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Jaime Alfonso Sandoval Vecindario Lupita Ilustraciones de Natalia Gurovich

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Jaime Alfonso Sandoval

Vecindario LupitaIlustraciones de Natalia Gurovich

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Dirección editorial: Elsa Aguiar Coordinación editorial: Carla Balzaretti Ilustraciones y cubierta: Natalia Gurovich

Título original: Unidad LupitaVersión adaptada del original para su publicación en España

© del texto: Jaime Alfonso Sandoval, 2014 © SM de Ediciones, SA de CV, México, 2012 © Ediciones SM, 2014

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1 Pelos verdes

Los grandes problemas suelen presentarse en paquetes pequeños. Y nuestro problema empezó de la manera más simple que alguien se pueda imaginar: con un pelo en la sopa. El inconveniente tomó otra dimensión cuando descubrimos que ese pelo era verde y pertene-cía a la cabeza de mi hermano Rodrigo.

Un día, a la hora de la comida, mi hermano entró en casa y se sentó a la mesa. Parecía muy despreocupado, sobre todo teniendo en cuenta que estrenaba cabellera pintada de verde pis-tacho. Para ser sinceros, el color era bonito: por lo menos en una alfombra, o incluso en un coche. Pero a mi madre, que siempre se pasa de sincera, no le pareció muy agradable ver ese color tan ecológico en la cabeza de su hijo.

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–¿Qué te has hecho? Pareces un marciano –preguntó sorprendida.

–Se lleva así –respondió mi hermano, como si nada–. Además, a mí me gusta.

–Pero, Rodrigo, ¿cómo se te ocurrió hacerte eso? –se lamentó mi madre, y puso los ojos en blanco.

Era evidente que, para ella, tener un hijo adolescente era como tener un alienígena en casa.

–Además, ya conoces a tu padre –agregó–: no le gusta que hagas esas cosas.

Mi hermano Rodrigo tenía una debilidad especial por hacer «esas cosas», es decir, por la extravagancia. Ya una vez había llegado con un piercing en la ceja, y para mi padre fue como ver a su hijo convertido en un miem-bro de una pandilla de jóvenes delincuentes, listo para ingresar en prisión.

–Eso es cosa de vándalos –le dijo en aquel momento–. ¿Quieres ser como todos esos va-gos que andan sueltos por aquí?

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Mi padre se refería a los chavales de nues-tro vecindario, que se reúnen en grupos a to- mar cerveza en las canchas. No hacen nada más. Bueno, sí hacen muchas cosas, pero no precisamente para ganar una medalla. Les gusta romper las lamparitas de los pasillos, hacer pintadas en las paredes y asustar a todos los que pasen por delante de ellos. Yo supuse que mi hermano quería impresionarlos con su piercing.

El discurso de mi padre sobre los peli-gros de las malas compañías en el vecindario duró lo mismo que un informe presidencial, y claro, al final mi hermano se tuvo que qui-tar el piercing. Aunque no lo hizo del todo: se lo cambió a la lengua, para que nadie lo viera, y fin de la cuestión.

Pero ahora el pelo estaba ahí, como una hoguera verdosa que se podía ver en doscien-tos kilómetros a la redonda.

Definitivamente, a mi padre no le iba a gus- tar. Según él, la moda se detuvo hace muchos años, y cree que va impecable y moderno con

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su bigote diminuto. Así sería si viviéramos en el siglo pasado.

Cuando llegó a casa, papá se quedó bo-quiabierto al ver la cabellera verde de Rodrigo. Tardó unos minutos en reaccionar. Luego en-tró en el cuarto de baño, y cuando salió tenía una navaja en la mano. El filo brillaba como en las películas de terror.

–¡Por favor, Rigoberto! –exclamó mi ma-dre–. No cometas una locura. No es para tanto...

–¡No exageres, mujer! Solo voy a rasurarle la cabeza.

Mi hermano saltó de la silla, asustado.–¿Pero por qué? Es mi pelo y puedo hacer

con él lo que quiera. Tengo dieciséis años, ya no soy un niño.

–Mientras vivas en esta casa harás lo que yo diga. Por algo soy tu padre.

–No podrás raparme –dijo mi hermano arrinconándose, dispuesto a defender hasta su último mechón.

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–Entonces, el castigo será peor –aseguró mi padre mientras agitaba un bote de espu- ma–: nada de salir los domingos, y olvídate del coche que te prometí para tus dieciocho años. Ah, y tampoco irás de vacaciones con tus primos a Tampico. ¡Este año no hay playa!

Eran demasiadas amenazas. Mi hermano tuvo que reconocer que sería imposible ne-gociar.

–Te lo has buscado –le dijo mi padre, ya más tranquilo, mientras se disponía a untarle la espuma–. No entiendo por qué haces estas cosas. ¿Por qué no eres como tu hermano?

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Y todas las miradas recayeron sobre mí. Fue algo raro, porque normalmente casi nadie me ve. Mi apariencia es de lo más aburrida: gafas, camisa a cuadros y zapatos

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bien lustrados. Justo todo lo que mi hermano detesta. Para él, el peor insulto es que nos comparen. Nuestras relaciones no son preci-samente buenas: me llama Nerdeto en lugar de Ernesto.

Justo cuando mi padre iba a darle la pri-mera afeitada, mi madre lo detuvo.

–Espera, Rigoberto, no lo rapes. Pelado estará más feo que ahora.

–¡No me digas que prefieres verlo así!–Claro que no, pero se me acaba de ocurrir

una idea –respondió mi madre, que siempre tenía soluciones para todo (lástima que no tra-bajara en la Organización de las Naciones Unidas)–. Voy a llevarlo a lo de Estelita para que lo tiñan de un color oscuro, parecido a su castaño natural.

Estelita era una señora que había montado un salón de belleza en el salón de su piso, así que uno podía cortarse el pelo, hacerse la ma-nicura francesa o ver la tele y merendar pan con chocolate con sus hijos.

–Pero, mamá...

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Mi hermano enmudeció. Entre la mirada furiosa de mi madre y la navaja de mi padre, no había mucho para elegir.

Yo me sorprendía de la capacidad que tenía Rodrigo para meterse en problemas. Ya sé que su pelo verde en realidad no hacía daño a nadie, pero definitivamente él sabía que teñírselo le traería problemas, y aun así lo hizo. No puedo negar que su empeño era, en el fondo, admirable.

–Va a llover –dijo mi padre mientras mi madre se preparaba–. Y ya sabes que se sale el agua por las alcantarillas, que están atas-cadas.

–También salen ratas –le recordé.–Y acuérdate de que no hay luz en los pa-

sillos –dijo mi padre.–Ya, tranquilo, que sé cuidarme sola –ase-

guró mi madre–. Además, Estelita vive a solo seis edificios, y voy con Rodrigo.

Mi madre cogió un paraguas y salió con mi hermano, que avanzaba a empujones. Mi padre guardó la navaja, se recompuso la cor-

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bata y se sentó a comer rápidamente. Tenía que volver al trabajo.

Cuando aún no había terminado la sopa de fideos, oímos unos golpecitos en la puerta.

–Ahí están–suspiró mi padre, enfadado–. Les dije que no iban a llegar con esa lluvia. Abre tú, Ernesto.

Obedecí, pero lo que encontré en el um-bral de la puerta no eran mi madre y mi her-mano el marciano, aunque lo que vi sí pare-cía un visitante de otro planeta.

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2 Abuela a domicilio

Era una señora de avanzada edad. Bueno, por decirlo de una manera amable, porque en realidad tenía la apariencia de un diplo-docus jubilado. Creo que tenía arrugas den-tro de las arrugas. Vestía un blusón bordado estilo psicodélico y un sombrero con flore-cillas de plástico. En la mano llevaba una enorme maleta de piel.

–Buenas tardes. ¿Qué desea? –preguntó mi padre asomándose desde el comedor.

–¡Soy yo! –dijo la mujer sonriendo–. ¿No me reconocéis? Soy la abuela.

Mi padre se levantó y la miró de arriba abajo. Parecía muy sorprendido.

–¿La abuela? No puede ser. Mi mujer me dijo que su madre estaba muerta.

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–¿Eso dijo? –la anciana sonrió de nuevo–. Entonces, ¿qué hago aquí? ¿Vine a asustar a la gente? Mire, me estoy mojando y no tengo tiempo de discutir si estoy viva o muerta.

Y sin esperar la invitación, la vieja entró en casa y se sentó a la mesa. Incluso tomó un panecillo y empezó a mordisquearlo.

–Después de tantos años, esperaba un re-cibimiento diferente –confesó la anciana–. ¡Qué raros sois!

Mi padre se llevó las manos a la cabeza: un hijo con el pelo verde, y de pronto resulta que su suegra está viva y la tiene justo delante, comiéndose su panecillo. Demasiado para un solo día.

–Tengo que hablar con tu madre –mur-muró mi padre–. Debería explicarme algu-nas cosas. Por favor, pásame el número de teléfono de Estelita.

Lo marcó e intentó hablar con el salón de belleza, pero comunicaba todo el rato. A los veinte minutos se desesperó, pues se le hacía tarde para volver al trabajo, así que me dijo: