Inés Fernpandez Moreno Encerrada Afuera

6
Inés Fernpandez Moreno Encerrada afuera SALIÓ al balcón porque había viento y la ropa se estaba por volar. Pero la idea era salir y volver a entrar, no quedarse encerrada allí. Se detiene incrédula ante la puerta hermética. ¿Fue culpa de ella, la imprevisora, o una derrota más de ser argentina? Acostumbrados al golpe seco, al empujón complementario, a la puteada para que los mecanismos se avengan a funcionar, ¿quién podía esperar una puerta corrediza tan corrediza, un deslizarse tan insensible e idiota que en menos de un segundo la encerrara en su propia casa? Lo de su propia casa era una manera de decir, trampas del lenguaje, piensa ella, y se desploma con rabia sobre la única sillita de mimbre que hay en el balcón. Su propia casa nunca le hubiera hecho esto. Habrán pasado apenas diez minutos y ya se siente abrumada. Calculó las alternativas más sensatas de la espera hasta que él volviera. Llegó a una primera conclusión: tiene por lo menos para una hora más. Llegó a una segunda conclusión: que la primera podía estar totalmente equivocada. Teje y desteje ahora alternativas infinitas, disparatadas. Las espanta como a moscas, pero no puede evitarlas. Tampoco puede dejar de mirar con fijeza el marco de la puerta ni de palparlo cada tanto como si fuera a descubrir algún truco capaz de revertir el mecanismo: abrir lo que antes se cerró. Pero no hay secreto. El marco es liso, la realidad inexpugnable. Sentada como un presidiario contra la pared, se pregunta si fue un puro alarde de eficiencia o si hubo, en aquel cerrarse, alguna intención maligna. Puede imaginar una voz —falsa y melosa— invitándola a reflexionar sobre las diferencias entre argentinos y españoles. Sutiles pero abismales. ¿A quién se le ocurre una puerta de balcón que se abre sólo desde adentro? A ellos se les ocurre. ¿Cuál es la lógica? Si el balcón está en un noveno piso y da al pulmón de la manzana, ¿de quién se protegen?, ¿del hombre araña?, ¿de los ilegales? “Ilegales no”, había dicho la abogada levantando un dedito, “irregulares”. Qué afortunada. Podría ser una magrebí ahogándose a metros de

description

Cuento de Inés Fernández Moreno.

Transcript of Inés Fernpandez Moreno Encerrada Afuera

Ins Fernpandez Moreno

Ins Fernpandez Moreno

Encerrada afuera

SALI al balcn porque haba viento y la ropa se estaba por volar. Pero la idea era salir y volver a entrar, no quedarse encerrada all. Se detiene incrdula ante la puerta hermtica. Fue culpa de ella, la imprevisora, o una derrota ms de ser argentina? Acostumbrados al golpe seco, al empujn complementario, a la puteada para que los mecanismos se avengan a funcionar, quin poda esperar una puerta corrediza tan corrediza, un deslizarse tan insensible e idiota que en menos de un segundo la encerrara en su propia casa? Lo de su propia casa era una manera de decir, trampas del lenguaje, piensa ella, y se desploma con rabia sobre la nica sillita de mimbre que hay en el balcn. Su propia casa nunca le hubiera hecho esto.

Habrn pasado apenas diez minutos y ya se siente abrumada. Calcul las alternativas ms sensatas de la espera hasta que l volviera. Lleg a una primera conclusin: tiene por lo menos para una hora ms. Lleg a una segunda conclusin: que la primera poda estar totalmente equivocada.

Teje y desteje ahora alternativas infinitas, disparatadas. Las espanta como a moscas, pero no puede evitarlas. Tampoco puede dejar de mirar con fijeza el marco de la puerta ni de palparlo cada tanto como si fuera a descubrir algn truco capaz de revertir el mecanismo: abrir lo que antes se cerr. Pero no hay secreto. El marco es liso, la realidad inexpugnable.

Sentada como un presidiario contra la pared, se pregunta si fue un puro alarde de eficiencia o si hubo, en aquel cerrarse, alguna intencin maligna. Puede imaginar una voz falsa y melosa invitndola a reflexionar sobre las diferencias entre argentinos y espaoles. Sutiles pero abismales. A quin se le ocurre una puerta de balcn que se abre slo desde adentro? A ellos se les ocurre. Cul es la lgica? Si el balcn est en un noveno piso y da al pulmn de la manzana, de quin se protegen?, del hombre araa?, de los ilegales? Ilegales no, haba dicho la abogada levantando un dedito, irregulares. Qu afortunada. Podra ser una magreb ahogndose a metros de la deseada costa de Espaa. Pero es apenas una irregular encerrada en un balcn. No debera quejarse. Ni siquiera hace fro, al menos no todava.

Era lgico que le sucediera algo as. Hace meses que viene luchando contra los pomos de las puertas, canillas, llaves y mecanismos en general: empujar en lugar de tirar, girar la llave a la derecha en lugar de a la izquierda, levantar en lugar de presionar, cosas que ya haba aprendido y en las que ya no era necesario pensar, automatismos.

El tiempo pasa con lentitud sideral. Pero no lo suficiente como para ponerse a la par de su otra vida, en el otro hemisferio.

Se para y se sienta. Camina desde la puerta corrediza hasta la baranda del balcn. Se asoma hacia afuera, pero no mucho, para no dejarse atrapar por el vrtigo. Golpea intilmente el vidrio, como si alguien pudiera abrirle, salta, da unos grititos ridculos de indignacin, se agarra la cabeza. La desesperacin va y viene, como las rfagas de viento.

Intenta ahora no caer en el ejercicio masoquista del si no hubiera hecho esto, si no hubiera hecho aquello. No poder torcer la realidad es, en efecto, uno de los mayores dolores de la existencia. Ella sali a proteger su ropa y tambin la sillita de mimbre que acababa de traer de un contenedor. Debera dejar de mirar la basura, dice siempre l. Pero gracias a ella tienen un tabln con dos caballetes como mesa, una mesita de luz que pint de azul y dos sillas de mimbre. Una de cal y otra de arena. Ahora toca la de arena. Est pagando, literalmente, el derecho de piso. Dos meses de depsito, un mes adelantado y varias horas de encierro en el balcn. Tal vez la puerta, con buena intencin, le quiere advertir que no deberan alquilar ese departamento. Que es un poco caro para ellos, para lo incierto de su situacin. Lo que los anim a correr el riesgo precisamente fue ese balcn terraza. Esa pasin argentina. Cmo descender, si no, de la infinita llanura a la estrechez del metro cuadrado? Los anim la visin lejana pero prometedora del mar. Poesa. Hipocresa. La decisin de aferrarse con uas y dientes a una forma de vivir.

Pataditas en la pared no. Ms civilizado es esperar tranquila. Porque l tiene que llegar en algn momento. Adems fue culpa de ella. Los errores se pagan. Porque ella se encerr. Fue viendo cmo se quedaba encerrada desde ese lugar del cerebro donde uno asiste a todas sus desgracias, a todo acontecer. Unas dcimas o centsimas de segundo antes del hecho consumado, uno contempla la propia torpeza, las infinitas trampas de la mente en complicidad con el cuerpo: cadas, prdidas, errores, malentendidos; la cosa va desde tirar una cucharita a la basura al vaciar un plato, hasta incorporarse a la autopista distrado sin ver el camin enorme que de forma irrefrenable te aplasta en un segundo. Estuvo encerrada en un balcn ocho horas, dir su epitafio.

Cierra los ojos con fuerza y vuelve a abrirlos. Sigue all, testigo de otro paso en falso de la enrevesada coreografa que los ha llevado desde las callecitas de Villa Urquiza a ese barrio marbell, a fundar una interesante paradoja: est encerrada afuera. O sea, podra estar libre adentro. Pero qu es adentro y qu es afuera? Acaso no lo sabe? Afuera, el espacio que va desde la puerta acristalada hasta los barrotes horizontales del balcn, no ms de tres metros. Y ms all? Las montaas. Y al otro lado, el mar. Y detrs de las montaas y ms all del mar? Un lugar de cuyo nombre no quiero acordarme. Tres millones de kilmetros cuadrados ricos en tierras frtiles, en minerales, en climas y paisajes, adonde por ahora no puede volver. Por ahora debe seguir dando vueltas a la noria sobre seis ridos metros cuadrados de baldosas. A ver cmo organiza su tiempo, qu hace. Gimnasia? Tiene fro, el viento es cada vez ms penetrante.

Mira, como un absurdo Robinson, los pocos objetos que la rodean: la sillita de mimbre, su helecho testigo (en l ha depositado una cierta confianza: si vive, se ha dicho, tal vez ella tambin pueda hacerlo en esta ciudad), una reposera (tumbona) rota, una sombrilla cerrada con el parante oxidado, un poco de ropa, una lata con un resto de pintura bord. Podra pintarse la cara de bord, acostarse boca abajo sobre la reposera y sumergir la cabeza en el helecho, tirar pintura por la ventana, clavarse el parante oxidado en el pecho. Pero hace lo ms razonable, se sienta en la silla de mimbre y dobla la ropa que descolg. Con papeles o sin papeles, en cualquier lugar del mundo, una mujer lava y tiende su ropa de la misma manera.

Y ahora qu. Mira alrededor. Enfrente y bastante alejados, hay dos edificios recin construidos. Entre ambos se abre un enorme espacio destinado a dos piscinas. Se ven dos fosas gigantescas de formas caprichosas. (La palabra fosa le produce un escalofro. All van a enterrar agua.) Lo ms notorio es el efecto del viento, el contraste entre las plantas y los toldos agitndose contra las moles blancas de los edificios. Algunos geranios de tallos altos se mecen apenas. Los helechos, en cambio, y las cenefas de los toldos, se mueven con ms gracia, ondulan, establecen un sistema de seales, una clave que le enva mensajes. Boluda, dicen, bo-lu-da. O, mejor dicho, gi-li-po-llas, ya que ondulan en espaol, una slaba ms para atormentarla.

Se sienta contra los barrotes del balcn, de espaldas al vaco. Los odos le zumban un poco. Cuando alguien est alerta, esperando que se abra una puerta, empieza a or mucho ms. Y si grita? Una vergenza empezar a los gritos. Una mujer grande, hacer tamaa estupidez. Una sudaca, ignorante. Y sin papeles. En mi pas no hacen puertas de balcones hermticas por fuera. De mi casern de Villa Urquiza se puede entrar y salir cuantas veces se quiera al jardn, sin caer en ninguna trampa. Una casa fiel incapaz de atacar a sus dueos. No se imagina cmo le pas el plumero alto antes de irme, meticulosa, por todos los techos y todos los ngulos. Moldura por moldura. No crea. No era por las telas de araa. Eran caricias, una despedida.

Qu tal cantar? Un tango no, a quin se le ocurre. Mejor Barquito de papel, de Serrat, que le gusta tanto. De paso salta un poco, se quita el fro. Barquito de papel, entona con sentimiento, con el mentn alzado, rompiendo con esfuerzo la quietud que la circunda. Cuesta sacar la voz a la intemperie, exponerla. Como el graznido de las gaviotas, su voz destemplada le lastima algo adentro. Aventurero audaz, lar, lar. La letra le falla a los dos segundos. Tanta cara ceuda de quin est desafinando a lo largo de la vida que al final se ha acostumbrado a no cantar. No sabe ni una letra completa. Sin embargo, insiste: Barquito de papel... Tiene una sbita iluminacin: sin nombre, sin patrn y sin bandera! Y qu ms, por dios, qu ms? Se clausura la memoria. Se jura a s misma, una vez que salga de ese ridculo encierro, aprender algunas letras de memoria. Son un equipaje de supervivencia. Como una cantimplora con agua en el desierto o un pedazo de pan y queso, hay que tener en la cabeza una cancin completa.

Vale, pasemos de cantar. Y hablar en voz alta? Hacerse una entrevista, comentar minuto a minuto el encierro? Sera poco emocionante su caso, sin sol abrasador sobre la piel llagada, ni tiburones al acecho, a lo sumo cuenta con el chillido desagradable de las gaviotas, que segn ha ledo se han vuelto voraces en la ciudad, carroeras. Da unos golpecitos rtmicos a la baranda del balcn. Ya est, puede recordar las estaciones de tren de la lnea Mitre: Retiro, Tres de Febrero, Lisandro de la Torre, Ministro Carranza, Lacroze, Coghlan, Belgrano R, Drago, Urquiza, Marbella. Si te gustan los viajes apacibles, sac un boleto en tren Buenos Aires-Marbella. Pods mirar por la ventanilla, ir viendo cmo cambia el paisaje: de a poco el Tercer Mundo queda atrs, las villas miseria, los pibes descalzos, los sapos muertos. Si no quers enterarte, ven en avin. Llegs a Mlaga, segus todo recto en direccin Cdiz, y en cuanto entrs a Marbella hay una gasolinera, dobls a la izquierda, vas a ver un edificio blanco, como una proa apuntando al mar, es ah, noveno piso. Mir hacia arriba, ves una figura de mujer de pulver verde agitando los brazos desesperadamente? Soy yo.

El cielo se ha oscurecido y ella ha visto cmo lo hace. Con qu lenta indiferencia. Qu importa que haya una mujer all, desgreada por el viento, contrada por el fro, sentada contra una pared, con la cabeza vuelta dramticamente hacia una puerta cerrada. Hace ya tiempo que ha abandonado sus ejercicios y su posicin de espaldas contra los barrotes del balcn. No soportaba ms saber que detrs de ella se abra el vaco. Y as est, un poco aletargada por el desaliento cuando se desencadena el final. Porque las cosas, tarde o temprano, suceden. Slo hay que sentarse a esperar. Ve una sombra. Oye un ruido. La estarn engaando una vez ms sus odos, sus ojos cansados de tanto observar los cambios de la luz? No. Esta vez s: es l quien aparece frente al cristal, con la maleta en la mano, el rostro cansado de quien regresa de un viaje. l deja la maleta en el suelo y abre de inmediato la puerta. Pero por qu la mira as? Qu cree? Que ella se iba a tirar por el balcn? No. Es slo que aunque l abra la puerta corrediza de una manera tan fcil, tan simple, piensa ella maravillada de qu sirve que salga de all. No son ganas lo que le faltan. Saldra del balcn, saldra del saln. Tomara el primer tren de Marbella a Buenos Aires. Llegara a Urquiza. Abrira la puerta de su casa, girando la llave a la derecha y dando un empujoncito seco hacia adentro, porque sera un da de lluvia y la madera con la humedad se hincha un poco, correra hasta su cuarto y all se quedara durante los prximos veinte aos, encerrada adentro, pero con la ventana abierta para respirar aquel aire de infancia cargado con olor a ozono y a tierra mojada y a jazmines. Pero todava no puede hacerlo. Hay que tener paciencia. Hay que seguir esperando hasta que le salgan los papeles.