Jaggar a ética feminista sem5

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Carme Castells (Compiladora) Perspectivas feministas en teoría política PAIDOS ESTADO Y SOCIEDAD

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Carme Castells (Compiladora) Perspectivas feministas en teoría política PAIDOS ESTADO Y SOCIEDAD

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Capítulo 7

ÉTICA FEMINISTA: ALGUNOS TEMAS PARA LOS AÑOS NOVENTA'

Alison M. Jaggar

Las aproximaciones feministas a la ética se caracterizan por su compromiso explícito por repensar la

ética con el objeto de corregir cualquier forma de sesgo masculino que ésta pueda comportar.1 La ética feminista, por usar el nom bre que suele aplicarse de forma colectiva a dichas aproximaciones, quiere identificar y desafiar todas las formas en que la ética occidental ha excluido a las mujeres o ha racionalizado su subordinación, las explícitas y también –más a menudo y de forma más perniciosa- las encubiertas. Su objetivo es ofrecer una guía práctica para la acción y también una comprensión teórica de la naturaleza de la moralidad que no subordine, de forma visible o encubierta, los intereses de ninguna mujer o grupo de mujeres a los intereses de cualquier otro individuo o grupo.

Si bien quienes practican la ética feminista están unidas por un proyecto compartido, difieren ampliamente en sus opiniones respecto de la forma en que puede realizarse dicho proyecto. Las divergencias tienen que ver con una variedad de diferencias filosóficas, entre las que hay que incluir concepciones diferentes del propio feminismo, un concepto perennemente contestado. La inevitabilidad de tales desacuerdos significa que la ética feminista no puede identificarse en términos de una gama específica de temas, métodos u ortodoxias. Por ejemplo, es un error, al que sin embargo algunas feministas han sucumbido ocasionalmente, identificar ética feminista con algunas de las posturas siguientes: poner en primer lugar los intereses de las mujeres; centrarse exclusivamente en los denominados temas de mujeres; aceptar a las mujeres (o a las feministas) como autoridades o expertos morales; sustituir los valores del «macho» (o «masculinos») por los valores de la "hembra), (o «femeninos»); o bien extrapolar directamente a partir de la experiencia de las mujeres.

Aunque mi caracterización inicial de la ética feminista es bastante vaga, sugiere ciertas condiciones

mínimas de adecuación para cualquier aproximación a la ética que pretenda considerarse feminista. Concretamente, esas condiciones, son las siguientes:

1. Dentro del actual contexto social) en el que las mujeres siguen estando sistemáticamente

subordinadas, una aproximación feminista a la ética debe ofrecer una guía para la acción que tienda a subvertir y no a reforzar dicha subordinación. Por tanto, dicha aproximación debe ser práctica, no utópica y transicional, y por ello, una extensión de la política y no un abandono de la misma. Debe ser sensible, por ejemplo, a los significados simbólicos así como a las consecuencias prácticas de cualquIer acción que tomemos en tanto que sujetos condicionados por el género en una sociedad dominada por el macho, y debe también proporcionar recursos conceptuales para identificar y evaluar las variedades de resistencia y de lucha en que las mujeres, en particular, han sólido comprometerse, Debe reconocer las formas a menudo desconocidas en que las mujeres y otros miembros de subclases se han negado a cooperar y se han opuesto a la dominación, admitiendo a la vez la inevitabilidad de colusión y la imposibilidad de conservar las manos totalmente limpias (Ringelheim, 1985; King, 1989).

2. Habida cuenta de que gran parte de la lucha de las mujeres se ha produci do en la cocina y en el

dormitorio, así como en la Cámara parlamentaria y en el suelo de las fábricas, una segunda exigencia de una ética feminista es que esté equipada para habérselas con cuestiones morales en los denominados ámbitos público y privado. Debe ser capaz de servir de guía para temas relativos a las relaciones íntimas, como el afecto y la sexualidad, que, al menos hasta hace bien poco, han sido mayoritariamente ignorados por la moderna teoría moral. Al hacerla, no puede dar por supuesto que conceptos morales desarrollados

1 Muchas de las ideas presentes en este artículo se han desarrollado en el curso de dilatadas discusiones con Marcia Lind. El texto se ha beneficiado enormemente de su insistente cuestionamiento y de sus valiosas respuestas a los primeros borradores. Pamela Grath también ha realizado comentarios útiles.

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originariamente para aplicarse a la esfera pública, conceptos como imparcialidad o explotación, sean automáticamente aplicables a la esfera privada. Y a la inversa, una aproximación a la ética idónea para el feminismo debe servir también de guía para la acción en la esfera pública, para ocuparse de gran número de personas, incluyendo personas extranjeras.

3. Finalmente, la ética feminista debe tomarse en serio la experiencia moral de todas las mujeres, aunque

no, obviamente, de forma acrítica. Si bien lo feminista diferirá a menudo en gran manera de lo femenino, se requiere un respeto básico por la experiencia moral de las mujeres para conocer las capacidades de las mujeres como moralistas y para contrarrestar los estereotipos tradicionales que niegan a las mujeres la categoría de agente moral pleno, considerándolas agentes infantiles o «naturales». Además, como han señalado Okin (1987) y otras autoras, las afirmaciones empíricas acerca de las diferencias en la experiencia moral de mujeres y hombres imposibilitan asumir que cualquier aproximación a la ética pueda ser aceptada unánimemente si no está en condiciones de consultar la experiencia moral femenina. Adicionalmente, parece plausible suponer que la experiencia social distintiva de las mujeres puede hacerlas especialmente perspicaces en relación a las implicaciones de la dominación, sobre todo la dominación de género, así como especialmente bien dotadas para detectar el sesgo machista que penetra -de acuerdo con diversas demostraciones - gran parte de la teoría moral occidental elaborada por hombres.

Aparentemente, al menos, estas condiciones de adecuación para la ética feminista pueden considerarse

mínimas, si bien estoy convencida de que satisfacerlas tendría consecuencias radicales para la ética. Creo que muchas filósofas feministas, y quizás incluso muchas no feministas,2 probablemente no tendrían nada que objetar al tono general de esas condiciones, aunque inevitablemente habrá serios desacuerdos sobre cuándo se han satisfecho o no dichas condiciones. Incluso las feministas es probable que difieran, por ejemplo, acerca de cuales son los intereses de las mujeres y cuándo han sido dejados de lado, que signi fica resistencia a la dominación y qué aspectos de la experiencia moral de las mujeres son dignos de desarrollarse y en qué direcciones.

A continuación me ocuparé de algunas de las diferencias que han surgido en las discusiones feministas

de cinco cuestiones éticas y metaéticas. Naturalmente, estas cinco cuestiones no agotan la totalidad de temas polémicos presentes en la ética feminista; antes al contrario, no en vano el dominio de la ética feminista es idéntico al de la ética no feminista, o lo que es lo mismo, coincide con todo el dominio de la moralidad y de la teoría moral. He seleccionado estos cinco temas porque creo que son especialmente urgentes en el contexto del debate filosófico contemporáneo y, también, porque a mí me parecen especialmente interesantes. Como bien pronto se verá, los temas elegidos no son independientes entre sí, están unidos al menos por la preocupación recurrente por las cuestiones de universalidad y particularidad. No obstante, separaré cada uno de los temas en provecho de la exposición.

1. IGUALDAD Y DIFERENCIA

La intuición central del feminismo contemporáneo ha sido sin duda alguna el reconocimiento del género como un sistema de nor mas sociales, a veces contradictorio pero siempre presente, que regula la actividad de los individuos según su sexo biológico. De esta forma se espera que los individuos de sexo masculino se conformen de acuerdo a las normas de masculinidad dominantes, mientras que se espera que los individuos femeninos se conformen según las norm as dominantes de feminidad. Shulamith Firestone encabezó en 1970 su clásico The Dialectic of Sex con estas palabras, «la clase sexual es tan profunda como invisible», y, durante la primera décad a del movimiento de mujeres contemporáneo, las feministas se dedicaron a hacer que el género o «clase sexual» resultara visible; y también a explorar (y denunciar) la profundidad y extensión y de: la regulación en función del género presente en la vida de cada individuo. Se ha mostrado que normas basadas en el género no sólo influyen en la forma de vestir, en el trabajo y en la sexualidad, sino también en el comportamiento corporal, en las pautas lingüísticas, los hábitos alimenticios y en el desarrollo intelectual, emocional, moral e incluso en el desarrollo físico, por lo general en formas que -práctica y/o simbólicamente- han reforzado la dominación de los hombres sobre las mujeres.

La distinción conceptual entre sexo y género permite a las feministas articular una serie de ideas 2 Por «no feministas» aludo a filósofos que no explicitan sus preocupaciones feministas en su trabajo filosófico; dio no presupone que tales filósofas no demuestren su preocupación feminista de otras formas.

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importantes, entre las que se cuentan el reconocimiento de que la aceptación superficialmente no discriminatoria de mujeres excepcionales (es decir, «masculinas»), no sólo es compatible sino que en realidad presupone una devaluación de lo «femenino». La distinción sexo/género permite también a las feministas separar la reflexión crítica sobre las normas culturales de la masculinidad del antagonismo hacia los hombres reales (Plumwood, 1989).

Pese a lo útil que el concepto de género ha resultado al feminismo, la reflexión feminista mas reciente ha

mostrado que ni es tan simple ni tan carente de problemas como pareció cuando las feministas lo elaboraron inicialmente. Algunas feministas han desafiado la distinción inicialmente nítida entre sexo y género, observando que, así como las diferencias de sexo han influido (aunque sin determinar de forma ineluctable) en el desarrollo de normas de género, de igual forma convenciones y acuerdos en función del género pueden haber influido en la evolución biológica de ciertas características sexuales secundarias (' incluso en los criterios definitorios del sexo, incluyendo la procreación (Taggar, 1983). Otras feministas han desafiado la distinción entre género y otras categorías sociales como la raza y la clase. Aceptando que las afirmaciones feministas acerca de las «mujeres» a menudo han generalizado de forma ilícita la experiencia de un grupo relativamente pequeño de mujeres blancas de clase media, en los últimos diez años las feministas han subrayado que el género es una variable y no una constante, puesto que las norm as de género varían no sólo ent re las culturas sino también dentro de ellas en función de dimensiones como la clase, la raza, la edad, el estado civil o matrimonial, la preferencia sexual, etcétera. Además, puesto que cada mujer es una mujer de una edad, raza, clase y estado civil o matrimonial determinado, el género no es una variable independiente, Dicho de otra forma, no existe un concepto de género puro o abstracto que se pueda aislar teóricamente y estudiar independientemente de la clase, la raza, la edad o el estado civil (Spelman, 1989). Ni tampoco, obviamente, pueden entenderse esas otras categorías sociales independientemente del género.

Esta comprensión crecientemente sofisticada de la noción de género ha complicado las discusiones

feministas acerca de muchas cuestiones morales y sociales. Una de ellas es justamente la de la igualdad sexual. A principios del movimiento de mujeres contemporáneo, a finales de la década de los años sesenta, la igualdad sexual parecía una cuestión sencilla. Se había reemplazado la preferencia feminista del siglo diecinueve por «esferas separadas» para hombres y mujeres (Freedman, 1979) por la exigencia de idénticos derechos legales para hom bres y mujeres o, por usar la denominación que se popularizó, por la exigencia de igualdad ante la ley. A finales de los años sesenta, la mayoría de las feministas estadounidenses habían llegado a creer que el sistema legal sería sexualmente ciego, que no diferenciaría en modo alguno entre hombres y mujeres. Esta creencia se expresó en la lucha en pro de una enmienda favorable a la igualdad de derechos (Equal Rights Amendment) a introducir en la Constitución estadounidense, una enmienda que, una vez aceptada, haría ley o norma basada específicamente en el sexo.

A finales de los años setenta y principios de los años ochenta a estar claro que el objetivo asimilacionista

de estricta igualdad ante la ley no beneficiaba a las mujeres, al menos a corto plazo. Un ejemplo notable de ellos fue el de los acuerdos de divorcio «sin culpables» o por mutuo consentimiento, que dividían la propiedad familiar en términos de igualdad entre marido y esposa, pero que invariablemente dejaban a las esposas en situación económica bastante peor que la de sus maridos. Un estudio mostró, por ejemplo, que el nivel de vida de los ex maridos se había incrementado en un cuarenta y dos por ciento (Weitzan, 1985). Esta notoria discrepancia en el resultado ocasionado por el divorcio se debía a una variedad de factores, entre los cuales se cuenta el hecho de que las mujeres y los hombres están situados de forma bien diferente en el mercado de trabajo, donde las mujeres suelen tener cualificaciones profesionales bastante inferiores y menor experiencia laboral. En este tipo de situaciones, la igualdad (construida como identidad) en el tratamiento de los sexos parecía provocar un resultado que incrementaba la desigualdad sexual.

La alternativa obvia de buscar la igualdad proporcionando a las mujeres protección legal especial

continúa, sin embargo, estando cargada de peligros para las mujeres, como lo estaba ya en épocas muy anteriores del siglo, cuando la existencia de una legislación protectora sirvió de excusa para excluir a las mujeres de muchas de las ocupaciones más prestigiosas y mejor pagadas (Williams 1984-1985). Por ejemplo prescribir permisos especiales de trabajo a causa del embarazo o el nacimiento alienta la percepción de que las mujeres son trabajadores menos fiables que los hombres; admitir la existencia del «síndrome premenstrual» o de la depresión posparto como condiciones inhabilitadoras periódicas alienta la percepción de que las mujeres son menos responsables que los hombres; los intentos de proteger la sexualidad de la mujer mediante una legislación que restrinja la pornografía o excluya a las mujeres de trabajar en instituciones masculinas como las prisiones, perpetúa el peligroso estereotipo de que las mujeres

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son por naturaleza la presa sexual de los varones. Este mito cultural sirve de legitimación implícita de la prostitución, el acoso sexual y la violación de las mujeres, puesto que implica que tales actividades son de alguna manera naturales. En todos estos casos, los intentos de lograr la igualdad entre los sexos respondiendo a las diferencias existentes en lugar de reducirlas, incluso las diferencias que se acepta que originariamente son más sociales que biológicas.

Además, una concepción de la igualdad «sensible al sexo», la opuesta a la concepción «ciega a la

diferencia sexual», ignora las diferencias entre mujeres, separando a todas las mujeres en una única categoría homogénea y penalizando, posiblemente, a un grupo de ellas, al obligarlas a aceptar una protección que otro grupo quizás sí necesite de verdad.

Antes o después, la mayoría de los intentos feministas de formular una concepción adecuada de la igualdad sexual tropiezan con el hecho de que el patrón medio de las discusiones sobre la igualdad ha sido generalmente un patrón masculino. Por decirlo con las inimitables palabras de Catharine MacKinnon:

La fisiología de los hombres define muchos deportes, sus necesidades definen la cobertura de los

seguros personales y sanitarios, sus biografías socialmente diseñadas definen las expectativas de los lugares de trabajo y las pautas de una carrera exitosa, sus perspectivas y preocupaciones definen la calidad académica, sus experiencias y obsesiones definen lo que se entiende por mérito, su forma de objetivar la vida define el arte, su servicio militar define la ciudadanía, su presencia define la familia, su incapacidad de permanecer junto a otras personas -sus guerras y sus gobiernos - definen la historia, su imagen define la divinidad, y sus genitales definen el sexo (MacKinnon, 1987: 36).

No es de extrañar que una vez se acepta esto, algunas teóricas feministas hayan dejado de debatir los

pros y contras de lo que MacKinnon llama el patrón «único» frente al «patrón doble» y hayan empezado a especular acerca de los tipos de transformaciones sociales de largo alcance que harían «menos costosas» las diferencias sexuales (Littleton, 1986). En discusiones que han elaborado nociones como «la igualdad entendida como aceptación», las feministas parecen haberse desplazado a una construcción más radical de la igualdad concebida como semejanza de resultado individual, igualdad de condición o efecto, una concepción bastante reñida con la comprensión liberal tradicional de la igualdad como igualdad de procedimiento o de oportunidad.3

Mientras algunas feministas pugnan por formular una concepción de la igualdad sexual que resulte

adecuada para el feminismo, otras han sugerido que se trata de una empresa imposible. Para éstas, la igualdad es parte integral de «una ética de la justicia» que es característicamente masculina en la medida que oscurece la diferencia humana abstrayéndola de la particularidad y singularidad de personas concretas en situaciones específicas y que intenta resolver los intereses .conflictivos aplicando un poder abstracto, en lugar de responder directamente a las necesidades que se perciben inmediatamente. Tales feministas sugieren que un discurso de la responsabilidad (Finley, 1986) o del cuidado (Krieger, 1987) puede ofrecer un modelo más apropiado para la ética feminista, inclus o para una jurisprudencia feminista. Ambas sugerencias deben trabajarse de forma más detallada.

El enmarañado debate sobre la igualdad y la diferencia proporciona un excelente ejemplo de un rasgo

característico de la ética feminista contemporánea, su insistencia en que el género a menudo, si no invariablemente, constituye una diferencia entre individuos moralmente relevante. Habida cuenta de esa insistencia, el punto de partida de buena parte de la ética feminista puede di ferir del de la moderna teoría moral; en lugar de asumir que todos los individuos deberían ser tratados por igual hasta que puedan identificarse fundamentos moralmente relevantes para una diferencia en el tratamiento, las teorías feministas pueden cambiar la carga tradicional de la prueba moral asumiendo, hasta que las cosas se vean de otra forma, que los hombres y mujeres actuales raramente están «situados de forma semejante». Esto nos lleva a una cuestión relacionada e igualmente crucial para la ética feminista en los años noventa, a saber, cómo caracterizan evaluar la imparcialidad.

3 Las feministas que han tendido en esta dirección parecen seguir un camino paralelo al de Marx, en su Crítica del Programa de Gotha, hacia una sociedad en que se abandona el acento en la igualdad de derechos, puesto que las diferencias entre los individuos terminan provocando desigualdades en los resultados, y donde el principio de organización social es «Cada uno según sus capacidades, a cada uno según sus necesidades».

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2. LA IMPARCIALIDAD

En la moderna tradición occidental, la imparcialidad ha solido considerarse un valor fundamental, quizás

incluso una característica definitoria de la moralidad, que distingue la verdadera moralidad del tribalismo (Baier, 1958), Se dice que la imparcialidad exige sopesar por igual los intereses de cada individuo, permitiendo la diferenciación sólo sobre la base de diferencias que muestren ser moralmente relevantes. La imparcialidad, por tanto, se vincula conceptualmente a la igualdad y también a la racionalidad y la objetividad, hasta el punto de que a menudo se ha definido el sesgo o el prejuicio como la ausencia de imparcialidad.

En los últimos años, la preeminencia que tradicionalmente se había conferido a la imparcialidad ha sido

desafiada por filosófos/as feministas y no fumistas. Los y las filósofos no feministas han sostenido que insistir en la imparcialidad desatiende nuestras identidades particulares, constituidas por referencia nuestros proyectos particulares y a nuestras relaciones no escogidas con las demás personas; además, han sostenido también, sustituye «variables» abstractas por agentes y pacientes humanos reales. Williams (1973, 1981) ha afirmado, por ejemplo, que la exigencia de imparcialidad puede socavar nuestra integridad personal al poder exigirnos que abandonemos proyectos centrales para nuestra identidad; el propio Bernard Williams ha sugerido también que actuar en función del deber puede a veces ser menos valioso que actuar como respuesta emocional a un otro específico. MacIntyre (1981) y Sommers (1986) han afirmado que la imparcialidad es incapaz de respetar la tradición, las expectativas basadas en la costumbre y las cargas no escogidas, y también puede exigir una conducta sea moralmente repugnante.

Aunque muchas feministas comparten sin duda alguna varias de las intuiciones morales que han

motivado las críticas no feministas de la imparcialidad, no sucede probablemente lo mismo con otras de esas intuiciones, Resulta por ejemplo inverosímil suponer que muchas feministas coincidieran con el aplauso de Williams al abandono de la familia por parte de Gauguin para llevar a cabo su vocación artística, o que estuvieran de acuerdo con Sommers en su aceptación acrítica de las afirmaciones de la moralidad basada en los costumbres en asuntos tales como las responsabilidades de las mujeres. Las críticas feministas de la imparcialidad tienden a ser, por el contrario, menos individualistas y menos convencionales. Por otro lado; se trata de críticas de naturaleza bastante variada.

Nell Noddings (1984) constituye una de las oponentes más extremas de la imparcialidad y su trabajo ha

influido en numerosas feministas, pese a que el subtítulo de su libro deja claro que ella considera que está elaborando una aproximación más femenina que feminista a la ética. Noddings considera la emoción del cuidado y la atención la base natural de la moralidad, una opinión que requeriría imparcialidad para expresarse en forma de cuidado universal. Noddings afirma, sin embargo, que sólo somos psicológicamente capaces de cuidar a otros concretos con los que tengamos relaciones reales, es decir, relaciones que puedan «completarse» por d conocimiento de nuestro cuidado por parte de! destinatario. La autora concluye que las pretensiones de cuidar de la humanidad en general no sólo son hipócritas sino condenadas al autofracaso, al socavar el cuidado genuino de aquellas personas con las que tenemos una relación real. Los argumentos de Noddings, de ser válidos, se aplicarían obviamente de manera indiferente al cuidado y atención ejercido bien por hombres bien por mujeres, y, por consiguiente, e! interés distintivamente feminista de la obra de Noddings residiría únicamente en su afirmación, obviamente discutible, de que las mujeres están «mejor equipadas que los hombres para prestar cuidado y atención» (pág, 97), por lo que, por ende, es menos pro bable que sean imparciales, Como ya hemos señalado anteriormente, sin embargo, la ética feminista no está obligada a reproducir la práctica moral ni siquiera de la mayoría de las mujeres y por ello las teóricas de la moral feministas (y también los y las no feministas) necesitan evaluar críticamente todas las argumentaciones de Noddings en contra de la imparcialidad, independientemente de que sus afirmaciones acerca de la moralidad «femenina» puedan confirmarse o no empíricamente.

Una crítica diferente de la imparcialidad es la que han hecho aquellas filósofas feministas que sostienen

que, si bien la imparcialidad está históricamente asociada con el individualismo, erosiona, paradójicamente, el respeto por la individualidad al tratar a los individuos como moralmente intercambiables (Code, 1988; Sherwin, 1987). Muchas feministas, aunque ciertamente no todas, afirman que las mujeres es menos probable que cometan ese supuesto error moral, habida cuenta de que es mayor la probabilidad de que aprecien las características especiales de los individuos particulares; de nuevo, sin embargo, las estimaciones feministas de la solidez o no de las argumentaciones de Code y Sherwin Jan de ser

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independientes de la afirmación empírica en sÍ. Finalmente, he de señalar que al menos una feminista ha ampliado la afirmación de que las mujeres

necesitan protección especial legislativa, hasta el punto de recomendar que la ética feminista promueva un doble patrón de moralidad, limitando las comunidades morales en virtud del género o quizás de la solidaridad de género. Susan Sherwin ha escrito que las feministas sienten especial responsabilidad por reducir el sufrimiento de las mujeres en particular; así «aceptando la relevancia de las diferencias entre personas como base para una diferencia en simpatía y preocupación, el feminismo niega la legitimación de una premisa central de las morales tradicionales, a saber, que todas las personas deberían ser consideradas como moralmente equivalente a nosotros/as» (Sherwin, 1987: 26; véase también Fisk, 1980, Fraser, 1986 y Hoagland, 1989). Sin embargo, puesto que las mujeres e incluso las feministas no constituyen grupos homogéneos, como ya hemos visto, este tipo de razonamiento parece transformar el sugerido doble patrón en la dirección de un patrón moral múltiple, que los/as teóricos de la Ilustración bien podrían interpretar como el abandono total de la imparcialidad y por tanto de la propia moralidad.

Por consiguiente, parece que contamos con una variedad de respuestas a las críticas precedentes de la

imparcialidad. Una primera alternativa es sostener que las críticas son injustificadas, que están basadas en interpretaciones equívocas, en mala comprensión, que son, en suma, una caricatura de la posición en pro de la imparcialidad (Herman, 1983; Adler, 1990). Si se pudiera sostener tal res puesta, sería posible mostrar que no existe un conflicto real entre el imparcialismo «masculino» y el particularismo «femenino», entre la justicia «masculina» y el cuidado «femenino», Una segunda alternativa es hincarle el diente a la confrontación moral directa, proporcionar argumentos para desafi ar las intuiciones de quines critican la imparcialidad por exigir cursos de acción que son moralmente repugnantes o políticamente peligrosos. Puede haber, sin embargo, una tercera alternativa, reconcebir el concepto de imparcialidad y las consideraciones idóneas para determinar nuestras responsabilidades respecto de los diversos individuos y grupos. La ética feminista debe encontrar una forma de elegir entre esas opciones y de evaluar el lugar apropiado de la imparcialidad en la ética de los años noventa

3. SUBJETIVIDAD MORAL

Vinculadas a las cuestiones anterior es acerca de la imparcialidad encontramos también cuestiones acerca de cómo deben conceptualizarse los individuos, los sujetos de la teoría moral. Autores feministas y no feministas parecen coincidir en la crítica del modelo neocartesiano de yo moral, un ser descarnado, separado, autónomo, unificado y racional, esencialmente similar a todos los otros yos morales. Marx desafió el ahistoricismo de este modelo; Freud desafió sus afirmaciones de racionalidad; los comunitaristas contemporáneos, como Sandel y Mac Intyre, desafían la asunción de que los individuos no tienen «obstáculos o cargas externas», afirmando por el contrario que todos somos miembros de comunidades de las que somos capaces de distanciarnos hasta cierto punto pero que, sin embargo, son profundamente constitutivas de nuestras identidades; los posmodernos, por su parte, han desconstruido el modelo para revelar la presencia de identidades fracturadas y no unitarias.

El sesgo de género que supuestamente contamina todas y cada de las tradiciones recién mencionadas

significa que las feministas no pueden apropiarse acríticamente de las críticas existentes al yo moral neocartesiano. No obstante, al desarrollar sus propios desafíos a este modelo de yo, las teóricas feministas a menudo han establecido un paralelo y/o partido de algunos trabajos no feministas. Por ejemplo, las investigaciones feministas sobre la imposición social del género se han basado en la teoría neofreudiana de las relaciones cosificadas o de objeto para demostrar cómo este rasgo central de nuestra identidad es algo socialmente construido, no algo dado (véase, por ejemplo, Chodorow, 1978). Las acusaciones de Code y Sherwin, previamente mencion adas, de que la moderna teoría moral sólo reconoce a los individuos como variables abstractas, representativas de tipos sociales, tiene reminiscencias de discusiones comunitaristas sobre el yo y las diversas cargas y obstáculos en él presentes. También pueden encontrarse otras conexiones con el comunitarismo, así como con la fenomenología y el marxismo, en el creciente interés filosófico presente entre las feministas en la personificación y en la forma en que éste ayuda a constituir nuestra identidad (véase por ejemplo Spelman, 1982; Young, 1990). Todas estas teóricas ofrecen fundamentos inequívocamente feministas para enfrentarse al universalismo, esencialismo y ahistoricidad del modelo cartesiano y para volver a centrarse en la necesidad de aceptar la particularidad y la diferencia en la conceptualización del yo.

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Otras críticas feministas del sujeto neocartesiano se concentran en el moderno y común constructo de la

racionalidad entendida como egoísmo, que «omite el hecho de que millones de personas (muchas de ellas mujeres) han gastado millones de horas durante centenares de años dando lo mejor de sí mismas por millones de otras personas» (Miller, 1976). Otras han desafiado la habitual asunción moderna, explícita por ejemplo en la teoría utilitarista de la preferencia revelada, según la cual los deseos y necesidades expresados o incluso sentidos pued en considerarse como valores nominales, como algo dado en la teoría moral, señalando a su vez la necesidad de que la ética feminista ofrezca un análisis y descripción de la construcción social del deseo y sugiera una forma de conceptualizar la distinción entre lo que la tradición marxista ha denominado necesidades «auténticas» y necesidades «falsas» (Jaggar, 1983). Las exploraciones feministas del poder de la ideología sobre el inconsciente y la revelación de la existencia de conflictos en el yo han cuestionado la asunción cartesiana de la unidad del yo, así como la asunción de que el yo es esencialmente racional (Grimshaw, 1988). Finalmente, las tesis sobre la supuesta «moralidad del cuidado y la atención» de las mujeres (Gilligan, 1982) han cuestionado las asunciones de la separación ontológica del yo y han reforzado la importancia, quizás incluso la prioridad moral o epistemológica, del yo como parte de una comunidad moral y epistémica.

Habida cuenta de esta incipiente bibliografía, resulta obvio que una preocupación central de la ética

feminista en los años noventa ha de ser desarrollar formas de pensar sobre los sujetos morales que sean sensibles tanto a su carácter concreto, particularidad inevitable y especificidad única, expresada en parte a través de sus relac iones con comunidades históricas concretas, como a sus valor común e intrínseco, el ideal expresado en las afirmaciones ilustradas acerca de la humanidad común, la igualdad y la imparcialidad (Benhabid, 1986). 4. LA AUTONOMÍA

Un aspecto de esa tarea consiste justamente en repensar la autonomía que como la imparcialidad (a la que a menudo está conceptualmente vinculada) ha sido un ideal continuado de la moderna teoría moral. (Además, un concepto estrechamente vinculado de autonomía ha desempeñado un papel central en la tradición epistemológica cartesiana, que aspira a hacer de la búsqueda del conocimiento un proyecto del sabio solitario). La intuición central de la autonomía es la de la independencia o autolegislación, el yo como autoridad última en materia de moralidad o verdad. En la tradición kantiana, donde el ideal de autonomía tiene un papel particularmente destacado, la autonomía moral se ha elaborado en términos de desinterés, de desprendimiento de intereses o vínculos particulares , así como de carencia de prejuicios y de autoengaño (Hill 1987).

Las feministas contemporáneas han respondido de forma mixta al moderno ideal de autonomía moral.

Por un lado, han insistido en que las mujeres son tan autónomas en el sentido moral e intelectual como los hombres, así como racionales , capaces de tener sentido de justicia, etcétera; de ahí que también hayan exigido autonomía política, social y económica para las mujeres mediante la representación política, la abolición de la discriminación sexual y el respeto a las decisiones de las mujeres en temas como el aborto. Por otro lado, empero, algunas feministas han cuestionado las interpretaciones tradicionales de la autonomía alegando que se trataba de fantasías masculinas. Por ejemplo, esas autoras han examinado algunas de las formas en que se socializa la «elección» y se manipula el «consentimiento» (MacKinnon, 1987; Meyers, 1987). Además, han cuestionado la posibilidad de separarnos de vínculos particulares y seguir reteniendo nuestra identidad personal, por lo que han sugerido que liberarnos de vínculos particulares podría conllevar una respuesta moral fría, rígida, moralizante y no una auténtica respuesta moral (Noddings, 1984). Liberarnos de nuestros vínculos particulares, en lugar de garantizar una respuesta que sea puramente moral, podría incapacitarnos para la moralidad, siempre y cuando una parte ineludible de la moralidad consista en responder emocionalmente a otras personas secretas.

La ética feminista en los años noventa debe encontrar formas de conceptualizar lo relativo a los actores y a la acción moral, la elección y el consentimiento que resulten compatibles con la aceptación feminista del proceso gradual de desarrollo moral, la construcción social y en función del género de la psique, así como con las constricciones históricas que condicionan nuestras opciones. Se trata de un dominio en el que ya contamos con algunos trabajos prometedores de autoras feministas (Holmostrom, 1977; Gibson, 1985; Meyers, 1987).

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5. EPISTEMOLOGÍA MORAL Y ANTIEPISTEMOLOGÍA La teoría moral ilustrada ha asumido de forma característica que la moralidad era universal, es decir, que si

existían afirmaciones o principios morales, éstos debían ser válidos en todo momento y en cualquier lugar. Sin embargo, el abandono moderno de la creencia en un universo teleológico y sagrado ha convertido la justificación de tales afirmaciones o principios en algo constantemente problemático, de ahí que gran parte de la teoría moral de los últimos tres siglos haya consistido precisamente en intentar proporcionar una fundamentación racional a la moralidad. En la actualidad, tanto la tradición continental europea (en especial, aunque no exclusivamente, en su formulación posmoderna) y la angloestadounidense (sobre todo, aunque no únicamente, en su formulación comunitarista) han desarrollado una poderosa contestación a la misma posibilidad de sostener una opinión según la cual la moralidad se basa en reglas universalmente válidas fundamentadas en la razón universal. El resultado inevitable de esta contestación escéptica ha sido reforzar el relativismo normativo y metaético.

Las feministas se muestran ambivalentes respecto de esta contestación. Por un lado, muchas de las

críticas feministas de la teoría moral moderna convergen o coinciden con las críticas de los comunitaristas y del posmodernismo. Por otro lado, sin embargo, las feministas están comprensiblemente preocupadas por lograr que su crítica de la dominación masculina no se zanje aduciendo que se trata únicamente de un punto de vista. Por consiguiente, para la ética feminista resulta crucial desarrollar algún tipo de justificación de las afirmaciones y principios morales feministas. Sin embargo, la epistemología moral es un área en la que las feministas han desarrollado más y mejor las críticas que las propuestas alternativas.

Las discusiones feministas de la epistemología moral pueden dividirse en dos categorías, cada una de las

cuales se caracteriza por una concepción diferente de la naturaleza de la moralidad. Las feministas pertenecientes a la primera categoría no contestan explícitamente la concepción moderna de la moralidad, que consta primariamente de un sistema imparcial de reglas o principios justificados racionalmente, aunque pocas feministas sostendrían que es posible identifi car reglas sustantivas, específicas y sostenibles en todas las circunstancias. Las que se agrupan en la segunda categoría niegan, por el contrario, que la moralidad sea reducible a reglas y subrayan la imposibilidad de justificar las afirmaciones de la ética apelando a la razón universal, imparcial. El contraste entre estos dos grupos de pensadoras feministas no es tan nítido como podría sugerir la caracterización inicial: por ejemplo, ambas comparten algunas críticas de los procedimientos decisionales al uso en ética. No obstante, las feministas del primer grupo se muestran más esperanzadas respecto de la posibilidad de mejorar dichos procedimientos que las segundas, que aparecen dispuestas a abandonarlos totalmente.

Las feministas del segundo grupo sostienen a menudo que están reflexionando sobre la experiencia moral

distintivamente femenina; de ahí que frecuentemente, y de forma incorrecta, se considere que representan la ortodoxia feminista. En ese grupo se incluyen autoras como Gilliga Baier (1987), Noddings (1984), Baier (1987), Blum (1987), Ruddick (1989) y Walker (1989). Aunque estas autoras divergen considerablemente en sus opiniones, todas ellas rechazan la opinión que se atribuye a los teóricos morales moderno según la cual se puede descubrir el curso correcto de acción consultando una lista de reglas morales; además, arguyen, un énfasis indebido en la importancia epistemológica de las reglas oscurece e! papel crucial de la intuición, la virtud y el carácter moral en la determinación de lo que deberíamos hacer. Existe por tanto una peculiaridad feminista a la crítica esencialmente aristotélica al afirmar que la excesiva confianza en las reglas refleja un interés jurídico-administrativo que es característico de la masculinidad moderna (Blum, 1982), mientras que las mujeres actuales, por el contrario, se supone que son proclives a dejar de lado las reglas morales convencionalmente aceptadas porque tales reglas son insensibles a las especificidades de situaciones concretas (Gilligan, 198 2; Noddings, 198 4). Se presupone, por tanto, que una moralidad basada en reglas devalúa el saber moral de las mujeres y confiere un peso insuficiente a virtudes presuntamente femeninas como la bondad, la generosidad, la disposición a ayudar y la simpatía.

Algunas feministas han afirmado que los enfoques «femeninos» a la moralidad contrastan con los

enfoques supuestamente masculinos gobernados por reglas precisamente porque los primeros se caracterizan por basarse en respuestas inmediatas a otros particulares, respuestas fundamentadas en sentimientos supuestamente naturales de empatía, cuidado y compasión (Gilligan, 1982; Noddings, 1984) o bien de atención amorosa (Murdoch 1970; Ruddick, 1989). Sin embargo, dejando de lado las dificultades de establecer que tal aproximación «particularista» (Blum, 1987) es característicamente femenina (por no hablar de feminista), los intentos de desarrollar una epistemología moral basada en tales respuestas se enfrentan a

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una serie de problemas. En primer lugar, han de habérselas con los familiares, aunque no insuperables, problemas comunes a todas las epistemologías morales que toman las emociones como guía para la acción correcta, a saber, la frecuente inconsistencia, inutilidad o carácter claramente inapropiado de las emociones (Lind, 1989). Dicho de otra forma, se enfrentan al peligro de degenerar en un relativismo subjetivo del tipo «haz lo que sientas que es apropiado». Además, no está ni siquiera claro que nuestras respuestas emocionales a los otros no sean respuestas adscribibles a alguna descripción universal y, por tanto y en ese sentido, más generales que particulares, o, en el caso de ser particulares y por ende no conceptuales, que se trate quizás de respuestas más próximas a los animales que a las respuestas distintivamente human as. Resulta además incierto saber cómo ese tipo de respuestas particulares pueden guiar nuestras acciones hacia cantidades más grandes de personas con la mayoría de las cuales nunca nos encontraremos. Finalmente, el énfasis feminista en la necesidad de razonamiento «contextual» abre la puerta a los peligros obvios de pensamiento ad hoc , los alegatos o defensas particularizados y la parcialidad.

No todas las feministas, naturalmente, están comprometidas con la epistemología moral particularista. Incluso algunas de las que toman las emociones como una guía adecuada para la moralidad subrayan la intencionalidad de las emociones y discuten la necesidad de educarlas moralmente. Adicionalmente, aunque la mayoría de las feministas critican ciertos aspectos de los procedimientos decisionales desarrollados por la teoría moral moderna, 4 algunas autoras creen que sería posible revisar algunos de esos procedimientos y reapropiárselos. Los principales candidatos para esa revisión son los métodos desarrollados por Rawls y Habermas, ambos convencidos de que una situación idealizada de diálogo (que los dos describen, empero, de forma diferente) generará y justificará principios moralmente válidos.

Los procedimientos decisionales de Rawls han merecido bastantes críticas feministas. Okin, por ejemplo,

como ya hemos señalado antes, ha afirmado que el procedimiento de Rawls no generará consenso moral a menos que coincidan los juicios considerados de hombres y mujeres, una coincidencia que en su opinión es bastante improbable en cualquier sociedad que siga estando estructurada en función del género. Okin también ha atacado la asunción rawlsiana según la cual las partes implicadas en la posición original son los cabezas de familia, señalando correctamente que tal cosa les impide considerar la justicia de las es tructuras y convenciones domésticas y familiares (1987). Benhabib (1986) ha sostenido que quienes razonan amparándose en el velo de ignorancia de Rawls son tan ignorantes de sus propias circunstancias que han perdido las identidades específicas características de los agentes humanos. De ahí infiere que «no existe una pluralidad real de perspectivas en la posición original rawlsiana, sino sólo una identidad definicional»; (pág. 413, en cursiva en el original). Benhabib critica lo que denomina modelo «monológico» de razonamiento moral afirmando que éste, al restringirse al «punto de vista del otro generalizado», se priva de mucha información moralmente relevante imprescindible para utilizar adecuadamente las pruebas morales kantianas de reversibilidad y universalizabilidad. A pesar de esas críticas, Okin (1989) cree que el procedimiento rawlsiano del contrato hipotético se puede revisar para que incorpore las preocupaciones feministas acerca de la justicia en el hogar doméstico, acerca de la empatía y el cuidado y acerca de la diferencia.

Benhabib (1986) sugiere que una «ética comunicativa que interprete las necesidades», basada en la descripción del diálogo ideal hecha por Habermas, está en condiciones de superar lo que ella ha calificado de monologuismo habermasiano. Tal cosa puede hacerse conociendo las diferencias de los otros concretos en formas compatibles con las preocupaciones contextualistas que Gilligan atri buye a las mujeres que utilizan la ética del cuidado. Otras feministas, como Fraser (1986) y Young (1986), también parecen atraídas por ese método, aunque Young critica las descripciones habermasianas del diálogo ideal por su incapacidad de tomar en cuenta las dimensiones corp orales y afectivas del significado (pág. 395). Para conocer de forma genuina las situaciones específicas de los otros concretos, sin embargo, parece necesario un diálogo real y no hipotético, si bien se trata de un diálogo que debe darse en condiciones cuidadosamente especificadas. No obstante, resulta difícil imaginar cómo el diálogo real podría siquiera aproximarse a la justicia e imparcialidad en un mundo de poder desigual, desigual acceso a los «medios socioculturales de interpretación y comunicación (Fraser, 1986) e incluso de desigual disponibilidad de tiempo para el debate y la reflexión moral.

Una posible alternativa tant o al relativismo inoportuno y a lo que muchas feministas consideran

4 La mayoría de las feministas, por ejemplo, perciben las formulaciones tradicionales de la teoría de contrato social como constructos con prejuicios masculinos de diferentes tipos (Jaggar, 1983; Held, 1987; Pateman, 1988).

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pretensiones de racionalismo moral puede consistir en desarrollar una perspectiva moral que sea distintivamente feminista. Sara Ruddick afirma que esa perspectiva puede encontrarse en el pensamiento maternal (Ruddick, 1989), pero lo cierto es que su trabajo ha sido criticado por algu nas feministas por considerado etnocéntrico (Lugones, 1988) y por sobrevalorar la maternidad (Hoagland, 1989). No obstante, incluso si la perspectiva feminista se identificara de forma diferente, seguiría habiendo problemas. La epistemología perspectivista o de la perspectiva deriva de Marx y, al menos en la versión de Lukacs, parece exigir una distinción objetivista entre apariencia y realidad que es bastante ajena a las tendencias de construccionismo social presentes en gran parte del feminismo contemporáneo.

Actualmente, la controversia en la epistemología moral feminista es tan fuerte que Held (1984) ha

sugerido abandonar la búsqueda de una «teoría del campo unificada» que cubra todos los dominios de la actividad vital. Sin embargo, ot ros autores han señalado el peligro de que, si una «ética del cuidado» supuestamente femenina se limitara a la esfera de la vida personal, como ha sugerido por ejemplo Kohlberg, ésta se percibiría como subordinada a la supuestamente mas culina «ética de la justicia»: así como, en la sociedad contemporánea, lo privado está subordinado a lo público.

CONCLUSIÓN

Incluso un examen limitado como el presente debería dejar claro que la ética feminista, lejos de ser una ortodoxia rígida, es por el contrario un fermento de ideas y de controversia, muchas de las cuales evocan y profundizan debates presentes en la ética no feminista. La centralidad de estas cuestiones y la viveza de las discusiones en curso sugieren que los años noventa serán un período fructífero para la ética feminista y, por tanto, para la ética sin más.

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