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Inglaterra, años treinta. ChristopherBanks se ha convertido en el máscélebre detective de Londres. Perohay un enigma que es incapaz deresolver y del que él mismo esprotagonista: cuando era niño yvivía en Shangai con su familia, suspadres desaparecieronmisteriosamente, acasosecuestrados por la mafia china porun asunto relacionado con el tráficode opio.Él, que creció como un huérfano,tiene recuerdos vagos ycontradictorios de lo que realmente

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sucedió. Pero la ausencia de suspadres, de los que ni siquiera sabecon seguridad si están vivos omuertos, le atormenta. Y por esodecide que ha llegado el momentode enfrentarse al caso de su vida yviaja desde una Europa convulsa enla qué emerge el fascismo y seavecina la guerra a un Shangaiconvertido en polvorín en el que seenfrentan los chinos comunistas y elejército japonés invasor. En estaciudad cosmopolita y caóticaChristopher Banks, en busca de lasclaves de su pasado, se veráinmerso en una pesadilla kafkiana…

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Cuando fuimos huérfanos se prestaa diferentes lecturas. Más allá de latrama detectivesca, de los temashistóricos de la corrupción y lasguerras en las colonias, se puedeleer como un cuento de hadasfreudiano… Una novela rica y clara,pese a su complejidad.

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Kazuo Ishiguro

Cuando fuimoshuérfanos

ePub r1.0German25 12.04.16

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Título original: When we were orphansKazuo Ishiguro, 2000Traducción: Jesús ZulaikaDiseño de cubierta: Julio Vivas

Editor digital: German25ePub base r1.2

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Para Lorna y Naomi

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Primera parte

Londres, 24 de julio de1930

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Era el verano de 1923, el verano en quedejé Cambridge, cuando pese a losdeseos de mi tía de que volviese aShropshire decidí que mi futuro estabaen la capital y alquilé un pequeñoapartamento en el número 14b deBedford Gardens, en Kensington.Recuerdo ahora aquel verano como elmás maravilloso de todos los veranos.Después de años de sentirmeeternamente rodeado de compañeros,tanto en el colegio como en Cambridge,me producía un gran placer disfrutar de

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mi propia compañía. Me gustaban losparques de Londres, la quietud de laSala de Lectura del Museo Británico.Disfrutaba de tardes enteras paseandopor la calles de Kensington, haciendoplanes para el futuro, deteniéndome decuando en cuando para admirar cómoaquí, en Inglaterra, hasta en mitad de unagran ciudad como Londres, es posibleencontrar enredaderas y hiedratapizando las fachadas de las mansiones.

Fue en uno de estos lentos paseoscuando por azar me encontré con JamesOsbourne, un antiguo compañero delcolegio, y al descubrir que era vecinomío le sugerí que pasara a visitarme lapróxima vez que estuviera por allí.

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Aunque hasta ese momento, desde mimudanza a Londres, no había recibidovisita alguna, le hice el ofrecimientomuy seguro de mí mismo, ya que habíaelegido el apartamento con sumoesmero. El alquiler no era elevado, peromi patrona había amueblado la casa conun gusto que evocaba un pasadovictoriano apacible y sin prisas. Elsalón, muy soleado en la primera mitaddel día, estaba amueblado con un sofáanticuado y dos cómodos sillones, unaparador antiguo y una librería de roblellena de ajadas enciclopedias (todas lascuales, estaba convencido, obtendrían laaprobación de cualquier visita).Además, casi en cuanto arrendé estas

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piezas fui hasta Knightsbridge y adquiríun juego de té Queen Anne, variospaquetes de diversos y buenos tés y unagran caja de galletas. Así, cuando díasdespués Osbourne se presentó unamañana, pude invitarle a un refrigeriocon una seguridad en mí mismo quejamás le habría permitido sospechar quese trataba del primer invitado querecibía en mi nueva casa.

Durante los primeros quince minutosOsbourne, inquieto, no paraba demoverse por la sala, alabando las cosasque veía y examinando esto y aquello,sin dejar de mirar por la ventana detanto en tanto para comentarvehementemente lo que veía en la calle.

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Al cabo se dejó caer en el sofá, ypudimos intercambiar noticias sobrenosotros y nuestros antiguos compañerosde colegio. Recuerdo que pasamos unrato discutiendo las actividades de lossindicatos obreros, antes deembarcarnos en un largo y placenterodebate sobre la filosofía alemana, lo quenos permitió desplegar mutuamente lasdestrezas intelectuales que amboshabíamos adquirido en nuestrasrespectivas facultades. Luego Osbournese levantó y volvió a pasearse por lasala, y mientras lo hacía fue enumerandosus diversos planes para el futuro.

—Tengo pensado meterme en elnegocio editorial, ¿sabes? Periódicos,

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revistas, ese tipo de cosas. De hecho,me encantaría escribir una columna.Sobre política, sobre grandes temassociales. Es decir, siempre que nodecida dedicarme yo mismo a lapolítica. Y déjame preguntarte, Banks:¿no has decidido aún a qué dedicarte?Mira, todo está ahí fuera, esperándonos.Me señaló la ventana. Seguro que tienesalgún plan.

—Supongo que sí —dije, sonriendo.Tengo una o dos cosas en la cabeza. Telas comunicaré a su debido tiempo.

—¿Qué guardas en la manga?¡Venga, suéltalo ya! ¡Voy a sacártelo enmenos que canta un gallo!

Pero no le dije nada en absoluto, y

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no había pasado mucho rato cuando lotuve de nuevo discutiendo de filosofía opoesía o cualquier otra disciplina.Luego, alrededor del mediodía,Osbourne recordó de pronto un almuerzoineludible en Piccadilly y se puso arecoger sus cosas para marcharse.Estaba ya en la puerta, de espaldas,cuando se dio la vuelta y me dijo:

—Escucha, viejo amigo. Quierodecirte algo. Esta noche voy a una fiesta.En honor de Leonard Evershott. Elmagnate, ya sabes. La da un tío mío. Telo digo sin ninguna antelación, ya sé,pero me pregunto si te apetecería venir.Lo digo en serio. Llevo bastante tiempoqueriendo buscarte, pero no me había

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surgido la ocasión. Es en elCharingworth.

Al ver que no respondía deinmediato, dio unos pasos hacia mí yañadió:

—Pensé en ti porque estuverecordando. Y recordé que tú solíaspincharme con lo de que estaba «bienrelacionado». ¡Oh, vamos! ¡No hagascomo si no te acordaras! Solíasinterrogarme sin piedad. ¿Bienrelacionado? ¿Qué diablos quiere decireso: «bien relacionado»? Bien, me hedicho, ésta es una buena ocasión paraque el bueno de Banks pueda ver por símismo qué es eso de… estar «bienrelacionado». —Sacudió la cabeza,

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como recordando, y añadió—: ¡Diossanto, hay que ver lo bicho raro que erasen el colegio!

Creo que fue en este punto cuandofinalmente acepté la invitación a aquellavelada —que, como luego explicaré,habría de ser más importante de lo queyo jamás hubiera imaginado en aquelmomento—, y le acompañé hasta lapuerta sin dejar que pudiera leer en misemblante el resentimiento que habíansuscitado en mí sus últimas palabras.

Tal resentimiento no hizo más queacrecentarse en cuanto volví a sentarme.Había adivinado casi de inmediato a quése había referido Osbourne. El hechoera que, en tiempos del colegio, yo

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había oído multitud de veces queOsbourne estaba «bien relacionado».Era una frase que indefectiblementesalía a relucir cuando se hablaba de élentre nosotros, y sospecho que tambiényo la utilizaba cuando se hablaba de supersona. Era, en efecto, algo que mefascinaba. La idea de que, de algúnmodo misterioso, y por mucho que no secomportara de modo diferente al restode nosotros, se hallaba «conectado» conalgunos de los más altos círculosmundanos. Sin embargo, no me puedoimaginar «interrogándole sin piedad»,como él había afirmado instantes antes.Es cierto que era algo en lo que yopensaba a menudo cuando tenía catorce

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o quince años, pero Osbourne y yo nohabíamos sido amigos íntimos en elcolegio, y, según podía recordar, sólohabía empleado la expresión de marrasen una ocasión.

Fue una mañana neblinosa de otoño.Los dos estábamos sentados en un pretil,a la entrada de un hostal de la campiña.Creo recordar que por entoncesestábamos acabando la secundaria. Noshabían nombrado «señalizadores» enuna carrera a campo traviesa, yestábamos esperando a que loscorredores emergieran de la niebla en uncampo cercano para mostrarles ladirección que debían tomar —unaembarrada senda. No esperábamos a los

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corredores tan pronto, así que noshabíamos puesto a charlar para pasar elrato, y fue entonces —tengo la certeza—cuando le pregunté a Osbourne sobre sus«buenas relaciones». Osbourne, quepese a su carácter expansivo era denatural modesto, trató de cambiar detema. Pero yo insistí hasta que dijo:

—Oh, déjalo, Banks. No son másque tonterías; no hay nada que hablarsobre el asunto. Uno conoce a gente, esoes todo. Uno tiene padres, tíos, amigosde la familia. No sé lo que puedeparecerte tan interesante al respecto.Acto seguido, cayendo en la cuenta de loque acababa de decir, se volvió y metocó el brazo—: Lo siento muchísimo,

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amigo mío. Ha sido una horrible falta detacto por mi parte.

Aquel faux pas pareció causar enOsbourne un embarazo mucho mayor queel mío. Ciertamente no era imposibleque aquello hubiera permanecido en suconciencia a lo largo de los años, y queal pedirme que lo acompañara alCharingworth Club aquella noche nohiciera más que intentar una suerte detardío desagravio. En cualquier caso, sucomentario indelicado aquella neblinosamañana del pasado no me habíamolestado en absoluto. Lo que siempreme causaba cierta irritación, enrealidad, era que mis compañeros delcolegio, pese a su proclividad a reírse y

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a hacer bromas acerca de prácticamentetodo lo relativo a las desgracias que auno pudieran sucederle, mostraran talsolemne gravedad en cuanto oíanmencionar la inexistencia de mis padres.De hecho, y por extraño que puedaparecer, el hecho de no tener padres —ni ningún tipo de familiares cercanos enInglaterra, salvo una tía en Shropshire—hacía tiempo que había dejado desuponerme un grave inconveniente.Como a menudo les recordaba a miscompañeros, en un internado como aquéltodos habíamos aprendido a prescindirde nuestros padres, por lo que misituación no era tan singular comopodría suponerse. Sin embargo, cuando

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ahora vuelvo la vista atrás, se me antojaprobable que al menos parte de mifascinación por las «buenas relaciones»de Osbourne tuviera que ver con lo queyo entonces percibía como mi absolutafalta de «contactos» con el mundoallende St Dunstan. Que, llegado elmomento, yo llegaría a forjarme talescontactos y abrirme camino en la vidaera algo sobre lo que no me cabía lamenor duda. Aunque es posible quecreyera que podía aprender de Osbournealgo crucial al respecto, algo sobre elmodo en que funcionaban esas cosas.

Pero cuando antes he dicho que laspalabras de Osbourne al dejar miapartamento me habían ofendido no me

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refería a su mención del«interrogatorio» al que supuestamente lehabía sometido en aquel tiempo. Lo queme había parecido ofensivo era másbien el juicio que había hecho de pasadasobre «lo bicho raro que yo había sidoen el colegio».

Lo cierto es que siempre haconstituido un enigma para mí el queOsbourne dijera tal cosa de mí aquellamañana, pues mi memoria sobre elparticular me decía que había llegado aamoldarme perfectamente a la vidaescolar inglesa. Durante las primerassemanas de mi estancia en St Dunstan,no creo que hiciera nada que me causaraa mí mismo embarazo alguno. En mi

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primer día, por ejemplo, me recuerdoremedando cierta afectación en losgestos que muchos de mis compañerosadoptaban cuando estaban de piecharlando: cómo se metían la manoderecha en el bolsillo del chaleco, porejemplo, mientras movían arriba y abajoel hombro izquierdo a modo deencogimiento destinado a subrayardeterminados comentarios. Recuerdocon nitidez haber conseguido reproducirtales gestos el primer día mismo, y conla suficiente pericia como para queninguno de mis condiscípulos notaranada extraño o se le ocurriera hacermeburla.

Con idéntico osado espíritu

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«absorbí» asimismo el resto de losgestos de mis pares, sus giros verbales ylas exclamaciones habituales entre ellos,al tiempo que iba incorporando a miacervo personal algo más hondo: lasconvenciones y «etiquetas» en vigor enmi nuevo entorno. Y, ciertamente, prontocaí en la cuenta de que no me conveníapermitirme —como había venidohaciendo en Shanghai de forma rutinaria— la expresión abierta de mis ideassobre el delito y su detección. Hasta elpunto de que, cuando durante mi terceraño en St Dunstan se produjeron unaserie de robos y el colegio entero seentregó con fruición al juego de suesclarecimiento, yo contuve

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escrupulosamente mis deseos desumarme —salvo quizás de un modoestrictamente nominal— a la entusiastaempresa. Y habría de ser sin duda ciertoremanente de aquella misma estrategialo que hizo que no le confiaraprácticamente ninguno de mis «planes» aOsbourne la mañana en que vino avisitarme a mi apartamento.

Sin embargo, pese a todas miscautelas, de mis días escolares puedorecordar al menos dos ocasiones quesugieren que —siquiera ocasionalmente,como digo— debí de bajar la guardia lobastante como para dar cierta idea demis ambiciones. En su día fui incapaz deexplicarme el por qué de tales

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incidentes, y ni siquiera en la actualidadme siento capaz de aventurar unarespuesta medianamente coherente.

El primero de ellos tuvo lugar conocasión de mi decimocuartocumpleaños. Mis dos mejores amigos deaquel tiempo, Robert Thornton-Browney Russell Stanton, me habían llevado aun salón de té de la localidad, dondehabíamos estado dando cumplida cuentade unos bollitos y unos pastelillos denata. Era una lluviosa tarde de sábado, ytodas las demás mesas estabanocupadas, y cada pocos minutosentraban nuevos clientes empapadosque, deseosos de encontrar una mesalibre, miraban a su alrededor y nos

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dirigían desaprobadoras miradas paraque abandonáramos nuestra mesa sindilación alguna. Pero la señora Jordan,la propietaria, se había mostradosiempre acogedora con nosotros, yaquella tarde de mi cumpleaños misamigos y yo nos sentíamos con todo elderecho del mundo a seguir en la mesaque habíamos elegido junto a la ventanasalediza, desde donde disfrutábamos deuna magnífica vista de la plaza delpueblo. No recuerdo gran cosa delcontenido de nuestra charla, pero sí deque, una vez hubimos terminado lamerienda, mis dos amigos se miraron yThornton-Browne se agachó y hurgó ensu cartera de colegial y me tendió un

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paquete con envoltorio de regalo.Cuando empecé a abrirlo me di

cuenta de que el regalo iba envuelto enuna serie de hojas de papel, y de quemis amigos reían ruidosamente cada vezque yo quitaba una de ellas y meencontraba con la siguiente. Todoindicaba, al parecer, que al final iba aencontrarme con algún artículo debroma. Pero lo que acabé por descubrirfue un ajado estuche de cuero, y cuandoabrí el diminuto cierre y levanté la tapavi que se trataba de una lupa.

La tengo ahora aquí mismo, ante misojos. Su apariencia ha cambiado pococon el transcurso de los años, pero enaquella tarde lejana ya era un objeto

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muy usado. Recuerdo que comenté estedetalle, y también el hecho de que erauna lupa muy sólida, ysorprendentemente pesada, y que sumango de marfil estaba todo astilladopor uno de los lados. Lo que en aquelmomento no pude saber —se necesitabaotra lupa para leer la inscripción— fueque había sido fabricada en Zurich en1887.

Mi primera reacción ante el presentefue de un enorme entusiasmo. La levantéde inmediato y la pasé en un barridosobre las hojas del envoltorioamontonadas sobre la mesa (me temoque mi entusiasmo hizo que cayeran alsuelo algunas de ellas), poniéndome a

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examinar unas pequeñas manchas demantequilla que detecté en el mantel. Meensimismé tanto en mi observación queapenas fui consciente de las exageradasrisas de mi compañeros, que celebrabande ese modo la broma que me estabangastando. Cuando levanté la vista,cohibido al fin ante tal desplieguejocoso, ellos empezaban a sumirse en unsilencio vago. Y fue entonces cuandoThornton-Browne soltó una débil risita ydijo:

—Hemos pensado que, como vas aser detective, necesitarás una de estaslupas.

Entonces recobré al punto el ingenioe hice como si lo hubiera tomado todo

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como una broma enormemente divertida.Pero para entonces, sospecho, mis dosamigos se sentían un tanto confundidosrespecto de sus intenciones alregalármela, y durante el resto de latarde en aquel salón de té no volvimos arecuperar por completo nuestrodistendido talante de antes.

Como digo, tengo la lupa ante misojos. La utilicé cuando investigué elcaso Mannering; volví a utilizarla muyrecientemente, en el caso de TrevorRichardson. Una lupa tal vez no sea elelemento principal del equipo de undetective en la mitología popular, perosigue siendo una herramienta útil para elacopio de cierto tipo de pruebas, e

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imagino que seguiré llevando conmigodurante cierto tiempo aquel regalo decumpleaños de Robert Thornton-Browney Russell Stanton. Al observarla ahora,se me ocurre lo siguiente: si la intenciónde mis compañeros era tomarme el pelo,pues bien, hoy han resultado ellos engran medida los embromados. Pero,infelizmente, hoy no tengo forma desaber lo que ellos tenían en mente aqueldía, ni de averiguar cómo, pese a todasmis precauciones, pudieron llegar abarruntar mi ambición más secreta.Stanton, que mintió sobre su edad parapoder alistarse como voluntario, murióen la tercera batalla de Ypres. Thornton-Browne, he oído, murió de tuberculosis

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hace dos años. En cualquier caso, ambosdejaron St Dunstan el penúltimo año desecundaria, y cuando me llegó la noticiade su muerte hacía mucho tiempo quehabía perdido el contacto con ellos. Aúnrecuerdo, sin embargo, la decepción quesentí cuando Thornton-Browne dejó elcolegio: había sido el único amigoverdadero que había tenido desde millegada a Inglaterra, y lo eché mucho demenos en el último período de miestancia en St Dunstan.

El siguiente incidente tuvo lugarunos años después —en el primero delos cursos preuniversitarios—, pero mirecuerdo de él no es tan nítido ydetallado como el del anterior. De

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hecho, no logro recontar lo que sucedióantes y después de tal instante concreto.Lo que conservo es el recuerdo de estarentrando en una clase —el aula 15 delOld Priory—, donde el sol entraba aráfagas a través de las estrechasventanas claustrales y hacía visible elpolvo suspendido e inmóvil en el aire.El profesor aún no había llegado, perotambién yo debía de llegar un poco tardeporque recuerdo que mis compañerosestaban ya sentados en grupos enpupitres, bancos y antepechos deventanas. Estaba a punto de unirme a unode los grupos de cinco o seis alumnoscuando sus caras se volvieron hacia mí ycomprendí enseguida que estaban

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hablando de mi persona. Luego, antes deque pudiera decir nada, uno de ellos,Robert Brenthurst, me apuntó con eldedo y dijo:

—Pero seguramente es demasiadobajo para ser Sherlock.

Rieron unos cuantos, aunque no deforma particularmente hostil, y eso —según puedo recordar— fue todo. Jamásvolvería a oír ninguna otra charla quetuviera que ver con mi aspiración aconvertirme en «Sherlock», pero a partirde entonces, y durante cierto tiempo,habría de sentir cierta inquietudquejumbrosa ante el hecho de que misecreto hubiera salido a la luz y sehubiera convertido en tema de

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conversación a mis espaldas.He de hacer constar, asimismo, que

la necesidad de cautela en relación conmis ambiciones había aflorado en mímucho antes de mi llegada a St Dunstan.Durante mis primeras semanas enInglaterra había pasado mucho tiempovagando por el ejido cercano a la casitade campo de mi tía en Shropshire,oficiando entre los húmedos helechoslas diversas tramas que Akira y yohabíamos urdido juntos en Shanghai.Claro que, como estaba solo, me veíaobligado a interpretar también suspapeles; además, consciente de quepodía ser visto desde la casa de mi tía,había dado en escenificar tales tramas

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con parcos y cuidados movimientos,mientras susurraba el guión para misadentros, en marcado contraste con elmodo desinhibido con que Akira y yosolíamos desenvolvernos en nuestraspesquisas.

Mis precauciones, sin embargo, nohabían obtenido el éxito buscado. Unamañana, estando en el pequeño cuartodel ático en que me había instalado a millegada, entreoí que mi tía hablaba conunos amigos abajo, en el salón. Fue larepentina bajada del tono de su voz loque primero suscitó mi curiosidad, porlo que al poco me vi saliendo con sigiloal descansillo e inclinándome sobre labarandilla.

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—Ha estado fuera varias horas —leoí decir. No es sano, un chico de su edadmetido de ese modo en su propio mundo.Tiene que empezar a mirar haciaadelante.

—Pero era algo previsible,seguramente —respondió alguien.Después de todo lo que le ha pasado.

—No gana nada rumiando de esemodo —dijo mi tía. Sus padres le handejado en una situación desahogada, yen ese sentido ha tenido mucha suerte.Es hora de que mire hacia adelante. Merefiero a que debe dejar ya toda esaintrospección.

Desde aquel día dejé de ir al ejido,y en general intenté evitar cualquier

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ulterior exhibición de «introspección».Pero era aún demasiado niño, y por lasnoches, acostado en aquel cuarto delático, mientras escuchaba el crujido delpiso de madera cuando mi tía se movíapor la casa dando cuerda a los relojes ycuidando de sus gatos, volvía arepresentar en mi imaginación todas lastramas detectivescas del pasado talcomo Akira y yo las habíamosescenificado siempre.

Pero volvamos a aquel día deverano en que Osbourne vino a verme ami apartamento de Kensington. Noquiero dar la impresión de que sucomentario sobre «lo bicho raro» quehabía sido en el colegio me hubiera

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preocupado más de unos pocossegundos. De hecho salí de casa pocodespués de Osbourne, de bastante buentalante, y pronto me vi en St James’sPark paseando entre los floridosparterres, cada vez más animado ante laidea de la fiesta de aquella noche.

Al volver a pensar en aquella tarde,pienso que lo más natural del mundohabría sido estar un poco nervioso, yque es muy propio de la alocadaarrogancia de que solía hacer gala enmis primeros años londinenses que no loestuviera en absoluto. Era consciente,por supuesto, de que aquella noche sedesarrollaría en un nivel totalmentedistinto de cualquiera de los que había

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conocido en la universidad; de quepodría encontrarme, además, condetalles de costumbres para mí aúnextraños. Pero estaba seguro de que, conmi habitual capacidad de estar alerta,sortearía cualquier dificultad quepudiera surgirme en tal sentido, y de quesaldría bien parado del asunto. Mispreocupaciones, mientras paseaba por elparque, eran de un orden enteramentediferente. Cuando Osbourne me habíahablado de invitados «bienrelacionados», yo había dado porsentado de inmediato que entre elloshabría de haber al menos algunos de losdetectives más prestigiosos delmomento. Supongo, por tanto, que me

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pasé buena parte del tiempo imaginandoqué diría si me presentaban, porejemplo, a Matlock Stevenson, o inclusoal profesor Charleville. Ensayé una yotra vez cómo les expondría —modestamente, aunque con dignidad—mis ambiciones, e imaginé cómo uno uotro se tomaría un interés paternal pormi persona, ofreciéndome todo tipo deconsejos e insistiendo en que acudiese aellos en busca de guía en el futuro.

La velada, sin embargo, resultódecepcionante, pese a que, como podráverse muy pronto, acabara siendoimportante por razones harto diferentes.Lo que no sabía a la sazón era que ennuestro país los detectives son reacios a

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participar en tales reuniones sociales. Yno porque no sean invitados; mi propiaexperiencia reciente dará fe del hechode que los círculos de moda solicitansiempre la presencia de los detectivesfamosos del momento. Pero talesdetectives suelen ser personas serias, amenudo proclives a recluirse, dedicadasa su trabajo y con escasa inclinación amezclarse entre ellos, y aún menos afrecuentar los círculos sociales.

Como digo, no era algo que yopudiera saber a mi llegada alCharingworth Club aquella noche,cuando, siguiendo el ejemplo deOsbourne, saludé con jovialidad alportero solemnemente uniformado.

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Aunque me desengañé a los pocosminutos de entrar en la atestada sala delprimer piso. No sé exactamente cómosucedió —ya que no tuve tiempo dereconocer a ninguno de los presentes—,pero de pronto me envolvió una suertede revelación intuitiva que me hizosentirme un completo necio por miexpectante entusiasmo previo. De súbitose me antojó absolutamente inconcebibleel que hubiera esperado encontrar aMatlock Stevenson o al profesorCharleville entre los financieros yministros que me rodeaban. Me sentí tandesconcertado ante la falta deconcordancia entre el acto al queacababa de llegar y el que llevaba

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anhelando encontrar toda la tarde, queperdí todo el aplomo —al menosmomentáneamente—, y durante la mediahora siguiente, con gran irritación por miparte, no fui siquiera capaz dedespegarme del lado de Osbourne.

Estoy seguro de que se debe a miagitado estado de ánimo de entonces elque, al pensar ahora en aquella noche,haya tantos aspectos que se me antojenexagerados o antinaturales. Por ejemplo,cuando trato de visualizar la sala, éstase me presenta inusitadamente oscura; nilas lámparas de pared, ni loscandelabros de las mesas, ni la arañasdel techo parecen influir en lo másmínimo en la honda oscuridad en que la

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veo inmersa. La alfombra es muy gruesa,de forma que para desplazarse por lasala uno ha de arrastrar los pies, ycuando miras en torno ves hombrescanosos en esmoquin con idénticadificultad para caminar sobre ella, y quealgunos incluso echan los hombros haciaadelante como si encararan un vendaval.Los camareros, con sus bandejas deplata, se inclinan en singulares ángulospara dirigirse a los invitados. Hay muypocas damas, y aquellas que alcanzo aver parecen extrañamente retraídas, y sedesvanecen de mi vista casi deinmediato tras la espesa jungla denegros esmoquines.

Como ya he dicho, estoy seguro de

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que tales impresiones no son en absolutoacertadas, pero es así como la veladapermanece en mi memoria. Me recuerdode pie, casi petrificado por el embarazo,bebiendo continuamente, a pequeñossorbos, mientras Osbourne charlaamigablemente con unos y otros, lamayoría de ellos treinta años mayoresque nosotros. En un par de ocasionestraté de unirme a ellos, pero mi vozsonaba llamativamente infantil; y, encualquier caso, la mayoría de lasconversaciones giraba en torno a genteso temas sobre los que yo no sabíaabsolutamente nada.

Al rato empecé a indignarme —contra mí mismo, contra Osbourne,

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contra la velada misma. Me sentía contodo el derecho del mundo a despreciara cuantos me rodeaban; a la mayoría losconsideraba codiciosos y egoístas,carentes por completo de idealismo o desentido de las obligaciones públicas.Espoleado por la ira, fui por fin capazde emanciparme de Osbourne y dedesplazarme a través de la oscuridadhacia otra parte de la sala.

Me adentré en un espacio iluminadopor la luz de una pequeña lámpara depared. La concurrencia era menor enaquel punto, y advertí la presencia de unhombre de cabello plateado y unossetenta años que fumaba de espaldas a lasala. Me llevó unos instantes darme

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cuenta de que se estaba mirando en unespejo, y para entonces él habíareparado en que yo le estabaobservando. Me disponía a seguir micamino cuando oí que me decía sinvolverse:

—¿Se divierte?—Oh, sí —dije, con una débil risa.

Gracias. Sí, una fiesta espléndida.—Pero está un poco perdido, ¿me

equivoco?Vacilé, y solté otra risa forzada.—Quizás un poco. Sí, señor.El hombre del pelo plateado se

volvió y me estudió detenidamente. Y alcabo dijo:

—Si quiere puedo decirle quiénes

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son algunas de las personas presentes.Así, si hay alguien con quien usted deseahablar especialmente, puedo llevarlehasta él y presentárselo. ¿Qué me dice?

—Que sería muy amable de su parte.Extremadamente amable.

—Estupendo.Se acercó unos pasos y se puso a

contemplar la parte de la sala queresultaba visible desde dondeestábamos. Luego, inclinándose haciamí, procedió a irme señalando una trasotra a las personalidades que iba viendoentre la gente. Cuando el personaje encuestión era alguien particularmentefamoso, se cuidaba de añadir: «elfinanciero», «el compositor», etcétera.

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Con los menos conocidos, esbozaba unbreve currículum de su carrera, y lasrazones por las que se les considerabaimportantes. Creo que fue en mitad de lareseña biográfica de un clérigo queestaba cerca de nosotros cuando depronto se interrumpió y dijo:

—Veo que su atención está en otraparte.

—Oh, lo siento enormemente…—No importa. Es perfectamente

natural. Un hombre joven como usted…—Se lo aseguro, señor…—No tiene por qué disculparse. —

Soltó una risita y me dio un suavecodazo. La encuentra bonita, ¿eh?

No supe muy bien qué responder.

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Difícilmente podía negar que miatención se había fijado en una jovenque se hallaba a nuestra izquierda, aunos metros, y que en aquel momentoconversaba con dos hombres de medianaedad. Pero el caso es que la primera vezque la había mirado no me habíaparecido en absoluto guapa. Es inclusoposible que, de alguna forma, yo yahubiera percibido a primera vista lascualidades —tan inherentes a ella— quemás tarde le iría descubriendo. Lo que aprimera vista vi fue una mujer joven concierto aspecto de elfo, de melena oscurahasta los hombros. Aunque en aquelmomento era evidente que pretendíahechizar a los dos hombres con quienes

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estaba hablando, había algo en susonrisa que me decía que, en el lapso deun instante, tal sonrisa podía adoptar unrictus desdeñoso. Un leveencorvamiento de hombros —cual el deun ave de presa— le confería cierto airede conspiradora. Pero sobre todopercibí en sus ojos algo que me llamó laatención poderosamente: una especie deseveridad, algo como egoístamenteriguroso que hoy —al cabo de los años— pienso que fue lo que más me indujoa mirarla con tal fascinación aquellanoche.

Así, mientras ambos la estábamosmirando, ella volvió la vista hacianosotros, y al reconocer a mi

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interlocutor le envió una sonrisa fugaz,fría. El hombre del pelo plateado ledevolvió el saludo, y le dedicó unarespetuosa inclinación de cabeza.

—Una joven encantadora —susurró,empujándome con delicadeza para quenos desplazáramos. Pero no tienesentido que un joven como usted pierdadel tiempo persiguiéndola. No quieroresultar ofensivo: parece usted un tipodecente. Pero, en fin, se trata de laseñorita Hemmings. La señorita SarahHemmings.

El nombre no me decía nada. Pero,pese a que mi guía, antes, se habíamostrado sobremanera concienzudo enproporcionarme información sobre

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aquéllos a quienes iba señalando, conella se limitó a mencionar su nombredando por sentado que éste me resultaríafamiliar. Así que asentí con la cabeza ydije:

—Oh, ya. La señorita Hemmings…El hombre hizo una pausa y examinó

la sala desde nuestro nuevo punto deobservación.

—Ahora déjeme ver… Entiendo queestá usted buscando a alguien que puedadarle un pequeño empujoncito en lavida. ¿Me equivoco? No se preocupe.Yo jugué mucho a ese juego de joven.Veamos. ¿A quién tenemos aquí? —Depronto se volvió hacia mí y me preguntó—: ¿Qué me ha dicho usted que quería

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ser en la vida?Por supuesto, hasta el momento yo

no le había dicho nada a ese respecto.Pero, después de una ligera vacilación,le respondí llanamente:

—Detective, señor.—¿Detective? Mmm… —Siguió

mirando de un lado a otro de la sala. ¿Serefiere a… policía?

—Más bien a un asesor privado.Asintió con la cabeza.—Naturalmente, naturalmente —

dijo. Continuó chupando su cigarro,sumido en sus pensamientos. Luego dijo—: ¿No le interesarán los museos, porcasualidad? Al tipo de allí hace muchosaños que lo conozco. Museos. Cráneos,

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reliquias, ese tipo de cosas. ¿No leinteresan? Me lo imaginaba. Siguiómirando en torno, a veces alargando elcuello para ver mejor a alguien. Sé, porsupuesto, que hay un montón de jóvenesque sueñan con ser detectives. Meatrevería a decir que también yo, en untiempo, en mis más fantasiososmomentos, deseé llegar a serlo. Uno estan idealista a su edad. Anhelaconvertirse en el detective más insignedel momento; desterrar él solo todo elmal del mundo. Encomiable. Pero laverdad, amigo mío, es que bien podríaconvenirle tener otras…, digamos,teclas que tocar. Porque, y no quiero serofensivo, de aquí a uno o dos años, o, en

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cualquier caso, muy pronto, verá ustedlas cosas de un modo completamentediferente. ¿Le interesan los muebles? Selo pregunto porque allí veo almismísimo Hamish Robertson.

—Con el mayor de los respetos,señor. La ambición íntima que acabo deconfesarle no es en absoluto un merocapricho pasajero. Es una vocación quehe sentido toda mi vida.

—¿Toda su vida? ¿Pero qué edadtiene usted? ¿Veintiún años? ¿Veintidós?Bien, pongamos que no debodesanimarle. Después de todo, sinuestros jóvenes de hoy no tienen metasidealistas, ¿quién va a tenerlas? Y nohay duda, amigo mío, de que usted cree

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que el mundo de hoy es mucho másmalvado que el de hace treinta años, ¿noes cierto? Que la civilización está alborde del abismo y demás, ¿meequivoco?

—Si le digo la verdad, señor —dijeen tono cortante—, no se equivoca. Enefecto, eso es lo que pienso.

—Recuerdo un tiempo en que yotambién lo pensaba —dijo él. Su tonosarcástico, de pronto, había sidoreemplazado por otro más amable, eincluso me pareció ver que a sus ojosasomaban unas lágrimas. ¿Por qué creeusted que será, amigo mío? ¿Estárealmente el mundo haciéndose másmalvado? ¿Está el homo sapiens

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degenerando como especie?—No sabría decirlo, señor —dije

yo, esta vez con más comedimiento. Loúnico que puedo decir es que para unobservador imparcial el criminalmoderno se está haciendo más y másinteligente. Se ha vuelto más ambicioso,más osado, y la ciencia ha puesto a sudisposición todo un abanico nuevo derefinadas herramientas.

—Ya veo. Y sin jóvenes de talentocomo usted de nuestro lado, el futuro sepresenta lóbrego, ¿no es eso? Sacudió lacabeza con tristeza. Puede que tengaalgo de razón. A un viejo como yo leresulta demasiado fácil burlarse de eso.Quizás hemos dejado que las cosas se

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nos vayan un poco de las manos, escierto.

El hombre del pelo plateado volvióa dirigir una ligera reverencia a SarahHemmings, que ahora pasaba pordelante de nosotros. Se movía entre losinvitados con una gracia altiva, mientrasmiraba a derecha e izquierda en buscade alguien —esa impresión me dio, almenos— que ella juzgara merecedor desu compañía. Al ver a mi interlocutor, lededicó una sonrisa rápida, idéntica a lade antes, pero no aminoró el paso. Porespacio de un segundo, su mirada recalóen mí, pero casi instantáneamente —antes de que yo pudiera esbozar siquierauna sonrisa— me apartó de su mente y

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siguió abriéndose paso hacia alguien aquien había divisado al otro extremo dela sala.

Aquella noche, más tarde, mientrasOsbourne y yo íbamos en un taxi endirección a Kensington, traté deaveriguar algún dato más de SarahHemmings. Osbourne, pese a suaseveración de haber pasado una veladaharto aburrida, se mostraba muycomplacido consigo mismo y ávido decontarme con detalle las muchasconversaciones que había mantenido conpersonajes influyentes. No me resultófácil, pues, llevarle al tema de laseñorita Hemmings sin parecer curiosoen exceso. Al cabo, sin embargo,

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conseguí que me dijera:—¿Sarah Hemmings? Oh, sí, claro.

En un tiempo fue la prometida deHerriot-Lewis. Ya sabes, el director deorquesta que dio aquel concierto deSchubert en el Albert Hall el pasadootoño. ¿Te acuerdas qué debacle?

Cuando le confesé que no tenía ni lamenor idea del asunto, Osbournecontinuó:

—No es que la gente se pusiera alanzar las butacas por el aire, pero meatrevo a decir que lo habría hecho siéstas no hubieran estado fijadas al suelo.El tipo de The Times describió suinterpretación de Schubert como una«completa farsa». O quizás habló de

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«profanación». El caso es que nopareció gustarle mucho.

—¿Y la señorita Hemmings…?—Lo «soltó» como a una patata

caliente. Le devolvió el anillo decompromiso, según dicen. Y desdeentonces ha procurado mantenerse a unaprudencial distancia del pobre hombre.

—¿Y todo por ese concierto?—Bueno, la cosa fue un auténtico

horror, al decir de todo el mundo. Causóun gran alboroto. La ruptura delcompromiso, me refiero. Pero quépandilla de pelmazos los de esta noche,Banks. ¿Crees que cuando tengamos esaedad vamos a ser como ellos?

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Durante el primer año que siguió aCambridge, y en gran medida a través demi amistad con Osbourne, me fue dadoasistir con cierta regularidad a elegantesactos sociales. Al pensar en aquelperíodo de mi vida, caigo en la cuentade que fue una época particularmentefrívola. Cenas, almuerzos, cócteles, porlo general en apartamentos deBloomsbury y Holborn. Yo estabadecidido a dejar atrás el embarazo queme había atenazado aquella noche en elCharingworth; mis modos, en ese tipo dereuniones sociales, iban haciéndose másy más seguros. Y podría afirmar sinfaltar a la verdad que al fin llegué a

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ocupar un lugar propio en uno de los«círculos» de moda londinenses delmomento.

La señorita Hemmings no formabaparte de él, pero pronto descubrí quecuando la mencionaba entre amigoséstos siempre sabían cosas de ella.Además, de cuando en cuando llegaba aentreverla en algún acto o ceremonia, o,más a menudo, en los salones de té delos más lujosos hoteles de Londres. Así,de un modo u otro, acabé por disponerde una razonable cantidad deinformación acerca de su «carrera» en lasociedad londinense.

¡Cuán curioso recordar un tiempo enque tales impresiones vagas, de segunda

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mano, eran todo lo que sabía de ella! Nome llevó mucho tiempo constatar quehabía muchas personas que la mirabancon reprobación. Incluso antes de suruptura con Anthony Herriot-Lewis,parecía haber concitado numerosasenemistades a causa de lo que muchosllamaban su «rotunda franqueza». Losamigos de Herriot-Lewis —cuya«objetividad», para ser justos,difícilmente podría ser tenida en cuenta— contaban lo implacablemente quehabía perseguido antes al director deorquesta. Otros la acusaban de habermanipulado a sus amigos para conseguiracercarse a él. Su ulterior abandono deHerriot-Lewis, tras todos sus tercos

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esfuerzos previos, desconcertó aalgunos, y a otros simplemente lesproporcionó la prueba concluyente desus cínicas motivaciones. Por otra parte,también me topé con muchos quehablaban rotundamente bien de laseñorita Hemmings. A menudo eradescrita como «inteligente»,«fascinante», «complicada». La mujeres,en especial, defendían su derecho aromper un compromiso matrimonial,fueran cuales fueren las razones. Perohasta sus defensores convenían en queera una «terrible esnob de nuevo cuño»,y en que no consideraba a una personadigna de respeto a menos que poseyeraun nombre célebre. Y debo decir que, al

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observarla de lejos, como hube de hacera lo largo de aquel año, di con muypocas cosas capaces de contradecirtales imputaciones. A veces, en efecto,me daba la impresión de que la señoritaHemmings era incapaz de respirar concomodidad otro aire que el de lasociedad más distinguida. Durante untiempo estuvo vinculada a Henry Quinn,el abogado, para pronto distanciarse deél con motivo de su fracaso en el casode Charles Browning. Luego circularonrumores de su amistad cada día másestrecha con James Beacon, a la sazónjoven ministro en alza del gobierno. Encualquier caso, para entonces yo ya veíacon claridad lo que el hombre del pelo

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plateado había querido decirme alafirmar que era insensato el que un«joven como yo» se dedicara aperseguirla. Aquella noche, como eslógico, no entendí el sentido de suspalabras. Ahora que las entendíacabalmente, sin embargo, me sorprendíaa mí mismo siguiendo con un interésharto peculiar las actividades de laseñorita Hemmings. Pero, pese a ello,no llegué a hablar realmente con ellahasta una tarde de casi dos años despuésde haberla visto por primera vez en lafiesta del Charingworth.

Estaba tomando el té en el Waldorf

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Hotel con un conocido cuando,inopinadamente, éste fue requerido porcierto asunto que le obligaba aausentarse. Me quedé, pues, solo en lamesa del salón Palm Court, disfrutandode unos bollitos con jamón; y en unmomento dado, al dirigir la mirada haciael fondo del salón, vi a la señoritaHemmings, también sola, sentada en unade las mesas del balcón. Como ya hedicho, no era la primera vez que la veíaen lugares como aquél, pero aquellatarde las cosas eran diferentes. Porqueapenas había transcurrido un mes desdela conclusión del caso Mannering, y yoseguía sintiéndome como encaramado enuna nube. Ciertamente, la época que

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siguió a mi primer triunfo conocidohabía resultado francamenteembriagadora: se me abrieron de súbitonuevas puertas; las invitaciones mellovían desde instancias enteramenteinsólitas; quienes hasta entonces nohabían sido conmigo sino meramenteamables lanzaban exclamaciones deentusiasmo cuando me veían entrar en unsalón. No era extraño, pues, que mesintiera un tanto embriagado por eléxito.

En cualquier caso, aquella tarde enel Waldorf me sorprendí de prontolevantándome y dirigiéndome hacia elbalcón. No sé exactamente qué esperabade mi gesto. (De nuevo un botón de

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muestra de mi suficiencia de aqueltiempo: no pararme a considerar si a laseñorita Hemmings le agradaría o no elque yo me presentara ante su mesa).Quizás una sombra de duda cruzó mimente al pasar junto al pianista yaproximarme a la mesa donde ellaestaba sentada leyendo un libro. Perorecuerdo que me sentí bastantecomplacido con el tono de mi voz —mundano y jocoso— cuando dije:

—Disculpe, pero creo que ya eshora de que me presente. Tenemos tantosamigos comunes. Soy ChristopherBanks.

Logré articular mi nombre con unaespecie de floreo, pero para entonces mi

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seguridad en mí mismo empezaba aflaquear. Porque la señorita Hemmingsme estaba estudiando con mirada fría,inquisitiva. Y en el silencio que siguiódirigió una rápida mirada al libro quetenía en las manos, como si éste hubieralanzado una especie de gruñido deprotesta. Al cabo, en un tono teñido deperplejidad, dijo:

—Oh, ¿sí? ¿Cómo está usted?—El caso Mannering —dije,

neciamente. Puede que haya leído algosobre él.

—Sí. Lo investigó usted.Fue esa afirmación, expresada con

tal naturalidad, lo que por poco me haceperder el equilibrio. Porque la hizo sin

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el menor matiz de comprensión de susentido; no era sino una «plana»afirmación que dejaba entrever que entodo momento había estado al corrientede mi identidad, y que a pesar de ello sesentía muy lejos de entender por quédiablos estaba yo allí de pie delante desu mesa. De pronto sentí que lavertiginosa euforia de las pasadassemanas me abandonaba por completo.Y creo que fue entonces cuando dejéescapar una risa nerviosa, y me asaltó laidea de que el caso Mannering, pese a laevidente brillantez de mi investigación ya las alabanzas de mis amigos, noentrañaba la importancia que yo habíaimaginado fuera del exiguo ámbito de

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los «entendidos».Es probable que llegáramos a

intercambiar algunas cortesías socialesantes de que yo iniciara el replieguehacia mi mesa. Y hoy tengo la impresiónde que a la señorita Hemmings le asistíatodo el derecho del mundo a reaccionarcomo lo hizo. ¡Cuán absurdo por miparte imaginar que el caso Manneringpudiera bastar para impresionarla! Perorecuerdo que, cuando me vi de nuevo enmi mesa, me sentí a mi tiempo furioso yabatido. Me vino el pensamiento de queno sólo me había portado con ella comoun necio, sino que acaso me veníacomportando de ese modo todo el mes;que mis amigos, tras sus felicitaciones y

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enhorabuenas, no habían hecho sinoreírse de mí a mis espaldas.

A la mañana siguiente había llegadoa la conclusión de que me merecíaenteramente el chasco de la tardeanterior. Pero el episodio del Waldorfprobablemente despertó en mí unresentimiento contra la señoritaHemmings del que nunca llegué aliberarme por completo, y que sin dudacontribuyó a los desdichados hechos deayer noche. Entonces, sin embargo,quise ver el incidente comoprovidencial. Después de todo, me habíahecho ser consciente de lo fácil queresultaba distraerse de las más carasmetas personales. Mi objetivo era

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combatir el mal —en especial el mal denaturaleza insidiosa, furtiva—, y ello secompadecía mal con la búsqueda de lapopularidad en los círculos sociales.

A partir de entonces empecé a hacermenos vida social y me dediqué más ymás a mi trabajo. Estudié casos notablesdel pasado, y me embebí en nuevasáreas de conocimiento que pudieran undía serme útiles. Fue en ese tiempocuando también empecé a escudriñar enlas carreras de los diversos detectivescélebres, y descubrí que podía trazarseuna línea entre aquellas reputacionesbasadas en logros sólidos y aquéllascuya notoriedad tan sólo se debía aalguna posición de influencia. Llegué a

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descubrir también que, para undetective, había una vía verdadera y otrafalsa de ganar renombre. En resumen:por mucho que me hubieranentusiasmado las ofertas de amistad quesiguieron a mi resolución del casoMannering, volví a recordar —tras elbreve encuentro del Waldorf— elejemplo de mis padres, y decidí nopermitir que las preocupaciones frívolasme distrajeran de mi trabajo.

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2

Dado que estoy ahora recordando elperíodo de mi vida que siguió al casoMannering, tal vez sea pertinentemencionar aquí mi inopinada reunióncon el coronel Chamberlain al cabo delos años. Y tal vez resulte sorprendente,dado el papel que él jugó en un hito tancrucial de mi infancia, que no noshubiéramos mantenido en contacto desdelos días de Shanghai. Pero, sea cualfuere la razón, no habíamos logradohacerlo, y cuando lo volví a ver, un meso dos después de mi encuentro con la

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señorita Hemmings en el Waldorf, fue,como digo, de manera totalmentefortuita.

Nuestro encuentro tuvo lugar unatarde lluviosa, en una librería deCharing Cross Road, mientras estaba yoexaminando una edición ilustrada deIvanhoe. Llevaba un rato siendoconsciente de que alguien rondaba por ellocal muy cerca de donde yo estaba, ami espalda, y, presumiendo que talpersona deseaba acercarse para mirar enaquella parte de la estantería, me apartéhacia un lado. Pero al poco, cuandoadvertí que la persona en cuestióncontinuaba rondando a mi alrededor, mevolví para encararla.

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Reconocí al coronel al instante, puessus rasgos apenas habían cambiado. Sinembargo, a mis ojos de adulto, suapariencia se me antojó más mansa ydesaliñada que la que yo recordaba demi infancia. Allí estaba el coronel, depie, con impermeable, mirándome contimidez, y sólo cuando exclamé: «¡Dios,coronel!» me dirigió él una sonrisa y metendió la mano.

—¿Cómo estás, muchacho? Estabaseguro de que eras tú. ¡Santo cielo! ¿Quétal estás, muchacho?

Aunque las lágrimas asomaban a susojos, sus modos siguieron siendo torpes,incómodos, como si temiera que yopudiera molestarme ante aquella especie

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de recordatorio del pasado. Hice cuantopude para mostrarme encantado devolver a verle, y mientras fuera sedesataba un fuerte aguacero, seguimosde pie conversando en el exiguo espaciode la librería. Me explicó que seguíaviviendo en Worcestershire, y que habíavenido a Londres para asistir a unfuneral, y que una vez en la capital habíadecidido «quedarse unos cuantos días».Cuando le pregunté dónde se hospedaba,me respondió de forma vaga, lo que mehizo suponer que no podía permitirsesino un alojamiento humilde. Antes desepararnos, lo invité a cenar conmigo lanoche siguiente, sugerencia que élaceptó con entusiasmo, aunque pareció

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enfriarse un poco cuando le mencioné elDorchester. Pero yo seguí insistiendo:

—Es lo menos que puedo ofrecerledespués de todas sus delicadezas delpasado —porfié, hasta que acabóaccediendo.

Mirando ahora hacia atrás, mielección del Dorchester se me antoja elcolmo de la desconsideración. Lo queestaba haciendo, a la postre, era suponerque el coronel estaba corto de fondos.Debería haber pensado asimismo en lohiriente que habría de resultarle verseincapaz de pagar siquiera su parte de lacuenta. Pero en aquellos años eran cosas

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en las que yo jamás solía reparar; meimportaba demasiado, sospecho,impresionar al anciano coronel con elcabal alcance de mi transformacióndesde la última vez que nos habíamosvisto.

Mi éxito, en tal aspecto, fueprobablemente rotundo. Porquecoincidía que por aquellas fechas habíasido invitado al Dorchester en dosocasiones recientes, de forma que lanoche en que me cité con el coronel enuna de sus salas, el sommelier mesaludó con un cordial «Me alegra volvera verle, señor». Luego, después de quehubiera presenciado mi intercambio deagudezas con el maître, y mientras

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empezábamos a tomar la sopa, elcoronel estalló de pronto en una sonoracarcajada.

—¡Y pensar —dijo— que éste es elmismo mocoso que no paraba degimotear a mi lado en aquel barco!

Siguió riendo unos instantes, y luegodejó de hacerlo bruscamente, quizástemiendo que no debía haber aludido enabsoluto a aquel asunto. Pero yo lesonreí con calma, y dije:

—Debí de ser una auténtica torturapara usted en aquel viaje, coronel.

La cara del anciano coronel se nublópor espacio de un instante. Y luego dijosolemnemente:

—Teniendo en cuenta las

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circunstancias, lo que pensaba, amigomío, es que eras un chicoextremadamente valiente.Extremadamente valiente.

En este punto, recuerdo, se hizo unsilencio un tanto incómodo, que ambosconseguimos conjurar comentando elexcelente sabor de la sopa. En la mesacontigua, una dama corpulenta yprofusamente enjoyada se reíaalegremente, y el coronel miró hacia ella—justo es decir que con bastanteindiscreción. Y acto seguido pareciótomar una decisión.

—¿Sabes? Es extraño —dijo. Antesde salir para acá esa noche, he estadopensando. En el día en que nos

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conocimos. Me pregunto si lo recuerdas,muchacho. Supongo que no. Teníastantas cosas en la cabeza entonces.

—Todo lo contrario —dije. Guardola más vívida memoria de aquelmomento.

No era mentira. Aún hoy, si cerrabalos ojos unos segundos, podía sindificultad verme transportado a aquellaradiante mañana en Shanghai en eldespacho del señor Harold Anderson, elinmediato superior de mi padre en lagran compañía Morganbrook and Byatt.Yo estaba sentado en una silla que olía acuero lustroso y a roble, ese tipo desillas que normalmente encontramos trasun soberbio escritorio, pero que, en

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aquella ocasión, había sido trasladada alcentro del despacho. Podía sentir queaquella silla se hallaba normalmentereservada a los más importantespersonajes, pero que en aquella ocasión,dada la gravedad de las circunstancias,o quizás merced a una suerte de voluntadde consuelo, me había sido asignadapara la entrevista. Puedo recordar que,por mucho que lo intentaba, no lograbadar con un modo digno de sentarme enella y, más concretamente, que meresultaba imposible encontrar unapostura que me permitiera apoyar ambosantebrazos sobre los delicadamentetallados brazos de la silla. Además,aquella mañana llevaba una chaqueta

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completamente nueva, hecha de una telaáspera y gris —de dónde podía venirmeaquella prenda, lo ignoro—, y me sentíaalgo cohibido por la fea forma —abotonada casi hasta la barbilla— enque me habían ordenado llevarla.

El despacho tenía un techo muy altoy muy suntuoso. En la pared había unenorme mapa, y tras el escritorio delseñor Anderson unos ventanales por losque entraban un pródigo sol y una suavebrisa. Supongo que debía de habertambién unos ventiladores cenitalesgirando sobre nuestras cabezas, aunquelo cierto es que no consigo recordarlos.Lo que recuerdo es que estaba sentadoen aquella silla en medio del despacho,

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en el que en aquel momento tenía lugaruna conversación preocupada y solemne.Los adultos, a mi alrededor, debatían elasunto. La mayoría de ellos estaban depie, y de cuando en cuando algunos sedesplazaban hasta los ventanales. Susvoces, al tocar algún punto delicado, sehacían susurros. Recuerdo también queme sorprendió el modo en que el señorAnderson, un hombre canoso conenorme bigote, se comportaba conmigo—como si fuéramos viejos amigos—,hasta el punto de que durante un largorato supuse que nos habíamos conocidosiendo yo más niño y que lo habíaolvidado. Sólo mucho después caí en lacuenta de que no era posible que nos

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hubiéramos conocido antes. Encualquier caso, el señor Anderson habíaasumido para conmigo el papel de untío: me sonreía constantemente, me dabagolpecitos en el hombro, unos cuantoscodazos, algún que otro guiño. En unmomento dado me ofreció una taza de téy me dijo:

—Venga, Christopher, esto teanimará un poco.

Cogí la taza que me tendía, y él seinclinó para estudiarme. Despuésvinieron más susurros y debates. Y alcabo el señor Anderson se plantó denuevo ante a mí y me dijo:

—En fin, Christopher. Todo estádecidido. Éste es el coronel

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Chamberlain. Ha accedido a llevarte aInglaterra sano y salvo.

En este punto —recuerdo— se hizoun gran silencio en el despacho. Dehecho, tuve la impresión de que losadultos presentes se fueron replegandohasta alinearse todos contra las paredesa guisa casi de espectadores. Hasta elseñor Anderson acabó retrocediendohasta la pared con una sonrisa final dealiento. Fue entonces cuando por vezprimera fijé la mirada en el coronelChamberlain. Se acercó a mí muydespacio, se inclinó para mirarme a lacara y me tendió la mano. Juzguéoportuno levantarme para el apretón demanos, pero el coronel había alargado

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tan rápidamente la suya —y yo me sentíatan pegado a la silla— que tuve queestrechársela sentado. Entonces,recuerdo, le oí decir:

—Mi pobre amigo. Primero tupadre. Ahora tu madre. Debes desentirte como si el mundo entero sehubiera venido abajo a tu alrededor.Pero nos vamos a Inglaterra mañanamismo. Tú y yo. Tu tía te está esperando.Así que sé valiente. Pronto podrásrecomponer todos los pedazos.

Durante un instante fugaz me quedécomo sin habla. Y, cuando finalmente larecuperé, alcancé a decir:

—Es muy amable de su parte, señor.Agradezco muchísimo su ofrecimiento, y

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espero que no piense que soy brusco,pero, si no le importa, no creo que debair a Inglaterra en este momento. —Luego, cuando vi que el coronel no merespondía inmediatamente, añadí—:Porque verá, señor: los investigadoresse están esforzando mucho paraencontrar a mi madre y a mi padre. Yson los mejores agentes de Shanghai.Creo que van a encontrarlos muy pronto.

El coronel asentía con la cabeza.—Estoy seguro de que las

autoridades están haciendo todo lo queestá en su mano.

—Por tanto, señor, aunque apreciomucho su amable ofrecimiento, no creoque vaya a ser necesario que me

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acompañe a Inglaterra.Recuerdo que un murmullo llenó el

aire. El coronel siguió asintiendo con lacabeza, como sopesando con cuidadolas cosas.

—Puede que tengas razón, muchacho—dijo al cabo. Espero sinceramente quela tengas. Pero, sólo por si acaso, ¿porqué no vienes conmigo de todas formas?Luego, en cuanto tus padres aparezcan,podrán llamarte a su lado. Así que ¿quédices? Vayamos a Inglaterra mañana yallí esperaremos a ver qué pasa.

—Pero verá, señor. Disculpe, peroverá: los detectives de la policía que lesestán buscando son los mejores.

No estoy seguro de lo que el coronel

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respondió a esto último. Quizás selimitó a asentir de nuevo en silencio. Encualquier caso, al instante siguiente seinclinó sobre mí mucho más que antes, yme puso una mano en el hombro.

—Mira. Me doy perfecta cuenta decómo debes de sentirte. El mundo enterose ha venido abajo a tu alrededor. Perotienes que ser valiente. Además, tu tíaestá en Inglaterra. Te está esperando, ¿loentiendes? No podemos dejar a la buenadama en la estacada a estas alturas, ¿note parece?

Cuando, sentados ante la sopaaquella noche, le conté el modo en querecordaba sus últimas palabras, casiesperaba verle reír de buena gana, pero,

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en lugar de ello, dijo en tono solemne:—Me diste tanta pena, muchacho.

Tanta lástima. —Luego, tal vezintuyendo que había interpretado mal miestado de ánimo, soltó una breve risita yañadió, ahora en tono más leve—:Recuerdo la espera en el puerto contigo.Yo no hacía más que decirte: «Mira,vamos a pasarlo en grande en ese barco,¿no crees? Vamos a divertimos de lolindo». Y tú seguías diciendo: «Sí,señor. Sí, señor. Sí, señor…».

Durante los minutos que siguierondejé que fuera desgranando susrecuerdos sobre algunos de los viejosconocidos presentes en el despachoaquella mañana. Sus nombres, sin

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excepción, no significaban nada para mí.Luego, el coronel hizo una pausa, y ungrave ceño se instaló en su cara.

—Y hablando del señor Anderson—dijo al fin—, he de decir que siempreme produjo una sensación deincomodidad. Había en él algo turbio. Y,si quieres que te sea sincero, creo quehabía algo sospechoso en todo aquelasunto.

En cuanto lo hubo dicho, alzó lamirada hacia mí con un respingo. Luego,antes de que yo pudiera decir nada,volvió a hablar rápidamente, desviandosu discurso hacia el terreno sin dudamás seguro de nuestro viaje a Inglaterra.Y al poco reía comentando sus

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recuerdos de nuestros compañeros deviaje y de los oficiales del barco, y delas pequeñas y divertidas incidenciasque yo había olvidado hacía tantotiempo o incluso ni había llegado aregistrar en absoluto. El coronel estabadisfrutando, y le animé a que continuara,a veces hasta fingiendo recordar cosassólo para complacerle. Sin embargo, amedida que él se adentraba en suremembranza yo empezaba a sentirme untanto irritado, puesto que, gradualmente,tras sus alegres anécdotas iba trazandouna imagen de mí en aquel viaje que meresultaba ofensiva: según insinuórepetidas veces, me veía moverme porel barco todo retraído y taciturno, a

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punto de echarme a llorar a la menornimiedad que me contrariara. Sin dudael coronel había puesto mucho de símismo al asignarse el papel de heroicoguardián de mi persona, y, habiendotranscurrido tanto tiempo, comprendíque era en él una pretensión tan nimiacomo indelicado por mi parte elcontradecirle. Pero, como digo,empezaba a sentirme irritado pormomentos. Según mi memoria de aquelviaje, que conservo nítida, me habíaadaptado razonablemente bien a larealidad de mi nueva situación.Recuerdo que, en lugar de sentirmedesdichado, experimentaba un sanoentusiasmo en relación con la vida a

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bordo del barco, y con la perspectivadel futuro que me esperaba en Inglaterra.A veces echaba de menos a mis padres,por supuesto, pero recuerdo que medecía a mí mismo que en la vida siemprehabría otros adultos en quienes podríaconfiar, y a quienes incluso llegaría aamar. De hecho había unas cuantasdamas en el barco que, habiendo oído loque acababa de pasarme, mariposearona mi alrededor durante un tiempo conexpresiones de piedad (recuerdo que mecausaban la misma irritación que habríade causarme el coronel aquella noche enel Dorchester). Lo cierto es que ni porun momento llegué a sentirme lo afligidoque los adultos en torno parecían

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suponerme. Según puedo recordar,durante aquel largo viaje no hubo ni unasola ocasión en la que yo hubieramerecido ser tachado de «mocosolloriqueante», expresión que no se ajustóa la realidad ni aun en nuestro primerdía en el barco.

El cielo, aquella mañana, estabanublado, y las aguas turbias. Yo estabaen la cubierta del buque de vapor quehabría de llevarnos a Inglaterra, mirandohacia atrás, hacia el puerto, hacia lacosta atestada de embarcaciones,escalerillas, chozas de barro, oscurosespigones de madera tras los que sealzaban los grandes edificios delShanghai Bund, y poco a poco todo iba

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desdibujándose hasta fundirse en unúnico borrón.

—¿Bien, muchacho? —oí que medecía, muy cerca, el coronel. ¿Crees quevolverás algún día?

—Sí, señor. Espero volver.—Ya veremos. Una vez te instales en

Inglaterra, me atrevería a decir queolvidarás enseguida todo esto. Shanghaino es un mal lugar, pero me temo que losocho años que he pasado en él es todo loque soy capaz de soportar. Espero quetambién tú hayas colmado tu cupo. Sipasaras aquí más tiempo del necesario,acabarías convertido en chino.

—Sí, señor.—Mira, muchacho. Tienes que

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alegrarte. A fin de cuentas, vas aInglaterra. Vuelves a casa.

Fue este último comentario, la ideade que «volvía a casa», lo que hizo queme embargara la emoción por primera yúltima vez en aquel viaje. Pero mislágrimas eran más de ira que deaflicción, porque las palabras delcoronel me habían dolidoprofundamente. A mis ojos, yo ibarumbo a una tierra extraña donde noconocía a nadie, mientras que la ciudadque iba quedando atrás contenía todo loque yo conocía en este mundo. Y, porencima de todo, mis padres seguían allí,en algún lugar más allá de aquel puerto,más allá de la impresionante silueta de

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los edificios del Bund recortados contrael cielo. Me sequé las lágrimas y dirigíla mirada —por última vez— haciaaquella orilla, preguntándome si aúntendría tiempo de divisar la figura de mimadre —o de mi padre— corriendo porel muelle, haciéndome señas con lasmanos y gritándome que retornase alpuerto. Pero incluso entonces eraconsciente de que tal esperanza no erasino una pueril e indulgente fantasía. Yrecuerdo que, mientras contemplabacómo la ciudad que había sido mi hogarse hacía cada vez menos nítida, me volvíal coronel con expresión alegre y dije:

—Pronto llegaremos a alta mar, ¿noes cierto, señor?

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Pero creo que aquella noche en elDorchester me las arreglé para no dejartraslucir mi irritación. Lo cierto es que,cuando montó en un taxi en South AudleyStreet y nos dijimos adiós, el coronelestaba de un humor inmejorable. Cuandome enteré de su muerte,aproximadamente un año después, mesentí un tanto culpable por no haber sidomás cálido con él la noche de nuestracena en el Dorchester. En el pasado mehabía hecho un gran favor, y, según loque sabía de él, había sido una personabuena y honrada. Pero supongo que elpapel que le había tocado desempeñar

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en mi vida —el hecho de hallarseasociado de forma abrumadora a todo loque me aconteció en aquella época—hará que siga siendo para siempre unafigura ambivalente en mi memoria.

En el curso de los tres o cuatro añosque siguieron al episodio del Waldorf,Sarah Hemmings y yo tuvimos que vermuy poco el uno con el otro. Recuerdohaberla visto una vez en un cóctel al queasistí en un apartamento de Mayfair.Había muchos invitados, pero yo noconocía a la mayoría de ellos y decidímarcharme pronto. Me dirigía hacia lapuerta cuando vi que Sarah Hemmings,

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de pie a unos metros, charlaba conalguien. Mi primer impulso fue darme lavuelta e ir por otro lado, pero era porlas fechas de mi éxito en el caso RogerParker, y me pregunté si la señoritaHemmings sería capaz de seguirmostrándose tan displicente comoaquella tarde de unos años atrás en elWaldorf. De modo que seguí abriéndomepaso hacia la puerta, asegurándome detener que tropezar por fuerza con ella.Al hacerlo vi que su mirada giraba enredondo para mirar mis facciones. Unaexpresión de desconcierto se instaló ensu semblante al rastrear en su memoriapara recordar quién era yo. Vi que mereconocía al fin, y sin siquiera una

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sonrisa, sin siquiera un gesto dereconocimiento, se volvió hacia lapersona con quien estaba hablando.

Yo, por mi parte, apenas dediqué alasunto unos segundos de reflexión. Eldesaire me llegaba en una etapa en queme hallaba ensimismado en varios casosdifíciles, y aunque faltaba aún más de unaño para que mi nombre adquiriera partede la celebridad de que hoy disfruta,empezaba ya a apreciar el grado deresponsabilidad que ha de afrontar undetective de prestigio. Siempre habíasabido, por supuesto, que el empeño deerradicar el mal en su forma mástortuosa —a menudo cuando todo pareceindicar que va a seguir campando por

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sus respetos— era una empresa crucial,solemne. Pero no fue hasta miexperiencia en casos como el asesinatode Roger Parker cuando llegué aentender cabalmente lo mucho quesuponía para la gente —no sólo para losdirectamente afectados, sino para lasgentes en general— poder sentirseliberados de aquella envolvente yominosa maldad. En consecuencia,estaba más decidido que nunca a nodejarme distraer por los asuntos másfrívolos de la vida londinense. Yempecé a comprender, quizás, algo de loque había hecho posible que mis padreshubieran adoptado la postura queadoptaron en Shanghai cuando yo era

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niño. En cualquier caso, en aquel tiempolas personas como Sarah Hemmings noocupaban sino un mínimo lugar en mispensamientos, e incluso puede que hastame hubiera olvidado de su existenciapor completo si no hubiera tropezadocon Joseph Turner aquel día enKensington Gardens.

A la sazón estaba investigando uncaso en Norfolk, y había vuelto aLondres para unos días con intención deestudiar las extensas notas que había idotomando. Una mañana gris, paseaba yopor Kensington Gardens sopesando losmuchos y singulares detalles querodeaban la desaparición de la víctima,cuando advertí que alguien me hacía

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señas a lo lejos, y reconocí al instante aTurner, un hombre al que había llegado aconocer superficialmente en los círculossociales. Vino hacia mí corriendo y,después de preguntarme por qué se meveía tan poco últimamente, me invitó ala cena que un amigo y él iban a daraquella noche en un conocidorestaurante. Cuando cortésmente declinéel ofrecimiento —alegando que el casoque tenía entre manos estaba ocupandotodo mi tiempo y atención—, él dijo:

—Qué lástima. Va a venir SarahHemmings, y tiene tantas ganas decharlar largo y tendido con usted…

—¿La señorita Hemmings?—Se acuerda de ella, ¿no? Ella le

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recuerda a usted perfectamente. Me dijoque habían llegado a conocerse un tantohace unos años. Siempre se estáquejando de que no hay forma de verleen ninguna parte.

Resistiéndome al impulso deaventurar un comentario, dije,simplemente:

—Pues bien, hágame el favor detransmitirle mis mejores deseos.

Dejé a Turner en KensingtonGardens, pero mientras volvía hacia midespacho confieso que me sorprendióverme harto distraído por lo queacababa de oír sobre la señoritaHemmings y sus vehementes deseos deverme. Al cabo me dije que lo más

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probable era que Turner estuvieraequivocado; o que, en su deseo detentarme para que asistiera a aquellacena, hubiera exagerado. Pero, en losmeses que siguieron, llegaron a misoídos varias referencias similares alrespecto. Sarah Hemmings habíaexpresado su enojo ante el hecho de que,pese a haber sido amigos en un tiempo,yo me hubiera convertido en alguien casiinaccesible y le resultara poco menosque imposible entrevistarse conmigo.Desde diferentes fuentes, por otra parte,me llegó el rumor de que la señoritaHemmings amenazaba con «perseguirmehasta encontrarme». Por fin, la semanapasada, estando yo en Shackton,

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Oxfordshire, investigando el asunto deStudley Grange, apareció en el pueblo laseñorita Hemmings, presumiblementecon idea de hacer eso exactamente.

Había dado con el jardín vallado —en cuyo estanque había aparecido elcuerpo de Charles Emery—, situado enlos terrenos bajos de la mansión. Cuatroescalones de piedra me habían llevadohasta un espacio rectangular tanconcienzudamente protegido del sol queni siquiera en aquella radiante mañanapodía ver más que sombras a mialrededor. Los muros estaban tapizadosde hiedra, pero extrañamente uno no

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podía sustraerse a la impresión dehaberse internado en la celda sin techode una prisión.

El estanque ocupaba la mayor partedel cercado. Aunque me habían contadoque en él había peces de colores, noalcancé a ver el menor signo de vida; dehecho, resultaba difícil imaginar quealgo pudiera habitar aquel agua fría ylúgubre (un lugar, en efecto, idóneo paraencontrar un cadáver). Rodeando elestanque había una hilera de musgosaslosas cuadradas embutidas en el barro.Calculo que llevaría unos veinte minutosestudiando el terreno —echado sobre elpecho, ante la orilla, examinando una delas losas que sobresalía del nivel del

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agua— cuando de pronto sentí quealguien me estaba observando. Alprincipio supuse que era algún miembrode la familia que quería volver aimportunarme con sus preguntas. Dadoque antes yo les había pedido que medejaran trabajar solo, decidí, a riesgo deparecer grosero, hacer como si nohubiera oído nada.

Entonces me llegó el sonido de unzapato que rascaba la piedra junto a laentrada del jardín. Empezaba a resultarantinatural que yo permaneciera bocaabajo durante tanto rato, y, en cualquiercaso, había agotado todas lasposibilidades de llevar a cabo miinvestigación en tal postura. Además, no

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había olvidado por completo el hechode que me hallaba tendido casi en elpunto exacto donde se había cometido unasesinato, y que el asesino seguía libre.Mientras me ponía en pie me recorrió unfrío glacial, y, sacudiéndome la ropa, mevolví hacia el intruso.

La visión de Sarah Hemmings mesorprendió sobremanera, por supuesto,pero estoy seguro de que la expresión demi cara no lo dejó entrever en absoluto.Había compuesto la expresión paramostrar irritación, y supongo que eso eslo que vio en mí la señorita Hemmings,pues sus primeras palabras fueron lassiguientes:

—¡Oh! No era mi intención espiarle.

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Pero me pareció una oportunidad tanbuena. Me refiero a ver al gran hombreen acción.

Estudié su cara detenidamente, perono detecté rastro alguno de sarcasmo.Sin embargo, quise que mi vozconservara su frialdad al responderle:

—Señorita Hemmings…, quéencuentro más inesperado.

—Oí que estaba usted aquí. Estoypasando unos días con una amiga enPemleigh. Está ahí mismo, un poco másarriba de la carretera.

Calló unos instantes, sin dudaesperando a que le respondiera. Cuandovio que permanecía en silencio, no diomuestra alguna de turbación, sino que se

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acercó a mí con naturalidad.—Soy muy buena amiga de los

Emery, ¿lo sabía? —dijo. Y añadió—:Es horrible, ese asesinato.

—Sí, es horrible.—Oh, veo que también usted cree

que ha sido un asesinato. Bien, supongoque eso simplifica mucho las cosas.¿Tiene alguna teoría, señor Banks?

Me encogí de hombros.—Tengo algunas ideas, sí.—Es una lástima que los Emery no

le pidieran ayuda cuando empezó todoesto en abril. Quiero decir que ¿quédiablos estaban pensando cuandollamaron a Cewlyn Henderson paraencargarse de un caso como éste? ¿Qué

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esperaban? Ese hombre debería habersejubilado hace muchos años. Eso le daráuna idea de lo apartada del mundo quela gente vive por estos pagos.Cualquiera en Londres les habríainformado sobre Christopher Banks.

Este último comentario, he deconfesar, me intrigó un tanto, y, tras unossegundos de vacilación, me sorprendípreguntándole:

—Disculpe, pero ¿sobré qué leshabrían informado, exactamente?

—Les habrían puesto al corriente deque es usted, sin duda, la menteinvestigadora más brillante deInglaterra. Les podríamos haber contadotodo esto la pasada primavera, pero a

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los Emery les ha llevado todo estetiempo darse cuenta. Mejor tarde quenunca, es cierto, pero supongo quedespués de tanto tiempo las pistas sehabrán debido de «enfriar» un poco, ¿nole parece?

—Coincide que existen variasventajas cuando te encargas de un casoalgún tiempo después de que el hecho sehaya producido.

—¿De veras? Qué fascinante.Siempre he pensado que era esencialllegar al lugar rápidamente, para captarlas cosas por el olfato, ya me entiende.

—Al contrario. Nunca es demasiadotarde para, como usted dice, captar lascosas por el olfato.

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—Pero ¿no es deprimente cómo estecrimen ha ido minando el espíritu de lasgentes de este lugar? Y no sólo de lasfamilias. Todo Shackton ha empezado apudrirse. Éste era un pueblo feliz, y unapróspera plaza comercial. Mírelosahora: apenas se miran a los ojos entreellos. El asunto éste ha arrastrado a todoel pueblo a un fango de sospecha. Leaseguro, señor Banks, que si puederesolver este caso será recordado parasiempre en Shackton.

—¿Lo cree de veras? Qué curioso.—No existe la menor duda. Le

quedarían eternamente agradecidos. Sí,hablarían de usted durantegeneraciones.

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Dejé escapar una breve risa.—Parece usted conocer bien esta

población, señorita Hemmings. Aunqueyo pensaba que pasaba usted todo sutiempo en Londres.

—Oh, sólo soporto Londres hasta unpunto, y luego tengo que irme en buscade aire fresco. ¿Sabe?, en el fondo nosoy una chica de ciudad.

—Me sorprende usted. Siempre hepensado que se sentía profundamenteatraída por la vida urbana.

—Tiene mucha razón, señor Banks.Se percibía ahora en su voz ciertotimbre de resentimiento, como si depronto se sintiera acorralada contra unrincón. Hay algo que me atrae de la

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ciudad. La ciudad tiene para mí sus…,sus atractivos. Ahora, por primera vezdesde su llegada, apartó su mirada de míy la dirigió al jardín vallado. Lo cual merecuerda que… —dijo. Bueno, laverdad es que no me lo recuerda enabsoluto. ¿A qué fingir? He estadopensando en ello todo el tiempo quehemos estado hablando. Querría pedirleun favor.

—¿Y cuál sería ese favor, señoritaHemmings?

—Fuentes de todo crédito measeguran que usted ha sido invitado esteaño a la cena de la Fundación Meredith.¿Me equivoco?

Permanecí callado unos segundos, y

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al cabo respondí:—No, no se equivoca.—Es fantástico ser invitado a su

edad. He oído que este año se celebraen honor de sir Cecil Medhurst.

—Sí, así lo creo.—He oído también que se espera la

asistencia de Charles Wolfe.—¿El violinista?Se echó a reír con risa cristalina.—¿Es que hace algo más aparte de

eso? Y también de Thomas Byron, segúnparece.

Estaba visiblemente entusiasmada,pero volvió a apartar la mirada y sepuso a mirar a nuestro alrededor con unligero estremecimiento.

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—¿Me decía? —pregunté al rato.Deseaba que le hiciera un favor, ¿no?

—Oh, sí, sí. Quería que mehiciera… Quería que me pidiera que leacompañara a esa fiesta. A la cena de laFundación Meredith.

Ahora me miraba fijamente, con unaintensidad contenida. Me costó unossegundos encontrar la respuesta, perocuando di con ella hablé con completacalma:

—Me gustaría mucho complacerla,señorita Hemmings. Pero por desdichaya he enviado hace unos días mirespuesta a los organizadores. Me temoque ya es tarde para informarles de quedesearía invitar a otra persona.

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—¡Tonterías! —exclamó ella conenfado. Su nombre está hoy en boca detodos. Si desea llevar a una amiga, aellos seguro que les encanta. SeñorBanks, ¿no estará pensando dejarmetirada, verdad? No sería digno de usted.Después de todo, somos buenos amigosdesde hace cierto tiempo.

Fue este último comentario —elrecordatorio de la verdadera historia denuestra «amistad»— lo que me hizoreplegarme aún más en mí mismo.

—Señorita Hemmings —dijefinalmente—, se trata de un favor que nocreo que esté en mi mano hacerle.

Pero en los ojos de Sarah Hemmingshabía ya una expresión de determinación

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inflexible.—Conozco todos los detalles, señor

Banks. En el Claridge Hotel. Elmiércoles que viene por la noche. Tengointención de estar allí. Me muero deganas de que llegue esa noche. Leesperaré en el vestíbulo.

—El vestíbulo del Claridge, segúntengo entendido, está abierto a todomiembro respetable de nuestra sociedad.Si usted decide estar allí el miércolespor la noche, no hay nada ni nadie quese lo impida, señorita Hemmings.

Sarah Hemmings me miródetenidamente, ahora insegura respectode mis intenciones. Y al final dijo:

—Entonces tenga la seguridad de

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que me verá en el vestíbulo del Claridgeel miércoles por la noche, señor Banks.

—Como le he dicho, es cosa suya.Ahora, señorita Hemmings, si no leimporta…

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3

No me llevó más de unos díasdesentrañar el misterio de la muerte deCharles Emery. El asunto no mereció lamisma publicidad que mis otrasinvestigaciones, pero la honda gratitudde la familia Emery —y, ciertamente, detoda la comunidad de Shackton— hizoque el caso me resultara tan satisfactoriocomo cualquiera de cuantos hastaentonces había resuelto en mi carrera.Volví a Londres envuelto en una especiede fulgor de bienestar, yconsecuentemente no pude dedicar

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mucha atención a mi encuentro conSarah Hemmings en el jardín vallado eldía del comienzo de mi investigación.No diré que hubiera olvidado porcompleto las pretensiones de la señoritaHemmings en relación con la cena de laFundación Meredith, pero, como digo,me sentía en un estado de ánimotriunfante, y supongo que decidí nopensar en tales cosas. Quizá, en elfondo, pensé que su «amenaza» no habíasido más que una treta momentánea.

En todo caso, cuando anoche meapeé del taxi en la puerta del Claridge,mis pensamientos estaban en otra parte.Para empezar, me recordé a mí mismoque mis recientes éxitos me daban

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perfecto derecho a figurar aquella nocheentre los invitados; que, en lugar decuestionar mi presencia en tal acto, losotros invitados no harían sino instarme aque les revelara pormenores de miscasos. Me recordé a mí mismo, también,mi decisión de no abandonar la fiestaprematuramente, por mucho que tuvieraque volver a soportar algún rato desolitario vagar por los salones. Al entraren el gran vestíbulo, pues, no meencontraba preparado en absoluto parala visión de una Sarah Hemmings a laespera, sonriente.

Se había ataviado admirablemente:un vestido oscuro de seda y unas joyasdiscretas y elegantes. Sus modales, al

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acercarse hacia mí, eran de absolutaseguridad en sí misma, hasta el punto deque aún tuvo tiempo para saludar conuna sonrisa a una pareja que pasaba anuestro lado.

—Ah, señorita Hemmings —dije,mientras mi mente tratabaapresuradamente de recordar todo loque había pasado entre nosotros aqueldía en Studley Grange. En aquel instante,debo confesar, me pareció perfectamentenatural el que la Hemmings tuviera todoel derecho del mundo a que le ofrecierael brazo y la acompañara al interior. Sinduda ella percibió mi vacilación ypareció aún más envalentonada.

—Querido Christopher —dijo.

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Tiene un aspecto espléndido. ¡Estoydeslumbrada! Oh, aún no he tenido laoportunidad de felicitarle. Fuemaravilloso lo que hizo por los Emery.Fue tan inteligente de su parte.

—Gracias. No fue un casodemasiado complicado.

Me había cogido del brazo, y si enaquel momento se hubiera dirigido haciael sirviente que dirigía a los invitadoshacia las escaleras, estoy seguro de queme habría sentido impotente paranegarme a hacer lo que le hubieravenido en gana. Pero, ahora lo veo, aquícometió un error. Tal vez queríasaborear el instante, tal vez su audaciala había abandonado momentáneamente.

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En cualquier caso, no hizo ademánalguno de avanzar hacia las escaleras:se quedó mirando a los invitados queiban entrando en el vestíbulo, y me dijo:

—Sir Cecil no ha llegado todavía.Espero tener la ocasión de hablar con él.Me parece enormemente justo que sea élel homenajeado este año, ¿no cree?

—Sí, claro.—¿Sabe, Christopher? No creo que

tengan que pasar muchos años para quenos reunamos todos aquí parahomenajearle a usted.

Me eché a reír.—No creo que…—No, no. Estoy segura de lo que

digo. De acuerdo, es posible que haya

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que esperar unos cuantos años más. Peroel día llegará, no lo dude.

—Es muy amable de su parte,señorita Hemmings.

Continuó cogida a mi brazo mientrasseguíamos allí, de pie en el vestíbulo.De cuando en cuando alguien que pasabaa nuestro lado nos sonreía o nos dirigíaun saludo a alguno de los dos. Y he dedecir que me resultaba harto placenterala idea de que todos aquellos personajes—muchos de los cuales eran realmenteimportantes— me estuvieran viendo delbrazo de Sarah Hemmings. Cuando nossaludaban, me parecía leer en sus ojoslo siguiente: «Oh, ahora le ha cazado aél. En fin, es natural…». Lejos de hacer

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que me sintiera un necio, o, en ciertamedida, humillado, la idea me llenabade orgullo. Pero luego, súbitamente —ignoro a qué pudo deberse—, y sin elmenor aviso previo, empecé a sentir unagran furia contra ella. Estoy seguro deque nada en mi semblante delató cambioalguno de talante en mí en aquel instante,y por espacio de unos minutos seguimoscharlando amigablemente, saludandocon leves inclinaciones de cabeza a losinvitados que pasaban. Pero cuandodesligué su brazo del mío y me volvíhacia ella, mi decisión erainquebrantable.

—Bien, señorita Hemmings, me haencantado volver a verla. Pero ahora

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debo dejarla y subir a la sala.Le dediqué una leve inclinación de

cabeza y eché a andar hacia lasescaleras. Mi gesto la cogiódesprevenida, y si tenía pensada unaestrategia para el caso de que yo menegara a avenirme a sus deseos, duranteunos segundos fue incapaz de ponerla enpráctica. Sólo cuando me hube alejadounos pasos de ella, y me uní a una viejapareja que acababa de saludarme, llegóella corriendo y se me plantó a uncostado.

—¡Christopher! —me dijo, en unsusurro frenético. ¿No se atreverá…?¡Me lo prometió!

—Sabe perfectamente que no hice

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nada de lo que dice.—¡No se atreverá! ¡Christopher, no

me hará eso!—Le deseo una agradable velada,

señorita Hemmings.Me di la vuelta y, aprovechando el

gesto para separarme también de laanciana pareja, que había hecho loimposible para no oír nuestraescaramuza, subí rápidamente por lassuntuosas escaleras.

Al llegar a la planta superior, mehicieron pasar a una antesalabrillantemente iluminada. Allí me uní auna hilera de invitados que desfilaban

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ante un escritorio, tras el cual se sentabaun hombre uniformado de rostro glacialque cotejaba los nombres de los reciénllegados con los de una lista. Cuando mellegó el turno, me complació mucho verun destello de admiración en el hombreglacial al comprobar cómo me llamaba.Firmé en el libro de invitados, y seguíandando hacia una puerta que daba a ungran salón, en cuyo interior —alcancé aver— había ya un número considerablede personas. Al cruzar el umbral yadentrarme en el murmullo de lasconversaciones, un hombre alto y depoblada barba oscura me saludó y meestrechó la mano. Supuse que se tratabade alguno de los invitados, pero no

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conseguí registrar gran cosa de lo queme decía, porque, si he de ser franco, enaquel momento me resultaba difícilpensar en nada salvo en lo que acababade ocurrirme en el vestíbulo. Estabaexperimentando una extraña sensaciónde vacío, y tuve que recordarme que enningún caso había hecho ningún feo a laseñorita Hemmings; que cualquierhumillación que hubiera podido sentirera únicamente imputable a ella.

Pero cuando me separé del hombrede la barba y me desplacé hacia otraparte del salón, Sarah Hemmings seguíaen mi pensamiento. Fui vagamenteconsciente de un camarero que seacercaba con una bandeja de bebidas; de

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diversas personas que se volvían parasaludarme. En un momento dado trabéconversación con un grupo de tres ocuatro hombres —todos ellos resultaronser científicos, y todos ellos parecíansaber quién era yo. Luego, cuandollevaba en el salón aproximadamente uncuarto de hora, percibí un leve cambioen el ambiente, y miré a mi alrededor, ypor las miradas y murmullos comprendíque en la zona de la puerta por la quehabíamos entrado estaba teniendo lugaruna suerte de tumulto.

Instantes después de caer en lacuenta de ello sentí como unapremonición aciaga, y mi primerimpulso fue el de alejarme de la puerta y

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adentrarme más en el salón. Pero eracomo si una fuerza misteriosa tirara demí en dirección a la puerta, y pronto mevi de nuevo junto al hombre barbado,que, de espaldas a la sala de invitados,miraba con expresión apenada el dramaque se desarrollaba afuera, en laantesala.

Miré más allá de él, y me cercioréde que, en efecto, era la señoritaHemmings la que se hallaba en el centrodel tumulto. Había detenido el desfile deinvitados que firmaban en la mesa. Noes que gritara exactamente, pero parecíaimportarle muy poco quién pudiera oírsus salidas de tono. Observé cómosacudía a un viejo empleado del hotel

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que trataba de retenerla; cómo seinclinaba por encima del escritorio enademán de poder mirar más airadamenteal hombre de cara glacial, que seguíasentado en su sitio, y cómo decía convoz cercana al sollozo:

—¡Pero es que usted no lo entiende!Tengo que entrar, ¿no puedeentenderlo? Hay tantos amigos míos ahídentro… Pertenezco a ahí dentro. ¡Deverdad! ¡Oh, sea razonable!

—Lo siento infinito, señorita… —empezó a decir el hombre glacial. PeroSarah Hemmings, cuyo pelo le caíaahora hacia un lado de la cara, no ledejó terminar.

—No es más que una pequeña y

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estúpida confusión, ¿no lo comprende?¡Una pequeña y estúpida confusión: esoes todo! ¿Y se está comportando tanrudamente conmigo sólo por eso? ¡Nopuedo creerlo! ¡No puedo creerlo!

Todos los que presenciábamos laescena parecimos de pronto unidos en unpétreo embarazo. Luego, el hombre de labarba recuperó la presencia de ánimo yentró en la antesala con gesto deautoridad.

—¿Qué es lo que ocurre? —dijo,contemporizador. Mi querida jovendama, ¿se ha producido algún error?Venga, venga, lo solucionaremos, no sepreocupe. Estoy a su disposición. Depronto dio un respingo y exclamó—:

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¡Pero…, si es usted la señoritaHemmings! ¿Me equivoco?

—¡Por supuesto que no se equivoca!¡Soy Sarah Hemmings! ¿Es que no love? Ese hombre está siendo de lo másrudo conmigo…

—Pero señorita Hemmings, miquerida joven dama, no hay necesidadde que se disguste usted de ese modo.Venga, acérquese aquí un momento…

—¡No! ¡No! ¡No va usted a echarme!¡No lo consentiré! ¡Le digo que tengoque entrar, que es inexcusable que entreen esa sala! Llevo soñando con ellotanto, tanto tiempo…

—Seguro que podemos hacer algopor la joven dama —dijo un hombre de

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los que presenciaban el incidente. ¿Porqué ser tan mezquinos? Si se ha tomadola molestia de venir, ¿por qué no vamosa permitirle unirse a nosotros?

Esto levantó un murmullo general deasentimiento, si bien —advertí también— hubo gestos que reprobaban lo queacababa de proponerse. El hombrebarbado dudó unos instantes, y al cabopareció concluir que lo prioritario eraacabar como fuera con aquella escenaenojosa.

—Bien, tal vez en este casoparticular… —dijo. Luego se volvió alhombre de rostro glacial que seguía trasla mesa, y añadió—: Estoy seguro deque podremos encontrar acomodo para

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la señorita Hemmings, ¿no le parece,señor Edwards?

Me habría quedado por allí mástiempo, pero el altercado habíadespertado en mí el miedo de que, encualquier momento, la señoritaHemmings pudiera verme y tratar deimplicarme con alguna acusación enaquel espectáculo impropio. De hecho,justo cuando empezaba a replegarme, sequedó mirándome fijamente por espaciode un instante. Pero no hizo nada, y almomento siguiente sus angustiados ojosse volvieron de nuevo al hombrebarbado. Y yo aproveché la ocasiónpara escabullirme.

Los veinte minutos siguientes los

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dediqué a refugiarme en las zonas delsalón más alejadas de la puerta. Unsorprendente número de los presentesparecían absurdamente intimidados porel acto al que estaban asistiendo, hastael punto de que la mayoría de lasconversaciones —tanto las que oía a mialrededor como aquéllas en las queparticipaba yo mismo— consistían casiexclusivamente en cumplidos mutuos.Una vez agotados los cumplidos, lagente acudía al recurso de ensalzar alhomenajeado. En un momento dado,después de un discurso en el que seenumeraron de forma exhaustiva losméritos de sir Cecil Medhurst, meincliné hacia el anciano que acababa de

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pronunciarlo, y dije:—Me pregunto si sir Cecil ha

llegado ya a la fiesta.Mi compañero alargó su vaso en una

dirección, y a cierta distancia vi la altafigura del gran estadista que, inclinadocortésmente, charlaba con dos damas demediana edad. Entonces, justo cuando leestaba yo mirando, vi que SarahHemmings emergía de la multitud y sedirigía hacia él con gesto firme.

No quedaba en ella rastro alguno dela lastimosa criatura de la antesala. Suaspecto era radiante. Mientras lamiraba, se acercó hasta sir Cecil sin lamenor vacilación y le puso una mano enel brazo.

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Mi anciano interlocutor empezó apresentarme a alguien, y me vi obligadoa apartar la mirada de sir Cecil. Perocuando volví a mirar hacia él, vi que lasdos damas de mediana edad se hallabana un lado, mirándole con sonrisasincómodas, y que la señorita Hemmingsse las había arreglado para acaparar porcompleto la atención del estadista. Seguíobservando al grupo, y vi que sir Cecilechaba la cabeza hacia atrás y lanzabauna carcajada ante algo que la señoritaHemmings acababa de decirle.

A su debido tiempo fuimos invitadosa pasar al salón del banquete, donde senos acomodó alrededor de una vasta ylarga mesa, bajo las brillantes arañas

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del techo. Sentí un gran alivio al ver quea la señorita Hemmings le habíanasignado un asiento a una prudentedistancia de donde yo estaba, y duranteun rato conseguí disfrutar de lacompañía de los comensales de amboslados. Charlé por turnos con las damasde derecha e izquierda —ambas, cadauna a su modo, encantadoras—, y losplatos resultaron refinados eimpecables. Pero a medida queavanzaba el banquete, me sorprendí a mímismo inclinándome una y otra vezhacia adelante a fin de poder divisar elsector donde estaba sentada la señoritaHemmings, y volví a enumerarmentalmente las razones que me asistían

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para haberle negado mi concurso.Quizás sea debido a tales

preocupaciones el que no pueda ahorarecordar gran cosa de la cena misma.Hacia el final llegaron los discursos;varios personajes se levantaron paraloar una vez más las contribuciones desir Cecil a los asuntos mundiales, y enespecial su papel en la construcción dela Sociedad de Naciones. Finalmente,fue el propio sir Cecil quien tomó lapalabra.

Su discurso, según puedo recordar,fue autocrítico y optimista. A su juicio,la humanidad había aprendido de suserrores, y ahora las estructuras sehallaban firmemente asentadas y en

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situación de asegurar que jamás pudieravolver a darse en el planeta otracalamidad semejante a la de la pasadaGuerra Mundial. La guerra, pavorosa ensí misma, no representaba sino «unatorpe ventana en la evolución humana»,en aquel período de unos cuantos añosen que nuestro progreso técnico habíaido por delante de nuestras capacidadesde organización. Nos habíamossorprendido a nosotros mismos con elrápido desarrollo de nuestro potencialde ingeniería, y con la consiguienteposibilidad de hacer la guerra conarmamento moderno, pero ahorahabíamos aprendido a convertir enpositivo tal desfase. Al recordar los

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horrores que podían volver a desatarseentre los pueblos, las fuerzas de lacivilización habían prevalecido ylegislado. Su discurso discurrió untiempo más por tales derroteros, y alfinal todos aplaudimos de buena gana.

Después de la cena, las damas nonos abandonaron para trasladarse a otrade las salas, sino que se nos pidió atodos, damas y caballeros, quepasáramos al salón de baile. Allí nosesperaba un cuarteto de cuerda, queejecutaba una pieza, y unos camarerosque se movían de un lado a otro conbandejas de licores, cigarros y cafés.Los comensales empezaron enseguida acircular de un sitio a otro, y la atmósfera

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se hizo mucho más relajada que antes dela cena. En un momento dado, coincidióque mis ojos se encontraron con los dela señorita Hemmings, que se hallaba enotra zona del salón, y me sorprendiósobremanera que me sonriese. Mipensamiento inicial fue que no era sinola sonrisa del enemigo que urde algunaterrible venganza; pero luego, a medidaque avanzaba la velada, seguíobservándola, y decidí que estabaequivocado. Caí en la cuenta de queSarah Hemmings se sentía absolutamentefeliz. Al cabo de meses —tal vez años— de planearlo, había conseguido estaren aquel momento en aquel lugar, y alhaber alcanzado su meta —tal como se

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nos dice que les sucede a las mujeresdespués de dar a luz— había relegado alolvido todos los recuerdos del dolor quehabía soportado a lo largo del camino.Contemplé cómo se desplazaba de grupoen grupo, charlando amigablemente conunos y otros. Se me ocurrió que deberíaacercarme y hacer las paces con ellamientras hacía gala de tan animosotalante, pero la posibilidad de que éstepudiera cambiar repentinamente y crearotra escena desagradable me disuadiópor completo, y seguí manteniéndome auna prudencial distancia.

Fue quizás media hora despuéscuando fui presentado a sir CecilMedhurst. No me había esforzado

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especialmente en conocerlo, perosupongo que me habría sentido algodecepcionado si al término de la veladahubiera tenido que abandonar el salónsin haber intercambiado unas palabrascon el insigne hombre de estado. Así lascosas, le vi venir hacia mí acompañadode lady Adams, a quien yo habíaconocido unos meses atrás en el cursode una de mis investigaciones. Sir Cecilme cogió la mano con calor y dijo:

—¡Ah, mi joven amigo! ¿Así queestá usted aquí?

Nos dejaron solos unos minutos enel centro del salón. La gente a nuestroalrededor reinició la charla, y prontonos vimos inmersos en un animado

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bullicio; sir Cecil y yo teníamos queinclinarnos el uno hacia el otro y alzar lavoz para dirigirnos los cumplidos derigor. En un momento determinado, medio un suave codazo y dijo:

—Todo lo que he dicho antes, en lacena… Sobre este mundo. Que se estáconvirtiendo en un lugar mucho másseguro, más civilizado y demás… Yo locreo, ¿sabe? Al menos —aquí me agarróla mano y me dirigió una miradachispeante—, al menos me gustaríacreerlo. Oh, sí, me encantaría creerlo.Pero no sé, mi joven amigo. No sé si alfinal vamos a ser capaces de hacer quelas cosas no empeoren. Haremos lo quepodamos. Organizar, consultar. Hacer

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que los más grandes hombres de las másgrandes naciones pongan a trabajarjuntas sus cabezas y hablen. Perosiempre estará el mal acechando enalgún rincón, listo para saltar sobrenosotros. ¡Oh, sí! Las fuerzas del mal nodescansan, ni siquiera ahora, mientrasestamos hablando; siempre estánconspirando para ver el modo deprender fuego a nuestra civilización. Yson inteligentes, oh. Demoniacamenteinteligentes. Hombres y mujeres buenoshacen lo que pueden, dedican sus vidasa mantener a raya el mal, pero me temoque no será suficiente, amigo mío. Metemo que no va a ser suficiente. Losseres malignos son demasiado astutos

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para el ciudadano honrado normal ycorriente. Lo hechizarán, locorromperán, lo volverán contra suscongéneres. Lo veo, lo veocontinuamente. Y va a empeorar. Por esonecesitamos más que nunca confiar engentes como usted, mi joven amigo. Lospocos que, de nuestro lado, poseenidéntica inteligencia que los malvados.Los pocos que descubrirán su juego deinmediato, los pocos capaces de destruiresos «hongos» contaminantes antes deque arraiguen y se expandan.

Probablemente estaba más queachispado. Probablemente el acto en suhonor lo había abrumado. En cualquiercaso, continuó hablando de esta guisa

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durante un rato, apretándome el brazocon ternura mientras me hablaba. Yquizás porque aquel hombre ilustre semostrara tan efusivo conmigo —o quizásporque yo había tenido en mente durantetoda la velada el preguntárselo—,aproveché un momento en que se quedócallado para decir:

—Sir Cecil, creo que recientementeha pasado usted un tiempo en Shanghai.

—¿Shanghai? Ciertamente, amigomío. Yendo de un lado para otro. Lo quesucede en China es de vital importancia.Ya no podemos limitarnos a mirar aEuropa, ¿comprende? Si deseamosdetener el caos en Europa, habremos demirar hacia otras latitudes.

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—Se lo pregunto, señor, porque yonací en Shanghai.

—¿Sí? Vaya, vaya…—Me estaba preguntando, señor, si

llegaría usted a toparse en algúnmomento con un viejo amigo mío. Noexiste motivo alguno para talimprobable coincidencia, por supuesto.Pero su nombre es Yamashita. AkiraYamashita.

—¿Yamashita? Mmmm… Japonés,ya veo. Hay montones de japoneses enShanghai, claro. Cada día tienen másinfluencia en esa parte del mundo.¿Yamashita, dice?

—Akira Yamashita.—No sabría decir si lo he conocido

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o no. ¿Diplomático o algo parecido?—Lo cierto, señor, es que no lo sé.

Era un amigo de la infancia.—Oh, entiendo. En ese caso, no sabe

siquiera si sigue en Shanghai. Puede quese marchara y volviera a Japón.

—Oh, no. Estoy seguro de que sigueen Shanghai. A Akira le encantabaShanghai. Además, estaba decidido a novolver jamás a Japón, No, tengo lacerteza de que sigue allí.

—Bien, no creo haberle conocido.Vi bastante al tal Saito. Y a unos cuantosmilitares. Pero a nadie con ese nombre.

—Bien… —Solté una risita paraocultar mi decepción. Era algo muypoco probable. Pero me lo había estado

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preguntando.En ese preciso instante, y para mi

alarma, caí en la cuenta de que SarahHemmings estaba de pie a mi lado.

—Así que por fin logró acorralar algran detective, ¿eh, sir Cecil? —dijo entono alegre.

—Así es, querida —replicó el viejocaballero, sonriéndole abiertamente. Leestaba diciendo lo mucho que todosvamos a depender de él en los añosvenideros.

Sarah Hemmings me sonrió.—He de decir, sir Cecil, que, según

mi experiencia, no siempre se puedecontar enteramente con el señor Banks.Pero quizás él sea lo mejor que

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podamos encontrar.En este punto decidí que debía

marcharme con la mayor rapidezposible, y fingiendo haber localizado aalguien al otro lado del salón me excuséy los dejé solos.

No volví a ver a la señoritaHemmings hasta más tarde. Paraentonces muchos de los invitados habíanempezado a marcharse, y el salón estabamucho menos atestado que antes.Además, los camareros habían abiertounas cuantas puertas que daban a losbalcones, y una refrescante brisanocturna soplaba ahora hacia el interior

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del salón. Pese a ello, la noche seguíasiendo cálida, y, deseoso de un poco deaire fresco, me encaminé hacia uno delos balcones. Me disponía a salir al airenocturno cuando reparé en que sehallaba allí Sarah Hemmings, deespaldas al salón, con un cigarrillo conboquilla, contemplando el cielo de lanoche. Empecé a retroceder, pero algome dijo que, pese a no haberla vistomoverse en absoluto, ella se habíapercatado de mi presencia. Así que di unpaso hacia adelante, salí al balcón ydije:

—Bien, señorita Hemmings, veo queha acabado teniendo su velada, despuésde todo.

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—Ha sido la más maravillosa detodas las veladas —dijo, sin volverse.Dejó escapar un suspiro de contento, diouna chupada al cigarrillo, me dedicó unarápida sonrisa por encima del hombro yvolvió a quedarse mirando el cielo de lanoche. Ha sido exactamente como lahabía imaginado. Toda esa gentemaravillosa. Miraras donde miraras,encontrabas gente maravillosa. Y sirCecil, un ser tan encantador, ¿no leparece? He mantenido una conversaciónde lo más interesante con Eric Mitchell.Sobre su exposición. Va a invitarme a lainauguración privada del mes que viene.

No dije nada, y por espacio de unossegundos seguimos allí en silencio, uno

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al lado del otro, acodados sobre labarandilla. Curiosamente —acasodebido al cuarteto de cuerda, cuya suavemúsica de vals nos llegaba desde elsalón—, el silencio no era en absolutolo incómodo que cabía esperar. Al final,Sarah dijo:

—Supongo que le ha sorprendido austed.

—¿Sorprendido?—Lo decidida que soy. Al conseguir

entrar aquí esta noche.—Me ha sorprendido, sí —dije.

Luego añadí—: ¿A qué cree que esdebido, señorita Hemmings? El quesintiera una necesidad tan imperiosa debuscar la compañía de esta gente esta

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noche…—¿Imperiosa? ¿La considera usted

imperiosa?—Así la juzgaría yo. Y lo que he

presenciado antes en la antesala tiende aavalar el juicio que le expreso.

Su reacción me sorprendió en ciertamedida: respondió con una livianacarcajada, y luego me dirigió unasonrisa.

—Pero ¿por qué no, Christopher?¿Por qué no habría de sentir talnecesidad de estar en compañía de talespersonajes? ¿No es simplemente estar…en el cielo?

Cuando me quedé en silencio, susonrisa se esfumó.

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—Supongo que usted desaprueba miconducta —dijo, con una voz que ahorasonaba diferente.

—Me he limitado a hacer constar…—Está bien. Tiene derecho a

hacerlo. Puede pensar lo que quiera; lode antes, por ejemplo, lo juzgaembarazoso, y lo desaprueba. Pero ¿quéotra cosa podía hacer? Cuando seavieja, no quiero mirar hacia atrás y verespacios vacíos. Quiero ver algo de loque me sienta orgullosa. ¿Lo entiende,Christopher? Soy ambiciosa.

—No estoy seguro de entenderla.¿Tiene usted la impresión de que su vidaserá más valiosa si se codea con gentefamosa?

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—¿Es así como usted me ve?Apartó la mirada, quizás

genuinamente dolida, y volvió a chuparel cigarrillo. Miré cómo contemplaba lacalle vacía, abajo, y las fachadas deestuco blanco de los edificios deenfrente. Y luego dijo con voz calma:

—Comprendo que se me pueda verde ese modo. Si se me mira con ojoscínicos, al menos.

—Espero no mirarla de ese modo.Me molestaría mucho pensar que hehecho tal cosa.

—Entonces debería tratar de ser máscomprensivo. Se volvió hacia mí conuna expresión intensa en el semblante, yal poco miró de nuevo hacia el frente. Si

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mis padres aún vivieran —dijo—, medirían que ya era hora de que me casara.Y quizás tuvieran razón. Pero no voy ahacer lo que he visto hacer a tantaschicas. No voy a malgastar todo miamor, toda mi energía, todo mi intelecto(por modesto que sea) con un hombreinútil dedicado al golf o a la venta debonos en la City. Cuando me case, habráde ser con alguien que realmente aporteuna contribución valiosa. Quiero decira la humanidad, a un mundo mejor. ¿Esésta una ambición tan horrible? Novengo a actos como el de esta nochepara conocer a hombres famosos,Christopher. Vengo en busca de gentesque se distingan por algo. ¿Qué puede

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importarme pasar un poco de vergüenzaaquí o allá? —Hizo un gesto con lamano, en dirección al salón. Pero no voya aceptar que mi destino sea malgastarmi vida con un hombre agradable, cortésy moralmente sin valor.

—Cuando lo expresa así —dije—,puedo entender cómo se ve quizás a símisma. Casi como una… fanática.

—En cierto modo, sí, Christopher.Oh, ¿qué pieza están tocando? Es algoque conozco. ¿Mozart?

—Creo que es Haydn.—Oh, sí, tiene razón. Sí, Haydn.Durante unos segundos se quedó

mirando hacia el cielo, mientras parecíaescuchar la melodía.

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—Señorita Hemmings —dije, alcabo. No estoy orgulloso del modo enque me he comportado con usted alprincipio de la velada. De hecho, ahoralo lamento de verdad. Lo siento. Esperoque me perdone.

Sarah Hemmings siguió mirandohacia la noche, acariciándosesuavemente la mejilla con la boquilladel cigarrillo.

—Es muy delicado de su parte loque me dice, Christopher —dijo en vozbaja. Pero soy yo quien deberíadisculparme. Yo estaba tratando deutilizarle, después de todo. Está claro.Estoy segura de que antes he debido deparecer una mujer horrible; pero eso no

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me importa. Lo que me importa, sinembargo, es haberle tratado mal a usted.Puede que no me crea, pero es laverdad.

Me eché a reír.—Bien, entonces ¿por qué no nos

perdonamos mutuamente?—Sí, hagámoslo. Se volvió hacia

mí, y su cara, de súbito, se abrió en unasonrisa cuyo regocijo era casi el de unaniña. Luego volvió a abatirse sobre ellaun hondo cansancio, y se dio la vueltapara seguir mirando la noche. A menudotrato mal a la gente —dijo. Supongo queva unido a lo de ser ambiciosa. Y a notener mucho tiempo disponible.

—¿Perdió a sus padres hace mucho

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tiempo? —le pregunté.—Tengo la sensación de que hace

una eternidad. Pero, por otra parte, estánsiempre conmigo.

—Bien, me alegro de que hayadisfrutado de la velada. Ahora sólopuedo volver a expresarle lo mucho quelamento mi comportamiento.

—Oh, mire: se está yendo todo elmundo. ¡Qué pena! Y yo que queríahablar con usted de todo tipo de temas…De su amigo, por ejemplo.

—¿De mi amigo?—Del amigo sobre el que antes le

preguntaba a sir Cecil. Su amigo deShanghai.

—¿Akira? Era un amigo de la

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infancia.—Pero me di perfecta cuenta de que

era muy importante para usted.Me enderecé y miré hacia el salón.—Tiene razón. Se está marchando

todo el mundo.—Entonces supongo que tendré que

irme también yo. Si no quiero, claroestá, que mi marcha levante el mismorevuelo que mi llegada.

Pero no hizo el menor ademán deponerse en movimiento, y al final hubede ser yo quien me excusara para volveral salón. Instantes después, cuando mevolví para mirar atrás, pensé que SarahHemmings componía una bella siluetasolitaria en el balcón, fumando en el aire

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de la noche mientras el salón a suespalda se iba vaciando por momentos.Incluso cruzó mi mente la posibilidad devolver para ofrecerme a acompañarla ensu salida de la fiesta. Pero su menciónde Akira me había inquietado un tanto, ydecidí que aquella noche había hecho yabastante para mejorar la relación entreSarah Hemmings y mi persona.

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Segunda parte

Londres, 15 de mayo de1931

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4

En la parte de atrás de nuestro jardín enShanghai había un montículo de céspedcon un único arce en lo alto de su cima.Cuando Akira y yo teníamos unos seisaños, nos divertíamos jugando en aquelmontículo y sus alrededores, y cuandoahora pienso en mi compañero de lainfancia siempre tiendo a recordarnossubiendo y bajando aquel montículo a lacarrera, y a veces saltando hasta abajodesde la parte más alta de su ladera.

De cuando en cuando, agotados porlos juegos, nos sentábamos jadeando en

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lo alto del montículo, con la espaldarecostada contra el tronco del arce.Desde aquella posición estratégicagozábamos de una vista de mi jardín yde la gran casa blanca que se alzaba alotro extremo. Si hoy cierro los ojos uninstante, puedo evocar esa imagen muyvividamente: el césped «inglés»primorosamente cuidado, las sombrasque por la tarde proyectaba la hilera deolmos que separaba mi jardín del deAkira. Y la casa misma, un enormeedificio blanco con numerosas alas ybalcones enrejados. Me temo que estosrecuerdos de la casa se deben en granmedida a cómo la veía un niño, y que enrealidad la casa no era tan grande.

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Ciertamente, yo era consciente —incluso entonces— de que nuestra casaapenas podía equipararse en esplendor alas mansiones de Bubbling Well Road,situadas justo a la vuelta de la esquina.Pero resultaba más que adecuada parauna familia integrada por mis padres, yo,Mei Li y la servidumbre.

Era propiedad de Morganbrook andByatt, lo que significaba que en ellahabía muchas pinturas y muchosornamentos, y que no me estabapermitido tocarlos. Significabaasimismo que de vez en cuando teníamosque alojar a algún «huésped de la casa»—algún empleado de la compañíarecién llegado a Shanghai que aún no

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había tenido tiempo para «valerse por símismo». Ignoro si mis padres poníanalguna objeción a tal norma de la casa.A mí no me importaba en absoluto, puesel huésped en cuestión solía ser algúnjoven que traía con él los aires de lossenderos y praderas inglesas que yoconocía por El viento en los sauces, ode las calles neblinosas de las intrigasde Conan Doyle. Aquellos jóvenesingleses, sin duda deseosos de causarbuena impresión, se sentían inclinados atolerar mis morosas preguntas y, enocasiones, mis poco razonablespeticiones. La mayoría de ellos —se meocurre— eran probablemente másjóvenes que yo hoy, y sin duda se sentían

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aturdidos y confusos tan lejos del hogar.Pero para mí, entonces, todos eranpersonajes a quienes estudiar y emular.

Pero volviendo a Akira: hay unaocasión concreta que ahora me viene ala memoria de aquellas tardes de juegos,después de que hubiéramos estadosubiendo y bajando desaforadamente porla pendiente de aquel montículoponiendo en escena nuestras prolijastramas lúdicas. Nos habíamos tomado unrespiro y estábamos sentados contra eltronco del arce para recuperar elresuello, y yo miraba hacia la casa através del césped, a la espera de que mipecho dejara de subir y bajaragitadamente, cuando Akira dijo a mi

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espalda:—Cuidado, comarada. Un ciempiés.

Junto a tu pie.Le había oído claramente decir

«comarada», pero en aquel momento nopensé nada al respecto. Fue luego,cuando, una vez que hubo utilizado lapalabra, Akira pareció encantado conella y se puso a emplearla continuamenteen los momentos de juego que siguieron(«¡por aquí, comarada!», «¡más rápido,comarada!»…).

—No es «comarada», ¿sabes? —ledije al fin, durante una de nuestrasdisputas sobre el rumbo que debía tomarun determinado juego. Es «camarada».

Akira, tal como yo sabía que haría,

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protestó vigorosamente.—Nada de eso. Nada de eso. La

señorita Brown me ha hecho repetir milveces «comarada». «Comarada». Es lapronunciación correcta. Sí, señor. Elladice «comarada». Y es la profesora.

No tenía objeto intentar convencerlede lo contrario. Desde que habíaempezado a estudiar inglés, se sentíainmensamente orgulloso de sucondición: era el anglohablante expertode la familia. Pero daba igual: yo noquería darle la razón, y al final la peleaadquirió tales proporciones que Akira,dando por terminado el juego, se limitóa irse hecho una furia hacia nuestra«puerta secreta» —una brecha abierta en

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el seto que separaba nuestros jardines.Las siguientes veces que jugamos

juntos, ya no me llamó «comarada», nihizo referencia alguna a nuestroaltercado del montículo. Yo casi lohabía olvidado cuando una mañana,semanas después, el asunto volvió depronto a salir a colación mientrascaminábamos juntos por Bubbling WellRoad, a lo largo de las grandesmansiones y los hermosos céspedes. Norecuerdo exactamente lo que acababa dedecirle. En cualquier caso, él mecontestó diciendo:

—Muy amable de tu parte,camarada.

Recuerdo que resistí la tentación de

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hacer constar que me estaba dando larazón en relación con nuestra disputa desemanas antes. Para entonces yo yaconocía a Akira lo bastante como paradarme cuenta de que no había dicho«camarada» a modo de sutilreconocimiento de que antes habíaestado equivocado; más bien, y de unaforma extraña que ambos entendíamos,estaba dando a entender que había sidosiempre él quien había defendido que sedecía «camarada», y que ahora selimitaba a ratificar su punto de vista. Yel hecho de que yo no protestara nohacía sino confirmar su decisivavictoria. Así, durante el resto de la tardesiguió llamándome «camarada» cada

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vez con más suficiencia, como diciendo:«Bien, veo que no insistes en turidiculez. Me alegra que te muestres mássensato».

Este tipo de conducta no era del todoatípica en Akira, y aunque yo siempre lajuzgué exasperante, no solía —no sabríadecir por qué— hacer ningún esfuerzopara contradecirle. De hecho —y hoy lojuzgo difícil de explicar—, sentía ciertanecesidad de preservar tales fantasíaspara bien de Akira, y en caso de que unadulto hubiera tratado de arbitrar ennuestra pendencia sobre la palabra«comarada», yo me habría puestoindefectiblemente del lado de Akira.

No quiero dar a entender con esto

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que Akira me dominara, o que la nuestrafuera una amistad en cierto mododesequilibrada. En nuestros juegos, porejemplo, yo tomaba tantas veces como élla iniciativa, y probablemente más vecesen caso de las decisiones más cruciales.Lo cierto es que yo creía serintelectualmente superior, y en ciertonivel Akira probablemente lo aceptaba.Por otra parte, había varias cosas que, amis ojos, conferían a mi amigo japonésuna gran autoridad. Estaban, porejemplo, sus «llaves», que a menudo meaplicaba cuando yo decía algo que lemolestaba, o cuando en el curso dealguna de nuestras tramas me resistía aaceptar algún sesgo de la intriga que a él

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le complacía especialmente. En un planomás general, y aunque me llevara tansólo un mes, yo tenía la sensación deque él era el que más mundo tenía de losdos. Parecía saber muchas cosas que yono sabía. Y, por encima de todo, estabasu afirmación de que se habíaaventurado varias veces más allá de loslímites de la Colonia.

Mirando hoy hacia atrás, me resultaun tanto sorprendente el hecho de que aunos chiquillos de nuestra edad se lespermitiera ir y venir sin la menorsupervisión, casi a su antojo. Pero,como es lógico, ello tenía lugar dentrode la relativa seguridad de la ColoniaInternacional. A mí, por ejemplo, me

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estaba absolutamente prohibido entraren las zonas chinas de la ciudad, y, porlo que yo sé, los padres de Akira noeran menos estrictos al respecto. Fuerade nuestros límites, se nos decía, todoeran enfermedades horribles, inmundiciay hombres perversos. Lo más cerca queyo había estado en mi vida de salir de laColonia fue una vez en que el carruajeen que íbamos mi madre y yo tomó unrumbo inesperado en la zona del arroyoSoochow que bordea el distrito Chapei.Podía ver la aglomeración de techosbajos a lo largo del canal, y contuve larespiración todo lo que pude por miedoa que la pestilencia me llegara por elaire a través de la estrecha franja de

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agua. No es extraño, por tanto, que lapretensión de mi amigo de haber hechounas cuantas incursiones secretas entales zonas me dejara profundamenteimpresionado.

Recuerdo haberle interrogadorepetidamente a Akira sobre taleshazañas. La verdad de los distritoschinos, me contó, era aún peor que losrumores. No había viviendasmínimamente acondicionadas, sólocasuchas tras casuchas, muy pegadasunas a otras. El conjunto se parecíamucho, me explicó, al mercado deBoone Road, sólo que allí vivíanfamilias enteras en cada «puesto».Había, además, cadáveres amontonados

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por todas partes, y moscas zumbandosobre ellos, y a nadie parecía importarledemasiado. En una ocasión, Akira habíaestado paseando por un callejón lleno degente, donde vio a un hombre —algúnpoderoso caudillo, dedujo—transportado en un palanquín yacompañado por un gigante con unaespada. El caudillo apuntaba con eldedo a quien se le antojaba —hombre omujer— y el gigante procedía a cortarlela cabeza. La gente, como es lógico,trataba de esconderse lo mejor quepodía. Akira, sin embargo, se habíalimitado a quedarse allí de pie, mirandodesafiantemente al caudillo de marras.Éste había considerado unos instantes la

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posibilidad de decapitar o no a Akira,pero al cabo, obviamente impresionadopor la valentía de mi amigo, se habíaechado a reír y, alargando la mano, lehabía dado unos golpecitos en la cabeza.Luego la comitiva del caudillo siguió sucamino, dejando tras de sí muchas máscabezas cortadas.

No puedo recordarme poniendo enduda ninguna de las afirmaciones en talsentido de Akira. Una vez le mencionéde pasada a mi madre algo acerca de lasaventuras de mi amigo más allá de loslímites de la Colonia, y recuerdo que mesonrió y dijo algo que arrojaba unasombra de duda sobre ellas. Me pusehecho una furia con ella, y a partir de

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entonces creo que evité cuidadosamentecontarle intimidad alguna relativa aAkira.

Mi madre, por cierto, era unapersona a quien Akira miraba con unpeculiar respeto reverente. Si, porejemplo, pese a tenerme a su merced conuna llave de las suyas, yo me resistía aceder en el punto de que se tratara,siempre me quedaba el recurso dedecirle que tendría que responder antemi madre por lo que me estabahaciendo. Claro que esto no era algo queme agradara hacer sin más ni más, puesa mi edad me hería el orgullo tener queinvocar la autoridad de mi madre. Peroen aquellas ocasiones en que me veía

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obligado a hacerlo, siempre measombraba la transformación que seoperaba en él (¿cómo aquel serdespiadado que me tenía atenazado conuna de sus llaves mortíferas podíaconvertirse en un segundo en un niñopresa del pánico?). Nunca estuve segurode por qué mi madre ejercía tal podersobre Akira, puesto que, siendo élsiempre extremadamente cortés con losadultos, jamás se sintió intimidado porellos. Además, tampoco puedo recordarocasión alguna en que mi madre no lehablara a él de forma amable y amistosa.Recuerdo haber sopesado esta cuestiónentonces y llegado a plantearme distintasposibilidades.

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Durante un tiempo consideré la ideade que Akira mostrara tal actitud ante mimadre porque ésta fuera «bella». El quemi madre fuera bella era algo que yo,bastante desapasionadamente, habíaaceptado como un hecho a lo largo de miniñez y adolescencia. Era algo quesiempre se decía de ella, y creo que yotomaba tal «belleza» como una meraetiqueta que se le adjudicaba, no muchomás importante que el hecho de quehubiera sido «alta» o «menuda» o«joven». Al mismo tiempo, no era ajenoal efecto que su belleza causaba en losdemás. A mi edad, como es lógico, notenía un sentido cabal de las más hondasimplicaciones del encanto femenino.

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Pero al acompañarla a un sitio y a otro,como solía hacer, me parecían naturales,por ejemplo, las miradas admirativas delos extraños mientras paseábamos porPublic Gardens, o el tratamientopreferente de los camareros en el ItalianCafé de Nanking Road, donde íbamos acomprar pasteles los sábados por lamañana. Cuando hoy miro las fotografíasque conservo de ella —siete en total, enel álbum que me traje desde Shanghai—me impresiona esa belleza como antigua,propia de la tradición victoriana. Hoypodría quizás considerarse «guapa»; no«bonita», ciertamente. No puedoimaginarla en ningún caso, por ejemplo,oficiando el repertorio de coquetos

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encogimientos de hombros ymovimientos de cabeza típicos denuestras jóvenes actuales. En lasfotografías —todas ellas de antes de minacimiento, cuatro en Shanghai, dos enHong Kong y una en Suiza—, es sinduda una dama elegante, de espaldaerguida, quizás un tanto altiva, pero nosin la delicadeza en los ojos que yorecuerdo tan bien. En cualquier caso, loque quiero decir es que me resultababastante natural colegir, inicialmente almenos, que la extraña actitud de Akirapara con mi madre se debía, como tantasotras cosas, a su belleza. Pero recuerdoque, cuando pensaba en el asunto másdetenidamente, me decantaba por una

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explicación aún más plausible: queAkira se hubiera sentido inusualmenteimpresionado por lo que presenció lamañana en que el inspector de Salud dela compañía visitó nuestra casa.

Una característica aceptada denuestras vidas era la periódica visita deun empleado de Morganbrook and Byatt,alguien que se pasaría una hora más omenos rodando por la casa, anotandocosas en un cuaderno y formulando entredientes tal o cual pregunta. Recuerdoque mi madre me contó una vez quecuando yo era muy pequeño me gustabajugar a ser el inspector de Salud de

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Morganbrook and Byatt, y que a menudotenía que disuadirme de que me pasaralargos ratos estudiando la disposición yestado de nuestros cuartos de baño yretretes con un lápiz en la mano. Puedeque ello fuera estrictamente cierto, pero,según yo puedo recordar, aquellasvisitas eran la mayoría de las vecescompletamente anodinas, y durante añosno les presté atención alguna. Hoycomprendo, sin embargo, que talesinspecciones, que comprobaban no sólolas cuestiones de higiene sino tambiénlos posibles indicios de enfermedad oparásitos en los miembros de la casa,eran, potencialmente, hartoembarazosas, y sin duda los individuos

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seleccionados por la compañía pararealizarlas solían estar dotados de tactoy delicadeza. Recuerdo, en efecto, a unaserie de hombres mansos y de pasosuave —por lo general ingleses, aunqueocasionalmente franceses— que semostraban siempre deferentes no sólocon mi madre sino también con Mei Li(algo que a mí siempre me impresionadafavorablemente). Pero el inspector queapareció aquella mañana —yo debía detener unos ocho años— no se ajustabaen absoluto al prototipo de los quehabíamos conocido hasta entonces.

Hoy recuerdo de modo especial doscosas de su persona: que tenía unosbigotes caídos, y que en la parte

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posterior de su sombrero había unamancha de color castaño —tal vez de té— que se perdía bajo la cinta. Yo estabajugando solo delante de la casa, en laisla circular de césped bordeada por elsendero de los carruajes. Recuerdo queera un día nublado. Estaba ensimismadoen mis juegos cuando el hombreapareció en la verja y se acercócaminando hacia la casa. Al pasar juntoa mí, dijo en voz baja:

—Hola, jovencito. ¿Está mamá encasa?

Y siguió andando sin esperar mirespuesta. Fue entonces, al quedarmemirándole la espalda, cuando reparé enla mancha castaña de su sombrero.

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Lo siguiente que recuerdo debió deocurrir una hora después. Para entonceshabía llegado Akira, y ambos estábamosenfrascados en nuestras cosas en elcuarto de juegos. Fue el sonido de susvoces —no exactamente alzadas, sinollenas de una tensión creciente— lo quehizo que levantáramos la vista de losjuguetes y, luego, nos deslizáramossigilosamente hasta el descansillo y nosagacháramos junto al pesado armario deroble contiguo a la puerta del cuarto dejuegos.

Nuestra casa tenía una gran escalera,y desde nuestra posición estratégica, allado del armario de roble, podíamos verel reluciente pasamanos que descendía

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describiendo una curva hacia elespacioso vestíbulo. Allí, mi madre y elinspector estaban de pie cara a cara, losdos muy erguidos y tensos, ocupando elcentro del vestíbulo, de forma queparecían dos piezas de ajedrezadversarias dejadas en el centro de untablero. El inspector, advertí, seapretaba el sombrero de la manchacontra el pecho. Ella, mi madre, teníalas manos enlazadas justo debajo de lossenos, del modo en que solía ponerlasantes de empezar a cantar en las veladasen que la señora Lewis, la esposa delcoadjutor norteamericano, venía a tocarel piano.

El altercado que siguió, al parecer

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no demasiado importante en sí mismo, ami juicio llegó a significar algo especialpara mi madre, acaso el momento clavede una victoria moral. Recuerdo queella, luego, a lo largo de miadolescencia, solía referirse a élperiódicamente, como si constituyeraalgo que ella quería que yo tuviera muyen cuenta, y recuerdo que a menudo se looía contar a las visitas, normalmente conel broche de una pequeña risa y elcomentario adicional de que el inspectoren cuestión había sido destituido de supuesto poco después del incidente. Enconsecuencia, hoy no puedo estar segurode en qué medida mi memoria se derivade lo que realmente presencié desde el

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descansillo aquella mañana, o hasta quépunto el episodio fue mezclándose através del tiempo con los sucesivosrelatos de mi madre. En cualquier caso,creo recordar que mientras Akira y yomirábamos furtivamente desde uncostado del armario, el inspector estabadiciendo algo parecido a lo siguiente:

—Tengo el mayor de los respetospor sus sentimientos, señora Banks. Sinembargo, aquí uno nunca es demasiadocuidadoso a este respecto. Y lacompañía tiene la responsabilidad delbienestar de todos sus empleados,incluso de los más experimentados,como es el caso de usted y el señorBanks.

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—Lo siento, señor Wright —respondió mi madre—, pero me temoque tendrá usted que ser más explícitoen sus objeciones. Los criados a los quehace usted referencia nos han brindadoun excelente servicio a lo largo de losaños. Respondo totalmente de su nivelde higiene. Y usted mismo admite que nohay en ellos indicio alguno deenfermedad contagiosa.

—No obstante, señora, proceden deShantung. Y la compañía tiene laobligación de aconsejar a todos susempleados que no tomen a su servicio aoriundos de esa provincia. Restricción,me permito decir, dictada por la amargaexperiencia.

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—¿Es posible que esté hablandousted en serio? ¿Desea usted quedespida a estos amigos nuestros (¡sí, losconsideramos amigos desde hace muchotiempo!) por el mero hecho de ser deShantung?

En este punto, los modos delinspector se volvieron bastantepomposos. Procedió a explicar a mimadre que las objeciones de lacompañía respecto de los criados deShantung se basaban en dudas no sólosobre su higiene y salud sino tambiénsobre su honradez. Y con tantos objetosde valor en aquella casa propiedad de lacompañía —aquí el inspector hizo ungesto en abanico con la mano—, se veía

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en la obligación de reiterar surecomendación del modo más enérgico.Cuando mi madre volvió a preguntarleen qué criterios se basaban talesasombrosas generalizaciones, elinspector dejó escapar un suspirocansino y dijo:

—En algo muy concreto, señora: enel opio. La adicción al opio en Shantungse ha incrementado actualmente hastaniveles tan deplorables que pueblosenteros se hallan esclavizados por taldroga. De ahí, señora Banks, los bajosniveles de higiene y el alto índice decontagio. Inevitablemente, por tanto,aquellos que vienen de Shantung atrabajar a Shanghai, por mucho que su

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disposición, en lo básico, sea honrada,tienden tarde o temprano a recurrir alrobo, a causa de sus padres, hermanos,primos, tíos, etcétera, cuyas necesidadesimperiosas al respecto han de saciarsede algún modo… ¡Santo Dios, señora!No intento más que hacerle ver…

No sólo el inspector habría derecular en los instantes que siguieron. Ami lado, Akira inspiró profunda ybruscamente, y cuando me volví hacia élvi que miraba a mi madre fijamente, conla boca abierta. Es esta imagen de él enaquel instante lo que me llevó más tardea inferir que su ulterior actitudsobrecogida ante mi madre pudieraprovenir de aquella mañana.

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Pero si el inspector y Akiraexperimentaron un fuerte sobresalto antealgo que mi madre hizo en ese instante, amí, su hijo, no me pareció ver nada fuerade lo acostumbrado. Para mí no hacíamás que prepararse para lo que estaba apunto de afirmar. Pero supongo, claroestá, que yo estaba habituado a sucarácter; probablemente, para aquellospoco familiarizados con sus eventualesmanifestaciones, ciertas miradas yactitudes habituales suyas antesituaciones similares podían resultarciertamente alarmantes.

Con ello no quiero decir que yo nome hallara enteramente alerta ante laexplosión que habría de seguir. De

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hecho, desde el instante mismo en que elinspector pronunció la palabra «opio»,supe que aquel pobre infeliz se hallabasentenciado.

El hombre había arribado a unaabrupta pausa, sin duda a la espera deser despedido de inmediato. Perorecuerdo que mi madre dejó que sehiciera un trémulo silencio —en el cursodel cual no dejó de mirar ni un segundoal inspector con ojos furibundos—, y alcabo preguntó con voz calma aunquepreñada de una amenaza dedesbordamiento airado:

—¿Se atreve usted, señor, ahablarme a mí de opio, en nombreprecisamente de esta compañía?

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Siguió entonces una diatriba deferocidad controlada en la que mi madrepuso al inspector al corriente de algoque para entonces ya no me era ajeno yque volvería a oír en el futuro una y milveces: que los británicos en general, y lacompañía Morganbrook and Byatt enparticular, al importar opio indio aChina en cantidades masivas habíantraído una miseria y degradacióningentes a la nación entera. A medidaque hablaba, la voz de mi madre sevolvía a veces tensa, pero sin perderjamás su proverbial mesura. Al cabo,sin dejar de mirar fija y airadamente asu enemigo, le preguntó:

—¿No le da vergüenza, señor?

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¿Como cristiano, y como inglés, y comohombre con escrúpulos? ¿No le davergüenza estar al servicio de semejantecompañía? Dígame, ¿cómo puede suconciencia descansar cuando debe ustedsu existencia a tal riqueza impía?

Si hubiera tenido la audaciasuficiente para hacerlo, el inspectorhabría puesto de relieve lo inapropiadode que quien le estuviera reconviniendoa él en tales términos fuera precisamenteella, la esposa de un alto empleado de lacompañía que residía, además, en unacasa de dicha compañía. Pero paraentonces él ya se había dado cuenta deque había perdido pie y, mascullandounas cuantas frases manidas para

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conservar la dignidad, se despidió ysalió de la casa.

En aquel tiempo seguía siendo unasorpresa para mí el que algún adulto —como el inspector de Salud de aquel día— ignorara la tenaz campaña de mimadre contra el opio. Durante gran partede mi niñez y adolescencia, tuve lacreencia de que mi madre era conociday admirada a lo largo y ancho del paíscomo la principal enemiga del GranDragón del Opio de China. El fenómenodel opio, debo decir, era algo que losadultos de Shanghai no se esforzabandemasiado en ocultárselo a los niños,pero, como es lógico, cuando yo era muypequeño no entendía gran cosa del

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asunto. Estaba acostumbrado a ver, díatras día, desde el carruaje que mellevaba al colegio, a hombres chinos enlas puertas de Nanking Road tirados decualquier manera al sol de la mañana, ydurante algún tiempo, cuando oía hablarde la campaña de mi madre contra elopio, la imaginaba asistiendo a aquellosgrupos de hombres degradados. Mástarde, cuando fui creciendo, tuve másoportunidades de ir vislumbrando partede la complejidad del asunto. Mi madre,por ejemplo, empezó a requerir mipresencia en los almuerzos queorganizaba.

Éstos tenían lugar en nuestra casa,normalmente durante la semana, cuando

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mi padre estaba en la oficina. Lohabitual era que cuatro o cinco damasllegaran a casa y fueran conducidas alinvernadero, donde se había instaladouna mesa entre las plantas trepadoras ylas palmas. Yo ayudaba pasando tazas,platos y platillos, y aguardaba aquelmomento que sabía que habría de llegar:cuando mi madre preguntaba a susinvitadas cómo veían, «al mirarse en elcorazón y la conciencia», las políticasde sus respectivas compañías. En estepunto la charla placentera cesaba y lasdamas escuchaban en silencio, mientrasmi madre expresaba la profundainfelicidad que le causaban «lasacciones de nuestra compañía», que ella

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consideraba anticristianas yantibritánicas. Estos almuerzos, segúnmis recuerdos, siempre se volvíancallados y embarazosos desde esteinstante en adelante, hasta que, no muchodespués, las damas nos dedicaban ungélido adiós y se dirigían a sus carruajesy automóviles. Pero yo sabía, porque mimadre me lo contaba, que «se habíaganado» a varias esposas de dirigentesde estas compañías, y que a partir deentonces invitaba a sus mítines a talesconversas.

Los mítines eran algo harto másserio, y no se me permitía asistir a ellos.Tenían lugar en el comedor, a puertacerrada, y si por casualidad yo estaba en

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casa mientras se celebraban, se meordenaba andar casi de puntillas para nomolestar a los asistentes. De cuando encuando mi madre me presentaba a algúnpersonaje a quien tenía en gran estima—un clérigo, por ejemplo, o undiplomático—, pero por lo general aMei Li se le daban instrucciones paraque me mantuviera lejos del comedorcuando llegaban los invitados. TíoPhilip, por supuesto, asistía siempre aestos mítines, y cuando los participantesempezaban a marcharse, yo solíaintentar por todos los medios quenuestras miradas se encontraran. Si ellosucedía, él invariablemente se acercabaa mí con una sonrisa y charlaba un rato

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conmigo. A veces, si no tenía ningúncompromiso urgente, yo le llevabaaparte y le enseñaba los dibujos quehabía hecho durante la semana, o íbamosa sentarnos juntos en la terraza trasera.

En cuanto todos se marchaban, laatmósfera de la casa experimentaba uncambio total. El estado de ánimo de mimadre invariablemente mejoraba, comosi la reunión recién terminada hubieraborrado en ella hasta la última de suspreocupaciones. La oía cantar en vozbaja mientras iba de un lado a otroponiendo las cosas en su sitio, y cuandollegaba este momento yo salíaapresuradamente al jardín a esperarla.Porque sabía que en cuanto terminara de

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ordenar las cosas saldría a buscarme y,faltara el tiempo que faltara para elalmuerzo, me lo dedicaría por entero.

Cuando fui un poco más mayor, eraen tales momentos, después de lasreuniones, cuando mi madre y yo íbamosa dar paseos por Jessfield Park. Perocuando tenía seis o siete años nosquedábamos en casa y jugábamos aalgún juego de mesa, y a veces hasta conmis soldaditos de juguete. Aún recuerdocierta rutina nuestra de aquel tiempo. Enaquellos días había un columpio en eljardín, no lejos de la terraza. Mi madresalía de la casa, todavía cantando,bajaba hasta el césped y se sentaba en elcolumpio. Yo solía esperarla en lo alto

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del montículo, en la trasera del jardín, yllegaba corriendo hasta ella simulandoestar furioso.

—¡Bájate de ahí, mamá! ¡Vas aromperlo! —gritaba, brincando delantedel columpio mientras agitaba losbrazos en el aire. ¡Eres demasiadogrande! ¡Vas a romperlo!

Y mi madre, fingiendo no verme nioírme, seguía columpiándose más y másalto, mientras cantaba a voz en cuelloalguna canción como «Daisy, Daisy,dame tu respuesta, por favor». Cuandoveía que todas mis protestas fracasaban,yo solía hacer algo cuya lógica hoy seme escapa: intentaba una y otra vez,ponerme cabeza abajo sobre el césped,

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enfrente de mi madre. Su canto se veíasalpicado entonces por ráfagas de risa,hasta que al final se bajaba del columpioy nos íbamos a jugar a cualquiera de losjuegos que yo tenía planeados. Aún hoyme resulta imposible pensar en aquellosmítines de mi madre sin recordar losanhelados instantes que habría de tenerluego con ella en el jardín.

Hace unos cuantos años, pasé unosdías en la Sala de Lectura del MuseoBritánico estudiando las encendidascontroversias en torno al tráfico delopio en China en aquel tiempo. Amedida que consultaba los numerososartículos periodísticos, cartas ydocumentos de la época, se me fueron

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haciendo más y más claros ciertosasuntos que de niño no hicieron sinodesconcertarme. Sin embargo —yconviene que lo admita—, el principalmotivo por el que emprendí talinvestigación fue la esperanza de darcon eventuales reseñas que hablaran demi madre. Después de todo, como ya hedicho, de niño llegué a creer que mimadre había sido una figura clave en lascampañas contra el opio. Fue unaauténtica decepción no encontrar ni unasola vez el nombre de mi madre. Muchasotras personas eran citadas, alabadas,denigradas repetidas veces, pero en todoel material que llegué a recopilar nohallé en ningún momento a mi madre. Sí

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logré dar, sin embargo, con variasmenciones de tío Philip. En una carta alNorth China Daily News, un misionerosueco, al manifestar su condena dediversas compañías europeas, se referíaa tío Philip como «ese admirable faro derectitud». La ausencia del nombre de mimadre fue para mí una enormedecepción, pero la mención de mi tío seme antojó un sesgo demasiado cruel, yabandoné mi investigación.

Pero no tengo intención de recordarpor ahora a tío Philip. Esta misma tarde,ha habido un momento en que he tenidola convicción de haber mencionado su

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nombre a Sarah Hemmings durantenuestro trayecto en autobús, e incluso dehaberle puesto al corriente de dos cosasbásicas sobre su persona. Pero despuésde repasar detenidamente todo lo que hatenido lugar en tal trayecto, estoyrazonablemente seguro de que tío Philipno ha salido en absoluto a colación, y hede decir que ello me alivia. Puede quesea una tontería, pero siempre he tenidola impresión de que tío Philip seguirásiendo una entidad menos tangiblemientras exista sólo en mi memoria.

Le he contado a Sarah, sin embargo,varias cosas sobre Akira, y ahora quetengo la ocasión de volver a pensar enello, no lamento en absoluto haberlo

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hecho. En todo caso, no le he contadogran cosa, y ella me ha parecidogenuinamente interesada. No tengo lamenor idea de qué es lo que ha podidomotivar el que de pronto me pusiera ahablar con ella de estas cosas;ciertamente no era ésa mi intención alsubir con ella a ese autobús enHaymarket.

David Corbett, un hombre al que hellegado a conocer de un modo vago, mehabía invitado a comer con él y «unoscuantos amigos» en un restaurante deLower Regent Street. Es un local demoda, y Corbett había reservado unalarga mesa al fondo del comedor parauna docena de comensales. Me

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complació ver entre ellos a Sarah —también me sorprendió un poco, pues nosabía que fuera amiga de Corbett—,pero como llegué con mucho retraso nopude sentarme lo bastante cerca comopara hablarle.

Al rato el cielo se nubló y elcamarero puso un par de candelabros enla mesa. Uno de los comensales, un tipollamado Hegley, pensó que sería unabuena broma apagar las velas y llamaral camarero para que volviera aencenderlas. Lo hizo, como mínimo, tresveces en veinte minutos —siempre quejuzgaba que el ambiente festivo tendía adeclinar—, y a los demás parecíahacerles mucha gracia. Por lo que pude

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ver, Sarah parecía disfrutar de lareunión, pues se la veía reír de buenagana con el resto de los comensales.Llevábamos allí aproximadamente unahora —un par de varones se habíanexcusado para volver a sus respectivasoficinas— cuando la atención se volvióhacia Emma Cameron, una joven deexpresión intensa sentada en el extremode la mesa donde estaba Sarah. Me diola impresión de que había estadohablando de sus problemas con quienesla rodeaban, pero fue en esa fase delágape, cuando una especie de calmachicha se hubo instalado de pronto enlas otras zonas de la mesa, cuando secentró en ella la atención de todo el

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mundo. Se inició entonces una discusiónmedio seria, medio irónica, sobre laconflictiva relación de Emma Cameroncon su madre, relación que —no habíaduda— estaba llegando a una nuevacrisis con motivo del recientecompromiso de Emma con un francés.Se le brindaron todo tipo de consejos.El tal Hegley, por ejemplo, propuso quetodas las madres —«y tías,naturalmente»— fueran internadas enuna gran institución tipo zoo que debíaconstruirse al lado del Serpentine. Otroshicieron comentarios más útiles basadosen sus propias experiencias, y EmmaCameron, encantada de acaparar toda laatención, mantuvo vivo el tema con la

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adición de anécdotas cada vez másteatrales que ilustraban la absolutamenteexasperante naturaleza de suprogenitora. El debate duraba ya quizásun buen cuarto de hora cuando vi queSarah se levantaba y, después desusurrar algo al oído del anfitrión,abandonaba la sala. El tocador deseñoras estaba situado en la zona delvestíbulo del restaurante, y loscomensales —aquellos que advirtieronsu salida— sin duda dieron por sentadoque era allí adonde se dirigía. Pero yohabía percibido algo en su cara al verlapartir, y al cabo de unos minutos melevanté yo también y salí en su busca.

La encontré de pie a la entrada del

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restaurante, mirando hacia LowerRegent Street a través de la ventana. Noadvirtió que me acercaba a ella hastaque le toqué el hombro y le pregunté:

—¿Va todo bien?Dio un respingo, y vi en sus ojos

huellas de lágrimas, que trató enseguidade ocultar con una sonrisa.

—Oh, sí, estoy bien. Necesitaba unpoco de aire, eso es todo. Ahora estoybien. —Soltó una pequeña risa y volvióa mirar hacia la calle. Lo siento, hedebido parecer tremendamentedescortés. Creo que debería entrar denuevo.

—No veo la razón de hacerlo si nole apetece.

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Me estudió detenidamente y luegopreguntó:

—¿Siguen hablando de lo mismo?—Cuando he salido seguían con el

tema —dije, y añadí—: Supongo queninguno de nosotros dos puedecontribuir realmente a ese «simposio»sobre madres conflictivas.

Se echó a reír de pronto y se secólas lágrimas, que ya no trataba deocultarme.

—No —dijo. Supongo que noestamos cualificados para ello. Volvió asonreír y dijo—: Me he portado comouna tonta. A fin de cuentas, no hacen másque disfrutar de un agradable almuerzo.

—¿Está esperando un coche? —

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pregunté, porque seguía mirando eltráfico con insistencia.

—¿Qué? Oh, no, no. Sólo estabamirando. —Luego dijo—: Me estabapreguntando si habría un autobús. Sipararía uno aquí cerca. ¿Ve?, allí hayuna parada. Mi madre y yo solíamospasar mucho tiempo en autobuses. Sólopor el placer de hacerlo. Me refiero acuando era niña. Si no podíamosconseguir el asiento delantero del pisode arriba, nos bajábamos enseguida yesperábamos al siguiente. A veces nospasábamos horas yendo de un lado paraotro por todo Londres. Mirándolo todo,y charlando, y señalándonos cosas launa a la otra. Y yo me divertía tanto. Se

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pueden ver tantas cosas desde ahíarriba.

—Yo debo confesar que prefieropasear o coger un taxi. Me dan bastantemiedo los autobuses de Londres. Estoyconvencido de que si me monto en unode ellos me llevará a algún sitio al queno quiero ir, y me pasaré el díaintentando volver al punto de partida.

—¿Quiere que le diga algo,Christopher? —Su voz era ahora muyqueda. Es algo bastante tonto, pero mehe dado cuenta de ello hace muy poco.Antes jamás se me había ocurrido. Mimadre debió de sufrir mucho con ello.No tenía fuerza suficiente para hacerotras cosas conmigo. Así que pasábamos

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mucho tiempo en autobuses. Era algoque podíamos seguir haciendo juntas.

—¿Quiere que cojamos un autobúsahora mismo? —le pregunté.

Miró de nuevo hacia la calle.—¿No está usted muy ocupado?—Será un placer hacerlo. Como le

digo, me da bastante miedo montar solo.Como usted es una veterana, ésta es mioportunidad.

—Muy bien. —De pronto parecióradiante. Le enseñaré cómo ir enautobús en Londres.

Al final no lo cogimos en LowerRegent Street (no queríamos que elgrupo del almuerzo saliera de pronto delrestaurante y nos viera allí esperando),

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sino en la parada cercana de Haymarket.Cuando subimos al piso de arriba Sarahmostró un regocijo infantil al encontrarlibre la parte frontal. Nos acomodamosen los asientos y partimos rumbo aTrafalgar Square balanceándonos codocon codo en el pesado vehículo.

Londres ha estado muy gris hoy, y enlas aceras la multitud se hallabapertrechada para el mal tiempo conimpermeables y paraguas. Creo quehemos pasado una media hora en elautobús, quizás algo más. Hemosrecorrido el Strand, Chancery Lane,Clerkenwell. A ratos hemos mirado lascalles en silencio y a veces hemoscharlado, normalmente sobre temas

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anodinos. Su ánimo ha mejoradoconsiderablemente desde el almuerzo, yno ha vuelto a mencionar a su madre. Noestoy seguro de cómo hemos llegado ahablar de ello, pero el caso es que,después de que un montón de pasajerosse hubiera apeado en High Holborn, y deque el autobús enfilara Gray’s Inn Road,me he visto de pronto hablándole deAkira. Creo que al principio no he hechomás que mencionarlo de pasada,describiéndolo como «un amigo de lainfancia». Pero ella ha debido desondearme más al respecto, porquerecuerdo que no mucho después leestaba diciendo entre risas:

—Siempre me acuerdo de cuando

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robamos una cosa juntos.—¡Oh! —exclamó. ¡Así que era eso!

¡El gran detective tiene un pasadocriminal secreto! Sabía que esechiquillo japonés era importante.Cuénteme lo de ese robo.

—En rigor no podría considerarsecomo tal. Apenas teníamos diez años.

—¿Y sigue atormentando suconciencia, sin embargo?

—En absoluto. Fue una pequeñez.Robamos algo en la habitación de unsirviente.

—Qué fascinante. ¿Y fue enShanghai?

Supongo que entonces he debido decontarle unas cuantas cosas más de mi

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pasado. No le he revelado nadarealmente importante, pero al separarmede ella esta tarde —al final nos apeamosen New Oxford Street— me hasorprendido, y quizás alarmado un tanto,el hecho de haberle contado siquieraalgo. Después de todo, en el tiempo quellevo en este país no le he hablado de mipasado a nadie, y —como me digo ahoraa mí mismo— no tenía la menorintención de empezar a hacerloprecisamente esta tarde.

Pero quizás estaba escrito que habíade sucederme algo semejante. Porque laverdad es que, durante este último año,he venido preocupándome más y máspor mis recuerdos de aquel tiempo, y tal

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preocupación se ha visto espoleada porel descubrimiento de que últimamentetal rememoración —de mi niñez, de mispadres— ha empezado a desdibujarse.Recientemente me he sorprendido variasveces tratando de recordar algo que tansólo dos o tres años atrás creíaenraizado en mi mente para siempre.Dicho de otro modo: me he vistoobligado a aceptar que con el paso delos años mi vida en Shanghai se irádesdibujando de forma progresiva, hastaque un día no quede de ella en mí másque un montón de imágenes confusas.Incluso esta noche, cuando me hesentado aquí a tratar de reunir con ciertoorden las cosas que aún recuerdo, me ha

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vuelto a sorprender lo sobremaneravagos que se han vuelto muchos detalles.Tomemos, por ejemplo, el episodio queacabo de relatar relativo a mi madre y elinspector de Salud: tengo la certeza deque he conservado con bastanteprecisión su esencia, pero cuandovuelvo a ello otra vez caigo en la cuentade que ya no estoy tan seguro de algunospormenores. Como botón de muestra, yano podría asegurar que mi madre ledijera al inspector, literalmente:«¿Cómo puede su conciencia descansarcuando debe usted su existencia a talriqueza impía?». Ahora tengo laimpresión de que, incluso en su estadode apasionamiento, tuvo que tener

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conciencia de lo inoportuno de la frase,del hecho de que la abocaba al ridículo.No creo que mi madre llegara a perderel control de la situación hasta esepunto. Por otra parte, es posible que leatribuya estas palabras precisamenteporque se trataba de un interrogante queella, durante nuestra vida en Shanghai,debió de plantearse una y mil veces a símisma. El hecho de que «debiéramosnuestra existencia» a una compañíacuyas actividades ella consideraba unmal que era preciso erradicar debió deser para ella una auténtica tortura.

De hecho, incluso es posible que yohaya recordado erróneamente elcontexto en el que pudo pronunciar tales

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palabras; que tal vez no fuera elinspector de Salud su destinatario, sinomi padre, y en otra mañanacompletamente diferente, durante unadiscusión en el comedor sobre eseasunto.

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5

Ahora no logro recordar si el episodiodel comedor ocurrió antes o después dela visita del inspector de Salud. Lo querecuerdo es que llovía mucho aquellatarde, y que la casa estaba sombría, yque yo había estado sentado en labiblioteca —vigilado por Mei Li—trabajando en mis libros de aritmética.

La llamábamos «la biblioteca», perosupongo que no era más que una antesalacuyas paredes estaban revestidas deestantes con libros. En el centro quedabaapenas espacio para una mesa de caoba,

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y era allí donde yo hacía siempre losdeberes, de espaldas a la doble puertaque daba al comedor. Mei Li, miamah[1], concedía a mi educación unaimportancia solemne, y permanecía depie observándome severamente, y nisiquiera cuando llevábamos ya una horacada cual con su trabajo se permitíaapoyar su peso contra la estantería quehabía tras ella, o sentarse en la silla derespaldo recto que había enfrente de lamía. Los criados habían aprendido hacíatiempo a no interrumpir bajo ningúnconcepto mis deberes, e incluso mispadres aceptaban no molestarnos salvoen caso estrictamente necesario.

Constituyó, pues, una auténtica

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sorpresa el que mi padre irrumpiera agrandes pasos en la biblioteca aquellatarde, sin prestar atención alguna anuestra presencia, y pasara al comedortras cerrar de golpe la puerta a suespalda. Aquella «intrusión» fue seguidaminutos después por la de mi madre, quecruzó también a grandes pasos labiblioteca y desapareció en el comedor.Durante los minutos que siguieron, pesea las pesadas puertas, pude captaralguna palabra o frase que me hizo saberque estaban discutiendo. Pero, para mifrustración, siempre que trataba de oírun poco más, siempre que mi lápizquedaba suspendido demasiado tiemposobre las sumas, me llegaba

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indefectiblemente una reprimenda deMei Li.

Pero entonces —no recuerdoexactamente el motivo— Mei Li tuvoque ausentarse, y me encontré de prontosolo ante la mesa de la biblioteca. Alprincipio seguí con mis deberes,temeroso de lo que pudiera pasar si MeiLi volvía inopinadamente y meencontraba fuera de mi silla. Pero cuantomás tiempo pasaba mayores eran misansias de oír más claramente la apagadacontienda verbal que se desarrollaba alotro lado de las puertas. Al final melevanté y fui hasta la puerta doble, paraa los pocos segundos volverapresuradamente a la mesa, convencido

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de haber oído los pasos del amah.Acabé por quedarme pegado a la puerta,tras haber dado con la argucia de llevaren la mano una regla, de forma que siera sorprendido por Mei Li podríaargumentar que estaba midiendo lasdimensiones de la biblioteca.

Pero aun así sólo lograba oír frasesenteras cuando mis padres seabandonaban a la vehemencia y alzabanla voz más de lo estrictamenteconveniente. Percibí en la voz airada demi madre el mismo tono de justaindignación que había empleado aquellamañana con el inspector de Salud. Le oírepetir «¡Una vergüenza!» varias veces,y referirse otras tantas a lo que ella

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llamaba «comercio pecaminoso». Endeterminado momento dijo:

—¡Nos estás haciendo a todoscómplices de él! ¡Es una vergüenza!

También mi padre parecía airado,aunque a la defensiva y en un tono comodesesperanzado. Repetía cosas como:«No es tan sencillo. No es en absolutotan sencillo». Y luego, en determinadoinstante, gritó:

—¡Qué lástima! Yo no soy Philip.No estoy hecho de esa madera. ¡Es unalástima, una verdadera lástima!

Al gritar aquello había algo en suvoz, como una especie de hondaresignación que hizo que de súbito mesintiera furioso contra Mei Li por

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haberme dejado solo en una situaciónsemejante. Y fue tal vez entonces,mientras estaba allí pegado a aquellapuerta doble, con la regla en la mano,atrapado entre la urgencia de seguirescuchando y el deseo de huir hacia elsantuario del cuarto de juegos y lossoldaditos de plomo, cuando oí que mimadre pronunciaba estas palabras:

—¿No te avergüenza trabajar parasemejante compañía? ¿Cómo puede tuconciencia descansar cuando debes tuexistencia a esa riqueza impía?

No recuerdo lo que sucedió después:si Mei Li volvió o no; si yo seguía aún

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en la biblioteca cuando mis padressalieron del comedor. Recuerdo, sinembargo, que aquel episodio fue elpreludio de uno de los períodos máslargos de silencio entre mis padres; esdecir, un silencio que se mantendríadurante no sólo días sino semanas. Noquiero decir, por supuesto, que mispadres no se comunicaran en absoluto enel curso de ese tiempo, sino que talescomunicaciones se limitaron a loestrictamente funcional y necesario.

Yo estaba acostumbrado a estosperíodos tensos, y nunca me preocupé enexceso por ellos. En cualquier caso,jamás afectaron a mi vida más que de unmodo muy circunstancial. Por ejemplo,

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mi padre podía aparecer en el desayunocon un alegre «¡Buenos días a todo elmundo!», y acto seguido dar unaspalmadas, y de pronto encontrarse con lagélida mirada airada de mi madre. Entales ocasiones, mi padre podía intentarocultar su embarazo volviéndose haciamí para, con el mismo tono alegre,preguntarme:

—¿Y tú qué tal, Puffin[2]? ¿Algúnsueño interesante esta noche?

A lo que, según mi experiencia,debía responderle emitiendo un sonidovago mientras seguía desayunando. Porlo demás, como digo, yo seguíocupándome de mis cosas más o menoscomo de costumbre. Pero supongo que,

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al menos de cuando en cuando, tambiéndediqué cierta atención a estos asuntosde mis padres, porque me acuerdo deuna conversación que tuve con Akiramientras jugábamos en su casa.

Puedo recordar que la casa deAkira, desde un punto de vistaarquitectónico, era muy similar a lanuestra; de hecho, recuerdo que mipadre me contó que ambas casas habíansido construidas unos veinte años atráspor la misma empresa británica. Pero elinterior de la casa de mi amigo no teníanada que ver con el de la nuestra, lo queme hacía sentir cierta fascinación por

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ella. No era tanto el predominio de laspinturas y ornamentos orientales —enShanghai, durante aquella etapa de mivida, no habría visto nada inusual enello—, sino las ideas excéntricas de sufamilia en relación con el uso denumerosos objetos del mobiliariooccidental. Las alfombras, que yohubiera esperado ver en el suelo,colgaban de las paredes; las sillasguardaban una extraña relación de alturacon las mesas; las lámparas sebalanceaban bajo grandes sombras. Perolo más peculiar de todo eran las dos«réplicas» de habitaciones japonesasque los padres de Akira habían creadoen el ático de la casa. Eran unas

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estancias pequeñas, despejadas, contatamis japoneses sobre el piso ypaneles de papel fijados a las paredes,de forma que, una vez dentro de ellas —según Akira, al menos—, uno podíasentirse en una auténtica casa japonesahecha de madera y papel. Recuerdo quelas puertas de estas habitaciones eranparticularmente curiosas: en el ladoexterior, «occidental», se veían panelesde roble con brillantes tiradores delatón; en el lado interior, «japonés»,delicado papel con taraceados de laca.

Un día de bochorno Akira y yohabíamos estado jugando en una de estashabitaciones japonesas. El había tratadode enseñarme un juego al que se jugaba

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con montones de cartas con caracteresjaponeses. Yo había logrado entenderlas nociones básicas del juego, yllevábamos practicándolo variosminutos cuando de pronto le pregunté:

—¿Tu madre le deja de hablar aveces a tu padre?

Akira me miró con la mirada vacía,probablemente porque no me habíaentendido. A menudo, cuando porejemplo le decía de pronto algo fuera decontexto, su inglés le fallaba. Luego,cuando le repetí la pregunta, se encogióde hombros y dijo:

—Mi madre no habla con mi padrecuando mi padre está en la oficina. ¡Mimadre no habla con mi padre cuando mi

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padre está en el retrete!Al decir esto último lanzó una

risotada teatral, se dejó caer de espaldasy comenzó a patear el aire con ambospies. De momento, pues, me vi obligadoa dejar de lado el asunto. Pero, una vezplanteada la pregunta, estaba resuelto aobtener una respuesta, y unos minutosdespués volví sobre el asunto.

Esta vez pareció darse cuenta de quehablaba en serio, y dejando a un lado eljuego de cartas empezó a hacerme unaserie de preguntas hasta que más omenos logró sonsacarme qué era lo queme preocupaba. Volvió a balancearsesobre la espalda, pero esta vez mientrasmiraba pensativamente hacia el

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ventilador cenital que giraba sobrenuestras cabezas. Y, al cabo de unossegundos, dijo:

—Sé por qué se dejan de hablar. Sépor qué. —Se volvió hacia mí y añadió—: Christopher, no eres lo bastanteinglés.

Cuando le pregunté qué quería decircon eso, volvió a quedarse con lamirada fija en el techo y guardó silencio.Me puse yo también a balancearmesobre la espalda y a mirar fijamente elventilador cenital. Él estaba a ciertadistancia de mí, en el suelo, y cuandovolvió a hablar, recuerdo que su vozsonó extrañamente etérea:

—A mí me pasa lo mismo —dijo.

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Mi madre y mi padre a veces dejan dehablarse. Porque no soy lo bastantejaponés.

Como tal vez he dicho ya, yo tendíaa considerar a Akira una autoridad enmuchos aspectos mundanos de la vida, yaquel día, por tanto, escuché con sumointerés lo que tenía que decirme. Mispadres se dejaban de hablar, me dijo,cuando se sentían profundamenteinfelices por mi comportamiento —porque no me comportaba cabalmentecomo un inglés. Si pensabadetenidamente en ello, explicó, seríacapaz de relacionar cada uno de lossilencios de mis padres con alguno demis fracasos al respecto. Por su parte, él

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siempre sabía cuándo había traicionadosu sangre japonesa, y nunca le causabala menor sorpresa cuando veía que suspadres no se hablaban. Cuando lepregunté por qué no nos reprendíancomo de costumbre cuando fallábamosen tal aspecto, Akira me explicó que lacosa no funcionaba de ese modo: serefería a fallos totalmente diferentes delas normales travesuras por las que nosimponían los castigos habituales. Serefería a momentos en quedecepcionábamos a nuestros padres detal manera que incluso se sentíanincapaces de regañarnos.

—Mi madre y mi padre sedesilusionan tanto, tanto… —dijo con

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voz queda— que de pronto dejan dehablarse.

Entonces se incorporó y señaló unade las persianas de tablillas que enaquel momento ocultaba parcialmente laventana. Nosotros los niños, dijo,éramos como el cordel que manteníaunidas las tablillas. Un monje japonés selo había explicado una vez. Los niños nosolíamos darnos cuenta, pero éramosquienes manteníamos unida no sólo a lafamilia sino al mundo entero. Si nocumplíamos nuestro cometido, lastablillas caían y se desparramaban porel suelo.

No recuerdo más de nuestraconversación de aquel día, aunque lo

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cierto, además —como ya he dicho— esque tampoco pensaba demasiado en esascosas. De todos modos, recuerdo que enmás de una ocasión estuve tentado depreguntarle a mi madre si era cierto loque me había dicho mi amigo. A finalnunca lo hice, aunque a quien sí lemencioné el asunto una vez fue a tíoPhilip.

Tío Philip no era en realidad mi tío.Se había alojado en casa de mis padres—en calidad de «invitado»— a sullegada a Shanghai, antes de que yonaciera, en la época en que seguíatrabajando para Morganbrook and Byatt.

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Luego, siendo yo muy niño, se habíadespedido de la compañía a causa de loque mi madre siempre describía como«un profundo desacuerdo con suspatronos sobre cómo debía madurarChina». Para cuando tuve edadsuficiente para ser consciente de supersona, él dirigía una organizaciónfilantrópica, el Árbol Sagrado, dedicadaa mejorar las condiciones de losdistritos chinos de la ciudad. Siemprehabía sido amigo de la familia, pero,como ya he dicho, sus visitas se hicieronespecialmente frecuentes en los años dela campaña antiopio de mi madre.

Recuerdo que a menudo iba con mimadre a la oficina de tío Philip, situada

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en los terrenos de una de las iglesias delcentro urbano (creo que se trataba de laUnion Church de Soochow Road).Nuestro carruaje nos llevaba hasta elinterior de los jardines y se detenía juntoa una gran pradera de césped, bajo lascopas de los árboles frutales. Allí, pesea los ruidos de la ciudad, el ambienteera tranquilo, y mi madre, tras apearsedel carruaje, se quedaba quieta unosinstantes, alzaba la cabeza y comentaba:

—El aire. Es tan puro aquí.Se le alegraba el ánimo

visiblemente, y a veces —cuandollegábamos un poco pronto— nosquedábamos un rato fuera jugando sobreel césped. Si jugábamos a «tú la llevas»,

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persiguiéndonos el uno al otro alrededorde los frutales, mi madre se reía acarcajadas y, tan entusiasmada como yo,incluso gritaba. Recuerdo que una vez,en la mitad de uno de esos juegos, sequedó quieta de pronto al ver a unclérigo que salía de la iglesia.Permanecimos, pues, de pie en la orilladel césped, sin movernos, y cuando pasóa nuestro lado nos saludamos. Pero encuanto el clérigo se perdió de vista, mimadre se volvió y, agachándose hacíamí, me dirigió unas risitas cómplices. Esmuy probable que, mientras jugábamos,nos ocurrieran más de una vez este tipode cosas. En cualquier caso, recuerdoque me fascinaba la idea de que mi

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madre hiciera algo por lo que alguienpudiera —como a mí, un niño—«afearle la conducta». Y era quizás elcarácter mínimamente «transgresor» deestos momentos de desenfadadoesparcimiento en los jardines de laiglesia lo que los hacía siempre tanespeciales a mis ojos.

Mis recuerdos del despacho de tíoPhilip son los de un recinto destartalado,lleno de cajas de todos los tamaños, demontones de papeles, de cajones sueltosy llenos, apilados unos sobre otros en unprecario equilibrio. Yo habría esperadola desaprobación de mi madre ante taldesorden, pero siempre que se refería aldespacho de tío Philip, lo describía

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como «acogedor» o «muy ajetreado».Tío Philip siempre se mostraba

sumamente cariñoso durante aquellasvisitas; me estrechaba la manoefusivamente, me ofrecía asiento ycharlaba conmigo varios minutos,mientras mi madre contemplaba laescena con una sonrisa. A menudo mehacía regalos, cualquier cosa quesimulaba tenerme reservada (aunquepronto llegué a darme cuenta de que meofrecía lo primero que veía después deechar un vistazo a su despacho).

—Adivina lo que tengo para ti,Puffin —decía, mientras sus ojosviajaban en torno a su despacho enbusca de algo adecuado para el caso.

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Fue así como me hice con una nutridacolección de objetos de oficina, que yoluego guardaba en un viejo arcón delcuarto de los juegos: un cenicero, unabase de marfil para plumas, una pesa deplomo. En una ocasión, tras anunciar quetenía algo para mí, su mirada no logródar con ningún objeto apropiado. Sehizo un silencio incómodo, pero alminuto siguiente saltó de la silla y sepuso a recorrer el despachomascullando: «¿Dónde lo habré puesto?¿Qué demonios habré hecho con ello?»,hasta que finalmente, tal vezdesesperado, fue hasta la pared, arrancóel mapa de la región del Yangtze —eincluso desgarró una esquina al hacerlo

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—, lo enrolló y me lo entregó con unasonrisa.

La vez en que me confié a él, tíoPhilip y yo estábamos sentados en sudespacho, esperando a mi madre, quehabía salido por no sé qué motivo.Había insistido en que me sentara en susilla, tras su escritorio, mientras élvagaba sin rumbo por el despacho.Estaba en medio de una de susacostumbradas chácharas frívolas conlas que lograba hacerme reír en cuestiónde segundos, pero en aquella ocasión —días después de mi charla con Akira—yo no tenía un ánimo receptivo a susbromas. Tío Philip se percató de elloenseguida, y dijo:

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—¿Qué, Puffin? Hoy estamos unpoco tristones, ¿me equivoco?

Vi mi oportunidad, y dije:—Tío Philip, me estaba

preguntando… ¿Cómo puede uno sermás inglés?

—¿Más inglés? —dijo él. Dejó loque en aquel momento estaba haciendo yse quedó mirándome fijamente. Luego,con expresión pensativa, se acercó a mí,arrastró una silla hasta la mesa y sesentó.

—Bien, ¿y por qué quieres ser másinglés de lo que eres, Puffin?

—He estado pensando… Bueno,pienso que podría estar bien.

—¿Quién dice que no eres lo

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bastante inglés?—Nadie, en realidad —dije. Luego,

al cabo de unos segundos, añadí—: Peroquizás mis padres piensen eso.

—¿Y qué piensas tú, Puffin?¿Piensas que deberías ser más inglés?

—No sabría decirlo, señor.—No, supongo que no. Bien, es

verdad. Aquí estás creciendo entregentes de todo tipo, muy diferentes a ti.Chinos, franceses, alemanes,norteamericanos…, de todas partes. Nosería nada extraño, pues, que nossalieras un poco mestizo. —Soltó unarisita. Luego prosiguió—: Pero eso noes nada malo. ¿Sabes lo que pienso,Puffin? Pienso que no estaría mal que

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todos los jovencitos como tú crecierancon un poco de esto y un poco de lootro. Así podríamos tratarnos bastantemejor unos a otros. Habría menosguerras, para empezar. Oh, sí. Un díaquizás acaben todos estos conflictos, yno será por esos grandes hombres deEstado ni por las Iglesias ni por lasorganizaciones como ésta. Será porquela gente habrá cambiado. La gente serácomo tú, Puffin. Más mezclada. Así que¿por qué no hacerse mestizo? Es algosaludable.

—Pero si lo hago, todo podría… —me quedé callado.

—¿Todo podría qué, Puffin?—Pues…, como esa persiana de

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tablillas de ahí… —Señalé la ventana.Si el cordel se rompe, todo podríasoltarse.

Tío Philip se quedó mirando lapersiana de lamas. Luego se levantó, fuehasta la ventana y la tocó condelicadeza.

—Todo podría soltarse. Puede quetengas razón. Supongo que es algo de loque no podemos librarnos tanfácilmente. La gente necesita sentir quepertenece a algo. A una nación, a unaraza. De otro modo, ¿quién sabe lo quepodría suceder? Esta civilizaciónnuestra tal vez pueda venirse abajo. Ytodo quede por ahí suelto, como túdices. —Suspiró, como si acabara de

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ser derrotado en una controversia. ¿Asíque quieres ser más inglés? Bien, bien,Puffin… ¿Y qué podemos hacer alrespecto?

—Me preguntaba, si no le parecemal, señor… Si a usted no le importa,claro… Me preguntaba si no podríacopiarle a usted de vez en cuando.

—¿Copiarme?—Sí, señor. Sólo de vez en cuando.

Sólo para aprender a hacer las cosascomo los ingleses.

—Eso es muy halagador, camarada.Pero ¿no piensas que es a tu padre aquien debería caberle ese gran honor?Es todo lo inglés que puede ser en suscircunstancias, yo diría.

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Miré hacia otra parte, y tío Philipdebió de percibir que acababa de decirlo que no debía. Volvió a su silla y sesentó enfrente de mí.

—Mira —dijo, con voz calma. Tediré lo que vamos a hacer. Siempre quete preocupe cómo deberías hacer lascosas, cualquier cosa, siempre que tepreocupe el modo correcto de hacerlas,no tienes más que venir a verme ytendremos una buena charla acerca deello. Lo discutiremos hasta queresuelvas por completo tu problema, ¿deacuerdo? ¿Ahora te sientes mejor?

—Sí, señor. Creo que sí. —Logréesbozar una sonrisa. Gracias, señor.

—Mira, Puffin: eres un diablillo. Lo

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sabes, por supuesto. Pero, como suelesuceder con los diablillos, eres unapersona estupenda. Estoy seguro de quetu padre y tu madre se sienten muy, muyorgullosos de ti.

—¿Usted cree, señor?—Sí, lo creo. Lo creo de veras.

Bien, ¿te sientes mejor?Con estas palabras, se levantó de la

silla de un brinco y volvió a pasearse deun lado a otro del despacho. Retomandosu anterior tono distendido, empezó acontarme una historia disparatada sobrela dama del despacho de al lado quetardó muy poco en encandilarme.

¡Cuánto quise a tío Philip! ¿Existealgún motivo razonable que me impida

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suponer que también él me quiso mucho?Es perfectamente posible que, en aquelmomento de nuestras vidas, no desearamás que mi bien, y que —como yomismo— no tuviera el más mínimobarrunto del curso que habrían de tomarluego las cosas.

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6

Fue aproximadamente en aquel tiempo—aquel mismo verano— cuando ciertosaspectos del comportamiento de Akiraempezaron a irritarme de forma grave.Estaba, antes que nada, su eternamachaconería sobre los éxitos de losjaponeses. Siempre se había mostradoproclive a ello, pero aquel verano lascosas parecieron alcanzar en él nivelesobsesivos. Mi amigo, una y otra vez,hacía que paráramos el juego en que noshallábamos enfrascados y se ponía adisertar sobre los últimos edificios

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japoneses del distrito de negocios, osobre la inminente llegada al puerto deuna nueva cañonera japonesa. Meobligaba a escuchar los más prolijosdetalles, y, cada escasos minutos, laafirmación de que Japón se habíaconvertido en una «gran, gran nación; tangrande como Inglaterra». Pero lo másirritante de todo era cuando intentabaentablar la discusión sobre quieneslloraban con más facilidad, losjaponeses o los ingleses. Si yo hablabaen favor de los ingleses, mi amigo exigíade inmediato someterlo a prueba, locual, en la práctica, implicabaatenazarme con una de sus temiblesllaves, hasta que yo capitulaba o me

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echaba a llorar desconsoladamente.A la sazón yo atribuía la obsesión de

Akira por las proezas de su raza alhecho de que mi amigo debía empezar suescolaridad formal en Japón el otoñosiguiente. Sus padres habían dispuestoque viviera en Nagasaki con unosparientes, y, si bien volvería a Shanghaidurante las vacaciones escolares, nosdábamos perfecta cuenta de que nosveríamos cada vez menos a partir deentonces, y la noticia, al principio, nosentristeció a ambos. Pero a medida queavanzaba el verano, Akira pareció irseconvenciendo a sí mismo de lasuperioridad en todos los aspectos de lavida japonesa, y fue entusiasmándose

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más y más ante la perspectiva deingresar en un nuevo colegio. Yo, a mivez, llegué a estar tan harto de suspersistentes baladronadas sobre lascosas japonesas que, para finales delverano, estaba deseando perderle devista. Y, en efecto, cuando llegó el día yme vi de pie en la entrada de su casadiciéndole adiós con la mano mientraslo veía alejarse en su automóvil, rumboal puerto, creo que no sentí la másmínima tristeza.

Pronto, sin embargo, empecé aecharle de menos. No es que no tuvieraotros amigos. Estaban, por ejemplo, los

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dos hermanos ingleses que vivían cercade casa y con los que jugaba confrecuencia, y a quienes empecé a vermucho más desde la partida de Akira.Me llevaba bien con ellos, sobre todocuando los tres estábamos solos. Pero aveces venían con nosotros unoscompañeros del colegio, y entonces suactitud para conmigo cambiaba, y mehacían objeto de ciertas bromas. No esque me importara en absoluto, porsupuesto, porque en el fondo eran buenagente y no lo hacían con malicia. Inclusoentonces me daba perfecta cuenta de quesi, en un grupo de cinco o seis amigos,había uno que no iba al colegio de losotros, éste se hallaba condenado a ser

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víctima de ocasionales bromas veniales.Lo que quiero decir es que no teníaninguna mala opinión de mis amigosingleses; pero, de todas formas, suactitud impedía en parte que llegara atener con ellos la misma intimidad quehabía tenido con Akira, y supongo que,al cabo de unos meses, empecé a echarmás de menos a mi amigo de la infancia.

Pero aquel otoño en que me faltóAkira no fue un tiempo especialmenteinfeliz. Recuerdo que fue más bien unperíodo ocioso y aburrido: tardesvacías, seguidas, idénticas, hasta elpunto de que la mayor parte de ellas, yen general de aquella época, se haborrado ya de mi memoria. Sin embargo,

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ocurrieron unas cuantas cosas que mástarde llegué a considerar especialmenteimportantes.

Está, por ejemplo, el incidente de undía en que tío Philip y yo fuimos a lascarreras de caballos (tengo casi lacerteza de que tuvo lugar después de unade las reuniones del sábado por lamañana de mi madre). Como quizás yahe dicho antes, pese a que mi madre meanimaba a relacionarme con suscompañeros de campaña, a quienesrecibía en el salón conforme ibanllegando, luego no me permitía estarpresente en el comedor, en los mítines

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propiamente dichos. Recuerdo que unavez le pregunté a mi madre si podíaasistir a alguno de ellos, y que ella, parami sorpresa, dedicó al asunto una largareflexión. Pero al final me dijo:

—Lo siento, Puffin. Ni ladyAndrews ni la señora Callow aprecianla compañía de los niños. Es una pena.Porque podías haber aprendido algunascosas importantes.

A mi padre, por supuesto, no se leimpedía asistir a tales reuniones, perohabía una especie de entendimientotácito de que también él debíaabstenerse de participar en ellas. Hoyme resulta difícil decir cuál de misprogenitores era el responsable —en

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caso de serlo alguno— de este estado decosas; pero lo cierto es que, en lossábados en que iba a haber mitin encasa, durante el desayuno siempre seinstalaba entre nosotros una atmósferaextraña. Mi madre, de hecho, ni siquierallegaba a mencionar la celebración delmitin a mi padre, pero a lo largo de todoel desayuno no paraba de mirarle conaire de profundo desagrado. Mi padre,por su parte, se veía animado por unajovialidad forzada que iba ganandointensidad a medida que se acercaba lahora en que empezarían a llegar losinvitados de mi madre. Tío Philip erasiempre de los primeros en llegar, y él ymi padre charlaban unos minutos en el

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salón, y se reían con ganas. Luego,cuando empezaba a llegar el resto de losparticipantes, mi madre entraba en elsalón, se llevaba a un rincón a tío Philipy hablaban con gravedad del mitin queestaba a punto de celebrarse. Siempreera más o menos entonces cuando mipadre desaparecía sin hacer ruido parasubir a su estudio.

El día que ahora estoy recordando oíque los visitantes, terminada la reunión,empezaban a marcharse, y salí al jardína esperar a mi madre, en la creencia deque, como de costumbre, no tardaría ensalir para montarse en el columpio yponerse a cantar con aquella voz tanmaravillosamente contagiosa. Cuando,

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al rato de esperarla, vi que no dabaseñales de vida, entré en casa ainvestigar, y al llegar a la biblioteca vique las puertas del comedor no estabanentornadas como de costumbre;ciertamente el mitin había terminado,pero tío Philip y mi madre seguían allídentro, enfrascados en una discusiónante una mesa llena de papelesdispersos. Luego mi padre apareció a miespalda, sin duda creyendo también quela reunión de aquel sábado ya habíaterminado. Al oír las voces que salíandel comedor, se quedó quieto y me dijo:

—Oh, siguen ahí.—Sólo tío Philip.Mi padre sonrió, luego pasó a mi

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lado y entró en el comedor. A través delas puertas pude ver que tío Philip seponía en pie, y luego oí que los doshombres reían a carcajadas. Unossegundos después mi madre salió conexpresión un tanto enojada, con suspapeles en la mano.

Era ya más de mediodía. Tío Philipse quedó a almorzar, y hubo más risasbienhumoradas. Luego, cuandoacabamos de comer, tío Philip hizo unasugerencia: «¿Por qué no nos vamostodos a pasar la tarde en elhipódromo?». Mi madre consideró laidea unos instantes, y declaró que erauna idea excelente. Mi padre dijotambién que le parecía una buena idea,

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pero que le disculpáramos porque aún lequedaba trabajo por hacer en el estudio.

—Pero, por Dios, querida —dijo,volviéndose hacia mi madre—, vete conPhilip. Va a hacer una tarde espléndida.

—¿Sabes?, creo que voy a ir —dijomi madre. Un poco de emoción podríavenirnos bien a todos. Incluso aChristopher.

En este punto todos me miraron.Aunque sólo tenía nueve años, creo quecapté la situación bastante certeramente.Sabía, como es lógico, que se mepresentaban dos opciones: ir con ellosal hipódromo o quedarme en casa conmi padre. Pero creo que percibí tambiénque la situación entrañaba unas más

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hondas implicaciones: si decidíaquedarme, mi madre no querría ir alhipódromo sola con tío Philip. En otraspalabras, su salida dependía de mirespuesta. Además, sabía —y lo sabíacon una tranquila certidumbre— que enaquel momento mi padre deseaba contoda el alma que no fuéramos, que si lohacíamos íbamos a causarle un grandolor. No había nada en su actitud quepudiera sugerírmelo; era más bien lo que—acaso sin quererlo— yo había idocaptando a través de las semanas ymeses precedentes. Por supuesto, habíamuchas cosas que no entendía enabsoluto en aquel tiempo, pero aquellolo veía con entera claridad: en aquel

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momento, mi padre dependía totalmentede mí para salvar la situación.

Pero quizás yo no entendía lobastante. Porque cuando mi madre medijo: «Venga, Puffin. Date prisa y pontelos zapatos», le hice caso conentusiasmo exagerado, aunque «para lagalería». Y recuerdo con nitidez cómomi padre nos acompañó hasta la puertaprincipal, le estrechó la mano a Philip yrió y nos hizo adiós con la manomientras veía cómo mi madre, tío Philipy yo nos alejábamos en el carruaje hacianuestro asueto vespertino en elhipódromo.

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Los únicos recuerdos que conservocon claridad de aquel otoño tambiénconciernen a mi padre. Me refiero a suscuriosos momentos de «jactancia». Mipadre era siempre humilde en sus modosy encontraba muy embarazosa lafanfarronería en otros. Por eso mesorprendió oírle hablar como lo hizo endeterminadas ocasiones aisladas deaquel tiempo. Fueron pequeñosejemplos que no causaron en mí sino unaleve sorpresa, y que sin embargo hanpermanecido en mi memoria a lo largode los años.

Por ejemplo la vez en que, a la

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mesa, mientras cenábamos, le dijorepentinamente a mi madre:

—¿Te lo he dicho ya, querida? Esetipo ha vuelto a verme; el tipo querepresenta a los trabajadores de losmuelles. Quería agradecerme todo quehe hecho por ellos. Hablaba un inglésbastante bueno. Claro que estos chinossiempre hablan efusivamente, y hay quetomarse con una pizca de escepticismolo que dicen. Pero ¿sabes, querida? Medio la impresión de que lo decía deveras. Dijo que era su «honorablehéroe». ¿Qué te parece? ¡Honorablehéroe!

Mi padre se echó a reír, y luegoobservó detenidamente a mi madre. Ella

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había seguido comiendo unos instantes,y al cabo dijo:

—Sí, querido. Ya me lo has contado.Mi padre se quedó un poco

desinflado, pero al instante siguientevolvió a sonreír alegremente y dijo conotra carcajada:

—¡Te lo había contado ya! —Sevolvió a mí y dijo—: Pero Puffin no losabía, ¿eh, Puffin? Honorable héroe. Asíestán llamándole a tu padre.

No logro recordar a qué se referíatodo aquello, y probablemente en aqueltiempo no me importaba gran cosa. Herecordado el episodio porque, como hedicho, el hablar de sí mismo de esemodo era muy poco propio de mi padre.

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Otro incidente de este tipo acontecióuna tarde en que mis padres y yo fuimosa Public Gardens a escuchar a una bandade música. Acabábamos de bajarnos delcarruaje en el extremo norte del Bund, ymi madre y yo mirábamos a través delancho Boulevard hacia las verjas de losjardines. Era un domingo por la tarde, yrecuerdo que las aceras de ambos ladosestaban llenas de paseantes bienvestidos que disfrutaban de la brisa delpuerto. En el Bund había un densotráfico de carruajes, automóviles yrickshaws, y mi madre y yo nospreparábamos para cruzarlo cuando mipadre, que acababa de pagar alconductor, llegó hasta nosotros y dijo de

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pronto en voz muy alta, a nuestraespalda:

—¿Ves, querida? Ahora lo saben enla compañía. Ahora saben que no soy delos que se echan atrás. Bentley, porejemplo. Oh, sí. ¡Ahora lo sabeperfectamente!

Como en la cena que acabo dereferir, al principio mi madre no dioseñales de haberle oído. Me cogió de lamano y fuimos sorteando el tráfico hacialos jardines.

—¿Sí, de veras? —fue todo lo quedijo entre dientes al llegar al otro lado.

Pero eso no fue todo. Entramos enPublic Gardens y durante un rato, comoel resto de las familias que visitaban los

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jardines los domingos por la tarde,fuimos rodeando las praderas de céspedy los parterres saludando a amigos yconocidos y parándonos de cuando encuando para una breve charla. A vecesveía a chicos que conocía del colegio ode las clases de piano en casa de laseñora Lewis, pero como también ellosiban con sus padres mostraban el mejorde los comportamientos, y lo único quenos permitíamos era saludarnos contimidez (si es que llegábamos ahacerlo). La banda de música empezaríaa tocar a las cinco y media en punto dela tarde, y, aunque todo el mundo losabía, la mayoría de los presentesesperaba a que el sonido de las trompas

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les llegara a través de los espaciosabiertos para empezar a encaminarsehacia el quiosco de la música.

Nosotros siempre solíamos esperarhasta el último momento, de forma quecuando llegábamos ya no encontrábamosasiento. A mí no me importaba grancosa, porque era alrededor del quioscodonde a los niños se nos concedía unpoco de mano abierta, y a veces meponía a jugar con otros chicos. Aquellatarde concreta —debía de ser bienentrado el otoño, porque recuerdo que elsol estaba ya bajo sobre el estanque dedetrás del quiosco—, mi madre se habíaalejado unos pasos para charlar conunos amigos, y al cabo de unos minutos

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de escuchar la música le pedí permiso ami padre para unirme a unos chicosnorteamericanos que conocía y quejugaban a unos metros del círculo deoyentes. El siguió mirando hacia labanda y no me respondió, y cuandoestaba a punto de preguntárselo denuevo oí que me decía en voz baja:

—Mira toda esta gente, Puffin. Todaesta gente. Pregúntales y te dirán que seprecian de tener criterios de conducta.Pero cuando te hagas mayor verás quemuy pocos los tienen realmente. Tumadre, sin embargo, es diferente. Ellanunca claudica. Y, ¿sabes, Puffin?, poreso siempre acaba teniendo éxito. Hahecho de tu padre un hombre mejor.

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Mucho mejor. Puede que sea demasiadoestricta, de acuerdo. ¡No necesitodecírtelo, a ti precisamente, ja, ja…!Bien, siempre ha sido tan estrictaconmigo como contigo. Y el resultado,caray, es que soy un ser humano mejor.Le llevó mucho tiempo, pero lo logró.Quiero que sepas esto, Puffin: tu padreya no es la misma persona que visteaquella vez, ¿te acuerdas?, aquella vezen que tú y tu madre entrasteis desopetón donde yo estaba. ¿Lo recuerdas?Sí, claro que lo recuerdas. Aquella vezen mi estudio. Siento que tuvieras quever a tu padre en aquel estado. Bien, esalgo que pertenece al pasado. Hoy,gracias a tu madre, soy una persona

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mucho, mucho más fuerte. Alguien, meatrevo a decir, Puffin, de quien un díapodrás sentirte orgulloso.

Apenas comprendí lo que me estabadiciendo, y, además, me dio la sensaciónde que si mi madre —que charlaba acierta distancia— oyera estas palabrasse pondría muy furiosa. Así que nisiquiera le contesté. Creo que lo quehice fue volver a preguntarle, al cabo deunos segundos, si podía ir a jugar conmis amigos norteamericanos. Y eso fuetodo.

Pero en los días que siguieron mesorprendí pensando en aquellas extrañaspalabras de mi padre, y en particular ensu referencia a aquella ocasión en que

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mi madre y yo habíamos «entrado desopetón» en su estudio. Durante muchotiempo no tuve la menor idea de a quéocasión se había referido, y traté envano de asociar tales palabras a algúnincidente impreso en mi memoria. Alfinal di con un recuerdo de una etapamuy temprana de mi vida, cuando nodebía de tener más de cuatro o cincoaños —un recuerdo que a los nueve,cuando mi padre me hizo aquellaconfidencia, apenas permanecía vivo enmi memoria.

El estudio de mi padre estaba en elpiso más alto de la casa, y desde él se

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disfrutaba de una soberbia vista de losterrenos traseros de la finca.Normalmente no me estaba permitidoentrar en él, e incluso solían disuadirmede que jugara en las piezas adyacentes.Sin embargo, había un pasillo estrechoque iba desde el descansillo hasta lapuerta del estudio, en cuyas paredescolgaba una hilera de cuadros conmarcos dorados. Eran pinturas realistas—muy parecidas a dibujos— del puertode Shanghai visto desde la perspectivade la orilla de Pootung; es decir: tras lasnumerosas embarcaciones del puerto seveían los grandes edificios del Bund.Eran obras que probablemente databan—como mínimo— de la década de

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1880, y debo suponer que, al igual quetantos otros ornamentos y pinturas de lacasa, pertenecían a la compañía. Ahoraya no lo recuerdo, pero mi madre mecontó muchas veces que, siendo yo muyniño, ella y yo solíamos quedarnos depie delante de estos cuadros y pasar elrato poniéndoles nombres divertidos alos distintos barcos del puerto. Según mimadre, yo enseguida rompía a reír acarcajadas, y a veces me negaba a dejarel juego hasta haberlos «bautizado» atodos. Si esto era así, como lo cuenta —si solíamos reírnos ruidosamente con taljuego—, tengo casi la certeza de que nosubíamos a plantarnos ante aquelloscuadros mientras mi padre estaba

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trabajando en el estudio. Pero cuandopienso detenidamente en las palabras demi padre junto al quiosco de músicaaquel día, empiezo a recordar unaocasión en que mi madre y yo estábamosen el ático —supongo que jugando anuestro juego—, cuando de pronto mimadre se calló y se quedó muy quieta.

Mi primer pensamiento fue que meiba a echar una reprimenda (quizás poralgo que yo acababa de decir que no lehabía gustado). No era nada inhabitualel que mi madre cambiara de estado deánimo de forma brusca en medio de unaarmoniosa charla o juego, y me riñerapor alguna travesura mía de horas antesque recordara de pronto. Pero al

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quedarme callado, a la espera de unaexplosión de ese tipo, caí en la cuentade que mi madre estaba escuchando.Luego, al instante siguiente, se volvió yempujó de forma repentina la puerta delestudio de mi padre.

Estaba a espaldas de mi madre yalcancé a vislumbrar el interior delestudio. Conservo la imagen perdurablede mi padre caído hacia adelante sobresu escritorio, con la cara llena de sudory crispada por la frustración. Es posibleque estuviera llorando y que ése fuera elsonido que había captado la atención demi madre. Frente a él, desparramadospor toda la mesa, había papeles, librosde contabilidad, cuadernos… Advertí

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—creo que siguiendo la mirada de mimadre— que también había papeles ycuadernos tirados por el piso, como simi padre los hubiera arrojado al sueloen un acceso de furia. Instantes despuésestaba mirándonos, sobresaltado, y alfinal dijo con una voz que me sacudiópor dentro:

—¡No podemos hacerlo! ¡Jamáspodremos volver! ¡No podemos hacerlo!Me pides demasiado, Diana.¡Demasiado!

Mi madre le dijo algo en voz baja,sin duda reconviniéndole para querecobrara la compostura. Mi padre secalmó un poco y, dejando a un lado lafigura de mi madre, fijó sus ojos en mí

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por vez primera. Pero, casiinstantáneamente, su cara volvió acontraerse con desesperación, y,volviéndose a mi madre y sacudiendo lacabeza con impotencia, repitió:

—No podemos hacerlo, Diana. Seránuestra ruina. He estudiado todas lasposibilidades. Jamás volveremos aInglaterra. No podemos reunir losuficiente. Sin la compañía, estamosperdidos.

Luego volvió a perder el control, ycuando mi madre empezaba a decir algo—con su voz queda, furiosa—, mi padrese puso a gritar, no exactamente a ellasino a las paredes del estudio:

—¡No lo haré, Diana! Dios, ¿por

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quién me tomas? Está fuera de mialcance, ¿lo entiendes? ¡Fuera de mialcance! ¡No puedo hacerlo!

Probablemente, en este punto mimadre cerró la puerta de golpe y mecogió de la mano y me alejó del estudio.Y ya no recuerdo más. No puedo estarseguro, como es lógico, de los exactossentimientos —y menos aún de laspalabras— que mi padre llegó aexpresar aquel día. Pero así es como —retrospectivamente— he llegado a darforma a este recuerdo.

En su día no fue sino una experienciadesconcertante para mí, y aunqueprobablemente consideré interesante elhecho de que mi padre pudiera, al igual

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que yo, tener momentos en que lloraba ygritaba, no me pregunté demasiado a quépudo deberse todo aquello. Por otraparte, cuando volví a ver a mi padre, vique de nuevo era el de siempre, y mimadre nunca hizo mención del incidente.Si mi padre, años después, no mehubiera hablado de él de aquella formaextraña ante el quiosco de la música,seguramente yo nunca habría llegado arescatarlo del fondo de mi mente.

Pero, como digo, aparte de estosnimios y curiosos episodios, poco hubodigno de recordarse en aquel otoño y enel anodino invierno siguiente. Durantegran parte de aquel período me sentíbastante apático, y experimenté un gran

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regocijo cuando una tarde Mei Li, caside pasada, me comunicó la nueva de queAkira había vuelto de Japón, y de que enaquel mismo momento estaban bajandosu equipaje en el camino de entrada desu casa.

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Akira —supe con enorme alegría—había vuelto a Shanghai no sólo devisita, sino de manera estable en elhorizonte de un futuro inmediato, y conplanes de volver a su antiguo colegio deNorth Szechwan Road cuando empezarael trimestre de verano. No puedorecordar si ambos celebramos suregreso de algún modo especial. Tengola impresión de que nos limitamos areanudar nuestra amistad donde lahabíamos dejado el otoño anterior, singrandes alharacas. Yo sentía una gran

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curiosidad por las experiencias de Akiraen Japón, pero él me persuadió de quesería pueril —algo indigno de nosotros— hablar de tales temas, y decidimosseguir con nuestras viejas rutinas comosi nada las hubiera interrumpido nunca.Imagino que, lógicamente, no todo lehabía ido bien en Japón, pero no empecéa vislumbrar ni la mitad de susproblemas hasta el cálido día deprimavera en que se desgarró la mangadel kimono.

Cuando jugábamos afuera, Akirasolía vestirse más o menos como yo:camisa, pantalón corto y, en días demucho calor, sombrero para el sol. Peroaquella mañana estábamos subiendo y

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bajando del montículo de la trasera denuestro jardín, y Akira llevaba puesto sukimono; uno normal y corriente, de losque solía ponerse cuando jugaba en losalrededores de su casa. Subíamos ybajábamos el montículo escenificandouna de nuestras tramas cuandosúbitamente se detuvo cerca de la cima yse sentó frunciendo el ceño. Pensé quese había hecho daño, pero, cuandollegué hasta él, vi que se estabaexaminando un desgarrón en la mangadel kimono. Lo hacía con una expresiónde honda inquietud, y creo que le dijealgo como:

—¿Qué pasa? Te lo coserá en unperiquete la criada.

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No respondió (parecía haberolvidado por completo que estaba a sulado), y caí en la cuenta de que se habíainstalado en su ánimo una profundapesadumbre. Siguió examinandodetenidamente la rotura unos segundosmás, y luego bajó el brazo y fijó lamirada vacía en el retazo de tierra sobreel que estaba sentado como si acabarade ocurrirle una gran tragedia.

—Es la tercera vez —dijo entredientes, en voz baja. La tercera vez estasemana que hago una cosa mala.

Luego, al ver que le miraba condesconcierto, añadió:

—La tercera cosa mala. Ahoramamá y papá me harán volver a Japón.

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Yo no entendía, como es lógico,cómo un pequeño desgarrón en un viejokimono podía acarrear tal consecuencia,pero me sentía tan alarmado ante laperspectiva de su marcha que me senté asu lado y le insté a explicarme a qué serefería. Pero poco más pude sonsacarleaquella mañana —se ponía más y mástaciturno y cerrado en sí mismo pormomentos—, y creo recordar que nosseparamos no demasiadoamigablemente. En el curso de lassemanas siguientes, sin embargo, fuidescubriendo a qué había obedecido suextraño proceder.

Desde su primer día en Japón, Akirase había sentido terriblemente

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desgraciado. Aunque nunca lo admitióexplícitamente, yo llegué a la conclusiónde que su calidad de «extranjero» lohabía ido condenando a un ostracismoinclemente: sus modales, sus actitudes,su forma de hablar y un centenar decosas más habían llegado a marcarlocomo diferente, y el hostigamientoresultante no sólo provenía de suscompañeros de clase, sino también desus profesores, e incluso —como dejóentrever en más de una ocasión— de losparientes en cuya casa se alojaba.Finalmente, ante la hondura de sudesdicha, sus padres se habían vistoobligados a hacerle volver a casa amediados del trimestre.

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El pensamiento de que podía serenviado de nuevo a Japón atormentada ami amigo. Lo cierto era que sus padresechaban de menos enormemente supatria, y a menudo hablaban del retornoa Japón de toda la familia. Su hermanamayor, Etsuko, no era del todo reacia avivir en su país, y Akira había caído enla cuenta de que se hallaba solo en sudeseo de permanecer en Shanghai; deque sólo su fuerte oposición a tal retornoimpedía a sus padres hacer las maletas ypartir para Nagasaki. No estaba seguro,por tanto, de cuánto tiempo más seguiríaprevaleciendo su postura frente a la desus padres y hermana. Las cosas sehallaban, pues, en la balanza, y

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cualquier traspié que él cometiera —cualquier pequeña fechoría, cualquierfallo en los estudios— podía inclinarésta en su contra. De ahí su temor a queun pequeño desgarrón en la manga delkimono pudiera acarrearle el más gravede los desenlaces.

Como cabía esperar, el kimono rotono provocó en sus padres la ira tantemida por Akira, y nada memorable sederivó del incidente. Pero en el curso delos meses que siguieron a su vuelta,siempre hubo algún pequeño percanceque sumía a mi amigo en el foso de lapreocupación y el desaliento. El másimportante de ellos, supongo, fue elconcerniente a Ling Tien y a nuestro

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«robo», el «delito de mi pasado» quetanto despertaría la curiosidad de Sarahdurante nuestro viaje en autobús aquellatarde.

Ling Tien había estado con la familiade Akira desde que vivían en Shanghai.Entre mis recuerdos más tempranos decuando pasaba a la casa de al lado parajugar están los del viejo sirvientemoviéndose pesadamente por la casacon la escoba en la mano. Parecía muyviejo, y siempre llevaba —incluso enverano— una gruesa bata, gorro ycoleta. A diferencia de los otros chinosde la servidumbre de la vecindad, rara

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vez sonreía a los niños, aunque tampoconos reprendía ni chillaba, y si no hubierasido por la actitud de Akira para con éldifícilmente le habría yo tenido tantomiedo. En efecto, recuerdo que alprincipio me sentía más intrigado queotra cosa por la inquietud que seapoderaba de Akira cuando el sirvientese hallaba cerca de nosotros. Si, porejemplo, Ling Tien pasaba por elpasillo, mi amigo interrumpía lo queestábamos haciendo y se ponía de pie,todo erguido y rígido, en una parte delrecinto donde el viejo criado no pudieravernos, y no se movía hasta que elpeligro cesaba. En los primeros tiemposde nuestra amistad, aún no me había

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contaminado de su temor, y daba porsentado que éste obedecía a algo muyconcreto que en algún momento habíahabido entre ellos. Como digo, me sentíamás intrigado que otra cosa, perosiempre que le pedía a Akira que meexplicara su comportamiento, élsimplemente me ignoraba. Con el tiempollegué a captar cuán profundamentecohibido se sentía por su incapacidadpara controlar el miedo que Ling Tien leinfundía, y aprendí a no decir nadacuando nuestros juegos se veíaninterrumpidos por su presencia.

Pero a medida que crecíamosempecé a sentir la necesidad de que miamigo justificara tal temor. Cuando

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teníamos siete u ocho años, la visión deLing Tien ya no le hacía quedarsesobrecogido e inmóvil; en lugar de ello,interrumpía lo que estuviéramoshaciendo y me miraba con una extrañasonrisa. Luego, acercando sus labios ami oído, me recitaba en un curioso tonomonocorde —no muy diferente alcántico que a veces oíamos a los monjesen el mercado de Boone Road— las másterroríficas revelaciones relativas a susirviente.

Así, llegó a mi conocimiento lapasión que Ling Tien sentía por lasmanos. Akira, en cierta ocasión, al miraral fondo del pasillo hacia la habitacióndel criado —una de las raras veces en

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que el viejo había dejado su puertaentreabierta—, vio, amontonadas en elsuelo, unas manos de hombres, mujeres,niños y monos. En otra ocasión, denoche, muy tarde, Akira había visto a susirviente entrar en la casa con un cestolleno de pequeños brazos de monos.Teníamos que mantenernos siempre enguardia, me advirtió Akira. A la menoroportunidad, Ling Tien no dudaría encortarnos las manos.

Cuando, tras aleccionarme en talsentido varias veces, le pregunté por quéLing Tien sentía tanto interés por lasmanos, Akira me miró con fijeza y mepreguntó si podía confiarme el másoscuro de los secretos de su familia.

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Cuando le aseguré que sí, se quedó unosinstantes pensativo y al cabo dijo:

—¡Entonces te lo contaré, camarada!¡Algo terrible! Por qué Ling Tien cortamanos. Voy a contártelo.

Ling Tien, al parecer, habíadescubierto un método para convertiraquellas manos cortadas en arañas. Ensu cuarto tenía numerosos cuencosllenos de diversos líquidos en los quemetía durante varios meses las manosque había ido almacenando. Poco apoco, los dedos empezaban a moversepor sí mismos —ligeros respingos alprincipio, luego como retorcimientos—,y finalmente les crecían oscuros pelos, yLing Tien los sacaba entonces de los

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líquidos y los iba dejando aquí y allá,como si fueran arañas, por todo elbarrio. Akira a menudo oía cómo elviejo criado salía sigilosamente de lacasa en la madrugada para hacerlo. Encierta ocasión llegó incluso a ver en eljardín, moviéndose entre la maleza, unaespecie de «mutante» que Ling Tienhabía sacado prematuramente de sulíquido y que aún no parecíaenteramente una araña, y que podíaidentificarse claramente como una manocortada.

Aunque ni siquiera a aquella edadcreía yo tales historias a pies juntillas,ciertamente me inquietaban, y durante untiempo la mera visión de Ling Tien

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bastaba para despertar en mí imprecisosterrores. Y lo cierto es que ni siquieracuando crecimos logramos liberarnospor completo del horror que nosinfundía el viejo criado. Era algo quesiempre había herido el orgullo deAkira, y cuando tuvimos ocho años creíver que nacía en él una necesidadconstante de enfrentarse a sus viejosmiedos. A menudo recuerdo cómo miamigo me arrastraba hasta determinadopunto de la casa desde donde podíamosespiar a Ling Tien mientras barría elsendero o realizaba cualquier otrotrabajo. A mí no me importaban muchoestas sesiones de espionaje, pero lo quellegué a temer fueron las ocasiones en

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que Akira me retaba con persistencia aque me acercara a la habitación delcriado.

Hasta el momento nos habíamosmantenido siempre lejos de ella, sobretodo porque Akira sostenía que lasemanaciones de los líquidos de loscuencos podían hipnotizarnos yarrastrarnos hasta el interior del cuarto.Pero ahora la idea de acercarse a aquelcuarto se había convertido en unaauténtica obsesión en Akira. Podíamosestar teniendo una conversación sobrealgo absolutamente ajeno a ello, porejemplo, y de súbito aparecía en susemblante aquella extraña sonrisa y seponía a susurrar:

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—¿Tienes miedo? Christopher,¿tienes miedo?

Entonces me obligaba a seguirle porla casa, a través de aquellashabitaciones singularmente amuebladas,hasta el arco de pesadas vigas dondecomenzaba el territorio del criado. Alpasar por debajo del arco, nosencontrábamos en un sombrío pasillo depiso de desnuda tarima encerada, alfondo del cual, de frente, estaba elcuarto de Ling Tien.

Al principio sólo me pedía que mequedara de pie bajo el arco, mirandocómo él se aventuraba paso a paso a lolargo del pasillo, hasta quizás mediocamino de aquella habitación ominosa.

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Aún puedo ver a mi amigo, con la figurarechoncha rígida por la tensión,volviendo hacia mí la cara brillante porel sudor de cuando en cuando, deseosode avanzar unos pasos más antes dedarse la vuelta y venir corriendo haciael arco con una sonrisa de triunfo en elsemblante. Luego vendrían sus pullas ybravuconerías, hasta que al fin logréhacer acopio de valor para igualar suhazaña. Durante bastante tiempo, comodigo, aquellas pruebas de valorrelacionadas con el cuarto de Ling Tienllegaron a obsesionar a Akira, y nosprivaban de gran parte del placer de ir ajugar a su casa.

Habría de pasar más tiempo, sin

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embargo, hasta que uno de los dos osarallegar hasta la puerta misma del cuartode Ling Tien, y aún más paratraspasarla. Cuando por fin llegamos aentrar en aquel cuarto, ambos teníamosdiez años, y —aunque, por supuesto, yono lo sabía— iba a ser mi último año enShanghai. Fue entonces cuando Akira yyo perpetramos el pequeño «robo», unacto impulsivo cuyas repercusiones, ennuestro exaltado entusiasmo, nollegamos a prever.

Sabíamos que, a principios deagosto, Ling Tien se iría a pasar seisdías en su pueblo natal, cercano a

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Hangchow, y con frecuencia habíamoshablado de que cuando estuviera fueratendríamos al fin la oportunidad deentrar en su cuarto. Y, en efecto, cuandome presenté en casa de Akira la primeratarde de la partida de Ling Tien,encontré a mi amigo ensimismado porcompleto en el asunto. Para entonces,debo decir, yo era en líneas generalesuna persona mucho más segura de mímisma que un año antes, y, si bien seguíasintiendo algo de mi viejo miedo a LingTien, no dejaba en absoluto que se metrasluciera. De hecho, creo que era yoquien se mostraba más tranquilo ante laperspectiva de entrar en aquel cuarto,algo que —estoy seguro— mi amigo no

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dejó pasar por alto y tomó como uningrediente más del reto que enfrentaba.

Pero resultó que aquella tarde lamadre de Akira estaba haciéndose unvestido, y, quién sabe por qué, no hacíamás que ir de una habitación a otra.Akira, pues, afirmó que era demasiadoarriesgado considerar siquiera laposibilidad de consumar nuestraaventura. Lo cual, ciertamente, no medesagradó, pero estoy seguro de que fueAkira quien más agradeció aquellaexcusa.

Al día siguiente, sin embargo, erasábado, y cuando hacia media mañanallegué a casa de Akira, sus padreshabían salido. Akira no tenía amah, y

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cuando éramos pequeños habíamosdiscutido mucho sobre cuál de los dosera más afortunado, porque yo sí latenía. El mantenía la teoría de que losniños japoneses no necesitaban amahporque eran «más valientes» que losniños occidentales. Una vez, en una denuestras discusiones al respecto, lepregunté quién atendería a susnecesidades si su madre estaba fuera yél necesitaba, por ejemplo, un vaso deagua helada o si se cortaba con algo.Recuerdo que me contestó que lasmadres japonesas jamás salían de casa amenos que el niño se lo permitieraexpresamente, lo cual me pareció difícilde creer, porque sabía con certeza que

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las señoras japonesas, de forma muysimilar a las europeas, se reunían en suscírculos de Astor House o Marcell’s TeaRoom, en Szechwan Road. Pero cuandome dijo que si su madre estaba fueraquedaba en casa la criada para «atendera sus necesidades», y que él tenía lasmanos libres para hacer lo que leviniera en gana, sin restricción alguna,empecé a pensar que era yo quien sellevaba la peor parte al tener un amah.Curiosamente, seguí manteniendo miopinión pese a que, en la práctica, lasveces que jugábamos en su casa cuandosu madre estaba fuera, siempre habíaalgún criado encargado de vigilar todosy cada uno de nuestros movimientos.

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Ello implicaba —sobre todo cuandoéramos más pequeños— la presenciaconstante de alguna figura adusta que,temerosa sin duda de las terriblesconsecuencias que podría acarrearle elque nos sucediera alguna desgracia, semantenía siempre en una proximidad untanto inhibidora cuando estábamos en lomejor de nuestros juegos.

Sin embargo, en el verano al queahora me refiero se nos permitía ya,como es lógico, una mayor libertad demovimientos sin supervisión de loscriados. La mañana en que entramos enel cuarto de Ling Tien, habíamos estadojugando en una de las habitaciones consuelo de tatami del tercer piso, mientras

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una vieja criada —la única persona dela casa— cosía en el piso de abajo.Recuerdo que Akira, en un momentodado, interrumpió bruscamente lo queestábamos haciendo, se dirigió depuntillas hacia el balcón y se apoyósobre la barandilla, inclinándose tantosobre ella que temí que pudiera caer alvacío. Luego, cuando volvió hasta mí ala carrera, vi que una extraña sonrisa sehabía instalado en su semblante. Lacriada, me comunicó en un susurro, sehabía quedado dormida.

—¡Ahora tenemos que entrar!¿Tienes miedo, Christopher? ¿Tienesmiedo?

Akira se había puesto de pronto tan

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tenso que por un momento todos losviejos temores relativos a Ling Tien seme agolparon en oleadas. Pero paraentonces estaba ya fuera de nuestroalcance la posibilidad de echarnos atrás,y nos encaminamos tan en silencio comopudimos hacia los dominios del criado,hasta que nos vimos una vez más, de pie,codo con codo, en aquel sombrío pasillode tarima desnuda.

Lo que recuerdo es que recorrimosel pasillo a grandes pasos y sindemasiada indecisión, y que al finllegamos a unos cuatro o cinco metrosde la puerta del cuarto del criado. Algonos hizo detenernos, entonces, y porespacio de unos segundos ninguno de los

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dos pareció capaz de continuar; si en esemomento Akira se hubiera dado lavuelta para echar a correr, estoy segurode que le habría imitado de inmediato.Pero mi amigo, al parecer, se las ingeniópara hacer acopio de una determinaciónsuplementaria, y, tendiéndome la mano,dijo:

—¡Vamos, camarada! ¡Entremosjuntos!

Enlazamos los brazos y dimos lospasos últimos. Luego Akira empujó lapuerta y ambos echamos una mirada alinterior.

Vimos un cuarto pequeño y con pocomobiliario, de suelo de tarima pulcra ylustrosa. La ventana tenía echada la

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persiana, pero la luz entraba radiantepor los costados. En el aire había unleve aroma de incienso; una hornacinaen la esquina opuesta, una cama estrechay una espléndida cómoda, bellamentelacada, con elaborados tiradores encada uno de los cajones.

Entramos, y durante unos instantespermanecimos quietos, casi sin resuello.Luego Akira dejó escapar un suspiro yse volvió hacia mí con una enormesonrisa, visiblemente contento de habervencido su antiguo miedo. Pero alinstante siguiente su ánimo triunfalpareció verse rápidamente reemplazadopor la preocupación de que la ausenciade cualesquiera elementos siniestros en

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el cuarto pudiera dejarle en ridículo amis ojos. Antes de que yo pudiera decirnada, señaló la elegante cómoda ysusurró en tono de urgencia:

—¡Ahí! ¡Ahí dentro! ¡Con cuidado,con cuidado, camarada! ¡Las arañas!¡Están ahí dentro!

Lo que decía resultaba pococonvincente, y debió de darse cuenta deello. Sin embargo, durante uno o dossegundos, pasó por mi cabeza la fantasíade que los pequeños cajones se abríanante nuestros ojos cual extrañascriaturas —en fases diversas de sumutación de manos a arañas— y sacabanal exterior unos miembros vacilantes.Pero Akira apuntaba ya excitadamente

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con el dedo hacia una pequeña botellaque había sobre una mesita contigua a lacama de Ling Tien.

—¡Loción! —susurró. ¡La lociónmágica que utiliza! ¡Ahí la tienes!

Estuve tentado de ridiculizar aqueldesesperado intento de preservar unafantasía que en realidad hacía tiempohabíamos superado, pero en aquelmomento tuve otra súbita visión de loscajones abriéndose, y algún vestigio demi viejo miedo me impidió decir nada.Además, me empezaba a inquietar unaposibilidad más real: que nosdescubriera allí dentro la sirvienta ocualquier otro adulto inesperado. Noquería ni imaginar las desdichas que

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ello podría acarrearnos: los castigos, laslargas discusiones entre nuestrosrespectivos padres. Ni osaba pensar encómo podríamos empezar siquiera aexplicar nuestro comportamiento.

Entonces, repentinamente, Akiraavanzó unos pasos, cogió la botella y sela pegó contra el pecho.

—¡Vete! ¡Vete! —me susurró, y depronto a ambos nos invadió el pánico.Riéndonos tontamente, sin embargo,salimos del cuarto precipitadamente ydesanduvimos el pasillo.

Una vez en la seguridad del cuartode arriba —la criada seguía dormida enel piso de abajo—, Akira reiteró suaseveración de que los cajones estaban

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llenos de manos cortadas. Ahora podíaver en él la grave preocupación que lecausaba el que yo pudiera ridiculizaraquella fantasía tanto tiempo acariciada,y también yo sentí la necesidad depreservarla. No dije nada, por tanto,para echar por tierra lo que afirmaba, niaventuré sugerencia alguna de que elcuarto de Ling Tien hubiera sido unabsoluto fiasco o que nuestro valorhubiera sido puesto a prueba para nada.Colocamos la botella en un plato, enpleno suelo, y nos sentamos aexaminarla.

Akira quitó el tapón con sumocuidado. La botella contenía un líquidoclaro con un vago aroma de anís. Ni

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siquiera hoy alcanzo a barruntar el usoque el viejo criado podía dar en su día aaquella loción; mi conjetura másplausible apunta a que se trataba de unmedicamento que había comprado paracombatir alguna dolencia crónica. Encualquier caso, su apariencia anodinasirvió a nuestro propósito. Metimos unasramitas en el líquido, y al sacarlas lasdejamos gotear sobre un papel. Akiraadvirtió que no teníamos que dejar queni una sola gota tocara nuestras manos,puesto que de hacerlo a la mañanasiguiente despertaríamos con arañas enlos extremos de los brazos. Ninguno delos dos lo creíamos realmente, pero,como digo, era importante para los

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sentimientos de Akira que ambosfingiéramos creerlo, y, así, seguimos connuestra operación con infinita cautela.

Al cabo Akira volvió a poner eltapón en la botella, la metió en la cajadonde solíamos guardar las cosasespeciales, y dijo que quería realizarunos cuantos experimentos más con laloción antes de devolverla al cuarto deLing Tien. Con una cosa y otra, alsepararnos aquella mañana nossentíamos contentos de nosotros mismos.

Pero cuando Akira llegó a mi casa latarde siguiente, vi de inmediato quehabía surgido algún problema. Estabamuy preocupado, era incapaz deconcentrarse en nada. Temiendo oír que

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sus padres hubieran llegado a enterarsede nuestra incursión del día anterior,eludí durante un tiempo preguntarle quépasaba. A final, sin embargo, no pudeaguantar más y le pedí que me lo contaratodo, por horrible que fuera. Pero Akiranegó que sus padres sospecharan algo, yvolvió a sumirse en un ánimo sombrío.Sólo mucho después, tras instarle yoinnúmeras veces, acabó cediendo y mecontó lo que había sucedido.

Incapaz de contener su sentimientode triunfo, Akira le había contado a suhermana Etsuko lo que habíamos hecho.Para su sorpresa, Etsuko habíareaccionado con horror. Digo «para susorpresa» porque Etsuko —que tenía

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cuatro años más que nosotros— nuncahabía compartido nuestra idea respectode la naturaleza siniestra de Ling Tien.Pero ahora, al escuchar la historia deAkira, Etsuko había mirado a suhermano con fiereza, como si esperaraverlo retorcerse y morir ante sus propiosojos. Luego le había dicho a Akira quehabíamos sido muy afortunados al poderescapar de aquel cuarto; que ellapersonalmente había tenido noticia decriados que trabajaron en la casa y queosaron hacer lo que habíamos hechonosotros y que habían desaparecido parasiempre (sus restos aparecieron semanasdespués en un callejón, más allá de loslímites de la Colonia). Akira le había

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contestado a su hermana que le contabaaquello sólo para asustarle, y que no lecreía ni una palabra. Pero de todasformas quedó un tanto quebrantado, ytambién a mí me recorrió un escalofríoal oír tal «confirmación» —de laautoridad, nada menos, de Etsuko— denuestros viejos miedos relativos a LingTien.

Fue entonces cuando caí en la cuentade lo que le preocupaba tanto a Akira:alguien debía volver a poner la botellaen el cuarto de Ling Tien antes de que elviejo criado regresara al cabo de tresdías. Pero el caso es que nuestra bravatadel día anterior se había «desinflado»por completo, y la perspectiva de volver

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a entrar en aquel cuarto era algo queahora se nos antojaba más allá denuestro alcance.

Incapaces de centrarnos en nuestrosjuegos habituales, decidimos irpaseando hasta nuestro lugar especialjunto al canal. En el camino charlamosde nuestro problema desde todos losángulos posibles. ¿Qué sucedería si nodevolvíamos la botella? Tal vez laloción fuera de gran valor y llamaran ala policía para que investigara sudesaparición. O tal vez Ling Tien nodijera a nadie que le faltaba, y decidierahacer caer sobre nosotros una terriblevenganza. Recuerdo que nos sentíamosbastante confusos respecto de hasta qué

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punto deseábamos mantener nuestrafantasía sobre Ling Tien, y, por otraparte, hasta qué punto debíamos emplearla lógica para evitar meternos en gravesproblemas. Recuerdo, por ejemplo, queen un momento dado pensamos en laposibilidad de que la loción fuera unmedicamento que Ling Tien habíaadquirido después de meses de ahorro, yde que sin él pudiera ponerseterriblemente enfermo. Pero luego,segundos después, sin abandonar porcompleto esta última teoría,considerábamos otras hipótesis quedaban por sentado que la loción era loque siempre habíamos pensado que era.

Nuestro «lugar especial» junto al

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canal, situado a un cuarto de hora decamino desde nuestras casas, se hallabadetrás de unos almacenes pertenecientesa la Jardine Matheson Company. Nuncaestábamos seguros de si invadíamos sinautorización una propiedad ajena; paraentrar en ella teníamos que pasar poruna verja que siempre estaba abierta ycruzar un patio de hormigón donde habíaunos obreros chinos que nos mirabancon recelo pero jamás nos lo impedían.Luego girábamos por un cobertizo deembarcaciones destartalado y nosadentrábamos un trecho en un espigón.Finalmente bajábamos hacia el retazo detierra dura y oscura de la orilla delcanal. Era un espacio en el que apenas

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cabíamos los dos sentados codo concodo frente al agua, pero aun en los díasmás calurosos disfrutábamos de lasombra de los almacenes, situados anuestra espalda, y cada vez que un barcoo junco pasaba por el canal, las aguasrompían suavemente a nuestros pies. Enla orilla opuesta había otros almacenes,pero recuerdo que, casi enfrente denosotros, un hueco entre dos de ellos nospermitía ver una carretera flanqueada deárboles. Akira y yo íbamos confrecuencia a aquel lugar, aunque noscuidábamos muy bien de no contárselo anuestros padres, por miedo a que nosprohibieran jugar en el borde del agua.

Aquella tarde, cuando nos sentamos,

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tratamos de olvidar durante un ratonuestras preocupaciones. Recuerdo queAkira empezó a preguntarme —comosolía hacer cuando veníamos a nuestro«lugar especial»— si en caso deemergencia yo sería capaz de nadarhasta uno u otro barco de los queveíamos surcar las aguas a ciertadistancia. Pero al poco no pudo aguantarmás, y de pronto, para mi sorpresa, seechó a llorar.

Yo había visto llorar a mi amigo muyraras veces. De hecho, es el únicorecuerdo que hoy conservo de Akirallorando. Ni cuando le cayó encima dela pierna un gran trozo de argamasa —lavez en que estábamos jugando detrás de

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la American Mission—, pese a ponersecadavéricamente blanco, le vi llorar.Pero aquella tarde, en el canal, Akirahabía llegado al límite de sus fuerzas.

Recuerdo que tenía en las manos unpalo húmedo y pelado, y que, mientraslloraba, lo iba rompiendo en trocitosque lanzaba al agua. Yo quería con todasmis fuerzas consolarle, pero al ver queno se me ocurría nada que decirle,recuerdo que me levanté y fui a buscarmás trozos de madera para que pudieraseguir partiéndolos y tirándolos al agua,como si se tratara de algún remedioineludible para su congoja. Luego ya nohubo más madera que romper, y Akirasofocó su llanto.

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—Cuando mis padres se enteren —dijo, al cabo—, se van a enfadar mucho.Y no me dejarán quedarme. Y todos nosiremos a Japón.

Yo seguía sin saber qué decir.Instantes después, mientras mirabafijamente a un barco que pasaba, Akiradijo en un susurro:

—No quiero vivir en Japón por nadadel mundo.

Y, como siempre hacía yo cuando éldecía esto, respondí como en un eco:

—Yo no quiero ir a Inglaterra pornada del mundo.

Así, nos quedamos callados unosminutos más. Pero a medida queseguíamos con la mirada fija en el agua,

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la única y obvia línea de acción capazde eludir todas aquellas eventuales yhorribles consecuencias se fue haciendoen mí más y más clara y rotunda, y alfinal me limité a plantearle que todo loque teníamos que hacer era devolver labotella a tiempo, con lo que todovolvería a seguir su curso y notendríamos ningún problema.

Akira no pareció oírme, así que selo repetí. El siguió haciendo caso omisode lo que le decía, y fue entonces cuandocaí en la cuenta de cuánto había crecidosu miedo a Ling Tien desde nuestraaventura del día anterior. Comprendíque ahora era tan grande como cuandoéramos pequeños, con la salvedad de

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que Akira era incapaz de admitirlo.Capté su dificultad, y tratédenodadamente de pensar en unasolución. Y, por fin, dije con voz calma:

—Akira. Vamos a volverlo a hacerjuntos. Como la vez pasada. Volveremosa cogernos del brazo, entraremos ydejaremos la botella donde laencontramos. Si lo hacemos así, juntos,estaremos a salvo, no podrá pasarnosnada malo. Nada en absoluto. Y nadie seenterará nunca de lo que hemos hecho.

Akira pensó en ello. Luego se volvióy me miró, y pude ver en su cara unagratitud honda y solemne.

—Mañana. Mañana por la tarde. Alas tres —dijo. Mamá saldrá al parque.

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Si la criada vuelve a dormirse, seránuestra oportunidad.

Le aseguré que la criada se dormiríade nuevo, y le repetí que si entrábamosen el cuarto juntos nada teníamos quetemer.

—¡Lo haremos juntos, camarada! —dijo con una súbita sonrisa, mientras seponía en pie.

En el camino de vuelta ultimamosnuestros planes. Prometí que al díasiguiente llegaría a casa de Akira muchoantes de que su madre saliera, y que, encuanto lo hiciera, subiríamos lasescaleras y esperaríamos allí, juntos,con la botella preparada, a que la criadase quedara dormida. El ánimo de Akira

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había mejorado bastante, pero recuerdoque aquella tarde, cuando nosdespedimos, mi amigo se volvió haciamí con una despreocupación muy pococonvincente y me exhortó a que nollegara tarde al día siguiente.

El día siguiente fue igualmentecaluroso y húmedo. A lo largo de losaños he vuelto muchas veces sobre misrecuerdos de aquel día, tratando deordenar los distintos detalles de unmodo coherente. No puedo recordargran cosa sobre la primera parte deaquella mañana. Conservo una imagende cómo le dije adiós a mi padre al

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verle salir para el trabajo. Yo estaba yaafuera, merodeando por el camino decarruajes a la espera de que saliera decasa. Al final lo vi salir, con traje ysombrero blancos, maletín y bastón.Entrecerró los ojos y miró hacia la verjaprincipal. Luego, mientras esperaba aque se acercara a mí por el camino, mimadre apareció en el umbral de la casa,a su espalda, y le dijo algo. Mi padreretrocedió unos pasos, intercambió unaspalabras con ella, sonrió, la besólevemente en la mejilla y empezó adescender a grandes zancadas haciadonde yo estaba esperando. Es todo loque recuerdo de su partida de aquel día.No me acuerdo de si nos dimos o no la

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mano, o si me dio unas palmaditas en elhombro, o si se volvió en la verja paradirigirme un último adiós. Mi memoriaglobal es que nada hubo en su forma desalir para el trabajo aquella mañana quela diferenciara de las demás mañanas deotros días.

Lo que recuerdo del resto de lamañana son mis juegos con lossoldaditos de plomo sobre la alfombrade mi dormitorio, y que la mente se meiba constantemente hacia ladesalentadora tarea que a Akira y a mínos aguardaba aquella tarde. Recuerdoque mi madre salió de casa en unmomento dado de la mañana, y quealmorcé en la cocina con Mei Li.

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Después de comer, para matar el tiempohasta las tres, di un corto paseo por lacarretera hasta donde se alzaban los dosgrandes robles, algo apartados de lacarretera pero situados justo enfrente delmuro del jardín más próximo.

Quizás fue porque estuviera yahaciendo acopio de valor para la tareaque me aguardaba, pero el caso es queaquel día logré subir hasta una nuevacota de uno de los robles. Encaramadotriunfalmente en sus ramas, me encontrédisfrutando de una nueva vista porencima de los setos de los terrenos detodas las casas colindantes. Recuerdoque me quedé sentado allí durante unrato, con el viento en la cara, cada vez

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más inquieto por la aventura que meesperaba. Aprensivo como estaba, mevino a la cabeza que, dado que el miedode Akira al cuarto de Ling Tien era sinduda mayor que el mío, esta vez sería yoquien habría de hacer de «líder».Reparé en la responsabilidad que elloentrañaba, y resolví mostrarme lo másseguro de mí mismo que pudiera cuandome presentara en su casa. Pero, mientrasseguía allí sentado en el árbol, se mefueron ocurriendo una serie decontratiempos capaces de malograrnuestros planes: la criada no llegaría adormirse, podía haber decidido —precisamente aquel día— limpiar elpasillo que llevaba al cuarto del criado;

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o incluso la madre de Akira podía habercambiado de opinión y no salir aquellatarde. Y, por supuesto, estaban los viejosy menos racionales temores que, pormucho que lo intentara, no lograba alejarde mi cabeza.

Finalmente, me bajé del árbol,deseoso de volver a casa y comprobarla hora. Al entrar por la verja, vi dosautomóviles en el camino de entrada.Ello despertó mi curiosidad, como eslógico, pero me hallaba ya lo bastantepreocupado como para prestardemasiada atención a aquel detalle.Luego, al cruzar el vestíbulo, eché unamirada a través de las puertas abiertasdel salón y vi a tres hombres de pie, con

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los sombreros en la mano, hablando conmi madre. No había nada de extraño enello —era perfectamente posible quehubieran venido a hablar con ella de lacampaña—, pero algo en el ambientehizo que me detuviera allí unosinstantes. Al hacerlo, las voces seinterrumpieron y vi cómo sus caras sevolvían hacia mí. Reconocí a uno de loshombres, el señor Simpson, colega demi padre en Morganbrook and Byatt; losotros eran dos desconocidos. Luego mimadre entró también en campo alinclinarse hacia adelante para fijar lavista en mí. Supongo que entonces debíde sentir que algo fuera de lo normalestaba sucediendo. En cualquier caso, al

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instante siguiente me sorprendícorriendo en dirección a la cocina.

Apenas entré en ella cuando oípasos, y al volverme vi a mi madre. Amenudo he tratado de recordar su caraen aquel instante —la expresión exactaen su semblante—, pero sin éxito. Acasoel instinto me dictó que no la mirara. Loque recuerdo, sin embargo, es supresencia misma —que se me antojógrande e imponente, como si de súbitome hubiera vuelto muy niño—, y latextura del vestido de verano claro quellevaba. Y que, en voz baja yperfectamente serena, me dijo:

—Christopher, los caballeros quevienen con el señor Simpson son

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policías. Debo terminar de hablar conellos. Luego quiero hablar contigo. ¿Teimporta esperarme en la biblioteca?

Estaba a punto de protestar, pero mimadre fijó sus ojos en mí de un modoque me hizo callarme.

—En la biblioteca, entonces —dijo,volviéndose. Iré en cuanto termine conestos caballeros.

—¿Le ha pasado algo a papá? —pregunté.

Mi madre me encaró de nuevo.—Tu padre no ha llegado a la

oficina esta mañana. Pero estoy segurade que habrá alguna razón que puedaexplicarlo. Espérame en la biblioteca.No tardaré.

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Salí de la cocina tras ella y fui a labiblioteca. Me senté en mi mesa de losdeberes y esperé. No pensaba en mipadre, sino en Akira y en cómo yo iba allegar tarde a nuestra cita. Me preguntési él tendría valor para devolver solo labotella. Incluso en tal caso, estaríafurioso conmigo. En aquel momentosentía tanta urgencia en relación con lasituación de Akira, que incluso llegué apensar en desobedecer a mi madre e irde todas formas a su casa. Entretanto, laconversación en el salón parecíademorarse interminablemente. En labiblioteca había un reloj de pared y mequedé mirando las agujas. En unmomento dado, salí al vestíbulo, con la

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esperanza de captar la atención de mimadre y pedirle permiso paramarcharme, pero vi que las puertas delsalón estaban cerradas. Luego, mientrasdeambulaba de un lado para otro delvestíbulo, de nuevo pensando enescabullirme, apareció Mei Li y meseñaló con aire grave la biblioteca. Encuanto entré en ella mi amah cerró lapuerta, y oí cómo se ponía a pasearseante ella. Volví a sentarme y seguímirando el reloj. Cuando las agujasdejaron atrás las tres y media, me pusetaciturno, sentí una gran furia contra mimadre y Mei Li.

Por fin oí que acompañaban a loshombres a la puerta.

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—Haremos todo lo que esté ennuestra mano, señora Banks —le oídecir a uno de ellos. Esperemos que nohaya pasado nada, y confiemos en Dios.

No oí la respuesta de mi madre.Tan pronto como los hombres se

hubieron ido, salí corriendo de labiblioteca para pedirle permiso a mimadre para ir a casa de Akira. Pero mimadre hizo caso omiso de lo que lepedía, lo cual me enfureciósobremanera.

—Vamos a la biblioteca —dijo.Pese a mi frustración, hice lo que me

decía, y fue allí en la biblioteca donde,después de hacer que me sentara, seagachó frente a mí y me dijo, con voz

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muy calma, que no se sabía nada de mipadre desde la mañana. La policía,alertada por la compañía, llevaba acabo la investigación, hasta el momentosin éxito.

—Pero puede que vuelva para lacena —dijo con una sonrisa.

—Por supuesto que sí —dije,deseando que mi voz pudiera expresartodo mi fastidio ante aquel granalboroto. Luego me bajé de la silla yvolví a pedirle permiso para ir a casa deAkira. Pero esta vez lo hice con menosvehemencia, porque al mirar el reloj caíen la cuenta de que de nada serviría ir aaquellas horas. Su madre habría vueltoya, y pronto empezarían a servir la cena.

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Sentí un hondo rencor contra mi madre,que me había retenido para decirmesimplemente lo que más o menos ya mehabía hecho saber en la cocina una horay media antes. Cuando por fin me dijoque me podía ir, subí a mi habitación,dispuse los soldaditos sobre la alfombrae hice cuanto pude para no pensar enAkira ni en sus sentimientos hacia mí enaquel momento. Pero seguíaacordándome de todo lo que habíamosdicho en la orilla del canal, y la miradade gratitud que él me había dedicado. Yo—como el propio Akira— no tenía elmenor deseo de que mi amigo regresaraa su país.

Mi malhumor duró hasta bien

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entrada la noche, pero, como es lógico,los adultos de la casa lo tomaron comouna reacción normal ante la situacióncreada por la desaparición de mi padre.A lo largo de la tarde, mi madre mehabía estado diciendo: «No seamospesimistas. Seguro que hay unaexplicación normal y corriente». Y MeiLi se mostró inusitadamente amablecuando me ayudó en la bañera. Perorecuerdo también que, a medida que caíala noche, mi madre empezó a tenervarios de esos momentos «distantes»que tan bien llegaría a conocerle en lassemanas que siguieron. De hecho, creoque fue aquella misma noche, mientrasestaba yo en la cama aún preocupado

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por qué decirle a Akira cuando volvieraa verlo al día siguiente, cuando mimadre, mirando con expresión vacíahacia el fondo del cuarto, dijo en unsusurro:

—Pase lo que pase, puedes estarorgulloso de él, Puffin. Podrásenorgullecerte siempre de lo que hahecho.

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8

No recuerdo gran cosa de los díasinmediatamente posteriores a ladesaparición de mi padre; pero sí queme sentía tan preocupado por Akira —pensando en qué le diría la próxima vezque lo viera— que no lograba fijar laatención en nada. Sin embargo, mesorprendía continuamente posponiendoel ir a la casa de al lado, e inclusocontemplando la posibilidad de no tenerque volver a encararme con él nunca,pues sus padres, enfurecidos por nuestrafechoría, bien podían estar haciendo las

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maletas para volver a Japón en aquelmismo momento. Durante aquellos días,cualquier sonido fuerte en el exterior mehacía correr al piso de arriba yprecipitarme hacia la ventana, desdedonde escrutaba la casa de mi amigo enbusca de maletas amontonadas en elpatio.

Luego, una mañana nublada,transcurridos tres o cuatro días, estabajugando solo en el círculo de césped deenfrente de casa cuando me llegaronunos sonidos procedentes del otro ladode la valla. Caí en la cuenta enseguidade que Akira estaba montando en labicicleta de su hermana por el caminode carruajes de su jardín; le había

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observado muchas veces tratando demontar en aquella bicicleta —demasiado grande para él—, y reconocílos chirriantes ruidos de las ruedasmientras intentaba por todos los mediosmantener el equilibrio. En un momentodado oí un gran golpe y un grito, y supeque Akira había sufrido una caída. Seme ocurrió la posibilidad de que mehubiera visto jugar desde la ventana dearriba de su casa y hubiera salido con labicicleta para atraer mi atención exprofeso. Tras varios minutos devacilación —durante los cuales Akiracontinuó cayéndose hacia los costados—, salí a grandes zancadas por la verja,di la vuelta a la esquina y miré en su

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jardín.Akira estaba, en efecto, montado en

la bicicleta de Etsuko, absorto en sustentativas de ejecutar ciertas maniobrascircenses que requerían quitar las manosdel manillar justo cuando la máquinaestaba dando un brusco giro. Parecíademasiado ensimismado para darsecuenta de mi presencia, y ni cuando meacerqué a él dio muestra alguna dehaberme visto. Finalmente le dije:

—Lo siento: el otro día no pudevenir.

Akira me dirigió una mirada hosca yacto seguido volvió a sus maniobras.Estaba a punto de explicarle por qué lehabía fallado cuando caí en la cuenta de

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que no podía añadir nada. Me quedé allíde pie, mirándole, unos minutos más.Luego di unos pasos hacia él y le dije envoz muy baja:

—¿Qué pasó? ¿La devolviste?Mi amigo me dedicó una mirada que

rechazaba la intimidad sugerida por mitono y dio un brusco giro en la bicicleta.Sentí que las lágrimas asomaban a misojos, pero recordando a tiempo nuestravieja disputa sobre quiénes llorabanantes, los japoneses o los ingleses, logrécontener el llanto. Pensé de nuevo encontarle lo de la desaparición de mipadre, que de pronto me pareció unarazón enormemente sustancial no sólopara haberle dejado a él en la estacada

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sino para que también yo debiera sentiruna gran compasión por mí mismo.Imaginé el impacto y la pena quetransformarían el semblante de Akira aloírme las palabras siguientes: «No pudevenir el otro día porque…, ¡porque hansecuestrado a mi padre!», pero —quiénsabe por qué— no pude decirlas. Creoque lo que hice, en lugar de ello, fuedarme la vuelta y volver a casa a lacarrera.

En los días siguientes no vi a Akira.Luego, una tarde, se presentó en nuestrapuerta trasera y le preguntó por mí a MeiLi como de costumbre. Yo estaba

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haciendo algo en ese momento, pero lodejé instantáneamente y salí en busca demi amigo. Akira me saludó sonriente, ymientras me conducía hacia su jardín medio unas afectuosas palmaditas en elhombro. Yo, como es lógico, estabaansioso por saber qué había resultadodel asunto de Ling Tien, pero como mesentía aún más deseoso de no reabrir lasheridas, reprimí las ganas depreguntárselo.

Fuimos a la parte trasera de sujardín, a los tupidos arbustos quellamábamos nuestra «jungla», y prontonos metimos de lleno en una de nuestrastramas. Creo recordar que «poníamos enescena» algún pasaje de Ivanhoe —obra

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que a la sazón yo estaba leyendo—, oalguna aventura de samurais del Japónde Akira. En cualquiera de los casos, alcabo como de una hora, mi amigo sedetuvo de pronto y, mirándome de unmodo extraño, me dijo:

—Si quieres, jugamos a un juegonuevo.

—¿A un juego nuevo?—Un juego nuevo. Que trata de tu

padre. Si te apetece.Me quedé desconcertado, y no

recuerdo lo que dije. Él se acercó unospasos a través del alto césped, y vi queme miraba casi con ternura.

—Sí —dijo. Si quieres, jugamos adetectives. Buscamos a tu padre.

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Rescatamos a tu padre.Entonces caí en la cuenta de que sin

lugar a dudas era la nueva de ladesaparición de mi padre —queevidentemente había empezado acircular por el vecindario— lo quehabía traído a Akira hasta mi puertatrasera. Comprendí también que lapropuesta que acababa de hacerme erasu modo de mostrarme su preocupacióny su deseo de ayudarme, y sentí que elafecto por mi amigo me anegaba porentero. Pero al final me limité a decir entono despreocupado:

—De acuerdo. Podemos jugar a eso,si te apetece.

Y así es como empezó lo que en mi

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memoria se me antoja todo un siglo —cuando en realidad no pudo durar másde un par de meses, o menos— en elcurso del cual, día tras día, jugamos alos detectives y urdimos variantes sincuento sobre el tema del rescate de mipadre.

Entretanto, la investigación real dela desaparición de mi padre seguía sucurso. Lo sabía por las visitas querecibíamos de los hombres que aqueldía habían hablado en tono solemne conmi madre con los sombreros pegados alpecho; por el callado intercambio depalabras entre mi madre y Mei Licuando mi madre volvía a casa,hermética, al final de la tarde; y sobre

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todo por la conversación que tuve conella al pie de las escaleras.

No recuerdo exactamente lo quehabíamos estado haciendo cada uno denosotros antes de aquel momento. Yoempezaba a subir apresuradamente lasescaleras, para buscar algo en el cuartode los juegos, cuando vi que mi madreaparecía en el descansillo superior y sedisponía a bajar hacia el vestíbulo.Debía de estar a punto de salir, porquellevaba su vestido especial beige, el quedespedía un peculiar olor como a hojasenmohecidas. Supongo que debí depercibir algo en su actitud, porque mequedé quieto donde estaba —en el tercero cuarto escalón— y la esperé. Pero

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resultó que simplemente me rodeó elhombro con un brazo y bajamos juntoslos escasos escalones. Luego me soltó yse dirigió hacia el colgador desombreros del fondo del vestíbulo. Y fueentonces cuando me dijo:

—Sé lo duros que han sido para tiestos últimos días, Puffin. Debe dehaber sido como si el mundo entero se teviniera abajo. Bien, para mí también hasido difícil. Pero has de hacer como yo.Has de seguir rezándole a Dios yconservar la esperanza. Espero que noolvides tus rezos, Puffin. ¿De acuerdo?

—Sí, de acuerdo —respondí, untanto bruscamente.

—Es un hecho triste —continuó— el

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que en una ciudad como ésta, de cuandoen cuando, secuestren a alguien. Locierto es que sucede bastante a menudo,y muchas veces, casi me atrevería adecir que la mayoría de las veces, lossecuestrados vuelven a casa sanos ysalvos. Así que tenemos que serpacientes. ¿Me estás escuchando,Puffin?

—Por supuesto que te estoyescuchando.

Le había dado la espalda y mebalanceaba sobre los postes delpasamanos.

—Lo que debemos de valorar —añadió mi madre al cabo de unossegundos— es que los mejores

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detectives de la ciudad están trabajandoen el caso. He hablado con ellos y sonoptimistas: creen que lo resolveránpronto.

—Pero ¿cuánto van a tardar? —lepregunté con hosquedad.

—Hemos de tener esperanza.Debemos confiar en los detectives.Puede que les lleve algún tiempo, perodebemos tener paciencia. Al final seguroque las cosas salen como esperamos, yque todo volverá a ser como antes.Tenemos que seguir rezándole a Dios yconservar siempre la esperanza. ¿Quéestás haciendo, Puffin? ¿Me estásescuchando?

No le contesté inmediatamente,

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porque estaba intentando comprobarcuántos escalones podía subir mientrasseguía aferrado a los postes delpasamanos. Y al cabo pregunté:

—Pero ¿y si esos detectives estándemasiado ocupados con los demáscasos que tienen que resolver?¿Asesinatos y robos y demás? Nopueden dedicarse de lleno a todo.

Oí que mi madre se acercaba haciamí unos pasos, y cuando la volví a oírhablar se había instalado en su voz untono pausado, sumamente cuidadoso.

—Puffin, no existe la menorposibilidad de que los detectives estén«demasiado ocupados». Todo el mundoen Shanghai, la gente más importante de

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esta comunidad, está extremadamenteinquieta por tu padre, y le interesamucho que el asunto se resuelva. Merefiero a caballeros como el señorForester. Y el señor Carmichael. Inclusoel propio cónsul general. Sé queconsideran un asunto personal que papávuelva a casa sano y salvo cuanto antes.Así que, ya lo ves, Puffin: no existe lamenor posibilidad de que los detectivesno hagan cuanto esté en su mano. Y esoes lo que están haciendo ahora, en estemismo momento. ¿Te das cuenta, Puffin,de que es el inspector Kung en personaquien se halla a cargo de lainvestigación? Sí, lo que oyes: elinspector Kung. ¿Comprendes por qué

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no hemos de perder ni un ápice deesperanza?

Esta charla produjo en mí, sin duda,cierto impacto, porque recuerdo que elasunto no me preocupó en excesodurante los días que siguieron. Inclusopor la noche, cuando mi inquietud tendíaa volver, solía dormirme pensando quelos detectives de Shanghai se movíanpor la ciudad cerrando más y más elcerco en torno a los secuestradores. Aveces, acostado en la oscuridad, mesorprendía elaborando complicadastramas antes de dormirme, tramas que aldía siguiente nos brindarían a Akira y amí material nuevo para nuestros juegos.

No quiero decir que durante este

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período Akira y yo no jugáramos a cosaspor completo ajenas al secuestro de mipadre; en ocasiones nos sumíamosdurante horas en alguna de nuestrasfantasías de siempre. Pero siempre quemi amigo percibía mi preocupación, oque mi corazón no estaba enteramente enlo que estábamos haciendo, solíadecirme:

—Camarada: juguemos al rescate detu padre.

Nuestras tramas relativas a mi padreexperimentaban, como digo, múltiplesvariantes, pero muy pronto concebimoslas líneas maestras de un guión básico yrecurrente. Mi padre estaba secuestradoen una casa situada fuera de los límites

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de la Colonia. Sus secuestradorespertenecían a una banda que pretendíaconseguir un cuantioso rescate.Numerosos detalles menoresevolucionaron con rapidez hastaconvertirse en ingredientes fijos de latrama. Dábamos por descontadosiempre, por ejemplo, que pese ahallarse rodeada de los horrores delbarrio chino, la casa en la que retenían ami padre era limpia y confortable. Aúnpuedo recordar, de hecho, cómo talconvención concreta llegó a adquirircarta de naturaleza. Fue quizás laprimera o segunda vez que jugábamos alrescate de mi padre, y Akira y yo nosturnábamos para interpretar el papel del

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legendario inspector Kung, cuyos bellosrasgos y sombrero elegantemente ajadoconocíamos bien por las fotografías delos periódicos. Nos hallábamosengolfados en el entusiasmo de nuestrasfantasías cuando de pronto, en el puntoen que mi padre aparecía por primeravez en nuestro enredo, Akira me hizo ungesto indicándome que era yo quiendebía «hacer» de mi padre, y dijo:

—Estás atado en una silla.Estábamos muy metidos en la trama,

pero de pronto me detuve.—No —dije. Mi padre no está atado

en una silla. ¿Cómo va a estar atadotodo el tiempo?

Akira, a quien disgustaba

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sobremanera que le contradijerancuando desarrollaba una línea narrativa,repitió con impaciencia que mi padreestaba atado en una silla y que yo debíaremedar tal situación al pie de un árbol.Y entonces le grité:

—¡No! —Y me fui, indignado.No llegué a marcharme, claro está,

del jardín de Akira. Recuerdo que mequedé de pie en la linde de la pradera decésped —donde acababa nuestra jungla—, contemplando con la mirada enblanco cómo un lagarto trepaba por eltronco de un olmo. Al rato oí los pasosde Akira a mi espalda y me preparé parauna discusión en toda regla. Pero, parami sorpresa, cuando me volví hacia él,

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vi que mi amigo me miraba conexpresión conciliadora. Se acercó aúnmás y me dijo con voz suave:

—Tienes razón. Tu padre no estáatado. Está cómodo. La casa de lossecuestradores es confortable. Muyconfortable.

A partir de entonces, Akira siemprepuso extremo cuidado en que mi padreconservara tanto la comodidad como ladignidad en todas las variantes de latrama. Los secuestradores siempre sedirigían a él como si fueran sussirvientes, y le llevaban comida, bebiday periódicos en cuanto él se lo exigía.En consecuencia, el carácter de lossecuestradores se dulcificó un tanto;

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resultó que no eran unos malvados,después de todo, sino simples padrescon familias hambrientas. Lamentabande veras tener que llegar a talesacciones drásticas —le explicaban a mipadre—, pero no podían soportar vercómo sus hijos se morían de hambre. Loque hacían estaba mal, lo sabían, pero¿qué otra cosa podían hacer? Habíanelegido al señor Banks precisamenteporque su piedad para con la difícilcondición de los chinos más pobres erapúblicamente conocida, y porqueprobablemente entendería las razonesdel grave trance al que le estabansometiendo. Al oír tales explicaciones,mi padre —cuyo papel siempre

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interpretaba yo— suspiraba,comprensivo, pero luego les decía que,por duras que fueran las penurias de lavida, el crimen nunca podía justificarse.Además, inevitablemente, el inspectorKung irrumpiría tarde o temprano en lacasa para detenerles y liberarle, e iríana la cárcel, y puede que incluso fueranejecutados. ¿En qué situación dejaríaeso a sus familias? Los secuestradores—interpretados por Akira— respondíanque cuando la policía descubriera suescondite, se entregarían sin oponerresistencia, y le desearían al señorBanks todo lo mejor del mundo alreunirse con su familia. Pero hastaentonces se veían obligados a hacer todo

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lo posible para que su plan funcionase.Entonces ellos le preguntaban a mipadre qué quería para cenar, y yo pedíaen su nombre una gran comida con susplatos preferidos —entre los quesiempre incluía ternera asada, chirivíascon mantequilla y abadejo cocido. Comodigo, era Akira —más que yo mismo—quien insistía en los aspectos relativos ala comodidad y el lujo culinario, y eraasimismo él quien añadía muchos de lospequeños —aunque importantes—detalles: la habitación de mi padredisfrutaba de una bonita vista del río porencima de los tejados; la cama la habíanrobado los secuestradores en el PalaceHotel, y era por tanto la más sofisticada

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y cómoda de las camas. Luego Akira yyo interpretábamos el papel de losdetectives —aunque a veces hacíamosde nosotros mismos—, hasta quefinalmente, al término de laspersecuciones, peleas a puñetazos yrefriegas con armas de fuego por loslaberínticos callejones de los barrioschinos, y fueran cuales fueren lasvariantes y urdimbres de la historia, elcaso siempre concluía con unaespléndida ceremonia en Jessfield Park,en la que Akira y yo, uno tras otro,subíamos a un escenario levantado alefecto, donde mi madre, mi padre,Akira, el inspector Kung y yosaludábamos a un vasto y enfervorizado

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auditorio. Era, como digo, el guiónbásico de nuestra trama, y supongo —dicho sea de paso— que habría de sermás o menos el que yo interpretaría unay otra vez durante mis primeros días dellovizna en Inglaterra, cuando llenabamis horas vacías vagando entre loshelechos de las cercanías de la casita decampo de mi tía, susurrando para misadentros las frases que le correspondíana Akira.

No fue quizás hasta después de unmes de la desaparición de mi padrecuando finalmente me sentí con la fuerzanecesaria para preguntarle a Akira qué

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había sucedido con la botella de LingTien. Nos habíamos tomado un rato libreentre los juegos y estábamos sentados ala sombra del arce de la cima delmontículo, bebiendo el agua helada queMei Li nos había traído en dos tazonesde té. Para mi alivio, Akira no mostrabaya el menor vestigio de resentimiento.

—La devolvió Etsuko —dijo.Su hermana, al principio, había sido

de lo más solícita al respecto. Peroluego, siempre que quería obligar aAkira a hacer cualquier cosa, leamenazaba con contarles a sus padres susecreto. A Akira, sin embargo, no lepreocupaba demasiado el chantaje de suhermana.

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—Ella también entró en el cuarto. Estan mala como yo. No dirá nada.

—Así que no hubo problemas… —dije.

—No hubo problemas, camarada.—Así que no tendrás que irte a vivir

a Japón.—No, no. —Se volvió hacia mí y

sonrió. Me quedo en Shanghai parasiempre. Luego me dirigió una miradasolemne, y preguntó—: Si no encuentrana tu padre, ¿tendrás que irte a Inglaterra?

Aquella alarmante idea —no sabríadecir por qué— jamás me había rondadola cabeza. Pensé en ello y dije:

—No. Aunque no encuentren a mipadre, nos quedaremos aquí para

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siempre. Mi madre no querrá volvernunca a Inglaterra. Además, Mei Li senegaría a ir con nosotros. Es china.

Por espacio de un instante, Akirasiguió pensando en el asunto, mientrasmiraba fijamente los cubitos de hieloque flotaban en su taza. Luego alzó lamirada y me sonrió de oreja a oreja.

—¡Viejo camarada! —dijo.Viviremos aquí juntos, siempre.

—Eso es —dije. Viviremos enShanghai toda la vida.

—¡Viejo camarada! ¡Toda la vida!

En las semanas que siguieron a ladesaparición de mi padre aconteció otro

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pequeño incidente al que hoy he llegadoa conceder gran importancia. Aunque nosiempre pensé así; de hecho, lo habíaolvidado casi por completo cuando unosaños atrás, de forma absolutamentefortuita, sucedió algo que me hizo nosólo recordarlo, sino también valorarlas profundas repercusiones de lo quehabía presenciado aquel día.

Fue durante el períodoinmediatamente posterior al casoMannering, cuando inicié unainvestigación de las circunstancias delos años que pasé en Shanghai. Creo queya he mencionado antes tal pesquisa,gran parte de la cual la llevé a cabo enel Museo Británico. Supongo que se

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trató, al menos en parte, del intento delyo adulto de desentrañar la naturaleza deaquellas fuerzas que de niño no tuve laoportunidad de comprender. Tambiénabrigaba la intención de preparar elterreno para el día en que comenzara enserio mi investigación del caso de mispadres (caso que, pese a los continuadosesfuerzos de la policía de Shanghai, hapermanecido sin resolver hasta nuestrosdías). He de decir, de hecho, que sigopensando en embarcarme en talinvestigación en un futuro no lejano. Mehabría embarcado ya —estoy seguro—de no ser por las incesantes demandasde tiempo a que me he visto sometido enestos años.

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En cualquier caso, como digo, haceunos años pasé muchas horas en elMuseo Británico reuniendo materialpara la historia del tráfico de opio enChina, los negocios de Morganbrookand Byatt y la compleja situaciónpolítica de Shanghai en aquella época.En varias ocasiones, llegué incluso aescribir cartas a China en demanda deinformación a la que no tenía acceso enLondres. Fue así como recibí un día undesvaído y amarillento recorte delNorth China Daily, fechado tres añosdespués de mi partida de Shanghai. Micorresponsal me enviaba un artículosobre los cambios en las normascomerciales de los puertos sujetos a

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concesión —algo que, en efecto, yohabía solicitado—, pero fue lafotografía que aparecía en el reverso delsuelto periodístico lo que captóinmediatamente mi atención.

Guardé aquella vieja fotografía delperiódico en el cajón de mi escritorio,dentro de una caja de cigarros de metal,y de cuando en cuando la sacaba y mequedaba mirándola con fijeza. Aparecenen ella tres hombres en una frondosaavenida, de pie frente a un espléndidoautomóvil. Los tres son chinos. Los dosde los extremos llevan trajesoccidentales y cuello duro, y sombrerode hongo y bastón. El hombre rechonchodel centro viste un traje tradicional

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chino: ropón oscuro y gorro, y llevacoleta. Como en la mayoría de lasfotografías de periódico de aqueltiempo, el grupo está posando con ciertoademán teatral, y las tijeras de micorresponsal han cortado del ladoizquierdo quizás una cuarta parte de lainstantánea. Sin embargo, en cuanto lamiré por vez primera, la estampa —másprecisamente, la figura central del ropónoscuro chino— constituyó para mí unafuente de excepcional interés.

En la caja de cigarros del cajón demi escritorio conservé también, junto aesta fotografía, la carta que recibí delmismo corresponsal como un mesdespués, en respuesta a los nuevos

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interrogantes que le había planteado. Enella me informaba de que el hombrerechoncho del ropón y el gorro es WangKu, un caudillo que en la época de lafotografía poseía mucho poder en laprovincia de Hunan, hasta el punto decontar con un variopinto ejército de casitrescientos hombres. Como la mayoríade los personajes de su clase, habíaperdido mucho poder desde el ascensode Chiang Kai-shek, pero se rumoreabaque seguía vivo y bien, y quelanguidecía en un razonable confort enalgún lugar de Nanking. En relación conmi pregunta específica, mi corresponsaldeclaraba que le había sido imposibleconstatar si Wang Ku mantuvo o no

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relaciones con Morganbrook and Byatt.En su opinión, no obstante, «no existerazón alguna para suponer que en algúnmomento no hubiera tenido negocios conla mencionada compañía». En aquellosdías, señalaba mi corresponsal, todocargamento de opio —o de cualquiermercancía apetecible— transportadopor el Yangtze a través de la provinciade Hunan, habría sido objeto del acosode los bandidos y piratas que ejercían elterror en la región. Sólo los caudillospor cuyos territorios eran transportadoslos cargamentos podrían ofrecer algúntipo de protección efectiva, y unacompañía como Morganbrook and Byatt,casi con toda seguridad, habría intentado

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de algún modo granjearse la amistad deestos caudillos. En la época de mi niñezen Shanghai, Wang Ku, dado el poderque entonces poseía, sin duda eraconsiderado un aliado particularmentedeseable. La carta de mi corresponsalterminaba pidiéndome disculpas por nopoder proporcionarme detalles másconcretos.

Como ya he dicho, no solicité estainformación de mi corresponsal hastaunas cinco o seis semanas después dedescubrir la fotografía del periódico. Larazón de esta tardanza fue que —para mifastidio—, aunque tenía la certeza deque había visto al hombre rechoncho enalgún momento de mi pasado, durante

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largo tiempo no pude recordar ni el másmínimo detalle del contexto en que habíatenido lugar tal circunstancia. Elhombre, sin duda, se hallaba asociado aalguna escena embarazosa odesagradable de mi pasado, pero, almargen de ello, mi memoria se negaba abrindarme más datos. Luego, unamañana, de forma harto inesperada,caminaba yo por Kensington High Streeten busca de un taxi cuando de súbitorecordé el episodio.

Cuando por primera vez el hombrerechoncho llegó a nuestra casa, no lepresté mucha atención. Después de todo,

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sólo habían transcurrido dos o tressemanas desde la desaparición de mipadre, y habían entrado y salido de lacasa numerosos extraños: policías,hombres del consulado británico,empleados de Morganbrook and Byatt,damas que al entrar en el vestíbulo y vera mi madre extendían los brazos con ungrito de angustia. A éstas, puedorecordar, mi madre siempre lesrespondía con una sonrisa serena y,acercándose a una de ellas, por ejemplo,evitaba deliberadamente su abrazo, ycon el mayor de los aplomos le decíaalgo como: «Agnes, qué alegría». Actoseguido le cogía de las manos —quizásaún torpemente tendidas en el aire en

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ademán de abrazar a la señora de lacasa— y la conducía hacia el salón.

En cualquier caso, como digo, lallegada del chino rechoncho aquel díano despertó en mí un especial interés.Recuerdo que miré desde la ventana delcuarto de juegos y le vi descender de suautomóvil. Su apariencia, en aquellaocasión, era —creo— muy similar a lade la fotografía del periódico: ropónoscuro, gorro, coleta. Reparé en que elcoche era grande y reluciente, y que leacompañaban dos hombres además delchófer, pero ni siquiera esto constituíanada memorable: en los días quesiguieron a la desaparición de mi padre,habían visitado la casa numerosos

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personajes importantes. Me sorprendióvagamente, sin embargo, el modo en quetío Philip, que llevaba en la casa unabuena hora, se apresuró a salir arecibirle. Intercambiaron saludossobremanera efusivos —como si fueranamigos íntimos—, y luego tío Philip hizopasar al hombre rechoncho al interior denuestra casa.

No recuerdo lo que estuve haciendodurante el rato que siguió. No salí de lacasa —aunque no a causa del hombrerechoncho, que, como he dicho, no meinteresaba gran cosa. De hecho, cuandoempecé a oír la conmoción de abajo,recuerdo que me sorprendió que elvisitante aún no se hubiera marchado.

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Corrí hacia la ventana del cuarto dejuegos y vi que su automóvil seguía en elcamino de carruajes, y que los tressirvientes que se habían quedadoesperando —y que también habían oídoel alboroto— se apeabanprecipitadamente del coche conexpresión de alarma. Entonces vi alchino rechoncho saliendo tranquilamentede la casa en dirección al coche,mientras les hacía señas a sus hombrespara que no se preocuparan. El chófer leabrió la portezuela y, cuando el hombrerechoncho se disponía a montarse,apareció mi madre en la puertaprincipal. En realidad había sido su vozlo que antes me había hecho correr hacia

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la ventana. Yo había estado tratando deconvencerme a mí mismo de que era lamisma voz que utilizaba cuando estabafuriosa conmigo o con los criados, perocuando su figura apareció abajo, en laentrada, y sus palabras se hicieronclaramente audibles, dejé de engañarme.Algo había en ella fuera de control, algoque yo jamás le había visto antes, y quesin embargo registré inmediatamentecomo algo que me vería obligado aaceptar en adelante como secuela de ladesaparición de mi padre.

Estaba gritándole al hombrerechoncho de tal modo que tío Philiptuvo que intervenir para contenerla. Ledecía a gritos al hombre rechoncho que

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era un traidor a su propia raza, que eraun agente del demonio, que nonecesitábamos ayuda de esa clase, y quesi alguna vez se le ocurría volver anuestra casa, «le escupiría como alsucio animal que era».

El hombre rechoncho se lo tomó conmucha calma. Hizo señas a sus hombrespara que montaran en el coche, y luego,mientras el chófer daba vueltas a lamanivela, sonrió a mi madre desde laventanilla en actitud casi aprobadora,como si mi madre le estuvieradirigiendo el más gentil de los adioses.Cuando el automóvil se hubo ido, tíoPhilip trató de persuadir a mi madrepara que volviera a entrar en casa.

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Una vez en el vestíbulo, mi madre sequedó callada. Y oí que tío Philip decía:

—Pero hemos de intentar cualquierposible vía, ¿es que no lo entiendes?

Los pasos de tío Philip siguieron alos de mi madre, y se adentraron en elsalón. La puerta se cerró y ya no pudeoír más.

El ver a mi madre comportarse deese modo, como es lógico, me perturbósobremanera. Pero si gritarle a aquelvisitante le había supuesto a ella ciertaliberación tras todas aquellas semanasde estricta contención de sussentimientos, yo también experimentéalgo parecido. El haber presenciado suestallido me permitió, al cabo de dos o

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tres semanas, acabar reconociendo lanaturaleza trascendental de lo que nosestaba sucediendo, y ello supuso para míuna enorme sensación de alivio.

Habré de admitir, por cierto, que nopuedo afirmar con absoluta certeza queel chino rechoncho que vi aquel día enmi casa fuera el mismo hombre de lafotografía del periódico —el chinoahora identificado como el caudilloWang Ku. Todo lo que puedo decir esque a partir del momento en que fijé losojos por vez primera en tal fotografía,aquella cara —era la cara, y no el ropónni el gorro ni la coleta, que por supuestopodían haber pertenecido a cualquiercaballero chino— quedó

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inequívocamente en mí cómo la dealguien que yo había visto en los díasinmediatamente posteriores a ladesaparición de mi padre. Y cuanto másle doy vueltas en la cabeza a aquelincidente concreto, más me convenzo deque el hombre de la fotografía era elmismo que visitó nuestra casa aquel día.Creo que tal descubrimiento es decapital importancia, y que bien podríacontribuir a arrojar alguna luz sobre elparadero actual de mis progenitores, yque incluso podría resultar vital en lainvestigación en la que en breve, comohe dicho, pretendo embarcarme.

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9

Hay un aspecto más en el incidente queacabo de relatar que estoy dudando simencionar aquí, ya que no tengo laseguridad de que pueda tener algunarelación con el asunto. Tiene que vercon la actuación de tío Philip aquel día,cuando trató de contener a mi madrefrente a la puerta principal de nuestracasa, y también con algo en su vozcuando, al entrar en el vestíbulo, dijo:«Pero hemos de intentar cualquierposible vía, ¿es que no lo entiendes?».No hubo nada concreto que pueda ahora

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reseñar, pero los niños son a veces hartoreceptivos a ese tipo de detalles casiimperceptibles. Lo que capté, de todosmodos, fue que en tío Philip hubo algoinequívocamente extraño aquel día. Nosé exactamente por qué, pero tuve laimpresión de que en aquella ocasión tíoPhilip no estaba «de nuestro lado»; deque la intimidad de que hizo gala con elchino rechoncho era aún mayor que laque tenía con nosotros; e incluso —aunque es probable que fuera sólo mifantasía de chiquillo— de que él y elchino intercambiaron miradas mientrasel vehículo se alejaba por el camino decarruajes. No puedo aportar nada«consistente» capaz de apuntalar tales

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impresiones, y es muy posible que nohaga sino proyectar hacia el pasadociertas cosas a la luz de lo quefinalmente sucedió con tío Philip.

Incluso hoy me duele recordar elmodo en que concluyó mi relación conél. Como probablemente he aclarado ya,con los años había llegado a ser unafigura idolatrada, hasta el punto de querecuerdo que, en los primeros días quesiguieron a la desaparición de mi padre,consideré la idea de que no tenía quepreocuparme demasiado por lasituación, ya que tío Philip siemprepodría ocupar su lugar. He de admitir,con todo, que fue una idea que al caboresultó curiosamente poco convincente,

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pero lo cierto es que tío Philip fue unapersona muy especial para mí, y no espor tanto extraño que aquel día bajarayo la guardia y le siguiera.

Digo «bajar la guardia» porquedurante algún tiempo antes de aquel díafinal, yo había estado vigilando a mimadre con inquietud creciente. Inclusocuando pedía que la dejaran sola, yoseguía controlando atentamente lahabitación en la que entraba, y laspuertas y ventanas por las que podríanentrar otros secuestradores. Por lanoche, en la cama, me quedabadespierto, atento a sus movimientos porla casa, y siempre tenía a mano mi arma:un palo con punta afilada que Akira me

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había regalado.Sin embargo, cuando pienso

detenidamente en ello, tengo lasensación de que, en el fondo, en aquellafase del asunto seguía sin creerrealmente que mis miedos pudieranhacerse realidad. Incluso el hecho deque considerara aquel palo puntiagudoun arma lo bastante disuasoria frente aunos eventuales secuestradores —y quea veces me quedara dormido imaginandoque entablaba fieros combates condocenas de intrusos que subían por lasescaleras y a quienes iba abatiendo unoa uno con mi palo punzante—, pruebaquizás el nivel irreal en que a la sazónseguían operando mis miedos.

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A pesar de ello, no hay duda de lainquietud que sentía por la seguridad demi madre, y de mi perplejidad ante elhecho de que los demás adultos nohubieran tomado medida alguna paraprotegerla. En aquellos días no megustaba en absoluto perder de vista a mimadre, y, como digo, jamás habríabajado la guardia aquel día si se hubieratratado de alguien que no fuera tíoPhilip.

Era una mañana soleada y ventosa.Recuerdo que estaba en la ventana delcuarto de juegos contemplando cómo seagitaban las hojas en el jardín delantero,

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sobre el camino de carruajes. Tío Philipestaba abajo con mi madre desde pocodespués del desayuno, y yo me habíarelajado un poco, en la creencia de quecon tío Philip a su lado nada podíasucederle.

Hacia media mañana oí que tíoPhilip me llamaba. Salí al rellano y,asomado a la barandilla, vi que mimadre y él estaban de pie en elvestíbulo, con la mirada alzada,mirándome. Por primera vez en variassemanas percibí algo jubiloso en ellos,como si acabaran de celebrar una bromadivertida. La puerta principal estabaentornada y un largo haz de luz caíasesgadamente sobre el vestíbulo. Y tío

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Philip dijo:—Mira, Puffin. Siempre has dicho

que querías un acordeón. Bien, voy acomprarte uno. Ayer vi un modelofrancés excelente en un escaparate deHankow Road. El de la tienda no tieneni idea de su valor. Te propongo quevayamos y lo veamos. Si te gusta, estuyo. ¿Qué te parece la idea?

Bajé las escaleras como un rayo.Salvé de un salto los cuatro últimosescalones y me puse a dar vueltasalrededor de ellos agitando los brazosen el aire como un ave de rapiña. Alverme, mi madre se echó a reír. Me pusemuy contento, porque no la había vistoreír en varias semanas. De hecho, es

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posible que esa misma atmósferadistendida —esa sensación de que lascosas quizás empezaban a volver a sucauce— jugase un papel crucial en elhecho de que «bajase la guardia»aquella mañana. Cuando le pregunté atío Philip cuándo íbamos a ir a la tienda,se encogió de hombros y dijo:

—¿Por qué no ahora mismo? Sidejamos pasar el tiempo, alguien podríaverlo y comprarlo. Puede que incluso loestén comprando en este mismomomento ¡Mientras estamos aquíhablando!

Eché a correr hacia la puerta y mimadre rió de nuevo. Luego me dijo quetenía que ponerme unos zapatos de calle

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y una chaqueta. Recuerdo que pensé enprotestar, pero decidí no hacerlo pormiedo a que cambiasen de opinión nosólo en lo referente al acordeón, sinotambién de ánimo, y dieran porterminado el momento gozoso queestábamos viviendo.

Me despedí de mi madre con lamano, despreocupadamente, mientrasbajaba con tío Philip por el jardíndelantero hacia la verja. A mediocamino, cuando me precipitaba ya haciael carruaje, tío Philip me agarró delhombro y dijo:

—¡Espera! ¡Dile adiós a tu madre!Lo había hecho hacía unos instantes,

pero en aquel momento no me extrañó, y,

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volviéndome como me había indicado,agité la mano en el aire en dirección ami madre, cuya figura permanecíaelegantemente erguida ante la puertaprincipal.

Durante gran parte del trayecto, elcarruaje siguió la ruta que mi madre y yosolíamos tomar para ir al centro. TíoPhilip estuvo callado casi todo eltiempo, lo cual me extrañó un poco, peronunca había estado solo con él en uncarruaje y supuse que era eso lo quehacía normalmente. Cuando le señalabaalgo al pasar, él me respondía en tonoalegre, pero al momento siguiente volvíaa mirar fija y silenciosamente hacia lacalle. Dejamos los arbolados bulevares

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y nos adentramos en las estrechas callesatestadas, y el conductor empezó achillar a los rickshaws y a los peatonesque nos entorpecían el paso. Pasamosfrente a la pequeña tienda decuriosidades de Nanking Road, yrecuerdo que estiré el cuello para ver elescaparate de la tienda de juguetes de laesquina de Kwangse Road. Mepreparaba ya para el olor a podrido delmercado de verduras al que nos íbamosacercando cuando tío Philip, de pronto,dio un brusco golpe con el bastón paraque el conductor parase el carruaje.

—Desde aquí iremos a pie —medijo. Conozco un buen atajo. No habrátanto ruido.

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Era perfectamente lógico. Sabía porexperiencia que las pequeñas calleslaterales de Nanking Road podían tenertal aglomeración de viandantes quecoches y carruajes no podían circulardurante un rato (a veces incluso durantediez minutos). Así, le dejé que meayudara a apearme sin discutir susugerencia. Pero fue entonces, recuerdo,cuando tuve el primer presentimiento deque algo no iba bien. Quizás fue algo enel tacto de tío Philip al tenderme lamano para ayudarme, o quizás algo en suactitud. Pero entonces me sonrió e hizoun comentario que no alcancé a oír acausa del ruido de la calle. Señaló uncallejón cercano, y yo me mantuve

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pegado a su espalda mientras nosabríamos paso a través del bulliciosogentío. Pasamos del sol a la sombra, yen determinado instante, en medio de lagente que avanzaba a empellones, sedetuvo, se volvió hacia mí, me puso unamano en el hombro y dijo:

—Christopher, ¿sabes dóndeestamos? ¿Lo adivinas?

Miré a mi alrededor. Luego,apuntando hacia un arco de piedra bajoel que la multitud se agolpaba ante lospuestos de verduras, respondí:

—Sí. Por allí se va a KiukiangRoad.

—Ah. Así que sabes exactamentedónde estamos… —Soltó una extraña

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risa. Sabes moverte perfectamente porestos barrios.

Asentí con la cabeza y esperé, yentonces empezó a ascenderme desde laboca del estómago la sensación de queestaba a punto de suceder algopavoroso. Quizás tío Philip iba adecirme algo más —quizás lo habíaplaneado todo de forma completamentediferente—, pero en aquel momento,mientras estábamos allí paradosrecibiendo empujones por todos lados,creo que vio en mi cara que el juegohabía terminado. Una terrible confusiónnubló sus rasgos, y al cabo, de formacasi inaudible por el fragor reinante,dijo:

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—Buen chico.Volvió a cogerme del hombro y dejó

que su mirada vagara de un lado a otro.Luego pareció llegar a una decisión queyo ya había previsto.

—¡Buen chico! —dijo, ahora en vozmás alta y trémula por la emoción. E,instantes después, añadió—: No queríahacerte daño. ¿Lo entiendes? No queríahacerte daño.

Dicho lo cual, se dio la vuelta ydesapareció entre la multitud. Hice undesanimado intento de seguirle, y alcabo vi cómo su chaqueta blanca sealejaba con rapidez a través del gentío.Segundos después había pasado bajo elarco y desaparecido de mi vista.

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Durante los minutos que siguieronseguí allí de pie, en medio del herviderohumano, tratando de no buscar la lógicade lo que acababa de ocurrir. Luego, desúbito, eché a andar en dirección alpunto de cual habíamos partido, a lacalle donde habíamos dejado elcarruaje. Abandonando todo sentido deldecoro, me abrí paso como pude entre lamultitud, unas veces con violentosempujones y otras deslizándome porpequeñas brechas entre la gente, deforma que ésta reía o lanzaba airadosgritos a mi espalda. Llegué a la calleque buscaba y, como es lógico, vi que elcarruaje se había ido. Por espacio deunos confusos segundos me quedé quieto

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en medio de la calle, tratando dehacerme un mapa mental de cómo volvera casa. Y empecé a correr tan rápidocomo me lo permitieron las piernas.

Corrí Kiukiang Road abajo, crucé eldesigual empedrado de Yunnan Road,me abrí paso a empellones a través deNanking Road. Cuando por fin llegué aBubbling Well Road, había perdido elresuello casi por completo, pero meanimó el hecho de que ahora sólo mequedaba por recorrer esa larga callerecta y relativamente despejada.

Quizás porque era consciente de lanaturaleza enormemente privada de mismiedos —o quizás ya se estabaoperando en mi interior un profundo

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cambio de actitud—, ni por un momentose me ocurrió pedir ayuda a ninguno delos adultos con quienes me cruzaba, otratar de parar algún carruaje oautomóvil. Enfilé a la carrera aquellalarga vía pública, y aunque prontoempecé a jadear patéticamente, aunquesabía que mi atropellada carrera habríade parecerle atroz a cualquiera que meviera, aunque el calor y el agotamientome hacían aminorar el paso hastareducirlo a un simple caminar cansino,creo que no me detuve en ningúnmomento. Por fin dejé atrás laresidencia del cónsul norteamericano, yluego la mansión de los Robertson. DejéBubbling Well Road y entré en nuestra

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calle, y tras torcer una curva final enfiléel trecho que me separaba de la verja.

En cuanto entré por ella supe —pesea no detectar signos externos quepudieran sugerirlo— que era demasiadotarde, que todo se había consumadohacía tiempo. La puerta principal estabacerrada con llave. Corrí a la puerta deatrás y la encontré abierta, y atravesé lacasa gritando (extrañamente no llamabaa mi madre, sino a Mei Li, tal vezporque ni siquiera entonces queríareconocer lo que hubiera supuesto en mígritar llamando a mi madre).

La casa parecía vacía. Al poco,estaba yo de pie en el vestíbulo,desconcertado, cuando oí una especie de

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risita. Venía de la biblioteca. Me di lavuelta y fui hacia ella y, a través de lapuerta entreabierta, vi a Mei Li sentadaen mi mesa de trabajo. Estaba muyerguida, y al verme aparecer en elumbral me miró y soltó otra especie derisita, como si celebrara un chiste enpetit comité y tratara de reprimir la risa.Caí en la cuenta de que Mei Li estaballorando, y supe —lo había sabidodurante toda mi agotadora carrera hastala casa— que mi madre ya no estaba. Yuna fría furia se agolpó en mi interiorcontra Mei Li, que pese al miedo y elrespeto que me había inspirado a lolargo de los años, no era —me dabacuenta ahora— sino una impostora:

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alguien totalmente incapaz de controlaraquel mundo desconcertante que seestaba manifestando a mi alrededor; unapequeña y patética mujer cuya entidad amis ojos se había levantado enteramentesobre falsos atributos, un ser que nadacontaba cuando las grandes fuerzasentraban en conflicto y batallaban. Mequedé en el umbral y la miré fijamentecon el mayor de los desdenes.

Es tarde —ha pasado más de unahora desde que he escrito esa últimafrase—, y sin embargo aquí estoy,inmóvil ante mi escritorio. Supongo quehe estado dándole vueltas a estos

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recuerdos, algunos de los cualesllevaban muchos años sin aflorar a miconciencia. Pero también he estadomirando hacia adelante, hacia el día enque finalmente retorne a Shanghai; haciatodo lo que Akira y yo haremos juntosentonces. La ciudad habráexperimentado muchos cambios, porsupuesto. Pero sé que Akira arderá endeseos de llevarme de un sitio a otro dela urbe, haciendo alarde de su granconocimiento de sus más íntimosrincones. Sabrá los mejores sitios paraalmorzar, para beber, para pasear; losmejores establecimientos adonde irdespués de un duro día de trabajo, parasentarnos y charlar hasta altas horas de

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la noche, contándonos mutuamente todolo que nos ha pasado desde la última vezque nos vimos.

Pero ahora debo dormir. Tengomucho que hacer mañana por la mañana,y debo recuperar el tiempo perdido estatarde recorriendo Londres con Sarah enel piso de arriba de ese autobús.

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Tercera parte

Londres, 12 de abril de1937

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10

Ayer, cuando la jovencita Jennifervolvió de su salida de compras con laseñorita Givens, ya no había apenas luzen mi estudio. Esta casa alta y estrecha,comprada con la herencia que recibí a lamuerte de mi tía, da a una plaza que, sibien moderadamente famosa, recibemenos sol que las de los alrededores.Estuve mirando a Jennifer desde laventana del estudio: abajo en la plaza,iban y venían con las bolsas de lascompras y las dejaban contra las rejasde la verja, mientras la señorita Givens

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buscaba en el bolso para pagar el taxi.Cuando por fin entraron, oí cómodiscutían, y aunque las saludé con ungrito desde el descansillo, decidí nobajar a verlas. Su discusión parecíatrivial —algo acerca de lo que habíancomprado o dejado de comprar—, peroen aquel momento yo seguíaentusiasmado por la carta que habíarecibido aquella mañana, y por lasconclusiones a las que había llegado alleerla, y no quería arruinar mi ánimo detriunfo.

Cuando por fin bajé, hacía rato quehabían dejado la disputa, y encontré aJennifer yendo de un lado a otro de lasala con una venda en los ojos y los

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brazos extendidos hacia el frente.—Hola, Jenny —dije, como si no

hubiera notado en ella nada fuera de locorriente. ¿Has comprado todo lo quenecesitas para el trimestre que viene?

Se acercaba peligrosamente a lavitrina, pero resistí la tentación deadvertirle que no siguiera adelante. Sedetuvo justo a tiempo, palpó el mueble ysoltó una risita.

—¡Oh, tío Christopher! ¿Por qué nome lo has dicho?

—¿Decirte qué?—Que iba a darme contra la vitrina.

¡Me he quedado ciega! ¿Es que no loves? ¡Estoy ciega! ¡Mira!

—Ah, sí. Ya veo.

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La dejé andando a tientas entre elmobiliario y fui a la cocina, donde laseñorita Givens vaciaba una bolsaencima de la mesa. Me saludócortésmente, pero cerciorándose de queme percataba de que dirigía su miradahacia los restos de mi almuerzo, queseguían tal como los había dejado alotro extremo de la mesa. Desde lamarcha de Polly, la criada, la semanaanterior, la señorita Givens no habíahecho el menor caso a mis reiteradassugerencias de que tuviera la amabilidadde ocuparse temporalmente de las tareasde la casa.

—Señorita Givens —dije—, hayalgo lo que debo hablarle. —Luego,

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mirando por encima del hombro ybajando la voz, añadí—: Algo de lamayor importancia para Jenny.

—Claro, claro, señor Banks.—De hecho, señorita Givens, me

pregunto si le importaría que fuéramosal invernadero. Como digo, es un asuntode suma importancia.

Pero justo en ese momento llegó unfuerte ruido de la sala. La señoritaGivens, rozándome al pasar, gritó desdela puerta:

—¡Déjalo ya, Jennifer! ¡Te he dicholo que iba a pasar!

—Pero es que estoy ciega —le oídecir a Jenny. No he podido evitarlo.

La señorita Givens, recordando que

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le estaba hablando, pareció atrapadaentre dos impulsos. Pero al final volviósobre sus pasos y me dijo en voz baja:

—Disculpe, señor Banks. ¿Qué meestaba diciendo?

—Verá, señorita Givens, creo quepodremos hablar más libremente estanoche, cuando Jenny se haya ido a lacama.

—Muy bien, señor Banks. Volveré yle veré entonces.

Si la señorita Givens tenía algúnbarrunto de lo que quería hablarle, nodio muestras de ello en aquel momento.Me dirigió una de sus herméticassonrisas y pasó a la sala a ocuparse deJenny.

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Han pasado ya casi tres años desdeque por primera vez tuve noticia de laexistencia de Jennifer. Había sidoinvitado a una cena por mi viejocompañero de colegio James Osbourne,a quien no veía desde hacía tiempo. A lasazón seguía viviendo en GloucesterRoad, y aquella noche, en su casa,conocí a la joven que habría deconvertirse en su esposa. Entre losinvitados a aquella cena estaba ladyBeaton, viuda del célebre filántropo. Talvez porque los invitados eran para míunos perfectos extraños —se pasarongran parte de la noche contando chistes

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sobre gente que yo no conocía enabsoluto—, di en charlar largo rato conlady Beaton, hasta el punto de que hubomomentos en que temí coartar sulibertad para conversar con otra gente.En cualquier caso, fue justo después deque sirvieran la sopa cuando la damaempezó a hablarme sobre un triste casodel que había tenido conocimiento en sucalidad de tesorera de una instituciónbenéfica relacionada con los huérfanos.Dos años antes, una pareja se habíaahogado en un accidente marítimo enCornwall, y su única hija, que ahoratenía diez años, vivía en Canadá con unaabuela. Ésta era ya muy anciana, y susalud harto precaria, y raras veces salía

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o recibía invitados.—Cuando estuve en Toronto el mes

pasado —me contó lady Beaton—,decidí visitarlas yo misma. La pobrecriatura está desconsolada: echaenormemente de menos Inglaterra. Encuanto a su abuela, apenas puedecuidarse de sí misma, así que para quéhablar de ocuparse de una jovencita…

—¿Va a poder ayudarla la institucióna la que usted pertenece?

—Haré lo que esté en mi mano porella. Pero tenemos tantos casos,¿comprende? Y, en rigor, el suyo no esun caso prioritario. Al fin y al cabo,tiene un techo bajo el que guarecerse, ysus padres le han dejado medios de

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subsistencia suficientes. Lo importanteen este tipo de trabajo es no implicarsedemasiado personalmente. Pero,después de haberla conocido, no hepodido evitar hacerlo. Es una niñarebosante de vida. Mucho más de lohabitual, a pesar de ser tan infeliz enestos momentos.

Puede que me contara algunas cosasmás acerca de Jennifer en el curso de lacena. Recuerdo que la escuchécortésmente, aunque sin hablardemasiado. Fue sólo mucho después, enel vestíbulo, mientras los invitados sedespedían y Osbourne nos rogaba atodos que nos quedáramos un rato más,cuando me decidí a llevar aparte a lady

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Beaton.—Espero que no juzgue inapropiado

lo que voy a decirle —dije—, pero esaniña de la que me ha hablado antes,Jennifer… Me gustaría hacer algo porella. De hecho, lady Beaton, inclusoestaría dispuesto a tomarla bajo micuidado.

Quizás no debería reprocharle elhecho de que su primera reacción fueraretroceder con una expresión de receloen el semblante. (Al menos eso es lo queme pareció que hizo). Pero al final dijo:

—Eso le honra, señor Banks. Siprocede, me pondré en contacto conusted para tratar el asunto.

—Hablo en serio, lady Beaton.

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Recientemente he recibido una herencia,de forma que estoy en situación deproveer a sus necesidades.

—Estoy seguro de ello, señor Banks.Bien, hablaremos de ello más adelante.

Dando por terminada laconversación, se volvió hacia otrosinvitados y participó de buena gana en elbullicio de las despedidas.

Pero lady Beaton, en efecto, se pusoen contacto conmigo menos de unasemana después. Posiblemente hizoindagaciones sobre mi persona, o quizásse limitó a pensar detenidamente en elasunto. En cualquier caso, su actitudhabía cambiado por completo. Tantocuando almorzamos juntos en el Café

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Royal como en las posteriores reunionesque tuvimos, no pudo ser más cálidaconmigo, y Jennifer llegó a mi nuevacasa justo cuatro meses después de lacena en el apartamento de Osbourne.

Venía acompañada de una niñeracanadiense, la señorita Hunter, queregresó a su país una semana más tarde,después de besarla alegremente en lamejilla y de recordarle que escribiera asu abuela. Jennifer consideró con sumocuidado su elección entre los tresdormitorios que le propuse, y se decidiópor el más pequeño, porque, segúnexplicó, la repisa de madera que iba delado a lado de la pared le venía deperlas para su «colección». Ésta —no

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tardaría en saber— constaba de unaserie de conchas, hojas, frutos secos,guijarros y algunas cosas más de esteorden cuidadosamente seleccionadasque había ido reuniendo a lo largo delos años. Colocó su «colección» consumo esmero sobre la repisa, y un buendía me llamó para que le echase unaojeada.

—A cada una le he puesto un nombre—me explicó. Me doy perfecta cuentade que es una cosa tonta, pero les tengotanto cariño… Un día, tío Christopher,cuando no esté tan ocupada, te contaré lahistoria de cada una de ellas. Por favor,dile a Polly que tenga mucho, muchocuidado cuando limpie la repisa.

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Lady Beaton vino a ayudarme aentrevistar a las candidatas a niñera deJennifer, pero fue la propia Jenny,escuchando a escondidas desde lahabitación contigua, quien influyódecisivamente en la elección. En cuantose marchaba la candidata, se presentabaante nosotros a dictar su veredicto,condenatorio la mayoría de los casos.«Un completo horror», dijo de unamujer. «Es una tontería lo de que elúltimo niño se le muriera de unaneumonía. Está claro que lo envenenóella misma». De otra dijo: «No nosconviene en absoluto. Demasiadonerviosa».

Durante la entrevista, la señorita

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Givens me pareció anodina y fría, peropor alguna razón que se me escapa seganó la inmediata aprobación deJennifer, y, la verdad sea dicha, en losdos años y medio que lleva con nosotrosha respondido con creces a la fe queJenny depositó en ella.

Casi todo el mundo a quienpresentaba a Jenny solía comentar lodueña de sí misma que se mostraba laniña pese a haber vivido la tragedia dela muerte de sus padres. Poseía,ciertamente, una actitud enormementeserena ante la vida, y en especial lafacultad de minimizar reveses que aotras niñas de su edad les habrían hechodeshacerse en llanto. Buen ejemplo de

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ello fue su reacción ante lo que sucediócon su baúl.

Durante las semanas que siguieron asu llegada mencionó repetidamente elbaúl que habría que llegarle en barcodesde Canadá. Recuerdo, por ejemplo,que una vez me describió con ciertodetalle un tiovivo de madera que alguienle había hecho y que llegaría en el baúl.En otra ocasión, cuando le alabé unvestido que ella y la señorita Givenshabían comprado en Selfridge’s, memiró solemnemente y dijo:

—Y tengo una cinta para el pelo quele va a la perfección. Viene en mi baúl.

Pero un día recibí una carta de lacompañía naviera en la que me pedían

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disculpas por la pérdida del baúl deJenny en alta mar, y me ofrecían unaindemnización. Cuando se lo conté,Jenny se limitó a quedarse con la miradafija en ninguna parte. Luego soltó unabreve risa y dijo:

—Bien, en tal caso, la señoritaGivens y yo tendremos que salir a hacermontones y montones de compras.

Cuando al cabo de dos o tres díasseguía sin mostrar signo alguno de pesarpor su pérdida, creí conveniente teneruna pequeña charla con ella, y unamañana, después del desayuno, al verlayendo de un sitio para otro del jardín,salí a reunirme con ella.

Era una mañana fresca y soleada. Mi

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jardín no es grande, ni siquiera segúncriterios urbanos —un rectángulo deverde, visible para varios de nuestrosvecinos—, pero está bien cuidado ytiene, pese a todo, un aire de santuario.Cuando puse el pie en el césped,Jennifer estaba dando vueltas por eljardín con un caballo de juguete en lamano, «paseándolo» ensoñadoramentepor encima de setos y arbustos.Recuerdo que pensé que el caballopodía deteriorarse con el rocío, y estuvea punto de decírselo. Pero cuando meacerqué a ella me limité a decir:

—Qué mala suerte con lo de tuscosas. Te lo has tomadomaravillosamente, pero ha debido de ser

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un duro golpe para ti.—Oh… —Siguió paseando el

caballo despreocupadamente. Ha sidoun fastidio. Pero podré comprar otrascosas con el dinero de la indemnización.La señorita Givens dijo que podíamos irde compras el martes.

—Ya, pero aun así. Creo que eresterriblemente valiente. Pero no esnecesario que hagas como que no teimporta, ya sabes a lo me refiero. Siquieres bajar un poco la guardia, pues lohaces y ya está. No voy a decírselo anadie y estoy seguro de que la señoritaGivens tampoco.

—Muy bien. Pero no estoydisgustada. Al fin y al cabo, no eran más

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que cosas. Cuando has perdido a tumadre y a tu padre, no puedespreocuparte demasiado por las cosas,¿no te parece?

Soltó su risita característica.Fue una de las pocas veces que le oí

mencionar a sus padres. Me reí también,y dije:

—No, supongo que no.Y eché a andar hacia la casa. Pero al

poco me volví hacia ella de nuevo, ydije:

—¿Sabes, Jennifer? No estoy segurode que sea cierto lo que dices. Puedesdecírselo a la gente, y te creerán. Pero,ya ves, yo sé que no es verdad. Cuandovine de Shanghai, las cosas que traía en

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mi baúl eran muy importantes para mí. Ysiguen siéndolo.

—¿Me las vas a enseñar?—¿Enseñártelas? Bueno, la mayoría

de ellas no significarán nada para ti.—Pero me encantan las cosas

chinas. Me gustaría verlas.—La mayoría ni siquiera son

propiamente chinas —dije. Bien, lo queestoy tratando de decirte es que, paramí, mi baúl era muy especial. Si lohubiera perdido me habría llevado ungran disgusto.

Jenny se encogió de hombros y sepegó el caballo a la mejilla.

—Estuve disgustada. Pero ya no loestoy. En la vida hay que mirar hacia

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adelante.—Sí. Quien te haya dicho eso tenía

toda la razón, en cierto modo. Deacuerdo, como quieras. Olvida tu baúl,de momento. Pero recuerda… —Callé:había perdido el hilo de mispensamientos.

—¿Qué?—Oh, nada. Acuérdate de que si

quieres contarme algo, o algo tepreocupa…, siempre estaré aquí.

—De acuerdo —dijo alegremente.Mientras volvía hacia la casa miré

hacia atrás y vi que seguía dando vueltaspor el jardín, haciendo que su caballitodescribiera ensoñadores arcos en elaire.

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Estas promesas a Jennifer no se lashacía a la ligera. En aquel momentotenía la intención cabal de cumplirlas, ymi cariño por Jenny no hizo más queacrecentarse en los días que siguieron. Ysin embargo aquí estoy hoy, planeandodejarla; por cuánto tiempo, aún no lo sé.Es posible, claro está, que no estéhaciendo sino exagerar su dependenciade mí. Si todo va bien, además, podríaestar de vuelta en Londres antes de laspróximas vacaciones escolares, y ellaapenas notaría mi ausencia. Y, sinembargo, me veo obligado a admitir —tal como tuve que admitírselo a la

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señorita Givens cuando me lo preguntósin rodeos anoche— que tal vez haya depermanecer fuera mucho más tiempo. Esesta misma indeterminación temporal loque traiciona mis prioridades, y no mecabe ninguna duda de que Jennifersacará muy pronto sus propiasconclusiones. Sea cual sea la dosis devalentía que ponga en el asunto, sé quetomará mi decisión como una especie detraición.

No es fácil explicar cómo las cosashan llegado a este punto. Lo que puedodecir es que todo empezó unos cuantosaños atrás —mucho antes de la llegadade Jennifer—, en forma de una vagasensación que de vez en cuando me

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embargaba; la sensación de que alguien(no sabría decir quién) desaprobaba loque yo hacía, y que sólo a duras penasconseguía ocultarlo. Curiosamente, talesmomentos solían sobrevenirme encompañía de quienes yo más podíaesperar que aprobaran mis logrosprofesionales. Cuando hablaba conalgún estadista en una cena, porejemplo, o con un inspector de policía, oincluso con un cliente, me sentíasúbitamente sorprendido por la frialdadde un apretón de manos, por uncomentario cortante en medio de lascortesías, por una educada distanciacuando yo quizás esperaba una gratitudefusiva. Al principio, cuando me

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ocurrían estas cosas, buscaba en mimemoria alguna ofensa que acasoinadvertidamente había yo causado a esapersona concreta; pero luego me veíaobligado a concluir que tales reaccionestenían que ver con algún aspecto másgeneral de la percepción de la genterespecto de mi persona.

Dado el carácter «nebuloso» de loque estoy hablando, no es fácil recordarejemplos que puedan ilustrarloclaramente. Pero supongo que comobotón de muestra serviría la extrañaconversación que el otoño pasado tuvecon el inspector de policía de Exeter enaquel sombrío sendero de las afuerasdel pueblo de Coring, en Somerset.

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Era uno de los crímenes másdescorazonadores que he investigado enmi vida. No llegué al pueblo hastacuatro días después de que los cuerposde los niños fueran descubiertos en elsendero, y la lluvia constante habíaconvertido en una corriente embarradala zanja donde yacían, por lo que noresultaba en absoluto fácil la detecciónde pruebas. No obstante, para cuando oílos pasos del inspector a mi espalda, mehabía hecho ya una clara idea de lo quehabía sucedido.

—Un caso inquietante por demás —le dije cuando lo vi a mi lado.

—Me ha producido náuseas, señorBanks —dijo el inspector. Auténticas

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náuseas.Yo estaba agachado examinando el

seto, pero me puse de pie y nosquedamos frente a frente bajo la tenazllovizna. Luego, el inspector dijo:

—¿Sabe, señor? En este momentodesearía con toda el alma haber sidocarpintero. Es lo que mi padre queríaque fuera. Se lo digo de verdad, señor.Hoy, después de esto, es lo que megustaría ser.

—Estoy de acuerdo: es horrible.Pero no debemos dejarlo así. Hemos dehacer que prevalezca la justicia.

Sacudió la cabeza con tristeza. Yluego dijo:

—He venido para preguntarle,

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señor, si se ha hecho ya una idea delcaso. Porque verá… —Alzó la miradahacia las goteantes copas de los árboles,y prosiguió con esfuerzo—: Verá: misinvestigaciones me llevan a unaconclusión cierta. Una conclusión que encierto modo me resisto a admitir.

Lo miré con gravedad y asentí con lacabeza.

—Me temo que su conclusión es lacorrecta —dije en tono solemne. Hacecuatro días nos pareció el crimen máshorrible que uno pueda imaginar. Peroahora tenemos la impresión de que laverdad es aún más pavorosa.

—¿Cómo es posible, señor? —Sehabía puesto muy pálido—. ¿Cómo

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puede ser posible algo como esto? Nisiquiera después de tantos años puedocomprender tal…

Se quedó callado, y se apartó unospasos.

—Por desgracia, no veo otraposibilidad —dije en voz baja. Eshorrible. Es como si estuviéramosmirando a lo más hondo de las tinieblas.

—Algún loco que pasara por aquí…Algo así podría haberlo aceptado. Peroesto… Me resisto a creerlo.

—Me temo que ha de hacerlo —dije. Debemos aceptarlo. Porque es esolo que sucedió.

—¿Está seguro de ello, señor?—Estoy seguro.

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Miraba a través de los campos haciala hilera de casitas a lo lejos.

—Entiendo perfectamente —dije—que en ocasiones como ésta uno sesienta desalentado por completo. Pero,si me permite decirlo, está bien que nosiguiera el consejo de su padre. Porquehombres de su valía, inspector, se danraras veces. Y aquellos de nosotros cuyodeber es combatir el mal, somos…¿Cómo podría decirlo? Somos como elcordel que mantiene juntas las tablillasde una persiana de madera. Si nologramos mantener el tipo, todo se vieneabajo. Es muy importante, inspector, queusted continúe con su trabajo.

Permaneció callado unos segundos.

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Luego, cuando volvió a hablar, mequedé desconcertado ante la dureza desu voz.

—No soy más que una personainsignificante, señor. Así que seguiréaquí y haré lo que pueda. Me quedaréaquí y haré lo que esté en mi mano paracombatir a la serpiente. Pero es unabestia con muchas cabezas. Si le cortasuna, le crecen tres más. Así es como yolo veo, señor. Todo está peor. Es cadadía peor. Lo que ha sucedido aquí, esospobres niños… —Se volvió hacia mí ypude ver la furia en su semblante. Soy unhombre insignificante. Si fuese másimportante —y aquí, no me cabe lamenor duda, me miró a los ojos

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acusadoramente—, si fuese un hombrede más talla, le aseguro, señor, que no lodudaría un instante. Iría a por sucorazón.

—¿Su corazón?—El corazón de la serpiente. Iría

directamente a por él. ¿Por qué perderun tiempo precioso combatiendo susmuchas cabezas? Iría hoy mismo alpunto donde la serpiente tiene el corazóny le daría muerte de una vez por todas.Antes…, antes de que…

Pareció quedarse sin palabras y sequedó allí quieto, mirándome con ira.No recuerdo exactamente lo que lerespondí. Probablemente murmuré algocomo:

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—Sería algo muy loable de su parte.Y me alejé de él.

Luego está el incidente del veranopasado, cuando visité la RoyalGeographical Society para oír laconferencia de H. L. Mortimer. Era unatardecer muy cálido. El auditorio dealrededor de un centenar de personasestaba integrado por personajes de todoslos campos y disciplinas. Especialmenteinvitados. Reconocí, entre otros, a unlord liberal y a un famoso historiador deOxford. El profesor Mortimer hablópoco más de una hora, mientras la salase caldeaba más y más e iba cargándose

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el ambiente. La conferencia, titulada«¿Supone el nazismo una amenaza parael cristianismo?», era en realidad unavehemente exposición de la teoría deque el sufragio universal habíadebilitado gravemente el papel de GranBretaña en la escena internacional.Cuando, finalizada la disertación, sepasó al turno de preguntas, se inició enla sala un fuerte debate no ya sobre lasideas del profesor Mortimer, sino sobrela entrada de las tropas alemanas enRenania. Se oyeron apasionadas vocestanto aprobadoras como condenatoriasde la acción alemana, pero aquellanoche yo me sentía exhausto después desemanas de intenso trabajo y no me

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esforcé demasiado por seguir lacontroversia.

Al término de la conferencia fuimosinvitados a pasar a una sala contigua,donde se nos ofreció un pequeñorefrigerio. El recinto no era lo bastantegrande, y cuando yo entré —y no fuiciertamente de los últimos en hacerlo—los asistentes se hallabanincómodamente apiñados unos contraotros. Conservo de aquella velada laimagen de unas mujeres grandes, condelantal, que se abrían paso ferozmenteentre la gente con bandejas de jerez, yde unos profesores con aspecto depájaros que charlaban en parejas, con lacabeza ligeramente echada hacia atrás

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para mantener una distancia deinterlocución civilizada. Me resultabaimposible permanecer más tiempo enaquel medio humano, así que me abríapaso hacia la salida cuando sentí unapalmadita en el hombro. Me volví y mevi frente a un sonriente Canon Moorly,un clérigo que me había sido deinestimable ayuda en un caso reciente, yno me cupo más remedio que detenermea saludarle.

—Qué velada más fascinante —dijo.Me ha dado mucho que pensar.

—Sí, muy interesante.—Pero debo decir, señor Banks, que

cuando le he visto entre el auditorio heesperado con impaciencia que tomara

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usted la palabra.—Me temo que esta noche estoy muy

cansado. Además, prácticamente todo elmundo parecía saber mucho más que yosobre el asunto que se estabadebatiendo.

—Oh, tonterías, tonterías… —Seechó a reír y me dio unos golpecitos enel pecho. Luego se inclinó hacia mí(quizás alguien situado a su espalda lehabía empujado) y su cara quedó aapenas unos centímetros de la mía, ydijo—: Para ser completamente sincero,me ha sorprendido un poco que no sesintiera impelido a intervenir. Toda esapalabrería sobre la crisis en Europa.Dice usted que estaba cansado; tal vez

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estaba siendo cortés. En fin, me hasorprendido que no aprovechara usted laoportunidad.

—¿Aprovechar la oportunidad?—Lo que quiero decir, perdóneme,

es que es completamente natural paraalgunos de estos caballeros considerar aEuropa el centro de la vorágine actual.Pero usted, señor Banks… Usted, porsupuesto, sabe la verdad. Usted sabe queel verdadero núcleo de nuestra presentecrisis está en otro lugar harto distante.

Le miré detenidamente, y al cabodije:

—Lo siento, señor, pero no estoymuy seguro de adonde quiere ustedllegar.

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—Oh, vamos… —dijo, sonriéndomecon complicidad. Precisamente usted…

—Créame, señor: no tengo la menoridea de por qué debería yo poseer unespecial conocimiento sobre estostemas. Cierto que he investigado muchoscrímenes a lo largo de los años, y quizáshe llegado a hacerme una idea generalde cómo se manifiestan ciertas formasdel mal. Pero en lo relativo a cómopodría mantenerse el equilibrio depoderes, a cómo podríamos contener elviolento conflicto de las distintasaspiraciones en Europa, y a temassimilares…, me temo que carezco deuna teoría que pueda considerarse tal.

—¿No tiene una teoría? Tal vez no.

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—Canon Moorly me seguía sonriendo.Pero tiene, digamos, una relaciónespecial con lo que es en verdad lafuente de todas nuestras inquietudesactuales. ¡Oh, vamos, mi querido amigo!¡Sabe perfectamente a qué me estoyrefiriendo! Sabe mejor que nadie que elojo del huracán no se halla en absolutoen Europa, sino en Extremo Oriente. EnShanghai, para ser exactos.

—Shanghai —dije sin convicción.Sí, supongo… Supongo que existenciertos problemas en esa ciudad.

—Verdaderos problemas. Y se hapermitido que lo que un día fue unproblema local haya crecido hastaenconarse. Con los años ha propagado

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su veneno por el mundo e infectadonuestra civilización. Pero no tengo querecordarle esto precisamente a usted.

—Creo que comprenderá, señor —dije, ya sin tratar de ocultar mi irritación—, que a lo largo de los años hetrabajado duro para detener lapropagación del crimen y el mal allídonde hayan podido manifestarse. Pero,por supuesto, sólo he sido capaz dehacerlo dentro de mi limitada esferapersonal. En cuanto a lo que ocurre enesos remotos lugares, le aseguro, señor,que difícilmente puede usted esperar demí que…

—¡Oh, vamos! ¿De veras?Puede que hubiera acabado

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perdiendo la paciencia, pero en esepreciso instante otro clérigo se acercó anosotros abriéndose paso entre lamaraña humana con intención de saludara Canon Moorly. Éste hizo laspresentaciones, pero yo me apresuré aaprovechar la ocasión paraescabullirme.

Hubo otros muchos incidentessimilares que, si bien no tanabiertamente manifiestos, al cabo decierto tiempo llegaron a empujarmedecididamente en una direccióndeterminada. Y luego está, por supuesto,el encuentro con Sarah Hemmings en laboda de los Draycoat.

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11

Ya ha pasado más de un año. Estabasentado cerca del fondo de la iglesia —no se esperaba a la novia hasta unosminutos más tarde— cuando al otro ladode la nave vi entrar a Sarah acompañadade sir Cecil Medhurst. Ciertamente sirCecil no parecía apreciablemente másviejo que la última vez que lo habíavisto en el banquete ofrecido en suhonor por la Fundación Meredith. Perolas numerosas crónicas que hablaban desu extraordinario rejuvenecimiento araíz de su matrimonio con Sarah se me

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antojaron una crasa exageración. Parecíabastante feliz, con todo, al ir saludandojovialmente a la gente que conocía.

No hablé con Sarah hasta el final dela ceremonia. Me paseaba por losjardines de la iglesia entre grupos deinvitados que charlaban animadamente,y me había detenido para admirar unbello arriate cuando de pronto aparecióa mi lado.

—Oye, Christopher —dijo—, eresprácticamente el único de los aquípresentes que no me ha felicitado por misombrero. Me lo ha hecho CeliaMatheson.

—Es magnífico. Realmenteimpresionante. ¿Cómo estás?

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Era la primera vez que hablábamosen bastante tiempo, y creo quecharlamos cortésmente durante un ratomientras paseábamos despaciobordeando los numerosos grupos deinvitados. Luego, cuando volvimos aquedarnos parados, le pregunté:

—¿Y sir Cecil está bien? Pareceestar en forma.

—Oh, está estupendamente bien.Christopher, dime la verdad: ¿la gente sequedó horrorizaba cuando me casé conél?

—¿Horrorizada? Oh, no, no. ¿Porqué habría de horrorizarse?

—Me refiero a…, bueno, a que esmucho más viejo que yo. A nadie se le

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ocurriría decírnoslo a nosotros, lo sé.Pero tú puedes decírmelo. A la gente lehorrorizó, ¿no es cierto?

—A la gente, que yo sepa, leencantó. Le sorprendió bastante, eso sí.Fue tan repentino. Pero no, creo que atodo el mundo le encantó esa boda.

—Está bien. Ello prueba lo que metemía. Que no vieron en mí más que auna «doncella» de cierta edad. Por esono se quedaron horrorizados. Unoscuantos años antes les habría puesto lospelos de punta.

—De veras, yo…Sarah se echó a reír ante mi

incomodidad, y me tocó el brazo.—Eres tan encantador, Christopher.

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No te preocupes. No te preocupes enabsoluto. —Luego añadió—: Puedesvenir a visitarnos, ya lo sabes. Cecil seacuerda perfectamente de cuando teconoció en aquel banquete. Leencantaría volver a verte.

—A mí también me encantaríavolver a verle.

—Oh, pero ahora puede que seademasiado tarde… Nos vamos de viaje,¿sabes? Partimos para Extremo Orientedentro de ocho días.

—¿Sí? ¿Y vais a estar mucho tiempofuera?

—Puede que meses. Incluso años.Pero tienes que venir a vernos cuandovolvamos.

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Me temo que ante tal noticia mefaltaron un poco las palabras. Pero justoen aquel momento los noviosaparecieron caminando sobre el césped,y Sarah dijo:

—¿No hacen una espléndida pareja?Están tan hechos el uno para el otro…—Se quedó mirándolesensoñadoramente unos instantes, y luegodijo—: Acabo de preguntarles quéesperaban del futuro. Y Alison me hadicho que lo único que quieren es unapequeña casa de campo en Dorset, de laque no tendrán ninguna necesidad desalir en muchos años. Hasta que críen asu prole, sus cabellos empiecen aponerse grises y tengan la cara llena de

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arrugas. ¿No te parece maravilloso?También yo se lo deseo. Y es tanmaravillosa la forma en que llegaron aconocerse, absolutamente por azar…

Siguió mirándoles como hipnotizada.Al final salió de su trance, y creo quepasamos unos cuantos minutosintercambiando nuevas de amigoscomunes. Luego se nos acercaron otrosinvitados, y al cabo de un rato me separéde ellos.

Habría de encontrarme con Sarahuna vez más, horas más tarde, en el hotelcampestre con vistas a los South Downsdonde tuvo lugar el banquete. Seacercaba el final de la tarde, y el solestaba bajo en el cielo. Para entonces se

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había consumido ya una gran cantidad dealcohol, y recuerdo que me paseaba yopor el hotel entre grupos de invitadosdespeinados, diseminados por sofás,apoyados precariamente contra huecos yhornacinas, hasta que al salir a unaterraza azotada por el viento vi a Sarahapoyada contra la balaustradacontemplando los jardines. Meencaminaba hacia ella cuando oí una voza mi espalda, y vi que un hombrerobusto y rubicundo corría por la terrazaen dirección a mí. Me cogió del brazo yse quedó allí quieto, recuperando elresuello, mirándome a la cara conexpresión grave. Y luego dijo:

—Verá: le he estado mirando. He

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visto lo que ha pasado, y también heestado observando lo que esa genteestaba haciendo. Es lamentable, y, comohermano del novio, quiero pedirledisculpas también a usted. Esos brutosborrachos; no sé quiénes son. Lo siento,amigo; debe de haber sido terriblementemolesto para usted.

—Oh, no se preocupe, por favor —dije riendo. No estoy ofendido enabsoluto. Han bebido un poco y se estándivirtiendo.

—Ha sido un comportamientobárbaro. Usted es un invitado, comoellos, y si no pueden comportarsecivilizadamente tendrán que irse.

—Creo que usted se lo ha tomado

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demasiado a pecho. No han querido serofensivos. En cualquier caso, yo no mehe ofendido. Hay que saber soportar unapequeña broma de vez en cuando.

—Pero llevan haciéndolas toda latarde. Les he estado viendo antes,incluso en la iglesia. Y ésta es la bodade mi hermano. No voy a tolerarcomportamientos de ese tipo. Es más,voy a cortar por lo sano ahora mismo.Venga conmigo, amigo. Veremos si lesiguen pareciendo tan graciosos.

—No, espere. No lo entiende. Labroma me ha divertido tanto como aellos.

—¡Pero no voy a tolerarlo! Hoy díase dan demasiadas cosas de este tipo. Y

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cada día se van más de rositas, pero hoyno va a ser así. No en la boda de mihermano. Venga, venga conmigo.

Me tiraba del brazo, y vi que elsudor le perlaba la cara. No estoyseguro de lo que habría hecho yo acontinuación, pero justo en aquelmomento se acercó Sarah con un cóctelen la mano y le dijo al hombrerubicundo:

—Oh, Roderick, te lo estás tomandomuy mal. Esa gente es amiga deChristopher. Además, Christopher es lapersona a la que menos se necesitaproteger.

El hombre rubicundo nos miróprimero a uno y luego a otra. Y luego le

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preguntó a Sarah:—¿Estás segura? Porque esa gente

lleva todo el santo día con esas bromas.Cada vez que este hombre se acerca aellos…

—Te preocupas demasiado,Roderick. Son amigos de Christopher.Pero si le molestaran lo más mínimo teenterarías enseguida, no lo dudes.Christopher es más que capaz deponerles en su sitio sin ayuda de nadie.De hecho, los tendría ya acobardados, ocomiendo en su mano, en un abrir ycerrar de ojos. Así que puedes irte,Roderick. Y sigue divirtiéndote.

El hombre rubicundo me miró con unnuevo respeto, y luego, en su confusión,

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me tendió la mano.—Soy el hermano de Jamie —dijo,

cuando se la acepté. Encantado deconocerle. Si puedo hacer algo porusted, no dude en buscarme. Siento quehaya habido un malentendido. Bien,disfrute de la fiesta.

Lo vimos alejarse hacia la casa. YSarah dijo:

—Ven, Christopher. ¿Por qué novienes y charlas un rato conmigo?

Tomó un sorbo del vaso y empezó aandar despacio. La seguí a través de laterraza hasta llegar a la balaustrada, ynos pusimos a mirar hacia los jardines.

—Gracias por echarme una mano —dije después de un momento.

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—Oh, es parte del servicio. ¿Quéhas estado haciendo toda la tarde,Christopher?

—No gran cosa. En realidad heestado pensando. En aquella noche dehace unos años. En aquel banquete enhonor de sir Cecil. Me estabapreguntando si cuando lo conocisteaquella noche te hiciste alguna idea delo que acabarías…

—Oh, Christopher —meinterrumpió, y caí en la cuenta de queestaba bastante ebria. Te lo diré; a tipuedo contártelo. Cuando le conocíaquella noche, sir Cecil me parecióencantador. Pero, la verdad, no pensé ennada parecido. Oh, sí, a ti voy a

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contártelo. Eres un amigo tan querido.En aquella cena los invitados hablaronlargo y tendido de Mussolini, y algunode aquellos caballeros dijo que la cosano iba en broma, que podría estallar otraguerra, e incluso peor que la anterior. Yfue cuando alguien sacó a colación a sirCecil y dijo que, en tiempos como losactuales, necesitábamos más que nunca agente como él. Y que no debería haberseretirado: que aún le quedaba cuerdapara rato. Y uno de los comensalesañadió que era el hombre adecuado paraasumir esa gran misión, y otro apostillóque no, que no era justo, que erademasiado viejo para hacerlo, queapenas le quedaban ya colegas y que ni

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siquiera tenía una esposa. Y entonces fuecuando me vino a la cabeza. Pensé:Bien, hasta los hombres como él, contodos sus logros, necesitan alguien a sulado, alguien que dé sentido a las cosas.Alguien capaz de ayudarle, al final de sucarrera, a hacer acopio de fuerzas paraintentar el último gran impulso útil.

Se quedó callada unos instantes, asíque dije:

—Y al parecer sir Cecil acabóviendo el asunto de la misma forma.

—Puedo ser persuasiva cuando melo propongo, Christopher. Además,Cecil dice que se enamoró de mí laprimera vez que me vio, en aquelbanquete.

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—Qué maravilla.Abajo, en el césped, a cierta

distancia, unos cuantos invitadosjugueteaban junto al estanque. Vi que unhombre, con el cuello de la camisafuera, arremetía contra unos patos. Alrato dije:

—Acerca de lo del impulso final desir Cecil, de coronar su vida con un granbroche útil. ¿Qué es lo que tienes enmente que pueda hacer exactamente?¿Por eso os vais fuera unos meses?

Sarah inspiró profundamente, y sumirada se volvió fija y grave.

—Seguro que sabes la respuesta,Christopher.

—Si la supiera…

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—Oh, por el amor de Dios. Nosvamos a Shanghai.

Es difícil de describir lo que sentí aloírle decir esto. Es posible que hubieraen ello un elemento de sorpresa, pero,más que cualquier otra cosa, recuerdoque experimenté una suerte de hondoalivio; la extraña sensación de quedesde la primera vez que la había vistoen el Charington Club —tantos añosatrás— una parte de mí hubiera estadoesperando este momento; de que, encierto modo, toda mi amistad con Sarahse había ido moviendo a lo largo de losaños hasta este preciso instante. Y talinstante, al fin, había llegado. En lasbreves palabras que nos dijimos luego

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hubo un timbre extrañamente familiar,como si las hubiéramos ensayado enalguna parte muchas veces.

—Cecil conoce bien esa ciudad —me estaba diciendo. Siente que podríacontribuir a poner las cosas en orden enla zona, y cree que debemos ir. Así quenos vamos. La semana que viene.Tenemos prácticamente hechas lasmaletas.

—Pues, en fin, le deseo a sirCecil…, os deseo a los dos lo mejor…Que podáis llevar a cabo vuestra misiónen Shanghai. ¿Estás impaciente porponerte manos a la obra? Tengo lasensación de que lo deseas mucho.

—Claro que lo deseo. Por supuesto

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que estoy deseando hacerlo. Llevoesperando muchos años algo parecido aesto, y estoy tan harta de Londres… y detodo esto. —Hizo un gesto con la manohacia el hotel. Me iba haciendo más ymás vieja y no veía el día en que laoportunidad pudiera presentárseme.Pero henos aquí a punto de irnos aShanghai… Dime, Christopher, ¿qué tepasa?

—Supongo que podrá sonarte quizáspoco convincente —dije—, pero lo diréde todas formas. ¿Sabes?, siempre hetenido intención de volver a Shanghaialgún día. Me refiero a…, bueno, aresolver los problemas de la zona, comotú dices. Siempre he tenido esa idea en

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la cabeza.Por espacio de un instante, Sarah

siguió mirando la caída de la tarde.Luego se volvió y me sonrió. Y penséque su sonrisa estaba llena de tristeza, yque había en ella un punto dereconvención hacia mí. Alargó la manoy me tocó suavemente la mejilla, luegose volvió para seguir contemplando elcrepúsculo inminente.

—Quizás Cecil logre arreglar lascosas rápidamente en Shanghai —dijoluego. Quizás no. En cualquier caso,puede que tengamos que quedarnosmucho tiempo. Así que si lo que acabasde decirme es cierto, Christopher, esbastante posible que te veamos allí

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algún día. ¿No crees?—Sí —dije. Seguro que sí.

No volvería a ver a Sarah Hemmingsantes de su partida. Si había tenido todoel derecho del mundo a reprenderme porhaber ido retrasando mi propio viaje alo largo de los años, ¿cuánto mayor serásu decepción si tampoco ahora medecido a dar el paso? Porque esevidente que, sean cuales fueren losprogresos que haya logrado sir Cecil enShanghai en los meses transcurridos, lasolución aún tardará en llegar. Lastensiones siguen acumulándose en todoel planeta; la gente informada compara

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nuestra civilización a un almiar al que seestán arrojando teas encendidas.Entretanto, aquí sigo, languideciendo enLondres. Pero con la llegada ayer deesta carta bien puede decirse que lasúltimas piezas del rompecabezas acabande ensamblarse. Sin duda ha llegado lahora de que vaya a Shanghai yo mismo,de que por fin, después de tantos años,vaya a esa ciudad de mi infancia a«matar a la serpiente», en palabras deaquel honrado inspector del sudoeste deInglaterra.

Pero habrá de tener un coste. Estamañana temprano, al igual que ayer,Jennifer ha salido a comprar el puñadode cosas que —según ella— le son

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imprescindibles para el trimestre queviene en el colegio. Cuando se hamarchado parecía entusiasmada y feliz;aún no sabe nada de mis planes, o de lascosas que la señorita Givens y yohablamos anoche.

Le pedí a la señorita Givens quepasara a la sala, donde tuve querepetirle tres veces que se sentara antesde que la buena mujer se aviniera ahacerlo. Tal vez intuyera de algún modolo que le quería decir, y sintiera quesentarse allí conmigo pudiera suponeralgún grado de connivencia con misplanes. Le expuse la cuestión lo mejorque pude; traté de hacerle entender laimportancia crucial de lo que le

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explicaba: se trataba de algo en lo quellevaba implicado muchos, muchosaños. Ella me escuchó impasiblemente,y luego, cuando callé unos instantes, meplanteó la pregunta lisa y llanamente:¿Cuánto tiempo iba a estar fuera? Creoque entonces me pasé un buen ratohablando, tratando de explicarle laimposibilidad de fijar una fecha en uncaso como aquél. Y creo que fue ella laque acabó interrumpiéndome paraplantearme otras preguntas; después deello, dedicamos varios minutos a lasdiversas implicaciones prácticas de mipartida. No fue sino después de haberdiscutido estos detalles con ciertodetenimiento, y de que ella se hubiera

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levantado ya para retirarse, cuando ledije:

—Señorita Givens, soy plenamenteconsciente de que, a corto plazo, y pesea los mejores esfuerzos de la niña, miausencia causará a Jennifer todo tipo dedificultades. Pero me pregunto si haconsiderado usted que, a medio plazo,tengo casi la certeza de que conviene alos intereses tanto de Jennifer comomíos el que yo me ciña al plan queacabo de esbozarle. Porque, ¿cómo ibaJenny a amar y respetar a su tutorsabiendo que éste ha abdicado de sudeber más solemne cuando la llamada leha llegado finalmente? Sea lo que sea loque ella pueda desear ahora, no hay

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duda de que, cuando dejara de ser unaniña, llegaría a despreciarme. Y ¿québien podría hacernos esto a ambos?

La señorita Givens se quedómirándome fijamente, y luego dijo:

—No le falta razón, señor Banks. —E instantes después añadió—: Pero va aecharle mucho de menos, señor Banks.

—Sí, sí. Seguro que sí. Pero ¿no seda cuenta, señorita Givens…? —Aquípuede que alzara un poco la voz. ¿No seda cuenta de lo apremiantementeurgentes que ahora se han vuelto para mílas cosas? ¿De la creciente agitaciónque sacude hoy el planeta? Es necesarioque vaya.

—Por supuesto, señor Banks.

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—Lo siento. Lo siento de verdad.Esta noche estoy un tanto exaltado. Entreuna cosa y otra, ha sido un día lleno detensiones.

—¿Quiere que se lo diga yo? —preguntó la señorita Givens.

Pensé en ello unos instantes, y luegonegué con la cabeza.

—No, hablaré yo con ella. Se locontaré cuando llegue el momento. Leagradecería que no le dijera nada hastaque yo haya hablado con ella.

Anoche me dije que hablaría conJenny hoy, pero lo he pensado mejor ycreo que sería un tanto prematurohacerlo; podría, además —y de formaabsolutamente innecesaria—

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ensombrecer su excelente estado deánimo en relación con el trimestreescolar que le espera. Teniendo encuenta la situación, será mejor dejar elasunto de momento, y así podré ir averla al colegio en cuanto termine lospreparativos de mi marcha. Jennifer esuna niña de temple notable, y no hayrazón para suponer que vaya a venirseabajo sólo por mi partida.

No puedo evitar, sin embargo,recordar aquel día de invierno de hacedos años en que fui a verla por primeravez al St Margaret’s. Había estadodirigiendo una investigación no lejos deallí, y dado que era la primera época desus estudios en tal centro, decidí pasar a

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comprobar cómo iban las cosas.El colegio es una gran casa solariega

rodeada de varias hectáreas de terreno.Detrás de la casa, las praderas decésped descienden hacia un lago. Quizáspor eso mismo, en cada una de lascuatro ocasiones en que he visitado elcolegio el paraje aparecía envuelto enneblina. Los gansos se mueven conlibertad, mientras huraños jardineroscuidan de los terrenos pantanosos. Setrata, en conjunto, de una atmósfera hartoaustera, aunque las profesoras, según hepodido apreciar, exhiben un natural máscálido. Aquel día en particular, recuerdoque una tal señorita Nutting —una mujercincuentona— me guió por los heladores

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pasillos y, en un momento dado, sedetuvo junto a un hueco en el muro y,bajando la voz, me dijo:

—En términos generales, señorBanks, la niña se está acoplando todo lobien que cabía esperar. Después detodo, es lógico que encuentre ciertasdificultades al principio, mientras lasdemás niñas la sigan viendo como unarecién llegada. Una o dos del grupopueden incluso ser un poco crueles conella. Pero el próximo trimestre todohabrá quedado atrás, estoy segura.

Jennifer me esperaba en una gransala con paneles de roble en cuyachimenea ardía sin fuego un enormetronco. La profesora nos dejó solos, y

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Jennifer, junto a la repisa de lachimenea, me dedicó una sonrisa tímida.

—No parece que el ambiente estémuy caldeado —dije, frotándome lasmanos y dirigiéndome hacia el fuego.

—Oh, pues deberías ver el frío quehace en los dormitorios. ¡Haycarámbanos en las sábanas!

Soltó su risita característica.Me senté en una silla, cerca de la

chimenea, pero ella siguió de pie. Yohabía estado temiendo que se sintiera untanto incómoda al verme en un medio tandistinto, pero pronto empezó a hablarlibremente acerca del badmington, delas chicas que le gustaban, de la comida,que definió como «estofado, estofado,

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estofado…».—A veces es duro… —empecé a

decir al cabo de un momento—… sernueva. Espero que…, que las otraschicas no la tengan tomada contigo oalgo por el estilo…

—Oh, no —dijo. Bueno, a veces semeten un poco conmigo, pero no lohacen con malicia. Son todas muysimpáticas.

Llevábamos hablando unos veinteminutos cuando me levanté y le tendí lacaja de cartón que llevaba en el maletín.

—Oh, ¿qué es? —exclamó conentusiasmo.

—Jenny, no es… No es propiamenteun regalo.

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Captó la advertencia en mi voz, ymiró la caja que sostenía en las manoscon una súbita cautela.

—Entonces, ¿qué es? —mepreguntó.

—Ábrelo. Descúbrelo tú misma.Contemplé cómo quitaba la tapa de

la caja —aproximadamente del tamañode una de zapatos— y miraba en suinterior. Su expresión cautelosa no habíacambiado un ápice. Luego metió la manoy tocó lo que había dentro.

—Me temo —dije en tono suave—que es todo lo que he podido recuperar.De tu baúl. He descubierto que no seperdió en el mar, sino que fue robadocon otros cuatro en un almacén de

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Londres. He hecho lo que he podido,pero me temo que los ladronesdestruyeron todo lo que no era fácil devender. No he podido localizar losvestidos y demás… Sólo estas pequeñascosas.

Había sacado una pulsera y la estabaexaminando con detenimiento, comotratando de descubrir algún deterioro enella. La dejó en la caja y sacó un par dediminutas campanillas de plata, queexaminó con idéntico cuidado. Luegovolvió a poner la tapa en la caja y memiró.

—Ha sido un bonito detalle de tuparte, tío Christopher —dijo en vozbaja. Con lo ocupado que debes de

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estar.—No me ha costado nada. Lo que

siento es no haber podido recuperar máscosas.

—Has sido muy amable, tíoChristopher.

—Bien, será mejor que vuelvas a tuclase de geografía. No he venido en unmomento muy apropiado.

Jennifer no se movió; continuó allíde pie, en silencio, mirando la caja quetenía en las manos. Y al cabo dijo:

—Cuando estás en el colegio, aveces olvidas. Sólo a veces. Cuentas losdías que faltan para las vacaciones,como las demás compañeras, y piensasque también tú volverás a ver a tu padre

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y a tu madre.Incluso en aquellas circunstancias

me sorprendió oír la mención de suspadres. Esperé a que dijera algo más,pero no lo hizo; se limitó a mirarmecomo si acabara de formularme unapregunta. Al final fui yo quien dije:

—A veces es muy difícil, lo sé. Escomo si todo tu mundo se derrumbara atu alrededor. Pero te diré una cosa,Jenny. Estás llevando a cabomaravillosamente la tarea de irponiendo de nuevo las piezas en su sitio.Créeme, es cierto. Sé que jamás podráser lo mismo, pero sé también que estáen tu mano seguir en la brecha y llegar aforjarte un futuro feliz. Y yo siempre

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estaré aquí para ayudarte. Quiero que losepas.

—Gracias —dijo. Y gracias tambiénpor esto.

Si la memoria no me engaña, fue asícomo terminó nuestro encuentro de aqueldía. Dejamos atrás el calorrazonablemente fuerte de la chimenea,cruzamos la sala llena de corrientes ysalimos al pasillo, donde me quedémirando cómo se alejaba hacia su clasede geografía.

Aquella tarde de invierno de hacedos años yo no tenía la menor idea deque mis palabras no habrían de podercorresponderse con la realidad. Cuandovuelva a visitar St Margaret’s para

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decirle adiós, puede que volvamos avernos en aquella sala llena decorrientes, junto a la misma chimenea.Si es así, las cosas serán mucho másduras para mí, porque es hartoimprobable que Jennifer no recuerde connitidez nuestro último encuentro en aquellugar. Pero es una chica inteligente, y,sean cuales sean sus emocionesinmediatas, creo que será capaz deentender lo que tengo que decirle.Incluso puede que capte, con másceleridad que su niñera anoche, quecuando se haga más mayor —cuando elcaso que me ocupa se haya convertidoen un recuerdo triunfante— se sentirárealmente feliz de que yo haya sido

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capaz hoy de responder al reto de misresponsabilidades.

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Cuarta parte

Cathay Hotel, Shanghai,20 de septiembre de1937

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12

Quienes visitan los países árabesreparan a menudo en el modo en que losnativos de esas tierras sitúan su rostro auna distancia desconcertantementecercana al de su interlocutor. No es,desde luego, más que una costumbrelocal que difiere de las nuestras, ycualquier visitante de mente abierta notardará en aprender a pasar por alto estedetalle. Supongo que yo debería tratarde considerar con el mismo espíritutolerante algo que, a lo largo de las tressemanas que llevo en Shanghai, me ha

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supuesto una fuente de irritaciónincesante: el modo en que la gentedecide en todo momento taparle a uno lavista de lo que tiene delante. No llegan atranscurrir ni unos segundos desde queentras en un recinto o te apeas de uncoche cuando alguien se sitúa sonrienteen tu línea de visión, impidiéndote elmás mínimo examen del entorno en quete encuentras. Con frecuencia, quien lohace es precisamente tu anfitrión o guíaen ese instante, pero si llegara atranscurrir un tiempo a continuación,jamás dejaría de haber algún transeúntedeseoso de aprovechar cualquierdescuido en tal sentido. Según he podidocomprobar, todos los grupos nacionales

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que integran la comunidad en esta urbe—ingleses, chinos, franceses,norteamericanos, japoneses, rusos— seaplican a tal práctica con igual celo, y laineludible conclusión a que he llegadoes que la costumbre en cuestión se haconvertido en algo exclusivo de laColonia Internacional de Shanghai, unasuerte de hábito capaz de salvar todabarrera de raza y clase.

Me llevó unos cuantos díaspercatarme de tal excentricidad local, yde constatar que era precisamente eso loque se hallaba en la raíz de ladesorientación que casi llegó aabrumarme en los primeros días de millegada. Ahora, aunque sigue

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molestándome de cuando en cuando, hadejado de suponerme una preocupacióninsoportable. Además, he descubiertootra práctica complementaria deShanghai capaz de hacerte la vida unpoco más fácil: al parecer esperfectamente permisible el empleo decodazos de increíble contundencia paraabrirse paso entre la gente. Aunque aúnno he tenido el valor suficiente parahacer uso de esta «licencia» ciudadana,sí he tenido la oportunidad de presenciarcon mis propios ojos numerososejemplos de ella: refinadas damas que,en determinados actos sociales,propinan a diestro y siniestro los másfuertes empellones sin levantar a su

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alrededor ni un murmullo de protesta.Cuando, en mi segunda noche en la

ciudad, entré en la sala de baile delático del Palace Hotel, aún no me habíasido dado «padecer» ninguno de estosdos singulares hábitos, y,consecuentemente, pasé gran parte de lavelada mortificado por lo que a primeravista tomé por la desmesurada«aglomeración» humana de la ColoniaInternacional. Al salir del ascensor,apenas había llegado a vislumbrar lalujosa alfombra —flanqueada por unahilera de porteros chinos— queconducía a la sala de baile, cuando unode mis anfitriones de la velada, el señorMacDonald, del consulado británico, se

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plantó frente a mí con su corpulentaanatomía. A medida que avanzábamoshacia la puerta del salón, me percaté delmodo ciertamente encantador con quecada portero de la fila, al vernos pasar,nos dedicaba una reverencia y alzabaambas manos cubiertas con guantesblancos en ademán de bienvenida. Peroapenas dejamos atrás al tercer portero—eran probablemente seis o siete—,hasta esta visión quedó obstruida por misegundo anfitrión, un tal señor Grayson,concejal del Ayuntamiento, que trasavanzar unos pasos se puso a mi ladopara seguir con lo que me había estadodiciendo durante nuestra subida enascensor. Y nada más entrar en la sala

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—en la que, según mis dos anfitriones,habría de presenciar el más refinadoespectáculo de «la ciudad» y conocer ala élite de Shanghai— me vi inmerso enuna multitud a la deriva. Los altostechos, con sus alambicadas arañas, mellevaron a presumir la vastedad delrecinto, aunque tendrían que pasar unosminutos para que me fuera posiblecomprobarlo con la vista. Mientrasseguía a mis anfitriones a través de laapretada concurrencia, vi los grandesventanales de uno de los lados, a travésde los cuales, en aquel preciso instante,entraban las últimas luces de la tarde.Vislumbré también, al fondo, unescenario, sobre el que se paseaban,

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charlando, varios músicos en esmoquinblanco. Parecían, como todo el mundoen la sala, esperar algo —quizássencillamente que se hiciera de noche—,y se percibía en el ambiente una especiede agitación general: los invitados seempujaban entre sí y rondaban en tornocomo sin objeto.

Casi perdí de vista a mis anfitriones,pero al rato vi que MacDonald me hacíaseñas, y pronto me encontré sentado enuna pequeña mesa con mantel blancoalmidonado en la que mis anfitrioneshabían conseguido acomodarse. Desdela posición estratégica de aquella mesabaja pude ver que habían dejado libre ungran espacio de pista —

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presumiblemente para el espectáculo—,y que casi todos los presentes se habíanapretado unos contra otros hasta formaruna relativamente estrecha franjahumana junto a los ventanales. La mesaque ocupábamos formaba parte de unalarga hilera de ellas, pero cuando tratéde ver hasta dónde llegaba tal hilera mevolvió a tapar la vista un grupo deinvitados. En las mesas contiguas a lanuestra no había nadie, probablementeporque la densa concurrencia impedíaque alguien pudiera sentarse. Así,nuestra mesa pronto se convirtió en unaespecie de diminuto barco asediado poroleadas de la alta sociedad de Shanghaipor los cuatro costados. Mi llegada,

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además, no había pasado inadvertida:oía susurros a derecha e izquierda queponían al corriente de la nueva a quienesaún no se habían enterado, y las miradasapuntaban más y más en dirección anuestra mesa.

Pese a ello, recuerdo que, mientrasel alboroto reinante no acabó porimpedirlo por completo, mis anfitrionesy yo seguimos con la conversación quehabíamos iniciado en el coche que noshabía traído al Palace Hotel. Y recuerdoque, en un momento dado, le dije aMacDonald:

—Aprecio enormemente susugerencia, señor. Pero la verdad es queprefiero seguir solo las líneas de

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investigación que he iniciado.Acostumbro a trabajar de ese modo.

—Como usted guste, amigo mío —dijo MacDonald. Lo decía por si levenía bien mi ofrecimiento. Algunos delos tipos de los que hablo conocen aldedillo la ciudad. Y los «buenos» deellos son tan buenos como los mejoresque usted pueda encontrar en ScotlandYard. Pensé que quizás podríanahorrarle a usted, a todos nosotros, untiempo precioso.

—Pero recordará, señorMacDonald, que, como le he dichoantes, sólo me decidí a dejar Inglaterracuando tuve una clara visión de estecaso. Dicho de otro modo: mi venida a

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Shanghai no es un punto de partida, sinola culminación de muchos años detrabajo.

—En otras palabras —terció depronto el señor Grayson—, ha venido adar carpetazo al asunto de una vez portodas. ¡Qué maravilla! ¡Es fantástico!

MacDonald le dirigió al funcionariomunicipal una mirada desdeñosa, ycontinuó como si éste no hubiera dichonada:

—No pretendo arrojar la más leveduda sobre sus aptitudes, amigo mío. Sutrayectoria profesional habla por sí sola.Me limitaba a sugerirle un poco deapoyo en términos de personal.Estrictamente bajo su mando, por

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supuesto. Ya sabe, sólo para agilizar lascosas. Como prácticamente acaba dellegar, podría no resultarle tan patente lasituación de urgencia en la que nosencontramos. Aquí las cosas parecenbastante relajadas, lo sé. Pero me temoque no nos queda mucho tiempo.

—Me hago cargo perfectamente deesa urgencia, señor MacDonald. Perosólo puedo repetirle que me asistentodas las razones para pensar que lascosas llegarán a una conclusiónsatisfactoria en un tiempo relativamentecorto. Siempre, claro está, que se mepermita proseguir mi investigación sintrabas.

—¡Me parece fantástico! —volvió a

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exclamar el señor Grayson, concitandouna segunda mirada fría del señorMacDonald.

Durante gran parte del tiempo quehabía estado en su compañía aquel día,me había ido sintiendo más y másimpaciente en relación con MacDonald,que simulaba no ser sino un merofuncionario consular encargado deasuntos de protocolo. No era sólo sudesmesurada curiosidad respecto de misplanes —o su insistencia en endilgarmea unos «ayudantes»— lo que lodelataba; era el aire de refinada doblezque dejaban traslucir sus modaleslánguidos y distinguidos lo que loseñalaba de inmediato como un miembro

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del Servicio de Inteligencia de ciertorango. A aquellas alturas de la velada yodebía de sentirme ya un tanto cansado deseguirle la corriente en su farsa, porquele formulé mi petición como si suverdadera condición de espía se hubieradado por sentada hacía rato entrenosotros.

—Ya que abordamos el tema de los«ayudantes», señor MacDonald —ledije—, hay, de hecho, una cosa quequizás pueda usted hacer por mí y queme ayudaría enormemente.

—Adelante, amigo mío.—Como ya he mencionado antes,

siento un especial interés por lo que,según creo, la policía denomina aquí

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«los asesinatos de la SerpienteAmarilla».

—¿Oh, sí?Vi que en la cara de MacDonald caía

como un manto de reserva. El señorGrayson, por su parte, al parecerignorante de a qué me estaba refiriendo,nos miró primero a uno y luego a otro.

—De hecho —proseguí, mirandodetenidamente a MacDonald—, fuedespués de reunir suficientes pruebassobre los asesinatos de la llamadaSerpiente Amarilla cuando finalmenteme decidí a venir a Shanghai.

—Entiendo. Así que está interesadoen el asunto de la Serpiente Amarilla…—MacDonald echó una ojeada

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despreocupada a derecha e izquierda dela sala. Un feo asunto. Pero en absolutoimportante, diría yo, en un fresco demayor calado.

—Todo lo contrario. En mi opinión,es un asunto de gran importancia.

—Disculpen —se las arregló paraterciar de nuevo el señor Grayson—,pero ¿qué es eso de los asesinatos de laSerpiente Amarilla? Nunca he oídohablar de ellos.

—Es como la gente llama a esasrepresalias comunistas —dijoMacDonald. Las perpetradas por losrojos contra los parientes delcorreligionario que les está delatando.—Luego se volvió hacia mí, y me dijo

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—: Es algo que sucede de vez encuando. Los rojos son salvajes en eseaspecto. Pero es un asunto entre chinos.Chiang Kai-shek controla a los rojos yplanea seguir haciéndolo, estén o no losjaponeses. Y nosotros tratamos demantenernos «por encima» del asunto,ya me entiende. Me sorprende que leinterese tanto todo esto, amigo mío.

—Pero esa serie concreta derepresalias —dije—, esos asesinatos dela Serpiente Amarilla… Llevancometiéndose mucho tiempo.Periódicamente desde hace cuatro años.Trece personas asesinadas.

—Seguro que usted conoce mejorque yo los detalles, amigo mío. Pero,

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según tengo entendido, la razón de quetales asesinatos se prolonguen en eltiempo es que los rojos no saben quiénes el traidor. Empezaron asesinando agente equivocada. Ya ve, la visiónbolchevique de la justicia: un poco poraproximación. Cada vez que cambian deopinión acerca de quién de ellos puedeser esa Serpiente Amarilla, matan a otrafamilia entera.

—Resultaría de gran ayuda, señorMacDonald, el que yo pudiera hablarcon ese confidente. El hombre a quien seconoce como la Serpiente Amarilla.

MacDonald se encogió de hombros.—Es una cuestión entre chinos,

amigo mío. Ninguno de nosotros sabe

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siquiera quién es esa dichosa SerpienteAmarilla. A mi juicio, el gobierno chinoharía bien revelando su identidad antesde que siga muriendo más genteinocente. Pero, sinceramente, amigomío, la cosa es entre chinos. Y serámejor que siga así.

—Es importante que pueda hablarcon ese confidente.

—Bien, teniendo en cuenta su firmedeterminación, hablaré con ciertaspersonas. Pero no puedo prometerlegran cosa. Ese tipo parece de muchautilidad para el gobierno. Los hombresde Chiang Kai-shek lo tienen oculto ybien oculto, me imagino.

Para entonces me había dado cuenta

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de que la gente nos presionaba por todoslados, deseosa no sólo de verme encarne y hueso, sino de alcanzar a oíralgo de nuestra conversación. En talescircunstancias, difícilmente podíaesperar que MacDonald hablaraabiertamente, y juzgué conveniente darpor zanjado el asunto de momento. Dehecho, en aquel instante sentí un fuerteimpulso de levantarme y salir a respirarun poco de aire puro, pero antes de quepudiera moverme el señor Grayson sehabía inclinado hacia mí con una jovialsonrisa para decirme:

—Señor Banks, admito que no seaquizás el momento, pero querría que meconcediera unos minutos. Verá, señor, he

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sido encargado de la grata tarea deorganizar la ceremonia. Me refiero a laceremonia de bienvenida.

—Señor Grayson, no querríaparecerle ingrato, pero como el señorMacDonald acaba de decir, no tenemosmucho tiempo. Y creo que he sidoacogido con tanta generosa hospitalidadque…

—No, no, señor… —Grayson riócon nerviosismo. Me refiero a laceremonia de bienvenida. Es decir, ladedicada a la vuelta de sus padresdespués de tantos años de cautiverio.

Esto, lo admito, me cogió totalmentepor sorpresa y durante unos segundos mequedé mirándole con fijeza. El dejó

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escapar otra risa nerviosa y dijo:—Claro que eso es adelantarse un

poco a los acontecimientos, loreconozco. Primero tiene usted quehacer su trabajo. Y, por supuesto, noquiero tentar a la suerte. De todasformas, tenemos la obligación depreparar las cosas. En cuanto anuncieusted la resolución del caso, todo elmundo pondrá los ojos en nosotros, losdel Ayuntamiento, para que organicemosalgo digno de tal acontecimiento.Querrán algo muy especial, y lo querránde inmediato. Pero, como comprenderá,señor, la organización de un acto de estetipo no será nada sencilla. De modo queme pregunto si podría proponer a su

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consideración algunas opciones básicas.Mi primera pregunta, señor, antes denada, es si le parecería bien el marcodel Jessfield Park. Se necesitará, comoes lógico, un gran espacio abierto…

Mientras Grayson hablaba, yo habíaido siendo más y más consciente delsonido lejano —de más allá de laalgarabía de los presentes— de unosestallidos. Pero ahora las palabras deGrayson se vieron interrumpidas por unsonoro estruendo que sacudió con fuerzala sala. Alcé la vista, alarmado, y vi quela gente a mi alrededor sonreía, eincluso reía a carcajadas, con loscócteles en la mano. Segundos después,detecté un movimiento del grueso de los

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asistentes hacia los ventanales, similaral que se habría producido, por ejemplo,si en el exterior se hubiera reanudado unpartido de criquet. Decidí aprovechar laoportunidad para abandonar la mesa, y,levantándome, me uní a la multitud.Había demasiada gente delante de mípara poder ver algo, y cuando traté deabrirme paso a través de ella caí en lacuenta de que una dama de cabellosgrises que había a mi lado me estabahablando:

—Señor Banks —me decía—, ¿tienealguna idea de cuán aliviados nossentimos todos ahora que finalmente estáusted entre nosotros? No queríamos quese nos notara, por supuesto, pero

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estábamos empezando a estarextremadamente preocupados por…, enfin… —Hizo un gesto hacia el sonido delos estallidos. Mi marido insiste en quelos japoneses jamás se atreverán aatacar la Colonia Internacional. Pero, enfin, ya sabe, lo repite como unas veinteveces al día, y eso es muy pocotranquilizador. Le aseguro, señor Banks,que cuando nos enteramos de suinminente llegada todos sentimos queera la primera buena noticia que oíamosen meses. Mi marido incluso dejó derepetir ese pequeño mantra sobre losjaponeses; ya hace unos cuantos días queno lo entona. ¡Dios sea alabado!

Otro gran estruendo había sacudido

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la sala y dado lugar a unos cuantosvítores irónicos. Entonces reparé en que,un poco más adelante, alguien habíaabierto unas puertaventanas y la gentesalía precipitadamente a los balcones.

—No se preocupe, señor Banks —dijo un joven a mi lado, cogiéndome delcodo. No hay ningún peligro de que noscaiga encima un proyectil. Los dosbandos ponen sumo cuidado en que esono ocurra después del Lunes Sangriento.

—Pero ¿de dónde vienen esoscañonazos? —le pregunté.

—Oh, del barco de guerra japonésanclado en el puerto. Los proyectilespasan por encima de nosotros y caen alotro lado del arroyo. Cuando anochece,

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es todo un espectáculo. Como una lluviade estrellas fugaces.

—¿Y qué pasaría si uno de loscañonazos se quedara corto?

No sólo el joven con el que estabahablando, sino varios invitados más,rieron —bastante ruidosamente, en miopinión— ante la idea. Luego, otra vozdijo:

—Confiemos en que los japonesesno yerren nunca el tiro. Porque si sedescuidan podrían hacer que alguno delos pepinazos cayera detrás de suspropias líneas.

—¿Puedo ofrecérselos, señorBanks?

Alguien me estaba tendiendo unos

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prismáticos. Cuando los cogí, fue comosi acabara de hacer una señal. La gentese apartó hacia ambos lados, y meencontré prácticamente impelido haciala puertaventana abierta.

Salí a un pequeño balcón. Sentí unabrisa cálida, y vi que el cielo tenía unatonalidad rosa oscura. Estaba mirandodesde una altura considerable, y podíaver el canal tras la hilera de edificiosque teníamos delante. Más allá del aguase veía un amasijo de casuchas y deescombros desde el que se alzaba unacolumna de humo gris que se recortabacontra el cielo de la tarde.

Me pegué los gemelos a los ojos,pero las lentes estaban desenfocadas y

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no pude ver nada. Hice girar la rueda deajuste, y al poco me vi contemplando lasaguas del canal, en el que —para misorpresa— vi que varias embarcacionesseguían con sus actividades habitualesdentro del radio de las hostilidades. Mefijé especialmente en una de ellas —unaespecie de barcaza con un solo remero—, tan cargada de fardos y cajas deembalaje que parecía imposible quepudiera pasar bajo el puente de escasaaltura que le esperaba a cierta distancia.La vi aproximarse a él a buena marcha,y tuve la certeza de que, como mínimo,una o dos cajas del montón chocaríanpor fuerza contra el puente y caerían alagua. Durante los instantes siguientes,

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seguí mirándola a través de losprismáticos y olvidé por completo larefriega. Observé atentamente albarquero, que, al igual que yo mismo, sehallaba absorto por completo por lasuerte que iba a correr su cargamento yhacía caso omiso del enfrentamientoarmado que tenía lugar a unos cincuentametros. Luego, la barcaza desaparecióbajo el puente, y cuando la vi emergerairosamente al otro lado, con la cargaintacta, bajé los prismáticos y lancé unsuspiro.

Advertí que un gran grupo deinvitados se había congregado a miespalda mientras observaba el discurrirde la barcaza. Le tendí los prismáticos a

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alguien que estaba a mi lado y dije, sindirigirme a nadie en particular:

—Así que así es la guerra… Muyinteresante. ¿Cree que habrá muchosheridos?

Ello dio lugar a numerososcomentarios. Una voz dijo: —Ha habidomuchos muertos en Chapei. Pero losjaponeses lo conquistarán en unoscuantos días y todo volverá a lanormalidad.

—Yo no estaría tan seguro —dijootra voz. El Kuomintang nos hasorprendido a todos hasta ahora, yapuesto a que seguirá haciéndolo en elfuturo. Apuesto a que aguantan todavíauna buena temporada.

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Entonces todo el mundo a mialrededor se puso a discutiracaloradamente sobre la cuestión: unoscuantos días, unas cuantas semanas, ¿quémás daba? Los chinos tendrían querendirse tarde o temprano. ¿Por qué nolo hacían, pues, inmediatamente? A loque varias voces objetaron que las cosasno eran en absoluto tan sencillas nitajantes. Las cosas estaban cambiandodía a día, y existían muchos factorescontrapuestos.

—Y, además —dijo alguien porencima de las demás voces—, ¿no estáya aquí el señor Banks?

La pregunta, obviamente retórica,quedó extrañamente suspendida en el

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aire, dando lugar a un silencio general ya que todos los ojos se fijaran de nuevoen mi persona. De hecho me dio laimpresión de que no sólo el grupoinmediatamente próximo al balcón sinola sala de baile entera guardaba silencioa la espera de mi respuesta. Pensé queaquél era un momento tan bueno como elque más para hacer una declaración —algo que tal vez se esperaba de mí desdemi entrada en la sala— y, aclarándomela garganta, dije con voz sonora:

—Damas y caballeros: me hagoperfecto cargo de que la situación se havuelto harto mortificante, y en unmomento tal, no quiero alimentar falsasexpectativas. Pero permítanme que les

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diga que no me verían aquí, ahora, si nofuera optimista respecto a misposibilidades de llevar este caso a unfeliz desenlace en un futuro inmediato.De hecho, damas y caballeros, diría queme siento más que optimista en talsentido. Les ruego, por tanto, que tenganpaciencia y me concedanaproximadamente una semana. Después,en fin, veremos lo que hemos logrado.

En cuanto hube pronunciado estaspalabras, la orquesta de jazz acometióde súbito una melodía. No sé si se debióa una mera coincidencia, pero el efecto,en todo caso, no hizo sino rematarbellamente mi discurso. Sentí que losojos se apartaban poco a poco de mí y

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vi que alguna gente empezaba a dejar elbalcón para volver al interior. Tambiényo volví a la sala, y cuando trataba deencontrar el camino hacia mi mesa —durante un instante fugaz me sentídesorientado— caí en la cuenta de queun grupo de bailarinas había ocupado elcentro de la pista.

Eran como una veintena, muchas deellas «eurasiáticas», ligeras de ropa ycon un atuendo, a juego, con el dibujo deuna aves. Mientras las bailarinasrealizaban su número en la pista, la salapareció perder todo interés en la batallaque se desarrollaba al otro lado delagua, aunque el ruido seguía siendoclaramente audible al fondo de la alegre

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música orquestal. Era como si paraaquella gente hubiera terminado unentretenimiento y acabara de empezarotro. Sentí, y no por primera vez desdemi llegada a Shanghai, que todos ellosme inspiraban una honda repugnancia.No era sólo el hecho de que hubieranfracasado tan estrepitosamente a lo largode los años en la tarea de ponerse a laaltura del reto que les planteaba el caso,ni de que hubieran permitido que lascosas llegaran al lamentable estadopresente, con las enormes repercusionesque ello implicaba. Lo que me habíaescandalizado calladamente desde millegada era la negativa de todos loshabitantes de la ciudad a admitir su

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crasa culpabilidad. Durante los quincedías que llevaba en la urbe, en cualquiertipo de relación que hubiera tenido quemantener con sus habitantes, de alto obajo rango, no había presenciado —niuna sola vez— nada que pudierainterpretarse como sincera vergüenza.En otras palabras: aquí, en el centro dela vorágine que amenaza con «engullir»a todo el mundo civilizado, se da unapatética conspiración de la negación;una negación de responsabilidad que seha encerrado en sí misma y se haagriado y ha acabado por manifestarsecomo esa suerte de actitud defensiva ypomposa que tan a menudo heencontrado en ellos desde mi llegada. Y

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helos aquí ahora, la llamada élite deShanghai, tratando con supino desprecioel sufrimiento de sus vecinos chinos delotro lado del canal.

Avanzaba a lo largo de la hilera deespaldas que se había formado parapresenciar el espectáculo, haciendograndes esfuerzos para reprimir misensación de asco, cuando caí en lacuenta de que alguien me tiraba delbrazo, y al volverme vi a Sarah.

—Christopher —dijo. Me he pasadola noche intentando hablar contigo. ¿Esque no tienes un minuto para decir hola atu vieja amiga de Londres? Mira, allíestá Cecil. Te está saludando con lamano.

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Me costó unos segundos divisar a sirCecil en medio de la gente. Estaba solo,sentado en una mesa del fondo de lasala, y, en efecto, me estaba saludando.Le devolví el saludo y volví a mirar aSarah.

Era la primera vez que nos veíamosdesde mi llegada. La impresión que tuvede ella aquella noche fue la de queparecía estar perfectamente; el sol deShanghai había acabado con su palidezde siempre, y ella había ganado con elcambio. Además, mientrasintercambiábamos las primeras palabrasamistosas, se mostró alegre y segura desí misma. Es ahora, después de losacontecimientos de ayer noche, cuando

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me sorprendo pensando de nuevo enaquel primer encuentro, e intentoaveriguar cómo pude llegar a engañarmetanto. Quizás no es más que mi visiónretrospectiva lo que me hace recordaralgo tan sobremanera deliberado en susonrisa, en especial cuando mencionabaa sir Cecil. Y aunque nos dijimos pocomás que los cumplidos de rigor, despuésde lo de anoche ha continuado volviendoa mi mente todo el día una frase quepronunció en aquella velada y queincluso entonces me resultódesconcertante.

Le había estado preguntando cómohabían pasado sir Cecil y ella el año quellevaban en Shanghai y ella me había

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explicado que, a pesar de que sir Cecilno había logrado el avance decisivo queambicionaba, había hecho bastantescosas que le habían granjeado la gratitudde la comunidad. Fue entonces cuando ledije, sin ninguna finalidad concreta:

—Supongo, entonces, que no tenéisplanes inmediatos de dejar Shanghai.

Al oírme, Sarah se había echado areír; luego, después de dirigir otramirada hacia el rincón donde se sentabasir Cecil, dijo:

—No, de momento estamos bastanteasentados. El Metropole es muycómodo. No creo que vayamos a irnos aninguna parte precipitadamente. Amenos, claro, que alguien venga a

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rescatarnos…Lo había dicho todo —incluido este

último comentario referido a un eventualrescate— como bromeando, y aunque yono sabía exactamente a qué se podíaestar refiriendo, dejé escapar una risapara solidarizarme con la suya. Si malno recuerdo, hasta entonces habíamosestado hablando de amigos comunes deInglaterra, y en aquel momento se acercóel señor Grayson y puso fin a aquélla —según todo parecía indicar— pococomplicada charla.

Y sólo ahora, como digo —despuésde lo de anoche—, me sorprendorastreando los diversos encuentros quehe ido teniendo con Sarah a lo largo de

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estas tres semanas, y vuelvo una y otravez a su último comentario, que habíaañadido, a modo de idea de últimomomento, a su alegre y despreocupadarespuesta a mi pregunta.

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13

Ayer me pasé la mayor parte de la tardedentro del oscuro y chirriante cobertizodonde fueron hallados los tres cuerpos.La policía respetó mi deseo de llevar acabo la investigación sin que nadie meimportunara, y me hallaba tan absortoque perdí todo sentido del tiempo yapenas me di cuenta de que el sol seestaba poniendo. Para cuando crucé elBund y eché a andar Nanking Roadabajo, se habían encendido ya lasbrillantes luces comerciales y las acerasestaban llenas de las multitudes de la

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tarde. Tras la larga y desalentadorajornada, sentía necesidad de«desconectar» un poco y fui caminandohasta la esquina de Nanking con KiangseRoad, donde había un pequeño club alque alguien me había llevado en losprimeros días de mi llegada. No haynada especial en el local: es un sótanotranquilo donde la mayoría de lasnoches un pianista francés brinda ensolitario melancólicas interpretacionesde Bizet o Gershwin. Pero satisface misnecesidades del momento, y he vueltovarias veces en estas últimas semanas.Anoche, me pasé quizás una hora en unamesa de un rincón, degustando un pocode cocina francesa y tomando notas

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sobre lo que había descubierto en elcobertizo, mientras las parejas de bailede «alquiler» se bamboleaban al ritmode la música con sus clientes.

Había subido la escalera y meencontraba ya en la calle con intenciónde volver al hotel cuando entabléconversación con el portero ruso. Es unaespecie de conde, y habla un inglésexcelente, aprendido —me explica— desu institutriz antes de la revolución. Hedado en la costumbre de intercambiarunas palabras con él siempre que vengoal club, y estaba haciéndolo anochecuando —no recuerdo muy bien de quéestábamos hablando— salió a colaciónque sir Cecil y lady Medhurst habían

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pasado por el club aquella misma tarde,unas horas antes.

—Supongo —comenté— que sehabrán ido por ahí a pasar la veladafuera.

El conde, al oírme, se quedó unosinstantes pensativo, y luego dijo:

—A la Lucky Chance House. Sí,creo que sir Cecil dijo que teníanpensado ir allí.

Yo no conocía ese establecimiento,pero el conde —sin necesidad de que yose lo pidiera— procedió a darme todotipo de indicaciones, y como el local encuestión no estaba lejos me encaminéhacia él.

Aunque sus indicaciones eran claras

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y precisas, sigo sin moverme con solturapor las calles laterales de NankingRoad, y, de un modo u otro, acabéperdiéndome. Pero no era algo que meimportara demasiado. El ambiente enesa parte de la ciudad, incluso a esashoras, no resulta intimidatorio, y aunquefui abordado por algún que otro mendigoy colisionó conmigo un marineroborracho, pronto me vi inmerso en elflujo humano del anochecer con untalante no muy distinto a la apacibilidad.Tras el deprimente trabajo en elcobertizo, era un alivio encontrarse enmedio de aquellos buscadores de placerde toda raza y condición; recibir losaromas de la comida y el incienso al

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pasar por los sucesivos umbralesbrillantemente iluminados.

También anoche, como he venidohaciendo más y más últimamente, miré ami alrededor, escrutando las caras de lamultitud con la esperanza de reconoceren alguna de ellas a Akira. Porque locierto es que tengo casi la certeza de quellegué a ver a mi viejo amigo en lasegunda o tercera noche de mi llegada ala ciudad. Fue la noche en que el señorKeswick, de la Jardine MathesonCompany, y otros destacados ciudadanosdecidieron hacerme disfrutar la «vidanocturna» de la ciudad. Yo aún estaba enese estadio de ofuscación del reciénllegado, y el recorrido turístico por los

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locales de baile y los clubs nocturnosme estaba resultando un tanto aburrido.Estábamos en la zona de diversión de laConcesión Francesa —caigo ahora en lacuenta de que a mis anfitriones lesregocijaba escandalizarme mostrándomealgunos de los establecimientos másescabrosos—, y al salir de uno de losclubs vi la cara de Akira en medio de lariada humana.

Iba en un grupo de varonesjaponeses bien trajeados y con aspectode haber salido a disfrutar de losalicientes nocturnos de la ciudad.Vislumbrado tan fugazmente —eransiluetas recortadas contra una hilera defaroles que colgaban de un umbral—, no

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podría asegurar que fuera Akira. Quizáspor ello —o quién sabe si por cualquierotra razón— no hice nada para atraer laatención de mi amigo de la infancia.Puede que resulte difícil de entender,pero lo cierto es que fue tal y comoacabo de contar. Supongo que di porsentado que habría muchas másoportunidades para el esperadoencuentro; tal vez razoné que verse deaquel modo, por azar, ambos integradosen sendos grupos de amigos, no era lomás apropiado —ni incluso digno—para el encuentro que yo llevabaanhelando desde tanto tiempo atrás. Entodo caso, había dejado pasar laocasión, y me había limitado a seguir al

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señor Keswick y a los demás hacia lalimusina que nos esperaba.

Durante las pasadas semanas, sinembargo, he tenido motivos sobradospara lamentar mi pasividad de aquellanoche. Porque por mucho que hasta enlos momentos de mayor actividad,mientras me ocupaba de mis asuntos,haya persistido en buscar entre lamultitud, en calles y en vestíbulos dehotel, no he vuelto a verlo en ningunaparte. Soy consciente de que podríainiciar gestiones encaminadas alocalizarle, pero lo cierto —no cabe lamenor duda— es que ahora loprioritario es el caso. Shanghai, además,no es una ciudad tan grande; tarde o

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temprano acabaremos encontrándonos.Pero volvamos a los sucesos de ayer

noche. Las indicaciones del portero rusome llevaron, finalmente, a una especiede plaza donde confluía una serie depequeñas calles y el gentío era muchomás denso que en otros puntos de lazona. Había gentes intentando vender susmercancías; otras tratando de conseguirlimosnas; y otras aquí y allá, en un sitioy en otro, simplemente de pie, charlandoy observando. Un solitario rickshaw quese había abierto paso entre la multitud sehabía quedado atascado en medio deella, y al pasar yo el conductor discutíafuriosamente con un viandante. Divisé laLucky Chance House en la esquina del

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fondo, y minutos después era conducidopor unas estrechas escaleras cubiertasde una especie de felpa escarlata.

Primero entré en una estancia deltamaño de una habitación de hotel,donde diez o doce chinos se agolpabanen torno a una mesa de juego. Cuandopregunté si sir Cecil se hallaba en eledificio, dos de los empleadosintercambiaron unas rápidas palabras, yuno de ellos me hizo una seña para quelo siguiese.

Subimos otro tramo de escaleras,recorrimos un pasillo poco iluminado yentramos en un recinto lleno de humo enel que un grupo de franceses jugaban alas cartas. Cuando negué con la cabeza,

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el hombre que me acompañaba seencogió de hombros y volvió a hacermeuna seña para que lo siguiera. Eledificio en cuestión era una casa dejuego de cierta envergadura, queconstaba de numerosas salas pequeñasen las que constantemente se jugaba auno u otro juego. Pero me empezaba aexasperar el modo en que mi guíaasentía con complicidad cada vez que lemencionaba los nombres de Sarah o desir Cecil, para acto seguidointroducirme en una nueva salita llena dehumo donde era recibido por lasfatigadas miradas de otrosdesconocidos. En cualquier caso, cuantomás veía el lugar más improbable me

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parecía que sir Cecil pudiera haberllevado a Sarah a un garito de aqueltipo, y me encontraba a punto ya dedesistir cuando al entrar en la últimasalita vi a sir Cecil sentado en una mesa,con la mirada fija en la rueda de unaruleta.

Había unas veinte personas, lamayoría hombres. La sala no estaba tancargada de humo como las otras, peroera más calurosa. Sir Cecil se hallabaabsolutamente absorto en el juego, ysólo me dedicó el más fugaz de lossaludos antes de volver a fijar la miradaen la ruleta.

En el perímetro de la sala, pegados alas paredes, había unos cuantos sillones

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desvencijados cubiertos por una telarojiza. En uno de ellos, un viejo chino—vestido a la manera occidental yempapado de sudor— roncaba. El otroúnico sillón ocupado estaba en el rincónoscuro de la salita, el más alejado de laruleta, y en él vi a Sarah con la cabezaapoyada en una mano abierta, y los ojosmedio cerrados.

Cuando me senté a su lado dio unrespingo.

—¡Oh, Christopher! ¿Qué estáshaciendo aquí?

—Estaba echando una ojeada.Perdona. No quería sobresaltarte.

—¿Echando una ojeada? ¿En estesitio? No me lo creo. Nos has estado

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siguiendo.Hablábamos en voz baja para no

distraer a los jugadores de la mesa de laruleta. Desde algún lugar del edificio mellegó un débil sonido de trompeta.

—Tengo que confesar —dije— queme he enterado por casualidad de quehabíais venido aquí. Y como tenía quepasar por aquí cerca…

—Oh, Christopher…, te sentías solo.—No demasiado. Pero he tenido un

día horrible, y me apetecía relajarme unpoco, eso es todo. Aunque debo admitirque me lo habría pensado dos veces sihubiera sabido que estabas en un sitiocomo éste.

—No seas cruel. A Cecil y a mí nos

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gustan los bajos fondos. Nos divierten.Son una parte muy importante de lo querealmente es Shanghai. Ahora cuéntamelo de tu día horrible. Pareces decaído.No ha habido ningún avance importanteen tu caso, ¿me equivoco?

—No, no lo ha habido. Pero no estoydecaído. Las cosas empiezan a tomarforma.

Cuando le empecé a explicar que mehabía pasado más de dos horas conmanos y rodillas en el piso de unaembarcación podrida donde se habíanencontrado tres cuerpos en avanzadoestado de descomposición, hizo unamueca de disgusto y me indicó que mecallara.

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—Es todo tan espantoso. Alguien hadicho hoy en el club de tenis que loscuerpos tenían cortados los brazos y laspiernas. ¿Es cierto?

—Me temo que sí.Hizo otra mueca.—Es demasiado horroroso para

expresarlo con palabras. Pero eranobreros chinos, ¿no es eso? No creo quepuedan tener mucho que ver con…, contus padres.

—La verdad es que creo que estecrimen tiene mucho que ver con el casode mis padres.

—¿De veras? En el club de tenisdicen que esos asesinatos tienen que vercon lo de la Rata Amarilla. Dicen que

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las víctimas eran los seres queridos dela Rata Amarilla.

—La Serpiente Amarilla.—¿Cómo?—El confidente comunista. La

Serpiente Amarilla.—Oh, sí. Bueno, en cualquier

caso… Es tan espantoso. ¿Qué diablosestán haciendo los chinos echándosemutuamente a la garganta en un momentocomo éste? Lo lógico sería que los rojosy el gobierno formaran un frente unidocontra los japoneses; al menos duranteun tiempo.

—Supongo que el odio entrecomunistas y nacionalistas es demasiadoprofundo.

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—Eso es lo que dice Cecil. Oh,mírale… ¿Cómo podrá jugar de esaguisa?

Seguí su mirada y vi que sir Cecil —de espaldas a nosotros— se había caídohacia un lado, de forma que la mayorparte de su peso se hallaba comodesplomado sobre la mesa. Daba laimpresión de que de un momento a otroiba a perder el equilibrio y se iba a caerfuera de la silla.

Sarah me miró, un tanto incómoda.Luego se levantó, fue hasta su marido, lepuso una mano sobre el hombro y lehabló suavemente al oído. Sir Cecildespertó y miró a su alrededor. Puedeque en este punto yo apartase la mirada

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durante unos cuantos segundos, porqueno sé exactamente lo que sucedió acontinuación. Vi que Sarah se echabahacia atrás, como si hubiera recibido ungolpe, y durante un instante fugazpareció que iba a perder el equilibrio,pero en el último momento logró volvera erguirse. Miré la espalda de sir Cecil,y vi que también se había erguido, y quevolvía a concentrarse en la ruleta. Nosabría decir si realmente había sido élquien había hecho que su mujer perdierapie y retrocediera un par de pasos.

Sarah vio que la miraba y,sonriendo, volvió hasta el sillón y sesentó a mi lado.

—Está cansado —dijo. Tiene tanta

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energía. Pero a su edad deberíadescansar más.

—¿Soléis venir mucho a este sitio?Sarah asintió con la cabeza.—Y a unos cuantos más por el

estilo. A Cecil no le gustan esos grandeslocales llenos de luces. No cree que seaposible ganar en ellos.

—¿Siempre vas con él en sus nochesde juego?

—Alguien tiene que cuidarle. No esun hombre joven, como puede verse. Oh,pero no me importa. Es emocionante. Yesto es lo que es Shanghai realmente.

Se oyó como un gran suspirocolectivo en la mesa de la ruleta, y losjugadores se pusieron a hablar entre

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ellos. Vi cómo sir Cecil trataba delevantarse, y sólo entonces me di cuentade lo borracho que estaba. Cayó haciaatrás en la silla, pero en un segundointento se las arregló para levantarse yse acercó a nosotros con paso vacilante.Me puse en pie, con intención de darlela mano, pero él posó una de las suyasen mi hombro —más por no perder elequilibrio que por cualquier otra cosa—y dijo:

—Mi querido muchacho, mi queridomuchacho… Encantado de volver averle.

—¿Ha tenido algo de suerte en laruleta, señor?

—¿Suerte? Oh, no, no… Esta noche

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ha sido horrible. Toda la semana ha sidohorrible. Mala, muy mala, muy mala…Pero nunca se sabe. Volveré arecuperarme, ja, ja… Resurgiré de lascenizas.

Sarah también se había levantado, yalargaba una mano para auxiliarle, peroél la rechazó sin siquiera mirarla. Luegome dijo:

—¿Qué? ¿Le apetece un cóctel? Hayun bar abajo.

—Muy amable de su parte, señor.Pero la verdad es que debería irme alhotel. Mañana me espera otro día duro.

—Me complace saber que trabajaduro. Claro que también yo vine a estaciudad con idea de arreglar un poco las

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cosas. Pero ya ve. —Inclinó su carahacia la mía, hasta dejarla a apenas unoscentímetros. Todo es demasiadocomplicado para mí, muchacho.Demasiado complicado.

—Cecil, cariño, vayámonos a casa.—¿A casa? ¿A ese cuchitril de hotel

le llamas «casa»? Tienes una ventajasobre mí, querida, siendo lo vagabundaque eres: te da igual un sitio que otro.

—Vámonos, cariño. Estoy cansada.—Estás cansada… Mi pequeña

vagabunda está cansada. Banks, ¿tieneun coche ahí fuera?

—Me temo que no, señor. Pero siquiere trataré de encontrar uno.

—¿Un taxi? ¿Se cree que está en

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Piccadilly? ¿Piensa que va a encontrarun taxi ahí fuera? Lo más probable esque le corten el cuello estos chinos.

—Cecil, cariño, siéntate aquí hastaque Christopher vaya a buscar a Boris—dijo Sarah. Y, dirigiéndose a mí,añadió—: Nuestro chófer debe de estarpor ahí, no muy lejos. ¿Te importaría ir abuscarle? El pobre Cecil no está en lamejor de las condiciones esta noche.

Intenté por todos los medios parecerde buen talante, y salí del edificioreteniendo mentalmente el modo devolver a aquella sala. El parque, afuera,estaba tan concurrido como decostumbre, pero un poco más allá pudever una calle en la que los rickshaws y

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los automóviles esperaban en hileras.Me abrí paso hasta ella, y al rato de irde coche en coche mencionando elnombre de sir Cecil a chóferes denacionalidades diversas, obtuve unarespuesta.

Cuando volví a la casa de juegos,Sarah y sir Cecil esperaban ya afuera.Sarah trataba de apuntalar a su maridocon ambas manos, pero la figura alta ydoblada de él parecía amenazar conderribar la de ella. Al llegar yoapresuradamente, oí que sir Cecil leestaba diciendo:

—Eres tú quien no les gustas,querida. Cuando yo frecuentaba estelocal solo, siempre me trataron a cuerpo

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de rey. Oh, sí, a cuerpo de rey. No lesgustan las mujeres como tú. Las únicasque les gustan son las damas de verdad ylas putas. Y tú no perteneces a ningunade las dos categorías. Así que ya ves, noles gustas lo más mínimo. Jamás tuve elmenor problema aquí hasta que teempeñaste en seguirme a todas partes.

—Vamos, cariño. Ahí estáChristopher. Muy bien, Christopher.Mira, cariño, ha ido a buscar a Boris yya han vuelto.

El lugar no distaba mucho delMetropole, pero el coche apenas podíaavanzar a través del denso amasijo depeatones y rickshaws. Durante eltrayecto, Sarah siguió sujetando por el

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brazo y el hombro a su marido, mientraséste se deslizaba hasta el sueño y salíade él de forma intermitente. Siempre quese despertaba, trataba de liberarse de lasolicitud de su esposa, pero ella seechaba a reír y seguía sujetándolo confirmeza en el interior del tambaleantehabitáculo.

Me llegó el turno de ayudarlecuando hubo que sortear las puertasgiratorias del Metropole, y luego en elascensor, mientras Sarah intercambiabaalegres saludos con el personal delvestíbulo. Una vez en la suite de losMedhurst, pude al fin dejar a sir Cecilacomodado en un sillón.

Pensé que se quedaría dormido al

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instante, pero de pronto pareciódespertarse por completo y empezó ahacerme preguntas sin pies ni cabeza.Luego, cuando Sarah salió del cuarto debaño con una pequeña toalla y se puso alimpiarle la frente, sir Cecil me dijo:

—Banks, muchacho, puede ustedhablarme con franqueza. Ahí tiene usteda esta mujer. Como ve, es mucho másjoven que yo. Aunque tampoco es unaniña, no crea, ja, ja… Pero, bueno, siguesiendo un montón de años más joven queyo. Dígame con franqueza, muchacho,¿cree usted que, en un sitio como el queacabamos de dejar, donde usted nos haencontrado esta noche…, en un sitiocomo ése, cree usted que cualquiera que

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no nos conociera, al vernos juntos a mimujer y a mí…? ¡Bueno, hablemos sinrodeos! Le pregunto si cree usted que lagente toma a mi mujer por una puta.

La expresión de Sarah, según creíver, no cambió en absoluto, aunque ensus cuidados se instaló una especie deurgencia, como si confiara en que lo queestaba haciendo pudiera lograr uncambio de talante en su marido. SirCecil movió la cabeza, irritado, comozafándose del acoso de una mosca, ydijo:

—Vamos, muchacho. Puedehablarme con toda franqueza.

—Vaya, vaya, cariño… —dijo Sarahcon voz suave—. Estás poniéndote

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desagradable.—Le diré un secreto, muchacho —

dijo. Le diré un secreto. Casi me agrada.Me gusta que la gente confunda a mimujer con una puta. Por eso me gustafrecuentar sitios como el de esta noche.Se volvió a su mujer: ¡Apártate!¡Déjame en paz! —dijo, y empujó aSarah hacia un lado. Luego prosiguió—:Otra razón por la que voy a esos garitos,como sin duda ya habrá usted adivinado,es que debo un poco de dinero… Unapequeña deuda, ya me entiende. Nadaque no pueda recuperar, por supuesto.

—Cariño, Christopher ha sido muyamable con nosotros. No debesaburrirle.

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—¿Qué es lo que está diciendo estaputa? ¿Oye lo que está diciendo,muchacho? Bien, pues no le haga caso.No la escuche. No hay que escuchar alas mujerzuelas, ésa es mi opinión.Porque acaban descarriándote. Sobretodo en tiempos de guerra y deconflictos. Jamás escuche a unamujerzuela en tiempos de guerra.

Logró ponerse en pie sin ayuda, ydurante unos segundos se quedó allí, enmedio de la suite, tambaleándosedelante de nosotros, con el cuello de lacamisa suelto, en punta. Luego se metióen el dormitorio y cerró la puerta.

Sarah me dirigió una sonrisa y entrótras él. Si no hubiera sido por esa

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sonrisa —o, más precisamente, por algocomo un ruego que creí percibir detrásde ella—, me habría retirado en esemismo instante. Así pues, me quedé enla habitación, examinandodistraídamente un cuenco chino sobre subase que había cerca de la puerta.Durante un rato pude oír a sir Cecilgritándole algo a Sarah, y luego la suitequedó en silencio.

Transcurridos quizás cinco minutos,Sarah apareció en la puerta deldormitorio y me miró como sorprendidade que aún siguiera allí.

—¿Cómo se encuentra? —pregunté.—Se ha dormido. Se pondrá bien.

Siento mucho las molestias, Christopher.

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Sé que no era lo que esperabas cuandoesta noche has ido a buscarnos. Tecompensaremos de alguna manera. Teinvitaremos a cenar a algún buenrestaurante. Astor House sigue teniendobuena cocina.

Me estaba llevando hacia la puerta,pero al llegar me di la vuelta y dije:

—Este tipo de cosas… ¿suceden amenudo?

Sarah lanzó un suspiro.—Con bastante frecuencia. Pero no

debes pensar que me importa. Sólo quea veces me preocupo. Por su corazón, yasabes. Por eso voy siempre con élúltimamente.

—Lo cuidas muy bien.

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—No debes sacar una conclusiónerrónea. Cecil es un hombre encantador.Tenemos que invitarte a cenar un día deéstos. Cuando no estés muy ocupado.Aunque supongo que estás muy ocupadosiempre.

—¿Es así es como suele pasar lasnoches sir Cecil?

—La mayoría de ellas. Y a vecestambién los días.

—¿Hay algo que pueda hacer yo?—¿Algo que puedas hacer tú? —

Dejó escapar una pequeña risa. Mira,Christopher, yo estoy bien. De verdad,no debes sacar una impresiónequivocada de sir Cecil. Es un seradorable… Y lo amo.

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—Bien, entonces buenas noches.Dio un paso hacia mí y alzó la mano

en un gesto vago.Me sorprendí cogiéndosela, pero,

sin saber muy bien qué hacer acontinuación, la besé en el dorso. Luego,murmurándole de nuevo las buenasnoches, salí al pasillo.

—No tienes que preocuparte por mí,Christopher —me susurró desde lapuerta. Estoy perfectamente.

Ésas fueron sus últimas palabras deayer noche. Pero hoy son las palabrasque había pronunciado tres semanasatrás, cuando volví a verla por primeravez en el salón de baile del PalaceHotel, las que vuelven una y otra vez a

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mi memoria con particular pertinencia:«No creo que vayamos a irnos a ningunaparte precipitadamente», había dicho.«A menos, claro, que alguien venga arescatarnos…». ¿Qué es lo que habíapretendido decirme con ello aquellanoche? Como ya he dicho, su comentariome dejó desconcertado ya entonces, ysin duda la habría sondeado para que meexplicara su sentido si Grayson, enaquel preciso instante, no hubierasurgido entre los invitadosinopinadamente, buscándome.

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Quinta parte

Cathay Hotel, Shanghai,29 de septiembre de1937

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14

He llevado mal mi reunión de estamañana con MacDonald en el consuladobritánico, y al recordarla esta nochesiento una profunda frustración. El hechoes que él se había preparado para ella aconciencia, y yo no. Una y otra vez le hepermitido que me llevara por falsosderroteros, y he desperdiciado misenergías discutiéndole cosas que élhabía decidido concederme deantemano. Había conseguido más de élhace cuatro semanas, en la velada debaile en el Palace Hotel, cuando le

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planteé por primera vez la idea de unaentrevista con la Serpiente Amarilla.Aquella noche cogí desprevenido aMacDonald, y al menos le hice admitirde forma implícita su verdadero papelen Shanghai. Esta mañana, sin embargo,ni siquiera he conseguido que renunciaraa su farsa de ser un mero funcionarioencargado de asuntos de protocolo.

Supongo que aquella noche no hicesino subestimarle. Esta mañana pensabaque no tenía más que ir a verle ydirectamente reprenderle por su lentituden concertarme la entrevista que le habíapedido. Sólo ahora veo cómo me ha idotendiendo celada tras celada, conscientede que, una vez que hubiera logrado

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irritarme, habría ganado la partida. Hasido estúpido mostrar mi irritación delmodo en que lo he hecho; pero loscontinuos días de intenso trabajo me handejado casi exhausto. Y, por supuesto, haestado el hecho de mi encuentroinesperado con Grayson, el concejalmunicipal, cuando me encaminaba haciael despacho de MacDonald. De hechocreo que ha sido esto lo que más me hadesconcertado esta mañana, hasta elpunto de que durante gran parte de midiscusión con MacDonald mi mente sehallaba realmente en otra parte.

Me habían hecho esperar variosminutos en la pequeña sala de lasegunda planta del edificio del

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consulado. La secretaria, finalmente,salió para informarme de queMacDonald me esperaba. Había cruzadoya el rellano revestido de mármol y meencontraba esperando ante la puerta delascensor cuando de pronto vi a Graysonbajando a la carrera las escaleras ysaludándome a grandes voces:

—¡Buenos días, señor Banks!Perdone, tal vez no sea el momentoapropiado, pero…

—Buenos días, señor Grayson. Enefecto, éste no es el mejor momento.Estoy a punto de subir para reunirme connuestro amigo el señor MacDonald.

—Oh, bien. Entonces no le retendré.Sólo que estaba en el edificio y al oír

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que usted había venido… —dijo, y soltóuna risa que resonó entre las paredes delrellano.

—Es magnífico verle de nuevo,señor Grayson. Pero es que ahora…

—No le robaré más que un segundo,señor. Si me permite…, en fin, quierodecir que ha sido usted poco menos queimposible de ver últimamente.

—Bien, señor Grayson, si el asuntopuede solventarse en tan sólo unossegundos, como dice…

—Oh, sí, muy brevemente. Verá,señor: soy consciente de que tal vezpueda parecerle adelantarse un poco alos acontecimientos, pero en estos casosse requiere cierta planificación previa,

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si se quiere evitar que todo parezca untanto improvisado en tan importanteevento, si se desea que las cosas noparezcan un tanto chapuceras, o deaficionados.

—Señor Grayson…—Oh, lo siento, lo siento… Sólo

deseaba que pudiera dedicar usted unossegundos a ciertos detalles relativos a larecepción de bienvenida. Finalmente noshemos decidido por el Jessfield Park.Levantaremos una carpa con unescenario dotado de un sistema demegafonía… Disculpe, ahora llego alpunto. Señor Banks, me gustaría discutircon usted su papel en la ceremonia.Nuestro sentir es que ésta debería ser

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sencilla. Lo que yo tenía en mente eraque quizás podría usted decir unaspalabras sobre cómo se las ha arregladopara resolver el caso. Qué pistascruciales le llevaron finalmente hastasus padres, ese tipo de cosas… Sólounas palabras. Los asistentes se sentirántan encantados… Y pensaba que luego,al final de su parlamento, tal vez ellosquieran aparecer en el escenario y…

—¿Ellos, señor Grayson?—Sus padres, señor. Mi idea era

que quizás a ellos no les importaría saliral escenario, saludar con la mano a laconcurrencia, recibir los vítores yaplausos y finalmente retirarse. Pero,por supuesto, no es más que una idea.

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Estoy seguro de que usted podráproponer otras excelentes sugerencias…

—No, no, señor Grayson. —Depronto sentí que me invadía un inmensocansancio. Todo suena espléndido,espléndido. Ahora, si eso es todo,permítame que…

—Sólo una cosa más, señor. Unpequeño detalle; algo que, no obstante,supondría un toque enormementeefectivo si se lleva a cabo como esdebido. Mi idea era que en el momentoen que sus padres salieran a laplataforma, la banda de música sepondría a tocar algo como… «Tierra deesperanza y gloria». A algunos de miscolegas no les entusiasma mucho la idea,

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pero a mi juicio…—Señor Grayson, su idea suena

maravillosa. Es más, me sientoextremadamente halagado por su totalconfianza en mi capacidad para resolvereste caso. Pero ahora, por favor, si no leimporta… Estoy haciendo esperar alseñor MacDonald.

—Por supuesto. Bien, muchísimasgracias por dedicarme estos minutos…

Apreté el botón del ascensor, ymientras esperaba de pie ante la puertaGrayson siguió rondando por losalrededores. De hecho le había dado laespalda para entrar en el ascensor encuanto descendiera, pero de pronto oíque me decía:

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—La única cosa que falta y sobre laque me estaba preguntando, señorBanks… ¿Tiene usted alguna idea dedónde se alojarán sus padres el día de laceremonia? Verá: tenemos quecerciorarnos de que podrán sertrasladados de su alojamiento al parquey viceversa con el mínimo acoso posiblepor parte de las multitudes.

No recuerdo lo que llegué a decirlea modo de respuesta. Quizás se abrieronlas puertas del ascensor en aquelmomento y tuve la oportunidad dezafarme de él sin más que unas meraspalabras superficiales. Pero habría deser esta pregunta la que me volvería unay otra vez a la cabeza durante toda la

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reunión con MacDonald, y la que, comodigo, probablemente más me impidiópensar con claridad sobre el asunto queestábamos tratando. Y esta noche, denuevo, una vez que las exigencias de lajornada han quedado atrás, comprueboque es la pregunta que retorna de formarecurrente a mi cabeza.

No es que no haya pensado enabsoluto en el asunto de dónde habránde alojarse finalmente mis padres. Sóloque siempre se me ha antojadoprematuro —e incluso, quizás, «tentar aldestino»— considerar tales cuestionesmientras las grandes complejidades delcaso aún están por desentrañar. Supongoque, en el curso de estas últimas

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semanas, la única ocasión en que hededicado a esto alguna reflexión fue lanoche en que me encontré con AnthonyMorgan, mi antiguo compañero decolegio.

Fue no mucho después de mi llegadaa Shanghai —mi tercera o cuarta noche.Sabía desde hacía cierto tiempo queMorgan vivía en la ciudad, pero comono habíamos sido especialmente amigosen St Dunstan —pese a haber estadosiempre en la misma clase—, no habíapuesto demasiado empeño en volver averlo. Pero a la mañana del tercer ocuarto día de mi llegada, como digo,

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Anthony Morgan me llamó por teléfono.Pude percatarme de que estaba bastantedolido por el hecho de que yo nohubiera hecho nada para vernos, y alfinal me sorprendí accediendo a quedarcitados aquella misma noche en un hotelde la Concesión Francesa.

Cuando lo vi en el salón tenuementeiluminado del hotel hacía ya horas quehabía anochecido. No lo había vistodesde los tiempos del colegio, y meimpresionó lo ajado y corpulento que sehabía vuelto. Pero traté de que mi voz nodejara traslucir tal impresión primeramientras nos saludábamos efusivamente.

—Es curioso —dijo, dándome unaspalmaditas en la espalda. Casi parece

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que fue ayer. Y sin embargo, en ciertosaspectos, es como si hubieran pasadosiglos.

—Sí, es cierto.—¿Sabes? —prosiguió. El otro día

recibí una carta de Emeric the Dane. ¿Teacuerdas de Emeric the Dane? ¡Emericthe Dane! ¡No había sabido de él desdehacía años! Ahora vive en Viena, alparecer. El viejo Emeric. ¿Te acuerdasde él?

—Sí, por supuesto —dije, aunque nolograba hacerme más que una ideasumamente vaga de aquel antiguocompañero. El bueno de Emeric.

Durante la siguiente media horaMorgan siguió hablando sin apenas

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pausas. Había ido a vivir a Hong Kongnada más salir de Oxford, y trasconseguir un empleo en JardineMatheson se había mudado a Shanghai,donde llevaba ya once años. En unmomento dado interrumpió lo que meestaba contando para decir:

—No podrías creer la cantidad deproblemas que he estado teniendo conlos chóferes desde que empezó elconflicto armado. Al de siempre lomataron el primer día en que losjaponeses empezaron sus bombardeos.Encontré otro, y resultó ser una especiede bandido o algo parecido. Tenía queseguir cumpliendo con sus deberes conla banda, desaparecía cuando menos lo

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esperabas y jamás podías contar con élcuando necesitabas ir a alguna parte.Una vez me recogió en el AmericanClub con la camisa toda manchada desangre, aunque deduje enseguida que noera suya. Y ni una palabra para pedirmedisculpas (algo muy chino). Fue la gotaque colmó el vaso, y lo despedí. Tuveotros dos más que ni siquiera sabíanconducir. Uno hasta atropelló a unconductor de rickshaw; hirió malamenteal pobre diablo. El que tengo ahora noes mucho mejor, así que crucemos losdedos: a ver si es capaz de llevarnoshasta allí sanos y salvos.

No tenía la menor idea de a qué seestaba refiriendo con su último

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comentario, pues, que yo supiera, nohabíamos convenido en ir juntos aninguna parte. Pero en aquel momento nome apetecía sacarle de su error, yMorgan había pasado rápidamente ahablarme de las carencias de todo tipodel hotel. El salón donde estábamossentados, por ejemplo, no siempreestaba tan pobremente iluminado; elconflicto armado había interrumpido elsuministro de bombillas de la fábrica deChapei; en otras partes del hotel, losinvitados se veían obligados a moversea oscuras. Luego me explicó que, comomínimo, tres miembros de la orquestadel fondo del salón no tocabanrealmente sus instrumentos.

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—Porque en realidad son mozos delhotel. Los músicos verdaderos o se hanlargado de Shanghai o han muerto en lasrefriegas. Pero los tipos hacen que tocandivinamente, ¿no te parece?

Vi que la simulación era, enrealidad, extremadamente deficiente.Uno de los falsos músicos parecíatotalmente aburrido con lo que estabahaciendo, y apenas se molestaba enmantener el arco pegado al violín; otroestaba de pie con el clarineteprácticamente olvidado en las manos, ycon la boca abierta, admirado ante losmúsicos reales que tocaban a su lado.Felicité a Morgan por el profundoconocimiento de las cosas del hotel de

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que hacía gala, y entonces me contó que,de hecho, vivía en él desde hacía más deun mes, pues su apartamento deHongkew se hallaba demasiado cerca dela zona del conflicto para «poder estartranquilo». Cuando le susurré unaspalabras solidarias por haber tenido quedejar su casa, su ánimo cambió depronto, y por primera vez en toda lanoche vi en él una melancolía que mehizo evocar al chico infeliz y solitarioque había conocido en el colegio.

—No era lo que se dice un hogar,tampoco —dijo, mirando el fondo de sucóctel. Sólo yo y unos criados quevinieron y se fueron. Una porquería desitio, en realidad. En cierto modo ha

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sido como una excusa; lo del conflicto,me refiero. Me dio una buena razón paramarcharme. Era una mierda deapartamento. Todo el mobiliario erachino. No podía sentarme a gusto enningún sitio. Tuve un pájaro cantor, perose me murió. Aquí estoy mejor. Puedotomarme las copas más rápidamente. —Miró el reloj, apuró el vaso y dijo—:Bien, será mejor no hacerles esperar. Elcoche está fuera.

Había algo en la actitud de Morgan—una especie de despreocupadaurgencia— que me hizo difícilplantearle cualquier objeción alrespecto. Además, eran mis primerosdías en la ciudad, y lo normal era ser

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invitado a un acto tras otro pordiferentes anfitriones. Así, seguí aMorgan al exterior del edificio, y enpocos minutos me vi sentado junto a élen la trasera de su coche, que arrancó yse adentró en las animadas callesnocturnas de la Concesión Francesa.

Casi inmediatamente, el chófer selas arregló para evitar por segundos a untranvía que venía en dirección contraria.Pensé que ello daría lugar a una nuevadisertación de Morgan sobre elproblema de los chóferes, pero ahora miamigo se había sumido por completo enun ánimo introspectivo, y miraba fija ysilenciosamente por la ventanilla lasluces de neón y los grandes letreros

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chinos. Llegado un punto, cuando —enun intento de sonsacarle algo sobre elacto al que se suponía que nosdirigíamos— le pregunté «¿Crees quevamos ya un poco retrasados?», él miróel reloj y respondió distraídamente:

—Te han estado esperando muchotiempo: no creo que les importe esperarunos minutos más. —Y a continuaciónañadió—: Esto tiene que resultarte tanextraño.

A partir de entonces, durante un rato,el coche avanzó en la noche y amboshablamos muy poco. En un momentodado, enfilamos una calle lateral cuyasaceras se hallaban atestadas de figurashechas un ovillo. A la luz de las farolas,

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las vi sentadas, en cuclillas,acurrucadas, dormidas, apretadas unascontra otras, de forma que apenasquedaba espacio en mitad de la calzadapara que circularan los vehículos. Eragente de todas la edades —inclusobebés en brazos de sus madres—, contodas sus pertenencias esparcidas por elsuelo: bultos harapientos, jaulas depájaros, alguna que otra carretilla conlas posesiones terrenales de su dueño.Yo me había acostumbrado ya a ver talesestampas, pero aquella noche lo mirabatodo desde el coche lleno deconsternación. Las caras eran en sumayoría chinas, pero al aproximarnos alotro extremo de la calle vi también

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grupos de niños europeos (que supuserusos).

—Refugiados del norte del canal —dijo Morgan en tono anodino, y mirópara otro lado. Pese a ser él mismo un«refugiado», no parecía sentir muchaempatia por los más desfavorecidos desus semejantes. Incluso cuando mepareció que habíamos atropellado alpasar a una de las figuras yacentes, ymiré hacia atrás con sobresalto, miamigo se limitó a mascullar—: No tepreocupes. No habrá sido más que unbulto abandonado en la calzada.

Luego, al cabo de unos minutos desilencio, su risa me hizo dar un respingo.

—Los tiempos del colegio… —dijo.

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Todo te vuelve a la memoria. No fuerontan malos, supongo.

Lo miré, y advertí que sus ojos sehabían llenado de lágrimas. Luego dijo:

—¿Sabes?, deberíamos haber hechouna piña. Los dos desdichadossolitarios. Eso es lo que tendríamos quehaber hecho. Tú y yo. Deberíamos haberhecho un frente común. No sé por qué nolo hicimos. No nos habríamos sentidotan abandonados, tan fuera de las cosas.

Me volví hacia él, asombrado. Perosu cara, a la luz cambiante de la calle,me hizo ver que se hallaba en algún otrolugar, muy lejos.

Como ya he dicho, había llegado arecordar con cierta nitidez que Anthony

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Morgan no había sido sino un «pobresolitario» en el colegio. No es quehubiera sido especial víctima de losmatones u objeto de las bromas del restode sus compañeros. Más bien, según yolo recuerdo, había sido el propioMorgan quien desde los primeros cursoshabía adoptado tal papel. Era él quiensiempre prefería caminar a unos metrosdel grupo; quien, en los días luminososdel verano, se negaba a unirse a ladiversión común; quien, en lugar de ello,prefería refugiarse en la soledad de unasala haciendo garabatos en el cuaderno.Lo recuerdo con nitidez. De hecho, encuanto lo vi en el hotel aquella noche, ala mortecina luz del salón, lo que me

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vino instantáneamente a la cabeza fueuna imagen de su taciturna y solitariafigura caminando detrás del resto denosotros mientras cruzábamos elrectángulo entre el aula de arte y losclaustros. Pero su afirmación de quetambién yo había sido un «pobresolitario», alguien con quien él hubierapodido hacer pareja solidaria, era tanasombrosa que me llevó unos minutosentender que no era más que un meroespejismo por su parte —con todaprobabilidad, algo que había concebidomuchos años atrás para hacer mássoportables los recuerdos de unos añosinfelices. Pero es algo que no se meocurrió en aquel momento, como ya he

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dicho, y al pensar ahora en ello veo quequizás me faltó un poco de sensibilidaden mi respuesta. Porque recuerdo haberdicho algo como lo siguiente:

—Debes de confundirme con otro,amigo mío. Yo siempre anduve metidoen todos los fregados. Me atrevería adecir que estás pensando enBigglesworth. En Adrián Bigglesworth.El sí era lo que podíamos llamar unsolitario.

—¿Bigglesworth? —Morgan sequedó pensativo unos instantes, y luegonegó con la cabeza. Recuerdo a ese tipo.¿No era bajo y fuerte, con orejas desoplillo? El bueno de Bigglesworth.Vaya, vaya. Pero no, no pensaba en él.

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—Bueno, pero en cualquier caso noera yo, amigo mío.

—Extraordinario.Sacudió la cabeza de nuevo, y se

volvió hacia su ventanilla.También yo me volví hacia la mía, y

durante los minutos siguientes miré lascalles nocturnas. Volvíamos a atravesaruna zona de diversión muy concurrida, yobservé las caras de las gentes por sillegaba a divisar la de Akira. Luegollegamos a una zona residencial llena deárboles y setos, y poco después elchófer se detuvo en el interior de unagran casa.

Morgan se bajó apresuradamente delcoche. Me apeé yo también —el chófer

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no hizo el menor ademán de ayudarnos—, y seguí a mi amigo por un sendero degrava que bordeaba un costado de lacasa. Supongo que yo esperaba algunaespecie de gran bienvenida, peroenseguida caí en la cuenta de que mehabía equivocado. La casa estaba casitoda a oscuras, y, aparte de nuestrocoche, sólo había otro aparcado en laexplanada delantera.

Morgan, que obviamente conocíabien la casa, me condujo hasta unapuerta lateral flanqueada por altosarbustos. La abrió sin llamar y me invitóa entrar.

Pasamos a un espacioso vestíbuloiluminado con velas. Miré ante mí y

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pude distinguir varios pergaminos deaire mohoso, unos enormes jarrones deporcelana, una cómoda laqueada. Elolor del aire —a incienso y aexcremento animal— era extrañamentereconfortante.

No había ni rastro de criados oanfitriones. Mi amigo siguió de piefrente a mí, sin decir una palabra. Alpoco se me ocurrió que esperaba que lehiciera algún comentario sobre el lugaradonde habíamos llegado, así que dije:

—Sé poco de arte chino. Pero hastaun profano como yo es capaz de darsecuenta de que estamos rodeados dealgunas piezas bastante valiosas.

Morgan se quedó mirándome con

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asombro. Luego se encogió de hombrosy dijo:

—Supongo que tienes razón. Bien,entremos.

Me guió por el interior de la casa.Durante un trecho anduvimos a oscuras;luego empecé a oír voces que hablabanen mandarín, y vi luz en una puertatapada por una cortina de cordeles concuentas. Pasamos a través de ella,dejamos atrás otro juego de cortinas ypasamos a una sala grande y cálidailuminada con velas y farolillos.

¿Qué recuerdo ahora del resto deaquella velada? Todo se ha hecho unpoco vago en mi memoria, pero trataréde reconstruirla trozo a trozo lo mejor

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que pueda. Mi primer pensamiento alentrar en aquélla sala fue que habíamosinterrumpido una especie de celebraciónfamiliar. Vi una mesa repleta de comiday, sentadas en torno a ella, a ocho onueve personas. Todas chinas. Los másjóvenes —dos hombres veinteañeros—vestían traje occidental, pero los demásllevaban atuendo tradicional chino. Unaanciana dama, sentada a un extremo dela mesa, comía ayudada por un sirviente.Un caballero de avanzada edad —decomplexión sorprendentemente alta yancha para un oriental—, a quien toméenseguida por el cabeza de familia, selevantó en cuanto nos vio entrar, y elresto de los varones no tardó en seguir

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su ejemplo. Pero en este punto mirecuerdo de esta gente se hace un tantodesvaído, porque fue la sala misma laque empezó a llamarme rápida ypoderosamente la atención.

El techo era alto y con vigas. Másallá de los comensales, al fondo, habíauna especie de galería, de cuyabarandilla pendía un par de farolillos depapel. Era esa parte de la sala la quehabía atraído especialmente mi atención.Seguí con la mirada fija en ella y apenasescuché las palabras de bienvenida quenos dirigía nuestro anfitrión. Porquepoco a poco iba cayendo en la cuenta deque la mitad trasera de la sala en la queen aquel momento me encontraba era, de

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hecho, el vestíbulo de nuestra vieja casade Shanghai.

Como es lógico, había pasado por unproceso de grandes reestructuraciones alo largo de los años. No pude, porejemplo, explicarme cómo las zonas queacabábamos de atravesar Morgan y yopodían llegar a dar al vestíbulo denuestra casa. Pero la galería del fondocorrespondía claramente al balcón quehubo en lo alto de nuestra gran escaleracurva.

Me adelanté unos pasos, yprobablemente me quedé allí quietodurante un rato contemplando la galería,rastreando con la mirada el trazo que undía había seguido nuestra escalera. Y al

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hacerlo sentí que afloraba a miconciencia un viejo recuerdo: en ciertoperíodo de mi niñez tuve la costumbrede bajar a toda velocidad la largaescalera curva, y, al llegar casi al final,saltar desde los dos o tres escalonesúltimos —normalmente agitando losbrazos en el aire— para ir a «aterrizar»en las honduras del diván situado más omenos enfrente. Mi padre, siempre queme veía hacerlo, se reía; pero mi madrey Mei Li lo desaprobaban. Hasta elpunto de que mi madre —que jamáspudo explicarme exactamente por qué noestaba bien hacerlo— me amenazabacon quitar el diván de su sitio sipersistía en esa práctica. Más tarde,

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cuando ya tuve ocho años, intenté repetirla hazaña después de meses sin hacerlo,y descubrí que el diván ya no podíarecibir impunemente el impacto de mipeso. Un extremo del armazón se hundiópor completo y acabé en el suelo,sumido en un absoluto desconcierto.Recuerdo que al instante siguiente, sinembargo, mi madre bajó corriendo lasescaleras y llegó hasta el diván, y yo mepreparaba para el más virulento de losrapapolvos cuando ella, con su figuraerguida sobre mi cuerpo caído, rompió areír a carcajadas.

—Mírate la cara, Puffin —exclamó.Si pudieras verte la cara…

Yo no me había hecho ningún daño,

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pero cuando vi que mi madre seguíariéndose —y quizás temeroso, pese aello, de que pudiera acabar ganándomeuna regañina—, empecé a simular queme dolía terriblemente el tobillo. Mimadre, entonces, dejó de reírse y measistió con la mayor de las solicitudes.Recuerdo que me hizo andar una y otravez, muy despacio, alrededor delvestíbulo, con un brazo sobre mihombro, mientras me decía:

—Así, muy bien. Ya estás mejor, ¿noes cierto? Se te pasará andando. Muybien. No es nada.

No me reprendió, pues, por mitravesura, y unos días después vi que eldiván había sido reparado. Y aunque

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seguí saltando a menudo desde los dos otres últimos escalones, ya nunca volví aintentar aterrizar sobre el diván.

Di unos cuantos pasos por la salatratando de localizar el punto exactodonde el diván estuvo ubicado entonces,y al hacerlo caí en la cuenta de queapenas lograba evocar una imagendesvaída de cómo había sido aqueldiván si bien podía recordarvívidamente el tacto sedoso de sutapicería.

Al final tomé conciencia de lapresencia de los demás en la sala, y delhecho de que todos me mirabansonriendo amablemente. Morgan y elviejo chino habían estado hablando entre

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ellos en voz baja. Al ver que me volvía,Morgan dio un paso hacia adelante, seaclaró la garganta y empezó a hacer laspresentaciones.

Era evidente su amistad con lafamilia; fue diciendo todos los nombressin ninguna vacilación, y al hacerlo,cada miembro me dirigía una pequeñainclinación de cabeza y una sonrisa, conlas manos levemente juntas. Sólo laanciana dama del extremo de la mesa, aquien Morgan presentó con extremadeferencia, siguió mirándome impasible.La familia se apellidaba Lin —norecuerdo ninguno de sus nombres de pila—, y fue el propio señor Lin, el ancianocabeza de familia de anchos hombros,

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quien en adelante tomó las riendas de lasituación.

—Espero, buen señor —dijo en uninglés teñido de un ligerísimo acento—,que el volver a este lugar despierte enusted un cálido sentimiento.

—En efecto, me lo despierta. —Solté una pequeña risa. Sí. Y al mismotiempo es un tanto extraño.

—Es natural que así sea —dijo elseñor Lin. Ahora, por favor, póngasecómodo. El señor Morgan me dice queusted ya ha cenado. Pero, como ve,hemos preparado cena para usted. Nosabíamos si le gustaba la comida china.Así que hemos tomado «prestado» alcocinero de nuestro vecino inglés.

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—Pero puede que el señor Banks notenga hambre.

Había hablado uno de los hombresjóvenes con traje occidental. Luego,volviéndose hacia mí, añadió:

—Mi abuelo es un anticuado. Seofende mucho si un invitado no aceptahasta el último detalle de suhospitalidad. —El hombre joven sonrióabiertamente al hombre anciano. Porfavor, no permita que lo intimide, señorBanks.

—Mi nieto cree que soy un chinoanticuado —dijo el señor Lin,acercándose hacia mí y sin dejar desonreír en ningún momento. Pero laverdad es que he nacido y me he criado

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en Shanghai, aquí, en la ColoniaInternacional. Mis padres se vieronobligados a huir de las fuerzas de laEmperatriz Viuda, y se refugiaron aquí,en la ciudad de los forasteros. Y hellegado a ser un habitante de Shanghaide pies a cabeza. Mi nieto no tiene lamenor idea de cómo es la vida en laChina de verdad. ¡Me considera a míanticuado! No le haga ningún caso,señor mío. En esta casa no hay por quépreocuparse por el protocolo. Si no leapetece comer, no coma.Definitivamente no voy a intimidarle.

—Pero son todos ustedes tanamables… —dije, quizás un tantodistraídamente, porque lo cierto es que

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seguía tratando de hacerme una idea decómo había sido transformado eledificio.

Entonces, repentinamente, la ancianadama dijo algo en mandarín. El hombrejoven que se había dirigido a mí hacíaescasos minutos dijo:

—Mi abuela dice que pensaba quenunca vendría. Ha sido una espera tanlarga. Pero ahora ya le ha visto, y sesiente muy feliz de tenerle aquí.

Antes incluso de que hubieraterminado de traducir lo que había dichola anciana, ésta volvió a hablar. Estavez, cuando hubo terminado, el hombrejoven se quedó callado unos instantes.Miró a su abuelo como en busca de

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consejo, y al cabo pareció haber tomadouna decisión.

—Debe usted disculpar a la abuela—dijo. A veces es un poquitoexcéntrica.

La anciana dama china, acasoentendiendo lo que su nieto había dichoen inglés, hizo un gesto impaciente paraque me tradujeran lo que había dichoantes. El hombre joven, finalmente,suspiró y dijo:

—Mi abuela dice que, hasta que havenido usted esta noche, le guardaba austed rencor. Es decir, estaba furiosaporque usted pensaba quitarnos nuestracasa.

Miré al hombre joven,

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completamente perplejo, pero la ancianahabía vuelto a hablar.

—Dice que durante mucho tiempo—tradujo el nieto— confió en que ustedse mantuviera lejos. Porque ella creíaque ahora esta casa pertenecía a nuestrafamilia. Pero esta noche, al verle enpersona, al ver la emoción en sus ojos,es capaz de comprender. Ahora siente ensu corazón que el acuerdo es correcto.

—¿El acuerdo? Pero qué…Dejé que las palabras murieran en

mis labios. Porque, pese a miperplejidad, mientras el hombre jovenhabía estado traduciendo las palabras desu abuela, yo había empezado a detectarcierto vago recuerdo relativo a un

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acuerdo que tenía que ver con la viejacasa y mi eventual regreso a ella. Pero,como digo, mi memoria al respecto eraharto nebulosa, e intuí que iniciar unadiscusión sobre el particular no haríasino causarme un terrible embarazo. Detodos modos, el señor Lin tomó en aquelmomento la palabra:

—Me temo que todos estamossiendo enormemente desconsideradoscon el señor Banks. Henos aquí,haciéndole hablar, cuando lo que enrealidad anhela es recorrer y mirar sucasa una vez más. —Entonces,volviéndose a mí con una amablesonrisa, dijo—: Venga conmigo, señormío. Ya tendrá tiempo luego de charlar

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con los demás. Venga por aquí y leenseñaré la casa.

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15

Durante los minutos que siguieron fui enpos del señor Lin por todo el edificio.Pese a su edad, mi anfitrión no parecíapadecer ningún achaque; aunquedespacio, movía su corpulencia conregularidad tenaz, sin apenas detenersepara recuperar el resuello. Seguí suropón oscuro y sus susurranteszapatillas, y subimos y bajamosestrechas escaleras, y recorrimospasillos iluminados apenas por unsimple farolillo. Me guió por partesdesnudas y llenas de telarañas, pasamos

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junto a ordenados montones de cajonesde vino de arroz. En otras partes, la casase convertía en suntuosa; había bellasmamparas y tapices de pared y juegos deporcelanas dentro de hornacinas. De vezen cuando el anciano abría una puerta yse apartaba para dejarme pasar. Entré envarios tipos de habitaciones, pero —durante un largo rato, al menos— nologré ver nada que me resultara familiar.

Finalmente entré por una puerta ysentí que algo tiraba con fuerza de mimemoria. Me llevó varios segundos,pero por fin, con una oleada de emoción,reconocí nuestra vieja «biblioteca».Había sido drásticamente remozada: eltecho era mucho más alto, una de las

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paredes había sido tirada para conseguirque el recinto tuviera forma de L. Ydonde un día hubo unas puertas doblesque daban al comedor había ahora untabique contra el que se apilaban másmontones de cajas de vino de arroz.Pero era, indiscutiblemente, la mismasala donde de niño casi siempre hacíamis deberes escolares.

Me adentré más en la biblioteca,mirándolo todo a mi alrededor. Al pocoadvertí que el señor Lin me estabamirando, y le dirigí una sonrisa tímida.Y él dijo:

—Sin duda han cambiado muchascosas. Por favor, acepte mis disculpas.Pero debe entender que, en dieciocho

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años, que es el tiempo que llevamosviviendo aquí, se han hecho inevitablesalgunas transformaciones para hacerfrente a las nuevas necesidades de mifamilia y mis negocios. Y me doy cuentatambién de que los anterioresmoradores, y los que les precedieron,realizaron asimismo importantesremodelaciones. Qué lástima, mi buenseñor. Pero supongo que muy pocospudieron prever que un día usted y suspadres…

Dejó la frase en suspenso, quizásporque pensó que no le estabaescuchando, quizás porque, como lamayoría de los chinos, se sentíaincómodo al pedir disculpas. Seguí

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mirando a mi alrededor un largo rato, yal final le pregunté:

—¿Así que esta casa ya no pertenecea Morganbrook and Byatt?

Pareció quedarse perplejo, y se echóa reír.

—Señor, yo soy el propietario deesta casa.

Vi que le había insultado, y dijeapresuradamente:

—Sí, por supuesto. Le ruego meperdone.

—No se preocupe, mi buen señor…—La sonrisa cordial había vuelto a suslabios. No era una pregunta fuera delugar. Después de todo, cuando usted ysus amados padres vivían aquí, tal era

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sin duda la situación. Pero creo que éstaha cambiado hace mucho tiempo. Mibuen señor, si usted llegara a hacerseidea de lo mucho que Shanghai hacambiado desde entonces… Todo,absolutamente todo ha ido cambiandouna y otra vez. Todo esto —dijo con unsuspiro, señalando con un gesto lo quehabía a nuestro alrededor— no son sinocambios mínimos comparados con losexperimentados por Shanghai. Haypartes de esta ciudad que en un tiempoconocí tan bien…, lugares que solíarecorrer todos los días y a los que si seme ocurriera ir hoy no sabría quécamino tomar para orientarme. Cambios,continuos cambios. Y ahora los

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japoneses; también ellos quieren hacersus propios cambios. Puede que aún nosesperen terribles cambios que quizásacaben por superarnos. Pero uno nodebe ser pesimista…

Por espacio de un instante, ambospermanecimos allí de pie, en silencio,mirando a nuestro alrededor. Luego éldijo con voz calma:

—Mi familia, por supuesto, sepondrá triste al dejar esta casa. Mipadre murió aquí. Aquí han nacido dosnietos. Pero cuando mi esposa hahablado antes (y debe usted disculpar sufranqueza, señor Banks), lo ha hecho ennombre de todos. Consideraremos ungran honor y un privilegio devolverle

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esta casa a usted y a sus padres. Ahora,mi buen señor, si le parece,continuemos.

Creo que poco después subimos unaescalera enmoquetada —que ciertamenteno existía en mi infancia— y llegamos aun dormitorio lujosamente restaurado.Había ricas telas y farolillos queproyectaban un resplandor rojizo.

—La habitación de mi esposa —dijoel señor Lin.

Pude ver que era una especie desantuario, un íntimo y acogedor boudoirdonde la anciana dama probablementese pasaba la mayor parte del día. A lacálida luz del farolillo, vi una mesita dejuego sobre la que se veían cartas

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dispuestas como en diferentes partidasno finalizadas, un escritorio con unacolumna de diminutos cajones conborlas doradas en uno de sus costados,una gran cama con dosel de variosvelos. En otros puntos de la alcoba viotros ricos ornamentos y varios objetosde entretenimiento cuya exacta finalidadno sabría precisar.

—A la señora debe de gustarlemucho esta habitación —dije luego. Veoque aquí tiene su mundo.

—Es ideal para ella. Pero no debeusted preocuparse por su bienestar, mibuen señor. Le encontraremos otrahabitación que le llegará a gustar tantocomo ésta.

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Sus palabras estaban destinadas atranquilizarme, pero percibí en su vozuna especie de fragilidad nueva. Seadentró unos pasos más en el dormitoriode su esposa, y fue hasta el tocador,donde se quedó como absorto en lacontemplación de un pequeño objeto (talvez un broche). Al cabo de unossegundos, dijo con voz suave:

—Cuando era más joven era muybella. La flor más hermosa, mi buenseñor. No puede usted hacerse idea. Aeste respecto, en mi corazón, soy comoun occidental. Nunca he querido otraesposa más que ésta. Una esposa essuficiente. Por supuesto he tomado otras;soy chino, después de todo, por mucho

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que haya vivido toda mi vida en laciudad de los extranjeros. Me viobligado a tomar otras esposas. Peroésta es la que de verdad me importa. Lasotras ya han desaparecido, y ella hapermanecido. Echo de menos a las otras,pero en mi corazón estoy feliz de que anuestra avanzada edad hayamos vuelto aquedarnos solos. —Durante unosinstantes pareció olvidarse de mipresencia. Luego se volvió hacia mí ydijo—: Este dormitorio. Me preguntoqué uso irán a darle ustedes. Perdóneme:ha sido una impertinencia. Pero ¿piensaque la destinará a su propia buenaesposa? Claro que soy consciente de quemuchos extranjeros, por pudientes que

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sean, esposo y esposa comparten lamisma alcoba. Me pregunto, por tanto, sila destinará usted a dormitorio dematrimonio. Mi curiosidad, me doycuenta, es de lo más impertinente. Peroeste cuarto es muy especial para mí. Ytengo la esperanza de que recibirá unuso idénticamente especial.

—Sí… —Miré de nuevo en torno,detenidamente. Y luego dije—: Quizásmi esposa no… Mi esposa…, veráusted, para serle franco… —Caí en lacuenta de que al pensar en una esposame vino a la cabeza la imagen de Sarah.Tratando de ocultar mi embarazo, añadícon rapidez—: Lo que quiero decirle,señor, es que aún no estoy casado. No

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tengo esposa. Pero creo que este cuartole vendrá a las mil maravillas a mimadre.

—Oh, sí. Después de todos losinfortunios que ha tenido que padecer,este dormitorio será ideal para ella. ¿Ysu padre? Me pregunto si la compartirácon él a la manera occidental. Por favor,perdóneme de nuevo esta crasaintromisión.

—No es ninguna intromisión, señorLin. Después de todo, al dejarme entraraquí ha sido usted quien me ha permitidoen gran medida compartir su intimidad.Tiene usted todo el derecho a hacermeesas preguntas. Sólo que todo estásiendo tan repentino… que aún no he

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tenido tiempo de hacer planes alrespecto.

Guardé silencio y volví a estudiar lahabitación. Luego, al cabo de unmomento, dije:

—Señor Lin, me temo que lo quevoy a decirle pueda disgustarle. Pero hasido usted más franco y generoso de loque yo jamás hubiera osado esperar, ysiento que merece una sinceridadrecíproca. Usted mismo ha mencionadohace un momento cuán inevitable es queuna casa experimente cambios con elcambio de sus moradores. Bien, señor,por queridas que estas habitaciones seanpara usted y su familia, me temo que unavez que mi familia vuelva a vivir en esta

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casa, procederemos a llevar a cabo loscambios que estimemos oportunos.También este dormitorio, me temo, habráde cambiar hasta quedar irreconocible.

El señor Lin cerró los ojos, y se hizoun pesado silencio. Me pregunté si sepondría furioso, y por espacio de unsegundo lamenté haber sido tan sincero.Pero luego, cuando volvió a abrir losojos, me estaba mirando con expresiónamable.

—Por supuesto —dijo. Escompletamente natural. Querrá restaurarla casa para dejarla como era cuandovivió en ella de niño. Es completamentenatural. Mi buen señor, lo entiendoperfectamente.

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Pensé en ello un instante, y dije:—Bien, en realidad, señor Lin,

quizás no logremos dejarla exactamentecomo era entonces. Para empezar, comoyo la recuerdo, había muchas cosas delas que no estábamos muy contentos. Mimadre, por ejemplo, nunca tuvo supropio estudio. Con todo el trabajo quele daba la campaña, el pequeñoescritorio que tenía en su dormitorionunca fue lo más adecuado. Mi padretambién quería un pequeño taller parasus trabajos de carpintería. Lo quequiero decir es que no es necesariovolver hacia atrás las manecillas delreloj por el mero placer de hacerlo.

—Lo que dice es muy sensato, señor

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Banks. Y aunque aún no haya tomadousted una esposa, quizás pronto llegue eldía en que deba considerar la necesidadde una esposa y unos hijos.

—Es muy posible, señor.Desgraciadamente, en el momentoactual, el asunto de una esposa, en micaso, pese a las costumbresoccidentales…

De pronto me sentí muy confuso ycallé. Pero el anciano, sabiamente,asintió con la cabeza y dijo:

—Por supuesto, en materias delcorazón las cosas nunca son sencillas.—Luego me preguntó—: ¿Desea ustedtener hijos, buen señor? Me preguntocuántos le gustaría tener.

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—De hecho, tengo ya uno. Unajovencita. Aunque en realidad no es mihija biológica. Era huérfana y ahora estáa mi cuidado. Y la cuido y educo como auna hija.

No había pensado en Jenniferdurante un tiempo, y al mencionarla enaquel momento, tan inesperadamente,hizo que un sentimiento muy intenso meanegara por completo. Las imágenes deJenny pasaron una tras otra por micabeza. Pensé en ella en el colegio, y mepregunté cómo estaría, qué habría estadohaciendo aquel día preciso.

Tal vez aparté la cara para ocultarmis emociones. En todo caso, cuandovolví a mirarle, el señor Lin asentía de

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nuevo con la cabeza.—Nosotros los chinos estamos

habituados a ese tipo de arreglosfamiliares —dijo. La sangre esimportante, pero también lo es el hogar.Mi padre tomó a su cuidado a unachiquilla huérfana, que creció connosotros como si fuera nuestra hermana.Yo la consideraba como tal, aunquesiempre supe cuáles eran sus orígenes.Cuando murió, en la epidemia de cóleraque se declaró cuando yo aún era unhombre joven, sentí el mismo dolor quecuando murieron mis hermanasbiológicas.

—Si me permite decirlo, señor Lin,es un gran placer hablar con usted. Es

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raro encontrar a alguien taninmediatamente comprensivo.

Me dirigió una pequeña inclinaciónde cabeza y juntó ante sí las yemas delos dedos.

—Cuando uno ha vivido tanto comoyo, y ha pasado por las agitaciones deestos años, conoce muchas alegrías ytristezas. Espero que su hija adoptivasea feliz aquí. Me pregunto cuál de lashabitaciones le asignará usted. ¡Pero,desde luego, perdóneme! Como ya me hadicho, hará los cambios pertinentes.

—De hecho, uno de los cuartos quehemos visto antes sería ideal paraJennifer. El de la pequeña repisa demadera que va de un lado a otro de la

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pared.—¿Le gustan ese tipo de repisas?—Sí. Para poner sus cosas. Y

también hay otra persona a quien alojaréen esta casa. Supongo que oficialmenteera una especie de sirviente, pero ennuestra familia siempre fue mucho másque eso. Su nombre es Mei Li.

—¿Era acaso su amah, buen señor?Asentí con la cabeza.—Ahora será mucho más vieja, y

estoy seguro de que sabrá apreciar eldescanso en su vejez. Los niños puedenser muy agotadores y exigentes. Siempretuve la intención de que, cuando llegaraa ser anciana, siguiera viviendo en estacasa con nosotros.

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—Es muy delicado de su parte. Unoestá tan acostumbrado a oír que lasfamilias extranjeras despiden al amahen cuanto los niños que están a su cargocrecen… Esas mujeres, a menudo,acaban sus días pidiendo por las calles.

Solté una risita.—Eso difícilmente podría pasarle a

Mei Li. De hecho, la sola idea escompletamente absurda. En cualquiercaso, como digo, vivirá aquí connosotros. En cuanto la tarea que he decumplir sea llevada a buen término,dedicaré mi afán a buscarla. No creoque sea muy difícil dar con ella.

—Y dígame, buen señor, ¿le daráusted una habitación en las dependencias

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de la servidumbre o vivirá con lafamilia?

—Vivirá con la familia, porsupuesto. Mis padres quizás no lo veríancon demasiado buenos ojos, pero, en fin,ahora soy yo el cabeza de familia.

El señor Lin sonrió.—De acuerdo con sus costumbres,

será como usted dice. Entre nosotros loschinos, felizmente para mí, a los viejosse les permite seguir dirigiendo la casahasta bien entrados sus años decrépitos.

El anciano rió entre dientes y sevolvió hacia la puerta. Estaba a punto deseguirle, pero en ese preciso instante —de forma harto inesperada y muyvividamente— sentí que volvía a mí

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otro recuerdo. He pensado en ello desdeentonces, y no tengo la menor idea depor qué fue ese recuerdo y no otro. Teníaseis o siete años, y mi madre y yoestábamos haciendo una carrera por unapradera de césped. No sé dónde eraexactamente; supongo que estábamos enalguno de los parques de la ciudad —quizás el Jessfield—, porque meacuerdo de que a un costado de dondecorríamos había un valla enrejada,cubierta de flores y plantas trepadoras.Era un día caluroso, pero noespecialmente soleado. Yo había retadoimpulsivamente a mi madre a unacarrera hasta algún punto no demasiadoalejado, con intención de mostrarle mis

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progresos como velocista. Había dadopor supuesto que la ganaría fácilmente, yque luego ella expresaría, en su formade siempre, su regocijada sorpresa antelas últimas manifestaciones de midestreza progresiva. Pero —para micontrariedad— ella se había mantenidoa mi ritmo durante todo el trayecto, sindejar de reír, mientras yo forzaba elpaso a toda potencia. No recuerdo concerteza quién resultó «ganador», perotodavía recuerdo mi furia contra ella ymi sensación de haber sido objeto deuna gran injusticia. Y tal fue el incidenteque me vino a la cabeza aquella noche,en la acogedora y recoleta atmósfera deldormitorio de la señora Lin. O más bien

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un fragmento de él: el recuerdo de habercorrido contra el viento con toda mifuerza; de mi madre, corriendo al lado;del crujiente rozar de su falda; de mifrustración creciente…

—Señor —le dije a mi anfitrión. Mepregunto si puedo pedirle algo. Dice queha vivido siempre en la Colonia. Mepregunto si en aquel tiempo llegó usted aconocer a mi madre.

—Jamás tuve la fortuna de conocerlapersonalmente —dijo el señor Lin. Pero,claro, supe de ella, y de su grancampaña. La admiraba mucho. Comotoda la gente decente. Estoy seguro deque es una dama espléndida. Y he oído,además, que es muy bella.

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—Supongo que sí, que lo es. Unonunca piensa si su madre es o no bella.

—Oh, he oído decir que es lainglesa más bella de Shanghai.

—Supongo que sí, que es cierto.Pero ahora debe de haber envejecido,por supuesto.

—Ciertos tipos de belleza nunca semarchitan. Mi esposa —señaló eldormitorio con un gesto— sigue siendopara mí tan bella como el día en que mecasé con ella.

De pronto, cuando dijo esto, tuve lasensación de estar entrometiéndome, yesta vez fui yo quien inicié el ademánprimero de marcharme.

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No recuerdo mucho más de mi visitaa la casa de los Lin aquella noche.Puede que estuviéramos otra horacharlando y comiendo alrededor de lamesa, con toda la familia. En cualquiercaso, sé que me despedí de los Lin enlos mejores términos. Fue durante eltrayecto de vuelta, sin embargo, cuandoMorgan y yo tuvimos una disputa.

Fue culpa mía, probablemente.Estaba cansado y algo alterado.Llevábamos un buen rato en el coche, enmedio de la noche, en silencio, y mimente quizás había empezado a darlevueltas a la inmensa tarea que meesperaba. Porque recuerdo que le dije a

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Morgan, sin venir demasiado a cuento:—Mira, llevas aquí ya varios años.

Dime, ¿has llegado a conocer alinspector Kung?

—¿El inspector Kung? ¿Un policía oalgo parecido?

—Cuando viví aquí de niño, elinspector Kung era una especie deleyenda. De hecho, fue el funcionariopolicial originalmente encargado delcaso de mis padres.

Para mi sorpresa, oí que Morgan, ami lado, soltaba una risotada. Y luegodijo:

—¿Kung? ¿Kung el Viejo? Sí, porsupuesto, era inspector de policía. Bien,entonces no es extraño que no se llegara

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a nada en aquel caso.Su tono me dejó desconcertado, y le

dije fríamente:—En aquel tiempo, el inspector

Kung era el más venerado detective deShanghai, si no de toda China.

—Bien, pues sigue teniendo ciertafama, te lo aseguro. Kung el Viejo… Esincreíble.

—Me alegra saber que sigue en laciudad. ¿Tienes alguna idea de dóndepuedo encontrarlo?

—Lo mejor que puedes hacer esdarte una vuelta por Frenchtowncualquier día después del anochecer. Tetoparás con él tarde o temprano.Normalmente te lo encuentras tirado en

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la acera, entre otros bultos humanos. O,si le han dejado entrar en algún bar demala muerte, en un rincón oscuro,roncando.

—¿Intentas decirme que el inspectorKung se ha vuelto un borracho?

—Bebida. Opio. Lo normal en loschinos. Pero él es todo un personaje.Cuenta historias de sus días de gloria yla gente le da unas monedas.

—Creo que estás hablándome deotro hombre, amigo mío.

—No lo creo, muchacho. Kung elViejo. ¿Así que fue realmente policía?Yo siempre pensé que era otra invenciónsuya. La mayoría de sus historias sonabsurdas. ¿Qué te pasa, amigo mío?

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—Lo malo de ti, Morgan, es que nohaces más que confundir las cosas.Primero me mezclas a mí conBigglesworth. Ahora confundes alinspector Kung con no sé qué pobrevagabundo. El vivir aquí te haablandado la cabeza, querido.

—Escucha un momento y cierra elpico. Lo que te estoy diciendo puededecírtelo cualquiera a quien te molestesen preguntárselo. Y me ha ofendido tucomentario. No tengo la cabeza nadablanda.

Para cuando me dejó en el Cathay,debíamos de haber vuelto a unostérminos ligeramente más civilizados,pero al despedirnos ambos estuvimos

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fríos. No he vuelto a ver a Morgandesde entonces. En cuanto al inspectorKung, a partir de aquella noche mepropuse buscarlo sin dilación alguna,pero por una u otra razón —quizás temíaque Morgan pudiera haber dado en elclavo— no lo he considerado una de misprioridades; al menos hasta ayer, cuandoexaminando los archivos de la policía dicon el nombre del inspector de la formamás dramática.

Esta mañana, al mencionar depasada el nombre de Kung aMacDonald, su reacción no ha sido muydistinta de la de Morgan la otra noche, ysospecho que ha sido otra de las razonesde mi impaciencia al encararnos en su

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pequeño despacho mal ventilado y convistas a los terrenos del consulado. Detodas formas, sé que con un poco más deesfuerzo por mi parte habría sacadobastante más en limpio de estaentrevista. Mi error crucial de estamañana ha sido permitirle que meincitara a perder los nervios. En unmomento dado, me temo, he llegadoprácticamente a hablarle a gritos.

—¡Señor MacDonald, sencillamenteno basta con dejar las cosas al albur delo que usted insiste en llamar mis«poderes»! ¡No tengo tales poderes! Soyun simple mortal, y no puedo alcanzarmis metas si no se me facilita unaasistencia básica que me permita llevar

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a cabo mi trabajo. No le he pedido grancosa, señor. ¡Casi nada, para serexactos! Y lo que le he pedido se lo heexpuesto con claridad. Deseo hablar conese confidente comunista. Sólo necesitohablar con él; me bastará con una breveentrevista. Le hice esta petición en lostérminos más claros. No logro entenderpor qué no se han realizado ya lasgestiones oportunas. ¿Qué es lo quepasa, señor? ¿Qué pasa? ¿Qué es lo quese lo está impidiendo?

—Escuche un momento, amigo mío.Éste no es un asunto de mi competencia.Si lo desea, haré que el propio inspectorjefe de la policía vaya a verle a su hotel.Pero tiene que tener en cuenta que, aun

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así, no puedo asegurarle que logre ustedlo que desea. No son ellos los que tienena la Serpiente Amarilla.

—Soy cabalmente consciente de quees el gobierno chino quien tiene bajo suprotección a la Serpiente Amarilla. Poreso acudo a usted y no a la policía. Medoy perfecta cuenta de que la policíapoco tiene que ver con cuestiones de talenvergadura.

—Veré lo que puedo hacer, amigomío. Pero debe entender que ésta es laColonia Británica. No podemos ir dandoórdenes a las autoridades chinas. Perohablaré con alguien en el departamentoapropiado. No apueste, sin embargo, poruna rápida respuesta. Chiang Kai-shek

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ha tenido confidentes antes, pero jamásninguno con tan extenso conocimiento delas redes rojas. Chiang perdería un buenpuñado de batallas contra los japonesesantes de permitir que le suceda algo a laSerpiente Amarilla. En lo que a Chiangrespecta, ¿sabe?, el enemigo no son losjaponeses sino los comunistas.

Dejé escapar un ruidoso suspiro.—Señor MacDonald, no me importa

Chiang Kai-shek ni cuáles puedan sersus prioridades. Tengo un caso queresolver y me gustaría que usted hicieratodo lo que estuviera en su mano paraconseguirme una entrevista con eseconfidente. Se lo estoy pidiendo a ustedpersonalmente, y si mis esfuerzos en tal

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sentido no llegan a nada porque lo quele solicito no se me concede…, nodudaré en hacer público que a quienacudí fue a usted.

—Un momento, un momento, amigo.¡Por favor! ¡No hay necesidad de llevarlas cosas a tal punto! ¡Ningunanecesidad en absoluto! Aquí todossomos amigos. Todos le deseamos losmejores éxitos. Todos, le doy mipalabra. Mire, le he dicho que haré loque esté en mi mano. Hablaré con unagente, ya sabe, gente que está en esalínea de trabajo. Les hablaré, le diré lointensos que son sus sentimientos alrespecto. Pero tiene que entender quecon los chinos no puede hacerse más que

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eso. —Se inclinó hacia mí sobre la mesay dijo en tono confidencial—: ¿Sabe?Podría intentarlo con los franceses.Tienen montones de pequeños«entendimientos» con Chiang. Ya meentiende: del tipo off-the-record. Deltipo de cosas que nosotros no podemos«tocar». No lo dude: tiene a losfranceses.

En la sugerencia de MacDonaldpodía haber algo ciertamente útil.Quizás podría conseguir alguna ayudaefectiva de las autoridades francesas.Pero, con franqueza, desde que he salidodel despacho de MacDonald estamañana no he reflexionado mucho sobretal alternativa. Para mí no hay duda de

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que MacDonald, por razones que hoypor hoy permanecen poco claras, acudeal recurso de las evasivas, y de que encuanto se percate de la importanciacrucial de concederme lo que le pido,hará todo lo que esté en su mano parafacilitármelo. Infelizmente, es probableque al llevar yo la entrevista de estamañana de forma tan incompetente, tengaque volver a enfrentarme con él enbreve. No es una perspectiva que meentusiasme especialmente, pero almenos la próxima vez mi enfoque delasunto será completamente diferente, yno le resultará tan fácil mandarme a lacalle con las manos vacías.

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Sexta parte

Cathay Hotel, Shanghai,20 de octubre de 1937

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Sabía que estábamos en algún lugar dela Concesión Francesa, no lejos delpuerto, pero por lo demás me hallabadesorientado por completo. El chóferllevaba ya un rato enfilando diminutoscallejones por los que difícilmentepodían circular los coches, tocando elclaxon repetidas veces para hacer quelos peatones se apartaran de nuestrocamino, y yo empezaba a sentirmeridículo, como si hubiera metido uncaballo en una vivienda. Pero finalmenteel coche se detuvo, y el chófer, tras

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abrirme la puerta, me indicó la entradadel Inn of Morning Happiness.

Fui conducido al interior por unchino delgado al que le faltaba un ojo.Lo que hoy me viene a la cabeza es unaimpresión global de techos bajos,madera oscura y húmeda y el habitualolor a sumidero. Pero el local parecíabastante limpio; en un momento dadohubimos de orillar a tres mujeres viejasque, arrodilladas en el suelo, fregabancon diligencia las tablas del piso detarima. Hacia el fondo del localllegamos a un pasillo con una largahilera de puertas. Me recordaron a unascaballerizas, o incluso a una cárcel,pero en aquellos cubículos —no tardé

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en saber— se alojaban los huéspedesdel hostal. El chino tuerto llamó a una delas puertas, que se abrió antes de quenos llegara del interior respuesta alguna.

Entré en un espacio pequeño yestrecho. No había ventanas, pero lostabiques de separación de amboscostados no llegaban hasta el techo; losúltimos treinta centímetros eran de mallametálica, con lo que el aire y la luzpodían circular mínimamente. Pese aello, el ambiente del cubículo eraviciado y oscuro, e incluso cuando el solde la tarde lucía con fuerza en elexterior, lo único que lograba era que lamalla arrojara caprichosas sombrassobre el suelo. La figura que yacía en la

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cama parecía estar dormida, pero luego,cuando me hube situado en el angostoespacio entre la cama y la pared, vi quemovía las piernas. El chino de un soloojo masculló algo y desapareció,cerrando la puerta a su espalda.

El antiguo inspector Kung estabaprácticamente en los huesos. Tenía lapiel de la cara y el cuello reseca y llenade manchas; la boca blandamenteabierta; de la tosca manta sobresalía unapierna desnuda que parecía un palo,aunque en la parte del torso entrevi unacamiseta de una sorprendente blancura.Al principio no hizo el menor ademán deincorporarse, y al parecer se limitó aconstatar mi presencia. Y sin embargo

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no daba la impresión de hallarse bajolos efectos del opio o el alcohol.Finalmente, cuando le dije quién era ycuál era mi propósito al venir a verle,pareció volverse más coherente yempezó a dar señales de cortesía.

—Lo siento, señor… —Su inglés,cuando pudo articularlo, le brotó confluidez. No tengo té. Empezó a farfullaralgo en mandarín, moviendo las piernasde un lado para otro bajo las mantas.Luego pareció volver a acordarse de símismo, y dijo—: Por favor, discúlpeme.No estoy bien. Pero mi salud prontovolverá a ser buena.

—Eso espero, sinceramente —dije.Después de todo, usted fue uno de los

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mejores detectives al servicio del SMP.—¿De veras? Qué amable de su

parte decirme eso, señor. Sí, quizás fuiun buen policía en un tiempo. Con unsúbito esfuerzo, se incorporó sobre lacama y depositó con cautela un piedesnudo en el suelo. Tal vez por recato,tal vez por el frío, se mantuvo la mantaarrollada al vientre. Pero al final —prosiguió— esta ciudad acabaderrotándote. Todo el mundo traiciona alamigo. Confías en alguien, y resulta queestá en la nómina de un gangster. Losgobernantes son también gangsters.¿Cómo puede un policía hacer su trabajoen un sitio como éste? Puedo ofrecerleun cigarrillo. ¿Le apetece fumar un

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cigarrillo?—No, gracias. Señor, déjeme que le

diga sólo esto. Cuando era niño, seguíasus hazañas con gran admiración.

—¿Cuando era usted niño?—Sí, señor. El chico que vivía en la

casa de al lado y yo… —solté una risita— solíamos jugar a que éramos usted.Usted era…, usted era nuestro héroe.

—¿Sí? —El viejo sacudió la cabeza,y sonrió. ¿Es eso cierto? Bien, entonceslamento mucho más no poder ofrecerlenada de nada. No tengo té. Y no quiereun cigarrillo…

—En realidad, señor, usted puedeofrecerme algo mucho más importante.He venido a verle hoy porque creo que

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podrá usted proporcionarme una pistavital para mi investigación. En laprimavera de 1915 hubo un caso queusted investigó: un tiroteo en unrestaurante, el Wu Cheng Lou, deFoochow Road. Hubo tres muertos yvarios heridos. Usted detuvo a los dosautores. En los archivos de la policía, elincidente se ha llamado «el tiroteo deWu Cheng Lou». Fue hace muchos años,me hago cargo, pero, inspector Kung, mepregunto si sería capaz de recordar elcaso.

Desde dos o tres cuartos más allá, anuestra espalda, nos llegó un ruidosoacceso de tos. El inspector Kung sequedó pensativo unos instantes, y al

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cabo dijo:—Recuerdo muy bien el caso de Wu

Cheng Lou. Fue uno de mis momentosprofesionales más satisfactorios. Aveces pienso en ese caso, incluso enestos días…, tumbado en esta cama.

—Entonces quizás recuerde haberinterrogado a un sospechoso a quienluego usted mismo exculpó de todaimplicación en el asunto. Según losarchivos policiales, el hombre sellamaba Chiang Wei. Usted lointerrogaba en relación con el caso WuCheng Lou, pero el tipo acabó haciendounas confesiones sin conexión algunacon el caso por el que había sidodetenido.

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Aunque su cuerpo era un ajado sacode huesos, los ojos del viejo detectivese hallaban ahora llenos de vida.

—Correcto —dijo. El no tenía nadaque ver con el tiroteo. Pero tenía miedoy empezó a «largar». Lo confesó todo.Confesó, recuerdo, haber pertenecido auna banda de secuestradores unos añosatrás.

—¡Excelente, señor! Así es comofigura en los archivos policiales. Bien,inspector Kung, lo que voy a preguntarlees muy importante. Aquel hombre le diounas direcciones. Direcciones de casasde la banda utilizadas para retener a loscautivos.

El inspector Kung había estado

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observando cómo las moscas zumbabanen torno a la malla metálica cercana altecho, pero ahora sus ojos descendierondespacio hasta donde yo estaba de pie,junto a la cama.

—Así es —dijo con voz suave.Pero, señor Banks, registramosconcienzudamente todas esas casas…Los secuestros de los que el detenidohablaba habían tenido lugar hacíamuchos años. Y no encontramos nadasospechoso en los registros.

—Lo sé, inspector Kung. Ustedhabría hecho todo lo que estaba en sumano del modo más minucioso posible,no hay duda. Pero, claro, en esemomento lo que estaba investigando era

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el tiroteo. Lo más natural del mundohabría sido no desperdiciar sus energíasen un caso, digamos, secundario. Lo quele estoy queriendo decir es que sialgunas personas poderosas hubierantratado por todos los medios de impedirque usted rastreara una de esas casas, esmuy probable que usted no se hubieraempecinado en hacerlo.

El viejo detective volvió aabstraerse en sus hondas reflexiones. Yfinalmente dijo:

—Había una casa… Ahora lorecuerdo. Mis hombres me traíaninformes. Del resto de las casas, siete entotal, recibí los informes en midespacho. Recuerdo que me preocupó en

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su día que de la octava no obtuveinforme alguno. Mis hombres se toparoncon ciertos obstáculos. Sí, recuerdo queme pregunté por ello varias veces. Elolfato del detective. Usted, señor, sabe alo que me refiero.

—Y esa casa que faltaba… No llegóa ver jamás informe alguno sobre ella.

—Correcto, señor. Pero, como usteddice, no era un asunto prioritario.Comprenderá que el caso en candeleroera el tiroteo en el Wu Cheng Lou. Habíahecho mucho daño. La captura de losasesinos nos llevó semanas.

—Creo que incluso fracasaron enello dos de sus mejores colegas.

El inspector Kung sonrió.

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—Como le he dicho, atravesaba unode los momentos más satisfactorios demi carrera. Me encargué del casocuando ya otros habían fracasado. Laciudad no hablaba de otra cosa. Al cabode unos días conseguí capturar a losasesinos.

—Leí los informes. Fue admirable.Pero ahora el viejo detective me

miraba fijamente. Y luego dijo despacio:—Aquella casa… La casa que mis

hombres dejaron de registrar. Aquellacasa. ¿No estará intentando decirmeque…?

—Sí. Creo que es allí donde mispadres permanecen encerrados.

—Ya entiendo…

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Se quedó en silencio, comodigiriendo la anonadante idea.

—No fue una cuestión denegligencia por su parte —dije.Permítame que se lo diga de nuevo: heleído con gran admiración los informespoliciales. Sus hombres no llegaron aregistrar la casa porque su labor fueobstruida por personas situadas en loalto de la jerarquía de la policía. Haygente que hoy sabemos que estaban asueldo de las organizaciones criminales.

Volvieron a oírse los accesos de tos.El inspector Kung permaneció ensilencio unos minutos más, y luegovolvió a mirarme y dijo, muy despacio:

—Ha venido a preguntarme. Ha

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venido a preguntarme si podría ayudarlea encontrar esa casa.

—Por desgracia, los archivos son unauténtico caos. Es una vergüenza cómohan estado llevando las cosas en estaciudad. Los papeles han sido archivadosen lugares equivocados, o se hanperdido definitivamente. Al final, hedecidido que lo mejor era venir a verle.A preguntarle, por improbable quepueda parecer, si seguía recordando.Algo, cualquier cosa, sobre aquellacasa.

—Aquella casa. Deje que intenterecordar. —El viejo cerró los ojos, ytrató de concentrarse. Pero al cabo deunos minutos sacudió la cabeza. El

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tiroteo de Wu Cheng Lou… Han pasadomás de veinte años. Lo siento. No logrorecordar nada sobre aquella casa.

—Por favor, intente recordar algo,señor. ¿No recuerda siquiera en quédistrito estaba? ¿Si, por ejemplo, estabadentro de la Colonia Internacional?

Se quedó pensativo unos instantes, yluego volvió a negar con la cabeza.

—Fue hace mucho, mucho tiempo. Ymi cabeza ya no trabaja como es debido.A veces no recuerdo nada, ni siquiera lodel día anterior. Pero seguiréintentándolo. Quizás mañana, o pasadomañana, me despierte y recuerde algo.Lo siento tanto, señor Banks. Pero ya ve:ahora mismo no puedo. No recuerdo

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nada.

Cuando llegué a la ColoniaInternacional casi había anochecido.Creo que me pasé una hora en mi cuarto,revisando una vez más mis notas,tratando de dejar atrás la decepción demi entrevista con el viejo detective. Nobajé a cenar hasta después de las ocho, yme senté en un rincón del espléndidocomedor, en la mesa de costumbre.Recuerdo que aquella noche no teníamucho apetito, y estaba a punto de dejarinacabado el plato principal para volvera trabajar en mi cuarto, cuando elcamarero me trajo la nota de Sarah.

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La tengo aquí delante. No son másque unas palabras garabateadas en papelsin rayar, con la parte de arribaarrancada. Dudo que haya dedicadodemasiada atención a la redacciónpropiamente dicha: dice simplementeque me reúna con ella de inmediato en elmedio rellano entre el tercero y cuartopiso del hotel. Estudiándola de nuevo eneste mismo instante, su relación con elpequeño incidente de una semana atrásen casa de Tony Keswick no puederesultarme más evidente. Es decir:Sarah, probablemente, no habría escritojamás esta nota si lo que ocurrióentonces entre nosotros no hubieraacontecido en absoluto. Aunque,

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extrañamente, cuando el camarero meentregó la nota, pasé por alto talasociación, y me quedé allí sentado unossegundos, completamente perplejo: ¿porqué habría de querer verme Sarah demodo tan intempestivo?

He de decir aquí que la había vueltoa ver tres veces desde la noche delLucky Chance House. En dos de talesocasiones, nos habíamos visto sólofugazmente, y en presencia de amigoscomunes, por lo que apenas habíamospodido decirnos nada. La tercera vez —una cena en casa del señor Keswick,presidente de Jardine Matheson—supongo que debió de ser muy similar alas anteriores: un lugar muy concurrido,

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intercambio de unas palabras…,etcétera. Pero ahora, contempladoretrospectivamente, nuestro encuentrobien podría considerarse deimportancia: una especie de momentodecisivo.

Aquella noche yo había llegado unpoco tarde, y cuando fui conducido alvasto invernadero del señor Keswick,más de sesenta invitados se acomodabanya en sus asientos de las diversas mesassituadas entre el follaje y losemparrados. Divisé a Sarah al fondo delrecinto —sir Cecil no estaba presente—, pero vi que también ella buscaba suasiento, y no hice el menor ademán deaproximarme a ella.

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Al parecer, en los actos de este tipode Shanghai existe la costumbre de quelos invitados, una vez se han servido lospostres —e incluso antes de que hayandado cumplida cuenta de ellos—,abandonan sus asientos originales ycomienzan a mezclarse libremente. Yotenía en mente, pues, aprovechar talparticularidad festiva para, en cuantollegara el momento, desplazarme hastadonde estaba Sarah y charlar con ella.Sin embargo, llegado el momento de lospostres, me fue imposible librarme de ladama que se sentaba a mi lado, queporfiaba en explicarme con todo detallela situación política en Indochina.Luego, en cuanto logré zafarme de ella,

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nuestro anfitrión se levantó y anuncióque había llegado el momento de «losturnos». Acto seguido procedió apresentar a la primera intérprete: unaesbelta dama que, surgida de una mesa ami espalda, avanzó hacia el frente y sepuso a recitar un poema humorístico(evidentemente compuesto por ellamisma).

A continuación le llegó el turno a unhombre que cantó sin acompañamientociertos versos de Gilbert and Sullivan, yconjeturé que la mayoría de quienes merodeaban no hacían sino esperar su turnopara mostrar sus destrezas artísticas.Los invitados iban ocupando uno trasotro el lugar destinado a los «artistas», a

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veces formando dúos o tríos; hubomadrigales y tradicionalescomposiciones cómicas. La tónica erainvariablemente frívola, y en ocasioneshasta subida de tono.

Luego, un hombre grande yrubicundo —director, según supedespués, de una sucursal del Hong Kongand Shanghai Bank— se abrió pasohasta el improvisado escenario con unaespecie de túnica sobre el esmoquin yempezó a leer de un pergamino unmonólogo satírico sobre los diversosaspectos de la vida de Shanghai. Casitodas las referencias —a individuos, ala condición de los cuartos de baño dedeterminados clubs conocidos, a

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incidentes ocurridos en recientescarreras a campo traviesa— eran paramí absolutamente desconocidas, peropronto suscitaron una risa general entodos los rincones del invernadero. Eneste punto miré a mi alrededor en buscade Sarah, y al final la vi sentada en unaesquina, entre un grupo de damas, riendotan de buena gana como cualquiera deellas. La mujer que había a su lado, queclaramente había bebido mucho, rugíacon un abandono casi indecente.

La actuación del hombre de la cararoja duraba ya unos cinco minutos —durante los cuales el nivel de hilaridadno hizo sino crecer paulatinamente—cuando acometió una particularmente

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efectiva retahila de tres o cuatro versos,que levantó en los asistentes unaestentórea risotada prácticamenteparoxística. Fue entonces cuando volví amirar en dirección a Sarah. Al principiola escena se asemejaba mucho a la queinstantes antes ya había presenciado:Sarah reía, sin poder contenerse, enmedio de sus compañeras. Si seguímirándola unos segundos más fuesencillamente porque me sorprendíasobremanera el hecho de que, llevandoen la ciudad apenas un año, su grado deintimidad con la sociedad de Shanghaihubiera llegado al punto de que aquellasbromas oscuras fueran capaces dereducirla a tal estado de regocijo. Y fue

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entonces, mientras la miraba yreflexionaba sobre ello, cuando desúbito caí en la cuenta de que no se reíaen absoluto; de que no eran lágrimas derisa —como yo había supuesto— lasque se estaba enjugando, sino lágrimasverdaderas, porque estaba llorando.Seguí observándola unos instantes,incapaz de dar crédito a lo que estabaviendo. Luego, mientras seguía el fragorde las risotadas, me levantédiscretamente y avancé hacia el gruesode los invitados. Tras abrirme pasocomo pude entre los racimos humanos,me encontraba al fin a su espalda, y yano hubo duda alguna: en medio de todoaquel regocijo desbordado, Sarah

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lloraba de forma incontrolable.Me había acercado por detrás, de

modo que al ofrecerle mi pañuelo ella,sobresaltada, dio un respingo. Luegoalzó los ojos hacia mí y se quedómirándome fijamente —por espacioquizás de cuatro o cinco segundos— conuna mirada inquisitiva en la que lagratitud se hallaba mezclada con algocomo un interrogante. Incliné la cabezapara ver mejor su expresión, pero mecogió el pañuelo y volvió la cara haciael rapsoda de la cara roja. Y cuando elsiguiente estallido de hilaridad llenó elrecinto, Sarah, con impresionante fuerzade voluntad, lanzó también su carcajadamientras se apretaba el pañuelo contra

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los ojos.Consciente de que podía atraer hacia

ella una atención indeseada, desanduveel camino y regresé a mi asiento, y apartir de entonces no volví a acercarmea ella aquella noche salvo en losmomentos finales, cuando en elvestíbulo nos deseamos formalmente lasbuenas noches en medio de las decenasde invitados que se estaban despidiendo.

Pero supongo que en el curso de losdías siguientes tuve la vaga expectativade que pudiera llegarme algo de ella enrelación con lo que había pasado en lafiesta. De lo ensimismado que estaba yoaquel día en mi investigación da lamedida el hecho de que, cuando me

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entregaron la nota en el comedor delCathay Hotel, no la relacionéinmediatamente con el incidente de lafiesta, y empecé a subir la gran escalerapreguntándome por qué querría vermecon tanta urgencia. Lo que Sarah habíadescrito como «medio rellano» entredos plantas era en realidad un espaciobastante amplio, decorado con sillones,alguna que otra mesa y palmas enmacetas. Un lugar —sobre todo por lamañana, con los ventanales abiertos ylos ventiladores girando en el techo—sumamente agradable para que cualquierhuésped del hotel pudiera leer elperiódico y tomar un buen café. Por lanoche, sin embargo, la atmósfera cambia

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y se instala en él como un aire deabandono —tal vez debido a lasrestricciones energéticas—, y no recibeotra luz que la de las escaleras y la quepueda filtrarse del Bund a través de lasventanas. En aquella noche concreta, ellugar estaba desierto si se exceptuaba aSarah, cuya silueta se recortaba contralas enormes hojas de los ventanales.Miraba a la calle. Cuando me acercabahacia ella tropecé contra una silla, y elruido hizo que Sarah volviera la cabeza.

—Creía que iba a haber luna —dijo.Pero no la hay. Esta noche ni siquieraestán disparando esos proyectiles.

—Sí. Las noches pasadas ha habidocalma.

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—Cecil dice que los soldados deambos bandos están ya exhaustos.

—Me atrevería a jurarlo.—Ven, Christopher, acércate. No te

preocupes, no voy a hacerte nada. Perotenemos que hablar en voz más baja.

Me acerqué hasta quedar a su lado.Ahora podía ver el Bund, abajo, y lalínea de luces que jalonaba el paseomarítimo.

—Lo he arreglado todo —dijo convoz calma. No ha sido fácil, pero ya estáhecho.

—¿Qué es lo que has hechoexactamente?

—Todo. Papeles, barcos, todo. Nopuedo aguantar más aquí. Lo he

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intentado con todas mis fuerzas y estoymuy cansada. Me voy.

—Entiendo. ¿Y Cecil? ¿Sabe lo quevas a hacer?

—No le cogerá totalmente porsorpresa. Pero supongo que se quedaráde piedra, de todos modos. ¿Y tú,Christopher, te «quedas de piedra»?

—No, no mucho. Por lo que hepodido observar, no me resulta extrañoque pudiera estar gestándose algoparecido. Pero antes de dar un paso tandrástico, ¿estás segura de que no hay…?

—Oh, ya he pensado todo lo quepuede pensarse a este respecto… Y nohay solución. Aunque Cecil estuvieradispuesto a volver a Inglaterra mañana

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mismo. Además, ha perdido tanto, tantodinero en el juego. Está decidido a nomarcharse hasta que recupere hasta elúltimo penique.

—Veo que tu viaje a Shanghai hadefraudado bastante tus esperanzas. Losiento.

—No es sólo el viaje a Shanghai. —Lanzó una carcajada y luego se quedócallada. Segundos después dijo—: Heintentado amar a Cecil. Lo he intentadocon toda el alma. No es un mal hombre.Probablemente tú pienses que lo es…,de la manera en que lo has visto aquí.Pero no ha sido así siempre. Y me hedado cuenta de que lo que le pasa tienemucho que ver conmigo. Lo que

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necesitaba en esta fase de su vida era unbuen descanso. Pero aparecí yo, y élsintió que debía seguir un poquito más.Fue culpa mía. Cuando vinimos aquí, alprincipio, lo intentó. Lo intentó contodas sus fuerzas. Pero todo le superaba,y creo que eso es lo que ha ocurrido,que eso es lo que lo ha hundido. Quizá,cuando me vaya, sea capaz de recobrarla calma.

—Pero ¿adónde vas a ir tú?¿Vuelves a Inglaterra?

—Ahora no tengo suficiente dineropara volver a Inglaterra. Voy a Macao.Luego ya veré lo que hago. Puedesuceder cualquier cosa. El caso es quepor eso quería hablarte. Christopher,

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tengo que confesártelo: estoy muyasustada. No quiero irme por ahí sola.Me he preguntado si te vendríasconmigo.

—¿Te refieres a ir contigo a Macao?¿Irme contigo mañana?

—Sí. Venirte conmigo a Macaomañana. Luego podríamos decidiradonde ir después. Si quisieras,podríamos quedarnos por el mar de laChina Meridional durante un tiempo. Opodríamos ir a Suramérica. Fugarnoscomo ladrones en la noche. ¿No teparecería divertido?

Supongo que me sorprendió oírledecir lo que me dijo, pero lo que ahorarecuerdo más nítidamente, sepultando

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todo lo demás, es una casi tangiblesensación de alivio. Ciertamente,durante uno o dos segundos habíaexperimentado esa especie de vértigo dequien sale de pronto a la luz y al airefresco después de haber estadoencerrado largo tiempo en una cámaraoscura. Era como si la sugerencia queacababa de hacerme —que, por lo quecabía suponer, la dictaba un repentinoimpulso— entrañara una enormeautoridad, algo que suponía para mí unasuerte de bendición que yo jamás habríaosado ambicionar.

Pero supongo que, apenas pasó pormí tal sentimiento, otra parte de mí sepuso de inmediato en guardia ante la

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posibilidad de que no fuera más que unaprueba que ella hubiera ideado para mí.Porque recuerdo que, cuando al caborespondí, fue para decir:

—Existe una dificultad: mi trabajoaquí. Tendría que terminar lo que hevenido a hacer. Después de todo, elmundo entero está al borde de lacatástrofe. ¿Qué pensaría la gente de mísi los abandonara a todos en esta fasedel proceso? Y, ya en ello, ¿quépensarías tú de mí?

—Oh, Christopher, los dos somosiguales, pensamos que no somoscapaces. Tenemos que dejar de pensarasí. De lo contrario, no habrá nada paraninguno de los dos, sólo más de lo

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mismo que hemos estado teniendo todosestos años. Más soledad, más días sinnada en nuestras vidas más que ese «nose qué» que nos está constantementediciendo que no hemos hecho lobastante. Tenemos que dejar todo esoatrás. Deja tu trabajo, Christopher. Ya tehas pasado gran parte de tu vidadedicado a esas cosas. Vayámonosmañana. No perdamos un solo día más.Vayámonos antes de que sea demasiadotarde para los dos.

—¿Demasiado tarde para qué?—Demasiado tarde para… Oh, no lo

sé. Lo que sé es que he desperdiciadotodos estos años buscando algo, unaespecie de trofeo que sólo conseguiría si

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hacía mucho, mucho…, lo bastante paramerecerlo. Pero ya no quiero más deeso. Ahora quiero algo diferente, algocálido y acogedor, algo a lo que puedaacudir, independientemente de lo quehaga, independientemente de en quiénme haya convertido. Algo que esté ahí,siempre, como el cielo de mañana. Esoes lo que ahora quiero, y lo que creo quedeberías querer tú también. Pero muypronto va a ser muy tarde. Nos haremosdemasiado conformistas para podercambiar. Si no aprovechamos la ocasiónahora, puede que nunca se nos vuelva apresentar otra. Christopher, ¿qué es loque le estás haciendo a esa pobreplanta?

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Me di cuenta, ciertamente, de quedistraídamente había estado arrancandohojas a la palma que teníamos más cercay dejándolas en el suelo enmoquetado.

—Lo siento… —Solté una risita.Qué destructivo. Luego dije—: Peroaunque tengas razón…, en todo lo queestás diciendo, me refiero, aunquetengas razón, no es nada fácil para mí.Porque, verás, está Jennifer…

Al decir esto, me asaltó una vívidaimagen de la última vez que Jenny y yohabíamos estado hablando, la vez en quenos habíamos dicho adiós en laacogedora salita de la trasera delcolegio, mientras el suave sol de latarde primaveral inglesa bañaba las

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paredes de paneles de roble. De prontorecordé de nuevo su cara cuando porprimera vez entendió cabalmente lo quele estaba diciendo; el reflexivoasentimiento de cabeza que me dirigiócuando pensó que mi explicación habíaacabado, y las inesperadas palabras quele brotaron al final.

—¿Ves? Está Jennifer —repetí,consciente de que corría el riesgo decaer en un sueño de vigilia. Estaráesperándome.

—Pero es que ya he pensado en eso.He pensado detenidamente en todo eso.Sé que podemos ser amigas. Más queamigas. Los tres podríamos ser…,bueno, una pequeña familia. Como

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cualquier otra. He pensado en ello,Christopher, y podría ser maravillosopara los tres. Podríamos enviar abuscarla, tan pronto como hayamoshecho un plan. Podríamos incluso volvera Europa, a Italia, por ejemplo. Y ellapodría reunirse allí con nosotros. Sé quepodría ser una madre para ella,Christopher. Estoy segura de que podría.

Seguí pensando en silencio en lo queme decía, y después dije:

—Muy bien.—¿Qué quieres decir con «muy

bien»?—Quiero decir que sí. Iré contigo.

Haremos lo que dices. Sí, puede quetengas razón. Jennifer, nosotros, todo…

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Podría salir bien.En cuanto lo dije sentí que un

enorme peso dejaba de gravitar sobre mipersona, hasta el punto de que tal vezdejé escapar un sonoro suspiro. Sarah,entretanto, se había acercado a mí unoscentímetros, y por espacio de unsegundo se quedó mirando mi cara confijeza. Incluso creí que iba a besarme,pero pareció detenerse en el últimomomento, y, en lugar de besarme, dijo:

—Escúchame, entonces. Escuchaatentamente, porque debemos hacerlobien. No hagas más que una maleta. Y nomandes ningún baúl. Habrá algún dineroesperándonos en Macao, así quepodremos comprar allí lo que

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necesitemos. Enviaré a alguien a que terecoja, un chófer. Mañana por la tarde, alas tres y media. Me ocuparé de que seaalguien de confianza, pero de cualquierforma no le digas nada que no tengas quedecirle. Te llevará a donde yo te estaréesperando. Christopher, es como si algomuy pesado te hubiera golpeado en lacabeza. No vas a fallarme, ¿verdad?

—No, no. Estaré preparado.Mañana, a las tres y media en punto. Note preocupes. Yo… te seguiré acualquier parte, a cualquier lugar dondequieras ir de este planeta.

Quizás fue simplemente un impulso;quizás fue la memoria de cómo noshabíamos separado la noche en que

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llevamos a casa a sir Cecil después delgarito. En cualquier caso, me incliné depronto hacia adelante, le cogí una manoentre las mías, y se la besé. Después deeso, creo que levanté la mirada, sinsoltar su mano, sin saber qué hacer acontinuación. Es muy posible inclusoque dejara escapar una risita torpe. Alfinal, ella se soltó la mano con suavidady me tocó la mejilla.

—Gracias, Christopher —dijo envoz muy baja. Gracias por estar deacuerdo. De pronto todo parece tandiferente. Pero ahora será mejor que tevayas, antes de que alguien puedavernos. Vete, vete ya.

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17

Aquella noche me acosté un tantopreocupado, pero a la mañana siguiente,al despertar, me sentí lleno de unaserenidad apacible. Era como si mehubiera liberado de un gran peso, ymientras me vestía volví a pensar en minueva situación, y me di cuenta de queestaba siendo presa de una granexcitación.

Gran parte de aquella mañana haquedado sumida en una especie deneblina. Lo que recuerdo es que me viimbuido por la idea de que, en el tiempo

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que me quedaba, debía dejar saldadaslas tareas que me había fijado para losdías siguientes; que no hacerlo sería unainconsciencia por mi parte. La obviafalta de lógica de esta actitud no parecíapreocuparme, y, después del desayuno,retomé mi trabajo con renovadaurgencia. Subí y bajé escaleras, e insté alos chóferes a que circularan conrapidez entre las atestadas callesurbanas. Y aunque hoy no tenga yamucho sentido para mí, debo decir queme sentí orgulloso de ser capaz desentarme a almorzar, poco después delas dos de la tarde, habiendo más omenos ultimado todas las gestiones queme había fijado para aquella última

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mañana.Y al mismo tiempo, sin embargo,

cuando vuelvo a pensar en aquel día,tengo la abrumadora impresión de queme sentía extrañamente desapegado detodas las actividades que realizaba.Mientras me apresuraba por la ColoniaInternacional, hablando con muchos delos más prominentes ciudadanos de laciudad, había una parte de mí que casise reía de la gravedad con que tratabande dar respuesta a mis preguntas, de lopatético de sus intentos de brindarmeayuda. Porque lo cierto es que, cuantomás tiempo llevaba en Shanghai, máshabía llegado a despreciar a losllamados líderes de la comunidad. Mis

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investigaciones me habían revelado casidiariamente nuevas pruebas de sunegligencia, su corrupción, e inclusocosas peores a lo largo de los años. Y,sin embargo, desde mi llegada, no habíapercibido ni una sola muestra en ellosde sincera vergüenza, ni un meroreconocimiento de que, de no ser por susmentiras y evasivas, su miopía, y amenudo su decidida falta de honradez, lasituación jamás habría llegado al nivelactual de crisis general. En un momentodado, aquella mañana, me encontré en elShanghai Club manteniendo una reunióncon tres eminentes miembros de la élitede la ciudad. Y, enfrentado de nuevo a supomposidad huera, su continuada

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negación de la propia culpabilidad poraquel estado de cosas, sentí unaprofunda euforia ante la perspectiva deliberar mi vida de una vez por todas detales personajes. Ciertamente, enaquellos momentos, sentía la totalcerteza de haber tomado la decisióncorrecta; de que la presunción,compartida por prácticamente todo elmundo en la ciudad, de que de algúnmodo me cabía a mí exclusivamente laresponsabilidad de resolver aquellacrisis, no sólo era infundada, sino queera merecedora del mayor de losdesprecios. Imaginé el asombro quepronto se dibujaría en aquellas caras altener noticia de mi partida —el

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escándalo y el pánico que de inmediatocundiría—, y he de admitir que talespensamientos despertaron en mí unaíntima complacencia.

Luego, mientras almorzaba, mesorprendí pensando en mi últimaentrevista con Jennifer aquella soleadatarde en el colegio: los dos solos en lasalita del monitor de disciplina,sentados torpemente en sendos sillones,mientras el sol dibujaba caprichosasformas en los paneles de roble y yocontemplaba el césped que descendíahacia el lago a través de la ventanasituada a su espalda. Había escuchadoen silencio mis explicaciones: de lamejor forma que pude traté de hacerle

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entender la necesidad de mi partida, laabrumadora importancia de la tarea queme esperaba en Shanghai. Dejé dehablar varias veces, a la espera de suspreguntas, o de algún comentario, almenos. Pero en cada una de estaspausas, ella se había limitado a asentircon la cabeza gravemente, y a esperar aque siguiera. Al final, cuando me dicuenta de que empezaba a repetirme,había interrumpido mi parlamento y lehabía dicho:

—Y bien, Jenny, ¿qué tienes quedecirme?

No sé lo que yo esperaba. Pero,después de mirarme unos segundos máscon una expresión exenta de toda ira,

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ella me había respondido:—Tío Christopher, me doy cuenta de

que no soy muy buena en nada. Pero esporque aún soy demasiado joven. Encuanto sea más mayor, y quizás no faltemucho para eso, podré ayudarte. Serécapaz de ayudarte, te lo prometo. Asíque, mientras estés fuera, ¿me harás elfavor de acordarte? ¿De acordarte deque estoy aquí, en Inglaterra, y de que teayudaré cuando vuelvas?

No era en absoluto lo que yoesperaba, y aunque desde que estoy aquía menudo he vuelto a pensar en suspalabras, sigo sin estar muy seguro de loque quería transmitirme. ¿Queríasugerirme que, pese a todo lo que le

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había estado explicando, yo no iba a sercapaz de cumplir la misión que meesperaba en Shanghai? ¿Que tendría queregresar a Inglaterra y seguir y seguircon tal tarea durante muchos años más?Aunque también es muy posible que nofueran más que las palabras de una niñaconfusa, que tratara por todos losmedios de no mostrar su disgusto, y ental caso carecería de sentido someterlasa un examen riguroso. Sea como fuere,aquel día, mientras comía en el jardín deinvierno del hotel, me vi de nuevocavilando sobre mi última entrevista conJennifer.

Fue cuando estaba terminando micafé cuando se acercó el conserje para

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decirme que alguien me llamaba conurgencia por teléfono. Me guió hasta unacabina del rellano, nada más salir delcomedor, y tras cierta confusión con laoperadora me llegó una voz que meresultaba vagamente familiar:

—¿Señor Banks? ¿Señor Banks?Señor Banks, por fin lo he recordado.

Me quedé en silencio, temiendo quesi decía algo, cualquier cosa, pondría enpeligro nuestros planes. Pero la vozinsistió:

—¿Señor Banks? ¿Me está oyendo?He recordado algo importante. Sobre lacasa que no pudimos registrar.

Caí en la cuenta de que era elinspector Kung; su voz, aunque ronca,

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sonaba asombrosamente rejuvenecida.—Inspector, discúlpeme. Me ha

cogido por sorpresa. Por favor, dígamelo que ha logrado recordar.

—Señor Banks: a veces, ¿sabe?,cuando me fumo una pipa, consigorecordar. Me pasan ante los ojos cosasque he olvidado hace mucho tiempo. Asíque me dije: bien, sólo por última vez,voy a fumarme una pipa. Y recordé algoque nos contó el detenido. La casa queno pudimos registrar está justo enfrentede la casa de un hombre llamado YehChen.

—¿Yeh Chen? ¿Quién es?—No lo sé. Hay gente, sobre todo la

más pobre, que no suele usar los

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nombres de las calles. Utilizan sitios dereferencia. La casa que no pudimosregistrar está enfrente de la casa deYeh Chen.

—Yeh Chen… ¿Está seguro de queel nombre es ése?

—Sí, estoy seguro. Me vino a lacabeza claramente.

—¿Es un nombre corriente?¿Cuántas personas en Shanghai puedenllamarse de ese modo?

—Por suerte hay otro detalle que nosfacilitó el detenido. Que Yeh Chen esciego. «La casa que buscan está justoenfrente de la casa de Yeh Chen elciego». Por supuesto, puede habersemudado, o puede que haya muerto. Pero

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si es capaz de averiguar dónde vivía esehombre en aquel tiempo…

—Claro, claro, inspector. SantoDios, es una información inmensamenteútil.

—Me alegro. Pensé que se loparecería.

—Inspector, nunca podréagradecérselo lo bastante.

Me había dado cuenta de la hora queera, y cuando colgué el teléfono no volvíal comedor y subí a mi cuarto a hacer lamaleta.

Recuerdo que me invadió unaextraña sensación de irrealidad cuandome puse a pensar en las cosas que debíallevarme. En un momento dado, me senté

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en la cama y me quedé mirandofijamente el cielo a través de la ventana.Se me antojaba de lo más curioso elhecho de que, sólo un día antes, aquellainformación que acababa de recibirhabría pasado a ser algo absolutamentecentral en mi vida. Pero heme allí,considerándola con naturalidad,tomándola ya como algo del pasado,algo que no necesitaba recordar si no meapetecía.

Debí de terminar de hacer la maletamucho antes de lo previsto, porquecuando llamaron a mi puerta a las tres ymedia en punto yo ya llevaba un buenrato sentado en el sillón, esperando.Abrí y vi a un joven chino —no debía de

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tener ni veinte años— vestidotradicionalmente, con el sombrero en lamano.

—Soy su chófer, señor —dijo convoz suave. Si tiene maleta, se la llevaréyo.

Cuando el joven puso en marcha elcoche y nos alejamos del Cathay Hotel,me quedé mirando el afanoso gentío deNanking Road a la luz del sol de latarde, y sentí que estaba viéndolo desdeuna enorme distancia. Me acomodé enmi asiento, contento de dejarlo todo enmanos de mi chófer, que pese a sujuventud parecía seguro de sí mismo ycompetente. Estuve tentado depreguntarle qué relación tenía con Sarah,

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pero recordé su advertencia de quedebía ser cauto y hablar sólo loestrictamente necesario. Así pues,permanecí callado, y pronto me vipensando en Macao y en ciertasfotografías de la isla que había vistomuchos años atrás en el MuseoBritánico.

Luego, después de unos diez minutosde trayecto, me eché repentinamentehacia adelante y le pregunté al joven queiba al volante:

—Perdona, la posibilidad es remota,pero ¿por casualidad conoces a unhombre llamado Yeh Chen?

El joven no apartó la vista deltráfico, y a punto estaba de repetirle la

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pregunta cuando le oí decir:—Yeh Chen. ¿El actor ciego?—Sí. Bueno, sé que es ciego, pero

no sabía que fuera actor.—No es famoso. Yeh Chen. Era

actor hace años, cuando yo era pequeño.—¿Quieres decir que le conoces?—No le conozco. Pero sé quién es.

¿Le interesa Yeh Chen, señor?—No, no. No especialmente. Sólo

que me lo ha mencionado alguien. Notiene demasiada importancia.

No volví a decir nada durante elresto del viaje. Recorrimos unaenrevesada serie de callejas, y cuandodetuvo el coche en una tranquila callehumilde yo había perdido casi por

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completo el sentido de dónde podríamoshallarnos.

El joven me abrió la puerta y meentregó la maleta.

—Esa tienda —dijo, señalándola.Donde aquel fonógrafo.

En la acera de enfrente había unapequeña tienda, y, en efecto, sumugriento escaparate exhibía un viejofonógrafo. Pude ver también un letreroen inglés que rezaba: «Discos degramófono. Partituras de piano.Manuscritos».

Miré a un lado y a otro de la calle, yvi que, aparte de dos conductores derickshaw —en cuclillas junto a susvehículos y bromeando entre ellos—, el

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joven chófer y yo éramos los únicoshumanos que había en ella. Cogí lamaleta, y me disponía ya a cruzar lacalle cuando algo me hizo decirle aljoven:

—Me pregunto si te importaríaesperarme un poco.

El joven pareció quedarse perplejo.—Lady Medhurst sólo dijo que le

trajera hasta aquí.—Sí, sí. Pero te lo pido yo ahora,

¿comprendes? Me gustaría que meesperases aquí un poco, por si necesitoque me eches una mano en algo más.Claro que posiblemente no lo necesite.Pero, ya sabes, sólo por si acaso. Toma.—Me metí la mano en el bolsillo de la

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chaqueta y saqué unos billetes. Toma,para compensarte por las molestias.

La cara del joven enrojeció de ira, yse apartó con un respingo de los billetescomo si le estuviera ofreciendo algoabsolutamente repugnante. Montó en elcoche con cara hosca y cerró la puertade golpe.

Vi que había cometido un error —ignoraba de qué tipo—, pero en aquelmomento no podía molestarme enlamentarlo. Además, pese a su cólera, eljoven no había puesto el motor enmarcha. Me metí el dinero en el bolsillo,cogí la maleta del suelo y crucé la calle.

El interior de la tienda estabaatestado de objetos. Entraba el sol de la

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tarde, pero por alguna razón sóloiluminaba unos cuantos retazospolvorientos. A un lado había un pianovertical con las teclas descoloridas, yvarios discos de gramófono sin funda enel atril. No sólo tenían polvo, sinoincluso telarañas. En otro lado pude verunas piezas de grueso terciopelo —parecían recortes de telones de teatro—clavadas en las paredes y variasfotografías de cantantes y bailarines deópera. Quizás había esperado ver aSarah allí de pie, esperándome, pero laúnica persona que había en la tienda eraun europeo larguirucho, con oscurabarba puntiaguda, sentado detrás delmostrador.

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—Buenas tardes —dijo con acentoalemán, alzando la vista de un libro decontabilidad que tenía abierto ante él.Luego, mirándome de arriba abajo,detenidamente, me preguntó—: ¿Esusted inglés?

—Sí, en efecto. Buenas tardes.—Tenemos algunos discos de

Inglaterra. Por ejemplo, uno de MimiJohnson cantando «Sólo tengo ojos parati». ¿Le interesaría?

Algo en su modo cauteloso de hablarsugería que se trataba de las primerasfrases de un código acordado. Peroaunque busqué en mi memoria en buscade alguna contraseña o frase que Sarahhubiera podido darme, no logré recordar

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ninguna. Al cabo dije:—Aquí en Shanghai no tengo

gramófono. Pero me gusta mucho MimiJohnson. De hecho, asistí a un recitalsuyo en Londres hace unos años.

—¿De veras? Mimi Johnson. Sí.Tuve la nítida impresión de que mi

respuesta equivocada lo habíadesconcertado un tanto. Así que dije:

—Mire, mi nombre es Banks.Christopher Banks.

—Banks. Señor Banks. —El hombredijo mi apellido en tono neutro, y añadió—: Si le gusta Mimi Johnson, y lacanción «Sólo tengo ojos para ti», se lapondré con mucho gusto. Un momento.

Se agachó bajo el mostrador, y tuve

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ocasión de mirar la calle a través delescaparate. Los dos conductores derickshaw seguían charlando y riendo, yme tranquilizó ver que el joven seguíaen el coche. Entonces, cuando ya meestaba preguntando si no habría habidoalgún gran malentendido, llenó el recintola cálida y lánguida música de unaorquesta de jazz. Mimi Johnson empezóa cantar, y recordé cómo su canciónhabía hecho furor en los clubs deLondres hacía años.

Al poco caí en la cuenta de que elalemán larguirucho me indicaba un puntoen la pared del fondo, cubierta depesadas y oscuras colgaduras. Hastaentonces no había reparado en la puerta

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que había en ella, y cuando me acerqué yempujé la tela vi que, en efecto, dabaacceso a una habitación trasera.

Sarah estaba sentada en un baúl demadera, con una chaqueta ligera y unsombrero. Un cigarrillo se consumía ensu boquilla, y el exiguo cuarto estaballeno de un humo espeso. Había discos ypartituras por todas partes, todo elloapilado en cajas de cartón y deembalaje. No había ventanas, pero síuna puerta ligeramente entornada quedaba al exterior.

—Bien, aquí estoy —dije. Me hetraído sólo una maleta, como me dijiste.Pero veo que tú traes tres.

—Esta bolsa es la de Ethelbert, mi

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osito de peluche. Lleva conmigodesde…, bueno, toda la vida. Tonto,¿no?

—¿Tonto? No, en absoluto.—Cuando Cecil y yo hicimos las

maletas para venir a Shanghai, cometí elerror de meter a Ethelbert con un montónde cosas más. Y cuando abrí la maletadonde lo había puesto, se le habíadesprendido un brazo. Lo encontré en unrincón, al fondo, dentro de una zapatilla.Así que esta vez, aunque compartida conunos cuantos chales, tiene una bolsa deviaje para él solo. Una cosa tonta.

—No, no. Lo entiendoperfectamente. Ethelbert, claro…

Dejó con cuidado la boquilla y se

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levantó. Y nos besamos. De formaidéntica, supongo, a como lo haría unapareja en el celuloide. Fue casi comosiempre lo había imaginado, salvo quehabía algo extrañamente inelegante ennuestro abrazo, y traté más de una vez decomponer mejor mi postura; pero teníael pie derecho apretado contra unapesada caja y no podía lograr el gironecesario sin poner en grave riesgo miequilibrio. Ella, luego, retrocedió unpaso, con una honda inspiración, sindejar en ningún momento de mirarme ala cara.

—¿Está todo preparado? —lepregunté.

No respondió de inmediato, y pensé

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que iba a volver a besarme. Pero alcabo se limitó a decir:

—Todo está perfectamente. Sólotenemos que esperar unos minutos.Saldremos por ahí —señaló la puertatrasera—, bajaremos hasta elembarcadero y un sampán nos llevaráhasta el vapor, que está a dos millas ríoabajo. Y rumbo a Macao.

—Y Cecil, ¿no tiene ni idea de esto?—No le he visto en todo el día. Se

fue a uno de sus pequeños sitios nadamás desayunar, y espero que aún sigaallí.

—Es una pena. La verdad es quealguien debería decírselo y ayudarle aserenarse.

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—Bien, pero eso ya no es cosanuestra.

—No, supongo que no. —Dejéescapar una débil risa. Supongo que yanada es cosa nuestra salvo lo que hemoselegido hacer.

—Exacto. Christopher, ¿te pasaalgo?

—No, no. Sólo trataba de… Sóloquería…

Avancé hacia ella, pensando iniciarotro abrazo, pero Sarah levantó unamano y dijo:

—Christopher, creo que deberíassentarte. No te preocupes: habrá tiempopara todo, para todo, más tarde.

—Sí, sí. Lo siento.

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—Cuando estemos en Macao,tendremos tiempo para sentarnos apensar en nuestro futuro. Para sentarnosa pensar en un buen lugar para vivir.Para nosotros y para Jennifer.Extenderemos todos nuestros mapassobre la cama, miraremos el mar desdela ventana y discutiremos largo ytendido sobre ello. Oh, estoy segura deque discutiremos. Espero ya conimpaciencia hasta nuestras discusiones.¿Vas a sentarte? Ven, siéntate aquí.

—Verás… Si vamos a esperar aquíun rato, deja que vaya un momento ahacer algo…

—¿Hacer algo? ¿Qué, exactamente?—Sólo… Sólo una cosa. Mira, no

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voy a tardar nada, sólo unos minutos. Esque tengo que preguntarle algo a alguien.

—¿A quién? Christopher, no creoque a estas alturas debamos hablar connadie.

—No quiero decir eso exactamente.Me doy perfecta cuenta de que debemosser muy precavidos. No, no, no tepreocupes. Es a ese joven. Al que mehas mandado, al que me ha traído hastaaquí. Tengo que preguntarle algo.

—Pero seguro que se ha ido.—No, no se ha ido. Sigue ahí fuera.

Vuelvo en un segundo.Salí apresuradamente a través de los

cortinajes, y cuando atravesé la tienda vique el hombre larguirucho y barbado me

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miraba con asombro.—¿Le ha gustado Mimi Johnson? —

dijo.—Sí, sí. Maravillosa. Tengo que

salir un momento.—Si me permite le aclararé que soy

suizo, señor. No hay ninguna inminentehostilidad entre su país y el mío.

—Ah, sí. Estupendo. Volveré en unmomento.

Corrí hacia la otra acera, endirección al coche. El joven, que mehabía visto, bajó la ventanilla y sonriócortésmente; no percibí rastro alguno desu reciente enfado. Me agaché hacia él,y le dije en voz baja:

—Escucha. El tal Yeh Chen. ¿Tienes

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alguna idea de dónde puedo encontrarle?—¿Yeh Chen? Vive muy cerca de

aquí.—Yeh Chen. Me refiero al Yeh Chen

ciego.—Sí. Vive por allí —dijo,

señalando un punto indeterminado.—¿Su casa está por allí?—Sí, señor.—Mira, no parece que me entiendes.

¿Me estás diciendo que Yeh Chen, elYeh Chen ciego, tiene la casa justo allí?

—Sí, señor. Puede ir andando, perosi quiere puedo llevarle en el coche.

—Escúchame, porque es muyimportante: ¿sabes cuánto tiempo llevaYeh Chen viviendo en esa casa?

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El joven se quedó pensativo unosinstantes, y luego dijo:

—Siempre ha vivido allí, señor.Cuando yo era niño, vivía allí.

—¿Estás seguro? Verás, esto es desuma importancia: ¿estás seguro de quese trata del Yeh Chen ciego, y de quelleva viviendo mucho tiempo en esacasa?

—Ya se lo he dicho, señor. Vivíaallí cuando yo era muy pequeño. Creoque vive allí desde hace muchos,muchos años.

Me enderecé, inspiré profundamentey pensé en el cabal significado de lo queel joven acababa de decirme. Luegovolví a inclinarme y le dije:

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—Creo que deberías llevarme. En elcoche. Tengo que hacer esto con muchocuidado. Me gustaría que me llevaras,pero que pararas el coche un poco antesde llegar a su casa. Lo justo para poderver bien la casa de enfrente. ¿Loentiendes?

Subí al coche y el joven puso elmotor en marcha. Hizo girar el vehículoen redondo y enfiló una estrecha callelateral. Mientras realizábamos estasmaniobras, se agolparon en mi mente, aun tiempo, multitud de pensamientos. Mepregunté si debía contarle al joven elsentido crucial de lo que estábamoshaciendo, e incluso consideré laposibilidad de preguntarle si llevaba

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una pistola en el coche (aunque decidífinalmente no hacerlo, porque talpregunta sólo conseguiría infundirlepánico).

Doblamos una esquina y tomamosuna calleja aún más estrecha que laanterior. Volvimos a torcer y, tras unbreve trecho, nos detuvimos. Pensé quehabíamos llegado, pero al punto caí enla cuenta de lo que nos había hechopararnos. En el callejón que teníamosdelante un tropel de chiquillos trataba decalmar a un búfalo de aguadescontrolado. Debía de haber algunapendencia entre los chiquillos, y uno deellos le dio al búfalo un golpe en elmorro con un palo. Sentí una súbita

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alarma, porque recordé que mi madrenunca dejó de prevenirme a lo largo dela infancia de que un búfalo de agua,encolerizado, era tan peligroso como untoro. El animal no hizo nada, sinembargo, y los chiquillos siguierondiscutiendo. El joven tocó el claxonvarias veces, sin éxito, y finalmente, conun suspiro, metió la marcha atrás yempezó a recular para desandar elcamino por donde habíamos llegado.

Enfilamos otra calleja cercana, peroel cambio de dirección pareciódesorientar al joven un tanto, porquedespués de unos cuantos giros detuvo elcoche —pese a no haber ningúnobstáculo a la vista— para volver a

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meter la marcha atrás. Unos segundosdespués salimos a una vía de tierra consurcos, más ancha, con destartaladascasuchas de madera a lo largo de uno desus costados.

—Date prisa, por favor —dije.Apenas tengo tiempo.

En aquel preciso instante, un granestruendo sacudió la tierra sobre la quecirculábamos. El joven siguióconduciendo sin variar el ritmo, perodirigió una mirada nerviosa hacia lalejanía.

—Combaten —dijo. Vuelven aempezar los cañonazos.

—Ha sonado increíblemente cerca—dije.

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Durante los minutos que siguierondoblamos más esquinas estrechas ydejamos atrás más casuchas de madera,tocando el claxon para espantar a loschiquillos y a los perros. De pronto elcoche volvió a pararse bruscamente, y eljoven dejó escapar un bufidoexasperado. Me incliné hacia un costadoy vi que el camino se hallaba bloqueadopor una barricada de sacos terreros yalambre de espino.

—Tenemos que volver —dijo. No sepuede seguir.

—Pero debemos de estar ya muycerca…

—Muy cerca, sí, pero el camino estábloqueado y hay que dar toda la vuelta.

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Paciencia, señor. Enseguida llegamos.Pero la actitud del joven había

cambiado. Su anterior seguridad sehabía esfumado, y de pronto me parecióridiculamente joven —¿tendría unosquince o dieciséis años?— paraconducir un coche. Durante un ratotransitamos por calles embarradas,malolientes, y por callejones donde temíque en cualquier momento pudiéramoscaer en alguna alcantarilla abierta, peroel joven siempre conseguía mantener lasruedas a una prudente distancia de losbordes. Seguíamos oyendo a lo lejos elestruendo de los cañonazos, y veíamoscómo la gente corría hacia la seguridadde sus casas y refugios. Pero los

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chiquillos y los perros seguían en lacalle —como sin dueño—, y corrían deun lado para otro ante nuestros ojos,ajenos a cualquier sentido del peligro.En un momento dado, mientrasavanzábamos dando tumbos a través delpatio de una pequeña fábrica, me inclinéhacia el joven y le dije:

—Oye, ¿por qué no paras unmomento y preguntas a alguien?

—Paciencia, señor.—¿Paciencia? Pero si no tienes la

menor idea de por dónde vamos…—Enseguida llegamos, señor.—Qué tontería. ¿Por qué insistes en

esta farsa? Es típico de los chinos. Tepierdes, pero no quieres admitirlo.

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Llevamos en el coche…, bueno, unaeternidad.

El joven no dijo nada y se adentró enun camino de barro que ascendía deforma abrupta entre montones dedesechos fabriles. De pronto se oyó otroatronador estruendo en algún lugaralarmantemente cercano, y el jovenaminoró la marcha, y avanzamos coninsoportable lentitud.

—Señor, creo que vamos a dar lavuelta.

—¿Dar la vuelta? ¿Para volveradonde?

—La batalla está muy cerca. Noestamos a salvo aquí.

—¿Qué quieres decir con que la

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batalla está muy cerca? —De súbito measaltó la idea—: ¿Estamos cerca deChapei, acaso?

—Señor: estamos en Chapei. Haceya un rato.

—¿Qué? ¿Quieres decir que hemossalido de la Colonia Internacional?

—Ahora estamos en Chapei.—Pero… ¡Santo Dios! ¿Estamos

realmente fuera de la Colonia? ¿EnChapei? Mira, eres un loco, ¿lo sabías?¡Un loco! Me dijiste que la casa estabamuy cerca. Y ahora nos hemos perdido.Es muy probable que estemospeligrosamente cerca de la zona deguerra. ¡Y hemos salido de la ColoniaInternacional! Eres lo que yo llamo un

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loco genuino. ¿Te digo por qué? Voy adecírtelo. Pretendes saber más de lo quesabes y eres demasiado orgulloso paraadmitir tus deficiencias. Te ajustasperfectamente a mi definición de loco.¡Un auténtico loco! ¿Me oyes? ¡Eres unloco redomado!

El joven detuvo el coche. Luegoabrió su portezuela y, sin mirar haciaatrás, se alejó a pie.

Tardé unos segundos en calmarme yponerme a calibrar la situación. Estaba amedio camino de una colina, y el cochese encontraba ahora en un espacioaislado, sobre una senda de tierra,rodeado de montones de residuos de laconstrucción, alambres retorcidos y lo

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que parecían restos destrozados deruedas de bicicleta. Vi cómo la figuradel joven subía por un sendero situadoal borde de la colina.

Me bajé del coche y corrí tras él.Debió de oír que me acercaba, pero niapretó el paso ni miró hacia atrás.Llegué hasta él y lo agarré por elhombro para que se parara.

—Mira, lo siento —dije, jadeandoun poco. Te pido disculpas. No deberíahaber perdido los estribos. Te pidoperdón. Lo digo en serio. No hay excusaque valga. Pero verás, es que no sabeslo que esto significa para mí. Ahora, porfavor… —le hice una seña en direcciónal coche—, continuemos.

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El joven no me miraba.—No se puede conducir —dijo.—Pero escucha… Ya te he dicho

que lo siento. Vamos, sé razonable.—No se puede conducir más. Es

muy peligroso. La batalla está muycerca.

—Pero, verás… Es muy importanteque vaya hasta esa casa. Terriblementeimportante. Y ahora dime la verdad, porfavor. ¿Te has perdido o sabes realmentedónde está esa casa?

—Lo sé. Sé dónde está esa casa.Pero ahora es muy peligroso. La batallaestá muy cerca.

Entonces, como apoyando talafirmación, unas súbitas ráfagas de

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ametralladora retumbaron a nuestroalrededor. Parecían razonablementedistantes, pero no era posible saber dequé dirección partían, y ambos miramosen torno sintiéndonos de prontoexpuestos en medio de la colina.

—Te diré una cosa —dije, y saquédel bolsillo mi libreta de notas y unlápiz. Veo que no quieres seguirtomando parte en esto, y entiendo tupostura. Y te pido disculpas por mirudeza de antes. Pero me gustaría quehicieras dos cosas más por mí antes deirte a casa. La primera, que me escribasaquí la dirección de la casa de YehChen.

—No tiene dirección, señor. No la

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tiene.—Bien, muy bien. Entonces

dibújame un plano. Dibuja cómo se va.Lo que sea. Por favor, hazlo por mí.Luego me gustaría que me llevaras a lacomisaría de policía más cercana. Es loque debería haber hecho desde elprincipio, por supuesto. Voy a necesitarhombres preparados, armados. Porfavor…

Le entregué la libreta y el lápiz.Había varias hojas con las notas quehabía ido tomando en el curso de lamañana. El joven fue pasándolas una auna hasta que llegó a una en blanco. Yentonces dijo:

—No escribo inglés, señor. No sé

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escribir en inglés.—Entonces escríbelo en lo que

sepas. Traza un plano. Lo que sea. Dateprisa, por favor.

Pareció tomar conciencia de laimportancia de lo que le pedía. Pensódetenidamente unos segundos y se puso aescribir con rapidez. Llenó una hoja yluego otra. Después de escribir cuatro ocinco hojas, metió el lápiz por el huecodel lomo de la libreta y me la tendió.Miré lo que había escrito, pero noentendí nada porque estaba en chino, y,con todo, dije:

—Muchas gracias. Te lo agradezcode todo corazón. Ahora, por favor,llévame a una comisaría. Y luego te vas

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a casa.—La comisaría es por aquí, señor

—dijo.Echó a andar en la dirección que

antes seguía, y luego, en la cima de lacolina, señaló hacia el pie de la ladera,donde, quizás a unos doscientos metros,se divisaba el comienzo de una masa deedificios grises.

—La comisaria está allí, señor.—¿Allí? ¿Qué edificio es?—Aquél. El de la bandera.—Ya lo veo. ¿Estás seguro de que es

la comisaría de policía?—Seguro, señor. Es la comisaría de

policía.Desde donde estábamos, parecía

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ciertamente una comisaría de policía.Caí en la cuenta, además, de que notenía sentido tratar de llegar hasta ellaen coche. Lo habíamos dejado al otrolado de la colina, y el sendero por elque habíamos subido no era lo bastanteancho para un vehículo. Conjeturé,también, que si pretendíamos ir en cochedando un rodeo a la colina podríamosperdernos. Así que me metí la libreta enel bolsillo y pensé en recompensar aljoven con unos cuantos billetes, perorecordé a tiempo cuán ofendido se habíasentido antes. Por tanto, me limité adecir:

—Muchas gracias. Me has sido degran ayuda. Desde aquí me las arreglaré

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solo.El joven me dedicó una rápida

inclinación de cabeza —aún parecíaenojado conmigo—, y, tras volverse,empezó a bajar por el sendero endirección al coche.

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18

La comisaría de policía parecíaabandonada. Al bajar por la laderaalcancé a ver ventanas rotas y una de laspuertas de la entrada colgando al airefuera de sus goznes. Pero cuando me fuiabriendo paso entre cristales rotos yentré en la zona de recepción deledificio, me vi de pronto frente a treschinos, dos apuntándome con sus fusilesy el tercero blandiendo una palajardinera. Uno de ellos, que vestíauniforme del ejército chino, me preguntóen un inglés titubeante qué quería.

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Cuando logré hacerle entender quién eray que quería hablar con quienquiera queestuviera al mando de la comisaría, lostres hombres se pusieron a discutir entreellos. Al final, el de la pala desaparecióa través de una puerta que daba a otrorecinto, y sus compañeros se quedaronesperándole sin dejar de apuntarme consus fusiles. Aproveché la oportunidadpara echar una mirada a mi alrededor, yconcluí que era poco probable quequedara algún policía en aquellacomisaría. Aunque había aún algunoscarteles y anuncios, el lugar parecíaabandonado hacía tiempo. De una paredcolgaban cables sueltos, y la parteposterior de la sala había sido destruida

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por el fuego.Transcurridos quizás cinco minutos,

volvió el hombre de la pala, y hubonuevas deliberaciones en lo que imaginéel dialecto de Shanghai. Al cabo, elhombre del uniforme me indicó con ungesto que debía acompañar al de la palajardinera.

Lo seguí, pues, y pasamos a otra salaque resultó asimismo custodiada porunos hombres armados que se hicieron aun lado para que pasáramos. Segundosdespués bajábamos por unasdesvencijadas escaleras que conducían alos sótanos de la comisaría.

Mi recuerdo de cómo llegamos albunker se hace ahora un poco

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impreciso. Antes quizás pasamos porotras dependencias; recuerdo querecorrimos una especie de túnel,agachándonos para evitar las vigas,donde también había centinelas, y cadavez que nos topábamos con una de susfiguras negras me veía obligado apegarme contra la áspera pared parapoder pasar y seguir adelante.

Finalmente, el hombre de la pala mehizo pasar a un recinto sin ventanas,convertido en una especie de cuartelgeneral improvisado. Dos bombillasdesnudas que pendían de una vigacentral se bamboleaban una al lado de laotra. Las paredes eran de ladrillo visto,y en la situada a mi derecha habían

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practicado un agujero lo suficientementegrande como para que por su interiorpudiera pasar una persona. En la esquinaopuesta se veía una destartalada radiode campaña, y en el centro del pisohabía una gran mesa de oficina (eraevidente que había sido cortada por lamitad y vuelta a unir toscamente concuerdas y clavos). Varias cajas demadera boca abajo constituían elmobiliario de asiento, y la única sillapropiamente dicha se hallaba ocupadapor un hombre inconsciente atado a ellade pies y manos. Vestía un uniforme deinfante de marina japonés, y tenía unlado de la cara lleno de magulladuras.

Las otras dos únicas personas

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presentes en el bunker eran dosoficiales del ejército chino, ambos depie e inclinados sobre unos mapasmilitares extendidos sobre la mesa. Alverme entrar alzaron la mirada, y uno deellos se acercó a mí y me tendió lamano.

—Soy el teniente Chow. Y éste es elcapitán Ma. Ambos nos sentimos muyhonrados con su visita, señor Banks.¿Viene usted a prestarnos apoyo moral?

—Bueno, la verdad, teniente, es quehe venido con una petición concreta quehacerles. Sin embargo, confío en que unavez que mi tarea haya sido llevada atérmino la moral nos llegue a todos araudales. A ustedes y a todo el mundo.

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Pero voy a necesitar un poco de ayuda, yésa es la razón que me ha traído hastaustedes.

El teniente le dijo algo al capitán,que —inferí— no entendía inglés. Luegolos dos me miraron. De pronto, eljaponés inconsciente de la silla vomitó,y el vómito le cayó por la pechera deluniforme. Todos nos volvimos paramirarle, y al poco el teniente dijo:

—Dice usted que necesita ayuda.¿Qué tipo de ayuda exactamente, señorBanks?

—Tengo aquí algunas indicacionespara llegar a una determinada casa. Esabsolutamente imprescindible que lleguea esa casa sin la menor tardanza. Las

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indicaciones están en chino y no lasentiendo. Pero el caso es que, aunquepudiera leerlas, necesitaría un guía.Alguien que conociera bien la zona.

—Así que lo que desea es un guía.—No sólo un guía, teniente.

Necesitaré también cuatro o cincohombres competentes. Más, si esposible. Han de estar bien adiestrados yposeer experiencia, pues la operaciónque debe realizarse es delicada.

El teniente soltó una risita; luego,volviendo a adoptar su anteriorexpresión solemne, dijo:

—Señor, en el momento presente noandamos holgados de ese tipo dehombres. Esta base es parte crucial de

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nuestro sistema defensivo. Y sinembargo ha podido ver por sí mismo loprecariamente que está defendida. Dehecho, los hombres que ha visto al entrarestán heridos, o enfermos, o sonvoluntarios sin experiencia. A todohombre capaz de pelear lo hemosenviado al frente.

—Me hago cargo, teniente, de lodifícil de su situación. Pero debeentender que no es una indagacióninformal cualquiera la que me propongohacer. Cuando digo que esimprescindible que llegue hasta esacasa… Bien, teniente, se lo contaré; nohay por qué mantenerlo en secreto.Usted y el capitán Ma van a ser los

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primeros en saberlo. La casa que deseoencontrar, que está muy cerca de estacomisaría, no es otra que la casa dondeestán retenidos mis padres. ¡Sí, teniente!Le estoy hablando, ¡nada menos!, de laresolución de este caso después detantos años. Comprenderá ahora por quécreo que mi petición, pese al precariomomento que ustedes atraviesan, estáplenamente justificada.

La cara del teniente seguía comofijada en la mía. El capitán le preguntóalgo en mandarín, pero el teniente no lerespondió. Y acto seguido éste me dijo:

—Estamos esperando que unoshombres vuelvan de una misión.Salieron seis. No sé si regresarán todos.

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Tenía pensado enviarlos a otra posición,pero ahora… Dada la situación, tomaréel asunto bajo mi responsabilidadpersonal. Esos hombres, vuelvancuantos vuelvan, le acompañarán en sumisión.

Suspiré con impaciencia.—Le doy las gracias, teniente. Pero

¿cuánto podrían tardar en volver loshombres de que me habla? ¿No seríaposible llevarme unos cuantos hombresde los que están ahí fuera? Sería muypoco tiempo. La casa está muy cerca. Y,además…, alguien me espera. —Depronto había recordado a Sarah, y unaespecie de pánico me recorrió de arribaabajo. Di un paso hacia el teniente, y

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dije—: De hecho, teniente, me preguntosi podría usar su teléfono. Tendría quehablar con ella.

—Me temo que aquí no hay ningúnteléfono, señor Banks. Eso es una radio,y puede conectar tan sólo con nuestrocuartel general y con las otrasposiciones.

—¡Bien, entonces es absolutamenteimprescindible que resuelva este asuntosin dilación alguna! Verá, señor:¡mientras usted y yo estamos hablando,hay una dama esperándome! Si mepermite, ¿no podrían acompañarme treso cuatro de los hombres que están ahífuera defendiendo la base?

—Cálmese, por favor, señor Banks.

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Haremos todo lo posible por ayudarle.Pero, como le acabo de decir, loshombres de ahí fuera no estáncapacitados para esa misión. Sóloconseguirían ponerla en peligro.Comprendo que ha esperado muchosaños para resolver este caso. Leaconsejaría que no actuaseprecipitadamente en este momento.

Había sensatez en sus palabras. Conun suspiro, me senté en una de las cajasde embalaje.

—Esos hombres no han de tardarmucho —dijo el teniente. Señor Banks,¿podría ver esas indicaciones que tieneen la libreta?

Me sentía reacio a desprenderme de

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mi libreta (aunque fuera a tratarseapenas de unos segundos). Pero al finalse la tendí, abierta por las hojas que eljoven había escrito. El oficial estudiólas indicaciones durante un momento, yluego me devolvió la libreta.

—Señor Banks, he de decirle… Esacasa… A esa casa no va a ser tan fácilllegar.

—Pero, según he sabido, señor, estámuy cerca de aquí.

—Está muy cerca, es cierto. Sinembargo, no será fácil llegar a ella. Lacuestión, señor Banks, es que en estosmomentos puede estar ya tras las líneasjaponesas.

—¿Las líneas japonesas? Bien,

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supongo que podría hablar con losjaponeses. Yo no tengo ningúncontencioso con ellos.

—Señor, si no le importa venirconmigo… Mientras esperamos a esoshombres, voy a mostrarle nuestraposición exacta.

Habló unos segundos con el capitán,muy rápidamente. Luego fue hasta unarmario de objetos de limpieza quehabía en un rincón, abrió la puerta yentró. Tardé un instante en darme cuentade que esperaba que le siguiera, perocuando traté de entrar también en elcubículo casi me doy de bruces contralos talones de sus botas —que ahoraveía justo enfrente de mi cara. Entonces,

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desde la negrura de arriba, me llegó suvoz:

—Si no le importa seguirme, señorBanks. Hay cuarenta y ocho peldaños. Yserá mejor que guarde como mínimocinco entre usted y yo.

Sus botas desaparecieron en laoscuridad. Di un paso más en el interiordel armario, extendí las manos y toquéunos peldaños metálicos que había acierta altura del muro de ladrillo. En loalto, en la oscuridad, vi un pequeñoretazo de cielo abierto. Deduje que nosencontrábamos al pie de una chimenea, ode una torre de observación de lapolicía.

Durante los primeros peldaños, el

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ascenso se me hizo duro: no sólo estabanervioso por la posibilidad de perder miasidero en la oscuridad, sino que temíaasimismo que el teniente pudiera perderpie y caerme encima con todo su peso.Pero finalmente el retazo de cielo sehizo más grande, y vi cómo la figura delteniente salía por el hueco iluminado, yal poco me uní a él.

Estábamos de pie sobre un elevadotejado plano rodeado de una vastaextensión de tejados densamenteapiñados. En la lejanía, tal vez asetecientos u ochocientos metros haciael este, vi una columna de humoalzándose en el cielo de la tarde.

—Es curioso —dije, mirando en

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torno. ¿Cómo podrá moverse la genteahí abajo? Parece que no hay calles.

—Es exactamente lo que parecedesde aquí arriba. Pero a lo mejorquiere echar una ojeada a través de esto.

Me estaba tendiendo unosprismáticos. Me los llevé a los ojos ytardé unos segundos en ajustar la visión,y me vi mirando una chimenea situada aunos metros de distancia. Al cabo logréenfocar la columna de humo, y oí la vozdel teniente que decía a mi lado:

—Está mirando «la conejera», señorBanks. Una maraña de viviendas deobreros industriales. Estoy seguro deque durante todo el tiempo que vivióaquí de niño jamás estuvo ahí.

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—¿La conejera? No, no creo haberestado nunca en ese lugar.

—Ciertamente no. Casi con todacerteza. Los extranjeros raramentevisitan tales lugares, a menos que seanmisioneros. O comunistas, quizás. Soychino, pero tampoco a mí, como amuchos de mis iguales, me fue permitidonunca acercarme a esos lugares. No supecasi nada sobre la conejera hasta el año32, la última vez que combatimos contralos japoneses. No podría usted creer quelos seres humanos puedan vivir de esemodo. Es como un hormiguero. Soncasas construidas para los más pobres.Casas con habitaciones mínimas, hileratras hilera, trasera con trasera. Una

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conejera. Si uno se fija detenidamente,llega a ver los callejones. Angostospasajes de la anchura justa para que lagente pueda entrar en su casa. Al fondo,no tienen ventanas. Las habitacionestraseras son de una negrura vacía, paredcon pared con las traseras vecinas.Perdóneme, pero le estoy contando estopor una razón de peso, como veráenseguida. Las habitaciones las hicieronmínimas porque eran para los pobres.Hubo un tiempo en que las compartíansiete u ocho personas. Luego, con elpaso de los años, las familias se vieronforzadas a partirlas en dos para dividirel alquiler entre dos familias. Y siseguían sin poder pagarle al casero, las

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volvían a partir. Recuerdo haber vistohabitaciones minúsculas divididascuatro veces, y habitadas por otrastantas familias. Usted, señor Banks,jamás podría creer que los sereshumanos pudieran vivir de ese modo…

—Parece increíble, sí, pero si ustedlo ha visto con sus propios ojos…

—Cuando dejemos de pelear contralos japoneses, señor Banks, consideraréla posibilidad de prestar mis servicios alos comunistas. ¿Cree que es peligrosoque lo diga? Hay muchos oficiales quepreferirían combatir del lado de loscomunistas que del de Chiang Kai-shek.

Desplacé los prismáticos sobre ladensa masa de míseros tejados. Vi que

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muchos de ellos tenían roturasimportantes. Pude vislumbrar, asimismo,los mínimos callejones que el tenientehabía mencionado: angostos yalambicados pasajes que daban acceso alas viviendas.

—Y sin embargo no son chabolas —siguió la voz del teniente. Por endeblesque sean las divisiones que losinquilinos levanten, la estructuraprincipal, la conejera, es de ladrillo. Yello resultó esencial en el 32, cuandoatacaron los japoneses, y nos estáresultando esencial también ahora.

—Me doy cuenta —dije. Un sólidolaberinto de callejas defendidas porsoldados. Una perspectiva nada

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halagüeña para los japoneses, pormoderno que sea su armamento.

—Exacto. El armamento japonés, ola propia instrucción de su ejército, nocuentan casi nada aquí. La lucha sereduce a fusiles, bayonetas, cuchillos,pistolas, palas, cuchillas de carnicero.Las líneas japonesas, la semana pasada,han retrocedido un poco. ¿Ve aquelhumo, señor Banks? Aquel punto era delenemigo hasta la semana pasada. Peroahora los hemos hecho recular.

—¿Sigue habiendo civiles viviendoallí?

—Sí, por supuesto. Puede que no locrea, pero incluso cerca del frente hayalgunas casas aún ocupadas por sus

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moradores. Y eso dificulta enormementelas cosas para los japoneses. No puedenbombardear indiscriminadamente. Sabenque las potencias occidentales semantienen vigilantes, y temen que lainclemencia tenga un precio.

—¿Cuánto tiempo podrán resistir sustropas?

—Quién sabe. Puede que Chiang Kai-shek nos mande refuerzos. O puedeque los japoneses decidan renunciar ycambiar las posiciones, concentrarse enotra parte, como Nanking o Chunking.No está aún nada claro que incluso nosalgamos victoriosos. Pero los combatesrecientes nos han causado muchaspérdidas. Si no le importa desplazar los

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prismáticos hacia la izquierda, señorBanks… Bien, ¿ve aquella carretera?¿Sí? Pues aquella carretera se conocepopularmente como el Callejón delCerdo. No tiene aspecto de ser grancosa como carretera, pero ahora es muyimportante para el eventual desenlace.Como ve, es la carretera que bordea laconejera. De momento, nuestras tropasla han cortado y han conseguido detenera los japoneses. Si éstos fueran capacesde descender por ella, podrían invadirla conejera por un lado, y de nadavaldría entonces que intentáramosresistir. Habríamos sido flanqueados.Usted pide un puñado de hombres paraque lo acompañen a la casa donde están

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retenidos sus padres. Esos hombres, encaso de no ir con usted, serían enviadosa defender la barricada de lo alto delCallejón del Cerdo. En los días pasadosla batalla allí se ha vuelto desesperada.Entretanto, claro está, también tenemosque mantener nuestras posiciones al otrolado de la «conejera».

—Desde aquí, uno no diría que labatalla es tan encarnizada allá abajo.

—Cierto. Pero le puedo asegurarque, dentro de la conejera, las cosasestán muy mal. Le digo esto, señorBanks, porque lo que usted pretende esentrar en ella.

Durante unos instantes, me quedémirando en silencio a través de los

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prismáticos. Luego dije:—Teniente, esa casa, la casa donde

están mis padres, ¿podría verse desdeaquí?

Su mano me tocó el hombrofugazmente, pero no aparté los ojos delos prismáticos.

—¿Puede ver, señor Banks, lasruinas de aquella torre de la izquierda?La que parece una de esas figuras de laIsla de Pascua. Sí, sí, aquélla. Si trazauna línea desde esas ruinas hasta lasruinas de aquel gran edificio negro de laderecha, un viejo almacén textil, tendrálo que esta mañana era la línea hasta laque nuestros hombres habían logradohacer retroceder a los japoneses. La

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casa donde retienen a sus padres estámás o menos a la altura de aquella altachimenea de la izquierda. Si traza unalínea, a esa misma altura, que cruce laconejera y acabe en un punto un pocohacia la izquierda de donde ahoraestamos… Sí, sí…

—¿Se refiere a cerca de ese tejado,el de los aleros que suben hasta unaespecie de arco?

—Sí, eso es. Por supuesto, no puedoestar seguro al ciento por ciento. Pero,según las indicaciones que me hamostrado antes, ésa es más o menos lasituación de la casa.

Me quedé mirando aquel tejado através de los prismáticos. Durante unos

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segundos largos no pude dejar demirarlo fijamente, pese a ser conscientede que estaba haciéndole perder untiempo precioso al teniente. Al poco fueel teniente quien dijo:

—Debe de ser extraño. Saber que esmuy posible que esté mirando la casadonde están sus padres…

—Sí. Lo es. Es extraño.—Claro que también es posible que

no sea esa casa. Es una simplededucción mía. Pero tiene que estar muycerca. Cerca de aquella alta chimeneaque le he indicado. Los lugareños lallaman el Horno del Este. La chimeneaque ve mucho más cerca de dondeestamos, casi directamente en línea con

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la otra, pertenece al Horno del Oeste.Antes de las hostilidades, los vecinossolían quemar sus desechos encualquiera de esos dos hornos. Leaconsejo, señor, que utilice esos hornoscomo referencia cuando esté dentro dela conejera. De lo contrario, siendousted extranjero, le resultará difícilsaber dónde se encuentra. Mire denuevo, detenidamente, la chimenea máslejana. Y recuerde: la casa que estábuscando se halla muy cerca de ella, enlínea recta hacia el sur.

Por fin bajé los prismáticos.—Teniente, ha sido usted

enormemente amable. No sé cómoexpresarle mi gratitud. De hecho, si no

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le causa embarazo, quizás me permitamencionar su nombre durante laceremonia que tendrá lugar en JessfieldPark para celebrar la liberación de mispadres.

—La verdad es que mi ayuda no hasido tan importante. Además, señorBanks, no debe presuponer que sumisión está cumplida. Desde aquí noparece lejos. Pero en el interior de laconejera se están librando fuertescombates. Aunque no sea usted uncombatiente, le será difícil moverse decasa en casa. Y, aparte de los doshornos, quedan muy pocos puntos dereferencia claros. Además, luego deberásacar de allí sanos y salvos a sus

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padres. En otras palabras, aún tiene anteusted una tarea harto difícil. Pero ahora,señor Banks, sugiero que bajemos.Puede que esos hombres ya hayanregresado y estén ya a la espera de misórdenes. En cuanto a usted, señor Banks,debe procurar volver antes delanochecer. Ya es lo suficientementeendiablado moverse por «la conejera» ala luz del día. Por la noche, sería comodeambular por la peor de las pesadillas.Si le sorprende la noche, le aconsejoque encuentre un lugar seguro y esperecon los hombres hasta la mañana. Ayermismo, dos de mis hombres estaban tandesorientados que se mataron el uno alotro en la oscuridad.

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—Tomo cumplida cuenta de lo queme ha dicho, teniente. En fin, bajemosya.

Abajo, el capitán Ma hablaba con unsoldado de uniforme muy roto ymaltrecho. No parecía estar herido, perosí alterado y conmocionado. El japonésde la silla estaba roncando, como en unsueño apacible, aunque advertí quehabía vuelto a vomitarse encima de laguerrera.

El teniente despachó rápidamentecon el capitán, e interrogó al soldadodel uniforme maltrecho. Luego se volvióhacia mí y dijo:

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—Malas noticias. Los otros no hanregresado. Dos han muerto conseguridad. El resto están atrapados,aunque existe la probabilidad de queaún logren escapar. Los japoneses hanefectuado un avance, siquieratransitorio, y puede que la casa en la queestán retenidos sus padres se encuentreahora tras las líneas enemigas.

—A pesar de ello, teniente, deboseguir con mi plan, sin más dilaciones.Verá: si los hombres que me prometió nohan regresado, quizás…, y me hagoperfecto cargo de que es pedirdemasiado, quizás podría tener laamabilidad de acompañarme ustedmismo. Sinceramente, señor, no puedo

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pensar en otra persona más idónea paraasistirme en este trance.

El teniente pensó en lo que acababade decirle con expresión grave.

—Muy bien, señor Banks —dijofinalmente. Haré lo que me pide. Perohemos de darnos prisa. No debería dejareste puesto por nada del mundo. Hacerlodurante un tiempo prolongado podríaacarrear terribles consecuencias.

Dio unas rápidas explicaciones alcapitán, abrió un cajón del escritorio ysacó una serie de cosas que fuemetiéndose en los bolsillos y elcinturón.

—Es mejor que no lleve fusil, señorBanks. Pero ¿tiene usted una pistola?

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¿No? Entonces coja ésta. Es alemana ymuy fiable. Deberá llevarla escondida, ysi nos topamos con el enemigo no debedudar en declarar su neutralidadinmediata y claramente. Ahora, si quiereusted seguirme.

Cogió un fusil que estaba apoyadocontra el escritorio, fue hasta el agujeroabierto en la pared de enfrente y seintrodujo en él ágilmente. Yo deslicé lapistola bajo el cinturón, donde quedósemioculta por los faldones de lachaqueta, y me dirigí deprisa hacia elagujero.

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19

Sólo la visión retrospectiva hace que laprimera parte de nuestra incursión meparezca ahora relativamente fácil.Entonces, cuando caminaba dandotraspiés tras la figura del teniente —queavanzaba a grandes pasos— no mepareció en absoluto sencilla. Los piesempezaron enseguida a arderme por elroce con el terreno lleno de escombros,y los forzados movimientos que me viobligado a hacer para sortear losagujeros de cada muro se me antojaronterriblemente incómodos.

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La serie de agujeros —todos ellossimilares al de la sala de mando delsótano— parecía interminable. Unoseran más pequeños, otros lo bastantegrandes para que dos hombres pasaran através de ellos al mismo tiempo; perotodos tenían los bordes desiguales, y eranecesario dar un pequeño brinco parapasar a través de ellos. No tardé muchoen sentirme al borde de la extenuación;en cuanto pasaba a través de uno volvíaa ver a unos metros la figura delteniente, que airosamente se metía en elsiguiente.

No todos los muros seguían en pie; aveces nos abríamos paso entre losescombros de tres o cuatro casas

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destruidas antes de encontrarnos con elmuro siguiente. Los tejados estaban casitodos destrozados —en ocasiones eranprácticamente inexistentes—, de formaque tuvimos luz casi constantemente,aunque de cuando en cuando las densassombras hacían fácil el tropiezo. Más deuna vez, hasta que me hubeacostumbrado al terreno, mi pie resbalódolorosamente entre dos losas melladaso se hundió hasta el tobillo en losdesmenuzados escombros.

En tales circunstancias, pues, no eradifícil olvidar que estábamos pasando através de lo que sólo varias semanasatrás habían sido los hogares decentenares de personas. De hecho, a

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menudo tuve la impresión de queatravesábamos no una humilde barriadasino una vasta mansión en ruinas, coninnumerables habitaciones. Tanto era asíque a veces me daba la impresión deque entre las ruinas, bajo nuestros pies,había preciadas reliquias, juguetes,sencillos pero muy amados objetos de lavida familiar, y me sentía anegado deuna renovada furia contra aquellos quehabían permitido que tal fatalidadhubiera caído sobre tanta gente inocente.Pensé de nuevo en aquellos personajespomposos de la Colonia Internacional,en todos los fingimientos y mentiras quea lo largo de tantos años habíanempleado para eludir sus

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responsabilidades, y al pensar en ellomi furia adquirió tal intensidad que mesentí tentado de llamar al teniente agritos para hacerle partícipe de micólera.

En determinado instante, sinembargo, el teniente se detuvo porvoluntad propia, y cuando llegué hasta éloí que me decía:

—Señor Banks, por favor, tomebuena nota de esto. —Me señalaba,apuntando un poco hacia la izquierda,una construcción con aspecto de calderaque, aunque cubierta de polvo dederribo, había permanecido más omenos intacta. Es el Horno del Oeste. Simira hacia arriba verá la más cercana de

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las dos altas chimeneas que hemos vistoantes desde aquel tejado. El Horno delEste es muy similar a éste en apariencia,y será nuestro punto de referenciasiguiente. Cuando lleguemos a él,sabremos que estamos muy cerca de lacasa.

Examiné el horno con detenimiento.Una chimenea de gran grosor seasentaba sobre su estructura, y cuando diunos pasos hacia ésta y miré haciaarriba, vi cómo el enorme fuste sealzaba enhiesto hacia el cielo. Seguíacontemplándola cuando oí que micompañero me decía:

—Por favor, señor Banks. Debemoscontinuar. Es importante que hayamos

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terminado la misión antes de que el solse ponga.

Fue minutos después de haberdejado atrás el Horno del Oeste cuandola actitud del teniente se hizovisiblemente más cauta. Su paso sevolvió más lento, y a partir de entonces,al llegar a un agujero, miraba a travésdel hueco, con el fusil en ristre, yescuchaba atentamente antes deaventurarse a atravesarlo. Empecé a vermás y más montones de sacos terreros yrollos de alambre de espino muy cercade los agujeros. Cuando oí las ráfagasde ametralladora me quedé petrificado,creyendo que nos hallábamos dentro deun fuego cruzado, pero vi que el teniente

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seguía avanzando, y, con una hondainspiración, reanudé la marcha detrás deél.

Finalmente, tras pasar por un nuevoagujero, me vi en un espacio mucho másamplio. De hecho, en mi estado deagotamiento, tuve la fantasía de quehabía entrado en el recinto derruido porlas bombas de alguno de aquellosgrandes salones de baile a los que solíaninvitarme en la Colonia Internacional.Pero luego caí en la cuenta de queestábamos en un espacio ocupado un díapor varias habitaciones; los tabiqueshabían desaparecido casi por completo,y la siguiente pared en pie se hallaba aunos veinticinco metros. En ella vi a

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siete u ocho soldados alineados de pie,cara al ladrillo, y al principio los tomépor prisioneros, pero enseguida mepercaté de que tenían ante sí sendospequeños agujeros por los que habíanintroducido el cañón de los fusiles. Elteniente ya había cruzado los escombros,y hablaba con un hombre agachado anteuna ametralladora montada sobre untrípode.

Ésta se hallaba situada frente alagujero más grande por el quetendríamos que pasar para continuarnuestro camino. Al acercarme, además,vi que el perímetro interno del agujerose hallaba todo orlado de alambre deespino, de forma que apenas quedaba el

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hueco necesario para el cañón de laametralladora. Al principio pensé que elteniente le estaba pidiendo al hombreque despejara aquel obstáculo para quepudiéramos pasar, pero luego reparé enlo tensos que se habían puesto todos lospresentes. Mientras el teniente lehablaba, el hombre de la ametralladorano quitó ni un instante la vista delinterior del agujero. Los demássoldados, alineados a lo largo del muro,permanecían también inmóviles y alerta,con el alma en vilo por lo que pudierasuceder al otro lado del muro.

En cuanto vislumbré las ominosasimplicaciones de lo que estaba viendo,sentí el impulso de retroceder y volver

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al espacio anterior a través del agujero ami espalda, pero vi que el teniente veníahacia mí y se quedaba donde estábamos.

—Tenemos un problema —dijo.Hace unas horas, los japoneses hanconseguido avanzar un poco. Hemoslogrado hacerles retroceder, y la líneavuelve a ser la de esta mañana. Pero alparecer algunos soldados japoneses nohan podido replegarse con los otros, yhan quedado atrapados dentro denuestras líneas. Están completamenteaislados de los suyos, y por tanto sonextremadamente peligrosos. Mishombres creen que en este momentoestán al otro lado del muro.

—¿No estará sugiriendo, teniente,

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que pospongamos la misión hasta que sesolucione este asunto?

—Me temo que sí, que tendremosque esperar.

—Pero ¿cuánto tiempo?—Es difícil de decir. Esos soldados

se hallan atrapados, y al final acabaránpresos o muertos. Pero mientras tantoestán armados y son muy peligrosos.

—¿Quiere decir que quizástengamos que esperar horas? ¿Díasincluso?

—Es posible. En la situación actual,sería muy peligroso que usted y yocontinuáramos nuestro camino.

—Teniente, me sorprende usted.Tenía la impresión de que, siendo como

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es un hombre educado, eraperfectamente consciente de la urgenciade nuestra misión. Sin duda tendrá quehaber alguna otra ruta que podamostomar para sortear a esos soldados.

—Hay otras rutas. Pero el caso esque, aunque sigamos, estaremosexpuestos a un peligro extremo. Pordesgracia, señor, no veo otro alternativaque esperar. Es muy posible que lasituación se resuelva pronto. Disculpeun momento.

Uno de los soldados del muro lehacía gestos urgentes para que seacercara, y el teniente echó a andar através de los escombros en dirección aél. Pero en ese mismo instante el hombre

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de la ametralladora hizo fuego. Se oyóuna ensordecedora ráfaga, y, cuando éstacesó, un largo grito al otro lado delmuro. El grito fue al principio unalarido, y luego fue amortiguándosehasta convertirse en una especie deplañido agudo y quejumbroso. Era unsonido sobrecogedor, y al oírlo mequedé petrificado. Sólo cuando elteniente llegó corriendo y me empujó yme obligó a agacharme tras unosmontones de escombros, caí en la cuentade que las balas estaban mordiendo elmuro que había a mi espalda. Ahora lossoldados alineados en el murodisparaban también, y el hombre de laametralladora dejó escapar otra larga

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ráfaga. La rotundidad de su armapareció silenciar a todas las demás, yluego, durante lo que se me antojó untiempo enormemente largo, el únicosonido audible fue el del hombre heridodel otro lado del muro. Sus agudosgemidos se prolongaron durante variossegundos, y al cabo el soldado empezó achillar —una y otra y otra vez— algo enjaponés. De cuando en cuando su voz sealzaba hasta convertirse en undesesperado y frenético alarido, que alpoco volvía a ser un gemido lastimero.Su incorpórea voz resonó por todas lasruinas, pero los soldados chinospermanecieron absolutamente inmóviles,sin que su concentración flaqueara lo

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más mínimo por lo que pudieran ver alotro lado del muro a través de susrespectivos agujeros. De pronto, elhombre de la ametralladora se volvió yvomitó a un lado, en la tierra, parainmediatamente volver a su agujero dealambre de espino. Lo hizo de forma queno permitía adivinar si su repentinaindisposición tenía que ver con losnervios o con los gemidos del hombremoribundo, o con alguna afecciónestomacal momentánea.

Al final, y aunque sus posturasapenas cambiaron, los soldadosparecieron relajarse de formaperceptible. Oí que el teniente decía ami espalda:

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—¿Lo ve, señor Banks? ¿Ve comono es nada fácil seguir adelante?

Estábamos agachados, sobre lasrodillas, y reparé en que mi ligero trajede franela estaba cubierto casi porcompleto de polvo y suciedad. Dediquéunos segundos a poner en orden mispensamientos y dije:

—Me hago cargo de los riesgos.Pero de todos modos debemos continuar.Con toda esta batalla en curso, esparticularmente necesario que mispadres no sigan en esa casa ni uninstante más de lo estrictamentenecesario. ¿Podría sugerirle que nosllevemos con nosotros a estos hombres?Así, si esos soldados japoneses nos

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atacan, seremos mucho más fuertes.—Como oficial al mando aquí, no

puedo aprobar tal idea, señor Banks. Siesos hombres dejan su posición, elcuartel general se hará absolutamentevulnerable. Además, pondría a mishombres en un riesgo de muerteinnecesario.

Exasperado, dejé escapar unsuspiro.

—Debo decir, teniente, que sushombres han hecho un trabajo un tanto«chapucero» al permitir que esosjaponeses se hayan adentrado en suslíneas. Si sus hombres hubierancumplido con su deber como es debido,estoy seguro de que esto jamás habría

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sucedido.—Mis hombres han peleado con

admirable valentía, señor Banks. Notienen ninguna culpa de que su misión sehalle momentáneamente suspendida.

—¿Qué quiere decir con eso,teniente? ¿Qué está usted insinuando?

—Por favor, cálmese, señor Banks.Lo único que estoy queriendo dejarclaro es que mis hombres no tienen lamenor culpa de…

—Entonces, ¿de quién es la culpa,señor? ¡Ya caigo en lo que insinúa! ¡Oh,sí! Sé que lleva ya cierto tiempopensándolo. Me preguntaba cuándo sedecidiría a decírmelo.

—Señor, no tengo la menor idea de

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lo que…—¡Sé perfectamente lo que ha

estado pensando todo este tiempo,teniente! Lo veía en sus ojos. Usted creeque todo esto es culpa mía. Todo,absolutamente todo, todo este terriblesufrimiento. Toda esta destrucción. Loveía en su cara cuando nos abríamospaso entre ella hace un momento. Peroes que usted no sabe nada, prácticamentenada, señor, de lo que concierne a esteasunto. Puede que usted sepa un par decosas sobre cómo se lleva una guerra,pero déjeme decirle que la resoluciónde un caso tan complejo como éste esalgo diametralmente diferente. Es obvioque no tiene la menor idea de lo que está

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en juego. ¡Estas cosas llevan tiempo,señor! Un caso como éste, señor,requiere la mayor de las delicadezas.Supongo que usted imagina que puedeabordarse con fusiles y bayonetas, ¿meequivoco? Ha llevado mucho tiempo, loadmito, pero ello está en la propianaturaleza del caso que nos ocupa. Enfin, no sé por qué me molesto enexplicarle todo esto. ¿Cómo iba aentenderlo usted, un simple soldado?

—No hay ninguna razón para quenos peleemos, señor Banks. Deseosinceramente que tenga usted éxito en suempresa. Lo único que le decía era queposiblemente…

—Cada vez me interesa menos su

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idea de lo que es o no posible, teniente.Si me permite decirlo, es usted un pobreejemplo del ejército chino. ¿Deboentender que se está usted echando atrásen lo que me había prometido? ¿Que notiene intención de acompañarme másallá de este punto? Sí, eso es lo quecreo. Tendré que llevar a cabo estadifícil tarea a solas. ¡Muy bien, pues asílo haré! ¡Haré esa incursión en la casaabsolutamente solo!

—Creo, señor, que debe ustedcalmarse antes de seguir diciendo cosasque…

—¡Y una cosa más, señor! Puedetener la seguridad de que en absolutomencionaré su nombre en la celebración

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del Jessfield Park. Y si lo hago, no seráprecisamente de un modo elogioso.

—Señor Banks, por favor,escúcheme. Si está usted decidido aseguir, pese al peligro, no le detendré.Pero no hay ninguna duda de quecontinuará mucho más seguro solo. Si vaconmigo, correrá el riesgo de que ledisparen. Usted, además, es un hombreblanco, y vestido de civil. Si secomporta usted con sumo cuidado, ydeclara claramente quién es antes de queestalle cualquier escaramuza, es posibleque salga indemne del trance que leespera. Por supuesto, le reitero mirecomendación de que espere a que lasituación se resuelva. Y le aseguro que,

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teniendo como tengo también yo padresancianos, entiendo perfectamente susentimiento de urgencia.

Me puse en pie y me sacudí cuantopude el polvo de la ropa.

—Muy bien. Me voy —dijefríamente.

—En tal caso, señor Banks, porfavor llévese esto. —Me tendía unapequeña linterna. Mi consejo, como hedicho antes, es que se detenga y esperehasta la mañana siguiente si no halogrado llegar a su destino antes delanochecer. Pero, por su actitud, veo quese sentirá inclinado a continuar. En talcaso, necesitará una linterna. Las pilasno son nuevas. Así que no la utilice

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salvo en caso absolutamente necesario.Me metí la linterna en el bolsillo de

la chaqueta y le di las gracias un tanto aregañadientes, aunque lamentando ya mianterior salida de tono. El soldadomoribundo había dejado de tratar dehablar, y gritaba de nuevo. Yo habíaechado ya a andar hacia el lugar dedonde procedían sus lamentos cuando elteniente dijo:

—No puede ir en esa dirección,señor Banks. Tendrá que ir hacia elnorte durante un rato, y luego tratar deorientarse para volver a la direccióncorrecta. Venga por aquí, señor.

Durante unos minutos me guió en unadirección perpendicular a la que

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habíamos estado siguiendo. Al finalllegamos a otro muro en el que habíaotro agujero.

—Debe seguir por aquí mediokilómetro como mínimo, y luego torcerde nuevo hacia el este. Puede que seencuentre con soldados de cualquiera delos bandos. Recuerde lo que le acabo dedecir. Mantenga oculto el revólver y noolvide declarar su neutralidad deinmediato. Si se topa con algún civil,pídale que le dirija hacia el Horno delEste. Le deseo mucha suerte, señor, ysiento no poder seguir ayudándole.

Después de seguir en dirección norte

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varios minutos, reparé en que las casasno estaban tan en ruinas. Ello, noobstante, no hizo mi avance más fácil; alestar los tejados menos dañados, la luzera mucho más exigua —había decididono utilizar la linterna hasta la caída de lanoche—, y en ocasiones tuve queavanzar a tientas a lo largo de algúnmuro hasta llegar a un claro. Sinembargo, vi que había —ignoro la razón— más cristales rotos en torno, ygrandes trechos inundados de aguaestancada. A menudo oía grupos de ratasdeslizándose veloces por el suelo, y unavez pisé un perro muerto. Pero no mellegó ningún sonido de combates.

Fue más o menos a esta altura del

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trayecto cuando me sorprendí pensandouna y otra vez en Jennifer: la veíasentada en la habitación del monitor dedisciplina aquella soleada tarde en quenos despedimos, y recordabaespecialmente su cara al formular —deforma grave y solemne— aquellasingular promesa de «ayudarme» cuandofuera más mayor. En una ocasión,mientras avanzaba a tientas, me vino a lacabeza la absurda imagen de la pobrecriatura yendo en pos de mí a través deaquel terreno fantasmal, decidida acumplir su promesa, y de súbito sentíuna oleada de emoción que me moviócasi hasta las lágrimas.

Llegué a un agujero en un muro a

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través del cual no pude atisbar sino unanegrura de boca de lobo, y del queprovenía un vomitivo hedor deexcrementos. Supe que para seguir micamino debía pasar al otro lado, pero lasola idea me resultaba insoportable yseguí caminando. Este contratiempo lopagué caro, porque no volví a encontrarotro agujero durante bastante tiempo, y apartir de ese momento tuve la impresiónde apartarme más y más de mi camino.

Cuando se hizo noche cerrada y tuveque utilizar la linterna, fui topándomecon más y más vestigios de viviendashabitadas. A menudo tropezaba con unacómoda o un relicario apenas dañados,o incluso con habitaciones cuyo

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mobiliario permanecía casi indemne, yque daban la impresión de que susmoradores acababan de salir para sujornada diaria. Pero luego, casicontiguas a ellas, me encontraba conotras piezas absolutamente destruidas oinundadas.

Había, también, más y más perroscallejeros, animales escuálidos que —temía— tal vez pudieran atacarme, peroque invariablemente reculaban ydesaparecían en cuanto dirigía haciaellos el haz de luz de la linterna. Unavez me encontré con tres de estosanimales que desgarraban salvajementealgo, y saqué el revólver, convencido deque vendrían a por mí; pero incluso

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ellos me vieron pasar sin amagoagresivo alguno, como si hubieranllegado a respetar las carnicerías que elhombre era capaz de provocar.

No me sorprendí, pues, demasiado,cuando me encontré con la primerafamilia. La descubrió la luz de lalinterna, acurrucada en un rincón oscuro:varios niños, tres mujeres y un anciano.Alrededor de ellos se veían los bultos yutensilios de su vida cotidiana. Memiraban fijamente, llenos de espanto,esgrimiendo improvisadas armas, quebajaron levemente al oír mis palabrastranquilizadoras. Traté de preguntarlessi me encontraba cerca del Horno delEste, pero sólo alcanzaron a devolverme

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miradas aturdidas. Me topé con tres ocuatro familias más en las casas vecinas—cada vez podía utilizar más puertas enlugar de huecos en los muros—, perotampoco encontré en ellas mayorrespuesta.

Al cabo llegué a un espacio másamplio, al fondo del cual divisé elfulgor rojizo de un farolillo. Había ungran grupo de personas de pie en mediode las sombras, en su mayoría, mujeres yniños, y también algunos hombresancianos. Había empezado a pronunciarmis habituales palabras tranquilizadorascuando percibí algo extraño en elambiente, y, al tiempo que callaba, mellevé la mano al interior de la chaqueta

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en busca del revólver.Las caras se volvieron hacia mí al

resplandor del farolillo, peroinmediatamente después las miradas sedirigieron hacia el fondo del recinto,donde como una docena de niños seapiñaban en torno a algo que había en elsuelo. Algunos de ellos pinchaban conpalos el bulto —fuera éste lo que fuera—, y entonces vi que muchos de losadultos blandían afiladas palas,pequeñas hachas y otras armasimprovisadas. Era como si hubierainterrumpido alguna suerte de oscuroritual, y mi primer impulso fue pasar delargo. Quizás fue porque oí un ruido, oquizás fue un sexto sentido, pero me

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sorprendí yendo revólver en mano haciael corro de chiquillos. Éstos parecíanreacios a dejarme ver lo que había en elsuelo, pero, poco a poco, sus sombrasfueron apartándose. Entonces, a la débilluz rojiza, vislumbré la figura de unsoldado japonés que yacía quieto sobreun costado. Tenía las manos atadas a laespalda. También tenía atados los pies, ysus ojos estaban cerrados, y entrevi unahúmeda franja oscura que se ledeslizaba por el uniforme desde la axilamás alejada del suelo. Tenía la cara y elpelo cubiertos de polvo, y manchados desangre. Y, pese a todo, reconocí alinstante a Akira.

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Los niños empezaban a agruparse denuevo a nuestro alrededor, y uno deellos hostigó con la punta de un palo elcuerpo de Akira. Les ordené que seapartaran de él, esgrimiendo mirevólver, y los niños acabaronretrocediendo un poco sin dejar deobservarme con cautela.

Los ojos de Akira siguieroncerrados mientras examinaba su estadodetenidamente. Su uniforme se hallabadesgarrado por la espalda, hasta elpunto de dejarle al descubierto la pieldesnuda, lo que parecía indicar quehabía sido arrastrado por tierra. Laherida cercana a la axila se la había

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causado probablemente la metralla. Enla parte posterior de la cabeza tenía uncorte y un abultado hematoma. Peroestaba tan cubierto de suciedad, y la luzera tan pobre, que resultaba difícilcalibrar la gravedad de sus heridas.Cuando enfoqué hacia él la luz de lalinterna, pesadas sombras cayeron a sualrededor envolviéndole y haciendo aúnmás difícil el examen de su estado.

Luego, cuando lo hube examinadounos instantes, Akira abrió los ojos.

—¡Akira! —dije, acercando mi caraa la suya. Soy yo. Christopher.

Caí en la cuenta de que, con la luzdetrás de mi cabeza, él no podía ver másque una amenazante silueta. Pronuncié

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de nuevo su nombre, esta vezproyectando sobre mi cara la luz de lalinterna. Es muy probable que esto sólosirviera para hacer que mi semblante sele antojara una aparición pavorosa,porque Akira hizo una mueca y meescupió con desprecio. No tuvo la fuerzanecesaria para que la saliva alcanzara elblanco pretendido, y ésta le cayó en supropia mejilla.

—¡Akira! ¡Soy yo! ¡Qué suertehaberte encontrado! Ahora podréayudarte.

Me miró y dijo:—Déjame morir.—No vas a morir, viejo amigo. Has

perdido algo de sangre, y lo has pasado

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mal últimamente. Pero voy a conseguirteayuda, y te pondrás bien, ya lo verás.

—Cerdo… Cerdo…—¿Qué?—Tú. Cerdo.Volvió a escupirme, y de nuevo la

saliva salió de su boca sin fuerza alguna.—Akira. Sigues sin darte cuenta de

quién soy, no hay duda.—Déjame morir. Morir como un

soldado.—Akira, soy yo. Christopher.—No te conozco. Cerdo.—Escucha: déjame que te desate. Te

sentirás mucho mejor. Y recobrarás elsentido.

Miré por encima del hombro,

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pensando en pedir algo con que cortarsus ligaduras, y vi que los presentes sehabían congregado apretadamente a miespalda —muchos de ellos seguíanblandiendo sus improvisadas armas—como si estuvieran posando para unasiniestra fotografía. Desconcertado —me había olvidado de ellosmomentáneamente—, eché mano alrevólver. Pero, justo en aquel instante,Akira dijo con una nueva energía:

—Si cortas este cordel, te mataré.Quedas advertido, inglés.

—¿Pero qué diablos dices? Escucha,cabeza de chorlito: soy yo, tu amigo. Voya ayudarte.

—Cerdo. Si cortas el cordel, te

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mato.—Mira, esta gente de aquí te matará

mucho antes de que tú puedas matarme amí. De todos modos, pronto se teinfectarán las heridas. Tienes quedejarme que te ayude.

De pronto, dos de las mujeres chinasempezaron a gritar. Una parecíadirigirse a mí, y la otra gritaba hacia laspersonas de atrás del grupo. Durante uninstante reinó la confusión; al cabo, unchico de unos diez años surgió de entrela masa humana con una hoz en la mano.Cuando entró en el campo de luz, vi unjirón de piel —quizás restos de unroedor— colgando de la punta de lahoja. Pensé que el chico mantenía la hoz

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cuidadosamente en alto para que lo queme estaba tendiendo no cayera al suelo,pero la mujer que me había gritadocogió la hoz por el mango y el colgajocayó al suelo.

—Escuchadme —dije, poniéndomede pie y gritando hacia el apiñadogrupo. Estáis cometiendo un error. Éstees un buen hombre. Es mi amigo. Amigo.

La mujer volvió a gritar, haciéndomeuna seña para que me apartara hacia unlado.

—Pero este hombre no es vuestroenemigo —continué. Es un amigo. Va aayudarme. Va a ayudarme a resolver elcaso.

Alcé el revólver y la mujer

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retrocedió. Entretanto, todo el mundohablaba a un tiempo, y un niño se echó allorar. Entonces hicieron pasar a primerplano a un hombre anciano conducido dela mano por una jovencita.

—Hablo inglés —dijo.—Bien, gracias a Dios —dije. Tenga

la amabilidad de decirle a su gente queeste hombre es mi amigo. Y que va aayudarme.

—Él, soldado japonés. Mató a TíaYun.

—Estoy seguro de que no es así. Deque no fue él personalmente.

—Mató y robó.—Pero no él. Este hombre es Akira.

¿Alguien lo vio, alguien vio matar o

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robar a este hombre concreto? Pregunte,pregúnteles a todos.

El anciano se mostraba reacio ahacerlo, pero por fin se volvió y susurróalgo en su idioma. Ello suscitó otradiscusión, y al poco empezó a circularde mano en mano una afilada pala, quefinalmente fue asida por una de lasmujeres de la primera fila.

—¿Y bien? —le pregunté al anciano.¿No tengo razón? Nadie vio a Akirahacer nada malo personalmente.

El anciano sacudió la cabeza, tal vezen señal de desacuerdo o tal vez paraindicar que no había entendido. A miespalda, Akira emitió un sonido y mevolví hacia él.

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—¿Lo ves? Es una suerte que hayapasado por aquí. Te han confundido conalgún otro soldado, y quieren matarte.Por el amor de Dios, ¿sigues sin saberquién soy? ¡Akira!, ¡soy yo! ¡SoyChristopher!

Aparté los ojos del grupo y,volviéndome por completo hacia Akira,me enfoqué de lleno la cara con la luz dela linterna. Entonces, cuando la apagué,vi por primera vez en su semblante unbarrunto de reconocimiento.

—Christopher —dijo, comointentando recordar. Christopher…

—Sí, soy yo. De verdad. Ha pasadotanto tiempo. Y al parecer he llegadojusto a tiempo.

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—Christopher. Amigo mío.Levantándome, me encaré con el

grupo y le hice un gesto a un chiquilloque blandía un cuchillo de cocina paraque se acercase. Cuando le cogí elcuchillo de la mano, la mujer de la hozavanzó hacia mí amenazadoramente,pero alcé el revólver y le grité que nosiguiera acercándose. Luego,arrodillándome de nuevo junto a Akira,empecé a cortar sus ligaduras. Akira,antes, había dicho «cordel», y yo lohabía atribuido a su inglés limitado,pero comprobé que se trataba realmentede un viejo cabo de cordel, que cortécon suma facilidad con el cuchillo.

—Diles —le dije al anciano,

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mientras las manos de Akira quedabanlibres—, diles a todos que es mi amigo.Y que vamos a resolver el caso juntos.Diles que han cometido un gran error.¡Vamos, dígaselo!

Mientras dedicaba mi atención acortar las ligaduras de los pies de Akira,oí cómo el anciano les susurraba algo asus convecinos, y acto seguido volvió aentablarse un debate comunal. Akira,finalmente, se incorporó con cautela, yme miró.

—Mi amigo Christopher… —dijo.Sí, somos amigos.

Me percaté de que el grupo seadelantaba hacia nosotros, y me puse enpie como un resorte. Tal vez, inquieto

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por mi amigo, les grité en un tonoinnecesariamente fuerte:

—¡Que nadie se acerque un pasomás! Porque dispararé. ¡Les juro que loharé! —Luego, volviéndome al anciano,grité—: ¡Dígales que no se acerquen!¡Dígales que no se muevan si es quesaben lo que les conviene!

No sé lo que el anciano pudotraducirles. En cualquier caso, el efectode mis gritos en el apiñado grupo, cuyaagresividad —caía en la cuenta ahora—había juzgado erróneamente mucho másenconada, fue de absoluta confusión. Lamitad de ellos parecían creer que lesordenaba ir a situarse en la pared de laizquierda, y la otra mitad que se sentaran

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en el suelo. Todos se hallabanvisiblemente alarmados ante mi ademánamenazante, y en su ansiedad porsometerse a mis deseos tropezaban unoscon otros mientras lanzaban gritos depánico.

Akira, percatándose de que debíaaprovechar la oportunidad, hizo unintento de ponerse en pie. Lo alcé porlos hombros, y durante un instanteestuvimos bamboleándonos en unprecario equilibrio. Me vi obligado aencajarme el revólver en el cinturónpara liberarme la otra mano, y ambosintentamos avanzar unos pasos codo concodo. Un olor pútrido emanaba de suherida, pero aparté el pensamiento de mi

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mente y grité por encima del hombro sinimportarme cuántos de los presentespodrían entenderme.

—¡Lo veréis muy pronto! ¡Veréiscomo os habíais equivocado!

—Christopher —me susurró Akiraal oído. Amigo mío. Christopher…

—Mira —le dije en voz muy baja—,tenemos que librarnos de esta gente.¿Ves aquella puerta de aquel rincón?¿Crees que podrás llegar hasta ella?

Akira, apoyando en mi hombro todosu peso, miró hacia la penumbra delrincón.

—Está bien. Vamos.No parecía tener lesionadas las

piernas, y echamos a andar sin grandes

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dificultades. Pero después de unos seiso siete pasos tropezó, y, en nuestrosesfuerzos por evitar venirnos abajo unoencima de otro, hubo unos segundos enque debió de parecer que nos estábamospeleando. Pero logramos recuperar elequilibrio y seguimos caminando. Depronto, un niño pequeño se adelantócorriendo hacia nosotros y nos arrojó unpuñado de barro, pero los demás tiraronde él enseguida y lo hicieron retrocederhasta el grupo. Así, Akira y yo llegamosa la puerta —un mero hueco en el muro—, y pasamos tambaleantes a la casacolindante.

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20

Una vez hubimos pasado otros muros yvisto que no había indicio alguno de quenos siguieran, sentí por vez primera unasuerte de euforia por verme al fin junto ami viejo amigo. Mientras avanzábamosuno al lado del otro con paso vacilante,solté unas cuantas carcajadas; Akira,segundos después, rió también, y losaños, de pronto, parecieron disolverseentre ambos hasta desaparecer.

—¿Cuánto tiempo ha pasado, Akira?Ha sido tanto, tanto tiempo…

Mi amigo se movía a mi lado,

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doliente, pero hizo acopio de fuerzaspara decir:

—Sí, mucho, mucho tiempo…—¿Sabes?, he vuelto. A mi vieja

casa. Supongo que la tuya seguiráestando justo al lado.

—Sí, justo al lado.—Oh, ¿has estado en la tuya tú

también? Pero, claro, tú has estado aquítodo el tiempo. A ti no tiene queparecerte nada extraordinario.

—Sí —volvió a decir con ciertoesfuerzo. Mucho tiempo. Justo al lado.

Hice que hiciéramos un alto, y leayudé a sentarse sobre los restos de unmuro. Luego, quitándole con cuidado laguerrera desgarrada del uniforme, volví

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a examinar sus heridas con la linterna yla lupa. Seguía sin saber calibrar bien sugravedad; temía que la herida cercana ala axila hubiera podido gangrenarse,pero se me ocurrió que el olor fétidopodía deberse a alguna suciedad deluniforme, a algo del suelo sobre lo quepudiera haber estado tendido en algúnmomento. Por otra parte, advertí queestaba inquietantemente caliente, yempapado de sudor de pies a cabeza.

Me quité la chaqueta y desgarré elforro en varias tiras, para hacer vendas.Luego saqué un pañuelo y me esforcécuanto pude por limpiarle la herida.Aunque intentaba quitarle el pus con lamayor de las delicadezas, sus

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inspiraciones bruscas me indicaron quele estaba causando un dolor intenso.

—Lo siento, Akira. Intentaré sermenos torpe.

—Torpe… —dijo, comodeteniéndose en el sentido del vocablo.Luego soltó una repentina risa y dijo—:Me ayudas. Gracias.

—Claro que estoy ayudándote. Ymuy pronto te curarán como es debido.Te pondrás bien enseguida. Pero antesde eso tendrás que ayudarme. Hay unatarea urgente que debemos llevar a cabo,y tú entenderás mejor que nadie el porqué de tal urgencia. Verás, Akira, al finsé dónde están. Sé cuál es la casa dondetienen secuestrados a mis padres.

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Estamos muy cerca de ella en estemismo instante. ¿Sabes?, viejo amigo,hasta ahora he estado planeando ir a esacasa solo. Lo habría hecho, pero locierto es que habría corrido un tremendoriesgo. Sólo Dios sabe cuántossecuestradores puede haber en ella. Alprincipio creí que iba a conseguir laayuda de un puñado de soldados chinos,pero ha resultado imposible. Incluso heestado pensando en pedir ayuda a losjaponeses. Pero ahora, los dos juntos,vamos a hacerlo. Conseguiremoshacerlo.

Mientras hablaba, había estadotratando de improvisar un vendaje detorso y cuello, de forma que ejerciera la

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necesaria presión sobre la herida. Akirame miraba atentamente, y cuando dejé dehablar, sonrió y dijo:

—Sí. Te ayudaré. Tú me estásayudando. Perfecto.

—Pero he de confesarte, Akira, queestoy bastante perdido. Iba bastante bienhasta poco antes de encontrarte. Peroahora no sé exactamente qué direccióntomar. Tenemos que encontrar un sitiollamado Horno del Este. Una enormeconstrucción con una alta chimenea. Mepregunto, viejo amigo, si tienes algunaidea de dónde está ese horno.

Akira me miraba, respirandoagitadamente. Cuando lo vi en tal estadorecordé de pronto aquellos días en que

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solíamos sentarnos juntos en lo alto delmontículo de mi jardín, recuperando elresuello. A punto estaba de decírselocuando oí que me decía:

—Lo sé. Conozco ese lugar.—¿Sabes llegar al Horno del Este?

¿Desde aquí?Asintió con la cabeza.—He luchado aquí. Muchas

semanas. Todo esto lo conozco como…—esbozó una súbita sonrisa—… comomi pueblo natal.

Sonreí también, pero el final de lafrase me dejó intrigado.

—¿A qué pueblo natal te refieres?—le pregunté.

—A mi pueblo natal. Donde nací.

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—¿Quieres decir la Colonia?Akira se quedó callado unos

instantes y luego dijo:—Ya. Sí. La Colonia. La Colonia

Internacional. Mi pueblo natal.—Sí —dije. Supongo que también es

el mío.Nos echamos a reír a un tiempo, y

durante unos segundos seguimosriéndonos juntos, de forma quizás untanto incontrolada. Cuando por fin noscalmamos, dije:

—Te diré algo extraño, Akira. A tipuedo decírtelo. En todos los años quehe vivido en Inglaterra, jamás me hesentido de verdad en casa. La ColoniaInternacional. Ése será siempre mi

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hogar.—Pero la Colonia Internacional…

—Akira sacudió la cabeza. Es muy…frágil. Mañana, en cualquier momento…Hizo un gesto en el aire con la mano.

—Sé a lo que te refieres —dije.Cuando éramos niños nos parecía tansólida… Pero es cierto lo que acabas dedecir. Es nuestro pueblo natal. El únicoque hemos tenido.

Empecé a ponerle de nuevo eluniforme, con un cuidado sumo para nohacerle un daño innecesario.

—¿Así estás mejor, Akira? Siento nopoder hacer nada más por ti en estemomento. Haré que te vea un médicocuanto antes. Pero ahora tenemos una

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tarea importante que hacer. Dime pordónde tenemos que ir.

Nuestro avance era lento. Meresultaba difícil mantener la linternarecta, enfocada hacia adelante, y amenudo, para gran quebranto de Akira,tropezábamos en la oscuridad. En aqueltrecho de nuestro trayecto, mi amigoestuvo a punto de perder la concienciamás de una vez, y su peso sobre mishombros se me antojaba inmenso.También yo tenía alguna herida: la sueladel zapato derecho se me había abiertopor completo, y unos profundos cortesen el pie me producían un fuerte dolor acada paso. A veces estábamos tanexhaustos que no podíamos avanzar más

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de una docena de pasos sin pararnos.Pero en tales ocasiones decidíamos nosentarnos, y seguíamos de pie,tambaleantes, casi sin resuello,cambiando el acoplamiento de nuestrosrespectivos pesos a fin de aliviar undolor a costa de otro. La fetidez de suherida se hacía más y más intensa, y elconstante ruido de las ratas corriendo anuestro alrededor se nos iba haciendoinsoportable, pero en aquella etapa deltrayecto no oímos ningún ruido decombates.

Hice cuanto pude para quemantuviéramos alto el ánimo, y siempreque el aliento me lo permitía hacíacomentarios desenfadados. Lo cierto, sin

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embargo, es que mis sentimientosrespecto a aquel reencuentro, en aqueltrance, eran de una complejidad extraña.Sentía, claro está, una inmensa gratitudpor el hecho de que el destino noshubiera reunido justo a tiempo paraacometer «la gran empresa». Pero almismo tiempo, una parte de mí seentristecía ante el hecho de que nuestroreencuentro —que llevaba tanto tiempoanhelando— hubiera tenido lugar en tansombrías circunstancias. Nada tenía quever, ciertamente, con las escenas quesiempre había imaginado: los dossentados en algún confortable salón dehotel, o en el mirador de la casa deAkira, contemplando un apacible jardín

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y charlando y recordando duranteincontables horas.

Akira, entretanto, pese a todas susdificultades, seguía conservando elsentido de la orientación. A menudohacía que siguiéramos alguna ruta que—me daba la impresión— acabaría enalgún callejón sin salida, pero al cabosiempre aparecía ante nosotros un huecoo una puerta. De cuando en cuandotropezábamos con algunos civiles;algunos no eran sino meras presenciaspercibidas en la oscuridad; otros,congregados en torno al resplandor deun farolillo, se quedaban mirando aAkira con tal hostilidad que parecía quefueran a arremeter contra nosotros. Pero

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la mayoría de las veces pudimos pasarsin que nos importunaran, y en unaocasión conseguí persuadir a unaanciana para que nos diera agua potablea cambio del último billete que mequedaba.

Luego el terreno cambió de formadrástica. Ya no había habitacioneshumanas, y la única gente con la que nosencontrábamos eran individuos aisladosque mascullaban para sus adentros osollozaban a solas con expresión deabandono en la mirada. No se veían yapuertas propiamente dichas, sino sóloagujeros en el muro similares a aquéllospor los que el teniente y yo habíamospasado al comienzo de nuestra marcha.

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Cada uno de ellos nos suponía una nuevay gran dificultad, ya que a Akira leresultaba imposible pasar a través delos huecos —por mucho que yo leayudara para que lo hiciera despacio—sin infligirse a sí mismo terriblesdolores.

Habíamos dejado de hablar hacíatiempo —nos limitábamos a emitirgruñidos a cada paso— cuando depronto Akira me hizo una seña para quenos detuviéramos, y levantó la cabeza.Entonces, lo oí también yo: alguienimpartía órdenes a voz en cuello. No erafácil calcular a qué distancia seencontraba (quizás dos o tres casas másallá).

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—¿Japoneses? —pregunté en unsusurro.

Akira siguió escuchando, y luegonegó con la cabeza.

—El Kuomintang. Christopher, ahoraestamos muy cerca de…, de…

—¿Del frente?—Sí, del frente. Estamos muy cerca

del frente. Christopher, es muypeligroso.

—¿Es absolutamente necesariocruzar esta zona para llegar a la casa?

—Sí, absolutamente necesario.Se oyó una súbita ráfaga de fusilería,

y al poco, desde más lejos, el tableteode una ametralladora. Instintivamentenos asimos más el uno al otro, pero

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Akira se zafó de mi abrazo y se sentó enunos escombros.

—Christopher —dijo en voz baja.Vamos a descansar.

—Pero tenemos que llegar a lacasa…

—Ahora vamos a descansar. Esdemasiado peligroso entrar en una zonade combate en la oscuridad. Nosmatarán. Debemos esperar a la mañana.

Comprendí que tenía razón, y, encualquier caso, estábamos demasiadoexhaustos para poder llegar mucho máslejos. Me senté a su lado y apagué lalinterna.

Seguimos sentados en la oscuridaddurante un rato —sólo nuestra

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respiración quebraba el silencio oscuro— y al cabo, repentinamente,comenzaron de nuevo los disparos, y porespacio de un minuto o dos el fuego sehizo encarnizado. Terminó tanbruscamente como había empezado, y,tras otro momento de quietud, un extrañosonido se fue haciendo audible al otrolado de los muros. Era un sonido tenue,largo, como la llamada de un animal enla espesura, pero acabó en una suerte dealarido. Luego nos llegaron loschillidos, los sollozos, y, finalmente, elhombre herido empezó a articular agritos frases enteras. Eran sonidosasombrosamente idénticos a los que yole había oído horas antes al japonés

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moribundo, y en mi estado deagotamiento supuse que se trataba delmismo hombre, y a punto estuve decomentarle a Akira los angustiososinstantes por los que estaba pasandoaquel pobre desdichado cuando caí en lacuenta de que los gritos eran enmandarín, no en japonés. La concienciade que se trataba de dos hombresdistintos casi me heló la sangre en lasvenas. Tan idénticos eran sus gemidoslastimeros —y el modo en que sus gritosdaban paso a desesperadas súplicas, queal poco se volvían gritos—, que empecéa vislumbrar que aquél tendría que sersin duda el tránsito que cada uno denosotros habríamos de cumplir camino

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de la muerte, y que aquellos terriblessonidos eran tan universales como elllanto de los recién nacidos.

Al rato tomé conciencia del hechode que si los disparos llegaban alrecinto abierto en que nosencontrábamos, nos alcanzarían sinremedio. Pensé en sugerirle a Akira quenos desplazáramos a algún lugar másprotegido, pero se había dormido.Encendí la linterna y enfoqué concautela a nuestro alrededor.

Incluso en comparación con lo quehabía visto hasta entonces, ladestrucción en torno se me antojódesoladora. Había impactos deproyectiles por todas partes, destrozos

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de granadas, ladrillos y maderas hechospedazos. En medio del recinto, a unossiete u ocho metros de nosotros, habíaun búfalo de agua muerto echado sobreun costado, cubierto de polvo yescombros, con un cuerno apuntandohacia lo alto. Fui proyectando el haz deluz de un lado a otro hasta detectar todoslos posibles puntos por los que loscombatientes podrían entrar en elrecinto. Y, al final de mi inspección,reparé en algo que me pareció aún másimportante: al fondo, más allá delbúfalo, descubrí un hueco en el muro, unpequeño cubículo de ladrillo que tal vezhabía servido un día de cocina ochimenea y que me pareció el lugar más

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seguro para que Akira y yo pasáramos lanoche. Sacudí a mi amigo paradespertarle, me pasé alrededor delcuello uno de sus brazos y nos pusimostrabajosamente en pie.

Cuando llegamos al cubículo deladrillo, aparté algunos escombros ydesechos y despejé un espacio de tablaslisas donde poder echarnos. Extendí michaqueta para Akira, y le ayudé atenderse con cuidado sobre el costadoileso. Luego me acosté a su lado yaguardé a que me venciera el sueño.

Pero el agotamiento extremo, lostenaces gritos del soldado moribundo, eltemor a ser cogidos entre dos fuegos ymis pensamientos sobre la tarea crucial

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que nos esperaba me impidieronconciliar el sueño. Akira —advertí—también permanecía despierto, y cuandoal poco oí que se incorporaba lepregunté:

—¿Cómo está tu herida?—¿Mi herida? No te preocupes. No

te preocupes.—Déjame verla otra vez…—No, no. No te preocupes. Pero

gracias. Eres un buen amigo.Aunque estábamos apenas a unos

centímetros, no podíamos vernos.Después de una larga pausa, le oí decir:

—Christopher, tienes que aprender ahablar japonés.

—Sí, es cierto.

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—No, quiero decir ahora. Aprendera hablar algo de japonés ahora mismo.

—Bueno, con sinceridad, queridoamigo, éste no es precisamente elmomento más…

—No. Debes hacerlo. Si algúnsoldado japonés nos descubre mientrasestoy durmiendo, debes decirle quesomos amigos. Debes decírselo o nosdisparará en la oscuridad.

—Sí, entiendo lo que me dices.—Así que empieza a aprender. Por

si me duermo. O por si me muero.—Escucha: no quiero que digas

tonterías. Te pondrás como una rosaenseguida.

Se hizo otro silencio, y de los

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lejanos años de la infancia me llegó elrecuerdo de que Akira no entendía misexpresiones coloquiales, así que dije,muy lentamente:

—Vas a estar totalmente curado muypronto. ¿Me entiendes, Akira? Meocuparé de ello yo mismo. Vas a ponertebien.

—Eres muy amable —dijo él. Peroes mejor ser precavidos. Debesaprender a decir unas cuantas cosas. Enjaponés. Por si llegan soldadosjaponeses. Te enseñaré unas palabras. Ylas recordarás.

Empezó a decir algo en japonés,pero era una frase muy larga y le hicecallar, y le dije:

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—No, no, imposible. Jamás podréaprenderme todo eso. Algo más corto.Sólo para dejar bien claro que no somosenemigos.

Pensó durante un instante, ypronunció una frase sólo un poco másbreve que la anterior. Intenté repetirla,pero él, casi de inmediato, me cortódiciendo:

—No, Christopher. No lo dices bien.Tras unos cuantos intentos, dije:—Mira, esto no funciona. Dime sólo

una palabra. La palabra «amigo», porejemplo. No puedo retener más estanoche.

—Tomodachi —dijo—. Di: To-mo-da-chi.

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Repetí la palabra varias veces —con impecable perfección, a mi juicio—, pero me di cuenta de que Akira seestaba riendo en la oscuridad. Mesorprendí riendo yo también, y luego, aligual que habíamos hecho antes, nosechamos a reír de forma incontrolada.Seguimos riendo durante quizás unminuto entero, y al cabo creo que mequedé dormido de forma repentina.

Cuando desperté, entraba en elrecinto la primera luz del alba. Era unaluz tenue, azulada, como si de la densaoscuridad reinante alguien hubieraretirado una sola capa. El hombre

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moribundo se había callado, y de algunaparte llegaba el canto de un pájaro. A lanueva luz vi que el tejado, sobrenuestras cabezas, estaba destruido casipor completo, de forma que desde dondeestaba tendido, con el hombro oprimidocontra el ladrillo, podía ver estrellas enel cielo del alba.

Advertí un movimiento cercano y meincorporé, alarmado. Vi tres o cuatroratas alrededor del cuerpo del búfalo deagua, y me quedé mirándolas con fijezaunos instantes. Sólo entonces me volvípara mirar a Akira, temiéndome lo peor.Estaba echado a mi lado, muy quieto, ytenía el semblante muy pálido, perocomprobé con alivio que respiraba

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normalmente. Saqué la lupa y empecé aexaminarle la herida con cuidado sumo,pero lo único que logré fue despertarle.

—¿Estabas soñando? —le pregunté.Asintió con la cabeza.—Sí. Estaba soñando.—En un lugar mejor que éste, espero

—dije, riendo.—Sí. —Dejó escapar un suspiro y

añadió—: Soñaba con cuando era niño.Nos quedamos en silencio unos

instantes. Y luego dije:—Ha debido de ser muy duro. Venir

del mundo en que soñabas a éste en queestamos viviendo en la realidad.

Se quedó mirando la cabeza delbúfalo de agua, que sobresalía entre los

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escombros.—Sí —dijo al cabo. Soñaba con

cuando era un niño. Mi madre, mi padre.Un niño pequeño.

—¿Te acuerdas, Akira, de todas lascosas a las que solíamos jugar? ¿En elmontículo, en mi jardín? ¿Te acuerdas,Akira?

—Sí. Me acuerdo.—Son buenos recuerdos.—Sí. Muy buenos recuerdos.—Fue un tiempo maravilloso —dije.

Entonces no lo sabíamos, por supuesto,pero qué tiempo más maravilloso… Losniños nunca se dan cuenta de eso,supongo.

—Tengo un hijo —dijo Akira de

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pronto. Un chico. De cinco años.—¿Sí? Me gustaría conocerle.—He perdido la foto. Ayer. Ayer

mismo. Cuando me hirieron. He perdidosu foto. La foto de mi hijo.

—Escucha, viejo amigo. No tedesanimes. Volverás a ver a tu hijo muypronto.

Akira seguía mirando fijamente albúfalo. Una rata hizo un movimientorepentino, y del cuerpo muerto se alzóuna nube de moscas, que al pocovolvieron a posarse sobre el cadáver.

—Mi hijo… está en Japón.—Oh, ¿lo mandaste a Japón? Me

sorprende un poco.—Mi hijo. Está en Japón. Si muero,

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cuéntale esto. Por favor.—¿Que le cuente que has muerto? Lo

siento, no podré hacerlo. Porque no vasa morir. Aún no, al menos.

—Cuéntale, que morí por mi país.Dile que sea bueno con su madre. Que laproteja. Y que construya un mundomejor. Ahora susurraba casi, mientrastrataba de encontrar las palabras eninglés y se esforzaba por no llorar. Queconstruya un mundo mejor —repitió,moviendo la mano en el aire como unalbañil que estuviera dando yeso a unapared. Su mirada seguía las evolucionesde la mano como con expresiónmaravillada. Sí. Que construya unmundo mejor.

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—Cuando éramos niños —dije—,nuestro mundo era un buen mundo. Sinembargo estos niños, estos niños con losque nos cruzamos de vez en cuando…Qué terrible tiene que ser para ellosaprender tan tempranamente lopavorosas que pueden ser las cosas.

—Mi hijo —dijo Akira. Tiene cincoaños. Está en Japón. No sabe nada,nada. Cree que el mundo es un sitiobueno. Que la gente es buena. Tiene susjuguetes. Su madre. Su padre.

—Supongo que también nosotroséramos así. Pero no todo va tan mal,supongo. —Ahora trataba por todos los

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medios de conjurar el peligrosodesánimo que se estaba apoderando demi amigo. Además, cuando éramos niñosy las cosas estaban mal, no podíamoshacer gran cosa para arreglarlas. Peroahora somos adultos, y ahora podemos.Ésa es la cuestión, ¿comprendes?Míranos, Akira. Después de todo estetiempo, vamos a poder arreglar lascosas. ¿Recuerdas, viejo amigo, cómojugábamos a aquellos juegos? ¿Una yotra y otra vez? ¿Cómo fingíamos queéramos detectives y buscábamos a mipadre? Ahora somos mayores, y por finpodemos poner las cosas en su sitio.

Akira guardó silencio durante largorato. Y luego dijo:

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—Cuando mi hijo…, cuandodescubra que el mundo no es bueno,querría… —se detuvo, bien por el doloro bien porque no encontraba laspalabras inglesas que le hacían falta.Dijo algo en japonés, y luego prosiguió—: querría estar con él. Para ayudarle.Cuando lo descubra.

—Escucha, pedazo de bruto —dije.Te estás poniendo tristón. Volverás a vera tu hijo, voy a ocuparme de ello. Y todoeso de lo bueno que era el mundocuando éramos niños… En fin, no eramás que palabrería, en cierto modo. Eralo que los adultos nos hacían creer. Nohay que ponerse demasiado nostálgicocon la propia infancia.

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—Nos-tál-gi-co… —dijo Akira,como si fuera la palabra que habíaestado buscando antes. Luego dijo unapalabra en japonés («nostálgico», talvez). Nos-tál-gi-co… Es bueno sentirsenostálgico. Es muy importante.

—¿Tú crees, amigo mío?—Es importante. Muy importante.

Nostálgico. Cuando estamos nostálgicos,recordamos. Cuando nos hacemosmayores descubrimos que había unmundo mejor que éste. Recordamos ydeseamos que aquel buen mundo vuelva.Así que es muy importante. Acabo detener un sueño. Yo era un niño. Mimadre, mi padre. Los tenía muy cerca.En nuestra casa.

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Calló, y siguió mirando hacia losescombros.

—Akira —dije, presintiendo quecuanto más siguiéramos hablando deello mayor sería el riesgo de algo en loque no quería ni pensar. Tenemos queseguir adelante. Tenemos mucho quehacer.

Entonces, como a modo de réplica,nos llegó el tableteo de unaametralladora. Era más lejos que lanoche anterior, pero ambos dimos unrespingo.

—Akira —dije. ¿Está aún lejos lacasa? Tenemos que intentar llegar a ellaantes de que la batalla vuelva a ponersevirulenta. ¿Cuánto nos falta?

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—No está lejos. Pero hemos de ircon mucho cuidado. Los soldados chinosestán muy cerca.

El sueño, en lugar de reponernos,parecía habernos dejado aún másexhaustos. Cuando nos pusimos en pie yAkira apoyó su peso en mí, el dolor quesentí en cuello y hombros me hizo soltarun gemido. Luego, durante un rato, hastaque nuestros cuerpos se habituaron denuevo al esfuerzo, el caminar juntos senos antojó un insufrible tormento.

Con independencia de nuestro estadofísico, el terreno por el quetransitábamos aquella mañana era, con

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mucho, el más difícil de los recorridoshasta entonces. Los estragos eran tancuantiosos que multitud de vecestuvimos que pararnos, incapaces deencontrar un paso entre los escombros.Y aunque el hecho de poder ver dóndeponíamos los pies nos resultaba de unaayuda inestimable, la visión del horrorhasta entonces oculto por la oscuridadnos causaba un profundo quebrantoanímico. Veíamos sangre —a vecesfresca, a veces seca (de semanas,quizás)— en medio de los cascotes, enel suelo, en los muros, salpicando trozosde mobiliario roto. Y, peor aún, condesconcertante regularidad —el olfatonos advertía de su proximidad mucho

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antes de que nuestros ojos pudieranverlo—, nos topábamos con montonesde intestinos humanos en diversas fasesde descomposición. En un momentodado, mientras hacíamos un alto en elcamino, le comenté esto a Akira, y él selimitó a decir:

—Las bayonetas. Los soldadossiempre meten la bayoneta en el vientre.Si se mete aquí —se señaló las costillas—, la bayoneta no sale. Los soldados losaben. Por eso, siempre en el vientre.

—Al menos los cuerpos ya no están.Al menos de eso sí se ocupan.

Seguimos oyendo disparosocasionales, y cada vez que los oíamosme asaltaba la impresión de que nos

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acercábamos poco a poco al campo debatalla. Ello me preocupaba, pero Akiraparecía más seguro que nunca de quenuestro rumbo era el correcto, y cuandole discutía sus decisiones él se limitabaa sacudir la cabeza con impaciencia.

Cuando llegamos a un lugar dondeyacían los cuerpos de dos soldadoschinos, el sol de la mañana se filtraba engruesos haces a través de los techosrotos. No pasamos lo bastante cercacomo para poder examinarlosdetenidamente, pero me dio la sensaciónde que no debían de llevar muertos másde unas cuantas horas. Uno estaba bocaabajo en medio de los escombros; elotro había muerto de rodillas, con la

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frente apoyada contra el muro deladrillo, como si se hubiera dejadoganar por la melancolía.

En determinado punto, miconvicción de que nos dirigíamosdirectamente a un fuego cruzado se hizotan intensa que agarré a Akira y le dije:

—Escucha: ¿qué estás haciendo?¿Adonde nos llevas?

Akira calló, recuperando el resuello,pero siguió apoyado en mí con la cabezabaja.

—¿Sabes realmente adonde vamos?—dije. ¡Akira, respóndeme! ¿Sabesrealmente adonde vamos?

Akira levantó la cabeza concansancio, y apuntó con el dedo por

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encima de mi hombro.Me volví —muy despacio, porque

mi amigo seguía apoyando en mí todo supeso—, y, aproximadamente a unadocena de pasos más adelante, a travésde un gran hueco en el muro, vi —nohabía duda— el Horno del Este.

No dije nada, pero me dirigí haciaél. Como su gemelo el del Oeste, elHorno del Este había resistido bien losembates bélicos. Estaba cubierto depolvo, pero por lo demás parecíaindemne. Liberándome del peso deAkira —que inmediatamente se sentósobre un montón de cascotes—, fui hastael pie del horno. Al igual que habíahecho anteriormente al pie de su gemelo,

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miré hacia arriba y vi la chimeneaenhiesta apuntando hacia el cielo. Volvía donde estaba sentado Akira y le toquécon suavidad el hombro sano.

—Akira, siento cómo te he habladoantes. Quiero que sepas que te estoy muyagradecido. Jamás habría podidoencontrarlo solo. De verdad, Akira. Telo agradezco mucho.

—Muy bien. —Su respiración eraahora algo más pausada. Tú me hasayudado. Y yo te ayudo. Perfecto.

—Pero, verás, la casa tiene queestar ya muy cerca… Déjame ver. Porallí… —Señalé un punto. El callejónestá en esa dirección. Y tenemos queseguir el callejón.

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Akira parecía reacio a levantarse,pero lo aupé hasta ponerlo en pie yseguimos caminando. Tomamos lo que atodas luces era el estrecho callejón queel teniente me había señalado desde eltejado, pero pronto descubrimos que sehallaba completamente bloqueado pormontones de cascotes. Pasamos a travésde un muro a una casa cercana, y luegoechamos a andar siguiendo un rumbo queme pareció paralelo al que seguíamos,abriéndonos paso a través dehabitaciones llenas de escombros.

Las casas por las que pasábamosahora habían sufrido menos daños —ysin duda habían sido menos humildes—que las que habíamos visto últimamente.

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Había sillas, tocadores e inclusoalgunos espejos y jarrones aún intactosen medio de la ruina. Yo deseaba seguirsin dilaciones, pero el cuerpo de Akiraempezó a flaquear de forma evidente, ytuvimos que volver a detenernos. Nossentamos en una viga caída, y en elmomento mismo en que empezábamos arecuperar el aliento mi mirada se fijó enuna tablilla que había entre losescombros y en la que alcancé a leer elnombre pintado a mano del morador dela casa.

Se había partido en dos por la veta,limpiamente, pero ambas partes seguíanjuntas. Vi incluso un trozo del enrejadode listoncillos que había servido para

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fijarla a la puerta principal. No era laprimera vez que veía una tablilla de estetipo, pero el instinto me llevó a fijarmedetenidamente en ella. Me levanté y fui acogerla, y después de sacar sus dospartes de entre los cascotes volví hastadonde estábamos sentados.

—Akira —dije—, ¿puedes leeresto?

Sostuve ante él las dos piezas juntas.Se quedó mirando la inscripción unossegundos, y luego dijo:

—Mi chino no es bueno. Es unnombre. El nombre de alguien.

—Akira, escúchame con atención.Mira estos caracteres. Seguro queconoces algo de esta grafía. Por favor,

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trata de leerlos. Es muy importante.Akira siguió mirando la tablilla

partida, y al cabo sacudió la cabeza.—Por favor, Akira —dije. ¿Es

posible que ponga «Yeh Chen»? ¿Podríaser ése el nombre que hay escrito?

—Yeh Chen… —Akira adoptó unaire reflexivo. Yeh Chen. Sí, es posible.Este carácter de aquí… Sí, podría ser.Sí, creo que pone Yeh Chen.

—¿Sí? ¿Estás seguro?—No estoy seguro. Pero… es

posible. Sí… —asintió con la cabeza.Yeh Chen. Creo que sí.

Dejé las dos piezas de la tablilla enel suelo y fui a través de los escombroshasta el muro principal de la morada.

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Había un gran hueco abierto en lo quehabía sido la puerta, y al mirar a travésde él vi el estrecho callejón quediscurría afuera. Y miré la casa quetenía justo enfrente. Las fachadas de lascasas colindantes se hallaban muydañadas, pero la casa que estabamirando se había mantenidoextrañamente incólume. Apenas habíasufrido desperfectos: las contraventanas,la puerta corredera de tosca celosía demadera, e incluso el amuleto que sebalanceaba sobre el dintel de la entradahabían permanecido intactos. Despuésde todo lo que habíamos visto en nuestrotrayecto reciente, era como unaaparición de un mundo más civilizado,

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diferente. Me quedé allí quieto, con lamirada fija en la casa, durante un rato.Luego le hice una seña a Akira.

—Ven aquí, mira —dije, casi en unsusurro. Ésa tiene que ser la casa. Nopuede ser otra.

Akira no se movió, pero dejóescapar un hondo suspiro.

—Christopher. Eres mi amigo. Y esome hace feliz.

—Baja la voz, Akira. Hemosllegado. Ésta es la casa. Lo siento enmis entrañas.

—Christopher…Se levantó con gran esfuerzo y vino

despacio a través de los escombros.Cuando llegó a mi lado, le señalé la

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casa. El sol de la mañana que bañaba elcallejón proyectaba vivas franjas de luzsobre su fachada.

—Mírala, Akira. Ahí está.Akira se sentó junto a mis pies y

dejó escapar otro suspiro.—Christopher, amigo mío. Tienes

que pensarlo bien. Han pasado muchosaños. Muchos, muchos años…

—¿No es extraño que todos estosduros combates no hayan afectado enabsoluto a la casa? ¿A esta casa dondeestán mis padres?

Al pronunciar estas palabras, mesentí un tanto abrumado, pero mesobrepuse y dije:

—Ahora, Akira, tenemos que entrar.

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Lo haremos juntos, codo con codo.Como aquella vez que entramos en elcuarto de Ling Tien. ¿Te acuerdas,Akira?

—Christopher, querido amigo.Tienes que pensarlo bien. Han pasadomuchos, muchos años. Amigo mío, porfavor, escúchame. Quizás tu madre y tupadre… Han pasado tantos años…

—Vamos a entrar juntos. Luego,cuando hayamos hecho lo que tenemosque hacer, iremos a buscar a alguien quete cure. Te lo prometo. Incluso esposible que haya algo, no sé, paraprimeros auxilios y demás en la propiacasa. Agua limpia, al menos, y quizáshasta vendas. Mi madre podrá mirarte la

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herida, y quizás hacerte un vendaje. Note preocupes, te pondrás bien muypronto.

—Christopher. Tienes que pensarlomuy, muy bien. Han pasado tantosaños…

Mientras se quedaba callado lapuerta de la casa se deslizó con unchirrido hasta abrirse. Me llevaba lamano al cinturón para sacar el revólvercuando vi que aparecía en el umbral unaniña china.

Tenía unos seis años y era muyhermosa. La expresión de su semblanteera de calma, y llevaba el pelo peinadoen unas breves coletas. La sencillachaqueta y los pantalones anchos le

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quedaban un poco grandes.Miró a su alrededor, pestañeando

ante el vivo sol, y luego dirigió lamirada hacia nosotros. Nos vio alinstante —no nos habíamos movido unápice—, y, sorprendentemente, vinohacia nosotros sin el menor temor. Sedetuvo en medio del callejón, a apenasunos metros de donde estábamos, y dijoalgo en mandarín mientras hacía un gestoen dirección a la casa.

—¿Qué dice, Akira?—No le entiendo. Quizás nos esté

invitando a que entremos en la casa.—Pero ¿qué relación puede tener

con ella? ¿Crees que tendrá algo que vercon los secuestradores? ¿Qué está

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diciendo?—Creo que nos pide ayuda.—Tendremos que decirle que se

mantenga al margen —dije, sacando elrevólver. Porque seguro queencontramos resistencia.

—Sí, nos pide que le ayudemos.Dice que el perro está herido. Creo quehabla de un perro. Mi chino no es bueno.

Entonces, mientras la mirábamos, vique del comienzo del pelo pulcramentepeinado le brotaba un hilillo de sangreque se le iba deslizando por la frente yla mejilla. La pequeña no parecíanotarlo, y volvió a hablarnos y ahacernos gestos en dirección a la casa.

—Sí —dijo Akira. Dice algo de un

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perro. Que está herido.—¿Su perro? Ella está herida. Y

quizás de gravedad.Avancé un paso hacia ella, tratando

de ver su herida. Pero ella interpretó migesto como que accedíamos a lo que nospedía, y, volviéndose, desanduvo lamitad del callejón en dirección a lacasa. Descorrió de nuevo la puerta, nosmiró de modo suplicante y desaparecióen el interior.

Me quedé allí quieto unos instantes,vacilante. Y al cabo alargué la manohacia mi amigo.

—Akira, es el momento —dije.Tenemos que entrar. Entremos en la casajuntos.

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21

Mientras cruzábamos el callejón traté demantener el revólver dirigido hacia elfrente. El brazo de Akira me rodeaba elcuello, haciéndome soportar todo supeso íbamos pegados el uno al otro,dando tumbos, de tal suerte que —imagino— nuestra entrada en la casadebía de dar una impresión escasamenteenérgica. Fui vagamente consciente deljarrón ornamental que había en laentrada, y creo recordar que el amuletode encima del dintel emitió un levesonido de campanillas cuando lo

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rozamos al pasar al interior. Entonces oíla voz de la niña y miré a mi alrededor.

Aunque la fachada de la casa sehabía mantenido prácticamenteincólume, la mitad trasera del recinto enque nos encontrábamos se hallabacompletamente destruida. Al pensar enello hoy, colijo que algún proyectilhabía caído a través del techo, haciendoque la planta de arriba se viniera abajoy dejando en ruinas el fondo y lapropiedad trasera colindante. Pero enaquel momento no fui capaz de hacerotra cosa que buscar con la mirada a mispadres, y no estoy muy seguro de lo quepude registrar en mi primer examen delrecinto. Lo que al instante pensé,

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aturdido, fue que los secuestradores demis padres ya habían huido de la casa.Luego, cuando vi los cadáveres, measaltó el pavoroso pensamiento de quetal vez fueran los cuerpos de mis padres,de que sus carceleros pudieran haberlesdado muerte al percatarse de nuestrallegada. He de confesar que la emociónque sentí a continuación fue de uninmenso alivio, al comprobar que lastres personas sin vida que yacían en elsuelo eran todas chinas.

Al fondo del recinto, cerca de lapared, se hallaba el cuerpo de unamujer, que supuse la madre de la niña.Posiblemente la explosión la habíalanzado hasta el rincón donde ahora se

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encontraba. La expresión de su cara erade horror, y tenía un antebrazo arrancadode cuajo del codo. El muñón apuntabahacia lo alto, quizás indicando de dóndeprocedía el proyectil que se les habíavenido encima de forma repentina. Unosmetros más allá, en medio de losescombros, yacía el cuerpo de unaanciana con la boca abierta, tambiénvuelta hacia el techo. Tenía la mitad dela cara carbonizada, pero no pudeapreciar en su cuerpo sangre nimutilación visible alguna. Por último,muy cerca de donde estábamos —alprincipio semioculto por un estantecaído— descubrí el cuerpo de unchiquillo un poco mayor que la niña.

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Tenía una pierna desgajada del tronco ala altura de la cadera, de donde lesobresalían unas entrañasasombrosamente largas —parecidas alas colas de una cometa— que sedesparramaban a su alrededor por lasesteras del piso.

—El perro —dijo Akira a mi lado.Lo miré, y luego seguí su mirada. En

el centro de la estancia derruida, nolejos del cadáver del chiquillo, la niñase había arrodillado junto a un perroherido y echado sobre un costado, y leacariciaba la piel con ternura. La coladel animal se movía débilmente a modode respuesta. La estábamos mirandocuando alzó la vista y dijo algo con voz

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aún firme y serena.—¿Qué dice, Akira?—Creo que dice que socorramos al

perro —dijo Akira. Sí, está diciendoque lo ayudemos.

Entonces, súbitamente, mi amigoempezó a reírse de forma incontrolada.

La niña volvió a hablar, pero ahorase dirigía sólo a mí, acaso descartando aAkira por loco. Luego bajó la cabeza yacercó la cara al perro, y siguióacariciándole la piel con dulzura.

Avancé un paso hacia ella,zafándome del brazo de Akira, y alhacerlo éste fue a tropezar contra unapieza de mobiliario rota y cayó al suelo.Miré hacia atrás, alarmado, pero mi

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amigo seguía riéndose de forma absurda,y la niña, por su parte, seguía hablando yhablando en tono suplicante. Dejé elrevólver encima de una repisa, meacerqué a ella y le toqué el hombro.

—Mira… Todo esto… —dije,señalando los cadáveres, a los que ellaparecía no prestar atención alguna—…ha sido algo terrible, una desgracia.Pero verás: será una gran proeza de tuparte si logras…, si logras mantenerteentera y valerosa. —Me volví haciaAkira, irritado, y le grité—: ¡Akira!¡Deja de reírte! ¡Por el amor de Dios, nocreo que aquí haya nada de lo quereírse! Esta pobre niña…

Pero la niña me había agarrado la

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manga de la chaqueta, y, mirándome alos ojos, me volvió a hablar clara ydespaciosamente.

—Mira —le dije, cuando se quedócallada. Estás siendo muy valiente. Tejuro que quienquiera que haya hechoesto, quienquiera que haya causado todaesta carnicería, no escapará a la justicia.Puede que no sepas quién soy, peroresulta que…, bueno, que soyexactamente la persona que necesitas.Me ocuparé de que reciban el castigoque merecen. Así que no te preocupes,porque verás, yo…, yo… Me estabapalpando la chaqueta en busca de lalupa, y cuando la encontré se la mostré.Mira, ¿ves esto?

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Aparté de un puntapié una jaula queme impedía el paso y fui hasta elcadáver de la mujer. Luego —acaso pormero hábito, más que nada— me puse aexaminar el cuerpo a través de la lente.El muñón se conservaba curiosamentelimpio; el hueso que sobresalía de lacarne era de un blanco reluciente (casicomo si alguien acabara de pulirlo).

Mis recuerdos de aquellos instantesno son en absoluto nítidos. Pero tengo laimpresión de que fue en este momento,justo después de examinar con la lupa elhueso de la mujer muerta, cuando desúbito me enderecé y empecé a buscar amis padres. Sólo puedo afirmar, comoexplicación parcial de lo que habría de

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seguir después, que Akira seguía riendoneciamente en el suelo, en el mismopunto donde se había caído, y que laniña seguía emitiendo su ruego en elmismo tono tenaz y monocorde. Laatmósfera, pues, se había hecho casiirrespirable, lo que quizás podríaexplicar en parte el modo en que empecéa ir de un lado a otro de la casalevantando del suelo todo lo que veíavolcado.

Había un cuarto mínimo en el fondo,completamente destruido, y fue allídonde inicié mi búsqueda. Levantétablas rotas del piso, abrí a golpes —con la pata de una mesa— las puertas deun armario… Luego volví a la estancia

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principal, y empecé a apartar losmontones de cascotes, golpeando con lapata de la mesa todo aquello que seresistía a mis patadas y empellones. Alcabo caí en la cuenta de que Akira habíadejado de reír y me seguía por todaspartes, tirándome del hombro ydiciéndome algo al oído. No le hicecaso, y continué mi búsqueda, sindetenerme siquiera cuando en unmomento dado, accidentalmente, di lavuelta a uno de los cuerpos. Akiraseguía tirándome del hombro, y yo, alrato, incapaz de comprender por quéprecisamente la persona con cuya ayudahabía contado parecía empecinada enentorpecer lo que estaba haciendo, me

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volví hacia él y le grité:—¡Quítate de encima! ¡Déjame en

paz! ¡Si no vas a ayudarme, apártate almenos! ¡Vete a tu rincón y sigueriéndote!

—¡Soldados! —me estabasusurrando. ¡Vienen soldados!

—¡Déjame en paz! ¡Mi madre, mipadre…! ¿Dónde están? ¡No están aquí!¿Dónde están? ¿Dónde están?

—¡Soldados! ¡Christopher, quieto!¡Debes calmarte! ¡Cálmate o nos matan!¡Christopher!

Con la cara casi pegada a la mía, meestaba sacudiendo. Entonces caí en lacuenta de que, en efecto, desde algúnlugar cercano llegaban unas voces.

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Dejé que Akira me empujara hasta elfondo del recinto. La niña, advertí, sehabía callado, y estaba acunando lacabeza del perro. La cola del animalseguía moviéndose débilmente decuando en cuando.

—Christopher —me dijo Akira enun susurro apremiante—, si sonsoldados chinos, debo esconderme.Apuntó hacia un rincón. —Si son chinos,no deben encontrarme. Pero si sonjaponeses, diles la palabra que te heenseñado.

—No puedo decir nada. Escucha,viejo amigo: si no quieres ayudarme…

—¡Christopher! ¡Vienen soldados!Cruzó tambaleándose la estancia y

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desapareció en el interior de un armarioque había en un rincón. La puerta estabamuy dañada y se escondió tras ella, y através de uno de los paneles rotos se lepodía ver claramente una pierna y unabota. Se me antojó algo tan patético queno pude contenerme y me eché a reír, y apunto estaba de advertirle de lo vano desu intento cuando los soldadosaparecieron de pronto en el umbral.

El primero en entrar me disparó deinmediato, pero la bala dio en la paredque había a mi espalda. Luego, al vermelevantar las manos y darse cuenta de queera un civil, gritó algo a suscompañeros. Éstos entraron y seagruparon a su espalda. Eran japoneses,

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y lo siguiente que recuerdo es que tres ocuatro de ellos empezaron a discutirsobre mi persona sin dejar de apuntarmecon sus fusiles ni un instante. Entraronmás soldados, y comenzaron a rastrearla estancia. Oí que Akira gritaba algo enjaponés desde su escondite, y vi que lossoldados se apiñaban en torno alarmario. Luego, cuando le hicieron salir,advertí que no parecía complacerlemucho el verles, ni a ellos el verle a él.Otros rodeaban ahora a la niña ydiscutían qué hacer. Entonces entró unoficial, los hombres se cuadraron y sehizo un denso silencio en la casa.

El oficial —un joven capitán— echóun vistazo a su alrededor. Su mirada se

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detuvo primero en la niña, y luego en mí.Finalmente se fijó en Akira, a quienmantenían en pie dos soldados. Siguióuna conversación en japonés, en la queno participó Akira. Una expresiónresignada, con cierto tinte de miedo, sehabía instalado en su mirada. En unmomento dado quiso decirle algo alcapitán, pero éste le cortó de inmediato.Hubo otro rápido intercambio entreellos, y al cabo los soldados empezarona conducir a Akira hacia la calle. Elmiedo era ahora muy visible en susemblante, pero no se resistió.

—¡Akira! —le grité. Akira. ¿Adóndete llevan? ¿Qué pasa?

Akira miró hacia atrás y me dirigió

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una rápida, afectuosa mirada. Luegosalió al callejón y desapareció de mivista entre los soldados.

El joven capitán miraba a la niña.Luego se volvió hacia mí y dijo:

—¿Es usted inglés?—Sí.—Por favor, señor, ¿qué está

haciendo aquí?—Estaba… —Miré en torno. Estaba

buscando a mis padres. Mi nombre esBanks, Christopher Banks. Soy unconocido detective. Quizás haya usted…

No supe muy bien cómo continuar, y,por otra parte, caí en la cuenta de quellevaba ya un rato sollozando, lo que sinduda estaba causando al capitán una

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pobre impresión sobre mi persona. Mesequé las mejillas y continué:

—He venido a buscar a mis padres.Pero ya no están aquí. He llegadodemasiado tarde.

El capitán volvió a echar una miradaa las ruinas de la estancia, a loscadáveres, a la pequeña niña con elperro moribundo… Luego dijo algo alsoldado más cercano sin quitarme losojos de encima. Y, por último, me dijo:

—Por favor, señor, venga conmigo.Hizo un gesto cortés, aunque firme,

indicándome que le precediera hacia elcallejón. No había enfundado la pistola,pero tampoco me apuntaba con ella.

—Esa niñita… —dije. ¿La llevará a

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algún lugar seguro?Me miró en silencio y dijo:—Por favor, señor. Salga a la calle.

Los japoneses, en general, metrataron bastante consideradamente. Meinstalaron en un pequeño cuarto traserode su cuartel general —que antes delconflicto bélico había sido un parque debomberos—, me dieron de comer y unmédico se ocupó de curarme variasheridas leves de las que apenas habíasido consciente hasta entonces. Mevendó un pie, y alguien me proporcionóuna holgada bota con que protegerlo.Los soldados a mi cargo no hablaban

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inglés, y tampoco parecían saber muybien si era un prisionero o un invitado,pero me sentía demasiado exhausto paraque me importara lo más mínimo. Metendí en el catre de campaña queinstalaron en el cuarto, y durante variashoras dormí de forma intermitente. Nome encerraron bajo llave; de hecho, lapuerta que daba al despacho contiguo nocerraba bien, de forma que, cada vezque despertaba, oía voces que discutíanen japonés, o hablaban a gritos porteléfono, presumiblemente acerca de mipersona. Hoy sospecho que durante granparte de aquellos días padecí una levefiebre; sea como fuere, mientras una yotra vez caía en el sueño y me

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despertaba, los acontecimientos no sólode las horas recientes sino de lasúltimas semanas se me agolpaban en lacabeza de forma incesante. Luego,gradualmente, las telarañas de mimemoria empezaron a despejarse, ycuando desperté al fin, avanzada latarde, y llegó el coronel Hasegawa, vique tenía ya una visión clara de todo loque me había estado preocupandorespecto al caso.

El coronel Hasegawa —uncuarentón atildado— se presentócortésmente diciendo:

—Me alegra ver que está ustedmucho mejor, señor Banks. Confío enque estos hombres hayan cuidado de

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usted apropiadamente. Me complacecomunicarle que tengo instrucciones deescoltarle hasta el consulado británico.¿Puedo sugerirle que salgamos deinmediato?

—La verdad, coronel —dije,poniéndome en pie con sumo cuidado—,preferiría que me llevara a otro sitio.Verá usted: es muy urgente. No estoyseguro de la dirección exacta, pero noestá muy lejos de Nanking Road. Puedeque la conozca usted. Es una tienda dediscos de gramófono.

—¿Tanta urgencia tiene usted decomprar discos?

No podía demorarme enexplicárselo, así que dije:

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—Es muy importante que llegue allícuanto antes.

—Por desgracia, señor, tengoórdenes de llevarle al consuladobritánico. Me temo que habría grandescomplicaciones si lo llevara a otro sitio.

Dejé escapar un suspiro.—Supongo que tiene usted razón,

coronel. En cualquier caso, ahora que lopienso, creo que llegaría demasiadotarde.

El coronel miró su reloj de pulsera.—Sí, me temo que sí. Pero

permítame sugerirle que si salimosahora mismo podrá usted disfrutar muypronto de su música.

Viajamos en un vehículo militar

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abierto conducido por su ordenanza. Erauna hermosa tarde, y el sol bañaba lasruinas de Chapei. Avanzábamosdespacio, porque aunque la carreterahabía sido en gran medida despejada —se veían grandes montones de cascotesen los arcenes—, el firme se hallabaplagado de fosos causados por lasbombas. De cuando en cuandoenfilábamos una calle en la que no seapreciaban daños aparentes, pero alpoco doblábamos una esquina y lascasas eran poco más que montones deescombros, y los postes de telégrafo queaún se mantenían en pie formabanextraños ángulos entre marañas decables. Una vez, circulando por una de

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estas zonas, advertí que se divisaba unalarga extensión de terreno a través de lasruinas bajas, y a lo lejos vi las altaschimeneas de los hornos.

—Inglaterra es un país espléndido—me decía el coronel Hasegawa.Tranquilo, digno. Con bellos camposverdes. Aún sueño con él. Y suliteratura. Dickens, Thackeray. Cumbresborrascosas. Me gusta especialmenteDickens.

—Coronel, disculpe que saque estoa colación, pero cuando sus hombres meencontraron ayer, yo iba con alguien. Unsoldado japonés. ¿Sabría decirme quéha sido de él?

—Ese soldado… No estoy muy

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seguro de lo que ha podido ser de él.—Me pregunto si me sería posible

volver a verle.—¿Desea volver a verle? —El

coronel adoptó una expresión grave.Señor Banks, le aconsejaría que no sepreocupase más por ese soldado.

—¿Es que ha cometido algunainfracción de algún tipo?

—¿Infracción? —Miró hacia lasruinas junto a las que pasábamos, yesbozó una leve sonrisa. Existe casi lacerteza de que ese soldado ha facilitadoinformación al enemigo. Es probableque haya negociado su liberación acambio de ella. Creo entender que ustedmismo, en su declaración, dijo que se

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encontró con él cerca de las líneas delKuomintang. Y ello apunta a una másque probable cobardía. Y traición.

Me disponía a protestar, pero caí enla cuenta de que ni a Akira ni a mí nosconvenía estar a mal con el coronel.Llevaba en silencio unos instantescuando oí que el coronel decía:

—No es sensato ponerse demasiadosentimental.

Su acento, hasta entonces impecable,pareció flaquear en esta última palabra,que pronunció sin la corrección debida.Casi me «hizo daño» al oído, y aparté lamirada sin contestarle. Pero segundosdespués me preguntó en un tonocomprensivo:

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—Ese soldado. ¿Lo conocía deantes?

—Pensé que sí. Pensé que era unamigo de la infancia. Pero ahora ya noestoy seguro. Empiezo a ver que muchascosas no son como suponía que eran.

El coronel asintió con la cabeza.—Nuestra infancia parece tan

lejana… Todo esto. —Señaló con ungesto el exterior del vehículo. Tantosufrimiento… Una de nuestras poetisas,una dama de la corte de hace muchos,muchos años, escribió sobre lo tristeque resulta. Escribió que la infancia,cuando nos hacemos adultos, seconvierte en una suerte de tierraextranjera.

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—Verá, coronel, para mídifícilmente puede ser una tierraextranjera. En muchos aspectos es dondehe seguido habitando toda mi vida. Sóloahora he empezado a despegarme deella.

Pasamos por varios controlesjaponeses y nos adentramos enHongkew, el distrito norte de la ColoniaInternacional. También en esta zona seapreciaban algunos daños bélicos, yasimismo acelerados preparativosmilitares. Vi muchos montones de sacosterreros, y camiones llenos de soldados.Al aproximarnos al canal, el coroneldijo:

—Soy, como usted, señor Banks, un

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gran amante de la música. En especialde Beethoven, Mendelssohn, Brahms.También de Chopin. La tercera sonata esmaravillosa.

—Un hombre cultivado como usted,coronel —comenté—, debe de lamentarmucho todo esto. Me refiero a lacarnicería causada por la invasión deChina por parte de su ejército.

Temí que lo que acababa de decirlepudiera enfurecerle, pero él sonrió concalma y dijo:

—Es lamentable, estoy de acuerdo.Pero si Japón ha de convertirse en unagran nación, como la suya, señor Banks,ha sido algo necesario. Lo mismo que undía lo fue para Inglaterra.

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Guardamos silencio unos instantes, yal cabo me preguntó:

—¿Me equivoco al suponer queayer, en Chapei, vio usted cosas muydesagradables?

—No, no se equivoca.El coronel, de pronto, dejó escapar

una extraña risotada que me hizo dar unrespingo.

—Señor Banks —dijo luego—,¿tiene usted conciencia, se hace siquierauna idea de las cosas desagradables aúnpor venir?

—Si siguen ustedes invadiendoChina, estoy seguro de que…

—Discúlpeme, señor… —Se estabaanimando por momentos. No me refiero

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solamente a China. Sino a todo elplaneta. Todo el planeta, señor Banks,entrará muy pronto en guerra. ¡Lo queusted ha visto en Chapei no es sino unamota de polvo comparado con lo que elmundo habrá de presenciar muy pronto!Su tono era triunfal, pero al cabo deunos segundos sacudió la cabeza contristeza. Será terrible —dijo con vozqueda. Terrible. No se hace usted unaidea.

No recuerdo con claridad las horasque siguieron a mi vuelta. Pero supongoque mi llegada al consulado británico enun vehículo militar japonés, con el

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aspecto astroso de un pordiosero, nohizo gran cosa por levantar la moral dela inquieta comunidad extranjera.Recuerdo vagamente cómo losfuncionarios salieron apresuradamente arecibirnos, y luego, una vez en elinterior del edificio, la expresión delcónsul general al bajar a la carrera lasescaleras. Ignoro cuáles fueron susprimeras palabras, pero a mí merecuerdo diciéndole, quizás antesincluso de que asomaran a mis labioslos saludos de rigor:

—Señor George, debo pedirle queme permita ver a MacDonald a la mayorbrevedad posible.

—¿MacDonald? ¿John MacDonald?

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Pero ¿por qué quiere usted hablar conél, amigo mío? Mire, lo que ahoranecesita es un buen descanso. Haremosque lo vea un médico y…

—Admito que mi aspecto no es elóptimo, pero no se preocupe. Iré aasearme un poco. Pero, por favor, hagaque MacDonald esté disponible para unaentrevista. Es muy importante.

Me hicieron pasar a un cuarto deinvitados del consulado, donde conseguíafeitarme y darme un baño pese aldesfile de personas que fueron llamandoa mi puerta. Una de ellas, un adustocirujano escocés, me estuvo examinando

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durante media hora, convencido de quetrataba de ocultarle alguna grave herida.Otras venían a indagar sobre tal o cualaspecto de mi bienestar general, y almenos a tres de ellas las envié de vueltacon alguna impaciente pregunta relativaa MacDonald. No obtuve, sin embargo,sino vagas respuestas que venían a decirque aún no lo habían localizado, y luego,a medida que avanzaba la tarde, elagotamiento —o quizás algo de lo queme administró el cirujano escocés— mehizo sumirme en un sueño profundo.

No desperté hasta bien entrada lamañana siguiente. Me sirvieron eldesayuno en el cuarto, y me facilitaronropa limpia traída del Cathay Hotel

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mientras dormía. Me sentí, pues, muchomejor, y decidí salir de inmediato enbusca de MacDonald.

Pensé que me sería posible recordarcómo se llegaba a su despacho, pero eledificio del consulado era bastantelaberíntico y me vi obligado a pedirayuda a varias personas. Aún seguíaalgo perdido —descendía por un tramode escaleras— cuando en el descansillode abajo divisé la figura de sir CecilMedhurst.

El sol de la mañana entraba araudales por los altos ventanales deldescansillo, iluminando un gran espaciode piedra gris alrededor de sir Cecil.No había nadie más en el rellano, y sir

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Cecil, ligeramente encorvado haciaadelante, con las manos enlazadas a laespalda, miraba los jardines delconsulado a través de una ventana.Estuve tentado de retroceder y volver asubir las escaleras, pero era una zonasilenciosa del edificio, y cabía laposibilidad de que el ruido de mis pasosle hicieran mirar hacia arriba encualquier momento. Seguí bajando, portanto, y cuando me acerqué hacia él sirCecil se volvió como si desde elprincipio hubiera sido consciente de millegada.

—Hola, viejo amigo —dijo. Heoído que ha vuelto. Le diré que hubo unpoco de pánico cuando desapareció. ¿Se

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siente mejor?—Sí. Estoy bien, gracias. Aunque

tengo un poco lesionado el pie. Y no mecabe bien en el zapato.

El sol, en su cara, hacía quepareciera viejo y cansado. Se volvió denuevo a la ventana y siguiócontemplando los jardines. Me situé a sulado y me puse también a contemplar lavista. Abajo, tres policías sij corrían deun lado para otro por el césped,amontonando aquí y allá sacos terreros.

—¿Ha oído que se ha marchado? —me preguntó sir Cecil.

—Sí.—Cuando usted desapareció al

mismo tiempo, llegué a ciertas

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conclusiones. Al igual que otra gente,me imagino. Por eso he venido estamañana al consulado. A presentarle misdisculpas. Pero me han dicho que estabadurmiendo. Así que me… Bueno, mequedé por aquí dando una vuelta.

—No hay ninguna razón para que sedisculpe, sir Cecil.

—Oh, sí, la hay. Creo que la otranoche fui por ahí diciendo ciertas cosas.Ya me entiende. Mis conclusiones. Claroque ahora todo el mundo sabe que noestaba sino poniéndome en ridículo a mímismo. Pero, de todas formas, pensé quedebía venir a darle explicaciones.

Abajo, en el césped, un culi chinollegó con una carretilla con sacos

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terreros, y los policías sij empezaron adescargarlos y a dejarlos sobre elcésped.

—¿Ha dejado alguna carta? —pregunté, simulando no estar demasiadointeresado.

—No. Pero he recibido un telegramaesta mañana. Está en Macao. Dice queestá bien, y en lugar seguro. Que estásola, y que me escribirá pronto. Sevolvió hacia mí y me agarró del codo,Banks, sé que también usted va a echarlade menos. En cierto sentido, ¿sabe?,habría preferido que se hubiera ido conusted. Sé que ella… le tenía a usted engran estima.

—Debe de haber sido un gran golpe

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para usted —dije, sintiendo quenecesitaba decir algo.

Sir Cecil apartó la mirada, y porespacio de unos instantes siguió mirandoa los policías de abajo. Luego dijo:

—No; si le digo la verdad, no hasido un golpe tan duro. En absoluto. —Luego continuó—: Siempre le dije quedebía irse, que debía irse en busca delamor, ya sabe, de un verdadero amor. Selo merece, ¿no cree? Y eso es lo que haido a hacer ahora. A buscar unverdadero amor. Quizás lo encuentre.Allá, en el mar de la China Meridional.Quién sabe. Quizás encuentre a unviajero, en algún puerto, en un hotel.Quién sabe. Se ha vuelto una romántica,

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¿entiende? Y yo tenía que dejarle que sefuera. —Ahora las lágrimas asomaban asus ojos.

—¿Qué va a hacer usted ahora,señor?

—¿Que qué voy a hacer? Quiénsabe. Tendría que volver a casa, creo.Supongo que eso es lo que haré. Volvera casa. En cuanto haya saldado unascuantas deudas que tengo aquí.

Me había percatado de que alguienbajaba las escaleras, a nuestra espalda.Los pasos fueron haciéndose más lentosy finalmente se pararon, y ambos nosdimos la vuelta. Sentí una granconsternación al ver que se trataba delseñor Grayson, el concejal del

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Ayuntamiento.—Buenos días, señor Banks. Buenos

días, sir Cecil. Señor Banks, estamos tancontentos de verle de nuevo sano ysalvo.

—Gracias, señor Grayson —dije. Ycuando vi que seguía allí de pie, en elprimer peldaño del descansillo,sonriendo neciamente, añadí—: Confíoen que los preparativos para laceremonia del Jessfield Park se esténllevando a su completa satisfacción.

—Oh, sí, sí. —Dejó escapar unavaga risa. Pero ahora, señor Banks,venía a buscarle porque he oído quedeseaba hablar con el señorMacDonald.

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—Sí, exacto. De hecho, me dirigía asu despacho.

—Ah. Bien, no va a encontrarlo ensu despacho de costumbre. Si tienen laamabilidad de seguirme, señor, lellevaré hasta él ahora mismo.

Le apreté suavemente el hombro asir Cecil —se había vuelto hacia laventana para ocultar las lágrimas— yseguí con paso vivo a Grayson.

Me condujo por una zona deledificio en la que no vimos a nadie, yllegamos a un pasillo flanqueado pordespachos. Oí que alguien hablaba porteléfono, y un hombre que salía de unapuerta saludó con un movimiento decabeza a Grayson. Éste abrió otra de las

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puertas y me hizo un gesto para cedermeel paso.

Era un despacho pequeño y bienequipado, con un gran escritorio en unode los costados. Me detuve en el umbral,porque no vi a nadie dentro, peroGrayson me dio un pequeño codazo paraque entrara y cerró la puerta a suespalda. Luego rodeó el escritorio, sesentó y me hizo un gesto para que tomaraasiento.

—Señor Grayson —dije—, no tengotiempo para tonterías.

—Perdone —dijo Grayson. Sé quedeseaba ver al señor MacDonald, peroel caso es que MacDonald sólo se ocupadel protocolo. Cumple con sus

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obligaciones perfectamente, pero suesfera de actividad no llega mucho máslejos.

Suspiré con impaciencia, pero antesde que pudiera decir nada Grayson dijo:

—Verá, amigo mío, cuando dijo quequería ver a MacDonald, inferí que aquien quería ver era a mí. Soy lapersona con quien tiene usted quehablar.

Entonces caí en la cuenta de quealgo había cambiado en Grayson. Suaire de congraciamiento se habíaesfumado, y me observaba fijamentedesde el otro lado del escritorio.Cuando vio que se iba haciendo la luz enmi cerebro, volvió a dirigirme un gesto

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para que me sentara.—Por favor, póngase cómodo,

amigo mío. Y le pido disculpas porhaberle estado «persiguiendo» desde sullegada al consulado. Pero, en fin, hetenido que asegurarme de que no hacíanada que pudiera interferir y armar unbuen embrollo con los demás poderes.Ahora, veamos… Tengo entendido quedesea usted una entrevista con laSerpiente Amarilla.

—Sí, señor Grayson. Me pregunto siusted podría concertármela.

—Bien, resulta que, mientras ustedestaba fuera, nos llegó un aviso en talsentido. Todas las partes implicadasparecen ahora dispuestas a avenirse a

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sus deseos. —Se inclinó hacia adelante,y dijo—: En fin, señor Banks, ahora lepregunto: ¿cree usted que se estáacercando al «desenlace»?

—Sí, señor Grayson. Por fin creoque sí.

Así que anoche, justo después de lasonce, me vi viajando en coche a travésde las elegantes zonas residenciales dela Concesión Francesa en compañía dedos funcionarios de la policía secretachina. Circulamos por avenidasbordeadas de árboles, pasamos junto agrandes mansiones, algunas de ellasenteramente ocultas por altos muros y

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setos. Luego cruzamos unas verjasfuertemente custodiadas por hombrescon largos ropones y sombreros, y nosdetuvimos en un patio de grava ante elque se alzaba una casa oscura de cuatroo cinco plantas.

En el interior, iluminado tenuemente,entrevi a otros guardias deslizándose enlas sombras. Mientras seguía a misescoltas por la gran escalera central tuvela impresión de que la casa habíapertenecido a algún europeo acomodadoy que ahora, por una razón u otra, habíapasado a manos de las autoridadeschinas. Vi anuncios y calendarios detrabajo toscamente clavados en lasparedes, junto a exquisitas obras de arte

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chinas y occidentales.A juzgar por la decoración, en la

sala de la segunda planta a la que mehicieron pasar había habidorecientemente una mesa de billar. En elcentro del recinto se abría un enormeespacio vacío por el que estuvepaseándome mientras esperaba. Al cabode unos veinte minutos, oí que otrosvehículos llegaban al patio, pero cuandotraté de mirar a través de las ventanascomprobé que éstas daban a los jardinesde un costado de la casa, y no alcancé aver nada de la entrada principal.

Fue como media hora despuéscuando finalmente vinieron a buscarme.Mis acompañantes me precedieron por

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otro tramo de escaleras y por un largopasillo custodiado por más guardias.Luego, mis acompañantes se detuvierony uno de ellos me indicó con un gestouna puerta situada unos metros másadelante. Recorrí solo, pues, el últimotramo de pasillo y entré en lo que aprimera vista parecía un gran estudio.En el suelo había una gruesa alfombra, ylas paredes estaban casi enteramenterevestidas de estanterías llenas delibros. Al fondo, los ventanales ensaliente se hallaban cubiertos porpesados cortinajes, y frente a ellos habíauna mesa con una silla a cada lado. Elflexo de la mesa creaba un cálidoespacio de luz en torno, y el resto de la

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habitación se hallaba casi en penumbra.Permanecía allí de pie,

contemplando el amplio estudio, cuandovi que una figura se levantaba de la silladel otro lado de la mesa, rodeaba éstacon parsimonia y me hacía un gestohacia la silla que acababa de dejarvacía.

—¿Por qué no te sientas ahí, Puffin?—me dijo tío Philip. Te acuerdas,¿verdad? Siempre te encantó sentarte enmi silla, en mi lado de la mesa.

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22

De no haber presentido que iba a verle,es muy posible que no hubierareconocido a tío Philip. Había ganadopeso con los años, de forma que aunqueno era un hombre corpulento el cuello sele había ensanchado visiblemente, ytenía las mejillas caídas. El pelo se lehabía vuelto ralo y blanco. Pero los ojosseguían siendo calmos y jocosos, talcomo yo los recordaba.

Al acercarme a él no sonreí, nirodeé la mesa hacia su silla para aceptarsu ofrecimiento.

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—Me sentaré aquí —dije,quedándome junto a la otra silla.

Tío Philip se encogió de hombros.—Bien, no es mi mesa, de todas

formas. De hecho, jamás había puestolos pies en esta casa. ¿Tiene algo quever contigo? Esta casa, me refiero.

—Tampoco yo había estado nunca.¿Puedo sugerirte que nos sentemos?

Cuando lo hicimos, la luz del flexonos permitió vernos claramente por vezprimera, y nos quedamos unos instantesestudiándonos los rasgos.

—No has cambiado mucho, ¿sabes,Puffin? —dijo. Aún se ve en ti alchiquillo, después de tantos años.

—Te agradecería que no me

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llamaras por ese nombre.—Lo siento. Es algo… descarado,

lo admito. Bien, henos aquí. Al fin haslogrado dar conmigo. Hasta ahora me henegado a reunirme contigo. Pero alfinal…, supongo que empecé a desearvolver a verte. Te debo una explicación,o quizás dos, supongo. Pero no estabaseguro, ya sabes, de con qué ojos ibas amirarme. Como amigo o como enemigo,ese tipo de cosas. Pero hoy tampocopuedo estar seguro de la mayoría de lagente en tal sentido. ¿Sabes que me handicho que tenga esto conmigo, por siacaso? —Sacó una pequeña pistolaplateada y la puso bajo la luz del flexo.¿Puedes creerlo? Pensaban que quizás

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tendrías ganas de agredirme.—Veo que te la has traído, en

cualquier caso.—Oh, la llevo a todas partes. Hoy

día hay tanta gente deseando hacermedaño… En realidad no la he traído porti. Puede que uno de esos hombres queestán ahí fuera esperando haya sidosobornado para irrumpir aquí de prontoy apuñalarme. ¿Quién lo sabe? Me temoque así es como han sido las cosas paramí desde hace tiempo. Desde queempezó toda esta historia de laSerpiente Amarilla.

—Sí. Se diría que eres bastanteproclive a la traición.

—Eso es un poco duro, si es que

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quieres decir realmente lo que estásdando a entender. En lo que se refiere alos comunistas, muy bien, sí, me heconvertido en un traidor. Pero tampocoen ese caso era ésa mi intención. Loshombres de Chiang me apresaron un díay me amenazaron con torturarme. Y, loadmito, la idea no me gustó mucho; adecir verdad, no me gustó nada enabsoluto. Pero al final hicieron algomucho más inteligente. Me embaucaronpara que traicionara a uno de los míos.Y luego, en fin, la suerte estaba echada.Porque, como habrás podido comprobar,nadie castiga más salvajemente a losrenegados que mis antiguos camaradas.Para mí no hubo otra forma de seguir

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con vida. Tuve que depender delgobierno para protegerme de mis viejoscamaradas.

—Según mi investigación —dije—,muchas personas han perdido la vidapor tu culpa. Y no sólo aquéllos a losque traicionaste. Hace un año dejasteque los comunistas creyeran que laSerpiente Amarilla era otro individuo. Ymuchos de su familiares, incluidos tresniños, fueron asesinados en la primeraracha de represalias.

—No me considero admirable. Soyun cobarde; es algo que sé desde hacemucho tiempo. Pero no creo que puedaachacárseme la ferocidad de los rojos.Han demostrado ser tan minuciosamente

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sanguinarios como el propio Chiang Kai-shek, y no queda en mí el menorrespeto por ellos. Pero, en fin, no creoque hayas venido a hablarme de esto.

—No, por supuesto.—Así que, Puffin…, perdón,

Christopher. Así que ¿qué voy a decirte?¿Por dónde empezamos?

—Por mis padres. ¿Dónde están?—Tu padre, me temo, está muerto.

Hace muchos años. Lo siento.No dije nada, y esperé. Al cabo, tío

Philip dijo:—Dime, Christopher, ¿qué crees que

le sucedió a tu padre?—¿Qué diablos te importa a ti lo que

yo pueda creer? He venido a que tú me

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lo cuentes.—Muy bien. Pero sentía curiosidad

por saber lo que has averiguado por timismo. Después de todo, te has labradoun nombre como detective.

Esto último me irritó, pero penséque sólo se mostraría comunicativoconmigo si seguía sus reglas del juego.Así que acabé diciendo:

—Mi conjetura apunta a que mipadre adoptó una postura, una posturavalerosa contra sus propios patronos enrelación con los beneficios del comerciodel opio de aquel tiempo. Y al hacerlo,supongo, se enfrentó a poderosísimosintereses, y lo quitaron de en medio.

Tío Philip asintió con la cabeza.

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—Suponía que pensabas algoparecido. Tu madre y yo debatimos aconciencia lo que debíamos hacertecreer. Y fue más o menos lo que acabasde decirme. Así que tuvimos éxito. Metemo, Puffin, que la verdad es muchomás prosaica. Tu padre se fugó un díacon su amante. Vivió con ella un año enHong Kong. La mujer se llamabaElizabeth Cornwallis. Pero Hong Konges terriblemente retrógrado y«británico», ya sabes. Hubo unescándalo, y al final tuvieron que salirprecipitadamente para Malaca o algúnsitio parecido. Luego contrajo una fiebretifoidea y murió en Singapur. Dos añosdespués de abandonarte. Lo siento,

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amigo mío; sé que tiene que resultarteduro oír esto. Pero vete preparando,querido amigo. Porque tengo mucho quecontarte antes de que termine la velada.

—¿Dices que mi madre lo sabía?¿Ya entonces?

—Sí. Bueno, al principio no. Tardócomo un mes en enterarse. Tu padrehabía borrado su rastro muyeficientemente. Y tu madre lo supo sóloporque tu padre le escribió una carta.Ella y yo fuimos los únicos que losupimos.

—Pero la policía… ¿Cómo diablosno consiguió averiguar lo que habíasucedido?

—¿La policía? —Tío Philip soltó

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una carcajada. ¿Aquellos polizontes malpagados, sobrecargados de trabajo? Nohabrían sido capaces de encontrar unelefante perdido en Nanking Road.Luego, al ver que yo guardaba silencio,prosiguió—: Ella te lo habría acabadocontando. Pero queríamos protegerte.Por eso hicimos que creyeras lo quecreiste.

Empezaba a sentirme incómodo alestar tan cerca del flexo, pero la silla derespaldo recto no me permitía echarmehacia atrás. Cuando llevaba unossegundos sin decir nada, tío Philip dijo:

—Déjame ser justo con tu padre.Fue muy difícil para él. Siempre quiso atu madre; la amó apasionadamente.

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Estoy absolutamente convencido de quejamás dejó de amarla, de que la amóhasta el final. En cierto modo, Puffin,ése era el problema. La amabademasiado. La idealizaba. Y el tratar demostrarse a su altura, a la altura a la queél mismo la encumbraba, fue excesivopara él. Lo intentó. Oh, Dios, vaya si lointentó… Y ello le hizo derrumbarse.Podía haber dicho sencillamente: «Mira,puedo llegar hasta aquí, y eso es todo.Soy como soy». Pero la adoraba. Queríadesesperadamente llegar a merecerla, ycuando descubrió que no estaba a sualcance el hacerlo…, pues se fugó conuna amante. Con alguien a quien no leimportaba aceptarlo como era. Creo que

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lo único que quería era descansar. Lointentó tan denodadamente, y durantetantos años, que lo único que quería eradescansar. No pienses mal de él, Puffin.No creo que jamás dejase de amaros a tio a tu madre.

—¿Y mi madre? ¿Qué ha sido deella?

Tío Philip se inclinó hacia adelantey, apoyándose sobre los codos, bajó unpoco la cabeza.

—¿Qué es lo que has averiguadosobre ella? —me preguntó.

La ligereza que hasta entonces habíaconseguido dar a su voz se habíadesvanecido por completo. Ahoraparecía un viejo angustiado, consumido

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por el odio hacia sí mismo. Me estabamirando fijamente, pese a su inclinaciónde cabeza, y la luz amarilla del flexo mepermitió ver los vellos blancos que lesobresalían de las ventanas de la nariz.Desde algún lugar de las plantasinferiores llegaba el sonido de unfonógrafo con una música marcial china.

—No trato de fastidiarte —dijo alver que no le respondía. Pero no quierooírme a mí mismo hablando de ello másde lo estrictamente necesario. Adelante.¿Qué es lo que has averiguado?

—Hasta hace poco creía que mispadres estaban secuestrados en Chapei.Así que, como verás, no he sido muysagaz.

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Esperé a que me respondiera. Peroél permaneció en aquella extrañapostura unos instantes más, y después seechó hacia atrás y dijo:

—Posiblemente no recordarás esto,pero poco después de que tu padre sefugara con su amante fui a tu casa a ver atu madre. Y aquel día también fue a tucasa cierto individuo. Un caballerochino.

—¿Te refieres a aquel caudillo,Wang Ku?

—Ah, veo que no has sido tanestúpido…

—Averigüé su nombre. Perosupongo que después no he hecho másque seguir una pista falsa.

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Dejó escapar un suspiro y aguzó eloído.

—Escucha —dijo. Himnos delKuomintang. Los ponen parafastidiarme. Me lleven a donde melleven, siempre es lo mismo. Sucede condemasiada frecuencia como para que seauna coincidencia.

Luego, cuando vio que yo callaba, selevantó y fue andando entre las sombrashacia los pesados cortinajes.

—Tu madre —dijo al fin— se habíadedicado por entero a nuestra causa. Ahacer que cesara el comercio del opioen China. Muchas compañías europeas,incluida la de tu padre, obtenían ingentesbeneficios importando opio indio a

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China y convirtiendo en adictos amillones de chinos indefensos. Enaquellos días yo era uno de los líderesde la campaña contra el opio. Durantemucho tiempo nuestra estrategia fuebastante ingenua. Pensábamos queconseguiríamos avergonzar a estascompañías hasta el punto de hacerlesabandonar aquel negocio indigno.Escribimos cartas con pruebasfehacientes de los estragos que el opioestaba causando en el pueblo chino. Sí,puedes reírte si quieres. Éramos taningenuos… Pero creíamos queestábamos tratando con cristianos comonosotros. Bien, al final vimos que noconseguíamos llegar a ninguna parte.

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Descubrimos que aquellos empresariosno sólo perseguían codiciosamente losbeneficios, sino que de hecho queríanque el pueblo chino se convirtiera en unpueblo inane. Querían que se sumiera enel caos, en la drogadicción, y que fueraincapaz de gobernarse por sí mismo.Así, podrían gobernar ellosprácticamente como si el país fuera unacolonia, pero sin ninguna de lasobligaciones inherentes. Así quecambiamos de táctica. Nos hicimos mássutiles. En aquellos días, tal como sesigue haciendo actualmente, loscargamentos de opio venían por el ríoYangtze. Los barcos tenían quetransportarlo río arriba a través de un

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territorio de bandidos. Sin la adecuadaprotección, los cargamentos jamásllegaban mucho más allá de lasgargantas del Yangtze sin ser saqueadospor los bandidos. Así que estascompañías —Morganbrook and Byatt,Jardine Matheson y las demás—acostumbraban hacer tratos con loscaudillos de los territorios por dondetenían que pasar los barcos cargados deopio. Tales caudillos, en realidad, noeran más que bandidos encumbrados,pero tenían ejércitos, y, por tanto, poderpara hacer que los cargamentos pasaransin ser asaltados. Así que en ello vimosnuestra nueva estrategia. Dejamos derogarles a las compañías. Acudimos a

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rogarles a los caudillos. Apelamos a suorgullo racial. Les hicimos reparar enque estaba en sus manos acabar con larentabilidad del comercio del opio yhacer desaparecer el principal obstáculopara que los chinos tomaran las riendasde su propio destino, de su propiapatria. Por supuesto, algunos no estabandispuestos a renunciar a los pingüespagos que recibían por sus servicios.Pero conseguimos algunos conversos.Wang Ku era a la sazón uno de los máspoderosos caudillos bandidos chinos. Suterritorio abarcaba varios centenares dekilómetros cuadrados de la zona nortede Hunan. Era un tipo bastante brutal,pero lo suficientemente temido y

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respetado como para resultar muyvalioso para las compañías implicadasen el comercio del opio. Pues bien,Wang Ku simpatizó con nuestra causa.Venía a menudo a Shanghai; gustaba dedarse la gran vida en la ciudad, y en elcurso de tales visitas logramosconvencerle. ¿Estás bien, Puffin?

—Sí, estoy bien. Te estoyescuchando.

—Quizás debas irte ahora, Puffin.No tienes por qué oír lo que estoy apunto de contarte.

—Cuéntamelo. Te escucho.—Muy bien. Creo que debes oírlo,

si es que puedes soportarlo. Porque…Bueno, porque tienes que encontrarla…

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Aún queda una posibilidad de quepuedas volver a ver a tu madre.

—¿Está viva, entonces?—No tengo razón alguna para pensar

lo contrario.—Entonces sigue contándomelo.

Sigue con lo que estabas diciendo.Volvió a la mesa y se sentó de nuevo

frente a mí, cara a cara.—Aquel día en que Wang Ku vino a

tu casa… —prosiguió tío Philip.Convendría que recordases bien aqueldía. Tienes mucha razón al suponer quefue importante. Fue el día en que tumadre descubrió que los motivos deWang Ku no eran en absoluto altruistas.Dicho en dos palabras: planeaba

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hacerse él mismo con los cargamentosde opio. Por supuesto, ideó complicadosmanejos para que éstos pasaran antespor tres o cuatro grupos deintermediarios (algo muy chino, por otraparte), pero a la postre la droga acababaen sus manos. Era algo que la mayoríade nosotros supimos enseguida, pero notu madre. La mantuvimos en laignorancia porque intuíamos que no ibaa aceptarlo. Aunque el resto de nosotros,como es lógico, sentíamos gravesreparos al respecto, decidimos, pese atodo, trabajar con Wang Ku. Sí, iba avender el opio a la misma gente que lascompañías occidentales, pero loimportante era detener las

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importaciones. Hacer que tal comerciono resultara rentable. Por desgracia, eldía en que Wang Ku vino a tu casa dijoalgo que delató por primera vez ante tumadre la verdadera naturaleza de surelación con nosotros. Y supongo que tumadre se sintió una estúpida. Puede quelo sospechara desde el principio y nohubiera querido aceptarlo, y que sesintiera tan furiosa consigo misma yconmigo como con Wang. En cualquiercaso, perdió por completo los estribos,y de hecho llegó a pegarle una bofetada.Una bofetada suave, ya sabes, pero sumano llegó a tocarle la mejilla. Y, porsupuesto, le dijo a la cara todo lo quetenía que decirle. Supe entonces mismo

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que habría que pagar por ello un preciomuy alto. Traté de solucionar el asuntoallí mismo, de inmediato. Le expliqué aWang que tu padre acababa deabandonaros, y que tu madre estabasumamente trastornada. Traté detransmitirle todo esto antes de que semarchara. Él se limitó a sonreír y dijoque no me preocupara, pero ¡vaya si mepreocupé! Oh, Dios, me preocupésobremanera. Sabía que lo que tu madreacababa de hacer no podría subsanarsefácilmente. Me habría sentido aliviado,te lo aseguro, si la reacción de Wang sehubiera limitado a dejar de participar ennuestro plan. Pero él quería el opio, y yahabía urdido complicados manejos para

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conseguirlo. Además, había sidoinsultado por una mujer extranjera, yquerría poner las cosas en su sitio.

Al inclinarme hacia él y entrar en elradio de luz del flexo, me asaltó laextraña sensación de que la oscuridad,detrás de mí, se había ido haciendo másy más densa, y que una vasta masa negrase había instalado a mi espalda. TíoPhilip había hecho una pausa parasecarse el sudor de la frente con elpulpejo de la mano. Pero ahora memiraba fijamente, y continuó:

—Fui a ver a Wang Ku al Metropoleaquel mismo día, horas más tarde. Atratar de hacer todo lo posible paraconjurar la calamidad que sabía que se

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nos avecinaba. Pero fue inútil. Lo queme dijo aquella tarde fue que no sólo noestaba enfurecido con tu madre, sino quesu temple (ésa fue la palabra queempleó: «temple») le había resultadoenormemente atractivo. Hasta el puntode que quería llevársela con él a Hunancomo concubina. Se proponía«domarla» como se doma a una yeguasalvaje. Y debes entender, Puffin, cómoeran entonces las cosas en Shanghai, enChina. Si un hombre como Wang Kudecidía algo semejante, poco podíahacer nadie para impedírselo. Eso es loque debes entender de forma clara. Ynada podía lograrse llamando a lapolicía, o a quien fuera, para que

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protegieran a tu madre. Ello habríademorado un poco las cosas, pero nadamás. No había nadie en el mundo capazde proteger a tu madre de los deseosperversos de un hombre como Wang.Pero ¿sabes, Puffin? Mi mayor miedoera por ti. No estaba seguro de lo queWang pretendía hacer contigo, y a partirde ese momento, cuando comprendí queno podía hacer nada por tu madre, ésefue el objeto de mis ruegos. Al finalllegamos a un acuerdo. Yo me lasarreglaría para que tu madre estuvierasola, sin nadie que pudiera protegerla, ya ti te llevaría a algún sitio lejos decasa. Ése era mi único objetivo: impedirque él te llevara a ti también. Lo de tu

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madre era inevitable. Pero tú… Teníaque suplicarle que te dejara en paz. Yeso es lo que hice.

Se hizo un silencio largo. Y al cabodije:

—¿Y debo suponer que, después dellegar a un acuerdo tan razonable, WangKu siguió cooperando con vosotros?

—No seas cínico, Puffin.—¿Lo hizo?—Sí, lo hizo. Llevarse a tu madre le

satisfizo lo bastante. Cumplió con lo queacordamos, y me atrevo a decir que sucontribución fue uno de los factores queinfluyeron en la decisión final de lascompañías de acabar con su negocio.

—Así que mi madre fue, digamos,

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sacrificada por una causa más noble.—Mira, Puffin, no se podía hacer

nada, no nos cabía otra opción. Tienesque entenderlo.

—¿Volviste a ver a mi madre algunavez? ¿Después de ser raptada por esehombre?

Le vi vacilar. Pero luego dijo:—Sí. Volví a verla. Una vez, siete

años más tarde. Coincidió que estabaviajando por la provincia de Hunan yrecibí una invitación de Wang. Acepté,y, sí, la vi en su fortaleza. Vi a tu madreuna vez más, la última.

Su voz era ahora casi un susurro. Elfonógrafo, abajo, había dejado de sonar.Se instaló un gran silencio entre

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nosotros.—Y… ¿qué había sido de ella?—Su salud era buena. No era, claro

está, sino una de sus muchas concubinas.Y, dadas las circunstancias, diría que sehabía adaptado bien a su nueva vida.

—¿Cómo la había tratado?Tío Philip apartó la mirada. Luego,

en voz baja, dijo:—Cuando la vi me preguntó por ti,

como es lógico. Le conté lo que sabía, yle complació mucho oírlo. Tienes quedarte cuenta de que, hasta que la viaquella última vez, había vividototalmente aislada del mundo exterior.Durante siete años no había oído másque lo que Wang quería que oyese. A lo

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que me refiero es que ignoraba si seestaba cumpliendo o no el acuerdoeconómico. Así que, cuando nos vimos,era eso lo que quería saber, y yo leaseguré que sí, que se estabacumpliendo. Al cabo de siete años detorturadoras dudas, su mente pudoapaciguarse. No sabes lo mucho que laalivió mi respuesta. «Eso es todo lo quequería saber», me decía una y otra vez.«Eso es lo único que quería saber».

Tío Philip me miraba ahora condetenimiento. Transcurrieron unossegundos más, y al fin le hice la preguntaque esperaba:

—¿A qué acuerdo económico terefieres?

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Fijó la mirada en el dorso de susmanos, y se quedó examinándolasmorosamente.

—Si no hubiera sido por ti, por suamor por ti, Puffin, tu madre, lo sé, sehubiera quitado la vida sin dudarlo ni uninstante antes de permitir que aquelbellaco pusiera un solo dedo sobre ella.Habría encontrado una forma, y lohabría hecho. Pero estabas tú. Así que alfinal, después de sopesar la situación yver que no había salida, llegó a unacuerdo con su raptor. Serías sostenidoeconómicamente a cambio de…, deplegarse a los deseos de Wang. Meocupé de gran parte del asuntopersonalmente; lo arreglé todo a través

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de la compañía de tu padre. Había unejecutivo en Morganbrook and Byatt…Bueno, el hombre no tenía ni la másremota idea de qué se trataba todoaquello. Pensaba que lo que hacía eraasegurar el tránsito seguro de su opio.¡Ja, ja! ¡Un gran necio, aquel hombre! —Tío Philip sacudió la cabeza y sonrió.Luego su cara volvió a oscurecerse,como si hubiera acabado resignándoseal curso que la conversación habría detomar en adelante.

—Mi asignación… —dije con vozdébil. Mi herencia…

—Tu tía de Inglaterra jamás fue rica.Tu benefactor real, todos estos años, hasido Wang Ku.

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—Así que todo este tiempo…, heestado viviendo…, he estado viviendo acosta de…

No pude continuar.Tío Philip asentía con la cabeza.—Tus estudios. El lugar que ocupas

en la sociedad londinense. El que hayashecho lo que has hecho de ti mismo. Selo debes todo a Wang Ku. O, mejor, alsacrificio de tu madre.

Se levantó, y cuando me miró vi algonuevo en su cara, algo parecido al odio.Pero luego se volvió y se adentró en lassombras, y no pude ver más.

—La última vez que la vi —dijo—,en aquella fortaleza, tu madre habíaperdido todo interés por la campaña

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contra el opio. Sólo vivía para ti, sólo leimportabas tú. Para entonces el tráficode opio se había vuelto ilegal. Peroincluso esa noticia ya no significabanada para ella. Yo estaba muy resentidoal respecto, por supuesto, lo mismo quetodos los que habían dedicado años desu vida a la campaña. Me refiero a quenos habíamos dicho: hemos alcanzadonuestro objetivo: el comercio del opioha sido prohibido. Nos llevaría tan sólodos o tres años comprobar el significadoreal de dicha prohibición. El tráfico nohabía hecho sino cambiar de manos, esoera todo. Ahora lo monopolizaba elgobierno de Chiang Kai-shek. Habíamás opiómanos que nunca, pero ahora el

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tráfico financiaba el ejército de Chiang,financiaba su poder. Fue entoncescuando me uní a los rojos, Puffin. Encuanto a tu madre, creí que seentristecería enormemente al saber enqué había acabado todo nuestroesfuerzo, pero ya no le importaba. Loúnico que quería era que cuidaran de ti.Y saber de tu vida. ¿Sabes, Puffin? —Suvoz adoptó de pronto un timbre extraño.Cuando la vi en aquella fortaleza,parecía estar bien. Pero luego, durantelos días en que estuve invitado, preguntéa algunas personas del entorno, genteque tenía que saberlo todo de primeramano. Quería saber la verdad, sabercómo la había tratado realmente,

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porque…, porque sabía que un díahabría de llegar este momento, estaentrevista que tú y yo estamos teniendo.Y lo supe. Oh, Dios, ¡vaya si lo supe!

—¿Lo haces a propósito paraatormentarme?

—No era sólo… No era sólocuestión de someterse a él en la cama.De cuando en cuando Wang la azotabadelante de sus invitados; mientrascenaban, por ejemplo. La doma de lamujer blanca, lo llamaba. Y eso no eratodo. Porque…

Me había tapado los oídos, pero legrité:

—¡Basta! ¿Por qué me torturas deeste modo?

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—¿Por qué? —Su voz era ahoraairada. ¿Por qué? ¡Porque quiero quesepas la verdad! Durante todos estosaños has estado pensando que tío Philipera una criatura despreciable. Puede quelo sea, pero es lo que este mundo hahecho de mí: yo nunca pretendí ser comosoy. Siempre quise hacer el bien. Huboun tiempo en que tomé decisionesvalerosas. A mi manera. Y mírameahora. Me desprecias. Me hasdespreciado todos estos años, Puffin.Eres lo más parecido a un hijo que hetenido en toda mi vida, y sin embargome desprecias. Pero ahora ves cómo esel mundo en realidad. Y es lo que hahecho posible tu cómoda vida en

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Londres. Cómo has podido llegar a serun famoso detective. ¡Un detective! ¿Québien puede hacer eso a nadie? Joyasrobadas, aristócratas asesinados por suherencia. ¿Crees acaso que es lo único alo que hemos de enfrentarnos? Tu madrequería que vivieras en tu mundoencantado eternamente. Pero eso no esposible. Al final ese mundo, por fuerza,acaba haciéndose añicos. Es un milagroque te haya durado tanto. Ahora, Puffin,mira. Voy a darte una oportunidad.¡Mira!

Había sacado la pistola. Salió de lassombras y vino hacia mí, y cuando lemiré estaba allí de pie, tan erguido eimponente como lo había estado siempre

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en mi infancia. Se echó hacia atrás losfaldones de la chaqueta y se pegó alchaleco, a la altura del corazón, elcañón de la pistola.

—Aquí me tienes —dijo en unsusurro, inclinándose, y me llegó sualiento viciado. Heme aquí, muchacho.Puedes matarme. Como siempre hasquerido hacer. Ésa es la razón por la quehe seguido con vida tanto tiempo. Nadiemás va a tener ese privilegio. Aprieta elgatillo. Aquí, mira. Haremos queparezca que te he atacado. Tendré lapistola en la mano, y caeré encima de ti.Cuando entren, verán mi cuerpo sobre eltuyo. Parecerá un caso de legítimadefensa. Mira, aquí la tienes. Estoy

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empuñándola. Aprieta el gatillo, Puffin.Me había pegado el pecho a la cara;

el chaleco se le henchía y desinflaba alritmo de la respiración. Sentí una hondarepugnancia, y traté de zafarme, pero sumano libre —su piel se me antojóindescriptiblemente reseca— me habíaagarrado el brazo para tirar de mí haciasí. Se me ocurrió que si mi mano llegabaa tocar siquiera la pistola, quienapretaría el gatillo sería él. Tiré haciaatrás con violencia, casi volcando lasilla, y me alejé tambaleándome.

Durante unos segundos ambosmiramos hacia la puerta con sentimientode culpabilidad: ¿la conmoción denuestro forcejeo haría que entrasen los

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escoltas? Pero no sucedió nada, y alcabo tío Philip se echó a reír, y levantóla silla, y la colocó con sumo cuidado alotro lado de la mesa. Luego se sentó enella, dejó la pistola sobre la mesa y sepasó unos segundos recuperando elaliento. Yo me alejé unos pasos más dela mesa, pero en aquella estancia grandey umbría no había ningún otro mueble yme detuve, con la espalda vuelta haciatío Philip. Al poco le oí decir:

—De acuerdo. Muy bien. —Inspirósonoramente unas cuantas veces.Entonces te lo contaré. Te haré mi másoscura confesión.

Pero durante el minuto que siguió nopude oír sino su respiración jadeante. Y

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después dijo:—Muy bien. Voy a confesarte la

verdad. Por qué permití que Wangsecuestrara a tu madre aquel día. Lo quete he contado antes se acerca mucho a laverdad. Tenía que salvarte a ti. Sí, sí,todo lo que te he contado antes fue pocomás o menos como te lo he contado.Pero si realmente hubiera querido…, sirealmente hubiera querido salvar a tumadre, sé que habría sido capaz deencontrar algún medio. Voy a contartealgo, Puffin. Algo que no fui capaz deconfesarme ni a mí mismo durantemuchos, muchos años. Ayudé a Wang allevarse a tu madre porque parte de mídeseaba que se convirtiera en su

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esclava. Que la «usara» sexualmente,noche tras noche. Porque, ¿sabes?, yosiempre la había mirado con lujuria;desde el principio, desde los días en queme alojaba en tu casa. Oh, sí, cómo ladeseaba… Y entonces, cuando tu padreos abandonó, creí llegada mioportunidad. Me creía su sucesornatural. Pero…, pero tu madre jamás mehabía mirado de ese modo. Lo supecuando tu padre se fue de casa. Merespetaba como a alguien bueno ydecente… Oh, no…, era imposible. Nien un millar de años podría presentarmeante ella como pretendiente. Y me sentíafurioso. Me sentía tan furioso. Y cuandosucedió lo de Wang Ku, me excité. ¿Me

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oyes, Puffin? ¡Aquello me excitaba! Enlas más oscuras horas de la noche,cuando se la hubo llevado, me sentíaexcitado. A lo largo de todos aquellosaños viví vicariamente, a través deWang. Era casi como si yo tambiénhubiera «conquistado» a tu madre. Medaba placer a mí mismo muchas, muchasveces, imaginando lo que le estaríapasando en aquel momento. ¡Vamos,adelante! ¡Mátame! ¿Por qué vas aperdonarme? ¡Has oído lo que te hecontado! ¡Ven y mátame como a una rata!

Me quedé un largo rato allí quieto,en la parte más oscura de la estancia,dándole la espalda, oyendo cómorespiraba. Finalmente me volví hacia él

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y dije en voz muy baja:—Me has dicho antes que crees que

aún está viva. ¿Sigue con Wang Ku?—Wang murió hace cuatro años. Y

su ejército fue disuelto por Chiang Kai-shek. No sé dónde podrá estarahora, Puffin. Te lo digo de verdad.

—Bien. La encontraré. Nodescansaré hasta lograrlo.

—No será fácil, muchacho. Hay unaguerra asolando el país. Pronto seextenderá por todos los rincones.

—Sí —dije. Y me atrevo a aventurarque pronto se extenderá por todo elplaneta. Pero no es culpa mía. De hecho,ya poco me importa. Pienso empezar denuevo, y lo primero que voy a hacer es

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encontrarla. ¿Tienes que contarme algomás que pueda ayudarme en mipesquisa?

—Me temo que no, Puffin. Te lo hecontado todo.

—Entonces adiós, tío Philip. Sientono poder darte las gracias.

—No te preocupes. No falta gentedeseosa de darle las gracias a laSerpiente Amarilla. —Soltó una risarápida. Y luego dijo con voz cansina—:Adiós, Puffin. Espero que la encuentres.

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Séptima parte

Londres, 14 denoviembre de 1958

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23

Fue mi primer viaje largo en muchosaños, y durante los dos días siguientes anuestra llegada a Hong Kong seguíaestando muy cansado. Viajar en avión esincreíblemente rápido, pero lascondiciones son incómodas: hay muchadesorientación, muchas apreturas. Misdolores de cadera volvieron conredoblada intensidad, y también un dolorde cabeza persistente que duró granparte de mi estancia y sin duda vició mivisión de la colonia. Sé que quienes hanhecho este viaje han vuelto con la boca

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llena de alabanzas: «Un lugar que mirahacia adelante», dicen siempre. «Yasombrosamente bello». Sin embargo, lamayor parte de aquella semana el cieloestuvo encapotado, y las callesopresivamente atestadas de viandantes.Supongo que llegué a apreciar —en losletreros chinos de las tiendas, osimplemente en los chinos que seocupaban de sus asuntos en losmercados— algún vago eco deShanghai. Pero tales ecos me resultaronen su mayoría incómodos. Era como si,en una de esas aburridas cenas a las quesolía asistir en Kensington o Bayswater,me hubiera topado con una prima lejanade una mujer a la que antaño había

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amado. Una prima cuyos gestos,expresiones faciales y pequeñosencogimientos de hombros te espoleanla memoria, pero que no deja de ser, enconjunto, sino un torpe e inclusogrotesco remedo de una imagen muchomás preciada.

Pero me sentía feliz de contar con lacompañía de Jennifer. Cuando insinuópor primera vez que quizás vinieraconmigo, yo no la había animado enabsoluto. Porque ya en aquellos días —hablo de sólo cinco años atrás— tendíaa considerarme poco menos que uninválido, en especial cuando el pasado,o el Lejano Oriente, volvía a surgir enmi vida de algún modo. Supongo que a

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una parte de mí lleva mucho tiempocontrariándole esta especie de exceso desolicitud por su parte, y sólo cuandoreparé en la idea de que quizás deseabagenuinamente alejarse de sus cosasdurante una temporada, que también ellatendría sus propias preocupaciones yque aquel viaje podría venirle bien, meavine a que viajara conmigo.

Había sido sugerencia de Jennifer elque tratáramos de prolongar nuestroviaje a Shanghai, y supongo que no noshabría sido imposible hacerlo. Habríapodido hablar con unos cuantos viejosconocidos, hombres que siguen teniendoinfluencia en el Foreign Office, y estoyseguro de que podríamos haber entrado

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en China continental sin ningúnproblema. Sé de otros que lo han hecho.Pero, según cuentan, Shanghai no es hoysino una sombra fantasmal de lo que fue.Los comunistas han tenido cuidado de nodestruir físicamente la ciudad, de formaque mucho de lo que un día fue laColonia Internacional ha permanecidointacto. Las calles, aunque «bautizadas»de nuevo, son perfectamentereconocibles, y se dice que cualquieraque hubiera conocido el Shanghai deantaño no tendría la menor dificultadpara moverse por la urbe. Pero losextranjeros, por supuesto, han sidodesterrados, y lo que antes eran lujososhoteles y night-clubs son ahora los

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despachos burocráticos del gobierno delpresidente Mao. En otras palabras: esmuy probable que el Shanghai de hoy nosea sino un remedo doliente de la ciudadde entonces, como sucede con HongKong.

He oído, por cierto, que mucha de lapobreza —y también de la adicción alopio, contra la que tanto luchó mi madreen aquel tiempo— ha disminuidoenormemente bajo el imperio de loscomunistas. Hasta qué punto han sidoerradicados tales males es algo quehabrá que ver en el futuro, pero pareceevidente que los comunistas hanconseguido en unos años lo que lafilantropía y las fervorosas campañas no

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habían logrado en décadas. Recuerdoque la primera noche que pasamos enHong Kong —mientras me paseaba pormi cuarto del Excelsior Hotel, atento ami cadera y tratando de recuperar elequilibrio interno— me pregunté quéhabría pensado mi madre de todo ello.

No fui a Rosedale Manor hasta eltercer día de nuestra estancia. Habíaquedado claro hacía tiempo que la visitala haría solo, pero Jennifer, que llevabatoda la mañana observando cada uno demis movimientos, al verme salir despuésdel almuerzo no pudo evitarmanifestarme vehementemente suprotesta.

Aquella tarde el sol había logrado

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asomar por entre el cielo encapotado, ymientras mi taxi ascendía por la laderade la colina, las praderas de césped biencuidado de ambos lados de la carreteraeran regadas y cortadas por jardinerosen chaleco. Al final el terreno se hizoplano, y el taxi se detuvo frente a unagran casa blanca de estilo colonialinglés, con largas hileras de ventanascon postigos y un ala nueva a uno de loscostados. En tiempos había sido unamansión espléndida, desde la que seveía el mar y gran parte del lado oestede la isla. Cuando me quedé allí de piemirando hacia el puerto, con la brisa enla cara, pude ver a lo lejos un funicularque ascendía la ladera de una colina. Al

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volverme hacia la casa, sin embargo,comprobé que la habían dejadodeteriorarse; la pintura de los alféizaresde las ventanas y de los marcos de laspuertas se había cuarteado ydesconchado.

Dentro, en el vestíbulo, se percibíaun tenue olor a pescado hervido, pero ellugar parecía impecablemente limpio.Una monja china me condujo por uncrujiente pasillo hasta el despacho de lahermana Belinda Heaney, una mujer deedad mediana y expresión seria,ligeramente adusta. Y fue allí, en aquelpequeño despacho atestado, donde lahermana me contó cómo la mujer queconocían como «Diana Roberts» había

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llegado a la residencia a través de unaorganización de enlace que trabajabacon extranjeros «varados» en la Chinacomunista. Las autoridades chinas, alconocer su caso, la sacaron de unainstitución para enfermos mentales deChunking en la que había estadointernada desde el final de la guerra. Yal cabo fue trasladada a Hong Kong.

—Es posible que se haya pasado allíla mayor parte de la guerra —dijo lahermana Belinda. No quiero ni pensar,señor Banks, en qué tipo de lugar eraése. Una persona internada allí bienpodía no volver a dar señales de vidajamás. Sólo por ser una mujer blanca sela pudo identificar en medio de todo

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aquel hacinamiento. Los chinos nosabían qué hacer con ella. Lo quequerían, de todas formas, era que todoslos extranjeros se fueran de China. Asíque al final la enviaron aquí, y lleva connosotros casi dos años. Cuando llegóestaba muy, muy inquieta. Pero al cabode un mes o dos, las virtudes deRosedale Manor —la paz, el orden, laoración…— empezaron a obrar suefecto en ella. Hoy no reconocería usteden ella a la pobre criatura que tuvimosque acoger a su llegada. Está mucho máscalmada. ¿Es usted pariente suyo, me hadicho?

—Sí, es muy posible que lo sea —dije. Y como estoy de visita en Hong

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Kong, he pensado que estaría bien quepasara a visitarla. Es lo menos quepuedo hacer.

—Bien, nos alegrará saber cualquiernoticia de su familia, de sus amigosíntimos; cualquier nexo con Inglaterra.Entretanto, los visitantes serán siemprebienvenidos.

—¿Tiene muchos?—Sí, regularmente. Tenemos un plan

humanitario, y las visitan los alumnosdel St Joseph College.

—Entiendo. Y ¿se lleva bien con lasotras residentes?

—Oh, sí. No nos da ningúnproblema. ¡Si pudiéramos decir lomismo de algunas otras internas!

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La hermana Belinda me condujo porotro largo pasillo hasta una sala grandey soleada —tal vez un comedor en otrotiempo—, donde unas veinte mujeresvestidas con batas de color beigeestaban sentadas o se paseabanarrastrando los pies de un lado a otro.Las puertaventanas estaban abiertas, y sedivisaban los terrenos de la finca. El solentraba a través de los cristales ybañaba el piso de tarima. De no ser porel gran número de jarrones llenos deflores recién cortadas, me habría dadola impresión de estar en una guardería.Había vivas acuarelas colgadasprofusamente por las paredes, y endeterminados puntos podían verse

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pequeñas mesas con tableros de damas,barajas de cartas, papel y lápices decolores. La hermana Belinda me dejó enla entrada y se dirigió hacia un pianovertical donde había otra monja sentada,y varias de las mujeres presentesdejaron lo que estaban haciendo paramirarme con fijeza. Otras parecíansúbitamente tímidas, y trataban deesconderse. Casi todas eranoccidentales, aunque pude ver también auna o dos eurasiáticas. Entonces alguienempezó a gemir de modo estentóreo enalgún lugar del edificio, a mi espalda, y,curiosamente, ello pareció apaciguar alas mujeres que había en la sala. Unadama de pelo hirsuto que había a unos

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metros sonrió abiertamente y dijo:—No se preocupe, querido, es

Martha. ¡Está montando otro escándalo!Distinguí en ella el acento de

Yorkshire, y me estaba preguntando quéavatares de la fortuna podían haberlahecho arribar a aquel lugar cuandovolvió la hermana Belinda.

—Diana debe de estar afuera —dijo.Si hace el favor de seguirme, señorBanks.

Salimos a través de laspuertaventanas a unos jardines biencuidados que ascendían y descendían entodas direcciones, como a modo derecordatorio de que nos hallábamoscerca de la cima de una colina. Mientras

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seguía a la hermana Belinda ypasábamos junto a arriates llenos degeranios y tulipanes en flor, tuve unavista panorámica del terreno que seextendía por encima de los setos biencortados. A un lado y a otro, viejasdamas en batas beige se sentaban al solhaciendo punto, charlando entre ellas, osusurrando para su coleto inocuamente.En un momento dado, la hermanaBelinda se detuvo un instante para mirara su alrededor, y luego me condujo poruna pradera de césped en pendientehacia una verja blanca que daba a unpequeño jardín vallado.

En él no había más que una persona:una anciana sentada al sol, al fondo de

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un retazo de hierba fina, que jugaba a lascartas en una mesa de hierro forjado. Sehallaba ensimismada, y cuando nosacercamos no levantó la mirada. Lahermana Belinda le tocó en el hombrosuavemente y dijo:

—Diana. Aquí hay un caballero queha venido a visitarla. Viene deInglaterra.

Mi madre nos sonrió a ambos yvolvió a su juego.

—Diana no siempre entiende lo quese le dice —dijo la hermana Belinda. Sise necesita que haga algo, hay querepetírselo una y otra vez hasta que loentiende.

—Me pregunto si podría hablar con

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ella a solas.A la hermana Belinda no le gustó

mucho la idea, y durante unos segundospareció buscar una razón para negarse.Al cabo, sin embargo, dijo:

—Si lo prefiere así, señor Banks…Estoy segura de que tendrá sus razones.Estaré en la sala general.

Cuando la hermana Belinda se huboido, miré detenidamente a mi madre, queseguía con las cartas. La vi mucho másmenuda de lo que esperaba, y muyencorvada de hombros. Tenía el peloplateado, y lo llevaba peinado en unceñido moño. De vez en cuando,mientras seguía mirándola, mi madrelevantaba la mirada y me sonreía, pero

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en sus ojos percibí como un rastro demiedo que no le había visto antes enpresencia de la hermana. Su cara noestaba tan llena de arrugas como yohabía imaginado, pero los dos gruesospliegues bajo los ojos eran tan hondosque parecían casi incisiones. El cuello,quizás debido a alguna herida odolencia, se le había hundido en eltronco de tal forma que cuando mirabalas cartas de lado a lado se veíaobligada a mover también los hombros.De la punta de la nariz le colgaba unamínima gota, y yo había ya sacado unpañuelo para secársela cuando caí en lacuenta de que si lo hacía podíaalarmarla innecesariamente. Así que

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dije con voz suave:—Siento no haber podido enviarte

ningún aviso de que venía a visitarte.Me doy perfecta cuenta de que estopuede suponerte una especie de shock…—Callé, ya que era evidente que no meestaba escuchando. E instantes despuésdije—: Mamá, soy yo. Christopher.

Alzó la vista y me dirigió unasonrisa casi idéntica a las anteriores, yluego volvió a sus cartas. Supuse queestaba haciendo un solitario, perocuando me fijé detenidamente vi quejugaba a un extraño juego propio. En unmomento dado la brisa hizo que sevolaran de la mesa unas cuantas cartas,pero no pareció importarle. Las recogí

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de la hierba y se las entregué, y ella medijo sonriendo:

—Se lo agradezco mucho. Pero noera necesario. Me gusta dejarlas ahíhasta que hay un buen montón encima dela hierba. Es entonces cuando las recojo,todas de una vez, ¿lo entiende? De todasformas, no pueden volarse fuera de lacolina, ¿no le parece?

Durante los minutos que siguieroncontinúe observándola. Luego mi madreempezó a cantar, lo hacía muyquedamente, para sí misma, casi parasus adentros, mientras sus manos cogíanlas cartas y las iban colocando. Su vozera muy débil —me resultaba casiimposible reconocer lo que estaba

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cantando—, pero lo hacía de formamelodiosa y parecía fluirle sin esfuerzo.Y mientras seguía allí mirándola yescuchándola, me vino a la memoria unfragmento de recuerdo: un día ventosodel estío, en nuestro jardín, ella sentadaen el columpio, riendo y cantando aplena voz, y yo brincando ante ella,diciéndole que parase.

Me incliné hacia adelante y le toquéuna mano. Ella se apartó bruscamente, yme miró airada.

—¡Mantenga las manos quietas,señor! —dijo en un susurroescandalizado. ¡Manténgalas quietas!

—Lo siento —dije. Retrocedí unpoco para tranquilizarla. Ella volvió a

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manipular las cartas, y cuando levantóde nuevo la mirada me dirigió unasonrisa como si nada hubiera pasado.

—Mamá —dije despacio. Soy yo.He venido desde Inglaterra. Sientoenormemente no haberlo podido hacerantes. Me doy cuenta de que te hefallado. Terriblemente. He hecho todo loque he podido, pero ya ves: al final todome ha superado. Y me doy cuenta de queya es tarde, irremediablemente tarde.

Debí de echarme a llorar, porque mimadre alzó la vista y se quedómirándome. Y dijo:

—¿Tiene dolor de muelas, señormío? Si es así, será mejor que hable conla hermana Agnes.

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—No, estoy bien. Pero me preguntosi has entendido lo que te estoydiciendo. Soy yo. Christopher.

Mi madre asintió con la cabeza ydijo:

—De nada vale que lo demore,señor mío. La hermana Agnes rellenaráel formulario.

Entonces tuve una idea.—Mamá —dije. Soy Puffin. Puffin.—Puffin… —De pronto se quedó

muy quieta. Puffin…Durante largo rato mi madre no dijo

nada, pero la expresión de su cara habíacambiado por completo. Había alzadode nuevo la mirada, pero sus ojos sehallaban fijos en algún punto por encima

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de mi hombro, y una suave sonrisa learrugaba la cara.

—Puffin —repitió con voz queda,para sí misma; y por espacio de uninstante pareció sumirse en una enterafelicidad. Luego sacudió la cabeza ydijo—: Ese chico. Me preocupa tanto.

—Espera un momento —dije.Espera: supon que ese hijo tuyo, esePuffin… Supon que descubres que hahecho todo lo posible, que ha tratadocon todas sus fuerzas de encontrarte, yque al final no ha podido. Si supieraseso, ¿crees que…, crees que seríascapaz de perdonarle?

Mi madre siguió mirando más alláde mi hombro, pero una expresión de

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perplejidad se había instalado en susemblante.

—¿Perdonar a Puffin? ¿Ha dichousted perdonar a Puffin? ¿Por qué? —Luego volvió a sonreír con expresiónradiante. Ese chico. Dicen que le vabien. Pero una nunca puede estar seguracon él. Oh, ese chico me preocupa tanto.No se hace usted una idea.

—Puede que te parezca tonto —ledije a Jennifer cuando volvimos a hablardel viaje el mes pasado—, pero fue enese momento, cuando dijo eso, cuandolo comprendí. Me refiero a que caí en lacuenta de que jamás había dejado de

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amarme, de que me ha amado siempre alo largo de todos estos años. Lo únicoque quiso en todo este tiempo fue que suhijo tuviera una buena vida. Y todo lodemás, todos mis intentos deencontrarla, y de salvar al mundo de laruina, no habrían hecho variar un ápiceese deseo inquebrantable. Sussentimientos hacia mí estaban allí, enella, y no dependían de nada más.Supongo que no debería parecerme tanextremadamente sorprendente. Pero meha llevado tanto tiempo comprenderlo…

—¿Crees de verdad —me preguntóJennifer— que no tuvo el más mínimobarrunto de quién eras?

—Estoy seguro de que no. Pero

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quería decir lo que decía, y sabía lo queestaba diciendo. Dijo que no había nadaque perdonar, y se sorprendiógenuinamente cuando le sugerí que podíahaberlo. Si hubieras visto su caracuando por primera vez dije ese nombre,tampoco a ti te cabría la menor duda delo que digo. Nunca dejó de amarme;nunca, ni un solo instante.

—Tío Christopher, ¿por qué creesque no les dijiste a las monjas quiéneras realmente?

—No estoy seguro. Parece extraño,lo sé, pero al final no lo hice, eso estodo. Además, no vi razón alguna parasacarla de aquel lugar. Parecía tancontenta, en cierto modo. No

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exactamente feliz. Pero como si el dolorhubiera pasado. No habría estado mejoren una residencia en Inglaterra. Supongoque es algo parecido a lo de la discusiónsobre el país donde debía ser enterrada.Después de su muerte, pensé repatriar sucuerpo para que descansara en su país.Pero cuando lo pensé másdetenidamente, rechacé la idea. Habíavivido toda su vida en el Este, y creoque ella habría preferido quedarse allípara siempre.

Era una gélida mañana de octubre, yJennifer y yo estábamos paseando por unsendero sinuoso de Gloucestershire. Yohabía pasado la noche en un hostalcercano a la casa de huéspedes donde

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ella vivía entonces, y la había ido abuscar poco después del desayuno.Acaso no supe ocultar debidamente latristeza que me producía la modestia desus últimos alojamientos, porque, peseal frío helador, rápidamente insistió enenseñarme las vistas de un cercanocementerio del valle del Windrush.Mientras caminábamos sendero abajo,divisé al fondo la verja de una granja.Pero antes de llegar a ella, Jennifer hizoque dejáramos el sendero para pasar poruna brecha que había en el seto.

—Ven a ver esto, tío Christopher.Nos abrimos paso a través de un

trecho lleno de ortigas, y al pocoestábamos de pie junto a unas rejas.

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Entonces vi los campos que descendíanpor la ladera hasta el valle.

—Una vista maravillosa —dije.—Desde el cementerio se alcanza a

ver aún más lejos. ¿No has pensadoalguna vez mudarte aquí también?Londres, hoy día, está demasiadoatestado de gente.

—Ya no es lo que era, es cierto.Seguimos allí un momento, el uno

junto al otro, contemplando el panorama.—Lo siento —dije. No he venido

mucho por aquí últimamente. Supongoque han pasado ya unos cuantos meses.No sé qué diablos he podido estarhaciendo.

—Oh, no deberías preocuparte tanto

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por mí.—Pero me preocupo. Claro que me

preocupo.—Todo ha pasado ya —dijo

Jennifer. Todo lo del año anterior. Ya novolveré a intentar ninguna tontería comoaquélla. Ya te lo he prometido. Fue unaépoca especialmente mala, eso es todo.Además, nunca pretendí realmentehacerlo. Estoy segura de que aquellaventana se había quedado abierta.

—Pero aún eres una mujer joven,Jenny. Con tantas cosas por delante. Medeprime el que siquiera llegases apensar en algo así.

—¿Una mujer joven? Treinta y unaños. Sin hijos, sin marido. Supongo que

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sí, que aún hay tiempo. Pero tendré quetener la voluntad de pasar por todo denuevo. Me siento tan cansada; a vecespienso que me conformaría con una vidatranquila. Podría trabajar en una tiendaen cualquier parte, ir al cine una vez a lasemana, y no hacer daño a nadie. No haynada malo en una vida así.

—Pero no vas a conformarte coneso. Ésa no es la Jennifer que yoconozco.

Lanzó una pequeña risa.—Pero es que no tienes la menor

idea de cómo es esto… Una mujer de miedad tratando de encontrar un idilio enun lugar como éste. Patronas yhuéspedes cuchicheando acerca de ti

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cada vez que sales de tu cuarto. ¿Qué sesupone que debo hacer? ¿Anunciarme?Eso desataría multitud de habladurías, yno es que a mí fuera a importarme…

—Pero eres una mujer muy atractiva,Jenny. Lo que quiero decir es que,cuando la gente te mira, puede ver tuespíritu, tu bondad, tu delicadeza. Estoyseguro de que va a sucederte algo.

—¿Crees que la gente ve miespíritu? Tío Christopher, eso es sóloporque al mirarme sigues viendo a lapequeña niña que un día conociste.

Me volví y la miré fija, atentamente.—Oh, Dios… Pero si sigue ahí —

dije. Puedo verla. Aún está ahí, debajode todo lo demás, esperando. El mundo

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no te ha cambiado tanto como piensas,querida mía. Se ha limitado a darte algoparecido a un shock, eso es todo. Y, apropósito, déjame decirte que en elmundo hay un buen puñado de hombresdecentes. Te lo haré saber. Tú sólotienes que dejar de hacer todo lo posiblepor evitarlos.

—De acuerdo, tío Christopher.Trataré de hacerlo mejor la próxima vez.Si es que la hay.

Seguimos contemplando el paisaje, yun ligero viento nos rozó la cara. Alfinal dije:

—Tendría que haber hecho más porti, Jenny. Lo siento.

—Pero ¿qué es lo que podrías haber

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hecho? Si mi cabeza tonta estáconvencida de…

—No, me refiero… Me refiero aaños atrás. Cuando te hacías mayor.Tendría que haber estado más contigo.Pero estaba demasiado ocupado tratandode resolver los problemas del mundo.Debería haber hecho mucho más por tide lo que hice. Y lo siento. Al fin lo hedicho. Siempre quise decírtelo.

—¿Cómo puedes disculparte, tíoChristopher? ¿Dónde estaría yo ahora sino llega a ser por ti? Era una huérfana,no tenía a nadie. No debes disculpartenunca. Te lo debo todo.

Me acerqué a la valla y toqué unahúmeda tela de araña suspendida entre

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las rejas. Era tan tenue que se rompió yquedó colgando de mis dedos.

—¡Oh, odio ese tacto! —exclamóJennifer. ¡No puedo soportarlo!

—A mí siempre me ha gustado.Cuando era niño, solía quitarme losguantes para hacer esto.

—Oh, ¿cómo has podido…? —Seechó a reír ruidosamente, y de pronto mefue dado ver a la Jennifer de siempre.¿Y qué me dices de ti, tío Christopher?¿De casarte tú? ¿No piensas nunca enello?

—Demasiado tarde para eso.Definitivamente.

—Oh, no sé… Te las arreglas muybien viviendo solo. Pero tampoco es lo

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óptimo. No, señor. Te hace taciturno.Deberías pensártelo. Siempre estásmencionando a esas damas amigas tuyas.¿No te ha conseguido ninguna de ellas?

—Me tienen para almorzar. Pero nopara mucho más, me temo. —Luegoañadí—: Hubo una mujer una vez. Enaquel tiempo. Pero pasó, como ha idopasando todo. —Solté una risa breve. Sise mira bien, mi gran vocación acabóinterponiéndose en muchas de las cosasde mi vida.

Creo que, en aquel momento, apartéla vista de ella. Sentí que me tocaba elhombro, y cuando me volví hacia ella vique me estaba mirando a la cara conternura.

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—No deberías hablar siempre contanta amargura de tu carrera, tíoChristopher. Yo siempre te he admiradoenormemente por lo que has tratado dehacer.

—Lo intenté, es cierto. Pero a lapostre mis intentos quedaron en muypoco. En fin, ahora todo ha quedadoatrás. Mi mayor ambición en la vida hoydía es mantener a raya mi reumatismo.

Jennifer, de pronto, sonrió y meenlazó suavemente por el brazo.

—Sé lo que vamos a hacer —dijo.Tengo un plan. Lo he decidido.Encontraré un hombre bueno y me casarécon él, y tendré tres, no, cuatro hijos. Yviviremos en algún lugar cercano a éste,

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donde siempre podamos venir hasta aquía contemplar el valle. Y tú podrás dejartu pequeño y viciado apartamento deLondres para venir a vivir con nosotros.Como ninguna de tus damas amigas va aconseguirte, puedes aceptar el puesto detío de mis futuros hijos.

Le devolví la sonrisa.—Parece un buen plan. Aunque no

sé si a tu marido le gustará muchotenerme en su casa todo el tiempo.

—Oh, entonces te habilitaremos unviejo cobertizo o algo parecido.

—Eso suena bastante tentador. Túmantén tu palabra al respecto y yopensaré en ello.

—Si eso es una promesa, será mejor

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que tengas cuidado. Porque yo cumplirélo que estoy diciendo, y tú tendrás quevenir a vivir en tu cobertizo.

Durante el mes pasado, mientrasdeambulaba por esos días grises deLondres, vagando por KensingtonGardens junto a turistas de otoño yoficinistas que salían para el almuerzo, yencontrándome ocasionalmente conalgún viejo conocido con quien a vecesme iba a comer o a tomar el té, amenudo me he sorprendido pensando enla conversación que tuve aquellamañana con Jennifer. No puedo negarque me alegró mucho. Me asisten todas

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las razones para pensar que ha apuradoel oscuro túnel de su vida y al fin haemergido al otro extremo. Lo que de estelado la espera es algo que aún está porver, pero no es una persona en cuyanaturaleza esté aceptar la derrotafácilmente. Y, en efecto, es más queposible que llegue a cumplir el plan queme expuso a grandes rasgos —y medioen broma— mientras contemplábamos elvalle aquella mañana. Y si dentro deunos años las cosas han ido saliendoconforme a sus planes, no existe lamenor duda de que aceptaré susugerencia y me iré a vivir con ella alcampo. Claro que no me apetecedemasiado alojarme en un cobertizo,

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pero siempre podré alquilar una casitano lejos de la suya. Siento muchagratitud hacia Jennifer. Ambosentendemos instintivamente lo que lepreocupa al otro, y son las charlas comola de aquella gélida mañana de octubrelo que a lo largo de los años ha supuestopara mí una delicada fuente de consuelo.

Pero, por otra parte, la vida en elcampo puede resultar demasiadoapacible, y últimamente me he apegadomucho a la vida londinense. Además, decuando en cuando aún se me acercangentes que me recuerdan de los tiemposde antes de la guerra y desean consejosobre tal o cual asunto. La semanapasada, sin ir más lejos, cuando fui a

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cenar con los Osbourne, me presentarona una dama que enseguida me cogió lamano y exclamó:

—¿Quiere decir que es ustedChristopher Banks? ¿Christopher Banksel detective?

Resultó que la dama en cuestiónhabía vivido gran parte de su vida enSingapur, donde había llegado a ser«íntima amiga» de Sarah.

—Solía hablar de usted todo eltiempo —me dijo. La verdad es que meparece que le conozco de hace tiempo.

Los Osbourne habían invitado avarias personas, pero cuando nossentaron para la cena vi que tenía allado a la dama que instantes antes me

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había hablado de Sarah, einevitablemente la conversación volvióa tomar los mismos derroteros.

—Era usted un gran amigo de ella,¿verdad? —me estaba diciendo en aquelmomento. Ella siempre hablaba de ustedcon tanta admiración.

—Fuimos buenos amigos, es cierto.Por supuesto, nos perdimos el rastrocuando se fue a vivir a otros lugares delLejano Oriente.

—A menudo hablaba de usted.Contaba tantas historias del famosodetective. Nos divertía mucho con ellascuando nos aburríamos de jugar albridge. Siempre dijo maravillas deusted, señor Banks.

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—Me emociona pensar que merecordaba tan bien. Como le digo,perdimos el contacto, aunque recibí unacarta de ella una vez, como dos añosdespués de la guerra. Hasta entonces notuve la menor idea de cómo habíapasado ella la contienda. Quitabaimportancia a su internamiento, peroseguro que no fue ninguna broma.

—Oh, seguro que no lo fue enabsoluto. Mi marido y yo podíamoshaber corrido perfectamente la mismasuerte. Nos las arreglamos para salirpara Australia justo a tiempo. PeroSarah y M. de Villefort siempreconfiaron mucho en el destino. Eran eltipo de pareja que salía por la noche sin

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ningún plan preconcebido, felices de vercómo se topaban con unos y otros. Unaactitud encantadora la mayoría de lasveces, pero no cuando los japonesesestán ante tu puerta. ¿También lo conocíaa él?

—Nunca tuve el placer de conoceral conde. Tengo entendido que volvió aEuropa después de la muerte de Sarah,pero nuestros caminos nuncacoincidieron.

—Oh, por la forma de hablar deSarah yo pensaba que era usted un buenamigo de los dos.

—No. En realidad sólo conocí aSarah durante una época temprana de suvida. Le pido disculpas si no se

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encuentra en situación de responderme alo que voy a preguntarle, pero ¿leparecieron a usted una pareja feliz, ellay el conde francés?

—¿Una pareja feliz? —Miinterlocutora se quedó pensativa unosinstantes. Uno nunca puede estar seguroal ciento por ciento, por supuesto; pero,con toda sinceridad, me resultaría difícilpensar lo contrario. Parecíanabsolutamente dedicados el uno al otro.Nunca tenían demasiado dinero, así queno podían actuar con la despreocupacióny desenvoltura que les habría apetecido.Pero el conde siempre parecía tan, nosé…, tan romántico. Usted se ríe, señorBanks, pero es exactamente la palabra

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que lo define. Se sintió tan desolado porla muerte de su amada. Fue elconfinamiento lo que la mató, no lequepa duda. Como en el caso de muchosotros, jamás recuperó por completo lasalud. La echo mucho de menos. Era unacompañera tan adorable…

Desde mi conversación con estadama, la semana pasada, he sacado yleído varias veces la carta de Sarah —laúnica que recibí de ella desde que nosseparamos en Shanghai hace tantos años.Está fechada el 18 de mayo de 1947, yfue escrita en una especie de reducto demontaña en Malaya. Quizás yo tenía laesperanza de que, tras mi conversacióncon su amiga, tal vez sería capaz de

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descubrir en aquellas formales,agradables y casi anodinas líneas algunadimensión o clave que me hubierapasado inadvertida hasta el momento,Pero de hecho la carta sigue sin reseñargran cosa sobre su situación, salvo en loreferente a los detalles escuetos de suvida desde que se marchó de Shanghai.Habla de Macao, de Hong Kong, deSingapur, y los describe como lugares«deliciosos», «pintorescos»,«fascinantes». Menciona a sucompañero francés varias veces, perosiempre de pasada, como si yo supieraya todo lo que había que saber acerca deél. Hay una mención comodespreocupada de su confinamiento bajo

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los japoneses, y afirma que susproblemas de salud le resultan «un tantoengorrosos». Me pregunta por mi de unmodo cortés, y se refiere a su vida en elSingapur liberado como «una existenciabastante decente a la que una debeamoldarse». Es el tipo de misiva queuno escribe una tarde en una tierraextraña, movido por un impulsomomentáneo, a un amigo vagamenterecordado. Sólo una vez, hacia el final,sus palabras adquieren el tono deintimidad que hubo entre nosotros undía:

«No me importa decirte, mi muyquerido Christopher», escribe, «que ensu día me sentí decepcionada (por

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emplear un término suave) por cómoacabaron sucediendo las cosas entrenosotros. Pero no te preocupes. Hacemucho tiempo que he dejado de estarmolesta contigo. ¿Cómo podría estarlocuando el destino, finalmente, dispusoser tan generoso y benéfico conmigo?Además, hoy creo que, en lo que a ticoncierne, tu decisión de no venirconmigo aquel día fue la única correcta.Siempre tuviste el sentimiento íntimo deque tenías una misión que cumplir, y meatrevo a afirmar que jamás habríaspodido ofrecer tu corazón a nadie ni anada hasta que hubieras logrado llevarlaa cabo. Tengo la esperanza de que al finhayas dejado atrás todas esas tareas

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ineludibles, y de que también tú hayaspodido encontrar esa felicidad ycompañía que yo ahora he llegado atener casi sin darme cuenta de mi buenaestrella».

Hay algo en esta parte de la carta —y en especial en estas últimas líneas—que nunca me ha sonado a verdad cabal.Algunos sutiles «tonos», constantes entoda la carta —y, ciertamente, el actomismo de escribirme en ese precisoinstante de su vida—, se compadecenmal con su mención de unos días llenosde «felicidad y compañía». ¿Fue unavida con un conde francés lo querealmente había querido encontrarcuando aquel día salió para el

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embarcadero de Shanghai? Lo dudo. Miimpresión es que piensa tanto en símisma como en mí cuando habla de unsentido de misión y de lo vano queresulta intentar escapar a ella. Acasohay quienes son capaces de vivir su vidalibres de tales inquietudes. Pero paraquienes no somos capaces de hacerlo,nuestro destino es encarar el mundocomo huérfanos, huérfanos que a lolargo de los años persiguen las sombrasde sus desaparecidos padres. En talcaso, nada puede hacerse salvo tratar dellevar nuestra misión hasta su enterocumplimiento, como mejor podamos,pues si no lo hacemos jamás nos podráser dado el sosiego.

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No desearía parecer en modo algunopagado de mí mismo, pero al pensar enmis días aquí en Londres creo que soycapaz de detectar en mí cierto contento.Disfruto de mis paseos por los parques,visito las galerías de arte, yúltimamente, y cada día más, he dado enel necio orgullo de visitar la Sala deLectura del Museo Británico para hojearviejas reseñas de periódicos que dancuenta de mis casos. Esta ciudad, en fin,ha llegado a ser mi hogar, y no meimportaría tener que seguir viviendo enella el resto de mis días. Sin embargo,hay veces en que una suerte de vacíollena mis horas, y creo que voy a seguirpensando seriamente en la invitación de

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Jennifer.

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KAZUO ISHIGURO. Escritor britániconacido el 8 de noviembre de 1954 enNagasaki, Japón. Su familia se trasladóa Inglaterra (su padre, oceanógrafo deprofesión, empezó a trabajar enplataformas petrolíferas del Mar delNorte) cuando él tenía seis años, siendociudadano británico a todos los efectos.

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Se graduó por la Universidad de Kent en1978, haciendo después un posgrado deLiteratura Creativa en la Universidad deEast Anglia.

Aunque varias de sus novelas estánambientadas en el pasado, como porejemplo An Artist of the Floating World(Un artista del mundo flotante, 1986),en donde la acción se sitúa en su ciudadnatal en los años posteriores albombardeo atómico de la misma de1945, ha cobrado relevancia comoescritor de ciencia ficción. En Never LetMe Go (Nunca me abandones, 2005) lahistoria transcurre en un mundoalternativo, similar pero distinto, al

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nuestro, durante la postrimería de losaños 90 del siglo XX.

Sus novelas están escritas en primerapersona y los narradores con frecuenciamuestran el fracaso humano. La técnicade Ishiguro permite que estos personajesrevelen sus imperfecciones de maneraimplícita a lo largo de la narración,creando así un patetismo que permite allector observar los defectos delnarrador al mismo tiempo que simpatizacon él.

Kazuo Ishiguro ha sido merecedor denumerosos premios, entre los que hayque mencionar el premio Booker de1989 por The Remains of the Day (Los

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restos del día, 1989), aunque ha estadonominado a dicho premio en otras variasocasiones, así como la Orden de lasArtes y las Letras por parte delMinisterio de Cultura de la RepúblicaFrancesa.

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Notas

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[1] Niñera china. (N. del T.). <<

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[2] Avefría. (N. del T.). <<