Jean Luc Nancy - El Vestigio Del Arte
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Confines 04, julio 1997, pp. 205-216.
El vestigio del arte.
Jean-Luc Nancy.
¿Que queda del arte? Acaso solamente un vestigio. Eso es al menos lo que se oye decir
actualmente, una vez más. Al proponer como titulo de esta conferencia «El vestigio del
arte», tengo en vista, en primer lugar, simplemente lo siguiente: suponiendo que del arte no
queda en efecto sino un vestigio –a la vez una huella evanescente y un fragmento casi
inaprehensible–, ella misma podría ser apropiada para encaminarnos tras la huella del
propio arte. O, al menos, de algo que le fuera esencial, si se puede formular la hipótesis de
que aquello que queda es también aquello que más resiste. A continuación, deberemos
interrogarnos si este algo esencial no será en sí mismo del orden del vestigio, y si el arte en
su totalidad no manifiesta, en el mejor de los casos, su naturaleza o lo que pone en juego
una vez que se conviene en vestigio de sí mismo: una vez que, apartado de la grandeza de
las obras que originan mundos, parece pasado, sin mostrar más que su pasaje. Volveremos
inmediatamente sobre este punto, al considerar más detenidamente que es un vestigio.
Existe, entonces, un debate en torno del arte contemporáneo, y es a título de este debate que
Uds me han solicitado hablar hoy, en el Jeu de Paume, en un museo. Es decir, en este
extraño lugar en el cual el arte no hace más que pasar: permanece allí en tanto que pasado,
y se encuentra allí como de pasaje, entre lugares de vida y de presencia con los que acaso –
sin duda la mayoría de las veces– no se reunirá más. (Pero quizás el museo no sea «un
lugar, sino una historia», como dice Jean-Louis Déotte1, una disposición que da lugar al
pasaje como tal, al pasar más bien que al pasado: de eso se trata el vestigio.)
Con angustia, con agresividad, se pregunta en todas partes si el arte continúa siendo arte.
Situación promisoria, contrariamente a lo que piensan los espíritus apesadumbrados, puesto
que prueba que existe preocupación acerca de qué es el arte. Expresado de otra manera,
existe preocupación por su esencia, por recurrir a una palabra muy cargada. La palabra es
grave, en efecto, y despertará sospechas entre algunos respecto de la toma de posesión o la
expropiación del legado filosófico que anunciaría. Sin embargo, nos esforzaremos por
aligerar esta palabra, basta su propio vestigio. Por el momento, respondamos a lo que
contiene de promisoria. Dicho debate, ¿nos permite saber algo más sobre la «esencia» del
arte?
De manera preliminar, es preciso clarificar las cosas, puesto que existen numerosos debates
que se entremezclan. Todos tienen, a no dudarlo, un lugar o punto de fuga común,
precisamente en el ser del arte, pero es necesario distinguir varios planos. Avanzaré
progresivamente, ordenando mi exposición en simples números sucesivos (diez,
exactamente).
1 Jean-Louis Déotte, Le Musée, L’origine de l’esthétique, L'Harmattan, 1993.
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1. Se plantearía en primer lugar el debate sobre el mercado del arte, o sobre el arte como
mercado: cómo se reduciría a un mercado, lo cual sería una primera manera de vaciar su
propio ser. Debate, como sabemos, sobre los lugares o sobre los emplazamientos, sobre las
instancias y sobre las funciones de este mercado, sobre las instituciones públicas y privadas
que allí se confunden, sobre el lugar que ocupa en una «cultura» que, en un plano más
amplio, ya constituye por si una manzana de la discordia.
No hablaré sobre ello. No es de mi incumbencia. Una vez más, sólo propongo una reflexión
sobre la esencia del arte, o sobre su vestigio. Y, por consiguiente, sobre la historia que
conduce a este vestigio. Por cierto, ella no brinda inmediatamente los principios a partir de
los cuales podrían deducirse máximas prácticas. La negociación entre los dos registros es
de otro orden. No propongo, entonces, una «teoría» destinada a una «práctica». Ni para una
práctica de mercado, ni –menos aún, en lo posible–, para una práctica artística.
No obstante, dado que reencuentro aquí el motivo de la relación del arte con los discursos
que se sostienen sobre él, y dado que algunos de estos discursos han podido ser percibidos,
últimamente, como emergentes de una inflación filosófica y como participando, al mismo
tiempo y de una manera más o menos hipócrita, de la extracción de plusvalor a costillas del
arte, aprovecho la ocasión para afirmar, al contrario, que el trabajo de pensar y decir el arte
–o su vestigio– se encuentra el mismo inmerso, entretejido, de manera por demás singular,
en el trabajo del arte mismo. Y ello, desde que existe el «arte» (sea cual fuera la fecha a la
cual se desee remontar su nacimiento, desde Lascaux o desde los griegos, o de este
desapego, de esta distinción, en suma, que se llama el «fin del arte»). En cada uno de estos
gestos, el arte compromete también la cuestión de su «ser»: busca su propia huella. Acaso
mantiene siempre con sí mismo una relación de vestigio y de investigación.
(De manera recíproca, numerosas obras de arte actuales, demasiadas acaso, no se crean sino
para llevar a término su propia teoría, o, al menos, parecen no ser otra cosa que eso: una
forma más de vestigio. Pero este hecho en sí constituye un síntoma de la sorda exigencia
que trabaja a los artistas y que no tiene nada de «teórica»: la exigencia de presentar al arte
mismo, la exigencia de su propia ékfrasis.)
A propósito del mercado, añadiré sin embargo lo siguiente: no basta por cierto con
estigmatizar la subordinación de las obras de arte al capitalismo financiero para rendir
cuenta de aquello que coloca al arte en una situación de valor desorbitado. O de aquello que
lo hace, si así puede expresárselo, desorbitar el valor mismo (el de uso, el de cambio, el
valor moral y también el semántico).
No se traía de excusar, menos aún de legitimar, sea lo que fuere. Tampoco de ignorar que el
mercado afecta no solamente al comercio de las obras de arte, sino a las obras de arte
mismas. Se traía solamente de afirmar que no quedamos absueltos con una condena de
moral estética. Y ello no tiene nada de nuevo en la historia del arte, que no nos ha esperado
para ser también una historia comercial. (Lo que es nuevo es solamente un estado de la
economía o del capital: dicho de otra manera, la cuestión es política en el sentido más
intenso, brusco y difícil de la palabra.) Sin duda, el arte ha estado siempre fuera de precio
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por exceso o por defecto. Esta exorbitancia tiene que ver –si bien siempre a través de
mediaciones, desviaciones y expropiaciones– con una de las apuestas más difíciles y más
delicadas en la tarea de pensar el arte: pensar, sopesar, evaluar lo que tiene de archiprecioso
o de fuera de precio, de invalorable. A la manera de un vestigio.
2. En lo relativo al debate que llamaremos «propiamente estético», distingamos dos planos:
Primer plano: la incomprensión y la hostilidad que suscita el arte contemporáneo son
cuestiones de gusto. En este caso, toda discusión es útil. No en virtud de un liberalismo
subjetivista de los gustos y los colores (en el cual no existe discusión), sino porque el gusto
(si no se encuentra, en el otro extremo, confundido con la pulsión normativa o con la
discriminación maniaca), en el debate de los gustos y disgustos, no es en suma más que el
trabajo de la forma que se busca, del estilo que aún se ignora mientras se forma, y que se
siente aun cuando no se pueda reconocer su sentido. El gusto, el debate sobre el gusto, es la
promesa o la propuesta del arte, simétrica de su vestigio. Es la propuesta de una forma, de
un esbozo destinado a una época o un mundo. En estas condiciones, desearía que hubiera
más debate del que hoy existe... que se revivieran, de manera renovada, las batallas de
Hernani o de Dada... No iré más lejos por esta pista, que proviene de Kant, como se sabe.
(Excepto para observar que si no es posible, en este momento, proponer un «mundo», esta
falla no es, en todo caso, imputable al arte y a los artistas, tal como lo hacen algunos, sino
al «mundo», o a la ausencia de mundo...)
Segundo plano (que no es excluyente del primero, pero en el que no se trata de una cuestión
de gusto): la incomprensión y la hostilidad, tanto como la aprobación desmedida, se
encuentran, sin saberlo o sin querer saberlo, a la medida de aquello que el arte no puede
comprenderse o recibirse bajo los esquemas que fueron los suyos. De estos esquemas, es
verosímil que todo empleo de la palabra «arte» retenga inevitablemente lo siguiente:
cuando decimos «arte», connotamos al menos «gran arte», vale decir, algo así como la idea
de una gran forma que «limitaría intencionalmente con la cosmogonía de su tiempo» (por
emplear la frase de Lawrence Durrell en El Cuarteto de Alejandría). Al decir «arte»,
evocamos una cosmética de alcance cósmico, cosmológico, incluso cosmogónico. Pero si
no existe kosmos, ¿cómo existirá el arte en este sentido? Ahora bien, el hecho de que no
exista kosmos constituye sin duda la marca decisiva de nuestro mundo: mundo, hoy, no
significa kosmos. Por consiguiente, «arte» no puede significar «arte» en este sentido (Es por
esta razón que yo había propuesto en primer lugar para hoy el titulo de «El arte sin arte».)
Al inscribir la polis en el kosmos, se debería también ejemplificar lo precedente mediante
estas frases de G. Salles: «Un arte difiere del que lo ha precedido y se realiza porque
precisamente enuncia una realidad de otra naturaleza que una simple modificación plástica,
refleja otro hombre, (...) El momento que debe ser captado es aquél en que una plenitud
plástica responde al nacimiento de un tipo social.» (Citado por Déotte, op. cit.; p. 17). Pero
de igual manera que nuestro mundo ya no es cósmico, nuestra polis acaso ya no es política
en el sentido que sugieren estas líneas.
A la determinación de este mundo acósmico y de esta ciudad «apolítica», es necesario no
olvidarse aquí de agregar lo siguiente, que no juega allí el menor rol y que resume la
conocida frase de Adorno: «Toda cultura posterior a Auschwitz, incluso su crítica urgente,
no es más que un montón de basura». Aparte de su valor nominal, «Auschwitz» adquiere
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aquí un valor de metonimia para muchas otras instancias de lo insoportable. Esta frase no
justifica, sin embargo, la conversión de la basura en obra de arte. Reenvía, al contrario, un
eco terrible a un comentario formulado por Leiris mucho antes de la Segunda Guerra, en
1929: «Actualmente, no hay manera de hacer pasar algo porteo o repugnante. Hasta la
mierda es hermosa2.» La imbricación de mundo e inmundo no puede ser, para nosotros, ni
desimbricada, ni disimulada. Es así que no hay kosmos. Pero carecemos de un concepto
para designar un arte sin kosmos ni polis, si al menos ha de existir un arte de este tipo, o si
continúa siendo del arte de lo que debe tratarse.
De esta manera, todas las acusaciones, todos los emplazamientos, exhortaciones o
llamamientos dirigidos al arte desde el horizonte supuesto de un kosmos y de una polis a
los cuales habría que «responden» o con los cuales debería «limitar intencionalmente» son
vanos, puesto que nada, a nuestro juicio, respalda esta suposición. De este hecho, ya no es
más posible suponer una región o una instancia del «arte», a la cual se podría dirigir, y
dirigir demandas, órdenes o súplicas.
En cierta medida –inmensa medida, en verdad inconmensurable–, el arte se impone en
nuestro tiempo un gesto severo, una penosa marcha hacia su propia esencia convertida en
enigma, enigma que es manifestación de su propio vestigio. No es la primera vez: quizá
toda la historia del arte esté conformada por sus tensiones y sus torsiones hacia su propio
enigma. Tensión y torsión parecen hoy en su apogeo. Acaso se trate de una apariencia,
acaso se trate de la concentración de un acontecimiento en marcha desde hace al menos dos
siglos. O bien desde los orígenes de Occidente. Sea lo que fuere, «arte» vacila sobre su
sentido, así como «mundo» vacila sobre su ordenamiento o sobre su destino. En estas
condiciones, no existe ninguna disputa: debemos acompañar esta marcha, debemos saberlo
hacer. Es exactamente del orden del deber y del saber más estrictos, y no del orden de los
arrebatos, las execraciones o las celebraciones ciegas.
3. Es conveniente recordar, en primer lugar, que los arrebatos, las desolaciones o las
simples constataciones de agotamiento ya se encuentran por sí mismos desgastados Kant
escribía que el arte «sin duda ya ha alcanzado desde hace tiempo un límite que no puede
franquear». Este límite se opone, en el contexto kantiano, al crecimiento indefinido de los
conocimientos: no se trata exactamente de una constatación de agotamiento, sino de la
primera forma de la constatación de un «fin», bajo el motivo ambiguo de una finalización
siempre recomenzada del arte. Hegel, se sabe demasiado bien, declaró que el arte
pertenecía al pasado en tanto que manifestación de lo verdadero. Renan, en una
recuperación sin duda deliberada Hegel, escribía en el otro fin de siglo: «El mismo gran
arte desaparecerá, llegará el tiempo en el que el arte será cosa del pasado». Duchamp
enunció: «El arte ha sido pensado hasta el límite»3
2 Adorno, Dialectique nègative. Trad. fancesa, p. 154, París, Payot, 1978, Leiris Journal, 1922-1989, p. 154.
París Gallimard, 1992. 3 Kant, 3ème Critique, # 47. - Renán: Dialogues et Fragments philosophiques, edición si referencia, p. 83
2do Diálogo, «Probabilidades», in fine. – Duchamp: Citado en Nella Arambasin, La conception du sacré dans
la critique d’art en Europe entre 1880 et 1914, Tesis de Doctorado en Antropología Religiosa, Universidad
de París IV-La Sorbona, noviembre 1992, t. I. p. 204; este trabajo contiene una veta de informaciones
preciosas concernientes a la consideración del «fin del arte» y a sus efectos en el arte y en el discurso sobre el
arte en el período considerado.
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El mero comentario de estas cuatro frases, y de su sucesión, demandaría un enorme trabajo.
Aquí sólo anticiparé una conclusión: el arte tiene una historia, es quizás radicalmente
historia. Vale decir, no progreso, sino pasaje, sucesión, aparición, desaparición,
acontecimiento4. Pero, en cada oportunidad, lo que ofrece es la perfección, la realización.
No la perfección en tanto que meta y término final hacia el cual se avanza, sino aquella
perfección que refiere al advenimiento y a la presentación de una sola cosa en tanto que
formada, en tanto que conformada a su ser, en su entelequia, por apelar a este término de
Aristóteles que significa «un ser realizado en su fin, perfecto». De esta manera, se trata de
una perfección siempre in progress5, pero que no admite la progresión de una entelequia a
la otra.
Es así que la historia del arte es una historia que se sustrae, desde el inicio y siempre
renovadamente, a la historia o la historicidad representada como proceso y como
«progreso». Se podría decir: el arte es cada vez radicalmente otro arte (no solamente otra
forma, otro estilo, sino otra «esencia» del «arte»), según «responda» a otro mundo o a otra
polis, pero es al mismo tiempo, cada vez, todo lo que es, todo el arte tal como es en sí,
finalmente...
No obstante, esta realización sin fin –o bien esta finalización finita, si se intenta entender
por tal una realización que se limita a aquello que es, pero que, por sí misma, abre la
posibilidad de otra realización, y que es, por lo tanto, también finalización infinita– este
modo paradójico de la perfección es sin duda lo que nuestra tradición exige y evita a la vez
pensar. Este gesto ambiguo responde a razones profundas, que abordaremos más tarde. De
este modo, dicha tradición designa como un límite, como un fin en sentido banal, y muy
rápidamente como una muerte, lo que en verdad bien podría ser el suspenso de una forma,
la instantaneidad de un gesto, la sincopa de una aparición... y también, por consiguiente,
cada vez, de una desaparición, ¿somos capaces de pensar eso? Vale decir –ustedes ya lo
adivinan–, de pensar el vestigio.
Será muy necesario hacerlo. Puesto que si el acontecimiento del arte al acabarse y
desvanecerse se repite en su historia, si conforma esta historia como el ritmo de su
repetición (y ello, insisto, quizás en silencio después de Lascaux), es que lo inviste de cierto
carácter de necesidad. No se escapará de ello ni con exorcismos ni con bendiciones. En
consecuencia, así como no busco aquí un juicio de gusto, tampoco propongo un juicio final
sobre el arte contemporáneo, un juicio que lo evaluaría, para bien o para mal, con la vara de
una finalización ideológica (que también seria, forzosamente, teológica, así como
cosmológica y antropológica). Propongo, por el contrario, examinar de que género de
«perfección» o de «finalización finita/infinita» es susceptible aquello que queda cuando
una realización se exhibe e insiste en exhibirse. Mi propósito es entonces el siguiente: de
una perfección finita, o vestigial.
4. Si se desea ser cuidadoso, y ponderar con precisión las palabras y su historia, convendrá
adoptar una definición del arte que englobe todas las otras (al menos para Occidente, pero
4 Jan Patocka introdujo algunas reflexiones en este sentido; cf. L’Art et le temps, trad. E. Abrama, POL, 1990.
5 En inglés en el Original. [N. d. T]
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el «arte» es un concepto de Occidente). Se trata, no por azar, de la definición de Hegel: el
arte es la presentación sensible de la idea. Ninguna otra definición se distancia lo suficiente
de ella como para oponérsele de manera fundamental. Ella encierra, hasta nuestros días, el
ser o la esencia del arte. Mediante diversas versiones o matices, es válida desde Platón
hasta el mismo Heidegger (al menos hasta el texto conocido de El origen de la obra de
arte, no ocurre lo misino con la primera versión de este texto que publicó E. Martineau en
1987. Pero no puedo entrar aquí en el análisis que sería necesario). Más allá, se trata de
nosotros: nos debatimos –y debatimos– en tormo a un interior/exterior de esta definición;
nos incumbe debatir con ella, inevitable y sin embargo ya superada, como quisiera mostrar.
Esta definición no solamente asedia a la filosofía, sino que domina otras definiciones que
parecían alejadas del discurso filosófico. Por tomar algunos ejemplos, la fórmula de Durrell
que antes cité no dice otra cosa. Tampoco la siguiente de Joseph Conrad: «Se puede definir
el arte como la tentativa de un espíritu individual por hacer justicia al universo visible,
poniendo a la luz la verdad diversa y única que encubre cada uno de sus aspectos6». Ni
siquiera esta otra, cuya proximidad es solamente más disimulada, que Norman Mailer toma
de Martin Johnson: «El arte es la comunicación de la emoción.»7 Ni asimismo ésta de
Dubuffet: «No existe arte sin embriaguez. Mas entonces: ¡loca embriaguez! ¡que se
desplome la razón! ¡que delire! [...] El arte es la orgía más apasionante al alcance del
hombre...8»
Para captar, no la simple identidad, sino la profunda homogeneidad de estas fórmulas, basta
no olvidar que la Idea hegeliana no es en absoluto la Idea intelectual. La Idea no es ni el
ideal de una noción ni el ideal de una proyección, sino la conjunción en sí y para sí de las
determinaciones del ser (para avanzar rápidamente, se la puede nombrar también verdad,
sentido, sujeto, incluso ser). La Idea es la presentación ante sí del ser o de la cosa. Es así
que ella es su conformación y su visibilidad interna, o, más aun, es la cosa misma en tanto
que vista, tomando la palabra simultáneamente como sustantivo (la cosa como una forma
visible) y como adjetivo (la cosa vista, aprehendida en su forma, pero a partir de sí o de su
esencia).
En estas condiciones, el arte es la visibilidad sensible de dicha visibilidad inteligible, vale
decir, invisible. La forma invisible –el eidos de Platón–, retorna a sí misma y se apropia
como visible. De esta manera, actualiza y manifiesta su ser de Forma y su forma de Ser.
Todos los grandes pensamientos de la «imitación» no han sido jamás otra cosa que
pensamientos de la imitación –o de la imagen– de la Idea (la cual no es, como se
comprende, otra cosa que la auto-imitación del ser, su mímica trascendente o
trascendental). Y recíprocamente, todos los pensamientos de la Idea son pensamientos de la
imagen o de lo imitación. Inclusive, y especialmente, cuando se separan de la imitación de
las formas exteriores o de su «naturaleza» así entendida. Todos estos pensamientos son de
esta manera teológicos, girando giran obstinadamente en torno del gran motivo de «la
imagen visible del Dios invisible», que constituye la definición de Cristo para Orígenes.
6 Prefacio a El negro Narciso.
7 Morceaux de bravoure, p. 401, París, Gallimard, 1992.
8 Prospectus et tous écrits suivants, I, p. 79, París, Gallimard, 1967.
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Es de este modo que toda la modernidad que habla de lo invisible o de lo impresentable se
encuentra siempre al menos en trance de reconducir este motivo. Él es, por ejemplo, una
vez más, el que domina el epitafio de Klee citado por Merleau-Ponty; «Soy invisible en la
inminencia.»9
Lo que cuenta, entonces, es lo siguiente: una visibilidad de lo invisible como tal, o la
idealidad hecha presente, sea en la presencia paradójica de su abismo, de su noche o de su
ausencia. Es ella misma la que constituye lo bello, desde Platón –y más aún quizá desde
Plotino, para quien se trata, en el acceso a la belleza, de devenir sí mismo, en su intimidad,
luz y visión pura, y de esta manera «el único ojo capaz de ver la suprema belleza10
» La
suprema belleza, o el resplandor de la verdad, o el sentido del ser. El arte, o el sentido
sensible del sentido absoluto. Y es aún la que constituye lo bello al ir mas allá de sí misma
en lo «sublime», en lo «terrible», e igualmente en lo «grotesco», en la implosión de la
«ironía», en una entropía general de las formas o en la posición pura y simple de un objeto
ready-made.
5. Algunos, quizás, se precipitarán a concluir: he aquí por que el arte está en proceso de
extinción: porque ya no tiene Idea que presentar, o porque el artista ya no quiere hacerlo (o
bien ha perdido el sentido de la Idea). Ya no hay sentido, o bien ya no se lo busca, estamos
atascados en el rechazo del sentido y en la «voluntad del fin» mediante la cual Nietzsche
caracteriza el nihilismo. Se demanda entonces del artista, mas o menos explícitamente, que
reencuentre la Idea, el Bien, lo Verdadero, lo Bello...
Tal es el discurso, tan débil aquí como en otra parte, de los que creen que basta agitar la
bandera de los «valores» y de lanzar exhortaciones morales. Inclusive si es necesario
admitir que el nihilismo está presentes en uno u otro artista (en aquel que, como dice
Nietzsche, «pone en evidencia la naturaleza cínica y la historia cínica»11
), será preciso sin
embargo analizar su proveniencia de manera muy diferente y, por consiguiente, también
extraer consecuencias muy diferentes. En la medida en que el arte, en efecto, alcanza lo
extremo, en el que logra un momento de realización y/o de suspenso, pero en el que al
mismo tiempo permanece bajo la definición y la prescripción de la «presentación sensible
de la Idea», llega a detenerse y congelarse como en el último resplandor de la Idea, en su
residuo puro y sombrío. En el límite, no queda más que la idea del arte mismo, como un
puro gesto de presentación replegado sobre sí. Pero este residuo funciona aún como la Idea,
e incluso como Idea pura del sentido puro, o como una visibilidad ideal sin otro contenido
que la luz misma: como el núcleo puro de tinieblas de una autoimitación absoluta.
Nada más platónico, o más hegeliano, que ciertas formas en las que prevalece una pureza –
o una depuración–, ya sea material, ya sea conceptual, minimalista, productiva o
acontecimental. Podría decirse que es el arte de la Idea residual. No por ser residual,
desencadena menos, al contrario, un deseo infinito de sentido y de presentación del sentido.
Y este residual no es lo vestigial de lo cual hablare más adelante. Es su reverso.
9 L’Oeil et l’Esprit, cap. IV.
10 Enéadas, II, 6.
11 Werke in drei Bänden, III, p. 617, Schlechta, Munich, Hanser, 1956.
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En verdad, el rasgo destacable de gran número de obras de arte de hoy no se encuentra en
lo informe o en la deformidad, en lo repulsivo o donde fuere: se encuentra en la búsqueda,
el deseo, o la voluntad del deseo. Se intenta significar: el mundo y lo inmundo, la técnica y
el silencio, el sujeto y su ausencia, el cuerpo, el espectáculo, la insignificancia o la pura
voluntad de significar. Una «búsqueda de sentido» es el leitmotiv (más o menos consciente)
de quienes olvidan, como el Wagner de Parsifal, que la estructura de la búsqueda es una
estructura de fuga y de pérdida, en las que el sentido deseado se desangra por completo
poco a poco.
De esta manera, la demanda o la postulación de la Idea se dejan aprehender en su desnudez,
en su carne viva. Tanto más desnuda y en carne viva en la medida en que son desprovistas a
la vez de referentes y de códigos para sus referentes (que fueron en otro tiempo los de la
religión, los mitos, la historia, el heroísmo, la naturaleza, el sentimiento, antes de
convertirse en los de la visión o de la sensación misma, de la textura o de la materia, y hasta
la forma autorreferencial). Es allí donde, con encarnizamiento y con ingenuidad, se
despliega esta demanda de la Idea, en que el arte se agota y se consume: no queda de el más
que su deseo metafísico. No es más que una abertura tendida hacia su fin, hacia un
telos/teos vacio del cual aún presenta la imagen. Nihilismo, entonces, pero en tanto que
simple retorno del idealismo. Si, para Hegel, el arte ha llegado a su fin porque la Idea se
presenta ante él en su propio elemento, en el concepto filosófico; para el nihilista, en
cambio, el arte llega a su fin al presentarse en su concepto propio y vacío.
6. Con ello no se han agotado sin embargo los recursos de la definición del arte ni los
recursos del arte mismo Aún no se ha acabado con su fin. Éste encubre todavía una
complicación suplementaria y de la cual proviene toda la complejidad de lo que se
encuentra en juego en el arte de hoy. Para percibirlo, es preciso avanzar un paso más en la
lógica de la «presentación de la Idea».
Este paso se ejecuta en dos momentos, de los cuales el primero todavía pertenece a Hegel
(y a través de él a toda la tradición), mientras que el segundo refiere al límite de Hegel y
llega hasta nosotros (via Heidegger, Benjamin, Bataille, Adorno).
El primer momento viene a afirmar que la «presentación sensible de la Idea» es en sí misma
una necesidad absoluta de la Idea. Dicho de otra manera, la Idea no puede ser lo que es –
presentación de una cosa en su verdad– sino a través, en y como este orden sensible que es
al misino tiempo su exterioridad y, más aún, que es la exterioridad misma en tanto que
aquello que es sustraído al retorno-en-sí y para-sí de la Idea. La Idea debe salir de sí para
ser ella misma. Eso se llama necesidad dialéctica. Como ustedes ven, su implicación es
equivoca: por una parte, el arte es siempre necesario, entonces, ¿cómo podría tener fin?
Pero, por otra parte, es la Idea la que es presentada para terminar. No me detendré aquí más
tiempo sobre este equívoco, aunque haya mucho que aprender de la manera muy especifica
en que dicho equívoco trabaja la Estética de Hegel y complica o, más aún, subviene
secretamente el esquema del «fin del arte».
Pero paso al segundo momento: aquel en que Hegel no accede (no logra acceder) a lo que
permanece, en suma, como el residuo del equivoco (y sobre lo cual este equivoco entonces
también opera, a su manera). De manera lapidaria, este segundo momento puede enunciarse
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9
así: la Idea, al presentarse, se retrae en tanto que Idea. He aquí un enunciado que es
necesario examinar más detenidamente.
La presentación de la Idea no constituye la puesta a la vista en el exterior de aquello que se
hallaba en el interior, si el interior no es lo que es –«interior»– sino en el exterior y en
tanto que exterior. (Se trata en el fondo de la estricta lógica de una autoimitación.) Así, en
lugar de reencontrarse y retornar como la idealidad invisible de lo visible, la Idea borra su
idealidad para ser lo que es. Pero lo que ella «es», a causa de ello, no lo es y no puede serlo.
En otros términos: que el sentido sea su propio repliegue, he aquí quizás lo que nos queda
de la filosofía de la Idea, es decir, lo que nos queda por pensar. Pero que el repliegue del
sentido no sea nuevamente una Idea impresentable por presentar, he aquí lo que hace
indisociablemente de este resto –y de su pensamiento– una tarea del arte: puesto que si este
repliegue no es una idealidad invisible por visualizar, es que es por completo al trazarse
directamente en lo visible, como lo visible mismo (o como lo sensible en general). Tarea
del arte, en consecuencia, que no seria más la de una presentación de la Idea, y que debería
definirse de otra manera.
7. Es aquí donde el remanente es vestigio. Si no existe lo invisible, no existe imagen visible
de lo invisible. Con el repliegue de la Idea, es decir, con el acontecimiento que sacude
nuestra historia desde hace dos siglos (o bien, desde hace veinticinco Siglos...), la imagen
también se repliega. Y como veremos, lo otro de la imagen es el vestigio
La imagen se repliega en tanto que fantasma o espectro de la Idea, destinada a desvanecerse
en la presencia ideal misma. Se repliega así en tanto que imagen de, imagen de algo o de
alguien que no sería una imagen. Se desdibuja como simulacro o como rostro del ser, como
sudario o como gloria de Dios, como impronta de una matriz o como expresión de un
inimaginable. (Volveremos sobre este pasaje, que es acaso en primer lugar una imagen bien
precisa que se desdibuja: el hombre como imagen de Dios.)
En este sentido, lejos de ser la «civilización de la imagen» a la que se acusa, también a ella,
de crímenes cometidos contra el arte, somos más bien una civilización sin imagen, dado
que no está presente la idea. El arte, hoy, tiene por tarea responder a ese mundo o responder
por él. No se trata de construir imagen a partir de esta ausencia de Idea, dado que en este
caso el arte permanece apresado dentro del esquema ontoteológico de la imagen de lo
invisible, de ese dios que habría que «imaginar inimaginable», según Montaigne. Se trata
por lo tanto de otra tarea, cuyos datos es necesario intentar esbozar.
Está claro, por lo menos, que si el arte continúa siendo definido como una relación de la
imagen a la Idea, o de la imagen a lo inimaginable (doble relación que casi determina, en la
tradición, la partición entre lo bello y lo sublime en las determinaciones filosóficas del
arte), es entonces el arte en su integridad que se repliega con la imagen. Y es lo que, en
efecto, vio venir Hegel. Si su fórmula ha conocido una fortuna tal, si ha sido inclusa
ampliada y desviada, es simplemente porque era verdadera, y porque el arte empezaba a
terminar con su función de imagen. Lo que equivale a decir, con su función ontoteológica:
es en la religión, o como religión, que el arte hegeliano deviene «cosa del pasado». Pero es
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así, quizás, que el arte comenzaba a tornarse visible de otra manera que como imagen, que
llegaba a hacerse sentir de manera diferente.
En un mundo sin imagen en el sentido expuesto, se despliega una plétora, un torbellino de
imágenes en las que es imposible reencontrarse, en las que el arte ya no se reencuentra más.
Es una proliferación de vistas, lo visible y lo sensible mismo en múltiples esquirlas, que no
reenvían a nada. De vista que no hacen ver nada, o que nada ven; vistas sin visión.
(Piénsese en el desdibujamiento de aquella figura romántica en la que el artista era un
visionario.) O bien, y de manera simétrica, este mundo se encuentra atravesado por una
interdicción «radicalizada» de imágenes, como dice Adorno12
, y se ha convertido así en
«sospechoso de superstición», si no es otra cosa que la angustia frente a la nada en la que se
sostendría toda imagen. Este «reenvío a la nada» se abre entonces a una ambigüedad
fundamental: o bien la «nada», de manera obstinada –y me atrevería a decir obsesiva–, se
comprende aún como negativo de la Idea, como Idea negativa o como abismo de la Idea
(como el vacío en el centro de su auto-imitación), o bien puede comprenderse de otra
manera, Es lo que yo quisiera proponer bajo el nombre de ese casi nada que es el vestigio.
8. Lo que permanece en repliegue de la imagen, o lo que permanece e su repliegue, como
este repliegue mismo, es en efecto el vestigio. El concepto de esta palabra nos será dado en
primer lugar, sin duda no por azar, por la teología y por la mística. Iremos a tomarlo allí,
para apropiárnoslo. Los teólogos han establecido la diferencia entre imagen y vestigio con
el objeto de distinguir entre la marca de Dios en la criatura razonable, en el hombre imago
Dei, y otro modo de esta marca en el resto de la creación. Este otro modo, el modo
vestigial, se caracteriza por lo siguiente (tomo en préstamo aquí el análisis de Tomás de
Aquino): el vestigio es un efecto que «representa solamente la causalidad de su causa, mas
no su forma»13
. Tomás de Aquino da como ejemplo el humo, cuya causa es el fuego. En
efecto, añade al referirse al sentido de la palabra vestigium, que designa en primer lugar la
suela o la planta del pie, un rastro, una impronta de paso: «el vestigio muestra que ha
habido un movimiento de alguien que pasa, pero no de quien pasa.» El vestigio no
identifica su causa o su modelo, a diferencia (y es otra vez el ejemplo de Santo Tomás) de
la «estatua de Mercurio, que representa a Mercurio» y que es una imagen. (Debe recordarse
aquí que, en conceptos aristotélicos, el modelo es también una causa: la causa «formal».)
En la estatua existe la Ide, el eidos y el ídolo de Dios. En el humo vestigial no hay eidos del
fuego. También se podría decir: la estatua tiene un «interior», un «alma», el humo no tiene
interior. Nada conserva del fuego sino su consumación. Se dice «no existe humo sin
fuego», pero aquí el fuego vale en primera instancia como la ausencia del fuego, de la
forma del fuego (a diferencia, precisa el de Aquino, de un fuego iluminado como electo de
un fuego iluminante). No obstante, no se considera esta ausencia como tal, no se refiere a la
impresentabilidad del fuego, sino a la presencia del vestigio, a su resto o a la impresión de
su presencia. (Vestigium proviene de vestigare, «seguir la huella», palabra de origen
12
Dialectique nègative, op.cit., p. 313. 13
Summa Theologica, Ia, qu.45, art. 7. Sobre la imagen y el vestigio, en Tomás de Aquino y en otras partes,
es necesario consultar los análisis de Georges Didi-Huberman en su Fra Angelico. Dissemblance et
figuration, Flammarion, 1990. Me separo de este autor al proponer una interpretación no dialéctica del
vestigium, pero en el marco de la teología, la interpretación dialéctica de Didi-Huberman se encuentra
absolutamente fundada.
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desconocido, de la que se pierde el rastro. No se trata de una «búsqueda», sino de
encaminar sus pasos en el rastro del paso.)
Con seguridad, para la teología existe el fuego: es el fuego de Dios. Y más aún, sólo el
fuego tiene un ser verdadero y pleno: el resto es ceniza y humo (o, por lo menos, se
encuentra allí uno de los polos de la consideración teológica, de la que el otro polo sigue
siendo una afirmación y una aprobación de toda cosa creada). No busco aquí entonces una
derivación continua del «vestigio» a partir de la teología: pues en este caso se trata aún de
un resto de teología que introduciré. De que el vestigio pueda ser perfectamente religioso
tenemos un ejemplo en los márgenes legendarios del islam: la impronta del pie de Mahoma
en el momento de su partida al cielo. Existe, por otro lado, detrás de la teología cristiana,
toda una espiritualidad y una teología bíblicas del rastro y del pasaje. Ahora bien, el rastro
de Dios sigue siendo su rastro, y Dios no se desvanece en él. Buscamos otra cosa: el arte
indica otra cosa. Hasta una atención demasiado sostenida a esta palabra de «vestigio»,
como a cualquier otra palabra, podría amparar la tendencia a hacer de ella un nombre más o
menos sagrado, una especie de reliquia (otra forma del «resto»), Es preciso apelar aquí a
una semántica que sea ella misma vestigial: no permitir que el sentido se pose más tiempo
que el pie de un pasante.
En estas condiciones, lo que aquí postulo –y que, creo, se propone expresamente desde
Hegel– es que el arte es humo sin fuego, vestigio sin Dios, y no presentación de la Idea. Fin
del arte-imagen, nacimiento del arte-vestigio; o bien, actualización de lo siguiente: que el
arte siempre fue vestigio (y que por ende siempre se sustrajo al principio onto-teológico).
¿Pero cómo entender esto?
9. En el arte debería distinguirse entonces entre imagen y vestigio, en la misma obra de
arte, acaso en todas las obras de arte. Debería distinguirse lo que opera o lo que demanda
una identificación del modelo o de la causa, aunque fuera negativa, y lo que propone –o lo
que expone– solamente la cosa, cualquier cosa, y entonces, en un sentido, cualquiera que
fuese, pero no de cualquier manera, no en tanto que imagen de la Nada y tampoco en tanto
que puro iconoclasma (lo que acaso viene a ser lo mismo). Cualquier cosa en tanto que
vestigio.
Para intentar discernir lo que se encuentra en juego en este concepto singular, alojado como
un cuerpo extraño, difícilmente localizable, entre presencia ausencia, entre el todo y la
nada, entre la imagen y la Idea, huyendo de estas parejas dialécticas, retornemos al
vestigium. Recordemos en primer lugar que para el teólogo el vestigium Dei es
directamente lo sensible, es lo sensible mismo en su ser-creado. El hombre es imago en
tanto que rationalis, pero el vestigium es sensible. Vale decir también que lo sensible es el
elemento en el cual, o como el cual la imagen se desdibuja y se repliega. La Idea allí se
pierde... Dejando su rastro, sin duda, pero no como la impronta de su forma: como lo
trazado, el paso de su desaparición misma. No la forma de su auto-imitación, ni la forma en
general como auto-imitación, sino lo que de ella queda cuando no ha tenido lugar.
Así, por poco que se trasponga aquí el limite de la ontoteología, el paso que sucede a Hegel
desde Hegel pero finalmente fuera de él, el paso en el extremo del fin del arte, y que
culmina este fin en otro acontecimiento, entonces ya no tiene que ver con la pareja de lo
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sensible que presenta y lo ideal presentado. Tiene que ver con lo siguiente: la forma-idea se
repliega y la forma vestigial de este repliegue es lo que nuestro léxico platonizante nos
lleva a nombrar «sensible». La estética en tanto que dominio y en tanto que pensamiento de
lo sensible no significa otra cosa. Aquí, el rastro no es el rastro sensible de un insensible
que lo encaminaría por su senda o por su pista (que indicaría el sentido hacia el Sentido): es
lo trazado o el trazado (de lo) sensible, en tanto que su sentido mismo. El ateísmo mismo (y
es sin duda lo que Hegel ya había comprendido).
¿Que podría querer decir esto? Intentemos avanzar más en la comprensión del vestigium.
Esta palabra designa la planta del pie, así como su impronta o su rastro. Se puede de allí
extraer, si es posible decirlo, dos rasgos alejados de la imagen. El pie, en principio, es lo
opuesto al rostro, es la faz o la superficie más disimulada del cuerpo. Podrá pensarse aquí
en la presentación, ateológica en suma, del Cristo muerto de Mantegna, con las plantas de
sus pies vueltas hacia nuestros ojos14
. También se podría recordar que la palabra faz
proviene de una raíz que significa posar: posar, presentar, exponer, sin remitir a nada.
Aquí, sin relación con nada diferente que un suelo que sostiene, pero que no forma un
sustrato o sujeto inteligible: solamente espacio, extensión y lugar de pasaje. Con la planta
del pie se está en el orden de lo plano y lo horizontal, de la extensión horizontal sin
referencia a la vertical tirante.
El pasaje constituye el segundo rasgo: el vestigio como testimonio de un paso, de una
marcha, de una danza o de un salto, de una sucesión, de un impulso, de una consecuencia,
de un ir-y-venir, de un transire. No es una ruina –que es el resto devastado de una
presencia– sino precisamente un contacto a ras del suelo.
El vestigio es el resto de un paso15
. No es una imagen, porque el paso mismo no consiste en
otra cosa que en su propio vestigio. Una vez que el paso ha sido dado, ya es pasado. O, más
bien, no es nunca, en tanto que paso, simplemente «dado» y registrado en alguna parte. Si
así puede expresarse, el vestigio es su contacto o su operación, sin llegar a ser su obra. O
bien, en los términos que he venido empleando hasta el momento, seria la finalización
infinita (o la no finalización) y no la perfección finita. No existe presencia del paso, pero
este no llega a ser el mismo hasta que se manifiesta en presencia. Es imposible decir
literalmente que el paso tiene lugar: en cambio, un lugar en el sentido fuerte de la palabra
es siempre el vestigio de un paso. El paso, que es su propio vestigio, no es un invisible –no
es Dios ni el paso de Dios– y no es tampoco la simple superficie quieta de lo visible. El
paso ritma lo visible con lo invisible, o bien a la inversa, si se debe hablar ese lenguaje.
Este ritmo comporta secuencia y sincopa, recorrido e interrupción, rasgo y orificio, frase y
espasmo. Conforma así una figura, pero esta figura16
no es imagen en el sentido al que me
acabo de referir. El paso de la figura, o el vestigio, es su trazado, su espaciamiento.
Es necesario asimismo renunciar a nombrar y a dar atributos al ser del vestigio. Lo vestigial
no es una esencia. Y es ello mismo lo que nos encamina de ahora en más tras el rastro de la
14
Puede comparárselo, entre otros ejemplos, con La lección de anatomía del Dr. J. Deymann, de Rembrandt. 15
Hablar del paso es saludar a Blanchot y a Derrida. 16
Sobre la cuestión de la figura, cf. Philippe Lacoue-Labarthe y Jean-Luc Nancy, «Scène», Nouvelle Revue
de Psychanalyse, otoño de 1992.
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«esencia del arte». Que el arte sea hoy su propio vestigio, he aquí lo que nos abre a él. No
es una presentación degradada de la Idea, ni la presentación de una Idea degradada:
presenta lo que no es «Idea», la moción, el advenimiento, el pasaje, lo ya-ido de toda
llegada-en-presencia. Así, en el Infierno de Dante, un hundimiento suplementario de la
barca o el rodar de ciertas piedras señalan a los condenados –pero no les hacen ver– el
pasaje invisible de un ser vivo17
10. Apartándose de la cuestión del ser, se presentaría la del agente. Quedaría por preguntar:
¿de quién es el paso?, ¿de quién es el vestigio?
No es el de los dioses, o bien sería cuanto más el de su partida. Pero esta partida es tan
antigua como el arte de Lascaux. Si «Lascaux» significa «arte», es decir, si el «arte» no
emerge progresivamente de la materia sin valor de la magia –y mas tarde de la religión–,
sino que indica desde el principio otra postura, no la impronta de la genuflexión, sino el
rastro del paso, entonces la cuestión del arte jamás ha ocupado al arte. La idolatría y la
iconoclastía no tienen vigencia sino con relación a la Idea. Ello no impide en absoluto que
el arte haya sido homogéneo con respecto a las religiones (y seria necesario, además,
considerar las diferencias entre ambas). Pero en la religión misma, el arte no es religioso
(Hegel lo habría comprendido).
Habría mucho que decir del paso de los animales, de sus ritmos y sus marchas, de sus
rastros multiplicados, vestigios de patas o de olores, y de lo que en el hombre constituye
vestigio animal. Aquí, una vez más, seria necesario volverse a lo que Bataille denomina la
«bestia de Lascaux». (Suponiendo que se pueda ignorar, más acá del animal, todas las otras
formas de pasos o de pasajes, las presiones, los frotamientos, los contactos, todos los roces,
estrías, rayas, jaspeados, rasguños...) Pero correré el riesgo de afirmar que el vestigio es
propio del hombre. No del hombre-imagen, no del hombre sometido a la ley de ser imagen
de su propia Idea, o de la Idea de sí mismo. A un hombre, por lo tanto, al que difícilmente
convenga ese nombre, si es difícil separarlo de la Idea, de la teología humanista. Pero,
digamos, tratemos de decir, aunque más no fuera como un ensayo, el pasante. Un pasante,
cada vez, y cada vez quienquiera que fuese: no es que sea anónimo, sino que su vestigio no
lo identifica18
. Es, cada vez, entonces, también común.
Él pasa, él es en el pasaje: lo que también se llama existir. Existir: el ser pasante del ser
mismo. Llegada, partida, sucesión, pasaje de los límites, distanciamiento, ritmo y sincopa
del ser. Así, no la demanda de sentido sino el pasaje como todo el tener lugar del sentido,
como toda su presencia. Existirían dos modos del ser-presente, o de la prae-esse: el-ser-al-
encuentro-de, presentado, de la idea, la Idea; y el ser-delante-de, que precede (no presenta),
que pasa y, por lo tanto, es siempre-ya-pasado. (En latín, vestigium tempris ha podido
significar el lapso muy breve, el momento o el instante. Ex vestigio = en el acto.)
No obstante, el nombre del hombre sigue siendo en una medida demasiado grande un
nombre, una Idea y una imagen. Y no es en vano que fuera enunciado su desdibujamiento.
Sin duda, pronunciarlo de nuevo, en otro tono completamente distinto, es también rechazar
17
XII, 28 y XIII, 27. 18
Saludos, esta vez, a Thierry de Duve («Fais n’importe quoi...», Au nom de l’art, parís, Minuit, 1981).
![Page 14: Jean Luc Nancy - El Vestigio Del Arte](https://reader035.fdocuments.es/reader035/viewer/2022081821/553c6ad855034636568b4858/html5/thumbnails/14.jpg)
14
la interdicción angustiada de las imágenes, sin reconducir necesariamente al hombre del
humanismo, vale decir, de la auto-imitación de su Idea. Pero, pan finalizar y de pasada, aún
se podría intentar introducir una nueva palabra: la gente. «La gente», palabra vestigio si las
hay, nombre sin nombre de lo anónimo y lo confuso, nombre genérico por excelencia, pero
cuyo plural evitaría la generalidad, indicaría más bien, al contrario, el singular en tanto que
es siempre plural, y también el singular de los géneros, de los sexos, de las tribus (gentes),
de los pueblos, de los géneros de vida, de las formas (¿cuántos géneros hay en el arte?,
¿cuántos géneros de géneros?, pero jamás existió un arte que no perteneciera a algún
énero...), y el singular/plural de las generaciones y de los engendramientos, es decir, de las
sucesiones y de los pasajes, de las llegadas y las partidas, de los saltos, de los ritmos. El
arte y la gente: los dejo con ese título para otra conversación.
Traducción de Daniel Santero
Jean-Luc Nancy: «Le vestige de 1'art» en Les Muses; Paris, Galilée, 1996.