Jerusalén

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Jaume Puigpinós i Serra La tierra prometida Viajé por primera vez a la Tierra Prometida hace ya 7 años. Mi objetivo era supervisar las prospecciones arqueológicas que nuestro museo estaba realizando por aquél momento en una antigua mezquita de las afueras de Jerusalén. Un trabajo difícil, si se tenía en cuenta que la región estaba sumida desde hacía más de 2000 años en un conflicto incesante, pero apasionante, si se valoraba la carga histórica y cultural de las piedras de esa vasta metrópoli. La expedición fue un éxito, ya que el trabajo realizado nos permitió responder muchos a interrogantes, pero lo más impresionante fue lo que entendí desde lo alto de un tejado tras haber deambulado por calles y senderos. No voy a compartir aquí ningún descubrimiento arqueológico, mas intentaré plasmar con palabras lo que mis ojos vieron, y lo que aquel cielo susurró a mi corazón. Aterricé en aquel desierto una noche, ya durante los últimos días de un verano que había sido seco. Observé centenares de casas bajas y luces intermitentes que alumbraban el trayecto de

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Treballs de Castellà. 2n Batxillerat. Institut Manuel de Montsuar. Lleida - Curs 2010-11

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Jaume Puigpinós i Serra

La tierra prometidaViajé por primera vez a la Tierra Prometida hace ya 7 años. Mi objetivo era supervisar las prospecciones arqueológicas que nuestro museo estaba realizando por aquél momento en una antigua mezquita de las afueras de Jerusalén. Un trabajo difícil, si se tenía en cuenta que la región estaba sumida desde hacía más de 2000 años en un conflicto incesante, pero apasionante, si se valoraba la carga histórica y cultural de las piedras de esa vasta metrópoli. La expedición fue un éxito, ya que el trabajo realizado nos permitió responder muchos a interrogantes, pero lo más impresionante fue lo que entendí desde lo alto de un tejado tras haber deambulado por calles y senderos. No voy a compartir aquí ningún descubrimiento arqueológico, mas

intentaré plasmar con palabras lo que mis ojos vieron, y lo que aquel cielo susurró a mi corazón.

Aterricé en aquel desierto una noche, ya durante los últimos días de un verano que había sido seco. Observé centenares de casas bajas y luces intermitentes que alumbraban el trayecto de noctámbulos anónimos y héroes de la noche. Un confortable hotel seria mi hogar durante cinco días. Dormí a los pocos minutos de llegar. Durante cuatro días cubrí el trayecto del hotel a las prospecciones en un coche blindado, que solo me permitió percibir la cruda realidad del pueblo palestino, y la de su decadente hogar. Nada de visitar la cercana metrópoli, ya que nuestra excavación acumulaba un retraso considerable y debíamos apresurarnos antes del fin del contrato.

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A una sola jornada de mi partida, pude permitirme el lujo de visitar Jerusalen. Tenía una tarde. Decidí ir solo.

Ancorada en las aguas más profundas de los océanos de la historia se alzaba ante mí la capital de Israel, Palestina y el Mundo antiguo. El coche me dejó cerca de la ciudad antigua. Las calles de la parte judía eran estimulantes, modernas y abarrotadas de estrellas de David y policía, pero de pronto toda la modernidad colisionó con la entrada al recinto antiguo, que albergaba uno de los conjuntos monumentales más espectaculares del globo, y desde luego, el mayor número de hogares sagrados de las grandes religiones por kilometro cuadrado. Dos cementerios, católico a la derecha y protestante a la izquierda, precedían el monumento al holocausto y otro cementerio, esta vez ortodoxo. Sinagogas e iglesias se contaban por decenas cuándo me encontré con el templo del Santo Sepulcro, erigido mil años atrás por caballeros y arquitectos endebles en honor al señor de sus cielos. Subí a su escalera hacía las nubes y desde ese épico campanario divisé el que otra cultura, esa vez con sabor a desierto, erigió en honor a otro hombre, y a dios: la Cúpula de la Roca. Su dorado techo reflejaba cada halo de luz cómo si esta dialogara con un dios solar. La percepción de aquel espectáculo era entumecedora. Mis piernas estaban exhaustas, pero mis ojos sedientos de historia buscaron la curiosa panorámica de la plaza donde la enésima gran religión de aquél ecosistema cultural encontraba su gran hogar de culto. Rabinos y creyentes oraban en el Muro de las lamentaciones, que resistía aun el embate de la historia. Deambulé más tarde por las calles, soportando el peso de los fotogramas que aquella tarde mis sentidos captaron, y vi como el crepúsculo se acercaba. Decidí visitar de cerca la explanada de las mezquitas, donde el Monte Moría y el Calvario chocan con Sión. Abraham dialogó con dios en aquel polvo, Jesús murió en aquellas rocas y Mahoma ascendió al cielo… Mi cuerpo rompió las fronteras de la física y volé, volé lejos pero no me moví de allí. Las luces se encendían en la ladera del monte. Volví al Muro porque había quedado con mi chófer. Decidimos beber un té antes de partir, desde un balcón que observaba con fiereza toda la ciudad. Un susurro de brisa vespertina, exhalada quizás por el Mar Muerto, me recorrió toda la espalda hasta llegar a mi nuca, y entonces decidí abrir los ojos como nunca había hecho para intentar entender lo que aquella

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panorámica decía con una voz imperceptible. Me habló de su pasado con orgullo, y de su presente triste pero a la vez esperanzador. Me hizo entender que subir al cielo, como aquellos grandes hombres habían echo, no era difícil; tan solo debías entender que era el cielo. Y lo hice.

Algunas veces, el alma de las cosas es tan desbordante y conmovedora que es capaz de existir aun y ser tan solo un espejismo de nuestra percepción. En un atardecer me percaté que lejos en el mar existía, sobre un puñado de polvo, la ciudad más maravillosa de la tierra. Su corazón reflejaba sobre las nubes todos los colores del mar, los olivos y el desierto, y el sol lucía como si se consumiese por última vez.