cla-

ridad, ni que la claridad esté por completo en otro lugar: a

medida que nos acercamos ya hay más claridad que cuando

estábamos más lejos.

Si el camino es la modificación interior, todo lo que

usualmente llamamos ser bueno, moral, inteligente, equili-

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brado, etc., consiste en dar prioridad a la modificación inte-

rior sobre la exterior, mientras que ser malo o inmoral viene

a ser matemáticamente lo contrario.

Así pasamos a descubrir, y esto es muy importante para

quien aspire seriamente a vivir mejor, que además de ser ma-

lo con los demás (lo que ante una mirada superficial parecie-

ra el único modo de ser malo) se lo puede ser consigo mismo;

porque cada vez que se desecha la modificación interior en

aras de la exterior el hombre empeora y sufre, y la posible

felicidad se le esfuma entre las manos.

Todo ser humano, desde cualquier situación en que esté,

puede empezar ya mismo a trabajar por auto-desarrollarse, y

al mismo tiempo (porque nada lo obliga a interrumpir una

cosa para empezar la otra) modificar las circunstancias ad-

versas y procurar las deseables.

Y cuando las circunstancias no le obedezcan, vivir el con-

siguiente disgusto emocional sin permitirse poner en mar-

cha un solo pensamiento negativo.

Esto es indudablemente difícil; pero, como en el caso de

la perfección absoluta, podemos empezar a intentarlo, y ma-

ñana estaremos más cerca que hoy.

Si aunque no lo logremos inmediatamente mantenemos

la intención, cada vez que se presente la alternativa de res-

ponder bien o mal ante las circunstancias tendremos un poco

más de experiencia, de recuerdos que nos dirán con mayor

contundencia qué conviene y qué no conviene hacer.

Todo esto es posible si observamos la vida y extraemos

de ella una certeza: la falta de dinero puede forzarnos a múl-

tiples situaciones indeseables; pero hay algo a lo que si no

queremos jamás podrá forzarnos: a emitir pensamientos ne-

gativos.

Si ante alguna situación emitimos pensamientos negati-

vos, siempre será una respuesta no inevitable, una elección

nuestra. Una cosa que hacemos cuando podríamos hacer

otra.

Y precisamente eso a que ninguna adversidad tiene el

poder real de forzarnos es el motor, el núcleo, el corazón de

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la infelicidad.

La meta aparentemente inalcanzable de una vida sin

pensamientos ni sentimientos negativos puede empezar a

plasmarse hoy mismo, como una prodigiosa estatua comien-

za a plasmarse con el primer golpe a una piedra, si sabemos

por dónde empezar.

Nos parece extremadamente difícil eliminar todo pensa-

miento y más aún todo sentimiento destructivo; pero esta

apariencia de dificultad se debe a que vemos que la distancia

a recorrer es mucha: no a que ignoremos en qué dirección

caminar.

De lo que un individuo sienta dependerá lo que piense, y

de lo que piense dependerá lo que diga.

Identificamos a una persona negativa principalmente

por lo que dice. Por su expresión deducimos que ha de tener

pensamientos negativos, y de esto pasamos a convencernos

de que sus sentimientos negativos han de ser el motor de to-

do lo que vemos en ella.

Y si nos preguntamos por el origen de esos sentimientos,

deduciremos que son el fruto de la acumulación de malas

respuestas ante las circunstancias. Malas respuestas que fue-

ron provocando hábitos e impulsos que con el tiempo con-

formaron un torrente que por inercia sigue en la misma di-

rección, y seguirá fluyendo con cada vez más peso y fuerza,

hasta que el sujeto sufra tanto que empiece a intentar seria-

mente un cambio.

Y alguna vez comenzará a esbozarse la solución: senci-

llamente cortar la corriente; cerrar el grifo de las causas.

Pase lo que pase con nuestros pensamientos y sentimien-

tos, podemos comenzar por dominar nuestras respuestas

ante cada circunstancia. Es decir, controlar nuestras palabras

y acciones. Esto también será largo y difícil; pero a fuerza de

no tener expresiones negativas llegaremos a no tener pensa-

mientos negativos y, por la simple desaparición de las causas,

a no tener sentimientos negativos, tal como al cerrar una

pérdida de agua se pone fin a una inundación, aunque por un

tiempo siga la circulación residual del agua ya caída. Lo im-

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portante será persistir en mantener cerrado el grifo de las

malas expresiones, sin que ningún efecto del torrente resi-

dual nos haga dudar del valor de lo que hacemos.

Y en cualquier momento, casi sorpresivamente, empeza-

remos a notar que ya vivimos mejor.

De ahí a la perfección absoluta, a la no-infelicidad, puede

haber mucha distancia; pero lo que ya no nos faltará será la

idea de cómo alcanzarla.

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Economía y salud

Es habitual en la actualidad escuchar que hay alteracio-

nes de la salud vinculadas a las vicisitudes económicas que

vive cada individuo.

Llegamos a hablar de enfermedades profesionales, o

propias del ajetreo de la vida moderna, como dando por sen-

tado que vivir en esta época o desarrollar una actividad eco-

nómica produce natural e invariablemente esos resultados.

Si así fuera, tendríamos que concluir en que vivimos en

una civilización antinatural.

En esto hay algo verdad si tenemos en cuenta la comen-

tada ideología del consumo y la resultante infelicidad social.

Pero si eliminamos todo lo que puede derivar del modo

de encarar la vida, de lo que concretamente llamamos res-

puestas internas, no podemos ver mayores males en que el

hombre haya inventado recursos de los que no disponen los

animales, ni en que se haya agrupado en sociedades, algo que

también se da en la vida animal.

Lo que sí parece un efecto inevitable de la vida socializa-

da y tecnificada, y un efecto muy importante en el terreno

biológico, es lo que podría llamarse elongación de las situa-

ciones de peligro.

Nuestro organismo y nuestra psique están preparados

para los peligros de la vida animal, como la lucha o la huída

ante otro animal que procure cazarnos. En tal situación el

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corazón se acelera y bombea más sangre para que el cuerpo

responda con la mayor intensidad posible a las exigencias del

momento.

Esto es por demás sano y conveniente, porque sirve para

salvar la vida.

Esta adecuación es perfecta para el peligro más habitual

que enfrentamos en los últimos millones de años: el de ser

devorados por algún animal que nos tome desprevenidos.

Pero nosotros nos tecnificamos, inventamos cómo matar

a cualquier animal que nos amenace, y luego cómo producir

alimentos con mayor abundancia que la disponible en ámbi-

tos naturales.

Luego, emancipados de las peripecias de la vida animal,

comenzamos a vivir en sociedad, y seguimos inventando me-

dios con los que intentamos volver más agradable nuestra

existencia.

Sin embargo, para nuestro instinto esto ocurrió en un pe-

ríodo de tiempo tan ínfimo que aún no desarrolló ninguna

adaptación al respecto.

Nuestro instinto, y con él nuestro organismo, sigue “sa-

biendo” que las situaciones de peligro deben resolverse en

segundos o minutos.

El instinto trabaja “como siempre”, mientras nosotros

cambiamos nuestras condiciones de vida, eliminando unos

peligros y generando otros.

¿Qué ocurrirá entonces si nuestro organismo recibe una

“señal de peligro” propia de una sociedad compleja, donde la

socioeconomía incide sobre la supervivencia como antes lo

hacían los animales salvajes? ¿Cómo actuará el instinto, pre-

parado para matar o escapar en cuestión de segundos, cuan-

do la amenaza sea una recesión, un desorden social, una gue-

rra que durará meses o años?

Reaccionará ni más ni menos que como siempre: acele-

rará el pulso, aumentará la presión y la irrigación sanguínea

para que podamos enfrentar mejor la amenaza.

Pero como ahora no necesitamos golpear ni correr, y las

amenazas se prolongan muchísimo más de lo que supone el

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instinto, estas modificaciones nos desordenan, nos enfer-

man.

Por todo esto, la mencionada elongación de las situacio-

nes de peligro es lo único con cierto índice de insalubridad

generado por el hecho de vivir en sociedad y tecnificarse.

Se suele considerar insalubres otros efectos, como la con-

taminación ambiental; pero no se trata de un fenómeno in-

separable de la vida civilizada, sino de un descuido que po-

dría corregirse sin prescindir de la tecnología ni de la sociabi-

lización.

Si otras características de la vida actual enferman a algu-

na persona, la falla tiene que estar en la persona misma.

Aquí volvemos a la necesidad de discernir entre lo evita-

ble y lo inevitable, entre las necesidades básicas y las seudo-

necesidades que nos acostumbramos a creer reales e impe-

riosas.

Para las necesidades básicas la supervivencia biológica,

para, no es lo mismo la imposibilidad de comer que la de

comprar un aparato o una prenda de vestir. Pero en la mayo-

ría de los casos reaccionamos ante ambas imposibilidades

con idéntica e insalubre tensión, por obra de simples hábitos

mentales que, alzando la bandera del vivir mejor, consiguen

precisamente lo contrario.

Así volvemos al mismo principio: los hechos y bienes ex-

ternos pueden significar una mejora para nuestra vida siem-

pre y cuando no se obtengan a costa de empeorar interior-

mente; porque esto es la causa más directa e intensa de la

infelicidad.

Aquí cabe destacar que además del conocido empeora-

miento interior activo, característico del sujeto que sufre, se

altera y se lanza a matar o morir por cada pequeña modifica-

ción del entorno, existe el empeoramiento pasivo, tremen-

damente distante de la verdadera superación, en el que caen

los seres que, ante la disyuntiva que plantea el conflicto entre

el deseo y el mundo real, pasan a vivir como si no tuvieran

deseos, desistiendo de la lucha externa e interna y cortando

de raíz toda inquietud respecto a la actividad económica,

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27

hasta el punto de vivir de la caridad o de sueldos tan misera-

bles como su dedicación al trabajo.

Estos sujetos dicen preferir “ser pobres pero estar en

paz”, cuando interiormente distan muchísimo de estarlo,

porque siguen deseando infinidad de bienes, necesarios y/o

innecesarios, negándose a todo esfuerzo por obtenerlos pero

requiriendo de los demás, de la providencia o de la suerte,

todo lo que siguen deseando en el fondo de su corazón y de

su mente.

Jamás debe confundirse esto con la superación del con-

flicto: es un retroceso a una etapa previa al mismo, y la ante-

sala de una vida aun más insana que la del empeoramiento

activo.

Entre estos dos empeoramientos y el vértice superior y

lejano del sabio auténticamente desapegado de los fenóme-

nos externos, puede aparecer la opción más sana y posible

para los seres que, aun sin tanta sabiduría, exigen algo más

de su existencia: la disposición a mejorar la vida en el sentido

más profundo y auténtico de la expresión.

Este desafío habrá que encararlo caminando sobre una

especie de cuerda floja, con el peligro de caer en el empeo-

ramiento activo o en el pasivo, trabajando por lo que se desea

pero cuidando que esto no derive en arruinarse interiormen-

te.

Si no se cae de esa cuerda, o si se cae pero se retorna al

intento, cada vez será menor la diferencia con la hipotética

desaparición de la infelicidad.

Pero ¿cómo se empieza?

Una buena fórmula para evitar el pensamiento negativo,

porque de éste proviene la insalubridad mental, emocional y

física, es ocuparse atentamente de no pensar de más.

Pensar de más significa, por ejemplo, proponerse ganar

una determinada suma de dinero o comprarse tal o cual ar-

tículo en un determinado plazo. No pensar de más consiste

en comprender la síntesis, el corazón de nuestra actividad

económica: trabajar de la mejor manera y obtener los mejo-

res resultados.

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28

Si lo hacemos bien, dará como resultado una mejora de

las posibilidades y las circunstancias, entre las que se inclu-

yen cuánto ganaremos y qué nos compraremos.

Todo intento de encasillar esto en cifras y plazos es pen-

sar de más; porque no mejora nuestra economía pero sí em-

peora nuestro estado interior, ése que habíamos decidido no

sacrificar nunca en aras de cambios externos.

La tensión psíquica que se traduce en tensión arterial y

en enfermedad suele nacer de un empuje interior del deseo

cuando se lanza hacia un objetivo trazado por la mente.

Este objetivo trazado es generalmente enfermante e inú-

til: podemos trabajar, progresar económicamente y satisfacer

deseos sin necesidad de trazarnos objetivos tan caprichosa-

mente detallados.

Para concretar un objetivo, como, por ejemplo, comprar-

se tal o cual cosa, hace falta invariablemente capacidad de

compra, y para poseer esa capacidad hace falta activar la cau-

sa que la generará. Esa causa es sencillamente el trabajo bien

encaminado.

Si generamos la causa vendrá el efecto; no importa cómo

ni cuánto lo hayamos imaginado previamente.

¿Qué pasaría si en vez de ganar lo que nos propusimos

ganáramos más? ¿Lo rechazaríamos? Y si ganáramos menos

¿abandonaríamos la vida por considerarla imposible? Las

respuestas nos demuestran lo inútil que es trazarse objetivos

con tanto lujo de detalle.

Si observamos nuestro pasado notaremos que nuestra

vida no pudo haber mejorado ni empeorado dramáticamente

porque nos compráramos algo quince días antes o después,

ni porque en un determinado mes hubiéramos ganado me-

nos que en el anterior.

Sin embargo, nos desesperamos por cada centavo, por

cada segundo de nuestra sucesión de causas y efectos, como

si de ellos fueran a sobrevenir el bien o el mal absolutos.

Si nos preocupa la vida económica, si queremos trabajar

para “tener más”, es fácil darse cuenta de que lo único impor-

tante al respecto es ir mejorando.

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29

Tampoco debe atormentarnos que la tendencia a mejorar

se interrumpa o desacelere momentáneamente.

La única preocupación sana tendría lugar si comprobá-

ramos la existencia de una tendencia a empeorar. Y esa preo-

cupación sólo sería sana si nos concentramos en generar so-

luciones.

Todo lo otro, como medir cuánto ganamos o cuándo

compraremos qué cosas, es pensar de más, y no viviremos

bien mientras no dejemos de hacerlo.

Es cierto que en cada instante estamos haciendo o desha-

ciendo nuestro futuro, y es todavía más cierto que nunca de-

bemos menospreciar su desperdicio diciéndonos que “es sólo

un instante”.

Pero no porque cada instante sea un ladrillo de la totali-

dad debemos invertirlo en ponernos a medir los resultados,

como alguien que cada vez que colocara un ladrillo se detu-

viera y se alejara para disfrutar la visión de “la pared”, o para

sufrir por “lo que todavía falta”.

Lo importante es dar cada paso: no mirarlo desespera-

damente como una señal del mayor de los éxitos o del mayor

de los fracasos.

Lo que realmente necesitamos es avanzar sin medir;

producir sin esperar.

Existen en nosotros el impulso al movimiento y la aspi-

ración a la satisfacción.

El primero simplemente nos mueve, sin que medie la

mentalización de por qué. La segunda nos incita a experi-

mentar más y mayores satisfacciones, a vivir la vida en una

dimensión que siempre suponemos superior a todo lo vivido

previamente.

Nuestra mente responde a estas tendencias trazando

planes de acción y esbozándose objetivos a lograr, o sea bus-

cando algo que hacer, algo que alcanzar para saciar esas in-

quietudes internas.

Allí empieza un largo aprendizaje: el de descubrir qué

puede satisfacernos de verdad y qué no.

En esto corremos el riesgo de que, por no haber recibido

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30

una total satisfacción con lo ya logrado, queramos alcanzarla

mediante logros externos más voluminosos y más espectacu-

lares, con el inevitable resultado de llegar a proponernos un

día logros no alcanzables en un plazo aceptable, y otros no

alcanzables jamás.

Por esa vía, el ser humano empieza a dudar de la felici-

dad que pueden deparar los cambios externos y a procurar

cambios en sí mismo.

Aquí podríamos desembocar en la filosofía o en la místi-

ca, planteándonos que el objetivo de la existencia es superar

el deseo.

Sin embargo, la finalidad de la presente reflexión no es

concentrarse en lo que sucede por la existencia del deseo,

sino en lo que sucede por algo más fácil de eliminar: la exis-

tencia de los planes y objetivos que nos trazamos en nuestra

mente.

Decir cómo se superan el impulso a la acción y la sed de

vida es tarea de los grandes maestros de la humanidad. Una

tarea más alcanzable, y más indispensable para desenmara-

ñar nuestra vida, es la de no acrecentarlos inútilmente con el

pensamiento. Si logramos esto, tal vez nos encontremos con

que ya vamos bien encaminados hacia lo otro.

Hace falta recalcar que no es nocivo trabajar para satisfa-

cer deseos, y que la respuesta de evitar pensar de más, de

evitar trazarse objetivos innecesarios, no equivale a darse

por vencido en la lucha por la existencia.

Sencillamente hay que darse cuenta de que lo que senti-

mos como “adversidades” o “pesares propios de la vida” no

suelen ser más que divergencias entre la realidad exterior,

que nunca tiene “culpas”, y los esquemas que trazó nuestra

mente como supuesto camino a la felicidad.

Este es un problema que sólo existe cuando se comenzó a

intuir la paz como un nivel superior de satisfacción, y por lo

tanto se sufre la confrontación entre la aspiración a la paz y

la inquietud por lograr satisfacciones externas.

Por eso se pone en duda la validez de cada esfuerzo por

estas últimas; pero se sufre si no se las obtiene.

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Este sufrimiento no existe en quien aún no percibió el va-

lor de vivir en paz, ni tampoco en el hombre perfecto.

Es un drama intermedio, del que hay que salir hacia arri-

ba; pero encontrando qué hacer desde hoy, no desde “alguna

vez” ni cuando estemos al borde de la perfección.

Nuestra “sed de vida” se trastoca en tensión cuando, co-

mo quien va caminando por una ladera y lanza una soga ha-

cia un punto más elevado, nos fijamos una determinada meta

y pretendemos empujar la realidad, o, dicho de otro modo,

vivir tironeando, vivir como colgados y en constante esfuerzo

hacia un punto que nos pusimos como objetivo, y por llegar

al cual justificamos la tensión permanente de todos nuestros

músculos.

Pero ¿qué ocurriría si el punto al que enganchamos la

soga no estaba donde parecía, sino alejándose permanente-

mente de nosotros? ¿O si apenas lo alcanzamos enlazamos

otro sin un instante de respiro para seguir trepando?

Inevitablemente, el resultado sería una creciente tensión,

que sólo finalizaría al estallar nuestro organismo o, si nos

damos cuenta a tiempo, al desistir de tan antinatural ejerci-

cio, al proponernos sinceramente vivir en paz en vez de in-

tentar trasladarnos a supuestas metas de satisfacción.

Esto sería darse por vencido sólo en el caso de que no se

sintiera íntimamente el valor de la serenidad. Si estamos de

verdad convencidos de que la felicidad puede nacer de la se-

renidad y de la paz, no estaremos desistiendo sino cambian-

do conscientemente una meta poco valiosa por otra visible-

mente mejor.

Pero si, como se planteó varias veces, aún no se extinguió

en nosotros el impulso a caminar y el deseo de alcanzar nue-

vos niveles en el mundo externo, podemos cuidarnos de ir

ascendiendo por la ladera con más tranquilidad y alegría de

vivir, sabiendo que a cada paso estamos mejor que antes.

Y recordando, para no desesperarnos, que la montaña de

los logros externos no tiene cumbre.

Jamás se llega a un punto donde no quede nada por lo-

grar y todo sea satisfacción.

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32

Entonces ¿qué sentido tiene medir cuánto ascendimos y

cuánto “nos falta”? ¿Por qué condenarnos a ese estado de

tensión y vivir mal si nunca habrá un logro que nos pague lo

perdido?

A veces, el sentimiento de que debemos seguir luchando

tiene más causas morales que materiales. Creemos que nos

sentiríamos mal por el sólo hecho de desistir.

Ante esto corresponde aclararnos nuestra propia idea: no

debemos desistir de trabajar; debemos, necesitamos, nos

conviene, desistir de medir y contar.

El error no está en ascender, sino en creer que hay una

cumbre.

Si cada vez que nos sentimos mal nos observamos, gene-

ralmente descubriremos que estamos en la citada situación

de colgar de una soga y pretender llegar al punto enlazado.

La solución será convencernos de que ese punto no es

más importante que cualquier otro, y de que no hay soga.

Sólo hay un andar sin tormentos, que nos mejorará la vida

interior sin por ello perder nada del mundo externo. Y si al-

guna vez perdemos algo, eso no nos generará grandes sufri-

mientos siempre y cuando no lo hayamos enlazado previa-

mente con la soga de nuestra opinión.

Si proseguimos con la actitud de no pensar de más, ve-

remos que hay una enorme diferencia entre perder una cosa

y no alcanzarla.

Es imposible perder lo que no se tiene.

Entonces, si intentamos alcanzar algo que nunca tuvi-

mos, debemos preguntarnos hasta qué punto ese algo justifi-

ca el esfuerzo de perseguirlo. Y si decidimos procurarlo por-

que vale la pena, aceptemos el grado de disgusto por no te-

nerlo sin pensar que esa situación constituye un mal, sin

pensar que lo necesitamos sino que lo deseamos, sin creer

que es necesario alcanzarlo en tal o cual momento, y, en caso

de no acceder a él, no pensar que lo perdimos, porque en

realidad nunca lo tuvimos, sin que por ello nuestra vida fuera

mala, y que hubo y habrá otros objetos no alcanzados.

Sería pensar de más decirnos que nuestra vida empeoró

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a causa de un objeto que jamás tuvimos.

Si soñamos con llegar a una cumbre para allí descansar, y

luego descubrimos que no hay cumbre, nos quedan dos op-

ciones:

1) no descansar jamás, hasta el momento en que estallen

nuestra salud y nuestra existencia.

2) descansar en cualquier lugar, sabiendo que es una

necesidad que no depende de las circunstancias.

Esa puede ser la fórmula mágica para vivir sanamente

en las complicadas sociedades que hoy habitamos.

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35

Pensar de más

Parece más o menos fácil eliminar quejas y preocupacio-

nes por no alcanzar lo que nunca se tuvo, o sea no aferrarse a

una meta propuesta, a una determinada altura que se pre-

tende alcanzar en un determinado plazo.

Pero ¿cómo evitar la inquietud ante la posibilidad de

perder lo que ya se tiene?

Dice un proverbio chino: si tus problemas tienen solu-

ción, ¿por qué te preocupas? Si tus problemas no tienen so-

lución, ¿por qué te preocupas?

Ante esto quedamos sorprendidos, convencidos de que es

tan indiscutible como una operación matemática. Pero en-

tonces ¿por qué hay gente que se preocupa?

Pareciera que el gran problema fuera la incertidumbre

previa a saber si el problema tiene solución o no.

Como esto no puede saberse al aparecer el problema, su-

frimos tratando de descubrir soluciones, porque en ello está

la sana necesidad, biológica, psicológica y moral, de luchar,

de no permitir que fuerzas indeseadas nos cambien las cir-

cunstancias deseadas.

Aun cuando lo indeseado resulta inevitable nos queda la

sensación de que tal vez estemos abandonando la lucha antes

de tiempo, y resignándonos indebidamente a lo que podría-

mos evitar. La única manera de resolver esto con dignidad

parece ser cierta exageración en la lucha: probar, caer y se-

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36

guir probando hasta convencerse de que no hay nada más

que hacer. Eso trae cierto sufrimiento, pero no tanto como el

de reprocharse a sí mismo el no haber cumplido.

De todos modos, lo más atormentante no es la lucha,

sino la espera de cuando ni siquiera se sabe si es posible lu-

char.

Entonces, cuando estamos expectantes, viendo qué pasa

para saber si podemos hacer algo ante ello, inevitablemente

sufrimos; y aún resta encontrar la fórmula para poder obser-

var la realidad sin sufrir.

Y tal vez esa fórmula sea la misma que necesitamos para

la otra alternativa: los problemas que no tienen solución y

nos incorporan inevitablemente alguna circunstancia no

deseada.

Para avanzar hacia tal solución conviene empezar por

preguntarnos ¿a qué llamamos un problema? No en el senti-

do teórico sino en el práctico. En el de un factor que nos afec-

ta en nuestra aventura de vivir.

Podríamos sintetizarlo diciendo que un problema es una

alteración de la realidad a la que estamos aferrados. Pode-

mos estar aferrados tanto a la realidad actual, que el proble-

ma nos modifica, como a la realidad deseada, que el proble-

ma nos impide alcanzar.

Tenemos problemas porque estamos aferrados a cir-

cunstancias reales o posibles.

Ahora bien: ¿qué significa estar aferrado? Y, más aun,

¿podemos dejar de estarlo?

Estar aferrado es un acto de nuestro ser interior, que por

lo visto es realizado por varias partes o varias potencias de

nuestro yo. Podemos estar aferrados a nivel instintivo, afecti-

vo, mental, cultural, etc. No es lo mismo estar aferrado a la

integridad física que estar aferrado a un determinado objeto

porque nuestra cultura diga que es bueno tenerlo.

Hay un nivel de aferramiento nacido de la opinión (pro-

pia o ajena). Este nivel es el más superficial, y es relativa-

mente fácil de combatir, siempre que lo identifiquemos y ha-

ya en nosotros una real disposición a combatirlo.

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37

Buscamos determinados bienes porque en nuestra socie-

dad hay una opinión generalizada de que es bueno tenerlos, y

ésta se arraigó en nuestra mente, generando aspiraciones y

sentimientos que no hubieran nacido espontáneamente de

nuestro ser interior.

Tenemos otros contenidos mentales generados por nues-

tra aspiración abstracta a la felicidad. Esta aspiración nos

hace sentir que nos falta algo, y, al no saber qué es ese algo,

opinamos que seremos felices al vivir en tal o cual situación o

circunstancia externa.

Estas opiniones trazan en nuestra imaginación algo así

como un dibujo, donde aparecemos siendo felices con el ob-

jeto o en la circunstancia que consideramos fuente de satis-

facción.

Nuestros sentimientos, como manos que tienden hacia el

alimento, como el lazo del ejemplo de la montaña, se lanzan

hacia ese dibujo, lo aferran, lo rellenan, lo colorean, y tiran

de nuestra voluntad, exigiéndole que modele la realidad has-

ta hacerla coincidir en todo con esa imagen.

El resultado de esto es una especie de corriente magnéti-

ca que tira de nosotros hacia fuera, una especie de irritante

campo eléctrico, con un polo en nosotros y otro en “eso” que

unas veces está en el mundo externo y otras sólo dibujado en

nuestra imaginación.

Con esa tensión artificial, innecesaria, arrasamos nuestra

posibilidad de vivir en paz y, paradójicamente, nos alejamos

de la felicidad que suponíamos.

Esto constituye el aferramiento a la realidad deseada, y

decíamos que es relativamente fácil de combatir si aprende-

mos a reflexionar sobre nuestras opiniones y no presupone-

mos la felicidad en el primer dibujo mental que nos tracemos

o nos tracen.

Pero existe un nivel de aferramiento más fuerte, más re-

sistente a la disolución, y es el aferramiento por costumbre,

que se ejerce sobre la realidad actual, sobre lo que ya estamos

viviendo.

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38

Podríamos decir que hay tres niveles de aferramiento:

Tipo de aferra-

miento

Facultad actuante Se aferra a

Por naturaleza Instinto.

Naturaleza espiri-

tual.

Necesidades bási-

cas.

Aspiración a la fe-

licidad: búsqueda

abstracta previa a

toda opinión.

Por costumbre Mente. Sentimien-

to.

Realidad actual.

Por opinión Mente. Imagina-

ción.

Hábitos sociales.

Realidad deseada.

No fueron los sueños inalcanzados, sino la pérdida de

condiciones de vida a las que se estaba aferrado, lo que

desató más dramas individuales, más guerras y más convul-

siones sociales.

La no realización de los sueños produce desazón; la pér-

dida de lo que se tiene produce desesperación.

En el primer caso aparece la alternativa de triunfar o fra-

casar; en el segundo, la de matar o morir.

El aferramiento del sentimiento a las condiciones de vida

es lento, concreto, vigoroso, porque se da sobre lo que se vive

y se toca, no sobre lo que únicamente se imagina. Por eso la

gente lucha más por no perder lo que tiene que por convertir

los sueños en realidad; por lo suyo más que por lo que podría

ser suyo, y no suele votar por grandes cambios, a no ser que

a su vez esté desesperada ante otros cambios que modifican o

amenazan la vida a que está acostumbrada.

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39

A menos que seamos extremada y cobardemente inma-

duros, somos conscientes de que, por mucho que luchemos,

existe la posibilidad de que en nuestra vida haya cambios no

deseados.

Por lo tanto, a nuestros sentimientos de apego a las cir-

cunstancias que vivimos no debemos agregarle la opinión de

que esas circunstancias permanecerán siempre inmutables.

Esto es un primer paso, que ayuda hasta cierto punto pe-

ro está lejos de librarnos de sufrimientos y preocupaciones.

Otro paso adelante será borrar la opinión (comenzando

al menos por su expresión verbal) de que “no podríamos vivir

de otra manera”. Nos bastará una mirada a la historia para

comprobar que, exceptuando las necesidades básicas, todo lo

otro puede estar ausente sin que corresponda estropear la

vida con el calificativo de “mala”.

Puede haber circunstancias deseables, valiosas, por las

que valgan la pena grandes luchas, pero no por ello tiene sen-

tido pensar que “no podríamos vivir” sin ellas, ni debamos

cubrir nuestra vida con un manto de tristeza en caso de que

nos falten.

Aquí vemos una vez más que tal vez no sepamos mucho

sobre cómo ser dichosos; pero podemos ver que la desdicha

nace casi exclusivamente de nuestros pensamientos (y de los

sentimientos que éstos engendran).

Si aspiramos a limpiarnos de toda forma de “pensar de

más”; de toda opinión perjudicial, no debemos olvidar que

dijimos toda; porque lo que consideramos hasta ahora puede

llamarse opinión atormentadora, pero hay una aparente an-

títesis de ésta que con la promesa de “devolvernos la paz”

puede llevarnos a otro tipo de ruina interior: la opinión con-

suelo.

El primer paso de toda filosofía de la despreocupación

debería ser el énfasis total en que ésta debe inmunizar al

hombre ante la adversidad, y de ninguna manera consolarlo.

La opinión consuelo debe ser tan desterrada como la

opinión atormentadora; e incluso con mayor urgencia; por-

que es preferible la enfermedad de la lucha a la de la evasión;

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es preferible estar disgustado con las circunstancias que estar

disgustado consigo mismo.

La opinión consuelo aparece casi automáticamente ante

cada hecho indeseado, como anestesia psicológica ante el

disgusto.

Todos la conocemos: es la que acostumbra decirnos “no

hay mal que por bien no venga”, “a lo mejor ocurrió para

bien”, “Dios lo quiso así”, “es el destino”, etc.

A lo mejor es cierto que un hecho indeseable termina

produciéndonos un bien. Pero es muchísimo más cierto que

cuando ocurre “eso” indeseado no tenemos idea de cuál es la

causa, de cómo se tejen los detalles de nuestra existencia, ni

de cuánto le interesa a Dios decidir cada cosa que nos pasa. Y

es muchísimo más cierto, muchísimo más seguro, que inclu-

so pensando todo eso sobre Dios, el destino o el bien subya-

cente tras el mal, jamás hubiéramos decidido por nosotros

mismos que ocurriera ese hecho, no en vano llamado inde-

seado.

Por lo tanto, el objetivo debe ser procurar la salud mental

silenciando todo mecanismo de opiniones, y no contrarres-

tando la falsedad de la opinión atormentadora con la false-

dad de la opinión consuelo.

Ambas son desviaciones. Ambas son debilidades.

Y si tuviéramos que elegir entre ambos males, tal vez la

opinión atormentadora nos enfermará menos, porque nos

moverá a luchar.

El motivo por el que debemos eliminar las quejas no es el

hecho de que “no nos vaya tan mal como a otros”, ni el de

que “aparte de lo malo nos sucede algo bueno”, ni el de que

“podría haber sido peor”, ni el de que “Dios nos enviará ma-

yores males por no ser agradecidos”.

Ninguna de esas es la verdadera razón: debemos dejar de

quejarnos porque quejarse es nocivo.

Y quejarse es nocivo en sentido absoluto. Es siempre ma-

lo, y es malo en sí mismo; no como otras cosas desagradables

pero posiblemente útiles (esfuerzos, tratamientos médicos,

guerras). Quejarse nunca sirve. Quejarse empeora la vida en

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41

todos los casos.

De modo que ante un hecho indeseado no debemos po-

ner en marcha el programa de “esto me arruina la vida ¿por

qué tiene que pasarme? ¿Cómo es posible? ¡Qué horrible!”,

ni tampoco el de “podría haber sido peor; fue una desgracia

con suerte; las cosas pasan porque tienen que pasar”.

Simplemente necesitamos tomar conciencia de que pasó

algo que no deseábamos, de que eso no convierte en “mala”

nuestra vida y que igualmente vale la pena seguir viviendo y

buscando el bien, sin agregar al mal exterior ni una sola gota

de mal anímico, y sabiendo que, aunque a otros les vaya

peor, aunque nos lo hayamos merecido o aunque Dios lo ha-

ya dispuesto, nada de eso va a convertir en agradable un

momento indeseado.

El ideal sería una respuesta absolutamente silenciosa:

enterarse de lo sucedido y no opinar nada.

Sabíamos de antemano que no queríamos que eso suce-

diera, de modo que ante lo indeseado no hay nada nuevo que

pensar. Lo más sano es continuar la vida que elegimos, re-

construir lo destruido o, cuando eso no es posible, proseguir

con lo que estábamos haciendo.

Sobra decir que esto es muy difícil; pero podemos ir

acercándonos si empezamos por no decir ni decirnos maldi-

ciones ni consolaciones.

Difícil de enfrentar o no, el daño ya ocurrido significa do-

lor; y el dolor indefectiblemente se disipa.

Una causa de mayor sufrimiento y desequilibrio es el

miedo, la incertidumbre ante un mal que puede ocurrir.

A veces la amenaza está presente y es posible luchar con-

tra ella. Esto puede ser excitante pero no angustiante. Lo más

difícil es eliminar la angustia, la inquietud, la incertidumbre,

el miedo, ante una amenaza latente, ante un hecho que no

sabemos si ocurrirá, y que no podemos combatir porque no

está todavía al alcance de nuestras manos.

Tal caso parece ser la mayor fuente de sufrimiento, an-

gustia y tensión interior que aqueja a los seres humanos.

Es una tarea casi sobrehumana controlar o disolver el

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apego como para no sufrir ante nada; pero ese camino co-

mienza sencillamente por poner en orden las ideas.

Por ejemplo, sufrirá más quien pierda algo que considera

“elemental”, “vital”, y que una vez que lo obtuvo suponía que

jamás iría a faltarle, que quien sufra la misma pérdida pero

no lo considere más que “bueno” o “deseable”, y lo posea con

la idea de que tal vez haya un día en que lo pierda, sin que

esa posibilidad haga suponer que se le va a arruinar la vida.

O sea que aunque subsista nuestro apego a las circuns-

tancias en que vivimos, éste no se volverá inquebrantable, ni

se unificará completamente con nuestra expectativa de feli-

cidad como para morir solamente matándonos a nosotros, si

permanece siendo un apego a las circunstancias externas, si

no lo convertimos en un apego a un cuadro pintado por

nuestra imaginación, en el cual las circunstancias permane-

cen inmutables “para siempre”, sin los peligros ni las modifi-

caciones que el universo exhibe a cada instante ante quien le

preste atención.

Asimismo, nuestro miedo a los cambios de circunstan-

cias disminuirá en proporción directa con nuestra confianza

en nosotros mismos, en que no seremos modificados, en que

no se echará a perder nuestra vida porque dejemos de tener

tal o cual cosa. Esa confianza dependerá de saber qué es lo

esencial para el hombre.

La felicidad no depende, entonces, de vivir en circuns-

tancias favorables o desfavorables, sino de ser fuerte o ser

débil, de ser capaz o ser incapaz de alcanzarla, de saber o no

saber vivir.

De todo esto se desprende un proyecto de estrategia para

no sufrir ante cualquier posibilidad de cambio indeseado:

aferrarse a lo esencial, a las capacidades y posibilidades del

yo, en vez de aferrarse a las circunstancias, actuales o poten-

ciales.

Como esto no se obtiene sólo con pensarlo, la receta ra-

zonable es comenzar por pensarlo. Si no nos decimos que

necesitamos indefectiblemente tal o cual objeto o circunstan-

cia, dejaremos de agregar nuevo combustible a nuestro afe-

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43

rramiento y su consecuencia: el sufrimiento.

De ahí en más (siempre que no lo esperemos demasiado

rápido) el apego subsistente irá camino de su disolución.

Esto podría considerarse una parte de la estrategia para

no sufrir inútilmente; y es la parte más profunda, filosófica,

espiritual, que depende de la maduración íntima de cada

uno.

Sobre ella, aún cuando no esté muy asentada, se monta

otra parte que podríamos llamar disciplina de pensamiento

y, por extensión, de expresiones pronunciadas o pensadas.

Esta es un poco más fácil, más dominable, más reducible a

fórmulas.

La disciplina de pensamiento podría fundamentarse en

una fórmula básica: cuando pensamos en un problema sin la

finalidad de solucionarlo, nuestro pensamiento resulta in-

variablemente perjudicial, ya desemboque en una siembra

de tensiones y disgustos o en una simple pérdida de tiempo.

En vista de ello, debemos cortar la concentración en ese

tema y pasar a pensar en otro (consideración de otro pro-

blema, aprendizaje, entretenimiento, etc.).

Esto se diferencia de distraerse o de evadirse en que se

hace cuando ya se enfrentó el problema y se llegó al punto

de encontrarle solución, o de comprobar que por el momento

no la tiene.

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El futuro presunto

Con el criterio de no pensar de más debemos poner or-

den y limpieza en otro campo donde se genera otro torrente

de sufrimientos: nuestra relación con el futuro.

El futuro puede ser previsible en sus acontecimientos

menos complejos y más próximos al presente, con la salve-

dad de que lo es en líneas generales y como probabilidad, no

como anticipación infalible.

Si todos los días nos levantamos a determinada hora y

viajamos a determinado lugar, podemos presumir que el día

de mañana sucederá lo mismo. Esto puede llamarse futuro

presunto, y todos lo tenemos en mayor o menor medida es-

bozado en nuestra mente.

Luego, la diferencia entre la realidad y el futuro presunto

que previamente se refería a ella se debe fundamentalmente

a dos causas: 1) errores de esbozo y 2) incidencia de factores

poco probables.

En el primer caso, pensamos erróneamente lo que po-

dríamos haber pensado más correctamente. En el segundo,

no nos equivocamos en gran medida, pero incidieron hechos

que no por poco frecuentes son del todo imposibles.

Confundir lo que no ocurre generalmente con lo que no

ocurre nunca es la causa de la mayoría de los accidentes, y de

los desórdenes emocionales y psíquicos en toda persona que

descubre que el futuro no resultó como esperaba.

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46

Para reducir al mínimo el impacto de los hechos sobre el

futuro presunto esbozado en nosotros, la fórmula es casi ma-

temática: reducir al mínimo el futuro presunto. No presupo-

ner más que lo necesario para actuar y construir el futuro

deseado.

Echamos las bases de nuestro sufrimiento cuando presu-

ponemos que van a ocurrir determinados hechos deseados,

cuando contamos con, cuando damos por hecho algo que

todavía no sucedió y, ya sea poco o muy probable, no pode-

mos saber con real certeza que sucederá.

Cierta “cantidad”, cierto esbozo de futuro presunto es in-

dispensable para nuestras tareas cotidianas, para planificar y

plasmar el futuro deseado.

Por ejemplo: presuponemos que si esperamos en la pa-

rada vendrá el autobús, que si tomamos un teléfono podre-

mos comunicarnos, que dentro de un mes continuaremos

con vida, etc. Y por ello encaramos actividades en las que in-

teractuamos con la realidad exterior a fin de lograr tales o

cuales metas. Sin un mínimo de presunciones sobre el futuro

sería imposible desempeñarse en el mundo.

Cuando en vez de concebir ese mínimo indispensable pa-

samos a pensar de más, a elaborar imágenes “porque sí” so-

bre cómo será el futuro (cercano o lejano, individual o colec-

tivo), entran en juego resortes psicológicos que desembocan

en una de dos subjetividades altamente perjudiciales: el op-

timismo y el pesimismo.

Una y otra darán por resultado imágenes en las que el fu-

turo (de por sí difícil de conocer) aparecerá distorsionado por

los impulsos internos del sujeto. “Todo es según el color del

cristal con que se mira”.

Las causas del pesimismo no están muy relacionadas con

lo aquí tratado, aunque no deben desatenderse a la hora de

intentar eliminar el sufrimiento.

Las causas del optimismo se vinculan íntimamente con el

deseo y el aferramiento: éstos tienden a dibujar un futuro en

concordancia con lo que deseamos, con lo que suavizan toda

presunción de disgusto ante la realidad y/o alivian a la mente

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del previsible peso de trabajar o de pagar precios por el futu-

ro deseado.

Es muy común contraponer al pesimismo la frase “hay

que ser optimista”, con lo que el optimismo se considera

prácticamente una virtud. Esto nace de confundir el concepto

de optimista con el de positivo. Es una virtud ser positivo,

ser constructivo, es una virtud no caer en el pesimismo; pero

no es una virtud ser optimista, si se entiende por optimismo

la tendencia a representar el futuro a gusto del pensador.

Esto puede ser muy perjudicial, tanto para el sujeto optimista

como para el mundo que éste quiere ver mejor. De ahí que

también sea muy usual menospreciar a los “soñadores” que

por mucho soñar nunca logran concretar nada.

El motivo por el que un futuro presunto excesivamente

abultado y detallado se transforma en causa de sufrimiento

es asombrosamente sencillo: a más hechos esperados, más

hechos que tal vez no sucedan; o sea más cantidad de impac-

tos, de choques de la realidad contra las imágenes a las que

nuestros sentimientos se habían adherido. A mayor superfi-

cie chocable, más posibilidad de choques.

Esto podría discutirse expresando la misma idea al revés:

a más hechos esperados, más hechos que en caso de suceder

nos harán felices. En tal caso se tomaría el tema como una

lotería en donde podemos arriesgar y ganar o no arriesgar

y no ganar. Esto sería cierto en el caso de que las satisfac-

ciones se debieran sólo a que ocurra algo que previamente

hayamos pensado. Basta observar la vida propia y ajena para

ver que la satisfacción no depende de esto: obtenemos satis-

facción de los hechos que benefician nuestra naturaleza hu-

mana, aunque nunca hayamos previsto ni planeado que lo

hicieran. Cuando planeamos y concretamos hechos que no

benefician nuestra naturaleza, podemos experimentar mo-

mentáneamente la alegría de “triunfar”, de ver que algo pasó

del futuro presunto al presente; pero esta alegría no suele

durar mucho: al cabo de un tiempo estamos tan insatisfechos

como antes y preguntándonos “¿qué ganamos?”.

Si las satisfacciones verdaderas nos vienen por hechos

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48

(internos o externos) que benefician nuestra naturaleza, el

camino hacia nuestro bien consiste en trabajar para dar lu-

gar a esos hechos, no en suponer que vamos a ser felices o

que lo deseado ocurrirá a una determinada hora de un de-

terminado día.

Si trabajamos correctamente, los hechos ocurrirán, los

hayamos supuesto o no; con lo cual ganaremos la satisfac-

ción deseada y nos ahorraremos el sufrimiento de la espera o

la decepción a que se expone una mente invadida y tiraniza-

da por el futuro presunto.

El futuro presunto ocupa su lugar justo si se lo crea y uti-

liza como una herramienta, como una brújula para la acción.

Ocupa un lugar indebido, excesivo, insano, cuando se lo ela-

bora o pretende usar como fuente de satisfacción sustitutiva

de la realidad, cuando “paladeamos por anticipado” los bie-

nes o situaciones que no sólo no están presentes (con lo que

caemos en la seudo-satisfacción de alimentarnos de fanta-

sías), sino que no es del todo seguro que vayan a ser reali-

dad, con lo que nos exponemos al desgarrante momento de

descubrir que el futuro que suponíamos no pudo pasar de ser

supuesto.

Con los hechos deseables que esté en nuestras posibili-

dades producir debemos proceder como en un partido de

ajedrez: empezamos por el deseo de triunfar, jugamos (o sea

actuamos sobre la realidad) del modo que creemos más pro-

vechoso para nuestro objetivo. No estamos demasiado segu-

ros de cómo ni de cuándo obtendremos la victoria (ni siquie-

ra de si la obtendremos), pero en cada momento observamos

la situación y respondemos, nos movemos, atacamos y nos

defendemos con reflexión y con hechos para modificar la

realidad de acuerdo a nuestro objetivo. Nunca “empujamos”

con nuestro deseo las jugadas de nuestro adversario creyen-

do que así nos serán favorables, nunca “esperamos” que el

partido se desarrolle de tal o cual forma, porque sabemos que

la victoria no depende de nuestra capacidad de desear, soñar

o esperar, sino de nuestra capacidad de considerar, planifi-

car o actuar. O sea que no atamos nuestro sentimiento a lo

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que no depende de nosotros, sino que recurrimos con toda

nuestra atención a nuestras propias fuerzas, y no las usamos

para fantasear sino para producir resultados. Tal vez final-

mente no ganemos; pero esto se deberá a que el adversario

(léase la adversidad) fue superior a nuestra capacidad. Pero

siempre la posibilidad de triunfar estará más cercana si nos

dedicamos sin dilapidar fuerzas a lo que nos corresponde:

luchar, trabajar, observar y decidir; porque el triunfo se ob-

tiene con eso, no con sueños ni con suposiciones.

El sufrimiento sobreviene cuando tomamos la lucha en

pos la realidad deseada como un juego de azar, y en vez de

observar la realidad como un tablero con adversidades y po-

sibilidades de acción la observamos como un bolillero del

que esperamos, ansiamos, rogamos, ver salir un determinado

número.

En el primer caso trabajamos; en el segundo esperamos

que lo que no depende de nosotros venga a traernos la felici-

dad; nos subordinamos a lo que no depende de nosotros. En

un caso crecemos; en otro nos enfermamos y empeoramos

como seres humanos; y, como esto es contrario a lo que ne-

cesita nuestra naturaleza, no nos trae otra cosa que sufri-

miento.

Ahora bien, ¿no hay en la realidad algunos factores que

podemos controlar y otros que quedan fuera de nuestro al-

cance, a los que llamamos azarosos?

Así es. Ante tal panorama, debemos tener absolutamente

claro que los hechos que verdaderamente benefician nuestra

naturaleza humana, ya sean controlables o azarosos, nos dan

satisfacción porque ocurren, no porque previamente los ha-

yamos esperado.

Si de la boca del bolillero sale nuestro número, viviremos

una satisfacción sin necesidad de haber arruinado nuestro

tiempo soñando y desesperándonos (esto nos habría dado

más sufrimiento que satisfacción). Si jugamos al ajedrez y

obtenemos la victoria, ésta habrá dependido de nuestra ca-

pacidad y de su puesta en acción. En uno u otro caso, nunca

el esperar ni el intentar “empujar la realidad” con nuestra

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50

ansiedad nos habrá servido de nada, y sí habrá empeorado

mucho nuestra vida.

Observando la sociedad, podemos distinguir con notable

claridad dos actitudes, que dan por resultado dos tipos de

personas: las que viven concentradas en lo que no depende

de ellas y las que viven concentradas en lo que sí depende de

ellas.

Las primeras viven “culpando” de cada hecho desagrada-

ble a la suerte, a la injusticia social o cósmica, al gobierno, a

su situación, a los poderosos (supuesto grupo reducido que

maneja todo para sí y contra el resto del mundo, que a pesar

de ser mayoría permanece eternamente imposibilitado de

cambiar nada), etc., etc. Sus comentarios están llenos de re-

ferencias a la suerte, al destino, a la influencia de los astros, a

los juegos de azar que podrían “salvarlos” sin que ellos nece-

siten esforzarse, a “lo que deberían hacer” los sujetos que

presumiblemente pueden modificar las cosas, a lo malos que

son los demás, a lo que “quisieran” que “les sucediera”, etc.

Las segundas, envidiadas pero no copiadas por las pri-

meras, son las que actúan; las que, aun sabiendo que no todo

está bajo su control, se concentran en lo que sí pueden con-

trolar, y trabajan, ejecutan, aprenden y siempre piensan en

qué pueden hacer ellas (no la suerte, Dios ni el Estado) para

alcanzar su realidad deseada. Consideran las culpas ajenas

sólo para buscar soluciones en las que pueda incidir la acción

propia, nunca como descarga ni como queja. Estas son las

que obtienen los resultados con los que otras sólo sueñan.

Pero no por ello hay que pensar que son seres perfectos:

en la lucha por la realidad deseada abundan los que, si bien

luchan en vez de fantasear, no reparan en el daño que pue-

den causar a otros o a sí mismos.

Las leyes y la ética ponen cierto límite al “daño a los de-

más”. Aun en el caso de cumplir con esto, el sujeto que en vez

de soñar decide luchar deberá tener cierta claridad sobre por

qué y cómo lo hace. Si ignora cuál es el verdadero bien y la

verdadera fórmula de la felicidad, puede incurrir en luchas

donde se dañe seriamente a sí mismo.

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En tal caso, por mucho que consiga modificar el mundo

que le rodea, no será feliz por no ser interiormente capaz de

serlo.

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52

Lo deseado y su precio

Generalmente, por no decir siempre, quien compra algo

lo hace con cierto disgusto por el precio, con la sensación o

vaga idea de que “debería costar menos”, pese a que ignora

sus costos de producción.

¿Por qué ocurre esto? Simplemente porque la naturaleza

nos impregnó con el instinto de economizar energía, para

que no invirtamos en cada movimiento más esfuerzo que el

indispensable.

Este provechoso instinto, combinado con la inclinación a

repetir las sensaciones agradables propias de cada acto de

satisfacción de nuestras necesidades, y potenciado en el ser

humano por la capacidad de pensar, da como síntesis la aspi-

ración a experimentar el máximo de placer realizando el mí-

nimo de esfuerzo.

Es natural, biológicamente necesario, sentir placer por lo

que satisface nuestras necesidades y disgusto por todo con-

sumo de energía. Si no fuera así, no nos moveríamos para

mantenernos vivos, o bien desperdiciaríamos nuestras fuer-

zas hasta un nivel en que tal vez no pudieran ser repuestas

por el alimento disponible, con el consecuente peligro de au-

to-extinción.

Estas predisposiciones, que funcionan tan bien en los

animales, parecen provocar grandes dramas al hombre, ca-

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paz de manejar funciones que en los animales son determi-

nadas por fuerzas inconscientes.

Como los mecanismos necesarios para la supervivencia

que al activarse en la vida civilizada generan stress y enfer-

medades, los reclamos de búsqueda de lo necesario y de con-

servación de la energía, cuando son administrados por el

hombre con su capacidad y su falibilidad, derivan frecuente-

mente en un resultado no planeado por la naturaleza: el su-

frimiento.

Esto, a primera vista una degeneración, es más bien una

etapa en el camino del hombre para ir más allá de las capaci-

dades meramente animales, una dificultad propia de todo

proceso de superación y desarrollo.

¿Cómo superar este escollo, este padecer aparentemente

absurdo?

Todo indica que con comprensión, con un emerger por

encima de nuestros impulsos y observarlos conscientemente,

sin ser gobernados por ellos como casi cotidianamente lo

somos.

Y cabe destacar que en el hombre hay que entender como

“impulso” no sólo lo biológico sino también lo mental, ya que

es esto último y no lo primero lo que nos trae problemas.

No es, o no es principalmente, la búsqueda de satisfac-

ciones y la aspiración a ahorrar energía lo que nos hace su-

frir, sino las imágenes o fantasías que estos impulsos natura-

les generan en una imaginación poco controlada.

A diferencia de los animales, que se limitan a luchar por

lo deseado, nosotros luchamos y además imaginamos lo

deseado, con el error mental de imaginarlo más acorde al

deseo de lo que es en realidad.

Más acorde al deseo significa más placentero y menos

costoso. El hombre vive soñando con que obtendrá inconme-

surables placeres con mínimos esfuerzos.

Esto es una mera proyección estimulada por el instinto

en nuestra mente, y tarde o temprano choca frontalmente

con la realidad: lo deseado no nos da una satisfacción tan

absoluta, y, como si fuera poco, cuesta más de lo que pensá-

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54

bamos.

¿Dónde está la falla? No en las leyes de la vida, sino, una

vez más, en la imagen que dibujamos en nuestra mente.

De ahí el cotidiano disgusto al conocer el precio de algo

que deseamos; precio que a su vez representa la aspiración

(seguramente inferior a la satisfacción esperada) de otro ser

humano que quiere obtener el máximo de placer con el mí-

nimo de esfuerzo.

¿Por qué el hombre de hoy vive repitiendo que la mayo-

ría de sus problemas son problemas de dinero?

Porque el dinero es un invento de la civilización para re-

presentar e intercambiar ni más ni menos que energía.

Y energía es lo que adquirimos al alimentarnos (por eso

alimentarse proporciona placer) y lo que consumimos para

obtener lo deseado (por eso el consumo de energía genera

cansancio, o sea señales de desagrado).

El dinero es energía condensada, que entra en acción

para que otras personas nos den lo que deseamos. Esas per-

sonas debieron a su vez invertir su energía para producir eso

que nos venden, por lo cual aspiran a recibir otra cuota de

energía con la que actuar sobre el mundo para que éste satis-

faga sus deseos.

Debemos considerar todo esto para entender que inver-

timos buena parte de nuestra vida en comprar dinero, a

cambio de nuestro tiempo, de nuestra energía aplicada a

producir algo que interese a los demás y nos lo paguen

(siempre menos de lo que quisiéramos y más de lo que qui-

sieran).

Para acceder a ese objetivo tan deseado necesitamos tra-

bajar. Y trabajar (equivalente al luchar de la vida animal)

nos pone en contacto forzosamente con la realidad; la reali-

dad real, no la realidad supuesta ni la deseada.

Y ese encuentro con la realidad significará algún grado

de sufrimiento, según nuestro grado de maduración al inter-

relacionarnos con el mundo.

Ser conscientes en este aspecto significa darse cuenta de

que, invariablemente, toda modificación que nuestro deseo

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55

introduzca sobre el mundo requerirá una inversión de ener-

gía.

En términos cotidianos, tendrá un precio.

Y el secreto para vivir bien es decidir ante cada cosa

deseada si estamos dispuestos o no a pagar su precio.

Ante esta disyuntiva hay dos respuestas nobles: renun-

ciar a lo deseado o pagar su precio sin lamentaciones, y dos

respuestas innobles: renunciar a lo deseado o pagar su precio

lamentándose de una u otra alternativa.

En este caso, las respuestas nobles no se llaman así por-

que cumplan con alguna norma ética, sino por mucho más:

porque nos ennoblecen, nos limpian, nos mejoran la vida en

lo más decisivo en que ésta puede ser mejorada. Y las inno-

bles, por supuesto, producen todo lo contrario.

Esto no significa, si queremos limitar nuestro ejemplo al

de una operación comercial, que no debamos defendernos de

los precios abusivos, que en última instancia son la aspira-

ción de otras personas a obtener demasiado a cambio de

demasiado poco. Incluso este acto defensivo tiene un precio

en atención y en tiempo, o sea una inversión de energía.

Como el precio de la vida salvaje es la lucha, el perma-

nente estado de atención para comer y no ser comido, el pre-

cio de la vida en sociedad es el trabajo. Y no sólo el trabajo

sobre los materiales de la naturaleza, sino también el trabajo

frente a las pretensiones de otros individuos que, movidos

por el omnipresente impulso a obtener el mayor placer con el

menor esfuerzo, aspiran a que en todos los casos el esfuerzo

ajeno se traduzca en placer propio.

Esto no significa que los hombres sean por naturaleza

malos: una pequeña proporción de seres poco conscientes

para vivir en sociedad obliga a todos los otros a un costoso

trabajo defensivo.

Y si creemos que esto puede mejorar con un buen mane-

jo de la sociedad, eso tampoco es un bien gratuito: su precio,

además de los impuestos que tantas quejas despiertan, es la

atención, dedicación y responsabilidad de los ciudadanos pa-

ra elegir representantes.

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56

De modo que, ni bien observamos el mundo y nos obser-

vamos interiormente, vemos que en nosotros (y en los otros)

hay un peligroso nivel de fantasía mental que frecuente-

mente choca con la realidad exterior: vivimos creándonos

imágenes de lo deseado exageradas por nuestros propios

deseos, más acordes al deseo que a la realidad actual, y, como

si esto fuera poco, que a la realidad alcanzable.

Si aprendemos a eliminar esas fantasías y suposiciones,

habremos encontrado el camino a la felicidad que buscába-

mos modificando el mundo externo.

En la medida en que deseemos adquirir bienes o modifi-

car circunstancias, debemos aprender, y aprender en lo más

íntimo de nosotros, a no disgustarnos por el precio que pa-

guemos, incluyendo en este concepto el precio de defender-

nos de la inmadurez ajena y el de hacer una sociedad mejor,

que en el fondo deseamos para que todo sea más fácil.

Esta propuesta no parece muy difícil de pensar; pero bas-

ta un poco de autoobservación para ver que la ejecutamos

sólo hasta cierto punto, más allá del cual aparece el sufri-

miento por el precio pagado, y aparece precisamente porque

manteníamos la fantasía de que todo sería más agradable y

menos costoso.

Por ejemplo, presuponemos que al trabajar nos encon-

traremos sólo con personas buenas y agradables, que vende-

remos todo lo que queremos, que no aparecerá ningún obs-

táculo impensado, que siempre trabajaremos a un ritmo có-

modo, que todos nos sonreirán y nos pagarán con el cambio

justo, que al ir y al volver no lloverá, no hará demasiado frío

ni calor, no nos encontraremos con problemas de tránsito ni

con gente peligrosa, etc., etc., etc.

Y si algo no coincide con el esquema esperado, vivimos

rezongando porque “el mundo anda mal”.

Pero ¿acaso no nos habíamos enterado de cómo es el

mundo? ¿No sabíamos de antemano que existe todo eso que

no nos gusta?

Incluso sabiendo esto, la mente hace sus trampas en su

empeño por imaginar la vida lo más linda que pueda: “los

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hechos y personas indeseables existen; pero al menos hoy no

se cruzarán en mi camino”.

¿De qué fundamento serio extraemos semejante senten-

cia?

Inevitablemente, y también por impulsos naturales ple-

nos de sentido, nuestra mente tiende a aliviarnos el peso de

la vida con la anestesia de las suposiciones agradables. Esto

es útil para que podamos descansar y vivir sin preocuparnos

de más; pero se vuelve contraproducente cuando esas supo-

siciones son demolidas por la realidad.

La única salida sana y superadora de este conflicto es te-

ner en cuenta la realidad, incluso en sus partes indeseables,

y saber que a cada paso puede presentárnoslas.

Los estudios sobre el stress dicen que éste aumenta en

los individuos que ven los problemas como amenazas, como

peligros indeseables y tal vez insuperables, y que disminuye

en quienes ven los problemas como desafíos, como factores

que inevitablemente están en la vida y deben ser vencidos

mediante el despliegue y desarrollo de nuestras fuerzas.

Esto indicaría que el stress no es producto de las circuns-

tancias en que se vive sino del disgusto ante ellas, y el disgus-

to es producto de la opinión del sujeto respecto al mundo que

lo rodea.

El ideal de eliminar el disgusto, o de tener en cuenta la

realidad como es, no significa necesariamente resignación, ni

creencia de que el mundo será siempre e irremediablemente

igual.

Se puede creer que el mundo se modifica, se puede lu-

char por un futuro mejor, y al mismo tiempo reconocer que

hay cosas indeseables, y que la posibilidad de mejorar el

mundo tiene un precio, que no podemos ignorar ni atenuar

con la imaginación.

De este modo, si decidimos trabajar por un determinado

objetivo debemos considerar el precio con la menor cuota

posible de fantasía.

Y si aceptamos pagarlo, trabajar sin disgustarnos, incluso

ante las partes más desagradables de nuestra tarea.

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58

Y si éstas son más de lo previsto, si por un error de nues-

tra apreciación y no del orden cósmico el precio es mayor que

el esperado, decidir pagarlo o renunciar al bien buscado sin

ninguna queja por lo uno ni por lo otro.

Muchas veces caemos en el disgusto y en el stress cuando

en nuestro trabajo aparecen circunstancias indeseables, pero

en el fondo previsibles y naturales en dicha actividad. Esto

ocurre porque teníamos en nuestra mente la fantasía de que

todo obedecería a nuestros deseos, e incluso por el acostum-

bramiento a lo que podríamos llamar nivel promedio de difi-

cultades cotidianas, por el que tendemos a suponer que to-

dos los días serán iguales. De ahí que cuando aparece un

problema mayor nos encuentra con energía disponible sólo

para el nivel promedio, haciéndonos sufrir con la exigencia

de extraer de nosotros mayores fuerzas que las que nos dis-

poníamos a invertir.

Esto podemos superarlo (necesitamos superarlo si aspi-

ramos a vivir bien) manteniendo la capacidad de observarnos

fuera del alcance de nuestros impulsos, deseos y hábitos, y

darnos cuenta de que cuando aparece el disgusto ante una

circunstancia es porque una parte de nosotros se resiste a

pagar el precio de aquello por lo que trabajamos.

En tal caso debemos re-observar nuestra vida: ¿ese he-

cho desagradable no es parte natural de la tarea que escogi-

mos? ¿Podríamos hacer lo mismo sin el riesgo de que alguna

vez apareciera? ¿Hay otra actividad que podamos y quera-

mos hacer para no vernos ante esa circunstancia? ¿Estamos

dispuestos a seguir adelante considerando esa circunstancia

como parte del precio de lo buscado?

En caso de contestar afirmativamente esto último, hemos

de continuar nuestra actividad sin una sola queja de ninguna

parte de nosotros. Y si la hubiera, porque las quejas no se

eliminan de un día para otro, no enfurecernos contra la

realidad, sino emprender una lucha para clarificarnos inte-

riormente hasta que el impulso a la queja desaparezca.

No hay razones para quejarse si previamente observa-

mos en qué nos meteríamos y conscientemente decidimos

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encararlo.

No puede ser motivo de disgusto aquello que hacemos a

fin de obtener lo que deseamos. Si en algún caso lo es, la úni-

ca falla es nuestra falta de madurez.

Siempre que nos sintamos molestos por lo que hacemos,

observémonos, estudiémonos, descubramos qué pasa en no-

sotros; porque invariablemente la causa estará en nosotros.

El stress nace del estado de disgusto, y el estado de dis-

gusto nace de nuestra opinión sobre la realidad externa.

Esto coincide con la antigua frase de Epicteto: Lo que

perturba a los hombres no son las cosas en sí mismas, sino la

opinión que sobre ellas se forman.

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60

Tensión ideológica y tensión metafísica

Por debajo de la tensión o stress fruto de la opinión y del

disgusto parece haber una tensión básica, no se sabe hasta

qué punto independiente de la primera, que determina que

distintos individuos necesiten vivir a distintos ritmos, con

distinta intensidad.

Vemos que hay en el mundo quienes quieren tranquili-

dad y quienes quieren lucha, quienes se sienten bien cuando

no les pasa nada y quienes en tal caso se sienten mal, insatis-

fechos, y buscan, aún sin ser conscientes de ello, experiencias

de choque, confrontación, drama, conmoción, violencia; por-

que si no “no se sienten vivos” o “se aburren”.

Esto da por resultado el gusto por diferentes tipos de ar-

te, espectáculos, oficios, entretenimientos, alimentos, cos-

tumbres, etc.

De modo que en nuestro intento de “eliminar la tensión”

de nuestra vida debemos tener en cuenta que tal vez necesi-

temos y busquemos situaciones externas acordes con nues-

tra tensión interior. Ejemplo: la búsqueda de confrontacio-

nes innecesarias, los juegos de azar “a todo o nada”, los de-

portes riesgosos, las disputas con los vecinos, el odio a quie-

nes no son como nosotros, los cambios de residencia, em-

pleo, pareja, etc.

En todos estos casos pareciera que la tensión no la pro-

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61

vocara la realidad circundante, sino que más bien “busca-

mos” una determinada realidad circundante, a primera vista

indeseable, pero en el fondo necesaria para “vivir” a tono con

ese misterioso impulso que no se resigna a un ritmo de vida

desacorde con él.

Todo esto lleva a una pregunta: ¿la tensión “ideológica” y

la tensión “metafísica” son dos realidades independientes,

que jamás se relacionan ni explican entre sí?

Si así fuera, tendríamos muy escasa posibilidad de con-

trolar y mejorar nuestra existencia. Pero al parecer podemos

comprender la relación entre ambas, aunque para ello sea

necesaria toda una teoría metafísica.

Esta podría resumirse en que lo que llamamos “alma”

humana es algo así como una “unidad de conciencia” que va

transitando desde la inconciencia absoluta hacia la concien-

cia absoluta; transmutando la inconciencia-inquietud-

turbulencia en conciencia-paz-felicidad.

Esto puede considerarse cierto o no; pero puede servir

para explicar las grandes diferencias entre unos y otros hom-

bres, y evidenciaría que la inquietud o tensión anímico-

metafísica no es modificable de un día para otro.

De modo que las experiencias tumultuosas o violentas

pueden ser una “vocación” de un ser humano cuando no es

capaz de “sentir” a otro nivel, y por efecto de ellas vive expe-

riencias que al fin y al cabo lo moverán a buscar “algo más”, a

sentir y vivir a niveles más elevados.

¿Cómo se relaciona esto con la vida práctica y el objetivo

de “vivir bien”?

Podemos ver que, en su búsqueda de felicidad, el hombre

se lanza en pos de estados, sentimientos, experiencias, de

acuerdo a sus aspiraciones y a su nivel de conciencia. Y en

cada una de esas búsquedas, en cada uno de sus niveles de

conciencia, repite más o menos el mismo ciclo: el entusiasmo

de la búsqueda de lo deseado, la alegría, sin noción de caren-

cias ni insatisfacciones, del momento en que se alcanza lo

deseado, y luego un sentimiento progresivamente creciente

de que “falta algo” en la vida, que desembocará en el hastío,

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62

el aburrimiento, la angustia que finalmente lo impulsará a

buscar otra cosa, con la que volverá a repetir el mismo ciclo,

aunque ya en un nivel superior de existencia.

De ahí que existan tantos seres viviendo vidas de lo más

disímiles, que a unos les aterre lo que a otros les gusta, que

los hombres no se pongan de acuerdo entre sí, que haya ig-

norantes alegres e inteligentes insatisfechos, etc.

Cuando, cualquiera sea nuestro nivel de conciencia, es-

tamos comenzando un ciclo de determinada búsqueda, vivi-

mos entusiasmados, sin conflicto ni disgusto, no necesitamos

reflexionar ni buscar fórmulas para vivir mejor, ni tiene sen-

tido que alguien nos diga que “hay una vida superior” a la

que llevamos.

Con el tiempo, cuando ese “hay una vida superior” se

convierte en una sensación interna, empiezan los problemas,

las dudas, la filosofía.

Considerando todo esto, vemos que “la felicidad no es de

este mundo”, o que al menos no nos conviene esperarla del

contacto con él, y que en cualquier nivel de la existencia hu-

mana hay de por sí cierto grado de tensión e insatisfacción.

Cuando éstas nos lanzan a la búsqueda de satisfacciones

con la convicción de que pronto las encontraremos (aun

cuando esto sea producto de la ignorancia), hay entusiasmo,

excitación y hasta ebullición sin disgusto.

De ahí que existan personas tumultuosas, vertiginosas,

apasionadas y hasta violentas, pero sanas y alegres, sin con-

flicto, porque aún no apareció en ellas la primera chispa de

disconformidad con lo que viven ni con lo que buscan.

Las víctimas del stress no son precisamente los más ig-

norantes, ni aun cuando sean tumultuosos (de hecho, los

animales no padecen stress). Tampoco son sus víctimas los

sabios que ya no fantasean con hallar satisfacción en las cir-

cunstancias. Las víctimas del stress son los seres en que aún

hay deseo de disfrutar del mundo pero ya aparecieron dudas

sobre cuál será el mejor modo de vivir; los seres en quienes

hay impulsos instintivos, pero también razonamientos que

tratan de sojuzgar a esos impulsos “con miras a un bien ma-

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63

yor”; los seres capaces de despreciar la irracionalidad y de

buscar “algo” distinto a lo hasta ahora buscado pero aún no

identificado. En síntesis, los seres que aspiran a un bien su-

perior pero también a los bienes de este mundo, al que tratan

de modificar para satisfacer su afán de satisfacción individual

y al mismo tiempo su afán de armonía universal.

Con esto llegamos a que el stress y el malestar son pro-

ducto directo del disgusto. Disgusto con uno mismo o con el

mundo que se habita.

Aquí tenemos otro conflicto por demás difícil: hay que

reconocer como positiva, útil, provechosa, la aspiración a ser

mejor y a que el mundo sea mejor; pero no por ello, no por

mantener despierta esa humana e irrenunciable aspiración,

debemos desembocar en un estado de disgusto con nuestra

vida o con el mundo.

Pero ¿cómo se logra esto? ¿Cómo llegar a esa fórmula

matemática de la felicidad?

No es fácil, y lo mejor es saber que no habrá una solución

mágica. La fórmula para comenzar (que ya es bastante) es

ver la diferencia entre sentir aspiración a la perfección (pro-

pia y/o universal) y esperar una satisfacción inmediata a la

misma.

Todos los seres avanzan de algún modo hacia estados su-

periores; pero hay que percibir, y aceptar lúcidamente, la di-

ferencia entre avanzar y llegar ya mismo.

Nuestro “instinto metafísico” nos da un vislumbre de

cómo deben ser las cosas, tanto en nuestro interior como en

el mundo, y ello nos incita a trabajar hacia dentro y hacia

fuera para que sean así. Es la guía y el motor de toda supera-

ción; pero debemos concienciar que el resultado natural de

ello no es un mundo perfecto ya, sino precisamente el mun-

do que vemos, donde se entremezclan el impulso a mejorar

con el impulso a repetir siempre lo mismo, el impulso a resis-

tir los cambios e incluso el impulso a empeorar.

Como resultado de todo ello, el mundo se mueve y

aprende; pero el término que llamamos una vida es dema-

siado breve para pretender ver en su transcurso grandes mo-

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64

dificaciones. Echaremos a perder esa vida, y nuestra utilidad

para el mundo, si aspiramos a tan espectacular e irrealizable

satisfacción.

O sea: aprendamos a convivir con lo indeseable que haya

en el mundo y en nosotros, sin atormentarnos pero sin dejar

de trabajar por la superación en ambos campos de batalla;

“sin prisa pero sin pausa”.

Si no aprendemos esta única opción madura y sana se-

remos arrastrados inconscientemente por la corriente de las

opciones insanas, materializadas en dos grupos de senti-

mientos-creencias que permanentemente vemos a nuestro

alrededor: el que proclama “el mundo será un paraíso en po-

cos años”, y el que refunfuña: “el mundo fue y será una por-

quería”.

Si logramos vivir sin caer en tales inmadureces, si man-

tenemos sin fantasías nuestra decisión de mejorar como per-

sonas y contribuir a mejorar el mundo, debemos pasar al si-

guiente paso, que es el centro del tema aquí tratado: vivir en

un mundo donde coexistimos con lo indeseable (y donde es

buena señal que sintamos cierto rechazo por ello) sin que

esto nos llene la mente, y con ello la vida, de disgusto, ten-

sión y enfermedad.

Esto podemos lograrlo (cuidando aquí también de no an-

siar soluciones instantáneas) prestando la debida atención a

cada detalle del mundo que nos altere o atormente, reflexio-

nando sobre él, preguntándonos si podemos solucionarlo o

no, o si, aún cuando estemos ya haciendo algo útil al respec-

to, deberemos transitar todos los días junto a ese detalle sin

sufrir; sabiendo que “no debería estar” pero por el momento

sigue estando, y recordando aquello de que lo que nos per-

turba no es el hecho sino nuestra opinión sobre él.

No es un error de Dios ni del cosmos que haya en el

mundo lo que hay (tal vez sería un error, pero nuestro, el

desactivar nuestra aspiración a mejorarlo): el error es sufrir

reiteradamente por lo que ya conocemos.

Tal vez no podamos evitar una sensación desagradable

ante determinadas personas o sucesos (y tal vez eso sea una

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65

señal de que tenemos “buen gusto” en el terreno moral); pero

sí debemos, necesitamos, evitar la opinión, verbalizada o

pensada, de disgusto ante lo desagradable.

Más fácil que gobernar el sentimiento es gobernar el

pensamiento, y más fácil aun es gobernar la lengua. Empe-

cemos por no vivir profiriendo quejas sobre cada cosa que no

es como quisiéramos: por ese camino tan simple podremos

acostumbrarnos a no pensar y aun a no sentir quejumbro-

samente.

Creer que porque tengamos cierta intuición de “un mun-

do mejor” el mundo presente es malo, es tan absurdo como ir

subiendo hacia el décimo piso y considerar un mal estar

transitoriamente en el segundo o tercero.

El stress se origina cuado ante la realidad presente apa-

rece nuestra imagen de la realidad ideal y, en vez de pensar

“convendría que fuera así, haré lo posible porque sea así”,

pensamos “tiene que ser así; no puede ser que no sea así”.

No hay stress cuando la realidad presente y la deseada

conviven. Hay stress cuando la realidad presente y la desea-

da se atacan entre sí.

No hay stress cuando el ideal habita la realidad y la mo-

difica con prudencia y paciencia, hay stress cuando se lanza

a puñetazos contra ella pretendiendo su inmediata rendi-

ción.

No hay stress cuando se construye la realidad deseada.

Hay stress cuando se odia la realidad presente.

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66

Vivir esperando o vivir sin esperar

Como en nuestra vida hay unos momentos más deseables

que otros, y algunos de ellos son previsibles y/o programa-

bles, vivimos (o dejamos de vivir) gran parte de nuestro

tiempo esperando.

¿Qué pasa en nosotros cuando esperamos?

Lo más evidente es que estamos como succionados,

magnetizados desde afuera. Hay en nosotros un estado de

tensión, un campo magnético con un polo en nuestro interior

y otro en “eso” que esperamos. Y ese salir, ese descentrarse

de nuestra energía mental y emocional, produce malestar.

Estamos como invadidos, perturbados, electrificados por una

corriente cuyo interruptor parece ser el acto de iniciar o fina-

lizar una espera.

Esta corriente generará como por inercia impulsos difíci-

les de contener, que nos llevarán a comer en exceso, maltra-

tar a los demás y similares conductas irreflexivas, no desea-

das ni provechosas, que pueden a su vez generar mayores

tensiones.

Además de condenarnos a este estado interno, el “espe-

rar” nos lleva a enterarnos alguna vez, con no poco drama-

tismo, de que por propia decisión desperdiciamos, desacti-

vamos, apagamos, desechamos un notable porcentaje de

nuestra vida.

Si apreciamos la vida, si nos disgusta el vislumbre de la

vejez o de la muerte ¿qué sentido tiene quitarnos lisa y lla-

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67

namente incontables horas o días que pasamos sin vivir,

porque ansiamos que transcurran lo antes posible, que no se

sientan, que se esfumen, que no existan, para tener acceso a

lo que vendrá después: la hora de finalizar el trabajo, la hora

de cenar ricos manjares, la hora de jugar, el día de la fiesta, el

comienzo de las vacaciones, etc., etc., etc.?

¿Qué parte de nuestra vida tiramos a un lado esperando

momentos posteriores? ¿Un décimo? ¿Un cuarto? ¿Una mi-

tad? En cualquiera de los casos es demasiado, espantosa-

mente demasiado para alguien que se propuso vivir bien.

Nadie nos devolverá bajo ningún concepto ese tiempo que no

hubiéramos querido que existiera, pero que de todos modos

se nos contabilizó en el proceso de envejecer y consumir el

período disponible en nuestra existencia.

Por lo primero y por lo segundo, para evitar tanto el ma-

lestar inmediato como el despilfarro de horas, días y años, un

principio fundamental del arte de vivir bien es el de no espe-

rar.

Ni bien decimos esto nos vienen a la mente la habitual

sentencia de que “la esperanza es lo último que se pierde”, la

afirmación de que para ser feliz hay que tener “alguien a

quien amar, algo que hacer y algo que esperar”, o las cosas

horribles que suelen decirse sobre una persona “sin esperan-

zas”.

Esto no sería contradictorio si a ese sentimiento impreci-

so que llamamos “esperanza” lo definiéramos como confian-

za en que existe la posibilidad de una vida mejor o de que el

mundo se encamina hacia un fin superior, o sea una visión

en la cual se vislumbran posibilidades de un nivel superior de

vida. También podemos referirnos a esto llamándolo fe, con-

vicción o ideal.

Nada de ello se contradice con la propuesta de no espe-

rar, siempre y cuando se lo considere como algo a lo que lle-

gar, y no como algo que va a llegar por el simple paso del

tiempo o por obra de fuerzas que no requieren nuestra inter-

vención.

La exaltación exagerada y exclusiva de la esperanza como

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68

el acto de vivir esperando es un modo más de desviación, de-

bilitamiento y empeoramiento de las capacidades humanas.

Ninguna enseñanza moral ni religiosa nos dice de verdad

que sea bueno desear que pase el tiempo, que se vaya inútil-

mente una porción de nuestra vida, vacía porque nosotros la

vaciamos, para que llegue el momento en que ocurra algo

“bueno”.

No es lo mismo “esperar” un futuro mejor (en el sentido

de confiar en que es posible y hacer algo por él) que esperar

un momento determinado en el que “llegará” un hecho parti-

cular.

Cuando confiamos en que en nuestra vida podemos al-

canzar bienes superiores, y ese alcanzar (como su nombre lo

indica) requiere que nos movamos, que actuemos, esa “espe-

ranza” de ningún modo anula el presente; porque éste cobra

sentido, se vuelve agradable a causa de la acción encamina-

da a lograr “eso” que en cierto modo “esperamos” pero en

cierto modo estamos construyendo ya.

Alguien dijo “en el mayor rigor está la libertad”. Así tam-

bién, en la cualidad humana de ser fuerte ante las circuns-

tancias, de sentir más la propia conducta que los resultados y

vaivenes del mundo exterior, está la posibilidad de ser libre

respecto de los sucesos, de no vivir esclavizado por lo que

pase o deje de pasar, y de vivir toda nuestra vida; no sola-

mente los momentos que suponemos deseables.

Si definimos esperar como desear hechos que no ocurren

en el presente, tal vez sea imposible dejar de esperar mien-

tras no se deje de desear; pero si lo entendemos como lo que

más habitualmente hacemos: abrazar con el pensamiento y

la emoción un punto del tiempo en el que ocurrirá algo

deseable (con la natural consecuencia de que todo el período

que va desde el presente hasta ese punto se vuelva indesea-

ble), nos damos cuenta de que dejar de esperar no sólo es

posible, sino que es además una necesidad imperiosa para no

arruinar nuestra vida.

Podemos desear un acontecimiento, pero al mismo tiem-

po podemos vivir el presente sin pasar nuestro tiempo dis-

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gregados en ese abrazo enfermizo que nos parte en dos. Po-

demos anular esa bipolarización, ese desgarro interior que

nos crucifica en dos puntos distintos.

Cuando nos descubrimos bipolarizados, disgregados,

electrificados por esa corriente que tiende a un punto fuera

de nosotros (a veces un momento futuro, a veces un aconte-

cimiento actual que no depende de nosotros) debemos decir-

nos “esto es esperar”, darnos cuenta de que cometemos un

error y borrar de la imaginación ese punto externo que nos

perturba, para quedarnos con toda nuestra corriente, con

nuestra “alma” en nosotros mismos, sin fluctuaciones ni ma-

remotos anímicos, en paz, aunque sigamos trabajando para

eso que deseamos (trabajando en un presente que es tan par-

te de nuestra vida como el “futuro mejor”) o simplemente

sabiendo que “será lindo” vivir un determinado momento al

que el reloj todavía no llegó, pero sin aniquilar por eso nues-

tro presente.

Ese mantener la corriente en nosotros mismos no es un

mero yoísmo, sino una actitud sana ante lo deseado.

Se puede amar a los demás, amar y disfrutar hechos y

circunstancias, sin dejar de cuidar el estado en que nos en-

contramos; porque la felicidad es, principalmente, ausencia

de infelicidad.

El factor más decisivo para mejorar nuestra vida es la

eliminación de toda infelicidad nacida de la incapacidad

propia. De ahí en adelante pueden mejorarse circunstancias;

pero jamás a costa de destruir el factor primordial.

El mayor motor de la infelicidad es la morbosa “agrega-

ción” de deseos a los ya existentes, el desesperarse por “dis-

frutar un poco más”, el dudar de si se está viviendo bien o

“queda algo para hacer”, la suposición de que agregando y

agregando de ese modo se llegará a ser absolutamente feliz y

a no necesitar nada más.

Ese modo de encarar la vida, al aumentar la turbulencia

interior, produce precisamente el resultado de aumentar la

infelicidad; y no porque no se puedan alcanzar las circuns-

tancias deseadas, sino porque la felicidad es la no-

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70

turbulencia, y el nivel de absoluta satisfacción por obra de las

circunstancias no existe.

Se podría, persiguiendo ese supuesto colmo de la satis-

facción, llegar a ser el sujeto más rico del mundo, para luego

descubrir que se sufre por la opinión ajena, la existencia de

personas indeseables, la incontrolabilidad del clima, la inevi-

tabilidad de la muerte, etc., etc., etc.

En resumen: no agreguemos deseos, no inventemos su-

puestas cumbres de satisfacción, no lancemos nuestro ser

hacia fuera de sí mismo, no esperemos, y empezaremos a

acrecentar en nosotros el estado de no-infelicidad.

Y ante los deseos que ya tenemos, podemos trabajar por

satisfacerlos sin sacrificar el presente mediante el instrumen-

to de tortura de la espera.

Sacrificar la base de la no-infelicidad para llegar a algo

mejor sería como quitar la escalera que nos sostiene para po-

nerla “más arriba” con la suposición de que con ello llega-

ríamos más alto.

No sólo sería imposible, sino que en caso de intentarlo

perderíamos nuestro punto de apoyo y caeríamos a niveles

inferiores, resultado diametralmente opuesto a lo que nos

propusimos.

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71

Cómo llegar a “no esperar”

Al observar los problemas que nos trae el vivir esperan-

do, llegábamos a la “conclusión” de que era necesario borrar

de la imaginación ese punto externo que nos perturba.

Corresponden las comillas porque esa “conclusión” no es

más que un comienzo. Concluimos sabiendo qué hacer; pero

empieza un gran trabajo y una gran pregunta: ¿Cómo lo ha-

remos?

No se puede “borrar” como una letra mal escrita lo que

está arraigado en nuestro pensamiento, en nuestra psique, en

nuestro corazón.

Una fórmula para ir empezando sería, tal como en el te-

ma del futuro presunto, no escribir de más. Ya que lo desea-

ble tiene tanto poder sobre nosotros, evitémonos la necesi-

dad de “borrar” mediante el recurso de evitar anotar dema-

siados objetivos en la lista de nuestros deseos.

Para esto hay que ver con claridad cómo funciona eso

que llamamos deseo.

Decíamos que para procurar la felicidad tenemos dos

campos de acción: modificar las circunstancias o modificar-

nos nosotros mismos.

Aunque comprendamos, mucho o poco, la importancia

de modificarse a sí mismo, subsiste en nosotros el deseo so-

bre las circunstancias, y siempre necesitaremos saber qué

hacer con él para que no actúe como un indesconectable ge-

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nerador de infelicidad.

Desear modificar circunstancias significa generalmente

desear poder para lograrlo.

En una primera etapa deseamos objetos concretos. Es el

caso de los niños, cuyo modo de modificar circunstancias es

pedir juguetes o golosinas.

Al crecer aprendemos que los objetos concretos y muchas

otras circunstancias se dominan con el dinero, elemento más

abstracto en el que se plasma la energía o el poder en sí mis-

mo. De ahí que infinidad de personas deseen dinero en gene-

ral, pero no hagan respecto a este objeto deseable más que lo

que hacen los niños: pedir, llorar y quejarse.

Si maduramos, descubrimos que así como los objetos se

obtienen con dinero, el dinero se obtiene con capacidad, con

poder interior.

Así nos damos cuenta de que, incluso para modificar cir-

cunstancias, necesitamos capacitarnos, que no es ni más ni

menos que modificarnos nosotros mismos.

Una frase de James W. Newman nos dice “el único acon-

tecimiento que puedes controlar en todo el mundo es aquello

que estás pensando y sintiendo en el presente instante. ¡Pero

con eso es suficiente! Es todo lo que necesitas controlar”.

A primera vista parece una propuesta estoica o mística:

modificarse uno mismo y renunciar al mundo. Pero más ade-

lante descubrimos que cualquier intento de conquistar o mo-

dificar el mundo nos conduce al mismo “con eso es suficien-

te”; porque controlar lo que sucede en uno mismo genera el

poder capaz de modificar el mundo.

Es imposible despreciar la modificación interior y obte-

ner poder sobre el mundo por algún otro medio.

No faltan casos de personas sin capacidad pero con dine-

ro, que suelen obtener, no ganar, por vía de herencias, juegos

de azar o acciones deshonestas. A todas ellas termina aca-

bándoseles lo que recibieron; o viven mal con o sin riquezas.

De modo que, en la sociedad actual, el deseo sobre las

circunstancias deviene en deseo de dinero. Y, para quien re-

suelve esta ecuación con rectitud, la estrategia para adecuar

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las circunstancias al deseo se centraliza en el acto de trabajar

y en el ideal de “ganar más”.

Aquí llegamos al punto de darnos cuenta de que pode-

mos, con la debida atención, trabajar para satisfacer deseos

sin que ello signifique condenarnos a la automortificación del

esperar.

Sabemos que más capacidad puede proporcionarnos más

dinero y que más dinero modificará más circunstancias. Lo

que no sabemos es en qué plazo ganaremos qué cantidad ni

qué circunstancias serán moldeables por nuestro deseo. Ahí

es donde debemos empezar a cuidarnos de no escribir de

más, de no dibujar demasiados detalles en las páginas de lo

que imaginamos como nuestro futuro.

La manera más sana de convivir con el deseo es dedicar-

se a desarrollar capacidad y poder, y luego, con el poder en la

mano, modificar circunstancias en lo que esté a nuestro al-

cance, en el presente que habremos conquistado, sin que pa-

ra ello haya sido necesario vivir imaginando y paladeando lo

que “llegará”.

El que se concentra en producir, crear, servir, beneficia a

la sociedad y ésta le paga por lo recibido. El que sólo se con-

centra en esperar e imaginar objetos deseables, no obtiene

nada de los demás; porque no les entregó nada, perturbó a la

sociedad y se atormentó a sí mismo.

Podemos practicar la propuesta budista del “recto medio

de vida”, podemos concentrarnos en actuar sabiendo que de

esto vendrá el dinero y de él las circunstancias deseables; pe-

ro, como todo esto está motivado por el deseo, es tremenda-

mente difícil evitar que el deseo se transforme en espera.

Porque, inevitablemente, la consecuencia es posterior a

la acción, por más recta y limpia que sea ésta. Si actuamos

para producir consecuencias futuras, permanentemente la

corriente del deseo lanzará sus tentáculos hacia el futuro,

encenderá el interruptor de la espera, y su calor perturbará,

tensionará, recalentará y desestabilizará nuestro estado inte-

rior. Y, una vez más, la aspiración a vivir mejor habrá empeo-

rado nuestra vida.

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Conclusión: elegimos (o pusimos en marcha sin querer)

el método equivocado.

¿Cómo trabajar por un futuro mejor sin esperarlo?

El primer paso será no olvidar la diferencia entre deseo y

espera. Permitámonos desear pero no nos permitamos espe-

rar. “Cambiemos de canal” ni bien comienza en nosotros un

proceso de espera.

El deseo es emocional, y va dirigido a ciertas cosas

deseables “en general”, presentes y/o futuras. Cuando inter-

viene la mente concreta, con sus diseños detallados y planes

a determinado plazo, el deseo, si se abraza y asocia a esos

proyectos, da comienzo al proceso mental-emocional de la

espera.

Los proyectos son buenos si se los genera para trabajar,

para saber cómo encarar las cosas; pero son nocivos si se los

hace para paladear metas por anticipado.

Si más o menos sabemos lo que deseamos, pongámonos

a trabajar sin llenarnos la mente de imágenes, objetos, plazos

y demás causas de desgarramientos internos.

Ahora bien: si en el trabajo reside siempre la relación

presente-futuro, siembra-cosecha, esfuerzo-beneficio ¿cómo

mantener la mente siempre en una mitad y nunca en la otra,

que precisamente fue el motor que originó nuestra acción?

La gran dificultad nace de que la mente siempre se mue-

ve. Cuando está creando, aprendiendo, produciendo, y tam-

bién cuando deja de hacerlo.

Por lo tanto, la solución es tomar el control de los “ratos

libres”.

Ninguna ocupación requiere que la mente esté ocupada

en todo momento en crear o en aprender. Si hubiera una

ocupación así, necesitaríamos de todos modos interrupciones

para descansar, y en éstas, como en las horas o días “libres”,

seguiría presente el problema de a qué dedicar el pensamien-

to.

Si, por ejemplo, atendemos un local comercial (cada uno

podrá adecuar el ejemplo a su ocupación), será provechoso

estudiar, planificar, disponer todo del mejor modo para

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75

brindar el mejor servicio y obtener con ello el mejor benefi-

cio. Si somos fieles a nuestro objetivo, nuestra mente se con-

centrará en cómo hacer todo mejor. Así y todo, el número de

horas en que esté concentrándose, estudiando, sembrando,

no será el total de las horas de ocupación cronológica en esta

tarea, en la que se suele “esperar” que vengan los comprado-

res.

Entonces ¿qué hará la mente?

Para cerrarle el camino a ocupaciones dañinas, debemos

grabarle la consigna que trabajar en un puesto de venta no

consiste en “esperar” compradores. Por más que lo deseemos

y hayamos hecho todo lo posible para que sea así, ocurrirá

como resultado del trabajar bien y no del esperar.

Ningún trabajo de atención al público (más bien ninguno

en general) consiste en esperar.

Terminantemente debemos dejar de esperar, tanto en el

trabajo como en el descanso, e incluso cuando nos toca per-

manecer en una “sala de espera”.

Lo que necesitamos hacer en un puesto de venta es estar

disponibles para cumplir nuestra función cuando seamos

requeridos. Si viene alguien a comprar, bastará con que es-

temos. No es necesario que esperemos.

La diferencia entre estar disponible y esperar radica en

qué están haciendo la mente y el sentimiento.

Esperar, lanzar la emoción hacia fuera de nosotros gene-

rando una tensión que sólo se calmará “después”, al abrazar

el hecho que ocurrirá (o puede no ocurrir) no sirve para ga-

nar dinero ni para ninguna otra cosa, excepto para sufrir. Y la

actitud de esperar, como ocurre con otras actividades perju-

diciales, puede generar una adicción o vicio del que sea terri-

blemente difícil librarse. Las emociones pueden sentirse

desorientadas ante la quietud, generar angustia que sólo po-

drá canalizarse esperando otro suceso deseable, y así conti-

nuar indefinidamente hasta que salgamos de ese círculo vi-

cioso, o de nuestra existencia.

Pues bien, si debemos cumplir ciertas horas de trabajo

estando en un lugar sin necesidad (ni posibilidad) de llenar-

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76

las totalmente de concentración creativa en nuestros objeti-

vos, ¿qué hará nuestra mente ante ese vacío que no podemos

llenar con sueño, diversiones ni satisfacciones que requeri-

rían cambiar de lugar?

Como estamos allí motivados por el deseo de ganar dine-

ro, es muy posible que esto se traduzca en un estado de espe-

ra, que casi sin darnos cuenta hayamos ido allí con un pre-

cálculo de cuánto íbamos a vender. Y desear una determina-

da cifra en un determinado plazo es esperar.

Si el deseo (por la adición de cifras, plazos y otros deta-

lles imaginables) se transformó en espera, sufriremos ante

cada indicio de que la realidad no coincida con el esquema

supuesto.

Cabe destacar que los resultados indeseables merecen

nuestra atención a fin de concentrarnos en cómo producir

resultados mejores.

Si hacemos esto estaremos trabajando.

Todo lo que se haga para mejorar resultados es parte del

trabajo. Lo que se hace para abrazar y paladear supuestos

resultados no es ni más ni menos que espera.

De modo que, retomando el ejemplo, nos encontramos

cumpliendo un horario de atención, ocupando parte de este

horario en trabajos “de siembra” con el objetivo de mejorar

los resultados, y ante otros períodos de tiempo en que sólo

debemos “estar” con la finalidad de atender y vender (y con

el deseo inobjetable de llenar ese tiempo vendiendo y reci-

biendo el beneficio que motivó lo que hacemos).

Si ese tiempo no se llena con la entrada de clientes, se

transforma en “tiempo vacío”; peor aun: en un vacío contra-

riante de nuestro deseo. Habíamos ido allí para otra cosa,

deseábamos otra cosa. ¿Qué hacemos entonces?

El primer paso, básico e imprescindible, es aclararnos a

nosotros mismos si elegimos o no elegimos estar allí.

Si por problemas de rendimiento, o por conflictos inter-

nos de orden vocacional, decidiéramos cambiar de actividad

(no soñando sino iniciando otra actividad realmente concre-

table), debemos poner en marcha ese cambio. Y si este no es

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77

posible ya, proseguir nuestro trabajo actual hasta el último

día con la mente limpia, sin esperar.

Si eligiéramos cambiar, nos encontraríamos con que en

todas las actividades existe la relación esfuerzo-resultado,

presente-futuro, y, con ella, el riesgo de ponerse a esperar.

Si concluimos en que nos conviene proseguir en nuestro

puesto, debemos mirar de frente, valientemente, atentamen-

te, ese “tiempo vacío”.

Comencemos por aclararnos: ¿por qué ese tiempo está

vacío?

Con diversas diferencias de matices, la respuesta será

más o menos la siguiente: 1) Por decisión propia: fuimos allí

para atender, vender y ganar, y, por más que soñemos con

otras cifras de ganancia, la decisión de estar allí significa que

aceptamos, que vale la pena estar aunque no obtengamos

todo lo soñado. Al ocupar esas horas estando allí desechamos

otras actividades, otras circunstancias tal vez deseables que

canjeamos voluntariamente por las que obtendremos como

fruto de nuestro trabajo. Y 2) Ese tiempo está vacío por cir-

cunstancias externas: no ingresa tanta gente como para lle-

nar cada hora o cada minuto.

Teniendo claros ambos factores, sabremos que decidi-

mos, aceptamos, ir allí porque nos conviene, y que en esa lu-

cha por lo deseado debemos enfrentarnos con momentos in-

deseablemente vacíos.

Entonces ¿qué hará nuestra mente en esos momentos?

Lo más natural es que tienda a “llamar” circunstancias

deseables, y caiga en el estado de espera o de deseo insatisfe-

cho, al desear cosas que no dependen de nosotros (porque

dependen de la voluntad ajena o no son momentáneamente

alcanzables) o cosas que dependen de nosotros pero las des-

plazamos hacia otro momento para estar allí trabajando.

Nuestra mente es como una locomotora incapaz de dete-

nerse. Nosotros, con nuestro discernimiento, nuestra facul-

tad de elegir y determinar, podemos mover dispositivos para

hacerle tomar distintos carriles.

Debemos enterarnos de que en algunos carriles, como el

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78

de la espera, el aburrimiento, la queja o el fantaseo, le aguar-

dan distintos tipos de catástrofe.

No podemos detener su marcha; pero podemos elegir por

dónde encaminarla.

Cada vez que vemos que nuestra locomotora se encamina

a los carriles identificados como indeseables, imaginémonos

“haciendo un cambio” y llevándola por carriles que acepta-

mos como sanos y convenientes.

Los carriles mentales son más elásticos que los de acero,

y los “desvíos” no están en puntos muy fijos, pero siempre

hay un punto donde la marcha es incontrolable, y nos mete-

mos de lleno en la catástrofe del sufrimiento.

Con un poco de ejercicio podemos acostumbrarnos a en-

carrilar nuestra mente a tiempo, y luego puede resultar más

fácil que al principio.

El punto de partida es tener claro cuál es nuestra situa-

ción y qué decidimos ante ella.

Vemos en el mundo personas muy “desbocadas” o “des-

carriladas”, que sufren en gran medida y dan la sensación

que ni ellas mismas ni nadie puede controlarlas, y otras per-

sonas que “se mantienen en sus carriles”, que “tienen las

riendas” de su pensamiento. Estas últimas aplican una sola y

única fórmula: prestar atención a su vida y actuar para mejo-

rarla.

Conociendo el problema y el recurso para evitarlo, nos

queda identificar claramente los carriles peligrosos, conocer

todas sus características para “desviar la máquina” apenas

los identifiquemos, apenas vislumbremos que ingresamos a

caminos que pueden desembocar en catástrofes.

Podemos esbozar una lista (adaptable a cualquier tipo de

trabajo y por qué no al ocio) de carriles mentales a los que

conviene decirles no:

Aferrarse mental y emocionalmente a actividades que no

pueden realizarse en el presente.

Se pueden planificar, pero no paladear intentando satis-

facerse con la imaginación.

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79

Desear que pase el tiempo.

Este deseo jamás modifica el transcurso del tiempo: sólo

nos estropea el presente.

Lanzar hacia fuera la corriente (tentáculos, brazos, lazo) del

deseo para “provocar” sucesos deseados.

Imaginar en concreto lo que deseamos y esperarlo.

“Hacer fuerza” para que suceda aunque sabemos que no de-

pende de nosotros.

“Tener los brazos abiertos” para abrazar “eso” que desea-

mos que suceda.

Desear que no suceda algo.

Pensar o hablar en primera persona del subjuntivo presen-

te.

¿Por qué decimos que existen malas palabras? Gene-

ralmente porque revelan malos sentimientos o malos pensa-

mientos, y por la vía de no decirlas se intenta que mejoren

nuestras costumbres mentales.

Conviene convencerse de que las expresiones en primera

persona del modo subjuntivo (si pudiera, si hubiera, quisiera,

etc.) son malas palabras; porque expresan lamentaciones o

referencias a una situación que no es la que realmente vivi-

mos. No lo son cuando se refieren al futuro o cuando el suje-

to no es uno mismo (si alguien hiciera tal cosa, yo responde-

ría de tal manera); porque expresan prevención o planifica-

ción.

Usar los números como fuente de satisfacción.

Si hay circunstancias deseables y éstas dependen del di-

nero, se supone que más dinero nos dará más satisfacción.

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80

Esto puede llevarnos a buscar satisfacción contando el dinero

ganado o por ganar. Si hacemos esto, es porque caímos en la

trampa mental de esperar una determinada cantidad en un

determinado plazo, expectativa nunca útil y siempre perjudi-

cial. Contar el dinero, o calcular, es útil solamente para to-

mar decisiones; para elegir el mejor modo de administrarlo o

de mejorar resultados. Si lo hacemos para satisfacernos (o

para sufrir por lo que “nos falta”), creamos una causa de ten-

sión o turbulencia interior. No existe una cantidad que nos

hará sentir “ya está”. Es beneficioso ganar lo más que poda-

mos y vivir lo mejor que podamos con lo disponible. Ir más

allá de esto y pensar de más nos llevará a sufrir. Cabe recor-

dar que hacemos lo mismo respecto al tiempo (cuánto falta

para la hora o el día de tal o cual suceso deseado). También

en este terreno, cuando los números no son los esperados,

sufrimos. Incluso antes de “hacer números” comenzamos a

angustiarnos ante la posibilidad de que no sean los que espe-

ramos. Generalmente la “cifra esperada” no es tan decisiva

para nuestra vida. Una cifra mayor será útil (sin por ello dar-

nos la felicidad absoluta) y una cifra menor no significará

nuestro fin. Si los cálculos sobre dinero o tiempo no tienen

por fin tomar una determinación, son un juego morboso que

siempre tensiona y empeora nuestro ánimo. Es recomenda-

ble comprometerse, en nombre de la salud y de la felicidad

buscada, a no hacer números si no es para decidir.

Agredir emocionalmente las propias decisiones.

Esto sucede cuando lanzamos todo nuestro disgusto por

estar en un lugar cumpliendo un horario, cuando “hacemos

fuerza” por no estar allí, luego de que conscientemente deci-

dimos que, aunque deseemos hacer otras cosas, vale la pena

dejarlas para después y permanecer en el puesto de trabajo.

Si decidimos, si nos conviene estar en un lugar, si no hay

motivos suficientes para cambiar nuestra elección, toda

fuerza en contrario es inútil y perturbadora. Debemos evitar

o reducir los desajustes entre distintas partes de nosotros;

armonizarnos.

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81

“Empujar” los hechos externos con el sentimiento.

Todo lo que queramos cambiar en el mundo debemos lo-

grarlo con nuestra acción. El sentimiento debe empujarnos

interiormente para movernos a actuar; pero no puede salir

de nosotros para empujar los sucesos. Y todo intento de algo

que no se puede es sufrimiento.

Confundir rápido con apurado.

Cuando hay una urgencia se requiere rapidez, y ésta es

una manera de ejecutar las cosas. No hay que dejar que la

rapidez en la ejecución se traduzca en una aceleración de la

emoción. No hace falta estar apurado, nervioso, angustiado;

más aun, en ese estado obstruiremos nuestras capacidades y

perderemos eficiencia y rapidez. La rapidez no se logra em-

pujándose a sí mismo con el sentimiento, sino más bien des-

obstruyendo la acción, tanto en lo físico como en lo mental.

Es necesario impedir la entrada de obstrucciones emociona-

les o mentales, como, por ejemplo, la de ponerse a medir si

llegamos a tiempo o tarde, a calcular “qué pasará” o a angus-

tiarse por la situación y sus posibles derivaciones. Si en nues-

tra mente sólo existe lo que estamos haciendo, esto se hará

más rápido y mejor, nos libraremos de todas las variantes del

sentimiento de espera y podremos sentirnos bien aun en

medio de la vorágine de las complicaciones externas.

Enumerar males sin ninguna referencia a soluciones.

El que piensa en los hechos indeseables que ocurrieron,

ocurren u ocurrirán, en las malas personas y sus malas ac-

ciones, y en todo lo que “no debería” estar en el mundo; pero

no se dedica ni por un instante a buscarle solución, en reali-

dad está apegado al mal, ya sea porque no pudo encontrar la

vía para vivir bien y eligió el cómodo camino de sentirse víc-

tima sin la menor aspiración a dejar de serlo, o bien exagera

la dimensión y presencia del mal para luego hacer cosas

“malas” sin ser culpado; y no faltará quien pinte a todos co-

mo “malos” para aparecer como bueno por simple contraste,

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82

sin más mérito que el de hablar. La concentración en los ma-

les no hace más que contaminar, envenenar nuestras emo-

ciones, incapacitarnos para los sentimientos superiores y

hasta para la simple tranquilidad. Para transitar por el ca-

mino de una vida sana en todo sentido, nunca nuestro enfo-

que mental a lo malo debe tener otro fin que la prevención o

la solución.

Proseguir discusiones desagradables en la imaginación.

Esto tendría sentido hasta cierto punto si fuera para pre-

parar respuestas en caso de tratarse de discusiones posibles.

Si no es así, hay que cambiar de carril y decirse “ya me fui de

ese camino”.

Intentar eliminar la incertidumbre “abrazando” un hecho

futuro y “trayéndolo” al presente.

Esto es imposible. Sólo podemos producir los hechos, y

con nuestro trabajo presente, a la velocidad que las circuns-

tancias permitan. Si hay cierta incertidumbre sobre “qué

ocurrirá”, aprendamos a convivir con ella sin prestarle de-

masiada atención, como a todo lo inevitable. Sólo tiene utili-

dad concentrarnos en lo que hacemos.

Lamentarse, enfurecerse, impacientarse, perturbarse por lo

que no se puede ya mismo.

Imaginar la realidad como “podría haber sido” y sufrir

porque no fue o no es así.

Aburrirse.

Ser consciente de que se está en una situación indeseable

o insulsa y mantener todo igual, sin cambios externos, que a

veces no son posibles, ni internos, que siempre lo son.

“Suspender la vida”, con todos sus buenos momentos y acti-

vidades posibles, hasta cuando comience una circunstancia

deseada.

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83

“Estar pendiente”, aferrarse a lo que aún no existe; no

sentir nada respecto al presente, y sólo sentir respecto a algo

que puede llegar o no, y que en caso de no llegar nos desga-

rraría interiormente. La culpa de semejante desastre sería

exclusivamente nuestra, por habernos “colgado” de algo que

corría peligro de esfumarse.

Estos son en líneas generales los carriles por los que

nuestra mente se encaminaría a una catástrofe.

Ahora bien, si los llamados “ratos libres” no pueden ser

ocupados por esas actividades nocivas, y la mente (como la

locomotora del ejemplo que no podía detenerse) no puede

permanecer en silencio, ¿Qué pensamos, qué hacemos en

todo ese tempo libre?

La solución, que precisamente nos preservará como un

antídoto contra la entrada del pensamiento en carriles noci-

vos, consiste en tener siempre a mano actividades construc-

tivas o inofensivas, para iniciarlas ni bien dejemos atrás los

momentos ocupados física o intelectualmente por nuestras

tareas.

Como en los tiempos en que la mejor defensa ante los su-

jetos peligrosos era llevar un arma lista para “salir”, teniendo

actividades sanas a las que echar mano antes de que se nos

vengan encima las nocivas mantendremos la salud de nues-

tra mente.

Esto no significa que debamos “cargar” la totalidad de

nuestro tiempo con pesadas tareas que lo conviertan en

“tiempo indeseable”. El entretenimiento no evasivo, el des-

canso, el no pensar en nada ni perseguir nada, entran en el

área de las actividades sanas. Si luego de ocupar la mente en

tareas o estudios necesitamos “no hacer nada” por un rato,

eso será sano y reconfortante, teniendo en cuenta que no

existe en realidad ese “no hacer nada”: la mente no pasa mu-

cho tiempo sin volver a arrojarse sobre algún tema; y en ese

caso deberemos vigilarla para impedirle cualquier ingreso a

un carril nocivo. Pero ¿hacia dónde será aceptable encarrilar-

la?

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84

Hay infinidad de actividades constructivas o, por lo me-

nos, inocuas. Muchas veces, el descanso o el entretenimiento

son lo más constructivo o re-constructivo; porque limpian

nuestras facultades, dándonos un poder tal vez no alcanzable

por la vía del pensar.

Si cuando no tenemos algo específico que hacer en lo que

llamamos “tareas”, disponemos siempre de material de estu-

dio, de contacto con obras de arte o de medios de entreteni-

miento (que no es una actividad inútil cuando evita la entra-

da en nuestro ámbito mental de los “verdaderos enemigos”),

o estamos dispuestos a observarnos a nosotros mismos o al

mundo que nos rodea, generaremos en nosotros la costum-

bre de “vivir bien”, y eso será el mejor anticuerpo ante cual-

quier pensamiento estresante o destructivo.

“Vivir bien” puede entenderse en dos sentidos:

1: Habitar en medio de buenas circunstancias.

2: Sentir, pensar, elegir y actuar bien.

Ambas maneras de entender el concepto son verdaderas

y complementarias; pero el propio estado interior, la propia

determinación, es la base indispensable.

Las circunstancias “buenas” pueden agregar algo si existe

algo sobre lo cual agregarlo.

No hay bienestar por las circunstancias en las personas

incapaces de sentir, pensar o elegir bien.

De modo que si queremos vivir bien empecemos a hacer-

lo ya.

Tal vez deseemos hechos y circunstancias que sólo se

plasmarán más adelante; pero “vivir bien” es ante todo y

fundamentalmente un modo de actuar, y secundaria, ane-

xamente, vivir en medio de circunstancias deseables. Si

deseamos determinadas circunstancias, trabajemos ahora

por ellas. Eso será ya vivir bien. Si nuestro trabajo dará fruto

dentro de cierto tiempo, no pasemos ese tiempo esperando,

porque eso es vivir mal en el sentido fundamental de la pa-

labra: pasemos ese tiempo viviendo. Aprovechémoslo; por-

que cada segundo es una parte irrecuperable del tiempo de

que disponemos en este mundo.

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85

El ideal de vivir bien requiere que nos dediquemos a vivir

bien. No hay otro camino.

Para saber si estamos cumpliendo con esto que tanto

queremos o decimos querer, es necesario que, en cada oca-

sión en que sintamos que “algo” no coincide con lo que supo-

nemos nuestra vida soñada, nos preguntemos “¿estoy vivien-

do bien este momento?”.

Esta debe ser una y otra vez nuestra pregunta testigo. Y si

nos respondemos que no, corrijamos la situación inmedia-

tamente, no cuando alcancemos tal o cual circunstancia, sino

ya; porque vivir bien es un modo de actuar, y para eso no

necesitamos ningún plazo ni ninguna condición exterior.

Se sobreentiende, si somos fieles de verdad a lo que diji-

mos, que vivir bien es hacer, pensar, elegir, sentir lo mejor

posible en las circunstancias en que se esté.

Podemos permitirnos desear cosas que hoy no tenemos,

porque eso no nos impide vivir bien. Pero no podemos per-

mitirnos vivir esperándolas, porque eso es una acción interna

(dependiente hoy y siempre de nosotros) que quiebra frontal

y básicamente la acción de vivir bien.

De modo que, cuando estemos construyendo el futuro

deseado, cuando estemos aprendiendo, “no haciendo nada” o

entreteniéndonos (no para “matar el tiempo” sino para dis-

frutar de lo que hacemos), dediquémonos a vivir, y hagámos-

lo, como naturalmente se hace todo aquello en lo que se pone

dedicación, lo mejor posible.

Si no lo hacemos, y nuestra vida se convierte en una vida

indeseable, será una falla nuestra (aunque siempre repara-

ble) y no habrá ninguna culpa que echarle al mundo.

Vivir bien consiste en estar haciendo en todo momento

algo que elegimos hacer.

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87

¿Qué hacer con los defectos ajenos?

Una obra de Jean Paul Sartre lleva por título “El infierno

son los otros”, sugiriendo que la mayor parte de nuestros

disgustos no son provocados por el mundo ni por las cosas,

sino por el contacto con el resto de la gente.

Hay en ese resto de la gente quienes tienen defectos simi-

lares a los nuestros, pero en ellos los aceptamos mucho me-

nos, y hay quienes van mucho más allá, mostrando actitudes

y conductas que detonan nuestra más incontrolable repug-

nancia.

Quien procure la no-infelicidad no puede pasar por alto

este tema, ya que se trata de un grueso caudal de molestias

generado por un factor que no depende de nosotros, o de-

pende en una ínfima medida.

Por un lado, los defectos ajenos nos provocan un estado

interior que de por sí es un mal. Por otro, ese malestar em-

peora nuestro modo de relacionarnos con la gente, y produce

más y más efectos indeseados cuando ella recibe de nosotros

un trato nada aproximado a lo ideal o conveniente.

En esta área también será extremadamente difícil tener

control sobre nuestras emociones; pero tal vez no lo sea tanto

esclarecernos las ideas y el modo de mirar a toda la gente que

no es como nos gustaría que fuese.

En primer lugar, reiterémonos la imposición de no pre-

suponer que las cosas, y las personas, van a ser en todos los

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casos como tendríamos ganas. Más bien estemos convenci-

dos de que en cualquier momento alguien hará algo que nos

caerá mal.

¿Qué ocurrirá entonces?

Hay varias posibilidades, algunas más graves que otras,

que debemos desterrar:

1) Atormentarnos pasivamente (“tragarnos” el disgusto).

2) Lanzar un “mazazo” emocional contra la persona o, en

el mejor de los casos, contra su defecto, con la intención de

que ella reciba concientemente nuestro golpe. No pocas veces

este impulso se traslada a una agresión física.

3) Perturbarnos emocionalmente, de modo que ni aun

intentando ser imparciales en el trato nuestra alteración deje

de percibirse (con la inevitable consecuencia del empeora-

miento de las relaciones).

4) “Emitir antipatía”. Versión atenuada, pero no menos

dañina, del caso anterior.

¿Qué nos queda entonces? Nos queda la posibilidad más

difícil, que debemos generar y modelar con esfuerzo, porque

sólo en los santos existe espontáneamente: comprender que

el otro no tiene por qué ser perfecto hoy, y ni siquiera tiene

que ser tan bueno como nosotros (incluso habrá seres mejo-

res que nosotros que nos caerán mal porque no los compren-

deremos).

Con las personas, como con los sucesos, corremos el

riesgo de vivir envueltos en una fantasía optimista, en la cual

presuponemos que todo va a ocurrir como tenemos ganas de

que ocurra. La consecuencia de esto es que luego nos parece

un golpe, una “mala noticia”, el descubrimiento de que las

cosas no eran así.

No es que haya habido una “mala noticia”: hubo una ma-

la evaluación, una mala imagen de cómo era la realidad.

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Nuestros deseos deben cumplir la función de actuar so-

bre la realidad exterior para mejorarla, y no la de actuar so-

bre nuestra representación interna para “satisfacernos” con

la creencia de que se convertirán indefectiblemente en reali-

dad.

Sólo así evitaremos el sufrimiento del que exige dema-

siado al mundo exterior y luego vive “descubriendo” que éste

no obedece a sus deseos.

Si habitamos la realidad convencidos de que ésta no

coincide ni está obligada a coincidir con nuestros deseos,

nos libraremos de enormes disgustos y repugnancias.

Si sabemos que todos los seres están el algún punto del

tránsito desde la absoluta inconciencia hasta la absoluta con-

ciencia, ningún acto humano nos producirá más conmoción

que ver que los objetos producen sombra o caen hacia abajo.

Cada vez que se presenta en nuestra existencia el trato

con otra persona cabe la posibilidad de que ésta revele carac-

terísticas que no nos gusten.

No debemos tomar el hecho de que no nos gusten como

un mal en sí mismo ni tampoco como un defecto nuestro:

aspirar a que existan belleza, justicia y sabiduría en todos los

seres puede ser una virtud; pero es un defecto no estar pre-

parados para encontrarnos con otra cosa, es un defecto exi-

gir inmediatamente lo que sólo puede ocurrir a largo plazo y

tal vez ni tengamos derecho a exigir.

Suele decirse que es injusto exigir a los demás más de lo

que nos exigimos a nosotros mismos. Esto debe extenderse:

también es injusto exigirles lo mismo, y hasta puede ser in-

justo exigirles menos. Por la sencilla razón de que nosotros

estamos en nuestras propias manos, nosotros nos pertene-

cemos, y los demás no nos pertenecen.

Los demás están obligados con la sociedad en general en

la medida en que lo exijan las leyes, y con nosotros en parti-

cular en la medida en que se comprometan voluntariamen-

te.

Podemos exigirle a otro que no robe, que no fume donde

está prohibido, que pague lo que le entregamos o que entre-

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gue lo que le pagamos. No podemos exigirle que tenga linda

cara y sentimientos nobles, que ame lo mismo que nosotros

amamos, que sea sabio ni que actúe virtuosamente ante cada

circunstancia.

Si alguna creencia metafísica nos dice que todo ser tiene

obligaciones para consigo mismo, para con Dios o para con el

universo, esto no significa necesariamente que seamos noso-

tros los encargados de hacérselas cumplir.

Como las faltas para con la sociedad las juzgan jueces de-

signados de acuerdo a la ley, las faltas para con el orden cós-

mico serán tratadas por otras fuerzas, naturales o sobrenatu-

rales, que nadie puso en ningún momento bajo nuestra ju-

risdicción.

Esta idea puede hacer que nos preguntemos ¿Pero...

realmente no tenemos nada que ver? ¿No estaremos elu-

diendo alguna responsabilidad si dejamos que el mal avance

libre y alegremente?

La respuesta es que por supuesto tenemos algo que ver y

que hacer. Nuestra respuesta ante “lo malo” debe ser la del

guerrero que cuida una frontera y rechaza una invasión; pero

nunca la del invasor que se mete en terreno ajeno a modificar

la vida del vecino de acuerdo al ideal propio; ni siquiera

cuando estemos totalmente seguros de que nuestro ideal es

mejor que el suyo.

Nuestra actitud ante los defectos ajenos debe centrarse

en no asociarnos con ellos, no ayudarlos a crecer, no permi-

tirles que avancen sobre nuestros derechos particulares o

sociales, en dar un ejemplo distinto (aunque “el otro” no se

interese en mirarlo), exponer nuestras ideas (ante quien esté

dispuesto a escucharlas), y todo lo que signifique actuar bien

nosotros; pero nunca invadir ni violentar a otra persona para

extirparle sus defectos; aunque estemos convencidos de que

nosotros la manejaríamos mejor de lo que se maneja ella

misma. Todo esto porque cada uno se pertenece a sí mismo,

y su vida está librada a su propia capacidad.

Tal vez contribuyamos al bien del otro si aumentamos su

capacidad; pero no como quien repara una máquina, sino

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como quien facilita un alimento para que el otro lo tome por

su propia decisión.

Como existe la soberanía de las naciones, existe la sobe-

ranía de los individuos, y debemos actuar con ésta como con

aquélla: es bueno defender las propias fronteras ante posi-

bles abusos; es bueno enviar visitantes, emisarios o asesores

a quien nos lo solicite o esté dispuesto a recibirlos; no es

bueno invadir a otro con vista a nuestro bien y ni siquiera

suponiendo que le haríamos un bien a él; no es bueno sufrir

porque el país de al lado tenga otras costumbres, otras creen-

cias, otro modo de tomarse la vida, siempre que no pase a

nuestro territorio lo que no queramos dejar pasar.

Nuestro tan comentado ideal de no esperar incluye no

esperar acciones ni actitudes de las personas.

Podemos convivir con las personas “defectuosas” sin

alentar sus defectos y sin pretender borrarlos de inmediato.

Estando atentos para que no nos tomen desprevenidos los

intentos de abuso ni los actos repulsivos de otras personas.

En síntesis, presenciar el espectáculo de los defectos aje-

nos sin disgustarnos, sin creer que se trata de un error del

plan cósmico.

Y si no pudiéramos evitar cierta perturbación emocional

(que siempre nace de esperar otra cosa), evitemos la pertur-

bación de nuestro pensamiento o de nuestra respuesta ante

el caso.

Nuestros dos ideales más frecuentes, el de ser felices y el

de hacer un mundo mejor, se verán igualmente fortalecidos

si ante cualquier conducta humana permanecemos en estado

de serenidad, de limpieza emocional, de satisfacción por la

simple adhesión interna a lo que sentimos como bueno, de

amor a la vida y de aspiración al bien, la verdad y la belleza.

Esto no nos impedirá responder con firmeza ante toda incur-

sión del mal en el territorio a nuestro cuidado. Más aun: nos

permitirá combatir al mal sin alimentarlo ni multiplicarlo

con ningún tipo de desorden aportado por nosotros mismos.

Todo esto nos permitirá actuar contra los males y no

contra las personas que momentáneamente (y a causa de

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92

que su experiencia no les mostró bienes mayores) los llevan a

cabo.

Cualquier oscuridad, negligencia o violencia que haya en

un alma humana terminará resolviéndose mediante el con-

tacto con la realidad, que a la fuerza acaba enseñando todo

lo que hace falta aprender.

Respecto a los defectos de otro, nosotros somos sólo una

parte de la realidad. Podemos contribuir a que alguien su-

pere sus deficiencias si damos la respuesta adecuada cuando

ese alguien se relacione con nosotros. Esta respuesta no po-

demos eludirla porque una respuesta inadecuada alimenta-

ría el crecimiento del mal. Pero aun actuando del mejor mo-

do, sepamos que somos sólo una parte de esa realidad que le

enseñará en quién sabe cuánto tiempo.

De modo que no hay ningún motivo serio para que, en

caso de que alguien “malo” se cruce en nuestro camino y siga

siendo tan malo como antes de cruzarse, suframos como si

hubiera habido un terrible error de Dios, y como si nosotros

no hubiéramos podido corregir eso en lo que Dios falló.

Si nos atormentan los defectos ajenos, es en general por

dos razones:

1) Pedimos demasiado a la realidad y a la gente, preten-

diendo vivir rodeados de belleza y virtud al 100%.

2) No respondimos del modo adecuado ante los defectos

ajenos, por falta de preparación, reflexión o autocontrol.

Ya se trate de una como de la otra razón, la responsabili-

dad de resolver la situación es nuestra. Y la única solución

será ser mejores nosotros.

Cada vez que nos encontremos con alguien que nos dis-

gusta repitámonos lo que ya comprendimos o creímos com-

prender: la ignorancia, la oscuridad de la conciencia, es un

componente básico, una “regla de juego” de este universo.

Es un trasfondo que genera sufrimiento y con él la aspiración

a trascenderlo; pero no es una monstruosidad, un error

cósmico que deba odiarse, más aun cuando nosotros mismos

somos una determinada combinación de luz y oscuridad. Y si

otro ser se nos aparece como “peor”, es sólo porque eliminó

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93

menos oscuridad que nosotros, y la causa de sus defectos es

algo de lo que tal vez nos libramos un poco más que él pero

no está ausente en nuestro interior: la ignorancia el “velo”

metafísico presente el la diagramación inicial del universo.

De la oscuridad inicial surge el impulso a la vida, de ahí

los instintos y después la inteligencia. Es perfectamente na-

tural que los instintos, al chocar contra la realidad, generen

impulsos destructivos o indeseables. También es natural que

los instintos y aspiraciones individuales no encajen ni armo-

nicen desde el primer paso con el invento humano de la civi-

lización. Aunque la civilización ofrezca mejores posibilidades

de vida que los impulsos irreflexivos y egoístas, eso debe ser

aprendido, a veces muy lentamente, por cada alma humana.

La civilización es un nuevo modo de encarar la vida

(nunca olvidemos lo de nuevo), una vanguardia creada no

sin esfuerzos ni errores por el espíritu humano en su bús-

queda de felicidad.

Es un error catalogar a la vida civilizada como “normal”,

y a quien no la practica bien como “anormal” o “degenerado”.

La civilización es un paso adelante, un terreno reciente-

mente abierto al que poco a poco vamos adaptando nuestra

manera de andar.

El que lo haga menos virtuosamente que nosotros no es

un “monstruo”, no es una falla de la naturaleza que si no me-

dia nuestra intervención destruirá al universo como en las

historietas: es ni más ni menos que un ser de nuestra misma

naturaleza que por el momento no acertó en su modo de en-

carar la vida, y tal vez no tenga problemas con “la vida” en sí,

sino con la vida civilizada, que alguien inventó antes de que

él naciera y ahora lo obliga a formar parte de ella.

Incluso es conveniente, cada vez que alguien nos disgus-

ta, preguntarnos si ese alguien es verdaderamente “peor” o si

sólo ocurre que camina con otro estilo, y tal vez tengamos

algo que aprender de él.

Tal vez cada defecto humano deba ser un incentivo para

reflexionar sobre sus causas, de modo que comprendamos

mejor el mundo interior del hombre, incluyendo sus conflic-

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tos, y extraigamos provechosas consecuencias para nuestra

vida individual y social.

Todo esto, o su síntesis, su espíritu, su sentimiento, debe

encenderse en nosotros y transformarse en un estado de

ánimo cuando aparezca alguien cuya cara no nos guste o cu-

yos actos nos repugnen.

Tal vez esa repugnancia sea una virtud, un indicador de

que percibimos el verdadero bien e identificamos de inme-

diato toda discordancia con él. Pero nuestra respuesta ante

“lo malo” no debe ser motorizada por nuestra repugnancia,

sino por nuestra comprensión, nuestra aspiración al bien y

nuestra intención de hacer un mundo mejor, objetivo que

sólo lograremos educando sin violentar el alma ajena. ¿Y por

qué no sin violentar la nuestra?

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95

¿Con qué llenamos nuestra vida?

Desde que empezamos a mirar nuestros sentimientos y

nuestra existencia, o aun sin siquiera mirarlos, nos encon-

tramos aspirando a “algo” que no sabemos bien de qué po-

dría tratarse; pero presentimos que calmará esa permanente

sensación de “vida incompleta”, de que “nos falta algo”, de

que debemos y necesitamos “vivir mejor”, de que no estamos

viviendo todo lo “bien” que podríamos vivir ni siendo todo lo

felices que podríamos ser.

Esto ha llenado miles de páginas y otras tantas horas de

ocupación mental de los hombres en busca de “eso” que al-

guna vez comenzamos a llamar felicidad.

Además de “eso” desconocido a que aspira nuestra

igualmente desconocida naturaleza esencial, existen los re-

querimientos más evidentes de nuestra naturaleza biológica:

alimento, morada, seguridad, contacto sexual, salud, como-

didad, etc. Esto último conforma buena parte de lo necesario

o deseable, y para algunos aparece como la totalidad de lo

que se necesita, por lo que buscan en ello la satisfacción ab-

soluta.

Dejando de lado la polémica entre una y otra concepción

de la vida, queda presente una situación de deseo insatisfe-

cho que, nadie puede negarlo, se yergue como la gran prota-

gonista de nuestra existencia.

Esto nos lleva a un punto fundamental cuando nos plan-

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teamos vivir bien: la necesidad de aclararnos a nosotros

mismos a qué dedicamos nuestro tiempo, que es lo mismo

que decir a qué dedicamos nuestra vida, a qué nos dedica-

mos.

De eso, de a qué nos dediquemos, dependerá en su ma-

yor medida, si no la felicidad absoluta, la diferencia entre vi-

vir bien y vivir mal.

Es evidente que, pensándolo o no, e incluso antes de la

edad de pensar, nos dedicamos básicamente a intentar sa-

tisfacer deseos.

De modo que, antes de poseer imaginación para compli-

carla más, llenamos nuestra vida con tres actividades: 1) lu-

char por lo deseado, 2) tomar lo deseado y 3) descansar de

las dos primeras ocupaciones.

Después, las capacidades de nuestra mente, y nuestra

creciente interrelación con la sociedad, van agregando otras

posibilidades, unas que mejoran la vida y otras que la em-

peoran.

Allí, cuando poseemos capacidad para “algo más” que la

vida de los animales o la de los niños, aparece la posibilidad

de arruinarnos la vida o de tomarla en nuestras manos pa-

ra ordenarla y, aun sin alcanzar la felicidad absoluta, vivir

mejor de lo que viviríamos siendo descuidados; vivir una vi-

da de la que podamos estar satisfechos como de una excelen-

te obra. Porque nuestra vida es nuestra obra, y no obra de la

suerte, de la sociedad ni de otros factores a los que suelen

culpar quienes no toman su vida en sus manos.

A medida que crecemos, lo deseado, que al principio se

limitaba a alimento y afecto, va cobrando mayor variedad y

extensión por obra de nuestro conocimiento, de nuestra ima-

ginación y de las costumbres de la sociedad que nos tocó ha-

bitar. Y se extiende a tal punto que buena parte de ello es di-

rectamente inalcanzable, otra es alcanzable sólo a largo pla-

zo, otra es deseada pero en caso de alcanzarla descubriría-

mos que no nos sirve ni nos satisface. En líneas generales, lo

deseado resulta más fácil de imaginar que de obtener.

Además, lo deseado tiene un precio, y no siempre esta-

Page 97:  · Indice Indice ............................................................................................. 9 El dinero y la felicidad

97

mos tan dispuestos a pagarlo como creemos.

De modo que como lo deseado se volvió más complejo,

porque ya no se reduce a alimento y afecto, como nosotros

mismos nos volvimos más complejos al desarrollar más fa-

cultades, y como para colmo se complicó el modo de alcan-

zarlo, porque ya no somos provistos por los adultos, tarde o

temprano nos encontramos con que nuestra vida ya no se

reduce a las tres actividades básicas de requerir, tomar y

descansar.

Nuestra vida pasó a estar llena de otras funciones y ocu-

paciones, algunas de las cuales son tan espontáneas y natura-

les como respirar, otras existirán sólo si nosotros lo decidi-

mos y otras constituyen directamente malas costumbres, que

arruinarán nuestra vida si no las eliminamos, si no las reem-

plazamos por algo mejor a que dedicarnos.

Si reiteradamente nos autoobservamos y preguntamos

“¿a qué estoy dedicando este momento?”, nos encontraremos

con que nuestra vida se “compone” de las siguientes activi-

dades, cuya lista podría más o menos modificarse y describir

con mayor detalle:

Actividad satisfactoria:

Es lo “lindo”, lo buscado, lo que a primera vista desea-

ríamos que llenara toda nuestra vida.

En este punto debemos cuidarnos de la relatividad de lo

“lindo” y lo “feo”: si la totalidad de nuestro tiempo estuviera

llena de lo deseado, habría dos posibilidades: 1) que sea

siempre igual y nos aburramos, o 2) que con el tiempo des-

cubramos que unos momentos son más agradables que otros,

y terminemos exactamente como ahora: considerando que

una parte de nuestra existencia es deseada y otra indeseada.

Esto último les sucede de verdad a las personas que, por su

poder adquisitivo u otros factores, viven la vida que muchas

otras quisieran vivir.

Esto puede llevarnos a la madura actitud de no esperar

demasiado de las circunstancias; porque “la felicidad no es

de este mundo”.

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98

Actividad satisfactoria es lo que hacemos ni más ni me-

nos que porque nos gusta, sin ningún tipo de finalidad más

allá del hecho de hacerla. Es lo que más íntima y sinceramen-

te queremos hacer.

En este terreno, si queremos vivir bien, debemos saber

que más de una actividad satisfactoria, aunque la tomemos

como un fin en sí, suele traer consecuencias, algunas de las

cuales son lisa y llanamente un empeoramiento de la vida.

Otro problema al respecto son los posibles “cambios de

gustos” que podemos experimentar con el tiempo.

En síntesis, lo ideal es disfrutar de la vida sin dejar de

prestar atención.

Actividad consuelo:

Es lo que hacemos para reemplazar a la actividad satis-

factoria cuando no está a nuestro alcance.

A veces una actividad satisfactoria es usada como con-

suelo ante la carencia de otra más deseada (por ejemplo: co-

mer para suplir la falta de afecto o de entretenimiento, ob-

servar en cine o televisión los lugares que se quiere pero no

se puede recorrer).

Excepto como medio conscientemente asumido de redu-

cir una tensión peligrosa, la actividad consuelo es siempre

nociva, es un autoengaño que nos lleva a creer que quere-

mos lo que no queremos, o bien nos impide trabajar por

nuestras convicciones íntimas y reales. Reduce la intensidad

de nuestra vida y nos lleva, en el menos grave de los casos, a

perder tiempo.

Una vida muy ocupada por la actividad consuelo no es

una vida bien vivida.

Lo más sano es reconocer y dejar la actividad consuelo

por otras ocupaciones a primera vista menos agradables pero

más provechosas para que a la larga nuestra vida sea mejor.

La actividad consuelo nos debilita. Y la debilidad es la

mayor causa de la infelicidad.

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99

Trabajo:

Es todo lo que hacemos sobre el mundo exterior (las cir-

cunstancias) para lograr lo deseable o evitar lo indeseable.

Trabajar para lograr lo deseable (ejemplo: cocinar, ganar di-

nero) suele gustar más que hacerlo para evitar lo indeseable

(ejemplo: lavar los platos, prevenir el peligro, deshacerse de

la basura).

Si no se es consciente de para qué se lo realiza, el trabajo

puede pasar a la función de actividad consuelo.

Puede transformarse en una actividad satisfactoria si se

lo integra con la siguiente ocupación:

Actividad superadora:

También puede llamarse “trabajo interior” o “espiritual”;

pero todo nombre le queda pequeño. Es lo que hace el hom-

bre consigo mismo a fin de superarse, de transmutarse en un

ser superior al que es actualmente.

El hombre puede encararlo mucho, poco o nada, siendo

en el último caso mejorado a golpes por el orden cósmico.

Hay, por supuesto, muchas y muy distintas concepciones

sobre en qué consiste superarse o ser mejor. Cada uno pue-

de tomar como actividad superadora distintas acciones y

con distintas finalidades. Lo importante es en que en todos

los casos hay una sensación íntima e indubitable de que uno

está luchando, cumpliendo, superándose.

La actividad superadora a veces es dolorosa y a veces sa-

tisfactoria, según nuestro estado interior y, fundamental-

mente, nuestro discernimiento o facultad de elegir lo verda-

deramente bueno.

Sin actividad superadora, una vida puede ser mediana-

mente agradable; pero sería una vida biológica, no una vida

humana

El estudio, la adquisición de conocimiento, es un modo

de realizar las actividades ya consideradas: puede constituir

una actividad satisfactoria, una actividad superadora, ser

parte del trabajo o, en ocasiones, una evasión o actividad

consuelo.

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100

Planificación:

Es más o menos lo mismo que el trabajo. Sólo que con-

siste en detenerse a mirar, elegir, calcular y decidirse a ac-

tuar. Puede haber planificación tanto en el trabajo sobre el

mundo como en el trabajo sobre uno mismo.

La planificación es provechosa, mientras no se la utilice

como actividad consuelo o excusa para postergar el trabajo; o

mientras no dé como resultado planes equivocados y perju-

diciales.

Hay planificación sana, tendiente a lograr realmente ob-

jetivos beneficiosos, y planificación fantasiosa o enfermiza,

tendiente a suplantar la acción o a “dibujar” una realidad

irreal, en la que las cosas sean más fáciles que en la realidad

que vivimos.

Descanso:

Es el momento en que detenemos todo lo otro porque es-

tamos agotados.

Consiste en dormir o en estar despiertos sin proponernos

otra cosa que recuperarnos, rearmonizarnos, reequilibrar-

nos.

Cuando dormimos demasiado, cuando permanecemos

demasiado inactivos pretextando un “cansancio” inconcebi-

ble en relación a lo que realmente trabajamos, podemos estar

disfrazando de descanso una parálisis o retroceso por miedo,

o una excesiva indecisión por no tener claro qué queremos de

la vida. Allí debemos iniciar la actividad superadora en sus

formas de reflexión y autoexigencia.

Degustación del futuro presunto:

Podría tratarse como una actividad consuelo; pero el su-

jeto no dispuso iniciar esta actividad. Más bien se inicia sola

mientras el sujeto permanece pasivo.

Puede ser una forma de descanso o de automotivación al

trabajo; pero la gran mayoría de las veces es una insana su-

plantación de la vida real por otra que parece mejor pero no

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101

existe.

Al tratar el tema del futuro presunto observamos cómo

vivimos imaginando el porvenir en sintonía con nuestra in-

clinación a disfrutar mucho y esforzarnos poco.

Esa tendencia a reducir el esfuerzo, cuando es muy acen-

tuada y se suma a la tendencia a no observar la realidad,

puede determinar que en vez de vivir una vida de buena cali-

dad, llena de actividad satisfactoria, trabajo y superación,

vivamos una vida pobre, ocupada en gran parte de su exten-

sión por sueños que no se concretan, por un placer engañoso

y, si somos sinceros y capaces de juzgarlo, escasísimo, su-

mamente tenue, ya que no nace del contacto con algo real.

Si “paladeamos” un porvenir imposible, arruinaremos

nuestra vida presente y futura. Si paladeamos un porvenir

posible, corremos el riesgo de no concretarlo, precisamente

por preferir su “degustación” a su construcción.

Trabajar, o enfrentarse con la realidad, parece a primera

vista menos agradable que “degustar el futuro”; pero tiene

dos enormes ventajas: 1) hace que lo soñado se concrete, que

podamos más adelante degustar la realidad y experimentar

una satisfacción sana, y 2) nos transforma (actividad supe-

radora) en seres íntegros, no fantasiosos ni huidizos; nos ge-

nera fortaleza interior, que, como siempre se dijo, es la base

real de la felicidad.

Fantaseo:

Es similar a la degustación del futuro presunto; pero va

mucho más allá, porque el sujeto paladea “hechos” que ni

siquiera él mismo presume que ocurrirán; incluso puede pa-

ladear algún acontecimiento “que tal vez hubiera pasado”, o

divagar pensando “qué haría si yo fuera tal o cual persona” o

“si la vida fuera de tal o cual manera”.

Cuando esto ocurre muy ligeramente, puede ser una

forma de descanso reparador, como los sueños, o incluso un

modo de descubrir qué queremos; pero si invade gran parte

de nuestro tiempo habrá sido a costa de arrastrar y desalojar

lo provechoso y sano que puede haber en el pensamiento.

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102

Otra forma de fantaseo es imaginar no ya lo que uno ha-

ría, sino lo que cree que está ocurriendo fuera de su alcance

físico (en otro lugar) o mental (en la vida interior de otra per-

sona), sin que se trate de hechos experimentados sino de

simples “construcciones” según la propia inclinación interna

(inclinación a disfrutar, a sufrir, a disputar, etc.), donde un

ser humano cree que ocurre realmente algo que no tiene na-

da que ver con la realidad real ni hay motivos más o menos

serios para creer que ocurra.

Debemos “barrer” el fantaseo y la degustación del futuro

(aquí corresponde aclarar que el futuro siempre es presunto,

por más previsible que sea, y su degustación es inútil en to-

dos los casos) mediante la siguiente autoobservación: ¿Por

qué tengo en la cabeza lo que tengo en este momento? ¿Y pa-

ra qué sirve?

Lamentación:

Consiste en contarle a los demás cada hecho indeseable

que nos ocurra o cada cosa fea que pase en el mundo (por

supuesto sin la menor aspiración a solucionarlos); incluso

puede extenderse a lo que no son hechos sino sensaciones,

como “estoy cansado”, “me siento triste”, “no aguanto más”,

etc., etc.

Considerando que siempre es una comunicación (a otra

persona o a Dios), puede tratarse de un medio de atraer la

atención ajena, de buscar a alguien que lo acompañe a uno

en su malestar. O sea una forma de buscar consuelo, de reci-

bir lástima o afecto no obtenido por otro medio.

Nunca es una solución a los problemas que se viven, y lo

que se espera de los demás se está intentando por medios

desleales e irrespetuosos, que en realidad terminan espan-

tando a la gente que en algún momento estuvo cerca del la-

mentador.

No se debe confundir lamentación con reclamo ni con

denuncia, que constituyen un trabajo sobre el entorno social

con la sana intención de mejorarlo.

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103

Descarga de tensión:

Al igual que la lamentación, es una evidencia de incapa-

cidad para el silencio interior cuando las circunstancias son

adversas. Incluso el mismo sentimiento de que las circuns-

tancias son adversas revela un exceso de deseo, un esperar

demasiado del mundo, un ser perturbado por la propia opi-

nión.

El esperar demasiado, o la incertidumbre más o menos

fundamentada, generan tensión; y la tensión tiende a descar-

garse.

La solución ideal es no cargarse de tensión. Pero como

esto requiere un altísimo nivel de sabiduría y pureza, a la

gran mayoría de los humanos nos conviene identificar y

practicar modos sanos y sinceros (no disfrazados) de descar-

gar la tensión, el más evidente de los cuales es el ejercicio

físico.

Los modos insanos y engañosos son el comer innecesa-

riamente, el agredir a los demás, el rezongar por todo lo in-

deseable (prestándole mucha más atención que la necesaria),

el buscar peleas verbales o físicas, el conducir a excesiva ve-

locidad, y no pocas actividades que vistas superficialmente

parecerían diversiones o placeres.

Tampoco faltan las descargas de tensión sin intervención

propia, como presenciar (y a menudo esperar) hechos vio-

lentos, o desear y hasta invocar daños a personas odiadas, ya

que el odio es en sí una forma de tensión.

Autopreservación interna:

Como en el rubro “trabajo” existen la acción en busca de

lo deseado y la acción para evitar lo indeseado, en el trabajo

interior existe la acción hacia la superación o el cambio (acti-

vidad superadora) y otra acción de tipo defensivo, conserva-

dor, que no es descanso porque consiste en una acción, ni es

actividad superadora porque no transmuta, sólo defiende.

Podría compararse con el trabajo externo de preparar las

condiciones para el descanso, sin las cuales (silencio, oscuri-

dad, seguridad), el descanso no sería posible.

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104

Es el equivalente individual a la función del Estado de

“preservar el orden”, evitando que las diferencias entre los

individuos causen muertes o daños irreparables, sin por ello

querer significar que el orden actual sea perfecto ni preten-

der inmovilizarlo eternamente. Sólo preserva las fuerzas de

la sociedad, para que éstas, gracias a esa posibilidad de exis-

tir, se dediquen a modificar constructivamente la sociedad.

Así también, la autopreservación interna detiene los con-

flictos interiores cuando éstos causan demasiado tumulto y

hacen peligrar la integridad psicológica, cuando el conflicto

puede provocar más destrucción que superación.

Actúa cuando el trabajo interior o exterior nos agobia y

nos incapacita para seguir siendo dueños de lo que hacemos

(tal como los dispositivos que apagan una máquina cuando

está demasiado caliente). Es una forma de decir “no puedo

más”; pero no como una lamentación ni como una rendición,

sino como una orden a las potencias interiores para que

“desensillen hasta que aclare”, para que repongan fuerzas y

hagan un reconocimiento del terreno antes de seguir.

Cabe destacar lo de antes de seguir para que no se con-

vierta en un no seguir jamás. La autoprotección debe actuar

como un límite entre el trabajo y el descanso, como un admi-

nistrador que decide finalizar uno y empezar el otro, sin sus-

tituir ni evadir el trabajo permanentemente. Debe actuar

contra el exceso de trabajo y no contra el trabajo. Debe ser

como el acto de pisar el freno sin que ello signifique una

elección de la inmovilidad permanente. Se pisa el freno para

conservar la integridad y luego poder continuar el viaje; no

para evitar el movimiento, no por miedo a viajar. Eso sería

como si el Estado, en vez de preservar las fuerzas de la so-

ciedad, sin cuestionar la disposición al cambio, quisiera pre-

servar el estado de cosas, el orden en vigencia, y luchara

contra todo tipo de cambio.

Así también, el individuo puede padecer una dictadura

interior, que con la excusa de “evitar conflictos” lo haga pri-

sionero de su propio miedo al cambio y lo condene a una vi-

da vegetativa donde sus facultades humanas queden momi-

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105

ficadas.

La autopreservación es útil y sana; pero es una de las ac-

tividades más peligrosas si no se la emplea con su genuina

finalidad ni en su necesaria medida, si no se está en constan-

te vigilancia sobre uno mismo y el porqué de cada actitud que

se toma.

Emigración mental a territorios ajenos a la propia vida:

Es la ocupación negativa más difundida; la que invade

más porcentaje de la vida de quienes no quieren vivir en el

sentido humano de la palabra.

Es esencialmente una actividad consuelo, un hacer que

parece agradable pero en realidad está suplantando lo que se

desea en lo más íntimo.

Lo más serio del caso es que no constituye un consuelo

para suplantar lo que no se puede, sino para suplantar lo que

no se intenta.

Corresponde tratarla independientemente porque es ne-

cesario conocer sus móviles y sus mecanismos para lograr

liberarse de ellos en la mayor medida posible.

Como en el fútbol se lucha por mantener la pelota lo más

lejos posible del área propia, en la emigración mental se lu-

cha por mantener la atención lejos de la propia vida. Para ser

más exactos, lejos de todo lo que depende de uno mismo.

Corresponde decir “se lucha” y compararlo con un depor-

te porque no es un acto involuntario. El que practica la emi-

gración mental no lo hace por mera ignorancia; no es que no

se enteró de que existe su propia vida ni de que puede pres-

tarle atención, no es que viva pensando al azar en cada tema

que le ofrece el mundo. Tampoco es que sepa mucho de la

vida (en tal caso no la desperdiciaría).

No se trata de un conflicto en la escala de la ignorancia al

saber: es un conflicto en la escala de la cobardía al valor, del

autoengaño a la sinceridad, de la inercia a la autodetermina-

ción.

Tal como el futbolista aleja la pelota, el emigrante mental

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106

aleja la atención deliberadamente, en un esfuerzo voluntario

para evitar un peligro que, sin vislumbrar claramente la cau-

sa, intuye ni bien su atención se acerca al área de su respon-

sabilidad.

En cierta manera presiente que su vida se volvería más

complicada y (sin comprometerse a pensar si esa complica-

ción podría derivar en una vida mejor) aleja la atención sa-

biendo qué quiere evitar; esforzándose sin reconocer ante

nadie ni ante sí mismo que está haciendo ese esfuerzo con

ese objetivo, porque reconocerlo lo obligaría a tomar la vida

en sus propias manos, o a calificarse a sí mismo como cobar-

de o “evadido” de la vida. Ante esas opciones parece más có-

modo mantener esa lucha por no prestarse atención, aun al

precio de vivir haciendo fuerza contra su propia capacidad de

darse cuenta, actividad en realidad nada cómoda y llena del

peligro de que se le filtre un descuido, una interrupción de la

lucha, y se vea cara a cara con lo que tanto teme ver: que no

está haciendo nada serio para vivir como quisiera.

Pero hay una gran diferencia entre la práctica del fútbol y

la de la emigración mental: en esta última no existe ninguna

intención de ganar. Sólo se lucha por no sentir la inquietud

del peligro. No se alberga ninguna idea de “llegar a algo”: se

intenta permanecer siempre donde se está.

Y si se sueña que alguna vez la vida será mejor, de nin-

guna manera se cree que eso lo obtendrá uno mismo: se lo

espera de las circunstancias, del resto de los seres o de todo

lo que no depende del yo.

Si continuamos con la comparación deportiva, el “emi-

grante mental” no juega a ganar ni a empatar: más bien vive

convencido de que ya perdió.

Entonces ¿por qué lucha?

Porque para él hay algo más temible que la derrota: la

responsabilidad.

Cree que vive una vida liviana y despreocupada; pero en

realidad cada uno de sus días está cargado de esa tensión, de

ese esfuerzo defensivo por no ver de frente la realidad de su

existencia, la realidad de que no vive como quisiera y de que

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107

podría mejorar si se dedicara a intentarlo, con sus propias

fuerzas y sin esperar.

Podría compararse con alguien que vive en una zona

inundable y ve que el terreno va elevándose al alejarse de la

costa. Eso puede sugerirle que tal vez haya una región no

inundable (y hasta puede escuchar hablar de quienes habitan

allí y viven mejor que él). Pero resulta que esa posibilidad de

librarse de las inundaciones significa que hay que caminar

cuesta arriba, que hay que realizar un trabajo difícil y aden-

trarse en territorios desconocidos. Entonces elige (aunque

elegir no es la palabra exacta porque no estamos hablando de

un acto consciente) lo más fácil, desecha la comodidad con-

quistable con el esfuerzo y se abraza a la comodidad inmedia-

ta (porque en el fondo de su elección hay un presentimiento

de que lo peor de la vida no son las circunstancias adversas,

ni el atrofiamiento interior del hombre, sino el esfuerzo).

Quienes poseen tal escala de valores se quedan siempre

donde están, y sufrirán inundaciones diciéndose que son una

fatalidad, o vivirán pensando que no son un hecho tan des-

agradable, que alguien los librará alguna vez de ellas, o hasta

que el río puede llegar a cambiar de conducta.

Sin saberlo conscientemente, el emigrante mental “sien-

te” que ser responsable y esforzarse duele más que no lograr

nada.

Esa es la escala de valores, el sentimiento de infinidad de

personas. Pero como es muy feo pensar eso de sí mismo, y

más en una sociedad que venera al “exitoso”, lo más cómodo

es vivir pensando en cualquier cosa que no sea la propia res-

ponsabilidad; en especial si lo que se piensa sirve para culpar

a cualquier factor que no sea la propia voluntad del hecho de

no vivir como se quisiera.

En esa práctica nace y se desarrolla una serie de temas de

pensamiento y conversación. Temas que nos resultan muy

familiares porque, aun si logramos la hazaña de erradicarlos

de nuestro yo, nos encontramos a cada paso con quienes

echan mano de ellos, como si en vez de personas con vida

propia fueran dispositivos que reproducen una u otra pelícu-

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la, con el agravante de que no les introduce esos contenidos

un operador externo, sino ellos mismos.

Se convierten en aparatos reproductores cuando tienen

capacidad para ser algo más.

No hay seres humanos sin capacidades humanas: hay se-

res humanos que no las utilizan.

Estos temas de pensamiento, a primera vista distintos

entre sí, esconden detrás de sus textos una estructura o fina-

lidad asombrosamente clara y precisa: “asegurar” que todo lo

indeseable de la vida es producto de causas que no tienen

nada que ver con uno mismo.

Los siguientes son algunos de los temas más usuales (te-

niendo en cuenta que siempre pueden crearse otros que

cumplan la misma función):

Las culpas del gobierno:

No importa de qué gobierno se trate ni qué erro-

res cometa: el presidente, los legisladores, los in-

tendentes y “los políticos” en general tienen la tota-

lidad de la culpa de la totalidad de los males que

uno padece.

Esto no significa que tomar la vida en las propias

manos consista en apagar toda preocupación políti-

co-social: al contrario, la misma es parte del traba-

jo considerado en su sentido más amplio y profun-

do, porque revela que uno es responsable, y que de

cómo marche la sociedad que se habita depende un

porcentaje de la vida mejor a que se aspira.

Pero el emigrante mental no se preocupa, no se

ocupa, no trata de aprender, no trata de solucio-

nar: sólo echa culpas. Y no echa culpas por las

equivocaciones reales del gobierno (que en reali-

dad nunca se ocupó de conocer); echa culpas por

todo lo imaginable, incluyendo lo que nunca ocu-

rrió pero él imagina que ocurrió; y tampoco echa

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109

culpas por el porcentaje de su existencia personal

que puede ser perjudicado por el gobierno, sino por

todo lo malo que hay o él cree que hay en su vida.

Suele vivir esperando que “llegue” un hombre

providencial, que se haga cargo del gobierno para

dar todo lo que él cree que deben darle.

Como esto no sucede, vive rezongando porque

“los políticos” son seres malignos especializados en

hacer vivir mal al resto de la gente. Si gobierna al-

guien al que votó, considera que éste “lo traicionó”,

“está rodeado de mala gente”, “cambió”, y todo lo

que no signifique una responsabilidad propia, como

decirse que eligió mal, o que su vida no está cien

por ciento en manos del gobierno.

El emigrante mental siente no poca simpatía por

las dictaduras, porque le quitan lo que precisamen-

te quiere quitarse: su parte de responsabilidad en la

vida pública.

La vida de los demás:

Es el tema ideal para no pensar en la propia. To-

do pariente o vecino aporta un material provecho-

so, especialmente cuando tienen o permiten imagi-

narle defectos notables, detalle que ayuda a sentir

que uno es bueno y superior a ellos.

Un rubro especial es la vida de los personajes

famosos y exitosos, que ofrece dos excelentes posi-

bilidades: 1) fantasear y sentir como propio el

mundo paradisíaco en el que viven o se supone que

viven, y 2) encontrarle o suponerle gruesos defec-

tos, con lo que se “demuestra” que nadie es mejor

que nadie, que el éxito es resultado de la casualidad

y no de lo que se haga.

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110

Vicisitudes del clima:

Es lo más adecuado para cuando el tema de “las

culpas del gobierno” puede acarrear disgustos con

el interlocutor. Nadie se enfrentará muy seriamente

por lo dicho en este terreno: cuanto mucho opinará

que no va a llover cuando uno consideró que sí.

El emigrante mental suele impregnar cualquier

pensamiento con sus inclinaciones internas, y, por

consiguiente, hasta sus comentarios más triviales

sobre el clima aparecen infectados por su filosofía

de la imposibilidad: el calor “es insoportable”; “así

no se puede estar”; “no sé si podremos seguir

aguantando”; “no sé qué vamos a hacer”, etc.

De paso, tales conceptos sirven para confirmar

que, si gran parte de su vida es fea y desprovista de

gracia, la causa no está en él mismo sino en que le

tocaron días desfavorables.

Todo esto es también adecuado para reiterar,

burlándose de cada error del servicio meteorológi-

co, que los demás son generalmente incapaces y vi-

ven equivocándose.

En este rubro también se echan culpas: de que

llueva “cuando no debe”, de que haga “demasiado”

frío o de que esté más nublado el domingo que el

lunes. No se piensa que Dios mismo intervenga en

hechos tan viles; pero pareciera darse por sentado

que “alguien” es responsable del clima y, por su-

puesto, lo maneja mal, para mayor infortunio de la

gente, que “ya tiene bastante” con los males que “es

sabido” acarrea esta vida.

Salud y enfermedad:

Puede tener sentido preguntarle a otro por sus

problemas de salud cuando uno se preocupa por él;

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111

puede tener sentido intercambiarse algún consejo

para el cuidado de la misma. Más todavía: la salud

es parte de lo necesario si nos proponemos vivir

bien, y no está mal dedicar tiempo a ese fin como lo

dedicamos a otros objetivos deseables.

Sin embargo, alguna gente asigna a esto tanto

tiempo de su vida que despierta dos sospechas: 1)

que cree que vivir bien consiste exclusivamente en

no estar enfermo, que no existen más necesidades

que las del cuerpo, o 2) que está echando mano a

esto como otro tema de pensamiento y conversa-

ción, para limitar sus ocupación mental a un cuida-

do superficial y no desembocar en la idea de que su

vida es lo que ella misma hace.

“Cuidarse”, en cualquiera de los sentidos en que

se lo piense, es bueno como parte de lo que haga-

mos. Pero necesitamos cuidarnos, conservarnos ín-

tegros, ni más ni menos que para vivir.

Incluso si vivir, si superarnos, genera algún pe-

ligro para nuestra integridad, puede tener sentido

arriesgarse por lo que se sueña. Esa actitud da ori-

gen a los héroes o, sin ir tan lejos, a las personas

que logran cumplir con sus aspiraciones más valio-

sas.

Si lo único que ocupa la atención de una persona

es la idea de “cuidarse”, lo más probable es que esté

tomándola como excusa para no arriesgarse a vivir.

O sea que está descuidándose en el sentido más

profundo de la palabra.

Es muy útil para emigrar, para no ingresar se-

riamente a la propia vida, la creencia de que sólo

podremos vivirla cuando hayamos resuelto todos

nuestros problemas de salud. Con tal criterio, de-

jamos para después todo lo serio que en algún

momento pueda venir a nuestra mente, y nos dedi-

camos a entretenernos sin superarnos, o, si su-

perarse es una idea demasiado grande y seria, a en-

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112

tretenernos con problemas superficiales, e incluso

inexistentes, para no molestarnos con el intento

hacer realidad lo que en lo más íntimo deseamos.

De ahí que buena parte de las conversaciones

entre emigrantes mentales versen sobre la última

visita a un médico, sobre “qué están tomando” o

sobre qué le duele a cada uno. Y generalmente esto

no se encamina a resolver los problemas, sino a re-

petirse y convencerse mutuamente que hoy y siem-

pre nos aquejarán, que -aunque nunca se lo diga

abiertamente- la vida no es como quisiéramos por

culpa de la enfermedad, entre otros factores que,

invariablemente, coinciden en la esencial caracte-

rística de no depender de uno mismo.

Casi invariablemente, al hablar de este tema sale

a relucir el culto a la debilidad que el emigrante

mental practica y siente en todos los órdenes. La

salud no es para él un estado natural del hombre

mientras no se desordena a sí mismo, sino una

mercadería que no se puede poseer si no se la

compra en un hospital o consultorio, o se la recibe

del mundo exterior en forma de pastillas. Se recalca

permanentemente un supuesto estado de fragili-

dad, de dependencia, de incapacidad en que esta-

mos condenados a vivir. Nunca se habla de algo

para hacer como camino hacia la solución de esos

problemas que tanto nos aquejan. Siempre la con-

clusión es que viviríamos o empezaríamos a vivir

mejor cuando hayan quedado atrás nuestros pro-

blemas de salud; pero ese lejano objetivo, como

cualquier otro, se inscribe automáticamente entre

todo lo que no se puede.

Juegos de azar:

Este tema cumple dos importantes funciones: 1)

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113

permite entretenerse sin poner en tela de juicio la

propia estimación (uno puede ser considerado in-

capaz por trabajar mal, pero nunca por apostar a un

número que no resulta premiado), y 2) permite vi-

vir esperando al suministrar una prueba tangible

(la vida de los que ganaron premios) de que lo

deseado puede llegar sin mediar el esfuerzo.

Nunca se considera, porque requeriría mucha

capacidad de cálculo y mucho valor para enfrentar

la realidad, el tema de cuántas posibilidades hay de

ganar contra cuántas de perder.

El emigrante mental puede permitirse no hacer

nada con si vida sin por ello considerar que ésta

será siempre desagradable, porque siempre “hay

una esperanza”.

Y ya que el juego de azar permite tanta fantasía,

ésta no se limita a esperar una suma que deje en pie

algún deseo insatisfecho: se espera la cantidad ab-

soluta, una suma de dinero que no se acabe jamás,

y que no sólo proporcione todo lo comprable, sino

que también elimine la posibilidad de sufrir por ra-

zones ajenas a lo económico.

Esto sólo puede creerlo alguien que jamás se de-

tuvo a pensar con un poco de sinceridad en el asun-

to.

Deportes:

No se trata de aprenderlos ni de practicarlos,

sino de hablar sobre cómo los practican otros, de

cómo van los campeonatos que juegan esos otros,

de los errores o aciertos de esos otros.

Además de permitir llenar infinidad de horas sin

tener que ocuparse de la propia vida, el deporte

presenta abundantes casos de sujetos que sin estu-

diar mucho alcanzaron grandes satisfacciones, ga-

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114

nancias y admiración pública, con lo que todo emi-

grante mental siente que éstos lo representan en las

altas esferas de los exitosos; pero nunca se fijó en

que la falta de estudio o cultura no significa falta de

dedicación, y que no hay ningún campo donde se

alcance éxito sin algún tipo de dedicación.

Otra ventaja del deporte sobre otros temas de

pensamiento es que en él hay un objetivo fácil de

pensar: en cada juego reglamentado (a diferencia

del complicado juego de la propia vida) está siem-

pre claro qué se entiende por ganar. Por lo tanto,

no es un asunto que plantee serios interrogantes.

Por si fuera poco, tampoco plantea grandes pro-

babilidades de conflicto con el interlocutor. Puede

ocurrir que éste difiera con uno en su opinión de

cómo debería haber hecho tal deportista o equipo

para ganar, o cuanto mucho que “sea de otro cua-

dro”; pero nada de eso es tan grave como que al-

guien diga que uno piensa en ese tema para no en-

frentarse con su propia vida.

Objetos inalcanzables:

Todos tendemos a conversar sobre lo que

deseamos; pero para que se cumplan los requisitos

de la emigración mental lo deseado debe estar lo

más lejos que pueda del alcance propio; porque si

no daría lugar a la disyuntiva entre trabajar por al-

canzarlo o evadir la responsabilidad.

Para mantenerlo nada más que como tema de

conversación es necesario referirse a cosas que sólo

poseen los sujetos más ricos del mundo, conocer los

detalles más refinados de los Rolls Royce o el precio

de las mansiones de Hollywood, de modo que dos o

más personas puedan entretenerse un rato sin en-

trar en conflicto consigo mismas.

Page 115:  · Indice Indice ............................................................................................. 9 El dinero y la felicidad

115

Además, al mencionar que algunos poseen cosas

tan caras, se está dando a entender que tuvieron

suerte o que cometieron abusos; y eso explica por

qué uno y su interlocutor viven una vida tan distin-

ta.

Noticias:

Cuanto más se refieran a sucesos poco relacio-

nados con uno mismo, más alimentan la posibili-

dad de llenar el tiempo viéndolas, leyéndolas o co-

mentándolas.

Se suele dar a esto un valor casi ético al recalcar

que es necesario “estar informado”, como si por co-

nocer detalles de un accidente ocurrido al otro lado

del mundo (cuando no se tuvo la menor posibilidad

de prevenirlo ni de ayudar a nadie) se estuviera

cumpliendo con el más noble de los deberes.

Se prefieren las malas noticias, que ayudan a

convencerse de que “el mundo es feo” sin que influ-

ya ni pueda influir en nada lo que uno haga. Tam-

bién satisface al emigrante mental todo lo que reve-

le la existencia de malas personas; porque “de-

muestra” que hay gente peor que uno. Y si las malas

personas son ricas u ocupan altos cargos, eso de-

muestra que uno vive mal por culpa de ellos, o que

en este mundo “triunfan lo malos”, y uno vive una

vida pobre e insignificante “porque es bueno”.

Fealdad del orden cósmico:

Ya hable de política, de salud o de deportes, el

emigrante mental persiste subconscientemente en

un mismo intento: demostrar que la vida es fea.

Con esto logra convencerse de que vive mal por-

que sí, porque es lo natural, y no porque no haya

Page 116:  · Indice Indice ............................................................................................. 9 El dinero y la felicidad

116

intentado otra cosa.

La inclinación a abandonar la responsabilidad

sobre la propia vida termina desembocando en la

construcción de verdaderas concepciones metafísi-

cas, poco elaboradas pero útiles para el fin buscado,

acordes con la vida desagradable y sin afán de

cambio que llevan quienes padecen tal inclinación.

La habilidad para imaginar un universo “feo”

engloba milagrosamente religión y ateísmo. Según

sus costumbres, ambiente o formación familiar, el

emigrante mental puede pensar que:

1) No existe Dios ni existe la posibilidad de su-

peración del hombre. Esto disiente, por ejemplo,

con el marxismo, un ateísmo que propone luchar

por un mundo mejor y se muestra convencido de la

posible superación del hombre.

“Todo es igual; nada es mejor”. Todo es igual-

mente feo y malo; no hay valores espirituales, y

quien habla de éstos lo hace para manipular a los

demás.

Si en verdad cree esto, el emigrante mental se

contradice en la práctica; porque él ni siquiera se

mueve para obtener bienes materiales, que son,

según dice, lo único que importa.

Esta deficiencia puede ser contrarrestada por al-

guna “tesis” frecuentemente repetida: “el dinero no

hace la felicidad”; “mucha gente tiene dinero pero

es desdichada o padece alguna enfermedad”, etc.,

etc.

2) Dios existe y quiere que suframos. Esto puede

ocurrir porque Dios es “incomprensiblemente in-

justo” o porque “nos prueba” en este mundo para

premiarnos después de la muerte. Lo cierto es que

venimos a este “valle de lágrimas” a pasarla mal; y

el que intente una vida distinta está loco, es un ilu-

so o desobedece a Dios.

Ninguna enseñanza religiosa seria dice que de-

Page 117:  · Indice Indice ............................................................................................. 9 El dinero y la felicidad

117

bamos sufrir. No es lo mismo decir “el que cometa

errores sufrirá”, o recomendar “no buscar la felici-

dad en los objetos del mundo”, que afirmar que es-

tamos aquí exclusivamente para sufrir.

De todos modos, tal creencia es útil para justifi-

car la opacidad de la propia vida diciéndose que

“Dios lo dispuso así”.

Quien proclama esta creencia también se con-

tradice en la práctica: si cree que va a ser premiado

en la otra vida, ¿por qué no vive ésta más alegre-

mente, como cualquiera que se encamina a un futu-

ro mejor?

En toda concepción metafísica del emigrante

mental abundan las fuerzas inmodificables ajenas

a la propia voluntad: los malos espíritus, los ánge-

les, los demonios, el destino, la fatalidad, la suerte,

un Dios que determina hasta los más ínfimos suce-

sos y no deja nada a nuestra disposición, y todo lo

que haga sentir que la vida no está para nada en

manos de uno mismo.

Para quien prefiere el ateísmo, esas fuerzas in-

modificables serán “los poderosos”, “los intereses

creados”, “el imperialismo”, “el gobierno”, “la opo-

sición”, “las mafias”, etc.

Y si en semejante universo queda algo para ha-

cer para el bien propio, ese algo consiste en conju-

rar, seducir, sobornar o realizar pedidos a esas

fuerzas externas, que de todos modos es más fácil

que trabajar.

Y si las cosas no salen como uno quiso, se le

puede echar la culpa a tales fuerzas.

Inmodificabilidad del orden cósmico:

Mucha gente no adhiere al esquema de fealdad

del orden cósmico precisamente porque es feo.

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118

Sin embargo, la inclinación a emigrar de la pro-

pia vida siempre dispone de alguna habilidad para

lograr su objetivo. Se puede quitar a este esquema

todo ingrediente de fealdad pero mantener intacto

lo esencial: todo sucede independientemente de

nuestra intención y de nuestra acción.

El resultado de esto será imaginar un universo

donde no todo es malo, un universo que puede ser

casi paradisíaco; pero donde lo bueno nos llegará

cuando Dios lo disponga, de acuerdo a un inaccesi-

ble criterio con que son considerados nuestros me-

recimientos.

Si ocurre lo indeseable, o si no ocurre lo desea-

ble, la fórmula mental para no hacer nada será la de

“ya vendrán tiempos mejores”. El centro de esta

idea es el “vendrán”: los sucesos deseables vienen;

no ocurren porque los produzcamos. Ya sea malo o

bueno, la única posibilidad es lo que viene. Pode-

mos entretenernos muchos años con esta idea; vi-

viendo mal pero manteniéndonos convencidos de

que la vida nos enviará tarde o temprano los bienes

anhelados.

Y si vemos que alguien murió sin haber recibido

semejante premio, podemos decir que “no lo mere-

cía”.

Este esquema es aplicable exclusiva e infalible-

mente a vidas ajenas. Como sólo se opina mientras

se está vivo, y mientras se está vivo sigue habiendo

un futuro presunto donde todo puede ser posible,

nadie se verá ante la complicación de explicar por

qué murió sin obtener lo que creyó merecer.

Sin embargo, si aplicamos la sinceridad que

nunca saca a relucir el emigrante mental, podemos

darnos cuenta de que el mayor peligro no será el de

dar explicaciones después de esta vida, sino el des-

perdicio que hagamos durante su transcurso.

El recurso de imaginar que todo irá bien sin la

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119

propia intervención suele debilitarse cuando se tie-

nen muchos años y poco futuro: tanto los demás

como uno mismo van dejando de creer que la vida

deseada vendrá más adelante. Pero existe la posibi-

lidad de “retocar” el esquema con algunas afirma-

ciones (sin incursionar por ello en el esquema de

fealdad del orden cósmico): “la vida me dio algunas

cosas buenas”, “lo principal es la salud”, “creo que

recibí lo que necesitaba y no supe apreciarlo”.

Esta última idea revela un fenómeno muy propio

del emigrante mental: su sinceridad y su capacidad

autocrítica nunca van más allá de reconocer erro-

res del pasado. Puede llegar como mucho a culpar-

se a sí mismo de lo mal que vive (lo que a su vez le

sirve para reforzar la idea de que es “bueno” y natu-

ral que viva mal); pero nunca considerará sus erro-

res para corregirlos y empezar a producir otro re-

sultado de ahí en adelante.

En síntesis, éstos y otros temas pueden servir para man-

tener la atención fuera de la propia vida

Como la mayoría de ellos requiere la comunicación con

otras personas dispuestas a lo mismo, se convierten en tema

de largas charlas en que, si coinciden en su oculta finalidad,

todos la pasan bien, se consuelan, entretienen y solidarizan

entre sí.

Pero si en esas charlas aparece alguien que propone solu-

ciones a las situaciones feas que se pintaron, alguien que

llama a tomar la vida en las propias manos, comienza a ser

rechazado y odiado por haber roto de tal manera las reglas de

ese juego, y se convierte (cuando no está presente) en blanco

de los más virulentos comentarios: “se cree Dios”, “cambió”,

“faltó el respeto” a quienes hasta entonces lo consideraban su

amigo, “se cree más que los demás”, etc., etc.

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120

Conclusiones sobre ¿Con qué llenamos nues-tra vida?

Lo visto nos muestra que hay ocupaciones que determi-

nan una vida “buena” y ocupaciones que determinan que vi-

vamos mal,

Vivir bien o mal depende de a qué nos dediquemos; y si

en alguna medida depende de las circunstancias, éstas pue-

den volverse más favorables si nos dedicamos a actuar co-

rrectamente sobre ellas.

Si nuestra vida es un período de tiempo, es evidentísimo

que viviremos mal si ese tiempo va siendo ocupado por acti-

vidades perjudiciales y momentos indeseables.

Ocupar el tiempo en una actividad nos impide ocuparlo

en otra. De modo que, cuando un día veamos que se está

acabando nuestro tiempo disponible y observemos el ya utili-

zado, podríamos encontrarnos con la fea sorpresa de que res-

tando minutos, horas y años de actividades perjudiciales,

quede una ínfima proporción de vida que nos atrevamos a

llamar bien vivida.

Ante este panorama, ni siquiera la creencia en la reen-

carnación puede constituir una autorización para desperdi-

ciar el tiempo. Más aún, si se abre ante nosotros un período

que parece ilimitado, quedamos seriamente obligados a lle-

narlo de felicidad y no de insatisfacción.

Cada vez que ingresamos a una actividad nociva, inde-

seable, de esas que nadie elegiría conscientemente para lle-

nar sus días, démonos cuenta de que nos estamos quitando

una parte de la vida que queremos vivir.

Solemos decir, generalmente con pena, que alguien se

quitó la vida cuando se la quita toda de una vez y a nivel bio-

lógico; pero no solemos apenarnos por un hecho mucho más

grave y difundido: la infinidad de personas (unas de las cua-

les podemos ser nosotros) que se la quitan poco a poco, res-

tándole momentos de posible felicidad o de intentos en pos

de la misma, para llenarlos de vivencias feas y, lo que es más

grave, evitables.

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121

Si no nos gusta la vida que llevamos, si nos sentimos mal

y afirmamos que quisiéramos vivir otra vida, no creamos

jamás que la culpa es de las circunstancias: empecemos a vi-

vir esa vida ya, ocupando nuestro tiempo en lo que deseamos

o en lo que dé por resultado lo que deseamos.

Nadie que no se evada, nadie que sinceramente se diga a

sí mismo lo que quiere y pague el precio, negará jamás que

una vida donde uno elige y hace lo que cree mejor en medio

de cualquier circunstancia es una vida bien vivida, una vida

de la que su protagonista no puede dejar de estar satisfecho.

Y habrá infinidad de personas que, viviendo en circuns-

tancias generalmente deseables, se sentirán disconformes,

angustiadas, desesperadas, porque no la llenaron en su men-

te y en su corazón con ocupaciones sanas y sinceramente

elegibles.

Si queremos una vida mejor, si nos sentimos disconfor-

mes con la que llevamos, recordemos que nuestra vida se

compone de tiempo, y empecemos a llenar desde ahora

mismo ese tiempo con lo que más íntima y sinceramente sin-

tamos como bueno, sin dejar que ingrese lo otro, porque ac-

tuará como un saqueador que tomará fragmentos de nuestro

tiempo, de nuestra vida, para convertirlos en momentos in-

deseables.

Y la fórmula para vivir mal es de lo más sencilla: más

tiempo indeseable = más vida indeseable.

Precisiones sobre la “actividad satisfactoria”

Una habitual causa de malestar es la falta de claridad en

la comprensión de lo satisfactorio, lo deseado, lo entendido

como “eso” con que quisiéramos llenar toda nuestra vida.

Habíamos dicho que si la actividad satisfactoria llenara

toda nuestra vida dejaría inmediatamente de ser satisfacto-

ria; porque nos aburriríamos o comenzaríamos a distinguir

unas partes de ella como menos satisfactorias que otras.

De modo que una regla primordial para no condenarnos

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122

al sufrimiento es saber que cambiemos lo que cambiemos,

sea cual sea la circunstancia que habitemos, la actividad sa-

tisfactoria no puede llenar el 100 % de nuestra vida.

Esto se debe a su misma esencia, ya que produciría abu-

rrimiento o un nuevo nivel de insatisfacción.

Además, algunas actividades satisfactorias, como la rela-

ción sexual o la ingestión de alimentos, no pueden más que

ser limitadas en el tiempo.

Además, las satisfacciones de índole externa o de contac-

to con el mundo deben ser obtenidas mediante el trabajo, lo

cual nos fuerza a llenar buena parte de nuestra vida con éste.

Un espíritu poco maduro, poco realista, desprecia el tra-

bajo, tiende a evadirlo o a suplantarlo por el robo, porque le

posterga sus momentos de actividad satisfactoria. Un espí-

ritu maduro, capaz de percibir la relación causa-efecto, capaz

de ver más allá del instante actual, se satisface con el trabajo,

porque con él compra actividad satisfactoria y se autodesa-

rrolla (y cuando se posee cierta madurez, autodesarrollarse

es una actividad satisfactoria).

Otro punto a tener en cuenta es el de no perseguir lo su-

puestamente satisfactorio. Muchos “fines” se nos aparecen

como dignos de perseguir porque escuchamos hablar de ellos

o porque suponemos a primera vista que los disfrutaremos

grandemente. Por ejemplo, las universalmente ponderadas

“fama y fortuna”, un determinado título u ocupación, un de-

terminado artículo comprable, etc., etc.

Tal vez hagamos demasiado esfuerzo e invirtamos dema-

siado tiempo para luego descubrir que continuamos tan insa-

tisfechos como antes. Por eso, parte de la actividad supera-

dora es la inquisición sobre qué es lo que necesitamos, lo

cual puede incrementar nuestro porcentaje de actividad sa-

tisfactoria.

Otro punto fundamental es darnos cuenta de que nuestra

capacidad de desear supera casi infinitamente a nuestra

capacidad de obtener. Podemos luchar meses o años para

alcanzar una determinada circunstancia, y al minuto siguien-

te estar imaginando otra, posiblemente más satisfactoria pe-

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123

ro indudablemente más costosa. Si no controlamos nuestro

pensamiento, si lo dejamos lanzarse a proponernos más y

más conquistas como si no hubiera satisfacción posible sin

cada una de ellas, llegará un momento en que el agotamien-

to ocupará más espacio que el placer, llegará un momento en

que “lo deseado” trascenderá toda capacidad humana de al-

canzarlo, y se autocumplirá nuestra fea profecía: no habrá

satisfacción posible.

Con esto empezamos a ver que el camino de trabajar ex-

clusivamente sobre las circunstancias es árido, agotador,

inútil: sólo se vive bien si se trabaja sobre uno mismo.

También hay que cuidarse del extremo opuesto: resig-

narse por pereza a no obtener ninguna satisfacción.

¿Todo esto significa que estamos condenados a la ausen-

cia de satisfacciones?

No; a no ser que nuestra inmadurez nos mueva a esperar

demasiado del mundo.

Podemos vivir bien si sabemos que las satisfacciones por

causas externas tienen las citadas limitaciones, y que, si aun

así las buscamos, tienen un costo, que debemos pagar sin

tristeza si realmente sabemos lo que queremos.

Si no esperamos demasiado, si no nos fabricamos a cada

momento proyectos extenuantes e innecesarios, nuestro

mundo interior empezará a estar menos atormentado, más

tranquilo, y casi por arte de magia el transcurrir de nuestra

vida se habrá vuelto satisfactorio.

Dentro de lo que cada uno considera satisfactorio hay ac-

tividades más satisfactorias que otras. Hay una escala que

va desde la máxima satisfacción experimentable (esa que for-

zosamente es limitada) hasta el poco definido límite con la

actividad consuelo. Casi podríamos formular una teoría de la

relatividad al respecto: una actividad satisfactoria puede ser

actividad consuelo respecto a otra más satisfactoria pero no

alcanzable por el momento.

De modo que viviremos bien si no pretendemos la má-

xima satisfacción durante demasiado tiempo, si no nos mal-

tratamos pagando un costo demasiado alto por lo que

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124

deseamos, y si, a su vez, no reducimos nuestras satisfaccio-

nes a un nivel demasiado poco satisfactorio por rehuir pagar

su costo.

También hay que considerar el fenómeno de la suplanta-

ción de unas actividades satisfactorias por otras, que, aunque

gusten, no satisfacen lo que realmente se busca o necesita.

Abundan los casos de gente que intenta “llenar” con di-

nero su necesidad de afecto, con comida su necesidad de en-

tretenimiento, con entretenimiento su necesidad de sexo o

con sexo su necesidad de dinero. Hay varios tipos de necesi-

dades y por lo tanto varios tipos de actividades satisfactorias;

pero si no encajan, si no sintonizan cada una con la que le

corresponde, habrá un estado de insatisfacción interior que

no podrá remediarse ni disimularse con “otras” satisfaccio-

nes que la que se necesita.

Y, por sobre todo, tendremos que convencernos de que

no habrá satisfacción real si no hay actividad superadora

que nos demuestre que lo más necesario para la felicidad es

un estado interior.

Sin esto, ninguna circunstancia ni actividad será capaz de

mejorar la vida de nadie.

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125

La aspiración a vivir mejor

Se define habitualmente al hombre como animal racio-

nal.

No faltan los que, en sus arranques de originalidad, bus-

can otras definiciones, como único animal religioso, o único

animal que ríe.

No falta en eso algo de verdad; pero no es imposible ver

en algunos animales cierta capacidad de razonar, en otros

algo parecido a la capacidad de reír, y en otros cierta religio-

sidad (para la que, créase o no, nosotros venimos a ser los

dioses).

Sin embargo, si se busca la única definición que distinga

al hombre del resto de los seres habría que concluir en la si-

guiente: animal que aspira a vivir mejor.

Lo que verdaderamente nos diferencia de los animales es

que no sólo aspiramos a conservar y reproducir nuestra vida,

sino también a convertirla en “algo más”, en una vida distin-

ta de la que en el presente experimentamos.

Cuando se dice “la esperanza es lo último que se pierde”,

dando por indiscutible que no valdría la pena vivir sin ella,

no se está diciendo que debamos sentarnos a esperar algo

determinado: se está diciendo que lo que da sentido a la vida,

y solemos llamar con el impreciso y peligroso nombre de “es-

peranza”, es la aspiración a vivir mejor, y la paralela convic-

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126

ción de que es posible.

No hablaríamos sobre “qué vamos a ser cuando seamos

grandes”, no estudiaríamos cómo tratar con la gente, con las

cosas o con el orden cósmico, no trabajaríamos más de lo in-

dispensable para subsistir, si no existiera en nosotros la as-

piración a vivir mejor.

Este parece ser el nombre más preciso para “eso” que al-

gunos llaman “esperanza” y otros de las más diversas formas,

académicas, vulgares o poéticas, ninguna de las cuales nos

dice muy acabadamente de qué se trata; porque “eso” que

motoriza nuestra vida no está muy al alcance del pensamien-

to ni de la palabra.

Pero lo sentimos en alguna parte de nosotros, y tratamos

de satisfacerlo recurriendo a todo lo imaginable.

La historia es ni más ni menos que el registro de todo lo

imaginable que hicieron los hombres para vivir mejor.

Pareciera que en algunos individuos “eso” no existiera o

estuviera apenas en germen, y viven una vida prácticamente

animal o vegetativa, inspirándonos un sentimiento de lásti-

ma no muy lejano al terror.

Pero, dando por sentado que en una vida digna de lla-

marse humana está presente la aspiración a vivir mejor, y

sin ingresar al tema (amplísimo como toda la filosofía o más

aun) de qué es y cómo se satisface, la intención de este co-

mentario es trazar un panorama de las opciones básicas que

ese sentimiento plantea a nuestra vida, e intentar trazarnos

un modo de responder lo más sano posible.

Cabe decir un modo de responder, entendiendo que esto

no equivale a haber encontrado la respuesta definitiva, sino a

encarar su búsqueda constructiva y no destructivamente.

Respuestas concretas a cómo se satisface la aspiración a

vivir mejor hay muchas, tantas como individuos o como ma-

neras de entender la vida.

Pero modos de responder a ese impulso indefinible pero

innegable e imperioso hay simplemente tres:

1: Actuar.

2: Esperar.

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127

3: Resignarse.

Podría hablarse de un cuarto modo que sería negarlo;

pero esto, cuando es una acción emocional o mental, consti-

tuye una variante semi-inconsciente de la resignación.

Cuando en vez de negarlo sucede que directamente no se po-

see ese impulso, estamos ante el caso ya comentado de al-

guien que, por motivos largos de estudiar, vive en estado pre

o sub humano. De modo que todo lo tratado aquí se refiere a

la situación de la inmensa mayoría de los humanos, en los

que esa aspiración existe y exige satisfacción.

Actuar significa ponerse en marcha; moverse, darse

cuenta de que se posee esa aspiración y movilizar las propias

fuerzas para hacer mejor la vida.

En estas palabras tan sencillas se engloba una infinidad

de caminos, modalidades y creencias sobre cómo conseguir-

lo.

Cabe destacar que actuar significa actuar en los dos te-

rrenos otras veces mencionados: el exterior y el interior.

Trabajo sobre el mundo y las circunstancias; actividad supe-

radora sobre uno mismo.

Si no hay actividad superadora, o si aun habiéndola no

existe la suficiente maduración, se puede ingresar a modos

de acción perjudiciales, como, en el intento de hacer “algo”

para vivir mejor, dañarse a sí mismo, a los demás, a la socie-

dad o a la naturaleza.

Aun habiendo una recta acción, una buena intención o

conducta respecto al mundo exterior, si no hay actividad su-

peradora conscientemente asumida, es decir, si no hay una

búsqueda de la felicidad transformando el propio estado in-

terior, no se vivirá bien por mucho que se trabaje o se consi-

ga modificar el mundo externo.

Todas estas posibilidades, incluyendo las de graves erro-

res, se presentan al actuar; pero actuar es el único modo

sano de responder a la aspiración a vivir mejor. Para no caer

demasiado en el error, dentro del concepto “actuar” debemos

incluir el estudio y la reflexión acerca de lo que nos dispon-

gamos a hacer.

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128

Aun a costa del peligro de errar y empeorar o hasta ex-

tinguir la propia vida, actuar es el único modo sano porque

es la única posibilidad de acceder a esa vida mejor que se

presiente y desea.

Si no se actúa se desembocará irremediablemente, como

una molécula de agua llevada por un río, en la espera o en la

resignación; y ambas son un desperdicio, un empeoramiento

de la vida.

A primera vista, pareciera que los efectos de algunos

errores posibles al actuar serían peores que los efectos de es-

perar o resignarse; pero en el fondo, en el interior de la per-

sona, esperar o resignarse hacen un daño de otro tipo, un

daño a mayor profundidad, y siempre llevan a una vida peor

que la que se vivirá si se actúa, aunque el que actúa pueda

equivocarse.

Cabe destacar que esperar, como en algún caso comen-

tamos, no debe confundirse con dejar alguna acción para

más adelante, ni con detenerse a observar y considerar. Es-

tos son ingredientes, sanos y recomendables, de la acción.

El individuo que no toma las riendas, que no actúa en

pro de ese vivir mejor, va convirtiendo su vida en un feo

drama en dos actos: en su niñez, juventud y algo después,

vive esperando, creyendo que le llegará alguna vez la “opor-

tunidad” de “recibir” todo lo que sueña, que “le darán” un

maravilloso empleo, o bien que con el que tiene “ganará mu-

cho más” gracias a un inexplicable cambio en sus empleado-

res, en el gobierno o en el mundo, dando por sentado que ese

cambio nunca requerirá de su intervención.

En general, soñará con ser beneficiado por todo lo que

no signifique dedicación propia, por todo lo que no dependa

de sí mismo. Su espera significará tensión, disgusto, tristeza

y rencor permanentes, porque el mundo (y todos los que en

él habitan) le deben algo que no están dándole y siempre

postergan “injustamente”.

Cuando se juntan varias personas así, intercambian co-

mentarios sobre de qué esperar esa vida mejor que quieren,

sobre quién y cómo les va a dar esa vida y quién y por qué

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129

tiene la culpa de que aún no la vivan. Se ayudan mutuamen-

te a creer eso que necesitan creer.

Más adelante, cuando pasó demasiado tiempo como para

no darse cuenta de que lo esperado nunca llegó, y el que eli-

gió esperar ve ante sí demasiado poco como para suponer

que lo esperado llegará en el futuro, pasa del optimismo al

pesimismo; el programa anterior se le hace tan insostenible

que va cayendo y siendo suplantado por la resignación, la

convicción de que nada de lo soñado es posible, las diversas

tesis sobre la fealdad del orden cósmico, y de que lo único

mejor de la vida que lleva será el alivio de la muerte, ya sea

porque arribará a otro mundo o sólo porque saldrá de éste.

La espera y la resignación son como dos brazos de una

tenaza que nos triturará indefectiblemente si no caminamos.

Caminar, actuar, es el único modo de no quedar a su alcance,

de no vivir insatisfechos en la tensión de la espera, ni en la

negación a priori de la posibilidad de vivir mejor, que consti-

tuye el peor modo de resignación, porque se da a cualquier

edad y sin siquiera haber probado si hay posibilidad de me-

jorar la vida.

Por supuesto, actuar también puede llevar a la frustra-

ción y a la resignación si pretendemos demasiado, si reque-

rimos la felicidad absoluta a las circunstancias o sucesos en

vez de buscar primordialmente la satisfacción, la solidez in-

terior, por vía de estar satisfechos con nuestro modo de ac-

tuar, por vía de disfrutar de la acción en sí misma.

Vivir bien, satisfacer la aspiración a vivir mejor, consiste

en encarar alegremente el juego de modificar las circunstan-

cias y en encarar seriamente el trabajo de modificarse uno

mismo.

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130

Aspiración, imaginación, tensión y ac-tividad

Tal vez nuestro exceso de imaginación sobre el futuro,

nuestra espera, nuestra tensión y nuestra inquietud sobre si

ocurrirá lo imaginado o qué ocurrirá en su lugar, sean efecto

de que en el presente estemos poco ocupados. Es decir, de

que nos queden demasiadas facultades, energías, inquietu-

des, excesivamente “sueltas”, a la deriva, no puestas a pro-

ducir algo más conveniente.

Un médico dijo que “el estrés es una respuesta no especí-

fica del organismo a toda demanda que se le haga”.

Imaginémonos encerrados en un lugar que nos disgusta,

con la puerta de salida ante nosotros y con un gran manojo

de llaves en la mano. La demanda es ser libre, moverse hacia

donde se quiere. La respuesta específica sería introducir la

llave adecuada y salir (o sea un recurso que satisfaga la de-

manda al menor costo posible). Las respuestas no específicas

serían introducir cualquier otra llave, apresurarse, probar

llaves al azar y olvidar cuáles están ya probadas, empujar la

puerta sabiendo que no cederá, pedir auxilio cuando nadie

más tiene la llave, etc., etc.

Esas respuestas no específicas no satisfacen la demanda,

la dejan en marcha. Y la demanda es una tensión. De ahí que

si experimentamos una demanda y no tenemos el modo es-

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131

pecífico de satisfacerla ingresamos al territorio de la hiper-

tensión.

Si transcurre mucho tiempo sin que logremos satisfacer

la demanda, inevitablemente desembocaremos en la enfer-

medad o en la ilusoria salida de la descarga de tensión (pa-

tear la puerta, insultar, llorar), que viene a ser una especie de

alivio dentro del fracaso, pero deja completamente intacto el

problema (la demanda insatisfecha) y no evita de ningún

modo que la tensión comience a acumularse nuevamente.

De modo que el problema tiene una solución preventiva:

no generar demasiada demanda por la vía de “pensar de

más”, y una solución activa: encontrar el modo adecuado de

satisfacer la demanda.

La falta de solución activa, el dejar “desempleadas” nues-

tras facultades, empeora a su vez el aspecto preventivo; por-

que nuestras facultades se dedican en ese caso a generar más

demanda.

La demanda incrementada, fruto de la insatisfacción

mal afrontada en un campo particular o del solo hecho de

“tener tiempo” y facultades no ocupadas en fines más útiles,

puede crecer descontrolada y tal vez interminablemente, co-

mo el fuego mientras sigue encontrando combustible. Con-

vertida en una especie de monstruo insaciable, no se conten-

tará con succionar todo lo disponible en el presente: man-

tendrá la boca abierta buscando saciar su ansiedad con “lo

próximo” que aparezca ante sus fauces. Y como “lo próximo”

le es tan indispensable, nos incentivará a fantasear en tal

grado que viviremos creyendo que “próximamente”, casi

“ya”, obtendremos tal o cual satisfacción, con la cual se cal-

mará absolutamente nuestra ansiedad y empezará una nue-

va etapa de nuestra existencia, en la que viviremos absoluta

y permanentemente satisfechos.

Este esquema, tan familiar en la vida propia y ajena, es

una fantasía que intenta calmarnos y consigue todo lo con-

trario; porque, al no aparecer nunca esa satisfacción tan

“próxima” y “definitiva”, el monstruo de la demanda auto-

construida crece y se desespera, aumenta su apetito y multi-

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132

plica en nosotros la ansiedad y el sufrimiento. Es como si,

ante esa puerta de la que no encontramos la llave, nos pusié-

ramos a imaginar que en pocos segundos se abrirá sola.

Como no hay cambios de circunstancias ni capacidad de

logro tan poderosos ni tan rápidos como la capacidad de au-

togenerar demanda, a fuerza de sufrir hasta el límite de lo

soportable terminamos vislumbrando la única salida sana:

dejar de alimentar ese fuego que nos consume y destruye;

matar al monstruo de la demanda artificial, y convivir ar-

mónicamente con el animal amistoso de la demanda natu-

ral, esa que nos llama sin que la hayamos acicateado con la

fantasía, y no nos atormenta a no ser que vivamos en cir-

cunstancias demasiado adversas (demasiado adversas para

nuestra naturaleza, no para nuestra creencia).

Para matar a ese monstruo no es necesario ningún tipo

de violencia contra uno mismo (más bien es un acto de vio-

lencia su existencia): sólo hace falta dejar de alimentarlo.

Y su alimento es el funcionamiento fantasioso, impro-

ductivo, “en vacío”, de algunas de nuestras facultades.

Por lo tanto, como no podemos “apagar” nuestras facul-

tades, debemos ocuparlas en lo adecuado.

En vez de buscar otros peligros que tal vez no existan,

debemos prevenir el de la desocupación o subocupación de

nuestras facultades.

A primera vista tendemos a asociar esta idea con el des-

empleo de tipo socioeconómico, que por supuesto afecta

nuestra situación interna y nuestras facultades; pero, como

con mayor desarrollo interior se conquistará independencia

de las circunstancias, el hecho de que los demás no deman-

den nuestra actividad no nos impedirá autodemandarnos en

actividades como la misma búsqueda de empleo o la activi-

dad superadora. En síntesis: siempre dispondremos de algo

que hacer.

Por razones sociales o internas, muchas veces nos dedi-

camos, o “semi-dedicamos”, a actividades que no ponen en

función nuestras facultades del modo más adecuado. El re-

sultado es que nuestras facultades quedan “a la deriva”, dis-

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133

ponibles para el fantaseo o la generación de demandas arti-

ficiales.

En otro punto se analizaba la diferencia entre el juego de

azar y el ajedrez, explicando que mientras en el primero es-

peramos, en el segundo nuestras facultades son exigidas al

máximo; por lo cual actuamos sin que nos quede margen pa-

ra imaginar nada perjudicial.

Cuando la atención y la aspiración a vivir mejor no son

acaparadas por la acción (entendiendo que la acción no de-

be excluir espacios para el descanso ni para la reflexión), pa-

san a moverse por su propia inercia y a buscar irremedia-

blemente satisfacción por cualquier otro camino. Y al no se-

guir el camino de la acción, todo lo que hagan llevará al su-

frimiento y al autodesequilibrio.

Por lo tanto, una parte fundamental de nuestra actividad

superadora, de nuestro modo de tratarnos a nosotros mis-

mos, deber ser probar, vislumbrar y encontrar ocupaciones

(tanto en el rubro trabajo como en el de actividad satisfac-

toria) que pongan en marcha todas nuestras potencias y as-

piraciones, de modo que experimentemos, incluso en el tra-

bajo por obligaciones externas, la satisfacción plena del desa-

fío, de la lucha, de estar plenamente dedicados, entregados,

y sin un solo pensamiento de que algo nos falta.

Si lo que hoy hacemos no nos lleva a ese objetivo, si sen-

timos que no somos fieles a nuestra vocación, el único ca-

mino para vivir bien será comenzar ya mismo, con la mayor

dedicación y sinceridad, a buscar ocupaciones que nos satis-

fagan más plenamente.

Esta misma búsqueda, al responder a un requerimiento

de nuestra naturaleza, será una actividad satisfactoria, y la

sensación de que “nos falta algo” comenzará a disolverse, in-

dicándonos con esto el camino de la no-infelicidad.

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135

El impulso hacia la máxima satisfac-ción

Por naturaleza tendemos a volver a experimentar aquello

que nos dio satisfacción; y entre todo lo que lo hizo (a lo que

agregamos todo lo que suponemos que lo hará) preferimos lo

que nos dio, o promete darnos, la satisfacción más intensa.

Este “preferimos” no es una decisión ni una elección

mental: es un impulso instintivo y emocional propio de todo

ser vivo, que se asocia y potencia con la aspiración a vivir

mejor propia de los humanos.

Al estudiar la actividad satisfactoria se veía que no po-

demos pasar el 100% de nuestro tiempo en estado de máxi-

ma satisfacción; porque algunas satisfacciones desgastan

temporalmente nuestras capacidades y porque otras requie-

ren que invirtamos parte de nuestro tiempo en conseguirlas.

Sin embargo, el impulso a la máxima satisfacción no re-

conoce imposibilidades, al menos en el principio de la vida.

De ahí que los niños se lancen sin reflexión sobre lo deseado,

no escuchen recomendaciones en contrario y sólo acaben de-

teniéndose (física pero no emocionalmente) ante una barrera

material infranqueable, ante la cual llorarán y patearán hasta

que se agoten sus fuerzas. Más adelante comenzarán a dejar

de llorar y patalear, empezando a aceptar en cierta medida la

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136

idea de que alguna cosa no se puede.

Así, el impulso a la máxima satisfacción va contrabalan-

ceándose con el sentido de realidad, dejando atrás su salva-

jismo y descontrol iniciales.

Desde el “puesto de control” del individuo, el discerni-

miento va determinando que el impulso a la máxima satis-

facción no se desborde, porque se hace evidente que chocar,

llorar y patalear disminuyen la satisfacción disponible en el

momento de hacerlo.

Sin embargo, abundan los casos de gente con escaso sen-

tido de realidad, que no por ser adultas dejan de lanzarse sin

pensar sobre las cosas o de violentarse ante cada imposibili-

dad. En alguna medida, todos padecemos algún grado de in-

madurez al respecto, manifestado en el hecho de que el im-

pulso a la máxima satisfacción suele empeorarnos la vida

durante más tiempo que aquél en que nos sitúa en la máxima

satisfacción buscada.

Para todo el que no se haya matado en el embate inicial,

o no esté en una celda pateando puerta y paredes, existen,

por imposición de la realidad, momentos en que se vive sin

desplegar a pleno el impulso a la máxima satisfacción.

Esto significa que, en esa gran mayoría de gente más o

menos madura y controlada, el impulso a la máxima satisfac-

ción no se despliega plenamente sobre la realidad exterior;

pero sí puede seguir haciéndolo dentro de la persona; con

una de dos posibilidades: insatisfacción o desenfreno.

La insatisfacción es el sentimiento de estar viviendo peor

de lo que se podría vivir. Es mayor en la medida en que

deseemos de más o trabajemos de menos.

El desenfreno es la realización impulsiva, sin ninguna

consideración sobre posibles consecuencias, de actividades

satisfactorias posibles pero inconvenientes.

Estas son inconvenientes porque posteriormente aca-

rrean insatisfacción por sus consecuencias en los siguientes

terrenos:

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137

Social: Encarcelamiento, multas, aislamiento social, carencia económica, pérdidas de derechos, de empleos, de relaciones con personas.

Biológico: Enfermedad, malestar, disminución física, muerte.

Espiritual: Disconformidad consigo mismo, disminu-ción de capacidades humanas.

Las consecuencias sociales, si bien pueden ser burladas

mediante la astucia, poseen más poder de amedrentar por

ser más inmediatamente visibles y dramáticas, y acaban im-

poniendo sus normas a la mayoría de las personas (que so-

lemos llamar “adaptadas”).

Esta mayoría tiene claro el principio de no violar leyes

que le pueden significar castigos impuestos desde afuera. Sin

embargo, una abrumadora mayoría de los seres padece algún

grado de incapacidad para manejarse allí donde los demás no

los ven ni les prohíben nada: ante las leyes de la vida.

Porque hay medios generalmente disponibles para pro-

veer satisfacción: comida, bebida, cigarrillos, drogas, etc.,

que, salvo el caso de la comida en la medida necesaria, pro-

vocan un empeoramiento de la vida a largo plazo. Y, sin

embargo, el ser humano vive lanzándose hacia ellos porque

no acepta, no aguanta, no resiste, vivir en un estado de me-

nor satisfacción que el inmediatamente alcanzable en cada

momento. Basta que la satisfacción inmediata se ofrezca ante

nuestros ojos para que compulsivamente la tomemos, sin

casi nunca decidir otra cosa.

Más adelante, cuando las leyes de la vida nos encarcelan

en un cuerpo enfermo o una mente desequilibrada, o nos

multan con altas cuotas de malestar, nos damos cuenta de

que no hubiera convenido proceder como procedimos. Y, si

el sufrimiento fue lo suficientemente convincente, dejamos

de lanzarnos tan irreflexivamente hacia cualquier satisfac-

ción.

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138

Si utilizamos adecuadamente nuestras facultades, po-

dremos llegar a evitar esas caídas incontroladas hacia futuros

malestares, sin tampoco sentirnos mal por no lanzarnos ha-

cia toda satisfacción disponible.

Así como nos convencemos de no robar ni matar sin ne-

cesidad de haber ido presos nosotros, sólo por ver lo que les

pasa a quienes lo hicieron, con las leyes de la naturaleza po-

demos también convencernos suficientemente de la inconve-

niencia de algunas actitudes. Esto se hará con más fuerza en

la medida en que nos interese el tema y le prestemos aten-

ción.

La necesidad del aprendizaje por sufrimiento disminuye

en la medida en que alcancemos aprendizaje por observa-

ción.

Cuando hay atención, cuando se observa que inevita-

blemente determinados actos traen determinadas conse-

cuencias, se puede ir desalojando intermitente o definitiva-

mente al impulso a la máxima satisfacción de la “cabina de

control” de nuestra persona.

Además, el impulso a la máxima satisfacción depende de

la capacidad de deseo, del futuro presunto que nos elabora-

mos y, en última instancia, de nuestras fantasías. Si creemos

posible vivir cada instante disfrutando de insuperables place-

res que no nos demandarán esfuerzo previo ni nos traerán

ninguna consecuencia, no sólo nuestro impulso a la máxima

satisfacción estará continuamente encendido y acelerado,

manejándonos como una marioneta, sino que ante cada cosa

que no resulte como deseamos nuestra vida se transformará

en un drama, sentiremos que “no puede ser” que vivamos

“tan mal”, y rezongaremos contra Dios y cada una de sus

criaturas porque las cosas “no son como deberían”.

Si incrementamos la observación de la realidad externa e

interna, si cobramos sentido de realidad y aprendemos a

sentir el bien y desearlo a plazos no tan inmediatos, dejare-

mos de acicatear a nuestro impulso a la máxima satisfacción

con la fantasía, y éste no se “desbocará”, se reducirá a una

reserva de combustible que nos impulsará cuando realmente

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139

sea conveniente y hacia donde nosotros lo determinemos

desde la cabina de mando.

Este esquema tan fácil de trazar es enormemente difícil

de plasmar en nuestro mundo interior: el impulso a la má-

xima satisfacción sigue disputándole el poder al sentido de

realidad, y en la mayoría de los casos quitándoselo.

Para que esto deje de ocurrir debemos previamente sa-

ber por qué ocurre.

Todo indica que se debe a que el impulso a la máxima sa-

tisfacción es una potencia instintiva: está ahí con todo su po-

der desde que nacemos, mientras que el sentido de realidad

es producto del aprendizaje, entendiéndose éste como resul-

tado de la interacción entre las ganas de aprender y la expe-

riencia.

Es como un combate en el que un bando ya sabe todo lo

que se puede saber sobre la guerra, mientras que el otro co-

mienza sin saber absolutamente nada. En este caso los ban-

dos sólo se disputan el territorio; no pueden destruirse uno

al otro, a no ser que cometan el error de destruir el mismo

territorio (la persona que habitan) y perder la guerra ambos.

La guerra comienza, por lo tanto, con un total predomi-

nio del impulso a la máxima satisfacción; pero poco a poco el

sentido de realidad adquiere poder y domina algún sector de

territorio; pero si se impusiera por la fuerza sobre el impulso

a la máxima satisfacción, el resultado sería un individuo

eternamente insatisfecho.

El único resultado superador puede ser una alianza

donde ambos realicen su vocación; porque el sentido de

realidad no está en realidad interesado en eliminar la satis-

facción, sino más bien en asegurarla, y en evitar las conse-

cuencias de una búsqueda ciega de la misma. Se encuentra

en el aprieto de enfrentarse a alguien a quien no ve como

enemigo, pero que lo considera enemigo a él. Y su único me-

dio de llegar a esa alianza beneficiosa para ambos es ir ha-

ciendo propuestas de paz al impulso a la máxima satisfac-

ción, convenciéndolo de que no viene a luchar contra sus in-

tereses, sino a ofrecerle el secreto de cómo llegar a la máxima

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140

satisfacción posible, entusiasmándolo con sus propuestas

con más fuerza que la que ejercen los objetos exteriores. El

único desenlace sano será aquél en el que el impulso a la má-

xima satisfacción se sienta bien como motor y el sentido de

realidad trabaje sin desórdenes como conductor de las accio-

nes del hombre.

El impulso a la máxima satisfacción es una fuerza instin-

tiva, no tiene inteligencia para aprender, pero sí, y mucha,

para luchar por lo único que sabe; y lo único que sabe es que

tal o cual experiencia fue placentera. Por lo tanto, su finali-

dad primera y última es repetir experiencias conocidas. Si

hay posibilidad de otras satisfacciones mejores, eso escapa a

sus facultades. Sólo cuando ve que su aparente enemigo pue-

de ser un aliado que le demuestre con hechos que lo conduci-

rá a mayores satisfacciones, se asociará gustosamente con él

en vista de que tienen la misma finalidad.

Eso sí: no se someterá a la guía del sentido de realidad

hasta que éste no le haya demostrado unas cuantas veces que

sus propuestas dan mayores satisfacciones que las que antes

obtenía luchando a ciegas, que no es un enemigo peligroso

sino un socio sumamente conveniente.

Sin embargo, si el sentido de realidad es inexperto o pa-

dece la enfermedad de la fantasía, sus propuestas, que al

principio entusiasman al impulso a la máxima satisfacción,

pueden después enfurecerlo hasta el estallido si resultan

equivocadas.

En esos casos el hombre se vuelve peor que el animal,

porque éste sólo tiene facultades para perseguir lo conocido,

y con ellas no corre peligro de desequilibrarse. Cabe observar

que algunos animales padecen desequilibrios cuando viven

con el hombre y éste les hace demasiado fácil alimentarse;

con lo que el impulso a la máxima satisfacción no se contra-

balancea con la conciencia del costo de conseguir alimento ni

con la inconveniencia del exceso de peso en caso de combate.

El hombre puede sufrir alteraciones y desequilibrios simila-

res si se aleja más de la cuenta de las exigencias de la natura-

leza.

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141

Ante todo esto ¿cómo hacer para que el impulso a la má-

xima satisfacción no nos lance sobre cualquier cosa que nos

llame la atención y termine empeorando nuestra vida?

La única fuerza suficientemente poderosa para contra-

rrestarlo es y será la convicción.

El impulso a la máxima satisfacción no contendrá su

propio ímpetu, no se contrariará a sí mismo, a no ser que

perciba por experiencia propia que además de ese lanzarse

ciegamente hay otros modos de obtener satisfacción, que

pueden darle mejores resultados, y que el sentido de reali-

dad, antes un aparente enemigo, tiene los mismos intereses

que él y puede favorecerlo.

De todos modos, hay que tomar esta afirmación con pin-

zas, no creer demasiado que el impulso a la máxima satisfac-

ción pueda reflexionar. Cuanto mucho, podemos lograr que

no se desboque, que no se potencie más de la cuenta.

El objetivo debe ser, una vez que logremos que el impul-

so a la máxima satisfacción deje de apoderarse de nosotros,

poder gobernarnos a nosotros mismos para lograr una vida

mejor que la que él nos propone.

Esta sólo será posible si estamos convencidos profunda-

mente, de raíz, que la máxima satisfacción inmediata no es el

mayor de los bienes. Más aun: ni siquiera podremos, por to-

do lo ya dicho en relación a la actividad satisfactoria, vivir

permanentemente en estado de máxima satisfacción.

Aquí debe cobrar importancia el control de qué hace

nuestra mente. Si ésta vive a cada momento lamentando no

experimentar la máxima satisfacción posible, si le pone a ca-

da uno de esos momentos el calificativo de “malo”, sentire-

mos, sin que la realidad externa haya dispuesto ningún tipo

de condena, que es “mala” la totalidad de nuestra vida.

Si, en cada momento en que no experimentemos la má-

xima satisfacción posible, proseguimos nuestra vida sin creer

que estamos sufriendo una desgracia sino que eso es lo más

natural del mundo, la misma condición de “no sentirse mal”

desembocará en lo que todo ser humano busca: sentirse bien.

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La suerte

En abundantes casos en que se habla de la felicidad, o de

cualquier logro o proyecto, no falta quien mencione el tér-

mino “suerte”: por suerte encontré lo que quería /tuve suer-

te en mi carrera / lo intentamos pero no tuvimos suerte / no

se consigue nada sin un poco de suerte / etc.

Por muy repetido que sea el concepto, por más que to-

dos lo den por entendido, si se reflexiona un poco más de lo

habitual aparece un inquietante nivel de duda sobre de qué

se trata en realidad.

Tampoco, por muy habitualmente que se mencione la

suerte, se está muy seguro de que exista (esto también de-

pende de tener clara la idea de qué es).

Para algunos, hay fuerzas externas poco conocidas que

actúan deliberadamente en favor o en contra de determina-

das personas. Otros no se atreven a incluir el deliberadamen-

te; en general porque ni unos ni otros pensaron muy detalla-

damente en el asunto.

Lo cierto es que todos solemos hablar de la suerte; pe-

ro a la hora de decir seriamente de qué se trata nos damos

cuenta de que no lo sabemos.

El “no lo sabemos” es prácticamente el mejor de los

casos, ya que en todos los otros el hombre se pasa la vida re-

curriendo a este concepto para sacarse responsabilidades de

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144

encima: si no obtuvo lo deseado porque no hizo lo necesario,

puede decir que tuvo mala suerte; si no está dispuesto a ha-

cer lo necesario en el futuro, puede imaginar que si tiene

suerte obtendrá todo sin pensar ni trabajar.

La definición de qué es la suerte presenta dificultades

precisamente porque en ella interviene la subjetividad, el

deseo, el modo de vida de cada uno.

Con un poco de objetividad, podríamos coincidir todos

en que llamamos “suerte” a los factores que no podemos

prever ni manejar.

Por ejemplo, qué número de un dado va a quedar hacia

arriba. En realidad este fenómeno está tan sujeto a las leyes

de la naturaleza como cualquier otro: la fuerza con que se lo

lance, la posición desde la que inicie su recorrido, la direc-

ción en que vaya, la distancia hasta la superficie en que irá a

caer, y otros factores muy difíciles de calcular, determinarán

que caiga sólo de una determinada manera; pero como es

tan complicado prever todo eso decimos que es azar, y que el

que apostó al número que quedaría hacia arriba tuvo suerte.

Por lo tanto hay una definición tentativa y aproxima-

da: es suerte todo lo que ocurre sin que podamos preverlo ni

controlarlo.

Dentro de ese todo hay causas que producen efectos

coincidentes con nuestros deseos y otras que producen lo

contrario. De ahí que hablemos de buena o mala suerte.

Si llamamos suerte a esto, es poco menos que imposible

decir que no existe.

Si de esta definición sencilla tratamos de pasar a otra

más profunda, empezaremos a pelearnos por los diferentes

papeles que cada uno intenta adjudicar a la suerte. Unos

dirán que hay fuerzas externas que actúan deliberadamente,

otros se reirán de esto, los primeros se enojarán porque se

duda de lo que dicen, y lo más posible es que nunca se llegue

a una conclusión.

Hay puntos en que, lejos de necesitar una conclusión,

necesitamos precisamente lo contrario: no sacar conclusio-

nes de donde no hay razones para sacarlas.

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145

Hablar de todo lo que ocurre sin que podamos preverlo

ni controlarlo no significa de ninguna manera que eso que

ocurre fuera de nuestro alcance esté fuera del orden y de las

leyes del universo.

Dicho de otra manera, todo eso que no prevemos ni con-

trolamos no está en esa área por poseer características distin-

tas a las del resto de los fenómenos, sino simplemente por-

que no alcanzamos (tal vez sólo por el momento) a conocer-

lo. Como el resto de las cosas, está total e indisolublemente

sujeto a las leyes de causa y efecto. Todos los efectos que esa

parte de la realidad produzca estarán en concordancia con el

principio de “a igual causa, igual efecto”. No puede ser que en

determinada combinación de circunstancias “pueda pasar

tanto una cosa como la otra”: se producirá el efecto que co-

rresponde a esas circunstancias y no otro. Si en algunos casos

presenciamos efectos sorprendentes e inimaginados es por-

que provienen de causas que no conocíamos. El hecho de

que no conozcamos un área de la realidad no significa (como

desearían los que quieren “salvarse” de las leyes de la vida)

que se trate de un área dominada por el azar absoluto ni por

leyes distintas a las del resto de las cosas.

Un universo regido por la ley de causa y efecto no es ne-

cesariamente un universo “materialista” ni carente de instan-

cias espirituales. Si hay seres espirituales o sobrehumanos,

actúan con sus poderes sobrehumanos de la misma manera

que nosotros: sujetos voluntaria o involuntariamente a un

orden cósmico que rige todos los fenómenos.

Pese a toda la complejidad de la realidad conocida y de la

desconocida, y hasta independientemente de que el universo

sea como lo pensamos o no, disponemos en el terreno de la

práctica de una conclusión asombrosamente fácil: si la suer-

te es aquello que no podemos prever ni manejar, lo más sano

para vivir bien es no preocuparse por ella.

Si algún factor imprevisible puede incidir en favor o en

contra de nuestros planes, en vista de que no podemos pre-

verlo, precisamente porque no podemos preverlo, e indepen-

dientemente de cuánto porcentaje del universo desconozca-

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146

mos, nos queda una única y extremadamente simple alterna-

tiva: ejecutar nuestros planes.

Aquí surge una cuestión seria, pero que en realidad no

tiene relación con la suerte: debemos ejecutar nuestros pla-

nes con la mayor precaución posible, con el mayor cuidado

de que no haya quedado algo previsible sin tener en cuenta;

pero subrayando lo de previsible.

Intentar pensar más allá de lo que podemos prever es ni

más ni menos que inútil. A no ser que en realidad sea una

excusa inducida por el miedo o la pereza para no ejecutar

nuestros planes.

En un mundo en el que permanentemente se entrecruzan

causas y efectos, los efectos pueden coincidir o no con nues-

tros deseos (la única causa que en este mundo puede produ-

cir exclusivamente efectos coincidentes con nuestros deseos

es nuestra propia intervención, siempre y cuando no nos

equivoquemos). Como consecuencia de esto nace una idea

muy poco reflexiva, pero que muy habitualmente ronda por

las mentes humanas: si los fenómenos que ocurren no nos

favorecen, “tenemos mala suerte”.

Pero ¿por qué tendría que trabajar la concatenación de

causas y efectos en favor de un individuo en especial? Y si

hubiera seres benignos o malignos trabajando desde mundos

invisibles, serían parte de la concatenación de causas y efec-

tos. En tal caso, ¿qué los determinaría a favorecer más a unos

que a otros?

Es también muy común decir que esas fuerzas favorecen

a algunos seres porque “se lo merecen”, de ahí pasar a creer

que uno está entre los que merecen lo mejor, sin decirse qué

hizo de bueno para merecerlo, y sin proponerse hacerlo en

un futuro previsible.

Es muy común suponer que uno mismo tiene algo de es-

pecial para que la realidad, con o sin entidades conscientes

en mundos invisibles, trabaje para favorecerlo. Todo eso es

producto de la fantasía generada, por una parte, por la fuerza

del deseo, que tiende a no aceptar una realidad donde no su-

ceda lo que deseamos, y, por otra parte, por la inclinación a

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147

no esforzarse ni molestarse, que tiende a desear que el mun-

do haga por y para nosotros lo que no hacemos con nuestras

propias manos.

De ahí que cuando esto no sucede, en vez de tomarlo co-

mo lo más natural del mundo se dice que hubo mala suerte.

Detrás de todo esto subyace siempre una actitud, una de-

ficiencia moral: no querer observar la vida, ni esforzarse, ni

arriesgarse, y al mismo tiempo desear obtener lo mejor del

mundo mediante la intervención de los demás, del azar o de

entidades enigmáticas que por alguna razón harán todo en

nuestro provecho.

La persona moralmente sana y limpia hace todo lo con-

trario: no espera nada de fuerzas externas ni cree que éstas

tengan alguna obligación para con ella; simplemente traba-

ja, se convierte a sí misma en la causa (la única posible y con-

fiable) que puede producir los efectos que le gustaría que

ocurrieran.

Imaginemos un ejemplo: dos personas se dedican a estu-

diar, a prepararse seriamente para ganarse la vida. Se capaci-

tan en todo lo que pueden, no dejan nada librado al azar, se

convencen de que lo verdaderamente decisivo es su capaci-

dad y su conocimiento, y una vez que se prepararon con todo

su esmero salen a vender.

Uno vende el producto “A” y tiene gran éxito, se dice a sí

mismo que hizo todo muy bien y que valió la pena capacitar-

se. Otro sale a vender el producto “B” y vende muy poco, se

dice que “algo anduvo mal” y hasta puede pensar que “fraca-

só”, que no vale la pena capacitarse ni esforzarse.

Y seguramente alguien dirá que uno de ellos “tuvo suer-

te”.

¿Este hecho, como tantos similares, demuestra que existe

la suerte?

En realidad sólo demuestra que a la gente le interesa

mucho el producto “A” y le interesa poco el producto “B”

(aquí se usa el ejemplo de vender distintos productos, pero se

podría juzgar igualmente las alternativas de ejercer distintas

profesiones, habitar en distintos lugares, etc.). Cualquier di-

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148

ferencia de resultados se debe a algún detalle poco conocido

de la realidad, y no significa que existan fuerzas deliberadas

ni predeterminadas en favor de un vendedor ni en contra del

otro.

Si nadie estaba enterado de esa disparidad de gustos en

los potenciales clientes, con la práctica de salir a vender se la

descubrió, y ese factor desconocido se transformó en conoci-

do; dejó de pertenecer al mundo de lo imprevisible.

El hecho de que uno haya encarado una actividad que lo

benefició inmediatamente y el otro una que le hizo perder

tiempo puede ser llamado “suerte”, si damos a este término

el sentido de factores no previsibles ni manejables que pue-

den incidir sobre nuestros planes.

Pero ¿qué sentido tiene y para qué sirve el nombre que le

pongamos? En circunstancias favorables o adversas, lo único

que verdaderamente sirve es continuar trabajando por lo

deseado.

Desde ahora el vendedor que “fracasó”, si luego de lo

ocurrido no se hizo daño con su propio pensamiento, sabe un

poco más sobre el tema y puede continuar sus planes ven-

diendo otra cosa, o darse cuenta de sus mejores cualidades

no son las de vendedor y dedicarse a otra actividad. Simple-

mente chocó con un aspecto desconocido de la realidad. Si en

todo su período de aprendizaje no dispuso de un modo de

preverlo, no hubo ninguna falta de responsabilidad de su

parte.

Si cumplimos con nuestra parte, si consideramos todo lo

que está a nuestro alcance y no dejamos sin pensar algo que

podríamos haber pensado, estamos poniendo todo lo necesa-

rio para no convertirnos en esclavos voluntarios de la suerte.

Tal vez nos quede un poco de miedo a lo imprevisible y

desconocido; pero no será de ningún modo una debilidad.

Nos acostumbraremos a vivir con este factor, que desde el

principio de los tiempos acompaña la existencia humana.

Hace unos dos mil años, los filósofos estoicos ponían én-

fasis en la idea de preocuparnos únicamente por lo que de-

pende de nosotros.

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149

Esto es por una parte una actitud moral (sería inmoral y

evasivo preocuparse por lo otro), y por otra una fórmula sen-

cilla y eficaz para la felicidad (preocuparse por lo que no de-

pende de nosotros nos llevaría a un permanente estado de

dependencia y sufrimiento).

La idea no es nueva. Simplemente falta asociarla con el

tan remanido tema de la suerte: todo lo que no depende de

nosotros, ya esté manejado por seres malignos o benignos, ya

sea producto del absoluto azar o de leyes naturales cuyas in-

terrelaciones son demasiado difíciles de prever, es mejor que,

precisamente por ser inalcanzable, deje de ser parte de nues-

tras preocupaciones, y que nos dediquemos a llevar a cabo lo

posible, que precisamente se volverá posible porque nos po-

nemos a trabajar sobre la parte controlable de la realidad.

Aquí aparece otro punto para reflexionar: tal vez haya

factores que consideramos incontrolables o imprevisibles y

no lo son; tal vez parte de lo desconocido pueda volverse

cognoscible y controlable.

Dejar fuera de nuestra atención algo que tal vez debamos

atender sería una falta ética y práctica a la propuesta estoica.

Debemos prevenir, tomar precauciones, hasta el límite

de nuestras posibilidades (o del tiempo disponible en cada

caso).

Más allá de lo conocido siempre estará lo desconocido;

pero un determinado fenómeno puede ser traído desde ese

más allá hacia este lado. Dicho de otra manera, se puede

desplazar el límite hacia adelante, con lo que algunos objetos

que estaban “del otro lado” quedarán en el terreno de lo visi-

ble y familiar.

Por ejemplo, la utilización de computadoras para anali-

zar resultados de juegos de “azar” hizo que algunos fenóme-

nos pasaran del terreno de lo imprevisible al de lo previsible,

y hasta obligó a modificar algunos reglamentos de las casas

de juegos. No fue un “milagro” ni una ruptura de las leyes

naturales: simplemente se pudo analizar los mismos hechos

con más detalle que antes.

Lo mismo sucede respecto a lo que es “imprevisible” para

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150

una persona y previsible para otra. Con experiencia y aten-

ción, se puede extender imprevisiblemente el límite entre lo

previsible y lo imprevisible.

Algunos accidentes son adjudicados a la mala suerte por

las personas no inclinadas a reflexionar ni a prevenir; mien-

tras que para otras están dentro de las posibilidades previsi-

bles, y por lo tanto a ellas no les ocurren.

Existen los campos de lo previsible y de lo imprevisible, y

una de las posibilidades del hombre es desplazar el límite

entre ellos para que queden más sucesos a su alcance. Quien

encara esto está acrecentando su propio poder y disminu-

yendo el de la suerte.

En síntesis, si sabemos que algunos fenómenos (sean

cuantos sean) quedan fuera de nuestro alcance, lo más sano

es no ocuparnos de ellos, y movernos en pos de lo que sí po-

demos.

Podemos dejar sin resolver el tema de las influencias ma-

lignas o benignas y el de que exista o no esa cosa intangible

llamada suerte. Precisamente porque la suerte es “lo que está

fuera de nuestro alcance” no podemos hacer nada al respec-

to, y sí podemos dedicarnos a lo mucho que está nuestro al-

cance para trabajar por lo que deseamos.

Muy a menudo aparece en este terreno la idea de que “a

la suerte hay que ayudarla”.

Si esta propuesta se refiere a lo que está a nuestro alcan-

ce hacer o sembrar, eso que hagamos no será parte de “la

suerte”: será ni más ni menos que parte de nuestro trabajo.

“La suerte” seguirá tan fuera de nuestro alcance como siem-

pre.

En el fondo de todas estas cavilaciones subyace el gran

tema básico: la gran alternativa no está en creer o no creer

que exista la suerte, sino en arrojarse o no arrojarse a sus

brazos.

No importa si la suerte existe o no: importa si ponemos

nuestro futuro en sus manos o en las nuestras.

Si les prestamos la suficiente atención, las habituales dis-

cusiones acerca de la suerte no van dirigidas a “demostrar”

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151

que existe o que no existe: van dirigidas a proponer depen-

der de la suerte o a proponer depender de uno mismo.

La ofuscación de uno y otro de los bandos formados en

torno al tema no se debe a las diferencias sobre cómo es la

realidad, sino a las relativas a cómo conducirse.

No es una cuestión de conocimiento o ignorancia: es una

cuestión de actitud.

La inclinación a sostenerse sobre uno mismo, y sostener

sobre uno mismo el futuro que se desea, es una actitud moral

y práctica de los que encaran la vida con sinceridad y respon-

sabilidad. La inclinación a sostenerse en factores externos,

como la ayuda ajena, los designios inescrutables de algún

plan cósmico o, llegado el caso, la suerte, es propia de quie-

nes no asumen responsabilidades.

Es fácil detectar a los que no asumen responsabilidades:

viven la mayor parte de su tiempo concentrados en lo que no

depende de ellos. Cada vez que se habla de algún problema se

refieren a todas las causas externas e “inmodificables” que lo

determinan, tienden a convencerse e intentar convencer a los

demás de que el bien o el mal que acceda a nuestras vidas es

obra de factores externos, están siempre listos a salir en de-

fensa de “la suerte” y se molestan, se ponen agresivos ante

quienes defienden la importancia de la propia conducta.

Un argumento muy usual a tal fin es incluir los designios

de Dios como cúspide de los factores externos, y como conse-

cuencia acusar de “hombres de poca fe” a los que pretendan

desestimar tales factores.

Independientemente de quién lo diga, más de una vez

puede aparecernos la idea de que, por algún designio de Dios

determinado por nuestro propio merecimiento, puede “estar

escrito” que alguno de nuestros planes salga mal y nos sobre-

venga el sufrimiento.

Si creemos que tal cosa es posible, la resolución en la

práctica es muy simple y nada contradictoria con lo ya dicho:

como nunca sabemos “qué va a pasar”, y como Dios no nos

anticipó nada sobre lo que puede haber determinado para

nuestra vida, lo único que tiene sentido es, una vez más, tra-

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152

bajar por lo que deseamos que suceda.

No hay ningún motivo sano para hacer otra cosa.

Precisamente por ser lo que no depende de nosotros, la

suerte es elegida por las personas huidizas o irresponsables

como elemento ideal al que abrazarse. No se abrazan porque

creen mucho en la suerte, sino porque creen poco en sí mis-

mos.

Y si vamos más lejos, la raíz de todo no es qué se cree,

sino qué se tiene ganas de hacer.

Los que tienen ganas de hacer, hacen. Los que no tienen

ganas de hacer, se convencen de que lo que desean les será

traído por la suerte.

Esto, y no lo que se piense sobre la suerte, es el verdade-

ro punto inicial. Todas las aparentes teorías que se elaboran

como consecuencia son precisamente eso: una elaboración,

un efecto de lo que previamente se prefiere en lo más pro-

fundo del sentimiento.

Evidentemente, nos encontraremos con muchos que dis-

cutan estas ideas, que intenten golpearnos por despreciar el

factor suerte, que intenten demostrar que éste es lo más im-

portante de la vida.

Serán los que intentan vivir sin dedicarse, sin construir

su vida con hechos, porque esto requeriría la decisión de

moverse.

Y esta decisión es una de las más difíciles para el ser hu-

mano, que en caso de no tomarla volcará toda su habilidad

para convencerse de que evitarse esa molestia es la mejor

opción posible.

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153

Cualidades que determinan finalidades

Antiguas enseñanzas del Hinduismo afirman que toda la

materia del universo está impregnada, podríamos decir inte-

grada, por tres cualidades, que se entremezclan en distintas

proporciones en cada entidad existente, entendiendo que ca-

da uno de nosotros es también una de esas entidades, y que

la materia no es sólo lo que en Occidente denominamos así

por percibirlo con los sentidos. Para estas enseñanzas la ma-

teria existe también en niveles más sutiles, generalmente no

perceptibles con los sentidos, de los cuales está compuesta

nuestra mente y lo que los occidentales denominaríamos

nuestra alma.

Esas tres cualidades presentes en todo lo existente tienen

denominaciones en la antigua lengua sánscrita, y son:

Tamas: Cualidad manifestada en la inercia, en el peso

muerto, en la oscuridad propia de la materia cuando oculta y

cubre la luz. Como el hollín flotando en el espacio lo oscure-

ce, la cualidad oscura de la materia oscurece, oculta, al espí-

ritu, a la realidad absoluta que subyace tras ella.

Rajas: Su nombre, posible antepasado de rojo, da cierta

idea de lo que designa: la cualidad pasional, activa, motriz;

la cualidad de la naturaleza que rompe la inercia y genera

movimiento, desequilibrio, inquietud. En los seres vivos de-

termina el deseo, la pasión, la búsqueda de satisfacción.

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154

Sattwa: Es el equilibrio superador, la armonía. Es la cua-

lidad de la materia capaz de transparentar la luz del espíri-

tu. Como Tamas caracteriza a la materia más oscura, Sattwa

caracteriza a la más pura y transparente.

Tal vez introducirse en terrenos tan intrincados sea la

única manera de explicarse algunas diferencias entre los

hombres, sus conductas y sus finalidades.

Si no entreviéramos estos principios íntimos de lo exis-

tente no le encontraríamos sentido a muchos fenómenos en

lo que ahora nos importa: el comportamiento humano.

Se puede no creer esto muy al pie de la letra o decir que

nada lo prueba muy convincentemente. De todos modos,

como muchas otras ideas, puede servir como hipótesis de

trabajo, sin la cual no encontraríamos la menor explicación a

actitudes humanas que nos parecerían absurdas y hasta im-

posibles.

De ahí que a primera vista distingamos entre personas

ansiosas, apasionadas, incapaces de quedarse quietas, y

personas pasivas, haraganas, incapaces de moverse por sí

mismas. Y de vez en cuando tenemos noticias de seres que

parecen estar por encima de una y otra opción, que perma-

necen en armonía y actúan sabiamente pase lo que pase.

Cada individuo posee una determinada combinación de

cualidades, que condiciona su manera de sentir, pensar y

juzgar.

Mientras no vivamos las suficientes experiencias que nos

demuestren otra cosa, tendemos a dar por sentado que todos

son más o menos como nosotros, que van a responder a las

circunstancias como nosotros e interesarse por lo mismo que

nosotros.

Con el tiempo descubrimos, generalmente con enorme

asombro, que no es así.

Nos parece inconcebible que algunas personas busquen

lo que buscan y prefieran lo que prefieren. Hasta llegamos a

pensar que traspasaron el límite de la normalidad.

De ahí que necesitemos entender qué es lo que se mueve

en el fondo del ser humano para no quedar tan “perdidos” en

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155

esta tarea, que no es la tarea de un sector de especialistas,

sino la de cualquiera que se proponga hacer algo más o me-

nos serio con su propia vida, y que desee tratar con los demás

sin finalizar aniquilándolos ni huyendo de ellos.

Como tratar con los demás es un desafío que se nos pre-

senta en cualquier área de la vida, desde el hecho inicial de

tener padres y hermanos hasta los posteriores de tener cón-

yuge, hijos, amigos, vecinos y clientes, sin un poco de inquie-

tud por aprender de qué se trata estaremos condenados lisa

y llanamente a vivir mal.

Aprendemos temprano y rápido que todas las personas

buscan “el bien”. Incluso los “malos”, los que les quitan bie-

nes a otros, procuran con ese acto su bien.

Más adelante se puede (o algunos pueden y otros no)

percibir un fenómeno que antes no se veía y a veces llega a

asombrar: no todos entienden por “bien” la misma cosa.

Es algo que cuesta entender si no se tiene en cuenta las

cualidades mencionadas.

Tanto en el ámbito moral como en el de los gustos o en el

de los sentimientos, cada uno lleva en lo más íntimo de sí

una escala de valores, una especie de vara con que mide todo

lo que se le presenta.

Esa escala va del extremo de lo mejor al de lo peor.

Damos por sentado que es cierto; pero de acuerdo a lo

aquí considerado habría que agregar un aspecto no tenido en

cuenta: las escalas de valores de distintos individuos van en

distintas direcciones.

Para un tamásico, la escala se extiende entre la relaja-

ción y el esfuerzo. La primera es el mayor de todos los bienes

y el segundo es el mayor de todos los males imaginables. Pa-

ra un rajásico la escala es entre la satisfacción y la insatisfac-

ción. Para un sátwico es entre la armonía y la desarmonía

interiores.

A cada uno pueden importarle en alguna medida los bie-

nes o males de las otras escalas, pero nunca significarán lo

mejor ni lo peor de todo lo posible, como los extremos de su

escala.

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156

Por eso es imposible que unos entiendan a otros si creen

que lo natural es que los sentimientos de todos se extiendan

en la misma dirección y entre los mismos polos. Cada vez

que hable con otros sobre el bien y el mal, lo mejor o lo peor

de la vida, cada uno estará refiriéndose a su propia escala

como si no hubiera otra cosa.

Suele parecernos inconcebible que alguien prefiera algu-

na vez el mal para sí mismo. Esta contradicción se resuelve

aclarando que en realidad prefiere el mal o lo peor de nues-

tra escala de valores para evitar el mal de la suya, que es lo

que teme por encima de todo.

Es posible elaborar un esquema muy esquemático sobre

qué entiende o siente como “bien” cada tipo de persona.

Para el ser humano tamásico la experiencia más satisfac-

toria, y por lo tanto el mayor “bien” en su escala de valores,

es no invertir energía, no hacer nada, ni a nivel físico ni a

niveles superiores, como el de sentir, pensar o contemplar.

Por lo tanto el mayor mal, el polo opuesto de la escala, es el

esfuerzo.

Para el rajásico lo que le da sentido a todo es el placer;

en algunas personas el mero placer de los sentidos y en otras

el placer de conquistar, de sentirse capaz, de poder. Los que

perciben a niveles más sutiles incluirán como fuentes de sa-

tisfacción el arte y el conocimiento del mundo. La peor posi-

bilidad para estas personas es la carencia, la ausencia de

placer.

Para el sáttwico no hay mayor bien que el equilibrio inte-

rior, la felicidad nacida de la propia armonía y no de las cir-

cunstancias. Se conduce, aunque no haya escuchado la frase,

por el “ante todo, cuidad de vuestra alma” que proponía Só-

crates. Por lo tanto, para él no hay mayor mal que la desar-

monía interior.

Esto ya es suficiente para sugerirnos por qué, aunque to-

dos quieran el bien, no todos buscan lo mismo.

Por ejemplo, a un tamásico le gustaría, como al común

de la gente, poseer mucho dinero. En su caso la razón fun-

damental será el sueño de no tener que trabajar ni molestar-

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157

se. Pero si para ganar dinero tuviera que molestarse, preferi-

rá evadir ese disgusto; vivir sin dinero o soñar que alguna vez

lo poseerá si lo ayuda la suerte. La consigna que guiará su

vida podría resumirse en “ganar es más lindo; pero perder

es más fácil”.

Un rajásico luchará por el dinero (no con el fin de vivir

sin hacer nada sino con el de disfrutar) sin considerar su su

necesidad de descansar, su salud ni su armonía interior (y en

no pocos casos, sin considerar a los demás), porque no con-

cibe nada peor que carecer de lo deseado; y precisamente

por eso desea mucho. Si esta característica prepondera de-

masiado en su mente, despreciará a los que no sean como él

y hasta los avasallará para conseguir los bienes que siente

indispensables.

Un sáttwico no querrá ningún bien externo que le exija

quebrantar su armonía interior. No querrá empeorar como

persona “por nada del mundo”. Trabajará fundamentalmente

por un mundo más armónico, donde todos puedan vivir más

armónicamente, sin entender esta idea en términos dema-

siado “materiales”. Cuando trabaje para sí mismo, no acepta-

rá que trabajar signifique maltratarse ni sacrificarse.

A este tipo de diferencias se debe el que unos seres no

entiendan a otros.

Quien valora el placer por sobre todas las cosas creerá

imposible que alguien sienta que la vida es fea, y sin más fin

que evitar esfuerzos deseche toda posibilidad de disfrutarla.

Tampoco entenderá que alguien no se mueva por dinero sino

“por un mundo mejor”: creerá que es un trastornado, un

idiota, o un mentiroso que habla de ese tema para sacarle

dinero a los demás.

Si alguien valora por sobre todo el no esforzarse, consi-

derará incomprensiblemente molestos a todos los que pro-

pongan moverse hacia algún objetivo. No entenderá para

qué otros seres hacen lo que hacen.

Todos estamos en algún punto de ese espectro de colores.

Todos habremos experimentado la sensación de que es

inútil cualquier intento de resolver estas diferencias hablan-

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158

do: no hay argumento capaz de manejar a alguien con más

fuerza que sus propias tendencias internas.

Algunas veces nos decimos que no tiene sentido la exis-

tencia de los que se limitan a mantenerse vivos biológica-

mente, sin moverse y sin inquietarse. Otras veces asegura-

mos que no tiene sentido la lucha de quienes se inquietan

más de la cuenta.

Esos juicios, como los que a su vez efectúan los demás

sobre nosotros, nacen todos de la propia disposición interior,

y nos sugieren lo absurdo de intentar forzar a alguien a que-

rer otra cosa que la que quiere.

Si nos queda clara esta idea, se nos hará clara también la

manera de tratar con los demás, de comprenderlos, de no

estar demasiado seguros de que existan los “equivocados”.

Descubriremos que es tan natural ser de un modo como ser

de otro, y que es muy poco lo que podemos hacer al respecto,

salvo vivir nuestra vida sin atormentarnos por esas diferen-

cias que, cuando no pensamos en profundidad, nos parecen

absurdas e inaceptables.

Si logramos ese vivir sin atormentarnos, tal vez poda-

mos vivir sin atormentar a otros, e introduzcamos en el

mundo un poco de esa armonía tan necesaria, propia de los

que emergieron de las regiones más tumultuosas de la exis-

tencia.

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159

La personificación de las circunstan-cias

Cuando, a poco de nacer y de pasar nuestros primeros

tiempos a fuerza de instinto, la maduración de nuestras fa-

cultades nos permite albergar alguna idea, la primera que se

forma en nuestra mente es la de que tenemos padres.

No lo pensamos con demasiada precisión; pero “sabe-

mos” que vivimos con seres que nos dan lo que necesitamos,

que acuden cuando lloramos y que nos hacen sentir bien.

Esto es lo esencial de esa convicción, independiente-

mente de la diversidad de circunstancias en que pueda nacer

cada individuo y de qué padres o sustitutos puedan tocarle.

A medida que la idea adquiere más detalle, nos dice que

de esos seres depende nuestro bien o nuestro mal, que ellos

tienen todo el poder sobre lo que recibamos o dejemos de

recibir.

Este núcleo de la idea dejará una poderosísima huella en

nuestra vida posterior; porque no sólo es la primera idea que

nos apareció, sino que lo hizo rodeada, impregnada, por toda

nuestra capacidad de sentir. Alrededor de la figura de nues-

tros padres no sólo está la convicción de que ellos lo deter-

minan todo, sino el amor que desde nuestro arribo al mundo

empieza a nacer en nosotros.

Esa huella inicial se verá luego ante derivaciones tan va-

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160

riadas como son variadas las vidas concretas de los seres;

pero no es difícil ver que en toda esa variedad hay rasgos más

o menos constantes.

El principal es que algún día nuestros padres, hasta en-

tonces siempre listos para darnos todo, dirán no a alguno de

nuestros pedidos.

Suele constituir el primer gran drama para cualquier ni-

ño. Descubrimos con pavorosa conmoción que esos seres no

hacen todo lo que queremos. Tiembla nuestro mundo hasta

entonces confortable y seguro, y hasta tambalea nuestra con-

vicción de que nos quieren.

Este drama puede resolverse bien o mal. Claro que es

muy poco lo que a esa altura podemos hacer para nuestra

formación. Todo está, por el momento, en manos de nuestros

padres.

Si se resuelve no demasiado mal, y proseguimos con las

etapas que generalmente sobrevienen a todos, llegará el día,

también conmocionante, de descubrir que nuestros padres

no son todopoderosos: no pueden conseguir que todos los

sucesos del mundo (a esa altura habremos aprendido que

existe “el mundo”) obedezcan a su voluntad.

Por entonces ya estará en plena marcha nuestro aprendi-

zaje, que gradualmente irá pasando de la responsabilidad de

nuestros padres a la nuestra.

El gran desafío, para algunos el gran drama, es precisa-

mente eso: en algún momento todo debe pasar de la respon-

sabilidad de nuestros padres a la nuestra. En algún momento

necesitamos empezar a depender de nosotros mismos.

El hecho de que lo necesitemos no quiere decir que

siempre lo hagamos. De ahí la posibilidad de que, por culpa

de los padres o por la propia, unos seres se superen y otros se

perviertan.

Son inconcebiblemente variadas las posibilidades de ca-

da vida; pero lo destacable en este caso es que prácticamente

en todas quedó una impronta, más parecida a una sensación

que a un conocimiento: hay en torno a nosotros voluntades

de las que depende nuestro bien y nuestro mal.

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161

Esta impronta no sólo es poderosa por ser la primera en

instalarse en nosotros, sino por estar impregnada con nues-

tros sentimientos más profundos.

Aquí viene el centro del problema, el gran desafío que se

nos presenta cuando, ya por nuestra propia cuenta, debemos

relacionarnos con el mundo: podemos darnos cuenta de que

esas voluntades de las que depende nuestro bien y nuestro

mal son una sensación del pasado, que no toda la realidad

funciona así, o, si no maduramos o no intentamos madurar,

seguir sintiendo que todos los sucesos del mundo dependen

de voluntades todopoderosas que “nos quieren” o “no nos

quieren”.

Es un esquema simple e infantil. El calificativo de infan-

til no sugiere exclusivamente ingenuidad o inexperiencia:

sugiere también la profundidad, la fortaleza de lo que se im-

pregnó en nosotros en el principio de nuestra vida.

Si no se nos grabó lo que nos mostraron aquellas prime-

ras experiencias conmocionantes: 1) las voluntades externas

no siempre coinciden con nuestros deseos, y 2) las volunta-

des externas no tienen un poder absoluto sobre la realidad, y

no descubrimos, además, que no todo lo que ocurre depende

de “voluntades externas”, podemos proseguir nuestra vida

como seres inmaduros, “viendo” alguna voluntad oculta tras

cada fenómeno que nos rodee.

El hecho de que llueva cuando no queremos nos desper-

tará el sentimiento de que alguien decidió eso “para nuestro

mal”. El mal funcionamiento de una máquina nos llevará a

pensar que “está empeñada en enfurecernos”. El resultado de

un encuentro deportivo puede sugerirnos que hay una volun-

tad poderosa moviendo los hilos para que todo sea como a

ella le conviene.

Más adelante, cualquier insatisfacción en el área socio-

económica nos “convencerá” de que “el gobierno” determina

que las cosas sean así, que “no nos quiere” como debiera que-

rernos, y la consecuencia será el resentimiento, el odio hacia

dicho gobierno (y posiblemente hacia todos los que le suce-

dan).

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162

En todos los casos se juzgarán las circunstancias a partir

del supuesto fundamento de que “alguien” quiere que las co-

sas sean así.

En esto se adivina la perspectiva de que en vez de adqui-

rir capacidad para modificar la realidad, individual o colecti-

va, derivemos hacia una creciente incapacitación, con todas

las consecuencias que son de imaginar.

Si luego descubrimos que el gobierno del país no puede

hacer toda su voluntad debido a cómo anda el mundo, nos

imaginaremos un “gobierno del mundo” constituido por gru-

pos o naciones que sí pueden todo lo que quieren, para bene-

ficio propio y para mal de los demás, entre los que siempre

nos incluiremos nosotros.

Y si esto es así y nadie lo impide, empezaremos a figurar-

nos el “gobierno del universo”, Dios, como incomprensible-

mente diferente de lo que debiera ser.

Tal vez muchas concepciones religiosas disten enorme-

mente de las enseñanzas que les dieron origen, tergiversadas

por las inclinaciones subjetivas del ser humano, entre las

cuales el efecto padres cumple un rol preponderante, y se

remodelen ideas de acuerdo al gusto de los que le dirán “sí” a

la creencia que satisfaga sus inclinaciones más íntimas.

Ante la dificultad de concebir una parte de la realidad

que no se conoce, se tiende a compararla o asociarla con una

parte conocida. Pero esa asociación es en algunos casos de-

masiado exagerada, y en vez de ayudar a conocer lo descono-

cido lo desfigura hasta tal punto que en realidad dificulta su

conocimiento.

Tal vez la mayor exageración al respecto ocurra con la

idea de Dios, reiteradamente concebido “a imagen y seme-

janza” de un padre de este mundo, con finalidades y senti-

mientos demasiado parecidos a los de una persona.

Por el mismo procedimiento, todo nuestro universo pue-

de llegar a quedar “personificado”, poblado de voluntades

poderosas ante las que no podemos hacer nada, excepto (si

alguna vez eso dio resultado ante nuestros padres) pedir y

llorar hasta que nos den lo que queremos. Si este camino no

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163

es posible, sólo quedará el de resignarnos ante un “designio”

que “no nos deja” otra posibilidad.

Esta supervivencia del espíritu infantil puede determinar

desde su raíz nuestra forma de ver y encarar la existencia.

Para alguien más o menos maduro, el mundo es como

una página donde escribir, un amplio espectro de posibilida-

des de hacer, de conseguir o no conseguir los objetivos con

que sueña. Para alguien que no rompió el cascarón del “efec-

to padres”, el mundo es un lugar donde nos dan o no nos dan

lo que queremos.

Y nos lo den o no, existe desde un principio en “alguien”

(Dios, los gobernantes, la sociedad, las personas con que nos

relacionamos), el deber de dárnoslo.

Es fácil imaginar cómo vivirá alguien que cree que el

mundo y las personas le deben permanentemente algo y tie-

nen la obligación de hacerlo feliz: ante cada momento inde-

seable vivirá echando culpas, recriminará en vez de dar, pe-

dirá en vez de hacer, desechará a las personas que quiere o lo

quieren porque considera que no cumplen con su obligación,

buscará una y otra vez otras que de una vez por todas cum-

plan con eso que tienen que cumplir. No será de extrañar que

se divorcie varias veces; no será de extrañar que se drogue

para salir del indebido estado de insatisfacción en que vive;

no será de extrañar que robe, porque considera que las cosas

“le corresponden”, y la falla está en que los demás no se las

dieron.

¿Por qué el ser humano suele aferrarse con tanta fuerza a

un esquema imaginario que da resultados tan adversos?

En primer término, porque este esquema no es sólo un

contenido mental: está rodeado de los sentimientos más an-

tiguos, más básicos, más intensos que posee el individuo.

Abandonar ese esquema sería casi lo mismo que aban-

donar el hogar: significaría esfumar repentinamente todo

afecto y exponerse a la intemperie de la soledad y el desam-

paro. Se nos vendría encima una carencia indeseable y poco

menos que insoportable.

Esa es una razón por la que se tiende a no abandonarlo.

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164

Podríamos llamarla la razón afectiva.

Así como en el hombre hay afecto, sentimiento, también

hay conocimiento y también hay voluntad.

Por lo tanto, la dificultad para desprenderse del “efecto

padres” posee también una razón cognoscitiva y una razón

volitiva.

La razón cognoscitiva es sencillamente la falta de cono-

cimiento. Es muy habitual ignorar que los sucesos del mundo

no se deben necesariamente a que alguien haya querido que

sean así, sino que pueden ser así independientemente de la

voluntad de todos, como simple resultado de las leyes de la

naturaleza interrelacionándose con la acción de múltiples

voluntades que hacen fuerza en distintas direcciones.

Toda esa interrelación de causas y efectos puede generar

una realidad que nadie quiso, o en la que algunos impusieron

su voluntad un poco más que otros.

Si prestamos atención y adquirimos el conocimiento ne-

cesario, podemos darnos cuenta de que vivimos en una reali-

dad que no constituye el plan predeterminado de nadie en

especial, y de la cual no hay un culpable en especial (como

algunas veces hemos considerado a nuestros padres culpa-

bles de que algo no fuera como queríamos).

Esto significaría pasar de una idea simple y fácil, endul-

zada por la posibilidad de echarles la culpa a otros, a una re-

presentación de la realidad más difícil de entender, y en la

que no habrá “culpables” sobre los que descargar nuestra fu-

ria.

Llegar a esto requiere un esfuerzo intelectual, que puede

ser obstruido por la resistencia emocional a desprenderse del

esquema infantil, y obstruido también por el tercer factor, tal

vez el más serio a la hora de encarar la finalidad de “vivir

bien”: el factor de la voluntad.

Porque nuestra manera de suponer cómo es el mundo

depende, como tanto se dijo y se vio, de cómo somos, de qué

queremos, de cuánto queremos lo que queremos.

Si nuestra voluntad es débil, si lo que más deseamos es

vivir cómodos, esforzarnos lo menos posible, nos gustará,

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165

nos convendrá mantener vigente el “efecto padres” por el

resto de nuestros días.

Así, si no tenemos lo que queremos podemos pasarnos la

vida creyendo que “nadie quiso dárnoslo”, que “nadie nos

quiso” ni fue bueno con nosotros; que hubo voluntades pode-

rosas y planes maléficos o sobrenaturales determinando que

vivamos como vivimos. Y hasta podemos creer que tuvimos

ese “destino” porque Dios lo dispuso en vista de que “nos

portamos mal”.

Con semejantes ideas, las situaciones más indeseables

podrían quedar teñidas de una carga afectiva intensa, casi

venerable, que nos lleve a aceptarlas como si fueran la mejor

y más bella de las posibilidades.

Si esta inmadurez subsiste impregnará todas nuestras ac-

tividades y relaciones: seremos incapaces de aceptar que algo

“no se pueda”, buscaremos “culpables” de los más ínfimos

contratiempos, y trataremos a todas las personas como un

niño maleducado trata a sus padres: les recriminaremos cada

segundo en que no alcancemos la máxima satisfacción, vivi-

remos juzgando cualquier suceso en términos de que “nos

quieren” o “no nos quieren”, procuraremos doblegar su vo-

luntad llorando o atacándolas.

Esta multiplicidad de padecimientos se volverá la vida

habitual de cada persona que no deje esa cáscara afectivo-

intelectual-volitiva que alguna vez tenemos que romper, y sin

embargo tendemos a conservar como si fuera el más cálido

de los abrigos.

Es como hallarse en una casa que nos cobija y nos ofrece

un panorama conocido, pero en la cual no hay alimentos.

Sentiríamos que sería más cómodo quedarse siempre en ella;

pero en seguida descubriríamos que en esas condiciones apa-

rentemente deseables padecemos cada vez más insatisfac-

ción, y sabemos que a la larga no tendremos posibilidad de

vivir.

La vida está afuera. Sólo necesitamos atrevernos a desa-

fiar la intemperie, hacer frente a lo desconocido, descubrir

cómo obtener alimento con nuestras propias manos y cómo

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166

relacionarnos con la humanidad que habita más allá de esas

paredes.

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167

Lo que queda sin hacer

Ante las complicaciones que nos presentan las socieda-

des de hoy, tendemos a preguntarnos cómo sería la vida en

una sociedad más simple.

Entonces solemos imaginar pueblos primitivos saliendo

a cazar, alimentándose de lo que cazaban y construyendo sus

viviendas, las de unos iguales a las de otros, con los materia-

les disponibles en su región y las técnicas heredadas de sus

mayores.

Aunque esta imagen ya representa un grado de tecnifica-

ción, porque armas y viviendas son innovaciones introduci-

das alguna vez, nos da la idea de un mundo lo suficientemen-

te simple como para convencernos de que el de hoy es com-

plejo.

Adentrémonos en la vida de un hombre de ese mundo:

habrá aprendido a cazar a la misma edad en que lo hacían

sus semejantes, habrá aprendido al respecto ni más ni menos

que cualquiera de ellos, habrá formado una pareja sin que

circularan por su mente preferencias sobre extracciones so-

ciales, nivel cultural, costumbres ni aspiraciones, habrá cons-

truido su vivienda sin preguntarse si podría tener una distin-

ta o si la de otro era mejor, habrá tenido hijos a los que ense-

ñó lo que se les enseñaba a todos, los habrá llevado a cazar a

la edad en que él salió por primera vez, habrá envejecido, y

habrá muerto sin preguntarse si le hubiera convenido vivir

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168

de otra manera.

Este cuadro nos despertará probablemente dos ideas:

una es que aquellos seres parecían poseer la fórmula de la

felicidad; la otra es que si viviéramos como ellos nos aburri-

ríamos terriblemente.

Y si profundizamos un poco más llegaremos a la conclu-

sión más sorprendente: tanto una afirmación como la otra

son verdaderas.

Alguien dijo “la felicidad depende de no tener opciones”.

No es que presentara un ideal de felicidad para los vegetales:

se supone que no creería que una vida sin opciones es la me-

jor de las vidas posibles. Se refirió a que lo que introduce

inestabilidad, vacilación, duda, miedo, tormento y complica-

ción en nuestra vida es ni más ni menos que la posibilidad de

elegir.

La misma especie humana que una vez cazaba en las sel-

vas fue innovando, inventando, intentando, y convirtiendo

paso a paso la vida de cada individuo (según unos para mal,

según otros para bien) en lo que es ahora: una posibilidad

casi infinita de opciones.

Y, curiosamente, esa iniciativa creó un fenómeno antes

inexistente: una alta proporción de seres disconformes.

Esto nos tienta a preguntarnos: ¿Nos hemos equivocado?

¿Es un error la civilización?

Detrás de esta pregunta parece subyacer toda la razón de

ser del hombre.

Podríamos haber sido animales sin inquietudes; pero el

mismo proceso de inventar armas al principio, ropas más

adelante y el resto de las cosas después no es un hecho aza-

roso, que podría haber ocurrido o no: desde el momento en

que somos humanos intentamos hacer “algo más” con nues-

tra existencia.

Todo lo que hicimos desde nuestro estado salvaje en ade-

lante fue, podría decirse, el resultado de una vocación previa.

Pues bien, desde ese primer intento de “algo más” estu-

vimos ampliando nuestras posibilidades. Hoy cualquier ser

humano es consciente de que en su vida hay distintas posibi-

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169

lidades, de que algunas pueden concretarse y otras no, y de

que algunas pueden hacerlo más feliz que otras.

A diferencia del sujeto escogido al azar en el ejemplo, no

morimos sin preguntarnos qué más podríamos haber hecho.

Más todavía, nos inquietamos por el tema prácticamente a

poco de nacer.

Basta prestar un poco de atención al asunto, y ver la mul-

tiplicidad de posibilidades que se abren en este mundo cada

vez más diversificado, tecnificado e intercomunicado, para

darnos cuenta de una primera evidencia: no todo lo que se

nos ocurra llegará a concretarse.

A primera vista, esta afirmación nos asusta. Quedarse

con algo sin hacer es sufrimiento.

También a primera vista, ante esto hay dos caminos:

aceptar el desafío o escapar. De ahí que algunos sientan que

el hombre creó sociedades complejas y multiplicó posibilida-

des “para mal” y otros sientan que lo mismo fue “para bien”.

Para evitar ese “mal”, muchos prefieren la comodidad de

creer que no tienen posibilidades ni opciones. Con eso pre-

tenden vivir tranquilos. Pero como es imposible no darse

cuenta de que no todos viven igual, suelen explicar esto di-

ciendo que las posibilidades las tienen “los ricos” u otro sec-

tor afortunado, o bien que esas diferencias no dependen de lo

que uno haga sino de factores inmodificablemente ajenos al

hombre.

El problema que aquí se intenta enfocar es el de la otra

alternativa: aceptar el desafío, darse cuenta de que nuestro

porvenir es una multiplicidad de posibilidades, que éstas de-

penden en gran medida de nosotros, que algunas pueden

concretarse y otras no, que algunas pueden hacernos felices y

otras no, y de todos modos hacer frente a esta diversidad sin

sufrir, o, si esto es mucho pedir, sin sufrir demasiado.

En tal caso existe una primera fórmula: empezar dándo-

se cuenta de que todas las posibilidades, aun seleccionando

solamente las mejores, no caben en nuestra existencia.

¿Podemos ver todos los programas y películas dignos de

ver? ¿Podemos leer todos los libros dignos de leer? ¿Pode-

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170

mos cursar todas las carreras que nos interesan? ¿Podemos

habitar todos los lugares que nos atraen?

“Todas las posibilidades”, incluso sólo las buenas, incluso

sólo las de un determinado rubro, ocuparían más tiempo

que el que tendremos disponible por mucho que vivamos.

Debemos, por lo tanto, empezar diciéndonos: la posibili-

dad que algo de lo imaginado quede sin hacer no es una

anormalidad: es la más absoluta normalidad. No hay vida en

la que no quede algo sin hacer.

Esta idea puede parecerse peligrosamente a la de los re-

signados que practican el “culto a la imposibilidad”, y podría

llevarnos a la misma vida que viven ellos.

La diferencia fundamental es que esta idea debe conver-

tirse en una convicción previa, una sabiduría que nos disuel-

va toda histeria o reproche ante alguna posibilidad que ima-

ginamos y no concretamos; pero, de ninguna manera, debe

fijarnos en la aparentemente cómoda condena de no inten-

tar.

Una vida verdaderamente sana, una vida verdaderamen-

te encaminada hacia la no-infelicidad, es una vida en la que

se intenta.

Una vez convencidos de que lo mejor es intentar, pero

convencidos también de que no existe la posibilidad de que

no quede nada sin hacer, la única síntesis superadora será la

de elegir bien qué hacer.

No podremos hacer todo en extensión, no podremos en-

carar, y mucho menos concretar, todas las posibilidades de

las que escuchemos hablar o que en algún momento nos

atraigan; pero sí podemos, debemos, necesitamos, hacer en

profundidad.

Y para hacer en profundidad no necesitamos hacer una

infinidad de cosas: necesitamos simplemente responder a

nuestro llamado más profundo.

Ese llamado más profundo, esa necesidad que desde el

fondo de nosotros nos fuerza a movernos y jamás se resigna-

rá a quedar sin satisfacción, puede ponerse en marcha por

diversos medios concretos. De ahí que no importe demasia-

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171

do, si se elige alguno de esos caminos concretos, dejar otros

sin recorrer. Lo que verdaderamente importa es desplegar

nuestra potencia interior.

Entre los que no se resignan, entre los que eligen la op-

ción de intentar, habrá quienes sufran demasiado y quienes

finalicen su vida con satisfacción. Unos serán los superficia-

les, los que no percibieron más que el mundo de la extensión,

de la diversidad que nunca se acaba y por lo tanto nunca se

obtiene; otros serán los que intentaron en profundidad.

La felicidad no consiste en hacer todo, sino en hacer lo

que más necesitamos.

Cada uno debe ser capaz de identificar, entre lo que más

necesita o quiere, qué es lo primordial, qué es eso que no

puede dejar de empezar (no digamos de realizar en su totali-

dad) sin sentir que desperdicia su vida.

Si uno obedece a ese llamado, si se pone en marcha sin

perezas ni cobardías, no le importará cuántas de todas las

cosas que alguna vez pasaron por su mente quedan sin hacer:

vivirá totalmente convencido de que transita el camino de la

satisfacción.

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172

El mito de la rutina

A la hora de pensar en las amenazas que se ciernen sobre

nuestra posibilidad de vivir bien, todos trazamos aproxima-

damente la misma lista de males ante los que no queremos

vernos: la soledad, la enfermedad, la pobreza, la pérdida

brusca de la vida, de alguna capacidad o de alguna posesión,

etc.

Pero a menudo el cine o la literatura nos presentan obras

pretendidamente dramáticas sustentadas únicamente en la

confrontación de los personajes con estos males, y nos pare-

cen un tanto vacías, superficiales, incapaces de concebir otro

drama que los cambios materiales y bruscos.

Porque podemos transitar largos tramos de la existencia

a salvo de esos estallidos de adversidad sin que por esto se

nos ocurra decir que vivimos bien.

Porque, a no ser que seamos más vegetales que humanos,

nos damos cuenta de que la vida tiene que ser algo más, y no

nos resignamos a conformarnos con que “no nos pase nada

malo”.

Como las buenas novelas o películas, quien quiere ver en

profundidad descubre que hay drama, que hay aventura, allí

donde a primera vista no ocurre nada.

Que “no nos pase nada malo” está bien para empezar, pe-

ro de ninguna manera satisface nuestras más íntimas aspira-

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173

ciones.

Si miramos en profundidad nos damos cuenta de que el

verdadero drama humano no nace (como en las telenovelas)

de las enfermedades, de los accidentes, de la maldad ajena ni

del amor no correspondido, sino del hecho de que no pase

nada.

En la lucha contra el drama de que no pase nada, una lu-

cha que no todo el mundo decide encarar, cada uno puede

darse distintas respuestas sobre qué quiere que pase para

que su vida sea como quisiera.

Y en medio de esas alternativas nos entrecruzamos con

un villano que suele empeñarse en ingresar al drama de la

existencia; un villano al que, como a todos los seres peligro-

sos, conviene prestarle atención: la rutina.

Porque, ni bien le prestemos atención, nos daremos

cuenta que ese villano finge tener un arma entre su ropa para

que nos asustemos y le entreguemos todo. Nos daremos

cuenta de que el peligro no está en él: sino en el miedo que le

tengamos.

Muchas veces empeora (para ser más exactos, empeora-

mos) nuestra vida por el solo hecho de que imaginamos un

peligro donde no lo hay.

Si no nos damos cuenta de que quien quiere intimidar-

nos es inofensivo y el verdadero peligro está en nuestro mie-

do, el resultado será el mismo que si usara un arma real: ten-

drá poder sobre nuestra vida y hará lo que quiera con noso-

tros.

Lo mismo ocurre con esa palabra que se pronuncia casi

con terror: la rutina.

El término rutina se refiere simplemente a la repetición

de sucesos.

La repetición de sucesos en sí misma no nos parece un

mal. No nos parece mal ver cada día a los seres que quere-

mos; no nos parece mal que cada día salga el sol ni que dis-

pongamos de alimentos.

En síntesis, no nos molesta ni preocupa que se repitan

los sucesos agradables.

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174

En cuanto a los sucesos desagradables, nos disgustan

aunque no se repitan.

La raíz de ese casi terror parece tener relación con la re-

petición de acciones propias.

Nos disgusta hacer siempre lo mismo. Incluso lo que en

un tiempo nos gustó empieza a disgustarnos si lo repetimos

indefinidamente.

Si hay un antónimo, una antítesis de la rutina, todo indi-

ca que tiene que ser la novedad.

El espíritu humano (en la medida en que esté despierto)

se alimenta de novedad.

Pero sucede que la novedad, como todo lo deseable, tiene

su precio. Y la ausencia de lo deseable se debe, casi en todos

los casos, a que faltó disposición a pagar su precio.

Y puede decirse que la novedad tiene un precio en el área

individual y un precio en el área social.

En el área individual, en lo que respecta a lo más profun-

do de nuestro ser, sucede que tendemos a hacer siempre lo

mismo cuando no sabemos a qué otra cosa pasar. Y no sa-

bemos a qué otra cosa pasar cuando no sabemos qué es la

vida.

Puede parecer un problema demasiado “grande” cuando

lo que intentamos es simplemente no aburrirnos. Pero resul-

ta que las raíces del aburrimiento son profundas, y no se cor-

tarán si le suponemos causas superficiales.

Lo que sí podemos hacer, o recomendar a quien no quie-

ra aventurarse a respuestas difíciles y lejanas, es preguntar-

nos qué nos gustaría en lugar de “eso” que hoy nos disgusta

repetir.

Tal vez moviéndonos en pos de lo que nos gustaría va-

yamos rumbo a las grandes respuestas que por ahora nos

abruman.

Si nos parece mucho preguntarnos qué es la vida, pre-

guntémonos simplemente qué queremos que sea nuestra vi-

da.

De ahí en adelante, sea sabia o no nuestra respuesta, po-

demos empezar a modificar nuestra vida actual para trans-

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175

formarla en la vida que queremos.

Si “simplemente” hacemos esto, ya habremos salido de

la rutina.

Pero como esto tiene un precio que hay que pagar, al que

hay que atreverse, abundan los que prefieren continuar como

estaban, y decirse que la rutina es una cárcel de la que nadie

escapa, o un asaltante con un arma real, que verdaderamen-

te puede hacernos daño.

En este corazón del problema se cruzan el área indivi-

dual y el área social.

En esta área se suele odiar la rutina laboral, la obligación

de hacer todos los días lo mismo para ganarse la vida.

Como la vida es deseable, hacemos lo que haga falta para

sustentarla. Pero lo que hace falta resulta a menudo indesea-

ble.

La más de las veces, no es indeseable por ser feo, incó-

modo o contrario a nuestros instintos: nos resulta indeseable

por ser una repetición de lo mismo.

Pero ¿quién nos obliga a hacer siempre lo mismo?

Abundarán los que contesten que “es una obligación la-

boral”; nos obliga nuestro empleador, porque “nos paga por

hacerlo”.

Ante esta respuesta cabe preguntarnos ¿es que en esa

empresa, o en algún otro lugar, no se le paga a nadie por ha-

cer otra cosa?

Nuestra única obligación es no vivir a costa de otros. Par-

tiendo de allí, las actividades por las que alguien nos pague

pueden ser infinitamente diversas. Sólo hace falta que nos

capacitemos para ellas e intentemos iniciarlas.

Si en nuestra juventud descubrimos que alguien nos pa-

garía por algo fácil, como, por ejemplo, pasar una escoba por

un piso, fue bueno hacerlo. Pero ¿de dónde sacamos que va a

ser bueno hacerlo toda la vida? O, si empieza a aburrirnos

¿de dónde sacamos que no sea posible hacer otra cosa?

Si pasan los años y nunca somos capaces de hacer algo

más, o aunque seamos capaces no se nos ocurre empezar, no

es responsabilidad de nuestro empleador, ni de la sociedad,

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176

ni del mundo: es exclusivamente responsabilidad nuestra.

En el momento que queramos podemos empezar a hacer

otra cosa. Y si no sabemos cómo se hace, o no encontramos

ya mismo quien nos pague por hacerla, seguimos teniendo

toda la posibilidad de empezar a intentarlo.

En ese preciso instante habremos dado muerte a la ruti-

na.

Dar muerte a la rutina es una actitud interior. No signifi-

ca forzosamente que podamos en el 100% de los casos elimi-

nar el 100% de las tareas repetitivas. Sin embargo, podemos

estar repitiendo acciones sin vivir atrapados mentalmente en

el mundo de la repetición.

Si nuestra mente y nuestro sentimiento están creando,

imaginando, buscando caminos, no nos molestará de ningu-

na manera encarar mientras tanto tareas repetitivas sobre el

mundo exterior.

Como escuchamos tantas veces, el camino de la felicidad

no consiste exclusivamente en ser capaz de modificar el

mundo, sino también, y paralelamente, en ser capaz de inde-

pendizarse de cómo es o deja de ser el mundo.

Sin perder de vista esa relatividad de nuestra acción so-

bre el mundo, podemos realizar alguna tarea repetitiva sin

creernos rutinarios ni prisioneros de la rutina, porque en lo

más profundo de nosotros sabemos que estamos dirigiéndo-

nos hacia lo que queremos, trabajando por un objetivo mejor

que el actual estado de cosas.

Evidentemente, hay riesgo de que en algún caso no con-

sigamos lo buscado. Más precisamente, de que no lo consi-

gamos tan pronto como quisiéramos.

Por eso, abundan los que no hacen nada para salir de

donde están, los que prefieren creer que aburrirse es una

obligación, que la rutina nos atrapa contra nuestra voluntad

y que no nos libera en ningún caso.

Para subirse a un barco hay que sacar los pies de la tie-

rra, y para disfrutar del lugar al que se arribó hay que volver

a moverse y sacar los pies del barco.

Si cada paso nos da miedo, si nos asusta la posibilidad de

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177

dejar algo por el simple y natural hecho de que no sepamos

qué va a venir después, estaremos perdiéndonos por deci-

sión propia todas las posibilidades de vivir como queremos

vivir.

Es feo vivir de una manera que no queremos, pero más

feo aun es saber que nos ocurre porque no hicimos nada al

respecto.

Existe la posibilidad de hacer algo, pero implica algunos

riesgos que asustan; porque en la vida que llevamos mante-

nemos cierta seguridad de que “no nos pase nada malo”, y en

otro tipo de vida no sabemos qué pasaría.

Entonces, como salir de las dos fealdades es más difícil,

mucha gente prefiere salir de una sola, ocultarse a sí misma

el factor de no haber hecho nada al respecto, y creerse con-

denada a una vida que no le gusta porque “no hay más alter-

nativa” que vivir así.

No existe la rutina: existen los rutinarios.

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179

Las ideas-refugio

Al estudiar “con qué llenamos nuestra vida” se resalta la

distinción entre actividad satisfactoria y actividad consuelo.

Luego, como otra parte de lo que llena nuestra vida aparece

el trabajo, “lo que hacemos a fin de obtener lo deseable o evi-

tar lo indeseable”.

Conviene ver que, así como una actividad consuelo puede

ser disfrazada de actividad satisfactoria, abunda entre los

seres humanos la inclinación a presentar como “trabajo”, en

vez de una acciones encaminadas a obtener efectivamente lo

deseable, una serie de actividades encaminadas en realidad a

llenar el tiempo y convencer a su ejecutor de que está dedi-

cándose a algo serio, cuando lo que está haciendo es entrete-

nerse para no verse ante algún riesgo, o ante los problemas

que verdaderamente lo aquejan.

Estas actividades, o creencias de que hacer tal o cual cosa

es una necesidad de lo más trascendente, pueden denomi-

narse con justicia ideas-refugio.

Las ideas-refugio son al trabajo lo que la actividad con-

suelo es a la actividad satisfactoria: una opción que se elige

como si fuera la mejor, cuando en realidad se está eligiendo

porque es más cómoda.

El trabajo tomado en su cabal sentido: “lo que hacemos a

fin de obtener lo deseable o evitar lo indeseable”, conlleva la

posibilidad de fracasar, de no obtener lo deseable o no evitar

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lo indeseable. Considerando que alguien dijo “no hay fraca-

sos, sino resultados”, para librarnos de la suposición de que

un resultado indeseable es una desgracia inmodificable de

por vida, podemos reemplazar el término fracaso por el de

resultado indeseable. Llamado así no tendrá ningún poder

devastador sobre nosotros; pero esto no modifica lo esencial:

no queremos que en nuestra vida haya resultados indesea-

bles.

Entonces, como el trabajo “en serio”, la acción decidida y

efectiva sobre las circunstancias, representa un riesgo y pue-

de derivar en resultados indeseables, existe la alternativa de

recurrir al autoengaño de imponerse como “trabajos” una

serie de actividades que en realidad no conducen a nada, o

tienen una utilidad ínfima, pero pretenden mostrarse como

lo más serio que se puede hacer en la vida.

Estas actividades podrían llamarse “inocuas” porque no

conllevan el peligro del fracaso: pero no son nada inocuas

por una razón fundamental: tampoco conducen a ningún ti-

po de éxito.

En consecuencia, son el más grave de los peligros y el

más grave de los fracasos, porque su resultado es el desper-

dicio de nuestro tiempo, la atrofia de nuestras facultades.

Estas ideas-refugio, o actividades donde no habrá fracaso

pero tampoco triunfo, pueden ser tan variadas como la capa-

cidad inventiva del hombre: limpiar lo que ya está limpio,

acomodar diez veces lo que basta acomodar una, cuidarse de

lo que le sucede a una persona entre millones, trabajar en lo

más cómodo aunque sea aburrido y poco rentable, esmerarse

en lo superficial y eludir lo profundo, etc., etc.

Poseen algunas denominaciones “clásicas”, a las que es

clásico recurrir: “hacer las cosas de la casa”, “lavar el auto”,

“mantenerse en forma”, “cuidarse”, “estar informado”, y va-

riantes de lo más inusuales e inverosímiles, que sólo se le

ocurren a unos pocos, pero cumplen siempre el mismo obje-

tivo: llenar las horas y la existencia evitando los riesgos de

mirar dentro de uno mismo, de enfrentar la alternativa de

ganar o perder, o de darse cuenta de que no se vive como se

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181

quisiera vivir.

Así, se puede sentir la sensación de “trabajar mucho” al

tomar muchas cosas para limpiarlas o cambiarlas de lugar,

sin que ello signifique obtener lo deseable ni evitar lo inde-

seable. Se puede saber cómo se lleva una determinada actriz

con su marido o qué problemas enfrenta el gobierno de un

país lejano, pero no fijarse jamás en qué necesita uno mismo.

Se puede poseer infinidad de libros bien ordenados, etique-

tados y forrados, pero no sacar el menor provecho de lo que

dicen. Se puede seguir cuidadosas instrucciones con las que

se consiga vivir cien años en un cuerpo sano, pero no saber

qué hacer con todo ese tiempo.

Algunas de esas actividades son buenas mientras no se

las eleve a la categoría de centrales ni de únicas.

No es un vicio ni una debilidad entretenerse cuando se lo

toma como alternativa pasajera, como descanso respecto al

trabajo serio que en algún momento realmente se hace.

El acto de acometer, con nuestra voluntad, con nuestra

inteligencia y con nuestro sentimiento, contra los problemas

más profundos o voluminosos, dignifica nuestra vida con el

solo hecho de encararlo; pero suele ser agotador, y no es una

debilidad detenerse a descansar (siempre que esa detención

no sea permanente), como no es una debilidad que los solda-

dos que combaten valientemente dispongan de unos días de

licencia. Es recomendable alternar la parte difícil del trabajo

con la parte fácil, el descanso o el entretenimiento.

En el caso de parar a entretenerse, uno es consciente de

que está descansando o jugando, sabe que eso no es “el tra-

bajo”, y sabe que luego retornará a éste. En el caso de una

idea-refugio, uno no es consciente de que está recurriendo a

ella para salvarse de hacer algo serio.

Más todavía: como parar a pensar es también “algo se-

rio”, las actividades impuestas por las ideas-refugio tienden a

excluir la posibilidad de parar. La idea de “estar todo el día

ocupado” parecería propia de alguien muy dinámico, pero

esconde una monstruosa pereza en el nivel más profundo de

la persona.

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182

Todas las ideas-refugio coinciden en su función de brin-

darnos un ámbito donde estar mentalmente cómodos, donde

refugiarnos a resguardo de los verdaderos problemas.

Esto no significa que nuestra vida deba ser incómoda ni

que cambiar sea una obligación. Si uno quiere seguir vivien-

do como vive, no hay ningún error en eso, siempre y cuando

se sienta bien en lo más íntimo con la vida que lleva, y pueda

mirar esa vida, y su propio mundo interior, sin miedo y sin

necesidad de ocultar nada.

Si nuestra vida no es así, la única opción sana será modi-

ficar lo que haga falta. Y eso es lo que nunca se podrá si se

permanece escondido en un refugio.

Si hay un concepto opuesto al de refugio debe ser el de

frente de combate, el lugar donde se pone en juego lo grande,

lo valioso, lo serio de la existencia.

Aunque también hay que cuidarse de la apariencia super-

ficial, porque no todo combate es serio ni valiente. Basta con

ver cuántas guerras abundaron en actos heroicos pero no so-

lucionaron nada. Muchas veces la misma idea de combatir,

aunque implique riesgos, constituye una idea-refugio, por-

que en vez de combatir en profundidad, inquiriendo sobre

qué es lo que en verdad hace falta, se abraza cómodamente la

idea de que eliminar a un determinado grupo humano, el

enemigo, bastará para que se disuelvan todos los males.

Tal vez la verdadera señal de que hacemos algo serio, de

que trabajamos en profundidad, sea la sensación de no estar

del todo seguros, el sentimiento de que debemos seguir in-

quiriendo para encontrar el camino, el miedo de que con lo

que hagamos lleguemos al momento del todo o nada respec-

to a nuestros objetivos.

Ante semejante incomodidad, aparece habitualmente el

recurso de refugiarse en la creencia de estar haciendo algo

necesario y valioso, cuando en alguna parte de nuestro ser

sabemos que sólo se trata de lo más cómodo.

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183

El amor exigente

Cuando se trata de vivir bien, tanto si concebimos como

sujeto de ese vivir bien un limitado “yo” o un amplio “noso-

tros”, exaltamos el papel del amor en ese escenario. También

entendemos, por lo menos para decirlo, la importancia de

procurar “el bien”, para nuestra propia persona o (según la

amplitud de nuestro amor) para algunas o muchas más.

Así como en el amor hay amplitud, hay o puede haber

profundidad.

Hay quienes sienten un amor amplio (que en vez de

abarcar a pocos seres abarca a muchos), y quienes sienten un

amor profundo (un amor que va “más lejos” en el terreno de

las finalidades).

Todos coincidimos en que el amor no es amor si no pasa

a la acción. A nadie se le ocurriría asegurar que una persona

ama a otra si nunca le ve hacer nada por ella.

Hablar de hacer algo para alguien es dar por entendido

que consiste en hacer algo para su bien.

Y allí se nos aparece el gran tema: mencionamos a cada

instante el bien como si supiéramos sin ninguna duda de qué

se trata. Pero alguna vez necesitaremos preguntarnos qué es

el bien.

Tal vez algunos se topen con una incertidumbre abruma-

dora y otros se lo respondan con sencillez y seguridad. Pero

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184

una cosa es segura: no todos se responderán lo mismo.

Es habitual decir que en la vida particular de las perso-

nas, o de la sociedad en general, muchas cosas andan mal

porque falta amor.

Sin embargo, no es tan habitual darse cuenta de que aún

en muchos casos en que no falta amor abundan los proble-

mas.

Esto se origina en que no todo intento de “hacer el bien”

deriva en un verdadero bien. Muchos buenos intentos termi-

nan empeorando las cosas.

Una y otra vez el centro del problema es la misma pre-

gunta: ¿qué es el bien?

Y para responderse cualquier interrogante sobre el bien,

sobre las verdaderas necesidades del hombre, hace falta te-

ner una idea de qué es el hombre.

De ahí que haya en el mundo infinidad de personas, de

movimientos sociales, políticos o religiosos queriendo hacer

algo por el bien del hombre y, como no todos se dicen lo

mismo sobre qué es el hombre, ese “algo” que cada uno hace

es inconcebiblemente distinto de lo que hace otro con la

misma intención, hasta el punto de que diferentes grupos

humanos con la misma intención tratan de aniquilarse entre

sí, procurando cada uno con la mayor sinceridad el bien del

hombre.

Sin intentar una conclusión definitiva ni indiscutible,

porque cualquiera de esos intentos es el inicio de nuevas dis-

cusiones, hay que procurar ir por la vida aclarándose progre-

sivamente qué es el hombre, para derivar de esto la idea de

qué necesita el hombre, o sea qué necesita uno mismo, los

seres que ama y la gente en general.

Ni bien se empieza con el tema, es habitual decir que to-

do ser humano necesita comida. No sólo porque nuestra es-

tructura biológica es lo más indiscutiblemente visible, sino

porque la necesidad de alimentarla se renueva constante-

mente, y plantea un requerimiento tan urgente que no se

puede dejar de lado. De ahí que abunden quienes, a la hora

de preocuparse por el bien propio o ajeno, no piensen más

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185

que en obtener o en dispensar alimentos.

Más allá de esta base “indiscutiblemente visible” empie-

zan las discusiones.

Una posibilidad de respuesta amplia, que de todos mo-

dos puede ser cuestionada por quienes creen que sólo necesi-

tamos comer, es decir que el hombre es algo más, que encie-

rra en sí potencialidades que, aunque no sepamos cómo ni

porqué, pueden desarrollarse.

En este caso, el bien propio del ser humano sería el acto

de desarrollarse.

Esta respuesta empieza a meternos en dificultades, por-

que la comida es una cosa tangible, que puede ser suminis-

trada por un ser a otro; pero el acto de desarrollarse ocurre

exclusivamente en el interior de una persona. Más aún: ocu-

rre exclusivamente si lo determina la voluntad de esa perso-

na.

En tal caso no habría posibilidad de dar nada. A no ser

que exista la posibilidad de dar propuestas, consejos, aliento

para que una persona se desarrolle, y la posibilidad de exi-

gírselo, no como un intento de torcer su libertad para satis-

facer nuestras preferencias, sino como el medio para que ella

misma alcance el mayor bien posible.

De esta posibilidad, de esta convicción de que el hombre

es o puede llegar a ser algo más, nace el amor exigente.

Como el amor superficial quiere que los demás tengan

comida, salud, ropa o morada, el amor exigente quiere que

los demás se desarrollen.

Para los que sufran como si preferir una opción obligara

a rechazar la otra, hay que destacar que cuando las personas

se desarrollan, desarrollan también su capacidad de obtener

o producir comida.

Para el amor exigente no es “malo” encarar la búsqueda

de comida ni la búsqueda de placer: lo único verdaderamente

malo es desatender el desarrollo.

Por ejemplo, para el amor superficial el acto de robar es

“malo” porque significa despojar a alguien de sus cosas. Para

el amor exigente, robar es malo principalmente porque em-

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186

peora como persona a quien lo hace, tiende a contagiar su

actitud y a empeorar a la sociedad en general. En última ins-

tancia, generaría un mal igualmente indeseable para ambos

tipos de amor: vivir entre gente “peor” y, además, en una so-

ciedad donde todos poseerían cada vez menos cosas.

Es interesante observar que las exigencias del amor exi-

gente no están en contraposición con las inquietudes del

amor superficial respecto a las necesidades básicas o bioló-

gicas. Es más: cumplir las exigencias del amor exigente deri-

va con el tiempo en una mejora en el terreno material y bio-

lógico.

Tal vez el gran punto de contraposición entre los dos ti-

pos de amor resida en esa breve especificación: con el tiem-

po.

El amor superficial no se lleva bien con el tiempo. Quiere

todas las cosas inmediatamente, como siempre las quiere

nuestro ser biológico. Elige invariablemente el bien a corto

plazo. Tiende a prodigar todo lo que signifique placer inme-

diato, a padecer cuando alguien carece de cosas y no cuando

carece de voluntad, a dar a los demás lo que a primera vista

necesitan, a dar irreflexivamente lo que ellos pidan, sin la

menor consideración sobre si lo que les dio no irá después a

perjudicarlos. Esta idea siempre le es echada en cara por al-

gún practicante del amor exigente.

Por eso, los practicantes del amor superficial suelen per-

cibir como enemigos a los practicantes del amor exigente;

mientras éstos sienten cierta molestia por la superficialidad

de los primeros, pero de ninguna manera creen tener objeti-

vos contrapuestos.

Otro factor es que el amor puede ser superficial por dos

razones: porque se posee una sensibilidad superficial o por-

que se tiene miedo de sentir, mirar o pensar profundamente.

Los superficiales por simple incapacidad tienden a no

comprender a los practicantes del amor exigente; los superfi-

ciales por miedo tienden a desear que desaparezcan, a odiar-

los casi con furia.

Los practicantes de uno u otro tipo de amor tenderán, en

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187

la medida en que amen a los demás, a procurarles exacta-

mente lo mismo que consideran bueno para ellos.

La diferencia fundamental continúa residiendo en la

convicción que cada uno tenga sobre qué es el hombre.

Para quien está convencido de que el hombre necesita en

lo más profundo de sí desarrollarse, de que es hombre sólo

cuando se desarrolla, el no desarrollo aparece como un mo-

do de muerte, de desaparición del hombre como hombre,

independientemente de que prosiga existiendo como ente

biológico. Esta posibilidad le resulta tan pavorosa como ver a

un semejante morir ahogado o aplastado.

De ahí que quien siente amor exigente quiere para los

demás cualquier tipo de bienes mientras no se contrapon-

gan con su desarrollo. Cuando exista una contraposición en-

tre un bien externo y el desarrollo interno, siempre dará

prioridad a este último. Incluso cuando se contraponga con

la necesidad de comer; porque su convicción sobre la natura-

leza humana le dice que en llegado el caso la otra persona

extraerá de sí la capacidad necesaria, se pondrá en movi-

miento, se desarrollará, para obtener el alimento que su

hambre le exige.

Y si el hambre exige, el partidario del amor exigente

nunca estará del todo convencido de que sea un mal.

Además de los males que acarrea el amor superficial,

existe para el partidario del amor exigente otra calamidad: el

amor fingido, que aparenta dar algo por amor pero lo da con

un interés oculto.

Cuando un ser humano da algo a otro puede hacerlo de-

sinteresadamente, con sincero afán de hacer el bien a ese

otro, o interesadamente, como recurso para lograr indirec-

tamente su propio bien.

También se puede dar interesadamente sin un fin oculto,

sin ningún tipo de amor fingido. Por ejemplo, cuando un

vendedor da algo a un comprador y éste le paga; porque am-

bos actúan abiertamente y de mutuo acuerdo en su propio

beneficio.

Cuando alguien da desinteresada y sinceramente, entra

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188

en juego lo que verdaderamente cree sobre qué es el hombre

y qué necesita. Aquí puede haber algún acto perjudicial, que

empeore a quien reciba un aparente bien, sólo a causa de la

superficialidad de quien vea un bien superficial como bien

supremo.

Cuando alguien da algo con un fin oculto, como lograr

que el otro le preste atención, lo crea buena persona, le haga

favores o lo vote en las siguientes elecciones, generalmente el

bien que le da a ese otro no es un bien relacionado con las

necesidades profundas del hombre, con su desarrollo, sino

con sus deseos inmediatos, porque intenta gustar, mientras

que la exigencia o el llamado al desarrollo no suelen gustar.

Como consecuencia, la extendida práctica de dar algo a

otro para beneficiarse uno mismo tiende a enviciar, a co-

rromper, a acostumbrar a los otros a esperar ser beneficia-

dos en vez de procurar desarrollarse. A su vez, los “beneficia-

dos” por esa dación mezquina tienden a congraciarse con su

“benefactor” para asegurarse la continuidad del beneficio, y

lo hacen dándole lo que éste procura, que en tales casos tam-

poco es una contribución al desarrollo humano.

De modo que quien vive el amor exigente se ve ante un

mundo que, ya sea por efecto de la ignorancia o de la mez-

quindad, suele interferir y hasta atrofiar el desarrollo de lo

más valioso del hombre.

Y a cada instante puede presentársele a cualquiera, sin

que se dé cuenta y sin que lo haya deseado, la disyuntiva en-

tre favorecer o desalentar el desarrollo del hombre.

Casi todo lo que hacemos a diario, casi todo lo que se nos

cruza en el camino y nos exige una respuesta, va a incidir en

uno o en el otro sentido: cuando nos piden, cuando nos pre-

guntan, cuando resolvemos cada detalle de nuestras tareas,

cuando hacemos un regalo, cuando intervenimos con nuestra

voz o nuestro voto en la vida colectiva, etc., etc.

El núcleo de todo acto del amor exigente es de uno u otro

modo la educación, idea cuyo significado original (e-: direc-

ción eferente, desde dentro hacia fuera; y ducere: conducir)

indica ya la finalidad de extraer desde el interior del hombre

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189

una potencia que reside en él.

Aunque no se desempeñe como educador profesional,

quien lleva dentro de sí el amor exigente se encuentra con

que prácticamente cada encuentro con otro ser humano es

un desafío, una opción entre educar o maleducar. Sin que lo

deseemos, tendremos que responder ante cada circunstancia

de un modo que, casi sin opciones intermedias, tenderá a

mejorar o a empeorar a quien se cruce con nosotros e, indi-

rectamente, a quien se cruce con ese alguien.

Si bien todos los seres despiertan la inquietud de quien

siente amor exigente, el punto central de ésta lo ocupan los

hijos y los niños en general, porque para el amor exigente es

un crimen, casi una traición a la condición humana, traer

seres humanos al mundo y no prestar atención al desarrollo

de ese algo más que pueden ser. Tratarlos como si fuera lo

mismo desarrollarse que no desarrollarse sería un incum-

plimiento tan grande como no alimentarlos.

Además de los hijos propios importan los otros niños,

que por estar comenzando la vida están desarrollando los

cimientos de lo que serán, y aunque no estén especialmente a

nuestro cargo sucederá con ellos como con cualquier otra

persona: en cualquier momento pueden cruzarse con noso-

tros y ser educados o maleducados por lo que les responda-

mos.

Como a la gente no suele gustarle que le exijan o que le

propongan objetivos difíciles, el amor exigente puede expo-

nernos a enfrentamientos y disgustos cada vez que se plantee

la opción de educar o maleducar; puede exponernos a la opi-

nión de que no amamos a esas personas a las que en vez de

darles lo que tienen ganas de recibir les exigimos que sean lo

que en ese momento no son.

Es muy común contraponer a las exigencias del amor

exigente el postulado de que hay que amar a las personas

tal como son. Pero hay que prestar atención a un detalle: si

alguien dice eso con esas palabras es porque supone que las

personas son siempre iguales, que son entidades estáticas, y

que el bien del hombre no tiene ninguna relación con su cre-

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190

cimiento interior.

Para quien no crea que el hombre sea una entidad estáti-

ca, inmodificable como un mineral, no hay posibilidad más

horrible, tanto para sí como para el prójimo, que seguir sien-

do total y permanentemente igual.

Para quien concibe al hombre como un ser en proceso de

superación y con capacidad de superación, amar a las per-

sonas tal como son consiste precisamente en amarlas como

seres que viven en permanente desarrollo, como seres cuyo

mayor bien es ser cada vez mejores, y, por lo tanto, como se-

res que padecerían la mayor de las desgracias si se estanca-

ran o si se modificaran en sentido contrario al que necesitan.

En esa permanente disyuntiva entre la opción de mejorar

o la de empeorar el mundo, aparecerá simultáneamente a

cada paso la opción de educarse o maleducarse a sí mismo;

porque habrá que elegir entre ser fiel al deseo de recibir sim-

patía y buenos tratos o ser fiel al amor exigente y a la finali-

dad de desarrollarse, de no empeorar como persona ni alen-

tar el empeoramiento de quienes nos rodean.

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191

Qué somos y qué podemos ser

Mucho se ha dicho, de acuerdo a lo que cada uno piense

sobre qué es el hombre, qué se puede lograr o no con lo que

llamamos educación. Forzosamente, con esto se desemboca

en el interrogante de qué es la educación.

Sin meterse en el dilema de si esto es una nueva teoría

educativa o es parte de alguna existente, vale la pena analizar

un fenómeno que cada uno puede comprobar observando a

la gente que se cruza en su vida.

Podríamos denominarlo aliento o desaliento de las po-

tencialidades preexistentes.

Puede decirse que cada ser humano nace con una amplia

variedad de potencialidades; y la educación, o la mala educa-

ción, o, para ser más exactos, la influencia del ambiente y las

personas que lo rodean, incide en que algunas de ellas pasen

a la acción, crezcan, se potencien, y en que otras se debiliten

o queden inactivas.

Esto es igualmente aplicable a disímiles teorías sobre qué

es el hombre. Tiene sentido aunque nazcamos todos iguales o

aunque ya al nacer existan diferencias entre los individuos;

diferencias que diversas teorías sobre el hombre explicarán

cada una a su manera.

En cada individuo están latentes múltiples potencialida-

des, impulsos o tendencias internas. Algunas forman parte

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192

de su naturaleza biológica y otras son propias de ese algo

más que constituye el hombre.

Algunas de ellas despiertan o afloran de acuerdo a nor-

mas temporales: pasan de potencia a acto en alguna fase de

la existencia, como la sexualidad o la inclinación a indepen-

dizarse de los padres. Otras aflorarán, o no, de acuerdo a

dónde, cómo y entre quiénes transcurra la vida del individuo.

Ni bien dicho esto se adivina el rol fundamental que

cumplen los padres, la familia, el ambiente emocional, men-

tal, y moral en que una persona se desarrolla. Porque cuando

decimos se desarrolla estamos presuponiendo que sus po-

tencialidades se desarrollarán, o no, en concordancia con ese

ambiente.

Por ejemplo: en todo ser con movilidad propia, ya sea

animal o humano, existe una predisposición a lanzarse in-

mediata e irreflexivamente sobre el alimento. Esto es útil pa-

ra subsistir; pero resulta que el animal humano inventó la

civilización, mediante la cual, cuando funciona bien, puede

proveerse más fácilmente de más y mejores alimentos, de

otras cosas deseables y, como si fuera poco, de la posibilidad

de descansar transitoriamente de la lucha por la subsistencia

y concentrarse en ese algo más que lo mueve a trascender la

animalidad.

Pues bien: si a un individuo no se le indica que en vez de

seguir ciegamente ese impulso debe dejar que sus hermanos

coman su parte, o más adelante que debe comprar el alimen-

to antes de llevárselo a la boca, el resultado será que ese indi-

viduo no encajará en la civilización, será castigado y expul-

sado de la misma. Esto no sólo perjudicará a su ser biológico,

sino también a ese algo más que subyace en él además del

instinto.

Si, por el contrario, se le enseña a mirar y considerar, y a

su vez vive entre hermanos que aprendieron a respetarlo y

dejarle comer su parte, no sólo se volverá una persona capaz

de vivir en sociedad, sino que experimentará la satisfacción

de estar con seres que lo aman y respetan, y desarrollará sen-

timientos que enriquecerán sus posibilidades de una vida

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193

mejor.

Ambas posibilidades se presentan para el mismo indivi-

duo; un individuo que en el futuro puede ser de una manera

o de otra.

Además de ese impulso a lanzarse sobre el alimento hay

en el hombre otras inclinaciones latentes, algunas netamente

biológicas, como el impulso sexual, el principio del menor

esfuerzo o el miedo ante las amenazas a la integridad física, y

otras más propiamente humanas, como la curiosidad, la ten-

dencia a comunicarse o la disposición a crear. De cómo ac-

túen los adultos ante cada manifestación de estas potenciali-

dades dependerá que algunas crezcan y otras se marchiten.

Este fenómeno es independiente de cómo sea un indivi-

duo “en estado puro y original”, si es que tal cosa existe. Es

más: encaja sin contradicción en varias concepciones del

mundo o teorías sobre qué es el hombre.

Es evidente que esto ocurre con cierto grado de relativi-

dad, y no existe una alternativa forzosa ni excluyente entre el

postulado de “todo lo determina el ambiente” y el de “todo lo

determina el individuo”.

Tales postulados, presentados como dos posibilidades

invariables y terminantes entre las que creemos que debe-

ríamos optar, son producto de la falta de observación o refle-

xión sobre el asunto.

Se disuelven inmediatamente ante una pregunta simple:

cuando un castillo es atacado por un ejército ¿quiénes ganan,

los de dentro o los de afuera?

Salta a la vista que es imposible contestar esto si no se

conocen más factores, como cuántos son los de dentro, cuán-

tos los de afuera, qué armas o cuántos alimentos poseen unos

y otros, cuánta voluntad de luchar hay en cada bando, y hasta

cuánta necesidad tienen de enfrentarse unos a otros, porque

tal vez no sean tan distintos y se beneficien más asociándose

que atacándose.

Lo mismo pasa con las “teorías” de que todo lo determina

el ambiente o de que todo lo determina el individuo: es in-

sensato decir que una alternativa sea más posible que la otra

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194

en general. La vida de cada persona es una vida en particu-

lar.

El aliento o desaliento de las potencialidades preexisten-

tes posee cierto grado de relatividad por razones similares al

ejemplo del castillo. Depende, entre otros factores, de cuáles

sean esas potencialidades preexistentes, o de cuánta antino-

mia haya entre éstas y el ambiente.

Hay individuos que resultaron, para bien o para mal,

muy distintos a la familia o a la sociedad en que crecieron,

por mucho que los demás hayan intentado “encarrilarlos”

para que se parecieran a ellos. Esto puede deberse a que al-

bergaban alguna potencialidad preexistente muy fuerte y re-

suelta a desarrollarse, que no cedió ante la acción del am-

biente en su contra.

El hecho de que una potencialidad o aspiración sea más

fuerte que otras y hasta más fuerte que la influencia del am-

biente sobre el individuo no se contradice con la viabilidad

del aliento o desaliento de las potencialidades preexistentes.

Es un factor más entre los que hacen que cada persona sea

única, y esto, a su vez, no se contrapone con el hecho de que

cada sociedad esté integrada por personas más o menos pa-

recidas entre sí.

De ahí las habituales afirmaciones acerca de que los ar-

gentinos, los italianos, los judíos, sean casi todos de tal o

cual manera; de ahí las clasificaciones según influencias

temporales (”en mi época la gente era distinta”) y los tam-

bién habituales comentarios sobre individuos no tan mode-

lados por su ambiente (“ése no parece de la familia”).

De modo que no podemos ignorar que la influencia de

quienes habitan una época y un lugar determinados alienta o

desalienta las potencialidades preexistentes de los indivi-

duos que arriban posteriormente a él.

Se puede discutir eternamente si lo hace mucho o poco.

Por todo lo comentado se puede deducir que lo hace en mag-

nitud variable; pero no cabe duda de que esa influencia exis-

te.

Entonces, es importante tomar conciencia de qué pode-

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195

mos o debemos hacer al respecto, en vista de que nuestras

acciones producirán inevitable efecto no sólo en cuanto a qué

les suceda a los demás, sino también en cuanto a qué serán

los demás.

Al respecto, suele presentarse una firme objeción a todo

tipo de intervención sobre cómo deben ser los demás, acom-

pañada del postulado, moralmente encomiable e indiscuti-

ble, de que dejemos que los demás sean como quieran ser.

No se puede discutir la sana intención de este postulado.

Es cierto que no debemos tratar a las personas como masas

modelables ni como máquinas a las que se le cambian partes.

Pero es cierto también que, nos guste o no, vivimos entre-

mezclados e influenciándonos, y que la alternativa abstrac-

tamente ética y aséptica de la no intervención no existe en el

mundo real.

En el mundo real tenemos hijos que lloran para obtener

lo que desean, que más adelante se sientan a nuestra mesa,

nos ven y nos escuchan. En el mundo real tratamos con el

resto de la gente, para intercambiar cosas (con la posibilidad

de que alguien quiera dar poco y obtener demasiado) o para

intercambiar pensamientos (con la posibilidad de que esos

pensamientos mejoren o empeoren la existencia propia o

ajena).

Al habitar una sociedad se vuelve inevitable influir sobre

las personas para bien o para mal. Y si no sabemos qué es el

bien y qué es el mal, necesitamos, aunque no nos interese

otra persona que la nuestra, comenzar a preguntárnoslo.

Algunas teorías educativas conciben al hombre como una

tabula rasa, territorio virgen o espacio completamente en

blanco sobre la que la sociedad va grabando improntas desde

fuera. Otras teorías hablan de almas nobles o almas inno-

bles, que son así desde antes de venir al mundo. Otras hablan

de características étnicas o raciales que determinan ciertas

predisposiciones. Otras dan gran importancia a lo corporal,

a la química y a los alimentos en la conformación de cómo

será un individuo.

El fenómeno del aliento o desaliento de las potenciali-

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196

dades preexistentes es perfectamente compatible con cual-

quiera de ellas, excepto con la de la tabula rasa si se toma

hasta el extremo de no creer que los instintos sean potencia-

lidades preexistentes.

En el terreno de la vida práctica no importa saber cuán-

tos son ni por qué están dentro del individuo los contenidos

“previos” a su vida en sociedad. Importa, y mucho, saber que

algunos de esos contenidos pueden expandirse hasta cobrar

enorme fuerza y otros pueden quedar dormidos o apagarse.

Lo más importante: esas potencialidades preexistentes se

lanzarán hacia fuera desde el principio de la vida, y se verán

alentadas a expandirse o replegarse por las respuestas que

reciban de los otros individuos.

De modo que, aunque diferentes individuos lleguen al

mundo con diferentes disposiciones, hay una incidencia deci-

siva de la forma en que la sociedad, comenzando por su fa-

milia, responde a cada acto o señal de esas disposiciones.

No importa si esta incidencia es grande o pequeña en re-

lación a “lo otro”. Lo verdaderamente importante es que esa

incidencia es lo único que, como integrantes del ambiente en

que viven otros seres, tenemos a nuestro alcance; y que esa

incidencia existe independientemente de nuestra voluntad.

Nos guste o no, lo que hagamos o dejemos de hacer va a in-

fluir sobre la vida de quienes nos rodean.

Se puede decir, por ejemplo, que alguien es bruto porque

nació careciendo de inteligencia o traía en el alma su bruta-

lidad. Puede ser verdad hasta cierto punto; pero si se repasa

su vida se descubrirá que algunos impulsos (tal vez presentes

en todos los individuos) que tienden a generar actos irrefle-

xivos y a oscurecer la inteligencia (tal vez también presente

en todos los individuos) fueron pasados por alto, aceptados y

hasta festejados por los adultos que presenciaron sus mani-

festaciones, y el resultado fue que éstas se repitieron porque

el niño experimentaba satisfacción con sus actos y/o con las

respuestas recibidas, hasta que esos impulsos cobraron tal

fuerza que sepultaron todo otro contenido de la persona.

Lo mismo ocurre con lo que llamamos “virtudes”. Sus

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197

manifestaciones espontáneas son incitadas a crecer o a re-

plegarse por cada respuesta de los mayores, y la cadena de

causas y efectos va generando un torrente mental y emocio-

nal en un sentido o en otro.

Así, el hecho de que las personas sean como son, bus-

quen lo que buscan, desprecien lo que desprecian, teman lo

que temen, rían de lo que ríen y acostumbren lo que acos-

tumbran, se debe en gran medida, los beneficie o los dañe, a

qué vieron o qué escucharon en la sociedad en que nacieron.

Si vemos que influimos y no podemos dejar de influir so-

bre los demás, sobre eso que llamamos virtudes o defectos,

nos aparece en algún momento el gran interrogante sobre

qué alentar y qué desalentar, sobre qué acciones llevan al

bien o al mal, a la felicidad o a la infelicidad, y hasta sobre

por qué debemos ocuparnos de tal asunto.

Nuestra responsabilidad en la vida, tanto para el bien

general como para el propio, es disponer de una respuesta a

este interrogante; porque cualquier cosa que hagamos, inclu-

yendo la alternativa de no hacer nada, producirá inevitable-

mente alguna consecuencia.

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199

Pasar al otro lado

Una y otra vez se nos presentará un escenario similar: se

yergue ante nosotros una valla, un problema, un obstáculo.

Ante esto, nos nace la aspiración a superarlo y pasar al otro

lado.

De este lado está el padecimiento, la esclerosis, la parali-

zación de nuestros proyectos; del otro está la continuación de

nuestra vida en nuevas condiciones.

Aquí aparecerá el eterno dilema del precio, de cuánto

costará superar, saltar o derribar ese obstáculo.

Pero junto a esto subyace otro factor muy serio que hace

falta considerar: la incertidumbre respecto a qué hay del otro

lado, el miedo a ese territorio incógnito que con tan aparente

sencillez llamamos “continuación de nuestra vida en nuevas

condiciones”.

Este problema puede ser mayor que el de saber o no có-

mo superar el obstáculo, e incluso que el del precio que nos

demandará.

Un médico que daba consejos por televisión dijo que

cuando se padece un dolor de cabeza es necesario descubrir

la causa y atacarla.

Es la fórmula exacta para resolver todos los problemas,

de salud o de cualquier otra índole; pero suena tan simple

que no parece haber mérito en decirlo.

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200

Es que la complicación no está en la fórmula, sino en no-

sotros.

De ahí que muchas veces la causa no es atacada, y los

problemas se eternizan, por la sencilla razón de que no hay

reales ganas de atacarla. No hay una real convicción de que

la vida sería mejor en caso de no existir el obstáculo y quedar

abierto el camino hacia el otro lado.

No siempre el hombre quiere superar los obstáculos con-

tra los que protesta. Unas veces porque no tiene idea de có-

mo hacerlo, otras por no esforzarse, y otras por una razón

más temible: no sabe qué encontrará al otro lado.

Al no saberlo, prefiere quedarse de este lado aunque pa-

dezca la molestia, la sensación de encierro que todo obstácu-

lo suele generar.

El no querer pagar el precio es un problema de índole

biológica: por razones biológicas tendemos a rehusarnos a

consumir energía, a no ser que ese consumo se compense con

un beneficio muy visible y tentador (porque la tentación mo-

viliza directamente al instinto, el motor más básico y podero-

so de todo ser vivo).

El miedo a lo que puede haber del otro lado es un pro-

blema de índole psicológica y metafísica; un problema pro-

pio del hombre.

Como siempre, detrás tal vez de toda disyuntiva o elec-

ción subyace el tema de fondo de qué sentimos, qué creemos

sobre la vida y su finalidad.

De ese qué creemos depende el tener o no la intuición de

que más allá de lo que hoy nos inquieta hay algo valioso, al-

go que vale la pena vivir.

Cuando no existe esa indefinida pero poderosa intuición,

la más de las veces se teme que más allá de lo conocido se

acabe la vida, que después de saltar el obstáculo nos encon-

tremos en un territorio donde ya no haya algo por hacer, algo

nuevo que alcanzar y disfrutar.

Nos aterra la idea de arribar a un territorio vacío de po-

sibilidades.

Este miedo, más profundo que el miedo al choque con los

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201

obstáculos y que el mismo miedo a la muerte, determina que

muchos seres prefieran desechar la posibilidad de pasar al

otro lado, y prosigan su existencia como si de este lado estu-

vieran todos los problemas resueltos y se obtuviera todo lo

que es posible obtener.

Los que no son vencidos por ese miedo llegan siempre a

algo más; por la sencilla razón de que ya desde antes residía

en ellos la convicción de que la vida es algo más.

De ahí las viejas insistencias en que la filosofía (entendi-

da como el acto de preguntarse y no como una succión de

cultura ajena) no es una profesión que eligen algunos, sino

una necesidad intrínseca de todo hombre.

Como los vegetales necesitan nutrientes en el terreno que

habitan, como los animales necesitan habilidades para pro-

curarse alimento, el hombre necesita, además de la capaci-

dad de conservar la vida, la de saber qué hacer con ella.

Esta enorme disyuntiva, de la que depende que cada

existencia sea insípida o exquisita, superficial o profunda,

imperceptible o admirable, no se soluciona escuchando pré-

dicas ni consejos, sino respondiéndonos, desde lo más pro-

fundo de nosotros, porque lo percibimos y no porque nos lo

dijeron, qué creemos que hay o puede haber de valioso en la

vida. Respondiéndonos el viejo interrogante de qué somos y

a dónde vamos.

Si esto nos parece muy difícil de responder, no nos des-

alentemos; porque lo que realmente decidirá todo es la acti-

tud de preguntárnoslo.

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203

El momento de actuar

Podemos haber leído infinidad de buenos pensamientos

sobre cómo vivir, podemos darnos o recibir los mejores con-

sejos, podemos trazarnos un sabio panorama sobre qué es

bueno y qué es malo en la vida, y hasta un brillante plan de

cómo y hacia dónde marcharemos por ésta.

Sin embargo, con tan prodigioso contenido en nuestra

mente, nuestra existencia puede ser tan pobre como la del

que piensa cualquier otra cosa, o como la del que directa-

mente no piensa.

Porque toda idea sobre cómo vivir desemboca en que al-

guna vez hay que dar el primer paso, tomar la primera he-

rramienta, abrir la primera puerta, exponerse al primer ries-

go.

Las más sabias enseñanzas quedan en la nada, y hasta

pueden parecer falsas, si jamás se entra en acción hacia lo

que proponen.

La ley del menor esfuerzo, que a través del instinto nos

conmina a reducir lo más posible el gasto de energía, se con-

trapone a la sed de cambio y creación, a la aspiración a vivir

mejor, que nos conmina a movernos hacia algo más, hacia

una vida distinta a la que vivimos en el presente.

La ley del menor esfuerzo pertenece al universo de la bio-

logía, y subyace en nosotros porque somos entidades biológi-

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204

cas. La aspiración a vivir mejor es propia del hombre, y tra-

baja asimismo en nosotros porque somos entidades biológi-

cas y algo más.

Ser humano significa padecer ese conflicto entre conser-

var y cambiar.

De todo lo que creó el ser humano, cuya suma llamamos

civilización, una parte se debió a su necesidad de conservar,

de cuidarse y mantenerse con vida, y otra fue motivada por

su aspiración a vivir mejor, a transformar su vida en algo

más de lo que hasta el momento había sido.

Como es fácilmente visible, en unas personas el conflicto

se resuelve con la preponderancia del conservar y en otras

con la del cambiar.

También es posible una lucha prolongada en la que cada

tendencia gobierne por un tiempo.

Cada una de ellas nos exalta casi furiosamente su postu-

lado: ¿para qué conservar, si el resultado puede ser una vida

tan monótona que dejaría de interesarnos? O ¿para qué

cambiar, si el resultado puede ser cambiar la vida por la

muerte?

En realidad no puede darse la presencia absoluta de una

tendencia junto a la ausencia absoluta de la otra. No tiene

sentido modificar si no se planea llegar vivo al momento de

disfrutar los cambios. No tiene sentido conservar la vida si no

se cree que habrá en ella algún hecho que merezca nuestra

presencia.

El problema que puede llevarnos al drama del no actuar

surge de que esa necesidad de novedad, de satisfacción, en

infinidad de casos no se intenta llenar con cambios concretos

y palpables, sino con fantasías mentales, muchas de las cua-

les figuran en los temas previamente tratados.

Ahora hay que prestar atención a un nuevo detalle: en

vez de llenarse de fantasías y estupideces, la mente puede

llenarse de verdades y buenas ideas. Sin embargo, un indivi-

duo puede permanecer con esas ideas en la cabeza, creyén-

dose sabio, culto o superior a otros, sin empezar jamás a mo-

verse para plasmar alguna de ellas.

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205

El resultado de esto sería el mismo que el de vivir de fan-

tasías: atravesaremos buena parte de la vida suponiendo que

la felicidad está “más adelante”, que el futuro será maravillo-

so, hasta que algún día percibiremos las primeras chispas de

insatisfacción, nos aterrará un indisimulable vacío interior,

caeremos en cuenta de que pasamos mucho tiempo (y nos

queda cada vez menos) sin habernos siquiera acercado a los

prodigios que suponíamos a nuestro alcance.

Mucha gente lee buenos libros y escucha sabios consejos

sobre cómo avanzar hacia los ideales que sueña. Sin embar-

go, un alto porcentaje de ella vive tan mal como la que no lee,

ni escucha, ni piensa.

Entre las buenas ideas que podemos haber aprendido,

generalmente figura la de que todo queda en la nada si no se

pasa a la acción.

Aún así, el problema no quedará automáticamente re-

suelto. Ningún vicio, y entre ellos el de la inacción, puede ser

vencido sin más arma que una idea.

El único antídoto contra la inacción es la acción.

Podemos incluso vivir convencidos de que estamos “ha-

ciendo mal” al no hacer nada, pero no por eso comenzar a

movernos. Tal es el poder de la inercia, de la tendencia a evi-

tar o postergar el esfuerzo.

La inmovilidad sólo se elimina moviéndose, en un chis-

pazo de la voluntad que se trasmite a nuestras manos y pies

(manos y pies físicos, materiales, concretos, no metafóricos

ni entendidos en sentido figurado).

Se pasa a la acción espontáneamente cuando la exigencia

viene del instinto, de la tentación generada por lo cercano.

No se lo hace con tanta facilidad a la hora de ejecutar planes

generados por la mente, aunque éstos se refieran a objetivos

de lo más tentadores.

Porque el instinto, bajo el imperativo natural de la ley del

menor esfuerzo, no acciona el encendido de nuestra energía a

menos que lo perciba como una necesidad vital. Y el instinto

no suele llevarse bien con los planes: sólo trata con lo que

aparece directamente ante los ojos.

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206

De modo que el hombre, cuando quiere ir más allá de lo

que le dicen sus impulsos inmediatos, debe en cierto modo

chocar contra sí mismo: forzar, desgarrar, llevarse por de-

lante a esa parte de sí que prefiere ahorrar energía y le pro-

pone permanecer donde está.

Es indispensable estar convencido de que no habrá futu-

ro mejor, no habrá concreción de ningún sueño, si no nos

acostumbramos a arrasar esas barreras cada vez que haga

falta y empezar a movernos, aunque sea incómodo, aunque

sea riesgoso, aunque parezca a primera vista indeseable, ha-

cia eso que nos parece digno de alcanzar.

Es inconcebible la idea de “alcanzar” si no media el mo-

vimiento.

Sólo si son acompañadas por la decisión, por la actitud

de quebrar la inercia y arriesgar, por el movimiento, las bue-

nas ideas que hayamos escuchado se volverán un ingrediente

útil para acercarnos a lo que soñamos.

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207

La decisión es la base de todo

Estamos habituados a escuchar que la felicidad, la posi-

bilidad de ese “vivir bien” que soñamos, depende del favor de

las circunstancias. Se repite y se canta lo de salud, dinero y

amor, se menciona la suerte, el lugar y la época que a cada

uno le tocan, etc., etc.

También escuchamos a los que intentan ir más allá: para

vivir bien hay que saber vivir: ninguna circunstancia hace la

felicidad de alguien que no sabe qué se necesita para ser feliz.

Ahora bien: si vivir bien depende de las circunstancias

¿por qué no están todos, o al menos los que creen esto, traba-

jando seriamente para cambiarlas? Si vivir bien depende de

saber ¿por qué no están todos, o al menos los que creen esto,

intentando saber?

Cuando inquirimos por los porqués reales detrás de los

porqués aparentes, empezamos a ver que el mismo intento

de modificar circunstancias, o el mismo intento de aprender

sobre la vida, son motivados, activados, disparados, por una

causa previa: la decisión de vivir.

Pero ¿puede ser que unas personas tengan decisión de

vivir y otras no?

Pareciera que sin la decisión de vivir no podría haber se-

res vivos.

Es cierto; pero no todos entienden “vivir” en el mismo

sentido.

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208

Todos los seres nacen y de ahí en más tratan de escaparle

a la muerte. Es lo mínimo a lo que puede llamarse vida.

Tal vez ahí comiencen las diferencias: mientras para al-

gunos eso es solamente lo mínimo, para otros es la vida, la

totalidad de lo que entienden y pueden entender por vida.

Sólo quien aspira a que la vida sea “algo más” trabajará

por ese algo más.

La gran diferencia entre quienes actúan para que su vida

sea como quieren y quienes no lo hacen es que unos quieren,

en el cabal sentido de la palabra, y otros sólo quisieran que

las cosas fueran distintas. Y no faltan los que ni siquiera qui-

sieran, los que tienden simplemente a mantenerse sobre el

mundo, sin morir pero sin vivir.

¿De dónde vienen estas diferencias?

El debate puede ocupar a varias generaciones de filósofos

y psicólogos.

Para no demorarnos esperando grandes respuestas, po-

demos esbozarnos una que nos alcanza y sobra en el terreno

de la práctica: cuando existe la decisión de vivir realmente,

de concretar y experimentar lo que se sueña, todas las facul-

tades del hombre van en esa dirección, y no aceptan la in-

tromisión de factores que hagan fuerza en sentido contrario.

Esas facultades humanas pueden detenerse a descansar,

o tomarse algún recreo; pero irremediablemente vuelven en

pos de su objetivo: jamás aceptarán la inactividad de por vida

ni darán un solo paso contra su propio deseo.

Sin embargo, abundan las personas que no actúan en fa-

vor de sus propios deseos, y hasta llegan a actuar o pensar en

contra.

La causa parece ser que la acción para alcanzar algo con-

lleva siempre el riesgo de no alcanzarlo.

Ante esto, la mente humana suele asustarse, escapar y

apelar a muchos trucos. Los más comunes son convencerse

de que conviene vivir sin aspirar a nada, o de que ya se tiene

todo lo que se soñó, o directamente decirse que jamás se qui-

so otra vida que la que se está viviendo.

Ninguno de quienes toman ese camino es feliz en lo más

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209

íntimo, aunque acostumbre decir que vive sin problemas, y

no se atreva a echar una mirada realmente sincera al territo-

rio de “lo más íntimo”.

Decidir vivir es, entonces, querer una vida mejor, saber

que es posible, y que también es posible no lograrlo.

Decidir vivir es ir hacia adelante, intentar lo que se sueña

sin ignorar que hay riesgos, pero sabiendo que no existe ma-

yor riesgo que el de apagar, desactivar, matar la propia aspi-

ración, para convertirse en un ser (no sabemos si humano)

que permanece sin morir pero tampoco vive.

De ahí la insistencia sobre la misma base y en torno al

mismo eje: la posibilidad de una vida digna de vivir no de-

pende de qué tenemos, de qué queremos y ni siquiera de qué

sabemos, sino de qué decidimos.

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210

Qué se puede y qué no

Cuando se piensa en cualquier objetivo deseable, desde

conseguir un empleo hasta transformar el mundo, sale a re-

lucir el interrogante de si es posible o no; nos viene el re-

cuerdo de cuántas veces intentamos algo y descubrimos que

el mundo exterior se negaba a obedecernos.

No está mal parar un momento a considerar si lo que nos

proponemos es más o menos posible. Con esto evitamos vivir

de fantasías o dilapidar tiempo y esfuerzo.

Lo grave, y demasiado habitual, es presentar la idea de

“no se puede”, o la de “no es seguro que se pueda”, para con-

vencer o convencerse de no intentar algo.

Eso es en cierta manera pensar al revés. Debemos dar un

giro completo al problema y ponerlo sobre sus pies: el fun-

damental primer paso es preguntarnos cuánto incide en

nuestra vida ese “algo”.

Si ese algo es un detalle que nos resulta poco menos que

indiferente, tal vez no valga la pena procurarlo por muy posi-

ble que sea.

Si eso que tenemos en mira determinará nuestra felici-

dad o nuestra desdicha, mucho más preferible que la desdi-

cha será un intento del que se desconozca la viabilidad.

El mejor ejemplo para graficar esto es el de alguien a

quien le falte el aire. Jamás se preguntará si le será posible

volver a respirar: luchará inmediata e inconteniblemente por

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211

hacerlo. Hay quienes mueren sin conseguirlo, pero no por

eso sin dejar de luchar, y quienes se salvan gracias a ese puro

impulso que no sabe de dudas ni de preguntas.

Y no hay que creer que esto es efecto del no tener tiempo.

Incluso si la pre-asfixia nos diera tiempo para pensar, ¿qué

sentido tendría preguntarnos si lo que queremos es posible, y

qué sentido tendría darnos alguna respuesta?

Hay situaciones menos urgentes pero no menos graves,

como puede ser la de una nación invadida y obligada a vivir

de un modo que no quiere. Para quien realmente sea impor-

tante vivir de otro modo, no tendrá mucho sentido pregun-

tarse cuánta es la posibilidad de expulsar al invasor: ningún

riesgo ni pérdida sería peor que continuar con esa inaccesibi-

lidad a la vida deseada.

En estos casos, a diferencia del de la falta de aire, aparece

el tema de si queda o no algo por perder. Alguno dirá que

sería todavía peor estar en una prisión, o ser torturado, o

morir. Cada uno evaluará en su mundo interior, en el mundo

del sentimiento, qué le parece mejor o peor.

El otro tema, el de si es posible o cuánta es la posibilidad,

pertenece al mundo del pensamiento, y viene después de la

primera elección. Incluso si la primera elección derivara de la

creencia de que lo deseado es posible, la más de las veces esa

creencia no sería un conocimiento muy objetivo ni compro-

bable, sino un derivado de la intensidad con que se desee tal

objetivo.

Todos hemos presenciado discusiones entre el se puede y

el no se puede. Lo que se extrae en claro de éstas es que no se

puede llegar con certeza a una conclusión, y menos todavía a

que dos o más personas crean lo mismo.

Mientras no tengamos la plena evidencia de que algo es

imposible (evidencia de por sí casi imposible) sigue teniendo

sentido intentarlo. Qué damos y qué no damos por esa posi-

bilidad desconocida es una elección del sentimiento.

Incluso la evidencia de la imposibilidad, aunque suene a

comprobación científica, suele pertenecer al campo de lo

subjetivo.

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212

Algunos presos escaparon de cárceles cuidadosamente

proyectadas para que fueran imposibles las fugas. Simple-

mente sucedió que tuvieron más tiempo que los diseñadores

de prisiones para pensar en el tema, y una motivación mu-

cho más poderosa que la de ellos en el terreno del sentimien-

to.

Hay historias de supervivencia de náufragos, o de gente

en situaciones de peligro, que nos enseñan a no usar tan des-

cuidadamente el concepto de imposible.

Podemos sintetizar todo esto en una fórmula: la inclina-

ción a preguntarse por la imposibilidad de algo es inversa-

mente proporcional a la fuerza con que se lo desea.

Lo siguiente es darse cuenta de que descuidar esta fór-

mula puede conducir al error por un extremo o por el otro:

procurar lo imposible o no procurar lo posible.

Quien sea consciente de que vivir bien requiere por so-

bre todo la propia intervención, no debe ignorar esto. Y si no

encuentra cómo disipar la duda, tener en cuenta que el error

de no hacer suele ser más triste y discapacitante que el de

hacer.

Si profundizamos en el dilema llegaremos a una conclu-

sión forzosa: si algo es imposible, sólo puede comprobarlo

quien lo haya intentado con todas sus fuerzas.

Cualquier otra persona, como no tiene el suficiente inte-

rés ni en consecuencia la suficiente experiencia, lo único que

puede tener es una opinión. Y la opinión de alguien que no se

interesa por el tema sobre el que opina carece de toda razón

para ser valiosa; será invariablemente una opinión pobre.

Toda esta complicación, que no es poca, corresponde al

mundo interior de cada individuo. Pero no falta otra, tal vez

más complicada y necesaria de estudiar: la propia de las re-

laciones entre individuos.

Porque las consideraciones entre qué es posible y qué es

imposible nacen la más de las veces en conversaciones. Y

como no hay dos individuos iguales, las conversaciones son

entre individuos distintos.

¿Qué sentido tiene la discusión sobre si un objetivo es

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213

posible o no si sus protagonistas son alguien muy interesado

y alguien nada interesado en ese objetivo?

Mucha gente podrá decirnos que lo que nos proponemos

no es posible o no es conveniente por la sencilla razón de que

a ella no le interesa ese objetivo, o le interesa más la comodi-

dad.

No faltarán quienes lo digan motivados por una inconfe-

sable pero habitual especulación: si logramos eso que nos

proponemos, será más evidente que nosotros somos capaces

de luchar y ellos no. Su interés no será en ese caso la como-

didad, al menos en el sentido biológico y energético del tér-

mino.

Y algún otro buscará una lisa y llana eliminación de la

competencia: si los demás desisten de conquistar algún terri-

torio, quedará disponible para él.

Por unas u otras razones, se percibe en mucha gente una

constante práctica del culto al “no se puede”. La mayoría de

sus comentarios, sea cual sea su tema, parece originada por

la finalidad de convencer y convencerse de que no se puede

alguna cosa. La “ecuación” que motiva a la psique a tales in-

sistencias se resumiría en a más cosas que no se pueden,

menos posibilidad de que se nos hable de hacerlas.

En el terreno de las ciencias naturales es relativamente

fácil resolver interrogantes sobre qué es posible y qué impo-

sible. Cuando ingresamos a las ciencias humanísticas se

vuelve más difícil, y cuando pasamos de las posibilidades ge-

nerales a las particulares la dificultad sigue en aumento,

hasta el punto en que tanta incertidumbre nos genera la gran

pregunta: ¿los supuestos “veredictos” al respecto nacen de la

observación del mundo objetivo o de la inclinación de cada

uno? ¿Son actos cognoscitivos o actos emocionales?

De ahí que tantas consideraciones sobre posibilidad o

imposibilidad no sean tan objetivas como parecen, e incluso

cuando lo intenten sean víctimas de la subjetividad de sus

autores.

De ahí que muchas veces lo más serio sea no hacerles ca-

so.

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214

Suponer que cuando creemos posible un objetivo tene-

mos alguna obligación o necesidad de conseguir que todos

crean lo mismo, esforzarse por llegar a una coincidencia con

otros cuando lo que nos corresponde es trabajar por eso que

a nosotros nos importa y a ellos no, es una de las más infun-

dadas y peligrosas fuentes de sufrimiento innecesario.

Todo esto está presente, y no debe ser descuidado, ante

la reiterativa pregunta de si se puede algo que nos interesa.

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215

Alimentarse de lo que no es alimento

En nuestra persecución de “lo que necesitamos” hay, co-

mo fácilmente se adivina, una serie de complicaciones.

Si somos capaces de abandonar por un momento toda

subjetividad, podemos trazarnos un esquema simple, en el

que nos imaginemos de un lado al hombre y del otro eso que

verdaderamente necesita.

Este esquema “simple” nos despierta ni bien nacido un

fuerte ánimo de polemizar: ¿tenemos cómo saber lo que ver-

daderamente necesita? Además, ¿estamos todos de acuerdo a

la hora de decir qué necesita el hombre?

No hay para esto una respuesta única, y las muchas que

escucharíamos no son fáciles ni indubitables.

Como si fuera poco, además del problema de qué necesi-

ta el hombre está el de qué necesita cada individuo en parti-

cular. Nadie puede estar seguro de que será feliz consiguien-

do lo que le interesa a otra persona ni lo que escuchó decir

que “se necesita”.

Sabiendo que no vamos a encontrar de un momento a

otro una respuesta indubitable, abtraigámonos transitoria-

mente de esos “detalles”, y seamos capaces de imaginar a un

sujeto buscando “algo” que lo satisfaga.

Si nos abstraemos de las respuestas que consideremos

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216

equivocadas o insuficientes, podemos trazarnos la hipótesis

de que en el mundo existe ese “algo”, y que cuando lo obten-

ga alcanzará la satisfacción buscada.

Hechas estas abstracciones, desembocamos en lo que

importa en este caso: el individuo en cuestión puede ignorar

qué es ese algo, puede no querer esforzarse o puede tener

miedo de dar pasos serios en su búsqueda.

Como consecuencia, su estado de insatisfacción no lo

impulsará hacia lo que realmente necesita, sino hacia lo que

esté a su alcance en ese momento.

Este es el origen de un fenómeno tristemente generaliza-

do: el de infinidad de seres humanos tratando de alimentar-

se de lo que no es alimento.

Como lo que se necesita no es claramente visible, o no es

fácil de conseguir, o requiere correr algún riesgo, el primer

mecanismo de la psique es dirigirse a cualquier cosa clara-

mente visible, fácil y exenta de riesgos, aunque no sea exac-

tamente, ni siquiera aproximadamente, la que en realidad

generaría satisfacción.

Este mecanismo no es del todo consciente. Nadie se lo

dice con palabras. Simplemente se mueve hacia lo más fácil.

Tal vez no haya otra alternativa en la niñez y en la ado-

lescencia. Luego, con más experiencia, maduración y alguna

cuota de valentía, se puede pasar más allá de esta reacción

mecánica e inconsciente.

Se puede, pero no siempre se hace.

Hay quienes prosiguen toda su vida tomando lo más fá-

cil, lo más visible, lo más disponible, lo más ponderado por la

mayoría de la gente, como si fuera de verdad lo que íntima-

mente quieren, y el resultado es que no viven satisfechos, pe-

ro en algún rincón de sí se están esforzando por suponer sa-

tisfacciones en eso con que aparentemente se alimentan.

Cada individuo posee sus necesidades más íntimas, aspi-

raciones que, aunque no coincidan “objetivamente” con lo

mejor que puede lograr el hombre, son ni más ni menos que

los pasos que él necesita dar. Puede conocerlas con cierta

claridad, o llevarlas demasiado escondidas por sus miedos y

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217

su escasa determinación a pagar el precio.

A estas complicaciones internas se les suman las exter-

nas: las propuestas que escucha de la sociedad que lo rodea

sobre qué buscar, qué tomar del mundo para obtener satis-

facción.

De modo que se convierte en muy difundida, muy ma-

quinalmente obedecida y practicada, la costumbre de “dedi-

carse” a procurar bienes, sucesos o situaciones que no van a

generar satisfacción, o cuanto mucho van a generar una sa-

tisfacción pavorosamente más pobre, pálida y volátil de lo

que se espera.

En esa sociedad abundan las propuestas sobre qué per-

seguir, muchas de ellas nacidas del mismo hábito maquinal

de otros individuos, y no pocas elaboradas deliberadamente

para recoger beneficios, como las que llaman a comprarse

cosas que alguien fabrica o vende para trazar su propio ca-

mino hacia la satisfacción.

Hay quienes desean determinados bienes por el solo he-

cho de haber visto que “todo el mundo” los tiene o los desea.

Jamás se preguntan qué desean ellos en lo más íntimo, ni por

qué suponen que al adquirir eso que tanto escuchan ponde-

rar van a alcanzar tanta felicidad.

Hay un proceso psicológico que tiende a fortalecer la hi-

pótesis de la felicidad nacida de comprarse algo: al enfocar

nuestro deseo hacia un objeto generamos una inestabilidad

interna, una corriente mental saliente, un incómodo fluir ha-

cia fuera que no nos dejará en paz. Nos pintamos la escena

en que nos vemos poseyendo ese objeto y sintiéndonos bien,

realizados, felices.

La insatisfacción, que por ese proceso llega a ser sufri-

miento, no nació del hecho objetivo de que carezcamos de

ese objeto, sino del fluir hacia fuera de nuestra energía psí-

quica, de la comparación mental de esa escena de “felicidad”

con el presente en que no nos sentimos satisfechos.

Un buen día nos compramos el objeto y esa tensión psí-

quica, ese sufrimiento, se disuelve inmediatamente.

El estado de satisfacción que nos sobreviene no fue cau-

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218

sado por el objeto, sino por la disolución de la tensión pre-

viamente creada por nuestra propia mente.

Claro que casi nadie se da cuenta de la diferencia.

Como eso no dura mucho, es muy posible que a los pocos

días estemos deseando y persiguiendo otra cosa, y hasta que

desperdiciemos toda la vida en la misma repetición.

Esto no significa que todo objeto comprable sea inocuo o

inútil para nuestras necesidades. Algunos pueden ser buenos

como instrumentos con los que interactuemos para desarro-

llarnos. Nunca lo serán los que representen una distracción,

un espejismo con que llenar nuestro esquema de “algo que

buscar”.

La poca claridad -por falta de dedicación al tema- respec-

to a qué necesitamos, o a qué queremos en lo más íntimo, da

por resultado que nuestra “dedicación” derive hacia objetivos

fáciles de pensar, o que directamente no requieran ningún

pensamiento porque ya nos los presentaron los demás.

De ese modo, infinidad de jóvenes empiezan a trabajar

“albergando sueños” de acceder un día a objetivos y bienes

que valoran porque vieron que otra gente vive valorándolos.

Nunca se preguntan si son lo que realmente necesitan ellos,

ni si al alcanzarlos se van a sentir tan bien como vienen su-

poniendo desde el principio de los tiempos.

En otros casos, ante algún sentimiento de vacío interior,

de no saber qué hacer con la vida, se recurre casi desespera-

damente a una idea con que llenar ese espacio, y la idea que

más comúnmente cumple esa función es la de “algo que

comprar”.

Como no es del todo fácil comprar cualquier cosa que se

imagina, o como luego de comprarla se puede seguir insatis-

fecho, la amplia variedad de no-alimentos con que se preten-

der calmar esa ansiedad va más allá de lo material.

Como unas personas viven comprando, otras viven sin-

tiéndose bien por “poseer” las virtudes de un grupo (naciona-

lidad, raza, familia) y “disfrutando” de cada hecho o noticia

que revele la superioridad de su grupo respecto a otros. Es

muy común que el sentimiento de pertenencia se entrelace

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219

con una comunidad deportiva, compuesta por los que practi-

can ese deporte (que con ello viven su propia vida) y los que

los miran, admiran y festejan sus triunfos como un logro

propio; los que gritan “ganamos” cuando no hicieron otra

cosa que mirar a otros y esperar que lo logrado por esos otros

los “alimente”.

Otros viven pendientes de la vida de los demás, celebri-

dades o simples vecinos, como si los vaivenes de esas vidas

dieran algún fruto en su felicidad personal. Otros “disfrutan”

de la posibilidad de agredir a cuantos se le crucen, de despre-

ciar a cuantos pasen por su pensamiento o de generar cual-

quier tipo de padecimiento ajeno.

Y siguen abundando los recursos para entretenerse su-

poniendo que se está haciendo lo que “se necesita” o “se

quiere”: vivir pendiente de las noticias, de qué hacen o pade-

cen personajes del mundo real o de historias de ficción dise-

ñadas para “alimentar” a quienes con ellas se sienten por un

momento menos vacíos, e inmediatamente pasan a intentar-

lo con el siguiente programa.

También es posible reunirse en organizaciones donde los

integrantes se convencen unos a otros de que ellos son “los

buenos” en un mundo que no lo es tanto, o en grupos que

viven esperando un cambio fundamental y no muy lejano en

la sociedad que habitan, o lisa y llanamente en todo el orden

cósmico.

Como es de suponer cuando se mira con un poco de inte-

ligencia, nadie se sentirá satisfecho en lo más íntimo con ta-

les seudoalimentos.

La tesis ya aparece en el Freudismo: cuando no se obtie-

ne la satisfacción que más se quiere, se busca reemplazarla

por otra menos intensa pero similar, y si esto tampoco es po-

sible, se la reemplazará a su vez por otra, menos satisfactoria

pero más fácil de conseguir.

Por ese camino, quien no se atreva a prestarse atención y

decirse qué es lo que más quiere, o no se atreva a luchar en

la medida necesaria por ello, vivirá experimentando seudo-

satisfacciones tenues, débiles, espantosamente lejanas a lo

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que en lo más íntimo aspiraba a vivir.

Es posible darse cuenta y empezar a emerger hacia una

vida auténtica, más difícil pero más llena de lo que vinimos a

buscar a este mundo.

Pero también es posible no atreverse a salir, o ni siquiera

llegar a darse cuenta.

En estos casos, inconscientemente o semi-inconsciente-

mente, se continuará toda la vida alimentándose de lo que no

es alimento.

Pero como pese a todas las fantasías es imposible que el

no-alimento alimente ni satisfaga a nadie, persistirá en lo

más íntimo un estado de insatisfacción, que a veces podrá ser

disimulado con las citadas distracciones y otras no.

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El desafío de vivir bien

Experimentamos lo mismo más de una vez: al alcanzar

algo de lo que esperábamos toda la satisfacción imaginable,

junto a la satisfacción persiste irremediablemente el senti-

miento de que “faltaría algo más”. La satisfacción nos des-

pierta a su vez más deseo, la tan mentada “aspiración a vivir

mejor” nos llama a hacer algo para satisfacerla, y una vez que

lo hacemos en vez de calmarse se intensifica.

Todo acto motivado por lo que nos incite a una satisfac-

ción es como un arranque, un lanzamiento, una embestida

hacia la felicidad, en la que en algún momento nos damos

cuenta de que no embestimos contra algo sólido que estaba

en algún lugar, de que el agrado es ligero e incompleto, y se

nos acentúa la aspiración a ese choque frontal que derive en

la felicidad absoluta e inmodificable.

Ese todo abarca desde los placeres más cotidianos hasta

los “grandes momentos” que alguna vez planificamos, sin

excluir lo experimentado en los mundos sutiles del arte y el

saber.

Ser humano es aspirar a vivir mejor, pero al mismo

tiempo descubrir que cualquier cosa que hagamos deja intac-

ta la sensación de que podría ser mejor, de que hay o debe

haber algo más.

¿Por qué?

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Si buscamos una respuesta que ya alguien haya dado, nos

encontraremos con varias. Inevitablemente incursionaremos

en el terreno de las ideologías y de las distintas “concepcio-

nes del mundo”, y no estaremos de acuerdo unos con otros a

la hora de darnos respuestas o aprobar las que ya existen.

Lo más importante en este caso no es analizar todas las

respuestas ni dar un veredicto sobre cuál es “la verdadera”: lo

más importante, para seguir siendo humanos con aspiracio-

nes humanas, es que este drama no nos haga retroceder.

Porque una de las posibilidades ante esta sensación es

retroceder a lo pre-humano o sub-humano: ignorar o repri-

mir la aspiración a vivir mejor y convencerse de que no existe

la variedad entre mejor y peor.

La única alternativa verdaderamente humana es ir hacia

adelante, aunque no se sepa cómo ni hacia qué, aunque haya

posibilidades de error y hasta de autodestrucción.

Vemos a infinidad de seres luchando por bienes o situa-

ciones que prometen absoluta satisfacción. Los vemos obte-

niéndolos y siguiendo insatisfechos, y luego tratando de re-

solver ese drama lanzándose hacia nuevos bienes, e incluso

habituándose a adquirir un bien tras otro sin alegría ni espe-

ranza, sabiendo que no van hacia la felicidad ni hacia la glo-

ria, pero sin atreverse a cambiar de rumbo ni a preguntarse

de qué se trata eso que les ocurre.

Otra alternativa, en vista de que esa chispa de insatisfac-

ción no se apaga con logros externos, es anular o adormecer

la capacidad de generarla.

Hay casos en que las bebidas o drogas se presentan como

áreas en que buscar satisfacción, y hay casos en que sólo se

usan para silenciar u olvidar el persistente llamado humano

a algo más.

La diferencia entre una búsqueda de satisfacción y una

búsqueda de anulación es la desesperación por volver al es-

tado de adormecimiento ni bien se empieza a salir de él.

Lo que unos intentan con bebidas o drogas, otros lo in-

tentan con actividades cuya real finalidad es pasar un tiempo

sin pensar: entretenimientos que se toman con una indesci-

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frable desesperación o urgencia para alejarse de otro tema,

concentración en cuestiones que no tienen ninguna inciden-

cia en la propia vida, o incluso el trabajo, cuando se encara

con más ganas de llenar el tiempo que de obtener algún bien

en el que íntimamente se crea.

Muy cerca de esto, aunque lo nieguen las prédicas “mora-

listas” de quienes la escogen y se creen buenos “porque no

beben ni se drogan”, está la alternativa subhumana, tal vez

inspirada por la envidia ante la tranquilidad que les vemos a

los animales.

Esta alternativa consiste en anular mentalmente toda

percepción entre mejor y peor, e incluso la misma idea de

que hay posibilidades de mejorar la vida.

De ahí nacen los programas de pensamiento sobre

“fealdad del orden cósmico” y actitudes similares. Para quien

toma ese camino (o para quien se niega de ese modo a todo

camino), ninguna alternativa será peor que verse ante una

vida con la que no está satisfecho pero no podría cambiar sin

esfuerzo ni riesgo, o, peor todavía, sentir que está frente a un

vacío ante el que no tiene idea de qué hacer.

Muchos seres viven, sin que nadie los obligue, una vida

que a otros les parece horrible. Una y otra vez nos pregunta-

mos por qué lo hacen. Nos parecería que no puede ser que

alguien se introduzca por sí mismo en un infierno semejante.

Pero esa contradicción no es más ficticia que la de quien

cada mañana abandona su cama para ir a un sitio donde no

hará lo que tiene ganas sino lo que le ordenan. No es porque

en última instancia quiera sufrir, sino porque a cambio de

eso obtiene un beneficio.

Los que repiten que necesaria e invariablemente la vida

es fea, tratando así de convencerse e intentar que los demás

le ayuden a fortalecer su idea, están recibiendo a cambio un

beneficio. Discutible, pero beneficio al fin.

Si la vida es fea porque “Dios lo dispuso así” o por vaya a

saberse qué ley natural, desaparece todo tipo de inquietud

propia de un desafío. No hay que vérselas ante la propia in-

satisfacción y preguntarse qué hacer. No hay que continuar

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por la vida con esa permanente sensación de que podría ser

de otra manera. No hay que molestarse.

Como esta ideología de la no-alternativa no termina de

convencer, de otorgar seguridad ni a sus más fervientes par-

tidarios, persiste la necesidad de reafirmarla, no por medio

de algún argumento convincente, sino simplemente por re-

petición de sentencias que supuestamente “se convierten en

verdad” a fuerza de decirse muchas veces: “la vida es así”,

“¿qué le vamos a hacer?”, “no queda otra”, “cada cual lleva su

propia cruz”, etc., etc., etc.

Como hay una alternativa subhumana, parece haber una

sobrehumana. Diversas enseñanzas hablan de trascender lo

humano, extinguir el deseo o liberarse de las ataduras y vici-

situdes de la existencia.

Como toda propuesta que alguna vez escuchó el hombre,

también ésta es objeto de discusiones y cuestionamientos.

Para quien crea que “hay una salida”, pero es demasiado

sobrehumana y difícil, no habrá más opción que aceptar la

alternativa humana y ponerse a tono con ella.

La alternativa más humana parece ser reconocer ese con-

flicto, continuar el camino con él a cuestas, y además de tra-

bajar en el mundo externo por esas satisfacciones que nunca

acaban de satisfacer, preguntarse a sí mismo y a la vida qué

hay detrás de todo eso.

Y mientras tanto, trabajar por lo que se desee sin creer

que con ello se obtendrá esa totalidad que a veces se imagi-

na.

Y cada vez que se logre algo y se sienta esa inapagable

sed de “algo más”, aceptar y abrazar la vida sin pedirle ese

“todo” que no sabemos si existe.

Aun si no estamos dispuestos a la alternativa sobrehu-

mana ni a la subhumana, aun si nos acompaña permanen-

temente la sensación de que algo quedó sin apresar, el vivir

bien no deja de estar a nuestro alcance y la vida no deja de

valer la pena.