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BTO. COLUMBA MARMION, OSB Jesucristo, ideal del sacerdote Traductor Luis Zorita Jáuregui, pbro. Fundación GRATIS DATE Apartado 2154 - 31080 Pamplona, España ISBN 84-87903-87-8, DL NA 438-2013 Gráficas Lizarra, S.L., Ctra. de Tafalla km. 1 - 31132 Villatuerta, Navarra

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BTO. COLUMBA MARMION, OSB

Jesucristo,ideal del sacerdote

TraductorLuis Zorita Jáuregui, pbro.

Fundación GRATIS DATEApartado 2154 - 31080 Pamplona, España

ISBN 84-87903-87-8, DL NA 438-2013Gráficas Lizarra, S.L., Ctra. de Tafalla km. 1 - 31132 Villatuerta, Navarra

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2 Bto. Columba Marmion – Jesucristo, ideal del sacerdote

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Carta de la Secretaría de Estadode S. S. Pío XII

Vaticano, 28 de Abril de 1952

Reverendísimo Padre:

El Procurador General de la Congregación Benedictina deBélgica ha enviado en vuestro nombre al Santo Padre el libro póstu-mo de Dom Columba Marmion: «Jesucristo, ideal del Sacerdote»,que habéis tenido el filial pensamiento de ofrendarle.

El llorado Dom Marmion ha conquistado un lugar tan sobre-saliente en la literatura espiritual contemporánea que toda obra suyatiene asegurada la mejor acogida por el Soberano Pontífice. Estefelicita vivamente a quienes han recogido, ordenado y publicado es-tas páginas doctas y piadosas y desea paternalmente que ellas pro-longuen en el mayor ámbito posible y principalmente entre los sa-cerdotes, aquella bienhechora influencia que, aun vivo, ejerció eleminente maestro de vida espiritual que fue Dom Columba Marmion.

Animado de este deseo y en prenda de su vivo agradecimien-to, Su Santidad envía de todo corazón la Bendición Apostólica a vosy a cuantos han trabajado en esta preciosa publicación.

Dignaos aceptar, Rvdmo. Padre, mi agradecimiento personalpor el ejemplar de este hermoso libro que me habéis enviado y eltestimonio de mi afecto en N. S.

J. B. MONTINISubst.

RVDO. PADRE G. DAYEZAbad de Maredsous

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Prólogode Dom R. Thibaut, OSB

El 6 de marzo de 1918, a los pocos me-ses de haber publicado su obra Jesucris-to, vida del alma, que tanta resonanciahabía de alcanzar, Dom Marmion anun-ciaba a uno de sus corresponsales que elconjunto de su obra comprendería cua-tro volúmenes: Cristo, nuestra vida, Losmisterios de Cristo, Ascética benedictina,Sacerdos alter Christus. Y el 25 de septiembre del mismo año es-cribía: «He empezado el cuarto volumen,destinado a los sacerdotes, según el si-guiente plan: 1. Sacerdocio eterno. – 2.La vocación sacerdotal. – 3. La Misa. – 4.El sacrificio de alabanza. – 5. El sacrificiode acción de gracias. – 6. La propiciación.– 7. La impetración». Jesucristo en sus misterios se publicó en1919, y al poco tiempo de haberse edita-do (en septiembre de 1922) Jesucristo,ideal del monje, el Abad de Maredsousfue llamado al seno de Dios el 30 de ene-ro de 1923. La célebre trilogía quedabaincompleta, al no publicarse la parte másimportante del mensaje después de Jesu-cristo, vida del alma, precisamente aque-lla que Dom Marmion destinaba a lossacerdotes. «Pendent opera interrupta». Esta «interrupción» había de prolongarsedurante muchos años. Y, como testigo deexcepción, el que suscribe este prólogo se

siente obligado a dar al lector una explica-ción de las razones que la han motivado. Es bien notorio que Dom Marmion nun-ca escribió nada con vistas a su publicación.Los tres primeros volúmenes consagradosa Cristo fueron editados por uno de susmonjes, sirviéndose de las notas que susdiscípulos tomaban al escuchar sus confe-rencias. El conjunto de estos documentosha permitido al editor formar una exposi-ción dogmática y ascética de una gran co-hesión. Esta empresa tan delicada se realizó conel estímulo de Dom Marmion y bajo su di-rección y control personal. No hay páginaque no fuese sometida a revisión y que élno corrigiese a pluma o lápiz, añadiendo aveces algún texto de la Escritura, de losSantos Padres o de la Liturgia, que comple-taba y corroboraba su idea. Esta revisión constante y total, no sola-mente constituyó para el editor una garan-tía de primer orden, sino que también per-mitió a Dom Marmion que su obra tuvieraun carácter indiscutible de plena autentici-dad.

Después de su muerte, se encontraron en-tre sus legajos abundantes notas autógrafasacerca del sacerdocio y de la santidad sa-cerdotal, que le habían servido para prepa-rar sus pláticas espirituales. Resultaba, sin duda, factible extraer deentre todos estos materiales, reunidos a lolargo de una treintena de años, una obra losuficientemente ordenada y homogénea. Desgraciadamente, este trabajo no podríaser ya sometido al control del maestro. Nosería posible una revisión ni una aprobaciónque contrastara su valor. Fácilmente se comprenderá que ello sus-citara en el espíritu del editor un escrúpulocreciente hasta hacerse invencible, que pa-ralizó toda tentativa de realización.

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Pero, recientemente, se ha presentado laocasión de emprender la tarea en condi-ciones inesperadas y tan favorables cuantoera posible. Dom Ryelandt, antiguo discí-pulo y durante muchos años asiduo oyentede las conferencias del maestro, ha sidoexonerado de importantes cometidos queabsorbían su tiempo. Y con una amabilidadque todos nuestros lectores le agradecerán,se ha dignado aportarnos el valioso apoyode sus profundos conocimientos de la doc-trina de Dom Marmion. Una colaboraciónmeditada y continua ha permitido ofreceral público, con la mayor exactitud posible,una síntesis de la doctrina sacerdotal dignade nuestro común maestro.

Creemos que será interesante revelar al-gunos detalles del ministerio que DomMarmion ejerció con el clero. Esta forma de apostolado era de su espe-cial predilección, porque se dirigía a los«amigos» de Jesús, asociados por el divinoMaestro a su obra redentora. Se gozaba enrepetir, al hablar de estas predicaciones, queellas «alcanzaban a los multiplicadores». La Providencia le había preparado parauna misión tan elevada. Dom Marmion co-noció íntimamente la vida de los semina-rios mayores, tanto en Dublín como en elcolegio irlandés de Roma, donde terminósu formación teológica. Ordenado en laCiudad Eterna el año 1881, volvió a Irlan-da, para ser nombrado vicario de Dundrum,en los arrabales de la capital. A lo largo detodo un año, se inició allí en las múltiplesactividades del ministerio parroquial. Suarzobispo le encomendó a continuación lacátedra de filosofía en el seminario deClonliffe, que regentó durante cuatro años.Y en este tiempo fueron muchos los semi-naristas que acudieron a él para confiarlela dirección de su alma. Tuvo simultánea-mente el cargo de atender a dos comunida-des de religiosas, y dispensó sus auxilios

espirituales a los presos de ambos sexosde las cárceles de Dublín. Este prolongado trato con almas de con-diciones tan diversas, desde las más deshe-redadas a las más nobles, permitió a DomMarmion penetrar paulatinamente en losrepliegues más profundos de la concienciahumana. Contaba veintiocho años cuando, rico yade experiencia sacerdotal, pudo al fin, elaño 1886, realizar sus aspiraciones a la vidadel claustro e ingresar en Maredsous. Después de su profesión religiosa, entróen contacto con la parroquias de los aleda-ños de la abadía, y su celo ardiente hizo quefuera solicitadísimo por los sacerdotes, quedescubrieron en él un auténtico predicador,cuya incorrecta pero original palabra con-movía a las almas. Su nombre fue paulati-namente extendiéndose. Al poco tiempo,inauguró en Dinant s/Meuse su apostoladopropiamente dicho con los sacerdotes, conuna serie de retiros mensuales dirigidos alclero de la ciudad, durante los años 1897-1898. Pero fue en Lovaina, donde por espaciode diez años, a partir de 1899, desplegó ple-namente este ministerio. En el colegio delEspíritu Santo –residencia de profesores delas Facultades de Teología y jóvenes sacer-dotes que se preparaban para recibir losgrados académicos–, en el seminario deLeón XIII y en el colegio americano expu-so su doctrina en numerosos retiros y con-ferencias periódicas. Fue una voz nueva laque se escuchó en aquel ambiente univer-sitario. El carácter dogmático de su pala-bra y la cálida convicción y el aliento vitalque la animaban produjeron una profundaimpresión. Dom Marmion conquistó rápi-damente la estima de aquellos sacerdotes,mucho de los cuales le confiaron la direc-ción de sus almas. El más ilustre de todossería Mons. Mercier. Nombrado arzobispode Malinas, y después cardenal, Mons.

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Mercier encomendó a Dom Marmion lamisión de dirigir durante los años 1907-1908 las pláticas espirituales a los ochentasacerdotes de las parroquias y de los cole-gios de Bruselas. Pero ya le reclamaban deInglaterra. El cardenal Bourne, arzobispo deWestminster, y Monseñor Amigo, obispode Southwark, hicieron repetidas llamadasa su celo a favor de su clero. Este apostolado, que fue particularmentefecundo durante estos años, se prolongóhasta su muerte. Los grandes seminarios deTournai y de Nottingham (agosto y septiem-bre de 1922) fueron los últimos que se be-neficiaron de esta doctrina, que era a untiempo tan sobrenatural y tan humana. Como ya lo hemos hecho notar, DomMarmion dejó numerosas notas de todasestas predicaciones. A veces, su redacciónaparece sumariamente esbozada; pero,en su mayor parte, estas notas son frag-mentarias, poco ordenadas, incompletas,escritas currente calamo o a lápiz, o sim-plemente reducidas a unas pocas líneasrápidamente pergeñadas en una hoja deagenda. No obstante, todas constituyenun material de elevada y rica doctrina.Estas notas forman el grupo principal ymás auténtico de nuestra documentación.Hemos utilizado principalmente las no-tas de Lovaina (1899-1909), que atesti-guan una maestría que cada vez se sen-tía más segura de sí misma. A partir de 1909, la documentación esmenos abundante. Dom Marmion, elegidoabad de Maredsous, se vería cada vez másabsorbido por los deberes de su cargo. Porlo demás, Dom Marmion había llegado enesta época a la plena madurez de su talentoy al completo dominio de su doctrina. Do-tando como estaba de una excelente me-moria, vivió en adelante sirviéndose delcaudal adquirido. Por lo que concierne aeste último período, disponemos de otrafuente de materiales: las notas que diligen-

tes oyentes tomaron de sus instruccionesespirituales. Destacan entre ellas el textode dos retiros completos: los predicadosen 1919 a los religiosos que volvían de laguerra, y a los seminaristas de Tournai;ambos revelan gran elevación de pensamien-to y experiencia consumada. Era menester hacer una selección atentay escrupulosa de todos estos documentosmúltiples y variados, de fecha y valor di-verso, y en que son inevitables las repeti-ciones, para llegar a lograr un solo conjun-to inédito, que fuese a un tiempo coheren-te y completo. El plan esbozado por Dom Marmion ensu carta del 25 de septiembre de 1918 esdemasiado somero para permitirnos ver enél más que una idea muy general de la obra,aunque el lugar que asigna en dicho plan alsacrificio de la misa expresa suficientemen-te cuál fuera su pensamiento. La riqueza de la documentación y el de-seo de no desperdiciar nada de tales teso-ros nos ha impulsado a distribuir la doctri-na en un cuadro sencillo y lógico que seadapte a todo el ámbito de la vida sacerdo-tal. Cualquiera otra disposición nos hubie-ra impedido agrupar en una única síntesisla casi totalidad de los muchos y preciososelementos que Dom Marmion nos ha lega-do. El mismo hubiera aprobado, sin duda,este procedimiento que recuerda los pla-nes de Jesucristo, vida del alma y Jesucris-to, ideal del monje que habían recibido subeneplácito. El objeto perseverante denuestros comunes esfuerzos ha consistidoen procurar que la sustancia doctrinal de lasenseñanzas de Dom Marmion se conserveen toda su pureza y en toda su integridad,en su unidad sustancial y en la variedad desus aspectos. Destaquemos ahora lo característico dela doctrina de Dom Marmion. En su ideo-logía, eco de la de San Pablo, la vida sacer-dotal no llega a comprenderse en toda su

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plenitud sino dominada por Cristo y en unacontinua dependencia de sus méritos, de sugracia y de su acción. Únicamente en estaluminosa perspectiva se pueden compren-der la dignidad del sacerdote y la obra desu santificación. El sacerdote ha recibidosus poderes sobrenaturales de un sacerdo-cio que sobrepuja infinitamente al suyo: delsacerdocio del Verbo encarnado. El no ejer-ce estos poderes sino mediante una subor-dinación total al supremo Pontífice. Poresto mismo, las virtudes propias del sacer-dote habrán de ser reproducción de las deldivino modelo y, entre los hombres, refle-jo de las de Jesús. En todas sus acciones:funciones sagradas del culto, administra-ción de sacramentos, obras de celo, piedadprivada y ocupaciones diarias, el sacerdotedeberá tener siempre conciencia de que esministro del Salvador, alter Christus. Así, susantificación, más aun, que la del simplecristiano, no podrá concebirse sino comouna irradiación de Cristo. Para él Cristo loserá todo: Alfa y Omega.

No es necesario advertir que hemos rea-lizado nuestra labor con el mayor respetoal pensamiento exacto y profundo del abadvenerado, del doctor, del director de con-ciencias; con el constante cuidado de con-servar el estilo directo, la forma sencilla ydiáfana, el giro personal y familiar de susfrases y hasta sus expresiones favoritas. Aquellos para quienes sea familiar la doc-trina de Dom Marmion volverán a encon-trarse aquí con temas ya tratados en sus pre-cedentes obras: Cristo, modelo de toda san-tidad; la fe, la caridad, la misa, la oración.¿Hubiera sido, acaso, conveniente prescin-dir en este volumen de los temas citados yremitir al lector a los anteriores escritosde Dom Marmion? Semejante propósito nosolamente hubiera dispersado la atención,sino que, sobre todo, habría desfigurado lasenseñanzas del maestro. Ciertamente, lasantificación del sacerdote no puede reali-

zarse a espaldas de Cristo y de su gracia, delas virtudes, eminentemente cristianas, dela fe, la humildad y el celo, y de la ofrendaeucarística y de la oración. Estas conside-raciones son las que nos han movido a in-cluir estos temas, tratados ahora desde unpunto de vista propiamente sacerdotal. He-mos tenido presente, al mismo tiempo, lanecesidad ineludible de recordar las nocio-nes fundamentales y de soslayar las expli-caciones más amplias, pero más generalesde sus primeros escritos. Esta solución, quesalvaguarda a un tiempo la integridad de ladoctrina de Dom Marmion y el carácterhomogéneo del volumen, es la única quese imponía. Estamos seguros de que con-tará con la entera aprobación de nuestroslectores. Cuando Dom Marmion daba los Ejerci-cios a los sacerdotes, no ambicionaba rei-vindicar una doctrina teológica, ni inculcardeterminadas normas de orientación pas-toral o proponer detallados exámenes deconciencia. Lo que él, sobre todo, preten-día era adentrar a sus oyentes en aquellaatmósfera de fe viva, iluminada, contem-plativa, en que su alma se movía. El calorde sus convicciones y el contagio de su fer-vor infundía en el alma de los sacerdotesuna certeza más firme de las realidades in-visibles, en cuyo ámbito se ejerce su mi-nisterio: les comunicaba un impulso espi-ritual que les liberaba de la rutina y de lamediocridad; despertaba en ellos una vo-luntad generosa de unirse más estrechamen-te a Cristo y de hacer predominar en todasu vida la primacía de la vida interior. Enesto, como en todo, él siempre tiende a loesencial, lo que en repetidas ocasiones, ysingularmente en su exhortación MentiNostræ de 23 de septiembre de 1950, elPastor Supremo Pío XII ha querido recor-dar con insistencia.

Jesucristo, ideal del sacerdote no hacesino prolongar, como un eco fiel, este apos-

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tolado. Cada una de sus páginas tiende a ele-var al lector hacia esta misma atmósferaespiritual, a hacerle comprender mejor latrascendental importancia de esta vida deunión con Dios por Cristo. Todo Dom Marmion se encuentra aquí:su perfecto conocimiento de los dogmas,su doctrina segura –Benedicto XV la clasi-ficó como «la pura doctrina de la Iglesia»–,su vasto conocimiento de la Escritura, enespecial de San Juan y de San Pablo, su granexperiencia de las almas, su unción pene-trante y bienhechora. Aquí se siente palpi-tar una intensa vida sacerdotal y un ardien-te amor de Cristo, ávido de comunicarse. Por todos estos últimos, pero sobre todopor la riqueza, por la abundancia y por laoriginalidad de las observaciones hasta aho-ra inéditas, este volumen se coloca por de-recho propio, y sin que pueda prescindirsede él, junto a lo tres que le precedieron. Ellos completa y los corona. Forma con ellosun sólido bloque, y remata dignamente laformación del corpus asceticum de DomMarmion, todo él centrado en Cristo. Y lle-gados aquí, se encuentra ya íntegramentetransmitido el mensaje tan espontáneo y vi-viente de este maestro de la vida espiritual.

Son muchas las almas que en el secretode la vida del claustro consagran su exis-tencia de oración y de inmolación silen-ciosa a la santificación del clero. Que es-tas páginas, al revelarles la grandeza delsacerdocio y sus grandes exigencias desantidad, les ayuden a realizar su propia mi-sión, no por completamente oculta, menosfecunda al servicio de la Iglesia de Cristo.

Permítasenos cerrar este prólogo citan-do un texto al que la dignidad de su autor, elcardenal Suhard, presta un valor excepcio-nal.

Es bien sabido cómo conocía el lloradoarzobispo de París las necesidades actua-les de las almas, del clero y de los fieles.Prueba: su pastoral Le prête dans la Cité. Ferviente admirador de Dom Marmion yde su doctrina, el cardenal reclamaba consu autorizadísima pluma la publicación deesta obra, cuya acción bienhechora y alcan-ce fecundo claramente presentía. En un lar-go testimonio rendido a la memoria del an-tiguo abad de Maredsous, con ocasión delXXV aniversario de su muerte (1948), y di-rigido al que suscribe estas líneas, escribe:

«La doctrina espiritual de Dom Marmion ofre-ce una síntesis católica, tan profundamente adap-tada a las exigencias de nuestra época y a la orien-tación actual de la piedad católica… Mas DomMarmion no ha terminado aún su obra terrestre o,si la ha terminado, aún no ha sido presentada alpúblico. Jesucristo, ideal del sacerdote; he aquí laobra que esperamos de vuestras manos… Si osdignáis abrir (para bien de los sacerdotes, en quie-nes tenemos puesto nuestro pensamiento) los te-soros de luz y de vida que el venerable difuntodejó en herencia a la familia benedictina, todos lospastores de la Iglesia felicitarán a la abadía deMaredsous y se felicitarán a sí mismos por su cle-ro».

Este libro, que fue tan sinceramente de-seado por el eminente prelado, lo presen-tamos confiadamente a los ministros deCristo. Quiera Dios que la lectura de estaspáginas pueda mantener en los sacerdotesel esfuerzo diario para alcanzar la santidadexigida por la condición sublime de su vo-cación.

Dom R. Thibaut

Abadía de Maredsous, 16 de junio de 195170º aniversario de la ordenación sacerdotal

de Dom Marmion en Roma

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Nota del Traductor

El magnífico prólogo de Dom Thibautnos dispensa de añadir nada por nuestracuenta para presentar la versión españolade Jesucristo, idel del sacerdote, la obrapóstuma del gran maestro de la espirituali-dad benedictina Dom Marmion. Solamen-te diremos que, para la traducción de lostextos de la Sagrada Escritura, nos hemosservido de la versión directa de Nácar-Colunga, publicada por la BAC, y que en lanumeración de los Salmos hemos seguidoel orden de la Vulgata.

Todas las notas (sea cual fuere su natura-leza: bibliográficas o destinadas a subrayarel pensamiento de Dom Marmion) sonnuestras. En sus conferencias a los sacer-dotes, Dom Marmion citaba ordinariamentela Escritura en latín, aunque a veces recu-rría al texto griego. En atención a los lec-tores que desconocen el latín, hemos re-emplazado la cita latina por su traduccióno, a continuación del texto latino, más ex-presivo, hemos indicado su sentido. Nohacemos ninguna referencia, por ser sobra-damente conocidos, a los textos del Ordi-nario de la Misa.

Manifestamos nuestro agradecimiento alos que nos han prestado su ayuda en la pre-paración material de esta obra. Ellos tie-nen su parte en el bien que ella produciráen las almas.

Luis Zorita

Primera Parte

Cristo, autorde nuestro sacerdocio y

de nuestra santidad

I

El sacerdocio de Cristo

1.- La gloria de DiosSan Pablo nos lo revela: la absoluta de-

pendencia de toda criatura ante la soberanagrandeza de Dios obliga al hombre a tribu-tar la gloria a la divina majestad: Ex Ipso etper Ipsum et in Ipso sunt omnia; Ipsi glo-ria in sæcula. Amen (Rom., XI, 36). «Por-que de Él y por Él y para Él son todas lascosas. A el la gloria por los siglos. Amén».Sea dada toda la gloria a la Trinidad.

Dios se tributa a sí mismo una alabanzaperfecta e infinita. Nada absolutamente lepueden añadir todos los himnos de los án-geles y del universo entero. Y con todo,Dios exige de su criatura que se asocie aesta glorificación propia de su vida íntima.Según el plan divino, la gloria que el hom-bre debe rendir al Señor trasciende los lí-mites de la religión natural y se remontahasta la Trinidad misma por el sacerdocio

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de Cristo, único mediador entre la tierra yel cielo.

Tal es la magnífica prerrogativa del sa-cerdocio de Cristo y del de sus sacerdotes:ofrecer a la Trinidad, en nombre de la hu-manidad y del universo, un homenaje de ala-banza agradable a Dios. La grandeza de estesacerdocio consiste en asegurar esencial-mente el retorno de toda la obra de la crea-ción al Señor de todas las cosas.

Con el respeto que brota de una fe viva,comencemos a fijar nuestra mirada en elmisterio de esta glorificación que se reali-za en el seno de la Trinidad. Existía ya an-tes del tiempo como el mismo Dios, y du-rará sin cesar, sicut erat in principio et nuncet semper. Ella es el modelo de toda ala-banza, sea humana o angélica. Y nosotroshemos sido llamados a unirnos a ella, tantoen la tierra como en el cielo. Este es nues-tro sublime destino.

¿Y cuál es esta gloria que se tributanmutuamente las diversas personas?

En su esencia, Dios no solamente es«grande», magnus, sino también «objeto detoda alabanza», laudabilis nimis (Ps., 47,1). Por eso, debe recibir la gloria que co-rresponde a su majestad y es preciso queen sí mismo sea glorificado con una ala-banza igual a los abismos de poder, de sabi-duría y de amor que en El existen. PudoDios no haber creado nada. Hubiera podi-do vivir sin nosotros en la inefable y bien-aventurada sociedad de luz y de amor queconstituyen las personas divinas.

El Padre engendra al Hijo. Le hace eter-namente participante del don supremo, quees la vida y las perfecciones de la divini-dad, y le comunica todo cuanto es El mis-mo, a excepción de su «propiedad» de serPadre.

Imagen sustancial perfecta, el Verbo es«el esplendor de la gloria del Padre»:

Splendor gloriæ et figura substantiæ ejus(Hebr., 1, 3). Nacido del hogar de toda luz,El mismo es luz y se refleja, como un him-no ininterrumpido, hacia Aquel de dondeemana: «Todo lo mío es tuyo y lo tuyomío» (Jo., XVII, 10).

De esta suerte, por el movimiento naturalde su Filiación, el Hijo hace refluir hacia elPadre todo lo que tiene recibido de El.

En esta mutua donación, el Espíritu San-to, que es caridad, procede del amor delPadre y del Hijo como de su único princi-pio de origen. Este abrazo de amor infinitoentre las tres Personas completa la eternacomunicación de la vida en el seno de laTrinidad.

Tal es la gloria que Dios se tributa a símismo en la sagrada intimidad de su vidaeterna.

¿Podría verse, quizás, en esta glorifi-cación infinita una especie de acción sa-cerdotal? Ciertamente que no. Y la razónes la siguiente:

El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo soniguales en poder, en eternidad y en majes-tad. No se puede admitir que exista entreellos una razón de subordinación o inferio-ridad, cualquiera que sea. Ahora bien, elconcepto mismo del sacerdocio entrañaesta idea de inferioridad. El sacerdote seabaja cuando rinde culto a Dios. Y es preci-samente por esta sumisión a Dios por la quepuede cumplir su papel de mediador entreDios y los hombres. Pero como las perso-nas divinas constituyen una misma y únicaesencia, ninguna de ellas puede ser consi-derada como rindiendo culto a las otras.Ninguna función sacerdotal puede conce-birse en la glorificación eterna que se veri-fica en el seno de la Trinidad. Y esta es larazón de porqué en Jesucristo el sacerdo-cio pertenece propiamente a su santa hu-manidad y no al Verbo. Este no es Pontífi-

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ce, sino por su encarnación; su sacerdocioes una prerrogativa propia de su humanidad.

2.- La consagración sacerdotalde Cristo

¿Cuál es la esencia del sacerdocio?La Epístola a los Hebreos nos da de ella

una célebre definición: «Todo Pontífice to-mado de entre los hombres, a favor de loshombres es instituido para las cosas quemiran a Dios, para ofrecer ofrendas y sacri-ficios por los pecados»: Omnis pontifex exhominibus assumptus pro hominibusconstituitur in iis quæ sunt ad Deum, utofferat dona et sacrificia pro peccatis (V, 1).

El sacerdote es el mediador que ofrece aDios oblaciones y sacrificios en nombredel pueblo. A cambio, Dios le elige para co-municar a los hombres sus dones de gra-cia, de misericordia y de perdón.

La singular excelencia del sacerdocio sededuce de esta función mediadora.

¿De dónde deriva Jesucristo su sacerdo-cio? San Pablo es quien va a respondernos.El sacerdocio, nos dice, es de tal grandeza,que absolutamente nadie, ni «el mismoCristo en virtud de su humanidad, ha podi-do arrogarse esta dignidad»: Nec quisquamsumit sibi honorem, sed qui vocatur aDeo… Sic et Christus non semetipsumclarificavit ut pontifex fieret. Y añade: «Esel mismo Padre quien ha constituido a suHijo como Sacerdote eterno. El es quienle ha dicho: Filius meus es tu, ego hodiegenui te… Tu es sacerdos in æternum»(Hebr., V, 4-6).

De esta suerte, el sacerdocio es un dondel Padre a la humanidad de Jesús. Desdeel momento mismo de la Encarnación, elPadre miró a su Hijo con una complacen-cia infinita y le reconoció como únicomediador entre el cielo y la tierra y Pontí-fice sempiterno.

Cristo, Hombre-Dios, tendrá el privile-gio de reunir en sí a toda la humanidad parapurificarla, santificarla y conducirla al senode la divinidad. Y, por esto, dará al Señoruna gloria perfecta en el tiempo y en la eter-nidad.

Desde el primer instante de la Encarna-ción, el Hijo fue constituido mediador yPontífice.

El no tuvo necesidad, como los demássacerdotes la tienen, de una unción exte-rior que lo consagrase. El alma de Jesús nofue marcada, como lo fue la nuestra el díade nuestra ordenación, con un «carácter»sacerdotal indeleble. Y al preguntarnos larazón de ello, llegamos al fondo del miste-rio. En virtud de la unión hipostática, elVerbo penetró y tomó posesión del alma ydel cuerpo de Jesús y los consagró. Al en-carnarse el Hijo de Dios, se apoderó total-mente de la humanidad y aquel fue el mo-mento en que se verificó la consagraciónsacerdotal de Jesús. Entonces, Jesús fuedesignado como único y eterno mediadorentre Dios y los hombres. «Te ungió Dios,tu Dios, con óleo de exaltación», dice SanPablo (Hebr., I, 9), porque el mismo Verbofue esta unción infinitamente santa.

Jesús es el sacerdote por excelencia. «Ytal convenía que fuese nuestro Pontífice,santo, inocente, inmaculado… y más altoque los cielos» (Hebr., VII, 26). Hasta elfin de los tiempos, los sacerdotes de estemundo no recibirán poder alguno de me-diación que no sea una participación delsuyo, porque Él es la fuente única de todoel sacerdocio que rinde a Dios la gloria queresponde a sus exigencias.

Para penetrar aún más profundamenteel misterio de esta maravillosa consagra-ción sacerdotal, contemplemos la venidadel ángel a Nazareth.

Iª Parte – Cristo, autor de nuestro sacerdocio y de nuestra santidad

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12 Bto. Columba Marmion – Jesucristo, ideal del sacerdote

María, la llena de gracia, está sumida enaltísima oración. Y el ángel le transmite elmensaje de que es portador. ¿Qué dice estemensaje? Que el Verbo ha elegido su senocomo la cámara nupcial donde Él se des-posará con la humanidad: «El Espíritu San-to vendrá sobre ti»… A lo que María res-ponde: «Hágase en mi según tu palabra»(Luc., I, 35, 38). En este instante divino, esconsagrado el primer sacerdote, al tiempoque la voz del Padre resuena en el cielo:«Tú eres sacerdote eterno según el ordende Melchisedech».

Entonces, María se convirtió realmenteen la casa de oro, en el arca de la alianza, enel tabernáculo donde la naturaleza humanafue unida al Verbo. Y en virtud de esta unión,Jesús fue constituido para siempre en sumisión de mediador.

3.- Prerrogativa únicadel sacerdocio de Cristo:sacerdote y víctima

En el Antiguo Testamento, como ya losabéis, el sacerdote y la víctima eran dis-tintos. En los sacrificios de expiación, porejemplo, el sacrificador inmolaba un serviviente en sustitución del pueblo. El ex-tendía las manos sobre la ofrenda, cargan-do sobre ella, en virtud de este gesto, lospecados del pueblo. Uno era el sacerdote,y otra la víctima inmolada a Dios.

Pero no sucede lo mismo en el sacrifi-cio ofrecido por Jesús.

Por una sorprendente y admirable prerro-gativa de su sacerdocio, lo mismo en elCalvario que sobre nuestros altares, su sa-crificio es divino, tanto por la dignidad delPontífice cuanto por la excelencia de lahostia inmolada. Sacrificador y víctima es-tán unidos en una misma persona, y estesacrificio constituye el homenaje perfec-to que glorifica a Dios, hace al Señor pro-

picio a los hombres y obtiene para ellostodas las gracias de la vida eterna.

El Consummatum pronunciado por Cris-to al morir era, a un tiempo, el último sus-piro de amor de la víctima que lo expió todoy la solemne atestación del Pontífice al con-sumar el acto supremo de su sacerdocio.

Meditemos por unos momentos en elmisterio de las disposiciones interiores deJesús en su calidad de sacerdote y de víc-tima.

La actitud de Cristo, Sumo Sacerdote, erade total reverencia y de adoración profun-da. Y la causa de esta actitud era la visiónque Jesús tenía de la «inmensa majestad desu Padre», Patrem inmensæ majestatis[Himno Te Deum]. El le conocía como nun-ca le podrá conocer criatura alguna: «Pa-dre justo, si el mundo no te ha conocido,yo te conocí» (Jo., XVII, 25).

El abismo de las divinas perfecciones seabría claramente a su mirada: la santidadconsumada del Padre, su soberana justicia,su infinita bondad. Esta contemplación lellenaba de aquel temor reverencial y deaquel espíritu de religión que deben animaral sacrificador.

¿Cuál fue la actitud íntima de Jesús comovíctima? Fue también la de adoración, queaquí se traduce en la aceptación del aniqui-lamiento y de la muerte. Jesús sabía queestaba destinado a la cruz para alcanzar laremisión de los pecados del mundo. Antela justicia divina, se sentía cargado con elpeso aplastante de todos los pecados y acep-taba plenamente el oficio de víctima. Noexperimentaba, sin embargo, la contricióncomo un penitente que llora sus propiasfaltas. Pero, frecuentemente, experimenta-ba una tristeza mortal, al verse abrumadopor el peso de tantas iniquidades. ¿No ex-clamó, acaso, en el huerto de los olivos:«Triste está mi alma hasta la muerte»?

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Como veis, la actitud de la víctima secorresponde perfectamente con la del sa-cerdote.

No debemos contemplar los designioseternos según el limitado alcance de nues-tras miradas humanas. Examinémoslos másbien tal y como Dios los ha concebido yrevelado. No investiguemos lo que el Se-ñor pudo haber realizado con su infinitopoder. Veamos lo que, en realidad, ha que-rido realizar. El pudo haber perdonado to-dos los pecados sin exigir una expiaciónproporcionada a la magnitud de la ofensa;pero su sabiduría le indujo a decretar la sal-vación del mundo mediante la muerte deCristo. «No hay remisión sin efusión desangre»: Sine sanguinis effusione non fitremissio (Hebr., IX, 22).

Por eso, al entrar en este mundo, el Hijode Dios ha tomado un «cuerpo de víctima»,apto para soportar el sufrimiento y la muer-te. Pertenecía realmente a nuestra raza y fueprecisamente en nombre de sus hermanoscomo Él se ofreció en calidad de víctimapara reconciliarnos con su Padre celestial.

Tertuliano ha escrito esta luminosa fra-se: «Nadie es tan Padre como Dios, y na-die se le puede comparar en bondad»: TamPater nemo, tam pius nemo [De pœni-tentia, 8. P. L. 1, col. 1353]. Nosotros po-demos añadir: «Nadie es tan hermano comoJesús»: Nemo ita frater ac ille. San Pablonos dice que, en los planes de la predesti-nación eterna, Cristo es «el primogénitoentre mucho hermanos» (Rom., 8, 29), yañade que «no se avergüenza de llamarloshermanos» (Hebr., II, 11). ¿Qué dijo, enefecto, el mismo Cristo a la Magdalenadespués de su resurrección? «Ve a mis her-manos y diles: Subo a mi Padre y a vuestroPadre» (Jo., XX, 17). ¡Y qué hermano fueJesús! Es un Dios que quiere compartirnuestras enfermedades, tristezas y dolores.Por experiencia propia aprendió a con-moverse de nuestras penas. «No es nuestro

Pontífice tal que no pueda compadecersede nuestras flaquezas, antes fue tentado entodo a semejanza nuestra, fuera del pecado»(Hebr., IV, 15).

4.- Los actosdel sacerdocio de Jesús

A) Ecce venioToda la vida de Jesús fue la de Pontífice

supremo consagrado a la gloria de Dios y ala salvación de los hombres. Este sacerdo-cio alcanzó su apogeo en la Cena y en elCalvario. Y, entre tanto, toda la vida de Je-sús está marcada con el carácter sacerdo-tal.

En el momento mismo de su encarna-ción, el primer movimiento de su alma san-tísima fue un acto supremo de religión. Losevangelistas no nos han revelado el secre-to de esta oblación sacerdotal del Salvador;pero a San Pablo, dispensador de los mis-terios de Dios y de su Cristo, le fue otorga-do su conocimiento. Al entrar en el mun-do, escribe el Apóstol, dice: «No quisistesacrificios ni oblaciones, pero me has pre-parado un cuerpo. Los sacrificios y holo-caustos por el pecado no los recibiste. En-tonces yo dije: Heme aquí que vengo –enel volumen del libro está escrito por mí–,para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad» (Hebr.,10, 5-7). Para conocer el dominio supre-mo de su Padre, Cristo se ofrece a Él sinrestricción alguna. Y esta inefable ofrendafue su respuesta a la gracia incomparablede la unión hipostática. Fue un acto sacer-dotal, preludio del sacrificio de la reden-ción y de todos los actos del sacerdociocelestial. No nos sería posible agotar lameditación de este texto, que nos permiteentrever la vida interior eminentementesacerdotal de Jesús.

Ingrediens mundum. «Al entrar en elmundo», su alma, ilustrada por la luz del

Iª Parte – Cristo, autor de nuestro sacerdocio y de nuestra santidad

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Verbo, ha contemplado la divinidad y, enesta augusta visión, le ha sido concedido eldon de conocer la majestad infinita del Pa-dre. Al mismo tiempo, Jesús ha visto la in-juria inmensa inferida a Dios por el pecadoy la insuficiencia de las víctimas hasta en-tonces ofrecidas. Ha comprendido queDios, al revestirle de la humanidad, la habíaconsagrado, con objeto de que ella fueseofrecida como víctima y El mismo fuese elsacerdote de este sacrificio.

¿Cuál fue la actitud que adoptó entoncesJesús? Vuelto hacia su Padre con el impul-so de un amor indecible, se entregó ente-ramente a su voluntad.

En este bendito momento –podemoscreerlo legítimamente– todo el cielo con-templó en suspenso la entrega inicial quede sí misma hizo la humanidad de Jesús.

Aunque era totalmente inmaculada, «lahumanidad de Cristo pertenecía a la raza delos pecadores»: In similitudinem carnispeccati (Rom., 8, 3) y al aceptar la respon-sabilidad de cargar con los pecados delmundo, el Salvador aceptaba también lascondiciones de la inmolación. Por esto fuepor lo que Jesús exclamó: «Oh Padre, lossacrificios mosaicos eran en sí mismos in-dignos de Vos»: Hostiam et oblationennoluisti: holocautomata pro peccato nontibi placuerunt. «Heme aquí»: Ecce venio;aceptadme como víctima. Vos me habéisdado un cuerpo, gracias al cual puedo ofre-cerme en sacrificio: trituradlo, quebran-tadlo, abrumadlo con sufrimientos, cruci-ficadlo, que todo lo acepto: «Yo vengo acumplir vuestra voluntad».

Reparad en estas palabras: «Me has pre-parado un cuerpo». Cristo quiere hacernoscomprender que su carne no es gloriosa eimpasible, como lo será después de su re-surrección, ni siquiera transfigurada, comoen el Tabor, sino que El acepta de su Padresu cuerpo sometido a la fatiga, al dolor y ala muerte, capaz como el nuestro de sopor-

tar todos los malos tratos y todos los sufri-mientos: «Oh Padre, este cuerpo, yo loacepto tal como lo habéis dispuesto paramí».

Jesús sabe que «en el principio del librode su vida, hay escrita par Él una voluntaddivina de inmolación». Y se abandona a ellasin reserva: In capitate libri scriptum est deme ut faciam, Deus, voluntatem tuam.

Esta voluntad de glorificar al Padre, desatisfacer a su justicia y de ofrecerse pornuestra salvación jamás se ha doblegado,sino que permanece arraigada para siempreen la entraña misma de su corazón.

Toda la vida de Jesús, a partir de estemomento hasta aquella hora santa en la quese ofrecerá como víctima en la cruz, seráuna manifestación ininterrumpida de estadecidida voluntad. La sombra del Calvariose proyectaba continuamente en su pensa-miento. El vivía anticipadamente todas lasperipecias del gran drama: la ingratitud deJudas, las burlas de Herodes, la cobardía dePilato, la flagelación, las afrentas de la cru-cifixión.

Un día que el Salvador se dirigía a Jeru-salén, conversando con los discípulos lesdijo: «Seré entregado a los gentiles y es-carnecido e insultado y escupido» (Luc.,XVIII, 32).

Lo mismo vemos que pasa en el Tabor.Cristo se manifiesta a sus deslumbradosapóstoles, en toda la gloria de su humani-dad inundada por el esplendor de la divini-dad. «Y hablaban con El dos varones, queeran Moisés y Elías». Y San Lucas nos re-vela el tema de su conversación: «Le ha-blaban de su muerte, que había de cumplir-se en Jerusalén (Luc., IX, 31). Bien se ve quela pasión constituía el supremo objetivo dela vida terrena de Jesucristo.

Al morir Jesús, llevaba en sí a la humani-dad entera, y en este único sacrificio de lacruz, que fue libremente aceptado y cuyo

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primer impulso data de la encarnación, nossalvó y santificó a todos. Tal es el sentidode la doctrina de San Pablo, cuando al tex-to ya citado añade: «En virtud de esta vo-luntad, somos nosotros santificados por laoblación del cuerpo de Jesucristo, hechauna sola vez (Hebr., X, 10).

B) La CenaLa ofrenda que hizo Jesús al pronunciar

su Ecce venio fue, sin duda alguna, irrevo-cable y digna de toda admiración. Pero seráen la cena y en la cruz y solamente enton-ces, cuando el Salvador realizará el actosacerdotal por excelencia. Allí es cuando,al tiempo que presenta su sacrificio al Pa-dre, se nos revela en toda la majestad y elpoder de su supremo pontificado.

Trasladémonos primero al Cenáculo, enla tarde del Jueves Santo, y asistamos conla consideración a este banquete de despe-dida y de amor inmenso, en el que Jesúsconsagra el pan y el vino. Antes de dar prin-cipio a su Pasión, ofrece su cuerpo y susangre, por medio de un rito nuevo, que esimagen de la inminente oblación sacrificial.Las palabras pronunciadas por Él sobre elpan y el vino no permiten duda alguna so-bre el significado que atribuía a su gesto.Se trata, en efecto, de «su cuerpo que seráentregado» y de «su sangre –sangre de laNueva Alianza– que será derramada para laremisión de los pecados». Esta fue la ofren-da que hizo a su Padre. Lo afirma el Conci-lio de Trento, cuando dice: «En la últimaCena, declarándose a sí mismo sacerdoteconstituido por toda la eternidad según elorden de Melchisedech, ofreció a su Padresu cuerpo y su sangre, bajo las especies depan y de vino» [Sesión XXII, c. I].

Sobre nuestros altares, lo mismo que enla Cena, Cristo es pontífice y hostia. El si-gue dándose en alimento; pero en la misa,Cristo se sirve del ministerio de sus sacer-

dotes, al paso que en la Cena no se sirviódel ministerio de nadie. Sacerdote sobera-no por su propia e inmediata autoridad, ins-tituyó tres maravillas sobrenaturales, quelegó a su Iglesia: el sacrificio de la Misa,el sacramento de la Eucaristía, íntimamen-te ligado a la Misa, y nuestro sacerdocio,derivado del suyo y destinado a perpetuarhasta la consumación de los siglos su ges-to de poder y de misericordia.

La liturgia de la Misa brota así espontá-neamente del corazón de Cristo. Tomandoel pan y el vino, «dio gracias» a su Padre,gratias egit (Mt., XXVI, 27). La acción degracias era realmente una parte del rito pas-cual; pero ¿no podemos legítimamentecreer que Jesús, en aquella coyuntura, diogracias al Padre tanto por sus pasadas bon-dades para con el pueblo elegido, cuantopor todas las de la Nueva Alianza? Veía en-tonces la innumerable muchedumbre decristianos que habían de saciarse en la san-ta mesa y nutrirse de su carne adorable ybeber de su preciosa sangre. Dio las gra-cias por todos los auxilios destinados a sussacerdotes hasta el fin de los tiempos. Nodebemos echar en olvido que el seno del Pa-dre es el foco de donde irradian, por lamediación de Jesús, todas las misericordiasy todos los dones: Omne datum optimun…descendens a Patre luminum (Jac., I, 17).Jesús dio gracias, sobre todo, por el grandon del sacerdocio y de la Eucaristía.

Este acto incomparable de gratitud, rea-lizado por el Salvador en nombre propio yen el de todos sus miembros, tributa al Pa-dre una gloria incomparable.

C) El supremo Sacrificio de la CruzSubamos al Calvario y asistamos juntos

al sangriento sacrificio de Jesús.¿Qué veis allí? Jesús se encuentra rodea-

do de una inmensa muchedumbre: soldadosindiferentes, fariseos blasfemos, crueles

Iª Parte – Cristo, autor de nuestro sacerdocio y de nuestra santidad

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verdugos y, entre ellos, el pequeño rebañode fieles agrupados en torno a la VirgenMaría. «Puestos los ojos en el autor y con-servador de la fe»: aspicientes in auctoremfidei (Hebr., XII, 2). Este crucificado es elverdadero Dios, nuestro Dios… Crucifixusetiam pro nobis.

Como frecuentemente os lo repetiré, ladivinidad de Jesucristo es la base de nues-tra vida espiritual: «El que cree en el Hijotiene la vida eterna» (Jo., III, 36). Este hom-bre cosido por los clavos a la cruz es igualal Padre: «consustancial al Padre…, luz dela luz». Más, al revestirse de nuestra huma-nidad, se ha hecho hermano nuestro.

¿Qué es lo que hace sobre este patíbulode dolor? ¿Cuál es la misión que cumple?

Como sabéis, todas las acciones delHombre-Dios son teándricas en toda la ex-tensión de la palabra, puesto que emanan aun tiempo de Dios y del Hombre. La digni-dad de la persona del Verbo confiere a losactos humanos de Cristo un valor divino:Actio es suppositi [Las acciones se atribu-yen a la persona] y, en este caso, el sup-positum es divino. Cada uno de sus suspi-ros, cada gota de su sangre tiene un valorexpiatorio que basta para compensar laofrenda inferida por todos los pecados delmundo. Pero en los decretos de su eternasabiduría, el Padre ha querido que el Hijonos rescatase por el acto de religión mássublime: el sacrificio. Por esto, dijo elApóstol: «Cristo nos amó y se entregó pornosotros en oblación y sacrificio a Dios enolor suave» (Eph., V, 2).

Este sacrificio de Cristo fue eminente-mente propiciatorio. Por razón de la emi-nente dignidad de su persona divina y de lainmensidad de su amor humano, Jesucristoofreció a su Padre un homenaje que le agra-dó incomparablemente más que lo que pu-dieron ofenderle las iniquidades del mun-

do entero. A los ojos del Señor, el valor dela inmolación de su Hijo sobrepasó incom-parablemente la aversión que le produjeronnuestros ultrajes. Según la atrevida expre-sión de San Pablo, Jesús «ha arrancado a lajusticia del Padre el decreto de nuestra con-denación»: chirographum decreti quoderat contrarium nobis; «quitándolo de enmedio y clavándolo en la cruz»: affigensillud cruci (Col., II, 14). Con esto, la acti-tud de Dios hacia nosotros se transformótotalmente. Éramos «hijos de ira»: filii iræ(Eph., II, 3); pero ahora el Señor se ha he-cho para nosotros «rico en misericordia»,dives in misericordia (Eph., II, 3-4).

He aquí lo que Jesús, nuestro hermano,ha hecho por nosotros. Si alcanzáramos acomprender la grandeza de este amor,¡cómo no uniríamos a su sacrificio, excla-mando con el Apóstol: «Me amó y se en-tregó por mí!» (Gal., II, 20). Observad queno dice dilexit nos, sino dilexit me: es«por mi», soy «yo» a quien todo esto serefiere y atañe.

Bien se nos alcanza que lo que Dios haexigido a Jesús y lo que confiere a su sa-crificio todo su valor no es ciertamente elderramamiento de la sangre por sí misma,sino en cuanto esta efusión está interior-mente animada por el amor y la obedien-cia.

Dios, en sus designios, ha queridoadaptarse a nuestra condición humana.Ahora bien, para nosotros los hombres, «lasublimación del amor consiste en la dona-ción de la vida, en la entrega de sí mismohasta la muerte»: Majorem hac dilectionemnemo habet, ut animam suam ponat quispro amicis suis (Jo., XV, 13). Es el mismoJesús quien pondera la importancia de esteamor en su pasión, cuando dice: «Convie-ne que el mundo conozca que yo amo alPadre y que, según el mandato que me dio elPadre, así hago» (Ibíd., XIV, 31).

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Ha querido también revelarnos que sesacrificaba por obediencia. En el huerto delos olivos, durante su agonía, Jesús supli-cará por tres veces que «el cáliz se apartede Él». Y ante el inexorable silencio delcielo, el Salvador, libremente, por un actode suprema sumisión y en un transporte deamor, «conformará su voluntad humana a lavoluntad del Padre»: non mea voluntas,sed tua fiat (Lc., XXII, 42). Y San Pablopodrá decir de Jesús: «Se hizo obedientehasta la muerte y muerte de cruz» (Philip.,II, 8). Isaías había previsto esta libre acep-tación que el Señor hizo del dolor: «Se en-tregó, proclama el profeta, porque quiso»:quia ipse voluit (Is., 53, 7).

Por lo tanto, cualquiera que sea el núme-ro y la enormidad de los pecados del mun-do, la reparación ofrecida por nuestro divi-no Maestro continúa siendo siempre sobre-abundante. La palabra del Apóstol, transidade admiración ante este misterio, lo a-testigua plenamente:«Donde abundó el pe-cado sobreabundó la gracia» (Rom., V, 20).

Porque el sacrificio de Cristo, así comosatisfizo plenamente por la ofensa del pe-cado, así también se hizo acreedor a todaslas gracias. ¿Qué se entiende por mere-cer? Merecer es realizar un acto que exigeuna recompensa. Cuando el cristiano que viveen estado de gracia realiza una buena ac-ción, ésta, en virtud de una promesa divina,constituye para él un derecho que le acre-dita para recibir nuevos factores espiritua-les. El es quien los merece y este derechoes estrictamente personal.

Pero cuando Cristo –en su calidad deRedentor y cabeza del Cuerpo Místico–ofrece al Padre su pasión, el valor merito-rio de ésta se extiende, trascendiendo lapersona de Jesús, a la universalidad de loshombres redimidos por Él y a todos aque-llos de quienes es la cabeza. Sus méritosnos pertenecen de tal suerte, que en Él he-

mos llegado a ser «ricos en toda bendiciónespiritual» (Eph., I, 3; cfr. I Cor., I, 5).«Nuestras riquezas en Jesucristo» son tangrandes, que es imposible escrutar su in-mensidad. Por eso, San Pablo las llama «in-calculables»: Investigabiles divitiæ Chris-ti (Eph., III, 8).

Llenemos, pues, nuestros corazones deuna fe viva y de una confianza sin límites.¿Acaso no es el mismo Cristo quien ha di-cho: «Yo he venido para que tengan vida yla tengan abundante»? (Jo., X, 10).

El sacrificio de Jesús es el foco lumino-so de las gracias y de los perdones divi-nos. Todo socorro sobrenatural otorgado alos hombres brota de la suprema inmola-ción sacerdotal del Gólgota. Todas las bon-dades que Dios nos dispensa, todos los abis-mos de su misericordia para con nosotrosno son sino una respuesta a las incesantesllamadas de los méritos de Cristo. Si todala humanidad elevara al cielo llamadas deangustia, todas ellas, sin Jesús, de nada servi-rían. El clamor del Hijo de Dios es el únicoque da valor a los nuestros.

Pero el drama del Calvario se perpetúaen el seno de la Iglesia. Bajo los velos delsacramento, en el momento de la consagra-ción, el clamor de la sangre de Jesús re-suena de nuevo, porque todo el amor, todala obediencia, todos los sufrimientos de suoblación en la cruz continúan siendo pre-sentados al Padre. «Cada vez, proclama laliturgia, que se celebra la conmemoraciónde este sacrificio, se ejerce la obra de nues-tra redención»: Quoties hujus hostiæcommemoratio celebratur, opus nostræredemptionis exercetur [Secreta de la misade la 9ª dominica después de Pentecostés].

Aunque el sacrificio eucarístico depen-de sustancialmente del sacerdocio de Cris-to, no abordamos en este lugar ex profexo

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este tema, sino que lo haremos más ade-lante. Retened, sin embargo, ya desde aho-ra, esta verdad capital: cuando Dios otorgaa los hombres sus gracias por la Santa Misa,glorifica a su Hijo, porque atiende a la in-tercesión omnipotente de su sangre reden-tora. Y aún osaría ir más lejos hasta decirque a su Hijo es a quien se muestra miseri-cordioso, porque Jesús puede, sin duda,decir a su Padre: «Oh Padre, los hombresson miembros míos. Al morir, los he lleva-do a todos a mí. Son míos como lo sonvuestros. Y todas las misericordias con quelos colmáis, a mí es a quien en realidad selas hacéis».

D) El Sacerdocio celestialDespués de su ascensión a los cielos,

Jesús está sentado a la diestra del Padre yallí, en medio de los esplendores eternos,«su sacerdocio, como nos dice San Pablo,permanece inmutable»: Sempiternum ha-bet sacerdotium (Hebr., VII, 24).

El sacrificio de la cruz será eternamente«la oblación única por cuya virtud Cristohizo perfectos para siempre a los que hasantificado» (Hebr., X, 14).

Para llegar a la perfecta comprensión deesta vida sacerdotal de Jesús en el cielo esnecesario, según Santo Tomás [Sum. Theol.,III, q. 22, a. 5.], distinguir entre la ofrendadel sacrificio y sus consumación. Esta co-municación de los dones divinos se verifi-ca en virtud de la oblación ya realizada yconstituye su consumación o pleno acaba-miento. Esta consumación es, por consi-guiente, un ejercicio eminente, aunque se-cundario, del poder sacerdotal.

¿Cómo ejerce Jesús este su sacerdocioeterno, con arreglo al plan divino? Noslo revela la Epístola a los Hebreos, dondese nos recuerda que el sumo sacerdote dela Antigua Alianza, al penetrar en el inte-rior del velo, figuraba a Cristo. Este pontí-

fice no entraba en el Santo de los santos,sino una vez al año, después de haber in-molado la víctima y haberse rociado a símismo con su sangre. Llevaba sobre su pe-cho doce piedras preciosas, que simboli-zaban a las doce tribus de Israel. De esta suer-te, todo el pueblo penetraba simbólicamentecon él en el santuario.

Esta solemne entrada del pontífice en elSanto de los santos no era otra cosa que laimagen de un acto sacerdotal infinitamen-te más sublime. Jesús es el verdadero pontí-fice que, después de haberse inmolado yrociado con su propia sangre, entró el díaluminoso de la Ascensión «en el verdaderotabernáculo» en lo más alto de los cielos:Introivit semel in sancta. Entró allí parasiempre y «una vez por todas» (Hebr., IX, 12).

Cuando el sumo sacerdote penetraba enel santuario, no permitía el acceso al pue-blo que le acompañaba; pero Cristo nues-tro Pontífice nos introdujo en pos de Él enel cielo. No echéis nunca en olvido estadoctrina maravillosa de nuestra fe, que nosenseña que no podemos «entrar» sino pormedio de Él. A ningún hombre ni a criaturaalguna le es posible acercarse a los eter-nos tabernáculos sino en pos y en virtud delpoder de Jesús. Tal es el premio triunfal desu sacrificio.

Todos los elegidos gozan de la contem-plación de Dios; pero ¿de dónde les vieneesta luz que les permite contemplar la divi-nidad? El Apocalipsis de San Juan nos lodice repetidas veces: en la Jerusalén celes-tial «su lumbrera era el Cordero»: Lucer-na ejus est Agnus (XXI, 23). Todos loshabitantes de la ciudad santa reconoceránque las gracias que dimanan del sacrificiode Jesús son las únicas que les han abiertoel acceso al Padre y les han otorgado elpoder de alabarle. Por eso cantarán sin ce-sar: «Vos nos habéis redimido por vuestrasangre de toda tribu, de toda nación… yhabéis formado con nosotros el reino de

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Dios» [Antífona de las vísperas de Todoslos Santos. Cfr. Apoc. VII, 9 s. Estos pen-samientos se encuentran hermosamentedesarrollados en el capítulo dedicado a laAscensión de la obra Jesucristo en susmisterios, pág. 295 y ss.].

En cuanto hombre, el Salvador tiene de-recho a penetrar en el arcano de la divini-dad, porque su humanidad es la humanidaddel Verbo. Pero Cristo es al mismo tiempo«pontífice», pontem faciens, mediador ycabeza del cuerpo místico. Por estos títu-los y en virtud de su pasión, nos introducecon Él en el seno del Padre.

La Escritura nos autoriza así a conside-rar que en el cielo se celebra una liturgiagrandiosa. Cristo se ofrece en todo su es-plendor y esta oblación gloriosa viene a sercomo el remate y la consumación de la re-dención.

En esta liturgia celestial todos estaremosunidos a Jesús y lo estaremos entre nosotrosmismos. Seremos su trofeo de gloria. Parti-ciparemos en la adoración, en el amor, enla acción de gracias que Él y todos susmiembros elevan a la majestad suprema dela Santísima Trinidad. Las escenas del Apo-calipsis nos permiten entrever estas reali-dades. La epístola a los efesios lo procla-ma: al fin de los tiempos el Padre, en sureino, llevará a término su plan, que con-siste en volver a traer todas las cosas a Sí,«uniéndolas todas bajo una sola cabeza»:recapitulare omnia in Christo. Tal es elsentido intentado por San Pablo. Los tér-minos de la Vulgata Instaurare omnia inChristo (Eph., I, 10) no tienen el mismovigor.

Todas las cosas serán sometidas a Cris-to, añade San Pablo: Oportet illum regnare(I Cor., XV, 25), y el mismo Hijo, en uniónde todos sus elegidos, rendirá homenaje a«Aquel que le ha sometido todas las cosas,a fin de que Dios lo sea todo en todo»: Cumautem subjecta fuerint illi omnia, tunc et

ipse Filius subjectus erit ei qui subjecitsibi omnia, ut si Deus omnia in omnibus(Ibid., XV, 28).

Gozaremos por toda la eternidad de laalegría de experimentar que nuestra felici-dad nos proviene de Jesús, que su sacerdo-cio es su manantial, como lo fue de todaslas gracias que hayamos recibido durantenuestra peregrinación terrestre. ¿No es,acaso, de Él de quien hemos recibido nues-tra adopción divina, nuestro sacerdocio yla mirada indulgente, tierna y amorosa deAquel a quien en la Misa llamamosclementissime Pater?

Cuando celebremos el santo sacrificio,creamos firmemente que entramos en estacorriente magnífica de alabanza, que entra-mos en comunión con esta liturgia de loscielos. En el momento de recibir la Eucaris-tía, tengamos presente que, tanto para no-sotros como para los bienaventurados, lasanta humanidad de Cristo es el único me-dio por el que nos ponemos en contacto conla divinidad.

Y mientras esperamos la visión y la cari-dad plena de la ciudad de Dios, gocémonosen repetir: Oh Jesús, Vos lo sois todo paranosotros, mientras apoyados en la fe cami-namos hacia la eterna Jerusalén, «para quelos que viven, no vivan ya para sí, sino paraAquel que por ellos murió y resucitó: Ut etqui vivunt jam non sibi vivant, sed Ei quipro ipsis mortuus est et resurrexit (II Cor.,V, 15).

Iª Parte – Cristo, autor de nuestro sacerdocio y de nuestra santidad

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II

Jesucristo, causa y modelode la santidad sacerdotal

El Padre celestial es quien nos ha fijadoel ideal de santidad que nos correspondecomo ministros de Jesucristo. «Nos pre-destinó a ser conformes», no a una criaturacualquiera ni a un ángel, sino «a su Hijo»,cuya humanidad recibió la consagraciónsacerdotal en el momento mismo de suencarnación. San Pablo nos revela este de-signio del Padre, cuando nos dice: Præ-destinavit nos conformes fieri imaginisFilii sui (Rom., VIII, 29). Dios ha señalado anuestra perfección un modelo divino y de-sea descubrir en nosotros los rasgos de suHijo humanado y ver cómo nuestra almaresplandece con los reflejos de su santi-dad.

Si es cierto que la grandeza de toda vidahumana depende del ideal a que aspira, ¿has-ta qué punto no será sublimada nuestra vidasacerdotal si abrigamos el sincero deseode hacernos semejantes a Cristo? Como elPadre encuentra todas sus complacenciasen el Verbo, nuestra asimilación a Cristoserá causa de innumerables gracias y ben-diciones.

Detengámonos un momento y contem-plemos este misterio con el más profundorespeto.

1.- La vida sobrenaturalNinguna inteligencia creada puede abar-

car ese océano de perfección que es Dios.Sólo Dios mismo, en su infinito poder, pue-de abarcar de una vez toda la inmensa ple-nitud de su grandeza. El expresa su conoci-miento en una palabra única que es su Ver-bo, al que comunica toda su vida divina, todasu luz, todo cuanto es. Esta generación quese realiza en el seno del Padre y que cons-tituye la vida misma de Dios, no ha tenidoprincipio, ni tendrá fin. En este mismomomento en que os estoy hablando, el Pa-dre, en un transporte de alegría infinita, dice asu Hijo: «Tú eres mi Hijo; hoy –esto es, enun eterno presente– te he engendrado yo»(Ps., II, 7).

El Padre nos ha dado a su Hijo comomodelo y fuente de toda santidad. «En quiense hallan escondidos todos los tesoros dela sabiduría y de la ciencia» (Col., II, 3).Toda una eternidad que estemos contem-plándolo, no será bastante para llegar alconocimiento completo de este misterio,ni para dar suficientes gracias a Dios por elbeneficio que supone.

Antes de continuar tratando de esta ma-teria, quiero llamar vuestra atención sobreel error de aquellos que no fundamentansu vida sobre la fe en el plan divino, sinoque prefieren constituirse a sí mismos enarquitectos de su propia santidad.

La santificación del alma es una obra so-brenatural. ¿Y cuál es el verdadero concep-to de lo sobrenatural? Podemos respondera esta pregunta diciendo que consiste en larealización temporal de los designios eter-nos del Padre. Dios ha querido destinar alhombre a encontrar su definitiva felicidaden la visión intuitiva de la divinidad, visiónque sólo a Dios le es natural. La revelación,la encarnación, la redención, la Iglesia, la

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fe, los sacramentos, la gracia y la santidadpertenecen a este plan, cuyo centro lo for-man Cristo y el hecho de nuestra adopciónen Él. La comunicación de estos dones esabsolutamente gratuita y sobrepasa las ne-cesidades y las exigencias de toda criatura,sea angélica o humana. Esta es la razón deporqué es sobrenatural.

Hay todo un mundo de gracias y de lucesal que debe vincularse toda la actividad delhombre que ha sido destinado al logro dela felicidad celestial, ya que la naturaleza,abandonada a sus propias fuerzas, nada pue-de hacer que sea conducente a la consecu-ción de su fin sobrenatural.

Se encuentran personas, aún entre el cle-ro, que flaquean en su vida espiritual, a pe-sar de que observan una fidelidad mayor omenor a sus prácticas de piedad; pero quenunca llegan a vivir interiormente la vidade Cristo. Hacen continuados esfuerzos, sinpercatarse de cuál es el ideal a que debenaspirar, y se debaten en constantes dudassobre cuál será el mejor camino que les lle-ve a Dios. De cuán distinta manera proce-día San Pablo, cuando decía: «Y yo corro,no como a la ventura, por un camino incier-to; no como quien azota el aire» (I Cor., IX,26). Tanto para nosotros mismos como paralos que se someten a nuestra dirección, esde capital importancia que nos demos ca-bal cuenta de la naturaleza de la santidad ala que aspiramos, para evitar que obremoscomo «quien azota el aire».

Cuando leemos los Hechos de los Após-toles y la historia de los primeros cristia-nos, a los que San Pablo destinaba sus car-tas, nos percatamos de cuán abundantes eranentre ellos los dones del Espíritu Santo.Aquellos cristianos vivían de Jesucristo, dela gracia de su bautismo, de la esperanzadel reino de los cielos, de la doctrina delplan divino que los apóstoles enseñaban.

Lejos de mí el censurar a los que, en laobra de su santificación, recurren a medios

de supererogación, que son de su preferen-cia, porque en ellos encuentran el estímu-lo que necesitan; ya que más vale andar conmuletas que estarse quieto. Pero debo rei-vindicar bien claramente y para vuestro mayorprovecho, las inmensas riquezas que posee-mos en Jesucristo. Los hombres se sien-ten inclinados a adoptar las ideas propiasen lugar de las ideas de Dios, a querer ca-minar hacia la perfección siguiendo su pro-pio y limitado criterio y no según el pensa-miento divino. San Pablo hizo notar esta ten-dencia que ya se manifestaba en su tiempo:«Mirad que nadie os engañe con filosofíasfalaces y vanas, fundadas en tradiciones hu-manas, en los elementos del mundo, y no enCristo» (Col., II, 9).

En nuestros días, el naturalismo reina enel mundo y se infiltra aún entre aquellosque quieren vivir vida de fe. ¿Acaso noso-tros mismos no descuidamos el carácterpropiamente sobrenatural de nuestra vidainterior?

Para conformarnos a los planes que Diosha trazado para la obra de nuestra elevaciónsobrenatural, es requisito indispensable quetratemos de santificarnos de acuerdo conel modo previsto y determinado por el mis-mo Señor y según su voluntad.

2.-El plan divino de la santificaciónVeamos cómo el Padre, impulsado por su

amor, ha dispuesto para sus sacerdotes unideal y una fuente de santificación que nun-ca cesa de manar.

Dios no se arrepiente de sus dones. Cuan-do Dios concede algún don, no lo quita ja-más, sino que lo concede para siempre.

Por una eterna y libre predestinación «deamor, Dios quiso entregar su Hijo al mun-do»: Sic Deus dilexit mundum ut Filiumsuum Unigenitum daret (Jo., III, 16). Cris-to nos pertenece totalmente y sin reservaalguna a cada uno de nosotros como el más

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precioso de nuestros bienes. «Por Él soisen Cristo Jesús, que ha venido a seros departe de Dios sabiduría, justicia, santifica-ción, y redención»: Factus est nobis sa-pientia a Deo, et justitia, et sanctificatioet redemptio (I Cor., I, 30). Toda santidaddestinada a los hombres ha sido, por asídecirlo, depositada en Él.

Esforcémonos por penetrar profunda-mente en el significado de este designio desabiduría y de amor que Dios ha tenido paracon nosotros.

Dios quiere comunicarse a nosotros paraser El mismo el objeto de nuestra felici-dad sobrenatural; pero quiere que esta co-municación se realice exclusivamente porCristo, con Cristo y en Cristo: Per Chris-tum, cum Ipso, in Ipso. El grandioso plande la misericordia del Padre consiste envolver a traer a Sí todas las cosas, pero pu-rificadas, santificadas y «reunidas en Cris-to como bajo un solo jefe»: Instaurareomnia in Christo (Eph., I, 10). San Pablose complacía en predicar «acerca de ladispensación del misterio oculto desde lossiglos en Dios». La misión que había recibi-do del cielo era la de «revelarlo»: Illuminareomnes quæ sit dispensatio sacramenti abs-conditi a sæculis in Deo (Ibid., III,9).

La santidad a la que Dios, en su provi-dencia eterna, ha llamado a sus sacerdotes,no es una moral meramente natural, que selimita al dominio de sí mismo y a la prácti-ca de las virtudes naturales. Sin duda que lasantidad que Dios exige de sus sacerdotesincluye una absoluta rectitud humana; perono es menos cierto que esta santidad esesencialmente sobrenatural.

La encarnación redentora, que se nos harevelado como el don más sublime de lasantidad de Dios, ocupa el centro de esteplan divino del que hablamos. Este don secomunica, en primer lugar, y en toda su ple-nitud, a la humanidad de Jesús, para comu-

nicarse luego, y por mediación suya, a to-dos los cristianos. De acuerdo con el plandivino, «todos los tesoros destinados a lasantificación de los hombres se encuentranen Jesucristo»: in omnibus divites factiestis in illo (I Cor., 1, 5).

Sus méritos nos pertenecen y los tene-mos a nuestra disposición. Nada hay en or-den a la santidad que no podamos esperaralcanzarlo por sus méritos, a condición deque nuestra fe corra parejas con nuestraesperanza.

En virtud de esta comunicación, Cristoes para nosotros la causa de todas las gra-cias. Pero aún hay que añadir que, por undecreto de la voluntad divina, la muerte deCristo en la cruz le mereció la singular pre-rrogativa de que le fuera enteramente con-fiada la obra de la santificación de los hom-bres. Y esta es la razón de porqué Jesús,como instrumento de la divinidad, es la cau-sa eficiente universal en la infusión de lagracia, bien sea por medio de los sacramen-tos, bien sea por otro medio cualquiera.

Pero, al mismo tiempo que influye en suCuerpo Místico por la causalidad de susméritos y de su acción santificadora, Cris-to es, además, causa ejemplar y modelo detoda santidad: porque la perfección propiade los hijos adoptivos consiste en aseme-jarse lo más posible al que lo es por natu-raleza.

Estos tres géneros de causalidad nos ha-cen caer en la cuenta de cómo, según losdesignios eternos, Cristo lo es todo paranosotros en la obra de nuestra santificación.Así comprendemos mejor cuán verdaderaes aquella afirmación tan categórica de SanPablo: «Cuanto al fundamento, nadie pue-de poner otro sino el que está puesto, quees Jesucristo» (I Cor., III, 11). «Gracias seandadas a Dios, dice San Pablo, por su inefa-ble don» (II Cor., IX, 15).

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3.-Hacernos conformesa la imagen del Hijo de Dios

Consideramos ahora este mismo miste-rio de parte del hombre. Podríamos definirla santidad diciendo que consiste en la vidadivina comunicada y recibida. Esta vida di-vina es comunicada por Dios y por Cristo yrecibida por el hombre desde el momentoen que es bautizado [Cfr. Jesucristo, vidadel alma, cap. «El bautismo, sacramento dela adopción divina y de iniciación cristia-na»].

El sacramento del bautismo confiere lagracia y obra la santificación del alma, co-municándole lo que podemos comparar ala aurora de la luz divina, cuya claridad debeir progresando hasta llegar a los esplendo-res de un mediodía sin ocaso.

La gracia bautismal o santificante injertaen el alma el poder entrar en comunión conlas misma naturaleza divina por el conoci-miento, por el amor y por la posesiónintuitiva de la divinidad, lo cual constituyeun atributo que sólo a Dios le correspondepor naturaleza. Este don divino estableceen el hombre una maravillosa y sobrenatu-ral «participación de la vida divina»: Quæ-dam participata similitudo divinæ naturæ,según la expresión de Santo Tomás [«Cier-ta participación, por semejanza, de la natu-raleza divina». Sum. Teol., III, q. 62, art. 1].

Es una vida nueva que hace irrupción enel alma, y su venida constituye para el bau-tizado «un segundo y espiritual nacimien-to». Así lo dijo el mismo Jesús: Oportetvos nasci denuo (Jo., III, 7). ÚnicamenteDios puede dar a su criatura el germen deesta vitalidad sobrenatural y Él sólo esquien engendra al hombre a esta vida: Qui…ex Deo nati sunt (Ibid., I, 13). A partir deeste momento, en el alma del bautizado seestablece una filiación adoptiva, que está

calcada en la filiación eterna del Hijo deDios.

Tales grandezas hacían exclamar a SanLeón: «Reconoce, ¡oh cristiano!, tu digni-dad»: Agnosce, o christiane, dignitatemtuam! «Puesto que participamos en la ge-neración de Cristo, renunciemos a las obrasde la carne». Adepti participationem gene-rationis Christi, carnis renuntiemus ope-ribus [Sermo, XXXI, 3. P. L. 54, col. 192].

Si, como enseña Santo Tomás, «la filia-ción natural y eterna del Verbo en el senodel Padre es el ejemplar sublime de nues-tra filiación adoptiva»: Filiatio adoptiva estquædam similitudo filiationis æternæ[Sum. Teol., III, q. 23, a. 2], la santidad propiade la humanidad deberá servir de modelo a lasantidad de los hijos de adopción.

¿En qué consiste la santidad de Jesús?Reconocemos, ante todo, que Jesús po-

see una santidad singular, de orden divino,que es privativa de Él, como fruto del cuer-po de Jesús que realizó el Verbo, comunicaa toda su naturaleza humana una santidadincomparable, que no es otra cosa que la dela segunda Persona de la Trinidad. Por eso,decimos con toda razón: la santa humani-dad. Y por eso, la Iglesia, en la liturgia de laMisa, alaba con transportes de alegría esta«santidad única»: Tu solus sanctus… JesuChriste, cum Sancto Spiritu, in gloria DeiPatris.

En segundo lugar, la gracia santificante,«de una plenitud» incomparable, et vidimuseum plenum gratiae (Jo., I, 14), elevaba elalma de Jesús; y el Espíritu Santo regulabaadmirablemente todas sus actividades,conformándolas a la soberana dignidad desu condición de Hijo de Dios. En el senode la Santísima Trinidad, las personas son,como nos enseña la teología, «relacionessubsistentes». Y así, el Hijo es esencialmenteHijo, y al mismo tiempo, dice esencialmen-

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te relación al Padre. Por la acción del Es-píritu Santo, el alma de Jesús se unía plena-mente a esta vida del Verbo. En su condiciónde hombre, su alma, impulsada por un amorinmenso, estaba entregada tota ad Patrem[«Toda enteramente orientada hacia el Pa-dre»]. Ella manifestaba su nombre, cumplíasu voluntad y le glorificaba sin cesar. Todoslos movimientos interiores de Jesús res-pondían plenamente a su filiación divina yeran actos sobreeminentes de religión y deamor.

En virtud de la gracia santificante, el cris-tiano participa de la santidad de Jesucristo.Esta gracia viene a ser como un reflejo de laluz divina que, invadiendo el alma, la cons-tituye en estado de justicia y la hace seme-jante al que es Hijo por naturaleza. Esta san-tidad inicial, que está destinada a un desa-rrollo progresivo, se concede en el momen-to del bautismo. Cuando los hijos adoptivosimitan con sus buenas obras las virtudes deJesús, contribuyen a perfeccionar en símismos la vida de Cristo.

En la Cena, después de haber lavado lospies de sus discípulos, Jesús pronunció es-tas solemnes palabras: Exemplum enim dedivobis, ut quemadmodum ego feci vobis, itaet vos faciatis. «Porque yo os he dado elejemplo para que vosotros hagáis tambiéncomo yo he hecho» (Jo., XIII, 15). Bien seael espíritu de religión o de humildad o depaciencia o de perdón o de caridad, en unapalabra, todas las virtudes de Jesús debeninspirar las nuestras, porque son el modeloque todos deben imitar, y en especial lossacerdotes. Si la esencia de nuestra perfec-ción sacerdotal consiste en obrar siemprecomo hijos adoptivos de Dios y ministrosde Jesucristo, es preciso que, a semejanzade Él, Hijo de Dios y Pontífice Supremo,dediquemos incesantemente toda nuestraactividad a procurar el amor y la gloria delPadre por la imitación de las virtudes de lasque Jesús nos ofrece un acabado modelo.

Esta asimilación a Cristo se realizaprincipalmente por el creciente dominioque la caridad ejerce en toda nuestra con-ducta. El amor es quien orienta hacia el finsobrenatural cada una de nuestras accionesdeliberadas, reflejándose así sobre toda lavida y enraizándose, gracias a su influjo cadavez más extendido y eficaz, en medio delcorazón. De esta suerte, el reino de Diosse va estableciendo más firmemente en elalma cristiana. ¿Quiere esto decir que lle-ga un momento en que es confirmada engracia? Ciertamente que no; porque conti-núa expuesta a las tentaciones y al pecado.Sino que Dios, Cristo y su reino vienen aser el único móvil de sus acciones. El Se-ñor toma plena posesión de esta alma,Dominus regit me (Ps., XXII, 1), porque,por la definitiva supremacía de la caridad,ella no vive sino por Él, de Él y para Él.Desde este momento, la expresión delApóstol empieza a realizarse plenamente eneste miembro de Cristo: «Y ya no vivo yo,es Cristo quien vive en mí» (Gal., II, 20).Entonces es cuando el amor llega a la san-tidad.

Existen, ciertamente, muchos grados desantidad. La generosidad en la entrega de símismo y la heroicidad de las virtudes pue-den revestir múltiples formas y progresarindefinidamente. No nos hagamos la ilusiónde llegar demasiado rápidamente a la cima.En esto, como en todo lo demás, el tiempojuega un importante papel. La fidelidad queDios exige ordinariamente a sus servido-res suele ser de larga duración, y son mu-chas las pruebas a que les somete para vi-gorizar su firmeza y aumentar su mérito.Los dones de la oración contemplativa ejer-cen por su parte un influjo particular en laelevación habitual del alma y en la perse-verancia de los elegidos.

En la práctica, vosotros los sacerdotes –sea cual sea el misterio de la predestina-

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ción y de la gracia– debéis alimentar envuestra alma un sincero deseo de alcanzarla perfección sacerdotal. No podéis perma-necer indiferentes al llamamiento que Diosos hace. Si mis palabras no provocan envosotros un deseo profundo de respondera la grandeza de vuestra vocación, serán to-talmente ineficaces. Yo no os digo que as-piréis de repente a la santidad más encum-brada, sino que os recomiendo con insis-tencia –porque ello es esencial– que tra-téis de avanzar por el camino de la santidadque Dios quiere de vosotros. El es quienmejor conoce vuestra debilidad: Ipse cog-novit figmentum nostrum (Ps., 102, 14), ysu sabiduría ha medido exactamente hastadónde llega vuestra capacidad y cuál es elpoder de las gracias que Él tiene destina-das para sosteneros en vuestra ascensión.

El deseo de la santidad es la condiciónprimordial de toda vida espiritual, porquedispone al alma para recibir el don de loalto. Confesando su absoluta impotencia yesperándolo todo de la ayuda de la gracia,el alma se abre enteramente ante el Señory aumenta su capacidad de recibir los do-nes divinos. La obra de la conquista de lasantidad es como una llama interior, comoun fuego sagrado que llevamos en nuestroseno. A veces, este fuego parece que no esmás que una centella; pero tengamos la se-guridad de que esta chispita puedereavivarse y arder.

Si queremos que el Padre pueda, al mi-rarnos, decir de nosotros, como dijo deJesús: «Este es mi Hijo muy amado» (Mt.,III, 17), es preciso que todas nuestras aspi-raciones y todos nuestros esfuerzos tien-dan a establecer en nosotros el reinado de lacaridad.

4.- El sacerdote,hecho semejante a Cristo,reproduce en sí la santidad del Padre

El Evangelio nos transmite una frase sor-prendente que brotó de los labios de Cris-to: «Sed, pues, vosotros perfectos, comoperfecto es vuestro Padre celestial» (Mt.,V, 48).

¿Por qué nuestra perfección y nuestrasantidad han de reproducir la santidad divi-na, que se eleva a infinita distancia sobrenuestra debilidad humana? ¿Es que nos será,acaso, posible llegar al conocimiento delmisterio de esta vida divina?

La respuesta a esta doble cuestión se en-cierra en estas palabras: tenemos el deberde asemejarnos a nuestro Padre celestial,porque somos sus hijos adoptivos. Ahorabien, para llegar a comprender la perfec-ción de nuestro Padre, nos basta con cono-cer a Jesucristo. San Juan nos dice que: «ADios nadie le vio jamás»: Deum nemo viditunquam (Jo., I, 18). Pero nadie debe des-esperar de conocerle, porque, como añade acontinuación, «Dios Unigénito, que está enel seno del Padre, ése nos lo ha dado a co-nocer». Esta misma revelación es la que ha-cía exclamar a San Pablo, transportado deentusiasmo: «Dios habita una luz inaccesi-ble»: Deus lucem inhabitat inacesibilem(I Tim., 6, 16); pero «Dios, que dijo: Brillela luz del seno de las tinieblas, es el que hahecho brillar la luz en nuestros corazonespara que demos a conocer la ciencia de lagloria de Dios en el rostro de Cristo» (II Cor.,IV, 6).

La liturgia de Navidad nos lo repite to-dos los años: «Para que, conociendo a Diosbajo una forma visible, seamos atraídos porÉl al amor de las cosas invisibles». Jesucris-to es el mismo Dios que se ha acomodado anuestra condición, al tomar una forma hu-mana. Después de la última cena, San Feli-

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pe dijo a Jesús: «Señor, muéstranos al Pa-dre»: Domine, ostende nobis Patrem (Jo.,XIV, 8). A lo que el Señor le repuso conuna palabra que descifra la clave del miste-rio: «Felipe, el que me ha visto a mí, ha vis-to al Padre» (Ibid., 9). Por lo tanto, en Jesu-cristo todo es una revelación de Dios. Asílo ha proclamado San Agustín: Factum Verbiverbum nobis est [Tract. in Jo., XXIV, P. L.,35, col. 1593].

Aprendamos, pues, a los pies de Jesús, aconocer las perfecciones del Padre. Lameditación de sus palabras, de sus accio-nes, de sus sufrimientos y de su muerte serála mejor manera de penetrar los secretosde la misericordia infinita.

Y esto encuentra una realización muchomás cumplida en los sacerdotes que en elresto de los fieles, porque los sacerdotestienen mejor oportunidad de contemplar aJesucristo tanto en la lectura de la Bibliacomo en el transcurso del año litúrgico yen la celebración del sacrificio de la misa.

¿Qué es lo que nos enseña la teologíasobre este sublime atributo divino de la san-tidad?

La soberana trascendencia de Dios lo ele-va a una infinita distancia sobre la creación,sobre toda imperfección, sobre todo elmundo en que nos agitamos. Este es el pri-mer aspecto, aunque más bien negativo, desu santidad.

Empleando una expresión enteramentehumana, podríamos decir que el amor conque Dios ama su propia esencia y su propiabondad es lo que constituye su santidad.Esta adhesión amorosa es sabia y ordena-da, porque responde perfectamente a la ex-celencia infinita de la naturaleza divina. Paradecirlo de otra manera, al contemplar suesencia, Dios se ama según lo exige la per-fección de su mismo ser. Podemos, pues,afirmar que la santidad de Dios consiste eneste amor y en este querer su propio bien.

Tal amor y tal querer no solamente se con-forman en un todo a la bondad infinita, sinoque se identifican con ella. De ahí procede sufirmeza inalterable.

Dios quiere que, en su obra de creacióny de santificación, las criaturas actúen se-gún el orden y la subordinación que les co-rresponde. Así es como ellas rinden gloriaa Dios. Cuando el hombre reconoce su de-pendencia radical respecto de su Creador,entonces es cuando su conducta se acomo-da plenamente a la ley de su naturaleza yDios muestra su aprobación a esta sumi-sión y glorificación. Y por la misma razón,Dios reprueba necesariamente toda actitudde insubordinación y de rebeldía y conde-na el pecado. No por egoísmo ni por orgu-llo, sino por una exigencia de su misma san-tidad, es por lo que Dios quiere que todose haga con rectitud, con sabiduría y converdad. Este es el sentido que hay que dar aaquellas palabras: «Dios es santo en todassus obras»: Sanctus in omnibus operibussuis (Ps., 144, 13) y a aquellas otras: «Todolo ha hecho Yahvé para sus fines»: Universapropter semetipsum operatus est Domi-nus (Prov., XVI, 4).

Esta perfección divina deslumbra a losespíritus celestiales. ¿Qué es lo que, enefecto, contemplaron Isaías y San Juan,cuando vieron por un instante el cielo abier-to? Los ángeles, que cantaban sin cesar:Sanctus, Sanctus, Sanctus (Isa., VI, 3; Apoc.,IV, 8).

Lo que constituye, pues, la santidad deDios es aquel amor, de una sabiduría sobe-rana y de una rectitud perfecta, con que amasu propia suprema bondad.

La santidad, en su absoluta perfección, noexiste sino en Dios, porque Él es el únicoque ama perfectamente su bondad infinita.Este atributo esencial es común a las trespersonas; pero cada una lo posee según su«relación» personal.

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Nunca jamás podremos tener una ideacabal de la santidad divina, porque sobre-pasa los alcances de nuestra comprensión.Pero si la contemplamos tal como se nosmanifiesta en Jesucristo, la santidad divinase revela y se impone a nuestra admiración.Entonces es cuando aparece como accesi-ble y al alcance de hombre.

La naturaleza humana de Jesús participade la santidad del Verbo. Todo es en Él unreflejo de la vida del Verbo; y por eso estálibre de todo pecado y de toda imperfec-ción. El perfecto amor con que ama la bon-dad infinita le induce a consagrarse siem-pre y enteramente al Padre, a quien glorifi-ca en todas sus acciones.

Este es el modelo hacia el que nos atre-vemos a levantar nuestros ojos, sobre todolos que hemos sido investidos de todos lospoderes de Cristo: «Como me envió miPadre, así os envío yo» (Jo., XX, 21).

Si el Verbo que, en un acto simple e infi-nito, expresa todo cuanto es el Padre, se hadignado revelar en un lenguaje humano ycon ejemplos adaptados a nuestra limitadainteligencia, los secretos de la vida divina;¿no será una verdadera locura por nuestraparte que desatendamos su mensaje y quepretendamos santificarnos a nuestro anto-jo, sin hacer de Jesucristo el centro denuestras aspiraciones, de nuestra confian-za y de nuestra vida?

5.- Cristo, fuente viva de santidadCristo, modelo trascendente, si bien ac-

cesible de santidad, nos confiere una parti-cipación activa de ésta, mediante su graciaomnipotente.

Hay almas que, más o menos inconscien-temente, se imaginan que pueden llegar aasemejarse a Cristo a fuerza de imitar susvirtudes con su propio esfuerzo. Y esto esuna vana ilusión.

En Inglaterra se suele dar a veces el casode personas de refinada cultura que mues-tran una desmedida admiración por tal o cualpersonaje, y tratan de imitarle a toda costa,leyendo únicamente sus libros, penetrán-dose de sus dichos y de sus hechos y tra-tando de copiarle y aún remedarle en todo.A los tales se les conoce allí con el nom-bre de «worshippers». Entre éstos puedencontarse los «gladstonianos» y los «new-manianos». La moda de imitar a Newmanestuvo muy en boga durante cierto tiempo.

Si, para unirse a Cristo y conformarse asu imagen, se sirviera alguno de estos me-dios exteriores y ficticios, se equivocaríade medio a medio. Aunque consumiese suvida entera practicando estos esfuerzos, suadhesión no pasaría de ser un afecto pura-mente humano. A los ojos del Padre estetrabajo sería completamente vano, y el quelo hiciera, más se asemejaría a un bastardoque a un hijo nacido de su gracia.

Cristo es, en efecto, el modelo de todasantidad; pero esta causa ejemplar es divi-na y obra divinamente. El es quien imprimeen el alma su propia semejanza.

Cristo nos ha revelado cómo se obra estamaravilla de la gracia, al decirnos: «Yo soyel camino, la verdad y la vida» (Jo., XIV, 6).

«Yo soy el camino».Entre Dios y las criaturas media una dis-

tancia infinita. Si prescindimos de su ele-vación sobrenatural, los mismos ángelesestán a una distancia inconmensurable dela divinidad. Sólo Dios, en virtud de su na-turaleza, se ve a sí mismo tal como es. Elsolamente puede alcanzar con su mirada losabismos de sus perfecciones. Los hombresno conocen a Dios sino por medio de susobras: «Hay en torno de Él nube y calígi-ne» (Ps., 96,2). Mas he aquí que hemos sidollamados para ver a Dios como Él se ve, aamarle como Él se ama, y a vivir la misma

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vida divina. Tal es nuestro destino sobre-natural.

Entre esta elevación y la capacidad denuestra naturaleza media un abismo infran-queable. Pero Cristo, Dios y hombre, y lagracia de la adopción nos permiten salvaresta sima. Cristo es el puente que une losextremos de este insondable abismo. Susanta humanidad es el camino que nos faci-lita el acceso a la Trinidad. Él nos lo dijoclaramente: «Nadie viene al Padre sino pormí» (Jo., XIV, 6).

Este camino no tiene pérdida y el que losigue llegará infaliblemente a su término;«tendrá luz de vida». Qui sequitur me, nonambulat in tenebris sed habebit lumenvitæ (Jo., VIII, 12). Jesús, en cuanto Verbo,es una misma cosa con el Padre y, por eso,su humanidad nos hace alcanzar la divini-dad. Cuando nos inserta en su Cuerpo Mís-tico, nos toma realmente en sí mismo, paraque podamos estar donde Él está, es decir,unidos al Verbo y al Espíritu Santo en el senodel Padre: «De nuevo volveré y os tomaréconmigo, para que, donde yo estoy, estéistambién vosotros» (Jo., XIV, 3).

Apoyaos, pues, siempre en los méritosde nuestro amado Salvador. Vuestra espe-ranza de llegar a la unión con la divinidadno puede descansar en la pobreza de vues-tros méritos personales, sino en la inmen-sidad de los suyos. Cuanto más convenci-dos estéis de que toda vuestra riqueza estáen Él, tanto más bendecirá Dios vuestra as-censión hacia Él, y tanto más fecundo serávuestro apostolado. Prescindid de vuestrapropia persona, sustituyéndola por la deCristo y uniéndoos íntimamente a Él, comolo hacía San Pablo: «Cuanto a mí no quieraDios que me gloríe sino en la cruz de nues-tro Señor Jesucristo» (Gal., VI, 14). Y enotro lugar: «Y todo lo tengo por estiércol,con tal de gozar a Cristo (Philip., III, 8)

«Yo soy la verdad».Por nuestra condición natural, marcha-

mos en este mundo por un camino de tinie-blas: In tenebris et in umbra mortis (Lc., I,79). Para elevarnos hacia Dios, precisamosser sobrenaturalmente iluminados.

Cristo es el único que revela la verdad dela religión: «Yo soy la luz del mundo»: Egosum lux mundi (Jo., VIII, 12). Aún sin lle-gar a levantar completamente el velo de laoscuridad, sus enseñanzas nos permitenreconocer en Él al enviado del Padre, ymostrarle nuestra adhesión como a Verdadsuprema e infalible: «Dios es mi luz» (Ps.,26, 1).

El Evangelio descubre al mundo todas lasgrandes verdades religiosas: la Trinidad, laencarnación, las sanciones de ultratumba.Como descubre también el misterio de lapaternidad divina. Cuando Jesús nos hablade Dios, nos lo presenta siempre comonuestro Padre: «Subo a mi Padre y a vues-tro Padre» (Jo., XX, 17). Una de las notascaracterísticas del Nuevo Testamento es lade habernos enseñado a llamar a Dios Pa-dre nuestro, y a conducirnos con Él comohijos suyos: Pater noster, qui es in cœlis(Mat., VI, 9). «El Espíritu mismo da testi-monio a nuestra alma de que somos hijosde Dios» (Rom., VIII, 6). Juntamente con lapaternidad divina, Jesús nos descubre elhecho de nuestra adopción, nuestro destinobienaventurado en el cielo, y todas las for-mas de caridad y de virtud que son propiasdel cristiano.

Recibamos estas enseñanzas de sus labiosbenditos, comprendiendo que emanan de lafuente misma de la Verdad y adhiriéndonosa ellas con una fe inquebrantable.

Cristo, además, comunica la verdad anuestra alma mediante una gracia ilumina-tiva, que nos es enteramente personal.

Esta iluminación propia de cada uno esesencial para el incremento de la vida de

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Cristo en nosotros. Gracias a ella, el sa-cerdote entra en los caminos divinos de lasantificación. Él «camina en la verdad»: Am-bulare in veritate (II Jo., I, 4), como diceSan Juan.

Debemos, por consiguiente, considerarlos caminos de esta vida a la luz de nuestrafe en Cristo. Pongámoslo como una antor-cha divina en el centro de nuestro corazón.Depositemos a los pies de Jesús nuestrasideas, nuestros juicios y nuestros deseos,para que contemplemos el mundo, las per-sonas y los acontecimientos como si losmirásemos a través de sus ojos. Entoncestendremos un concepto cabal de las cosasdel tiempo y de la eternidad.

«Yo soy la vida».Para llegar al fin propuesto, no basta con

tomar el verdadero camino, ni con tener luzdurante la marcha; es necesario, ademásdisponer de fuerza vital, porque es lo únicoque nos permite avanzar. En la obra de lasantificación Jesús es, además la vida: «Yosoy la resurrección y la vida… Yo he veni-do para que tengan vida y la tengan abun-dante» (Jo., XI, 25; X, 10).

Él es la causa eficiente y universal de to-das las gracias, tanto por su misma virtuddivina como por la donación que nos hacedel Espíritu Santo. Su humanidad es el ins-trumento de la divinidad, que realiza en lasalmas este aumento de la vida sobrenaturalque las transforma de suerte que, a los ojosdel Padre celestial, se asemejan realmentea su Hijo encarnado. Cristo obra por mediode los sacramentos y también independien-temente de ellos; la oración, la contempla-ción de sus misterios, la humildad y el amoren todas sus formas disponen al alma parasu acción.

Nos enseña la doctrina de la Iglesia queel Espíritu Santo –don por excelencia delPadre y del Hijo– graba en la entraña del

alma esta semejanza auténtica con el Hijode Dios. El es el «dedo de la diestra del Pa-dre»: Dextræ Dei tu digitus [Himno VeniCreator (Breviario monástico)]. ¿Cómorealiza en el alma la obra de nuestra adop-ción? «Haciéndonos exclamar: Abba, Pa-dre» (Gal., IV, 6). Como veis, la acción delEspíritu Santo, lo mismo que la del Verboencarnado, nos conduce al Padre. Todo pro-cede de esta primera Bondad, y todo retor-na a ella en una sublime resaca. Así es comonos asociamos a las divinas personas e imi-tamos su movimiento de amor eterno.

El mismo Jesús ha querido iluminar nues-tra fe en su acción santificadora sirviéndo-se de una comparación: «Yo soy la vid, vo-sotros los sarmientos» (Jo., XV, 5). Lossarmientos tienen vida, pero no por sí mis-mos; toda su vitalidad la extraen de la saviaque constantemente les llega del tronco dela cepa. Esta se elabora fuera e independien-temente de ellos y los vivifica cuando cir-cula por sus venas. Lo mismo sucede con losmiembros de Cristo. Les pertenecen susbuenas obras, la práctica de las virtudes, suprogreso espiritual y su santidad; pero lo queen realidad obra en ellos estas maravillas noes otra cosa que la savia de la gracia de Cris-to: «Como el sarmiento no puede dar frutode sí mismo, si no permaneciera en la vid,tampoco vosotros, si no permaneciereis enmi» (Jo., XV, 4).

Todo irradia vida en Jesucristo: sus pala-bras, sus acciones, sus mismos estados.Todos sus misterios, lo mismo los de suinfancia que los de su muerte, los de su re-surrección y los de su gloria, tienen un po-der de santificación que siempre es eficaz.Su pasado nunca queda abolido: «Cristo,resucitado de entre los muertos, ya no mue-re, la muerte no tiene ya dominio sobre Él»(Rom., VI, 9). «Jesucristo es el mismo ayer,hoy y por los siglos» (Hebr., XIII, 8). Ince-santemente nos está comunicando la vidasobrenatural.

Iª Parte – Cristo, autor de nuestro sacerdocio y de nuestra santidad

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Pero sucede con demasiada frecuenciaque nuestra falta de atención o de fe impi-de su acción en nuestras almas. Vivir de lavida divina no viene a ser para nosotros otracosa que poseer la gracia santificante y ha-cer que todos nuestros pensamientos, to-dos nuestros afectos y toda nuestra activi-dad procedan de Cristo, mediante una ad-hesión íntima de fe y de amor.

Si alguno de vosotros dijera que nopuede tender a semejante elevación delalma, porque está en manifiesta despropor-ción con su debilidad, yo reconozco que ha-bría de responderle lealmente: Sí; esto oses completamente imposible, si no contáismás que con vuestras fuerzas naturales y nodais tiempo al tiempo. Pero tened en cuen-ta que es tan poderosa la acción de Cristo,tan santificadora la influencia de la Misabien celebrada, de la comunión, de la atmós-fera de oración y de noble generosidad enque normalmente se mueve la vida del sa-cerdote, que es necesario abrir el corazón auna esperanza sin límites. Basta que le guar-déis un poco de fidelidad, para que Cristoos eleve con su gracia.

Aunque vuestra vida sacerdotal parezcavulgar a los ojos de algunos –así suele juz-garla frecuentemente el mundo–, estad se-guros de que a los ojos de Dios es grande yagradable al Señor, porque el Padre ve queen ella se refleja la imagen de la vida de suHijo: «Estáis muertos y vuestra vida está es-condida con Cristo en Dios» (Col., III, 3).

III

Sacerdos alter Christus

1.- El carácter sacramentalQuod est Christus, erimus, Christiani:

«Lo que Cristo es, eso mismo seremosnosotros los cristianos», decía un Padre dela Iglesia [San Cipriano, De idolorum va-nitate, XV. P. L., 4, col. 603], para recordara los fieles su eminente dignidad. Y cierta-mente, toda la acción de los sacramentos,empezando por el del bautismo, nos ase-meja al Salvador: «Cuantos en Cristo ha-béis sido bautizados, os habéis vestido deCristo» (Gal., III, 27). «Vestirse de Cristo»significa para todos los cristianos hacersesemejantes a Él en su cualidad de Hijo deDios. Y para nosotros los sacerdotes signi-fica, además, recibir la investidura de susacerdocio.

Esta asimilación a Cristo, que es efectode los sacramentos, está llena de misterio.La gracia santificante, y el carácter que im-primen el bautismo, la confirmación y elorden, concurren cada uno a su manera aperfeccionar en el alma del sacerdote estaasimilación sobrenatural.

Como sabéis, la gracia de adopción es un«germen de vida», dotado de actividad, su-jeto a una ley de crecimiento y ordenado,con todo su dinamismo, a hacer al hombreparticipante de la felicidad divina. Esta gra-cia nos habilita psicológicamente para co-nocer, amar y poseer a Dios, como Él seconoce y se ama. Así penetramos en la in-timidad de la vida divina.

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Los tres caracteres sacramentales quehemos mencionado contribuyen también,aunque de distinta manera, a producir en elalma una semejanza con Cristo. Pero estasemejanza no admite crecimiento vital nicambio alguno, sino que queda inde-leblemente grabada en el alma de una vezpara siempre.

¿Qué es, en efecto, el «carácter»? Es unahuella sagrada, un sello espiritual impresoen el alma que consagra el hombre a Cris-to, como discípulo, soldado o ministrosuyo. El carácter nos marca para siemprecon la señal del Redentor y nos hace encierta manera semejantes a Él.

En virtud de su misma presencia, el ca-rácter reclama y exige en el alma de unmodo estable la gracia santificante. ¿Nosería, acaso, contrario a la condición dediscípulo, de soldado y, sobre todo, de mi-nistro asociado a su divino Maestro paraofrecer el sacrificio y dispensar los sacra-mentales, no vivir en la amistad de Aquel,cuya señal indeleble lleva grabada en la en-traña de su ser?

Las expresiones consagración, sello in-deleble, exigencia de la gracia, no agotantoda la noción y el sentido del «carácter»,tal como la Iglesia lo entiende. Hay queconsiderar, además, en el carácter la «po-testad espiritual», spiritualis potestas.

El carácter bautismal otorga a todo cris-tiano, además de la capacidad de recibir losdemás sacramentos, el poder real, aunqueinicial, de participar del sacerdocio de Cris-to. Por eso, en la santa Misa, puede aso-ciarse legítimamente al celebrante y ofre-cer juntamente con el sacerdote el cuerpoy la sangre de Cristo; y puede juntar a lainmolación del Salvador el «sacrificio»espiritual de sus acciones y de sus sufri-mientos [Santo Tomás, Sum. Teol., III, q. 82,a. 1, ad 2].

Sin duda que él no ejecuta con el sacer-dote la inmolación sacramental, pues elbautismo no confiere semejante poder.Pero, por restringido que sea el sacerdo-cio de los fieles, supone ya una gran digni-dad. Y esta es la razón de porqué San Pedroda a la asamblea cristiana el espléndido tí-tulo de «sacerdocio real», regale sacerdo-tium (I Petr., II, 9).

Por el carácter que confiere y por las gra-cias que le son propias, la confirmaciónañade nuevos trazos a esta semejanza y aesta dependencia del bautizado respectodel Salvador. La confirmación marca al dis-cípulo para hacer de él un cristiano que pro-clame su fe, que la atestigüe, la defienda, lapropague y luche en su defensa como sol-dado de Cristo, vigorizado por los dones ypor la gracia del Espíritu Santo.

El grado supremo de esta asimilaciónse realiza en el sacramento del orden, enel que, por la imposición de las manos delobispo, el ordenado recibe el Espíritu San-to, que le comunica un poder eminente, tan-to sobre el cuerpo real como sobre el Cuer-po Místico del Salvador. De esta manera,los sacerdotes de este mundo son asocia-dos al eterno Pontífice y se convierten enmedianeros entre los hombres y la divini-dad.

El efecto principal de este sacramento loconstituye el carácter [Santo Tomás, Sum.Teol., III, Supplem. q. 34, a. 2]. De la mis-ma manera que en Jesús la unión hipostáticaes la razón de su plenitud de gracia, así tam-bién en el sacerdote el carácter sacerdotales la fuente de todos los carismas, que leelevan por encima de los simples cristia-nos.

Este carácter es un poder sobrenatural queos ha sido conferido, para haceros aptospara ofrecer, como ministros de Cristo, elsacrificio eucarístico y para perdonar los

Iª Parte – Cristo, autor de nuestro sacerdocio y de nuestra santidad

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pecados. Es así mismo un manantial del cualbrota una gracia sobreabundante, que esfuerza y luz para toda vuestra vida. E impri-me en el alma una huella imborrable portoda la eternidad, que es principio de unainmensa gloria en el cielo o de una afrentaindecible en el infierno.

Esto os demuestra cuán íntima es launión de Cristo y de su sacerdote. Toda laantigüedad cristiana consideraba al sacer-dote como formando un solo ser con Cris-to. «El sacerdote es la imagen viviente, y elrepresentante autorizado del supremo Pon-tífice»: Sacerdos Christi figura expressa-que forma [San Cirilo de Alejandría, Deadoratione in Spiritu Sancto. P. G. 68, col.882]. El repetido adagio Sacerdos alterChristus expresa perfectamente esta fe dela Iglesia.

Recordad lo que ocurre el día de la orde-nación. La mañana de aquel día bendito, unjoven levita, anonadado por el sentimientode su indignidad y de su flaqueza, se pros-terna ante el obispo, representante del Pon-tífice celestial. Inclina su cabeza en la im-posición de las manos del prelado consa-grante, al tiempo que el Espíritu Santo secierne sobre él y el Padre eterno contem-pla, con una mirada de infinita complacen-cia, a este nuevo sacerdote, viva imagen desu amado Hijo: Hic est Filius meus di-lectus…

Mientras el obispo sostiene la mano ex-tendida y todos los sacerdotes presentesimitan este gesto, cobran una nueva reali-dad las palabras que el ángel dirigió a Ma-ría: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y lavirtud del Altísimo te cubrirá con su som-bra» (Lc., I, 35).

Se puede afirmar con toda verdad que, eneste misterioso momento, el Espíritu San-to cubre al elegido del Señor y realiza unaeterna semejanza entre el nuevo sacerdotey Cristo, hasta el punto de que, cuando se

levanta, es ya un hombre transformado: «Túeres sacerdote eterno, según el orden de Mel-quisedec» (Ps., 109, 4).

Este día recibisteis un sello divino quese grabó en la entraña misma de vuestro sery fuisteis consagrados a Dios, en cuerpo yalma, cmo un vaso de altar, cuya profana-ción constituye un sacrilegio.

2.- Tres aspectosde la asimilación del sacerdotea Jesucristo

No cabe error más funesto para un sacer-dote que el de subestimar la dignidad sa-cerdotal. Su deber más sagrado consiste,por el contrario, en formarse una alta ideade la misma.

El primer aspecto de nuestra asimilacióna Cristo en el sacerdocio lo expresó el mis-mo Jesús cuando dijo a sus apóstoles: «Nome habéis elegido vosotros a mí, sino queYo os elegí a vosotros» (Jo., XV, 16).

«Y ninguno se toma por sí este honor,sino el que es llamado por Dios, comoAarón» (Hebr., V, 4). ¿Cuál es la razón deesta exigencia? Es que nadie tiene derechoa elevarse por sí mismo a una dignidad taneminente. En Jesucristo, el sacerdocioconstituye un don concedido por el Padre.Cristo, nos dice San Pablo, no se elevó porsí mismo al supremo pontificado, sino quelo recibió de Aquel que le dijo: «Tú eresmi Hijo… Tú eres sacerdote eterno segúnel orden de Melquisedec». De la mismamanera el sacerdote debe ser también ele-gido por el Todopoderoso.

Debemos mantener siempre en nosotrosuna fe viva y desbordante de agradecimien-to por la elección de que la Providenciamisericordiosa nos ha hecho objeto con

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vistas al sacerdocio: «Tu Dios te ha ungidocon el óleo de la alegría, más que a tus com-pañeros» (Ps., 44, 8). Esta elección supo-ne de parte de Dios una mirada privilegiadade amor. Muchas veces el Señor nos prote-gió ya desde la infancia o desde la adoles-cencia, y nos condujo bajo su amparo porlos caminos de la vida. El don del sacerdo-cio es como un anillo de oro, el primerode una interminable cadena de singularesgracias, reservadas a los ministros del al-tar. Habituémonos a encontrar en este mag-nífico pensamiento un perpetuo estímulopara nuestra fidelidad.

Es verdad que ninguno de nosotros pue-de escrutar el misterio de la predestinación,que está oculto en Dios. Pero hay indiciosreveladores que nos permiten formar pru-dentemente un juicio práctico y personalsobre los planes que Dios tiene respectode un alma. Sólo el obispo, como repre-sentante auténtico de Dios, tiene compe-tencia para juzgar en última instancia delvalor de las señales de vocación que ofreceun candidato al sacerdocio y solamente él esquien puede, por el llamamiento canónico,manifestar la voluntad de lo alto.

Quien tenga la osadía de recibir el Espíri-tu Santo y la unción sacerdotal sin esta voca-ción celestial, comete uno de los más gra-ves pecados, que nunca queda sin castigo.

Por el contrario, cuando, dócil a la lla-mada del obispo, el diácono recibe la im-posición de las manos, puede tener por se-guro que Dios, en su infinita misericordia,le ha hecho objeto de su elección. Y estoes lo que hace que sea tan pura la felicidadque experimenta y tan legítimo el orgulloque siente de ser sacerdote.

El sacerdote se identifica, además, conCristo a causa del poder de que está in-vestido.

El sacerdocio tiene por fin establecerintermediarios sagrados entre la tierra y el

cielo para ofrecer al Señor los dones de loshombres y comunicarles, en cambio, lasgracias de Dios. «Todo Pontífice tomadode entre los hombres, a favor de los hom-bres, es instituido para las cosas que mirana Dios». Pro hominibus constituitur in iisquæ sunt ad Deum (Hebr., V, 1).

Antes de subir a los cielos, Jesús quisodejar tras de sí hombres que tuvieran la su-blime misión de continuar y renovar suspropios gestos de poder y de amor. El sa-cerdote ocupa el lugar de Cristo: Sacerdosvice Christi vere fungitur qui, id quod(Christus) fecit, imitatur [«El sacerdotehace las veces de Cristo, porque realiza lomismo que Cristo hizo antes que él».(Epist. 63, P. L. 4, col. 397)]. Así se expre-sa San Cipriano, con toda la tradición cris-tiana.

Jesucristo comunica a sus sacerdotesalgo más que una simple delegación. Lesreviste de su mismo poder y obra eficaz-mente por su ministerio. Esta es la razónde porqué nuestro sacerdocio está total-mente subordinado al de Cristo. Y de estasubordinación nace su dignidad suprema,porque nuestro sacerdocio no es otra cosaque un reflejo del sacerdocio del Hijounigénito.

Al sacerdote le han sido encomendadoslos dones sagrados: sacra dans. Y esto pordos razones. En primer lugar, él es quienofrece al Padre a Jesús, inmolado sacra-mentalmente; y este es el don por excelen-cia que la Iglesia de la tierra presenta a Dios.En segundo lugar, él es quien hace partici-pantes a los hombres de los frutos de laredención, haciendo llegar hasta ellos lasgracias y los perdones divinos. El sacerdo-te está asociado a toda la obra de la reden-ción, como dispensador autorizado de lostesoros y de las misericordias de Cristo:Sic nos existimet homo ut ministros Chris-ti et dispensatores mysteriorum Dei: «Espreciso que los hombres vean en nosotros

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ministros de Cristo y dispensadores de losmisterios de Dios» (I Cor., IV, 1). Jacob serevistió de los vestidos de su hermano Esaúpara presentarse ante su padre Isaac y atra-jo sobre sí todas las bendiciones que teníareservadas para su primogénito. De la mis-ma suerte, el sacerdote, revestido del mis-mo poder de Cristo en virtud de su caráctersacerdotal, puede decir al Señor con mu-cha más razón que Jacob: «Yo soy tu hijoprimogénito» (Gen., XXVII, 32).

Y es tan completa su identificación conel Pontífice eterno, que, en la misa, el sa-cerdote no dice: «Este es el cuerpo…, lasangre de Cristo», sino: «Esto es mi cuer-po…, esta es mi sangre»… Y cuando en elsacramento de la penitencia perdona lospecados, ¿cuáles son las palabras que pro-nuncia? Ego te absolvo. «Yo te absuelvo».Lejos de hacer ninguna apelación a Dios,él habla y manda con autoridad. ¿Y por quéasí? Porque la Iglesia, al poner en sus la-bios la fórmula sagrada, sabe con certezaque en la administración de este sacramen-to, el sacerdote es una misma cosa con«Cristo que obra con él y por él»: Agit inpersona Christi.

El sacerdocio es una sublime prerrogati-va que el Padre concede a su ministro de lamisma suerte que se la concedió a su Hijo.Esta prerrogativa eleva al hombre a la ma-yor semejanza posible con el Verbo encar-nado. No hay en la tierra excelencia algunaque supere a la del sacerdocio.

En tercer lugar, de la misma manera queJesucristo es a un tiempo verdadero Dios yverdadero hombre, así también el sacer-dote lleva en sí un elemento divino y unelemento humano.

Durante los días de su vida mortal, Jesúsocultaba su divinidad bajo los velos de suhumanidad. Para la gente que le trataba, era«hijo de un obrero»: Nonne hic est fabri

filius (Mt., XIII, 55)? A los ojos del Sane-drín y de los soldados romanos era un «mal-hechor» digno de muerte. Y, sin embargo, apesar de estas apariencias, era el Verbo deDios, el supremo Señor del universo, la fuen-te de todas las bendiciones.

Bajo las apariencias de un hombre sujetoa las necesidades y a las miserias de estemundo, el sacerdote oculta en lo íntimo desu ser la invisible grandeza de su sacerdo-cio. Los incrédulos le miran frecuentemen-te como a un ser nocivo para la sociedad, yapenas le reconocen los derechos y las con-sideraciones que le son otorgadas al últi-mo de los ciudadanos.

Y, sin embargo, ¡qué poderes tan sobre-humanos en unas manos tan frágiles! Estehombre, que en nada se diferencia de losdemás, tiene unos poderes verdaderamen-te divinos. Basta que él hable para que Cris-to baje al altar para ser inmolado. Abruma-do por el peso de sus pecados, el penitentese arrodilla ante él y el sacerdote le diceen nombre de Dios: «Vete en paz». Y estemismo pecador, que un minuto antes pudoser condenado a los tormentos eternos, selevanta perdonado y justificado, con el almailuminada por la gracia celestial.

Así es como Jesús perpetúa su misión desantificar a los fieles. Por intermedio desus sacerdotes, continúa interviniendo entodas las etapas de la vida de sus elegidos,desde su nacimiento hasta la hora de sumuerte. Esto explica la reverencia y el amorcon que el pueblo cristiano ha honrado alministro de Cristo. En la creencia de la Igle-sia, el sacerdote aparece como confundidocon su divino Maestro.

En cierta ocasión, San Francisco de Sa-les confirió el sagrado presbiterado a unjoven levita. Terminada la ceremonia, elsanto se fijó en que el nuevo sacerdote sedetenía en la puerta de la iglesia, como sidiscutiera con un ser invisible sobre quién

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debía pasar el primero. ¿Qué es lo que su-cede?, preguntó el santo. A lo que el jovenlevita repuso que él tenía la felicidad de veral ángel de su guarda. «Antes de que yo fue-se sacerdote, dijo, él siempre me precedía,pero ahora quiere que yo pase el primero»[Mons. Trochu, Saint François de Sales,1, 2 s]. Los ángeles no son sacerdotes y poreso reverencian en nosotros esta dignidadque ellos adoran en Cristo.

3.- Llamamiento a la santidadJesús considera a sus sacerdotes como

a sus íntimos amigos. Prueba de ello sonestas palabras que Jesús dirigió a sus após-toles inmediatamente después de haberlesconferido el sacerdocio: «Ya no os llamosiervos, porque el siervo no sabe lo que hacesu señor; pero os digo amigos, porque todolo que oí de mi Padre os lo he dado a cono-cer» (Jo., XV, 15). También a vosotros osfueron dichas estas mismas palabras, des-pués de vuestra ordenación, en nombre deJesús.

Vuestra dignidad comporta para vosotrosuna grave obligación de conciencia y un lla-mamiento constante para que aspiréis a laperfección que reclama vuestro estado.

Todo es sobrenatural en el sacerdocio.Las máximas de este mundo no nos sir-

ven para apreciar en su justa medida estedon divino. «El mundo no ha conocido aDios», ni las cosas de Dios: Pater juste,mundus te non cognovit (Jo., XVII, 25).

Ya desde el seminario, el aspirante al sa-cerdocio debe tener una clara convicciónde la verdadera santidad a la cual es llamado.Después de su ordenación, deberá mante-ner y desarrollar esta convicción con unavida de oración y de sacrificio. Nunca po-dremos exagerar «el valor de la gracia re-

cibida el día de la ordenación»: Nolinegligere gratiam quæ in te est (I Tim., IV,14).

El que se conforma con evitar el pecado,sin tener otras aspiraciones más altas, estoes, sin vivir una vida de fe y de amor, seexpone al grave riesgo de perderse. Y aúnen el caso de que no llegue a tal extremo,consumirá su existencia sin experimentarlas íntimas alegrías que Dios depara a lossacerdotes que le son fieles, y sin haberrealizado en toda su plenitud la misión sa-cerdotal que de él se esperaba.

Ya en el Antiguo Testamento, Dios exi-gía que los ministros del culto fuesen san-tos, aunque los sacrificios de machos ca-bríos y de terneras que ofrecían no eransino figura del sacrificio de la Nueva Alian-za. ¿Con cuánta más razón, pues, no recla-mará de nosotros el Señor una gran purezade vida?

Hay tres motivos que recuerdan constan-temente a todo sacerdote su deber de ten-der a la santidad: el poder que ejerce sobreel cuerpo y la sangre del Hijo de Dios, sufunción de dispensador de la gracia (¿no leobliga acaso este título a ser él quien pri-mero se santifique por ella?) y, por fin, elpueblo cristiano, que espera de él la lec-ción de su ejemplo. Si él predica a los de-más la ley de Cristo, ¿podrá desmentir consu conducta la verdad de lo que enseña?

Santo Tomás, resumiendo la doctrina tra-dicional sobre esta materia, exalta en lossiguientes términos la dignidad sacerdotal:«El que recibe el orden sagrado, se hacecapaz de ejercer las más excelentes funcio-nes, por las cuales se rinde homenaje aCristo en el sacramento del altar» [Sum.Theol., II-II, q. 184, a. 8]. Y añade: «Lossacerdotes, que han sido elevados a un mi-nisterio tan eminente, no pueden confor-marse con adquirir una bondad moral

Iª Parte – Cristo, autor de nuestro sacerdocio y de nuestra santidad

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cualquiera, sino que se les exige una virtudextraordinaria» [Ibíd. Supplem., q. 35, a. 1,ad 3].

¿Reflexionamos lo suficiente sobre es-tas consideraciones? Nosotros somos losíntimos de Jesucristo, los ministros de susacrificio. Esta proximidad al Salvador nosdebería servir de constante estímulo. Lasalmas predilectas de Dios que no han reci-bido el don del sacerdocio no gozan de lasfacilidades de acceso que nosotros tene-mos para llegar a Él. Una Santa Gertrudis,una Santa Teresa, tan colmadas de gracias,tan familiarmente unidas al Señor, ¿acasohan podido alguna vez consagrar el pan y elvino, tomar la hostia en sus manos o admi-nistrar la comunión?

Hasta tal punto es la hostia cosa propiadel sacerdote, que el poder que ejerce so-bre ella no tiene otros límites que el de lasleyes y prescripciones de la Iglesia. Jesússe confía a su sacerdote como se confió aMaría y, fuera del caso de necesidad, él esel único que puede tocarlo y darlo a losdemás. El guarda la llave del sagrario. Eltoma a Jesús para llevarlo a los enfermos,para bendecir al pueblo y para pasearlo enprocesión por las calles.

¿Podrá darse la posibilidad de que hayaseglares, a veces aún entre las humildesmujercitas del pueblo, que amen a Jesúsmás que sus sacerdotes? Procuremos, pues,decir a Jesús con todas las veras de nuestrocorazón: «Oh Cristo, Vos os habéis entre-gado a mí, Vos me habéis encomendado elcuidado de las almas que os pertenecen;también yo quiero entregarme del todo aVos; servíos de mí como mejor os agrade».

Tanto cuando trabajaba en Nazaret comocuando iba por los caminos de Galilea o ha-blaba con sus apóstoles o se retiraba a oraren el monte, Jesús siempre tenía concien-cia de su sacerdocio. Lo mismo debieradecirse de nosotros, porque no dejamos de

ser sacerdotes cuando bajamos del altar,sino que seguimos siéndolo dondequiera ysiempre. A la manera de Jesús, vivamossiempre con el alma vuelta a los interesesde Dios: In his quæ Patris mei sunt oportetme esse (Lc., II, 49).

Recordad la parábola de los talentos.Nosotros somos de aquellos que recibie-ron cinco. Reflexionemos seriamente enello. ¿Cumplimos las funciones de nuestrosacerdocio con aquella dignidad de senti-mientos que se merecen? A ejemplo deMaría, madre de Jesús, que poseía una santi-dad eminente, el sacerdote, por razón de suintimidad con «el que es la santidad mis-ma», Tu solus sanctus, Jesu Christe, se es-forzará en conseguir que toda su vida estéungida de un gran espíritu de pureza y deuna constante elevación del alma.

Para no perder el ánimo en esta marchaascendente, debe reavivar constantementeen su alma el deseo de adquirir la perfec-ción, y recordar aquellas palabras delpontifical que el obispo dirige a los orde-nados: «Poderoso es Dios para aumentaren ti su gracia». Potens est Deus ut augeatin te gratiam suam.

4.- Imitamini quod tractatisEl sacerdote es alter Christus y, a seme-

janza de su divino Maestro, debe ser unahostia inmolada a la gloria de Dios y con-sagrada a la salvación de las almas. Puedeser un sabio, un reformador social, un ge-nial organizador; pero si no es más que esto,no responde a las miras que Dios teníapuesta en él.

¿Pues a qué altura de vida moral invi-ta la Iglesia a sus sacerdotes?

El pontifical indica en términos conci-sos y exactos cuál es el conjunto de virtu-des que corresponden al ministro de Cris-to. No hay fuente de enseñanza más autén-tica.

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Poco antes del rito de la imposición delas manos, el obispo pronuncia estas pala-bras: «Que estos elegidos se distingan poruna fidelidad constante a la justicia»: diu-turna justitiæ observatio; que su conduc-ta sea un reflejo de «la castidad y pureza desu vida». Y les encarece que «prediquen nomenos con el ejemplo que con la doctrinay que el perfume de sus virtudes sea la ale-gría de la iglesia de Dios»: Sit odor vitævestræ delectamentum Ecclesiæ Christi.

Debemos fijar principalmente nuestraatención en una de las exhortaciones quehace el obispo consagrante: «Advertir loque hacéis: imitad lo que tratáis: de suerteque, celebrando el misterio de la muertedel Señor, procuréis mortificar vuestrosmiembros, huyendo del vicio y de la con-cupiscencia»: Agnoscite quod agitis;imitamini quod tractatis: quatenus mortisdominicæ mysterium celebrantes, mortifi-care membra vestra a vitiis et concupis-centiis omnibus procuretis.

Tal es el verdadero programa de nuestrasantidad. Si queremos estar a la altura denuestro sacerdocio, si queremos que superfume penetre toda nuestra vida, si que-remos, en una palabra, vivir inflamados deamor y de celo por la salvación de las al-mas (y esta debe ser nuestra noble ambi-ción), debemos consagrarnos, según nosdice el obispo en la ordenación, a imitar ya reproducir en nosotros a Jesucristo sa-cerdote y hostia. Si participamos de su dig-nidad sacerdotal, ¿no deberemos participartambién de su oblación?

Podemos contemplar a Jesucristo encada uno de los estados de su vida, y encada una de sus virtudes. Él es el idealque todos deben imitar. Lo mismo el niñoque el adulto y el obrero como la virgen oel religioso encuentran en Él el modelomás acabado para su respectivo estado.

Pero hay en Jesús un Santo de los santos,un tabernáculo cerrado, donde el alma delsacerdote debe desear entrar, porque allíestá la fuente de donde mana toda la vidainterior de Jesús. Desde el punto mismode su encarnación, «el Salvador se entregóenteramente al cumplimiento de la volun-tad del Padre»: Ecce venio… ut faciam,Deus, voluntatem tuam (Hebr., X, 7). Ynunca renunció al cumplimiento de estavoluntad.

He aquí nuestra consigna: imitar a Jesúsen la entrega total de su vida a la gloria deDios y a la salvación del mundo. Tal es laperfección que corresponde al sacerdote yesta vocación supera a la angélica.

Obedecer a esta invitación: «Imitad elmisterio del que vosotros sois los minis-tros», no solamente significa celebrar laMisa con espíritu de piedad, sino, sobretodo, unir a la ofrenda de Jesús la oblaciónmás completa de nuestra vida. Debemoscaer en la cuenta de que la muerte de Jesúsen la cruz se preparó a todo lo largo de suexistencia terrena. «Por nosotros» bajó delcielo, como dice el Credo: Propter nos ho-mines et propter nostram salutem. Cuan-do vivía en Nazaret, en el modesto taller deJosé, tenía plena conciencia de que era lavíctima destinada a la suprema inmolación.Y aceptó por anticipado toda la trama de suvida y previó su pasión con todo el cortejode sus afrentas y sufrimientos. Y cuandollegó su hora, Jesús, movido por un impul-so de inmenso amor, se ofreció por nues-tra redención: Crucifixus etiam pro nobis.

Esta aceptación plena de todos los desig-nios de Dios nos servirá de modelo. Imi-tamini... Presentemos también nosotros enel altar al Señor todo el desarrollo de nues-tra existencia, aceptándolo, amándolo, ofre-ciéndolo y consagrándolo amorosamente ala causa de Dios y al bien de las almas. Estaimitación diaria de la ofrenda de Jesús nos

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permitirá penetrar gradualmente en la inti-midad misteriosa del alma del divino Maes-tro.

5.- A ejemplo de San PabloEntre aquellos a quienes el Señor ha he-

cho el insigne honor de asociarlos a su sa-cerdocio, nadie ha comprendido como SanPablo la amplitud y la profundidad de estavocación.

Desde que Cristo se le reveló, el mundo,«la carne y la sangre no supusieron nada asus ojos». Continuo non acquievi carni etsanguini (Gal., I, 16). Él se sabía ministro,sacerdote y apóstol de Cristo, «predesti-nado como tal desde el seno de su madre»:Me segregavit ex utero matris meæ (Ibid.,15). Cuando narra a los corintios la histo-ria de su vida, la describe como una serieininterrumpida, como un encadenamientomaravilloso de sufrimientos soportados porCristo y de trabajos emprendidos para ma-nifestar las riquezas de su gracia: «Tres ve-ces fui azotado con varas, una vez fui ape-dreado»… Peligros de todo género jalo-naban sus jornadas: «peligros en la ciu-dad…, en el desierto…, entre los falsoshermanos». El hambre, el frío y muchasotras miserias llegaron a hacérsele fami-liares. Y por encima de todo esto, las gra-ves preocupaciones de su alma por «loscuidados inherentes a la fundación de lascristiandades nuevas»: Sollicitudo omniumecclesiarum. Incluso las dificultades per-sonales de los convertidos encontrabansiempre un eco en su corazón: «Quién des-fallece que no desfallezca yo? ¿Quién seescandaliza que yo no me abrase?» (II Cor.,XI, 25 y siguientes).

Pero, a pesar de todas estas tribulacio-nes, San Pablo nunca se sentía abatido. Y élmismo nos confía el secreto que le permi-tía conservar siempre su ánimo esforzado:«Muy gustosamente, pues, continuaré glo-

riándome en mis debilidades para que ha-bite en mí la fuerza de Cristo» (II Cor., XII,9). Y nos dice en otro lugar: «Mas en todasestas cosas vencemos por Aquel que nosamó» (Rom., VIII, 37). Tal llegó a ser suunión con Cristo, que pudo exclamar: «Paramí, la vida es Cristo» (Philip., I, 21). Y enotra ocasión: «Vivo en la fe del Hijo de Dios,que me amó y se entregó por mí» (Gal., II,20). Si alguna vez ha habido un sacerdoteque haya comprendido los abismos de lapasión y de la muerte de Jesús, y la inmen-sidad de las misericordias divinas, este sa-cerdote fue, sin duda, el gran San Pablo.Según decía, siempre estaba «clavado a lacruz»: Christo confixus sum cruci (Gal.,II, 19). Ahora bien, el que está clavado a lacruz, realmente es una víctima.

De ahí resulta que podía decir con todaverdad: Vivo ego, jam non ego, vivit veroin me Christus (Ibid., 20). Cristo está enmí. Vosotros sois testigos de mi actividad;pero tened bien entendido que mi celo ymis palabras no son propiamente mías, sinode Cristo, que es quien anima toda mi vida,ya que yo me he entregado enteramente aÉl para ser ministro suyo. Por la gracia deCristo, yo vivo del amor de Aquél que diosu vida por mí.

Si queremos que nuestra vida sacerdotalse mantenga a la debida altura de santidad;en lugar de limitarnos a una recitación apre-surada del breviario y a una celebración ru-tinaria de la santa Misa, unámonos, en elsentido verdadero de la palabra, a la cruz deCristo. Es preciso que la tengamos bien fijaen el centro mismo de nuestro corazón paraque Jesús nos asocie a su holocausto. SanPaulino de Nola expresa admirablementeesta idea, cuando escribe: Ipse Dominushostia omnium sacerdotum est… Ipsiquesunt hostiæ sacerdotes [«El Señor es lahostia que ofrecen los sacerdotes… Encambio, los sacerdotes deben ser hostiaspara Él». (Epíst. XI, P. L. 61, col.196].

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Con relativa frecuencia encontramos enel mundo almas que se creen víctimas; peroque, en realidad, lo son de su imaginaciónexaltada, porque se quejan al menor alfile-razo que sientan. Por el contrario, las al-mas que verdaderamente han hecho inmo-lación de su vida, manifiestan su condiciónde víctimas en todos los detalles del día.Sus actos de abnegación y sus sufrimien-tos suben como un perfume, continua y si-lenciosamente, hasta el trono de Dios. Hayalmas que viven ocultas e ignoradas en losclaustros o aún en medio del mundo, quehan abrazado heroicamente este ideal. ¿Quérazón hay para que nosotros los sacerdotesde Jesús no lo abracemos igualmente?

Pero volvamos a San Pablo, porque él nosilumina acerca de esta vocación cuando nosdice: «Suplo en mi carne lo que falta a lastribulaciones de Cristo» (Col., I, 24). ¡Quéexpresión más misteriosa! ¿Pero es quepuede faltar algo a los méritos infinitos deJesucristo? ¿No ha llevado a cabo, hasta laúltima iota y con un amor perfecto, el pro-grama que le trazó su Padre? Y con todo,San Pablo escribe: «Yo suplo…»

He aquí la respuesta. Por un decreto desu adorable sabiduría, Dios ha reservado asu Iglesia una parte de las satisfaccionesdebidas por los pecados del mundo. Las al-mas que, informadas de este espíritu, de-seen unirse a Cristo tributan a Dios una grangloria, y «completan» con su oblación eltotal de las expiaciones que la justicia infi-nita exigía a la humanidad. Nada, pues, po-déis hacer que tenga un sentido más realque poneros ante el altar y rogar al Padreque os acepte juntamente con la oblaciónque de sí mismo hace Jesucristo.

Si el Apóstol hablaba de esta suerte, eraporque se sentía sacerdote en toda la ex-tensión de la palabra; un sacerdote que uníaa la inmolación de Cristo la ofrenda de todauna vida de renuncia a sí mismo y de celo

por la salvación de las almas: «Para que losque viven no vivan ya para sí mismos, sinopara Aquel que por ellos murió y resucitó»(II Cor., V, 15).

San Pablo, no solamente celebraba el sa-crificio de la Misa, sino que se unía a él,vivía de él y se estimaba sacerdote y hostiaen unión de Cristo.

Si queréis ser sacerdotes santos, comoyo os lo deseo, inspiraos en este ejemplodel Apóstol. ¿No es él quien escribía: «Osexhorto a ser imitadores míos, como yo losoy de Cristo»: Imitatores mei estote, sicutet ego Christi (I Cor., IV, 16)?

6.- El sacerdote,fuente de gracias para las almas

El sacerdocio eterno de Cristo es la fuen-te de donde brotan todas las gracias que loshombres reciben en este mundo y la felici-dad de la que han de gozar durante toda laeternidad: De plenitudine ejus nos omnesaccepimus (Jo., I, 16).

El sacerdocio cristiano es prácticamen-te el canal ordinario de todos los donessobrenaturales que Dios concede al mun-do, porque su misión es la de continuar enla tierra la obra de Jesús y se ejerce en vir-tud de su poder.

Si consideramos nuestra dignidad de sa-cerdotes bajo este aspecto, descubriremosen ella una grandeza incomparable.

Puede Dios en su liberalidad soberanadispensar libérrimamente sus gracias inde-pendientemente de nuestro ministerio. Sinembargo, según el plan de la sabiduría eter-na, ha querido que la adopción divina, elperdón de los pecados, los socorros delcielo y toda la enseñanza de la revelaciónnos llegue por mediación de otros hombresinvestidos del poder de lo alto.

Iª Parte – Cristo, autor de nuestro sacerdocio y de nuestra santidad

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Este orden de cosas es una prolongaciónde la economía de la encarnación, de lamisma suerte que el mundo fue rescatadopor el sacrificio de un hombre, nuevo Adáncuyos méritos eran de un valor infinito, asítambién ahora las gracias de la redención secomunican por mediación de otros hombresque hacen en la tierra las veces de Cristo.

Esta dispensación de las gracias, que seajusta enteramente a la voluntad del Padre,es un motivo de continua glorificación parael Hijo. Porque, cuando los fieles recurrenal sacerdote para ser iluminados y fortale-cidos, reconocen prácticamente que, en laobra de su salvación y de su santificación,de Cristo es de quien se derivan todos losbienes espirituales. Los miembros delCuerpo Místico que viven esta fe contribu-yen a la exaltación universal del Salvador, yparticipan a su manera en los designios delPadre, que dijo: «Le he glorificado y le glo-rificaré» (Jo., XII, 28).

La encarnación tiene por fin elevar a lacriatura al orden sobrenatural. Este fin serealizó radicalmente en Jesucristo, pero aúnes necesario que cada alma, sirviéndose delas gracias que la Iglesia dispensa, llegue arealizar en sí misma esta exaltación divina.Por los dones de que son portadores, to-dos los cristianos son capaces, al menospor su ejemplo, de atraer a su prójimo alcamino de la virtud. Pero el sacerdote debeser un centro de irradiación de vida divina.El es quien debe comunicar los dones sa-grados, y en especial el don por excelen-cia, que es Jesucristo. Por la condiciónmisma de su oficio, es director y debe con-ducir al religioso lo mismo que al simplefiel por los caminos de la perfección. A élle corresponde, en una palabra, «hacer queen todos los corazones resuene el eco delmensaje evangélico»: Prædicate Evange-lium omni creaturæ (Mc., XVI, 15).

Leemos en la misa de los Doctores: «Vo-sotros sois la sal de la tierra»: Vos estis sal

terræ (Mt., V, 13). Esto lo dijo Jesús a susapóstoles. El sacerdote ofrece este germende incorrupción a todos los que entran encontacto con él. Y debiera poder decirse deél con toda verdad que «de Él salía una vir-tud que curaba a todos» (Lc., VI, 19). Peroesto depende en gran parte de su santidadpersonal.

Cuando la sal pierde su sazón, no sirvepara otra cosa que para arrojarla comoun deshecho inútil. Lo mismo sucede conel sacerdote. A poco que pierda el fervorde su consagración sacerdotal, la acción es-piritual que ejerce sobre las almas tiende adisminuir.

Por el contrario, cuando está lleno deamor de Dios y fervientemente unido a Je-sús, hace un gran bien, aunque no tenga con-fiado ningún ministerio sagrado. La expe-riencia de todos los días nos enseña que unprofesor de filosofía, de ciencias, de hu-manidades, o un prefecto de disciplina, sivive realmente su sacerdocio, ejerceinfaliblemente una bienhechora influenciasobre sus discípulos, aún sin percatarsemuchas veces de ello. Ningún laico puedeejercer una influencia tan profunda, pormuy ejemplar y edificante que sea, ya queúnicamente el sacerdote es por vocación«la sal de la tierra». No olvidemos jamásque somos causas instrumentales de las queJesucristo se sirve para la santificación delmundo. La causa instrumental debe estaríntimamente unida al agente que la mueve:su acción no se ejerce sino en virtud delagente principal. Seamos nosotros este ins-trumento humilde y dócil en las manos deDios, sin atribuirnos a nosotros mismos loque Dios realiza por medio de nosotros. Lavalidez de nuestro ministerio sacramentaldepende de nuestra ordenación y de la ju-risdicción que recibimos del obispo. Perola fecundidad santificadora de nuestra pa-labra en el confesionario, en la predicacióny en todas las relaciones que tenemos con

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los fieles se debe en gran parte a nuestraunión con Cristo.

Aún hay un motivo más para que admire-mos la sabiduría de la economía divina. Ensus designios misericordiosos, el Padre noha querido limitar el fin de la encarnacióna la obra de la salvación del mundo, sinoque también ha querido que podamos en-contrar en el Mediador divino un corazóncomo el nuestro, un corazón rebosante deternura y de compasión, que ha experimen-tado todos nuestros sufrimientos y todasnuestras miserias, a excepción del pecado.

El sacerdote es el continuador en el mun-do de la misión del Salvador. Esta es la ra-zón de porqué el Señor no ha elegido losdispensadores de su gracia de entre los án-geles, por puros que sean y por mucho amorque le profesen, sino precisamente de en-tre los hombres. Los que así hayan sido ele-gidos, «por la experiencia personal que tie-nen del peso de su debilidad humana y porel sentimiento de su propia indigencia, secompadecerán mejor de las debilidades yde las ignorancias de los pecadores»: Quicondolere possit iis qui ignorant et errant,quoniam et ipse circumdatus est infirmi-tate (Hebr., V, 2).

Si la divinidad de Jesucristo nos llena deadmiración y reverencia, su bondad y sumisericordia nos confortan y nos subyugan.Lo mismo sucede al pueblo cristiano quevenera la sublimidad del sacerdocio; perolo que le atrae en el sacerdote y lo que ex-cita su amor hacia el ministro de Dios esprincipalmente su bondad, su compasiónpara toda suerte de dolores y debilidades ysu entrega absoluta al servicio de todos,semejante a la de San Pablo, que le impul-saba a escribir con santo orgullo a los ro-manos: «Me debo tanto a los sabios comoa los ignorantes»: Sapientibus et insipien-tibus debitor sum (I, 14).

En mi país, que durante tres siglos ha su-frido la persecución religiosa, el sacerdo-te es no solamente el que ha conservado laintegridad de la fe en el alma del pueblo,sino el consejero a quien siempre se le es-cucha, tanto en el seno de la familia comoen los problemas personales que le presen-tan los fieles, y por eso todos le estimancomo el consolador y el amigo más fiel.

A esta gran bondad, que se alimenta en lamisma fuente que la de Jesús, debe añadirel sacerdote una fe viva en la eficacia de lagracia, de la que es dispensador. Sean cua-les sean las deficiencias y los pecados quese le presenten, el ministro de Cristo de-berá creer firmemente en el poder de lagracia para remediar las necesidades de to-dos y de cada uno. Como dice un autor an-tiguo, Jesús transforma toda alma que ten-ga buena voluntad. «Se encuentra con unpublicano y hace de él un evangelista; en-cuentra un blasfemos y lo hace apóstol; unladrón y lo lleva al cielo; una meretriz y latransforma en más casta que una virgen»[Pseudo-Crisóstomo, Serm. I in Pent., P.G. 52, col, 803. (Breviario monástico, mar-tes de Pentecostés)].

Ocurre a veces que el sacerdote, que estáentregado en cuerpo y alma a su misión,se siente muy por debajo de su ideal. Peroesta impresión no debe desanimarle, por-que este sentimiento de humildad es una delas mejores disposiciones para atraer so-bre sí mismo y sobre su ministerio la ben-dición de Dios.

Mas para que este convencimiento de supropia nada sea agradable al Señor, deberáir acompañado de una confianza sin límitesen los méritos de Jesús: «Porque en Él,dice San Pablo, habéis sido enriquecidosen todo; en toda palabra y en todo conoci-miento…, de suerte que no escaseéis en donalguno» (I Cor., I, 5-7). Si mucho importaque reconozcamos nuestra pobreza, más

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necesario nos es aún decir con el Apóstol:«Todo lo puedo en Aquél que me conforta»(Philip., IV, 13). Para cumplir su misiónsalvadora, Cristo recibió del Padre la vidadivina; y también nosotros recibimos la gra-cia de lo alto para ejercer nuestro ministe-rio con las almas.

Todas las mañanas volvemos a encontrar-nos con Jesucristo: su carne y su sangre nosvivifican. Lo que debemos hacer es recibir-le con fe para «revestirnos de Él»: Indui-mini Dominum Jesum Christum (Rom.,XIII, 14). Entonces, nuestro corazón se lle-nará de amor y de compasión hacia los pe-cadores, los ignorantes, los atribulados, losque penan y sufren. Y podremos, a ejemplode Jesús, desear que «vengan todos a noso-tros para ser aliviados»: Venite ad me omnesqui laboratis et onerati estis, et ego reficiamvos (Mt., XI, 28).

Segunda Parte

La obra de lasantificación sacerdotal

A) LAS VIRTUDES DEL SACERDOTE

IV

Ex fide vivit

Hemos visto cómo el ideal de la santidaddebe informar todas las acciones de la vidadel sacerdote, puesto que su sacerdocio esuna participación del sacerdocio del Verboencarnado.

Este ideal nunca llega a realizarse plena-mente. E importa tenerlo bien en cuentapara no desanimarse. Pero esto no impideque alimentemos en nosotros un gran de-seo de tender hacia este ideal, por elevadoque sea, ya que semejante deseo aviva nues-tro entusiasmo y mantiene nuestra miradasiempre fija en el divino Maestro.

Además, ¿no son sus méritos y la abun-dancia de su gracia los que nos sostienen?

Para tener ideas claras sobre esta laborde santificación que debemos emprender,consideremos las principales virtudes que

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hemos de cultivar con preferencia. Todocristiano esta obligado a practicarlas; peroel sacerdote debe cultivarlas de una mane-ra especial, que sea apropiada a su ministe-rio sagrado, al apostolado de las almas y ala santidad sobrenatural que el Padre celes-tial espera de él.

1.- La fe, atmósferade la vida del sacerdote

Todo el valor de nuestra vida depende dela fe: Sine fide impossibile est placere Deo(Hebr., XI, 6). «Si nuestra fe es vana, diceSan Pablo en otro lugar, somos con mucholos más desgraciados de todos los hom-bres»: Miserabiliores sumus omnibus ho-minibus (I Cor., XV, 19). Y esto es mil ve-ces más verdad cuando se trata del sacer-dote, porque, en ese caso, toda su existen-cia sería un pecado contra la verdad.

Ante todo su mismo sacerdocio es unobjeto de fe. Nada se trasluce al exteriorque demuestre su eminente dignidad. Nues-tro Dios es un «Dios escondido» (Isa., XLV,15). Su esencia es una luz esplendorosa queno conoce ocaso; pero nosotros no la ve-mos. Y todo lo que obra en nosotros y pormedio de nuestro ministerio constituye unobjeto de fe.

¿Qué viene a ser el sacerdote a los ojosde un incrédulo? Un hombre como otrocualquiera, que abusa del candor de las gen-tes sencillas y que nada tiene de especialsino su sotana. Y frecuentemente se llega aodiarle a causa de Cristo. Por eso, la fe esindispensable para comprender al sacerdote.

Pero entre todos los que deben creer enel sacerdote, a nadie incumbe esta obliga-ción con un motivo más perentorio que almismo sacerdote. Es absolutamente preci-so que la fe mantenga siempre presente asu espíritu la condescendencia infinita conque Dios se ha dignado llamarle a una dig-nidad tan elevada. Con más razón que los

diáconos a los que se dirige San Pablo, elsacerdote debe «guardar el misterio de lafe en una conciencia pura»: Habentes mys-terium fidei in conscientia pura (I Tim., III,9). Nosotros los sacerdotes vivimos enconstante contacto con la Eucaristía yesto nos debe obligar a reavivar incesan-temente en nuestros corazones la vivezade nuestra fe.

Se puede llegar a perder completamenteeste don tan precioso. Me acuerdo de unpobre sacerdote, al que fui a visitar por en-cargo de su obispo. Se estaba muriendo.Cuando yo le recordaba las grandes verda-des del cristianismo, me respondió dicien-do: «Todo eso no es más que leyenda y poe-sía». No llegué a conseguir que se reavivarasu fe. Aunque no caiga en semejantes ex-travíos, cualquier ministro de Cristo puedeexperimentar una disminución en la loza-nía, en la alegría y en la unción de su fe.

¡Qué satisfacción más íntima la de poderdecir al Señor en el crepúsculo de la vida,como decía San Pablo: Fidem servavi! (IITim., IV, 7). «He guardado la fe» y he teni-do la mirada siempre fija en la eternidad.¿De dónde nació vuestra vocación sacer-dotal? De la fe de vuestra adolescencia ode vuestra mocedad. Cuando es ardiente, lafe nos hace «vivir en Dios»: Viventes Deo(Rom., VI, 11). Sin ella, nada somos; y cuan-do disminuye, todas nuestras virtudes de-caen con ella.

La atmósfera en que se desenvuelvehabitualmente el pensamiento tiene unaimportancia capital para todo hombre.

¿Cuál es la atmósfera adecuada al almadel sacerdote? ¿Será, acaso, la de un am-biente laico, o la de las conversaciones queocupan la atención de la ciudad, o la de lasúltimas noticias del periódico, o quizás lade cualquier libro de literatura novelesca? Ciertamente que no. Lejos de mí preten-der que el sacerdote no debe estar al co-

IIª Parte – La obra de la santificación sacerdotal

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rriente de los acontecimientos; pero sí afir-mo que, ante todo, necesita vivir la vida in-terior, y ésta no se nutre ni se sostiene sinocon el alimento de la fe.

Traigamos a la memoria los beneficiosde Dios y las luminosas realidades sobre-naturales que la Iglesia dispensa a sus hi-jos. Nuestra misión consiste en comunicara Jesucristo a los hombres: «Tanto amóDios al mundo…»: Sic Deus dilexit mun-dum (Jo., III, 16). Dios nos pedirá estrechacuenta del empleo que hemos hecho de lostesoros de salvación que ha puesto en nues-tras manos.

Es necesario que la conciencia de nues-tras responsabilidades esté siempre pre-sente a nuestro espíritu. La convicción deque no nos pertenecemos constituye la raízde nuestra conciencia. Digamos, pues, conSan Pablo: «Yo, soy de Cristo» (I Cor., I,12), y añadamos con él: «Me debo tanto alos sabios como a los ignorantes»: Sapien-tibus et ignorantibus debitor sum (Rom.,I, 14). ¿Podremos creer que estamos en pazcon Dios si tenemos conciencia de que unalma confiada a nuestro cuidado está sumi-da en la miseria y somos negligentes en acu-dir en su auxilio?

El sacerdote deberá mirar al mundo conojos de benevolencia. No como un mucha-cho inexperimentado que siente la fascina-ción del brillo de las cosas, pero que igno-ra su aspecto oscuro y desabrido. El minis-tro de Cristo no puede cifrar su ilusión enlos bienes perecederos, sino que debe con-siderarlos a través de los ojos de Jesucris-to, es decir, estimando su valor o su nadasegún los criterios de la fe.

Es de suma importancia que los fieles seden cuenta de que nosotros los sacerdotesvivimos esta vida sobrenatural, puesto quela fecundidad de nuestro ministerio sacer-dotal depende de ello en gran parte.

2.- Misión de la feLa fe es una virtud fundamental. Sin ella,

la caridad, la religión y cualquiera otra vir-tud son completamente imposibles. La feconstituye la base de nuestras relacionessobrenaturales con Dios. Según el plan di-vino, su luz es la que nos debe guiar duran-te el tiempo de nuestra prueba acá en elmundo. Nuestro acercamiento a Dios, elempleo de los medios adecuados para ase-gurar nuestra unión con Él y nuestro méri-to están, hasta cierto punto, envueltos en laoscuridad.

También los ángeles sufrieron la pruebade su fe, porque, sea cual fuere la naturale-za propia de su «tentación», fueron some-tidos a esta prueba cuando eran enteramen-te libres, cuando aún no habían sido admi-tidos a la visión beatífica.

El Concilio de Trento resume en las si-guientes palabras la misión esencial de lafe: «La salud del hombre comienza por lafe. Ella es el fundamento y la raíz de todajustificación. Sin la fe es imposible agra-dar a Dios y participar de la suerte de sushijos» [Sess. VI, 8].

La fe es en nosotros el principio, el fun-damento y la raíz de nuestra vida de hijosde Dios. Expliquemos brevemente estaspalabras del concilio.

¿A quién otorga Dios el poder de hacer-se hijo suyo? Nos lo dice San Juan: «Estagracia está reservada únicamente a los cre-yentes»: His qui credunt in nomine ejus(Jo., I, 12). Lo mismo nos enseña San Pa-blo: «Es preciso que quien se acerque a Dioscrea que existe»: Credere enim oportetaccedentem ad Deum (Hebr., XI, 6).

Si la fe es necesaria para despertar la vidasobrenatural, también lo es para asegurarsu crecimiento y su desarrollo. La fe es, enverdad, el fundamento y la raíz de la vidainterior.

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¿Qué papel juegan los cimientos en unaconstrucción? No solamente son necesa-rios para dar principio a las obras, sino quede ellos depende en todo momento la esta-bilidad, el equilibrio y la duración del edi-ficio.

Este mismo es el papel que la fe juega entoda la vida cristiana. Cuando la fe es fir-me, consolida la esperanza, impulsa la ca-ridad e imprime a la oración un vuelo quela levanta hasta Dios. ¿De dónde nos vieneel apoyo constante que precisamos, de dón-de recibimos los motivos que más eficaz-mente nos mueven a obrar, tanto en el mo-mento de la tribulación como en el cursonormal de la existencia, sino de la fe? Poreso San Pablo recomendaba a los colosen-ses que viviesen siempre «firmemente fun-dados e inconmovibles en la fe»: In fidefundati et radicati (I, 23).

Su influencia se compara a la de la raíz.Esta sostiene al árbol sujeto al suelo y, poruna acción imperceptible e ininterrumpi-da, mantiene su vigor. Todo el crecimientoy el desarrollo del árbol dependen de estaalimentación secreta. Cortad las raíces yveréis qué pronto, por mucha que sea la vi-talidad y la belleza del árbol, se secará irre-misiblemente.

Tal es la importancia primordial de la fir-meza de la fe. Su influencia es permanente.Ella ennoblece la existencia y vigoriza elalma y, gracias a ella, tanto el simple fielcomo, sobre todo, el sacerdote, no dudajamás de la victoria: Hæc est victoria quævincit mundum, fides nostra (I Jo., V, 4).

San Pablo quiso compendiar en una fór-mula brevísima toda esta doctrina que eratan de su agrado. «El justo vive de la fe»:Justus ex fide vivit (Gal., III, 11; Rom., I, 17;Hebr., X, 38). Démonos cuenta de su valoreminentemente práctico, porque, cuanto másfirme sea nuestra fe, tanto más se regeneraránuestra vida entera, y más se estrecharán loslazos de nuestra adopción divina.

3.- Noción de la fe¿En qué consiste exactamente esta fe que

debe animar nuestra vida? El Concilio Va-ticano [Sess. III, cap. 1] nos lo dice en unadefinición luminosa: «La fe es una virtudsobrenatural, por la que, bajo la inspiracióny la ayuda de la gracia de Dios, aceptamoscomo verdadero todo lo que Dios nos ha re-velado; no porque comprendemos la verdadintrínseca de las realidades sobrenaturalesguiados por la luz natural de la razón, sinofundados en la autoridad del mismo Diosque nos las revela y que no puede engañar-se ni engañarnos».

La fe es el homenaje que nuestra razónrinde a la veracidad divina. Dios ha habla-do, sobre todo, por medio de Jesucristo yde los apóstoles. Cuando el hombre aceptala revelación divina, con sus esplendores ysus oscuridades, humilla todo su ser anteDios, se entrega enteramente a la supremae infalible Verdad y con ello glorifica alSeñor. Porque en esta aquiescencia total desu espíritu, todo el hombre se siente im-pulsado a confundirse y abismarse ante laautoridad suprema de Dios.

La esencia de la fe consiste en esta su-misión de la inteligencia que se adhiere ala Verdad sustancial que le revela el miste-rio divino y los caminos de la salvación.

La fe es una comunión de nuestro espíri-tu, no con los puntos de vista de otro hom-bre por muy docto que sea, sino con el pen-samiento del mismo Dios. Por la fe, hace-mos nuestro su pensamiento y participamosdel conocimiento que Dios tiene de sí mis-mo y de los designios de su predestinacióneterna. Debemos aceptar con profundo res-peto la revelación divina, tanto en su con-junto como cada una de las verdades que laIglesia, único juez supremo en estas mate-rias, nos manda creer: «Lo que creemos devuestra gloria, lo creemos por la fe de vues-

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tra revelación»: Quod enim de tua gloria,revelante Te, credimus [Prefacio de la misade la Trinidad].

Lejos de humillar a la razón humana, lafe la eleva, amplía inmensamente sus fron-teras y la hace participar de las verdadescapitales sobre el sentido de su destino.

La fe implica necesariamente tres ele-mentos: una adhesión del entendimiento,un movimiento de la voluntad y una inspi-ración de la gracia, que envuelve entera-mente el acto del creyente.

La fe no es una conclusión del razona-miento, es decir, la convicción producidaen la inteligencia por la fuerza de los argu-mentos. Sino que es una sumisión volunta-ria, confiada y total del espíritu a la autori-dad de Dios que revela.

¿Por qué interviene la voluntad en el actode la fe? Como sabéis, no es sino por untrabajo abstracto y difícil como llegamos aconcebir las cosas que sobrepasan los lí-mites de nuestras experiencias humanas.Por eso, las verdades sobrenaturales se nospresentan siempre rodeadas de espesas ti-nieblas. Al aceptar la revelación con todassus enseñanzas, nuestra inteligencia se abrede par en par a la verdad divina, aceptándolacon perfecta aquiescencia. Pero esto no lopuede hacer sino mediante un impulso de lavoluntad, deseosa de encontrar a Dios, y decomunicarse con Él. La gracia interviene,pero sin que sea preciso que se sienta su in-flujo en todo este proceso tan complejo.

La parte de voluntariedad y de libertad quecomporta el acto de fe hace que éste seameritorio a los ojos de Dios. En todo esteproceso, Dios ha querido dejar suficientemargen de oscuridad para que el creer seaun acto de profunda confianza en Él, a lavez que suficiente claridad para que el actode fe pueda parecernos completamente ra-zonable.

Por último es necesaria la acción de lagracia sobre el entendimiento y la volun-tad. Leed el Evangelio. Los contemporá-neos de Jesús podían verle y oírle; sus sen-tidos le tenían siempre a su alcance; su ra-zón les decía que era un hombre eminente,de una virtud extraordinaria. Pero para po-der penetrar en el Santo de los santos de sunaturaleza divina y creer que era el verda-dero Hijo de Dios, se requería, además delos milagros y de las profecías, un don dela gracia. Así lo proclamó el mismo Jesús:«No es la carne ni la sangre quien eso te harevelado, sino mi Padre»: Caro et sanguisnon revelavit tibi, sed Pater meus (Mt.,XVI, 17). Y en otra ocasión: «Nadie puedevenir a mí, si el Padre… no le trae»: Nemopotest venire ad me, nisi Pater... traxerit eum(Jo., VI, 44).

La fe nos viene de lo alto. El incrédulodebe implorar humildemente su venida, ynosotros, que estamos ya en posesión deeste don, pedir su aumento: Credo, Domi-ne, adjuva incredulitatem meam (Mc., IX,24).

Siempre son posibles las tentacionescontra le fe, pero al mismo tiempo son unestímulo para la oración. Si recurrimos ala oración cuando somos tentados, nuestrafe se robustece y apreciamos mejor su ca-rácter sobrenatural y gratuito. Aprendamosa utilizar estas dudas, sin que por ello nosexpongamos temerariamente a conversacio-nes y lecturas que pueden hacer peligrar nues-tra adhesión al depósito de la revelación, yunámonos más consciente y firmemente aCristo y a su mensaje.

4.- Privilegio de la fe:aurora de la visión beatífica

Todas estas enseñanzas de los conciliosde Trento y del Vaticano se encuentran im-plícitamente contenidas en la definición dela fe que nos da San Pablo: «Es la fe la fir-

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me seguridad de lo que esperamos, la con-vicción de lo que no vemos»: Est autemfides sperandarum substantia rerum, ar-gumentum non apparentium (Hebr., XI, 1).

Estas palabras significan que la fe es elapoyo vital de todas nuestras esperanzassobrenaturales. Por ella llegamos al con-vencimiento de la existencia de este mun-do celestial que no alcanzamos a ver y delque nos habla toda la epístola a los Hebreos.Este texto inspirado nos revela la más es-tupenda prerrogativa de la fe: la de que esla aurora de la luz del cielo. Entre la fe y lavisión beatífica no hay solución de conti-nuidad.

Prácticamente hay para nosotros tres ór-denes de realidades distintas: el de la ma-teria, el de las verdades intelectuales y elmás alto aún de lo sobrenatural. Nosotrosllegamos al conocimiento de cada uno deestos mundos, ilustrados por una luz apro-piada a cada uno de ellos.

La naturaleza material, con su inmensi-dad y su belleza, se descubre a nuestros ojospor su esplendor.

La inteligencia contempla este mismouniverso, pero de un modo superior, por-que de los fenómenos se remonta a sus cau-sas. Descubre en las cosas la huella de laOmnipotencia y de la Sabiduría creadora yllega así al conocimiento de la existenciade Dios y de sus perfecciones. Muy distin-ta es la luz por la que nuestros ojos ven, deaquella otra por la que nuestro entendi-miento comprende, juzga y razona. La unano es continuación de la otra, sino que sonde diferentes órdenes.

Más allá del mundo que alcanzan a cono-cer nuestros sentidos y nuestra razón, hayuna tercera esfera trascendente, inaccesi-ble, divina. Es la de la vida íntima de la Tri-nidad. «Dios habita una luz inaccesible, queningún hombre vio ni puede ver»: Luceminhabitat inaccessibilem, quem nullus ho-

minum vidit nec videre potest (I Tim., VI,16). Nuestra elevación sobrenatural nosdestina a penetrar en estas «profundidadesde Dios», profunda Dei (I Cor., II, 10).Cuando lleguemos al cielo, recibiremos unacomunicación de esta luz divina, para po-der contemplar a Dios intuitivamente. «Entu luz vemos la luz»: In lumine tuo vide-bimus lumen (Ps., 35, 10).

Con todo, el Señor se ha dignado, ya des-de ahora, conceder a sus hijos adoptivos elpoder entrar en contacto con este mundosupraterrestre. Y este prodigio se obra gra-cias a la fe, porque la fe es la aurora de lavisión beatífica.

Contemplad lo que sucede en la Jerusa-lén celestial: la luz de la gloria refuerzamaravillosamente la capacidad de la inteli-gencia de los santos y la adapta a la con-templación de Dios. Al mismo tiempo, estaluz se proyecta sobre todos los actos de co-nocimiento, de amor y de bienaventuranza queconstituye la vida y la felicidad eternas.

¿Se podrá afirmar que la fe juega el mis-mo papel acá en la tierra? Ella nos hace aDios presente, en medio de nuestras oscu-ridades, de nuestros esfuerzos y de nues-tras pruebas. Nos hace también compren-der todas las realidades sobrenaturales queconstituyen el objeto de nuestra esperan-za. Y esclarece al mismo tiempo todos losactos que debe practicar el cristiano en elcamino que le lleva al cielo. Toda la activi-dad sobrenatural que dispone a los hijos deDios para que puedan recibir un día la luzde la gloria y les permite adquirir méritospara conseguirla, debe brotar de la fe, comode una fuente que mana sin cesar. «Ahoraveo en un espejo y oscuramente; entoncesveremos cara a cara»: Videmus nunc perspeculum in enigmate, tunc autem faciead faciem (I Cor., XIII, 12).

La fe, no solamente pertenece al ordensobrenatural, sino que en la visión beatíficaencuentra su desenvolvimiento y floración

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suprema. La misma vida que recibimos enel bautismo es la que evoluciona y se trans-forma. Ciertamente la fe es el primer des-tello, el alba y la aurora de la visión eterna.Santo Tomás resume toda esta doctrina tanelevada en estos términos tan sustancialescomo concisos: «La fe es un hábito de nues-tro espíritu, por el que empieza a tener rea-lidad en nosotros la vida eterna»: Fides esthabitus mentis quo inchoatur vita æternain nobis [Sum. Theol., II-II, q. 14, a. 1].

5.- La fe en Cristo,Verbo encarnado

Dios se presenta a nosotros como obje-to de fe, principalmente en la persona deJesucristo. Quiere que creamos firmemen-te que el hijo de María, el obrero de Naza-ret, el Maestro que se enfrentaba a los fari-seos, el crucificado del Calvario es verda-deramente su Hijo, enteramente igual a Él,y que como a tal le adoremos. «La gran obraque Dios se ha propuesto en la economíade la salvación, consiste en establecer en-tre los hombres la fe en el Verbo encarna-do»: Hoc est opus Dei ut credatis in eumquem misit ille (Jo., VI, 29).

Nada hay que pueda reemplazar a esta feen Jesucristo, verdadero Dios, consustancialal Padre y enviado suyo. Ella es la síntesisde todas nuestras creencias, porque Cristoes la síntesis de toda la revelación.

Si esto es verdad para todos los cristianos,lo es especialmente para el sacerdote. Por-que la razón de ser del sacerdocio consisteen traer al mundo la salud de Cristo, Hijode Dios, encarnado por amor. Toda la vidadel gran apóstol se resume en estas palabras:«Vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amóy se entregó por mí»: In fide vivo Filii Deiqui dilexit me et tradidit semetipsum prome (Gal., II, 20), y toda nuestra vida sacer-dotal debe ser un testimonio de esta mismapoderosa convicción.

La vida de la Iglesia es una adoraciónconstante y universal de su divino Esposo.Ella no se cansa de repetir con San Pedro ala misma cara de un mundo que le niega yle desconoce: «Tú eres Cristo, el Hijo deDios vivo»: Tu es Christus, Filius Dei vivi(Mt., XVI, 16).

Esta poderosa visión de la fe, que atra-viesa los velos de la humanidad de Jesús yse abisma en las profundidades de su divi-nidad, es la que falta a muchas almas. Ellasven a Jesús, le tocan, pero, lo mismo quelas multitudes de Galilea, con una miradapuramente exterior y superficial, que nollega a transformarlas.

Para otros, por el contrario, Jesús apare-ce transfigurado, porque la gracia iluminala fe que tienen en su divinidad. Para ellos,Jesús es el sol de justicia, que sobrepasatodas las bellezas de la tierra. Y de tal ma-nera arrebata sus corazones la contempla-ción de Jesús, que «ninguna otra es capazde separarles de su amor», pudiendo decircon San Pablo: «Estoy persuadido de queni la muerte, ni la vida… ni ninguna otra cria-tura podrán arrancarnos al amor de Dios enCristo Jesús, nuestro Señor» (Rom., VIII, 38).

Una fe como esta hace que Jesucristoquede firmemente fijo en nuestros corazo-nes. Porque no es una simple adhesión denuestro espíritu, sino que comprende elamor, la esperanza y, en una palabra, la con-sagración total de sí mismo a Cristo paravivir de su vida, participar de sus misteriose imitar sus virtudes.

Se dan cristianos y aún sacerdotes que nohan hecho de Jesús la fuente de su vida es-piritual. Creen que es Dios, pero sin unconvencimiento íntimo y vital, y esta fe nollega a constituir la raíz y el fundamento detoda su vida religiosa. Ellos ignoran prácti-camente aquella frase tan reveladora de SanPablo: «Cuanto al fundamento, nadie pue-de poner otro sino el que está puesto, quees Jesucristo»: Fundamentum aliud nemo

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ponere potest, præter id quod positum est,Jesus Christus (I Cor., III, 11). Por eso susesfuerzos resultan muchas veces estériles.

Debemos, pues, arrojarnos de buen gra-do a los pies de Jesucristo y rendirle el ho-menaje de una fe acendrada: «Oh Cristo, aúnsin veros en toda la gloria de vuestra divi-nidad, confieso que sois el Hijo de Diosvivo: Dios de Dios, luz de luz, Dios verda-dero de Dios verdadero»: Deum de Deo,lumen de lumine, Deum verum de Deovero. Es de una importancia capital en lavida espiritual que nuestro impulso haciaDios se apoye sobre esta base de la fe en elVerbo encarnado.

Pero no basta con formar un decididopropósito, sino que es menester que nues-tras fuerzas se rehagan y nuestra generosi-dad se reavive todos los días en esta fe.Cuanto más perfecta sea, más participare-mos con Cristo de su condición de Hijo deDios. Esta cualidad es lo mejor que tieneJesús y nos hace donación de la misma.

Toda la grandeza de esta doctrina se deri-va de este elevado pensamiento: creer, esparticipar del conocimiento que Dios tie-ne de sí mismo y de todas las cosas en símismo. Por el ejercicio de esta virtud, nues-tra vida viene a ser un reflejo de la suya.Cuando el alma está saturada de fe, ella ve,por así decirlo, por los ojos de Dios.

¿Y qué es lo que el Padre contempla eter-namente? A su Hijo. Él le conoce y ama atodas las cosas en Él. Esta mirada y esteamor pertenecen a su misma esencia. ¿Quées lo que está mirando en este mismo mo-mento en que os estoy hablando? Al Verboque, siendo igual a Él, se ha hecho hombrepor amor.

El Padre ama a su Hijo infinitamente, di-vinamente, como Él solamente puede ha-cerlo. Por eso le está dedicado enteramen-te y todo cuanto hace lo ordena a su gloria:«Le he glorificado, y le glorificaré»: Et

clarificavi et iterum clarificabo (Jo., XII,28). Tiene empeño en que su Hijo sea re-conocido por las criaturas racionales conla reverencia que le es debida a su divini-dad. Al introducirle en el mundo, ha queri-do que «todos los ángeles le adoren»: Etadorent eum omnes angeli Dei (Hebr., I,6). Y reclama de los hombres el mismohomenaje. El Padre quiere «que todos hon-ren al Hijo como honran al Padre»: Ut om-nes honorificent Filium sicut honorificantPatrem (Jo., V, 23). ¿No exigió, acaso, en elTabor que todos creyesen en las palabras deJesús, porque eran palabras del Hijo de suamor? Hic est Filius… Ipsum audite (Mt.,XVII, 5).

Si miráramos a Cristo como le mira elPadre, sería ilimitado el premio que repor-taríamos de la dignidad de su persona, de lamagnitud de sus méritos y del poder de sugracia. Por muchas que sean nuestras fal-tas y por grande que sea nuestra indigencia,tenemos en Cristo un suplemento de mise-ricordia inagotable. Por grande que seanuestra miseria, somos ricos en Cristo: Inomnibus divites facti estis in illo (I Cor., I,5). La sobreabundancia de los méritos deun Dios resulta, para la Iglesia que los ate-sora, una fuente perenne de gratitud, de ala-banza, de paz y de júbilo indecible.

Esta fe en su divinidad nos obliga por untítulo especialísimo a nosotros los sacer-dotes, que vivimos en contacto tan frecuen-te con la Eucaristía, a guardar el más pro-fundo respeto a Cristo: Veneremur cernui.Si Jesús oculta su esplendor, nosotros ado-raremos con mayor veneración aún la in-comprensible realidad de su presencia. Estemysterium fidei «lo amaremos tanto máscuanto más vivamos de él»: Cœleste munusdiligere quod frequentant [Oratio superpopulum, jueves de la 1ª semana de cuares-ma]. El Señor es tan condescendiente, queoculta su gloria a nuestros ojos, para quenuestra flaqueza no tema acercarse a Él.

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Con el estímulo de esta bondad nuestra fedeberá atravesar el velo y sumirnos en ado-ración a los pies del Hijo de Dios.

Estos deben ser nuestros pensamientoscuando doblamos la rodilla ante el sagra-rio, en el último evangelio, o cuando deci-mos Filius Patris en el Gloria, Incarnatusest en el Credo, y tantos textos de la Escri-tura o de la Liturgia. Con los ojos puestosen Jesucristo, digámosle de corazón: «Enel niño del establo, en el obrero de Nazaret,en el leño de la cruz, bajo las aparienciasdel pan y del vino, yo os adoro, oh Cristo,como a mi Dios; os amo, y os acepto contodo lo que sois y con todo lo que queráisimponerme».

6.- Tres cualidadesde la fe sacerdotal

Es de suma importancia que la fe del sa-cerdote sea mucho más perfecta que la delos simples fieles. Por lo mismo que ha sidollamado para comunicar a los fieles losmisterios de la religión, es necesario quetenga una alta estima de su valor: Ut sciatisquæ sit spes vocationis ejus et quæ divitiægloriæ hereditatis ejus (Eph., I, 18).

La fe del sacerdote debe estar revestidaprincipalmente de tres cualidades: debe serrobusta en su adhesión, ilustrada en cuantoa su extensión, comprendiendo todo cuan-to abarca la fe de la Iglesia; y por último,debe ser operante, es decir, que ha de ejer-cer su influencia eficaz en todos los actosde la vida.

Si la fe es una adhesión del espíritu a lasverdades reveladas por el mismo Dios, si,a la vez, es la respuesta que da el hombre ala comunicación divina, esta adhesión de-berá ser robusta, firme y sin vacilación al-guna.

Cuando San Pedro creyó que se hundíabajo las olas del lago de Genesaret, gritócon todas sus fuerzas: «Señor, sálvame»:Domine, salvum me fac (Mt., XIV, 30). Te-nía fe en Jesús, puesto que le invocaba; perosu fe era vacilante. Por eso le reprochó elSeñor. Más cuando en el monte Tabor dijoa su Maestro: «¡Qué bien estamos aquí!»(Mt., XVII, 4), o en aquella otra ocasión dela promesa de la Eucaristía, exclamó: «¿Aquién iríamos? Tú tienes palabras de vidaeterna» (Jo., VI, 68), su fe estaba firmemen-te asentada. En el Calvario, Nuestra Señoracreía con toda su alma. Ella era la Virgenfiel en toda la acepción de la palabra. Comoque en su corazón atesoraba la fe viva detoda la Iglesia. Virgo fidelis… continens fi-dem vivam totius Ecclesiæ in corde suo[Quizá la fuente de esta cita sea San Albertoel Grande, que escribe de la Virgen: Fidemhabuit in excelentissimo, quæ… etiam dis-cipulis dubitantibus, non dubitavit. InLuc. I. Gratia plena].

Para que podáis comprender en qué con-siste una fe robusta, fijad vuestra atenciónen algunos otros ejemplos tomados de laSagrada Escritura, que siempre son losmejores. San Pablo muestra un santo entu-siasmo siempre que habla de Abraham. Fuetan grande la fe del «Padre de los creyen-tes» que, contra todas las apariencias hu-manas, creyó como verdadera la promesaque Dios le hizo con firmeza absoluta y sinla menor vacilación: «Contra toda esperan-za, creyó que había de ser padre de muchasnaciones…, y no flaqueó en la fe al consi-derar su cuerpo sin vigor, pues era casi cen-tenario» (Rom., IV, 18-19).

Cuando el centurión del Evangelio afir-mó que Jesús tenía poder sobre los malesfísicos como él lo tenía sobre sus solda-dos, Jesús se manifestó como admirado:«En verdad os digo que en nadie de Israelhe hallado tanta fe» (Mt., VIII, 10). Cuandola Cananea insistió en sus apelaciones a la

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bondad y al poder de Jesús, a pesar de lanegativa y de la aparente dureza con que latrataba, el Señor quedó como subyugado,como si efectivamente la tenacidad de lafe de esta mujer ejerciese sobre Él una irre-sistible atracción: «¡Oh mujer, grande es tufe! Hágase contigo como tú quieres» (Mt.,XV, 28).

En la epístola a los Hebreos, el Apóstolnos muestra con señalada complacenciacómo, movidos por su fe, los Patriarcas ylos Justos de la Antigua Alianza llevaron ala práctica los grandes designios de Dios:«Los cuales por la fe subyugaron reinos,ejercieron la justicia, alcanzaron las pro-mesas» (Hebr., XI, 33).

Cuando nosotros los sacerdotes tratamoscon noble firmeza de vivir siempre en to-das las ocasiones de este espíritu de fe, nosincorporamos a esta pléyade de santos que,tanto en el Antiguo como en el Nuevo Tes-tamento, han extraído su vigor sobrenatu-ral de una adhesión inquebrantable a la pa-labra revelada.

En segundo lugar, para que la fe seaperfecta, debe ser una fe ilustrada.

Porque pudiera suceder que, aún siendouna fe vigorosa, fuese, no obstante, rudi-mentaria. Este es el caso, por ejemplo, delciego de nacimiento curado por Jesucris-to. Cuando Cristo le preguntó si creía en elHijo de Dios, respondió con un acto de in-tensa fe, en la que puso todo su ser a lospies de Jesús: «Creo, Señor, y se postró anteÉl»: Credo, Domine. Et procidens ado-ravit eum (Jo., IX, 38). Si atendemos a suadhesión absoluta, su fe era perfecta. Sinembargo, era muy elemental, puesto queaún no conocía todo el conjunto de verdady de doctrina que el Verbo había venido atraer a la tierra. Una fe como esta acepta,sin dudar, todas las verdades reveladas, peroimplícitamente y en bloque, sin un conoci-miento previo de cada una de ellas.

Por muy excelente y rica en virtualidadque sea esta fe espontánea y generosa, peroimplícita, no puede ser suficiente cuandoel espíritu de reflexión se despierta tantoen el hombre como en la sociedad religio-sa. La razón desea darse cuenta del objetode la fe, discernirla y precisarla. Esta ne-cesidad es la que ha dado origen en el trans-curso de los tiempos a la teología, que tra-ta de conocer, analizar y coordinar, en lamedida que lo permiten las posibilidadesdel entendimiento, el contenido de la reve-lación. La verdadera noción de la teologíaserá siempre aquella cuya fórmula consa-gró San Anselmo: Fides quærens intel-lectum [«La fe que trata de llegar a la inte-ligencia de su objeto». Proslogium, P. L.158, col. 225].

A nosotros los sacerdotes nos es tantomás necesario este conocimiento de la fecuanto que a nosotros nos está encomen-dada la misión de ilustrar la de los simplesfieles, defendiéndola de los ataques de laherejía o de la impiedad. No debemos echaren olvido lo que a este respecto nos dice laEscritura: «Por haber rechazado tú el co-nocimiento [de las cosas santas], te recha-zaré yo a ti del sacerdocio a mi servicio»(Oseas, IV, 6).

Sucede a veces que los estudios sagra-dos quedan al margen de la vida interiorpersonal del sacerdote. Y esto es lamenta-ble. Es necesario que fecundemos el traba-jo intelectual por medio de piadosas lectu-ras, por el pensamiento de la presencia deDios y por la oración. Así es como llegaráa formarse en el alma del sacerdote estateología viviente que es el corazón de lasantidad sacerdotal.

Bien se os alcanza que al hablar del estu-dio de la teología no me refiero ni a esascuestiones sutiles ni a esos manuales quese emplean para adquirir los conocimien-tos que son precisos para salir airosos deun examen de órdenes, sino que me refiero

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al estudio de los Santos Padres, de los doc-tores consagrados por su doctrina teológicay principalmente de Santo Tomás. Me re-fiero, sobre todo, a un conocimiento cadadía más profundo de la Sagrada Escritura,que constituye el tesoro de la Esposa deCristo. Así se formaron los doctores de laIglesia y los grandes teólogos; hasta el finde los siglos, estos libros continuarán sien-do las verdades fuentes de la ciencia sagrada.

¿No se da el caso de sacerdotes que vi-ven en constante contacto con los miste-rios de la fe, pero que no piensan en ellos,ni se preocupan de conocerlos? Pasan suvida en medio de realidades divinas: en elaltar, en el confesonario, en el púlpito, es-tán en constante relación con los poderessobrenaturales. Pero como su fe no es ilus-trada ni su piedad tiene raigambre teológica,se les escapan muchas gracias con eviden-te detrimento de su ministerio y viven ham-brientos en medio de la abundancia de tan-tas luces que debieran enfervorizar su alma.El sacerdote debe tener la ilusión de tenerun conocimiento tan completo como le seaposible de la revelación que nos trajo Je-sucristo, que es la Sabiduría eterna.

Los que se dedican a los estudios supe-riores corren en nuestros días el peligrode perder algo de su pureza y de la lozaníade su fe. Un espíritu hipercrítico ha invadi-do todos los dominios: la historia, la teo-logía, la Sagrada Escritura. Si no guardanlas debidas precauciones, algunos puedencorrer el riesgo de que su fe se debilite yaún de que llegue a perderse completamen-te. Para prevenirnos contra estos peligros,os recomiendo que cultivéis el mayor res-peto a la doctrina tradicional.

Esto no excluye el progreso en el estu-dio de los diversos aspectos del pensamien-to moderno; pero es necesario que los juz-guemos desde las alturas en que nos sitúael conocimiento profundo de la teología.

Rechacemos de plano toda herejía, por-que está en abierta repugnancia con la ver-dad revelada, con la doctrina de Jesucristo.Con todo, mostremos siempre la máximabenevolencia a nuestros hermanos que sonvíctimas del error.

Procurad sobrenaturalizar vuestro tra-bajo. Nunca empecéis a estudiar sin haberorado antes. Tened cuidado de elevar vues-tra intención, para que no busquéis otra cosaque la mayor gloria de Dios y la investiga-ción de la verdad. Hay quienes tratan deadquirir la ciencia sagrada con «el fin deadquirir renombre de sabios»: Ut scianturipsi, como dice San Bernardo, lo cual nodeja de ser una torpe vanidad: et turpis va-nitas est [In Cantic., Sermo 36, 1-3]. Paralos que trabajan con estas miras, el estudionunca será un medio para santificarse. Deesta ciencia es de la que el Espíritu Santoha dicho: «La ciencia hincha» (I Cor., VIII,1), y en otro lugar: «La sabiduría de estemundo es necedad ante Dios» (I Cor., III,19). Podríamos añadir que también «antelos hombres», porque nada hay más repe-lente que un sacerdote ofuscado por suséxitos y totalmente poseído de las consi-deraciones debidas a su superioridad inte-lectual. No nos dejemos seducir por nues-tra ciencia, que harto imperfectos seránsiempre nuestros conocimientos mientrasvivamos en esta vida.

Apliquémonos al estudio con la intenciónde trabajar por el reino y la gloria de Dios,por la Iglesia, por defender contra todos losataques el depósito de la revelación, porconservar en toda su pureza y vigor de la fede los fieles y, sobre todo, por saturar nues-tro propio espíritu del conocimiento deJesucristo y de sus incomparables miste-rios.

Tal debe ser, me complazco en repetirlo,nuestra teología: una teología viviente quesea el corazón de la santidad sacerdotal.

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También la lectura espiritual es desuma importancia en la vida del sacer-dote. Constituye para él un verdadero peli-gro el estar demasiado ocupado en las co-sas profanas y el dejarse cautivar por lec-turas que nada tienen de sobrenatural. Losque habitualmente se entregan al estudio delos clásicos tienen igualmente necesidad dealgún antídoto para salvaguardar el fervorde su fe.

Es verdad que un profesor o un sacerdo-te absorbido por sus ministerios no dispo-nen de mucho tiempo para dedicarse a es-tudios suplementarios. Pero ¿no podrándedicar un rato cada día a la lectura espiri-tual, a la lectio divina, como la llama SanBenito? Se sorprenderán al comprobar alcabo de cierto tiempo hasta qué punto estemedio ascético, aún aplicado en «pequeñasdosis», llena la inteligencia de elevadospensamientos, conforta el corazón y man-tiene al alma en inestimable contacto conlos misterios divinos.

La Sagrada Escritura asiduamente leída yaún aprendida de memoria será siempre enel corazón del sacerdote como una fuenteque mana sin cesar.

Tomad buena nota de esto: en la Eucaris-tía, el Verbo divino se oculta bajo las espe-cies sacramentales, rodeado de un silenciolleno de majestad; en la Sagrada Escrituraadopta para comunicársenos la forma de unapalabra humana, que se adapta perfectamen-te a nuestras expresiones usuales.

El Verbo de Dios, considerado en sí mis-mo, es incomprensible para nosotros, por-que es infinito. El Padre expresa en su Hijotodo cuanto es y todo cuanto conoce. LasEscrituras no nos dicen sino una pequeñasílaba de aquella intraducible palabra queel Padre pronuncia en su insondable inmen-sidad. Cuando lleguemos al cielo, contem-plaremos esta Palabra subsistente y pene-traremos su secreto; pero procuremos pres-tar, ya desde ahora, una respetuosa atención

a la revelación y a la porción de la cienciadivina que las Sagradas Escrituras nos ma-nifiestan.

Durante la vida mortal de Jesús –aunqueya os lo he dicho, no estará de más el insis-tir sobre ello– muchos no veían sino el ex-terior, y no suponían que bajo las aparien-cias del hombre se encontraba la divinidad.El Verbo encarnado quedaba oculto a susmiradas. Lo mismo sucede a muchos espí-ritus que se limitan a considerar el elemen-to humano de las Escrituras y no llegan adescubrir bajo esta envoltura la revelacióndivina.

La visión que la fe nos proporciona, enmodo alguno impide el estudio crítico delos textos sagrados. Más para que el Verbodivino que en ellos se nos manifiesta sea,como efectivamente debe ser, un medio desalud, nuestra alma debe repetirse constan-temente a sí misma en el transcurso de es-tos estudios: «Ahí se contiene la palabraeterna, el mensaje auténtico de Dios».

Si queréis influir en las almas y hacer elbien, no me cansaré de repetiros el conse-jo de San Pablo: «La palabra de Cristo ha-bite en vosotros abundantemente»: VerbumChristi habitet in vobis abundanter (Col.,III, 16).

Por último, la fe en el alma del sacer-dote deberá ser activa.

Si la fe es el fundamento de todo el edi-ficio espiritual y la raíz de donde procedeel crecimiento de nuestra vida de hijos deDios, es evidente que no puede quedar ocio-sa y estéril, sino que debe invadir y domi-nar toda nuestra existencia, inspirar nues-tros juicios, regular nuestras acciones, es-timular nuestro celo y ser, como quiere elApóstol, una «fe actuada por la caridad»(Ga., V, 6).

En las personas, esta fe activa hace me-lla, ante todo, en el alma redimida por elamor y la sangre de Cristo y destinada a una

IIª Parte – La obra de la santificación sacerdotal

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vida eterna. Esta fe viene a ser el móvil quedetermina todas las abnegaciones y todoslos sacrificios.

En los acontecimientos, la fe juzga lascosas con el mismo criterio con que Cris-to las hubiese estimado. Los caminos deDios son tan insondables como su mismoser; pero el sacerdote que vive de su fe sabeque «Dios es amor»: Deus caritas est (I Jo.,IV, 6). ¿No es, acaso, por medio de los su-frimientos como el Señor quiere purificar,desprender, fortalecer y elevar a los queama? De la misma suerte que la pasión deCristo hace brotar fuentes de gracias, asítambién las penas y los sufrimientos quesoportan los fieles, y particularmente lossacerdotes, tienen un alto valor ante Dios.

El debilitamiento general de las creen-cias religiosas que se observa en nuestrosdías puede llegar a afectar incluso a losministros de Cristo. Hay quienes están con-vencidos de que la actividad humana y lostrabajos exteriores constituyen el elemen-to principal y casi exclusivo para ganar lasalmas y extender el reino de Jesucristo.Creen que la santidad personal del sacer-dote y la oración apenas cuentan en la em-presa de salvar al mundo, y que lo verdade-ramente eficaz son las iniciativas audaces,los nuevos métodos y la actividad intensa.

Y, sin embargo, como bien lo sabemos,la salvación de las almas y su santificaciónson cosas esencialmente sobrenaturales.Toda la actividad humana, si no es fecunda-da por la gracia y la unción divina, es impo-tente para conseguir la conversión o la san-tificación de una sola alma. ¿Acaso no esDios el que tiene los corazones en sumano? Esta es la razón de por qué, aunquedebemos desplegar todo nuestro celo en lasobras, debemos tener muy presente que aúnen ellas es necesario que predomine el es-píritu de fe, y que pongamos toda nuestraconfianza sobre todo en la oración, en laobediencia y en la ayuda del Señor.

En los santos, la fe es como un braseroencendido que irradia calor y luz. El secre-to de esta fe comunicativa y conquistadoraconsiste en el poder avasallador que tienenlas convicciones arraigadas. El mundo so-brenatural, aún estando velado a sus mira-das, les parece a los santos tan tangiblecomo las realidades de la vida presente. Poreso, nunca se dejan abatir por las más tre-mendas dificultades por largas que sean.Nunca tropiezan en su camino, sino que,teniendo fija su mirada en las verdades eter-nas, prosiguen decididos su marcha hastaalcanzar la victoria definitiva: Hæc est vic-toria quæ vincit mundum, fides nostra (IJo., V, 4).

Cuando exclama San Pablo: «Vivo en lafe del Hijo de Dios»: In fide vivo Filii Dei(Gal., II, 20), ¿no sentís cómo, a través deestas palabras, se trasluce la magnífica in-trepidez de su fe en el misterio de Cristo, ycómo el corazón del apóstol se dilata conuna sublime y santa alegría? La felicidad quele proporcionaba el creer enardecía su almay hacía su fe más esplendorosa. Nuestraadhesión más completa al mensaje de Je-sús, Hijo de Dios, enviado del Padre y fuen-te de santidad, debería producir también ennosotros la misma «exaltación», la mismaintrepidez, la misma felicidad, la mismafuerza irresistiblemente avasalladora.

Las verdades reveladas forman, según lohemos dicho ya, un mundo superior quedomina las miserias de esta vida, en el queel espíritu del sacerdote debe moversecon entera naturalidad como en su pro-pia atmósfera.

Cuando acomoda su vida a los criteriosde la fe, se puede decir que el alma del sa-cerdote vive en cierta manera en este mun-do sobrenatural. Su apoyo constante en lapalabra de Dios hará que su fe sea eficaz-mente activa, hasta el punto de que ella do-minará los acontecimientos y hará sentir suinflujo, para la mayor gloria de Cristo, so-bre toda su actividad sacerdotal.

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Puede darse el caso de que, habiendo dossacerdotes que se dedican a las mismasobras exteriores, uno de ellos, inflamadode amor, ejerza una influencia profunda enlas almas, siendo su ministerio agradable aDios y fecundo para la Iglesia, mientras elotro, sin fervor alguno en su vida interiorpersonal, apenas produce fruto perdurableen las almas. ¿De dónde proviene esta di-ferencia? De la cualidad de su fe.

La fe es en los corazones la única raíz dela caridad.

V

«Morir al pecado»

El Evangelio ha establecido claramentelas dos condiciones fundamentales para lasalvación, tanto para los sacerdotes comopara los simples fieles: «el acto de fe y larecepción del bautismo»: Qui crediderit etbaptizatus fuerit salvus erit (Mc., XVI, 16).

Después de haberos hablado de la fe, voya tratar ahora de la gracia vital que nos co-munica el bautismo. Esta gracia es comouna semilla que tiende a crecer, y que todobautizado debe desarrollar constantementeen el transcurso de su existencia.

He aquí cómo describe San Pablo conadmirable profundidad la fuerza sobrenatu-ral y secreta de los efectos del bautismo:«Con Él hemos sido sepultados por el bau-tismo, para participar en su muerte, paraque, como Él resucitó de entre los muertospor la gloria del Padre, así también nosotrosvivamos una vida nueva» (Rom., VI, 4).

Estas palabras nos muestran, en una mi-rada de conjunto, cuáles son los elementosesenciales de nuestra santificación, y cuáles la orientación que debemos dar a losesfuerzos que hacemos para alcanzar lavirtud.

El mismo Dios nos declara que sus cami-nos y sus designios no son los nuestros:«Porque no son mis pensamientos vuestrospensamientos, ni mis caminos son vuestroscaminos… Cuanto son los cielos más altosque la tierra, tanto están mis caminos porencima de los vuestros» (Is., LV, 8-9).

Para santificar al mundo, no ha elegidootro medio que aquel que San Pablo califi-ca como «la locura de la cruz»: stultitiacrucis (I Cor., I, 18). ¿Quién hubiera podi-do imaginarse jamás que para salvar a loshombres iba a ser necesario que el Hijounigénito tuviera que someterse a los opro-bios del Calvario y a la muerte de cruz? Contodo, lo que parecía una locura a los ojosde los hombres era precisamente el plan quehabía previsto la sabiduría divina: «eligióDios la necedad del mundo para confundira los sabios» (Ibid., 27).

La muerte y la resurrección de Jesucris-to son las que han renovado el mundo y todocristiano que quiera salvarse y santificarsedebe participar espiritualmente del miste-rio de esta muerte y de esta vida resucitada.Toda la esencia de la perfección evangéli-ca y sacerdotal consiste en la participaciónde este doble misterio.

1.- Necesidad de morir al pecadoEl alma se une a Dios en la misma medi-

da en que se le asemeja. Para que Dios laatraiga y la eleve es necesario que, en cier-to modo, se identifique con ella. Por eso,cuando creó el alma de nuestros primerospadres, la hizo a su imagen y semejanza.

Según el plan divino, el hombre ocupa unlugar intermedio entre los ángeles, que son

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espíritus puros, y la materia corporal y estadestinado a reflejar las perfecciones deDios con mucha mayor perfección que lacreación material: «Le has hecho pocomenos que los ángeles y le has coronadode gloria y de honor» (Ps., VIII, 6). En estehimno, el salmista contempla con arroba-miento la obra divina tal como era en suprimitiva belleza y dedica un canto a la glo-ria de Dios que se manifiesta en el univer-so: «¡Oh Yahvé, Señor nuestro, cuán mag-nífico es tu nombre en toda la tierra!»(Ibid., 1).

El pecado de Adán deshizo este plan tangrandioso. El pecado ha destruido en elhombre el esplendor de la imagen divina ylo ha hecho incapaz de volver a unirse conDios.

Pero el Señor, en su infinita bondad, hadecidido reparar «maravillosamente» el malproducido por el pecado: Mirabiliusreformasti. ¿Y cómo podría realizarse se-mejante reparación? Ya lo sabéis: por lavenida de un nuevo Adán, que es Jesucris-to, cuya gracia, llena de misericordia, noshace hijos de Dios, conformes a su imageny aptos para la unión divina: Et sicut inAdam omnes moriuntur, ita et in Christoomnes vivificabuntur (I Cor., XV, 22).

El bautismo es el medio sagrado estable-cido por Dios para lavar el alma de la man-cha del pecado original y depositar en ellael germen de la vida sobrenatural. ¿Qué se-creto poder tiene el sacramento para obrarsemejante prodigio? El poder siempre ac-tivo de la muerte y de la resurrección deJesucristo, que engendra en el alma un es-tado de muerte y un estado de vida que sederivan enteramente del mismo Jesucris-to. Así como «era preciso que el Mesíaspadeciese y entrase en su gloria»: Oportuitpati Christum et ita intrare in gloriamsuam (Lc., XXIV, 26), así también el cris-tiano debe asociarse espiritualmente a sumuerte para poder recibir la vida divina.

De esta suerte, Cristo es a un tiempo elarquetipo y la fuente de nuestra santifica-ción: «Si hemos sido injertados en Él porla semejanza de su muerte, también lo sere-mos por la de su resurrección» (Rom., VI, 5).

¿Qué es lo que debemos entender poresta muerte que la gracia del bautismoinaugura en nosotros?

Debemos decir que pertenece, ante todo,al orden de la voluntad. Mediante la infu-sión de la gracia santificante y de la cari-dad, el bautismo orienta los afectos delalma hacia la posesión de Dios. Por el pe-cado original, el hombre se apartó radical-mente de Dios, que es su fin sobrenatural.El don de la caridad cambia y transformaesta disposición fundamental del alma, des-truyendo el dominio que actualmente ejer-ce en ella el pecado y permitiéndole el ac-ceso a la vida divina.

Es necesario observar, sin embargo, que nobasta estar en gracia para quedar completa-mente muerto al triste poder de pecar. Lagracia del bautismo no arranca de nuestraalma todas las malas raíces; de ellas proce-den las que San Pablo llama «obras de car-ne»: Opera carnis (Gal., V, 19).

Tampoco el sacramento de la penitencia,aunque destruye el imperio actual del pe-cado, llega a producir en nosotros una muer-te completa. Los afectos, los hábitos en-raizados, las complacencias más o menosconsentidas se unen a las inclinaciones dela naturaleza para mantener vivas en nuestraalma las fuentes del pecado.

La muerte al pecado, que empieza en lajustificación bautismal y se sostiene por lavirtud del sacramento de la penitencia, nollega a realizarse plenamente sino median-te nuestros esfuerzos personales apoyadosen la gracia. Estos esfuerzos deben obraren nuestra alma un alejamiento voluntario,cada vez más activo, de todo aquello que en

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nosotros suponga un obstáculo para la vidasobrenatural.

Esta idea de la absoluta necesidad de re-nunciar a cuanto entorpezca en nosotros lajusticia de Dios se encuentra enunciada acada paso en las Epístolas. Y lo que nos diceSan Pedro a este respecto no es sino un ecode la doctrina de San Pablo: Ut peccatismortui justitiæ vivamus (I Petr., II, 24). Ylas palabras del uno y del otro son un co-mentario de las del divino Maestro: Nisigranum frumenti cadens in terram mor-tuum fuerit, ipsum solum manet (Jo., XII,24-25).

Esta muerte es necesaria no como fin,sino como condición esencial de una vidanueva. Es indispensable que el grano de tri-go muera en la tierra; pero, gracias a estadestrucción, brota de él una vida más bella,más perfecta y más fecunda.

Procuremos comprender bien el lengua-je de San Pablo.

La vida consiste en el poder de obrar porsí mismo. Decimos que un ser tiene vidacuando posee en sí mismo el principio desus movimientos y cuando los ordena a supropia perfección. Por el contrario, si unser ha perdido este poder, decimos que hamuerto. El Apóstol se complacía en em-plear esta metáfora cuando hablaba del pe-cado y del imperio que en nosotros ejerce.El pecado, según él lo concibe, «vive» ennosotros cuando nos domina de tal mane-ra, que se convierte en el principio de nues-tras acciones: Non ergo regnet peccatumin vestro mortali corpore ut obediatis con-cupiscentiis ejus (Rom., VI, 12). Por con-siguiente, cuando el pecado es el principioinspirador de nuestras actividades, su im-perio se establece en nosotros: «somossiervos del pecado», qui facit peccatum,servus est peccati (Jo., VIII, 34), y como«nadie puede servir a dos señores» (Mt., VI,

24), al vivir en pecado, nos alejamos deDios y «morimos para Él».

Por eso debemos tender al efecto con-trario; es decir, a «morir al pecado» a finde «vivir para Dios».

Nosotros practicamos voluntariamenteesta muerte cuando nos oponemos al im-perio que el pecado ejerce en nosotros ylo llegamos a quebrantar, hasta el punto deimpedir que sea el móvil de nuestras ac-ciones. A medida que rehúsa obedecer a lasmáximas del mundo, a las exigencias de lacarne y a las sugestiones del demonio, elbautizado se va liberando gradualmente delpecado. De esta suerte, él «muere al peca-do». A medida que esta liberación interiorse consolida en el alma, permite que el cris-tiano se vaya sometiendo cada vez más aCristo, a sus ejemplos, a su gracia y a suvoluntad. Entonces es cuando Cristo seconvierte en el principio que determina to-das sus acciones, y su vida viene a ocuparel lugar que ocupaba el reino del pecado:«Haced cuenta de que estáis muertos alpecado, pero vivos para Dios, en Cristo Je-sús»: Viventes Deo in Christo Jesu (Rom.,VI, 11).

2.- Grados de la muerte al pecadoEl primer grado lo constituye eviden-

temente la renuncia total al pecado mor-tal. Sin esta previa y categórica ruptura, esdel todo imposible que la caridad divina pue-da vivir en nosotros.

Se requiere, además, una decidida renun-cia al pecado venial. Toda trasgresión deli-berada de una ley divina, aún en materialeve, constituye una ofensa al Señor. Jamásdebemos admitir bajo ningún pretexto se-mejante desorden en nuestra vida.

Como sabéis, los pecados veniales nodestruyen la unión establecida por la gra-cia santificante, pero producen un daño in-calculable al alma. Cada pecado venial su-

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pone una infidelidad al Padre celestial yentorpece las relaciones de amistad con eldivino Maestro. Y estas relaciones son dela mayor importancia en la empresa de lasantificación del sacerdote y para la fecun-didad de su ministerio.

Cuando hablo de pecados veniales, merefiero a los que son completamente con-sentidos, porque muchas de nuestras faltasdiarias son efecto de la inadvertencia y dela negligencia propias de la fragilidad hu-mana, y por ello no suponen, por nuestraparte, una voluntad de ofender a Dios. Úni-camente en el cielo gozaremos de laimpecabilidad absoluta, que es un don ex-cepcional mientras vivimos en la tierra, yaque, si exceptuamos a la Virgen Inmaculada,todos los santos están sujetos a algunas fal-tas de inadvertencia o de fragilidad.

Cuando los pecados veniales deliberadosse multiplican, amortiguan el temor deofender a Dios, disminuyen las fuerzas deresistencia y predisponen a pecar mortal-mente. El que consiente en vivir en un es-tado habitual de infidelidad a la gracia y alcumplimiento de sus deberes, pone su almaen una condición de existencia que recibeel nombre de tibieza espiritual.

Este estado de tibieza comprende variosgrados. Lo que caracteriza a este estado noes, como algunos piensan, la aridez interiory la falta de «devoción» en los ejerciciosde piedad. Lo grave de esta situación es queel alma tibia se habitúa a su estado, se con-forma con su deplorable situación, renun-cia a todo esfuerzo para salir de ella y aban-dona toda aspiración de servir a Dios conplena y sincera fidelidad.

Si sucumbe a una falta grave, su negligen-cia habitual paraliza completamente su ca-pacidad de regenerarse. Pero, con todo, elretorno a las prácticas habituales de vidasacerdotal, la aplicación al trabajo, a la lec-tura espiritual y principalmente a la ora-

ción, puede superar, contando con la ayudade la gracia, todos los obstáculos.

Muy distinto es, a veces, el caso del quecae en un pecado mortal, pero no a conse-cuencia de su tibieza, sino por un arrebatopasajero. Porque suele suceder que su caí-da le lleva al pecador a comprender el esta-do de su conciencia y, lejos de descorazo-narse, se arroja en brazos de la misericor-dia divina y la vergüenza y el arrepentimien-to que experimenta hacen brotar en él unardor generoso y una fidelidad renovada.Como nos enseña San Ambrosio, «el re-cuerdo de la falta cometida se convierte enun estímulo que provoca el esfuerzo y sos-tiene el impulso que le lleva hacia Dios»:Acriores ad currendum resurgunt, pudorisstimulo, majora reparantes certamina [DeApologia prophetæ David, 1. 1, c. 2, P. L.,14, col.854].

Debemos, pues, proseguir la tarea de ex-tirpar el pecado hasta los últimos replie-gues de nuestra alma, hasta las tendenciasíntimas que nos inclinan a las faltas actua-les. Estas viciosas inclinaciones son, prin-cipalmente, el orgullo, el egoísmo y la sen-sualidad. Estemos alerta para no dejarnosseducir por los movimientos interiores quenos sugieren; trabajemos por liberarnos delamor, del juicio y de la voluntad propias,de todas estas «manchas» que desfigurannuestra alma e impiden que se asemeje aJesucristo. Mientras no estemos decididosa combatir cualquier inclinación, que sabe-mos que es contraria a la voluntad de Dios,se podrá decir que el pecado «reina en no-sotros» de alguna manera.

Tengamos sumo cuidado en no sofocarni en lo más mínimo la gracia de nuestrobautismo. «Los que hemos muerto al peca-do, ¿cómo vivir todavía en él?»: Qui mortuisumus peccato, quomodo adhuc vivemusin illo? (Rom., VI, 2).

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Voy a haceros tres consideraciones quenos animarán poderosamente en esta em-presa de completa liberación.

Y es la primera que, de acuerdo con elplan de Dios, el tiempo es un factor con elque debemos contar. Es preciso que, no deuna vez para siempre, sino cada día mura-mos a todo lo que desagrada a Dios. A es-tos repetidos actos de generosidad respon-den en nuestros corazones «estas ascensio-nes espirituales» de que nos habla elsalmista: Ascensiones in corde suo dispo-suit (Ps., 83, 6). Dios no nos manda que-mar las etapas. En el orden de la graciacomo en el de la naturaleza, el crecimientono es obra de un día. Cuando el labrador haterminado la sementera, ¿no espera duran-te largos meses a que llegue la época de lacosecha? Sin que ello suponga disminuciónde nuestra fidelidad, debemos aprender enla vida espiritual a tener paciencia con no-sotros mismos, a aguantar las embestidas,y sobre todo a guardar inalterable nuestraconfianza. Como nos enseña el Apóstol, «asu tiempo cosecharemos, si no desfallece-mos»: Tempore suo metemus, non defi-cientes (Gal., VI, 9).

Y esto es tanto más cierto cuanto que noestamos solos en la lucha, sino que pode-mos contar con la ayuda de Aquel que nosha llamado. San Pablo nos da la garantía deesta seguridad: «Con Cristo hemos sidosepultados»: Consepulti sumus cum Chris-to (Rom., VI, 4). Nuestra muerte mística nopuede realizarse sino en unión con Cristoy en virtud de su poder. Su pasión y su muer-te nos han merecido todas las gracias quenecesitamos para morir a la carne, al mun-do y a nosotros mismos. Nuestra Misa ynuestra comunión de cada día nos hacen par-ticipar abundantemente de estas gracias.

Considerad, además, qué felicidad supo-ne para un corazón sacerdotal el no tenerque experimentar la tiranía del pecado, elverse libre de la sujeción del interés y del

amor propio, el estar al abrigo de las se-ducciones y de las ilusiones del mundo.¡Cuánto ayuda ello al sacerdote para corres-ponder dignamente a su vocación sublime!Cuanto más completa sea esta muerte, másse abrirá su alma a la acción de la gracia ymás bendecido será su ministerio.

No comerciemos con el Señor. Si nosexige un sacrificio, aunque sea el de la san-gre de nuestro corazón, respondámoslecomo Abrahán: Adsum: «Heme aquí, Se-ñor». Digámosle esta plegaria: Oh Jesúsmío, «que el pecado no me domine» nimucho ni poco: Non regnet in corde meopeccatum (Rom., VI, 12). Y añadamos: «Rei-nad en mi vida, ¡oh Jesús!... Dignaos, Se-ñor, dirigir y santificar en este día nuestroscorazones y nuestros cuerpos…, de acuer-do con vuestra ley» [Oficio de Prima]. Asíes como empezarán a cumplirse y tenerrealidad en nosotros las palabras de SanPablo: «Estáis muertos y vuestra vida estáescondida con Cristo en Dios»: Mortuienim estis et vita vestra abscondita est cumChristo in Deo (Col., III, 3).

3.- La gravedad del pecadoHay almas que han llegado a las cimas

más encumbradas de la santidad. Por esoalabamos a Dios, que es «admirable en sussantos»: Mirabilis Deus in sanctis suis(Ps., 67, 36).

Por el contrario, se da el caso de almasque se han hundido en el abismo del peca-do, aunque este caso, no es tan frecuente.¿Cuál es la razón principal de estas caídas?Esto se debe a que las almas que han llega-do a sucumbir no habían cimentado su as-censión hacia Dios en una verdadera muer-te al pecado. Una elevación sobrenaturalprivilegiada exigía de ellos una renunciamás completa.

Estas defecciones no se producen de re-pente, sino que suponen previamente la-

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mentables negligencias de los medios desantificación, «ocasiones» consentidas,complacencias no rechazadas… Antes queel edificio se desplome, las grietas han idocuarteando sus paredes.

Para reafirmar la solidez de los cimien-tos de nuestro edificio espiritual, vamos ameditar, en primer lugar, en el desorden yen la enormidad que supone el pecado en símismo considerado; y a continuación, ha-remos algunas reflexiones sobre nuestraspostrimerías, ya que la meditación de estasverdades transcendentales es uno de los me-dios más eficaces de que disponemos paravencer nuestras malas inclinaciones.

El pecado es «el mal de Dios»: MalumDei. Somos completamente incapaces deformarnos una idea cabal de la gravedad queencierra una ofensa inferida a Dios. Poresto, exclama el salmista: «Quién será ca-paz de conocer el pecado?»: Delicta quisintelligit (Ps., 18, 13).

En el foco infinito de su luz, Dios se ve así mismo como digno de un amor y de unasumisión absoluta. Como es la santidad sus-tancial, todo lo quiere ordenar a su gloria.Y lo quiere con una fidelidad inmutable,porque en esto consiste precisamente elorden esencial. Además, por efecto de unamor sin límites, Dios hace donación de símismo en la encarnación, en la Eucaristíay en el cielo. Son tan grandes su bondad, subelleza y su esplendor, que, si llegáramos aver a Dios en este mundo, su vista nos produ-ciría la muerte.

Y con ser esto así, cuando el hombre co-mete un pecado se resuelve, en cuanto estáde su parte, contra la soberanía de Dios yse niega a reconocer su dependencia, a obe-decerle y a tender hacia Él como a su últi-mo fin. Con esta actitud infiere un ultraje ala santidad infinita y ofende al mismo Dios.

Tened bien presente que todo pecado, aúnel venial si es deliberado, supone una com-

paración y una preferencia, al menos im-plícita. Se pone en tela de juicio a Dios ysu voluntad por una parte y por la otra unplacer quizás rastrero (el triunfo del amorpropio, el odio, la satisfacción de una pa-sión), y se da preferencia a esta satisfac-ción pasajera, menospreciando a la eternabondad. Como los judíos parangonaron antePilato a Jesús con Barrabás, así también elpecador, siguiendo el ejemplo de aquéllos,exclama, si no con los labios, sí al menoscon su conducta: Non hunc, sed Barabbam(Jo., XVIII, 40). Es cierto que el pecadovenial no tiene la gravedad del pecado mor-tal, puesto que no llega a quebrantar la amis-tad de Dios. Pero aún el pecado venial su-pone siempre una «elección» y esta elec-ción viola una ley divina e infiere una ofen-sa a Dios.

El pecado es, pues, realmente un mal deDios, no en cuanto que puede causar al Se-ñor perjuicio alguno, sino en cuanto que esuna injuria hecha a su suprema Majestad yun atentado cometido contra su soberanodominio.

Tanta es la gravedad de esta injuria y tanreal esta ofensa, que, para expiarlas, el Pa-dre «no perdonó a su propio Hijo, antes leentregó por todos nosotros»: Proprio Filiosuo non pepercit Deus, sed pro nobis om-nibus tradidit illum (Rom., VIII, 32).

Al pie de la cruz es donde mejor pode-mos entrever la gravedad del pecado. Con-templad, en unión de María, de Juan y de laMagdalena, a este Dios paciente. ¿Por quémuere entre esos atroces tormentos? «Porborrar las iniquidades del mundo»: Traditusest propter delicta nostra (Ibid, IV, 25).El crucifijo es la más auténtica revelacióndel pecado. Al contemplarlo, puede decircada uno: «¡He aquí mi obra, esto es lo quehe hecho…, he ofendido a Dios!».

El pecado es también el gran mal, el úni-co mal del hombre. ¿Qué es lo que hace elhombre cuando con advertencia plena y li-

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bre determinación de su voluntad cometeun pecado grave? Renuncia a los bieneseternos que el Padre le tenía reservados. Aejemplo de Esaú, abandona una herencia deun valor infinito por un plato de lentejas.Somos herederos del cielo, porque hemossido adoptados en Cristo. Ninguna criatu-ra, por eminente que sea, tiene derecho agozar de la felicidad divina, que a Dios so-lamente le pertenece en virtud de su natu-raleza. Por la gracia santificante, el Señornos ha dado el derecho de poder llegar undía a participar de esta misma felicidad. Poreso, nunca jamás podremos comprender todoel valor de este tesoro que es la gracia.

Pero el pecado no solamente hace que laperdamos, sino que nos convierte en obje-to de la repulsión divina. ¡Ser rechazadospor un Dios de bondad infinita! Este pensa-miento constituye, a mi parecer, uno de losmotivos más eficaces para detestar el pe-cado. Dios, que no puede equivocarse ensus juicios ni se deja llevar de ninguna exa-geración, que se muestra siempre más in-clinado a usar de su misericordia que a ejer-citar su justicia, condena a una reprobacióneterna al hombre a quien había creado parahacerle feliz. Creo que ésta es la mejor de-mostración de que el desorden del pecadosupera a cuanto pudiéramos imaginarnos.Los criterios de Dios siempre se ajustan ala verdad. Y si la misericordia divina siem-pre está dispuesta a acoger al pecador, nun-ca cambia la postura que el mismo Diosadopta respecto del pecado: lo detesta,como nos lo atestigua el Evangelio.

Todas estas consideraciones revisten unagravedad extrema cuando el pecado esta-blece su imperio en una conciencia sacer-dotal. El endurecimiento del corazón, laceguera del espíritu y la pérdida progresivade la fe son ordinariamente las terriblesconsecuencias de las infidelidades prolon-gadas del ministro de Cristo. Hace algúntiempo, un sacerdote descarriado se encon-

traba a las puertas de la muerte. Durante suvida había abusado muchísimo de la gracia.Junto a la cabecera de su cama, un amigosuyo pretendía despertar en el moribundola esperanza del perdón y le hablaba de laomnipotencia redentora de la sangre de Je-sucristo. El desgraciado le contesto con es-tas palabras, que revelaban su desespera-ción: «Cuando yo celebraba la Misa, yobebía esa sangre… y ningún bien me repor-tó. ¿Creéis que ahora me podrá salvar?»

A veces nos encontramos con almas quenunca han ofendido a Dios gravemente y enellas se advierte una especie de temor ins-tintivo de ofender a Dios, hasta el punto deque basta el pensamiento del pecado parahacerles temblar.

Tengamos un cuidado exquisito en man-tener en nosotros una santa aversión a todomal, aún al del menor pecado venial deli-berado. Si llegáramos a la triste situaciónde sentir que nuestra alma va perdiendo estesanto temor de ofender a Dios, esforcémo-nos en reemprender fervorosamente nues-tras prácticas de piedad y en renovar la dis-posición interior que corresponde a nues-tra sublime vocación.

4.- La muerte,castigo divino del pecado

Durante el siglo XVII, el quietismo hizoque una parte de la porción más selecta delcristianismo abandonara la meditación delas postrimerías del hombre. Sin duda quesu consideración inquieta el espíritu, y tur-ba la serenidad y la indolencia de ciertasalmas. Pero lo cierto es que, a pesar de ello,toda la espiritualidad antigua, y señala-damente la de San Benito, recomienda vi-vamente que tengamos siempre ante nues-tros ojos la consideración de estas verda-des. El patriarca de los monjes nos dice:«Temed el día del juicio. Tened terror delinfierno. Desead la vida eterna con todo el

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ardor de vuestra alma. Tened presente antevuestros ojos todos los días la amenaza dela muerte» [Regla, cap. IV].

Esta espiritualidad de nuestros padres essólida y seria, y produce en nuestro cora-zón un saludable temor y reverencia ante lasantidad de Dios, estimulando al alma amantenerse alejada del pecado, rechazan-do toda componenda con él.

Ante todo, ¡qué influjo tan bienhechorejerce el pensamiento de la muerte entoda la vida!

La perspectiva de la muerte mantiene alhombre en la verdad, convenciéndole poranticipado del nulo valor de las cosas y delvalor absoluto de Dios. Me hallaba ciertodía junto a la cabecera del lecho de un her-mano en religión, tan fiel observante de laRegla como alegre humorista, cuando derepente me dijo: «La eternidad es algo te-rrible». Y añadió: «Padre, si hacéis algo queno sea por Dios, perdéis miserablementeel tiempo. Lo único que vale es Dios y loque por Él hacemos. Todo lo demás no sonsino bagatelas, bagatelas, bagatelas».

Para ayudaros a meditar en la muerte, osvoy a ofrecer tres puntos de consideraciónque os serán de gran provecho: para todosy cada uno de nosotros la muerte es unarealidad inevitable, –su hora es imprevi-sible,– la separación del mundo, definitiva.

La muerte es segura, como que es el cas-tigo divino del pecador. «Así, pues, comopor un hombre entró el pecado en el mun-do y por el pecado la muerte, que pasó atodos los hombres, por cuanto todos habíanpecado…» (Rom., V, 12). «A los hombresles está establecido morir una vez» (Hebr.,IX, 27). Esta es una verdad que no falla. Nadanos puede arrancar de los brazos de la muer-te: ni la riqueza, ni el amor, ni la ciencia, nilas medicinas. Cuando llega la hora, no haycriatura que pueda interponerse entre Dios

y el alma. Y esta hora se aproxima de día endía.

Nadie puede predecir el instante exactoen que sobrevendrá la muerte. Es el mismoJesucristo quien nos lo advierte: «Vendrécomo un ladrón…, a la mitad de la noche…,a la hora que menos penséis» (Mt., XXIV,43-44). Dios ha revelado en contadas oca-siones a algunos grandes santos el momentode su partida de este mundo; pero nosotrosdesconocemos esta hora hasta que llegueel fin de nuestra carrera. El demonio tien-de a los sacerdotes una trampa, cuando lesinduce a creer, aunque sean ancianos o es-tén gravemente enfermos, que aún está muylejano el momento de pasar a la eternidad.En más de una diócesis, se conoce el casode este o de aquel sacerdote que, aún sien-do virtuosos y estando llenos de méritos,fueron víctimas de su obstinación y murie-ron sin recibir los últimos sacramentos. To-memos la firme resolución de mostrarnuestro agradecimiento a los que nos ha-gan la caridad de advertirnos a tiempo, y deaceptar su consejo. ¿No es, acaso, una fuen-te de paz y de tranquilidad la piadosa re-cepción de los últimos auxilios espiritua-les de la Iglesia?

Para cada uno de nosotros, la muerte esuna partida definitiva. Cuando se acerca lahora fatal, se efectúa una separación com-pleta entre el alma y las cosas de aquí aba-jo. Uno a uno se van cerrando todos loscaminos que por medio de los sentidos nosponían en contacto con el mundo exteriory la conciencia se encuentra a solas conDios. Ninguno de los amigos que abando-namos puede prestarnos su ayuda en estasoledad absoluta.

Con todo, la amargura de la muerte noproviene tanto de la obligada separación delos seres queridos cuanto de la angustia deentrar en un mundo enteramente descono-cido, donde las únicas realidades que cuen-tan son precisamente aquellas de que no

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hemos tenido experiencia durante la vidapresente.

En fin, si la muerte nos parece tan te-rrible es porque después de ella viene eljuicio: Post hoc autem judicium (Hebr., IX,27). El juicio que Dios hará de la conductaobservada por cada uno constituye, paratodo hombre que tiene fe y reflexiona enello, una perspectiva terrible que, a veces,nos llena de espanto. Una vez que el hom-bre haya exhalado su último suspiro, se en-contrará en presencia de su Juez para ren-dirle cuentas de sus pensamientos, de suspalabras, de sus obras, y sobre todo del usoque ha hecho de las gracias recibidas.

Más que ningún otro deberá el sacerdotetemer este juicio, a causa de la importan-cia de su misión sagrada y de las responsa-bilidades inherentes a su cargo. Cuantomayores sean los dones recibidos, más es-trecha será la cuenta que se exija.

Todos sabemos de casos de hermanosnuestros a quienes la muerte les ha sorpren-dido repentinamente mientras dormían.Permitidme, pues, que os haga una adver-tencia apremiante: ninguna noche os entre-guéis al sueño sin tener antes la conviccióníntima de que os halláis en estado de com-parecer ante Dios. Acordaos de que, si lamuerte os llegara esta misma noche, el su-premo Juez emitiría su fallo definitivo, anteel cual no cabe apelación alguna, sobrevuestra conducta y sobre toda vuestra vida.

Si algo nos importa, es que este supremoJuez sea nuestro amigo. Jesús es el amigoleal y fiel, que nunca nos abandonará. Pro-curad que lo sea durante toda vuestra vida,para que lo sea también en el momento dela muerte: «Aunque hubiera de pasar por unvalle tenebroso y oscuro, no temería malalguno, porque Tú estás conmigo»: Etsi am-bulavero in medio umbræ mortis non time-bo mala, quonian tu mecum es (Ps., 22, 4).

5.- La pena eterna del pecadoEscuchemos a Jesús. A todo lo largo de

su predicación nos habla del infierno, noexclusiva ni preferentemente, pero sí confrecuencia y con una claridad que no dejalugar a dudas: «Y si tu ojo te escandaliza,sácatelo; mejor te es entrar tuerto en el rei-no de Dios, que con dos ojos ser arrojadoen la gehenna, donde ni el gusano muere niel fuego se apaga» (Mc., IX, 47). Despuésdel juicio final, los malos «irán al suplicioeterno y los justos a la vida eterna» (Mt.,XXV, 46).

¿Por qué nuestro divino Maestro habla delinfierno con una claridad tan diáfana? Por-que Él es la misma verdad. Su alma con-templaba la majestad inmensa del Padre, suinfinita santidad, y conocía perfectamentelas exigencias de su justicia que no puedemenos de reprobar el mal: «Temed al que,después de haber dado la muerte, tiene po-der para echar en la gehenna» (Lc., XII, 5).

Es digno de notarse que Jesús hizo estarecomendación a sus discípulos preferidos,«a causa del amor que les profesa»: Dicovobis amicis meis (Ibid., 4). Precisamenteporque los apóstoles son «sus amigos» ysus familiares es por lo que les advierte entérminos tan graves. Su deseo más ardientees que se vean libres de los espantosos ri-gores de la justicia divina. Amicis meis: aeste mismo título deberemos nosotros es-cuchar a Jesús, cuando su amor le impulsaa ponernos en guardia contra el pecado ylos castigos que comporta.

No quiero decir con esto que la fe en laspenas eternas debe constituir el móvil or-dinario de nuestras acciones, ya que, comosabemos, el amor es lo que debe animar-nos y estimularnos en el camino de la per-fección. Pero también es verdad que estaarraigada creencia nos será de gran utilidaden el curso de nuestra vida y sobre todo en

IIª Parte – La obra de la santificación sacerdotal

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los momentos de tentación y de lucha, quetodos podemos experimentar. En esas cir-cunstancias de inquietud y de turbación, enque parece que la pasión lo oscurece todo,la voluntad se encuentra a veces a punto decapitular. En semejantes ocasiones, el pen-samiento de la eternidad es quizás el máseficaz remedio para preservarnos de lascaídas.

No pretendo pintar ante vuestra imagina-ción un cuadro de las penas físicas delinfierno. Quiero solamente recordaros ladoctrina de la fe y de la teología acerca delpadecimiento fundamental de esta moradade desesperación.

Debemos entender esta exposición queos voy a hacer sin perder nunca de vista ladoctrina de la Iglesia acerca de las siguien-tes verdades: Dios no predestina a nadie ala reprobación; –Jesucristo ha muerto pararedimir a todos los hombres; –a nadie se leniegan las gracias necesarias para su salva-ción; –la condenación no es obra de Dios,sino del hombre que obstinadamente se re-siste a acatar la ley divina y prefiere apar-tarse definitivamente de Dios que someter-se a Él confiada y amorosamente. Afirmarque Dios, que es la misma equidad, puedecondenar a un alma sin haber merecido se-mejante reprobación, constituye una horri-ble blasfemia. A la luz de estas verdadescomprenderemos mejor la parte de respon-sabilidad personal que alcanza al hombre ensu condenación.

Podemos distinguir en el pecado dos ele-mentos: una aversión respecto a su Crea-dor y una adhesión a las criaturas: Aversioa Deo et conversio ad creaturam. Cuandoel hombre, a pesar de todas las gracias, seobstina, a la hora de su muerte, en oponer-se voluntariamente a su Señor, éste, a su vez,le desampara. Entonces, el alma, abando-nada a sí misma y «separada de Dios, expe-rimenta la indecible pena de daño»: Se-paratio a Deo et dolor inde proveniens.

Refiriéndose al cielo, ha escrito San Pa-blo que: «Ni el ojo vio, ni el oído oyó, nivino a la mente del hombre, lo que Dios hapreparado para los que le aman» (I Cor., II,9). Pues igualmente debemos reconocerque tampoco podemos formarnos una ideacabal de los tormentos de esta prisión eter-na que es el infierno. Para poder compren-derlo, sería necesario conocer el bien su-premo que constituye la posesión de Dios,y haber experimentado también la angustiaindecible de una existencia separada parasiempre de su fin bienaventurado, sin unrayo de esperanza que la ilumine.

La pena esencial del infierno consisteen ser rechazado por Dios: «Apartaos demi, malditos»: Recedite a me, maledicti(Mt., XXV, 41).

Todos los hombres experimentamos unainmensa necesidad de alcanzar la felicidad:la inteligencia, la voluntad y todos los re-sortes de nuestra naturaleza buscan con an-helo su satisfacción. Mientras vivimos aquíabajo, esta sed de felicidad se calma o sesacia de alguna manera con los bienes te-rrenales que nos rodean, consiguiéndose asíla felicidad imperfecta y relativa de estavida. Nuestra existencia cuenta con sufi-cientes satisfacciones para hacerse tolera-ble; pero, con todo, en el fondo de nuestroser alienta constantemente el imperiosodeseo de lo infinito. San Agustín lo expre-sa en términos magistrales: «Nos criasteis,Señor, para Vos, y nuestro corazón andasiempre desasosegado hasta que descanseen Vos»: Fecisti nos ad te, Deus, et irre-quietum est cor nostrum donec requiescatin te [Confesiones, I, 1. P. L., 32, col. 661].

Una vez que hemos llegado al término denuestra vida y entramos en la eternidad, apa-rece en su inmutable necesidad la absolutarealidad de Dios, único fin del hombre, altiempo que se echa de ver la nada de todolo que no es Dios. El alma se siente ate-nazada por una sed insaciable de dicha y se

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lanza impetuosamente hacia la felicidad queha perdido para siempre.

Además, el condenado continúa obstina-do en su rebelión contra Dios y esta obsti-nación le arrebata todo cuanto de bondadmoral había en él. Aún en el más degenera-do de los hombres, siempre queda algunatendencia honesta, algún recurso del quepuede echar mano para regenerarse, arre-pentirse y emprender una vida nueva. Peroel corazón del condenado es la mansión delodio. Su voluntad, definitivamente empe-dernida en el mal, se vuelve, al igual que lade los demonios, esencialmente perversa.Odia a Dios, odia a sus semejantes y se odiaa sí mismo. Jamás albergará en su alma unsentimiento de piedad o un pensamiento deamor.

Así como en Dios y en sus santos reinala caridad, así en él triunfa el espíritu derebelión. No es Dios el que condena, com-prendámoslo bien; es el mismo condenadoquien, por haber elegido definitivamente lainsumisión, se obstinará por toda la eterni-dad en esta impotente resistencia a su Crea-dor.

El condenado se siente desgarrado pordos fuerzas opuestas. Por una parte, su na-turaleza tiende con una pasión irresistiblehacia Dios, que es el fin supremo para elque ha sido creado; y por la otra, su volun-tad, que ha adoptado para siempre una acti-tud de oposición, rechaza a Dios, le blasfe-ma y se complace en esta aversión.

¿Quién podrá expresar el suplicio quecomporta esta desesperación? La con-versio ad creaturam le hace palpar única-mente el vacío absoluto de su alma despo-jada del amor y privada para siempre de subien supremo. Su misma rebelión interiorconstituye su infierno.

Cuando, a veces, en el silencio del claus-tro, a solas con Dios y de cara a la eterni-dad, pienso en esta separación del Bien in-finito, en esta maldición fulminante que lo

mismo los sacerdotes que los demás hom-bres pueden merecer que se les dirija:«Apartaos de mí, malditos» (Mt., XXV, 41),me persuado de que más vale aceptar todoslos sufrimientos y desprecios del mundoque correr el riesgo de sufrir semejantetormento; y de que, como apóstoles deCristo, debemos consagrar totalmentenuestros talentos, nuestras fuerzas y nues-tro celo a salvar a los pobres ciegos que seprecipitan por estos caminos de la desgra-cia eterna.

Aún hay otro aspecto de las penas del in-fierno cuyo recuerdo debe impresionarnos:el condenado está enteramente sujeto alpoder de los demonios. La naturaleza ab-solutamente simple de estos espíritus se haviciado irrevocablemente. Son esencial-mente perversos, y su única ocupación con-siste en odiar y dañar. A pesar de que supoder en el mundo está todavía encadena-do, con todo, la Sagrada Escritura los des-cribe como seres temibles, «como leonesrugientes que andan rondando y buscan a quiendevorar»: Tamquam leo rugiens quærensquem devoret (I Petr., V, 8).

Pero en el infierno, donde el condenado,abandonado por Dios, está completamenteentregado a su poder, «en las tinieblas ex-teriores»: in tenebras exteriores, los de-monios se mueven libremente. Se arrojansobre su presa, oprimiéndola sin piedad ycausándole tormentos indecibles.

Su implacable furor se ceba especial-mente en el cristiano, porque en él ven laimagen del Hombre-Dios. Pero si el con-denado es un sacerdote, sus tormentos seagudizan mucho más de cuanto podemosimaginarnos, porque, en el sacerdote, Sa-tanás ve a aquel mismo que en otro tiempotenía, en nombre de Jesucristo, la misiónde contrarrestar su reinado entre los hom-bres. Entonces estaba obligado a respetar-le por el carácter sacerdotal que llevaba

IIª Parte – La obra de la santificación sacerdotal

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grabado en su alma. Pero ahora que el sa-cerdote está caído, abandonado de Dios yprivado de todo poder, el demonio hace deél su juguete preferido. El solo pensamien-to de ser entregado de esta manera, sin pro-tección alguna y por toda la eternidad a larabia del demonio, debiera bastar para he-larnos de espanto.

Desde lo más profundo de mi corazón, osgrito en nombre de Jesucristo: Vigilate!...

No nos hagamos ilusiones: lo mismonosotros que cada una de las almas que nosestán confiadas, podemos condenarnos.Fijaos en la conducta que la Iglesia, dirigi-da por el Espíritu Santo, observa en las fór-mulas de su oración oficial, donde nos man-da que pidamos a Dios la gracia supremade «vernos libres de la condenación eter-na». Así, por ejemplo, en las letanías so-lemnes de los santos. Y señaladamente anosotros los sacerdotes en el momento másaugusto del santo sacrificio nos hace repe-tir la misma súplica: ab æterna dam-natione nos eripi. Y quiere que a la hora decomulgar pidamos a Jesucristo que «nuncanos separemos de Él»: a te nunquam sepa-rari permittas.

Desechemos, pues, toda negligencia eimprudencia. «Así, pues, el que cree estaren pie, mire no caiga» (I Cor., X, 12). ¿Nonos habla el mismo Apóstol del «terror» quese apodera del alma pecadora cuando, a lahora de la muerte, cae «en las manos delDios vivo»: Horrendum est…? (Hebr., X,31). Por eso dice de sí mismo: «Castigomi cuerpo y lo esclavizo, no sea que, ha-biendo sido heraldo para los otros, resulteyo descalificado» (I Cor., IX, 27). Deseche-mos también toda presunción. ¿No es cier-to que pocas horas después de su ordena-ción el mismo Pedro, que había prometidoa Jesús no abandonarle por nada, escuchóde sus labios estas palabras: «Velad y orad,para que no caigáis en la tentación; el espí-

ritu está pronto, pero la carne es flaca»?(Mt., XXVI, 41).

Una gracia extraordinaria es la de sentirel terror de la condenación. Cuenta la granSanta Teresa que un día, estando en oración,se sintió transportada al infierno: «Entendíque quería el Señor que viese el lugar quelos demonios allá me tenían aparejado y yomerecido por mis pecados… Yo quedé tanespantada, y aún lo estoy ahora escribién-dolo, con que ha casi seis años, y es así queme parece el calor natural me falta de te-mor aquí adonde estoy… Y así, torno a de-cir, que fue una de las mayores mercedesque el Señor me ha hecho, porque me haaprovechado muy mucho» [Santa Teresa deJesús. Vida, cap. XXXII]. Su celo por la sal-vación de los pecadores, su paciencia parasobrellevar las mayores tribulaciones, suagradecimiento a Dios, que la ha «libera-do», y su fidelidad en el servicio del Señor,son otros tantos frutos preciosos que lasanta atribuye a esta visión.

También para nosotros constituye una delas gracias más saludables el tener una feviva en la eternidad de las penas. Ella inspi-ra al sacerdote –para decirlo con una ex-presión de la santa: «ímpetus grandes»–para arrancar las almas del abismo del in-fierno. Este celo le es necesario al minis-tro de Cristo. Encargado como está de lasalmas por las que Cristo ha derramado todasu sangre, ¿no se sentirá obligado a respon-der ante Dios de cada una de ellas?

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VI

El Sacramento de la penitencia y el espíritu de

compunción

La Sabiduría divina ha puesto a nuestroalcance un medio extraordinario paraayudarnos a morir al pecado: el sacramen-to de la penitencia. Si usamos bien de estedon, el reino del pecado se irá debilitandoprogresivamente en nuestra alma, y acaba-remos por desarraigar todos los afectosdesordenados que nos unen a las criaturas.

La Iglesia, fiel intérprete de la voluntadde Cristo, recomienda la confesión fre-cuente aún a los cristianos que habitual-mente viven en estado de gracia. Grandessantos, como San Carlos Borromeo, que notenían nada de escrupulosos, se confesabancon mucha frecuencia. San Francisco deSales, tan conocido por su mansedumbre,lo hacía diariamente antes de celebrar laMisa: al contemplar la pureza divina, sualma sentía una incesante necesidad de «la-varse» en la sangre del Cordero: Ampliuslava me ab iniquitate mea (Ps., 50, 4).

No abrigo la intención de recomendarosque os confeséis tan frecuentemente, por-que, fuera del caso de una inspiración so-brenatural o de alguna razón especial, estacostumbre podría constituir una exagera-ción.

Pero, por otra parte, estoy convencido deque los sacerdotes que habitualmente di-fieren su confesión durante varias semanas,o quizás durante varios meses, carecen dela debida prudencia sobrenatural. No hablo

aquí de una obligación estricta, sino de lasexigencias de una conciencia delicada ysacerdotal. El sacerdote que se confiesamuy de vez en cuando, pierde inestimablesgracias de santificación y se impone elgravísimo peligro de caer en la tibieza.

1.- Importanciade los actos del penitente

El sacramento de la penitencia aplicasiempre al alma, ex opere operato, las ex-piaciones y los méritos del Salvador: «Lasangre de Jesús, su Hijo, nos purifica detodo pecado» (I Jo., I, 7).

Si el cristiano ha perdido vida sobrenatu-ral por haber pecado gravemente, con elperdón de la ofensa se devuelven la graciasantificante y la caridad. Y si no ha llegadoal extremo de romper la amistad con Dios,el Señor le concede un aumento de estagracia, al mismo tiempo que le perdona elpecado venial.

Este perdón y la infusión de la gracia, fru-to de los méritos de Jesucristo, es obra deldon del Espíritu Santo; y es mucho mayorla gloria que tributan a la misericordia deDios que la ofensa que nuestros pecadoshan podido inferir a su majestad.

En esta comunicación de la vida sobre-natural, las disposiciones íntimas del cris-tiano juegan un papel de capital importan-cia. Porque, para regenerar y santificar elalma, de acuerdo con la voluntad de Cristoy la naturaleza del sacramento, la gracia seinjerta, por así decirlo, en los actos del pe-cador, que son: la confesión de las faltas,hecha con la esperanza de alcanzar el per-dón; la detestación del pecado, que implicael propósito de la enmienda, y el deseo decumplir la expiación que le imponga la Igle-sia.

Estos actos se denominan: la confesión,la contrición y la satisfacción. El Concilio

IIª Parte – La obra de la santificación sacerdotal

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de Trento los califica como «cuasi mate-ria» y «partes constitutivas de la peniten-cia» [Sess. XIV, cap. 3 y can. 4]. Según ladoctrina de la escuela tomista, estos actos,unidos a la absolución del sacerdote, sonelevados por la virtud sacramental y tieneneficacia para abolir en nuestras almas elpecado y conferirnos la gracia. Por lo tan-to, pertenecen a la esencia misma del sa-cramento.

Pero más de una vez, por desgracia, es-tos actos se realizan de una manera im-perfecta, por lo que el sacramento no co-munica al alma todos los frutos que debie-ra comunicar, como lo atestigua una dolo-rosa experiencia. La verdadera razón delpoco provecho que se obtiene de la frecuen-te recepción de este sacramento hay queatribuirla a esta falta de las disposicionesrequeridas.

Hay, a mi parecer, dos causas que expli-can esta mayor o menor esterilidad de lasconfesiones de aquellos que se presentanal tribunal de la penitencia sin tener otracosa de qué dolerse sino de faltas ligeras.

Se aprecia ya una laguna en la misma con-fesión de las faltas, que no suele tener pro-piamente el carácter de una acusación «do-lorosa», vinculada a las humillaciones deCristo.

Y sucede, además, que, después de la con-fesión, el propósito de la enmienda no per-severa en la conciencia con la energía pre-cisa.

Por lo que atañe al primer asunto, es ver-dad que el sacramento de la penitencia, envirtud de su misma institución, aplica anuestras almas la expiación que Jesucristoofreció a la santidad y a la justicia de Dios.Pero también es cierto que nosotros hemosde sobrellevar una parte de expiación.

En el Gólgota, Cristo se presentó a suPadre revestido de todos nuestros pecados:

«Yahvé cargó sobre él la iniquidad de todosnosotros» (Is., LIII, 6). El es «el Corderode Dios que quita el pecado del mundo»(Jo., I, 29). Cristo ha conocido todos y cadauno de nuestros pecados, ha ponderado lainjuria que han inferido a la santidad divinay, para merecernos la salvación, ha cargadosobre sí todo el oprobio, toda la afrenta ytoda la pena debida a nuestras iniquidades.

Pero en el sacramento de la penitencianos deja una parte de expiación que debe-mos cumplir para que se nos apliquen susméritos. Es necesario, pues, que, cuandoacudimos al tribunal de la misericordia, sin-tamos el peso de nuestras faltas, de nues-tras ingratitudes y de nuestras miserias, quetengamos conciencia de la bajeza y de laruindad de nuestros pecados y de nuestrasinfidelidades y que nuestra acusación sea«dolorosa».

Como miembros que somos de Cristo,asociemos esta humillación, que compor-ta la confesión voluntaria de nuestras fal-tas, a las vejaciones y a los ultrajes de todasuerte que soportó el Señor en su pasión, yunámonos a los sentimientos que experi-mentaba su corazón, para que la inmensi-dad de sus expiaciones purifique hasta losúltimos repliegues de nuestra alma. Guar-démonos de usar expresiones que encubranla fealdad de nuestras ofensas y disimulenel amor propio. Sin llegar a hacer una con-fesión mentirosa, se querría, a veces, obte-ner un perdón barato.

Debemos también aceptar de buen gradola penitencia sacramental que nos imponeel confesor, y ofrecer a este fin todas lasobras de nuestra vida: Quidquid boni fece-ris et mali sustinueris…

Si recibimos el sacramento con estas dis-posiciones, se irá verificando gradualmen-te en nuestras almas una verdadera muerteespiritual en virtud del sacrificio expiato-rio de Jesucristo. Así es como nosotros los

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sacerdotes deberíamos acusar habitualmen-te nuestras faltas.

La segunda razón de porqué la confesiónsuele producir escasos frutos es que el pro-pósito de la enmienda no se mantiene conla debida firmeza en la vida ordinaria.

Es de capital importancia para la vida in-terior que, quien se reconoce culpable, aun-que sólo sea de pecados veniales, manten-ga en su alma una decisión inquebrantablede oponerse a toda negligencia y a cuantopueda desagradar a Dios.

Siempre que no hay óbice de parte delalma, el efecto esencial del sacramentose produce indefectiblemente. Pero si,como ya os lo he dicho, queremos sincera-mente que nuestras confesiones contribu-yan a nuestro progreso en la vida de per-fección, debemos intentar aprovecharnosde todos los tesoros de gracia que se con-tienen en el sacramento. Para ello, debe-mos tener siempre presente en el espírituel firme propósito de no volver a caer enlas faltas, aún veniales, de que nos hemosacusado en la confesión. Porque suele su-ceder que, después de habernos acusado,por ejemplo, de impaciencias tenidas conlas personas con quienes tratamos, o de ex-presiones poco caritativas, o quizás de ne-gligencias en el cumplimiento de determi-nados deberes de nuestro estado, o deegoísmo al cargar sobre otros los trabajosmás pesados…, una vez terminada la con-fesión, nos olvidamos de la contrición y delpropósito de la enmienda y continuamosobrando como si no nos hubiéramos con-fesado.

Procuremos, por el contrario, por amora Cristo, mantener en nosotros de la mane-ra más viva la voluntad decidida de corre-girnos y enmendarnos, para que, cuando sepresente de nuevo la ocasión de pecar, es-temos siempre dispuestos a reaccionar efi-cazmente.

Hay muchos que siempre son tibios enel servicio de Dios. Cuando van a confe-sarse, no se detienen a considerar sincera-mente sus pecados con deseo eficaz de evi-tarlos en adelante. Seguramente que no ig-noran que cada paso que dan en la vida es-piritual supone una nueva elevación del almay una nueva fuente de alegría; pero no sepercatan de que para ello se requiere unaliberación íntima, que es fruto de una ma-yor abnegación de sí mismo y de un renun-ciamiento más profundo. Sin sacrificio, noes posible hacer nada que valga la pena eneste mundo.

Os voy a dar otro consejo para que vues-tras confesiones sean más provechosas. Eldía que os vayáis a confesar, pedid a Diosen la santa Misa que os conceda la gratia yel donum pænitentiæ. Esta saludable prác-tica se apoya en la doctrina oficial de la Igle-sia promulgada en el Concilio de Trento[Sess. XXII, cap. 2]. Y después de haberosconfesado, procurad excitar en vosotros eldolor de vuestras faltas a lo largo de lasocupaciones del día.

2.- La compunción de corazónNuestra consagración a Dios por el bau-

tismo y por la ordenación comporta de de-recho «una ruptura total y definitiva con elpecado»: Quod mortuus est peccato, mor-tuus est semel (Rom., VI, 10). Según el pen-samiento de San Pablo, esta «muerte al pe-cado» no significa tanto un acto transitoriocuanto un estado definitivo: Mortui enimestis (Col., III, 3).

La experiencia nos atestigua que paramuchas almas esta muerte, aún a las faltasveniales, no es ni con mucho todo lo com-pleta que debiera ser. Su vida es un conti-nuo retroceder y avanzar; y por eso el pe-cado reina demasiado en ellas.

Además del sacramento de la penitencia,hay otro medio que nos ayuda eficazmente

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a conseguir nuestra liberación espiritual.Me refiero al espíritu de compunción. Amedida que pasan los años, me voy reafir-mando en la idea de que la poca estabilidado el poco progreso en la virtud es debidoprincipalmente a la falta de compunción.

¿Qué debemos entender por compun-ción de corazón?

Se trata de un sentimiento habitual depesar por haber ofendido a la divina bon-dad. Esta disposición brota principalmentede la contrición perfecta, del amor arrepen-tido. Y produce en el alma la detestacióndel pecado, por el disgusto que causa a Diosy por el perjuicio que nos irroga. Si en elsacramento de la penitencia basta un actotransitorio de contrición imperfecta paraabrir el alma a la gracia y fortificarla con-tra nuevas caídas; cuando tenemos un sen-timiento de verdadero pesar inspirado porel amor y lo mantenemos en el alma en todasu viveza, crea en ella un estado de oposi-ción irreductible a toda complacencia enel pecado. Os daréis perfecta cuenta de quehay una incompatibilidad absoluta entre lavoluntad de aborrecer el pecado y el hechode continuar cometiéndolo. Esta disposi-ción habitual constituye el mejor remediopara evitar la tibieza.

Este constante pesar por las faltas pasa-das: «Mi pecado está siempre ante mí» (Ps.,50, 5) no debe referirse a las circunstan-cias de cada una de ellas, sino al hecho mis-mo de haber ofendido a Dios. No debemostraer a la memoria los detalles concretos,lo que a veces suele ser peligroso, sinoarrepentirnos de haber opuesto nuestra so-beranía, de haber despreciado su amor y dehaber descuidado, derrochado o aún perdi-do el incomparable tesoro de la gracia.

Comprendemos perfectamente que lasalmas santas que tienen una visión clara dela majestad divina, de la grandeza de susdones y de la gravedad que encierra toda

ofensa hecha a Dios estén saturadas de esteespíritu de compunción. Difícilmente po-dríamos imaginarnos cuál era la oración queSanta Teresa tenía siempre sobre su mesade trabajo y que ella misma había escritode su puño y letra. Cualquiera creería queescribió una de aquellas elevaciones de in-flamado amor que brotaban naturalmente desu corazón. Pero no: era un versículo de unsalmo, que cualquier gran pecador podríahaber elegido: «Señor, no entres en juiciocon tu sierva»: Non intres in judicio cumservo tuo, Domine (Ps., 142, 2). Esta pro-funda compunción le era absolutamente ne-cesaria, porque cualquier otro fundamentose hubiera hundido bajo el peso de aquellasu admirable perfección. Santa Catalina deSiena, fiel a la costumbre de toda su vida,repetía constantemente en su lecho demuerte estas palabras: «He pecado, Señor;tened piedad de mi».

¿Creéis, acaso, que se trata de piadosasexageraciones? Escuchad a San Juan: «Sidijéremos que no tenemos pecado, nos en-gañaríamos a nosotros mismos y la verdadno estaría en nosotros. Si decimos que nohemos pecado, desmentimos a Cristo y supalabra no está con nosotros» (I Jo., I, 8-10).

¿No somos todos, en realidad, aunque endiverso grado, hijos pródigos que por elpecado o por la simple disipación de espí-ritu nos hemos alejado del Padre? ¿No de-bemos todos, al recordar nuestras indeli-cadezas y nuestras ingratitudes, decirle:«Padre, he pecado contra ti; yo no soy dig-no de llamarme hijo tuyo?» (Lc., XV, 21).Aunque no hayamos ofendido al Señor másque una vez, contribuyendo así a la pasiónde Jesús, siempre quedará un peso en nues-tra conciencia, si es que de veras le ama-mos. Y aunque nunca le haya ofendido gra-vemente, el sacerdote que aspire a vivir unavida de absoluta fidelidad a Dios, lamenta-rá sus faltas tanto más cuanto mayores seanlas gracias que ha recibido.

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¿No es verdad que el Padre nos ha espe-rado, como le esperó el suyo al hijo de laparábola? ¿No es cierto que nos ha abiertode par en par los brazos de su misericordiay que desde el momento mismo en que vol-vimos a la casa paterna se ha olvidado denuestros pecados y nos ha admitido de nue-vo a su amistad?

La compunción hace que, al sentir nues-tras ofensas, sintamos también el perdóndivino. Por ello, es una fuente de paz y deconfianza. Y de alegría; de una alegría hu-milde, pero profunda. Si destierra, por unaparte, las satisfacciones del pecado y lasque a él conducen, la ligereza espiritual yel abandono, también por la otra llena elalma con la alegría del Padre hasta el puntode que llega a experimentar cómo se reali-za en ella el deseo del salmista: «Devuél-veme el gozo de tu salvación»: Redde mihilætitiam salutaris tui (Ps., 50, 14).

3.- Importancia de la compunciónpara el sacerdote

El espíritu de compunción fortifica en elalma el deseo de agradar a Dios, la preser-va de muchas tentaciones y la ayuda a triun-far de las que la acometen. Este es uno desus frutos más estimables.

Y en especial para el sacerdote, que estállamado a alcanzar la santidad. El sacerdo-te vive en medio de la corrupción de la so-ciedad, en la que debe hacer frente a tresenemigos: el demonio, el mundo y la car-ne. Estos enemigos le persiguen desde suordenación hasta la tumba, y conspiran paraprivarle de su verdadera vida, de la vida quetiene en Jesucristo.

La concupiscencia de la carne. –El hom-bre ha sido creado para fundar un hogar yno podrá pasar toda su vida en una soledadcompletamente virginal, si no se sobrepo-ne a sí mismo, con la ayuda de la gracia.

Semejante renuncia suele revestir para al-gunos una dificultad extraordinaria, porquetienen que entablar un combate permanen-te con su propia naturaleza. No hay edad, nidignidad, ni condición alguna que se vea li-bre de estos ataques.

Aún los santos más austeros han sufridolos ataques de este enemigo que todos lle-vamos dentro de nosotros mismos. Secuenta de San José de Cupertino que, des-pués de haber sido arrebatado en éxtasisangélicos, volvía a sentir la rebelión humi-llante de sus pasiones [Acta Sanctorum,septembris, V, 1019].

En esta materia, debemos observar unavigilancia perseverante, por muy casta quehaya sido nuestra vida pasada. Nunca lle-guemos a pensar que nos hemos hechoinvulnerables. Toda presunción es peligro-sa, trátese de lo que se trate.

Por grande que sea nuestra intimidad conDios, por elevado que sea el nivel de santi-dad que hayamos alcanzado, siempre debe-remos observar una humilde circunspec-ción.

El segundo enemigo es el mundo. –Vi-vimos en un ambiente cuyas ideas, máxi-mas y aspiraciones son radicalmente opues-tas a las de Cristo: «Ellos no son del mun-do, como no soy del mundo Yo» (Jo., XVII,14 y 16). Estas palabras se las repitió dosveces Jesucristo a sus apóstoles inmedia-tamente después de haberlos consagradosacerdotes. Estas palabras deben verificar-se también en nosotros. Si nuestro cora-zón no está impregnado del espíritu delEvangelio, será el espíritu del mundo el quese insinuará en nosotros y hará que poco apoco vayamos descendiendo a su mismonivel, para preocuparnos exclusivamente delos negocios profanos y del bienestar de lavida, desinteresándonos completamente denuestra sagrada misión.

IIª Parte – La obra de la santificación sacerdotal

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Se dice a veces que esta tierra es un vallede lágrimas, y nada hay que, en el fondo,sea más cierto. Pero, con todo, hay días enque las satisfacciones que el mundo nosbrinda ejercen un atractivo vivísimo ennuestra naturaleza. Parece que el mundo nosproporciona la felicidad. Sus alegrías, larisa, la belleza, las comodidades, las milbagatelas que halagan a nuestros sentidos yencienden el fuego de nuestras pasiones,son mucho más agradables que la oración ylas austeridades que la continencia lleva apa-rejadas.

Son muchos los santos que han experi-mentado el poderoso influjo de esta fasci-nación: Fascinatio… nugacitatis (Sap., IV,12), y confiesan que, cuando entraban encontacto con el mundo, aunque fuese conocasión de cumplir con sus ministerios sa-grados, sentían la tentación de la triple con-cupiscencia que reina en él: la de la carne,la de los ojos y la soberbia de la vida (I Jo.,II, 16). El polvo del mundo vela fácilmentela luz de la fe, e impide que fijemos única-mente nuestra mirada en Dios y en su amor.San Carlos Borromeo, modelo de fortale-za y de virtud varonil, reconocía que, cuan-do vivía en la lujosa mansión de su aristo-crática familia, se amortiguaba el templede su espíritu. Con más razón nosotros, queno tenemos ni la santidad ni la fortaleza deeste gran príncipe de la Iglesia, debemosguardar las debidas cautelas en las visitas yen las relaciones que nos impone el ejerci-cio de nuestro ministerio, si no queremoscorrer el riesgo de dejarnos arrastrar porel espíritu mundano.

El tercer enemigo es el demonio. –Como ya lo hemos indicado, aún los hom-bres más perversos conservan ciertos sen-timientos de humanidad por muy despia-dados que sean. Difícilmente pierde el co-razón humano la capacidad de sentirse afec-tado ante la desgracia del prójimo. Por el

contrario, el odio diabólico es completa-mente despiadado. Como la naturaleza delos espíritus que fueron lanzados al infier-no es inmaterial, no conoce ni la fatiga niel descanso, y por eso siempre están dis-puestos para dañar. El demonio odia a Dios,pero como es impotente para llegar hastaÉl, se vuelve contra las criaturas, y en es-pecial contra su criatura privilegiada, con-tra el sacerdote, que es la imagen viva deCristo.

Por el carácter mismo de nuestra voca-ción, por la misión y los deberes que com-prende, nosotros los sacerdotes estamos par-ticularmente expuestos a los ataques, mani-fiestos o encubiertos, de estos enemigos.

Cuando consideramos, por una parte, suenorme poder y por la otra nos damos cuen-ta de nuestra extrema debilidad, espontá-neamente viene a nuestro recuerdo aquellafrase que los apóstoles dijeron a Jesús:«¿Quién, pues, podrá salvarse?»: Quis ergopoterit salvus esse? (Mt., XIX, 25). El di-vino Maestro nos responderá como a susdiscípulos: «Para los hombres esto es im-posible, mas para Dios todo es posible»(Ibid., 26). Importa mucho que grabemosbien esta frase en nuestro corazón. Las fuer-zas naturales, abandonadas a sí mismas, nopueden triunfar de las solicitaciones de lacarne, de la seducción de la gloria del mun-do y de la vana complacencia en sí mismo.

Pero santamente compungidos, reconoz-camos nuestra fragilidad y, siguiendo la re-comendación del Señor, «vigilemos y ore-mos» (Mt., XXVI, 41).

Vigilate. Todo hombre reflexivo sabe porpropia experiencia y por la de sus seme-jantes cuáles son las circunstancias que nosllevan a la quiebra moral. Mejor que nin-gún otro puede discernir el sacerdote cuá-les son las negligencias que en las condi-ciones propias de su estado le disponen al

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pecado. Las ocasiones son distintas paraunos y para otros, según sean diversas sustendencias, sus debilidades y el ambienteque les rodea, pero todos tienen la posibi-lidad de sucumbir. Persuadámonos de queno hay pecado que haya cometido un hom-bre que cualquiera otro no pueda cometer.

A la vigilancia debemos unir la oración,el recurso a Aquél para quien «todo es po-sible» y que es nuestro divino Maestro. Éles quien nos ha elegido y, rogando por no-sotros como por los apóstoles, ha dicho asu Padre: «No pido que los tomes del mun-do, sino que los guardes del mal» (Jo., XVII,24). Mirad a San Pablo. El gemía: «¿Quiénme librará de este cuerpo de muerte?»(Rom., VII, 24). Y respondía: «Gracias aDios, por Jesucristo nuestro Señor» (Ibid.,25). Es la misma respuesta que el propioJesús le dio cuando el Apóstol, zarandeadopor el demonio, suplicó por tres veces aCristo que le libertara: «Te basta mi gracia,que en la flaqueza llega al colmo mi po-der» (II Cor., XII, 9). Lo mismo nos suce-derá a nosotros. Leed el salmo 90, que re-citamos todas las tardes. Es el salmo porexcelencia de la confianza en la lucha. Enél se describen con expresivas imágenestodas las tentaciones a que estamos suje-tos, pero también se nos asegura que Diospromete la victoria al que ora: «Caerán a tulado mil, caerán a tu derecha diez mil, a tino llegará… Me invocará él y Yo le oiré,estaré con él en la tribulación… Le saciaréde días y le daré a ver mi salvación».

4.- La compunciónen la liturgia de la Misa

La Iglesia es la Esposa de Cristo y sabemejor que nadie cómo debe honrar a suEsposo y cómo debe rendir homenaje aDios. Además el Espíritu Santo la dirige enla ordenada disposición de la liturgia. Nun-ca podremos estar tan seguros de poseer la

verdad como cuando nos acomodamos a suoración: lex orandi, lex credendi. Ahorabien, ¿cuáles son las fórmulas que la Igle-sia pone en nuestros labios cuando cele-bramos el sacrificio de la Misa, que es lafunción esencial de nuestro sacerdocio?¿Cuáles son las actitudes que nos mandatomar? ¿Cuáles son los sentimientos de quequiere revestirnos?

Se da por descontado que el sacerdoteque celebra la Misa vive en gracia de Dios.Y, sin embargo, lo primero que hace al lle-gar al altar es inclinarse humildemente ygolpearse el pecho, como el publicano delEvangelio, reconociéndose pecador anteDios, ante los santos del cielo y ante elpueblo cristiano: Peccavi nimis… mea ma-xima culpa... Por muy elevada que sea susantidad, no puede acercarse al Señor sinomediante esta humilde confesión. El pue-blo se acusa a su vez por boca del acólito yentonces es cuando sobre toda la familiacristiana desciende el perdón divino: Indul-gentiam, absolutionem et remissionempeccatorum nostrorum…

¿Qué oración manda la Iglesia que reciteel sacerdote cuando sube las gradas del al-tar?: Aufer a nobis, Domine… iniquitatesnostras. Porque realmente es necesarioestar limpio de toda impureza para pene-trar en el «santo de los santos».

Cuando besa el ara sagrada, el sacerdotequiere sellar con este ósculo su unión conCristo, del cual es figura el altar, y al mis-mo tiempo su unión con la Iglesia en la per-sona de los mártires, cuyas reliquias estánallí encerradas. Invocando los méritos delos santos, pide al Señor «el perdón de to-dos sus pecados»: Ut indulgere dignerisomnia peccata mea.

Terminado el Introito, el celebranteapostrofa al Señor nueve veces seguidas,implorando la piedad divina para todas lasmiserias humanas, la más triste de las cua-les es el pecado: Kyrie eleison… Si quere-

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mos ser agradables a Dios, lo conseguire-mos apelando siempre a su misericordia.

El Gloria in excelsis es el eco del cantode los ángeles. Pero cuando lo vuelven aentonar los labios humanos, este cántico seprolonga en súplicas: «Vos que borráis lospecados del mundo…, que estáis sentado ala diestra del Padre…, tened piedad de no-sotros».

Antes de pasar a leer el Evangelio, de-beremos pedir a Dios que «purifique nues-tros labios».

Todo cuanto antecede pertenece a lospreliminares del sacrificio y nos es fácilcomprender que la Iglesia quiera sugerir-nos insistentemente estos sentimientos, afin de que nos dispongamos debidamentepara ofrecerlo más dignamente. Pero no secontenta con esto, sino que, a medida quevamos entrando en la misma actio, va avi-vando en nosotros esta compunción.

Hemos llegado al ofertorio. Tomamosen nuestras manos la hostia que se conver-tirá en la sagrada víctima. ¿Con qué fórmu-la la presentamos al Padre? «Recibid…esta hostia inmaculada que os ofrezco yo,vuestro indigno siervo…, por mis innume-rables pecados, ofensas y negligencias…»De esta suerte, cumplimos la recomenda-ción que nos hace San Pablo: «Debe por símismo ofrecer sacrificios por los pecados,igual que por el pueblo» (Hebr., V, 3). Elpoder ofrecer todos los días la víctima di-vina en compensación de sus propios pe-cados y de las indelicadezas que ha tenidopara con Dios, constituye uno de los con-suelos mayores que puede experimentar elministro de Cristo.

Después de la ofrenda de la materia delsacrificio, la rúbrica prescribe que el cele-brante se incline en una actitud de «humil-dad y de contrición»: In spiritu humilitatiset in animo contrito suscipiamur a te, Do-mine. El sacerdote ofrece a Dios todos sus

trabajos, todas sus penas, en una palabra,toda su vida, para que, por Jesús, sea éstaagradable al Padre. «La contrición es ya unverdadero sacrificio»: Sacrificium Deospiritus contribulatus (Ps., 50, 19); perocuando, unidos a Cristo, presentamos lasanta hostia poseídos de estos sentimien-tos, Dios se olvida de todas las iniquidadese ingratitudes de nuestra vida anterior.

El canon está integrado por oracionessublimes. El sacerdote, lleno de respeto,se acerca a Dios, que es altísimo, pero tam-bién «clementísimo»: Te igitur, clementis-sime Pater. Por medio de su Hijo Jesús, pue-de el sacerdote acercarse con toda confian-za al Padre: Per Jesum Christum Filiumtuum. ¿Cuál es la actitud que adopta paraorar? Se inclina, besa el altar, y continúadiciendo: Suplices, rogamus ac petimus…

Antes de la consagración, el sacerdoteextiende sus manos sobre la oblata de lamisma manera que en el Antiguo Testamen-to lo hacía el sumo sacerdote sobre la víc-tima que representaba al pueblo culpable.La oración que acompaña a este gesto da aentender que los culpables son los pecado-res, que debían recibir el castigo que me-recen. «Aceptad, oh Señor, en su lugar, estahostia santa e inmaculada, acoged favora-blemente esta víctima que os es tan queri-da, pues es el mismo Jesús». ¿Y qué es loque pide el celebrante en virtud de los mé-ritos de Jesús? «El ser preservado de la con-denación eterna y contado entre los elegi-dos». En este momento solemne, no le em-bargan ni el éxtasis ni el arrobamiento, sinoun sentimiento de profunda compunción.

Al llegar el momento de la consagración,desaparece la persona del ministro, pues novemos en él sino a Cristo. Por eso, no dice:«Este es el cuerpo…, la sangre del Salva-dor», sino: «Esto es mi cuerpo…, ésta esmi sangre que será derramada… por la re-misión de los pecados». He aquí expresa-do el fin propiciatorio del sacrificio. Esta

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palabra nos invita a abrir nuestros corazo-nes a una inmensa esperanza de alcanzar elperdón de todos nuestros pecados, en vir-tud de los méritos de la inmolación de Je-sucristo.

Poco más tarde, el sacerdote rompe elmisterioso silencio del Canon, al tiempoque dice: Nobis quoque pecatoribus, y segolpea el pecho, pidiendo al Señor «que,atendiendo no a sus propios méritos, sinoa la divina indulgencia, le admita en la so-ciedad de los santos y de los mártires».También aquí la fórmula sagrada impone alalma una actitud de profunda, aunque con-fiada, compunción.

San Ambrosio, San León, San Gregorio,todos estos grandes pontífices que se hanhecho acreedores a nuestra veneración, hanrecitado total o parcialmente estas admira-bles fórmulas. Y lo mismo las han dicho lossantos modernos como San Francisco deSales, San Alfonso de Ligorio y el santo Cu-ra de Ars.

Llegamos ya al momento de la comu-nión. ¿De qué título se servirá el sacerdotepara invocar a Cristo en el momento deunirse a Él? Precisamente de éste: «Cor-dero de Dios, que quitas los pecados delmundo». Considerad el significado de es-tas palabras: «No os fijéis en mis pecados,sino en la fe de vuestra Iglesia… Libradmede todas mis iniquidades». Considerad, porúltimo, cuánta verdad encierran aquellaspalabras Domine non sum dignus que re-petimos tres veces…

Este es el espíritu de la Iglesia. Comoveis, no una sola vez, sino que a todo lo lar-go de la «acción» santa, la Iglesia mantieneel alma del celebrante en una actitud de pro-funda humildad, sirviéndose para ello de lasfórmulas más claras y de los ritos más ex-presivos. A las expresiones esenciales deadoración, de alabanza y de acción de gra-cias va uniendo constantemente, para que

los hagamos nuestros, los acentos de una vivacompunción. Si el Señor, en su condescen-dencia infinita, nos admite en su presencia yacepta con agrado nuestras súplicas, no olvi-demos que su justicia exige que reconozca-mos al mismo tiempo nuestra condición depecadores.

Ante el trono de Dios, los ángeles cantansin cesar: Sanctus, Sanctus, Sanctus. Es elhomenaje que rinden a la soberanía inmen-sa de Dios. Mientras vivimos en este des-tierro, como mejor glorificaremos a susuprema majestad será, sobre todo, confe-sando humildemente nuestra miseria ynuestros pecados y reconociendo la inmen-sidad de su eterna misericordia.

Cualquier oración puede servir para esti-mular nuestro espíritu de compunción. Tan-to en la oblación del santo sacrificio comoen las recitaciones del breviario, encontra-mos abundantes fórmulas que expresan lacontrición más perfecta.

¡Cuántos salmos hay que expresan admi-rablemente nuestro pesar por haber ofen-dido a la bondad divina! Estos cantos inspi-rados unen siempre al dolor del corazóncontrito la expresión de la confianza y la feen el perdón: «Apiádate de mí…, según lamuchedumbre de tu misericordia…»«Apiádate de mí, porque a ti he confiadomi alma» (Ps., 50, 3 y 56, 2). La máximaaspiración del salmista consiste en tener«un corazón puro»: Cor mundum crea inme, Deus, y en sentirse «fortalecido por lafuerza del Espíritu»: Spiritu principali con-firma me.

Si recitamos devotamente las horas ca-nónicas, el Espíritu Santo nos concederá eldon de penetrar el espíritu de estos salmos,para que, al rumiarlos, traslademos a nues-tra vida interior los sentimientos que ex-presan.

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5.- El Vía-Crucis,fuente de compunción

Me consta por una larga experiencia queel Via-Crucis es una de las prácticas máseficaces para mantener en nosotros el es-píritu de compunción.

¿De dónde proviene el valor santificadordel Via-Crucis? De que en esta devociónCristo se nos muestra, de una manera par-ticular, como causa ejemplar, meritoria yeficiente de la santidad. En su pasión, Je-sús se revela como modelo perfecto de to-das las virtudes. En ella, más que en ningu-na otra ocasión, nos muestra su amor alPadre y a las almas, su paciencia, su dulzu-ra, su magnanimidad en el perdón. Su obe-diencia, que es manantial de fortaleza, lesostiene y le impulsa a proseguir su mar-cha dolorosa hasta el consummatum est.

La meditación de los sufrimientos delSeñor nos enseña a compartir su aversiónal pecado y a asociarnos a su sacrificio paracolmar el abismo de las iniquidades delmundo. Y esto constituye, ya de por sí, unagracia inapreciable.

Jesús no es un modelo que solamentedebemos imitar en sus líneas exteriores,sino que debemos llegar a participar de suvida íntima. En cada etapa de su pasión nosha merecido la gracia de poder reproduciren nosotros mismos la semejanza de lasvirtudes que en Él admiramos: «Salía de Éluna virtud» (Lc., VI, 19). En cierta ocasión,una pobre mujer que estaba enferma le tocóa Jesús e inmediatamente recobró su salud.También nosotros, dice San Agustín, pode-mos tocar a Jesús con el contacto de la feen su divinidad: Tangit Christum qui creditin Christum… Vis bene tangere? IntelligeChristum ubi est Patri coæternus, et teti-gisti. Miremos a Jesús a todo lo largo de lavía dolorosa. Veamos cómo se entrega ycómo sufre por nosotros. Creamos que es

Dios y que nos ama. Así abriremos nuestraalma a su acción santificadora.

La sensibilidad no tiene parte alguna enesta comunicación de la gracia. Jamás losmovimientos sensibles pueden servir debase, ni de piedra de toque, ni de motivopara nuestra piedad. Pero, cuando nuestradevoción está firmemente apoyada en la fe,pueden ser un medio eficaz para ayudarnosa evitar las distracciones y a concentrarnuestro pensamiento en Dios.

La Iglesia exhorta a todos los cristianosa que mediten en la pasión de Jesucristo;pero esta invitación se la hace especialmen-te a los sacerdotes. Es su deseo que nossirvamos de este medio para unirnos a lossufrimientos de nuestro Salvador y nosapropiemos los ejemplos de sus virtudes;y quiere también que de la meditación deestos misterios consigamos una abundan-tísima aplicación de los méritos divinostanto para nosotros como para aquellos porquienes rogamos.

Nosotros los sacerdotes somos por ex-celencia los «dispensadores de los frutosde la pasión»: Dispensatores mysteriorumDei (I Cor., IV, 1). Si, como dice San Pablo,«la muerte del Señor se anuncia» todos losdías sobre nuestros altares, esto se realizapor nuestro ministerio. En el altar estamosen contacto con el mismo manantial de to-das las gracias, ya que éstas brotan de lacruz. El sacerdote debe, por consiguiente,aprender más que ningún otro a darse per-fecta cuenta del precio de la sangre de Je-sucristo y a confiar en sus méritos.

¿Pero qué es lo que sucede a veces? Quevivimos en una miserable pobreza espiri-tual en medio de estas riquezas y estamoshambrientos en medio de esta abundancia.Para poner remedio a nuestro poco fervor,podemos servirnos eficazmente de la prác-tica de la devoción del Via-Crucis, que serápara nosotros «una fuente que salte hasta lavida eterna» (Jo., IV, 14). En cada una de

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las catorce estaciones nos unimos amoro-samente con el Salvador y refrescamosnuestra alma en la corriente de gracias quebrota del costado de Jesús.

Cualquier tiempo es bueno para practi-car el Via-Crucis, pero en cuanto sea posi-ble, creo que ninguno es más apto que el dela acción de gracias después de la Misa.Cuando todavía conservamos en nosotrosla divina presencia, podemos rehacer estetrayecto unidos a Aquel que lo recorrió elprimero. El seguir así, paso a paso, el ca-mino del Calvario en unión con Jesús, aquien llevamos dentro de nuestra alma, esuna excelente manera de profesar nuestrafe en el imponderable valor de sus sufri-mientos, que continúan ofreciéndose ince-santemente en el sacrificio del altar.

Para practicar esta devoción no se requie-re ninguna oración vocal. Basta con aplicarpiadosamente el espíritu y el corazón.

Algunos sacerdotes me han declaradomás de una vez: «Nosotros no hacemosmeditación, porque se nos hace extrema-damente difícil; es que no tenemos vida in-terior». Y yo les he respondido: «¿Habéisintentado practicar el Vía-Crucis a modode meditación?»

¿De qué señal nos valdremos para sabera ciencia cierta si existe en nuestro cora-zón la verdadera compunción? Os voy a darun medio inefable.

La compunción tiende un velo sobre lasfaltas de los demás, al tiempo que el almase siente dominada por el sentimiento desu propia indignidad.

¿Sois, acaso, severos, exigentes y duroscon los demás? ¿Sois inclinados a revelarsin miramiento alguno o con ironía los de-fectos y las faltas del prójimo? ¿Se lasecháis en cara sin legítimo motivo? ¿Osescandalizáis fácilmente? Si esto es así, es

señal de que vuestro corazón no está afec-tado ni penetrado de su propia miseria y delas ofensas que Dios os ha perdonado.

Hay una parábola en el Evangelio queilustra maravillosamente esta verdad. Nospresenta dos personajes: el fariseo y elpublicano. Recomponed con vuestra ima-ginación la escena de su oración en el tem-plo. El primero se fija en las faltas del otroy las ve con los ojos bien abiertos. Observay juzga con rigor a su prójimo, pero nomedita en sus propias culpas. Está comple-tamente ciego para ver su conducta, cuyamiseria Dios conoce perfectamente, y sólove sus ayunos y sus limosnas. Para nadapiensa en sus pecados. Y siente deseos dedecir a Dios: «Podéis estar orgullosos demí». Al hacer su oración se complace en símismo. Y cuando dice: «Señor, os doy gra-cias porque no soy como ese otro», estaacción de gracias, aunque tenga ciertos vi-sos de ser legítima, con todo no le justifi-ca. ¿Por qué? Pues porque su alma no estácompungida y le falta la humildad.

El publicano, por el contrario, no se fijaen el fariseo. Siente su miseria y no levan-ta sus ojos para juzgar la del prójimo. Segolpea el pecho y exclama: «Oh Dios, sépropicio conmigo pecador» (Lc., XVIII, 13).El corazón que hace esta oración está un-gido de compunción. Y Jesús proclama quela compunción justifica al pecador anteDios.

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VII

Humiliavit semetipsum factusobediens

La humildad es compañera inseparable dela compunción. Es tan grande la importan-cia de la humildad en la obra de la santifi-cación del sacerdote, que vale la pena quenos detengamos a considerarla.

Nos sentimos muy inclinados a tener deDios una idea que se adapte a los moldesde nuestra condición humana. Así, porejemplo, se nos hace muy difícil figurar-nos un ser que no se empobrece al dar sudinero, porque la experiencia de todos losdías nos enseña que todo hombre dadivosolo es a costa de que vaya disminuyendo supeculio. Dios es el único que no se empo-brece al hacer sus dádivas. Como es la bon-dad por esencia, o lo que es lo mismo, elamor infinito, su naturaleza le inclina a re-partir sus riquezas, a comunicar su felici-dad y a entregarse a sí mismo: Bonum estdiffusivum sui. Por esto ha querido Dioscomunicar al hombre su propia vida y ha-cerle heredero suyo y coheredero de Cris-to (Rom., VIII, 17). La encarnación, la re-dención, el don de la Eucaristía, la funda-ción de la Iglesia y otros innumerables be-neficios, que se renuevan sin cesar, son lademostración evidente de esta bondad queno tiene límites.

Pero quizás os preguntéis: si es verdadque Dios quiere sinceramente santificar alos hombres, ¿por qué encuentran éstos tan-ta dificultad para vivir la vida sobrenatural?¿Cómo se explica que los ministros del al-tar que viven junto al manantial mismo de

donde brotan las gracias y están encarga-dos de distribuirlas, se encuentran, sin em-bargo, a veces, tan alejados de todo con-tacto con Dios? ¿Qué es lo que, si vale laexpresión, cierra la mano de Dios?

El orgullo. Si fuéramos perfectamentehumildes, no tendrían límite las larguezasde lo alto. La lección que nos da el Evange-lio no puede ser más perentoria: «El que seensalza será humillado, y el que se humillaserá ensalzado»: Omnis qui se exaltat hu-miliabitur et qui se humiliat exaltabitur(Lc., XVIII, 14). No es menos categórica laenseñanza de las epístolas. En dos lugaresdistintos leemos esta terrible sentencia:«Dios resiste a los soberbios y a los hu-mildes da su gracia»: Deus superbis resis-tit, humiliabus autem dat gratiam (I Petr.,V, 5; Jac., IV, 6).

¡Cuánta luz nos proporcionan estas pala-bras tan sencillas! ¿Qué es menester paraser elevado hasta Dios? Humillarse.

1.- La criatura ante DiosLa humildad cristiana consiste principal-

mente en la postura que adopta el alma, noprecisamente ante los demás hombres niante sí misma, sino ante Dios.

Sin duda que la humildad implica la defe-rencia para con el prójimo, e incluso, enalgunos casos, la sumisión. Cuando el hom-bre se juzga íntimamente a sí mismo, lahumildad le sugiere siempre una saludablemodestia. Pero todo esto no es sino con-secuencia de una disposición mucho másprofunda. La actitud fundamental del almahumilde es la de rebajarse ante Dios y vivirde acuerdo con su condición, pensando yobrando siempre de perfecto acuerdo conla voluntad del Señor. La humildad sitúa alalma ante Dios tal cual es, en su verdaderamiseria y en su nada. Podemos, pues, defi-nirla diciendo que es «la virtud que inclinaal hombre a mantenerse en la presencia de

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Dios en el lugar que le corresponde». ¿Quéson los hombres en este mundo? Seres quemarchan hacia la eternidad; solamente es-tán de paso. En el orden de la creación, ycon mucha mayor razón en la economía so-brenatural, el hombre «no tiene nada queno haya recibido»: Quid habes quod nonaccepisti? Y añade el Apóstol: «¿De qué teglorías, como si no lo hubieras recibido?» (ICor., IV, 7).

La humildad no consiste en tener un co-nocimiento teórico de esta dependencia,sino en proclamarla voluntariamente poruna sumisión efectiva a Dios y al orden porÉl establecido. En el afán de ajustar la con-ducta a su verdadera condición, el hombrehumilde rechazará todos los deseos de pro-curar su propia excelencia con independen-cia de las leyes establecidas por la natura-leza y por Dios.

Según la doctrina de Santo Tomás, la hu-mildad es una virtud que propiamente per-tenece a la voluntad, pero que está reguladapor el conocimiento: Normam habet incognitione [Sum. Theol., II-II, q. 161, a. 2y 6]. ¿Qué conocimiento es este? El de lasoberanía de Dios por una parte, y por laotra el de su propia nada. Sobre estos dosabismos, tan distintos el uno del otro, seasoma el alma sin que pueda llegar nunca aescrutarlos hasta el fondo.

Esta confrontación del hombre y del Ab-soluto divino debe realizarse principalmen-te en el silencio de la oración. Dice la Es-critura: Deus noster ignis consumens est:«Yahvé, tu Dios, es fuego abrasador» (Deut.,IV, 24). Cuanto más nos acercamos a Él conespíritu de fe, tanto más experimentamos quese apodera de toda nuestra alma. La mismaclaridad que nos permite entrever la grande-za de Dios es la que nos descubre nuestraabsoluta indigencia.

La humildad consiste en la verdad. Comodice San Agustín: «La humildad debe her-

manarse con la verdad y no con la mentira»[De natura et gratia, 34. P. L., 44, col. 265].

Por el contrario, el orgullo comportasiempre y ante todo un error de juicio. Elhombre orgulloso se complace desordena-damente en su propia excelencia hasta elextremo de llegar a perder de vista y a des-preciar y rechazar el soberano dominio queDios ejerce sobre él.

Entre todas las inclinaciones que nos in-citan al pecado, el orgullo es la más tenaz,la más profunda y la más peligrosa.

Son muchos los grados y las particulari-dades que presenta este vicio, pero la dis-posición fundamental del orgulloso consis-te en que su alma vive sin preocuparse debendecir la mano bondadosa que le dispen-sa todos los beneficios que disfruta. Todoslos beneficios divinos, tanto los del ordencreado como los del orden sobrenatural, losreputa como cosas completamente norma-les y naturales. Cuando el hombre está do-minado por la soberbia, camina por la vidasin acordarse para nada de los derechos deDios y de las finezas de su amor. Esta es larazón de porqué el Señor, que se inclinabondadosamente sobre el corazón humil-de, abandona al orgulloso en la independen-cia que reclama: Et divites dimisit inanes.

En el alma del sacerdote, el orgullo nosuele revestir caracteres tan graves, peropuede llevarle a perder de vista su depen-dencia total respecto de Dios y a compla-cerse en el ejercicio de la autoridad y en elbien que practica, como si todo esto par-tiera de sí mismo. La humildad es necesa-ria para todo hombre, pero mucho más paralos ministros de Jesucristo.

Guardémonos, sin embargo, de pensarque la humildad paraliza el espíritu de ini-ciativa y el celo abnegado. Por el contra-rio, es una fuente de energía moral. Cuan-do el alma humilde reconoce su debilidado su indigencia, no lo hace para estarse de

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brazos caídos, sino para encontrar en Dios,en el cumplimiento de su voluntad, el po-deroso resorte de su energía. Esta era laconducta de los santos. Contemplad al granApóstol de los gentiles. ¿Dónde se encuen-tra el secreto de su infatigable entusiasmo?El mismo nos lo dice: «Cuando parezcodébil, entonces es cuando soy fuerte» (IICor., XII, 10). Y esto, porque: «Todo lo pue-do en Aquél que me conforta» (Philip., IV,13). La verdadera humildad siempre va uni-da a la magnanimidad y a la confianza en elSeñor.

2.- La humildady el progreso espiritual

Por muy importantes que sean los pun-tos de vista que hemos expuesto, no bastanpara darnos una idea perfecta de la impor-tancia que tiene la humildad en la vida inte-rior. ¿Qué papel juega la humildad en esteestado de inclinación al mal en que nos hasumido el pecado, pero donde Dios ejercesu poder para curar, elevar, sostener y per-feccionar cada una de las almas?

Su misión es la de abrir el alma a la ac-ción de la gracia y la de disponer al hombrepara que rinda gloria al Señor de la maneraque Él ha previsto y deseado, es decir, ala-bando la divina misericordia.

Teniendo esto en cuenta, podemos esbo-zar una definición complementaria de lahumildad, diciendo que es «una virtud queinclina al alma a confesar práctica y conti-nuamente su miseria ante Dios».

¿De qué miseria se trata?Ante todo, como sabéis vosotros tan bien

como yo, toda criatura experimenta el do-loroso sentimiento de su impotencia radi-cal para elevarse por sus propios recursosal nivel sobrenatural y para mantenerse enél: «No que de nosotros seamos capaces

de pensar algo como de nosotros mismos,que nuestra suficiencia viene de Dios»: Suf-ficientia nostra ex Deo est (II Cor., III, 5).El hombre no llega a percatarse de esta in-suficiencia sino gradualmente y por efectode la gracia.

¿Es que no sentimos cómo dormitan enel fondo del alma los atractivos que en noso-tros ejercen los placeres rastreros y las sa-tisfacciones del orgullo y del pecado?

Añádase a esto que los deberes de nues-tro estado y el trabajo constituyen para no-sotros obligaciones penosas. Por elevadoy noble que sea el afán con que nos entre-gamos a nuestros deberes diarios, siempreserá verdad que ello reclama un esfuerzo yel esfuerzo ininterrumpido se convierte paramuchos en una carga pesada.

Contad, además, los males físicos: lasenfermedades, la ancianidad y la muerte. Yen cuanto a los sufrimientos morales,¡cuántas angustias, fracasos, desilusiones ytristezas oprimen el corazón! Con harta ra-zón decía Job que: «El hombre, nacido demujer, vive corto tiempo y lleno de mise-rias» (Job., XIV, 1).

No bastan las energías y las cualidadesmorales para sobreponerse a estos males yaprovecharnos de ellos para labrar nuestrasantificación. El alma debe volverse ha-cia Dios y requerir el auxilio de su gra-cia, confesando la propia impotencia. Laactitud fundamental de la humildad cristia-na consiste en esta orientación del cora-zón que se abre a la acción de lo sobrenatu-ral por el reconocimiento de su indigen-cia, y así es como el hombre se hace capazde recibir el don de Dios, sin correr el ries-go de atribuírselo a sí mismo. La humildadsocava el alma, por así decirlo, reducién-dola al lugar que le corresponde, y la dis-pone para que Dios ejerza en ella su acciónsantificadora.

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Hay almas que no tienen conciencia de suindigencia, y como no imploran al Señordesde el fondo de su miseria, tampoco sedisponen a la acción de la gracia.

Saturado de este espíritu de humildad,escribía San Pablo: «Muy gustosamente,pues, continuaré gloriándome en mis debi-lidades para que habite en mí la fuerza deCristo» (II Cor., XII, 9). Estas palabras sonmuy conocidas, aunque no siempre se en-tiende debidamente su sentido. ¿Qué es loque el Apóstol quiere decir? «Yo no soy unser perfecto, como lo son los ángeles; yosoy un hombre lleno de debilidades, perome gloriaré en ellas porque, gracias a ellas,consigo conmover el corazón de Dios ycuanto más me percato de mi flaqueza, másenteramente entrego mi alma a la fuerza deCristo que en mí habita».

Pero no confundamos las debilidadeshumanas, cuyo humilde reconocimientotanto contribuye a nuestro progreso espi-ritual, con las «infidelidades». Porque és-tas, lejos de favorecer la vida sobrenatural,obstaculizan la acción divina. En ningúncaso podemos presentarlas ante Dios comoun título más para alcanzar su gracia. Aun-que el arrepentimiento y el firme propósi-to de la enmienda que suscitan en el almalos pecados cometidos constituyen, sinduda, una confesión de nuestra miseria queel Señor acoge con grado.

Tiene reservado la humildad un segundopapel que la hace completamente indispen-sable para el perfecto equilibrio de toda lavida espiritual. Solamente la humildadhace que el hombre pueda glorificar aDios como corresponde a la inmensidad desu misericordia.

Esta perfección divina no viene a ser otracosa que la misma caridad infinita en cuan-to que, por pura bondad o por pura gracia,se dedica a poner remedio al pecado o asocorrer a la indigencia humana.

La encarnación del Hijo de Dios «en unacarne de pecado semejante a la nuestra»:in similitudinem carnis peccati (Rom., VIII,3), su muerte redentora, nuestra adopción,el perdón de los pecados que tantas vecesse nos concede son otras tantas estupendasmanifestaciones de los abismos de esta in-mensa caridad. San Pablo nos dice expre-samente que toda la obra de Cristo tiende amanifestar la abundancia y la gratuidad deesta divina bondad: «Pero Dios, que es ricoen misericordia, por el gran amor con quenos amó, y estando nosotros muertos pornuestros delitos, nos dio vida por Cristo…,a fin de mostrar en los siglos venideros lasexcelsas riquezas de su gracia» (Eph., II, 4-5, 7). Y dice en otro lugar: «Dios nos ence-rró a todos en la desobediencia, para tenerde todos misericordia»: Deus inclusitomnia in incredulitate ut omnium mise-reatur (Rom., XI, 32). ¿Cómo aparecere-mos en el cielo ante Dios? «Como vasosde su misericordia»: Vasa misericordiæ(Rom., IX, 23), lo cual significa que esta-mos destinados a proclamar por toda la eter-nidad en la ciudad celestial el triunfo de lagracia sobre nuestra miseria y sobre el pe-cado.

¿Se podrá expresar en dos palabras todala misión que trajo Jesús a este mundo? Yome atrevo a intentarlo, sin miedo de equi-vocarme: «Jesús es el mensaje que la mi-sericordia infinita dirige a la miseria delhombre».

Si existe alguna perfección divina quenosotros debamos proclamar más alto queninguna otra, es, sin duda, la misericordia.Todos los caminos que nos prepara el Se-ñor no son otra cosa que efecto de una con-descendencia amorosa. En esta economíade la redención en que vivimos, Dios se hainclinado sobre nuestra miseria para levan-tarnos a una dignidad tan grande, que poda-mos vivir en su propia vida.

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Al considerar estas maravillas, ¿podría elhombre adoptar otra postura que no sea lade la más profunda humildad? Al confesarsus muchas miserias, el hombre reconoceque, en justicia, no tiene derecho algunopara ser objeto de las bondades divinas. Elúnico título que tiene para conseguir la gra-cia es la perpetua confesión de su indigni-dad, junto con el deseo de glorificar a laeterna misericordia que le ha dado todas lascosas en Jesucristo: Cum ipso omnia nobisdonavit (Rom., VIII, 32). Tal es el esplen-dor de su predestinación: «Hacer que res-plandezca la gloria de la gracia que Dios nosha otorgado por su amado Hijo» (Eph., I, 6).

Lo que más gloria da a Dios es que, es-tando plenamente convencidos de nuestramiseria, nos obstinemos, sin embargo, enesperar en su amor.

3.- Humildad y obediencia de JesúsEn Jesús, la humildad constituye una ac-

titud fundamental. Su alma, iluminada porla luz de la gloria, se da perfecta cuenta deque es una criatura; pero una criatura queha sido prodigiosamente asumida en la uni-dad de la persona del Verbo. Esta conside-ración producía en el alma de Jesús unahumillación total y una aceptación perfec-ta de su dependencia, tanto respecto de lapersona del Verbo cuanto respecto de sumisión redentora. Esta profunda humildadpara con su Padre, daba origen en el almade Jesús a un espléndido conjunto de virtu-des, como la dulzura en las relaciones conel prójimo, la paciencia y el perdón de lasinjurias, y sobre todo la obediencia filial ala voluntad de lo alto. Estas cualidades eranla manifestación más auténtica de la pro-funda actitud de sumisión, de la que el almade nuestro bendito Salvador nunca se apar-taba.

Cada una de las páginas del Evangelio nosrevela claramente esta mansedumbre del Se-

ñor y Él quiere que nosotros imitemos suejemplo: «Aprended de mí, que soy manso yhumilde de corazón» (Mt., XI, 29).

¿Para qué ha venido Jesús a este mundo?«No para ser servido, sino para servir», paraser de todos y de cada uno, hasta el puntode «dar su vida en rescate por ellos» (Mc.,X, 45). Semejante entrega de sí mismo esla prueba más palpable de la humildad másabsoluta. Y Cristo desea que todos los cris-tianos, y señaladamente los sacerdotes,abriguen este mismo ideal: «El que de vo-sotros quiera ser el primero, sea siervo detodos» (Ibid., 44).

En la última Cena, el Salvador lavó lospies de sus apóstoles, con lo que realizó unacto de sincera humildad, invitándonos aseguir su ejemplo: «Si Yo, pues, os he lava-do los pies, siendo vuestro Señor y Maes-tro, también habéis de lavaros vosotros lospies los unos a los otros. Porque Yo os hedado el ejemplo» (Jo., XIII, 14-15).

Este gesto está de perfecto acuerdo contoda la predicación de Jesús. En efecto, las«Bienaventuranzas», que son su más acaba-do compendio, forman el más admirablecuerpo de doctrina, que está en abierta opo-sición con todas las sugestiones del orgu-llo humano. «Bienaventurados los pobres…,los mansos…, los pacíficos…, los mi-sericordiosos…, los que padecen persecu-ción…» (Mt., V, 3-12).

Una escena escogida de entre otras mu-chas nos permite descubrir la humildad quese ocultaba en el santuario del alma del di-vino Maestro. En cierta ocasión en que, di-rigiéndose a Jerusalén, atravesaba la Sama-ría en compañía de sus apóstoles, los habi-tantes de una aldea se negaron a darles al-bergue. Indignados por esta conducta, San-tiago y Juan pidieron en represalia que ba-jase fuego del cielo y consumiese a los sa-maritanos. Pero Jesús pensaba de muy dis-tinta manera. La respuesta que les dio ma-nifiesta hasta dónde llega la condescenden-

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cia y la mansedumbre del Redentor delmundo: «No sabéis a qué espíritu pertene-céis. El Hijo del hombre no ha venido paraperder a los hombres, sino para salvarlos»(Lc., IX, 55-56).

Pero contemplad, sobre todo, la dulzuraque muestra el Señor en su pasión: Satu-rabitur opprobriis: «Será saturado deoprobios» (Jer., III, 30). Estas palabras sig-nifican que Cristo quería tributar a su Pa-dre el homenaje de sus humillaciones parareparar nuestro orgullo. Él es el Verbo dig-no de todas las adoraciones y, no obstante,aparece como un reo que se presenta antesus jueces. ¡Y qué jueces! Caifás, Pilato yHerodes. Este último, un miserable volup-tuoso, le colmó de desprecios: Sprevitillum (Lc., XXIII, 11). ¿Este profeta, decíaHerodes a sus cortesanos, pretende que lecolmemos de honores? Pues nada más na-tural. Ponedle el vestido blanco, que es in-signia de la realeza, y tomadlo con voso-tros para divertiros con Él.

¿Cuál fue la actitud que en aquella oca-sión adoptó Jesús? Todo lo aceptó con man-sedumbre. ¿Quién hubiera podido imaginar-se semejante humillación? ¡Él, la Sabidu-ría infinita, tratado como un loco! Y todoeste proceso estaba previsto y dispuestocon anticipación en los designios eternos.Luego, el Señor fue parangonado conBarrabás y entregado a la furia de los sol-dados romanos, gente sin entrañas, que seentretuvo en divertirse a costa de un con-denado a muerte, ciñéndole a la frente unacorona de espinas, poniéndole en la manoun cetro real y burlándose de Él: Illudebantei dicentes: Ave, Rex Judæorum (Mt.,XXVII, 29), ridiculizándole como a un im-postor digno del más soberano de los des-precios. Si algún hombre ha sido humilla-do, este ha sido Jesucristo, porque quisoanonadarse hasta la muerte de cruz.

¿No es justo que el sacerdote, que per-petúa en el altar el sacrificio del Calvario,

participe también de los mismos senti-mientos de humildad de Jesús? Nada ofen-de tanto al pueblo cristiano como ver a unsacerdote orgulloso que para nada se acuer-da de las humillaciones del Salvador que seconmemoran en los misterios divinos. ¡Quécontraste más enorme entre este hombrepresuntuoso, arrogante, impaciente, que nosabe ser condescendiente con sus prójimos,y la bondad y la mansedumbre de Cristo!

Seamos cautos para que el orgullo noentre en nuestras almas, ni aún bajo la di-simulada apariencia de una vana compla-cencia.

La humildad exterior le es necesaria alsacerdote incluso por la autoridad que ejer-ce, porque es un personaje de relieve «pues-to sobre el candelabro»: positus super can-delabrum (Mt., V, 15). Se observan todossus gestos, sus actitudes, sus palabras. Y sidan motivo a la crítica y a la murmuración,si dejan traslucir mezquinas preocupacio-nes del amor propio, producen una lamen-table decepción en los fieles que deseanencontrar en el sacerdote, junto a la per-fecta dignidad que le corresponde comoministro del Señor, algún rasgo de la pro-funda humildad del divino Maestro.

La humildad que animaba a Jesús bajola acción constante de la divinidad le im-pulsaba a acatar la voluntad del Padrecon una obediencia perfecta. Así nos lorevela San Pablo: «Se humilló hecho obe-diente hasta la muerte» (Philip., II, 8). Je-sús afirmó repetidas veces que su sumisióna la voluntad divina resume y explica todasu conducta: «Porque yo he bajado del cie-lo no para hacer mi voluntad, sino la volun-tad del que me envió… Mi alimento es ha-cer la voluntad del que me envió» (Jo., VI,38 y IV, 34).

Desde el momento mismo de su encar-nación, aceptó plenamente todos los decre-

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tos del Padre, entregándose enteramente almás exacto cumplimiento de su voluntad.Ecce venio… ut faciam, Deus, voluntatemtuam: «Heme aquí que vengo… para hacer,¡oh Dios!, tu voluntad» (Hebr., X, 7). De unsolo golpe de vista se dio cuenta de toda laserie de sacrificios, sufrimientos einmolaciones que habían de constituir todala trama de su vida, y los abrazó todos, po-niéndolos en la entraña misma de su cora-zón: In medio cordis mei (Ps., 39, 9). Sepuede afirmar que el pensamiento dominan-te de toda la vida de nuestro Salvador fue elexacto cumplimiento de «lo que está es-crito de Él: Ut impleatur Scripturæ (Mc.,XIV, 49).

A pesar de ser tan condescendiente conlos apóstoles, con todo, Jesús no tolerabala menor duda respecto de este punto. Encierta ocasión en que les anunciaba su pa-sión y muerte futuras, San Pedro, dejándo-se llevar de su natural impetuosidad, excla-mó: «No quiera Dios, Señor, que esto su-ceda»: Absit a te, Domine; non erit tibihoc! A lo que le respondió Jesús: «Retíratede mí, Satanás; tú me sirves de escándalo,porque no sientes las cosas de Dios, sinolas de los hombres» (Mt., XVI, 22-23). Se-vero apóstrofe que entristeció al Apóstol.Pero Cristo, que había venido al mundo porvoluntad del Padre, no podía permitir quelos suyos ignoraran que el desarrollo detodos los actos de su vida no era sino larealización del programa que le había sidotrazado desde lo alto. Por eso, en la noche de su pasión, cuan-do Pedro quiso acudir en su defensa en elmomento en que sus enemigos se apodera-ban del Él, le dijo estas palabras: «¿El cálizque me dio mi Padre no lo he de beber?(Jo., XVIII, 11). Este cáliz estaba ya prepa-rado con anticipación. El Padre sabía quepodía contar con que su Hijo lo beberíahasta las heces. En el cielo veremos clara-mente cómo todos los sufrimientos, angus-

tias y humillaciones que experimentó Je-sús habían sido previstos por los decretosdivinos. Y Jesús se sometió a ellos con unaperfecta obediencia.

¿No es digno de atención el hecho de que,cuando San Pablo nos habla del sacrificiode la redención, se complace en recordar-nos que su nota característica es la obedien-cia?: «Como por la trasgresión de uno sóloreinó la muerte, así también por la justiciade uno sólo llega a todos la justificaciónde la vida» (Rom., V, 19). Este paralelismosorprendente fue planeado por la Sabiduríadivina. A pesar de haber sido desde el puntomismo de su creación elevado al orden so-brenatural, Adán faltó al deber primordialque le imponía su condición de hijo, y senegó a obedecer a su Padre. Para repararesta injuria, Jesús acató plenamente la vo-luntad del Padre: Non mea voluntas, sedtua fiat (Lc., XXII, 62). «Conviene que elmundo conozca que yo amo al Padre y que,según el mandato que me dio el Padre, asíhago» (Jo., XIV, 31). Este es el sublimeejemplo de obediencia filial que nos da Je-sús. Y esta sumisión no solamente ha repa-rado la trasgresión de Adán, sino que hahecho que «donde abundó el pecado,sobreabundó la gracia»: Ubi abundavit de-lictum, superabundavit gratia (Rom., V, 20).

¿Cómo ve el Apóstol a Jesucristo en elmomento en que da remate a su obra re-dentora desde lo alto de la cruz? Como ani-quilado por su obediencia, inmolándose conuna sumisión que «le hace obediente hastala muerte, y una muerte de cruz» (Philip.,II, 8). La más terrible de las órdenes queCristo pudo recibir de su Padre fue, sinduda, la de morir en la cruz. Y esto porque,según enseña San Pablo, la expresión aca-bada de la obediencia es el aceptar «el sermaldito para salvar a los otros de la maldi-ción»: Quia scriptum est: Maledictus quipendet in ligno (Gal., III, 13).

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Mientras estaba colgado del madero dela cruz, Jesús tenía su mirada fija en elrostro del Padre: este era el secreto de sufortaleza. Todo el tiempo de su dolorosaagonía permaneció en una suprema adhe-sión de amor, abandonándose enteramentea la obediencia más sumisa hasta que pro-nunció su última y definitiva palabra: Con-summatum est (Jo., XIX, 30).

Siempre que celebramos el santo sacri-ficio, reproducimos sacramentalmente, enpresencia del Padre, esta muerte obedien-te de su Hijo y volvemos a poner ante nues-tros ojos este modelo sublime de humil-dad y de amor que es Jesús: Quotiescum-que… mortem Domini annuntiabitis (ICor., XI, 26). Al presentar la hostia en elofertorio, ofrezcamos junto con ella todanuestra existencia. De esta suerte, nuestravida, unida a la oblación de Cristo, será tam-bién «un sacrificio» de sumisión y de amor«agradable a Dios»: Hostiam… Deo pla-centem (Rom., XII, 1).

4.- La obediencia sacerdotalDe la misma suerte que la humildad de

Cristo tuvo su expresión más acabada yconcreta en la obediencia que practicó a lolargo de toda su vida, así debemos tambiénobrar nosotros sus sacerdotes. En esto, so-bre todo, debe ser Cristo nuestro modelo.

Por obediencia se entiende generalmen-te el sometimiento de la actividad propia auna autoridad superior.

La obediencia puede revestir dos formas:la una puramente humana y la otra entera-mente sobrenatural.

El obrero obedece a su contramaestre.Así lo exige la buena marcha del taller o dela fábrica, porque, en otro caso, reinaría eldesorden. Si trabaja, tiene derecho a perci-bir el salario, aunque interiormente se re-bele contra su patrono.

El soldado se somete a la disciplina mi-litar por no ser arrestado o fusilado. Si sucorazón abriga sentimientos nobles, obra-rá por amor a su profesión y a su patria. Perose reserva el derecho de criticar y de cen-surar a sus jefes tachándolos de incompe-tentes o de injustos. Esta obediencia es útily laudable, pero no pasa de ser humana.

Nuestra obediencia sacerdotal debe seresencialmente sobrenatural y apoyarse enla fe y en la caridad. Debe brotar de la en-traña misma del alma y ser activa y alegre ypracticada únicamente por el amor que pro-fesamos a Cristo y a las almas.

La obediencia sobrenatural hace quenos sometamos a la voluntad de Dios y alas órdenes de los que le representan, rin-diendo con ello homenaje a su soberanamajestad.

El día de vuestra ordenación, prometis-teis obediencia a vuestro obispo. Esta so-lemne promesa la hicisteis ante el obispoque os confirió el sacerdocio, en el mo-mento más trascendental de vuestra vida,comprometiéndoos a cumplirla en presen-cia de Dios y ante aquel altar en el que, enunión con el prelado que os consagró, aca-babais de ofrecer por primera vez el santosacrificio.

Esta promesa no os ligó en el mismo gra-do que compromete a los religiosos el votoque hacen de obedecer durante toda la vidaa su superior, según una regla aprobada. LaIglesia considera su decisión como un me-dio de santificación libremente elegido, conel fin de que, por una renuncia completa asu propia voluntad, su persona y sus activi-dades se consagren para siempre a Dios.

Vuestra promesa de obediencia tiene,además, otro carácter. La Iglesia os la exi-ge principalmente para asegurar el biencomún de la diócesis. Porque, cuando elobispo, que es el legítimo pastor de las al-mas, requiere la ayuda de sus colaborado-

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res, debe tener la seguridad absoluta de queéstos se han de someter a sus órdenes ydirectrices.

Este sacrificio que vosotros aceptáis esextraordinariamente meritorio y agradablea Dios, porque con él ofrecéis lo que elhombre tiene de más íntimo, es decir, sulibertad, su autonomía, su facultad de obrarcomo mejor le plazca. El mismo Dios, enla acción que ejerce en las almas, respetaeste derecho: sus gracias más eficaces de-jan siempre intacta la libertad humana.

Vosotros habéis hecho una especie decontrato con el Padre celestial. «Dios mío,le habéis dicho, por vuestro amor y por elbien de la Iglesia, yo pongo en manos demi obispo mis talentos y mis actividades.Vos me diréis por su boca lo que queréisque yo haga: Domine, quid me vis facere?(Act., IX, 6). Yo aceptaré como venidos deVos los ministerios y los cargos que elobispo me confíe. Y estoy seguro de que,haciéndolo así, Vos bendeciréis mi minis-terio y toda mi vida sacerdotal».

Esta manera de ver las cosas es entera-mente sobrenatural. Un sacerdote que seabandone así en manos de su obispo, lleva-do del espíritu de fe, vivirá siempre en paz,aún en medio de las mayores dificultades,porque tiene conciencia de que está allídonde Dios quiere que esté. Y Dios está conél. «Si Dios está por nosotros, ¿quién con-tra nosotros?» (Rom., VIII, 31). CuandoDios mandó a Moisés que se presentara alFaraón para pedirle que dejara en libertadal pueblo hebreo, Moisés se espantó de sumisión. ¿Pero qué le dijo el Señor?: Egoero tecum (Ex., III, 12). Y bien sabemos conque maravillas premió Dios la obedienciade su enviado.

El religioso que, por interés personal,quisiera disponer de su porvenir e imponera sus superiores sus propios puntos de vis-ta, nunca llegaría a alcanzar la santidad. Lo

mismo podríamos decir, guardando siem-pre las debidas proporciones, del sacerdo-te que menosprecia la importancia de supromesa.

No pretendo negaros el derecho de queen determinadas circunstancias expongáisrespetuosamente vuestro criterio, pero sinmenoscabo de la obediencia y solamentecuando sea oportuno. ¿Y qué debemos ha-cer cuando el superior mantiene una ordenque nos contraría? Acatarla con espíritusobrenatural: «Que el inferior se persuadade que el mandato del superior es para subien y que obedezca por amor, confiandoen la ayuda de Dios». Esta norma directivaque San Benito [Regla, c. 68] dio a sus hi-jos es aplicable a todos.

Si se nos apareciera el mismo Dios y nosdijera: «Quiero que hagas esto o aquello»,la obediencia se nos haría cosa fácil. Y aúnen el caso de que pusiera al frente de noso-tros a algún ángel o a seres perfectos, ¿noes verdad que todo iría magníficamente? Nolo creamos tan seguro. Pero Dios ha elegi-do otro camino: Imposuisti homines supercapita nostra (Ps., 65, 12). Estamos obli-gados a obedecer a hombres que son limi-tados en sus criterios y que tampoco estánexentos de tener defectos. Cristo ha salva-do al mundo por una sumisión de amor fi-lial y nosotros los sacerdotes, para podercolaborar con el Señor en la obra de la re-dención de las almas, debemos unirnos ennuestros ministerios de apostolado a estasu obediencia. Esta es la razón de que pue-da decirse de una sociedad –sea una dióce-sis o sea una comunidad religiosa– que sufuerza reside en la obediencia de sus miem-bros.

La expresión del profeta Isaías: «Yahvé…hizo de mí aguda saeta y me guardó en sualjaba»: Et posuit me sicut sagittam elec-tam (XLIX, 2) es una imagen que puedeaplicarse adecuadamente al sacerdote obe-diente, que, por la formación recibida en el

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seminario y por su vida interior está dis-puesto a trabajar donde quiera que lo exi-jan la gloria de Dios y el bien de la Iglesia.La flecha obedece a la mano que la arrojay, gracias a su docilidad, tiene fuerza y efi-cacia, ya que por bien construida que esté,nada puede hacer por sí misma. Los sacer-dotes son como flechas en manos de unhombre hercúleo: Sicut sagittæ in manupotentis (Ps., 126, 4). Si en el ejercicio desu ministerio obedecen con espíritu sobre-natural, se convertirán, bajo el impulso divi-no, en instrumentos de gracia y de victoria.

La murmuración es el mayor enemigo dela virtud de la obediencia. La murmuraciónes la revancha del amor propio que se sien-te impotente para resistirse a la autoridad.Es una compensación mezquina. No merefiero ahora a las lamentaciones que se leescapan a nuestra pobre naturaleza cuandose siente agobiada por el sufrimiento. Asídebemos interpretar aquella expresión dela Santísima Virgen cuando dijo a Jesús:«Hijo, ¿por qué nos has hecho esto?» (Lc.,II, 48). La Virgen no murmuró en aquellaocasión; solamente manifestó la pena queembargaba su corazón. En la cruz, el Salva-dor dio este grito de angustia: «Dios mío…,¿por qué me habéis abandonado? (Mt.,XXVII, 46). Jesús no murmuró, sino quereveló la inmensidad de su dolor.

La murmuración va siempre acompañadadel espíritu de crítica y de oposición y enesto se esconde su malicia. El sacerdoteque se deja llevar de la murmuración noconsidera a su superior como investido deautoridad por el mismo Dios. Si el obispono fuera el representante del Señor, no es-taríais obligados a someteros a él. En cuan-to hombre, no tiene derecho alguno paramandaros, puesto que un hombre vale tantocomo cualquier otro. Pero la misión canó-nica que ha recibido de la Iglesia y su con-sagración episcopal son los títulos en quese fundamenta su autoridad. Como delega-

do de Dios, posee una participación de suautoridad. El hombre que es verdaderamen-te obediente, no se somete sino a Dios, yesta sumisión que se sobrepone a todo mi-ramiento humano es un homenaje de amorrendido al Altísimo. Pero el murmuradorno se da cuenta de esto.

En los momentos difíciles –y bien sabéisque todos los tenemos–, cuando la obedien-cia nos parece un peso insoportable y qui-siéramos gozar de un poco más de libertady de independencia, levantemos nuestrosojos al divino crucificado. El es nuestrosupremo modelo. Para asemejarnos entodo a Él, es menester que nos hagamoshostias con Él. Bien me doy cuenta de queesta vida de oblación es costosa y exigedifíciles renuncias, pero recordemos quetampoco a Jesús le fue nada agradable elser entregado en manos de sus enemigos,injuriado por los fariseos y clavado a unacruz. Aunque todo esto horrorizaba a sualma, lo aceptó por amor y, como hermo-samente nos dice San Pablo, «aprendió porsus padecimientos la obediencia»: Didicitex his quæ passus est obedientiam (Hebr.,V, 8).

Después del misterio de la Trinidad, eldogma fundamental del cristianismo quedebe nutrir y animar toda la vida espiritualdel sacerdote es el misterio de un Dios quese hace hombre para rescatar por su obe-diencia a la humanidad y conducirla al senodel Padre.

Cuando celebráis la Misa, dirigid unamirada de conjunto a la jornada que os es-pera y aceptad por anticipado el cumpli-miento exacto de todos vuestros deberes.Decid al Señor: «Vos, oh Jesús, me habéisamado y os habéis entregado por mí»: Di-lexit me et tradidit semetipsum pro me(Gal., II, 20); pues yo, a mi vez, «lo entregotodo y me entrego todo cuanto soy porVos»: Libentissime impendam et superim-pendar pro te (II Cor., XII, 15).

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Para el sacerdote, esta es la manera máspráctica y la que está más en armonía consu vocación y su ministerio, para conser-var siempre su alma abierta al influjosantificador de la gracia.

VIII

La virtud de la religión

No hay en el seno de la Iglesia prácticaalguna de virtud que no se derive de la gra-cia de Jesucristo. Él es el modelo, la causameritoria y la fuente viva de toda perfec-ción espiritual. La santidad que tienen losmiembros les viene de la plenitud de gra-cia de su cabeza: De plenitudine ejus om-nes nos accepimus (Jo., I, 16). Todas lasvirtudes de Jesús: su amor al Padre, su en-trega a los hombres, su obediencia, su cas-tidad, su paciencia se perpetúan en las dis-tintas vocaciones generales y particularesque florecen en la Iglesia y en el corazónde los discípulos que tratan de imitar a sudivino Maestro.

Esta admirable variedad de gracias vistede hermosura al Cuerpo Místico. La Espo-sa del Salvador, dice la Escritura, «está ata-viada como una reina»: Astitit regina adextris tuis in vestito deaurato circum-data varietate (Ps., 44, 10). La vestisdeaurata de la Esposa simboliza la graciasantificante que se extiende por toda laIglesia; la variedad de los atavíos son lasdiferentes virtudes que emanan de Jesús ybrillan en sus miembros. La santidad de Je-sús permanece siempre viva en su CuerpoMístico.

Detengámonos a considerar una de lasvirtudes que impregnó, a lo largo de su vida,todas y cada una de las acciones de Jesús:la religión del Padre.

Todo ministro de Cristo debe tener siem-pre esta disposición de espíritu, porque, envirtud de su ordenación, ha sido consagra-do, como Jesús, «a las cosas que concier-nen al Padre» (Lc., II, 49), a los interesesdel reino celestial entre los hombres. Estaorientación religiosa debe dejar la improntade su gracia interior en cada uno de susmovimientos, santificando su vida y hacien-do que sea realmente sacerdotal.

Todo cristiano, y especialmente el sacer-dote, debe practicar la religión sobrenatu-ralmente. No es que desconozcamos el va-lor moral de la virtud de la religión. Sabe-mos que fundamentalmente es fruto de larecta razón y de la ley natural; pero tam-bién es cierto que solamente a la luz de lafe es como el hombre llega a tener un per-fecto conocimiento de la soberanía deDios, de la inmensidad de sus beneficios yde la obligación que tiene de rendirle ho-menaje. Por eso es verdad que la virtud dela religión encuentra su más sólido apoyoen la fe.

Además, la caridad debe ser el princi-pio dominante en el culto que el cristia-no tributa a Dios. Ella es la reina de lasvirtudes y la que estimula e inspira todassus actividades. En el alma bendita de Je-sús, el amor ocupaba la primacía, como noslo reveló Él mismo en el momento de ofre-cer el acto religioso por excelencia, el sa-crificio de la cruz: Ut cognoscat mundusquia diligo Patrem… sic facio (Jo., XIV,31).

Lo mismo debiera decirse de nosotros.De la misma suerte que la gracia se injertaen la naturaleza, la santifica y prevalecesobre ella, así también la caridad dominatodo el ejercicio de la virtud de la religióny ennoblece y sobrenaturaliza todos sus ac-

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tos, sin menoscabo de su carácter particular.El predominio de las virtudes teologales esesencial en la vida cristiana.

1.- La virtud de la religiónen la economía cristiana

Cuando Moisés preguntó a Yahvé cuálera su nombre, el Señor le respondió:Ego sum qui sum (Exod., III, 14). Laesencia de Dios consiste en que tiene ensí mismo la razón de su existencia. No-sotros, por el contrario, no existimossino por Él: In ipso… movemur et sumus(Act., XVII, 28). Como criaturas que so-mos, dependemos de Él absolutamente:Manus tuæ fecerunt me et plasmaveruntme (Ps., 119, 73). El es nuestro Dueño ySeñor. La virtud de la religión nos indu-ce a postrarnos ante su infinita majestadpara decirle: «Vos lo sois todo, oh Diosmío, al paso que yo no soy nada».

La religión no debe ser en nosotros unmovimiento pasajero, sino una disposiciónque esté anclada en el fondo del alma; esdecir, una virtud que «incline al hombre areconocer por actos de culto los derechosde Dios como primer principio y último finde todas las cosas».

La verdadera noción de la virtud de la re-ligión envuelve una idea de rectitud y delealtad para con Dios. Por lo mismo queconocemos la trascendencia absoluta delCreador, aceptamos nuestra dependencia yla proclamamos humillándonos ante Él.

Aunque la virtud de la religión tiene porfin establecer las relaciones que unen alhombre con Dios, no es con todo una vir-tud teologal, ya que su objeto no lo consti-tuye el mismo Dios. Es una virtud moralque nos induce a rendir el debido homena-je al Señor, pero no por un motivo formalde amor o de complacencia en su bondad,sino porque estamos obligados a someter-nos enteramente a Él. Al practicar esta vir-

tud, el hombre cumple un deber de estrictajusticia, que es un imperativo de su mismanaturaleza. El sentimiento de honradez quenos impulsa a satisfacer a Dios la deuda dejusticia que para con Él tenemos, será siem-pre uno de los motivos más legítimos denuestra conducta.

Veamos cómo la Iglesia proclama to-dos los días esta verdad. En nuestra li-turgia, que es tan sobria, está medido elsignificado de todas y cada una de las pa-labras que se emplean. ¿En qué motivoinsiste la Iglesia, al principio del Prefa-cio, para inducirnos a proclamar el agra-decimiento que debemos a Dios? En «lalealtad, la justicia y la equidad» de esteacto religioso: Vere dignum, justum, æqu-um… nos tibi semper et ubique… Sea cualsea la solemnidad que se celebre, siem-pre es la misma la razón fundamental queinvoca la Iglesia para estimular el agra-decimiento de nuestra alma.

Observad al mismo tiempo la expresiónque se emplea en el ordinario de la Misapara designar la actitud que debemos adop-tar ante el Señor. La Iglesia la llama «servi-cio»: Hanc igitur oblationem servitutisnostræ…, y más adelante: Placeat tibi,sancta Trinitas, obsequium servitutis. So-mos siervos de Dios. Me replicaréis quetambién somos sus hijos. Pero os diré queel hecho de nuestra adopción no impide quesigamos siendo lo que somos por naturale-za: siervos.

Todo hombre, y más el sacerdote, debemantener en su alma la íntima resoluciónde entregarse con generosidad al cumpli-miento de aquellas prácticas que tienen porfin el rendir homenaje a Dios. A esta vo-luntad que está pronta para cumplir con losdeberes del culto, Santo Tomás la llama«devoción»: Voluntas quædam promptetradendi se ad ea quæ pertinent ad Deifamulatum… ad opera divini cultus [Sum.Theol., II-II, q. 82, a. 1].

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El amor de Dios dispone maravillosa-mente a los cristianos, hijos adoptivos, parapracticar esta «devoción», es decir, paraentregarse con fervor al servicio de Dios.

¿Cuáles son los actos por los que sepractica la virtud de la religión?

El más fundamental de todos es la adora-ción, que consiste en la completa humilla-ción del hombre que reconoce su nada antela soberana majestad de Dios. Adorar esmirar a Dios y anonadarse en su presencia.

La ofrenda del sacrificio es, por exce-lencia, el acto público y social de adora-ción, porque la inmolación o la destrucciónde una cosa sensible, hecha en homenaje aDios, es el reconocimiento del dominiosupremo que tiene el Señor sobre los se-res, sobre la vida y sobre la muerte. Por sumisma significación y por la intención quelo anima, esta acto es esencialmente la-tréutico, o lo que es lo mismo, adorador ysólo a Dios se le tributa.

El elemento exterior del sacrificio tieneun valor simbólico. Como dice San Agustín,es un signo sensible que expresa los senti-mientos íntimos del corazón del hombrecuando rinde culto a Dios: Sacrificiumvisibile, invisibilis sacrificii sacramentum[De civitate Dei, X, 5. P. L., 41, col.282].El elemento espiritual e interior constitui-rá siempre la parte más importante de laofrenda del sacrificio y de todo acto inspi-rado por la virtud de la religión. En la emi-sión de los votos, en la prestación de unjuramento, en toda alabanza y oración vo-cal, las palabras y los gestos empleados tie-nen por objeto manifestar externamente lospensamientos y las intenciones religiosasdel alma. Si no existiera acuerdo entre laspalabras y los pensamientos, los actos ex-ternos no pasarían de ser una ficción des-provista de todo sentido y valor.

Para que podamos comprender mejor aúnla capital importancia que tiene la virtud de

la religión en la vida espiritual, debemoshacer observar que es misión suya la deordenar todas las obras buenas del hombre–cualquiera que sea la virtud particular dela que inmediatamente dependen– para querindan al Señor el homenaje del culto quele es debido. Por eso escribió el ApóstolSantiago: «La religión pura e inmaculadaante Dios Padre es visitar a los huérfanos ya las viudas en sus tribulaciones y conser-varse sin mancha en este mundo» (Jac., I,27). De la misma suerte, la guarda fiel dela castidad, el cumplimiento de los debe-res de estado y cualquiera otra práctica vir-tuosa se convierten en verdaderos actos deculto, si la virtud de la religión nos inducea ofrendarlos a Dios.

En el Antiguo Testamento, como sabéis,el temor constituía el principal fundamen-to de la virtud de la religión. Solamente unavez al año, y después de haberse purificadocon múltiples abluciones, entraba el sumosacerdote en el santuario y pronunciaba,sobrecogido de temor, el nombre de Dios.Era la religión de los siervos.

Pero Jesucristo nos ha concedido queseamos por gracia lo que Él es por natura-leza: hijos. Nuestro Creador se ha dignadoadoptar como hijos a los que éramos sussiervos. Esta es la maravilla de las maravi-llas. La práctica de la virtud de la religiónque exige el más profundo respeto para conDios se une en nuestra alma a las confiadasexpresiones del amor filial.

Lo que distingue a las dos Alianzas es elpredominio del amor que impera en laAlianza que Cristo selló con su sangre. Aúnconservando su carácter propio, en el almadel cristiano la virtud de la religión es ele-vada por la caridad sobrenatural, con lo queadquiere una nueva excelencia: el valor quele añade el amor.

¡Qué felicidad supone para nosotros sa-ber que Dios, que es nuestro Dueño y Se-ñor, es también con toda verdad nuestro

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Padre! Como tal, merece a un tiempo nues-tro más profundo respeto y nuestro másencendido amor.

2.- La religión de JesúsAl encarnarse, el Verbo, que continúa

siendo Dios, se hace criatura y comienza atributar al Padre una gloria enteramentenueva. En su naturaleza divina, in forma Dei(Philip., II, 6), el Verbo, que es el esplen-dor y la gloria del Padre, se refiere entera-mente a Él; en su naturaleza humana, in for-ma servi (Ibid., II, 7), su alma se sentía arre-batada por el movimiento de alabanza quees propio de la segunda persona divina. Lavida del Verbo se refiere totalmente al Pa-dre, est tota ad Patrem. De la misma suer-te, la vida humana de Jesús está enteramen-te consagrada a Él: Ego vivo propter Pa-trem (Jo., VI, 58). El Salvador se sirvió detodas sus humillaciones para rendir cultoal Padre, practicando así de una maneraeminente la virtud de la religión.

Como bien podéis comprender, Jesús, encuanto Verbo, no puede humillarse ante lamajestad del Padre, sino que la glorificacomo su igual: «Yo y el Padre somos unasola cosa» (Jo., X, 30). Pero en cuantohombre, dirá: «El Padre es mayor que Yo»(Ibid., XIV, 28). Y para glorificar al Padreen nombre de la humanidad pecadora, nosolamente podrá adorar, sino también ex-piar, sufrir, ser inmolado y ofrecido en sa-crificio.

El espíritu de religión del Hijo de Dioses incomparable.

Su primera característica y su primeraexcelencia es la de ser eminentemente sa-cerdotal.

En cada una de sus acciones, el Salvadortenía conciencia de ser «el Pontífice uni-versal de la gloria del Padre», catholicumPatris sacerdotem, según la acertada ex-

presión de Tertuliano [Adversus Marcio-nem, IV, 9, P. L., 2, col. 406]. Cristo fueelevado a esta dignidad en virtud de su en-carnación. Al decir: «Yo glorifico a mi Pa-dre»: Ego glorifico Patrem (Jo., VIII, 49),quería darnos a entender que lo hacía en sucalidad de sacerdote que tenía la misión derescatar al mundo por medio del sacrificiode la cruz. La oblación de esta inmolaciónsagrada constituía el supremo homenaje dereligión.

Pero la redención no era a los ojos deJesús una obra exclusivamente suya, sinoque la estimaba como la realización tem-poral de un designio de la misericordia eter-na que había sido concebido y decretado enel cielo. Cristo se reconocía a sí mismocomo Pontífice de la Nueva Alianza y aca-taba la voluntad del Padre dando exactocumplimiento al programa que desde todala eternidad había sido trazado por el con-sejo divino. Este es, sin duda, el sentido deaquellas palabras de Jesús: «Yo he bajadodel cielo no para hacer mi voluntad, sino lavoluntad del que me envió» (Jo., VI, 38), yde aquellas otras: «¿El cáliz que me dio miPadre, no lo he de beber? (Ibid., XVIII, 11).

Esta sumisión absoluta de Cristo a la vo-luntad del Padre hizo que toda su existen-cia fuera un incomparable homenaje de re-ligión, según lo testificó Él mismo en laoración sacerdotal después de la Cena: «Yote he glorificado sobre la tierra, llevando acabo la obra que me encomendaste»: Ego teclarificavi… Opus consummavi quod de-disti mihi ut faciam (Jo., XVII, 4).

Otra de las características de la religiónde Jesús consiste en que se derivaba dela visión intuitiva que gozaba su alma.

Jesús conocía el abismo de la santidaddivina y sabía por lo mismo hasta qué pun-to están los hombres obligados a tributar aDios el honor y el culto debido. «Padre jus-to, si el mundo no te ha conocido, Yo te co-

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nocí» (Jo., XVII, 25). «Yo le conozco, por-que procedo de Él» (Ibid., VII, 29).

Esta contemplación íntima producía ennuestro divino Maestro una incesante ne-cesidad de anonadarse ante la majestad di-vina. La actividad de su espíritu consistíaprincipalmente en una inefable adoración.«El que me envió está conmigo» (Ibid., VIII,29). Tales eran los sentimientos de Jesús.Y este permanente contacto con la divini-dad no solamente mantenía su alma en unaactitud de profunda humildad, sino que ex-citaba también en ella la sed de sacrificar-se por todos y cada uno de nosotros. Comoes fácil de comprender, toda la religión deJesús tenía su origen en esta mirada inte-rior, que le prestaba una elevación incom-parable.

El don de sí mismo nos descubre unanueva excelencia de la religión de Jesús.

Para que el ejercicio de esta virtud seaperfecto, es menester que, al rendir culto aDios, nuestra oblación sea total. Por esoJesús, que había hecho la ofrenda total desí mismo, consagró al Padre todos los pa-sos de su vida. «Yo no busco mi gloria, sinola de Aquél que me envió» (Jo., VIII, 50).De acuerdo con el plan divino, toda la exis-tencia de Jesús, desde el taller de Nazarethasta la última cena, estuvo consagrada areinvindicar entre los hombres el culto yel amor del Padre. La hora de su sacrificiofue también, sin duda, la de su inmolaciónsuprema; pero, mientras esperaba la llega-da de «su hora», Jesús se había ofrecido yaa su Padre como hostia y oblación. Comoveis, la religión era el motivo que inspirabatodos los actos de su vida.

Añadid a esto que el corazón de Cristoera un horno ardiente de caridad. Si sus-piraba porque «el nombre del Padre sea san-tificado, porque venga su reino, porque su

voluntad se cumpla así en la tierra como enel cielo», ello era, sin duda, debido a queesta glorificación, que en estricta justiciase le debía al Padre, Él la deseaba impulsa-do por un movimiento de intenso amor dela bondad infinita.

En el armonioso conjunto de las activi-dades interiores de Jesús, la caridad ejer-cía un evidente predominio, y debido a ello,la virtud de la religión alcanzó en Jesús sumás cumplida perfección.

Al leer la Sagrada Escritura, nos damosperfecta cuenta de que este afán de dar alPadre el culto que le pertenece se mani-fiesta claramente en cada una de las etapasde la vida de Cristo. Como lo hemos visto,ya en el momento mismo de su encarna-ción, el primer movimiento de su alma fueaquel acto sublime de religión, por el quehizo a Dios la oblación total de su vida(Hebr., X, 5-7).

La primera palabra que recogen los Evan-gelios de sus labios infantiles nos habla dela consagración de su vida a la obra y a losderechos del Padre: «¿No sabíais que con-viene que me ocupe en las cosas de mi Pa-dre?»: In his quæ Patris mei sunt oportetme esse (Lc., II, 49). Durante todo el tiem-po de su vida oculta, siempre estuvo ani-mado por el mismo espíritu de buscar entodo la gloria del Padre. Entonces, comomás tarde, en cada momento de su vida seconsagró de lleno al cumplimiento de susantísima voluntad: Quæ placita sunt ei, fa-cio semper (Jo., VIII, 29).

Durante sus coloquios íntimos con Dios,Jesús practicó la virtud de la religión conuna perfección extraordinaria. «El Padre,nos dice Jesús, busca adoradores que losean en espíritu y en verdad»: In spiritu etveritate (Jo., IV, 23). Y Él es el primero yel más excelente de todos. ¿Quién será nun-ca capaz de adivinar el misterio de las con-versaciones del Salvador cuando pasó cua-renta días dedicado a la oración en el de-

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sierto, o cuando se retiraba al monte parapasar toda la noche abismado en la plega-ria?: Erat pernoctans in oratione Dei (Lc.,VI, 12). La adoración era un movimientoque le brotaba del hondón de su alma.

Lo mismo en sus predicaciones en lasorillas del lago que en la montaña de lasbienaventuranzas o en el templo, lo mismocuando sanaba a los enfermos que cuandoconfundía a los fariseos, Jesús manifesta-ba abiertamente que tenía la íntima persua-sión de que era Hijo de Dios. Él ha venidoa este mundo a enseñar a los hombres a glo-rificar al Padre y a reconocer su soberanía.Si quiere que «se dé al César lo que es delCésar», es con el fin de reivindicar conmayor energía los derechos del Altísimo:«Dad a Dios lo que pertenece a Dios» (Mc.,XII, 17).

Si la oblación del sacrificio de la cruzseñaló el momento supremo de la vida deJesús, marcó también la cumbre y el apo-geo de su religión. Como Pontífice de laNueva Alianza, como Cordero de Dios quecarga con los pecados del mundo para ha-cerse su víctima, sus disposiciones interio-res eran «divinamente inspiradas»: PerSpiritum Sanctum semetipsum obtulit im-maculatum Deo (Hebr., IX, 14). Su inmo-lación fue el homenaje más perfecto y elacto de culto más sublime que podrá nuncatributarse a Dios.

Jamás perdáis de vista que este mismoacto sublime de religión se perpetúa encada Misa, cuando presentáis a Dios la hos-tia santa, hostiam puram, hostiamsanctam, hostiam immaculatam. Y que enella, como en la cruz, Jesús no está solo alhacer su oblación, porque se le une la Igle-sia: «Ella es su cuerpo y su plenitud»: Estcorpus et plenitudo ejus (Eph., I, 23).Como cabeza del Cuerpo Místico, Jesúsnos tiene unidos consigo, y nos hace parti-cipar de su inefable religión para con elPadre.

Es cierto que ahora nuestro Salvador estáen el cielo, in gloria Dei Patris. ¡Sea Diosbendito por siempre! Jesús «ha entrado enla gloria» que le pertenece. Pero, sin em-bargo, su santa humanidad continúa por todala eternidad en una actitud de profunda ado-ración ante el acatamiento del Padre.

3.- El sacerdoteperpetúa la religión de Jesucristo

La sublime misión que tiene el sacerdo-te en este mundo consiste en perpetuar estehomenaje de reverencia, de adoración y dealabanza, esta consagración de sí mismo ala obra del Padre que contemplamos en elalma de Jesús. Por eso, aún en las circuns-tancias más insignificantes, todas sus ac-ciones deberán llevar el sello de su sacer-docio.

Este hábito de vivir constantemente en lapresencia de Dios con religioso respeto esde capital importancia en el ejercicio de lasfunciones sacerdotales. Porque, de estamanera, el sacerdote vive familiarmente conDios. Si el Apóstol San Juan pudo recostar-se sobre el corazón de Jesús, ¿por qué nova a poder hacerlo el sacerdote cuando ce-lebra los sagrados misterios, si su alma estapenetrada de respetuoso amor?

Pero, por el contrario, su corazón se en-tibia cuando desfallece la virtud de la reli-gión. Y así ocurre que, cuando está en elaltar, permanece distraído, sin luz y sin fer-vor. El cuarto de hora destinado a la acciónde gracias le parece una eternidad, pues noencuentra nada que decir a Jesús. En susrelaciones con los fieles, su celo es apaga-do. Los que se acercan a él con la esperan-za de caldear sus almas con su trato, vuel-ven desilusionados. ¿Cuál es la causa detodo esto? «La sal ha perdido su fuerza»:Sal evanuit (Mt., V, 13); la gracia de la or-denación está a punto de extinguirse: Lam-pades nostræ extinguuntur (Ibid., XXV, 8).

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Ya os lo he dicho: cuando falta el espíri-tu interior, las posturas y los gestos mássagrados pasan completamente desaperci-bidos y las prescripciones de las rúbricascorren el peligro de no ser otra cosa quemero formulismo.

Amemos la verdad en todo: Veritatem fa-cientes in caritate (Eph., IV, 15). Nuestraordenación sacerdotal nos ha consagradocon un título especial a la práctica de la vir-tud de la religión. Precisamente para cum-plir con este fin fue para lo que el caráctersacramental marcó nuestra alma con un se-llo indeleble: en lo más íntimo de nuestraalma está escrito con caracteres imbo-rrables que estamos consagrados al culto deDios. Tengamos la sinceridad y la lealtadde considerar lo que somos y de vivir nues-tro sacerdocio practicando constantemen-te la virtud de la religión.

Os recomiendo a este fin dos prácticassencillísimas.

Las virtudes morales se desarrollan ennosotros por medio de la repetición de losactos. El primer hábito que debéis adquirires el de no empezar ninguna acción sinhaberos recogido antes siquiera por unmomento para pensar en el valor de loque vais a realizar. Antes de que os sen-téis al confesonario, o de que enseñéis elcatecismo, o de que visitéis a un enfermo,deteneos a orar un momento y a considerarla influencia que tienen vuestras palabras yvuestras acciones para el bien eterno de lasalmas. Pedid al Espíritu Santo que iluminevuestra inteligencia e inflame vuestra vo-luntad. Uníos a Cristo, ya que vosotros lereemplazáis en el apostolado con los hom-bres y sois el instrumento de que se valepara comunicarles la gracia y la salvación.

Debéis renovar frecuentemente la inten-ción de trabajar únicamente para la gloriade Dios y el bien de las almas, ya que cons-tantemente nos acecha la rutina y es tan fá-cil que el amor propio se insinúe en nues-

tras almas disfrazado bajo diferentes pre-textos. Basta un momento para hacer unaoración jaculatoria o para dirigir una mira-da al crucifijo, pero, a poco que nos reco-jamos, podremos apreciar mucho mejor elalcance divino de nuestros gestos.

En segundo lugar, señalemos como ob-jetivo de nuestra vida el mismo fin que sepropuso el Padre con la obra de la reden-ción: la gloria de su Hijo. El mismo Jesúsnos manifiesta cuál fue «el gran designiode Dios»: Hoc est opus Dei, ut credatis ineum quem misit ille (Jo., VI, 29). Quiereel Padre que nuestra vida se consagre a creeren su Hijo, a venerarle, a adorarle como aÉl mismo, «para que todos honren al Hijocomo honran al Padre» (Jo., V, 23)…, y que«toda lengua confiese que Jesucristo esSeñor para gloria de Dios Padre» (Philip.,II, 11).

¿No es este, acaso, el más bello ideal paraestimular nuestro esfuerzo de cada día?

En el mismo ejercicio de vuestro sacer-docio, debéis tener una fe viva en el mis-terio de la gracia que Cristo realiza enlas almas por vuestro medio, ya que voso-tros obráis in persona Christi. Recordadlosiempre que bauticéis, o administréis laextremaunción, o recibáis el mutuo consen-timiento de los esposos; este pensamientohará que se conserve en vosotros el espíri-tu de religión. Pero aún es más necesarioen la administración de la penitencia, por-que en este sacramento el corazón de Je-sús acoge, por vuestra mediación, al peca-dor arrepentido y le abre los tesoros de sumisericordia.

Pero en el altar es donde principalmentedebéis compartir los designios que tiene elPadre de glorificar a su Hijo. En la Euca-ristía, Jesús se oculta a nuestras miradas;pero si el corazón del sacerdote está pene-trado de la virtud de la religión, ¿no es ciertoque manifestará al Señor que está oculto

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bajo las sagradas especies el mismo respe-to que si le viera con sus propios ojos?... Sios fuera dado contemplarlo en toda la ma-jestad de su gloria, como lo ven los ánge-les y los santos, ¿no caeríais postrados asus pies?

Mirad a la Iglesia. ¿Cuál es la actitud quela Esposa de Cristo exige de los ministrosde la Eucaristía? La más profunda venera-ción: Tantum ergo sacramentum venere-mur cernui. Si la Iglesia nos manda queofrezcamos a Dios los homenajes que leson debidos, ¿qué derechos no tendrá Je-sucristo, el Hijo de Dios, a nuestra adora-ción y a nuestra gratitud? ¿No es, acaso, Élnuestro Salvador, el Jesús de la última cena,de la pasión, de la resurrección, el supre-mo Pontífice de quien se deriva nuestrosacerdocio? Y no olvidemos que su huma-nidad es inseparable del Verbo. El Verbo,engendrado por el Padre desde toda la eter-nidad, es consustancial a su Padre y no leabandona jamás. Y el Espíritu Santo, que pro-cede del mutuo amor del Padre y del Hijo,los une con una nueva lazada de amor. Deesta suerte, toda la Trinidad está presenteen la santa hostia.

La verdadera actitud que debe adoptar elhombre ante el divino sacramento es la deprofunda adoración. Este religioso home-naje es la condición necesaria para que Diosnos comunique sus gracias en la Eucaristía.

Por eso, la Iglesia pone constantementeen nuestros labios esta oración: «Oh Dios…,te pedimos nos concedas venerar de talmodo los sagrados misterios de tu Cuerpoy Sangre, que sintamos continuamente ennuestras almas el fruto de tu redención».

Fuera de la santa Misa, la virtud de la re-ligión nos impulsa también a venerar a Cris-to en el silencio del tabernáculo: «Os ado-ro devotamente, oh Dios escondido… Micorazón se os somete enteramente…»:Adoro te devote, latens Deitas… Tibi secor meum totum subjicit. Jesús vive allí,

en medio de nosotros, en toda la plenitudde su poder divino, como en otro tiempo,cuando sanaba a los enfermos y resucitabaa Lázaro. Él está allí, como Hostia viva yvivificante, lleno de la virtud y de las gra-cias de sus misterios, y principalmente delos misterios de su muerte y de su resu-rrección. Él nos espera, con toda la inmen-sidad de su amor, deseoso de comunicar-nos sus dones y de introducirnos en el senode su amistad. No han cambiado en lo másmínimo los sentimientos de misericordiosabondad para con los hombres que Jesúsmanifestó en otro tiempo. Creamos firme-mente que, bajo las especies sacramentales,Jesús nos ama con el mismo amor que enla Cena, cuando pronunció estas augustaspalabras: «Ardientemente he deseado comeresta Pascua con vosotros antes de padecer»:Desiderio desideravi… (Lc., XXII, 15).

Por lo que hace al porte exterior del sa-cerdote, la virtud de la religión tiende aimprimir en él un carácter de dignidad.

Así lo recomienda el Concilio de Trento:«Conviene que los clérigos, que han sidollamados a consagrarse enteramente al Se-ñor, ajusten su conducta de tal manera, quesiempre se muestren graves, moderados yllenos del espíritu de religión en su porte,en sus modales, en sus gestos, en su modode andar, en sus conversaciones y en todocuanto hagan» [Sess. XXII, De reforma-tione, I]. Todo esto debemos hacerlo sinafectación y con sinceridad.

En sus miradas, el sacerdote debe evitartoda curiosidad indiscreta. En sus conver-saciones, debe comportarse de tal manera,que la elevación y la caridad de su alma ejer-zan en derredor suyo una estimulante y bien-hechora influencia aún sobre los indiferen-tes y los incrédulos.

Cuando celebramos la santa Misa, obser-vemos cuidadosamente las rúbricas, queson las reglas de urbanidad o de etiquetaque impone la Esposa de Cristo en el trato

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con el Rey de reyes. Mientras celebramosestos misterios, cuya grandeza nos sobre-coge, debemos conformar nuestra conductaa las directivas de la Iglesia. El que obede-ce a las rúbricas, aún a aquellas que pres-criben una simple inclinación, guiado porel respeto que merece el carácter sagradode los ritos, realiza un acto consciente dereligión.

La fidelidad en el cumplimiento de estedeber aumenta el fervor del sacerdote y lepreserva del peligro tan frecuente de la pre-cipitación. La excesiva rapidez en las cere-monias y en la pronunciación de las pala-bras constituye un serio obstáculo para lapiedad del sacerdote. Cuando dobláis vues-tra rodilla, acordaos de adorar sinceramenteal Salvador. Cuando trazáis la señal de lacruz sobre la oblata, y sobre todo cuandola hacéis sobre el cuerpo del Señor, practi-cad esta ceremonia con profundo respeto.Porque sucede, a veces, que las actitudesque adoptan algunos ministros en el altarnos inclinan a pensar que no tienen espíritude fe. Por el contrario, cuando las preceslitúrgicas se recitan con el debido recogi-miento, pero sin excesiva lentitud, cuandoel sacerdote guarda la debida reverencia ala santa Eucaristía, este mismo hecho cons-tituye una predicación mucho más eficazque el sermón más elocuente.

Y lo mismo podemos decir de las demásfunciones litúrgicas. Así, por ejemplo,cuando el sacerdote oficia en un funeral,su porte debería revestir tal dignidad y gra-vedad, que llevara al ánimo de los asisten-tes la convicción de que tiene una fe vivaen el alcance sobrenatural de los ritos queejecuta y de las fórmulas que pronuncia.

Cuidemos escrupulosamente del copóny del sagrario, y tengamos la ilusión deconservar siempre limpios los lugares sa-grados. Nunca se dará Jesús por ofendido,por muy pobre que sea una iglesia: Belén,Nazaret y la cruz lo eran mucho más. Pero

la pobreza no está reñida con la limpieza yno hay razón alguna que justifique la sucie-dad. Dios no puede en forma alguna aprobaresta falta de respeto a su Hijo que en la Euca-ristía continúa entregándose a los hombres.

No quiero con esto decir que hay queobservar todas y cada una de las rúbricascon una meticulosidad excesivamente es-crupulosa. Cuando tengáis una duda, con-sultad a un sacerdote, a un amigo prudente.Y si algún compañero se toma la libertadde señalaros alguna equivocación o algúnolvido que ha observado al veros celebrarla Misa, aceptad de buena gana la adverten-cia y, si comprendéis que es justa, tenedlaen cuenta para lo sucesivo. Mostrad asímismo vuestro agradecimiento a toda invi-tación que os hagan para todo lo que tengapor fin adiestraros mejor en el cumplimien-to de vuestros deberes litúrgicos. Esta gra-titud será una señal inequívoca de que lavirtud de la religión se mantiene viva envosotros.

San Juan Crisóstomo [De sacerdotio, III,4. P. G., 48, col. 642.] recurre a una compa-ración para sugerir a los sacerdotes el reli-gioso respeto con que deben comportarseen sus funciones sagradas. Evocando unepisodio de la Antigua Alianza, trae a lamemoria el recuerdo del profeta Elías enel momento de ofrecer el sacrificio. Pues-to en pie, ante el altar cubierto de víctimas,el pontífice ruega a Dios que haga bajar fue-go del cielo para que las consuma y paradar a entender de esta manera que la obla-ción le es agradable. Todo el pueblo, pros-ternado e inmóvil, está a la expectativa. Yde pronto, al conjuro de la voz del profeta,el fuego baja de las nubes… «Estas cosas,continúa el santo, nos llenan de asombro ynos maravillan; pero pasemos ahora a con-siderar lo que al presente se realiza ennuestros altares. No son solamente cosassorprendentes lo que contemplaremos, sinoalgo que sobrepasa toda admiración. El sa-

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cerdote está en pie ante el altar. No llevaconsigo fuego, sino al Espíritu Santo. Du-rante un buen rato prosigue su oración, perono para que baje fuego del cielo y consumalas víctimas preparadas, sino para que lagracia divina se derrame sobre el sacrifi-cio, y de esta suerte abrase a las almas».

IX

El mayor delos mandamientos

El día de nuestra ordenación, la Iglesianos confió el cáliz destinado a contener lasangre purísima de nuestro amado Salvador.Y a cambio de esta prerrogativa, nos exigióel sacrificio de mantenernos durante todanuestra vida en una soledad virginal.

Para corresponder con fidelidad a nues-tra abnegada misión, se requiere un granamor de Dios.

Nuestro corazón está hecho para amar. Yes tan imperiosa la necesidad que experi-mentamos de amar, que no podemos vivirsin satisfacerla. La fuerza del amor elevanuestra pobre naturaleza hasta el punto deque nos hace sobreponernos al fastidio, alsufrimiento e incluso a la muerte: Aquæmultæ non potuerunt extinguere caritatem(Cant., VIII, 7). Cuanto más rica y capaz degrandes empresas es una naturaleza, másimperiosamente experimenta la necesidadde un amor superior. Si nuestra alma no seconsagra generosamente al amor de Dios,

se sentirá inevitablemente atraída por lascriaturas.

Convenzámonos de que nada hay en estemundo tan bello, tan poderoso y tan magná-nimo como un corazón sacerdotal que estéhumilde y plenamente consagrado al amorde Dios. Y hay muchos que así lo están.Pero nada hay más deplorable que el cora-zón de un sacerdote que cifre todas suscomplacencias en el amor ilegítimo de lascriaturas. Si el día de nuestra ordenaciónconsagramos nuestros corazones a Dios, notenemos derecho a profanar nuestro amor,derrochándolo de mala manera.

Hace falta una gran virtud para mantener-se a la altura que exige nuestra vocación. Ypara conseguirlo, debemos procurar enta-blar una amistad sincera con nuestro divi-no Maestro, en la seguridad de que, si lesomos fieles, Él será nuestro mejor ami-go. Nuestros defectos no constituyen unobstáculo para ello, ya que, como es verda-dero amigo, no nos retirará su amistad por-que conozca nuestros defectos, si le cons-ta que los lamentamos y solicitamos su ayu-da para combatirlos.

Es propio de la amistad establecer elacuerdo entre los corazones: hacerlos con-cordes. Esto es lo que nos demanda el Se-ñor: que unamos nuestros corazones conel suyo con el vínculo del amor. Si noso-tros los sacerdotes rechazamos esta inti-midad con el Señor, cometeremos una in-fidelidad que dejará siempre un gran vacíoen nuestra alma.

1.- Origen sacramentalde la caridad

La espiritualidad cristiana, aún en gradosmás elevados, consiste en el desarrollo delos dones divinos que hemos recibido enel bautismo. Y no os debe causar enojo elque os lo repita tantas veces, porque estadoctrina es de capital importancia.

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En virtud de este sacramento, se estable-ce una misteriosa pero real comunión en-tre la muerte y la resurrección de Cristo yel alma del bautizado. En ésta se opera unamuerte y una resurrección espirituales,porque la gracia propia de este sacramentono solamente nos purifica del pecado ori-ginal, sino que, al mismo tiempo, engendraen nosotros una disposición para morir atodo afecto mundano que sea desarregla-do, a todo lo humano que pueda en noso-tros oponerse a lo divino.

La muerte al pecado no es un fin que sepretende exclusivamente y por sí misma,sino que es la condición indispensable parael completo desarrollo de la nueva vida enCristo: Viventes autem Deo in Christo Je-su (Rom., VI, 11). El Apóstol la define conestas palabras: «Si fuisteis, pues, resuci-tados con Cristo, buscad las cosas de arri-ba…, no las de la tierra» (Col., III, 1-2).

En el misterio de Cristo, que primero fuesepultado para salir luego triunfante de susepulcro, tenemos un expresivo símbolodel doble aspecto de la gracia bautismal.Pero aún debemos ver algo más que un sím-bolo. A ejemplo del Apóstol, tengamossiempre una fe viva en la virtus resu-rrectionis. Al resucitar, Cristo adquirió todala plenitud de su poder vivificador: Resu-rrexit propter justificationem nostram(Rom., IV, 25). Al ser glorificado en virtudde los méritos que adquirió por su muerte,se convirtió en la causa eficiente que pro-duce incesantemente en su Cuerpo Místi-co todas las gracias de justificación y desantidad: Ego sum vitis vera…, vos pal-mites (Jo., XV, 1, 5).

A juzgar por lo que sucede a muchos cris-tianos, pudiera creerse que la gracia delbautismo es una cosa inerte e inoperante;pero lo cierto es que está dotada de un di-namismo maravilloso; pues, en virtud de sumisma naturaleza, tiene poder para hacerque el alma se ajuste a la voluntad de Dios,

para orientarla a la consecución de su finsobrenatural y para impulsarla a vivir unavida que esté enteramente dominada por elamor. Es cierto que todo esto no lo realizade un golpe, ni sin el concurso del hombre;pero también es verdad que el hábito de lacaridad, que se infunde en el alma del quese bautiza juntamente con la fe y la esperan-za, nos hace capaces de amar a Dios sobretodas las cosas y de ordenar todas nuestrasacciones según el espíritu del Evangelio.

Como veis, la centella de amor que ardeen nuestras almas no es fruto de nuestraspredisposiciones naturales. Pensar tal cosa,sería olvidar que la caridad forma parte delos dones sobrenaturales que Dios conce-de a sus hijos adoptivos.

Tengamos siempre presente que la cari-dad viene de Dios y nos hace semejantes aÉl. Deus caritas est (I Jo., IV, 8): «Dios escaridad». El Padre engendra a su Verbo y leama. El Hijo, a su vez, contempla al Padrecon un amor igualmente infinito, y de estamutua dilección procede el Espíritu Santo.El ejercicio de la caridad hace que nuestravida aquí abajo se convierta en un reflejocada vez más perfecto de la vida divina. «Elamor de Dios se ha derramado en nuestroscorazones por virtud del Espíritu Santo, quenos ha sido dado»: Caritas Dei diffusa estin cordibus nostris per Spiritum Sanctumqui datus est nobis (Rom., V, 5).

Por lo mismo que nuestra vida sacer-dotal debe estar enteramente consagra-da a la gloria de Dios y al bien de las al-mas, nuestro corazón debe ser el foco deun amor inmenso, que nos tenga a cubier-to de los vaivenes de las solicitacionesde nuestra sensibilidad. Si excluimos laacción propia de los sacramentos, no lo-graremos ejercer influencia alguna sobrelas almas sino en cuanto las amamossobrenaturalmente. Y es que, ¿cómo po-dremos comunicar a Dios a los demás,si no estamos nosotros mismos unidos a

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lo que constituye la esencia misma deDios, es decir, al Amor?

Es necesario, pues, que nuestra caridadse derive de esta fuente divina y que seasobrenatural, viril, ilustrada, fundada en lafe y en la Escritura y esté dotada de su mis-ma solidez.

2.- Sobreeminencia de la caridadPara llegar a una mejor comprensión del

papel que juega el amor de Dios, vamos aestudiar cuál es el lugar que por derechopropio le corresponde a la virtud de la cari-dad en el edificio de la perfección cristia-na y sacerdotal.

Como sabéis, la virtud teologal de la ca-ridad tiene por objeto la bondad suprema einfinita que subsiste en el Padre, en el Hijoy en el Espíritu Santo. Esta caridad es laque en el cielo embarga de felicidad a losángeles y a los santos. Mientras vivimos enesta vida, debemos tender hacia ella, amán-dola por sí misma por encima de todas lascosas, sin límite ni medida. Esta caridad serevela y se comunica a los fieles por me-dio de Jesucristo, ya que, en su calidad decabeza del Cuerpo Místico, es el único quepuede facilitarnos el acceso al Padre. En-tre todos los dones que se derivan de nues-tra filiación adoptiva, este es el más exce-lente y dichoso.

¡Cómo debiéramos estimar estar prerro-gativa de poder amar a Dios en calidad dehijos suyos!

Contemplad a Jesús. Su vida interior es-taba animada por un amor desbordante,cuyo primer y principal objeto lo consti-tuía su Padre y luego, en el Él y por Él, to-dos los hombres. Como sabemos, el amorera el móvil de su religión y de su vida deobediencia. ¿No afirmó, acaso: «Yo hagosiempre lo que es del agrado de mi Padre»?(Jo., VIII, 29). ¿Acaso su dolorosa pasiónes otra cosa que el supremo testimonio que

dio al mundo del amor que profesaba a suPadre?: Ut cognoscat mundus quia diligoPatrem (Ibid., XIV, 31).

Nuestra misión consiste en imitar elejemplo de Cristo, consagrándonos ente-ramente a la gloria del Padre.

Por esta razón, Santo Tomás, en su trata-do De perfectione vitæ spiritualis, dice quela santidad no consiste en la mortificaciónni en la oración, sino en la caridad. Lo mis-mo dice San Francisco de Sales: «Cada unotiene una idea distinta de la perfección: unosla hacen consistir en la austeridad de la vida,otros en la limosna, otros en la frecuenciade los sacramentos. Por lo que a mi res-pecta, no conozco otra perfección que lade amar a Dios de todo corazón y al prójimocomo a sí mismo» [Hamon, Vie, VII, 5].

¿Cuál es la razón de esta dignidad taneminente de que goza la caridad?

Ante todo, el acto de la virtud de la cari-dad consiste en el mismo movimiento dela voluntad que tiende hacia Dios para com-placerse en Él y por Él. En virtud de su mis-ma naturaleza, este acto es esencialmenteunitivo: Amor est vis unitiva [Pseudo-Dio-nysius, De divinis nominibus, IX]. Sólo porél se realiza la unión afectiva del alma conla Bondad infinita.

Además, como la voluntad es la facultadsoberana del hombre, tiene la hegemoníasobre las demás facultades y controla to-dos sus movimientos, hasta el punto de quese puede afirmar que toda nuestra actividadconsciente y deliberada depende de sus ór-denes. Cuando en el fervor de la caridad lavoluntad se entrega a Dios, no solamentequiere unírsele ella misma, sino que quie-re también someterle todo cuanto se en-cuentra bajo su imperio. Por eso se diceque la voluntad es la «forma» de todas lasvirtudes, ya que, gracias a su impulso, elejercicio de las virtudes se convierte en un

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homenaje de amor y nos hace acreedores ala vida eterna.

«El primero y el más importante de to-dos los preceptos es el de la caridad»:Diliges Dominum Deum tuum ex toto cor-de… Hoc est maximum et primum manda-tum (Mt., XXII, 37-38). Por su consagra-ción al amor, el sacerdote, lo mismo queJesús, dedica todas sus energías, todos losmovimientos de su espíritu y de su cora-zón a glorificar al Padre.

La caridad goza, por lo tanto, de la emi-nente prerrogativa de elevar a Dios toda laactividad de las virtudes.

Pero es interesante observar cómo poruna maravillosa correlación, las demás vir-tudes teologales y aún las virtudes moralescontribuyen al crecimiento y al dominio dela caridad en nuestras almas.

Como quiera que de no mediar la acciónrepresiva que ejercen las virtudes opues-tas, los deseos carnales, el orgullo, la vani-dad y las afecciones mundanas se bastaríanpara frenar el impulso y aún para aniquilaren muy poco tiempo la supremacía de lacaridad, es de capital importancia que loshábitos de prudencia, de orden, de exacti-tud, de justicia, de castidad, de fortaleza,de paciencia y de perseverancia contribu-yan al sostenimiento y al desarrollo delamor.

Si somos conscientes de que hay en nues-tro corazón algunos defectos y consenti-mos en que subsistan sin tratar de desarrai-garlos, no nos ha de extrañar que nos hagancaer en innumerables faltas y que, en con-secuencia, disminuyan y aún lleguen a ex-tinguir completamente la irradiación de lacaridad en nuestra vida.

Sólo un consejo tengo que daros para quelogréis aumentar vuestra caridad para conDios. Y consiste en que os esforcéis con ladebida serenidad en que todas y cada una

de vuestras acciones las hagáis actualizan-do lo más posible y en su máxima purezaesta intención: Esto lo hago «para que elNombre de Dios sea santificado». Si obráisde esta manera, dice el Apóstol, «vuestraconducta será digna del Señor, y le seréisgratos en todo, dando frutos de toda obrabuena» (Col., I, 10).

Nos será mucho más fácil todavía perca-tarnos de la importancia capital de la cari-dad si recordamos algunas de las grandesverdades teológicas, cuyo conjunto cons-tituye la doctrina esencial de la vida sobre-natural.

La gracia santificante diviniza el almay la hace deiforme por la inhabitación dela santísima Trinidad.

La gracia santificante lleva aparejado con-sigo el cortejo de las virtudes teologales,que permiten que el cristiano obre de acuer-do con su elevación sobrenatural y estable-cen en el alma una comunión activa y filialcon Dios. Las virtudes teologales hacen queel hombre adopte la actitud debida en pre-sencia del Señor que se le revela (fe), quese le ofrece como objeto de su definitivafelicidad (esperanza) y que se le comunicacomo suprema Bondad, digna de ser amadapor sí misma (caridad).

Además, la caridad contiene en germen,de alguna manera, todas las virtudes mora-les infusas. «De la misma suerte, dice SanGregorio, que de la misma raíz procedenlas distintas ramas del árbol, así también lasdiferentes virtudes nacen de la caridad»:Multæ virtutes ex una caritate generantur[Homil. 27 in Evang. P. L., 76, col. 1205].

Juntamente con la caridad y las virtudes,Dios nos comunica los dones del EspírituSanto, que son unas disposiciones perma-nentes que disponen al alma para que puedaresponder con docilidad y presteza a lasinspiraciones de lo alto.

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Todo este conjunto de gracias tiene sucomplemento en los frutos del Espíritu di-vino. Los frutos se manifiestan en el almacuando los hábitos de la perfección han lle-gado a su madurez, y son la demostraciónde que ha llegado ya a su plenitud el desen-volvimiento armonioso y perfecto de lasdiferentes virtudes. Entre estos frutos, ocu-pan un lugar preeminente la paz y el gozoespiritual, la benignidad y la mansedumbre.

Si atendemos a sus manifestaciones, he-mos de reconocer que este desenvolvimien-to sobrenatural es humano; pero si mira-mos a la fuente de donde procede, hemosde confesar que es divino. La acción inte-rior de la gracia eleva la naturaleza y todassus actividades. Por eso, hemos de ver siem-pre a Jesucristo en el origen de toda estavida divina.

En fin, el grado de caridad habitual que alo largo de nuestra vida hayamos adquiridopor nuestros méritos será el que en la horade nuestra muerte señalará el grado de glo-ria que nos corresponderá en el cielo. Estamisma caridad, por la que amamos a Diosen el mundo, será la que obrará nuestraunión y nuestra felicidad eternas. Por eso,debemos poner todo nuestro empeño en quese conserve siempre en nuestro corazón,lo más vivo que sea posible, el fuego delamor.

Cuando llegue el ocaso de la vida, uno delos pensamientos que más amargamentepodrán afligir el alma de todo cristiano, ysingularmente la del sacerdote, será el dehaber sacado tan poco provecho de las ri-quezas sobrenaturales que siempre habíatenido a su alcance.

3.- Doble forma de la caridad:afectiva y efectiva

Pasemos ya a tratar del ejercicio mismode la virtud de la caridad.

Como bien lo sabéis, hay dos manerasdistintas de expresar el amor: afectiva launa y efectiva la otra. Y lejos de excluirse,estas dos formas de manifestar el amor seayudan y se complementan la una con laotra. La verdadera caridad, fuente de todosnuestros méritos, las incluye a ambas.

En su aspecto afectivo, el amor es elprimer movimiento del alma que se inclinahacia lo que constituye su bien.

Cuando, por efecto de la fe, la supremabondad divina se descubre al espíritu, lacaridad que estaba latente se despierta paradirigirse a Dios, y el alma se abre entera-mente al deseo de llegar a la unión con Él.Esta caridad sobrenatural es un germen queel bautismo depositó en la entraña mismadel corazón del cristiano. En virtud de estacaridad, el hombre se complace en la bon-dad soberana, tiende hacia ella y desea agra-darle. Todos estos movimientos interioresson otros tantos actos de amor afectivo.

San Francisco de Sales, en su magistralTratado del amor de Dios, insiste, princi-palmente, en tres de estos movimientosinteriores: la complacencia en las divinasperfecciones, la decidida voluntad de ala-bar al Señor, de servirle y de trabajar por sumayor gloria y, en fin, el amor de confor-midad, por el que aceptamos, mediante laperfecta entrega de todo cuanto somos, todolo que Dios quiera y exija de nosotros.

Estos actos son esencialmente desinte-resados, ya que los realizamos sin esperarprovecho ni ventaja alguna para nosotros,sino por pura amistad para con Dios: Cari-tas amicitia quædam est hominis ad Deum[Summa Theol., II-II, q. 23, a. 1], dice San-to Tomás. La fórmula del acto de caridadque nos da el catecismo, las primeras peti-ciones del Pater, el Prefacio de la Misa, lainvocación Deus meus et omnia y tantasotras jaculatorias tomadas de los salmos o

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de otras partes nos suministran excelentesejemplos de actos de caridad afectiva. Perodebéis tener en cuenta que, al amar a Diospor un impulso de pura caridad, podemos ydebemos al mismo tiempo aspirar a Él porla esperanza teologal, en cuanto que Dioses nuestro sumo bien, que llena de felici-dad y sacia completamente nuestra alma:Tunc me de te satiabis satietate mirifica[Misal, preparación a la Misa, sábado].

En la práctica, debemos expresar a Diostanto nuestro amor de benevolencia comonuestro amor de esperanza, ya que ambossentimientos le son extremadamente agra-dables, y tanto el uno como el otro tienen lavirtud de borrar nuestras faltas veniales, demantenernos en la unión con Dios y de au-mentar nuestros méritos. ¡Dichosa el almaque, en su recogimiento, siente que se des-piertan en su seno estos profundos deseosde amor!

Por grande que sea la utilidad de losactos de amor afectivo, es menester quevayan acompañados de actos de caridadefectiva. Solamente éstos pueden garanti-zar la sinceridad, la virtud y el valor de losmovimientos y de las aspiraciones de nues-tra alma. San Gregorio expresa esta verdadcon un fórmula concisa y sorprendente: «Lamejor prueba del amor consiste en el testi-monio de nuestras obras»: Probatio dilec-tionis, exhibitio est operis [Homil. 30 inEvang. P. L., 76, col. 1220]. Al expresarsede esta manera, el gran doctor no es sino uneco del Evangelio: «Si alguno me ama,guardará mis mandamientos» (Jo., XIV, 23).

Veamos ahora cuáles son los grados deesta caridad efectiva. El primero de todosconsiste en el cumplimiento de la divinavoluntad manifestada por los diez manda-mientos. Así nos lo demanda el obispo eldía de nuestra ordenación: Decalogum le-gis custodientes.

Esta sumisión práctica es necesaria paraentrar en el reino de los cielos. Sin ella,nada valen los sentimientos, las oracionesy las prácticas piadosas. El mismo Señores quien lo ha declarado formalmente: «Notodo el que dice: ¡Señor, Señor!, entrará enel reino de los cielos, sino el que hace lavoluntad de mi Padre, que está en los cie-los» (Mt., VII, 21). Y esta voluntad encuen-tra su expresión más auténtica en los diezmandamientos.

¿Creéis, acaso, que es inútil recordarosuna verdad tan elemental? No tenéis másque abrir el Evangelio para convenceros delo contrario. Los fariseos guardaban casitodas las prescripciones de la Ley mosaicay, con todo, esta escrupulosa observanciano era del agrado de Dios. Y la razón de elloestriba en que no se cuidaban de cumpliralgunos de los preceptos fundamentales deldecálogo.

Lo mismo podría decirse, guardadas lasdebidas proporciones, del cristiano que secuidara de cumplir con exactitud sus debe-res de piedad, pero que abandonara el cum-plimiento de sus obligaciones de justicia.¿Cómo va a agradar al Señor el que daña lareputación del prójimo, el que se dedica anegocios sucios, el que no paga puntual-mente sus deudas, o abandona el cumpli-miento fiel de sus deberes diarios?

Es una práctica muy recomendable la derepasar de vez en cuando en la oración losmandamientos de Dios y examinar si loscumplimos todos y cada uno de ellos, aúnen sus más delicadas exigencias, para tra-tar de someter amorosamente nuestra con-ducta a la voluntad divina que en ellos senos manifiesta. Esta práctica constituye unexcelente ejercicio de meditación.

El verdadero amor no solamente nosobliga a los preceptos del decálogo y a losmandamientos de la Iglesia que se nos im-ponen bajo pecado, sino que impulsa tam-

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bién a la práctica de los consejos. Peroesto no de la misma manera que los reli-giosos, sino de acuerdo con nuestro esta-do de vida sacerdotal. Digamos, ante todo,que estos consejos no son obligatorios, sinolibres. Pero tienen un valor inestimablepara el progreso en la vida espiritual, ya queapartan de nuestro camino los principalesobstáculos que impiden el pleno desarro-llo de la caridad, y tienden a establecer ennuestra alma un grado más elevado de amordivino y nos hacen más agradables a Dios.

El día de vuestra ordenación contrajisteisespeciales obligaciones y aceptasteis gran-des sacrificios con el fin de que, al hacerossacerdotes, os hicierais también perfectosdiscípulos de Cristo. Estas renuncias queentonces aceptasteis tienen suficiente vir-tud para conduciros a la santidad, a condi-ción de que os dediquéis al cumplimiento devuestros deberes por amor y no por rutina.

Al ser elevados a la dignidad del sacer-docio, habéis renunciado, ante todo, a vues-tra independencia personal. Habéis prome-tido obediencia a vuestro obispo. Habéisconsentido en acatar sus órdenes y susorientaciones, aceptándolas como la mani-festación de lo que Dios quiere de voso-tros. Si a lo largo de toda vuestra vida guar-dáis con fidelidad este criterio sobrenatu-ral, esta sumisión será un medio eficaz paravuestra santificación y para la fecundidadde vuestro ministerio.

Habéis emitido con toda libertad el votode castidad. Todo cuanto sois, lo habéisconsagrado a Jesucristo y le habéis dicho:«¡Oh Jesús mío!, yo quiero amaros con todomi corazón, con un amor exclusivo. Yo re-nuncio a tener en mi vida otro amor que nosea el vuestro. Yo amaré a mi prójimo antetodo y sobre todo por Vos y en Vos». Estesacrificio supone una gran generosidad yes digno de ser admirado. La promesa quese hace a un hombre es cosa importante;pero, cuando se hace a Dios, reviste los

caracteres de cosa sagrada, porque es unacto de culto, un acto de religión que, porlo mismo, es inviolable. Puesto que poramor a Jesús hemos renunciado a la legíti-ma satisfacción de fundar un hogar, no po-demos ni debemos entretenernos en evo-car pesarosamente la vida de matrimonio,pues esto sería nefasto para nosotros. Re-novad con frecuencia en la presencia deDios vuestro voto de castidad. Cada vez quelo hacéis en medio de las tentaciones y delas resistencias que os opone vuestra natu-raleza, ofrecéis al Señor una prueba volun-taria de vuestra fidelidad, que, al mismotiempo, sirve eficazmente para fortificarospara en adelante.

Vosotros habéis hecho voto de castidady promesa de obediencia; pero no habéishecho voto ni promesa de pobreza. Y, noobstante, este consejo evangélico no osdebe ser indiferente.

Como las condiciones materiales de lavida difieren mucho de una región a otra,no es posible establecer reglas que seanaplicables a todos indistintamente. Pero sepuede, sin embargo, y sin temor a exceder-se, recordar la necesidad que todos tienende estar siempre precavidos contra dos ten-dencias que son contrarias a nuestro ideal.Cuidemos, ante todo, de evitar que se apo-dere de nosotros una excesiva preocupa-ción por los derechos que percibimos porlos ministerios que dispensamos, cortan-do de raíz todo espíritu de avaricia. ¿No esverdad que los fieles se lamentan y aún seescandalizan cuando comprueban que su sa-cerdote está demasiado apegado al dinero?

Que nadie pueda ver en nuestra vida unexcesivo afán de confort y de comodidad.

¡Qué grande es el mérito de tantos y tan-tos sacerdotes que viven una vida modestay aún austera! Las elocuentes lecciones deBelén, de Nazaret y del Calvario, que ellostratan de imitar en el tenor de su vida, lesasemejan más y más a su divino modelo.

IIª Parte – La obra de la santificación sacerdotal

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La fórmula de San Pablo: «Sé pasar nece-sidad y sé vivir en la abundancia»: Scio… etsatiari et esurire, et abundare et penu-riam pati (Philip., IV, 12) expresa cuál esla actitud que debe adoptar el sacerdote deacuerdo con las circunstancias del momen-to. No cabe duda que esta ciencia prácticaque demostraba el Apóstol era una virtud.

El obedecer por amor a los mandamien-tos y el practicar los consejos es ya de porsí, como acabo de indicar, un excelenteejercicio de la virtud de la caridad. Más,para llegar a poseer esta divina virtud entoda su perfección, es preciso escalar ungrado mucho más elevado: el abandono.

¿Qué se entiende por abandono? Una en-trega total de sí mismo a Dios, por la acep-tación confiada y amorosa de todos los de-signios ocultos que tiene con respecto anosotros; una oblación del hombre en ma-nos de la voluntad divina, no sólo para acep-tar las penas que le tiene reservadas para elmomento presente, sino también para las quetiene deparadas en lo porvenir.

Esta disposición del alma –la más subli-me expresión del amor– supone una fe vivay una ilimitada esperanza en la bondad deDios, cuya sabiduría dispone los aconteci-mientos de la manera más apropiada y efi-caz para conducirnos a Él.

¿Quién de nosotros podría juzgar concerteza lo que le es más conveniente en elorden sobrenatural? ¿Sabemos apreciarsiempre debidamente el valor que tienen elfracaso, la tribulación y los sufrimientospara purificarnos, para iluminarnos y paraunirnos a Dios? Sólo Él ve el alma con unaluz incomparable; sólo Él sabe cómo cu-rarla, libertarla, fortificarla y ayudarla ensu marcha. Por el abandono, el hombreacepta la realidad de cada día con sus con-trariedades, sus dificultades y sus contra-tiempos: Dominus est, y acepta al mismotiempo el porvenir que la Providencia le de-

pare, abrazando ya desde ahora con la ma-yor confianza todas las incertidumbres delmañana, incluso la hora y las circunstanciasde su muerte. Con ello, glorifica al Poder,a la Sabiduría y al Amor de Dios y estrechaaún más fuertemente los lazos que le unenal Padre celestial.

Como veis, el abandono es la cima de lavida espiritual. Sin él, la caridad no podríaelevarnos hasta la entrega total y absolutade nosotros mismos.

Gustemos de repetir con el salmista:«Yahvé es mi pastor y nada me falta… Aun-que hubiera de pasar por un valle oscuro ytenebroso, no temería mal alguno, porquetú estás conmigo» (Ps., 22, 1-4).

4.- Nuestro amor a CristoNuestra religión interior depende en su

mayor parte de la idea habitual que tenemosde Dios. Esta idea es la clave de nuestra vidaespiritual y determina la actitud que adopta-mos en todas nuestras relaciones con el mun-do sobrenatural. Este es un principio ascéti-co de la mayor importancia.

En la absoluta trascendencia de su uni-dad, la divinidad comprende en un gradoeminente todas las perfecciones. Pero sien Dios todas las perfecciones existen uni-das de un modo infinito, no sucede lo mis-mo con nuestro espíritu. Nuestro pensa-miento contempla a Dios sucesivamentebajo diferentes aspectos. Y así sucede quelos hombres, al practicar la virtud de la re-ligión, se dirigen a Dios, deteniéndose enla consideración de esta o de aquella per-fección.

En el Antiguo Testamento, Dios se reve-ló a los israelitas entre los rayos y los re-lámpagos del Sinaí. Era un Señor que in-fundía pavor, un Señor a quien había queadorar con la frente hundida en el polvo, unJuez temible. Los hebreos habían recibido,como dice San Pablo, «un espíritu de ser-

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vidumbre y de temor»: spiritum servitutisin timore (Rom., VIII, 15).

Hay cristianos tibios que no ven en Diossino al Todopoderoso, que lo mismo pue-de castigarles que atender a sus demandas.Si le sirven, es para evitar el infierno o paraalcanzar sus dones. Bien se echa de ver queesta vida espiritual es del todo imperfecta.

Podemos, también, por el contrario,considerar al Señor como a un Dios deamor y servirle con un corazón desinte-resado, únicamente por caridad o poramistad. Y así, en el Nuevo Testamento,Jesús nos anima a considerar a Dios ensu bondad paternal. El espíritu que nosinfunde no es de temor, sino «el espíritude adopción, por el que clamamos: ¡Abba,Padre!»: Spiritum adoptionis in quo cla-mamus: Abba, Pater. (Ibid.). Por eso, altiempo que en el Antiguo Testamento sellamaba a Dios, el Señor, el Dios de lasvenganzas, el cristiano le llama: NuestroPadre, el buen Dios, el Amor infinito.

Pero esta belleza y esta bondad tan purasy tan relevantes, que constituirán nuestroembeleso por toda la eternidad, se encuen-tran tan afuera del alcance de nuestra inte-ligencia, que muchas almas creen que sonincapaces de despertar el amor, pues lesparece que en estas alturas la unión tieneque ser fría y la caridad no puede ser fer-viente. Es necesario haber experimentadolas profundas purificaciones de que hablaSan Juan de la Cruz y haber vivido con ab-soluta fidelidad en la noche oscura de lossentidos y del espíritu, para poder llegar aldescanso del amor en este misterio divino.El amor de Dios es tan incomprensiblecomo el mismo Dios, porque Dios es cari-dad en un grado infinito: Deus caritas est(I Jo., IV, 8).

El Señor conoce toda nuestra miseria y,a pesar de ello, ha sido tan condescendien-te con nosotros, que nos ha salido al en-cuentro, rebajándose hasta adoptar nuestra

misma condición humana. Por eso, el Ver-bo, al encarnarse, ha tomado un corazón yun amor humano, completamente semejan-te al nuestro. Su corazón se conmovió conla muerte de su amigo Lázaro, se angustióante la perspectiva de la pasión, se abatiópor la ingratitud de sus apóstoles y, cuandofue atravesado por la lanza en lo alto de lacruz, nos mostró hasta qué punto nos ama-ba. Su corazón está deseoso de que le ame-mos, lo mismo que nosotros deseamosamar y ser amados.

¿Quién de nosotros, aunque no haya lle-gado a las alturas de la contemplación, nose sentirá impresionado y confortado a lavista del amor que nos muestra nuestro Sal-vador en Belén, en el Calvario, en la Iglesiay en los sacramentos y especialmente en laEucaristía?

Si el amor del Padre se nos revelaba en-vuelto en misterio, el de corazón de Jesússe nos manifiesta sensible, palpable, ali-viando todas las angustias humanas. El Se-ñor ha querido proporcionar a nuestras al-mas débiles el apoyo y el consuelo que pre-cisaban para poder superar las miserias deesta vida.

Esto nos explica por qué la Iglesia, a finde avivar en nuestras almas el amor de Cris-to, ha querido, atendiendo a los deseos desu Esposo, proponer a nuestra piedad ladevoción al Sagrado Corazón de Jesús.

Esta devoción consiste en el culto quetributamos a la Persona del Verbo encarna-do, considerada en su amor humano, sim-bolizado por su corazón de carne. Comobien lo sabéis –y permitidme que os re-comiende que en vuestras predicacionesinsistáis en esto–, todo culto religioso debetributarse necesariamente a la persona.Pero el corazón de Jesús puede legítima-mente ser objeto de culto, y del culto delatría que sólo a Dios pertenece. Y la razónde ello es que, como forma parte de la san-

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ta Humanidad, está hipostáticamente unidoal Verbo. Por eso, el corazón de Cristo debeser honrado en la unidad de la Persona di-vina encarnada: «Es digno de adoración,pero no por sí mismo, sino en cuanto queestá unido a la Persona del Verbo, que lo haasumido inseparablemente»: Adoretur inse, non tamen propter se, sed propter per-sonam Verbi. Esta fórmula teológica, cu-yos términos han sido tomados de las obrasde San Juan Damasceno y de Santo Tomás,expresa con la mayor exactitud la doctrinade la Iglesia sobre la adoración que le esdebida a la humanidad de Cristo [SummaTheol., III, q. 25, a. 2].

De la misma manera debemos conside-rar la devoción a las cinco llagas de Jesús.El culto se tributa a la persona de nuestrobendito Salvador, considerado en los sufri-mientos que experimentó y en el amor quenos demostró en su pasión. Las santas lla-gas son el testimonio más expresivo de sussufrimientos y de su amor. Y esto es lo quenos mueve a venerarlas y a adorarlas; peroconsiderándolas siempre en la unidad de lapersona del Hijo de Dios.

Como veis, la devoción al Corazón deJesús, así considerada, es una de las másprovechosas. Gracias a ella, se nos revelauna profunda verdad de la fe: el misterio dela vida íntima de Jesús, que es todo amor.Las humillaciones de Belén, las bondadesde la vida pública, los oprobios del Calva-rio, la muerte de cruz, el don de la Iglesia yel de la Eucaristía se nos revelan comopruebas inefables de su amor. Si atendemosa la totalidad de su misterio, a la plenitudde sus perfecciones o a la integridad de sumandato, Cristo siempre es caridad. Todasu obra es fruto de la caridad, y no tieneotro fin que encaminar los corazones alamor.

Ahora comprendemos el grito de SanPablo ante la revelación de estas grande-zas: «La caridad de Cristo nos constriñe»:

Caritas Christi urget nos (II Cor., V, 14).Y aquella otra exclamación: «Me amó y seentregó por mí»: Dilexit me et tradidit se-metipsum pro me (Gal., II, 20). Y aquellasolemne profesión de adhesión, como res-puesta a este don: «¿Quién nos arrebataráel amor de Cristo?»: Quis nos separabit acaritate Christi? (Rom., VIII, 35).

La devoción al Corazón de Jesús com-prende otro aspecto que nosotros los sa-cerdotes no podemos olvidar, precisamen-te por el ministerio que ejercemos con lasalmas.

Por la encarnación de su Hijo, «el Padrenos ha manifestado su amor misericordio-so»: Deus… qui dives est in misericordia,propter nimiam caritatem suam qua di-lexit nos… convivificavit nos in Christo(Eph., II, 4-5).

Es tanta la dependencia que tenemos delmundo de los sentidos, que no nos es posi-ble llegar al conocimiento de lo divino sinapoyarnos en lo humano. Por eso, el Padreha querido que el amor visible de Jesús sir-va para descubrirnos toda la grandeza de lasbondades que nos dispensa. Jesús nos dijo:«El que me ha visto a mí, ha visto al Pa-dre»: Qui videt me, videt et Patrem (Jo.,XIV, 9). Lo mismo pudiera haber dicho: «Elque ha visto mi amor, ha visto el amor demi Padre».

Sin llegar a perder de vista el objeto in-mediato y sensible de esta devoción, pode-mos también descubrir, a través del velo deeste corazón herido y transverberado, larevelación de la incomprensible caridad queel Padre profesa a todos los hombres: «Tan-to amó Dios al mundo, que le dio su Uni-génito Hijo» (Ibid., III, 16).

Este amor del Padre es también propiodel Hijo y del Espíritu Santo. Ego et Paterunum sumus (Ibid., X, 30). La SantísimaTrinidad es un océano de amor y el amor

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humano del Corazón de Jesús es su másacabada imagen, la manifestación más ade-cuada a nuestra debilidad.

¿Y cuál es la razón de esta conformidadtan absoluta que hay entre el amor que cons-tituye la esencia de Dios y el amor del co-razón de Jesús? No es otra que la uniónhipostática, la unidad de persona de nues-tro Salvador. En virtud de esta unión deambas naturalezas en la única persona delVerbo, el Espíritu Santo hace que todas lasactividades humanas de Jesús, y en primerlugar su amor, sean elevadas a la dignidadde operaciones del Hijo de Dios.

Si es cierto que la bondad que Jesúsnos demuestra es un eco fiel del eternoamor que Dios nos tiene, ¿no será con-veniente que, en justa correspondencia,el objeto de nuestro amor lo constituyaesta bondad del Padre, del Hijo y del Es-píritu Santo? Quiero decir que, al devol-ver a Cristo amor por amor, debemos in-tentar remontarnos hasta el Amor infini-to, que es la fuente de donde se derivatodo el amor que Jesús nos tiene.

Dios quiere, sin duda, que encontremosen el corazón de Jesús el lugar de nuestrodescanso, pero quiere, además, que por Ély en Él nos remontemos hasta alcanzar elmisterio eterno del amor que está escon-dido en el mismo Dios.

Jesús continuará siempre siendo nues-tro Mediador. Y por eso precisamente, elamor que profesamos a nuestro Salvadornos enseña a rendir homenaje a la cari-dad infinita, cuyas profundidades nos per-mite entrever el corazón de carne: «Paraque el Padre sea glorificado en el Hijo»:Ut glorificetur Pater in Filio (Jo., XIV,13).

En el Tabor, el Padre dijo, refiriéndo-se a Jesús: «Este es mi Hijo muy ama-do…; escuchadle»: Ipsum audite (Mt.,XVII, 5). Con estas palabras, no sólo que-ría el Padre imponernos la obligación de

escuchar con docilidad las palabras deJesús, sino también la de aprender entoda su conducta la revelación del amordivino que de la misma se desprende.«Todo cuanto hace el Verbo encarnado,dice San Agustín, es para nosotros unapalabra, una enseñanza»: Factum Verbiverbum nobis est [Tractatus in Joan,24, P. L., 35, col. 1593]. En el amor quenos manifiesta Jesús debemos ver un re-flejo real de la caridad eterna, pues elamor de Cristo es la revelación más es-tupenda que se ha hecho al mundo delamor eterno.

Ante el problema del mal y de los sufri-mientos que experimenta la humanidad nohay otra respuesta que pueda calmar nues-tras angustias sino la contemplación delamor que Cristo nos manifiesta desde lacruz. Es lo único que nos demuestra conindudable certeza, y a pesar de todas lasapariencias contrarias, que Dios adopta connosotros una actitud de insondable amor yde misericordia sin límites.

5.- Per Ipsum, cum Ipso, in Ipso¿Cómo lograremos vivir unidos a Cristo?Las sublimes palabras del fin del Canon

de la Misa nos lo sugieren.

Per Ipsum. –Los sacerdotes abrigamosla ambición de consagrarnos a Dios encuerpo y alma en el tiempo y en la eterni-dad. Los sacramentos del bautismo y delorden realizaron esta consagración e hicie-ron de nosotros objeto de su posesión ypertenencia. Pero es de suma importanciaque renovemos todos los días por un actovoluntario esta donación, pues constituyeuna prueba de amor muy meritoria. Elofertorio de la Misa y la acción de graciasson los elementos más apropiados para rei-terar esta oblación, ya que todo su valor se

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deriva de Jesucristo, a quien entonces es-tamos tan unidos.

Lo mismo puede decirse de la voluntadde reparar las ofensas que se hacen a la di-vina bondad, por medio de una vida consa-grada al servicio de Cristo. El amor nosmueve a unir nuestros sacrificios y trabajosa los sufrimientos y a las expiaciones queexperimentó Jesucristo y, gracias a estaunión, nuestras obras y nuestras penas tie-nen valor para satisfacer por nuestras ingra-titudes y pecados y aún por los de los de-más. También en este aspecto la Misa cons-tituye la obra de reparación por excelencia.«Él es la propiciación por nuestros peca-dos. Y no sólo por los nuestros, sino porlos de todo el mundo» (I Jo., II, 2).

Nunca llegaremos a comprender hastaqué punto esta mediación de Cristo sobre-naturaliza nuestra plegaria, nuestro traba-jo, nuestros sufrimientos y toda nuestravida. Jesucristo suple la pobreza de nues-tros méritos con la inmensidad de los su-yos. No olvidéis nunca que sus méritos nospertenecen y con mucha más verdad que lascosas de la tierra, porque sus méritos nospertenecen por toda la eternidad. A travésdel corazón de Cristo, tenemos siempreabierto el acceso a los tesoros de la gracia.Podemos extraer sin cesar del tesoro in-agotable de sus riquezas la luz y la fortale-za que precisamos. Por grande que seanuestra miseria, siempre tenemos, por me-diación de Cristo, el derecho de acercar-nos a Dios: Adeamus ergo cum fiducia adthronum gratiæ ut misericordiam conse-quamur (Hebr., IV, 16).

Cum Ipso. –Aunque estamos llenos deimperfecciones y somos una carga pesada,tanto para nosotros mismos como paranuestros prójimos, podemos, sin embargo,elegir a Cristo como nuestro amigo, ya queÉl nos lo permite, lo desea y aún nos invitaa ello.

Todo nos llama a esta amistad con Cris-to: el bautismo, la vocación sacerdotal, laMisa de cada día, su divina presencia en elsagrario. Cada página del Evangelio nos lorepite y cada fiesta litúrgica nos lo vuelve arecordar.

¿No es verdad que Cristo se unió en sucamino a los peregrinos que iban a Emaús,y enardeció sus corazones? Tengamos unafe viva en que Él camina a nuestro lado porlos senderos, a veces tan difíciles, de nues-tra vida. Él es nuestro mejor compañero deperegrinación, el amigo que sabe perdonary cuya amistad nunca se amengua.

In Ipso. –Estas dos palabras expresan launión del Cuerpo Místico. Toda la vida deamor del sacerdote debe estar sostenida poruna fe viva en la maravillosa unidad que serealiza en Cristo. Cuando celebramos la Mi-sa, debemos recordar que ofrecemos el sa-crificio en el seno de esta plenitud que esla Iglesia, y que la plegaria que hacemos lahacemos en su nombre. Siempre que admi-nistramos los sacramentos, o predicamos,o ejercemos cualquiera otra obra de cari-dad, tengamos presente que debemos rea-lizar nuestro apostolado como dispen-sadores fieles, en estrecha unión con la Ca-beza de este cuerpo y para provecho de susmiembros.

Pero el medio por excelencia para per-manecer in Christo es la comunión euca-rística, ya que por ella el sacerdote se unea Cristo de la manera más íntima que esposible al amor: «El que come mi carne…está en mí y Yo en él» (Jo., VI, 56). Ade-más, después de la comunión, continúa vi-viendo bajo la influencia de las irradia-ciones del corazón de Jesús, como envuel-to en la atmósfera de su amor y de su gra-cia. Esta permanente y constante unión aJesús hará que el sacerdote participe abun-dantemente de los frutos del don divino: «El

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que permanece en mí y Yo en él, ése damucho fruto» (Jo., XV, 5).

El ministro de Cristo que haya trabajadoy sufrido con estas disposiciones, verá ve-nir a la muerte sin sentirse angustiado.Como ha vivido in Christo, exhalará su úl-timo suspiro apoyado en los brazos de Je-sús y recostado en su corazón. Su muerte ysus dolores se unirán a los de Cristo y se-rán como absorbidos por los de Cristo ylos méritos del Salvador serán su riqueza ysu esperanza. Y podrá decir con Cristo:«Padre, en tus manos encomiendo mi espí-ritu» (Lc., XXIII, 46).

Nuestra verdadera alegría consiste,pues, en orientar nuestra alma hacia lavida sobrenatural. Salomón llegó a pala-dear en el lujo de sus palacios todas las sa-tisfacciones que le podían brindar todos losplaceres, pero, al cabo, no encontró sinosinsabores: «Vanidad de vanidades» (Eccles.,I, 2). Cuando el alma se entrega apasiona-damente a las satisfacciones humanas, pron-to llega a experimentar su vacío. Los pla-ceres que disfrutamos saliéndonos del or-den establecido por Dios producen en elcorazón un sentimiento de vacío total. Poreso, en las ciudades que son conocidas co-mo lugares de placer es donde el hombremás experimenta la futilidad de la existen-cia y donde la estadística de los suicidiosalcanza cifras más elevadas.

La única alegría profunda y duradera deesta vida consiste en la unión con Dios. Siesto es cierto para todos, para el sacerdotelo es mil veces más. Aunque pretendierasaciar su sed de felicidad bebiendo en otrasfuentes, nunca conseguiría calmarla sino enla caridad, puesto que su corazón esta con-sagrado a Cristo.

El que posee a Jesucristo, le hace unaafrenta si echa de menos las satisfaccionesque ofrece el mundo y abre su alma a losdeseos vanos y a la tristeza. Es como si le

dijera: «Señor, no me bastáis». ¡Y Jesús loes todo para nosotros!

Hemos sido creados para la felicidad, ytendemos necesariamente a su consecución.No estamos equivocados cuando nos lan-zamos a su conquista. Pero nos equivoca-ríamos de medio a medio si nos imaginára-mos que la vamos a alcanzar allí precisa-mente donde no la podremos encontrar.Dios quiere ser ya desde ahora el objeto denuestra alegría, y esto por una libre elec-ción nuestra que debemos renovar constan-temente.

Son muchos los grados del amor y de lasantidad, y no debemos conformarnos convivir una vida mediocre. Sino que, por elcontrario, debemos procurar que, bajo laacción del Espíritu Santo, «la llama de lacaridad eterna se avive sin cesar en noso-tros»: ¡Accendat in nobis Dominus ignemsui amoris et flammam æternæ caritatis!

X

Hoc est præceptum meum

1.- Actitud de Jesúspara con los hombres: el don de Sí

«Al nacer se da como amigo; en la Cenacomo alimento; en la muerte como resca-te; en su reino como recompensa»: Senascens dedit socium, convescens in edu-lium, se moriens in pretium, se regnansdat in præmium [Himno Verbum super-num].

Observad cómo en este texto litúrgico laexpresión se dedit… se dat… se repite

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constantemente, ora expresamente, ora so-breentendida.

Es que esta palabra expresa de una mane-ra perfecta cuál fue la actitud de Jesús paracon los hombres durante los días de su vidamortal y cuál es la que observa actualmen-te desde el cielo. Jesús se da constantemen-te y se comunica sin reserva alguna; se en-trega totalmente; y esto lo hace siempre entoda la plenitud de su amor.

Desde que hizo su aparición en el mun-do, tanto los pastores como los magos y elanciano Simeón se dieron perfecta cuentade que estaba allí por ellos y para ellos. Alos apóstoles, a los enfermos, a las masasde Galilea, Jesús se les revelaba como sino se perteneciese a sí mismo. ¿Acaso nofue enviado a los hombres para ser el pas-tor que da la vida por sus ovejas? Y el bau-tismo que con tanto deseo ansiaba, ¿no era,acaso, la ofrenda completa de sí mismohasta llegar al derramamiento de toda susangre? Baptismo habeo baptizari, et quo-modo coarctor usquedum perficiatur (Lc.,XII, 50). En su pasión, Jesús se entregó contodo el fervor de su amor: el Crucifixusetiam pro nobis que proclama nuestro Cre-do no fue en su corazón un pro nobis lán-guido y apagado.

San Bernardo, que recibió de lo alto lasluces que le permitieron contemplar elmisterio del don que de sí mismo hizo Je-sús a favor de los hombres, resume todoeste misterio en la siguiente frase: «Se en-tregó todo entero por mi bien, se gastó en-teramente para mi provecho»: Totussiquidem mihi datus, et totus in meos ususexpensus [Sermo III in Circumcisione. P.L., 183, col. 138].

Pero vosotros sabéis tan bien como yoque esta comunicación de amor continúarealizándose en el seno de la Iglesia. Y esa vosotros, los sacerdotes de Cristo, a quie-nes incumbe este augusto ministerio, puespor vuestra ordenación habéis sido desti-

nados a dar a Cristo al mundo. Esta es larazón de vuestro sacerdocio: sacerdos quie-re decir «el que da las cosas sagradas». ¿Yhay, acaso, algo más sagrado que Jesucristo?

El alma bendita de nuestro amado Salva-dor tenía constantemente una doble miradade amor: una orientada hacia el Padre, paracumplir siempre su voluntad; otra que com-prendía a todos los hombres. Por eso, enla santa Misa, Cristo se ofrece, ante todo,a la gloria del Padre y en esto consisteel fin principal del sacrificio. Y luego seda como manjar a todos: a los «buenos»,a los que se acercan por rutina, a los ti-bios e incluso a los «malos»: Sumunt bo-ni, sumunt mali [Secuencia Lauda Sion].

A nadie rechaza: Accipite et comedite(Mc., XXVI, 26). En virtud de este amor,perpetúa en su Cuerpo Místico la totalentrega de sí mismo que consuma su mi-sión redentora.

En tanto somos agradables a Dios encuanto que nos asemejamos a su Hijo Je-sús. Cristo se ofrece a su sacerdote comomodelo perfecto de caridad, especial-mente en su sacrificio. Al bajar del altar,el sacerdote debería estar dispuesto, asemejanza de su Maestro, a entregarsesin reservas por el bien de los hombres.¡Quiera Dios que el sacerdote consagrea los hombres su tiempo, sus fuerzas, suvida, hasta dejarse comer por ellos!

Si es verdad que compartimos conCristo la cura animarum, ¿no nos senti-remos obligados a tener conciencia denuestras responsabilidades en el redil deCristo? Sea cual sea nuestro cargo: co-adjutor, párroco, profesor, superior de unacongregación religiosa u obispo, es nece-sario que nos olvidemos de nosotros mis-mos y, a ejemplo del buen Pastor, nos en-treguemos sin cesar al bien de los demás.Así es como nuestra vida será en extremoagradable a Dios.

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El celo de San Pablo nos servirá de ejem-plo. ¿Cuál es el manantial del ardor delApóstol? El amor que Cristo le tuvo. «Lacaridad de Cristo nos constriñe»: CaritasChristi urget nos… (II Cor., V, 14). La con-templación de la entrega absoluta que de símismo hizo el Salvador le hacía imposibleel vivir para sus propios intereses, y le for-zaba, por así decirlo, a vivir, «no para símismo, sino para Aquél que murió y resu-citó por él» (Ibid., V, 15). Por eso, excla-ma en un arranque magnífico: Libentissimeimpendam et superimpendar ipse: «Yo demuy buena gana me gastaré y me desgasta-ré hasta agotarme por vuestra alma» (Ibid.,XII, 15).

El día de vuestra ordenación, Cristo oseligió: Ego elegi vos, para que deis fruto:ut fructum afferatis (Jo., XV, 16). Si el sa-cerdote no está poseído de un ardiente de-seo de conquistar las almas y solamente sepreocupa de sus negocios personales, andamuy equivocado. Si hubiera elegido la vidaseglar, podría haberse dedicado a la cien-cia, a la política, a los negocios, sin pre-ocuparse de consagrar su vida al bien de lasalmas; pero una vez que se ha hecho sacer-dote, pro hominibus constituitur in iis quæsunt ad Deum (Hebr., V, 1), la única razónde su existencia es elevar a los hombreshacia Dios para darles a Jesucristo y todosu celo debe encaminarse a este único fin.

2.- La caridad nace de DiosEl amor del prójimo, tal como nos lo

enseña el Nuevo Testamento, se deriva deuna virtud sobrenatural: la caridad.

Dos grandes prerrogativas caracterizan aesta virtud: porque, por una parte, es un donde Dios, una participación del mismo amorcon que nos ama; y por la otra, el que prac-tica el amor del prójimo no sólo ama alhombre, sino que en él ama también a Je-sucristo, puesto que, al amar a sus miem-bros, a Él es, sobre todo, a quien amamos.

La primera de estas prerrogativas es unode los temas más admirables de la doctrinade San Juan: «Carísimos, amémonos unosa otros, porque la caridad procede de Dios,y todo el que ama es nacido de Dios» (I Jo.,IV, 7). Según lo que dice San Juan, la cari-dad se nos concede por una comunicacióndivina; y al mismo tiempo que nace en elalma, la une a Dios y la hace semejante aÉl. Y añade San Juan que «Dios es amor, yel que vive en amor permanece en Dios yDios en él» (Ibid., 16). Es tan íntima la re-lación que existe entre el amor de Dios ydel prójimo, que el mismo mandamientolos prescribe ambos: «Nosotros tenemosde Él este precepto, que quien ama a Diosame también a su hermano: Hoc mandatumhabemus a Deo ut qui diligit Deum diligatet fratrem suum (Ibid., 21). Por consiguien-te, el amor del prójimo está comprendidoen el mismo precepto de la caridad.

Esta misma verdad la expresa la teologíacon su lenguaje técnico, cuando afirma queun mismo y único hábito de caridad, unicohabitu, basta para que el cristiano pueda amarsobrenaturalmente tanto a Dios como a suprójimo.

Si esta maravilla es posible, es porque,por su unión con Dios, el alma se confor-ma necesariamente con Él y por eso adop-ta interiormente su misma postura para conel prójimo. El alma amará a los demás por-que Dios los ama y de la manera que Dioslos ama, deseando que glorifiquen al Señory encuentren en Él su propia felicidad deacuerdo con los planes de la Providencia.

La caridad cristiana difiere esencial-mente de la filantropía natural, pues sibien es verdad que la filantropía puedeser benéfica y digna de elogio, pero, contodo, no ama al prójimo con el fin de lle-varle a Dios, ni «como Dios le ama»: si-cut dilexi vos (Jo., XIII, 34). La filan-tropía se limita a esta vida, al paso que lacaridad mira a la eternidad. La filantro-

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pía solamente tiene en cuenta los puntosde vista y los motivos puramente huma-nos; y la caridad, por el contrario, esesencialmente sobrenatural. El mismomovimiento que impulsa al alma hacia laBondad infinita, la inclina a la generosi-dad y al amor sacrificado para con loshombres. Por eso dice San Juan que: «Sialguno dijere: Amo a Dios, pero aborre-ce a su hermano, miente»: mendax est (IJo., IV, 20).

En manifiesta oposición a la ley del ta-lión, Jesús orienta a las almas hacia la ple-nitud de la caridad: «Si alguno te abofeteaen la mejilla derecha, dale también la otra;y al que quiera litigar contigo para quitarlela túnica, déjale también el manto. Y si al-guno te requisa para una milla, vete con éldos» (Mt., V, 39-42).

Este ideal es tan propio y exclusivo delcódigo de la Nueva Ley, que Jesús llamó«su precepto» a la caridad para con el pró-jimo: Hoc est præceptum meum… (Jo., XV,12). «Esta es la señal que demostrará que soismis discípulos»: In hoc cognoscent omnesquia discipuli mei estis, si dilectionemhabueritis ad invicem (Ibid., XIII, 35).

¿Dónde encontraremos la medida exactay el modelo perfecto de este amor? En elcorazón de Jesús. Todo el amor que Jesúsmanifestaba a los hombres era una deriva-ción del que profesaba a su Padre: Quia tuisunt (Jo., XVII, 9). El querer humano denuestro amado Salvador se unía de un modoperfecto al acto inmutable de la eterna di-lección con que Dios, en su bondad, ama alos hombres: «Tanto amó al mundo, que ledio su Unigénito Hijo» (Jo., III, 16).

El amor que nos profesa el corazón deJesús tiene su manantial, su motivo y su finen el mismo Dios.

Además Jesús ha llevado su entrega has-ta el extremo de dar su vida. «Él dio su vidapor nosotros; y nosotros debemos dar nues-

tra vida por nuestros hermanos» (I Jo., III,16). Este amor de Cristo para con los hom-bres es para nosotros el ejemplo de la cari-dad que Dios ha depositado en nuestras al-mas y no dudéis de que Cristo se consumeen deseos de comunicar al corazón de sussacerdotes una chispita de su mismo amor.

Sólo al corazón le está reservado el pri-vilegio de conmover los corazones. En tan-to podremos actuar sobre las almas, encuanto las amamos. Esta es la única expli-cación de este extraño fenómeno: se da devez en cuando el hecho de que hay sacer-dotes que cumplen con exactitud sus debe-res de piedad, pero que no tienen ningúnéxito en sus ministerios. Si se recurre aellos en momentos de angustia, se revelancomo hombres asentados, de vida intacha-ble, pero faltos de un corazón abierto ymagnánimo. Y todas las almas, pero espe-cialmente las que se encuentran bajo el pesode un gran sufrimiento o están atribuladas,tienen derecho a que el sacerdote se hagaeco de sus penas. Por eso, es necesario quedel corazón del sacerdote brote el fuego,el amor y el celo que lleva las almas a Cris-to. ¿Qué se entiende por celo? Es el impul-so mismo del amor, pero llevado hasta elpunto de que el alma sea capaz de contagiara los demás su mismo entusiasmo. Tal debeser el fervor de nuestra caridad: desearardientemente que reine Dios en las almasy en la sociedad. Entonces nuestras pala-bras consolarán y confortarán a los que anosotros acudan, entonces combatiremosel pecado, aceptaremos de buena gana laspenas, la fatiga, la entrega y el sacrificio denuestra vida.

3.- El amor de Cristoen la persona del prójimo

La segunda prerrogativa de la caridadcristiana es más admirable aún. Ella susci-ta en los santos prodigios de abnegación.

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Esta es la verdad espléndida que se ofre-ce a nuestra fe: Cristo se sustituye en lapersona del prójimo, para que, al amar yservir a éste, le amemos y le sirvamos a Él.

Desde su encarnación, Jesucristo se iden-tifica con cada uno de nosotros, como nosdice San Pablo repetidas veces: «Vosotrossois el cuerpo de Cristo y miembros losunos de los otros»: Vos estis corpus Christiet membra de membro (I Cor., XII, 27). Yañade: «Nadie aborrece jamás su propiacarne, sino que la alimenta y la abriga comoCristo a la Iglesia, porque somos miembrosde su cuerpo» (Eph., V, 29-30). Si es ver-dad que pertenecemos a su carne y a sus hue-sos, ¿no quiere esto decir que somos unamisma cosa con Él?

El Padre nos ve en su Hijo como miem-bros suyos. Y por esto es misericordiosocon nosotros y nos dispensa las riquezasde su gracia. Cuando Dios nos perdona, nosatrae o nos santifica, es propiamente a suHijo a quien manifiesta esta bondad sin lí-mites.

¿Qué se sigue para nosotros de esta iden-tificación con Cristo? Que, cuando nosconsagramos los unos al bien de los otros,es a Cristo a quien amamos y servimos ensus miembros. Observad lo que ocurre enla vida ordinaria. Todo lo que se hace a losmiembros de alguno, se hace realidad a sumisma persona. Así, por ejemplo, si yo ten-go un dedo herido y me lo curáis, es a mí,es a mi persona a quien dispensáis estoscuidados, porque el dedo forma parte de micarne. Lo mismo sucede con los miembrosde Cristo, porque forman un todo con Él.Porque Cristo los ha unido a Él, es por loque nos ha dicho: «Cuantas veces hicisteiseso a uno de mis hermanos más pequeños,a mí me lo hicisteis» (Mt., XXV, 40).

Dios ha establecido esta ley por efectode su amor y no podremos abrigar la pre-tensión de cambiarla. En el día del juicio,la sentencia definitiva se pronunciará se-

gún hayamos guardado o no el precepto dela caridad para con el prójimo. ¿Cuál serála fórmula de aquel solemne veredicto? Elmismo Cristo la proclamó cuando dijo:«Venid, benditos de mi Padre… Tuve ham-bre y me disteis de comer»… Y los buenosse extrañaran, diciendo: «¿Cuándo te vimoshambriento?» Y el Señor les responderá:«En verdad os digo, que cuantas veces hi-cisteis eso a uno de mis hermanos más pe-queños, a mí me lo hicisteis». Y el juez diráa los malos: «Apartaos de mí, malditos».¿Por qué? ¿Porque no rezamos? ¿Porqueno ayunamos? No; sino porque «tuve ham-bre y sed, estuve triste y abandonado, y nome socorristeis… Cuando dejasteis de ha-cer eso con uno de estos pequeñuelos, con-migo no lo hicisteis» (Mt., XXV, 34-35).

Quizá me digáis: ¿Es que no tenemosotros mandamientos que debemos cumplirigualmente para salvarnos? Cierto que sí,pero de nada nos serviría guardarlos si nocumplimos el gran precepto del amor paracon el prójimo. Por eso escribió San Pa-blo: «Toda la Ley se resume en este soloprecepto: Amarás a tu prójimo como a timismo»: Omnis lex in uno sermone imple-tur (Gal., V, 14).

Esta identificación de Jesús con losmiembros de su Cuerpo Místico que pade-cen y sufre no puede ser para nosotros unafórmula vacía de sentido, porque expresauna realidad misteriosa, pero que provocael entusiasmo y engendra la caridad: hacertodo por el prójimo como si se tratase dela misma persona de Cristo.

Los santos vivieron una vida consagradaal amor, porque creían en el misterio de estasustitución sagrada. Para San Benito, porejemplo, es al mismo Cristo a quien obe-decemos en la persona del abad; es al mis-mo Cristo a quien aliviamos con las aten-ciones que dispensamos a los enfermos, ya Él servimos cuando prestamos a otrosnuestros servicios; y las muestras de res-

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peto de que se rodea el acto mismo de re-cibir a los huéspedes es un culto que se tri-buta a Jesús que llega como peregrino [Re-gla, passim].

Este mismo espíritu de fe es el que nosimpulsa a perdonar a nuestros enemigos.San Juan Gualberto era, antes de su con-versión, un altivo caballero de los alrede-dores de Florencia. Y ocurrió que un día deViernes Santo se encontró con el asesinode su hermano. El primer impulso de sucorazón fue de abalanzarse sobre su ene-migo y satisfacer su deseo de venganza. Pe-ro el culpable se hincó de rodillas en me-dio del camino y puso los brazos en cruz,solicitando el perdón en nombre del cruci-ficado. El futuro santo se contuvo, viendoen el criminal la imagen de Jesucristo. To-cado por la gracia, bajó del caballo y, poramor a Jesucristo, abrazó a su enemigo,aceptándolo como hermano. Conmovidopor su propio gesto, entró en una iglesia y,al tiempo que oraba al pie de un crucifijo,vio cómo Cristo inclinaba la cabeza haciaél en señal de amor.

El que Cristo se sustituya por cada unode sus miembros no es ninguna ficción, sinouna de las más profundas realidades. Cris-to vierte en sus miembros la vida sobrena-tural, que es su propia vida, la vida de la gra-cia santificante y de la caridad. Los miem-bros de su cuerpo le están unidos como lossarmientos a la cepa, formando un todoúnico.

Nosotros los sacerdotes gozamos delinsigne privilegio de tener en el altar a Cris-to en nuestras manos; pero si somos fríoso rencorosos con nuestros prójimos, es almismo Cristo a quien hacemos objeto denuestra aversión. «¿Cómo no has de pecarcontra Cristo, exclama San Agustín, si pe-cas contra uno de sus miembros?»:Quomodo non peccas in Christum, qui pe-ccas in membrum Christi? [Sermo 83, 3.P. L., 38, col. 508]. Antes de celebrar, de-

jemos a un lado, por amor a Cristo, todasusceptibilidad y todo amor propio, arran-cado de nuestros corazones todo espíritude rencilla, dispuestos a otorgar el perdóncon generosidad y largueza. Porque es elmismo Jesús quien nos ha impuesto esteprecepto: «Si te acuerdas de que tu herma-no tienen algo contra ti, deja allí tu ofrendaante el altar, ve primero a reconciliarte contu hermano y luego vuelve a presentar tuofrenda» (Mt., V, 23-4). Es como si dijera:Pon primero en orden tus relaciones conel prójimo y ven luego a ofrecer el sacrifi-cio.

No debéis, por otra parte, esperar el re-conocimiento de los hombres, sino quedebéis mostraros bondadosos sin exigirretribución alguna. Debéis tener un cora-zón rebosante de caridad, y el mismo Cris-to será vuestro deudor. El os agradecerátodo cuanto hagáis por sus miembros, comosi se lo hicieseis a Él mismo. Y como esinfinitamente rico, os pagará espléndida-mente su deuda. Convenceos de que Diossiempre obra con liberalidad, pues no es uncomerciante de limitados recursos. Él oscolmará de abundantes bendiciones. «Dady se os dará, dice el Evangelio; una medidabuena, apretada, rebosante, será derramadaen vuestro seno» (Lc., VI, 38): Date etdabitur vobis: mensuram bonam et con-fertam et coagitatam et supereffluentemdabunt in sinum vestrum.

4.- Señales de la verdadera caridadSan Pablo enumera en estos términos las

características de la verdadera caridad: «Espaciente, es benigna; no es envidiosa, no esjactanciosa, no se hincha; no es descortés,no es interesada; no se irrita, no piensa mal;no se alegra de la injusticia, se complaceen la verdad; todo lo excusa, todo lo cree,todo lo espera, todo lo tolera» (I Cor., XIII,4-7).

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Examinemos a ver si descubrimos es-tas señales en nosotros. En el altar reci-bimos a Aquél que es la caridad misma. Es-te contacto divino debiera ir liberando pro-gresivamente a nuestra alma del egoísmohumano.

La verdadera caridad, al decir del Após-tol, es «paciente»:

Caritas patiens est. –El primer movi-miento del hombre, siguiendo el impulsode su naturaleza, es el de sacudir lejos de sítodo lo que le incomodo y, cuando no pue-de deshacerse de lo que le molesta, se en-trega a la murmuración o a la cólera. La ca-ridad soporta en paz la adversidad, el dolor,la injusticia y la injuria. Y es tanto mayor lapaciencia con que sabe sobrellevar estas ad-versidades cuanto su caridad alcanza mássúbitos quilates. Nuestro amado Salvadores el modelo perfecto de esta paciencia. Altiempo que se entregaba por nuestro bien,le escupían a la cara, le golpeaban y le acu-saban; pero, a semejanza de un cordero quees conducido al matadero, «no abría sus la-bios»: Jesus autem tacebat (Mt., XXVI,63). Y cuando estaba agonizando en la cruz,oraba por nosotros, sin proferir la menorqueja.

La verdadera paciencia va siempre acom-pañada de la bondad y de la mansedumbreen los pensamientos, en las palabras y enlas obras. También de esto nos dio Jesús unsublime ejemplo. Ved con qué palabras másamables acogió a Judas que venía a traicio-narle. «Amigo, ¿a qué vienes?» (Ibid., 50),y con qué oración rogó por los verdugosque le crucificaron: «Padre, perdónales,porque no saben lo que hacen» (Lc., XXIII,34).

¿Cuáles son nuestros sentimientos cuan-do nos ofenden aún en cosas de poca mon-ta? ¿Nos mostramos indignados y desabri-dos? ¿Guardamos antipatía o rencor para losque nos han faltado?

La paciencia nos es completamente ne-cesaria en nuestras relaciones diarias conel prójimo. Ocurre con frecuencia, aún en-tre sacerdotes, que el trato familiar e ínti-mo da lugar a molestias y enfados mutuos,a veces aún sin percatarse de ello. Por eso,decía San Agustín: «Somos hombres mor-tales, quebradizos, débiles y llevamos en-cima estos vasos de barro, que se achuchanunos a otros. Pero si estos vasos de carnese constriñen, ensanchemos los espaciosde la caridad»: Si angustiantur vasa ca-rnis, dilatentur spatia caritatis [Homil. 69de Verbis Domini, P. L., 38, col. 440]. Aun-que lograrais reunir a varios hombres tansantos, que fueran dignos de ser canoniza-dos, para colaborar en un mismo trabajo,es muy posible que se hiciesen sufrir el unoal otro. Procurad, pues, esforzaros en so-portar los defectos y aún las extravaganciasde los demás, ya que también ellos tienenque sobrellevar las vuestras.

El mismo Jesucristo, el más noble y elmás delicado de todos los hombres, quedurante su vida pública vivió en íntimo yconstante contacto con sus apóstoles, tuvoque soportar muchas veces las incompren-siones de aquellos rudos pescadores de Ga-lilea. Es cierto que los discípulos amabanmucho a su Maestro, pero no lo es menosque, en más de una ocasión, no entendíanni el significado de sus palabras ni el altosentido de sus actos.

¡Cuán necesaria nos es la paciencia en elejercicio de nuestro ministerio!: lo mismoen el confesonario que en el catecismo yen el trato con los feligreses indiferentes,tibios y pecadores. Pero tengamos una granfe en el porvenir, y sembremos la buenasemilla con toda paciencia, seguros de quealgún día sonará la hora de la gracia.

Benigna est. –«Si amáis a los que osaman, ¿qué gracia tendréis? También lospaganos hacen tanto como eso» (Lc., VI,

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32). La caridad, en virtud de su misma esen-cia, es una fuente de celo que engendra unaactividad fuerte y generosa, que hace el biena todos, aún a los enemigos; pues es benig-na, bienhechora y buena para todos. «Vues-tro Padre, que está en los cielos, hace salirel sol sobre malos y buenos» (Mt., V, 45).Esta debe ser la norma de nuestra conduc-ta. Hacer brillar el sol no quiere decir otracosa que proporcionar a todos el consue-lo, la ayuda eficaz y la verdadera alegría,acogiendo de igual manera al pecador comoal cristiano ferviente, al niño como al an-ciano.

A lo largo de toda su vida, Jesús se nosmostró como el modelo ideal de esta bon-dad. Antes de dar su vida por la salvación delos hombres, hizo entrega de su corazón acada uno de ellos. Consultad el Evangeliopara que veáis cómo se comportaba. Lospadres le llevaban sus hijos para que les im-pusiera sus manos y los bendijese. Y cuan-do los apóstoles los echaron atrás, el Se-ñor les dijo: «Dejad que los niños vengan amí» (Mc., X, 14).

Jesús se mostraba siempre bondadosocon todos los que le manifestaban sus su-frimientos, ¡y qué de milagros hizo paraaliviarlos! Verdad es que nosotros no tene-mos como Él, poder de curar a los enfer-mos, pero podemos visitarlos en su nom-bre, consolando sus penas y animándolos aque sobrenaturalicen sus dolores.

El buen Pastor conocía a sus ovejas, yllevó sobre sus hombros la oveja perdi-da. ¡Hermoso ejemplo, que debe estimu-larnos a conocer personalmente nuestrorebaño y a salir en busca de las almas ex-traviadas y a tratar con bondad a todoslos miserables! Ojala pudiera decirse denosotros lo que San Pedro proclamabadel divino Maestro: «Pasó haciendo elbien» (Act., X, 38).

Pero no hay que olvidar que el ministrode Cristo que se consagra al bien de los

demás no debe perder de vista el orden queexige la caridad cristiana. Si tiene cargo dealmas, sus primeros cuidados los dispen-sará a aquellos de quienes tiene la respon-sabilidad inmediata, y aún entre éstos, a lasalmas más abandonadas y que más necesi-tan de sus auxilios. El guardar el debidoorden en el ejercicio de la caridad no dis-minuye para nada la verdadera abnegación.

Cuando el pueblo cristiano descubre enel corazón del sacerdote esta bondad des-bordante, suele acudir a él con absolutaconfianza en todas las dificultades de lavida. «No hay miedo de acudir a él, sueledecir el pueblo; porque puede uno estarseguro de contar con su colaboración in-condicional». Podéis creerme si os digoque, cuando el pueblo cristiano teme soli-citar los servicios de un sacerdote –aun-que, por otra parte, sea fiel a su reglamentode vida, a su meditación y a su examen– esseñal inequívoca de que su alma no está ple-namente poseída de la caridad de Cristo. Elque no abre su corazón al prójimo, tampo-co se lo abre a Jesucristo.

La caridad no solamente se manifiestaen las obras, sino también en los pensa-mientos y en las palabras. Hay quienesson muy inclinados a emitir un juicio des-favorable de los actos y aún de las inten-ciones del prójimo. Si nos encontráramosen este caso, debemos saber que con ellonos oponemos a la voluntad de Dios y alprivilegio que únicamente a Cristo le fueconcedido. «El Padre ha entregado al Hijotodo el poder de juzgar» (Jo., V, 22).

Solamente el ojo de Dios puede ver loque se oculta entre los repliegues de la con-ciencia. Él es el único que puede darsecuenta de la parte que hay que atribuir a laignorancia, a la fragilidad, al atavismo, a laenfermedad y al nerviosismo en las faltasde los demás, y el único que ve el encade-namiento de las causas que predisponen a

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un alma para que obre mal. Cuántas veceslo que a nosotros nos parece un grave pe-cado, a los ojos de Dios, que ve todas lascircunstancias que han concurrido en elcaso, merece un juicio completamente dis-tinto.

Aún suponiendo que tengáis una granperspicacia, nunca os creáis lo suficiente-mente capacitados para apreciar en su jus-to valor la conducta del prójimo. Nolitejudicare ut non judicemini (Mt., VII, 1). Siqueréis evitar que el Señor se muestre se-vero con vosotros, procurad mostrarosmisericordiosos con los demás. «Si unaacción, dice San Francisco de Sales, tuvie-ra cien facetas, debieras mirarla por el ladomejor». Procuremos, pues, no apartarnosde la caridad al emitir nuestros juicios.

Puede darse el caso de que, fuera del con-fesonario, el sacerdote se vea obligado encumplimiento de su ministerio a hacer enpúblico alguna advertencia desfavorablepara el prójimo. Cuando llegue ese caso,debe cumplir su deber con firmeza, perosin entrometerse a juzgar de las intencio-nes que haya podido tener.

La caridad está por encima de los puntosde vista y de los criterios humanos. Por esoSan Pablo dice tan admirablemente que «lacaridad no piensa mal; no se alegra de lainjusticia»: Non cogitat malum, non gau-det super iniquitate. Sino que, por el con-trario, se alegra de todos los bienes del pró-jimo.

Caritas non æmulatur. –«La caridad noes envidiosa». Cuando ve que otro disfrutade alguna prerrogativa, el hombre que sedeja llevar de sus instintos naturales se sien-te apesadumbrado, como si sufriera algúnmenoscabo en sus derechos. Los celos pue-den conducir a los más graves desórdenes.Por culpa de ellos, Caín mató a su hermanoAbel y los hermanos de José lo vendieron

a unos extranjeros. No permitamos que estevicio se apodere de nuestro corazón. Perono nos extrañemos de que en el fondo denuestra alma se insinúen algunos ligerosmovimientos de envidia, ya que esto es muyhumano. Pero no cedamos en lo más míni-mo. Los mismos apóstoles de Cristo se sin-tieron en alguna que otra ocasión envidio-sos los unos de los otros. San Lucas noscuenta que, poco antes de la última Cena,facta est contentio inter eos (Lc., XXII,24), discutieron entre sí «sobre quién deellos había de ser tenido por mayor».

La caridad engendra en nosotros unoscriterios diametralmente opuestos: no seentristece por los éxitos de los demás, nirebaja sus méritos, ni obra solapadamentepara perjudicarles; no considera al prójimocomo a un rival, ni siquiera como a un ex-traño, sino que, en la unidad del cuerpo deCristo, considera al prójimo como a unhermano, como a otro yo. Esto es lo quehacía exclamar al Apóstol: «¿Quién desfa-llece que no desfallezca yo? ¿Quién se es-candaliza que yo no me abrase?»: Quisinfirmatur, et ego no infirmo? Quis scan-dalizatur, et ego non uror? (II Cor., XI, 29).Y añade: «Alegraos con los que se alegran,llorad con los que lloran» (Rom., XII, 15).Hasta este punto eleva los sentimientos delcorazón la más excelente de las virtudes.

Caritas nos quærit quæ sua sunt. – «Laverdadera caridad es completamente des-interesada, y no busca el propio interés».El sacerdote debe saber que Dios le ha ele-gido, ante todo, para trabajar por los inte-reses sobrenaturales del prójimo, sin queen ello pueda buscarse para nada a sí mis-mo, a ejemplar de San Pablo, que dice: «Medebo tanto a los sabios como a los igno-rantes» (Ibid., I, 14).

Si recordáis la teoría de Hobbes, os da-réis más perfecta cuenta del espíritu queinforma a la caridad. Este filósofo inglés

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concibió un estado social en el que cadauno podría reivindicar la totalidad de susderechos. De ello resultaría fatalmente quelos hombres estarían en guerra perpetua, ycada uno vería en sus semejantes a otrostantos enemigos que le disputaban el dis-frute de sus ambiciones. Esta teoría cons-tituye la apoteosis del egoísmo. Pero suconocimiento nos es útil, porque nos hacecomprender mejor cómo la caridad elevaal hombre por encima de las preocupacio-nes del propio «yo». El espíritu de la reinade las virtudes sobrepasa los estrechos lí-mites del interés personal. La caridad dila-ta el alma, haciendo que ame a Dios sobretodas las cosas y que se olvide de sí mismapara dedicarse a procurar el bien del próji-mo.

Cuando el hombre vive de este ideal, noestá siempre celoso de conservar sus de-rechos, sino que practica lo que tanto re-comienda San Benito: «Nadie busque loque cree que le es útil, sino lo que es prove-choso para los demás»: Nullus quod sibiutile judicat sequatur, sed quod magisaliis. En Irlanda se suele decir, a modo dechanza, en los momentos de pánico: «Cadauno para sí y que el diablo coja al último».Pero debemos preferir la expresión delApóstol: «Desearía ser yo mismo anatemade Cristo por mis hermanos» (Rom., IX, 3).Esta frase, que rechaza todo egoísmo, es lamás acabada expresión de toda la grandezaque encierra la caridad cristiana.

Non est ambitiosa, non inflatur. –«Lacaridad es humilde». Porque se da sin es-perar a cambio la gloria, sin pregonarlopúblicamente, sin atribuirse mérito algu-no. Esta consagración al bien de los de-más, totalmente desprovista de vana com-placencia, hace que la caridad cristianasea en un todo conforme a la de Jesu-cristo.

A lo largo de toda su vida, el divinoMaestro manifestó su humildad en elejercicio del amor, pero nunca llegó a sertan impresionante esta humildad comocuando, poco antes de la última Cena, searrodilló a los pies de sus apóstoles y leslavó los pies.

El sacerdote que, en el ejercicio de suministerio, imita esta humildad del Sal-vador, «no romperá la caña cascada ni apa-gará la mecha humeante» (Isa., 42, 3).Aún cuando el cumplimiento de su deberle obligue, a veces, a contradecir, a resis-tir y a combatir, en todas estas ocasionesse comportará con el comedimiento que elrecuerdo de su propia flaqueza y el espíritude caridad le sugieran.

Todas estas pruebas de bondad y de amorson otras tantas manifestaciones de estaúnica y sobrenatural virtud que el Salvadortrajo al mundo. Si la practicamos tal comoSan Pablo la describe, imitaremos la mise-ricordia de Jesucristo, y esta semejanza, porpequeña que sea, hará que nos asemejemosa la caridad del mismo Dios.

Si de veras amamos al prójimo, le ama-mos por Él, como Él y por su gracia.

5. – La caridaden el ministerio de la palabra

El sacerdote no solamente da a los hom-bres las gracias de los sacramentos, sinotambién la doctrina de Jesucristo. El ha re-cibido del Señor un ministerium verbi(Act., XX, 24), y tiene la misión de recor-dar a los fieles las verba Christi. Sea en elpúlpito como en el confesonario, lo mis-mo en la visita a los enfermos que en laenseñanza del catecismo, o aún en la sim-ple conversación, las palabras que brotande los labios del sacerdote tienen una graninfluencia para elevar el nivel de la vida es-piritual de los fieles.

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La revelación es un «depósito» precio-so, de cuya custodia todos los sacerdotesson en alguna manera responsables. «¡OhTimoteo!, guarda el depósito a ti confiado,evitando las vanidades impías y las contra-dicciones de la falsa ciencia» (I Tim., VI,20). Al ministro de Cristo incumbe la mi-sión de adiestrar a los fieles en la inteli-gencia de las grandes y fecundas verdadesde la revelación. Sacerdotem oportetprædicare, dice el Pontifical.

«Dios nos habló por su Hijo»: Novissime,diebus istis, locutus est nobis in Filio (Hebr.,I, 2). El Verbo es la expresión más acabadade la perfección infinita del Padre y Él mis-mo, en cuanto hombre, nos ha revelado conun lenguaje humano, adaptado a la limitadacapacidad de nuestra inteligencia, los secre-tos de esta vida divina: Unigenitus Filius quiest in sinu Patris ipse enarravit (Jo., I, 18).

Por medio de Jesús se han hecho asequi-bles a nuestra inteligencia los pensamien-tos de la Sabiduría eterna; y la Escritura yla Tradición son los vehículos por los quese han transmitido al mundo. «Estas pala-bras son como semillas que trasmiten lavida»: Semen est verbum Dei (Lc., VIII, 11).Verba quæ ego locutus sum vobis, spirituset vita sunt (Jo., VI, 63).

Cuando el sacerdote anuncia estas ver-dades, no habla en nombre propio, sino quees un embajador que habla en nombre de suSeñor: Pro Christo legatione fungimur (IICor., V, 20), y obedece a la orden de Cris-to, que dijo: «Id, y enseñad» (Mt., XXVIII,19). Es el mismo Salvador quien se sirvede los labios del sacerdote para dirigirse alpueblo cristiano (Isa., LI, 16). «Cristo haorado por todos cuantos acepten su pala-bra» (Jo., XVII, 20). Todo sacerdote debedecir a semejanza del Apóstol: «¡Ay de mí,si no evangelizara!»: Væ mihi si non evange-lizavero (I Cor., IX, 16).

Los pastores protestantes predican a ve-ces con una convicción, que os admiraría;

pero el mal está en predicar sin tener«misión» de predicar. Si nosotros tenemosel deber de hacer llegar a los hombres lapalabra de Dios, lo tenemos por un princi-pio de autoridad: Deo exhortante per nos(II Cor., V, 20). Vuestro obispo ha recibidosu misión de manos de la Iglesia; y si él os«envía» a enseñar a los hombres las verda-des de la revelación, vuestra palabra tienetoda la autoridad de un legado divino: Quo-modo prædicabunt nisi mittantur? diceSan Pablo (Rom., X, 15): «¿Cómo es posi-ble predicar sin haber recibido una misiónsobrenatural?»

Por lo que respecta a la misma predica-ción, reflexionemos un poco en las brevespero fecundísimas normas que nos da SanPablo: «Predica la palabra, insiste a tiem-po y a destiempo, arguye, enseña exhortacon toda longanimidad y doctrina»: Prædicaverbum; insta oportune, importune; ar-gue, obsecra, increpa in omni patientiaet doctrina (II Tim., IV, 2). No vamos a ha-cer un análisis detallado de estas normas;pero vamos, siquiera, a destacar brevementealgunos puntos.

Ante todo, el Apóstol nos dice: «Predi-ca». –El ministerio de la palabra que elSeñor ha confiado a los sacerdotes consis-te esencialmente en dar a conocer el men-saje evangélico y el valor de las creenciascristianas: Testificari Evangelium gratiæDei (Act., XX, 24). Es indispensable que,para cumplir debidamente su cometido, elsacerdote se apoye en un fondo doctrinal.Para predicar bien hay que ilustrar las inte-ligencias y conmover al mismo tiempo loscorazones.

Para conseguirlo, debéis procurar ali-mentar vuestra alma con el manjar de laSagrada Escritura. «Todo cuanto está escri-to, para nuestra enseñanza fue escrito, a finde que por la paciencia y la consolación delas Escrituras estemos firmes en la espe-

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ranza» (Rom., XV, 4). Yo creo que para todaalma que busca a Dios sinceramente le bastacon lo que enseñaron el Señor y los após-toles. Si predicamos a Cristo, siempre seráeficaz la inmensidad de sus gracias.

Se requiere, además, una sólida forma-ción teológica para poder exponer las ver-dades reveladas guardando la fidelidad de-bida al lenguaje adoptado por la Iglesia.

A los sacerdotes jóvenes les aconsejoque, al menos durante los tres primerosaños de su ministerio, se tomen el trabajode escribir sus sermones.

«Insiste a tiempo y a destiempo». – SanPablo nos dice con estas palabras que elcelo del ministro de Cristo no debe enti-biarse nunca. Que siempre y en todas par-tes su conciencia le recuerde la misión queha recibido. Pero, con todo, este ardor deberevestirse de moderación y de prudencia,de tal manera que en su acción cerca de lasalmas nunca falte el buen sentido. Y aún haycasos en que es menester esperar largosaños antes de que llegue la hora de la gracia.

«Arguye, enseña». –No podemos que-dar indiferentes ante las faltas morales ylos errores doctrinales de nuestros fieles.Y llegará la ocasión de que tengamos quereprochar a nuestros cristianos su malaconducta y ponerles en guardia contra lospeligros que corre su fe. Seamos diligen-tes en el cumplimiento de este deber, perono seamos de los que, cuando suben al púl-pito, no hacen otra cosa que demostrar sudescontento y bramar contra todo el mun-do. Creen equivocadamente que, con pro-ceder de esta manera, anuncian el Evange-lio, cuando la verdad es que les anima uncelo lleno de amargura y desabrimiento. Yel Apóstol Santiago nos dice estas tremen-das palabras: «La cólera del hombre no obrala justicia de Dios»: Ira enim viri justitiam

Dei non operatur (I, 20). Los que así obranno pueden decir que practican el consejodel Apóstol, que nos advierte que debemospredicar in omni patientia.

«Exhorta». –El sacerdote deberá animara sus fieles a la práctica del bien. No puedodetenerme aquí a exponer las diversas for-mas que puede revestir esta exhortación.Cada uno debe adaptarse a su auditorio. Peronotemos que las más de las veces la propiaconvicción del predicador será el argumen-to más eficaz para estimular a sus oyentes:Nos credimus, propter quod et loquimur(II Cor., IV, 13). Habrá ocasiones en que seapreciso que el sacerdote se dirija a su pue-blo para instarle a que cambie de conducta,y es posible que una exhortación apremian-te dé mejores frutos que una reprimenda,por muy merecida que sea. Y no faltan al-mas a las que únicamente se les puede lle-var a Cristo por el camino de la bondad; re-curramos entonces a su rectitud de cora-zón.

Si tal es la grandeza del ministerio de lapalabra, fácilmente se comprenderá cuánlejos están de este ideal los que en la con-versación ordinaria revelan su amargura yse muestran siempre más dispuestos a cri-ticar que a estimular y a consolar. Hay sa-cerdotes celosos que se complacen en pin-tarlo todo de colores oscuros, a quienesnada ni nadie les deja satisfechos y no ce-san de criticarlo todo, aunque se trate delos mismo superiores. No lo hacen pormaldad, sino por una «extravagancia», poruna manía que es preciso corregir. La cari-dad de Cristo es completamente opuesta aesta tendencia que pone en compromiso lainfluencia sobrenatural del sacerdocio. Enla obra de la educación de los jóvenes, esteespíritu de crítica estéril actúa como undisolvente, o perjudica al ardor y a la ale-gría que les es tan necesaria a los jóvenespara hacer frente a la vida.

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Siempre ha habido reformas en las dis-tintas épocas de la vida de la Iglesia. La re-lajación de la moral cristiana, los erroresdogmáticos y las adaptaciones a las nuevascondiciones sociales las han hecho nece-sarias. Toda reorganización debe partir dela cabeza y no de los miembros. Estos pue-den sugerir y solicitar que se adopte unanueva postura por estimar que así lo exigenlas circunstancias; pero nunca deben tomarla iniciativa independientemente de la au-toridad establecida.

Recordad lo que sucedió en el siglo XVI.Era evidente que la Iglesia necesitaba unareforma. Y Lutero, Zuinglio, Calvino y Me-lancton quisieron cambiarlo todo, sin quepara ello hubieran recibido misión alguna.Estos innovadores no eran del todo perver-sos: así, por ejemplo, Melancton detestabalos excesos de Lutero, y su innegable leal-tad merece nuestro respeto. Pero todo estemovimiento provenía de abajo, y lo que hizofue desgajar a pueblos enteros de la unidadde la Iglesia.

El Concilio de Trento fue quien realizóla verdadera reforma. Se hizo de arriba aba-jo, de la cabeza a los miembros. Así escomo Dios la quería; y como se hizo bajola inspiración del Espíritu Santo, produjolos mejores frutos.

Tanto en nuestras palabras como en nues-tra conducta, debemos procurar dejar siem-pre a salvo «la unidad en la caridad». Todolo que divida, bien sea a la Iglesia como a ladiócesis, a la parroquia como a la comuni-dad, todo lo que disgregue la energía, de-bemos evitarlo como opuesto al verdaderocelo que reclama nuestra condición de sa-cerdotes.

Permitidme que, antes de terminar, os re-cuerde un punto de capital importancia.

Nemo dat quod non habet. –El que notiene vida interior no podrá ejercer en las

almas una acción que sea fecunda. Nadapodremos dar a los demás sino de lo quesobra a la plenitud de nuestra vida espiri-tual y de la firmeza de nuestra conviccio-nes religiosas asimiladas en la oración y enla meditación: Contemplata aliis tradere,como dice hermosamente Santo Tomás[Summa Theol., II-II, q. 188, a. 6].

El día de vuestra ordenación, el obispoos dijo en nombre de Jesucristo; Jam nondicam vos servos… vos autem dixi amicos(Jo., XV, 15). Si sois verdaderamente «losamigos íntimos de Jesús», vuestra mayorfelicidad debe consistir en aumentar el co-nocimiento y el amor de Cristo en cada almarescatada con su sangre. La verdadera elo-cuencia es fruto de la verdad vivamente sen-tida y expresada. Si no hay profundas con-vicciones ni unión con Cristo, podrá hacer-se mucha retórica que acariciará deleito-samente los oídos del auditorio e hincharáde vanidad al predicador; pero no se harámás que esto.

Y la razón es clara. Porque, para poderconmover a las almas, es preciso que este-mos unidos a Aquél que es la fuente de todobien y que trabajemos con absoluta depen-dencia de Él. Nunca se repetirá bastante quenosotros no somos otra cosa que causasinstrumentales de la gracia. Y es bien sabi-do que la causa instrumental no obra sinoen cuanto está unida a la causa principal: elpincel puede realizar maravillas, pero a con-dición de que lo maneje un artista. La santaHumanidad de Jesús estaba «siempre unidaa la divinidad». Por eso, en lenguaje teoló-gico se dice que es instrumentum conjunc-tum divinitati. Por el contrario, nosotrospor nosotros mismos somos instrumentanon conjuncta. Esta es la razón de porquédebemos unirnos a Cristo por la fe y elamor, para que se digne obrar Él mismo pornuestro ministerio.

Nuestra misión es sobrenatural. Cuandoencuentran un sacerdote completamente

IIª Parte – La obra de la santificación sacerdotal

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consagrado a su misión, los indiferentes yaún los enemigos de la religión se sientenobligados a venerarle. Mirad al Cura de Ars.Miles y miles de hombres de todas partesse sentían atraídos hacia él. Y todo porqueera un santo. Dios lo eligió para hacernosver hasta qué extremos puede extendersela irradiación sobrenatural de un sacerdoteque, olvidándose de sí mismo, vive entera-mente del amor de Dios.

Recordemos, por último, que el acto másexcelso de la caridad sacerdotal es la Misabien dicha. Cuando celebra, el sacerdote nopuede pensar exclusivamente en sí mismo,ya que lleva en su corazón la responsabili-dad de las almas que le están confiadas. Queruegue por sus ovejas, por las obras de celoque ha emprendido, por su parroquia, por sudiócesis, por toda la Iglesia, y de este cálizde bendición que él consagra se derramarásobre todas las almas, aún sobre las queestán más alejadas, una oleada de gracias yde misericordias.

En el Calvario, Jesús cargó con nuestrasangustias y nuestros dolores. Él era el buenPastor que da la vida por todas sus ovejas.

Cuando el ministro de Cristo llega en elaltar al momento de la ofrenda del cáliz,también él deberá abrazar, en un gesto dedesbordante caridad, todas las múltiplesnecesidades de la humanidad entera: Offe-rimus tibi, Domine, calicem… ut pronostra et totius mundi salute, cum odoresuavitatis ascendat.

Segunda Parte

La obra de lasantificación sacerdotal

(continuación)

B) IN IIS QUAE SUNT AD DEUM

XI

«Haced estoen memoria mía»

La obra de nuestra santificación se con-solida a medida que nos aplicamos a la prác-tica de las virtudes que son propias de nues-tra condición de mediadores, es decir, cuan-do cumplimos las obligaciones que nosimponen los actos del culto y de la vidaespiritual. Esta es la doctrina del Apóstol:«Todo Pontífice tomado de entre los hom-bres, a favor de los hombres es instituidopara las cosas que miran a Dios»: Consti-tuitur in iis quæ sunt ad Deum (Hebr., V, 1).

Estos actos ya de por sí son santos. Y poreso decimos: la santa Misa, la santa comu-nión. Y la razón de ello es que estos actosnos ponen en contacto inmediato con lafuente de toda santidad. Lo mismo se pue-de decir, aunque en menor escala, del ofi-

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cio divino, de la oración privada y de lasacciones ordinarias que practicamos diaria-mente.

En los capítulos siguientes veremos cuá-les son las acciones que, como ministrosde Cristo, debemos ejecutar todos los días.Un conocimiento más profundo de su na-turaleza y de los beneficios sobrenaturalesque nos proporcionan nos ayudará eficaz-mente en la obra de nuestra perfección.

San Pablo coloca el santo sacrificio enel primer plano de Ea quæ sunt ad Deum.

Y con sobrada razón.

El sacramento del orden ha sido insti-tuido para conferir a los hombres el po-der de consagrar el cuerpo y la sangrede Cristo. La comunicación de este poderconstituye la razón de ser de la imposiciónde las manos.

Cuando el sacerdote celebra el myste-rium fidei, no solamente ejecuta una de lasmúltiples funciones que son inherentes asu elevada dignidad, sino que realiza el actoesencial de ésta. Este acto sobrepuja enpoder a cualquier otro ministerio, bien searitual, bien sea pastoral. Por eso es por loque toda la vida del sacerdote debiera serun eco o una prolongación de su Misa.

Para poder hablar como conviene a la dig-nidad del santo sacrificio, sería preciso serno ya hombre, sino ángel, y aún ni un ángelsabría explicar toda la sublime grandeza delos misterios del altar, porque sólo Diospuede apreciar en su justo valor la inmola-ción de todo un Dios. «Si llegáramos a com-prender lo que es la Misa, dice el santo Curade Ars, moriríamos de amor».

A pesar de todo, nos es de gran utilidadmeditar en la grandeza de la santa Misa,porque es el centro de toda la vida de laIglesia y la fuente de innumerables gracias:aquella fuente mística que describe San

Juan en el Apocalipsis, cuyas aguas fecun-dan la ciudad celestial (XXII, 12).

Los efectos que estos misterios divinosobran en nuestras almas dependen en granparte de «nuestra fe y de nuestra devoción»:Quorum tibi fides cognita est et notadevotio.

Con objeto de ilustrar vuestra fe, voy aproponeros las enseñanzas de la Iglesia,dejando a vuestra piedad el cuidado de pro-fundizar estos mismos pensamientos en laoración.

Cuando se trata del sacrificio de la Misa,es mucho mejor acudir a las fuentes autén-ticas para tomar de ellas la doctrina en todasu pureza que detenerse en la consideraciónde las opiniones teológicas de los autores.No olvidemos nunca que, en las cosas quedependen de su libre voluntad, Dios pudohaber concebido y realizado un plan com-pletamente distinto del actual. Y para co-nocer lo que en realidad ha querido, nece-sitamos acudir a la revelación, porque Éles el único que nos puede descubrir suspensamientos y sus designios. En esta ma-teria, nada podemos saber con certeza pornuestras propias fuerzas.

Hay dos fuentes para conocer lo que Diosnos ha revelado: la Escritura y la Tradición.Estas fuentes no siempre son fáciles de in-terpretar; y por eso los protestantes, quelas interpretan cada uno a su manera, caencon tanta facilidad en el error. Pero si elSoberano Pontífice o un Concilio definenun dogma, estamos seguros de poseer laverdad, porque el Espíritu Santo es el Maes-tro de la Iglesia. La enseñanza de la Iglesiaes la norma inmediata de nuestra fe: Regu-la proxima fidei.

También la sagrada liturgia nos mani-fiesta cuál es el pensamiento de la Espo-sa de Cristo. La Iglesia refleja sus creen-cias en la oración, indicándonos al mis-mo tiempo cuál es el sentido genuino de

IIª Parte – La obra de la santificación sacerdotal

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las palabras de la Escritura y la tradiciónauténtica con respecto a la Eucaristía. Enla escuela de la liturgia, somos como ni-ños pequeñitos que aprenden a orar altiempo que escuchan cómo ora su ma-dre. Y esto se realiza principalmente enla Misa, que es el sol del culto cristiano.Las fórmulas y los ritos con que la Igle-sia rodea la celebración del divino sacri-ficio sirven a maravilla para hacernoscomprender cuál es su grandeza.

El Concilio de Trento es el que, entretodos, ha fijado con mayor amplitud y pre-cisión la doctrina tradicional sobre elsanto sacrificio.

Los principios establecidos por el Con-cilio fueron, principalmente, éstos: la Misaes «un sacrificio verdadero y real»: verumet propium sacrificium [Sess. XXII, can.1].Saliendo al paso de lo que enseñaban losreformadores del siglo XVI, definió que laMisa es algo más que un recuerdo de laCena del Señor, que no es un simple rito enel que se ofrece a Cristo oculto bajo lasespecies sagradas, ni solamente una repre-sentación simbólica de su muerte, sino «unsacrificio verdadero y real».

En segundo lugar, la oblación de la Misaes la misma que la del Calvario. La únicadiferencia que existe entre ambos sacrifi-cios consiste en la diversa manera en quese ofrecen: sobre nuestros altares, declarael Concilio, «el mismo Cristo se ofreció enel altar de la cruz de una manera sangrienta,se hace presente y se ofrece incruenta-mente» [Sess. XXII, cap. 2].

Es verdad que la Misa no renueva la re-dención, pero también es cierto que, pormedio de la inmolación sacramental, per-petúa a través de los tiempos la oblaciónde este único sacrificio y «nos aplica ubé-rrimamente sus frutos»: Oblationis cruen-tæ fructus per hanc incruentam uberrimepercipiuntur [Ibid.].

1.- Naturaleza del sacrificioEl sacrificio es un acto de religión por el

cual reconocemos la majestad infinita deDios y el supremo dominio que tiene so-bre nosotros. Dios es eterno, omnipotentey Señor universal de todas las cosas. No-sotros somos criaturas suyas. Él nos hacreado de la nada y, cuando llegue la horade la muerte, volveremos a Él, por más quequeramos resistirnos. La verdad, el ordeny la justicia exigen que reconozcamos estepoder de Dios, Señor de la vida y de la muer-te, primer principio y último fin de todaslas cosas.

La Sagrada Escritura da frecuentementeel nombre de «sacrificios», en el sentidolato de la palabra, a los actos interiores deadoración, de acción de gracias y de con-trición por los que el hombre reconoce suabsoluta dependencia: «El sacrificio gratoa Dios es un corazón contrito» (Ps., 50, 19).

Mas, para que haya sacrificio en el senti-do estricto de la palabra, el culto religiosodebe manifestarse externamente, ya que elsacrificio es la expresión visible de loshomenajes íntimos que le son debidos aDios y la señal que los revela. De ahí suimportancia cuando a Dios se le tributa elculto en común.

Podemos honrar a la Santísima Virgen,a los ángeles, a los santos y aún a los mis-mos hombres con algunas muestras derespeto, con ofrendas y con dones. Perohay una acción religiosa que es la expre-sión más acabada de la nada de la criatu-ra ante «Aquél que es» (Exod., III, 14). Yconsiste en la destrucción de una cosa,para significar, por medio de este rito sa-grado, el dominio absoluto que Dios tie-ne sobre el hombre. Su misma naturale-za impulsa al hombre a rendir este ho-menaje a Dios. Aunque rodeado de mis-terio, este gesto humano simboliza me-

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jor que ningún otro la soberanía de Dios.La misma ley natural establece que elsacrificio es el acto central del culto.

En la religión mosaica, eran muchos ymuy diversos los sacrificios sangrientos.Todos tenían por fin hacer propicio a Dios.Algunos de aquellos sacrificios eran prin-cipalmente expiatorios, mientras otroseran, sobre todo, latréuticos y eucarísticos.Y todos eran figura del sacrificio de la cruz,ya que, como enseña San Pablo, aquellosritos no eran por sí mismos sino «elemen-tos flacos y pobres» (Gal., IV, 9). Lo mis-mo que todo el Antiguo Testamento, todosu valor les venía de que eran una figura delsacrificio de la cruz: Hæc omnia in figuracontingebant illis (I Cor., X, 11), «eransombra de las realidades futuras» (Col., II,17). Por eso, cuando el pueblo hebreo sa-lió de Egipto, tiñeron con la sangre del cor-dero pascual las puertas de las casas de Is-rael, para que esta señal preservara de lamuerte a los primogénitos.

También la Misa estaba anunciada y pre-figurada en aquellos sacrificios antiguos.Ella es, según nos dice el Concilio, «comosu perfección y consumación»: Velut illo-rum omnium consummatio et perfectio[Sess. XXII, cap.1]. Esto quiere decir quetodo el poder de adoración, de propiciacióny de acción de gracias que tenían los sacri-ficios de los patriarcas y los ritos del cultomosaico está también contenido, y de unmodo sobreeminente, en el misterio denuestros altares.

2.- Carácter propiciatoriodel sacrificio de la cruz

Para comprender mejor toda la grandezade la santa Misa, vamos a trasladarnos enespíritu al Calvario para asistir a la inmola-ción de Jesús.

Allí está, colgado de la cruz a la que le hallevado su amor. Adoremos en Él a «nues-

tro Pontífice, santo, inocente, inmaculado,apartado de los pecadores» (Hebr., VII, 26).Él es al mismo tiempo la víctima santa: seha hecho nuestro hermano, y ha cargadosobre sí todos nuestros pecados.

¿Tenía su sacrificio un carácter propi-ciatorio? Sin duda alguna. ¿Y qué signi-fica esta palabra? Se dice que un sacrifi-cio es propiciatorio cuando, en virtud dela inmolación sagrada, se cambia la acti-tud adoptada por Dios respecto de loshombres y, de irritada que era, se vuelvefavorable, inclinada a la clemencia, alperdón y a la reconciliación.

Ved, por ejemplo, en el Antiguo Testa-mento, la descripción de un memorablesacrificio de propiciación: el de Noé des-pués del diluvio. Nos refiere el Génesisque, a causa de las iniquidades de los hom-bres, el Señor había decidido exterminar laraza humana, con la única excepción de Noéy de los suyos. Cuando Noé salió del arca,levantó un altar de piedra y, rodeado de sushijos, ofreció al Señor un sacrificio de«animales puros». Y la Escritura añade quela actitud del Señor cambió completamen-te: «Aspiró Yahvé el suave olor, y se dijo ensu corazón: No volveré ya más a maldecir ala tierra por el hombre» (Gen., VIII, 21). Yen señal del perdón que otorgaba, el Señorhizo brillar el sol y puso su arco en las nu-bes, testimoniando de esta manera que acep-taba de nuevo la amistad de sus criaturas(Ibid., IX, 13-20).

Este sacrificio de Noé, como todos losdemás de la Ley mosaica, no era otra cosaque una pálida imagen de la ofrenda que hizonuestro Salvador en la cruz, que fue, en rea-lidad, y de una manera eminente, un verda-dero sacrificio de propiciación. Esta fue lainmolación que Dios hizo a Dios. Así loafirma San Pablo: «Quien siendo Dios enla forma, no reputó codiciable tesoro man-tenerse igual a Dios, antes… se humilló,hecho obediente hasta la muerte» (Philip.,

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II, 6-8). Por su sumisión y su amor, Cristopresentó a su Padre una satisfacción com-pletamente adecuada, en reparación de laofensa que había inferido a su majestad el des-orden de todas las iniquidades del mundo.

Este homenaje digno de Dios fue total-mente aceptado, porque no solamente ha-bía sido previsto, sino incluso preparado porel Padre en los misericordiosos designiosde su sabiduría y de su bondad. Por eso pudodecir el Apóstol con toda verdad: «Y plugoal Padre que en Él habitase toda la plenitudde la divinidad y por Él reconciliar consigo,pacificando por la sangre de su cruz todaslas cosas» (Col., I, 19-20). Y añade en otrolugar: «Dios estaba en Cristo reconcilian-do al mundo consigo»: Deus erat in Chris-to, mundum reconcilians sibi (II Cor., V, 19).Y en la carta a los romanos: «Fuimos re-conciliados con Dios por la muerte de suhijo» (V, 10).

¿Acaso no afirmó Jesús en la última Cenaque la efusión de su sangre iba a sellar «unaalianza nueva y eterna»?... Gracias a Él,Dios adoptará siempre con nosotros unaactitud de perdón, de amor y de misericor-dia.

El sacrificio de la cruz fue un sacrificiopropiciador.

3.- La Misa, sacrificio propiciatorioEl sacrificio eucarístico es la continua-

ción sacramental del sacrificio de la cruz.«Siempre que celebramos los divinos mis-terios, quotiescumque, «anunciamos lamuerte del Señor»: Mortem Domini an-nuntiabitis (I Cor., XI, 26). El concilio pre-cisa el sentido de las palabras del Apóstol:Es el mismo [Cristo] el que ahora se ofre-ce por ministerio de los sacerdotes y el queentonces se ofreció a sí mismo en la cruz»:Idem nunc offerens sacerdotum ministerio,qui seipsum tunc in cruce obtulit [Sess.XXII, cap. 2].

Procuremos comprender todo el alcan-ce de estas palabras, porque así se nos ma-nifestará en toda su evidencia el carácterpropiciatorio de la Misa.

Para Dios no existe el pasado ni el futu-ro, porque posee en un inmutable presentetoda la infinitud de su vida de conocimien-to, de amor y de felicidad. Santo Tomás[Summa Theol., I, q. X, a. 1] emplea la mis-ma luminosa definición de la eternidad quedio Boecio: Interminabilis vitæ tota simulet perfecta possessio. Esto significa queDios, en un Nunc stans, es decir, en un aho-ra que trasciende todo límite y toda suce-sión, «posee de una manera perfecta, totaly siempre actual (tota simul), la plenitudde una vida que no tiene principio ni fin».Para nosotros, por el contrario, todo es unacontinua sucesión; la misma existencia senos da instante a instante. Por eso se midepor el tiempo. Pero Dios, en su eternidad,contempla de una sola mirada todas las co-sas que se suceden en el tiempo y que parael hombre constituyen el pasado, el presen-te y el porvenir.

Y por eso, cuando llega el momento dela consagración, se representa ante Diostodo el drama del Calvario, con todo el cor-tejo de sufrimientos y de humillaciones queexperimentó Jesucristo. Y podemos decircon toda verdad que entonces desplegamosa los ojos del Eterno todo aquel divino pa-sado. Con justo título dice, pues, el Após-tol que en cada Misa «anunciamos al Padrela muerte de su Hijo».

Recordáis perfectamente la historia delos hermanos de José (Gen., XXXVII,31-32). Después de haber tramado lamuerte de José y luego de haberle ven-dido a unos extranjeros, tiñeron de san-gre sus vestidos y se los enviaron a Jacobpara darle a entender que su hijo habíamuerto.

Cada vez que el sacerdote celebra la Misa,muestra al Padre, no ya los vestidos de

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nuestro Salvador como prueba de su pasión,sino a su mismo Hijo que, bajo el velo delas especies sacramentales, realiza una ver-dadera inmolación, aunque sea sacramental.

Detengámonos de vez en cuando a con-siderar esta idea. ¿Qué es lo que ve el Pa-dre sobre el ara donde se ofrece el santosacrificio? El cuerpo y la sangre del «Hijode su amor»: Filius dilectionis suæ (Col.,I, 13). ¿Y qué es lo que hace su Hijo en elaltar? Annuntiat mortem: pone ante losojos del Padre su amor, su obediencia, sussufrimientos, el don de su vida. Y entoncesel Padre vuelve a nosotros su mirada mise-ricordiosa.

Son muchas las fórmulas de nuestra li-turgia que expresan este carácter propicia-torio de los misterios del altar.

Cuando en el ofertorio el sacerdote elevael cáliz, ¿qué es lo que pide la Iglesia en re-torno de esta ofrenda? Que, por ella, el Se-ñor se muestre favorable a «la salud de todoel mundo»: Pro nostra et totius mundisalute. Cuando después de la consagraciónestán sobre el altar el cuerpo y la sangre deJesucristo, pedimos al Padre que se dignemirar a nuestro sacrificio «con una miradade bondad y de clemencia»: Propitio ac se-reno vultu respicere digneris.

Toda esta doctrina está concisamente ex-presada en una oración super oblata:Propitiare, Domine, populo tuo… «Vuél-vete propicio, Señor, a tu pueblo… para que,aplacado con esta oblación, nos concedastu perdón y escuches nuestras demandas»[Dominica XIIIª después de Pentecostés.Véase también la secreta de la misa de SanCirilo].

Fue tan grande la santidad del sacrificiodel Hijo de Dios en el Calvario y su poderde propiciación, que ni el crimen de losverdugos, ni su odio, ni sus blasfemias pu-dieron restar absolutamente nada al valorde aquella ofrenda sagrada, ni impedir el

triunfo de la redención. Y lo mismo puedeafirmarse del sacrificio de nuestros alta-res. «No puede mancillarse, nos declara elconcilio, por la indignidad ni la malicia delos ministros»: Nulla indignitate aut ma-litia offerentium inquinari potest [Sess.XXII, cap. 1].

Reavivemos con frecuencia nuestra feen la grandeza de la Misa. Lo que másimportancia tiene a los ojos del mundo sonlas cuestiones financieras e industriales, losne-gocios y los sucesos políticos. Todasestas cosas tienen su valor, como que for-man parte de nuestro destino temporal. Peroa los ojos de la fe, la Misa pertenece a unorden de valores infinitamente superior,puesto que glorifica plenamente a Dios. Haymuchos espíritus que son incapaces decomprender esta verdad y nos tratarán deexagerados. Pero cuando en el otro mundovean la realidad, comprenderán que sola-mente son grandes aquellas acciones huma-nas que transcienden a la eternidad.

Cuántas veces se dice con irreflexivo des-dén de un sacerdote, que «dice su misita» yapenas vale para hacer ninguna cosa útil.Pero lo cierto es que, a los ojos de la Ver-dad infalible, este sacerdote que celebra suMisa con piedad, aunque nadie asista a ella,realiza una obra divina, porque honra al so-berano Señor y le vuelve propicio para lasmiserias de todo el mundo.

4.- La Misa, sacrificio de alabanzay de acción de gracias

Al mismo tiempo que sacrificio propi-ciatorio, la Misa es «una alabanza, una ac-ción de gracias»: Sacrificium laudis et gra-tiarum actionis [Sess. XXII, can. 3].

El culto de alabanza que se le tributa aDios implica diferentes homenajes. Y estoporque el Señor es digno de toda adoración,de toda bendición y de toda acción de gra-

IIª Parte – La obra de la santificación sacerdotal

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128 Bto. Columba Marmion – Jesucristo, ideal del sacerdote

cias. Estos homenajes, unidos a la satisfac-ción que ofreció Jesús a la justicia divina,constituyen el fin primario del sacrificio.Por eso es por lo que en la liturgia de laMisa se escuchan tan repetidas veces ex-clamaciones como éstas: Gloria Patri etFilio… Adoramus te, Glorificamus te…Laus tibi Christe. Deo gratias. La respues-ta que da el acólito al Orate fratres indicaclaramente este propósito: «Que el Señorreciba este sacrificio en alabanza y gloriade su nombre». Sólo en segundo lugar secitan nuestro provecho espiritual y el de laIglesia.

La liturgia del cielo no conoce otrostransportes que el de la alabanza admirativa,el del amor y el de la alegría. El sacrificiode Jesús será eternamente perenne por sueficacia, ya que por él se salvan y alcanzansu felicidad los elegidos; pero la expiacióny la impetración del perdón dejarán de exis-tir en cuanto tales. San Juan, en su Apoca-lipsis, describe esta luminosa liturgia ce-lestial: él vio al Cordero inmolado echadoante el trono de Dios, rodeado de los an-cianos y de la innumerable muchedumbrede los elegidos que habían sido rescatadospor su sangre divina, todos los cuales can-taban: «Al que está sentado en el trono y alCordero la bendición, el honor, la gloria yel imperio por los siglos de los siglos» (V,13). Aprendamos a ver, a través de los ve-los de estos símbolos, el esplendor de lasrealidades del cielo.

Todas la Misas que se celebran en latierra se unen a la liturgia del cielo. Enel silencio de la hostia, el Hijo de Diosda a su Padre, en cuanto Verbo, una glo-ria incomprensible, que es insondablepara nosotros y sobrepasa nuestros alcan-ces. Pero, con todo, nosotros podemosofrecer esta misma alabanza, porque elPadre se complace en ello: «¿No es, aca-so, el Hijo el mismo esplendor de su glo-ria?»: Splendor gloriæ et figura subs-tantiæ ejus (Hebr., I, 3).

Esto no obstante, nuestro primer deber,cuando celebramos la Misa, es el de unir-nos a la alabanza que ofrece Jesús en susanta humanidad. Esta alabanza consiste enque la Trinidad sea glorificada por Aquélque, por razón de la unión hipostática, es elúnico que, en nombre de la Iglesia, ofreceun culto de dignidad infinita.

Conocéis perfectamente los actos dehomenaje esenciales del sacrificio. La ado-ración debe ser como el fundamento en quelos demás se apoyen. ¿No somos, por ven-tura, pobres criaturas, pobres miserablesque necesitan recibirlo todo de la mano deDios? De Él hemos recibido el ser y la viday nuestro patrimonio es la nada. Para quesean verdaderas, nuestra alabanza, nuestraadmiración y nuestra acción de gracias de-ben ser una constante adoración. La litur-gia nos dice, refiriéndose a los espíritusbienaventurados: Laudant angeli, adorantdominationes, tremunt potestates. Tre-munt, «tiemblan», y eso que son naturale-zas angélicas purísimas, que no han come-tido el menor pecado; pero contemplan lamajestad divina y se sienten anonadados ensu presencia.

Si Dios levantara el velo y nos mostrarala grandeza del misterio que se realiza enel altar, a semejanza de Moisés, «no nosatreveríamos a levantar los ojos hacia Él»:Non audebat aspicere contra Dominum(Exod., III, 6). ¿Y qué es lo que nos enseñala Iglesia? Præstet fides supplementumsensuum defectui: «La fe debe hacer quelo sobrenatural se nos muestre tan presen-te como si lo viéramos con nuestros pro-pios ojos». En algunos santos, como SanFelipe de Neri, era tan viva esta fe, que atra-vesaba el misterio y les hacía palpar la rea-lidad.

La Misa es, además, una «eucaristía»por excelencia, o lo que es lo mismo, unespléndido homenaje de gratitud. La anti-

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güedad cristiana gustaba de llamar a la Misacon este nombre con preferencia a cualquierotro. «El mismo Señor ha sido quien hapuesto en manos de la Iglesia un don divi-no»: Offerimus… de tuis donis ac datis.Cuando presentamos al Padre el cuerpo yla sangre de su Hijo, le hacemos una ofren-da de acción de gracias, que siempre en-cuentra la mejor acogida.

Las almas nobles experimentan la nece-sidad de testimoniar su agradecimiento; alpaso que hay otras que sólo se preocupande sí mismas y, como están persuadidas deque todo se les debe, nunca se preocupande dar las gracias. Un alma de temperamen-to magnánimo y humilde está siempre an-siosa de demostrar su gratitud. Así, porejemplo, Santa Teresa, de quien nos dice elIntroito de su misa propia que «tenía uncorazón tan dilatado como las arenas quebordean el océano»: Dedit ei Dominus lati-tudinem cordis quasi arenam quæ est in li-ttore maris, experimentaba una verdaderased de mostrarse agradecida hasta el puntode que su corazón se quebrantaba por lafuerza de este tormento. Los escritos deSanta Gertrudis nos demuestran que tam-bién esta santa experimentaba la misma ne-cesidad. En sus arrebatos místicos, se com-placía en recordar a la Trinidad todos losfavores de que había sido colmada desdesu infancia. Todo su hermoso libro de losEjercicios no viene a ser otra cosa que uncántico de alabanza agradecida.

Estas grandes santas no hicieron con estosino imitar a su divino Esposo. Cristo tuvoel corazón más noble que jamás haya exis-tido. Durante el curso de su vida mortal, yaún ahora, continúa dando gracias al Padre.Ante todo, por sí mismo, porque su huma-nidad ha sido asumida por la persona divinadel Verbo, que es suya propia y participa desu misma gloria. Por esta gracia de la uniónhipostática, debe a Dios incomparablemen-te más que el resto de la humanidad.

También daba Jesús las gracias a su Pa-dre en nombre nuestro, como Cabeza y Sal-vador nuestro. San Lucas nos refiere que«inundado de gozo en el Espíritu Santo,dijo: Yo te alabo, Padre, Señor del cielo yde la tierra, porque has ocultado estas co-sas a los sabios y prudentes y las revelastea los pequeños; así es, Padre, porque tal hasido tu beneplácito» (X, 21). Lo mismo enel milagro de la multiplicación de los pa-nes, que simboliza la sobreabundancia deldon de la eucaristía, que cuando la resurrec-ción de Lázaro, dio gracias al Padre. ¿Quées lo que hizo en el momento mismo deinstituir el inefable sacramento? Gratiasagens, fregit. Todo esto nos hace entreverel misterio de la vida íntima de su alma.

Por lo que a nosotros hace, todo se lodebemos a Dios: la existencia, la adop-ción divina, el sacerdocio. Al recitar elprefacio, debemos pensar en todo esteconjunto de favores que nos vienen de lacruz y que constituyen para nosotros unprincipio de valor y de alegría sobrena-turales. Semper et ubique gratias agere!Siempre que recitamos el prefacio de-ben abrirse ante nuestros ojos los gran-des horizontes de la fe. Mostremos alSeñor nuestro agradecimiento porque seha dignado revelarnos el misterio de laTrinidad, porque nos ha dado a Cristo enlos diferentes estados de su vida y nos per-mite alabar y honrar a Nuestra Señora.

Asociémonos también en esta ocasión alos ángeles, ya que «ellos, lo mismo quenosotros, rinden su culto de alabanza y deacción de gracias por intercesión de Jesu-cristo»… Per quem majestatem tuam lau-dant angeli.

En las grandes solemnidades litúrgicas,nuestro corazón debe llenarse de senti-mientos de gratitud para con Jesucristo,tanto por sus grandezas como por las gra-cias que otorgó a su Madre, a los santos, ala Iglesia y a nosotros mismos. Nada mejor

IIª Parte – La obra de la santificación sacerdotal

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que la Misa para expresarle nuestro agra-decimiento por todos estos favores.

5.- La participación de los fielesen la ofrenda de Cristo

Volvamos de nuevo a la fuente de dondebrotan todas nuestras prerrogativas cristia-nas: el bautismo.

En virtud del carácter bautismal, puedeel cristiano tomar una parte activa en elculto de Dios establecido por la Iglesia. Nohace falta repetir que este culto es de or-den sobrenatural: Cristo es su Pontíficesoberano; y la Misa su centro y su núcleo.Esto explica que San Pedro dé a la asam-blea de los fieles el título de «sacerdocioreal»: regale sacerdotium (I Petr., II, 9). Noquiere decir esto que puedan equipararselos efectos del bautismo y los del sacra-mento del orden, sino que, gracias al carác-ter bautismal, el hombre se ha hecho capazde unirse legítimamente al sacerdote paraofrecer, con él y por él, el cuerpo y la sangrede Cristo, y de ofrecerse a sí mismo enunión de la santa víctima.

Es de suma importancia que comprenda-mos bien esta alta prerrogativa que nos pro-porciona el bautismo y que instruyamos alpueblo cristiano sobre esta doctrina.

Examinemos ahora más a fondo estasverdades. El misterio por excelencia de laMisa lo constituye, sin duda, la inmolaciónsacramental de Jesús. Pero la ofrenda quela Iglesia presenta al Padre comprende tam-bién, juntamente con la oblación de Jesús,la de todos sus miembros. Lo mismo en elaltar que en la cruz, el Salvador es la únicavíctima, «santa, pura, inmaculada»; peroquiere que a su ofrenda nos asociemos tam-bién nosotros, como complemento de lamisma.

Después de su Ascensión, Jesucristo nose separa jamás de su Iglesia. En el cielo,Él se presenta al Padre juntamente con su

Cuerpo Místico, que ha llegado ya a la per-fección: «sin mancha ni arruga»: Non ha-bentem maculam aut rugan (Ephes., V,27). Todos los elegidos, unidos entre sí ycon Cristo, participan en la misma alaban-za en la luz del Verbo y en la caridad delEspíritu Santo.

Este misterio de unidad y de glorifica-ción se prepara ya desde aquí abajo siem-pre que se celebra la Misa. La unión de losmiembros con la Cabeza es aún imperfec-ta, porque está en vías de crecimiento ysolamente se obra por la fe; pero, por ra-zón de su oblación en unión con Cristo, losfieles participan realmente de su estado dehostia.

¿Qué significa esta expresión: estado dehostia? Que, al unirse a Cristo al tiempoque se ofrece, se inmola y se entrega comoalimento, el cristiano acepta el compromi-so de vivir en una constante y total obla-ción de sí mismo a la gloria del Padre. Deesta suerte, Cristo injerta su misma vida enla pobreza de nuestro corazón, haciéndolosemejante al suyo y consagrándolo entera-mente a Dios y a las almas.

Entre los fieles que asisten a la Misa hayalgunos que se muestran verdaderamentegenerosos. Seducidos por el ejemplo y porla gracia de Jesús, se deciden a imitarle sinreserva alguna, y así, le ofrecen su vida, suspensamientos y su actividad y aceptan debuen grado todas las penas, contradiccio-nes y trabajos que la Providencia les quieraimponer.

Pero hay otros que se unen a la oblaciónde Jesús, aunque diverso en grado y sin lle-gar nunca a entregarse totalmente. Hay al-mas que siempre están comerciando. Pero,con todo, el Señor acepta su ofrenda, por-que no rechaza jamás a ninguno de susmiembros, por muy enfermos que sean. Porel contrario, cuando se unen a su inmola-ción, acepta su buena voluntad, les vivificay les santifica.

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Estos son los deseos de la Iglesia. Elsimbolismo de sus ritos manifiesta de lamanera más clara que los fieles son invita-dos a formar una sola oblación con Cristo-Hostia. El pan y el vino del sacrificioeucarístico representan, como San Agustíngusta de explicar, la unión de los miembrosde la Iglesia entre sí y con su Cabeza. «¿Porventura el pan se hace con un solo grano?,dice el santo Doctor. ¿No es verdad que seamasa con muchos granos de trigo?... Y elvino, de semejante manera, se extrae demuchos racimos…, que, después de habersido prensados en el lagar, no forman sinouna sola bebida, que es la que se contieneen la suavidad del cáliz»… Como conse-cuencia de esto, «vosotros estáis presentessobre la mesa del altar y en el cáliz»: Ibivos estis in mensa, et ibi vos estis in calice[Sermones, 227 y 229, P. L., 38, col. 1100y 1103]. La realidad que la fe contempla enla Misa es que la Iglesia, por la ofrenda deCristo inmolado bajo las especies sagradas,«se ofrece a sí misma en Él y con Él»: In eare quam offert, ipsa offeratur [De civitateDei, X, 6, P. L., 41, col. 284].

La liturgia actual repite fielmente la mis-ma doctrina: «Suplicámoste, Señor, queconcedas propicio a tu Iglesia los dones dela unidad y de la paz, que bajo los donesque ofrecemos están místicamente repre-sentados»: Unitatis et pacis propitius do-na concede, quæ sub oblatis muneribusmystice designantur [Secreta de la misa dela fiesta del Corpus Christi]. Por eso, cuan-do el pan y el vino se presentan en el altar,nosotros estamos simbólicamente ocultosen ellos, unidos a Cristo y ofrecidos conÉl.

El Concilio de Trento enseña este mis-mo misterio cuando explica la significaciónque tiene la mezcla del agua y del vino enel cáliz, que se realiza en el ofertorio. Esterito «expresa la unión mística de Jesús consus miembros»: Ipsius populi fidelis cum

capite Christo unio representatur [Sess.XXII, cap. 7].

Al recitar la oración Suscipe SanctaTrinitas, que sigue a la oblación del cáliz,el sacerdote recuerda que ofrece el sacri-ficio en honor de la Virgen María, de losapóstoles y de todos los santos de la Igle-sia triunfante. A través de toda su liturgia,la Iglesia militante, agobiada por tantas ne-cesidades y miserias, tiene plena concien-cia de que está unida, formando un solocuerpo, bajo una sola cabeza y bajo un úni-co rey, con la Iglesia del cielo. En el cursodel Canon, esta misma creencia se reafir-ma en el Communicantes y en el Nobisquoque peccatoribus.

Después de la consagración, la Iglesia noshace recitar una oración misteriosa. El sa-cerdote, inclinado en una actitud de profun-da humildad, pronuncia estas palabras:«Rogámoste humildemente, Dios omnipo-tente, mandes que sean llevados estos do-nes por las manos de tu santo Ángel a tusublime altar ante la presencia de tu divinaMajestad: para que todos los que partici-pando de este altar recibiéremos el sacro-santo Cuerpo y Sangre de tu Hijo, seamoscolmados de todas las bendiciones y gra-cias celestiales».

Esta oración nos concierne personal-mente, ya que somos nosotros los que de-bemos ser presentados a Dios. Este hæcse refiere a la «oblata», es decir, a losmiembros de Cristo, con sus dones, susdeseos y sus plegarias. Precisamente encuanto están unidos a su Cabeza es comola Iglesia pide que sean llevados «al altardel cielo»: in sublime altare tuum. El Sal-vador «penetró con perfecto derecho y deuna vez para siempre en el santo de los san-tos»: Introivit semel in sancta (Hebr., IX,12); pero nosotros, humildemente apoya-dos en nuestro Mediador, todos los días enla santa misa atravesamos el velo y pene-tramos en pos de Él en el santuario de la

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divinidad, «en el seno del Padre»: in sinuPatris.

Me diréis vosotros que Jesús siempreestá en la presencia del Padre. Y tenéis ra-zón, porque allí está con su humanidad glo-riosa: Semper vivens ad interpellandumpro nobis (Hebr., VII, 25). Pero sin tenerque abandonar el cielo, también está ennuestros altares con el fin de elevarnos alcielo donde Él vive. En esta oraciónlitúrgica, expresamos el deseo de ser lle-vados por Él, para que Dios, en su inmensacaridad, se digne acogernos y envolvernosen la misma mirada de amor con que con-templa a su Hijo.

Recordáis, sin duda, lo que la SagradaEscritura dice a propósito de la dedicacióndel templo de Salomón: Majestas Dei im-plevit templum (II Par., VII, 1): «La gloriade Yahvé llenó la casa». Los sacerdotes te-mían penetrar en el templo, y estaban comofulminados ante la majestad divina. Si estosucedía en el templo de la Antigua Alianza,¿qué decir de nuestras iglesias, donde secelebran los divinos misterios? Dios estáaquí presente por un prodigio de su miseri-cordia, y Cristo Jesús se inmola a su Padrebajo los velos eucarísticos. Él se ofrece enunión de todos sus miembros, y los dispo-ne de esta suerte para la incesante alabanzadel cielo. Este es el pensamiento que la Igle-sia expresa en su oración: «Santifica, Se-ñor… la hostia que te ofrecemos, y por ellahaz de nosotros mismos un homenaje eter-no»: Nosmetipsos Tibi perfice munus æter-num [Secreta de la misa de la Santísima Tri-nidad. Una fórmula casi idéntica se encuen-tra en la secreta del lunes de Pentecostés].

6.- Los frutos de la MisaPor institución divina, «el sacrificio de

la Misa aplica abundantísimamente las gra-cias y los perdones que se derivan de la

cruz». Así lo proclama nuestra fe:Oblationis cruentæ fructus, per hancincruentam, uberrime percipiuntur [Con-cilio de Trento, sess. XXII, cap. 2].

Santo Tomás había enseñado ya esta mis-ma doctrina: «Los mismos efectos saluda-bles que la pasión de Cristo produjo parabien de toda la humanidad, los aplica estesacramento a cada hombre en particular»:Effectum quem passio Christi fecit in mun-do, hoc sacramentum facit in homine [Sum-ma Theol., III, q. 79, a. 1].

Veamos ahora cuáles son estos frutosdestinados «a nuestra utilidad y a la de laIglesia» y cómo se explica su aplicación alos fieles.

Estos frutos consisten, ante todo, en unaumento de gracia. Si toda obra buena nosvale un aumento de mérito, de gracia y degloria, con mayor razón podemos afirmarque la piadosa celebración de la santa Misanos reporta estas mismas bendiciones so-brenaturales. Al celebrar la Misa, el sacer-dote se une a Jesús, y por medio de Él seacerca mucho más a la majestad de Dios,encontrándose como rodeado de la caridaddivina. De esta suerte, «la gracia toma po-sesión del alma y la satura»: Omni bene-dictione cælesti et gratia repleamur.

Además, la santa Misa, por ser un sacri-ficio propiciatorio, satisface por los peca-dos e inclina a Dios al perdón y a la osten-sión de su misericordia. Cualesquiera quehayan sido, pues, nuestras miserias y nues-tras debilidades pasadas, tengamos siemprepresente ante nuestros ojos lo que afirmael Concilio de Trento: «El Señor, que se nosha hecho propicio por esta oblación, al mis-mo tiempo que nos otorga su gracia y eldon de la penitencia nos perdona tambiénlos crímenes y los pecados por grandes quesean» [Sess. XXII, cap.2].

Según la mente del concilio, la acciónsaludable del sacrificio de la Misa se ex-

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tiende a todo el mundo. La santa Misa debeaplicarse constantemente «para alcanzar elperdón de los pecados que diariamente co-meten los hombres»: In remissionem eo-rum quæ a nobis quotidie committuntur,peccatorum… [Sess. XXII, cap.1].

No quiere esto decir que el santo sacri-ficio perdone por sí mismo las ofensas he-chas a Dios, como lo hace el sacramentode la penitencia, sino que nos obtiene abun-dantes gracias de contrición y de verdade-ro arrepentimiento.

La Misa nos alcanza también la remisiónde la pena temporal debida a nuestros pe-cados. Por eso, es una fuente de propicia-ción, tanto para las almas del purgatoriocomo para nosotros mismos.

En fin, nuestras demandas en ninguna otraocasión encuentran un apoyo más eficazque durante el sacrificio de la Misa, por-que el Padre no se fija en nuestra indigni-dad, sino que escucha la voz de su Hijo queclama en nuestro favor. Es inconmensura-ble el poder de intercesión que tiene laMisa. La sangre de Abel reclamaba la ven-ganza divina, pero la sangre de Jesús im-plora no el castigo, sino la misericordia yla gracia. La sangre de Jesús es melius lo-quentem quam Abel (Hebr., XII, 24).

¿Cómo se aplican los frutos del sacri-ficio?

Hay que señalar, ante todo, que al cele-brante le está reservado un fruto especia-lísimo. En cuanto ministro de Jesucristo,el celebrante recibe una gracia especia-lísima. Este don es tan personal, que la opi-nión común de los teólogos dice que es in-alienable. Esta gracia divina tiene por fintransformar al sacerdote en Aquél cuyo lu-gar ocupa. Porque del sacerdote se puededecir con toda verdad que es otro Cristo, ytodas las gracias que recibe tienden a co-municarle las disposiciones interiores que

le hagan más y más conforme al ideal de suconsagración sacerdotal.

También reciben un fruto sobrenaturalespecial todos aquellos que están presen-tes cuando se celebra la Misa. El Oratefratres y otras oraciones litúrgicas que sedicen en la celebración de la Misa hacenalusión a estas gracias que se aplican a losasistentes. Los ministros y el acólito quesirven al sacerdote ocupan el primer lugarentre los asistentes.

Toda Misa tiene ante Dios, «ya de por símisma», ex opere operato, una eficaciapropiciatoria e impetratoria, idéntica a ladel sacrificio de la cruz. Pero, además, elfervor y el respeto con que el sacerdoteejecuta las ceremonias sagradas contribu-yen a aumentar las gracias que de la santaMisa participan los fieles. Pensemos enesto los que tenemos cura de almas y losque por oficio somos intercesores del pue-blo ante Dios.

Aún hay otro fruto que los teólogos lla-man «ministerial», que propiamente perte-nece a aquel o aquellos por quienes el sa-cerdote celebra el santo sacrificio. Estefruto es debido a una aplicación especia-lísima de los méritos y de las satisfaccio-nes de Jesucristo. Las Misas que se cele-bran con esta intención determinada yconcreta pueden producir grandes frutos demisericordia en el alma de los pecadorescomo en la de los justos, pero ante todo enlos miembros de la Iglesia purgante.

Hay, en fin, un «fruto universal» del queparticipan todos los fieles. Repetidas ve-ces, tanto en el curso del Canon como enotros lugares, el sacerdote ruega por todala Iglesia y pide que la gracia del Salvadorse irradie sobre todos los cristianos queviven en el mundo y están unidos a Cristopor la fe y el amor. La herejía y la excomu-nión producen el triste efecto de arrojar lasalmas lejos de esta corriente de los bene-ficios divinos.

IIª Parte – La obra de la santificación sacerdotal

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El santo sacrificio que el Señor conce-dió a su Esposa es la manifestación másexcelente de su culto y de su plegaria.

Por eso dice la Iglesia en su liturgia que«cuantas veces se celebra la conmemora-ción de este sacrificio, se realiza la obrade nuestra redención»: Quoties hujushostiæ commemoratio celebratur, opusnostræ redemptionis exercetur [Secreta dela dominica IX después de Pentecostés].

Tengamos la mayor estima de nuestra dig-nidad de ministros de Cristo. «¿Quién serácapaz de explicar cuán puras deben ser lasmanos que cumplan este oficio y la lenguaque pronuncia tales palabras, y cuánto máspura y más santa debe ser aún el alma querecibe el gran soplo del Espíritu?» [DeSacerdotio, VI, 4. P. G., 48 bis, col. 681].

XII

Sancta sancte tractanda

El sacerdote ha sido elevado a una digni-dad que, en cierto sentido, puede llamarsedivina, ya que Jesucristo se identifica conél. Su misión de mediador es lo más gran-de que puede concebirse en este mundo.Podemos repetirlo una vez más: aunque elsacerdote no hiciera en su vida otra cosaque celebrar fervorosamente cada mañanala santa Misa, y aunque no llegara a cele-brarla más que una sola vez, realizaría conello un acto que en la jerarquía de los valo-res tiene mucha más importancia que to-

dos los acontecimientos que tanto apasio-nan a los hombres. Porque cada Misa quese celebra tiene una trascendencia eterna ynada es eterno sino lo que es divino.

Orientemos, pues, toda nuestra existen-cia hacia la santa Misa. Ella es el punto cen-tral y el sol de cada jornada. Ella viene aser como el foco de donde nos viene la luz,el fervor y la alegría sobrenatural.

Deseemos ardientemente que nuestrosacerdocio vaya invadiendo gradualmentetoda nuestra alma y toda nuestra vida, demodo que pueda decirse de nosotros: estodo sacerdote y sólo sacerdote. Esto esefecto de una vida eucarística que está com-pletamente penetrada del perfume del sa-crificio y que ha hecho de nosotros un Al-ter Christus.

¡Qué hermoso es ver a un sacerdote que,después de muchos años de haber sido fiel asu vocación, vive únicamente de la oblacióndivina que ofrece en el altar!

Son muchísimos los sacerdotes que, en-tregados por entero a Cristo y a las almas,realizan plenamente este ideal. Ellos cons-tituyen el honor de la Iglesia y la alegríadel divino Maestro.

Si también nosotros queremos estar a laaltura de nuestra vocación sacerdotal y de-seamos que ella imprima su sello en todanuestra existencia, de suerte que nos infla-me de amor y de celo, aprestemos nuestrasalmas a recibir las gracias que manan denuestra Misa.

Pero hay otros, por el contrario, que alcabo de los años se dan cuenta de que hadisminuido su primitivo fervor.

Son muchas las razones que pueden adu-cirse para explicar la causa de semejantefenómeno. Recordad, ante todo, que la con-dición indispensable para el triunfo defini-tivo de la caridad en nuestra alma es lamuerte radical a todo pecado, aún al venialdeliberado.

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Sin embargo, lo que mejor explica ordi-nariamente este abandono espiritual es elhecho de la falta de cuidado en disponersea celebrar la Misa de cada día con el mayorfervor posible. En efecto, la pureza de con-ciencia que exige la celebración de la Misa,y la atmósfera de gracia de que rodea alministro sagrado, hace que el ofrecimien-to del santo sacrificio brinde todos los díasal sacerdote una ocasión providencial pararecogerse, humillarse y renovarse. Si seabandona este medio aptísimo para entrarde nuevo en la corriente de vida sobrenatu-ral, es natural que la rutina y la mediocri-dad vayan invadiendo gradualmente el alma.Pero si ésta se preocupa de celebrar siem-pre con la mayor devoción posible, no haycuidado de que sea arrastrada a la deriva.

1.- Importanciade las disposiciones del alma

Nunca podremos estimar suficientemen-te el valor que tienen las disposiciones in-teriores para participar abundantemente delos frutos de la Misa.

Subamos al Calvario para detenernos allíun momento.

¿Quiénes fueron los testigos del dra-ma de nuestra redención? Podemos dis-tribuirlos en tres grupos: la Virgen María,Juan, el discípulo amado, y las santas mu-jeres forman el primero; los judíos y losverdugos integran el segundo. El tercero esinvisible, pues lo forma la Santísima Trini-dad, rodeada de innumerables espíritus ce-lestiales. El Padre contemplaba a Cristo quese inmolaba en la cruz. El veía que su Hijo,que es «el esplendor de su gloria y la ima-gen misma de su sustancia» (Hebr., I, 3), leofrecía un homenaje sublime de justicia yde perfecto amor. Este sacrificio, que ha-bía sido previsto y ordenado por la Sabidu-ría divina, tributaba a Dios toda la gloria, altiempo que rescataba a los hombres. Y el

Padre, el Hijo y el Espíritu Santo se com-placían en el amor supremo que inspirabala oblación del Salvador.

En la cruz, Cristo se inmoló y dio su vidapor todos: Pro omnibus mortuus estChristus (II Cor., V, 15).

¡Pero qué diferente fue el beneficio es-piritual que obtuvieron de su presencia losque asistieron a este divino sacrificio!

Contemplad primeramente a la VirgenMaría. Ella es el prototipo de la perfectasantidad; ella acata la voluntad del Padre, lepresenta su Hijo e intercede por nosotros.La gracia que de lo alto de la cruz se derra-ma sobre su alma sobrepasa todo lo que lainteligencia humana puede comprender.María fue santificada mucho más que nin-guna otra criatura con la pasión de Jesús.Los méritos de su Hijo fueron el precio detodos sus privilegios y de la plenitud de losfavores con que la divinidad quiso colmarla.

Ante esto, es posible que digamos: «Se-ñor, bien comprendo que vuestra madre re-ciba dones tan excelsos; pero yo no soy másque un pobre pecador». A lo que Jesús nosresponderá: «Fíjate en María Magdalena,que está a su lado. He querido que una mu-jer pecadora, pero rebosante de amor arre-pentido, esté al pie de mi cruz. Porque estan grande la eficacia de mi sacrificio, quelos mayores pecados no suponen obstácu-lo alguno para recibir las gracias que de élse derivan, con tal de que el alma esté arre-pentida».

¿Por ventura el buen ladrón no era tam-bién un gran pecador? Pero, por los méri-tos de Cristo, recibió el don de la fe. Con-fió en Jesús, depositando en Él toda su es-peranza, y en el misterioso diálogo que tu-vieron de cruz a cruz escuchó que de loslabios agonizantes del divino Maestro brota-ba la palabra del supremo perdón: «Hoy es-tarás conmigo en el paraíso» (Lc., XXIII, 43).

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Para todos éstos, su presencia en la muer-te de Jesucristo fue una fuente de santifi-cación.

Si a nosotros se nos hubiera concedidola gracia de estar presentes a este dramadivino, es indudable que hubiéramos desea-do estar también en el grupo de la Madre yde los amigos de Jesús.

El segundo grupo lo forman los fariseos,los sacerdotes y los judíos que exigieronde Pilato la crucifixión de Jesús. Desde loalto de la cruz, «el Salvador ha rogado portodos ellos»: Pater, dimitte illis; non enimsciunt quid faciunt (Lc., XXIII, 34). Nin-guno fue excluido de esta plegaria, que fue,sin duda, eficaz para algunos de ellos, alpaso que para otros no surtió efecto algu-no. Por lo que respecta a los doctores de laLey, el Evangelio nos dice que estaban lle-nos de un odio sacrílego: tenían el almacompletamente cegada y el corazón total-mente endurecido. Ellos fueron los quegritaron a Pilato: Sanguis ejus super nos(Mt., XXVII, 25).

Junto a ellos se encuentran los verdugos:gente ignorante, que asiste con indiferen-cia al drama del Calvario. También por ellosrogó Jesucristo, pero en aquel momento sualma no experimentaba ninguna inquietudreligiosa. No pensaban en nada, su únicapreocupación era la de saber a quién deellos le caería en suerte la túnica de Jesús,o quizás se gozaban en contemplar a un hom-bre que se debatía entre los más atrocesdolores.

Estas mismas son las posturas que adop-tan hoy en día muchos hombres, aunque endiferentes grados, mientras se perpetúa ennuestras iglesias el misterio de la oblacióndel Salvador. La Misa es el mismo sacrifi-cio de la cruz. «La hostia es la misma y úni-ca; y el mismo es el que hoy se ofrece»

[Conc. Trid., sess. XXII, cap. 2]. La Misacontiene la preciosa sangre de Jesucristo,una de cuyas gotas es más que suficientepara rescatar a todo el mundo. Pero los queasisten a ella con frialdad obtienen pocofruto, al paso que las almas fervorosas ex-traen de este contacto por la fe con Cristouna luz, una fuerza y un gozo celestial queles hacen triunfar del mundo y de la carne.

Si esto es verdad de los que simplemen-te asisten a la Misa, ¡qué no podrá decir dela trascendencia que tienen para su prove-cho espiritual las disposiciones interioresdel sacerdote que la celebra! Contemplad aestos dos sacerdotes que vuelven del altar,donde acaban de celebrar el santo sacrifi-cio. El uno se ha acercado a Dios en la ora-ción, y vuelve lleno de celo y de santa ale-gría: Ad Deum qui lætificat juventutemmeam (Ps., 42, 4). El otro, por el contra-rio, está tan distraído y tan aburrido, quecasi podría decir como los israelitas: «Es-tamos ya cansados de un tan ligero manjarcomo éste»: Anima nostra jam nauseatsuper cibo isto levissimo (Num., XXI, 5).La Misa y la Eucaristía le dejan como indi-ferente. ¿Es que acaso su sacrificio no esidéntico al del caso anterior? Sí que lo es,pero lo que ocurre es que en este sacerdo-te la fe no tiene la viveza que busca el amor.

Al tiempo que ejecutamos las ceremo-nias rituales y pronunciamos las fórmulassagradas, debemos procurar despertar ennuestras almas estas dos virtudes teolo-gales, que son las únicas que, por encimade las apariencias, alcanzan la realidad so-brenatural.

En el caso de que un sacerdote tuviera laosadía de acercarse a celebrar los santosmisterios en pecado mortal, ¿tendría dere-cho a ser contado entre los amigos de Je-sús? De ninguna manera, ya que con ellocometería un horrendo sacrilegio. Y por suobstinación en el pecado, se podría decir

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también de él aquella terrible frase delApóstol: «Por su parte, volverán a crucifi-car de nuevo al Hijo de Dios»: Rursum cru-cifigentes sibimetipsis Filium Dei (Hebr.,VI, 6). Bien sé, y así nos lo enseña un artí-culo de nuestra fe, que no hay pecado queno pueda ser perdonado, pero la experien-cia de las almas nos atestigua que esta inju-ria que se hace al Hijo de Dios produce unaterrible ceguera espiritual. ¿Cuál sería lasuerte de esta alma si la muerte la cogierade improviso?

Antes de celebrar la Misa, debemos pen-sar que con nosotros sucederá lo mismoque ocurrió con los que asistieron a la muer-te del Señor al pie de la cruz: podemosbeneficiarnos de las gracias de la Misa, opodemos, por el contrario, endurecernos,según sean nuestras disposiciones.

2.- Disposición fundamental:unirnos a Jesucristosacerdote y hostia

Por una prerrogativa única de su sacer-docio, Cristo es a un tiempo el sacerdote yla víctima del santo sacrificio de la NuevaAlianza.

¿Cuál es la disposición primordial quedebe tener un ministro de Cristo para quese asemeje lo más perfectamente posible asu divino modelo? La de sintonizar con lossentimientos íntimos que tuvo el corazónde Jesús en el Cenáculo y en el Calvario ycon los que ahora tiene en el cielo. Así escomo cumplirá lo que dice el Apóstol: «Te-ned los mismos sentimientos que tuvoCristo Jesús» (Philip., II, 5).

Cuando, impulsado por el Espíritu San-to, Jesucristo se inmoló en la cruz, el amorera el sentimiento que dominaba en su alma:Ut cognoscat mundus quia diligo Patrem(Jo., XIV, 31). Su alma estaba también lle-na de sentimientos de adoración y de ac-

ción de gracias ante la majestad divina. Je-sús se abrasaba en deseos de sacrificarsepara expiar los pecados del mundo y mere-cer así la salvación de toda la humanidad.

Importa muchísimo que, siempre quecelebramos, compartamos los deseos y lasintenciones del único Pontífice de todosacrificio. Recordad que, después de haberentrado en su gloria, Cristo continúa aman-do a su Padre y que nosotros debemos per-petuar en la Iglesia el misterio de la Cena,y de la cruz con las mismas disposicionesde espíritu.

El sacerdote debe unirse, por consi-guiente, al Salvador cuando está realizandola «acción» sagrada. Jesús es el más acaba-do modelo de aquellos sentimientos de re-ligión y de amor de que debe estar revesti-do su ministro cuando va a ofrecer el sacri-ficio.

Jesucristo es, igualmente, modelo en suestado de hostia.

También aquí debemos apropiarnos sussentimientos. El ritual de la ordenación nosrecuerda en términos bien expresivos estegran deber nuestro. «Imitad el sacrificioque ofrecéis: de suerte que, celebrando elmisterio de la muerte del Señor procuréismortificar vuestros miembros, huyendo delvicio y de la concupiscencia». Solamenteentonces presentaréis al Padre vuestra obla-ción de la manera más perfecta: de aquellamisma manera que Cristo eligió en la cruz.

¿Por qué, os preguntaréis, ha queridoJesús consagrarse a Dios por nosotrosprecisamente en calidad de víctima?

Hay muchas maneras de hacer dones alSeñor: por medio de limosnas, de funda-ciones piadosas, u ofreciendo algún objetoprecioso, como un cáliz, por ejemplo. Todoesto está muy bien y es del agrado del Se-ñor, con tal de que esté inspirado en unmotivo de amor.

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Pero existe una diferencia sustancial en-tre la hostia y cualquiera otra ofrenda. Losdones que hacemos se ofrecen con un finconcreto, que está determinado o por lanaturaleza misma del objeto o por la vo-luntad del donante. Si yo, por ejemplo,ofrezco un cáliz, este objeto tendrá un des-tino determinado y no se empleará para nin-gún otro uso. Pero la hostia, ya por el he-cho de serlo, no puede tener otro destinoque el de ser consagrada a Dios, a quienpertenece enteramente, de modo que pue-da disponer de ella a su talante.

Esta es la razón íntima de porqué Jesu-cristo quiso ser hostia.

Ya antes hemos tratado de esto, pero tie-ne tanta importancia esta doctrina, que bue-no será que volvamos a tratar de ella. Laprimera palabra que dijo Cristo al entrar enel mundo fue esta: «Los holocaustos y sa-crificios por el pecado no los recibiste…;heme aquí; que vengo… para hacer, ¡ohDios!, tu voluntad» (Hebr., X, 67). ¿Y cuálera esta voluntad? Que muriera en el Calva-rio después de haber sobrellevado toda unavida de trabajos impregnada de amor. Heaquí la ofrenda de Cristo.

También nosotros en la Misa debemosofrecernos en calidad de hostia, siguiendoasí el ejemplo de Cristo, de modo que Diospueda hacer de nosotros lo que plazca a suvoluntad. Debemos abandonarnos en manosde nuestro Creador y Salvador, ofreciéndo-nos completamente a su disposición.

Aceptemos de buen grado, uniéndonos alVerbo encarnado, todas las penalidades ytodas las dificultades que nos proporcionanuestro ministerio y aceptémonos a noso-tros mismos, con todas nuestras insuficien-cias, nuestras miserias y nuestras enferme-dades corporales. Habituémonos a morir alas solicitaciones y satisfacciones que nosbrinda el mundo, siempre que se oponganal reinado de Dios en nuestras almas. Parael sacerdote regular, esta disposición capital

tiene su más cumplida expresión en el espí-ritu de estricta obediencia.

Todo lo que precede nos ofrece ampliamateria para meditar y para examinar se-riamente cuáles son los resortes que de-terminan nuestra conducta. Porque, ¿pode-mos afirmar que nos hemos puesto en ma-nos de Dios para que Él disponga de noso-tros como mejor le plazca?

Yo os expreso mi deseo de que toméis laresolución de imitar sinceramente el mis-terio de la inmolación de Cristo que se per-petúa en el altar entre vuestras manos.

3.- Disposiciones sugeridaspor el Concilio Tridentino

El Concilio enumera cuatro: tener uncorazón sincero, una fe recta, temor y re-verencia, y espíritu de compunción y depenitencia: cum corde vero, et recta fide,cum metu et reverentia, contriti et pœni-tentes [Sess. XXII, cap. 4].

En primer lugar, un corazón verdadera-mente sincero, es decir, completamenteleal consigo mismo. Es esta una cualidadimportantísima, aunque hemos de recono-cer que no es demasiado común. A vecesnos hacemos la ilusión de que somos real-mente sinceros en nuestro fuero interior,cuando la verdad es que suele haber plie-gues y repliegues que no los abrimos ni alos ojos de Dios.

Para llegar a poseer este «corazón sin-cero», nada mejor que desear ardientementeun conocimiento de sí mismo que coinci-da con el que el Señor tiene de nosotros, yque la luz divina penetre en la oración hastalos últimos escondrijos de nuestra alma ynos haga ver lo que en realidad somos. Nobasta con ser sinceros cuando hablamos conlos demás, sino que es necesario enfren-tarse consigo mismo: Qui loquitur veri-tatem in corde suo (Ps., 14, 2), y, sobretodo, ser sinceros ante Dios. Si el sacer-

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dote quiere presentarse dignamente ante elSeñor en el altar, es preciso que tenga estecor verum.

Mirad lo que nos sucederá el día que lle-guemos al cielo. De la misma suerte que,desde el mismo momento de su encarna-ción, el alma de Jesús fue elevada a la vi-sión del Padre y como envuelta de gloria,porque era el alma del Hijo de Dios encar-nado, así también, por una maravillosa con-descendencia de amor, el Señor se comuni-cará a sus hijos adoptivos. El llenará nues-tras almas de su misma luz y de su mismafelicidad, de acuerdo con el grado de cari-dad que hayamos alcanzado en el momentode nuestra muerte. Y Dios se mostrará tanbondadoso con nosotros porque verá ennosotros la imagen de su Jesús.

Hay una expresión en la Sagrada Escritu-ra que suele pasar desapercibida, pero queexpresa admirablemente en qué consistirála felicidad del cielo: Denudabit absconsasua illi: «Y le revelará sus secretos» [Eccli.,IV, 21. Esta «revelación es atribuida a laSabiduría personificada, la cual, después dehaber sometido a prueba la fidelidad de susdiscípulos, los llenará de alegría descu-briéndoles sus secretos: Sapientia lætifi-cabit illum et denudabit abconsa sua illi.Dom Marmion la aplica a Dios en el mo-mento en que introduce en la luz de la glo-ria al alma que ha sido ya purificada]. Fijé-monos en esta palabra. Dios se mostrará asus elegidos tal como es en la unidad desus esencia y en la trinidad de sus perso-nas; les revelará los secretos de su vida eter-na: todo les será descubierto en la luz me-ridiana de la verdad: «Dios es luz y en Él nohay tiniebla alguna» (I Jo., I, 5).

Por nuestra parte, nosotros nos uniremosal Señor y le glorificaremos en plena clari-dad. Allá veremos toda la miseria de nues-tra existencia anterior y cómo triunfó lagracia en nosotros. Entonces nuestro cora-zón será perfectamente humilde, porque

comprenderá los abismos de la misericor-dia de Dios y alabará con sinceridad al Se-ñor.

Creedme si os digo que Dios desea que,ya desde esta vida, vivamos siempre en supresencia en una actitud de absoluta since-ridad.

¡Cuántas veces nos engañamos a nosotrosmismos!

No siempre tenemos valor para enfren-tarnos en nuestra alma con la mirada divi-na, ni para presentarnos ante Dios tal comosomos. ¡Cuántos defectos, cuántas compla-cencias secretas y cuántas aficiones des-ordenadas hay en nosotros que no nos lasconfesamos ni a nosotros mismos! ¡Cuán-tas veces nos falta la necesaria energía pararealizar los sacrificios que Dios nos pide!

Meditemos atentamente estas realidades,y si Dios nos exige en adelante alguna re-nuncia, no vacilemos en aceptarla. Cuandosubimos al altar, presentemos a Dios uncorazón sincero, leal y sin doblez. El con-cilio nos garantiza que, si así lo hacemos,participaremos abundantemente de los fru-tos del sacrificio.

La segunda disposición requerida es unafe perfecta: recta fide. El concilio se ins-piró en el texto de la epístola a los hebreos:«Teniendo, pues, hermanos, en virtud de lasangre de Cristo, firme confianza de entraren el Santuario… a través del velo, esto es,de su carne, per velamen, id est carnem suam;y teniendo un gran sacerdote…, acerqué-monos con sincero corazón, con fe perfec-ta»: cum vero corde, in plenitudine fidei(Hebr., X, 19-22).

La figura del Antiguo Testamento, a la quehace alusión este pasaje de San Pablo, tie-ne una espléndida realización en el santosacrificio de la Misa. Porque en la MisaJesucristo nos hace penetrar con Él, no yaen el Sancta Sanctorum del templo de Je-

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rusalén, sino en el de la divinidad, o lo quees lo mismo, en la presencia de Dios. Y nosintroduce allí por la virtud de su pasión,cuyos méritos nos aplica la oblación delaltar. Esta fe engendrará en nosotros unaconfianza sin límites en el infinito valor delsacrificio.

El misterio eucarístico es con toda ver-dad Mysterium fidei. La Iglesia ha incluidoestas dos palabras en la fórmula de la con-sagración de la preciosísima sangre. Todoaquí es obra de la fe. El poder de la palabradel sacerdote, la presencia de Cristo en vir-tud de la transubstanciación del pan y delvino y los frutos de salvación que brotancomo de un manantial de cada misa, sonotras tantas realidades que únicamente lafe puede comprender.

Hemos leído que algunas almas privile-giadas han visto a Jesucristo en la santaMisa, ofreciéndose a sí mismo, de tal suer-te, que desaparecía por completo el sacer-dote y solamente veían a Jesucristo. Estarevelación constituye, sin duda, una graciaextraordinaria; pero este hecho prodigiosose conforma en un todo a lo que enseña laIglesia. ¿Qué nos dice, en efecto, el Conci-lio? Que «Cristo en el altar es el mismosacrificador que en el Calvario»: Idem nuncofferens [Sess. XXII, cap. 2].

La intervención sacerdotal de Jesús utnunc offerens no debe extrañarnos lo másmínimo. En efecto: «Jesús ha sido consti-tuido por su Padre como juez de todos loshombres»: Neque enim Pater judicat quem-quam, sed omne judicium dedit Filio (Jo.,V, 22). Cristo juzga a todos los que muereny cosa sabida es que los hombres muerentodos los días y en todos los momentos decada día. ¿Pues qué razón hay para que, sien-do esto así, no asista también en cada Misade una manera activa y explícita a los sa-cerdotes que perpetúan su sacrificio? Lomismo podemos colegir de lo que sucedeen la administración de los sacramentos.

San Agustín expresa clarí-simamente ladoctrina de la Iglesia. «Sea Pedro quienbautiza, sea Pablo o sea Judas, siempre esCristo quien, en el Espíritu Santo, regene-ra el alma»: Petrus baptizet? Hic Christusest qui baptizat… Judas bap-tizet? Hic estqui baptizat… «Cristo bautiza por su pro-pio poder; ellos como instrumentos» [InJo., VI, P. L., 35, col. 1428]. Lo mismocabe decir de la Eucaristía: sea quien sea elque consagra, aunque sea hereje o indigno,siempre es Cristo, el que de una manera realy soberana ofrece y consagra, aunque paraello se sirva del ministerio de un hombre.

Cum metu et reverentia. Al ofrecer susacrificio, el corazón de Jesús estaba col-mado de una profunda reverencia ante lamajestad del Padre. ¿Por ventura no habíapredicho el profeta Isaías que el Espíri-tu del temor del Señor colmaría su al-ma?: Et replebit eum Spiritus timorisDomini (XI, 2).

Al tratar de la virtud de la religión, os heexpuesto hasta qué punto toda la vida te-rrestre de Jesucristo fue un homenaje dereligioso respeto. Pues lo mismo cabe de-cir de su vida en el cielo, donde Cristo estain gloria Patris, ya que su naturaleza hu-mana, por lo mismo que es una criatura,debe manifestar siempre su acatamientoante las perfecciones divinas.

También nosotros, cuando estamos en elaltar, debemos sentirnos llenos de este te-mor reverencial, impregnado de amor y deconfianza, hasta el punto que penetre hastala medula de nuestro ser: Confige timore tuocarnes meas (Ps., 118, 120).

En cuanto a la última disposición quemenciona el Concilio: el espíritu de con-trición y de penitencia, ya hemos tratadode ella al hablar de la compunción y no esnecesario que repitamos los conceptos ex-

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puestos en aquel lugar. ¿Pero cómo no ci-tar aquí aquellas palabras de San Gregorioque tan bien resumen la tradición cristia-na? «Es necesario que en el transcurso dela acción sagrada nos inmolemos a Diospor la contrición del corazón, de suerte que,al celebrar los misterios de la pasión delSeñor, imitemos también el sacrificio queofrecemos» [Necesse est, cum agimus, utnosmetipsos Deo in cordis compunctionemactemus, quia qui passionis dominicæmysteria celebramus, debemus imitariquod agimus. Dialog., IV, P. L., 77, col.428. Parece que este pasaje ha inspirado eltexto del actual pontifical romano: Imi-tamini… Toda esta alocución del obispo alos ordenandos aparece por vez primera enel pontifical de Durand de Mende (sigloXIII)].

4.- Preparación inmediata–celebración –acción de gracias

Las disposiciones de que acabamos dehablar debieran mantenerse siempre vivasen el alma del ministro de Cristo, pero estorequiere un esfuerzo que supera las posibi-lidades de la debilidad humana. Por eso estan útil que, antes de celebrar la Misa, pro-curemos disponernos con una preparacióninmediata para reavivar nuestra fe y enar-decer nuestro corazón.

El misal contiene magníficas oracionespreparatorias para la santa Misa, que po-demos recitar o meditar con mucho prove-cho. Voy a limitarme a daros algunos con-sejos a este respecto.

Todos los métodos y prácticas puedenresumirse en esta proposición: «Cuantomás nos identifiquemos con Jesucristo enla oblación del sacrificio, tanto mejor nosacomodaremos a los designios del Padre ymás abundantes serán las gracias que repor-taremos de la celebración de la Misa». Lasecreta del Jueves Santo expresa admira-

blemente esta verdad de nuestra fe: «Supli-cámoste, oh Señor…, que haga aceptableeste sacrificio el mismo Jesucristo, tu Hijo,Señor nuestro, que, al instituirle en este día,mandó a sus discípulos celebrarle en me-moria suya»: Ipse tibi… sacrificium nos-trum reddat acceptum…

El sacerdote debe, pues, revestirse de lapersona de Jesucristo, ya que obra en sunombre. Antes de subir al altar, debe decira Jesús: «Señor, Vos lo habéis dicho: Sineme nihil potestis facere (Jo., XV, 5); y re-conozco que sin Vos nada puedo hacer, so-bre todo en esta acción divina del santo sa-crificio. Me confieso completamente in-capaz de ser vuestro ministro en esta ac-ción de incomparable grandeza. Aunquetoda mi vida la empleara en prepararme,nunca alcanzaría la altura que requiere unministerio tan elevado. Pero ya que, porvuestro Espíritu, se me ha dado una partici-pación en vuestro sacerdocio, os pido hu-mildemente que me concedáis vuestrasmismas disposiciones de sacerdote y dehostia, las mismas que tuvisteis en la últi-ma Cena y en la cruz, y dignaos suplir convuestra misericordia lo que falta a mi mi-seria».

¿Sería decoroso que el sacerdote perpe-túe el sacrificio de la cruz, sin tratar deconformar su alma y su ser entero a la in-molación que realiza en el altar? CuandoCristo habla por su boca y se ofrece porsus manos, ¿cómo es posible que el cora-zón del sacerdote permanezca frío y ajeno alas disposiciones interiores del Salvador?

Al hacer su oblación, Jesucristo incluyóen la misma a todo el género humano. Poreso, también nosotros debemos abrir nues-tra alma de par en par a las necesidades ysufrimientos de todos, pensando en los pe-cadores, en los pobres, en los enfermos,en los agonizantes, como si nosotros fué-ramos los encargados de presentar al Se-ñor todas sus súplicas y demandas. Así es

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como seremos los voceros de toda la Igle-sia.

Al revestirnos los ornamentos sagrados,debemos hacerlo siempre con la mayor dig-nidad. Hay en el Génesis un pasaje que nospuede ayudar en ese momento a elevarnuestros pensamientos hacia las verdadesde la fe. Rebeca vistió a Jacob los vestidosde su hermano Esaú para que pudiera asípresentarse a su padre Isaac y recibir subendición. Jacob entonces dijo a su padre:Ego sum primogenitus tuus: «Yo soy tuprimogénito» (Gen., XXVII, 19). La Igle-sia, nuestra Madre, nos dice: «Vais a repre-sentar a Jesucristo, vuestro primogénito:Primogenitus in multis fratribus (Rom.,VIII, 29); «revestíos de Él»: InduiminiDominum Jesum Christum (Ibid., XIII, 14).Desde este momento podéis acercaros li-bremente al Padre, porque, a pesar de todavuestra indignidad, Él ve en vosotros un al-ter Christus.

Otra excelente manera de prepararse paraofrecer el santo sacrificio consiste en unir-se a las disposiciones que tuvo la Santísi-ma Virgen cuando estaba al pie de la cruz,participando de los mismos sentimientoscon que ella hizo la oblación de su Hijo.

Mientras celebráis la Misa, debéis pro-curar observar escrupulosamente las rúbri-cas, ya que ello constituye un homenaje derespeto y de reverencia. El sacerdote quecumple con espíritu de religión las cere-monias prescritas se hace agradable a Dios.

Al ofrecer el pan y el vino en el ofer-torio, no olvidemos nunca el unir a lahostia que presentamos en la patena y alvino que presentamos en el cáliz, el ofre-cimiento de nuestras acciones y aún lade nuestras mismas personas. Si Jesúscomprueba que somos «hostias», nosofrece a su Padre en unión con Él. Así escomo la oblación hecha por la mañana secontinúa por la fidelidad que conserva-mos durante todo el día, y así es como

toda la vida del sacerdote viene a ser unairradiación de su Misa.

Mientras estamos celebrando, procure-mos que «nuestra alma sintonice con lasfórmulas y los gestos litúrgicos». La nor-ma directiva de San Benito: Mens nostraconcordet voci, tiene su mejor aplicaciónen las oraciones que se dicen en el altar.

Son muchas las fórmulas del misal quenos recuerdan la obra de glorificación quese realiza por nuestro ministerio. La Misaes el acto de culto de latría más excelente.El Gloria Patri, el Suscipe sancte Pater,el Per Ipsum, el Placeat nos dicen que de-bemos tener la mirada siempre fija en elPadre, en la Trinidad: Offerimus preclaræmajestati tuæ.

Pero, de acuerdo con los textos litúrgi-cos, debemos también considerar los teso-ros de la divina misericordia y las necesi-dades de los hombres. Son muchas las ora-ciones, impregnadas de la sangre de Jesu-cristo, que nos invitan a interceder por to-dos ellos. Con más razón y derecho que elsacerdote de la Antigua Alianza, cuandoentraba en el Sancta Sanctorum para pre-sentarse ante Dios, debemos nosotros abo-gar a favor del pueblo que se prosterna alpie del altar.

No hay mejor acción de gracias que elmismo Jesucristo: Quid retribuam Domi-no?... Calicem salutaris accipiam.

Por grandes que sean los sentimientos degratitud que embarguen nuestra alma duran-te la celebración de la Misa, es necesarioque después del sacrificio demos gracias alSeñor desde lo más íntimo de nuestra alma.En esto, cada uno puede seguir lo que elEspíritu le inspire, pero en ningún caso de-bemos ser de aquellos a quienes se les pue-da reprochar que agradecen tan poco cuan-do tanto han recibido.

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Las oraciones que la liturgia nos reco-mienda para recitarlas diariamente despuésde la Misa nos sugieren magníficos actosde agradecimiento. Por el cántico Bene-dicite todas las criaturas inanimadas se re-visten de vida en nuestra inteligencia paraacompañarnos a alabar a Dios y el sacerdo-te se convierte como en el corazón de to-das las cosas que por su naturaleza son in-capaces de amar, y les presta su voz paraque alaben al Señor.

Además de estas oraciones vocales, de-bemos dedicar algún tiempo a hacer unaoración más personal. La acción de graciasdebe ser, ante todo, un acto de suprema ado-ración. Cuanto más se abaja y se oculta Je-sús, más debemos reconocer su divina ma-jestad: «Vos sois el Cristo, el Hijo de Diosvivo, el objeto de las complacencias delPadre. Así lo creo firmemente, y por esome entrego a Vos con todo mi corazón paracumplir en todo vuestra santísima volun-tad».

Según la opinión común de los teólogos,el efecto principal del sacramento tienelugar en el momento mismo de la man-ducación. Pero mientras permanecen ennosotros las especies sacramentales, elSalvador, en virtud de su unión con el alma,continúa siendo un manantial de bendicio-nes divinas. Por eso precisamente la horade la acción de gracias tiene tanto valor paraque nuestra alma se acostumbre a adherir-se a Cristo y a formar con Él un solo espí-ritu en el amor. Como la oración se inten-sifica después de la comunión, esta prácti-ca va creando en el alma un precioso hábi-to de recogimiento. Fue el mismo Cristoel que, después de la Cena, cuando sus dis-cípulos acababan de comulgar, dijo a suPadre: «Los que Tú me has dado, quiero Yoque donde Yo esté, estén ellos también con-migo» (Jo., XVII, 24). Por la gracia del sa-cramento, Cristo nos atrae hacia Él, paraelevarnos con Él hasta el Padre.

El sacerdote que, inmediatamente des-pués de celebrar su Misa, tiene que oír con-fesiones, asistir a funerales o dar catecis-mo a los niños, no debe descorazonarse sisus ministerios le impiden recogerse comoquisiera. Que se persuada, por el contrario,de estas dos verdades: estos ministeriosson, en realidad, una prolongación del sa-crificio, ya que aplican a las almas los fru-tos de la redención; y por eso son una es-pecie de manifestación del amor que pro-fesamos a Cristo en la persona de susmiembros. Además, que ya el hecho de re-cibir respetuosamente la Eucaristía y elrecitar con piedad las diversas oracionescon que termina la Misa es de por sí unaverdadera acción de gracias. Es cierto queordinariamente las fórmulas de las post-comuniones no expresan explícitamente unsentimiento de agradecimiento; en ellassolemos pedir una participación en los fru-tos del sacramento. Pero, con todo, estassúplicas suelen significar la alta estima quetenemos del don divino, y con ello son untestimonio de nuestro profundo agradeci-miento.

Independientemente del valor de acciónde gracias que tiene la santa Misa en sí mis-ma, importa muchísimo, aún más, es nece-sario que después de haber celebrado, y encuanto lo permitan las circunstancias, elsacerdote se ocupe en dar gracias al Señor,porque nunca debemos olvidar que en es-tos benditos momentos el Hijo de las com-placencias que habita in sinu Patris, repo-sa in sinu peccatoris.

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XIII

El banquete eucarístico

«Ved, nos dice San Juan, qué amor nos hamostrado el Padre, que llamados hijos deDios, lo seamos»: Videte qualem caritatemdedit nobis Pater ut filii Dei nominemuret simus (I Jo., III, 1). Dios es nuestro Pa-dre y nos ama con un amor incomprensi-ble. Todo el amor que existe en el mundoprocede de Él y no llega a ser sino una som-bra de su caridad sin límites. «¿Puede lamujer olvidarse del fruto de su vientre?,dice el Señor por boca de su profeta; puesaunque ella se olvidara, yo no te olvidaría»(Isa., XLIX, 15).

Pero el amor tiende a entregarse, y así seune más al objeto amado. Dios es el mis-mo amor: Deus caritas est (I Jo., IV, 8), ysiempre está ansiando comunicársenos.Por eso es por lo que San Juan escribió:«Tanto amó Dios al mundo, que le dio suUnigénito Hijo»: Sic Deus dilexit (Jo., III,16).

El Hijo, que participa del mismo amor delPadre, ha querido aceptar la condición desiervo y entregarse al suplicio de la cruz:Majorem hac dilectionem (Jo., XV, 13).

Y como si esto fuera poco, ahora se ocul-ta bajo las apariencias del pan y del vino,con el propósito de entrar dentro de noso-tros y de unirnos a sí de la manera más es-trecha. La santa Eucaristía es el último es-fuerzo del amor que aspira a entregarse; esel prodigio de la omnipotencia puesta alservicio de la caridad infinita.

«Todas las obras de Dios son perfectas»(Deut., XXXII, 4). Por eso el Padre celes-tial ha preparado a sus hijos un banquetedigno de Él. No les sirve un manjar mate-rial, ni un maná que ha caído del cielo, sinoque les da el cuerpo y la sangre, juntamen-te con el alma y la divinidad de su únicoHijo Jesucristo.

Nunca llegaremos a comprender en estavida toda la grandeza de este don; pero cuan-do lleguemos al cielo, lo comprenderemosperfectamente; porque la Eucaristía es Diosque se comunica y Él sólo se comprendeplenamente a Sí mismo.

En este banquete recibimos al Hijo delPadre, al que constituye la felicidad de loselegidos, al que sacia por toda la eternidada los ángeles y a los santos. Es más, el mis-mo Padre eterno declara que tiene en Éltodas sus delicias: «Este es mi Hijo muyamado, en quien tengo mi complacencia»(Mt., XVII, 5). Ni el mismo Dios podría ha-cernos participar de un bien más precioso:«¿No creéis que yo estoy en el Padre y elPadre en mí?» (Jo., XIV, 10). «El que meha visto a mí, ha visto al Padre» (Ibid., 9).Por la comunión entramos en posesión detoda la Santísima Trinidad, porque el Padrey el Espíritu Santo están necesariamente allídonde está el Hijo, ya que los tres constitu-yen una misma y única esencia.

1.- Parábola del banqueteNo es empresa fácil decir algo nuevo so-

bre la Eucaristía.Pero me ha parecido que la meditación

de una página del Evangelio podría contri-buir a ilustrar nuestra fe. Esta página escla-rece maravillosamente la unión que la Eu-caristía produce entre Cristo y nosotros.

Conocéis perfectamente la parábola delbanquete de bodas. Cristo nos dice: «El rei-no de los cielos es semejante a un rey que

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preparó el banquete de bodas de su hijo»:Simile est regnum cœlorum homini regiqui fecit nuptias filio suo (Mt., XXII, 2; Lc.,XIV, 16).

¿A quién representan este rey y este hijo?¿Quiénes son los invitados de este banque-te? ¿Habrá algún misterio oculto bajo estaalegoría?

Según los doctores de la Iglesia, el reyes el Padre celestial.

Cuando, para rescatar al mundo, el Padredecretó la encarnación del Verbo, el mis-mo hecho de la unión de la naturaleza hu-mana a la persona divina constituyó ya depor sí una maravillosa fiesta nupcial. Laencarnación del Verbo es realmente unmatrimonio, porque, cuando el Hijo deDios tomó suya la santa humanidad, la hizosu esposa. Estas fueron en su más elevadosentido las «nupcias del Cordero»: NuptiæAgni (Apoc., XIX, 7).

«Este misterio, nos dice San Gregorio,se obró en María cuando recibió el mensa-je del ángel»: Uterus… Genitricis Virginis,hujus Sponsi thalamus fuit [Homil. 38 inEvang. P. L., 76, col. 1283]. Dos naturale-zas en una sola Persona: ¡qué unidad másestupenda en el ser y qué abrazo más ínti-mo en el amor! Quæ est ista quæ ascenditde deserto, deliciis affluens, innixa superdilectum suum? (Cant., VIII, 5). La huma-nidad del Salvador es «esta esposa inma-culada, rebosando en delicias, que sube deldesierto de este mundo, apoyada en el Ver-bo, su esposo».

La liturgia canta las «maravillas de estaunión»: Mirabile mysterium… Deus homofactus est. Sin perder nada del esplendorde su perfección eterna, el Hijo de Dios haasumido una naturaleza creada de la nada:Id quod fuit permansit, et quod non eratassumpsit. Esta unión no implica fusiónalguna de Dios y del hombre: non commix-tionem passus; sino que, por el contrario,salvaguarda la distinción absoluta de las dos

naturalezas, al paso que las hace insepara-bles para siempre: Neque divisionem [An-tífona de la Circuncisión].

Aquí está comprendida toda la doctrinade la encarnación.

Es el mismo San Gregorio quien nos diceque «por el misterio de la encarnación, elPadre ha querido que se realice la uniónnupcial de su Hijo con la Iglesia»: In hocPater Regi Filio nuptias fecit, quo ei, perincarnationis mysterium, sanctam Eccle-siam sociavit [Ibid]. Como sabéis, Cristose une a su Iglesia, uniéndose a cada almapor medio de la gracia santificante y de lacaridad. Por eso San Pablo escribía a losfieles de Corinto: «Os he desposado a unsolo marido para presentaros a Cristo comocasta virgen» (II Cor., XI, 2). Observad queSan Pablo no se refiere aquí únicamente alas vírgenes, sino a todos los bautizados,porque, según él, todo cristiano, en virtudde la gracia de la adopción divina, está lla-mado a unirse a Cristo por el amor.

Pero volvamos de nuevo a la parábola. Elrey había invitado a muchos comensales,pero todos se excusaron. En vista de ello,mandó a sus criados que saliesen a las en-crucijadas de los caminos e invitasen acuantos pobres encontrasen al banquete quetenía preparado. Y así fue como los pobres,los enfermos y hasta los tullidos encontra-ron un puesto en la sala del banquete.

¿A quién representa esta multitud? Si-guiendo la opinión de Orígenes y de SanJerónimo y de acuerdo con el empleo quela sagrada liturgia hace de algunos textosde esta parábola, creemos que en ella estárepresentado el pueblo cristiano al que lamunificencia divina ha llamado al banqueteeucarístico. Los que participan de los mis-terios sagrados se benefician de la uniónde amor que está reservada a los comensa-les del banquete. Cristo toma posesión desus almas y ellos, a su vez, le poseen por lafe y la caridad.

IIª Parte – La obra de la santificación sacerdotal

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Tengamos siempre bien presente que estaunión se asemeja de alguna manera a la uniónde la santa Humanidad con el Verbo, ya queésta es el modelo de todas las relacionesde intimidad y de amor entre la criatura ysu Dios.

Por muy admirable que nos parezca, to-dos hemos sido invitados a alcanzar las ci-mas de esta vida sobrenatural.

2.- La Misa,banquete de los hijos de Dios

Todos los días se prepara este espléndi-do banquete. El festín de las bodas del Hijode Dios se renueva cada mañana en el santosacrificio. Y tanto el sacerdote como losfieles son invitados a tomar parte en él.

Este misterio de unión es obra de la Sa-biduría divina, la cual lo ha confiado a laIglesia para que ésta lo dispense a los fie-les. En el seno de la Iglesia, la Misa viene aser el foco de donde irradia la gracia sobretodas las obras de los miembros de Cristo.Y por lo que en particular atañe al sacerdo-te, el oficio divino, la meditación, los mi-nisterios y la abnegación en todas sus for-mas reciben su impulso sobrenatural de lavirtud santificadora de este divino sacrifi-cio. Así nos lo da a entender una oracióndel misal: «Que los sacrosantos misteriosen que has puesto la fuente de la santidadnos santifiquen de verdad también a noso-tros» [Secreta de la misa de San Ignacio deLoyola].

Veamos ahora cómo llegan hasta noso-tros las gracias que brotan de la Misa.

Ante todo, por medio de la sagrada co-munión. La Eucaristía es, por excelencia,el sacramento que comunica al sacerdote ya los fieles los frutos de la sagrada inmola-ción. Así lo dice clarísimamente la oraciónSupplices del Canon cuando pide que «to-dos los que participan de la oblación del

altar por la recepción de cuerpo y de la san-gre de Jesucristo sean llenos de toda ben-dición celestial y de gracia»: Omni bene-dictione cælesti et gratia repleamur. Eldon de la Eucaristía es la respuesta que nosda la clemencia del Padre a la ofrenda quele hacemos de su Hijo. Por una increíblecondescendencia, el Padre quiere que tan-to el celebrante como los fieles se alimen-ten de la misma víctima del sacrificio y lle-guen así a poseer todos los inmensos bie-nes sobrenaturales, de los cuales la santaMisa es el manantial.

De esta suerte, Cristo se une por amor atodos los miembros de su Iglesia, enrique-ciéndoles con todos sus bienes: In omnibusdivites facti estis in illo (I Cor., I, 5). Porla Eucaristía, «les hace participar de los fru-tos de su redención»: Ut redemptionis tuæfructum in nobis jugiter sentiamus [Ora-ción de la fiesta del Corpus Christi]. Esteredemptionis fructus se nos aplica real-mente en la comunión. Por eso es por loque nunca debemos estimar la comunióncomo una práctica piadosa cualquiera,como un detalle o como un ejercicio desecundaria importancia en el conjunto denuestra espiritualidad. Porque cuando Je-sucristo viene a nosotros, «viene para co-municarnos su vida», como nos dice elEvangelio, y no lo hace con parsimonia,sino «con una divina sobreabundancia»: Egoveni ut vitam habeant, et abundantius ha-beant (Jo., X, 10).

3.- La comunión nos invitaa un ideal altísimo de vida

¿Cuál es esta vida sobreeminente a la cualinvita la unión eucarística a todos los cris-tianos y en particular a los sacerdotes?

Es de tanta trascendencia esta doctrina,que debemos recurrir a ella a cada paso.

Cristo es el modelo perfecto de la santi-dad humana que el Padre quiere ver repro-

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ducida en sus hijos adoptivos: Prædes-tinavit nos conformes fieri imaginis Filiisui (Rom., VIII, 29). Todos, aunque en di-verso grado, estamos obligados a adquiriresta semejanza sobrenatural, so pena de nopoder participar en el banquete del cielo.Esta conformidad con el Hijo encarnado esla que produce en nosotros la elevación es-piritual y la armonía entre el elemento hu-mano y el elemento divino que el Padre es-pera de nosotros.

¿En qué consiste la santidad de Jesús? Enla Trinidad, el Padre es el principio de don-de el Hijo ha recibido todo cuanto es. Asílo dijo el mismo Jesús: «Pues así como elPadre tiene la vida en sí mismo, así dio tam-bién al Hijo tener vida en sí mismo» (Jo.,V, 26).

También la humanidad de Jesús recibe delPadre toda su incomparable dignidad. Delseno del Padre descendía constantementesobre Jesús una efusión inagotable de vidadivina, que le comunicaba la plenitud de lagracia santificante, la caridad infusa y losdones del Espíritu Santo.

La unión hipostática santificaba el almay el cuerpo de Cristo. Esta «gracia deunión» constituía la raíz de todas las demáscomunicaciones otorgadas a la humanidadde Cristo para el cumplimiento perfecto desu misión redentora.

De esta manera, el alma de Jesús no ce-saba de contemplar al Padre, al Verbo y alEspíritu Santo. Es verdad que dentro de launidad de la persona divina, las dos natura-lezas continuaban siendo realmente distin-tas; pero existía entre ambas una unión in-efable. Todo lo recibía Jesús del Padre,como de única fuente, y Él, a su vez, se con-sagraba enteramente a su Padre y le glorifi-caba en todas sus acciones.

Este es el ideal de eminente santidad queCristo quiere establecer en el alma del quecomulga.

Al dar a la Iglesia el gran don de la Euca-ristía, Dios lo hizo con la intención de queCristo fuese ofrecido e inmolado bajo lassagradas especies, de que fuese adorado,visitado y amado en el sagrario; pero quisotambién que su Hijo se convirtiese en ali-mento para hacernos participar de la vidadivina: «Si no coméis la carne del Hijo delhombre y no bebéis su sangre, no tendréisvida en vosotros» (Jo., VI, 53).

El pan común, aunque no tiene vida en símismo, sostiene, sin embargo, el vigor denuestro cuerpo; pero cuando tomamos elpan y el cuerpo eucarísticos, es un ser vivo,es Jesús quien penetra en nosotros y tomaposesión de nuestro ser y, en virtud de estaunión, nos hace semejantes a Él. Por esodijo: «Yo soy, Ego sum, el pan vivo bajadodel cielo» (Ibid., 51).

Aunque la vida divina es inaccesible en símisma, este sacramento hace que venga anosotros. Todo aumento de santidad que elPadre quiere otorgar a sus hijos adoptivoslo ha puesto en manos de Jesús para queéste nos lo comunique.

Considerad esta maravilla: el alma delSalvador estaba en contacto ininterrumpi-do con el Verbo y éste la vivificaba. Nues-tra unión sacramental con Cristo no duracada día más que unos pocos momentos,pero, por breve que sea, ¡qué poder másgrande tiene para santificarnos! Aunqueesta unión sacramental no es tan íntimacomo la del Verbo con su humanidad, sinembargo es verdad que el autor de la graciareposa en el alma, la reviste de sus méritos,le concede el don de vivir la vida de la filia-ción adoptiva y le abre el acceso hasta lamisma Trinidad: «Si alguno me ama…, miPadre le amará, y vendremos a él y en élharemos morada» (Jo., XIV, 23).

La unión sacramental guarda una seme-janza tan real con la unión del Verbo y suhumanidad, que el mismo Jesús es quiennos lo asegura: «Así como me envío mi

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Padre vivo, y vivo Yo por mi Padre, así tam-bién el que me come vivirá por mí» (Jo.,VI, 57). No es posible llegar a comprendertoda la profundidad del misterio de la unióneucarística si no se tiene en cuenta esteparalelismo que el mismo Cristo quisoemplear. Considerad la estupenda elevaciónque esta comparación deja entrever hastaque lleguéis a empaparos en la verdad quenos descubre. Si así lo hacéis, no os quepaduda de que durante toda vuestra vida sa-cerdotal sentiréis cómo se afianzan y seestimulan el respeto y la confianza de al-canzar la gracia que os debe acompañarsiempre que comulgáis. San Hilario resu-me en estos concisos términos estas ideastan elevadas: «Cristo ha recibido su vida delPadre, y así como Él vive por el Padre, asítambién nosotros vivimos por su carne»:Quomodo per Patrem vivit, eodem modonos per carnem ejus vivimus [De Trini-tate, VIII, P. L., 10, col. 248].

La Misa cuenta entre sus más altas pre-rrogativas la de ser realmente un festín nup-cial. En el momento de la encarnación, elPadre presentó a su Hijo una naturaleza hu-mana que estaba destinada a unirse a élcomo una esposa inmaculada. En el altar,el sacerdote presenta a Cristo unas almaspara que las vivifique: su propia alma y lasde los asistentes, para que el Señor se co-munique a ellas y las haga participar de supropia vida.

Procuremos caer en la cuenta del idealtan sublime al que nos invita la sagrada co-munión. Porque nuestro progreso en la san-tidad depende, en gran parte, de nuestramanera habitual de participar del banqueteeucarístico.

4.- Efectos de la comuniónLa consideración de la naturaleza de la

unión divina que establece en nuestras al-mas la Eucaristía no agota todo lo que de-bemos recordar acerca de este inefable sa-

cramento. Veamos ahora concretamentecuáles son las gracias que produce en elalma cada comunión.

Los sacramentos producen el efecto ex-presado por su elemento sensible. Por eso,la Eucaristía, que ha sido instituida en for-ma de banquete, debe producir en el ordensobrenatural una misteriosa alimentaciónde la vida del alma.

El alimento corporal primeramente esabsorbido, y luego el organismo lo asimilay, de esta manera, conserva la vida y asegu-ra el crecimiento. El pan eucarístico obraen nosotros de modo análogo. Al tiempo que«lo recibimos por la boca», quod ore sump-simus, «Cristo se une a nuestra alma»: puramente capiamus, y fecunda y aumenta enella la vida divina, cuyo germen recibimosen el bautismo.

Cuando comemos, transformamos ennuestra propia sustancia el alimento quetomamos; pero cuando recibimos a Jesúsen la Eucaristía no sucede así, sino que, porel contrario, es Jesús quien nos transformaen Él. En esta misteriosa unión que produ-ce la Eucaristía, se realiza plenamente lafrase que San Agustín pone en labios delSeñor: «Yo soy manjar de los que son yagrandes y robustos: crece, y entonces teserviré de alimento. Pero no me mudarásen tu sustancia propia, como sucede al man-jar de que se alimenta el cuerpo, sino alcontrario, tú te mudarás en mí» [Confe-ssiones, VII, 10. P. L., 32, col. 742].

Este es el primer efecto sacramental quela comunión produce ex opere operato: elaumento de la gracia santificante. Cada vezque nos acercamos a comulgar con las de-bidas disposiciones, la gracia nos hace mássemejantes a Dios, más «deiformes», envirtud de «una participación sobrenatural desu naturaleza»: Efficiamini divinæ consor-tes naturæ (II Petr., I, 4).

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Para que llegue a consumarse en toda suplenitud la unión del hombre con Cristo, elPadre ha querido que la virtud propia delsacramento sirva también para avivar y en-fervorizar en nosotros la caridad habi-tual. Este amor que produce en nosotros laEucaristía no solamente nos acerca a Cris-to, sino que llega a unirnos tan estrecha-mente a Él, que «poco a poco va transfor-mándonos en el objeto amado»: In virtutehujus sacramenti, dice Santo Tomás, fitquædam transformatio hominis ad Chris-tum, per amorem [IV Sententiarum, Dis-tinctio XII, q. 11, 2]. Es tan grande la inti-midad de la presencia divina en la sagradacomunión, que el Salvador ha podido de-cir: «El que come mi carne… está en mí yYo en él» (Jo., VI, 56).

Esta voluntaria adhesión de amor a Cris-to vivifica y fortalece toda la práctica delas virtudes cristianas, porque la caridadtiene una eficacia soberana para ayudar alsacerdote en su afán de imitar los ejemplosde Jesús. Nunca llegaremos a alcanzar laverdadera santidad si el Padre no encuentraen nuestras almas los rasgos propios de suHijo encarnado. Debemos procurar asimi-larnos de tal manera a Cristo, que el Padrenos reconozca como verdaderos hijos su-yos. Y la Eucaristía es la que nos sostiene yestimula en esta empresa de asimilarnospara imitar a Cristo, ya que nos da las gra-cias que necesitamos para imitar a Jesucris-to en la aceptación de la divina voluntad, dela entrega de nuestras personas y de nues-tras actividades al bien del prójimo, en lapaciencia y en el espíritu de perdón.

Todos aspiramos a ser sacerdotes fervo-rosos. No importa que tengamos un tem-peramento débil o enérgico. La sagradacomunión nos infunde a todos la fuerzaque viene del mismo Dios. El pan que reci-bió Elías «para reanimarle en su desfalleci-miento» era una figura de la Eucaristía: Et

ambulavit in fortitudine cibi illius usquead montem Dei (III Reg., XIX, 8). También anosotros la sagrada comunión nos suminis-tra un «remedio a nuestra flaqueza» comonos enseña la liturgia: Fortitudo fragilium[Postcomunión de las ferias de Cuaresma].El amor que enciende en nuestras almas nospermite vencer el hastío, la pereza y las ten-taciones, ayudándonos eficazmente a lle-var nuestra cruz en pos del divino Maestro.

Otro de los efectos propios de la Euca-ristía es el de perdonar los pecados ve-niales. El amor fervoroso, que es el efectoinmediato de la gracia que este sacramentonos comunica, produce en el alma una granaversión a todo cuanto obstaculiza la unión.Este aborrecimiento del pecado nos con-sigue de Dios el perdón de aquellos peca-dos veniales a los que no tenemos afecto.Esta es la razón de porqué la Eucaristía «pu-rifica al alma de las manchas que en ellahan dejado los pecados cometidos»: Ut inme non remaneat scelerum macula. Ade-más que por los auxilios divinos que nosasegura, «corrige nuestras malas inclina-ciones»: Vitia nostra curentur [Postco-munión de la dominica XVII después dePentecostés]. Por eso, todos los días pedi-mos al Señor en la Misa que la recepciónde la Eucaristía nos sirva de «saludable re-medio»: Ad medelam percipiendam.

La alegría espiritual, que tanta impor-tancia tiene en nuestra vida sacerdotal, esotra de las gracias que nos proporciona laEucaristía, por más que sean muy pocos losque reparan debidamente en ella.

La sagrada comunión es un inmensomanantial de la más pura, íntima y sóli-da alegría. Dios es la felicidad por esen-cia y todo el bien que se encuentra en lacreación no es sino un reflejo, una sombrade esta felicidad infinita. Es tan grande laalegría que se experimenta en el cielo, queSan Pablo nos dice que «ni el ojo vio, y ni eloído oyó, ni vino a la mente del hombre, lo

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que Dios ha preparado para los que leaman» (I Cor., II, 9).

La unión eucarística nos comunica no yauna emanación de esta felicidad celestial,sino a su mismo Autor, que viene a noso-tros con todas sus incomparables riquezas.Santa Rosa de Lima decía que en el mo-mento de comulgar le parecía que el mis-mo sol entraba en su alma [Acta Sanctorum,39. Augusti, V, pág. 958]. Y puede decirsecon toda verdad que, así como en la crea-ción el sol es fuente de luz, de vida y decrecimiento, así también en la intimidad delalma este Jesús a quien recibimos en la sa-grada comunión es la fuente de esta alegríasiempre floreciente y de este coraje que noconoce el abatimiento que constituyen lafuerza que sostiene al cristiano.

No hablo ahora de los consuelos sensi-bles, sino de aquella esperanza, de aquelentusiasmo que hacía exclamar a San Pa-blo: «Reboso de gozo en todas nuestras tri-bulaciones» (II Cor., VII, 4). Esta alegría so-brenatural era la que hacía que los mártiressonrieran y cantaran en medio de los supli-cios. Era que antes de salir a la arena delanfiteatro se habían fortalecido con el ban-quete de las bodas del Cordero, era que ha-bían comulgado.

Esta felicidad que comunica la Eucaris-tía se traduce en ciertas almas en un vivosentimiento de serenidad y de paz. Cuandoel general de Sonis estaba en campaña so-lía comulgar siempre que tenía oportuni-dad de hacerlo. El día de la batalla de Solfe-rino, escribía después que hubo terminadoel combate: «No creo que durante toda estaterrible jornada haya perdido de vista la pre-sencia de Dios ni un solo instante». ¿No esverdad que la actitud que observó este va-liente soldado en medio del tumulto y delos peligros de la batalla es un sorprenden-te y aleccionador ejemplo de lo que puedey debe ser la serenidad y la tranquilidad delalma santificada por la divina presencia?

Aunque no tengamos una fe muy viva enlas maravillas que produce la Eucaristía,debemos, sin embargo, cuando llega elmomento de la comunión, esforzarnos encreer con firmeza en la realidad y en lagrandeza de este don inefable que Dios hacea nuestra alma. Si así lo hacemos, es segu-ro que poco a poco irá obrándose en la in-timidad de nuestra vida sacerdotal una bien-hechora transformación.

Nunca llegaremos a agotar la vitalidad delos frutos que nos suministra este divinosacramento. Y ya que no podamos agotar lamateria, vamos siquiera a señalar un últi-mo y supremo efecto: la Eucaristía «nosda la garantía de la felicidad eterna»: Etfuturæ gloriæ nobis pignus datur [Antí-fona de las vísperas del Corpus Christi].Ella nos prepara y nos dispone para el fes-tín celestial «en el reino del Padre», festínque el mismo Cristo prometió después dela última Cena (Mt., XXVI, 29), festín en elque «hartará a los elegidos de su gloria»:Satiabor cum apparuerit gloria tua (Ps.,16, 15). ¿Pensamos en esto todo lo que de-biéramos siempre que decimos: «Que elcuerpo…, que la sangre del Señor guardemi alma hasta la vida eterna»?...

5.- Unidad en CristoTodos los efectos de los que hasta ahora

os he hablado conciernen a cada uno denosotros en particular. Pero la Eucaristíaes, además de todo esto, el sacramento quenos une a Cristo en cuanto es Cabeza delCuerpo Místico. Ella injerta al cristiano enesta plenitud de orden sobrenatural que haceque Cristo y nosotros formemos un todoúnico e incomparable.

Debemos tener conciencia clara de quepertenecemos al Cuerpo Místico. Y muchomás nosotros los sacerdotes, porque ellaes la que sostiene nuestro celo con las al-mas que nos han sido confiadas.

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Jesucristo desea ardientemente que losfieles de su Iglesia estén unidos a su Ca-beza y que ellos lo estén entre sí. En laúltima Cena, luego que hubo instituidoel sacramento de la Eucaristía, se diri-gió a su Padre para pedirle que todos susfieles estuviesen unidos en Él. «Padresanto, guarda en tu nombre a éstos… paraque todos sean uno, como tú, Padre, es-tás en mí y Yo en ti…, para que sean con-sumados en la unidad» (Jo., XVII, 11, 21,23). La Misa y la comunión –banquetede las bodas del Hijo de Dios– son losmedios sagrados que han sido principal-mente destinados a realizar esta unión tansublime: «Porque el pan es uno, nos diceel Apóstol, somos muchos un solo cuer-po, pues todos participamos de ese úni-co pan»: Quonian unus panis, unum cor-pus multi sumus, omnes qui de uno paneparticipamus (I Cor., X, 17). La virtuddel sacramento hace que las almas pene-tren en el misterio del Cuerpo Místico,convirtiéndolas en miembros más unidosal Señor, que viven más de su vida y seconsagran más plenamente a su servicio.

Son tan amplios los frutos de la unióneucarística, que los fieles no solamente sesienten impulsados a amar a Cristo, sinotambién, con Él y por Él, a todo su CuerpoMístico. La gracia del sacramento nos haceabrazar el «Cristo total»: la Cabeza, losmiembros y todas las almas que han sidoredimidas por su sacrificio. La caridad esel aglutinante sobrenatural que tiene el po-der, ya desde aquí abajo, de unir entre sí deuna manera maravillosa a todos los miem-bros que forman la ciudad de Dios.

Hagamos el propósito de que el reinadode la caridad de Cristo en su Iglesia consti-tuya siempre el objeto de nuestros deseos,de nuestro celo y de nuestra predicación.Trabajemos para que sea una realidad en ladiócesis, en la parroquia, en las obras quedirigimos, en todo cuanto nos rodea. El fer-

vor de la caridad hará que seamos siemprerespetuosos y cariñosos con el prójimo,consagrándonos a su bien con olvido totalde nosotros mismos. Y cuando llegue elmomento de la comunión, alejará de nues-tra alma el recuerdo de las faltas del próji-mo, y nos tendrá al abrigo de la indiferen-cia, de la frialdad y de todo lo que contri-buye a la división. Así será como la Eucaris-tía, que es sacramento de la unidad, nos in-corporará cada vez más a Cristo: «Te roga-mos, oh Dios omnipotente, que seamoscontados entre los miembros de Aquél, concuyo cuerpo y sangre comulgamos» [Post-comunión del sábado de la 3ª semana deCuaresma].

¿Se puede afirmar que la santa Humani-dad de Jesús está presente en el alma detodos y cada uno de los miembros de suCuerpo Místico?

No cabe duda que al comulgar nos pone-mos en contacto con Jesús y que entoncesejerce en nosotros su soberano dominio.Como declara el Concilio de Efeso: «Lacarne de Cristo es vivificadora…, porque esla carne del verbo»: Carnem Domini vivi-ficatricem esse… quia facta est propriaVerbi [Canon 11]. En el sacramento, Jesústoca, santifica y entra en posesión del alma,irradiando su virtud sobre ella desde el focoglorioso de la Eucaristía. Mientras perma-necen sin alterarse las especies sagradas,el alma se beneficia de este contactus vir-tutis, dependiendo más y más de la accióndel Señor y uniéndose más íntimamente asu Cuerpo Místico.

Pero, aún cuando cese la presencia sa-cramental, el alma fiel continúa estandosiempre bajo la influencia del Señor, delcual es miembro. El Señor continúa asis-tiéndole tanto desde fuera como desde lomás íntimo de su ser para fecundar su vidasobrenatural. «Él habita siempre de algunamanera en su corazón»: Christum habitareper fidem in cordibus nostris (Eph., III,

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17). No se refiere el Apóstol con estas pa-labras a la presencia eucarística, sino a esaotra unión eficaz, íntima y continua, en vir-tud de la cual Cristo, el Verbo encarnado,Cabeza del Cuerpo Místico, vive y obra demodo permanente en el alma de todos ycada uno de nosotros.

6.- Obstáculos para alcanzarlos frutos de la comunión

A veces nos quejamos de que nuestrascomuniones no producen apenas en nues-tra alma fruto alguno y lo mismo oímosdecir a otras almas piadosas. Y, sin embar-go, «este pan bajado del cielo contiene ensí todo sabor espiritual»: Omne delecta-mentum.

El poco fervor de nuestras comunionesproviene ordinariamente de múltiples cau-sas. Algunas de ellas son pasajeras. La sa-lud, el ambiente y la desgana que puede ve-nirnos en el momento de ir a celebrar sue-len impedir que el alma guste con la debidapaz de la divina presencia.

Pero dejemos a un lado estas razones par-ticulares y fijemos nuestra atención en dosobstáculos que a todos se pueden ofrecer,y a los cuales es menester poner remedioeficaz: la falta de fe viva y la insuficienciadel don de sí mismo.

La Eucaristía es, por excelencia, el mys-terium fidei. Cuando contemplamos la hos-tia consagrada, nada hay que revele a nues-tros sentidos la presencia real de nuestroSalvador. Y, sin embargo, Él está allí, contoda la majestad de su gloria, con el mismoamor que nos profesaba cuando vivía entrenosotros durante su vida mortal. Sola la fealcanza este misterio, por encima de lasapariencias del pan y del vino.

Si en el momento de comulgar nuestrafe es débil, o permanece como dormida, osi se deja distraer por las cosas exteriores,es natural que no pueda apreciar en su justo

valor el don del Padre ni la misericordiosacondescendencia de Jesús. Si nos falta lafe, quedaremos indiferentes ante las rique-zas sobrenaturales que nos proporciona laEucaristía.

Por el contrario, cuando el alma tiene unafe despierta y atenta, queda como sobreco-gida de admiración, y se da perfecta cuentade que el don de Cristo al mundo y a cadauno de los hombres sigue siendo siempreactual y operante. Este sacramento hace«que seamos llenos de toda plenitud deDios»: Ut impleamini in omnem plenitu-dinem Dei (Eph., III, 19).

Cuando, al contemplar estas maravillas,sufrís porque, a pesar de haberos prepara-do debidamente, no sentís en vuestro cora-zón aquel santo ardor que esperabais, no poreso debéis afligiros. Dios no os pide queentréis en contacto con las realidades so-brenaturales por medio del sentimiento,sino que quiere que le sirváis y le améis enla oscuridad de la fe y por la adhesión devuestra voluntad. Los sentimientos son úti-les en cuanto que sirven para avivar nuestrafe. En vuestras comuniones y en vuestrasrelaciones íntimas con la Eucaristía procu-rad uniros al Señor por la fe, como lo hacíaSan Pablo cuando decía: In fide vivo FiliiDei (Gal., II, 20).

Hay una segunda disposición interior, decuya falta se siguen grandes inconvenien-tes para obtener los debidos efectos de lacomunión. Me refiero al don de sí mismo.Ya que el Señor se nos entrega en la sagra-da comunión, ¿no será conveniente quetambién nosotros, por nuestra parte, nosentreguemos a Él? Esta donación de sí mis-mo consiste en poner toda nuestra vida adisposición del Señor, aceptando de ante-mano todo cuanto su voluntad quiera orde-narnos tanto en el presente como en lo por-venir. Este abandono es la dispositio unio-nis por excelencia. Gracias a ella, Cristo

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no encuentra en nosotros nada que puedaoponerse a su reinado en nuestra alma.

«Comunión» quiere decir «unión con»Jesús. Para que pueda realizarse estaunión hay que presentar al Señor un almaa la cual pueda unirse con su santidad ysu amor. Cristo no puede unirse con elque no es humilde, con el que no le aco-ja plenamente, con el que abandona susdeberes de estado y, sobre todo, con elque no tiene caridad y no sabe perdonaral prójimo. ¿No es verdad que sería co-meter una hipocresía el pretender unirsea la Cabeza, al mismo tiempo que se des-entiende de las necesidades de sus miem-bros y se menosprecia su amor? Lo queobstaculiza nuestra unión con Cristo esnuestro amor propio, nuestra susceptibi-lidad, nuestros proyectos de vanagloria,nuestras aspiraciones egoístas, nuestrasmiras terrenas o demasiado humanas. Todoesto se opone a que nuestra voluntad seconforme plenamente con la de Jesús.

No son, pues, nuestra debilidad ni nues-tras miserias morales las que nos impidenparticipar de los frutos del sacramento,cuando lejos de complacernos en ellas laslamentamos. Precisamente Jesús viene anosotros para darnos la fuerza que necesi-tamos para combatir nuestros defectos. «Élcargó sobre sí nuestras enfermedades y car-gó con nuestros dolores»: Vere languoresnostros ipse tulit et dolores nostros ipseportavit (Isa., LIII, 4).

¿Dónde encontraremos el modelo másperfecto de este don de sí mismo? En elmismo Cristo. Según la doctrina de los Pa-dres de la Iglesia, la unión de sus dos natu-ralezas tenía un carácter nupcial. Cuandocomulgamos, nos unimos a Cristo por elamor, y Cristo entonces nos atrae y nos unea Él para que seamos siempre suyos.

¿Cuál fue la disposición fundamental dela humanidad de Jesús desde el momentomismo de su encarnación? Ella se entregó

y se abandonó, como la esposa se entrega yse abandona a su esposo. Ecce venio… ut fa-ciam voluntatem tuam (Hebr., X, 7). ¿Cuálfue la actitud interior que observó la Santí-sima Virgen durante toda su vida? Sin duda,la misma que nos da a entender la respues-ta que dio al ángel el día de la anunciación:«He aquí la esclava del Señor».

Estas dos palabras: Ecce venio… Ecceancilla… se hacen eco la una a la otra.

Esta debe ser también la disposición denuestra alma cuando nos acercamos a co-mulgar. Esta disposición es eminentemen-te sacerdotal y corresponde a la misión queel sacerdote ejerce en la Iglesia. Ella faci-lita el Imitamini quod tractatis y asegura anuestras comuniones abundantes frutos degracia.

Además de estos dos obstáculos, hay otrotercero del que tendrán seguramente expe-riencia los sacerdotes celosos que estánconsagrados de lleno a sus ministerios. Setrata de la dificultad de entretenerse a so-las con el Señor, tanto antes como despuésde la comunión. Cuando quisieran poderdedicar un rato a la oración, por todas par-tes les molestan e importunan sin cesar.

Creo que el mejor consejo que puedodarles a los que así se ven asaeteados porsus ocupaciones es que se esfuercen ensuplir esta falta de recogimiento con unagran pureza de intención, diciendo con vivafe: «Yo sirvo a Cristo en sus miembros yles dedico todo mi ministerio por amor aÉl».

La mejor preparación inmediata paracomulgar bien es celebrar la santa Misacon fe viva.

Si no podemos dar gracias inmediata-mente después de celebrar el santo sacrifi-cio, la podemos suplir más tarde con unaoración o con una visita al Santísimo Sa-cramento. Claro está que no quiero decir

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con esto que sea lícito el minimizar la im-portancia de una religiosa y respetuosa ac-ción de gracias. Solamente pretendo recor-daros que, si a pesar de vuestro buenos de-seos, os asaltan las necesidades urgentesdel ministerio, no por eso debéis perder laconfianza, porque la dispositio unionis porexcelencia consiste en el don de sí mismo.

El hábito de acordarse durante el díadel insigne beneficio de la comunión de lamañana y de prepararse por anticipado a ladel día siguiente es también una excelentepráctica de piedad para obtener abundantesfrutos de la recepción de este sacramento.

Todas las mañanas encontramos en el al-tar un amigo infinitamente digno de seramado, que es Jesús, nuestro Dios. Animé-monos a amarle con humildad, a entregar-nos a Él sin reserva, con todas las vicisitu-des del presente y con todo el misterio queencierra el porvenir. Apoyándonos única-mente en sus méritos y en su gracia parapoder alcanzar esta santidad de vida y parallegar a esta plenitud de unión con Él. Asínos lo recomienda San Agustín: «Amemosa Dios por el don que nos ha hecho de sí»:Amemus Deum de Deo [Sermo, 34. P. L.,38, col. 210].

Un alma que vive con estos sentimientospuede celebrar y comulgar siempre conmucho fruto.

XIV

El Oficio Divino

Aun después de haber bajado del altarcontinuamos siendo sacerdotes. Ademásdel sacrificio de la Misa, tenemos otra fun-ción sacerdotal que ofrece a Dios, que con-siste en glorificarle mediante la recitacióndel oficio divino.

Toda la vida de Jesús fue un homenajesacerdotal. Desde el momento mismo queentró en el mundo, el Verbo encarnado sepresentó a su Padre en calidad de sacerdo-te y durante toda su existencia terrena Je-sús ofreció a su Padre una adoración y unaalabanza ininterrumpida.

Antes de empezar a recitar las Horas,solemos hacer alusión a esta constante ora-ción sacerdotal de nuestro Salvador, cuan-do expresamos nuestro deseo de «cumplirnuestro deber, de recitar las Horas unién-donos a aquella divina intención que le ani-maba cuando alababa a Dios en este mun-do».

Por la diaria recitación del breviario, elsacerdote aspira a imitar a Cristo en su con-templación del Padre y en su oración per-fecta. Y así es cómo rinde al Señor la glori-ficación a que tiene derecho.

Desde el día mismo que se ordenó desubdiácono, la vida del ministro de Cristoestá enteramente consagrada al serviciodivino. El culto de Dios es la primera y laprincipal razón de ser de su estado. Y poreso precisamente la Iglesia no se contentacon recomendarle que sea un hombre de

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oración, sino que incluso le prescribe has-ta la forma en que debe orar. Si se exceptúala asistencia a la Misa y la recepción de lossacramentos, los simples fieles tienen li-bertad para escoger sus devociones, perola oración y la alabanza del sacerdote tienetal importancia, que la Iglesia las ha regla-mentado con todo detalle.

La Iglesia ha impuesto a los sacerdotes eldeber de recitar el oficio divino como unagrave obligación. ¿Por qué esta gravedad?

Ante todo, porque las Horas canónicasconstituyen un homenaje de religión que laIglesia se cree obligada a ofrecer a Diospor los labios de sus ministros. Y, además,porque el sacerdote debe recurrir al granmedio de la oración renovada incesante-mente, para evitar la medianía moral y paramantenerse en el fervor.

Hay quienes se lamentan de que el bre-viario «no les dice nada» y de que su reci-tación, en lugar de servirles de aliento y deconsuelo, resulta para ellos una carga pe-sada. Reconozco que la recitación diaria delas Horas canónicas implica un deber quees, hasta cierto punto, penoso. Pero no du-déis que, si os penetráis de las grandes ver-dades de la fe que os vamos a recordar yseguís las directivas que os vamos a propo-ner, experimentaréis hasta qué punto pue-de sobrenaturalizarse toda vuestra vida sa-cerdotal mediante la digna recitación delbreviario.

1.- Excelencia del oficio divino¿Cómo podremos formarnos una idea

digna y cabal de las excelencias de la ora-ción oficial de la Iglesia?

En la adorable Trinidad, Dios se da a símismo una gloria digna de Él y una alaban-za perfecta. Lo sabemos por la revelación,ya que el Verbo, la segunda persona de laTrinidad, es «la gloria del Padre»: Splendorgloriæ et figura substantiæ ejus (Hebr., I,

3). Él constituye en el seno del Padre elsublime cántico eternal: Et Verbum eratapud Deum (Jo., I, 1); Él es, por excelen-cia, el himno infinito de glorificación quese canta in sinu Patris. Nosotros somosincapaces de formarnos una idea adecuadade esta alabanza que el Hijo tributa al Pa-dre, en cuanto que es la Palabra subsistenteque expresa toda su perfección.

Además, el Verbo, que es uno con el Pa-dre y el Espíritu Santo, «ha creado todaslas cosas»: Omnia per ipsum facta sunt.Esta creación la había concebido el Padreen su Sabiduría; en ella, «en el Verbo, lacreación tenía ya vida» y cantaba la gloriadel Padre: Quod factum est, in Ipso vitaerat.

Al encarnarse, el Hijo no ha dejado deser la Palabra viviente, el Cántico que eradesde toda la eternidad, pero al asumir lanaturaleza humana, ha alabado al Padre deotra nueva manera. Desde este punto, exis-te en la tierra una alabanza humana que espropia del Verbo encarnado.

Reconocemos, pues, en Cristo un himnodivino que sobrepasa nuestros alcances yque adoramos profundamente, y un himnohumano. En cuanto hombre, Jesús alababaa su Padre con la alegría que le proporcio-naba su participación de la filiación eterna.Su alma contemplaba en el Verbo la vida dela Trinidad.

Pero, además, toda la naturaleza creadatomaba de Él un nuevo impulso para ben-decir al Padre. Jesús era, por decirlo así, laboca de toda la creación. Esta alabanza serásiempre la de un Dios, pero se expresabaen un lenguaje humano adecuado a nuestranaturaleza y revestía diversas formas deexpresión.

¡Qué motivo de contemplación más ad-mirable nos ofrece la oración de Jesús du-rante su vida mortal!: Erat pernoctans inoratione Dei (Lc., VI, 12).

IIª Parte – La obra de la santificación sacerdotal

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Y cuando Cristo cantaba en la sinagoga uoraba en el templo uniéndose a la plegariadel pueblo judío –y se puede, sin duda, afir-mar que así lo haría desde los doce años–,su oración subía a Dios «como un incien-so, como un suave perfume», in odoremsuavitatis. Jesús conocía los salmos y to-das las actitudes religiosas que evocabanestos cánticos inspirados cobraban vida enÉl de una manera sublime: «Obras del Se-ñor, bendecir al Señor». «¡Oh Yahvé, Señornuestro, cuán magnífico es tu nombre entoda la tierra!»: Quam admirabile est no-men tuum in universa terra (Ps., 8, 2).

Jesús ha ofrecido a Dios el culto de laplegaria que todo hombre debe rendirle enjusticia. Jesús honraba a su Padre con laadoración, el amor, la alabanza, la acciónde gracias y la plegaria. Y todos estos ac-tos alcanzaban en Él una perfección y unvalor infinitos como consecuencia de launión de su humanidad al Verbo.

Antes de subir al cielo, Cristo ha legadoa la Iglesia, su Esposa, toda la inmensa ri-queza de sus méritos, de sus gracias y desu doctrina, como también el poder de con-tinuar en la tierra la obra de glorificar a laTrinidad que Él había inaugurado.

Y la Iglesia «se apoya en su Esposo»: In-nixa super dilectum (Cant., VIII, 5) parahacer que su plegaria llegue hasta Dios.Esta alabanza de la Iglesia Jesús la hace suyaen el cielo: «Por Él, dice San Pablo, ofrez-camos de continuo a Dios sacrificio de ala-banza, esto es, el fruto de los labios quebendicen su nombre» (Hebr., XIII, 15). Enla cruz, Jesucristo se entregó enteramentepor amor a su Iglesia y permanece parasiempre estrechamente unido a ella. El cán-tico de los miembros se confunde con elde su Cabeza. Esto es lo que inspiró aque-llas sorprendentes palabras que escribióSan Agustín: «Son dos en una sola carne;¿pues por qué no habían de ser dos en una

sola voz?... Es la Iglesia quien intercede enCristo y es Cristo quien intercede en laIglesia; el cuerpo es uno con la cabeza y lacabeza es una con el cuerpo»: In Ecclesialoquitur Christus; et corpus in capite, etcaput in corpore [Enarrat. super psal-mos, II, 4. P. L., 36, col. 232].

Voy a emplear una semejanza que os ayu-de a comprender mejor este misterio. Lassatisfacciones que ofreció Cristo para laexpiación de los pecados del mundo fue-ron sobreabundantes, como la Iglesia nosenseña. Y sin embargo, Dios ha querido re-servar una parte de sufrimientos al CuerpoMístico. Así lo afirma el Apóstol: «Suploen mi carne lo que falta a las tribulacionesde Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia»:Adimpleo ea quæ desunt passionumChristi… pro corpore ejus quod est Eccle-sia (Col., I, 24). Lo que es verdad respectode la expiación, se puede decir también dela obligación que tenemos de adorar a Dios,de alabarle y de darle gracias. Debemosprolongar y «completar los homenajes queCristo tributa a su Padre»: Adimplere eaquæ desunt laudationum Christi.

La Iglesia ha organizado esta oración,acomodándola al lenguaje y a los gestosque solemos emplear los hombres. Cual-quiera que sea la forma de expresión de quese sirva, la liturgia continúa la obra de ala-banza del Salvador, asociándose al cánticodel Verbo encarnado. Así es como la ora-ción de la Iglesia se levanta desde el de-sierto de esta vida hasta el seno del Padre.

Es verdad que la santa Misa es el sacri-ficium laudis por excelencia; pero tambiénes cierto que esta glorificación se prolon-ga a todo lo largo del día por medio deloficio divino, cuyas Horas forman comoun halo de luz ininterrumpido en torno a lainmolación sagrada.

Nosotros los sacerdotes hemos recibi-do la misión de cumplir estas elevadas fun-ciones. Desde que recibió el subdiaconado,

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el sacerdote goza del privilegio de «hablara Dios en nombre de toda la Iglesia»: TotiusEcclesiæ sit quasi os [San Bernardino deSena, Opera omnia, Venetiis, apud Juntas,1591. I, Sermo XX, p. 132]. El ruega lomismo por los pecadores que por las al-mas que están unidas a Cristo por el víncu-lo de la caridad. Cuando recita el oficio di-vino, actúa como un embajador, como unmediador acreditado, porque la Iglesia leha confiado la misión de alabar a Dios y deinterceder por todos los fieles.

Esta plegaria oficial siempre es escucha-da por Dios: Sonet vox tua in auribus meis(Cant., II, 14). El sacerdote siempre tieneabierta la puerta para ser recibido en au-diencia por Dios. Aunque sus disposicio-nes personales no respondan a la dignidadde su misión, con todo, el título que ha re-cibido de la Iglesia suple con creces susdeficiencias. Un misionero que vive perdi-do en la selva nunca dice Orem, sino Ore-mus, y la razón de esto está en que, al ele-var a Dios su plegaria, lo hace en nombrede todo el pueblo cristiano esparcido porel mundo.

Este ministerio sacerdotal de alabanza yde intercesión es uno de los más eficacespara la salud del mundo. «Haced, Señor, quela oración vespertina suba hasta Vos, y quevuestra misericordia descienda sobre no-sotros» [Versículo inspirado en los salmos.Oficio monástico del sábado, ad Vesperas].Aunque el Señor podría santificar las almassin nuestro concurso, quiere, sin embargo,servirse de nuestra colaboración. El oficiodivino juega un papel importantísimo en elorden de la providencia. La recitación delbreviario es una gran obra de fe: nosotrosno conocemos los resultados de nuestrosesfuerzos y de nuestra plegaria, pero Dioslos conoce y sabe apreciar todo el méritoque tienen.

Así se comprende todo el valor que laIglesia concede a las Horas canónicas, a las

que San Benito da el hermoso título deOpus Dei, y de las que San Alfonso nos diceque «cien oraciones privadas no tienen elvalor de una sola que se haga en el oficiodivino». Es, ciertamente, una obra magní-fica la que se nos ha confiado. ¿Qué es loque espera Dios de sus sacerdotes? Sinduda, que se entreguen con ánimo genero-so a trabajar por el bien de las almas, perohay que tener en cuenta que esta entregadebe ser fecundada por la recitación delbreviario. Y de esto debéis estar profunda-mente convencidos.

2.- La preparaciónEl oficio divino es la oración oficial de la

Iglesia. De ahí procede su valor primordial.Pero esta oración no puede elevarse has-

ta el cielo, sino a través de nuestros labios yde nuestro corazón. De ahí que la piedadpersonal del sacerdote juegue también unpapel importante –aunque de distinto or-den– en la recitación de las Horas canóni-cas. La fe del sacerdote, su amor a Cristo ysu espíritu de alabanza contribuyen a quese santifique por medio del oficio divino,aumentando sus méritos y haciendo que suintercesión sea más eficaz en la presenciade Dios.

Es de suma conveniencia que, antes derecitar el breviario, dispongamos nuestroscorazones para rezarlo bien. La primera ymás importante condición de esta prepara-ción consiste en que nos recojamos duran-te unos momentos. Creo que nunca insisti-remos bastante en recomendar esta prácti-ca que es de capital importancia.

Tened en cuenta que, «sin la gracia, so-mos incapaces» de orar como conviene:Sine me nihil potestis facere (Jo., XV, 5).El Deus in adjutorium del principio de cadahora nos recuerda constantemente esta granverdad.

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Y, sin embargo, he aquí lo que tantas ve-ces nos ocurre: después de haber estadoocupados en asuntos que nos han tenidocompletamente distraídos o absorbidos,solemos tomar el breviario y empezamos arezarlo de repente, sin siquiera recogernosun momento para pedir a Dios su gracia. Yaunque, hablando desde un punto de vistaestrictamente canónico, podamos decir quehemos cumplido nuestra obligación, es in-evitable que nuestra oración carecerá detoda unción y apenas obtendremos ningúnfruto.

Hace muchos años que rezo el oficio di-vino y la experiencia me atestigua que,cuando no se tiene cuidado de prepararseconvenientemente, siempre se reza distraí-damente. No nos engaña la Sagrada Escri-tura cuando nos recomienda: «Antes deponerte a orar, prepara tu alma, y no seascomo los que tientan a Dios» (Eccli., XVIII,23). ¿Qué es «tentar a Dios»? Es empren-der un trabajo sin hacer todo lo que está denuestra parte para realizarlo debidamente.Y pretender alabar a Dios en nombre de laIglesia sin el debido recogimiento y sinpedir su auxilio es una temeridad. Escuchadlo que dice a este propósito San Agustín:«Señor, mis labios no te podrán alabar sino me previene tu misericordia. Si te alaboes por tu propio don»: Dono tuo te laudo[Enarrat. super psalmos, 62, 12. P. L., 37,col. 750].

¿Y dónde encontraremos la fe, el respe-to y el amor que nos son necesarios paracumplir debidamente este cometido? Cier-tamente que no en nosotros mismos, sinoen el favor de Dios. Si no nos preparamospidiéndoselo al Señor, rezaremos el brevia-rio descuidada y maquinalmente.

Si empezamos a rezar el oficio distraí-dos, las más de las veces lo terminaremoscomo lo hemos empezado. Y corremos elpeligro de que el Opus Dei se convierta pa-ra nosotros en una carga pesada, cuando

debiera ser un motivo de alegría y como unrayo de sol en nuestra vida interior.

Permitidme que os refiera un recuerdopersonal que confirma la necesidad de lapreparación. Éramos tres amigos en el co-legio, que, aunque no teníamos amistad muyestrecha, la conservamos, sin embargo, du-rante cincuenta años. Entramos a la vez enel seminario y juntos fuimos enviados aestudiar a Roma. Años más tarde, cuando yoera vicario de una parroquia de los arraba-les de Dublín, recibí la visita de uno de es-tos amigos, el cual observó que yo empecéa rezar las Horas sin recogerme antes du-rante algunos instantes, contra lo que noshabían recomendado en el seminario. Melo advirtió amablemente y siempre le heestado reconocido por el favor que me hizo.Nos volvimos a encontrar al cabo de veinteaños, y entonces tuve ocasión de compro-bar con cuánta fidelidad había cumplido miamigo esta práctica, lo cual me dejó pro-fundamente edificado.

¿Qué debemos hacer durante estos mo-mentos de recogimiento?

Ante todo, procurad esforzaros en alejarcualquier otro pensamiento o preocupación,diciendo al Señor: «No quiero pensar sinoen Vos y en la santa Iglesia. Reconozco quesoy débil y que me distraigo fácilmente,pero deseo estar atento, prosternándomeante vuestro divino acatamiento con losángeles y con los santos». Esta intenciónvale ante Dios para todo el oficio, a pesarde las distracciones que nos puedan sobre-venir, ya que las hemos desechado de ante-mano.

Pensad en Dios y en la misión que Jesu-cristo os ha confiado de rendirle homena-je. En Patmos, se levantó ante los ojos deSan Juan el velo que cubre las realidadesdel cielo y contemplo a millones de ánge-les que rodeaban el trono de Dios, cantan-do el eterno Sanctus. Y a los veinticuatro

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ancianos que arrojaban sus coronas ante elSeñor y proclamaban que «es digno de re-cibir la gloria, el honor y el poder» (IV, 11).Esta es la actitud de respeto que debemostener cuando nos proponemos glorificar aDios.

Hay otros que prefieren unirse a la Igle-sia militante y evocan el recuerdo de losinnumerables sacerdotes, religiosos y re-ligiosas que desde todos los ángulos delmundo se unen en una misma alabanza.

También es una práctica muy laudable elformar una intención que sea como el mo-tivo de nuestra recitación. Es mucho másfácil sostener despierta nuestra atencióncuando tenemos presentes ante los ojos losmotivos que nos impulsan a orar. Pense-mos, pues, antes de empezar el oficio, enlos sufrimientos y peligros que experimen-tan tantas almas, en la innumerable muche-dumbre de los pecadores, en toda esta in-mensa masa de la humanidad que está amerced del demonio y de los vicios. Cuan-do se olvida uno de sus propias preocupa-ciones para acordarse de las necesidadesde los demás, entonces es cuando se sienteuno os totius Ecclesiæ y animado de devo-ción.

Otro medio excelente para recogerse estambién el de ir considerando cada una delas palabras de la oración preparatoria Ape-ri: «Abrid, Señor, mis labios para que ben-diga vuestro santo nombre, purificad micorazón de todo pensamiento vano, perver-so o inoportuno, iluminad mi entendimientoe inflamad mi corazón».

Convenceos de que no es tiempo perdi-do el que dediquéis a prepararos, sino que,por el contrario, podría decirse que valeoro. Pero os prevengo que, aunque estéishabituados por una larga práctica, este re-cogimiento exige siempre un esfuerzo;pero sabed también que Dios, que es testi-go de ello, os recompensará con largueza.Si alguna vez os sucede que, a pesar de vues-

tra buena voluntad, os encontráis tan fati-gados o tan obsesionados por alguna pre-ocupación que os distraéis en el oficio di-vino, consolaos pensando que también a lossantos les sucede lo mismo y que, a pesarde ello, Dios, que ve vuestra recta inten-ción, aceptará complacido vuestro home-naje.

3.- La recitaciónTratemos ahora del mismo rezo y de las

disposiciones que reclama.En el Aperi pedimos la gracia de rezar

el oficio de una manera «digna, devota yatenta».

Estas tres disposiciones son absoluta-mente necesarias si queremos cumplircomo conviene nuestra tarea.

Se dice que recita el oficio de una mane-ra digna el que guarda los debidos mira-mientos a la majestad de Dios. Nosotrossomos mediadores y embajadores, y elembajador está obligado a observar el pro-tocolo establecido en la corte real. Cual-quier negligencia en este punto constitui-ría no solamente una indelicadeza, sino tam-bién una falta. ¿Y qué son las rúbricas pres-critas por la Iglesia sino la etiqueta o, loque es lo mismo, el conjunto de actitudesexternas que exige el ejercicio de las fun-ciones sagradas?

Abrid el Antiguo Testamento y veréiscuántas ceremonias requería el transportarde un lado a otro el Arca de la Alianza y losdiversos actos de culto. Y eso que todo ellono era sino una «figura». Nosotros somoslos que poseemos la verdadera realidad deestos símbolos y de estos ritos.

Aficionémonos a mostrar a Dios estasatenciones exteriores. Quizás creeréis quetodas estas prescripciones apenas tienenimportancia, pero el observarlas fielmenteconstituye un acto de virtud. Y esto por tres

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razones. Primero, porque así se obedece alas reglas que la Iglesia ha establecido aten-diendo al bien común; segundo, porque serealiza un acto de culto externo, por el quese sirve a Dios tanto con el cuerpo comocon el espíritu; y por fin y principalmente,porque esta sumisión denota nuestra reli-gión interior para con el Rey de reyes.

Si le viéramos a Dios en el esplendor desu majestad, quedaríamos muertos, y si nospermitiera vislumbrar algo del mundo in-visible, caeríamos de rodillas. Así les su-cedió a los tres discípulos en el monte Ta-bor: «Cayeron sobre su rostro, sobrecogi-dos de gran temor» (Mt., XVII, 6). ¿De dón-de provenía aquel temor que les sobreco-gió hasta este extremo? Fue el efecto in-mediato de la sensación de la presenciadivina. Bastó que entrevieran algo de la cla-ridad divina para que sus almas se abisma-ran en una profunda adoración.

Pues nosotros, que vivimos de la fe, de-bemos hablar a Dios con profunda reveren-cia. Esta nos ayudará siempre a observaruna actitud digna mientras rezamos el ofi-cio divino. Nada sostiene mejor la piedady nada impresiona tanto a los fieles comoesta religiosa reverencia que observa el sa-cerdote cuando cumple con su deber derezar el oficio divino.

Si la palabra digne se refiere principal-mente al porte exterior, el término attentedice exclusivamente relación a la aplica-ción del espíritu. ¿Por qué debemos reci-tar el oficio con atención? Porque todo elfervor y todo el mérito de nuestra alabanzaprovienen principalmente del amor, y elamor presupone el conocimiento.

Santo Tomás distingue tres clases deatención: Ad verba, ad sensum, ad Deum[Summa Theol., IIII, q. 83, a. 13]. El queúnicamente presta atención a las palabras,ya con ello cumple con la obligación quele imponen los cánones, aunque este cum-

plimiento sea imperfecto. Para que la ora-ción sea perfecta, se requiere, además, laatención al sentido de las palabras y, sobretodo, la atención a Dios.

Esta última es la más importante. Unareligiosa que desconozca el latín, puedeestar atenta, durante la recitación, al mis-terio que se celebra, o a Dios, o a las per-sonas de la Trinidad, o a las perfeccionesdivinas. Y si mantiene viva su voluntad derendir homenaje al Señor, le glorifica real-mente y, lo que es más, puede llegar, pormedio de la liturgia, a la verdadera contem-plación.

Nosotros los sacerdotes podremos or-dinariamente servirnos de la inteligenciadel texto sagrado para mantenernos en lapresencia de Dios. El sacerdote que con-serva su alma atenta al significado de laspalabras que pronuncia vibrará con los in-numerables sentimientos que le sugiera laliturgia. Sus convicciones religiosas seharán más y más profundas al contacto dela oración oficial de la Iglesia. Y lo mismose puede decir de su confianza en la divinabondad, de su gratitud, de su humildad y desu amor. El oficio de cada día le propor-cionará una elevación espiritual incompa-rable si, ante las verdades de la fe que lerecuerda la letra de su breviario, el sacer-dote sabe responder desde el fondo de sualma: Amen, que es como si dijera: «Si,Dios mío, yo creo firmemente todo cuan-to dices y hago mías todas tus palabras».

Si apreciamos los salmos en su debidovalor, esto mismo nos facilitará el soste-ner la atención. En las épocas de fe, loscristianos se servían más que hoy del sal-terio, que era para ellos su verdadero librode preces. Muchos santos prefirieron elsalterio a todos los demás libros: «Mi sal-terio es mi alegría», solía exclamar SanAgustín: Psalterium meum, gaudium meum[Enarrat. super psalmos, 137, P. L., 37,col. 1775].

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Es verdad que hay algunos salmos cuyosentido nos es desconocido, pero esto noes obstáculo para que, en vez de atender alsignificado de cada uno de los versículos,procuremos que nuestra alma sintonicecon los sentimientos que nos sugieren al-gunos de ellos, atendiendo así a lo que nosdice San Bernardo: «El alimento se sabo-rea en la boca, y el salmo en el corazón»:Cibus in ore, psalmus in corde sapit [InCanticum, VII, 5. P. L., 183, col. 809].

El salterio es como un arpa divina que laIglesia pone en nuestras manos para quecantemos las alabanzas de nuestro Amado.En sus cuerdas encontramos la expresiónmás perfecta de los sentimientos de fe, es-peranza y de amor que debemos tener paracon el Padre celestial.

Dios es el único que se conoce a Sí mis-mo perfectamente, y sólo Él sabe cómo sele debe alabar. En los salmos que el Espí-ritu Santo ha inspirado, es el mismo Diosquien nos dicta las expresiones con quequiere que le alabemos. Estas luminosasfórmulas nos enseñan a bendecir a la divi-na Majestad, a proclamar sus infinitas per-fecciones, a reconocer los beneficios quenos concede su misericordia, a manifestaral Señor nuestras dificultades, la necesi-dad que tenemos de ser perdonados, e in-cluso nuestras alegrías.

¡Qué provecho más grande podemos re-portar si sintonizamos nuestro espíritu conlos sentimientos que nos sugieren los sal-mos! Estas actitudes son sinceras, huma-nas, eminentemente bienhechoras. Veamos,por ejemplo, las expresiones de amor y decomplacencia que se encuentran en el sal-mo 109 Dixit Dominus Domino meo. Eneste salmo el Padre «glorifica a su Hijo ensu generación y sacerdocio eternos»: Exutero ante luciferum genui te… Juravit…Tu es sacerdos in æternum. Ninguna ala-banza podríamos ofrecer a Jesucristo quefuese más cumplida y más de su agrado que

asociándonos a este testimonio de su Pa-dre. ¡Cómo se nos revela la bondad de Diosen el salmo 88!: «Cantaré eternamente lasmisericordias del Señor». En este salmose esboza todo el plan divino de la Reden-ción. En él vemos cómo Dios ha elegidode entre los hijos de nuestra raza un nuevoDavid, al que ha elevado a la dignidad deHijo suyo, y cómo este Hijo se dirige a suPadre, diciéndole: Pater meus es tu.

En el salmo 103, después de haber pasa-do revista a todas las maravillas de la crea-ción, nos dirigimos al Señor para decirleen un transporte de admiración: «¡Cuántasson tus obras, oh Señor, y cuán sabiamenteordenadas!»

No es necesario multiplicar los ejem-plos para reconocer que es de la mayor uti-lidad servirnos de vez en cuando comomateria de meditación o de estudio de al-gún salmo o de cualquiera otra parte deloficio divino. De no hacerlo así, corremosel peligro de recitar estas sublimes oracio-nes de una manera mecánica, como lo pu-diera hacer un fonógrafo. Cuánto mejor esque sigamos el consejo de San Jerónimo,que nos exhorta a recitar nuestro salterio«con conocimiento de la Escritura»: inscientia Scripturarum [Comment. adEphes, III, 5. P. L., 26, col. 562].

¡Qué lejos estaba de seguir este consejoaquel buen sacerdote, a quien conocí en losaños de mi juventud, el cual, al terminar elrezo del oficio divino, solía exclamar sus-pirando: «Bueno; ahora ya puedo empezara orar!» Y creo que en todas partes se po-drán encontrar casos semejantes que reve-lan una piedad deformada.

Los diversos movimientos de espírituque provoca en nosotros el rezo del oficiodivino necesitan apoyarse, como en unanota tónica, en la constante atención a Dios.Así es como se cumplirá en nosotros la re-comendación del salmo: «Cantadle con

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maestría»: Psallite sapienter (Ps., 46, 8).Cuanto más se recoja el alma, mayores lu-ces recibirá para penetrar el sentido de lostextos: Illuminans tu mirabiliter a monti-bus æternis (Ps., 75, 5).

Cuando nos preparamos cuidadosamen-te para recitar la salmodia, se hace cosa fá-cil conservar esta presencia de Dios.

Devote: ¿Qué se entiende aquí por de-voción? Hay una opinión bastante extendi-da que pone la devoción en cierta dulzuraque a veces se experimenta en la oración.Pero es una opinión completamente equi-vocada, porque se puede tener una devo-ción perfecta en medio de una gran aridezy sequedad espiritual. Santa Juana deChantal nos da el siguiente elocuente tes-timonio de la piedad de San Francisco deSales: «Me dijo en cierta ocasión que paranada tenía en cuenta si estaba en desola-ción o en consolación, sino que cuando elSeñor le consolaba en la oración, se lo agra-decía humildemente y cuando, por el con-trario, le negaba sus consuelos, no se pre-ocupaba por ello» [Lettres de sainteChantal, núm. 121, en Œuvres complètesde saint François de Sales. Lyon, Périsse,1851, pág. 118]. Cuando Jesucristo decíaa su Padre: «Dios mío, ¿por qué me hasdesamparado?», nadie duda que estaba pro-fundamente desolado y que, sin embargo,su oración era perfectísima.

La verdadera devoción es completamen-te desinteresada y hace que el alma se en-tregue a Dios con todas las energías de quesu amor es capaz. Así lo sugiere el mismosignificado de la palabra latina: devovere.

Recordad aquellas palabras de Cristo:«Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu co-razón… y con toda tu mente» (Mt., XXII,37). Observad que no dice: «con el cora-zón y con la mente», sino «con todo tu co-razón»: ex toto corde… Esta palabra totus,así repetida, significa la devoción, es de-cir, el amor llevado hasta el extremo.

Cuando rezamos el breviario, debemosconsagrarnos a la alabanza divina, ponien-do en ella todo nuestro entendimiento ytodos nuestros afectos, y especialmente lacaridad, concentrando todas las potenciasde nuestra alma en este homenaje que tri-butamos a Dios. Esta aplicación de nues-tro espíritu constituye el fondo de todabuena oración y es perfectamente compa-tible con la aridez espiritual. Y es muy agra-dable al Señor, porque Dios, que es amor,se complace en nuestro esfuerzo.

En el cielo comprenderemos cuánta uti-lidad ha reportado al bien de las almas y dela Iglesia el espíritu de devoción con quehemos cumplido nuestra obra de alabanza.Las Horas son el Opus Dei, y el rezarlasbien tiene bastante más importancia quemuchos otros trabajos. Si ponemos todonuestro empeño en cumplir bien este mi-nisterio, nuestra alma se sentirá penetradade una santa unción, que nos hará gustar conuna paz interior las cosas de Dios. «La mielse encuentra en la cera, dice San Bernar-do, y la unción en el texto sagrado»: Melin cera, devotio in littera.

Procuremos también que nuestra almasiga con docilidad la influencia del Espíri-tu Santo. En la ejecución de una sinfonía,cada artista procura seguir con la mayordocilidad el ritmo que marca el directorde la orquesta, que a veces acelera y otras,por el contrario, modera el movimiento delconjunto. Si el Espíritu Santo encontraraen nuestras almas una sumisión parecida,haría brotar de las fibras más profundas denuestra alma la alabanza que Dios esperade nosotros. Tan cierto es esto que, en fra-se de San Juan Crisóstomo, siempre queel pueblo cristiano se reúne para cantar lossalmos, es como una cítara que vibra alimpulso del Espíritu Santo, que es su ins-pirador divino: Cithara fuistis SpiritusSancti [De Lazaro. P. G., 48, col. 963].¡Con cuánta más razón debemos estar no-

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sotros los sacerdotes atentos a seguir lassugerencias que nos vienen de lo altosiempre que recitamos las Horas!

4.- Frutos espiritualesdel oficio divino:asimilación a Jesucristo

El fin primordial del oficio divino es elde alabar a Dios y rendirle homenaje.

Pero el Señor es tan bondadoso, que alalma, que cumple con fe y con amor estedeber de rezar el breviario, le concedeabundantes frutos de santificación. La ex-periencia de todos los días nos enseña queel sacerdote que reza devotamente su bre-viario obtiene de ello grandes bienes parasu vida interior.

Y el primero y el más notable de todoses la unión habitual a Cristo en su sacerdo-cio de alabanza eterna.

Toda la gloria que a Dios se rinde tantoen la tierra como en el cielo sube hasta sutrono por mediación de Jesucristo. Así loproclamamos cada mañana al fin del Ca-non de la Misa: Per ipsum, et cum ipso, etin ipso.

Cuando recitamos nuestras Horas enunión con toda la Iglesia, Cristo, como Ca-beza del Cuerpo Místico y centro de la co-munión de los santos, reúne en sí todasnuestras alabanzas. Incluso los espíritusbienaventurados deben unirse a su media-ción sacerdotal para hacer llegar hasta Diosel canto de su celestial Sanctus: Per quemmajestatem tuam laudant angeli. Es ver-dad que nuestra glorificación es imperfectay deficiente; pero también es cierto queCristo suple con creces nuestra debilidad.«Si depositáis en Él vuestros pobres es-fuerzos, dice Louis de Blois, vuestro plo-mo se convertirá en oro de subidos quila-tes y vuestra agua en vino exquisito».

Añadid a esto que nadie ha comprendidolas excelencias de los salmos como Jesu-cristo. Cuando los recitaba, se daba per-fecta cuenta de que muchos de ellos ha-blaban de Él, de su misión y de su gloria.¿No recordáis aquella ocasión en que afir-mó que los salmos hacían alusión a su per-sona? (Lc., XXIV, 44). Tomemos a Cristocomo modelo. Pidámosle que nos acom-pañe para que podamos compartir sus mis-mos sentimientos de elevada religiosidad,apropiarnos sus intenciones de bendecir alPadre y sus deseos de que se dilate su reino.

Dios ha concedido a la santa Humanidadde Jesucristo el poder de elevarnos hastaÉl: «Padre, los que Tú me has dado, quieroYo que donde Yo esté, estén ellos tambiénconmigo» (Jo., XVII, 24). Con el apoyo desus méritos es como conseguimos ser re-cibidos ante el trono de Dios, en «una au-diencia de misericordia»: in sanctuariumexauditionis, en la que tenemos la seguri-dad de que el Padre nos ve, nos escucha ynos ama en su Hijo, y donde, como miem-bros de este Hijo, podemos unirnos a sumisma alabanza.

Si al disponernos a rezar el breviario for-mamos la intención de unirnos a la plega-ria de Jesús, luego, durante la recitaciónde las Horas, nos será mucho más fácil te-ner siempre presente que la poderosa me-diación de nuestro Pontífice sirve de apo-yo a nuestra oración y suple con crecesnuestras deficiencias.

Otro procedimiento eficacísimo paraunirnos a Jesucristo en el cumplimiento deeste deber consiste en vivir el espíritu delaño litúrgico en sus diferentes ciclos.

Todos los pasos de la vida terrena de Je-sús, además de ser santos en sí mismos,tienen un valor santificador. Y las almas quese detienen a contemplarlos, con el since-ro deseo de asociarse a ellos, obtienen

IIª Parte – La obra de la santificación sacerdotal

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abundantísimas gracias que les permitenunirse más estrechamente a la vida del Sal-vador.

Y la razón de esto radica en que todo loque Cristo hizo en este mundo lo hizo, sinduda, por la gloria del Padre, pero también«por los hombres y por su salud»: propternos homines et propter nostram salutem.Por eso, cada una de sus acciones, de suspalabras y de sus distintos estados consti-tuye para nosotros un manantial de gracias.Belén, Nazaret, el Gólgota, la resurrección,la ascensión y la venida del Espíritu Santoson las fases principales del drama de laredención y de nuestra adopción sobrena-tural. Siempre que la Iglesia, en el trans-curso del año litúrgico, nos recuerda cadauno de estos misterios, nuestras almas sebenefician de su acción santificadora. Paratodos los fieles, pero de modo especialpara los sacerdotes, estas solemnidades noson únicamente un objeto de admiración,sino también puede decirse, en el sentidomás amplio de la palabra, que son «sacra-mentos» o, mejor aún, «sacramentales»,que producen en las almas que están debi-damente dispuestas un aumento de amor yde gozo.

Hay quienes en las fiestas de la Iglesiano se fijan sino en el canto, en la belleza delos ornamentos y en el resplandor de lasluces. Pero todo esto no es más que lo ex-terior; la franja del vestido de Cristo. Loque principalmente debemos buscar en es-tas fiestas es una mayor unión con nuestrodivino Maestro, que quiere que, comomiembros suyos que somos, evoquemoscon espíritu de fe las distintas etapas delmisterio de la redención que recorrió pasoa paso por salvarnos, y que nos asociemosinteriormente a los sentimientos que en-tonces embargaban su alma. Así es comosu gracia hará que en nuestra alma se vayaoperando gradualmente una asimilación vi-tal a Jesús, que es lo que constituye pre-

cisamente todo el objeto de nuestra pre-destinación.

Como veis, gracias al ciclo litúrgico, elSeñor se nos manifiesta en una luz siemprenueva, aparece mucho más cerca de nues-tro corazón, aviva nuestra fe, estimula nues-tra esperanza y sostiene el fervor de nues-tro amor. Y así, de año en año, nuestra almava participando con mayor abundancia dela corriente de vida sobrenatural que fluyede la sucesión incesante de las festivida-des litúrgicas. Esta variedad combate la ru-tina, y cada vez que recitamos el oficio di-vino podemos aplicarnos aquellas palabrasdel salmo: Cantate Domino canticum no-vum.

5.- Otros frutos espiritualesdel oficio divino

Si los que tenemos cargo de almas reza-mos el breviario con la debida devoción,nos veremos más de una vez sorprendidosal comprobar cómo nos ayuda el Señor enlos trabajos que emprendemos para su glo-ria. No tengo la menor intención de dismi-nuir en lo más mínimo el mérito de lasobras exteriores, pues reconozco que sonnecesarias y dignas de admiración y que laIglesia las bendice. Pero hay que recono-cer también que esta importancia que lesconcedemos no puede en forma alguna sercon menoscabo de otro ministerio que esesencial a nuestro sacerdocio. Me refieroa la alabanza que debemos tributar a Diospor medio del rezo del oficio divino, cum-pliendo así un deber de estricta justicia. Siexceptuamos la santa Misa, creed que conningún otro ministerio podemos contribuirmás eficazmente a la conquista de las al-mas, ni a fecundar los esfuerzos de nues-tra predicación, ni de cualquier otro mi-nisterio. De la misma obligación que laIglesia nos impone de rezar el oficio divi-no podemos deducir el valor que le atri-buye, ya que, fuera de casos contados, nos

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obliga sub gravi a rezarlo todos los días.Y debemos consagrar a esta tarea todo eltiempo que exige, convencidos de que noes tiempo perdido el que dedicamos a estaoración, que es la más eficaz para la salva-ción y la santificación de las almas.

Imitemos el ejemplo de San Franciscode Sales, que, cuando empezaba a rezar eloficio divino, se olvidaba completamentede la administración de la diócesis y nopensaba en otra cosa que en alabar a Dios.Y el Señor bendecía este fervor del santohasta el punto de que, como escribía élmismo, «muchas veces, al salir del coro,me encontraba con que los graves nego-cios, cuya solución tanto me preocupaba,los resolvía al momento».

Otro de los frutos que se siguen de larecitación piadosa de las Horas es un co-nocimiento más íntimo de las Sagradas Es-crituras.

Se puede adquirir por medio de la cien-cia un conocimiento profundo de los librossagrados y ponerse al corriente de las di-ferentes versiones, como de la historia deltexto y de sus múltiples interpretaciones.Pero para calar en el profundo sentido delos textos y poder utilizarlos de una mane-ra personal, tanto en la vida interior comoen la predicación, se requiere un don es-pecial del Espíritu Santo. Hay en la Bibliaabismos de esplendor y de amor que mu-chos sacerdotes ni los sospechan siquiera,ni se dan cuenta de que el texto inspiradoes un foco de luces divinas que crea ennuestras almas una atmósfera de vida so-brenatural y nos ayuda a conmover a las al-mas. Estas fórmulas sagradas tienen la vir-tud sacramental de comunicar fuerza y un-ción a nuestras palabras, tanto para conso-lar a los que sufren como para despertar elespíritu de reflexión.

Si rezáis el breviario con el debido espí-ritu, acabaréis por asimilaros perfectamen-

te las sentencias de la Sagrada Escritura quepronunciáis. Y experimentaréis que el con-junto de los textos del Antiguo y del Nue-vo Testamento, que están engastados en elpropio del tiempo y en el Santoral, formanun Promptuarium, «una sala del tesoro»,repleta de gracias y de luces. Estas lucesilustrarán vuestra fe acerca de los miste-rios de Cristo y de la Iglesia y aun de lamisma Trinidad.

Por último, el oficio debidamente reci-tado es un manantial de grandes alegríaspara el sacerdote.

Porque el breviario le hace vivir todoslos días de la esperanza y aun de la pose-sión de los bienes sobrenaturales que Diosha concedido a su Iglesia. La liturgia estátoda llena de la insondable felicidad queproporcionan a la Esposa de Cristo los in-numerables beneficios divinos que ha re-cibido. El sacerdote que cumple dignamen-te este deber del oficio divino participa dela «corriente de alegría que vivifica la ciu-dad santa»: Fluminis impetus lætificat civi-tatem Dei (Ps., 45, 5).

Dios es la alegría infinita a la que nada lefalta. Cuando hablamos de Dios, segúnnuestro modo humano de pensar, nos in-clinamos a distinguir entre lo que Dios esy lo que Dios tiene. Pero, en realidad, Dioses su propia alegría.

¿Qué es la alegría? Es el sentimiento quesuscita en nosotros la esperanza y sobretodo la posesión de un bien. Dios es el Bieninfinito que se conoce y se posee y se gozaplenamente a sí mismo. Su felicidad es per-fecta. No necesitaba de nosotros para nada,pero, por efecto de su misma bondad, haquerido rodearse de una creación maravi-llosa, compuesta de toda una jerarquía deseres múltiples y variados. Toda esta crea-ción alaba a Dios y refleja su alegría. Poreso es por lo que el salmista nos invita contanta frecuencia a servir a Dios con un co-

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razón dilatado: Jubilate Deo omnis terra,servite Domino in lætitia (Ps., 99, 1). Don-de quiera que está Dios, resplandece su glo-ria y reina su felicidad.

Si levantamos nuestras miradas a la res-plandeciente Jerusalén de los cielos, vere-mos millones de ángeles que rodean al Cor-dero y que glorifican a Dios con una ale-gría común a todos ellos: Socia exul-ta-tione concelebrant. Y es tan grande su ale-gría, que viven como «arrebatados»: exul-tant. Levantada por encima de ellos, la Vir-gen María bendice y agradece al Señor y«su dicha no tiene límites»: Gaudens gau-debo in Domino [Introito de la misa de laInmaculada Concepción]. Todos los bien-aventurados participan, cada uno según elgrado de su gloria, en esta alabanza y albo-rozo. «Alégrense en su Rey los hijos deSion»: Filii Sion exultent in Rege suo (Ps.,149, 2).

Pero, por la comunión de los santos, no-sotros no somos «ni extranjeros ni hués-pedes», hospites et advenæ, sino «conciu-dadanos de los santos y familiares de Dios»,cives sanctorum (Ephes., II, 19). Todos losdías, en el momento más solemne de laMisa, decimos: Communicantes, y por estasola palabra entramos a formar parte de lasociedad de la Virgen, de los apóstoles yde todos los elegidos y nos asociamos a suhimno de reconocimiento y a la alegría quedisfrutan como una participación de la mis-ma felicidad de Dios.

Cada misterio de Cristo, cada festividadde la Santísima Virgen o de los santos tie-ne su propia alegría. Esta alegría que se in-jerta en nuestro corazón durante la oraciónredundará en toda nuestra vida y ejerceráuna bienhechora influencia sobre nuestrapredicación, sobre nuestro ministerio ysobre todo nuestro apostolado.

Antes de terminar, quiero deciros algosobre las distracciones.

A los sacerdotes que se lamentan de susdistracciones se les suele responder quetodo el mundo las tiene. Pero debemos in-sistir en que somos responsables de las dis-tracciones que nos sobrevienen durante elrezo del oficio, cuando no nos hemos pre-parado con el debido cuidado, ya que, ordi-nariamente, tal cual es al principio suele serla atención y la devoción que conservamosdurante todo el oficio.

Una vez que os he recordado esto, os hede decir que lo esencial de la recitación delbreviario es el firme deseo de rendir ho-menaje a Dios en unión con Cristo. Y si porcualquier motivo independiente de nuestravoluntad lo recitamos con poca atención,podemos tener la seguridad de que hemoscumplido con nuestro deber por el mismohecho de que hemos puesto cuanto estabade nuestra parte para rezarlo con devoción.Yo suelo seguir este consejo que Bossuetda en una de sus cartas: «Cuando nos da-mos cuenta de que estamos distraídos, de-bemos de renovar sin esfuerzo y suavemen-te la intención que formamos al principiopara alabar a Dios… No hay por qué preci-pitarse nunca y hay que desterrar todo es-crúpulo; sino que simple y llanamente he-mos de continuar como si entonces empe-záramos una nueva oración» [Corres-pondance, t. X. pág. 22. Ed. Les grandsécrivains de la France, París, Hachette,1916].

Procuremos intensificar el fervor cuan-do empezamos a rezar el oficio y así nosveremos libres de muchas distraccionesque son efecto de la desgana. Este diarioesfuerzo para santificar el nombre de Diosserá la mejor preparación para la alabanzaeterna del cielo. Tertuliano expresaba estemismo pensamiento que tanto nos debeestimular, cuando escribía, a propósito del

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Pater: «Estamos ahora aprendiendo el ofi-cio que un día hemos de ejercer en la luzfutura»: Officium futuræ claritatis edis-cimus [De Oratione, III. P. L., 1, col. 1259].

A medida que se avanza en edad, se va ad-quiriendo un mayor conocimiento del bre-viario y se van descubriendo nuevas profun-didades. El breviario es como un resumeny una síntesis de toda la Sagrada Escrituray de la vida de la Iglesia y de la santidadcristiana.

Antes de empezar el oficio, debemosdecir a Dios: «Creo firmemente que por es-ta plegaria oficial, cuyo ministro soy, yopuedo hacer mucho, en unión de Jesucris-to, por las necesidades de la Iglesia: paraayudar a los que sufren y están en la agonía,próximos a comparecer ante Vos; para co-operar a la conversión de los pecadores yde los indiferentes; para unirme a todas lasalmas santas de la tierra y del cielo: «OhSeñor, que todo cuanto hay en mí os con-fiese y os adore»: Benedic anima mea Do-mino et omnia quæ intra me sunt nominisancto ejus (Ps., 102, 1).

XV

El sacerdote,hombre de oración

La raíz de todos los males que aquejan almundo moderno está en que quiere pres-cindir de Dios, cuando la verdad es que te-nemos una necesidad absoluta de Él.

Si en el orden natural le debemos todocuanto tenemos, empezando por la mismaexistencia, nada digamos de nuestra depen-dencia en el orden sobrenatural. «Sin mí nopodéis hacer nada» (Jo., XV, 5). San Agustín[In Jo., 81, 3. P. L., 35, col. 1841] haceobservar que el Señor no dijo: «Sin mí nopodéis hacer grandes cosas: Sine me pa-rum potestis facere, sino que afirmó: «Nadapodéis hacer»: Sine me nihil potestis fa-cere. Y añade el gran Doctor de la gracia:«De la misma suerte que el alma es el prin-cipio de la vida corporal, así Dios es la vidade tu alma: Vita carnis tuæ anima: vitaanimæ tuæ, Deus tuus [Ibid., 47, 8. P. L.,35, col. 1737].

Nuestra experiencia de todos los días nosrecuerda que, sin el apoyo divino, nuestranaturaleza no puede encontrar por sí mis-ma el perfecto equilibrio moral.

Y es, sobre todo, en la oración donde re-conocemos y proclamamos «la absolutasubordinación respecto de Dios en que semueve toda nuestra existencia: In ipso enimvivimus et movemur et sumus (Act., XVII,28).

Por una ley de su Providencia, Dios noconcede de ordinario sus gracias sino en laoración. Y como a todas horas y en todoslos momentos tenemos necesidades, de ahíque debemos acudir a Él sin cesar. Así noslo enseñó el mismo Jesucristo: «Es precisoorar en todo tiempo y no desfallecer» (Lc.,XVIII, 1). Respecto de los demás mediosde santificación, como, por ejemplo, lossacramentos, el Evangelio nos dice que sonnecesarios o útiles en determinadas oca-siones. Únicamente de la oración afirmaque es necesaria «siempre». Y bien sabe-mos que todas y cada una de las palabras deJesucristo tienen su valor y su razón de ser.

La liturgia expresa en sus oracionesesta humilde confesión de que toda nues-tra esperanza se apoya únicamente enDios: «Que todas nuestras oraciones y

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obras empiecen siempre por ti y a ti se en-caminen también como a último fin»:Cuncta nostra oratio a te semper incipiatet per te cœpta finiatur [Oración de las le-tanías de los santos]. «Sin ti no podemosserte gratos»: Tibi sine te placere nonpossumus [Domingo 18º después de Pen-tecostés]. Y en otro lugar: «Sin ti no puedesostenerse la naturaleza humana mortal»:Sine te labitur humana mortalitas [Do-mingo 14º después de Pentecostés].

Con mayor razón que los demás fieles,el sacerdote debe ser hombre de oraciónsi quiere ser fiel a su misión. Cada uno delos latidos de su corazón debiera ser unacto de amor, que fuese como un eco delamor que el Señor le profesa.

1.- Naturaleza de la oraciónSea vocal o mental, la oración, que con-

siste en hablar a Dios como a un Padre, esun privilegio de aquellos que el Señor haadoptado como hijos. Por un efecto de sumisericordia, todas las «insondables rique-zas de Cristo» (Ephes., III, 8), de las que entantas ocasiones nos habla San Pablo, sonpatrimonio de todos los bautizados. Cuan-do el cristiano se presenta ante Dios en laoración no lo hace como simple criatura,sino como hijo adoptivo y miembro de Cris-to. Sin dejar de ser Creador y Señor, Dioses para nosotros «Padre de las misericor-dias»: Pater misericordiarum (II Cor., I, 3).Por eso, siempre que reza, el cristiano debedecir, como Cristo le enseñó: «Padre nues-tro que estás en los cielos».

Esta comunicación que existe entre elalma y Dios debe apoyarse en la fe. Porqueni la experiencia ni la sensibilidad del co-razón nos bastan para encontrar a Dios entoda su realidad. Lo mismo podemos decirde las concepciones filosóficas y aun mu-cho más del arte y de la poesía. Porque to-dos estos medios pueden servirnos para

investigar su existencia y su naturaleza ypara calmar hasta cierto punto esta sed deDios que todos tenemos, pero solamentela fe hace que el hombre penetre en la es-fera del mundo sobrenatural. De la mismasuerte que vuestra condición de hijos adop-tivos hará que un día contempléis a Dioscara a cara en el cielo, así ahora la oraciónos permite dirigiros directamente a Él, aun-que sea en la oscuridad de la fe, y que des-cubráis vuestras miserias ante la inmensi-dad de su bondad.

La siguiente definición expresa perfec-tamente la verdadera naturaleza de la ple-garia cristiana: la oración es «una conver-sación del hijo de Dios con su Padre ce-lestial».

La definición que dan San Juan Da-masceno y Santo Tomás es también exce-lente, con la particularidad de que pone derelieve cómo la oración implica una eleva-ción del alma: Ascensus mentis in Deum[Summa Theol. III, q. 21, a. 1 y 2]. La ora-ción es «la elevación del espíritu y del co-razón a Dios» para rendirle nuestros home-najes y pedirle remedio a todas nuestrasnecesidades.

Para entender todo el alcance de estamagnífica definición, hay que sobrentenderque el alma ha sido elevada sobrenatu-ralmente.

Como sabemos, después del bautismo hayen nosotros dos vidas: una que hemos reci-bido de nuestros padres y que nos hace hi-jos de Adán; y otra que es sobrenatural, undon que hemos recibido de lo Alto, una gra-cia que nos hace semejantes a Jesucristo,Hijo único del Padre.

Y así como la existencia natural suponeun nacimiento, una alimentación y una im-periosa necesidad de respirar, lo mismodebe decirse de nuestra vida sobrenatural.El bautismo produce en el alma un segun-do nacimiento; la Eucaristía es el alimento

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de esta nueva vida y la oración es el alientovital que respira el alma cristiana.

Cuando reza, el alma transpone los lími-tes del mundo de las cosas materiales ytransitorias y penetra en una región muchomás alta, en el mundo de las realidades in-visibles donde Dios habita. Y nuestra exis-tencia terrestre queda envuelta, por así de-cirlo, en una atmósfera sobrenatural. Porla oración, el hombre se eleva hacia estereino que de ninguna manera puede alcan-zar por los sentidos. La fe le pone en in-mediata relación con la majestad del Pa-dre celestial, con Cristo, con la Virgen, conlos ángeles y con los santos. En la oraciónrespira una atmósfera divina, y por breveque sea esta ascensión, su espíritu se sien-te vivificado al entrar en contacto con unelemento de eternidad. La gracia es un so-plo divino que orea el alma y la oración loaspira, abriendo de par en par las intimida-des más profundas de nuestro ser a su bien-hechora influencia.

Toda oración, aun la simple recitacióndel Padrenuestro, constituye para los hi-jos adoptivos de Dios una elevación delalma, un contacto de fe con el mundo so-brenatural que nos permite entrar en el rei-no del Padre.

2.- Algunos consejos para la oraciónOs voy a dar tres importantes normas

para ayudaros a elevar vuestras almas ha-cia Dios. Están inspiradas en las definicio-nes que se dan de la oración, pero os servi-rán mucho más que las definiciones paracomprender cómo os debéis conducir enla práctica de la oración.

Ya que la oración es una conversaciónsobrenatural, procurad tener una fe firmeen el poder que tiene Jesucristo para in-troducirnos en la presencia de su Padre. Asílo hacían los santos y así conseguían sen-

tirse muy cerca del Señor siempre que serecogían a orar.

Cuando consideramos la grandeza y lasantidad de Dios, no nos atrevemos a arro-jarnos en sus brazos. Por eso precisamen-te necesitamos apoyarnos en Jesucristo.Me diréis: ¡Pero soy tan miserable! Y yoos responderé: ¿Pero no es verdad que Je-sucristo se ha mostrado misericordiosocon vosotros? ¿Acaso no es cierto que osha enriquecido con sus méritos? ¡Soy tanimpuro!... Concedámoslo; pero recordadque la sangre de Jesucristo os ha purifica-do de vuestros pecados. ¡Es que vivo tanlejos de Dios! Eso no es cierto, porque,gracias a la fe, no hay distancias entre Diosy nosotros y si vivís unidos a Jesús, tenedla seguridad de que vivís cerca de Dios. Re-cordad lo que dijo el mismo Jesucristo:«Padre, los que Tú me has dado, quiero Yoque donde Yo esté, estén ellos tambiénconmigo»: Ubi sum ego et illi sint mecum(Jo., XVII, 24). ¿Y dónde está Jesús? Noslo revela San Juan: «Dios Unigénito, queestá en el seno del Padre»: Unigenitus quiest in sinu Patris (Jo., I, 18). Siempre quevais a empezar a orar, volveos como porinstinto hacia Jesucristo, ya que por el mis-mo hecho de que participáis de su filiacióny de sus méritos, tenéis derecho a presen-taros, por su medio, a la divinidad.

Cuando habláis con una persona, lo pri-mero que esperáis de ella es que os diga laverdad, porque así lo exige vuestra digni-dad y la suya. Pues lo mismo nos exige elSeñor cuando nos dirigimos a Él en la ora-ción. Cuando le manifestamos nuestra ado-ración, nuestra gratitud, nuestra confianzay nuestra necesidad de que acuda a soco-rrernos, debemos tener siempre presenteque Dios es la Omnipotencia y que noso-tros nada somos por nosotros mismos. Asíes como nuestra oración será «verdadera».Porque hay almas que, al cabo de haber pa-sado un largo rato pronunciando oraciones

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y más oraciones, se dan cuenta de que nohan dicho a Dios nada que haya salido delfondo del corazón. Esto nos enseña quepuede ocurrir que nuestro espíritu esté muyajeno a lo que pronuncian nuestros labios.

Como condición necesaria para comu-nicarse a nuestra alma, el Señor nos exigeque estemos atentos a lo que rezamos, paraque nuestra oración sea realmente sincera.Lo dice el salmista: «Yahvé está cerca decuantos le invocan, de cuantos le invocande veras» (Ps., 144, 18). Esta sinceridadse refiere, principalmente, a la humildad,que es tan del agrado de Dios: «Los verda-deros adoradores adorarán al Padre en es-píritu y en verdad»: Veri adoratores ado-rabunt Patrem in spiritu et veritate (Jo.,IV, 23).

Cuando oramos, debemos procurar en-tregarnos a Dios con toda nuestra alma ycon todo nuestro corazón. Hay una frasede la Sagrada Escritura, que la liturgia laemplea en muchas ocasiones, que nos re-cuerda este gran ideal de la perfecta ora-ción, en la que «el alma está toda atenta ycompletamente entregada a Dios»: Justuscor suum tradidit ad vigilandum dilucuload Dominum qui fecit illum (Eccli., 39, 6).

Como la lámpara del santuario que seconsume hasta el fin, así también nuestraalma debiera entregarse toda entera cuan-do habla con Dios.

Convenzámonos de que «es el corazónel que ora», como nos dice el salmista: Tibidixit cor meum (Ps., 26, 8). Y añade SanAgustín: «Tu mismo deseo es tu oración»:Ipsum desiderium tuum, oratio tua est[Enarr. Super Ps., 37, 14. P. L., 35, col. 404].

Por último, os he de decir que no es po-sible elevarse hasta Dios sin un perfectodesasimiento interior. Procuremos, pues,desarraigar las preocupaciones y pensa-mientos vanos y, sobre todo, los afectos

que atan nuestra alma a las cosas de la tie-rra y la impiden consagrarse enteramenteal Señor.

Toda oración supone un esfuerzo, aunpara aquellos que encuentran en ella susdelicias. La atención que requiere el con-versar con Dios se nos hace siempre algopenosa, porque no es fácil mantener el almaen una atmósfera que está por encima delnivel en que ordinariamente se desenvuel-ve. Y esta es la razón de porqué la oraciónpuede servir de penitencia sacramental. Nonos debe extrañar que se nos haga cuestaarriba la práctica de la oración, porque todaelevación hacia Dios, aun en su menor gra-do, supone un sobreponerse a sí mismo.

3.- Importanciaque tiene para el sacerdoteel espíritu de oración

La oración no puede limitarse en la vidadel sacerdote a algunos actos aislados ypasajeros. El que es ministro de Jesucris-to debe cultivar el espíritu de oración, quees una disposición habitual, en virtud de lacual, en nuestras penas y desalientos, lomismo que en nuestras alegrías y éxitos,nuestro corazón se vuelve hacia Jesucris-to o hacia el Padre como hacia su mejoramigo, hacia el más intimo confidente denuestros sentimientos y el apoyo de nues-tra debilidad. Y no es suficiente que el almase eleve a Dios de esta manera por la ma-ñana y por la noche, sino que debe hacerloen todo momento: Oculi mei semper adDominum (Ps., 24, 15).

Por lo mismo que somos sus hijosadoptivos, debemos conducirnos en la pre-sencia de Dios con la sencillez propia delos niños: Nisi efficiamini sicut parvuli,non intrabitis in regnum cœlorum (Mt.,XVIII, 3). Un hijo debe tratar a su padrecon el mayor respeto; pero esto no impideque confíe en su bondad ni que le abra de

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par en par su corazón en el seno de la inti-midad. Lo mismo se debe decir del sacer-dote. Para él, Dios no puede ser un Señorinaccesible, a quien todos los días hay quepagar la deuda de unas cuantas fórmulas di-chas a toda prisa. No; Dios es el padre, elconsejero y el sostén de su vida. Y aun enel caso de que haya tenido la desgracia deprovocar su enojo, nunca debe perder la con-fianza en su bondad. Antes de emprendercualquiera acción importante, debemosmanifestarle nuestro sincero deseo deobrar únicamente por Él.

A medida que pase el tiempo, se nos iráhaciendo natural el hábito de elevar asínuestro espíritu y se irán también multipli-cando nuestras relaciones con el mundoinvisible: la Misa, el oficio divino y la me-ditación no serán actos aislados sin influen-cia alguna en el resto de la vida, sino queserán una continuación más intensa denuestra amistad con Dios y la gracia de launión filial se convertirá en el centro detoda nuestra existencia.

Hay dos principales razones que impo-nen al sacerdote este espíritu de oración.De una parte, el cuidado que debe tener desu propia perseverancia y de su fidelidad alamor de Jesucristo; y de la otra, la necesi-dad de atraer las bendiciones divinas sobresu ministerio.

¿Es que, por ventura, nosotros los sacer-dotes, que estamos consagrados al bien delas almas, podemos vivir en medio del mun-do, como Jesucristo después de su resu-rrección, sin experimentar la atracción desus seducciones? A pesar de lo sublime denuestra vocación, somos débiles e imper-fectos y somos frecuentemente zarandea-dos por las tentaciones. Para poder perse-verar en el bien, la oración es indispensa-ble a todos y algunos necesitan recurrir aella casi a cada instante.

El permanecer firme hasta el último sus-piro «es un don luminoso del Padre»: Des-

cendens a Patre luminum (Jac., I, 17), quenuestras buenas obras no pueden merecer-lo estrictamente de condigno.

Pero podemos esperar confiadamenteobtenerlo de la divina bondad si lo pedimoscon humildad y con perseverancia, procu-rando guardar fidelidad a Dios. «Este grandon»: Magnum illud usque in finemperseverantiæ donum, como le llama elConcilio de Trento [Sess. VI, can. 16], nonos exime de la posibilidad de pecar ni deser tentados; pero nos proporciona una ayu-da providencial y una serie de gracias queinclina a nuestra voluntad a obrar bien has-ta el fin de la vida. De esta suerte, toda latrama de la existencia del cristiano se en-cuentra como rodeada de misericordia has-ta su último término [Summa Theol., III, q.114, a. 9].

Como mendigos que llaman incesante-mente a la puerta del cielo, debemos es-tar siempre exponiéndole nuestras mise-rias. Tal era la conducta de los santos.Hay una nota común a todos ellos: laconstancia en buscar a Dios y en procu-rar hacer siempre su voluntad. Una vezque se consagraron a Dios, perseveraronhasta el fin de su vida con una fidelidadadmirable en esta entrega que hicieronde sus personas. En la liturgia de los con-fesores, la Iglesia dice de ellos que te-nían su voluntad anclada en Dios: Volun-tas ejus permanet die ac nocte.

¿Dónde está el secreto de esta inquebran-table firmeza en la unión con Dios? En elincesante recurso a la oración, cosa queestá al alcance de todos.

No podemos aducir como excusa quenuestras pasiones son demasiado vivas oque nuestras tentaciones son demasiadofuertes. Virtus in infirmitate perficitur(II Cor., XII, 9). Mirad el ejemplo de SanPablo, el cual, aunque había sido trans-portado al tercer cielo, reconocía, sinembargo, sus miserias y gemía angustio-

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samente. Pero en lugar de dejarse llevar deldesaliento, exclamaba en un trasporte deadmirable confianza: Libenter igiturgloriabor in infirmitatibus meis ut inha-bitet in me virtus Christi: «Muy gustosa-mente, pues, continuaré gloriándome enmis debilidades para que habite en mí lafuerza de Cristo» (Ibid., 10). También jue-gan en nosotros un papel providencial lastentaciones que nos combaten y las mis-mas faltas en que caemos. En vez de aba-tirnos, debemos servirnos de ellas paraconvencernos de que nuestras almas, aun-que estén adornadas con los tesoros de lagracia, continúan siendo «vasos frágiles»(Ibid., IV, 7).

Nuestras miserias nos enseñarán a orarcon humildad y confianza y nos preserva-rán del orgullo y de la presunción. El Após-tol nos dice que, si Dios las permite, es«para que nadie pueda gloriarse ante Dios»:Ut non glorietur omnis caro in conspectuejus (I Cor., I, 29).

Es necesario que aquellos sacerdotesque se dedican a estudios que no se rela-cionan directamente con las cosas sagra-das o que tienen un cargo meramente ad-ministrativo se preocupen con más empe-ño que los demás en conservar siemprevivo el espíritu de oración. Para ello, lesayudará muchísimo la costumbre de ele-var oraciones jaculatorias en medio de sustrabajos, escogiendo entre las fórmulas or-dinarias aquellas que mejor respondan a susnecesidades, o sirviéndose de algún textodel breviario, o de la Sagrada Escritura, quemás les haya llegado al alma.

Nunca es más feliz un ministro de Cris-to que cuando es fiel al espíritu de oracióny trabaja únicamente por la gloria de Diosy de la Iglesia, llevado del impulso de lacaridad.

Si la oración tiene una importancia tangrande para vuestra santificación, no la tie-

ne menos para atraer sobre vuestros traba-jos las bendiciones divinas.

Debéis convencernos de que vuestra ac-ción sobre las almas no puede ejercer nin-guna influencia que sea realmente prove-chosa si Dios no la fecunda con su gracia:Ego plantavi, Apollo rigavit, sed Deusincrementum dedit (I Cor., III, 6). Es cier-to que la gracia supone la naturaleza y queno podemos echar en olvido la parte quetienen la inteligencia y la voluntad en lasobras sobrenaturales: «Nosotros planta-mos y regamos»; este es el papel que no-sotros desempeñamos, el cual es cierta-mente indispensable. Pero no debemos per-der de vista que si Dios no «fecunda» nues-tro trabajo, éste resultará completamenteinfructuoso.

Como dice San Agustín, todo crecimien-to en la vida de la gracia «supera las fuer-zas humanas, sobrepasa la excelencia de losángeles y pertenece únicamente a la Trini-dad fecundante»: Excedit hoc humanamhumilitatem, excedit angelicam sublimi-taten, nec omnino pertinet nisi ad agrico-lam Trinitatem [In Jo., 80, 2. P. L., 35, col.1840].

Podéis creerme si os digo que, por gran-des que sean vuestro talento, vuestros co-nocimientos y vuestro entusiasmo al prin-cipio de vuestro ministerio, nunca llega-réis a hacer nada que valga la pena si nosois hombres de oración.

Los santos, que realizaron grandes obrasimpulsados por su amor, se entregaron condenuedo a la acción; pero eran, sobre todo,hombres de oración. Recordad a San Be-nito, a San Francisco Javier, a San CarlosBorromeo, a San Francisco de Sales, a SanAlfonso de Ligorio, al Santo Cura de Ars:todos ellos pasaban largas horas en colo-quio con Dios.

Sed, pues, «mediadores» conscientes devuestra misión, hombres de oración que,

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mediante vuestra constante unión con elSeñor, santifiquéis las almas que os han sidoencomendadas al mismo tiempo que santi-ficáis también las vuestras.

Porque los sacerdotes no podemos sal-varnos solos, sino que tenemos la sublimemisión de llevar las almas al cielo en pos dela nuestra propia. Demos, por ello, gracias aDios y procuremos serle fieles, para quenuestra falta de fervor nunca sea causa deque alguna alma se entibie o se arruine.

4.- Las fuentes de la oración:La naturaleza

Jesucristo dijo en cierta ocasión, hablan-do del cielo: «En la casa de mi Padre haymuchas moradas (Jo., XIV, 2). Lo mismopuede afirmarse de la oración. En su admi-rable tratado Castillo interior, Santa Tere-sa menciona siete moradas principales. Yno se puede llegar de un salto a la últimamorada.

Para ayudaros en este ascensus ad Deum,os voy a proponer, a modo de ejemplo, trespuntos de partida distintos, o tres clasesdistintas de apoyos, desde lo que el almapuede empezar su ascensión a la mansióndel Padre.

Podemos elevarnos hacia Dios tanto porla contemplación de la naturaleza como porla meditación de las verdades reveladas quese contienen en la Sagrada Escritura, de lavida y de los misterios de Jesucristo, o tam-bién uniéndonos a Cristo, creyendo con feviva en el poder que tiene de introducirnosen el seno del Padre.

Según sean nuestras disposiciones per-sonales o las circunstancias de cada mo-mento, podemos echar mano de cualquierade estas tres maneras de ir a Dios. Para queos hagáis una idea más cabal de ellas, mevais a permitir que las compare a los tresrecintos del templo de Jerusalén.

¿Qué es lo que vemos allí? El recinto mássagrado era el Santo de los santos. Este lu-gar estaba rodeado de varios atrios, que erantanto más dignos cuanto estaban más próxi-mos al santuario por excelencia.

El «atrio de los gentiles» era muy am-plio, completamente al descubierto y en élpodían entrar todos los que quisieran.

A través de varios pórticos, a los que losincircuncisos no tenían acceso, se pasabaal atrio de los judíos. En este vasto recinto,el pueblo elegido asistía a los sacrificios,escuchaba la lectura de la Ley, cantaba lossalmos y podía entrever, tras el altar de losholocaustos, la parte del santuario que es-taba reservada a los ministros del culto.

Al fondo del lugar llamado «Santo», de-trás del velo sagrado del templo, post vela-mentum, se encontraba el misterioso «San-to de los Santos», donde, según la epístolaa los hebreos (IX, 3-4), y a la izquierda delaltar de los perfumes, se guardaba el Arcade la Alianza guarnecida de oro, que conte-nía las Tablas de la Ley, el maná y la vara deAarón. Solo el Sumo Sacerdote podía en-trar en este recinto, y eso una vez al año ydespués de prolijas purificaciones.

Volvamos ahora a los grados de oración.El primer atrio, el de los gentiles, sim-

boliza la oración, en la que el alma se elevaa Dios, sin servirse de la revelación, apo-yándose en la contemplación del orden yde las bellezas de la naturaleza. El mismoSan Pablo nos invita a que admiremos lasmaravillas de la creación, cuando escribe:«Lo invisible de Dios, su eterno poder y sudivinidad, se alcanzan a conocer por lascriaturas (Rom., I, 20).

Pero me diréis: ¿Se puede hacer oracióncon sólo admirar las bellezas de la natura-leza? ¿Y por qué no? Dios es el gran artista.Todo cuanto ha hecho lo ha concebido ensu Verbo. En la creación se refleja una hue-lla de su Autor. ¿Por qué creéis que algunas

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almas se complacen en contemplar losgrandes espectáculos de la obra de Dios?La inmensidad del océano, las cimas de lasmontañas, los paisajes encantadores lesimpulsan a orar. La razón de esto está enque, tras el telón de la naturaleza, adivinanla presencia oculta de Dios. Todo el uni-verso les grita: Ipse fecit nos et non ipsinos (Ps., 99, 2). El profeta Baruc escribía:«Los astros brillan en sus atalayas y en ellose complacen. Los llama y contestan: He-nos aquí. Lucen alegremente en honor dequien los hizo» (III, 34-5). Contemplad tam-bién vosotros el cielo estrellado y elevaospor medio de este sublime espectáculo alamor de Aquel que ha creado la dilatadaextensión del Universo.

5.- El EvangelioEn el atrio de los judíos, todo pertenece

al orden de la revelación y por consiguien-te todo es sobrenatural. Fue el mismo Diosquien prescribió a Moisés los ritos y lossacrificios del culto mosaico: «Mira y ha-zlo según el modelo que en la montaña sete ha mostrado» (Exod., XXV, 40).

Procuremos imaginarnos cuál sería laadmiración y el amor que embargaba elalma de María cuando entraba en el atriode las mujeres y asistía a las ceremoniassagradas. ¡Y qué decir de Jesucristo! En-traba en el templo como en la casa de suPadre. Sabía que el templo le representabaa Él mismo. Por eso dijo: «Destruid esteTemplo y en tres días lo reedificaré» (Jo.,II, 19).

Jesús asistía en el atrio a los holocaustosy al culto judaico. Él, que era el verdaderoCordero de Dios, se daba perfecta cuentade que todo lo que allí se hacía era una fi-gura profética de la misión que venía a rea-lizar. Cuando el pontífice rociaba al pue-blo con la sangre de las víctimas y entrabasin acompañamiento alguno en el Santo de

los santos, Jesús pensaba en que su sangrehabía de rescatar al mundo y su alma se ele-vaba a las sublimes realidades de las quelos ritos judaicos no eran sino las «som-bras»: umbræ futurorum (Hebr., X, 1).

¿Qué significado tiene el segundo atrioen nuestra vida de oración? No se trata aquíde una elevación del alma provocada por lacontemplación de las maravillas de la na-turaleza, sino de la oración que se funda-menta en los documentos de la revelación.Dios nuestro Señor se ha dignado hablar-nos y sus palabras están contenidas en loslibros inspirados. La oración se nutre prin-cipalmente de la Sagrada Escritura. Escu-chad, si no, lo que dice San Pablo: «La pa-labra de Cristo habite en vosotros abundan-temente, enseñándoos y exhortándoos unosa otros con toda sabiduría, con salmos,himnos y cánticos espirituales, cantando ydando gracias a Dios en vuestros corazo-nes» (Col., III, 16).

Hay quien lee la Sagrada Escritura y noencuentra en ella nada que le invite a orar.Pero si la leemos con humildad, como hi-jos de Dios, la luz de la divina palabra ilu-minará nuestra alma y la impulsará a unaferviente oración.

En este atrio debemos entretenernos encontemplar la persona de Jesucristo y losmisterios de su vida, para lo cual encon-traremos una eficaz ayuda en la liturgia.

Cuando meditamos en las palabras y enlas acciones de Jesucristo, Dios se com-place en darnos sus gracias, porque el solorecuerdo de Jesucristo es ya de por sí santi-ficador.

Debéis meditar en las escenas del Evan-gelio como si en realidad estuvieseis jun-to al Señor, como si escuchaseis con vues-tros oídos sus palabras o como si le vie-seis con vuestros propios ojos. Arrodillaoscon los pastores ante el pesebre; adoradleen Nazaret, en su vida oculta, con María y

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con José; uníos al grupo de los apóstolespara acompañarle en sus correrías, recogedsus benditas palabras, prosternaos ante Élen el lavatorio de los pies y en la Cena. Enel huerto de los olivos, a lo largo del dramade la pasión y, sobre todo, al pie de la cruz,contemplad a Jesucristo. ¡Es vuestro Dios!Escuchad sus últimas palabras… ¿No esverdad que a cada uno de nosotros nos dice:«Si yo ofrezco mi vida es por el amor quete tengo»? Este pensamiento arrebataba aSan Pablo hasta hacerle exclamar: «Me amóy se entregó por mí» (Gal., II, 20). La per-sona de Jesús, contemplada en todos lospasos de su vida, desde la infancia hasta suresurrección, «irradia constantemente unavirtud santificadora»: Virtus de illo exibatet sanabat omnes (Lc., VI, 19).

Fijemos en Él nuestra mirada con espíri-tu de fe para tratar de imitar sus virtudes,«no sólo en lo exterior, sino, sobre todo,en su espíritu interior»: Ut per eum quemsimilem nobis foris agnovimus intus re-formari mereamur [Oración de la octavade la Epifanía].

Voy a ofreceros ahora algunas brevesreflexiones sobre la manera de meditar.

Hay muchos sacerdotes que se ajustansiempre a un método determinado. Y sicomprenden que les va bien con su méto-do, harían mal si lo abandonaran. La Iglesiaha bendecido y recomendado la utilidad devarios de ellos. Pero sería un craso erroridentificar la oración con los métodos ysuponer que no se puede orar si se prescin-de de los mismos, porque no son sino me-dios.

Para los antiguos, el aprendizaje de laoración mental consistía en habituarse ahacer pausas en la lectura de la Sagrada Es-critura o de algún libro de piedad. Duranteestas pausas, el alma se reconcentra en símisma, reflexiona, se persuade, ve cuáles

son sus deberes, realiza actos de confor-midad con la voluntad divina y manifiestasus esperanzas y sus peticiones. Y cuandose acaban estos sentimientos de fe, de con-fianza y de amor, se vuelve a continuar lalectura del libro.

Esta era la escuela de la oración mental,tal como la entendían aquellos grandesmaestros de la santidad que eran los Padresdel desierto. San Benito, y con él los mon-jes de Occidente, continuaron esta tradi-ción. Santa Teresa recomienda también estemétodo [Vida, capítulos XI y XII].

Por ser tan sencillo, tiene la gran ventajade que está al alcance de todos y con él seevitan muchas distracciones. Y puesto quedurante tantos siglos han sido muchísimaslas almas que han llegado a la contempla-ción por este camino, ¿qué razón hay paraque nosotros no podamos conseguir la mis-ma gracia sirviéndonos del mismo método?

Cada uno debe examinar cuál es el méto-do que más le conviene. Lo que sí debéisprocurar es que vuestra meditación sea aco-modada a vuestras necesidades espirituales,a las flaquezas que debéis superar, a losdeberes que tenéis que cumplir, y que ossirva para que vuestra alma sea cada día másfiel a Dios.

Si, como es natural, observáis al princi-pio algunos titubeos, no tengáis el menorreparo en echar mano de la ayuda de algúnlibro. Una antífona de la fiesta de SantaCecilia nos dice que: Evangelium Christigerebat in pectore suo, et a colloquiis divi-nis et ab oratione non cessabat: «Llevabael Evangelio de Cristo no en el bolsillo,sino in pectore, junto a su corazón». Tam-bién vosotros iréis adquiriendo el espíritude oración en la meditación humilde y afec-tuosa del Santo Evangelio, de las Epístolasy de los demás libros de meditación. Des-pués que hayáis hecho un acto de contri-ción y os hayáis puesto en la presencia deDios, debéis abrir de par en par vuestra alma

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a la influencia santificadora de Jesús y a laacción del Espíritu Santo, y luego podéisabrir el libro, leyendo reposadamente y ha-ciendo una pausa de vez en cuando, y veréiscómo vuestra alma se irá acostumbrando in-sensiblemente a tratar con su Señor.

No debemos olvidar que la gran revela-ción del segundo atrio es el conocimientode Jesucristo y de sus misterios, y que nopodemos abrigar la pretensión de llegar aconocer los caminos y la voluntad de Dios,y menos aún al mismo Dios, si no es con-templando y escuchando a su Verbo encar-nado.

6.- La contemplación de la feHablemos ahora del tercer recinto.Una vez al año, el Sumo Sacerdote solía

atravesar el velo sagrado del Templo y en-traba sin acompañamiento ninguno en elSancta Sanctorum. Pronunciaba el nombrede Yahvé y le hablaba en actitud de supremaadoración.

Esta ceremonia simbolizaba la entradadel alma en la contemplación de la fe máspura, «a través del velo de la santa Humani-dad de Jesucristo»: Per velamen, id est car-nem ejus (Hebr., X, 20).

Todo cuanto dejamos dicho de la natura-leza de la oración encuentra su más cum-plida realización en esta oración de la fe,ya que ella es por excelencia la conversa-ción a la que Dios invita a sus hijos en vir-tud de la gracia bautismal. Por su unión conCristo y porque participan de su filiación, tie-nen acceso al seno del Padre.

Os formaréis alguna idea de lo que esesta oración si os acordáis de aquel buenaldeano que el Cura de Ars solía encontrartodas las tardes en su iglesia, con los ojosfijos en el tabernáculo y sin proferir pala-bra alguna. Un día el santo Cura le pregun-tó qué es lo que hacía, a lo que el aldeanole respondió: «Yo miro a Dios y Dios me

mira a mí». Esta es la oración de simplecontemplación, en la que se mira, se callay se ama. Toda alma fiel debería llegar aalcanzar después de cierto tiempo este gra-do de oración, pues en su estado inicialpertenece propiamente a la oración adqui-rida, que por nuestro propio esfuerzo, se-cundado por la gracia, nos permite encon-trar nuestro descanso en Dios.

¿Qué obstáculos hay para que algunas al-mas consagradas a Dios no puedan llegar aeste grado de oración? Simples bagatelas…Triste es tener que decirlo, pero la verdades que muchas veces se pasan horas ente-ras preocupándose de cosas que no tienenla menor importancia, pensando demasia-do en sí mismos, o en mil naderías, y en-tretanto el tiempo va corriendo. No ol-vidéis nunca que la oración refleja o expre-sa siempre las disposiciones más íntimasdel alma.

El sacerdote no debe ignorar, tanto parasu propia santificación como para la direc-ción de las almas fervorosas, que Dios secomplace en elevar a sus más fieles servi-dores, ya desde esta vida, a una unión másíntima con Él. Él les manda como Rey yDueño soberano que es, y las almas estánen el deber de responder a su llamamiento,esforzándose por que toda su vida esté go-bernada por el amor. Este descanso en elseno del Padre es «lo mejor que hay» aquíabajo: la optima pars (Lc., X, 42).

Para formarnos una idea cabal de la ex-celencia de esta oración, nos bastará condecir que la visión beatífica es su más aca-bado modelo. La luz de la gloria nos per-mitirá ver a Dios en el cielo cara a cara. Laluz de la gloria fortalece y amplía la capa-cidad de la inteligencia creada para que pue-da gozar de la visión intuitiva.

Los elegidos participan de esta luz en lamisma medida de su amor. Por eso, el gra-do de gloria que disfrutaremos en el cielocorresponderá al grado de caridad que ha-

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yamos alcanzado en el momento de nues-tra muerte.

Pero volvamos de nuevo a la contempla-ción de esta vida. ¿Qué es lo que corres-ponde aquí abajo a la luz de la gloria? La fe.La fe es una certeza y un conocimiento ro-deado de oscuridades que va adquiriendo unperfeccionamiento progresivo y una vitali-dad siempre nueva que le va acercando gra-dualmente a Dios en toda la realidad de sumisterio.

Y así como el grado de la visión beatíficaes proporcionado al grado de caridad quecada uno haya alcanzado, así también pue-de decirse que sucede en esta oración defe, ya que este conocimiento oscuro y su-perior a las fuerzas de la naturaleza, que espropio de la fe, brota en el alma como con-secuencia de su unión amorosa con Dios.De lo que resulta que la oración que eleva alas almas hasta el Santo de los santos lashace también semejantes al Señor y capa-ces de conocerle y amarle por la fe de lamisma manera que Dios se ama y se cono-ce a Sí mismo en su Trinidad.

Aquella frase de la Sagrada Escritura:Deus noster ignis consumens est (Hebr.,XII, 29) nos da una idea aún más acabada dela excelencia de esta oración de fe. Si «Dioses un fuego devorador», tanto más nos abra-saremos cuanto más nos acerquemos a Él.Y es precisamente en la oración donde estachispa prende en nosotros y el alma se sien-te inflamada de amor por la suprema bon-dad y experimenta un ardiente deseo deunirse al Padre por medio del Hijo encarna-do y de ser atraída por su mutuo y eternoAmor, el Espíritu Santo.

Quedémonos a los pies de Jesús, «repo-sando a la sombra del Amado»: Sub umbraillius quem desideraveram sedi (Cant., II,3). ¿Cuál es esta sombra? La santa Huma-nidad de Jesús. El Padre «habita una luz in-accesible»: Lumen inhabitat inaccesi-

bilem (I Tim., VI, 16), y el Verbo «es el res-plandor de la luz eterna»: Candor est lucisæternæ (Sap., VII, 26), el sol cuyos rayosnos dejan deslumbrados, y el honor cuyosardores no podemos soportar. Por eso espor lo que el alma, para poder acercarse alVerbo, se apoya en el amor, a la sombra dela santa Humanidad.

Cuando el alma llega a gozar de estaunión, nada valen para ella el mundo y to-das sus seducciones, porque comprendeque Dios es «lo único necesario»: Unumest necessarium (Lc., X, 42). Unida a Je-sús y oculta en Él, el alma le dice: «Voscontempláis al Padre y yo estoy rodeada detinieblas; pero yo lo contemplo a través devuestros ojos».

¡Qué hermoso es vivir así bajo la miradaamorosa del Padre, a través del velo de lasanta humanidad! «Nadie conoce al Padresino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiererevelárselo» (Mt., XI, 27).

Tened bien presente que en la oración defe nuestro amor no tiende a formarse unaconcepción o representación intelectual deDios, sino a poseerle enteramente y a serenteramente poseída por Él. No hay idea niconcepto alguno de nuestra razón que pue-da facilitar al alma esta comunicación conDios, porque esta unión se consuma única-mente en la oscuridad de una plena adhe-sión de fe.

Lo ordinario, aún en las almas más san-tas, es que su vida de oración empiece porlos primeros atrios, donde nuestro esfuer-zo personal, ayudado y secundado por lagracia, nos dispone a conseguir que Cristolo sea todo para nosotros.

Cuando Dios invita al alma a pasar másadelante en la contemplación de pura fe,hace que está experimente su absoluta im-potencia para alcanzarla por sus propiasfuerzas. Entonces el alma debe mantener

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una confianza inquebrantable, aunque la es-pera le parezca demasiado larga, y aceptarresignadamente el continuar en medio deesta oscuridad, pidiendo insistentemente aJesús que se digne imprimir en ella su divi-na imagen. Echaríamos a perder toda su obrasi pretendiéramos llegar por nuestras pro-pias fuerzas a adquirir esta semejanza conel Hijo de Dios. No debemos olvidar queel Señor obra en nosotros en la misma me-dida en que sacrificamos nuestro propio«yo». Acostumbrémonos a decir: «Señor,si mi debilidad y mis tinieblas os glorifi-can, yo las acepto de buen grado; y si fueranecesario que yo viva siempre ante Vos«como una tierra sedienta de ti, sicut terrasine aqua tibi (Ps., 142, 6), no por eso de-jaré de bendeciros».

Nunca podremos comprender suficien-temente la importancia que para nuestrasalmas sacerdotales tiene el que elevemosfrecuentemente nuestras almas a Dios, pormuy imperfecta que sea nuestra manera deorar. El Padre nos mira siempre con unamirada que penetra hasta lo más hondo denuestras almas sacerdotales. «El nos amaen su Hijo Jesús»: Ipse Pater amat vos, quiavos me amastis (Jo., XVI, 27). Correspon-damos a esta su mirada de misericordia pre-sentándole, con generosa fidelidad, nues-tros humildes esfuerzos para orar.

7.- La oración de JesúsPidamos a Jesús que nos enseñe a orar:

Domine, doce nos orare. Tanto por su mis-mo ejemplo como por sus enseñanzas y porel Espíritu Santo que envía a nuestros cora-zones, Él es el gran maestro de la oración.

En Nazaret, su vida oculta fue toda de si-lencio y de recogimiento. Durante su vidapública se entregó sin reservas a todos y acada uno, pero siempre tenía su mirada fijaen el Padre. Vivía en continua oración. Los

Evangelios nos dan testimonio de que Je-sús oraba, ya en privado, como lo hacía cuan-do se retiraba al monte, ya en público,como cuando dijo el Padrenuestro ante susdiscípulos, o cuando dio gracias antes de lamultiplicación de los panes (Jo., VI, 11).

Jesús oraba en cuanto hombre. En cuan-to Dios, no podía orar, ya que la oraciónsupone una inferioridad, una necesidad; locual es propio de la criatura.

¿Podríamos nosotros entrever de algunamanera el secreto de estas sublimes eleva-ciones del alma de Jesús?

Aún reconociendo que nos hallamos aquíen el mismo umbral del Sancta Sanctorum,podemos, sin embargo, formarnos algunaidea, si tenemos en cuenta las tres manerasde conocimiento que tenía Jesús en cuantohombre, que los teólogos denominan lastres ciencias de Cristo. Cada una de ellasiluminaba la inteligencia de Cristo con unaluz propia, y por eso mismo estas tres cien-cias eran otras tantas fuentes distintas deoración.

En virtud de la unión hipostática, Jesúsgozaba de la visión de la divinidad. En lomás alto de su alma guardaba un santuariosagrado, en el que sólo Él podía entrar. Enla presencia del Padre, Él siempre seguíasiendo el Hijo único.

Cuando nosotros invocamos a Dios, ledecimos: «Padre nuestro» en un sentido quees común a todos sus hijos adoptivos. PeroJesús se dirigía a su Padre y descansaba enÉl como Hijo suyo, pero en un sentido quesólo a Jesús le pertenecía, como Hijo úni-co, porque la humanidad de Jesús es la hu-manidad del Verbo.

Jesús atravesaba en un vuelo poderoso elespacio infinito que separa lo creado de loincreado, y vivía en unión constante con elPadre, de tal suerte, que con toda verdadpudo decir: «El que me envió esta conmi-go; no me ha dejado solo» (Jo., VIII, 29).

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Por efecto de esta visión beatífica, la ora-ción de Jesús transcendía las oraciones mássublimes. Su oración se realizaba en lo másalto de su espíritu. La oración sacerdotalque dijo después de la Cena, y que requiereSan Juan, nos permite entrever en qué con-sistía la conversación que nuestro Salvadorsostenía con el Padre: «Padre…, glorificaa tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique»(Jo., XVII, 1). Este conocimiento era com-pletamente espiritual y sobrenatural. Ni lasfacultades imaginativas, ni la carne ni la san-gre tenían en él parte alguna, ni pudieronimpedirlo los sufrimientos más acerbos dela pasión.

Además de este conocimiento intuitivo,que se realizaba sin el apoyo de las ideas,había también en el alma de Jesús otro gé-nero de ciencia, cuyo objeto no era el mis-mo Dios, y que recibe el nombre de cien-cia infusa. En virtud de ella, Jesús conocíade modo muy distinto al nuestro la doctri-na que venía a predicar al mundo y cuantose relacionaba con su obra redentora. Todoesto lo conocía por una irradiación de luzsobrenatural. Esta ciencia no era adquirida,sino que la recibió de lo alto. Gracias a ella,Jesús conocía los decretos de la divina sa-biduría referentes a la salvación de los hom-bres, a su Cuerpo Místico, a su Iglesia, comotambién la enormidad del pecado, su amorpara con los hombres y la ingratitud de és-tos.

Por estas luces que iluminaban su alma,Jesús, al entrar en el mundo, hizo, comonos dice San Pablo, una oración que fue unaperfecta oblación de sí mismo: «Heme aquí,Ecce venio…, que vengo para hacer, ¡ohDios!, tu voluntad» (Hebr., X, 7).

Durante su vida terrestre, esta ciencia lesirvió para glorificar al Padre y para darlegracias por los beneficios de la enseñanzadel Evangelio: «Yo te alabo, Padre, Señordel cielo y de la tierra, porque ocultaste

estas cosas a los sabios y a los prudentes, ylas revelaste a los pequeñuelos» (Mt., XI, 25).

Y fue ella la que le movió a aceptar el cálizde la pasión y la que inspiró su oración desupremo abandono y amor: «Padre…, no sehaga mi voluntad, sino la tuya» (Lc., XXII,42).

No olvidemos, por fin, que Jesús era unhombre como nosotros, igual en todo anosotros menos en el pecado. Y por esoprecisamente había en Él una tercera ma-nera de conocimiento: una ciencia huma-na, natural, adquirida, experimental, igual ala que todos los hombres tenemos.

También esta ciencia constituía para Éluna fuente de oración. Cuando recorría losmontes y los valles de Galilea, cuando con-templaba los viñedos y las mieses y las flo-res de que nos habla el Evangelio, en todaslas bellezas de la creación veía otros tan-tos reflejos del esplendor de la divinidad ytodo esto despertaba en su alma un cantode alabanza. A través del velo de las criatu-ras, se levantaba sin esfuerzo alguno a laconsideración de las perfecciones divinas,de las que aquéllas no son sino un pálidoreflejo.

Grandes contemplativos como San Juande la Cruz o Santa Ángela de Foligno ates-tiguan que, después del éxtasis, el alma que-da envuelta en una luz sobrenatural que lepermite descubrir, en medio de un gozo in-decible, las huellas de Dios en la naturale-za. También el alma de Jesús disfrutaba deeste reflejo de la luz divina, pero en un gradosobreeminente. El esplendor de la visiónintuitiva se extendía sobre todos sus conoci-mientos, tanto infusos como adquiridos.

Insistamos antes de terminar en que, porpobre que sea nuestra oración, es de la ma-yor utilidad, y para nosotros los sacerdo-tes mucho más aún que para el resto de losfieles, el considerar las inefables conver-

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saciones de Cristo con su Padre. El Após-tol no tiene el menor reparo en decirnosque «Jesucristo es el ideal hacia el cual debelevantar los ojos nuestra flaqueza, sin des-corazonarnos jamás»: Aspicientes in auc-torem fidei et consummatorem Jesum… nefatigemini, animis vestris deficientes(Hebr., XII, 2-3).

XVI

La fe del sacerdote en elEspíritu Santo

El Espíritu Santo es el que realiza toda laobra de santificación en la Iglesia.

La actividad sobrenatural de los hijos deDios en sus diversos grados depende ente-ramente de su influencia vivificante: Quispiritu Dei aguntur hi sunt filii Dei (Rom.,VIII, 14). Esta es nuestra doctrina.

Si para todos es de la mayor importanciaque haya un perfecto acuerdo entre su es-piritualidad personal y los dictados de la fe,lo es mucho más cuando se trata de los sa-cerdotes. Examinemos, pues, si concede-mos al Espíritu Santo la parte que le co-rresponde en nuestra vida interior. ¿Esta-mos, acaso, convencidos de que para lograrnuestra santificación es de todo punto ne-cesario que abramos de par en par nuestraalma a su acción bienhechora?

Nada más cierto sino que «Jesús vino aeste mundo para revelarnos al Padre»:Pater… manifestavi nomen tuum homini-bus (Jo., XVII, 6). Pero también es verdadque, según los planes de la economía divi-

na, no era éste el único fin de su vida, puesera así mismo necesario que el hombreaprendiese de los labios benditos del Sal-vador a conocer al Espíritu Santo y a vene-rarle lo mismo que al Padre y al Hijo.

Esta es la razón de porqué en cierta oca-sión Jesucristo dijo aquella frase tan ex-traña: «Os conviene que Yo me vaya». Sivino a salvarnos, a guiarnos, a entregarseenteramente por nosotros, ¿cómo afirmaahora que nos conviene que se vaya? Elmismo Jesucristo nos lo explica con unarazón más sorprendente todavía: «Si Yo nome voy, el Abogado no vendrá a vosotros»(Jo., XVI, 7).

Si hubiéramos estado allí presentes, esposible que le hubiésemos replicado:«Maestro, no necesitamos para nada del Es-píritu Santo; nos basta con Vos, quedaos connosotros. ¿Qué necesidad hay de que nadieos reemplace?»

Y, sin embargo, Jesús lo dijo bien clara-mente: «Os conviene que Yo me vaya».

Según los planes de Dios, la fe es el úni-co medio por el cual los hijos adoptivospueden ponerse en contacto con el mundosobrenatural: Cristo, la Iglesia, los sacra-mentos y, sobre todo, la Eucaristía. Debe-mos apoyarnos en la fe para esperar, amary servir a Dios como conviene. Esta doc-trina supone, por una parte, que no conta-mos con la presencia visible de Jesucristoen medio de nosotros, y por la otra, la ac-ción invisible pero vivificante del EspírituSanto, que tiene la misión de conducir a laIglesia y a cada una de las almas a su desti-no eterno.

1.- El Espíritu Santovivifica a la Iglesia

El Evangelio nos revela que la misión delEspíritu Santo está ordenada a llevar a su úl-tima perfección la obra de Jesucristo.

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Cuando Jesucristo pronunció en el Cal-vario el Consummatum est, puede decirseque no quedaba ningún testigo que pudieraacreditar la eficacia santificadora de su san-gre. Es verdad que Jesús había predicadosu doctrina, que había formado a sus após-toles, que pocas horas antes les había dadola primera comunión y que acababa de con-sagrarles sacerdotales. Y, sin embargo, pa-recía que todo iba a derrumbarse al llegarla hora aciaga de la pasión: los discípuloshuyeron aterrorizados, Pedro renegó de suMaestro…

Pero el día de Pentecostés los apóstolesse llenaron del Espíritu Santo y entonces«se renovó la faz del mundo»: EmittesSpiritum tuum, et renovabis faciem terræ(Ps., 103, 30). Dejando a un lado todo te-mor, Pedro se presentó en público en me-dio de Jerusalén y predicó a Cristo. Losdoce apóstoles llevaron su voz hasta losconfines del mundo y a los pocos años loscristianos se contaban por millares. ¿Cómose obró este prodigio? Todos los años locantamos en el Prefacio de Pentecostés:«Por Cristo nuestro Señor, quien, subien-do a lo más alto del cielo y estando senta-do a tu derecha, derramó en este día sobresus hijos adoptivos el Espíritu Santo, quehabía prometido».

A partir de este momento, la Iglesia havivido y ha triunfado de modo maravillosode todas las persecuciones y luchas doctri-nales y aún de las mismas infidelidades desus propios hijos. Ella sigue su marchatriunfal a través de los siglos, bien segurade sus prerrogativas, que son las señalesinequívocas de su institución divina. Ella essiempre una, tanto por su fe como por sucomunión, con la sede de Pedro; ella pro-duce en todas las épocas, en virtud de suspropias fuerzas santificadoras, la santidadde sus miembros; ella abraza de derecho atoda la humanidad en su redil, y ella, en fin,apoyada en el fundamento de los apóstoles,permanece siempre inconmovible.

Una, santa, católica, apostólica y roma-na, la Iglesia es a un tiempo divina y terrena;ella es constantemente combatida y siem-pre está rodeada de peligros; pero, a pesarde todo, la Iglesia se mantiene y progresasiempre idéntica a sí misma en su divinaconstitución, indefectible en su fe e inin-terrumpidamente «vivificada por el Espíri-tu»: Spiritum vivificantem.

¿Qué sabemos nosotros de este Espíri-tu? Elevemos nuestra consideración a laSantísima Trinidad.

El Hijo, engendrado desde toda la eter-nidad, es la Imagen perfecta del Padre:Deum de Deo, lumen de lumine. Pero elHijo refluye al seno del Padre y esta unióndel Padre y del Hijo es fecunda. El EspírituSanto, que procede del soplo único del amormutuo del Padre y del Hijo, es amor infini-to y se refiere todo entero, como tal Amor,a su principio de origen.

La santidad consiste en ordenarse a Diospor amor. Y porque vuelve toda entera alPadre y al Hijo en un eterno reflujo de amor,la tercera Persona es llamada santa por ex-celencia: su nombre propio es Espíritu San-to.

El Espíritu, que procede del amor delPadre y del Hijo, es también el don que se-lla su unión, el término, el definitivo aca-bamiento de la comunicación de la vida enDios.

Don de amor en el seno de la Trinidad, elEspíritu Santo es para nosotros el don porexcelencia del Altísimo: Altissimi donumDei. En unión con la Iglesia y en el mismosentido que ella, nosotros veneramos en elEspíritu Santo al huésped de nuestras almas,ya que en ellas habita y las hace «templosdel Señor»: Templum enim Dei sanctum estquod vos estis (I Cor., III, 17).

El Espíritu Santo desciende sobre todala Iglesia y sobre cada uno de los cristia-nos con todas las riquezas de la gracia. Fons

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vivus, Ignis, Caritas [Himno Veni, creatorSpiritus]. Él es «fuente viva» del impulsosobrenatural, «fuego» que comunica ardor,«caridad» de donde se deriva la santificacióny la unión de los corazones.

Al venir a nosotros, nos trae sus dones.La liturgia reconoce siete: Sacrum septe-narium. Este número es tradicional en laIglesia y significa la plenitud de las opera-ciones que el Espíritu Santo obra en nues-tras almas.

Los dones son propios del estado de gra-cia y son unas disposiciones infusas, per-manentes y distintas de las virtudes, queconfieren al cristiano una singular aptitudpara recibir las luces y los impulsos de loalto. En virtud de esta acción del EspírituSanto, los hijos de Dios pueden obrar comomovidos por un instinto superior y de unamanera que transciende el modo racional,que es propio del ejercicio de las virtudes.La atmósfera en que el ejercicio de los do-nes sitúa al cristiano es completamente so-brenatural. En ella es donde el cristiano vaadquiriendo de la manera más elevada y per-fecta su semejanza con el Hijo de Dios.

En la práctica, las actividades de las vir-tudes y de los dones se compenetran mu-tuamente y cuando el alma vive más unida aCristo, más sumisa está a las influencias delEspíritu Santo, como es fácil comprobarloen la vida de los santos.

2. Necesidad de recurriral Espíritu Santo

Toda nuestra vida sacerdotal está consa-grada a tratar con las cosas santas y eter-nas, aunque no puede prescindir de vivir encontacto con las preocupaciones terrenas.No nos es posible sustraernos a la influen-cia del ambiente que nos rodea y esto en-traña el peligro de que ejerzamos nuestroministerio de una manera demasiado huma-na y de que nos limitemos a cumplir mate-

rialmente nuestras funciones, sin atenderdebidamente a su carácter sobrenatural. Laconstante repetición de las ceremonias, pormuy sagradas que sean, nos lleva insensi-blemente a la rutina.

Para inmunizarnos contra el naturalismoque nos rodea y contra la negligencia, esindispensable que todas y cada una de nues-tras acciones sean fecundadas por el soplodel Espíritu Santo.

Él es quien «enciende en nuestros cora-zones la llama del amor»: Tui amoris in eisignem accende; quien, en las cosas del es-píritu, nos otorga la «rectitud de juicio»:recta sapere; quien nos sugiere la actitudfilial que debemos adoptar para poder in-vocar a Dios como a un padre; quien, en fin,«inspira nuestra oración»: Spiritus adjuvatinfirmitatem nostram… Postulat pro no-bisgemitibus inenarrabilibus (Rom., VIII, 26).

Estas son algunas de las actividades queen nosotros ejerce el Espíritu Santo. Todoel que quiera vivir como corresponde a unhijo de Dios debe procurar mantener siem-pre su alma bajo esta influencia. ¿Cuántosson, aún entre los mismos sacerdotes, losque conocen debidamente a este Espíritude amor? Y, sin embargo, Él es la fuente detoda la vida interior y quien fecunda todosu ministerio sacerdotal.

¿Cómo se inaugura un concilio ecumé-nico? Con el Veni Creator. Pues si esto sehace en las grandes asambleas oficiales dela Iglesia, lo mismo puede aplicarse a todavuestra vida sacerdotal, en la que no debéisemprender ninguna acción de importanciasin implorar antes la protección del Espí-ritu Santo. Nunca invocaréis en vano al Es-píritu Santo cuando os pongáis a confesar,o subáis al púlpito, o visitéis a los enfer-mos, porque de Él depende principalmenteel gobierno de las almas. Cuando os dedi-quéis a dirigir las conciencias, tened siem-pre bien presente que la misión del pastorconsiste en abrir las almas a la acción del

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Espíritu Santo. Y vais a permitirme que osdé, de pasada, un consejo: y es que no de-béis, de ordinario, permitir a vuestros pe-nitentes que os escriban largas cartas y quevosotros mismos debéis limitaros a darlesunas directivas breves y concisas, que sue-len ser tanto más eficaces cuanto más bre-ves sean.

No pretendo con ello menospreciar elesfuerzo humano, ni la generosidad, laconstancia y la prudencia que deben ani-mar nuestro ministerio con las almas.Comprendo el valor que tienen todas estascosas, pero también es cierto que ningúncaso deben hacernos perder de vista el as-pecto sobrenatural de nuestro apostolado.

Y es tanta la importancia de lo que acabode deciros, que creo necesario insistir so-bre ello. Hay en las cartas de San Pablo untexto sorprendente: Nemo potest dicere:Domine Jesu, nisi in Spiritu Sancto (ICor., XII, 3). ¿Quiere esto decir que no po-demos pronunciar con nuestros labios laspalabras «Señor Jesús», o que somos inca-paces de comprender su sentido literal? Deninguna manera.

Lo que el Apóstol quiere darnos a enten-der es que, para decir este nombre benditoy para llegar a la persona de Jesús de unamanera saludable, es preciso que seamosmovidos desde lo Alto. El Concilio de Oran-ge definió que «sin la iluminación y la ins-piración del Espíritu Santo» [Can. VII.] nopodemos hacer absolutamente nada que seaeficaz para nuestra salvación. Esto es lo quenos enseña la fe.

Cuando Jesús vivía en el mundo, todospodían llegar a Él. ¿Acaso no había venidoprecisamente para salvarnos a todos? Y, sinembargo, ¡qué actitudes tan opuestas po-demos observar entre los que se le acerca-ban! Los unos, como los fariseos, teníanel corazón endurecido y cerrado; los otros,por el contrario, lograban entrever el mis-terio de su persona y de su misión, creían

en Él y se hacían discípulos suyos. ¿Cuálera la causa de esta diferencia? La Escritu-ra nos lo revela en diversos pasajes, ya des-de los primeros días de la vida de Jesús.Veamos algunos ejemplos. María va a visi-tar a su prima Isabel y ésta exclama: «¡Ben-dita tú entre las mujeres y bendito el frutode tu vientre!» ¿Quién le había dado a Isa-bel un conocimiento tan claro? El Evange-lio nos lo dice: «Isabel se llenó del Espíri-tu Santo» (Lc., I, 41). Cuando el niño Jesússe presentó en el templo de Jerusalén, elanciano Simeón reconoció al Mesías en elhijo de la Virgen. ¿Quién fue el que se loinspiró? El mismo San Lucas nos lo des-cubre, al decirnos que: «Movido del Espí-ritu Santo, vino al templo»: Venit in Spirituin templum (Lc., II, 27). No cabe duda que también sentían el im-pulso secreto pero eficaz del Espíritu to-dos aquellos enfermos que acudían al Sal-vador con la seguridad de conseguir su cu-ración. El Espíritu Santo fue el que movióa la Magdalena al arrepentimiento de suspecados mientras bañaba con sus lágrimaslos pies de Jesús, y el que movió a Pedro ya los demás apóstoles a abandonar sus re-des por seguir a Cristo y el que invitó aJuan a reposar sobre el pecho de su Maes-tro y a acompañarle hasta el pie de la cruz.

Debemos estar persuadidos de que tam-bién para nosotros existe un contacto conJesús tan íntimo, tan inmediato y tan fe-cundo como este de que os acabo de ha-blar. Me refiero al contacto que se realizapor medio de la fe y que sólo el EspírituSanto puede efectuar en nosotros. Si mepreguntáis cómo lo realiza, os diré quecuando, en virtud de la eficacia de la gra-cia, hace a nuestra alma capaz de creer, deesperar y de amar sobrenaturalmente.

Cuando Jesucristo vivía entre nosotros,su divinidad estaba escondida, al paso quesu humanidad era completamente visibley ejercía un atractivo natural. Por eso, no

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era objeto de fe. Pero ahora no podemosalcanzar ni la humanidad ni la divinidadde Jesús si no es por medio de la fe. Tales el plan divino. Todas nuestras relacio-nes con Cristo deben basarse en esta ad-hesión. Este contacto por medio de la fees la condición indispensable para quedesciendan sobre nosotros los dones di-vinos. «El que cree en Mí, dice Jesucris-to, ríos de agua viva correrán de su seno».Y observad que el evangelista añade que«esto dijo del Espíritu que habían de re-cibir los que creyesen en Él» (Jo., VII,39). El contacto vivificante con Jesús enla fe no se realiza sino por el don delEspíritu Santo.

Puede darse muy bien el caso de que seacerque uno al sagrario del altar y que, sinembargo, esté muy lejos de Jesucristo. Porel contrario, si nuestra vida está como pe-netrada de la influencia del Espíritu Santo,este contacto se establece y entonces po-demos decir con toda verdad que estamoscerca de Jesús.

El Espíritu Santo es el lazo entre el Pa-dre y el Hijo; y es también el vínculo quenos une con Cristo. Esto nos hará compren-der cuánto importa para nuestro ministerioque vivamos siempre sometidos a su acciónsantificadora.

3.- Cómo debemos invocaral Espíritu Santo

Acordaos del sello indeleble que dejarongrabado en vuestra alma los sacramentos delbautismo, de la confirmación y del orden.Estos caracteres son permanentes, y podéisserviros de estas prendas que atestiguan quepertenecéis a Cristo para hacerlos valer,siempre que lo queráis, ante Dios. Graciasa ellos, podéis volver a llamar en vuestrasalmas al Espíritu Santo y reavivar de estamanera los efectos sobrenaturales que sonpropios de estos sacramentos. San Pablo

lo dice expresamente del sacramento delorden: «Te amonesto que hagas revivir lagracia de Dios que hay en ti por la imposi-ción de mis manos» (II Tim., I, 6).

Jesús nos dijo que, en el bautismo, el almanace a una vida nueva «por la virtud del aguay del Espíritu Santo»: ex aqua et SpirituSancto (Jo., III, 5). Desde entonces, «elEspíritu de Cristo habita en el alma del bau-tizado» y toma posesión de ella: Quoniamestis filii, misit Deus Spiritum Filii sui incorda vestra (Gal., IV, 6).

En virtud de su misma naturaleza, el ca-rácter bautismal clama al cielo e intercedeen nuestro favor. Apoyémonos, pues, en élpara invocar al Espíritu Santo, para que nosenseñe a orar como conviene a los hijos deDios y a tratar con el Soberano Señor comocon un Padre y para que toda nuestra con-ducta responda a la plenitud de nuestra gra-cia bautismal, a imagen de Jesús, que es elúnico Hijo por naturaleza.

¿Qué es lo que hace Jesús en el sacra-mento de la confirmación por el ministe-rio del obispo? Extiende la mano sobre lacabeza de los confirmandos y les unge conel santo crisma, al tiempo que traza una cruzsobre su frente, diciendo: Signo te signocrucis. Este signo visible de la cruz repre-senta el carácter invisible que se imprimeen el alma. Esta queda grabada con el sellode Cristo, que aparece luminoso a las mi-radas de los ángeles y de los santos. Estesello es un testimonio del dominio y delamor que Cristo ejerce en el alma. El obis-po continúa el rito: Confirmo te chrismatesalutis…, es decir, te fortifico, completan-do la acción del bautismo, te hago perfectocristiano, soldado de Cristo, apto para de-fender su causa. El santo crisma que se ex-tiende en la frente del confirmando signi-fica la unción del Espíritu Santo que pene-tra en el alma y se extiende en ella para for-tificarla.

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Invocando este carácter, pidamos al Es-píritu divino que, en las luchas y en las difi-cultades de la existencia, nos dé la fuerzanecesaria para ser siempre soldados fielesde Cristo, orgullosos de estar a su servicioy dispuestos a defender y a extender su rei-nado.

Vosotros los sacerdotes tenéis un ter-cer carácter sagrado, el de vuestra orde-nación, que permanece siempre en lo másíntimo de vuestra alma como una llamadaincesante al Espíritu Santo. Todas las ma-ñanas podéis levantar vuestras manos al cie-lo «llenos de fe», fortes in fide, y mostraral Señor vuestra alma marcada con el sellode Cristo. El sacerdocio del salvador, su san-gre y su muerte están esculpidas en lo másíntimo de vuestro ser. Siempre que abrísante Dios vuestra alma grabada con estesello, llamáis al Espíritu Santo y le pedísque reanime la gracia que recibísteis en laordenación sacerdotal.

Tened en gran aprecio el carácter que envuestra alma han impuesto estos tres sacra-mentos y aprovechaos de su valor, porquetoda vuestra vida sobrenatural consiste enque desarrolléis con perseverancia las gra-cias que son propias de vuestra vocaciónde bautizados, de confirmados y de sacer-dotes de Cristo.

Esta invocación puede expresarse por unsimple movimiento del alma, por la ora-ción al Espíritu Santo, por cualquiera deestas ardientes aspiraciones que la liturgiade Pentecostés contiene con tanta abundan-cia: «Ven, Padre de los pobres… Dispen-sador de las gracias… Dulce huésped delalma… Cura nuestras heridas…» Es unapráctica muy recomendable la de repetir alo largo del día estas invocaciones en for-ma de oraciones jaculatorias. El beato Pe-dro Fabro, de la Compañía de Jesús, teníatanta devoción a esta práctica, que, aun du-rante el oficio divino, solía dirigirse al Pa-dre, diciendo mentalmente entre salmo y

salmo: «Padre celestial, dadme vuestro Es-píritu» [Monumenta historica SocietatisJesu. Monumenta Fabri. Matriti, 1914,pág 505].

4.- Los dones del Espíritu Santoen la celebración de la Misa:los dones de temor de Dios,de piedad y de fortaleza

En todas las acciones de nuestra vida yen cada una de las ceremonias de nuestroministerio sagrado podemos invocar la in-tervención santificadora del Espíritu San-to. Detengámonos a considerar más despa-cio la acción del Espíritu Santo en el mo-mento más sublime de nuestra jornada sa-cerdotal: en la santa Misa.

No hay para nosotros honor comparableal de poder asociarnos al sacrificio de Je-sucristo, en el que el mismo Hijo de Diosse ha dignado vincularnos al acto sacerdo-tal más augusto.

Solamente el Espíritu Santo puede ele-var nuestra alma a las alturas de una fun-ción tan sublime.

Hablando de la oblación de Cristo en elCalvario, el Apóstol San Pablo hace notarque se realizó «por un impulso del EspírituSanto»: Per Spiritum Sanctum semetipsumobtulit immaculatum Deo (Hebr., IX, 14).Ojala pueda decirse también de nosotrosque ofrecemos este sacrificio único con elalma abierta al impulso de este Espíritu deamor.

Quisiera demostraros cómo, mientrascelebramos, el Espíritu Santo puede ejer-cer sobre nosotros, por medio de sus do-nes, una acción saludabilísima. No abri-go el propósito de exponer en este lugartoda la doctrina de los dones, sino solamen-te quiero evocar en breves rasgos las rique-zas de gracia que nos comunican estos do-nes.

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Debemos dejar sentado, ante todo, quelos dones de temor de Dios y de piedadson de la mayor importancia en la celebra-ción de la Misa, porque son precisamentelos que deben inspirar al alma del sacerdo-te sus disposiciones más íntimas.

Nunca debemos perder de vista en el al-tar la majestad inmensa, insondable e infi-nita del Dios tres veces santo, a quien ofre-cemos el sacrificio: Suscipe, sancte Pa-ter… Suscipe, sancta Trinitas… So penade adoptar una postura falsa ante el Señor,la criatura debe rendirle el homenaje de suadoración y de su anonadamiento y, si enalguna ocasión, es precisamente en la Misadonde el alma debe sentirse penetrada deestos sentimientos. Como ya os lo he de-mostrado repetidas veces, el divino sacri-ficio exige que lo celebremos cum metu etreverentia, porque es un acto de culto enel que se reconocen los derechos absolu-tos de Dios y en el que se rinde homenaje asu plena soberanía. Jesucristo ofreció elsacrificio de la cruz con aquella íntima re-verencia para con su Padre y con aquel re-ligioso respeto que, en una acción tan sa-grada, son tan propios del pontífice comode la víctima. Cuando en el altar nos acer-camos tan de cerca a la divinidad, debemosunirnos a estos sentimientos del corazónde Cristo.

A ejemplo de nuestro Salvador, procure-mos fomentar en nuestra alma una viva aver-sión a los pecados del mundo y a las ofen-sas que se infieren a la suprema Bondad, yun deseo ardiente de repararlas.

Por el impulso secreto del Espíritu San-to, que nos comunica el don de piedad, lle-garemos a experimentar hasta qué punto laatmósfera en que se desarrolla la acción delsacrificio es de carácter filial. ¿Cuál es elnombre que usa la liturgia para dirigirse alSeñor? El de Padre. Y tenemos libre acce-so a su divina majestad porque acudimosconfiados per Jesum Christum, Filium tu-

um, Dominum nostrum. Y es tan íntimanuestra comunión con el Padre, que nosatrevemos a unirnos y a compartir la com-placencia que experimenta en el amor desu Hijo: Ut nobis corpus et sanguis fiat di-lectissimi Filii tui. El sacerdote, en el altar,se identifica con Jesucristo. De ahí se de-duce hasta dónde debe llegar el espíritu filialque embargue su alma.

Pidamos al Espíritu Santo que nos inspi-re una fe viva en el amor que Dios nos pro-fesa y una confianza inquebrantable en nues-tro Padre celestial.

Bajo la influencia del Espíritu Santo, ex-perimentaremos también en el altar la ne-cesidad de solidarizarnos con todas las ne-cesidades y angustias de la humanidad, yaque, por el don de piedad, nos uniremosinteriormente a la caridad que desbordabadel corazón de Cristo. Al proyectar nuestramirada sobre los incontables dolores queatenazan al mundo, pensaremos en los pe-cadores por los cuales Jesucristo vertió susangre, lo mismo que sobre los afligidos,sobre los enfermos y sobre los moribun-dos y, ante este inmenso clamor de mise-rias que se levanta de este valle en que vivi-mos, nos sentiremos movidos a implorarla misericordia de Dios sobre todos ellos.O aún mejor, será el mismo Cristo el que,por nuestros labios, pedirá al Padre que ten-ga piedad de ellos. Jesús ha querido «to-mar sobre sí todas nuestras iniquidades»:Vere languores nostros ipse tulit (Isa., 53,4). Cuando ofrecemos a Cristo al Padrecelestial, es el mismo Jesús el que se re-viste de todos los males que aquejan a susmiembros e implora la clemencia divina.

Estos sentimientos de piedad se conci-lian perfectamente con el temor reveren-cial, como lo expresa maravillosamente unaoración litúrgica: «Señor, haz que tengamossiempre temor y al mismo tiempo amor detu santo nombre»: Sancti nominis tui, Do-mine, timorem pariter et amorem fac nos

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habere perpetuum [2º domingo después dePentecostés].

En vez de presentarnos a ofrecer el santosacrificio con un corazón tibio, procure-mos enfervorizarlo con la consideración deestas ardientes verdades, para que el Espí-ritu Santo nos anime y nos estimule a orarcon más devoción.

Quizás os preguntéis cuál es la ayuda es-piritual que proporciona al celebrante eldon de fortaleza.

La necesidad de este don se deduce delgran espíritu de fe que se requiere en el sa-cerdote y de las muchas tentaciones que lacombaten. Si es verdad que todos los hom-bres están expuestos a las tentaciones con-tra le fe, mucho más lo está el sacerdote.

Y no os debéis extrañar de ello, porquela razón es bien clara.

Cuando los fieles ven la santa hostia esen el momento de la consagración, cuandotoda la asamblea se prosterna para adorar-la, o cuando se expone en el ostensorio,rodeada de luces y envuelta en nubes de in-cienso, o al recibirla al acercarse a comul-gar. Pero nunca llegan a tocar las sagradasespecies.

El sacerdote, por el contrario, está siem-pre en contacto inmediato con las espe-cies sagradas, bajo las cuales, como bajoun velo, se oculta Jesucristo. Él pronuncialas mismas palabras que Jesús dijo en laúltima Cena: él toca la santa hostia, la par-te, la lleva de un lado a otro, la tiene a sumerced. Y el demonio puede muy bienaprovecharse de esta inefable condescen-dencia de Jesús para tentar a su ministro.Por eso, precisamente, le concede el donde fortaleza: para que mantenga siempreviva su fe en la sublimidad del acto que rea-liza, para que supere todas las tentacionesque se le presenten y para que viva persua-dido de que realmente se encuentra en pre-

sencia de su Salvador, como si le viera consus propios ojos.

Este mismo don nos comunicará tambiénel valor y la decisión necesaria para ofre-cernos todos los días a Dios como hostiasque se entregan voluntariamente para cum-plir en todo su voluntad, por muy dolorosay costosa que sea. Cuando nos sentimossin fuerzas para aceptar o para llevar la cruzque el Señor nos envía, pidamos al Espíri-tu Santo que nos otorgue una parte de aque-lla misma fortaleza que saturaba el alma deCristo Jesús en el momento de su sacrificio.

5.- Dones de ciencia,de entendimiento y de consejo

Tratemos ahora de los tres dones inte-lectuales de ciencia, de inteligencia y deconsejo. No os preocupéis porque me tomola libertad de cambiar el orden en que habi-tualmente se citan, porque, cuando celebra-mos la Misa, no es lo que más importa elsaber si el Señor obra en nosotros por esteo por el otro don, sino el tener una fe des-pierta y el alma enteramente abierta a lasinfluencias de lo Alto.

Debemos estar persuadidos de que, pormuy sublimes que sean las ideas que tenga-mos acerca de la Santa Misa, serán inefica-ces para acercarnos a Dios si el EspírituSanto no nos ilumina con su luz. Cosa ex-celente es, sin duda, conocer la teología yen particular lo que nos dice del santo sa-crificio, pero puede darse el caso de que,después de haber leído los mejores trata-dos de la Eucaristía, haya quien celebre laMisa con la misma frialdad que antes. Y larazón de ello está en que todo eso no era másque trabajo de nuestro cerebro. Por eso, esnecesario que, al estudio, acompañe un sen-timiento sobrenatural de los divinos mis-terios, que complete lo que conocemos porla letra. Ahora bien, solamente el Espíritude amor puede darnos un conocimiento pro-

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fundo y vital de la ofrenda y de la inmola-ción eucarísticas.

Por el don de ciencia, el Espíritu Santonos enseña a apreciar sobrenaturalmente lascosas creadas, es decir, a juzgar de su im-portancia o de su ningún valor, de acuerdocon el aprecio que merecen al mismo Dios.La Sagrada Escritura da a este género deciencia el nombre de «ciencia de los san-tos» (Sap., X, 10). Gracias a esta superiorrectitud de juicio, los santos se veían libresde la fascinación del mundo y solían excla-mar con el Apóstol: «Todo lo tengo por es-tiércol, con tal de gozar a Cristo»: Omniaarbitror ut stercora ut Christum lucrifa-ciam (Philip., III, 8).

Este don nos hace comprender tambiénel valor incomparable de las realidades dela fe y de los actos del culto. Por eso, de-bemos pedir al Espíritu Santo, antes de ce-lebrar, que nos inspire un cabal conoci-miento del valor de la Misa, que sea comoun eco del pensamiento que el mismo Diostiene del augusto sacrificio.

Este conocimiento no es, en manera al-guna, fruto del razonamiento, sino que esun conocimiento directo; pero la certezaíntima que en nosotros produce es de unaenorme fecundidad para el sacerdote.

¡Dígnese el Espíritu Santo hacernos apre-ciar en el silencio de la oración estos mis-terios que todos los días se renuevan ennuestras manos de la misma manera queDios los aprecia!

Por el don de entendimiento, el Espíri-tu Santo nos da un conocimiento íntimo dela naturaleza de las verdades de la fe. «ElEspíritu todo lo escudriña, dice San Pablo,hasta las profundidades de Dios y Él esquien hace que conozcamos los dones queDios nos ha concedido»: Ut sciamus quæ aDeo donata sunt nobis (I Cor., II, 10 y 12).

Cuando en nuestra vida ordinaria leemosun párrafo cualquiera, la inteligencia deduce

con sus propias luces el sentido de las pala-bras. Por eso dice Santo Tomás: Intelligere,quasi intus legere [Summa Theol., II-II, q.8, a.1].

En el orden sobrenatural sucede una cosaanáloga. Una secreta claridad permite quenuestro espíritu penetre hasta cierto puntoen las verdades que el mismo Dios ilumina.

Aunque el cristiano aceptaba ya estas ver-dades por el acto de fe, las aceptaba y lasconocía, por así decirlo, en su envoltura;pero por el don de entendimiento llega apenetrar en su misma entraña.

Son muchas las oraciones en las que laIglesia testimonia la realidad de estas lu-ces interiores: «Señor, te rogamos que elEspíritu Santo, que de Ti procede, alumbrea nuestras almas y nos dé a conocer todaverdad, como lo dejó prometido tu Hijo»:Et inducat in omnem sicut tuus promisitFilius veritatem [Miércoles de las Témpo-ras de Pentecostés]. De esta suerte, entra-mos, en cierta manera, en el mismo san-tuario de la divinidad.

Fácilmente podéis comprender hasta quépunto es útil este don para los que ofrecenel santo sacrificio o participan del mismo.En el altar se realiza una acción divina y nohay hombre ni ángel que sea capaz de com-prender todo su valor ni de medir todo sualcance, porque es inefable. El Hijo de Diosestá allí, ofreciéndose, inmolándose y dán-dose bajo las especies sacramentales. ElPadre contempla a su Hijo… Sólo un rayode luz de lo Alto puede hacer que llegue-mos a comprender siquiera algo de estosmisterios.

Cuando leemos las palabras de la Escri-tura y de la liturgia, creamos firmementeque, lo mismo que hizo con los apóstolesdespués de la resurrección, también a no-sotros puede esclarecernos su sentido: Ape-ruit eis sensum ut intelligerent Scrip-turas(Lc., XXIV, 45). Si las conservamos religio-samente en nuestro corazón, estas santas

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palabras se irán haciendo cada vez más ar-dientes y encenderán en nuestras almas elamor de Dios.

El don de consejo nos dispone a reco-nocer, por una especie de instinto superior,cuáles son los actos que nos ayudarán, tantoa nosotros como a los demás, a orientar-nos hacia nuestro destino sobrenatural.«Los que son movidos por el Espíritu deDios, ésos son hijos de Dios» (Rom., VIII,14). Gracias a este don, el Espíritu Santonos previene en el curso ordinario de la vidacontra la vehemencia de nuestra naturale-za, contra nuestro orgullo y nuestro presun-tuoso juzgar. Todos estos defectos son otrastantas fuentes de ilusiones y de errores enel gobierno de las almas, ya que nos impul-san a obrar sin tener la debida cuenta de losplanes de Dios sobre cada alma.

Pudiera creerse que el don de consejo nojuega ningún papel importante en la cele-bración de la santa Misa. Pero téngase encuenta que precisamente es entonces cuan-do el sacerdote debe pedir las luces quetanta falta le hacen y que tan indispensablesle son para su predicación, para sus decisio-nes y para toda su acción pastoral.

Todo esto no quiere decir, sin embargo,que la fe que el sacerdote tiene en la inter-vención del Espíritu Santo le autoriza enlo más mínimo a menospreciar los dicta-dos de la sana razón ni los medios hu-ma-nos de que dispone en el cumplimiento desus deberes. Dios no concede a sus hijosel don de consejo para suprimir la virtudde la prudencia, sino, muy al contrario, paraque venga en su ayuda y la perfeccione:Ipsam (prudentiam) adjuvans et perfi-ciens [Summa Theol., II-II, q. 52, a. 2].

6.- Don de sabiduríaEl don de sabiduría es el más elevado

de todos.Consiste este don en un conocimiento

de Dios y de las cosas divinas que el Es-píritu Santo comunica al alma en el mis-mo ejercicio de la vida de unión con elSeñor. La sabiduría es fruto de la caridady pertenece a un orden completamentedistinto del de la ciencia teórica, que esfruto de la razón. La sabiduría es un co-nocimiento «sabroso»: sapida cognitio,y establece un contacto íntimo y vital delalma con Dios.

Esto se hace posible por la acción se-creta del Espíritu Santo. Cuando el cris-tiano ora y sirve a Dios con fidelidad ycon amor, el Espíritu Santo le concedeesta sabiduría sobrenatural. Entonces elalma «saborea» la presencia de Dios y,hasta cierto punto, llega a experimentaren lo más íntimo de su ser su misericor-diosa bondad y la vida que comunica asus hijos adoptivos.

Este don hace que el alma prefiera, sin elmenor género de duda, la felicidad que pro-porciona la unión con Dios a todas las sa-tisfacciones que le puede brindar el mun-do, y le hace exclamar con el salmista:«Cuán amables son tus moradas, oh YahvéSebaot… Porque más que mil vale un díaen tus atrios» (Ps., 83, 2 y 11).

Pero no podemos saborear este gozo es-piritual si no desechamos ante los deseosy complacencias mundanas: «El hombre ani-mal no percibe las cosas del Espíritu deDios» (I Cor., II, 14).

En la santa Misa, el sacerdote aprendea conocer los misterios eucarísticos deforma muy distinta que cuando se estu-dian en los tratados de teología, porque,al celebrarla, siente un atractivo indefi-

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nible que impulsa a su alma a adoptar elverdadero espíritu de oblación: Imitaminiquod tractatis.

¿No es, además, cierto que sentimos unainmensa necesidad de la ayuda divina parapoder gustar espiritualmente el pan eu-carístico? Porque una triste experiencia nosdice que, a pesar de que tantas veces repe-timos que: «Este pan bajado del cielo… tie-ne en sí todas las delicias», al ir a recibirloen la comunión, no experimentamos nin-gún deseo de comerlo.

El don de sabiduría produce también enel alma una paz íntima que la sostiene enmedio de las dificultades y de las tristezasde la vida. Esta es la razón por la cual lasagrada liturgia se complace en llamar alEspíritu Santo el consolador por excelen-cia y nos estimula a que pidamos que lo-gremos «gozar siempre de sus consuelos».¡Cuán deseable es para el sacerdote esta pazque nos viene de Dios! Gracias a ella, elsacerdote siente cuando está celebrando, enlo más íntimo de su alma, los efectos de ladivina bondad.

Por muy incompletas que sean estas con-sideraciones que os he hecho, pueden ayu-darnos a avivar nuestra fe y nuestra espe-ranza en la acción del Espíritu Santo cuan-do celebramos los santos misterios y ayu-darnos así a vencer la rutina.

Cuando nos preparamos a celebrar lasanta Misa, podemos inspirarnos en estaoración que trae el misal: «Penetre en micorazón vuestro Espíritu de amor de modoque se haga oír sin ruido y me enseñe sinestrépito de palabras toda la verdad acercadel divino sacrificio, pues son muy profun-das las realidades de este misterio y estáncubiertas por un velo sagrado» [Præparatioad Missam, die dominica].

La tradición litúrgica proclama la fe dela Iglesia en la intervención del Espíritu

Santo en el santo sacrificio. Sin detener-nos ahora a estudiar el problema de las an-tiguas fórmulas de la epiclesis, podemosexaminar, por ejemplo, las fórmulas queactualmente se emplean en el ofertorio.Después que el pan y el vino han sido ofre-cidos, se añade la ofrenda de todos los asis-tentes: Suscipiamur a Te…, y a continua-ción el sacerdote eleva sus manos sobretoda esta oblación, e invoca «la venida delEspíritu Santo»: Veni, sanctificator omni-potens, æterne Deus…

Recordad también la ceremonia de laconsagración de un altar, una de las másbellas de toda la liturgia. Luego que la mesadel altar ha sido purificada por las asper-siones y consagrada por las unciones, so-bre las cinco cruces que representan lascinco llagas de Jesucristo se colocan otrostantos granos de incienso, a los que se pren-de fuego y, mientras se consume el incien-so, el pontífice consagrante y todo el cleroque le acompaña elevan al cielo esta ora-ción: Veni, Sancte Spiritus… Es uno de losmomentos más solemnes de esta admira-ble ceremonia. Se pide al Espíritu Santo,que es fuego de amor, que descienda sobreeste altar, en el cual, como en otro tiempoen la cruz, Jesús se ofrecerá per SpiritumSanctum, y se le ruega que santifique todaslas ofrendas que se depositarán sobre él ysobre todo que, como efecto de la comu-nión, se digne unir a la divina víctima elholocausto de toda la asamblea cristiana…

Por la imposición de las manos del obis-po, nosotros los sacerdotes hemos recibi-do el Espíritu Santo de una manera espe-cialísima. Este divino Espíritu ha marcadonuestras almas con un carácter indeleble ylas ha colmado de la gracia sacerdotal. Supresencia en nuestras almas es invisible,pero nos garantiza la ayuda del cielo en todoel curso de nuestra vida: para celebrar lossantos misterios, para predicar, para dirigira las almas con sabiduría y para consolar a

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los afligidos. Honremos al Espíritu Santo,igual que honramos al Padre y al Hijo, conun culto de adoración, con un homenaje deprofundo reconocimiento y de total aban-dono, con una constante fidelidad a sus ins-piraciones. Estas inspiraciones nos move-rán a servir a Dios, como recomienda SanPablo, «con la alegría del Espíritu Santo»:cum gaudio Spiritus Sancti (I Thess., I, 6).

«Oh Espíritu Santo, Amor del Padre y delHijo, estableced vuestra morada en mediode nuestros corazones y levantad siemprehacia lo alto, como llamas ardientes, nues-tros pensamientos y nuestros afectos, has-ta el seno del Padre, para que nuestra vidaentera sea un Gloria Patri et Filio et Spiri-tui Sancto».

XVII

La santificación por lasacciones ordinarias

La santidad consiste para muchos en pa-sar largas horas en oración. Para otros, engrandes renunciamientos y sufrimientostolerados por amor, como si la santidad notuviera otro objeto que mortificar los mo-vimientos naturales del hombre.

Saliendo al paso de estos puntos de vistaunilaterales, San Benito establece esteprincipio ascético: «Debemos servir a Diosen todo momento con los mismos bie-nesque se ha dignado concedernos» [Prólogode la Regla]. Esta es una norma fecundí-sima de vida espiritual, que busca la enterasumisión a Dios y la perfecta armonía delo que en nosotros hay tanto de humano

como de divino. Nuestro progreso se rea-liza mediante el ejercicio de nuestras fa-cultades humanas y mediante el cumpli-miento de nuestros deberes en el destinoque nos ha señalado la Providencia.

Las jornadas de la mayor parte de to-dos vosotros están frecuentemente so-brecargadas de múltiples ocupaciones,que aparecen confabularse para impedirosel esfuerzo que requiere la vida interior.Por esto no debe haceros perder la confian-za, ya que está en vuestras manos servirosde todas vuestras acciones, aun de las másordinarias, para santificaros. Es lo que nosenseñan las epístolas de San Pablo y de SanJuan.

Hay, sin embargo, ciertas condicionesque son indispensables para asegurar elefecto santificador de estas acciones: de-ben ser «verdaderas», inspiradas en un mo-tivo de amor sobrenatural, deben unirse alos méritos de las santas acciones de Jesúsy, por medio de ellas, nuestra santificaciónsacerdotal debe encaminarse al bien de laIglesia.

No se requiere que estemos trayendoconstantemente a la memoria el recuerdode estas condiciones, sino que basta quepensemos en ellas de tiempo en tiempo,para que aviven nuestra fe y nos estimulena hacerlo todo por la gloria de Dios. Con-venceos de que la vida espiritual no es unavida inquieta y trabajosa, sino pacífica, yaque mira a Dios como a Padre y cifra suesperanza de llegar a la unión con Él, notanto en nuestro propio esfuerzo como enel poder de su gracia secundada por nues-tra fidelidad.

Es verdad que este empeño en elevarnoshacia Dios a lo largo de cada jornada supo-ne un esfuerzo; pero debemos tener encuenta que nada durable se consigue en estemundo sin trabajo.

Recordemos también el dogma de la co-munión de los santos. Son muchas las al-

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mas consagradas a Dios que en el retiro desus claustros ofrecen todos los días sus su-frimientos y oraciones por la santificaciónde los sacerdotes. Apreciemos todo el va-lor y toda la belleza de este gesto y procu-remos apoyarnos en su generosidad.

1.- «Caminar en la verdad»Esta expresión es del Apóstol San Juan,

y se encuentra en diversos pasajes de suscartas (II Jo., 4; III Jo., 6). ¿Cuál es el sig-nificado que quiso dar a estas palabras?

«Caminar en la verdad» es lo mismoque ajustar toda nuestra conducta a los pla-nes y a las intenciones de Dios, de confor-midad con los deberes de nuestro estado.

Dios, que es el autor de nuestra naturale-za y del orden de la gracia, quiere que todasnuestras acciones estén siempre de acuer-do, tanto con nuestra condición de criatu-ras como con nuestra doble dignidad de hi-jos adoptivos y de sacerdotes de Cristo. Setrata, pues, de que en toda ocasión cumpla-mos los deberes que imponen a nuestraconciencia la ley natural y las exigenciasde nuestro bautismo y de nuestro sacerdo-cio. Este es el plan de Dios respecto de no-sotros. Siempre que nuestra conducta seajusta a la voluntad divina, hacemos «obrade verdad», «caminamos en la verdad».

El Señor se complace en comprobar queexiste una perfecta correspondencia entrenuestras acciones y las leyes que gobier-nan nuestra vida. Si no hay tal acuerdo, nues-tras obras, por muy hermosas que parezcan,no responden a lo que Dios espera de no-sotros.

De todo cuanto llevamos dicho, se dedu-ce una primera consecuencia para nosotroslos sacerdotes, que puede enunciarse de lasiguiente manera: por la misma razón deque hemos sido llamados a una santidad máselevada, estamos más obligados que los sim-ples fieles a cultivar las virtudes naturales.

Seamos extremadamente justos y pondera-dos en nuestros juicios y completamentesinceros en nuestras palabras. No toleremosjamás que nuestros procedimientos puedanmellar en lo más mínimo la honestidad na-tural. Bajo ningún pretexto, ni aun el de ser-vir a la religión, debemos perder de vistalas obligaciones que exige a todo hombrela lealtad a su conciencia.

Nuestra actividad sacerdotal supone na-turalmente este fundamento moral.

El querer establecer en nosotros una per-fecta armonía entre los dones de la natura-leza y los de la gracia constituye un esfuer-zo para alcanzar un bello ideal. Pero, en lapráctica, este ideal no puede realizarse sinomediante la mortificación de muchas ten-dencias y satisfacciones que son propias denuestra naturaleza, pero que son incompa-tibles con nuestra vida sacerdotal. Hay sa-crificios que son indispensables, tanto parasalvaguardar la elevación de nuestra almacomo para ejercer el apostolado. Y así, porejemplo, por muy legítimos que sean losconsuelos y las alegrías que produce elamor humano en el matrimonio, la entregatotal que de sí mismo debe hacer el sacer-dote y el mismo equilibrio de su vida inte-rior, le exigen que renuncie con generosi-dad a estas satisfacciones.

Si la gracia no destruye la naturaleza, tam-poco anula la «personalidad». Ella se opo-ne, es verdad, al orgullo, a la inclemencia ya otros defectos que son propios de deter-minados caracteres vehementes; pero acep-ta, cuando las encuentra, las grandes cuali-dades naturales del alma, del corazón y dela voluntad, que constituyen la mejor basepara la verdadera personalidad humana.Mirad, si no, a los santos de todos los tiem-pos. Los dones de la gracia hicieron que selevantaran por encima de la común medio-cridad, y muchos de ellos tuvieron una per-sonalidad extraordinaria, decidida y prose-litista. Lejos de ahogar sus cualidades na-

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turales, la gracia las encumbró y las sobre-naturalizó, sometiéndolas enteramente aDios, según el orden y la plenitud de la ca-ridad.

Siempre que emprendemos alguna obra,se nos impone una elección. Y claro es que,en lugar de dejarnos llevar de la negligen-cia o del cuidado de nuestras propias con-veniencias, debemos preferir la alegría devivir de acuerdo con la rectitud de nuestracondición humana y la santidad de nuestravocación sacerdotal. El salmista nos invitaa tender hacia este gran ideal, cuando poneen nuestros labios aquellas palabras: «Ele-gí el camino de la verdad»: Viam veritatiselegi (Ps., 118, 30).

2.- Omnia cooperantur in bonum«Sabemos que Dios hace concurrir todas

las cosas para el bien de los que le aman,de los que, según sus designios, son llama-dos» (Rom., VIII, 28). ¿Y no hemos sido,acaso, nosotros «elegidos» por Jesús? (Jo.,XV, 16).

Hay algunos que se inclinan a creer quela Misa, el breviario y los ejercicios de pie-dad son los únicos medios de que dispone-mos para unirnos a Dios, lo cual es un cri-terio completamente equivocado. Es cier-to que estos actos de religión desarrollan ysostienen nuestra vida interior y avivan ennosotros la convicción de la primacía de losobrenatural y de la pureza de intención enel celo de las almas. Gracias a estas dispo-siciones, el corazón de un sacerdote santoeleva hacia Dios, fortifica y consuela a todoel que se le acerque.

Se suele decir que estos actos son el almade todo apostolado. Pero podemos y debe-mos repetir con San Pablo que todas lasobras de un discípulo de Cristo, aun las másordinarias, cooperan al bien de su alma y lasantifican.

Echemos una ojeada, al llegar a este pun-to, a todo lo que constituye la trama de nues-tra vida y veremos que los deberes de nues-tro ministerio ocupan su mayor parte. Puesbien. Podemos servirnos de ellos para san-tificarnos.

Los actos del ministerio no están orde-nados, por su misma naturaleza, a nuestrasantificación personal, sino a la utilidadespiritual del prójimo. Debemos ver, antetodo, en ellos un medio para consagrarnosal bien de los demás, aunque, indirectamen-te, pueden servir para purificar, iluminar oelevar nuestra alma.

Pero esta consagración al bien de losdemás constituye, sin el menor género deduda, un manantial de méritos y de graciaspara nosotros mismos.

El oír confesiones, el administrar los sa-cramentos, el enseñar el catecismo y el vi-sitar a los enfermos son otras tantas obrasde misericordia para con el prójimo quecontribuyen a aumentar en nosotros la vidadivina. Lo mismo se diga cuando asistimosa los funerales o nos dedicamos a cualquie-ra otra obra parroquial o social. Si los cum-plimos con espíritu de religión, todos es-tos deberes nos santifican.

Muchos de nosotros hacen constante-mente esta caritativa entrega de sus perso-nas a todas las horas del día, y a veces hastala noche, porque son incontables los servi-cios que los fieles de toda edad reclamanconstantemente de nuestro celo. Y si estoes verdad, ¿no será cierto que esta generosi-dad nos acercará más y más a Dios nuestroSeñor?

A esta incansable consagración, debemosañadir otra virtud: la paciencia. Ella haceque nuestras obras, como dice el ApóstolSantiago, sean perfectas: Patientia opusperfectum habet (I, 4). Esta disposiciónnos es particularmente necesaria en lasmúltiples relaciones que tenemos con las

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almas, y contribuye en gran manera asobrenaturalizar nuestra vida. Frecuente-mente nos encontramos con la indiferen-cia o la indocilidad de los unos, o con lahostilidad y el odio de los otros. Pero nun-ca debemos apartarnos de la mansedumbrede Jesucristo. Nos sucederá muchas vecesque las mismas personas que nos rodeansostienen puntos de vista que son opuestosa los nuestros y seremos víctimas de la in-comprensión. ¡Cuántas veces se sientencontrariados nuestro celo y nuestra buenavoluntad!

Pero no por eso debemos descorazonar-nos. Busquemos, más bien, en la pacienciade Jesús la fuerza que sostenga la nuestra.Las virtudes se consolidan cuando aprove-chamos fielmente todas las ocasiones, seanpequeñas o sean grandes, que se nos pre-senten para practicarlas. No se consiguellegar a Dios con estériles lamentos deltiempo perdido ni con bellos proyectos parael porvenir, sino con el cumplimiento exac-to de los deberes actuales que cada día nosseñala.

Para conseguir este propósito, nos ayu-dará mucho el adoptar un «reglamentode vida» y atenernos a él, aunque con la de-bida elasticidad y sin excesiva meticulosidad.

Son muchas las ventajas que se siguen deun ordenamiento racional de la jornada:ahorramos tiempo, cumplimos nuestrosdeberes por espíritu de obediencia a la vo-luntad de Dios, lo cual es de gran impor-tancia y, por fin, este reglamento constitu-ye un remedio eficacísimo contra nuestrapropensión natural a la negligencia y a laociosidad. Vamos a detenernos ahora eneste punto.

Como todos sabemos, hay sacerdotesque están sobrecargados de trabajos, al pasoque a otros les queda mucho tiempo libre.Y la experiencia nos enseña que todos de-ben tener siempre una ocupación seria y

cumplirla con conciencia de su responsa-bilidad.

No hay mayor enemigo para un sacer-dote que la ociosidad: Multam enim mali-tiam docuit otiositas (Eccli., XXXIII, 29).Un sacerdote dado al ocio no tiene regla niorden en sus ocupaciones diarias. Como esincapaz de fijar su atención en ningún asuntoque merezca la pena, pierde miserablemen-te el tiempo y, a veces, hasta se ve apuradopara terminar a su debido tiempo el rezodel breviario. ¿No es verdad que cuando sellega a este estado se convierte uno en pre-sa fácil del enemigo de nuestra salvación?«No fue precisamente cuando estaban de-dicados al trabajo, leemos en un notablesermón atribuido a San Agustín, cuandoSansón, David y Salomón sucumbieron a lassolicitaciones de sus sentidos, sino cuan-do se hallaban ociosos. Pues no nos crea-mos ni más santos, ni más fuertes, ni mássabios que ellos»: Nec sanctiores David, necfortiores Samsone, nec sapientiores Sa-lomone [Sermo, 17, in Append. S. Augus-tini, P.L., 40, col. 1264].

El espíritu de trabajo desempeña un pa-pel muy importante en la santificación delsacerdote. Sin él, las cualidades más bellasy los más ricos talentos quedan completa-mente infructuosos. La utilidad del próji-mo y la misma dignidad de su vida exigende todo ministro de Cristo que se apliqueconstantemente a sacar el mayor partido deltiempo.

La ley del trabajo es una ley universal. Atodos nos conciernen aquellas palabras queel Señor dijo a Adán: «Comerás el pan conel sudor de tu frente» (Gen., III, 19).

Jesús, el nuevo Adán, que es nuestro úni-co modelo, ha querido experimentar en símismo todas las condiciones penosas denuestra existencia, a excepción del peca-do: Tentatus autem per omnia, pro simili-tudine, absque peccato (Hebr., IV, 15). Ladura necesidad del trabajo ha pesado sobre

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Él lo mismo que pesa sobre todos noso-tros. Él se sometió gustosamente a estedecreto de su Padre. Por eso, durante suvida mortal, le tenían por «un hijo de obre-ro»: Nonne hic est fabri filius? (Mt., XIII,55).

Imitemos gustosamente el trabajo de Je-sús, de María y de José en su casa de Naza-ret. No desdeñemos, si las circunstanciaslo exigen, añadir el trabajo manual a lasocupaciones propias de nuestro ministerio.Acordémonos también del ejemplo de SanPablo: «Vosotros sabéis, les decía a los fie-les de Efeso, que a mis necesidades y a lasde los que me acompañan han suministra-do estas manos» (Act., XX, 34). Y en otrolugar: «Con afán y con fatiga trabajamos díay noche, para no ser gravosos a ninguno devosotros» (II Thes., III, 8). Son muchos lossantos que, desde el tiempo del Apóstolhasta nuestros mismos días, se santifica-ron por el trabajo manual más humilde.

Hay quienes creen que los únicos quemerecen el nombre de trabajadores son losque empuñan la azada o manejan la paleta dealbañil. Para ellos, el arquitecto que hacelos planos y el patrono que lleva la direcciónde la fábrica y organiza la distribución delos productos son geste ociosa. Y son mu-chos los que en nuestros días aplican losmismos criterios a los que ejercen un mi-nisterio de orden espiritual. Pero la expe-riencia nos dice cuán equivocados están,porque bien sabemos que los trabajos delespíritu y los del ministerio sacerdotalson las más de las veces mucho más pe-noso y agotadores que los trabajos ma-nuales.

Entre los trabajos intelectuales a los cua-les os podéis dedicar, debéis preferir el es-tudio de la teología y de la Sagrada Escri-tura: Nostræ divitiæ sint, in lege Dominimeditari die ac nocte, nos dice San Jeró-nimo. Y añade en otro lugar: Ama scientiamScripturarum, et carnis vitia non amabis

[Epistolæ, 30 y 125, P. L., 22, col. 442 y1078].

Para prepararse seriamente al ministe-rio de la palabra no hay cosa mejor queel estudio que dedicamos a conservar losconocimientos bíblicos y teológicos queadquirimos en el seminario. Y aun prescin-diendo de esta ventaja, lo cierto es que lacompetencia en las ciencias sagradas y aunen las profanas, eleva el nivel de nuestravida y aumenta la eficacia de nuestro apos-tolado.

Para la misma práctica de la virtud y paraque, de cuando es cuando, pueda descansarde sus tareas, es necesario que el sacerdo-te establezca en su reglamento de vida al-gunos ratos de recreo y de solaz. Pero im-porta muchísimo para su santificación quelos elija con prudencia, porque hay diver-siones que son lícitas para los seglares,pero que son incompatibles con nuestradignidad sacerdotal.

Abramos nuestros corazones a la con-fraternidad y a la amistad de nuestros co-legas en el sacerdocio: Frater qui adjuva-tur a fratre quasi civitas firma (Prov., XVIII,19). Sobre todo, cuando nos sentimos ago-biados por la soledad, debemos acudir a unhermano en el sacerdocio para abrirle depar en par nuestra alma. ¿No es, acaso, ver-dad que el mismo Jesucristo en el huertode los olivos confió sus angustias a sus dis-cípulos? El contar nuestras cuitas a un ami-go fiel puede, a veces, servirnos de auxiliobienhechor, y otras, aun de necesario con-suelo. Pero, con todo, no debemos con-fiar exclusivamente en los consuelos hu-manos, sino que, principalmente, debemosbuscar en Dios nuestra fortaleza y nuestraalegría.

3.- «Arraigados en la caridad»En el orden de la actual Providencia, el

hombre no tiene otro último fin que el de

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la posesión del cielo, donde gozará de lavisión beatífica. Por eso, lo que más le im-porta en esta vida es tender hacia ese fincon todas las fuerzas de su libre actividad.

La caridad es la virtud que nos hace amara Dios como a nuestro supremo bien y laque orienta hacia Él todas nuestras accio-nes. Esta orientación es la que les da a nues-tras acciones todo su valor sobrenatural.Por eso, decía San Pablo: «Si tuviere tangran fe que trasladase los montes…, y serepartiere toda mi hacienda y entregare micuerpo al fuego; no teniendo caridad, nadame aprovecha» (I Cor., XIII, 3). San Fran-cisco de Sales expresaba también esta mis-ma verdad en su lenguaje característico:«Un papirotazo tolerado con dos onzas deamor vale más que el martirio soportadocon una sola onza».

No basta que el hombre sirva al Señor ycumpla sus deberes por un sentimiento dedecencia humana o de puntualidad natural,sino que en todas sus acciones, lo mismoen las ordinarias que en las más importan-tes, debe poner su mirada fija en Dios, conla intención de hacer su voluntad y agradar-le en todo.

Aunque no podamos conservar constan-temente el pensamiento actual de la pre-sencia de Dios, podemos, no obstante, ele-varnos a Él de vez en cuando por medio deactos de amor y realizar lo que dice SanJuan: «El que vive en caridad, permaneceen Dios y Dios en él» (I Jo., IV, 16).

La estupenda consecuencia que de estadoctrina se deduce puede enunciarse en lossiguientes términos: cuando la caridad haechado bien sus raíces en un alma, lo que me-nos importa para nuestra santificación es elgénero de acciones en que nos ocupamos.

Voy a explicarme.¿Cuál es la razón de la diferencia que

existe entre los santos y las almas vulga-res? ¿Acaso la naturaleza de sus ocupacio-

nes? Es evidente que no. Nosotros los sa-cerdotes realizamos durante nuestra vidamuchísimas acciones sublimes y llegamos,quizás, al fin de nuestra carrera cuando to-davía estamos muy lejos de haber alcanza-do la meta de la santidad. Por el contrario,vemos que algunos simples fieles, comouna María Taigi, o un Mateo Talbot, carga-dor de los muelles de Dublín, que consu-mieron su vida en oficios rudos y humil-des, eran realmente santos. ¿Dónde está,pues, la diferencia? En el amor. El amor,que iba desprendiendo más y más sus al-mas de cuanto no era Dios, hizo el milagrode que sus vidas, en apariencia vulgares,fuesen realmente un himno de alabanzaininterrumpido y una oración incesante.

Mirad a Nazaret y veréis que las ocupa-ciones de María y de José en nada se dis-tinguían de las de la gente humilde. Y, sinembargo, cualquiera de ellas daba a la Tri-nidad una gloria incomparable. Y esto, nosolamente por la eminente dignidad deMaría y de su esposo, sino porque realiza-ban sus acciones todas con el amor másperfecto.

Esto demuestra la importancia capitalque la caridad tiene en la vida espiritual.

A veces, sin embargo, nos sentimos ten-tados a creer que, si tuviéramos que des-empeñar tal función, o si, por el contrario,pudiéramos desembararnos de tal cargo, onos viéramos libres de la presencia de talpersona que tanto nos molesta, avanzaría-mos mucho más rápidamente por el cami-no de la virtud.

Esta es una tremenda ilusión, porque, enrealidad, estos pretendidos obstáculos noson sino otros tantos escalones que debenayudarnos a elevarnos a Dios, porque, co-mo acabamos de decir, la esencia de la per-fección no depende ni del cargo que ocu-pamos ni de las circunstancias que nos ro-dean, sino de la virtud de la caridad que debeser el móvil de nuestras acciones.

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La experiencia nos enseña, sin embargo,que son muy contadas las almas que hanllegado tan lejos en el camino del amor,que no tienen otro móvil para su conductaque el de la caridad sobrenatural. La ma-yoría de las veces experimentamos la ne-cesidad de un apoyo humano. Las contra-dicciones, las dificultades y la cruz no cons-tituyen por sí mismas un medio infaliblede santificación. El alma cristiana necesi-ta mucha luz, mucha fortaleza y mucha ge-nerosidad para recibirlas como venidas dela mano de Dios y para soportar la pruebasin caer en el desaliento.

El director de conciencia no puede, engeneral y de una manera continua, exigirque el alma fiel realice todo aquello que élcree que es útil para su progreso espiri-tual, porque, sin perder nunca de vista elideal de perfección hacia el que debe ten-der el alma, ha de tener la prudencia nece-saria para atender a las particularidadescondiciones de debilidad de cada una y deltiempo que es necesario para el desarrollode su crecimiento espiritual.

La caridad, como bien lo sabemos, nosviene de Dios. Ella es la insigne prerroga-tiva de los hijos adoptivos. ¿No es verdadque Jesús, nuestro divino modelo, sólo vi-vía de amor? Siempre tenía su mirada fijaen el Padre, para que toda su actividad hu-mana estuviera siempre de acuerdo con loque era de su mayor agrado: Quæ placitasunt ei facio semper (Jo., VIII, 29).

Sigamos el consejo de San Pablo, y«arraiguemos también nosotros nuestrasalmas en la caridad»: In caritate radicati(Eph., III, 17); «hagamos todas nuestrasobras en caridad»: Omnia vestra in cari-tate fiant (I Cor., XVI, 14). El santo obis-po de Ginebra dice que es absolutamentenecesario que la caridad domine todas lasactividades de nuestra vida: «No debemostener otra ley ni otra sujeción que la delamor» [Œuvres de Saint François de Sa-

les, XIII (vol. III des Lettres), éd. d’Annecy,pág. 184]. Para que podáis alcanzar un idealtan elevado como es éste, os voy a dar elsiguiente consejo: renovad con frecuenciadurante el curso de cada jornada, pero sinfatigaros por ello, la intención de hacertodas las cosas sólo por amor. Formuladesta intención con una plegaria. Emplead,por ejemplo, un versículo del salmo:Diligam te, Domine, fortitudo mea (Ps.,17, 1); o esta inspiración de San Agustín:Fac, me, Pater, quærere te [Soliloquia, I, 6.P. L., 32, col. 872]; o, también, aquella ora-ción de Prima: Dirigere et sanctificare…Cada uno puede seguir en esto la mocióndel Espíritu Santo. Pero no olvidéis que enla vida espiritual no se consigue nada quesea duradero si no se tiene perseverancia.

Y si me preguntáis cuál es, en última ins-tancia, la razón de esta importancia primor-dial que tiene la caridad, os diré que es, por-que Dios, en su vida íntima, es amor: Deuscaritas est (I Jo., IV, 8). El Padre engendraa su Verbo y tiene en Él todas sus compla-cencias. Como el Hijo, a su vez, contem-pla al Padre y se entrega a Él con todo suinfinito impulso. De su mutuo amor pro-cede el Espíritu Santo. Y por eso, precisa-mente, tanto más se acercará nuestra vidaa la plenitud de la perfección cuanto me-jor reproduzca con ayuda de la virtud de lacaridad la vida misma de la Santísima Tri-nidad.

4.- In nomine Domini Jesu ChristiPara conseguir que la caridad domine toda

nuestra vida, es absolutamente necesario quevivamos en unión con Jesucristo.

Así nos lo dice San Pablo: «En todo crez-camos en la caridad, llegándonos a Aquelque es nuestra cabeza, Cristo» (Ephes., IV,15). Y lo mismo nos enseña en otro lugar:«Y todo cuanto hacéis de palabra o de obra,hacedlo todo en el nombre del Señor Je-

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sús, dando gracias a Dios Padre por Él»(Col., III, 17).

Procuremos comprender todo el alcan-ce de este pensamiento del Apóstol.

Tomemos el ejemplo de un embajador.El puede obrar, bien sea como persona pri-vada y a título propio, como cualquier otrohombre, o bien en calidad de legado. Eneste segundo caso, no deben tenerse encuenta sus méritos y dones personales, sinolas de la autoridad del soberano, cuya dig-nidad representa y encarna. Pero esta iden-tificación que existe entre el soberano ysu embajador es una identificación pura-mente externa y circunstancial.

Muy distinta es la unión que existe entreCristo y nosotros, ya que nos ha hecho su-yos para siempre. Nuestras cartas creden-ciales las llevamos escritas en lo más ínti-mo del alma y valen para toda la eternidad.Estas cartas son la gracia santificante, elcarácter del bautismo y el de la ordenaciónsacerdotal. Estos dones divinos dan testi-monio en lo más profundo de nuestro ser,de una manera irrecusable y permanente,de que pertenecemos a Jesucristo.

Las palabras del Apóstol: «Todo cuantohacéis»…, tienen un profundo sentido. Noson solamente un consejo para que, antesde ponernos a hacer cualquiera cosa, pro-nunciemos la fórmula «En nombre de nues-tro Señor Jesucristo», sino la más claraafirmación de que, tanto cuando oramoscomo cuando trabajamos y, sobre todo,cuando nos dedicamos a nuestros ministe-rios, tenemos el derecho de presentarnosante Dios con el legítimo orgullo de sermiembros de Cristo y ministros de su sa-cerdocio. Ahí reside el secreto que nos ase-gura que seremos siempre escuchados pornuestro Padre y nos garantiza la fecundi-dad de nuestro apostolado con las almas.

Todo sacerdote tiene el privilegio de ha-blar con Dios y de tratar con Él «en nom-

bre de Jesucristo», apoyándose en su dig-nidad y en sus méritos; pero hay quienespierden de vista esta prerrogativa, porqueles falta la debida fe. Cuanto más prescin-damos de nosotros mismos al presentar-nos ante el Señor, mejor comprenderemosel misterio de Cristo. Y la razón de elloestriba en que esta confianza sin límites enlos méritos del Salvador es la mejor prue-ba de cuán arraigada es nuestra fe en su di-vinidad.

Dice a este propósito el Apóstol San Juanes una de sus epístolas: «Si aceptamos eltestimonio de los hombres, mayor es el tes-timonio de Dios, que ha testificado de suHijo»: Qui credit in Filium Dei habet tes-timonium Dei in se (I Jo., V, 9-10). Lo cualviene a demostrar que la fe en la divinidadde Jesús nos hace partícipes del mismo co-nocimiento personal del Padre: en la ge-neración eterna del Verbo, el Padre le con-templa como a su Hijo, consustancial eigual a Él. Por eso, nuestra fe en la divini-dad de Jesucristo es el eco de la vida mis-ma del Padre.

Creed, pues, con toda la firmeza de vues-tra alma, que el Hijo de Dios os pertenececon todos sus méritos y con todo el crédi-to de que goza su divina persona. San Pa-blo expresaba así su jubilosa admiraciónpor la grandeza de este don: Quomodo nonetiam cum illo omnia nobis donavit (Rom.,VII, 32). No encontraba palabras que fue-ran lo suficientemente expresivas para pro-clamar «la incalculable riqueza de Cristo»(Ephes., III, 8), porque vio «hasta tal puntofuimos en Cristo enriquecidos en todo, queno nos falta ninguna gracia»: Ita ut nihilvobis desit in ulla gratia (I Cor., I, 5 et 7).

¡Qué hermosa es nuestra vida de fecuando la comprendemos de esta mane-ra! La pena es que en muchos cristianosestá completamente dormida esta espe-ranza viva en la persona y en los méritosde Cristo y para ellos es algo descono-

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cido el presentarse ante el Padre, «ennombre de Jesucristo», apoyándose en sutítulo de bautizados y de hijos de Dios porobra de Jesús. Por eso, nosotros, a pesarde nuestra miseria y de nuestra indignidad,debemos tener una santa audacia para acu-dir al Señor.

Hay un medio sencillo y eficaz para ale-jar de nuestra vida el peligro del natura-lismo y consiste en que recordemos cómoJesús santificó en su persona todas las ac-ciones que componen la trama de nuestrapobre existencia de aquí abajo. Al igual quenosotros, Él rezó y trabajó y trató con suscontemporáneos y se sentó a la mesa conellos. En sus correrías apostólicas, «des-pués de una larga caminata, se sentía fati-gado»: Fatigatus ex itinere, sedebat sicsupra fontem (Jo., IV, 6). Cuando la tem-pestad del lago, hubieron de despertarle desu sueño los gritos de alarma de sus discí-pulos. Los sentimientos de su corazón eransemejantes a los nuestros: amaba sincera-mente a los suyos; su alma experimentó latristeza y la angustia; sufrió la ingratitud y,sobre todo, a la hora de su pasión, el dolorse cebó en su alma más allá de todo límite.

Jesús realizó todas estas acciones mo-vido de un amor inefable hacia Dios y ha-cia los hombres y en cada una de ellas nosmereció la gracia de que podamos imitarsu conducta y participar de su amor. De-béis estar íntimamente persuadidos de queel divino Maestro no desea otra cosa quecomunicar a sus miembros, y en especial asus sacerdotes, la fuerza necesaria para se-guir su ejemplo.

La misma práctica de la vida sacerdotales una invitación apremiante para que, enalgún modo, continuemos practicando lasmismas virtudes que Él practicó. En efec-to, al igual que Jesús, nosotros consagra-mos nuestra existencia a reivindicar entrelos hombres los sagrados derechos de Dios

y a procurar que su nombre sea glorifica-do. Mediante el sometimiento a las obli-gaciones propias de nuestro estado, imita-mos la obediencia con que el Salvador aca-tó en toda ocasión la voluntad del Padre.Nuestra vida de sacrificio, de paciencia yde castidad no viene a ser otra cosa que unareproducción de sus ejemplos.

Nunca se puede decir que estamos solosen medio de nuestros trabajos, de nuestraspenas y de las dificultades que se nos pre-sentan a cada paso. Jesús nos asiste desdefuera, como modelo que es de toda santi-dad; y, lo que es más, nos asiste desde den-tro, porque es la fuente de nuestra vida. ¿Nosomos, por ventura, los «dispensadoresacreditados de su gracia», «sus legados cer-ca de los hombres»? (II Cor., V, 20). Siem-pre que realizamos un acto de nuestro mi-nisterio, «lo ejercemos con poder que Diosotorga»: Tamquam ex virtute, quam admi-nistrat Deus (I Petr., IV, 11). Cristo nos haescogido, y se complace en mirarnos comosi fuésemos otros Cristos y su mayor de-seo es que penetremos cada vez más en elmisterio de esta asimilación y de esta unióncon Él. ¡Ojala que este pensamiento se apo-dere de nuestras almas, porque es un ma-nantial de viva alegría y de celo fecundo!

Pongamos a Jesucristo en medio de nues-tro corazón. Ya que todas las mañanas ce-lebramos los santos misterios y comulga-mos con su mismo Cuerpo y Sangre, estecentro divino debe ser el punto de partiday la suprema aspiración de toda nuestra ac-tividad.

5.- Christus dilexit Ecclesiam…Dios quiere que aspiremos a alcanzar la

santidad no es un individualismo aislado,sino dentro de la unidad del cuerpo místi-co de Cristo.

Somos miembros de este cuerpo por elmero hecho de ser cristianos; pero, en vir-

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tud de nuestro sacerdocio, tenemos la res-ponsabilidad y el deber de vivificarlo porla gracia de los sacramentos y por el mi-nisterio de la predicación. Si la Iglesia nossuministra los medios necesarios paranuestra santificación personal, es eviden-te que ésta debe contribuir al bien de todala Iglesia. En el Cuerpo Místico, la santi-dad se irradia de Cristo a todos sus miem-bros y de sus ministros a todos los fielesque les están confiados. El sacerdote tie-ne, por consiguiente, la obligación de san-tificarse para beneficio de la comunidad.

Debe, pues, imitar cada día más y mejoral divino Maestro, de quien dijo San Pa-blo: «Cristo amó a la Iglesia»: dilexit Ec-clesiam, «y se entregó por ella»: tradidit se-metipsum pro ea. ¿Por qué se entregó has-ta el sacrificio de la cruz? «A fin de pre-sentársela a Sí gloriosa, sin mancha o arru-ga…, sino santa e intachable» (Ephes., V,25, 27).

Para que el sacerdote se santifique conmiras a la utilidad de los demás necesitatener una fe muy acendrada en la Iglesia.

Es indudable que el fundamento de todanuestra vida espiritual lo constituye la feen la divinidad de Jesucristo; pero, para quesea del todo perfecta, esta fe debe exten-derse de la persona del Salvador a la so-ciedad visible que Él fundó para llevar a loshombres a la consecución de su felicidadeterna.

Si creemos en Jesucristo, verdadero Dios,debemos creer también en la realidad divi-na de su Iglesia.

Esta fe nos recuerda cuán íntimo y vitales el nexo que existe entre Cristo y su Igle-sia. San Pablo compara esta unión a la queexiste entre la cabeza y los miembros y ala del esposo con su esposa (Ephes., V, 30,32). La Iglesia perpetúa en el mundo la mis-ma misión del Salvador y lleva a feliz tér-mino su obra redentora. Como que es elmismo Jesús el que sigue actuando en ella.

Antes de subir a los cielos proclamó abier-tamente y de modo irrefragable la indiso-lubilidad de su unión con ella: «Yo estarésiempre con vosotros hasta la consuma-ción del mundo» (Mt., XXVIII, 20).

Esta fe en el carácter sobrenatural de laIglesia implica, además, una adhesión to-tal a su «constitución divina». No son ni elpensamiento humano ni las circunstanciasde la historia las que han dado origen a lajerarquía, al poder de orden y de jurisdic-ción, a la soberanía del Romano Pontífice,al sacrificio eucarístico y a los demás sa-cramentos, sino que su aparición se debe ala realización temporal de un propósito pre-concebido y decretado por la Sabiduríaeterna. No tenemos el menor reparo enadmitir que el Señor ha querido servirsedel concurso de los hombres y ha acepta-do su colaboración en las distintas fasesdel desarrollo orgánico de la Iglesia, y enla elaboración de las fórmulas doctrinales;pero teniendo siempre en cuenta que Él esquien ha dirigido esta evolución por me-dio de la acción incesante del Espíritu San-to que vivifica el Cuerpo Místico: Spiritumvivificantem.

Si tenemos una fe firme en la divinidadde la Iglesia, se nos hará fácil pensar, juz-gar, querer y obrar de acuerdo con lo queella piensa, juzga, quiere y obra: Sentirecum Ecclesia. Tal es el «homenaje» y «laobediencia a la fe» que tanto recomiendael Apóstol: Obsequium fidei… Obeditiofidei (Philip., II, 17; Rom., XVI, 26).

Dios exige esta sumisión a todos loscristianos, pero de un modo especial a lossacerdotes. Como sabéis, los protestantesno admiten esta renuncia a la libertad delespíritu que se exige a los creyentes, sinoque profesan, por el contrario, la doctrinadel libre examen. Son como el naveganteque quiere orientarse en medio del océanosin brújula, tomando a cada momento elrumbo que mejor le plazca para no com-prometer el ejercicio de su plena autono-

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mía. El católico es como el piloto que, paraorientar su navegación, se sirve de este ins-trumento. La brújula que le orienta infali-blemente es la autoridad de la Iglesia, quecontrola sus convicciones y dirige su pen-samiento y su acción. Gracias a esta nor-ma, el discípulo de Cristo puede avanzar avelas desplegadas, sin temor a chocar con-tra los arrecifes del error. El protestantetiene libertad…, pero para extraviarse ynaufragar.

La fe viva es un manantial de acción.Por eso, nosotros los sacerdotes no debe-mos ahorrar ningún esfuerzo para exten-der el reino de Dios y el de su Iglesia. Con-sagrémonos, pues, esforzadamente al cui-dado de la porción del redil que se nos haconfiado. La Iglesia es «Madre»: Mater Ec-clesia. Ella ha recibido de Dios la misiónde engendrar a todos los hombres a la vidasobrenatural y a procurar su crecimientoen la misma. Pero no puede realizar estamaravillosa obra de fecundidad sin la ayu-da de sus sacerdotes. A vosotros os corres-ponde la tarea de obrar este renacimientode las almas y de procurar su desarrollo ycrecimiento hasta que se conviertan en imá-genes vivas de Jesucristo por medio de laadministración de los sacramentos, por elministerio de la predicación y por la irra-diación de vuestra caridad. Gracias a esteapostolado que vosotros ejercéis en nom-bre de la Iglesia podéis hablar a vuestrasovejas sirviéndoos de las mismas palabrasde San Pablo: «Quien os engendró en Cris-to por el Evangelio soy yo (I Cor., IV, 15),y de aquellas otras del mismo Apóstol:«¡Hijos míos, por quienes sufro de nuevodolores de parto, hasta ver a Cristo forma-do en vosotros!» (Gal., IV, 19).

Nada hay que estimule tanto al don de símismo como la seguridad de alcanzar eltriunfo final. Si la Iglesia es divina, pode-mos abrir nuestros corazones a una espe-ranza sin límites. Y Cristo ha dicho de su

Iglesia: «Las puertas del infierno no pre-valecerán contra ella» (Mt., XVI, 18).

Esta divina promesa debe producir ennuestras almas la certeza de una victoriadefinitiva. Hay algunos que ponen en dudaen nuestros días que la Esposa de Cristotenga virtud para redimir a todos los hom-bres, porque la creen poco adaptada a lasaspiraciones de nuestro tiempo. Pero no-sotros los sacerdotes debemos confiarsiempre en la Iglesia, porque el mensajedel Evangelio, del que nosotros somos por-tadores en su nombre, contiene el recursosupremo de la salvación para todos los hom-bres.

Repitamos con santo orgullo las mismaspalabras que San Pablo escribía a los ro-manos: «Yo no me avergüenzo del Evange-lio, que es poder de Dios para la salud detodo el que cree»: Non erubesco Evange-lium; virtus enim Dei est in salutem omnicredenti (I, 16).

En la Cena, después de haber instituidoel sacerdocio, Jesucristo dijo: «Y Yo porellos me santifico –es decir, Yo me separodel mundo para ofrecerme en sacrificio yunirme plenamente a Vos– para que ellos seansantificados por la verdad» (Jo., XVII, 19).

Al hacer esta oración en presencia de susdoce apóstoles, el pensamiento de Jesússe dirigía a todos nosotros, los sacerdotesde todos los tiempos, y a toda su Iglesia.Si Él se ofrecía como víctima sagrada, eracon el fin de hacer a cada alma en particu-lar y a toda la Iglesia en general participan-tes de su misma santidad.

Jesús nos ha distinguido con una voca-ción especial para que, al santificarnos anosotros mismos, santifiquemos tambiéna la Iglesia en Cristo. Empleemos todo elardor de nuestro celo en corresponder conla debida generosidad a esta vocación, que,si es, por una parte, nuestra misión más su-blime, es, por la otra, el medio más eficazy seguro para lograr que sobre todo nues-

IIª Parte – La obra de la santificación sacerdotal

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tro ministerio descienda abundantemente elrocío fecundo de las bendiciones divinas.

XVIII

La Virgen Maríay el sacerdote

María es Reina y Madre de todos loscristianos, y en especial de los sacerdo-tes. Por la semejanza que tienen con su di-vino Hijo, ve a Jesús en cada uno de ellos.Y la Virgen los ama no solamente porqueson miembros del Cuerpo Místico, sinotambién por el carácter sacerdotal que lle-van impreso en su alma y por los santosmisterios que celebran in persona Christi.

Nadie ha comprendido como ella la mi-sión que ejerce en la Iglesia el sacerdocio.¿No es cierto que el sacerdote continúa enla tierra la obra de su Hijo por medio delministerio de la predicación, de la admi-nistración de los sacramentos y, principal-mente, con la inmolación de la divina víc-tima bajo los velos de las sagradas espe-cies? Pues el más vivo deseo de María esel de ayudarnos, sosteniendo nuestra fra-gilidad y elevando nuestra alma.

Debemos estar íntimamente persuadidosde que es utilísimo encomendarnos fre-cuentemente, tanto cuando celebramos lasanta Misa como en todas las ocasiones denuestra vida, a la poderosa intervención denuestra Madre celestial. Por lo mismo queconoce tan bien la dignidad de nuestro sa-cerdocio, sabe cuán necesario nos es elauxilio de la gracia.

Aunque no conoció el pecado ni estuvosujeta a las miserias de los demás morta-

les, se puede afirmar, sin embargo, que Ma-ría fue objeto de las mayores misericor-dias de parte de Dios, no ciertamente paraperdonarla, sino para preservarla de todamancha. Y María, a su vez, se muestra llenade condescendencia para con nosotros:Salve, Regina, Mater misericordiæ.

No es empresa fácil hablar de la VirgenMaría, porque lo que de ella se puede de-cir sobrepasa a cuanto pudiéramos expre-sar con palabras. Vamos, sin embargo, a in-tentar todos juntos considerar brevementelos fundamentos teológicos de nuestra de-voción a María y la manera de ofrecerle unculto filial.

1.- La predestinación de MaríaEn su acepción original, la palabra «de-

voción» significa el don total o parcial desí mismo y de las actividades propias a unapersona o a una obra. Ahora bien, los sa-cerdotes estamos consagrados a Dios y alas cosas de Dios con nuestras personas ycon todas nuestras actividades.

Pero si Dios, en su inmensa bondad, haquerido amar y colmar de honores a una desus criaturas, nuestra devoción a la supre-ma Majestad nos impone el deber de imi-tar su conducta y de rendir a esta criaturaprivilegiada el homenaje de nuestra vene-ración más profunda.

Y bien sabemos que la Santísima Virgenha sido colmada de todas las gracias por laSantísima Trinidad. Sus prerrogativas la hanelevado por encima de todas las demáscriaturas y triunfa ahora en el cielo, a ladiestra de Jesús, como reina de los ánge-les y de los santos.

Para comprender en todo el alcance denuestra fe el culto que debemos tributar aMaría, hay que remontarse hasta el decre-to por el cual el Padre «tanto amó al mun-do, que le dio su Unigénito Hijo» (Jo., III, 16).

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El Hijo de Dios pudo aparecer entre no-sotros, si lo hubiera querido, como hom-bre maduro y perfecto. Hubiera bastado unsimple deseo de su voluntad para revestir-se de una naturaleza como la nuestra, sintener que conocer el seno de una madre.En ese caso, el Salvador no hubiera sidopropiamente «hijo del hombre», aunqueDios era muy dueño de otorgar el perdón acualquiera otra clase de reparación.

Pero, en los arcanos de su sabiduría, es-cogió otro camino y quiso que el redentorde los hombres fuese, a semejanza de ellos,«nacido de mujer»: factum ex muliere(Gal., IV, 4). Y por eso, en el mismo decre-to de la Encarnación Dios incluyó la elec-ción de una mujer bendita entre todas quefuese madre del Salvador y madre de Dios.

Para medir la dignidad incomparable deMaría hay que hacerlo necesariamente a laluz de su predestinación. La Virgen estuvopresente en el pensamiento divino antes quetodas las demás criaturas. Y por eso, la Igle-sia canta de ella: «Túvome Yahvé comoprincipio de sus acciones, ya antes de susobras, desde entonces» (Prov., VIII, 22).¿No es verdad que entre el Verbo encarna-do y ella existe un nexo indisoluble? Enlos planes eternos, la voluntad de Dios sedirige a un mismo tiempo a la maternidaddivina y a toda la obra de la redención.

San Beda expresa en términos precisosesta incomparable y gloriosa dignidad ma-ternal. «Cristo, dice él, no tomó su carnede la nada ni de ningún otro lugar, sino dela Virgen. Si no lo hubiese hecho así, nohubiéramos podido llamar Hijo del hom-bre a Aquél que no tuvo origen humano»[In Luc., IV, 11. P. L., 92, col. 480]. Poreso, dijo el ángel a María: «Darás a luz unhijo»: Paries filium (Lc., I, 31), y por esotambién pudo decir María a Jesús, cuandole encontró en el templo: «Hijo, ¿por quénos ha hecho así?» (Lc., II, 48). Y el mismoJesús, por haber nacido «en carne seme-

jante a la del pecado» (Rom., VIII, 3), «nose avergüenza de llamarnos hermanos»:Non confunditur eos fratres appellare(Hebr., II, 11). No hay lengua capaz de ex-presar la inefable dignidad de la Virgen,cuyo hijo es una persona divina, el mismoque a ella le dio el ser: Genuisti qui te fecit.

Consideremos otro hecho que viene tam-bién a demostrarnos hasta qué punto quisoDios honrar a María. El ángel le anuncia elaltísimo fin para el que ha sido destinada.Pero Dios ha querido contar con el previoconsentimiento de María para investirla dela dignidad de Madre de Dios de tal mane-ra, que, en cierto sentido, se puede decirque el Señor ha subordinado la encarnaciónredentora al fiat de la Virgen. Sólo cuandoella lo pronunció, secundando amorosa-mente los planes de Dios, sólo entoncesel Hijo de Dios se hizo hombre.

De esta admirable manera el Padre hahecho de María la criatura más privilegia-da de toda la creación, ya que en este so-lemne momento de la encarnación puededecirse que todo dependió de ella y todonos vino por ella.

Esta divina maternidad de María es la ra-zón de todas sus insignes prerrogativas: suInmaculada Concepción, su exención detodo pecado, su santificación, que, «comola aurora que se levanta», velut aurora con-surgens [Antífona de la fiesta de la Asun-ción], ha ido en continuo progreso desdela infancia de María hasta el día de su glo-riosa Asunción, cuando fue coronada degloria y de poder a la diestra de Jesucristo.

Como veis, la devoción a la Virgen no esuna devoción más o menos voluntaria, sinoque pertenece a la esencia misma del cris-tianismo. Dejaríamos de ser verdaderosdiscípulos de Jesucristo si no tributáramosa su Madre el respetuoso homenaje quedemanda el misterio de la encarnación. LaIglesia reconoce esta incomparable exce-lencia, tributándole un culto superior al que

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rinde a los demás santos: el culto dehiperdulía.

Cuando, al cantar el Te Deum, los anti-guos monjes de Cluny llegaban a las pala-bras: «Tú, deseando salvar al hombre, tedignaste bajar al seno de una Virgen»: nonhorruisti Virginis uterum, solían inclinar-se profundamente. Si nosotros no imita-mos este gesto, fomentemos al menos ennuestro corazón una profunda veneraciónhacia el estupendo misterio de amor quela Virgen María llevó en su seno.

2.- María es nuestra MadrePor firme que sea este primer cimiento

que hemos puesto a nuestra devociónmariana, vamos a considerar ahora otra delas razones que tenemos para honrar aNuestra Señora: es nuestra Madre. El cul-to que le tributamos como hijos suyos noshace más semejantes a Jesús, que tanto amay venera a su Madre.

«No somos hijos de Dios sólo de nom-bre, sino con toda verdad» (I Jo., III, 1); puesde la misma manera somos hijos de la San-tísima Virgen, ya que este apelativo no esuna metáfora ni una figura, sino la expre-sión de lo que nos enseña la fe.

¿En qué nos fundamos para tener ladichosa certeza de que somos hijos de laReina del cielo?

Sobre todo, en el dogma de nuestra in-corporación a Cristo como miembros desu Cuerpo Místico. Una mujer se hacemadre desde el punto mismo que comuni-ca a otro su misma vida. Ahora bien, ¿dedónde nos viene en el orden sobrenaturalesta vida divina que está destinada no a ter-minar con la muerte como nuestra vidacorporal, sino a revestirse de gloria en laeternidad? Eva nos dio la vida natural con-taminada con el pecado original; pero lavida de la gracia nos vino por María. Maríaes la nueva Eva que, por su predestinación,

está asociada al nuevo Adán. ¡Cuán eficazfue su cooperación a la obra de la reden-ción! Como acabamos de ver, el día de laAnunciación Dios quiso, en cierta manera,subordinar la venida de su Hijo al consen-timiento de María. Desde entonces, la Vir-gen es la criatura privilegiada que comuni-ca a todos los hombres este gran don deDios que es la vida sobrenatural, ya queaceptó la dignidad de la maternidad plegán-dose enteramente a los designios de Diosque desde toda la eternidad la había elegi-do para que fuera madre de Cristo y madrede todos sus miembros.

Por eso, la liturgia canta, transportada dejúbilo: «Pueblos redimidos, cantad a la vidaque se os ha dado por la Virgen»: Vitam da-tam per Virginem, gentes redemptæ plau-dite.

San Agustín expresa la misma idea: «Ma-dre de Cristo en el sentido natural de la pa-labra, María se ha convertido espiritual-mente en «madre de todos los miembros delcuerpo de su Hijo»»: Plane Mater membro-rum ejus, quod nos sumus. ¿Y por qué así?«Porque, por su amor, ha cooperado [consu Hijo] a que nazcan en la Iglesia los fie-les, que son sus miembros»: Quia coope-rata est, caritate, ut fideles in Ecclesia nas-cerentur qui illius membra sunt [De santavirginitate, VI. P. L., 40, col. 399].

Pero será al pie de la cruz, en medio delos dolores de su compasión, cuando Ma-ría será plenamente consagrada madre delgénero humano. Allí es donde puede de-cirse que la Santísima Virgen cumplió elúltimo objetivo de su vida, allí es donderealizó en toda su plenitud el fiat de laencarnación y la misión que le había con-fiado la divina Sabiduría. Asociada a la in-molación de su Hijo y confundida con Élen la llama de un mismo amor, participabade su misma voluntad de sumisión al Padrey de la misma intención de sufrir y de cum-plir los designios eternos. En virtud de esta

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unión moral, puede decirse que María fuecorre-dentora, aunque con entera subordi-nación al que es el único Mediador. Así escomo ella nos ha engendrado a la vida so-brenatural y se ha convertido con toda ver-dad en Madre nuestra.

El mismo Jesús ha querido mostrarnosestas grandes verdades. Trasladémonos enespíritu al Calvario. Desde lo alto de lacruz, donde Él agoniza, ha pronunciado unapalabra sublime, que sólo después de mu-chos siglos se ha llegado a comprender entodo el alcance de su significado. Para elcorazón de una madre siempre son sagra-das las palabras que pronuncia su hijo en eltrance de la muerte. Y María amaba a Jesúscomo nadie le ha amado. Como madre suyaque era y madre adornada y enriquecida contodos los dones de la gracia, amaba a suHijo con toda la intensidad de su inmensocariño.

¿Cuáles fueron las últimas palabras queJesús dirigió a su madre? María estaba juntoa Él al pie de la cruz, mirando de hito enhito al rostro de su Hijo y recogiendo to-das sus palabras: «Padre, perdónalos…»(Lc., XXIII, 34). «Hoy estarás conmigo enel paraíso…» (Ibid., 43). Luego que hubodicho esto, Jesús fijó sus ojos en ella y enel discípulo amado y pronunció estas pala-bras: «Mujer, he aquí a tu hijo» (Jo., XIX,26).

Estas solemnes palabras de Jesús consti-tuyeron para María un testamento de in-comparable valor.

Nosotros podemos ver representadas enSan Juan a todas las almas fieles que desdeaquel punto iban a tener por madre a la Vir-gen María. Pero no debemos olvidar queel Apóstol San Juan fue ordenado sacerdo-te el día anterior en la última Cena y que,por este título, San Juan representaba deuna manera especial a todos los sacerdo-tes de todos los tiempos. ¡Qué cosa másgrata es para nosotros pensar que, en la hora

de su muerte, la más solemne de todas,Jesús se dirigió a nosotros y nos confió asu madre en la persona de su discípuloamado!

Al aceptar nuestra condición de hijos deMaría, entramos plenamente en los desig-nios misericordiosos del Señor. ¿No esverdad que el Padre nos «predestinó a serconformes con la imagen de su Hijo?:prædestinavit nos conformes fieri imagi-nis Filii sui (Rom., VIII, 29).

Estas palabras se refieren a todos loscristianos, pero de un modo especial a lossacerdotes. En virtud de la ordenación, laperfección sacerdotal consiste en que re-produzcamos en nuestra vida, con mayorperfección que el resto de los fieles, la ima-gen de Jesucristo.

Jesucristo es esencialmente Hijo deDios e Hijo de María. Si no fuera el Verboconsustancial al Padre, no sería Dios; y sino fuera el fruto de las entrañas de la Vir-gen, consubstantialis matri, como diceSan Beda, no sería el mediador que, en nom-bre de sus hermanos, satisfizo por los pe-cados y nos mereció todas las gracias. Nopodemos imitar enteramente a Cristo si nosomos, como Él, hijos de Dios, aunqueadoptivos, al mismo tiempo que hijos deMaría. Como veis, Jesús desea compartircon nosotros todo cuanto Él tiene de mássublime y aún todo cuanto es.

Puesto que hemos sido asimilados aCristo por el bautismo y más aún por la or-denación, confirmemos esta gracia llenan-do nuestro corazón de respeto, de confianzay de devoción a la Santísima Virgen y es-forzándonos por mostrarnos siempre comobuenos hijos de tan buena madre, apren-diendo del ejemplo que Jesús nos dio elprimero.

Nada más consolador para un alma sacer-dotal que saber que la veneración y el amorque profesamos a la Virgen María es un

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excelente medio para llevar hasta su últimaperfección nuestra asimilación a Jesús.

3.- La dispensadora de las graciasEl poder que tiene la Virgen en la dis-

pensación de las gracias constituye unnuevo fundamento de nuestra devociónmariana.

Bien sabemos que, como nos enseña SanPablo, «porque uno es Dios, uno tambiénel mediador de Dios y los hombres, elhombre Cristo Jesús» (I Tim., II, 5). Tal esel orden establecido por Dios.

Pero subordinándolas totalmente a lamediación de Cristo, a sus méritos y a suacción eficaz sobre las almas, Dios ha que-rido establecer en nuestro favor otras me-diaciones que nos faciliten el acceso almundo sobrenatural. A esto obedece el ca-rácter y el papel de intermediario que tie-ne la Iglesia visible; y a esto obedece tam-bién el privilegio de mediación que ha sidootorgado a la Santísima Virgen y el valorde intercesión que tienen los santos.

María fue la Reina de los mártires, pues-to que ella participó más que ningún otrode los sufrimientos y de las humillacionesde Jesús. Por eso se le pueden aplicar, guar-dadas las debidas proporciones, aquellaspalabras que San Pablo dice de Jesús: «Diosla exaltó, exaltavit illam, y le otorgó un nom-bre que está sobre todo nombre» (Philip., II,9). La glorificó más que a los ángeles y alos santos y la hizo Reina de los cielos ydistribuidora de los tesoros de su gracia.

Como sabéis, muchos teólogos opinanque es la medianera de todas las gracias.Dios no ha querido darnos a su Hijo sinopor ella; y por eso quiere también que to-das las gracias nos vengan por ella. Comoha dicho tan egregiamente Bossuet: «Unavez que Dios ha decidido darnos a Jesu-cristo por María, no cambiará nunca esteorden que ha establecido, porque Dios no

se arrepiente de sus dones. Es un principiode constante actualidad, que, una vez quehemos recibido por el amor de María elprincipio universal de todas las gracias,siempre continuaremos recibiendo por sumediación las diversas aplicaciones en losdiferentes estados que integran la vida cris-tiana» [Œuvres oratoires, «Ed. Lebarq», V,pág. 609].

Esto nos demuestra porqué el Señor secomplace en que invoquemos a su Madrecomo mediadora de sus perdones y de susbeneficios. Ella es nuestra abogada cercade su misericordia. Sus oraciones y susméritos interceden sin cesar a favor nues-tro, hasta el punto de que la piedad cristia-na se gloría desde hace siglos en procla-mar que ella es «omnipotente por sus sú-plicas»: Omnipotentia suplex.

Siempre que nos postramos a los pies deNuestra Señora, podemos decirle: «Miradque soy sacerdote…» «Vuelve a mí esostus ojos misericordiosos». María ve en no-sotros no solamente un miembro del Cuer-po Místico de su Hijo, sino también un mi-nistro de Jesús que participa de su sacer-docio. Ella ve en nosotros a su mismo Hijoy no puede rechazarnos, porque equivaldríaa rechazar al mismo Jesús. Por eso, noso-tros los sacerdotes podemos repetir siem-pre con mucha mayor confianza que lossimples fieles: «Jamás se ha oído decir queninguno de los que han acudido a vuestraprotección, o reclamado vuestro auxilio,haya sido abandonado de Vos» [Memo-rare].

Si alguna vez os sentís abrumados porvuestra miseria, recordad también lo quedice San Bernardo: «Si se levantan vientosde tentaciones…, llama a María. Si, con-fuso a vista de la fealdad de tu conciencia,aterrado ante la idea del horror del juicio,comienzas a ser absorbido en la sima sinfondo de la tristeza, en el abismo de la des-esperación, piensa en María, invoca a Ma-

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ría» [Homilía 2ª Super Missus est. P. L.,183, col. 70].

No ignora Nuestra Señora que todo cuan-to tiene lo ha recibido por gracia y privile-gio y que todos los favores que lleva apa-rejados la sublime dignidad de su predes-tinación son un efecto de las bondades di-vinas. La Trinidad la eligió para que fueseMadre del Verbo encarnado. Su InmaculadaConcepción es como una diadema con quequiso adornarla desde el primer instante enque entró en este mundo, por los méritosde la pasión y muerte de su Hijo, previstosdesde toda la eternidad en los planes divi-nos: Ex morte Filii sui prævisa, como loproclama la Iglesia en la oración de la fiestadel 8 de diciembre. Si la Virgen no fue man-cillada por el pecado y si la corriente que atodos nos envuelve en sus olas cenagosasno llegó hasta ella, fue únicamente debidoa una disposición enteramente gratuita dela divina misericordia.

La Virgen María tenía plena concienciade que era objeto de un inmenso amor porparte de Dios: Benedicta inter mulieres, ydaba incesantes gracias al Señor por haberparado mientes en «la humildad de su sier-va» y por haber realizado en ella grandescosas (Lc., I, 48-49).

Por eso sabe nuestra Madre hasta quépunto nos es necesaria la gracia a nosotros,pobres pecadores, que somos tan débilespor naturaleza. ¿Cómo iba a poder nuestraalma, sin la ayuda de la gracia, viviendocomo vive en contacto tan frecuente conel mundo, mantenerse en la atmósfera so-brenatural que le es indispensable al quees ministro de Jesucristo?

Tengamos, pues, una confianza inmensay filial en la mediación de la Santísima Vir-gen. Acudamos a su patrocinio para presen-tar a Dios nuestras oraciones y buenasobras. Cuando en el ejercicio de nuestroapostolado nos encontramos con almas rea-

cias, dominadas por el orgullo o víctimasde la desesperación, con almas por las queparece que nada queda ya por hacer, porquehemos agotado todos los recursos, con-fiémoslas a María.

4.- Nuestra devoción a MaríaPuede decirse, en términos generales,

que la devoción del sacerdote a la Santísi-ma Virgen consiste en comportarse conella de la misma manera que lo hizo Jesu-cristo.

¿Cuál debe ser la práctica fundamen-tal de nuestra devoción?

La Santísima Trinidad eligió libérrima-mente a Nuestra Señora para que fuese lamadre de Jesucristo. También nosotrospodemos imitar esta santa elección divinaconsagrándonos a ella. Debemos ofrecer aMaría espontáneamente nuestra persona ynuestra vida, y esta práctica fundamental dela devoción mariana la debemos renovarcon mucha frecuencia, por ejemplo, des-pués de la Misa, ofreciéndonos a nuestraMadre y rogándola que vele sobre nosotroscomo veló sobre su Hijo.

Debemos, también, honrar a María conalgunas prácticas especiales de piedad. Noes que yo quiera sobrecargaros con dema-siados ejercicios. Las devociones son co-mo las flores de un jardín, que se van cor-tando una a una para formar un ramillete.

¿No es verdad que haríamos una cosaagradabilísima a la Santísima Virgen si cadadía pusiéramos especial empeño en guar-dar escrupulosamente una prescripciónlitúrgica con la intención de honrar con elloa nuestra Madre? Así, por ejemplo, al de-cir el Communicantes en la santa Misa, lasrúbricas nos mandan que hagamos una in-clinación de cabeza al pronunciar el nom-bre de María; pues hagamos esta inclina-ción con todo respeto y amor. Tengamos

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también especial cuidado en decir con es-píritu de piedad el Avemaría, que tantasveces repetimos al rezar el oficio divino, ylo mismo cabe decir del himno marianoque solemos rezar al fin del oficio.

Cuando la liturgia celebra las fiestas dela Bienaventurada Madre de Jesús, for-memos explícitamente la intención deofrecer el oficio divino y la Misa en honorde María y agradezcamos al Señor por «ha-ber hecho maravillas en ella» (Lc., I, 49).Una de las más elevadas formas de amordivino es el admirar las perfecciones deDios, complaciéndose en exaltarlas. Pueslo mismo puede decirse del amor a Nues-tra Señora: el gozarse de sus privilegios,de la plenitud de su gracia y de la bellezaincomparable de su santidad, bendiciendopor ello al Señor, es un hermoso homenajede amor. Y cada una de las fiestas que laliturgia ha instituido en honor de la Virgenes un maravilloso cántico, en el que seexaltan todos estos privilegios.

Por lo que respecta a la devoción del ro-sario, hay algunos temperamentos que lamenosprecian, diciendo que es una devo-ción propia de niños o de sencillas muje-res. Pero, ¿no fue, por ventura, el mismoJesucristo quien dijo que para entrar en elcielo debemos ser humildes como los ni-ños? (Mt., XVIII, 3).

Os voy a proponer una comparación queos ayudará a comprender la eficacia delsanto rosario. ¿Os acordáis de la historiade David cuando derrotó a Goliat? ¿De quése valió el joven israelita para derribar algigante? De su honda, con la que le lanzóun guijarro que le dio en mitad de la fren-te. Si el filisteo es el representante de to-das las potencias del mal, la herejía, el or-gullo, la impureza…, las piedras de la hon-da, que son capaces de derribar al enemi-go, son el símbolo de las Avemarías delrosario. Los caminos de Dios son comple-

tamente distintos de los nuestros. Solemoscreer que para producir grandes efectos hayque emplear poderosos medios. Pero loscriterios de Dios son completamente con-trarios a los nuestros y se complace en em-plear para sus obras los instrumentos másdébiles: Infirma mundi elegit ut confundatfortia (I Cor., I, 27).

¿De dónde le viene al rosario su efica-cia?

Ante todo, de las oraciones tan sublimesque lo forman. El Padrenuestro lo recibi-mos de labios de nuestro Señor Jesucristocomo un trasunto del amor y de la santidaddel Padre celestial; el Avemaría nos vinodel cielo cuando el arcángel San Gabrielsaludó a Nuestra Señora. Y la Iglesia, queconoce perfectamente las necesidades desus hijos, ha añadido una plegaria, que noshace repetir ciento cincuenta veces, parapedir a la Santísima Virgen que ruegue pornosotros ahora y en la hora de nuestramuerte. ¿Hay, acaso, aún para los sacerdo-tes, petición que sea más oportuna y con-veniente que ésta?

Además, la recitación del rosario nostrae al recuerdo los misterios más princi-pales de nuestra redención. Aunque ya oslo he dicho en otras ocasiones, no está demás que os repita en este lugar que, de to-dos los pasos de la vida de Cristo, se des-prende como una virtud de la que nos be-neficiamos siempre que meditamos en lasescenas del Evangelio. Esta devoción delrosario, hace que tributemos al Señor, pormediación de María, el homenaje de unaconsideración amorosa, al paso que vamosrecorriendo los misterios de su infancia,los de su pasión y los de su triunfo glorio-so y contribuye, por lo mismo, a que des-ciendan sobre nosotros con gran abundan-cia los auxilios divinos.

Añádase a esto que en todas y cada unade las acciones de la Santísima Virgen, tansencillas y tan generosas, encontramos

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magníficos ejemplos de virtudes que imi-tar, al mismo tiempo que grandes motivosde esperanza, de caridad y de alegría.

Veamos, por ejemplo, el primer miste-rio: la Anunciación. ¿Hay algo más esti-mulante y provechoso que contemplar a laVirgen dialogando con el ángel? Tambiénnosotros saludamos a María, llena de gra-cia…, bendita entre todas las mujeres. DiceSan Juan, a propósito de la encarnación: «elVerbo habitó entre nosotros», in nobis.Cuando contemplamos este sublime mis-terio, podemos acomodar el texto del evan-gelista, y decir: Verbum habitat in illa: «ElVerbo habita en María», y reside en su senovirginal como Hijo suyo concebido por elEspíritu Santo.

Es un motivo de gran consuelo saber quenuestro Salvador, al entrar en el mundo,encontró un corazón como el de su madre,que le estuvo enteramente consagrado. Esverdad que Jesús vive también en cada unode nosotros, pero nuestros pecados impi-den que su vida alcance el debido desarro-llo. Aún en las almas santas, su reinado seve entorpecido por las imperfecciones aque están sujetas. Pero en María no ocu-rría así, porque le estaba enteramente con-sagrada hasta el punto de que no vivía sinode su amor: por eso el ángel la llamó gratiaplena. Pidámosle, pues, que nos dé a esteCristo que ella concibió para nosotros.

En el misterio de la Visitación admira-mos la caridad de la Virgen. La avanzadaedad de Isabel y la proximidad del naci-miento de San Juan Bautista reclamaban lapresencia de María en casa de su prima. LaVirgen se trasladó allí «con diligencia»:Abiit… cum festinatione (Lc., I, 39), y ape-nas entró en la casa, Isabel, movida por elEspíritu Santo, la saludó con esta exclama-ción: «Bendita tú entre las mujeres», y aña-dió: «Dichosa tú que has creído. Porque,siguiendo una conducta completamentedistinta a la de mi marido, que dudaba en

dar fe a las palabras del ángel, tú has creí-do inmediatamente la maravillosa embaja-da que te trajo el arcángel San Gabriel».

La Virgen, al oír esto, prorrumpió en uncántico de agradecimiento al Señor: «Hamirado la humildad de su sierva… Ha he-cho en mí maravillas…» Las fórmulas delMagnificat están tomadas de diversos lu-gares de la Biblia y la Virgen las hizo su-yas para poder expresar mejor los senti-mientos de reconocimiento y de alegríaque desbordaban su corazón. Todo el mun-do interior de María –su humildad, su san-ta admiración, su amor– se revelan en es-tos admirables versículos. El espíritu de Je-sús, que llenaba su alma, es el que le inspi-ró estas expresiones.

La Iglesia ha elegido sabiamente estehimno para que lo cantemos nosotros to-dos los días en Vísperas, enseñándonos aalabar al Señor con los mismos acentos quesu Madre.

De forma parecida podemos meditar losdemás misterios que recordamos en el san-to rosario. Si nuestra alma llegara a im-pregnarse de los sublimes misterios queevocamos al practicar esta devoción, en-contraríamos una facilidad mucho mayorpara nuestra oración.

Nos quejamos, a veces, de que al hacerla meditación nos encontramos vacíos deideas. Nada tiene esto de extraño si no pro-curamos que nuestra alma se alimente desantos pensamientos.

¿No se podría afirmar que, si alguno notiene aprecio a la devoción del santo rosa-rio, es ordinariamente señal de que no seha esforzado durante algún tiempo en re-citarlo con la debida piedad?

No faltan quienes piensan que se puedendesgranar las cuentas del rosario sin pres-tar la menor atención a lo que dicen. Y es-tán en un lamentable error, porque en todaoración, para que merezca el nombre de tal,

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hay que fijar la atención o en las palabrasque recitamos o en Aquél a quien nos diri-gimos.

Cuando el alma llega a penetrar el espíri-tu de la devoción del rosario, encuentra ensu práctica las mayores delicias. San Alfon-so María de Ligorio, durante su última en-fermedad, no lo soltaba de la mano. Un díaque el Hermano de su Congregación que lecuidaba estaba impaciente para llevarle a lamesa y servirle la comida, cuanto todavíano había terminado las Avemarías de ladecena que estaba rezando, le repuso el san-to: «Espere un momento, porque unAvemaría vale más que todas las comidasdel mundo». Otro día que el Hermano ledijo: «Pero, Monseñor, ya habéis rezado elrosario y no es cosa de repetirlo diez ve-ces», le respondió el santo: «Ignoráis, aca-so, que mi salvación depende de esta devo-ción?».

¿No os habéis encontrado con sencillasancianitas que lo rezan siempre con granfervor? Pues haced cuanto está de vuestraparte para imitar su ejemplo. Humillaos alos pies de Jesús, porque nada hay mejorque hacerse niño cuando nos encontramosen presencia de un Dios tan grande.

Además de honrarla con el santo rosario,debemos guardar un recuerdo permanentey filial de Nuestra Señora. ¿No es, acaso,verdad que todo buen hijo se complace enrecordar todo lo que en otro tiempo hizosu madre por él y cómo aún ahora viene ensu ayuda en los trances difíciles de la vida?No olvidemos en nuestras predicaciones elhablar con frecuencia de la Virgen María,que es Madre de Jesús y Madre nuestra.

Fuera de las prácticas de piedad, debe-mos, también, mostrarnos filialmente obe-dientes a Nuestra Señora en todo el cursode la vida.

¿Pero es que María nos manda algunacosa para que podamos decir que debemosobedecerla?

La respuesta a esta importante preguntanos la da el mismo Evangelio. En las bodasde Caná, María dijo a los criados, señalán-doles a Jesús: «Haced lo que Él os dijere»(Jo., II, 5). ¿No es verdad que también anosotros nos dice lo mismo? ¿Queremosagradar a Nuestra Señora? Pues imitemosa los criados de Caná. Jesús les habla y ellosescuchan lo que les dice y hacen lo que lesmanda. Jesús les ordena que llenen de agualas vasijas destinadas a la purificación delos judíos y ellos ejecutan la orden, a pesarde que parecía que aquello no conducía anada.

Pues lo mismo puede decirse de noso-tros, ya que obedeceremos a María si nossometemos en todo a Jesús, atendiendo alo que nos dice y siguiendo sus ejemplos;y conformando nuestra conducta a las nor-mas que recibimos de los que hacen susveces. Lo que más ambiciona su corazónes que nosotros seamos discípulos fieles yministros celosos de Jesucristo, animadosde las mismas disposiciones interiores quetenía Jesús para con su Padre, para con loshombres y para con ella misma. Tal es nues-tra mejor devoción a nuestra Madre celes-tial.

Debemos también confiar en la ayudade la Virgen María para que podamos ce-lebrar dignamente nuestra Misa. Aunqueno había recibido la dignidad del sacerdo-cio, con todo, al pie de la cruz, tomó másparte que nadie en el sacrificio de su Hijo.Se unió a Él con todo el afecto de que eracapaz su corazón, hasta el punto de que nohubiera sido posible separar su dolor, suofrenda, su aceptación y su inmolación delas de Jesús.

¿No podemos, acaso, afirmar de su «com-pasión» en el Calvario, lo mismo que dijoJesús de su propia pasión: que aquélla fue«su hora» por excelencia?

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¿Quién podría enseñarnos mejor que ellacuáles son los sentimientos que Jesucristoquiere encontrar en el corazón del sacer-dote cuando celebra los santos misterios?Si no contamos con una gracia especial, nodebemos intentar gozar durante la santaMisa de una unión continua y sentida conla Santísima Virgen, porque se trata de unfavor excepcional que Dios no lo concedea todos los sacerdotes. Pero haremos muybien si, antes de subir las gradas del altar,nos acogemos a la protección de la Santí-sima Virgen. Y esta práctica filial es una delas más recomendables. Para ello, podemosservirnos de la siguiente oración, que fueaprobada por León XIII: «Oh Madre de pie-dad y de misericordia…, te ruego que asícomo asististe a tu Hijo amadísimo cuan-do estaba pendiente de la cruz, así tambiénte dignes asistir clemente a mí, pobre pe-cador, y a todos los sacerdotes que aquí yen toda la Iglesia van a ofrecer hoy el divi-no sacrificio; para que, ayudados de tu fa-vor, podamos ofrecer una hostia digna yaceptable ante la soberana e indivisible Tri-nidad».

Antes de terminar, sólo me queda porrecordaros que Jesús, momentos antes deexhalar su último suspiro, confió su ma-dre a San Juan. En aquel momento solem-ne, Jesús hizo a su discípulo amado el másrico de sus legados.

Ahora bien, ¿cuál fue la conducta que si-guió aquel apóstol, aquel sacerdote a quienJesús confió el cuidado de su Madre? Comobuen hijo, desde aquel momento, el discí-pulo «la tuvo en su casa»: Accepit eam insua (Jo., XIX, 27).

Recibamos también nosotros a Maríaen nuestra casa como todo buen hijo re-cibe a su madre; vivamos con ella, es decir,asociémosla a nuestros trabajos, a nuestraspenas y a nuestras alegrías.

¿No es, por ventura, verdad que ella de-sea más que nadie ayudarnos para que lle-guemos a ser sacerdotes santos y a repro-ducir en nuestras almas las virtudes de Je-sús?

XIX

Transfiguración

La vida espiritual del sacerdote se fundaen Jesús, se orienta hacia Él y se consumaen Él.

Esta vida espiritual es una gracia y unaobra de transfiguración. Estas palabras ex-presan una visión general que resume laconclusión de cuanto llevamos dicho y queyo quisiera la retuvierais en vuestra memo-ria.

Nos dice San Pablo que el ideal de santi-dad que todos los hombres deben perse-guir, para acomodarse a los planes de la pre-destinación divina, consisten en «hacerseconformes con la imagen de su Hijo»:Prædestinavit nos conformes fieri imagi-nis Filii sui (Rom., VIII, 29).

El don de la gracia que recibimos en elbautismo es el principio de nuestra confor-mación con Cristo, que debe ir perfeccio-nándose de día en día. La misma naturalezadel desenvolvimiento de nuestra vida dehijos de Dios exige, por así decirlo, unadoble transfiguración: por una parte, la deCristo, que se da a conocer progresivamen-te al alma como fuente de toda santidad, ypor la otra, la de la misma alma que, me-diante su fidelidad a la gracia, tiende a irtransformándose en una imagen viva deldivino modelo.

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Si esto es verdad de todos los cristianos,con mucha mayor razón debe aplicarse anosotros los sacerdotes, por la dignidad denuestra vocación y por la eminencia delcarácter sacerdotal.

Hay una página admirable del santo Evan-gelio que nos aclara esta doctrina. Son mu-chos los milagros que, con parecidos ras-gos, nos describe la pluma de los evange-listas a todo lo largo de la vida pública deJesús. Pero hay un episodio que se distin-gue de todos los demás, que reviste un ca-rácter único: el de la Transfiguración. Nohay en la vida de Cristo otra escena que sele parezca.

Recordáis perfectamente los hechos.Jesús toma consigo a Pedro, a Santiago y aJuan y los lleva a la cima de una elevadamontaña para orar. Y he aquí que, «mien-tras ora», dum oraret, se obra un cambiorepentino en todo su aspecto: se transfi-gura, su rostro resplandece como el sol ysus vestidos se vuelven blancos como laluz. En medio de estos esplendores, los dis-cípulos ven a Moisés y a Elías conversan-do con su Maestro, al tiempo que un inde-cible gozo se apodera de sus corazones.«Señor, ¡qué bien estamos aquí!», exclamaSan Pedro. Y en esto, les cubre una nubeluminosa, y de la nube sale una voz que datestimonio de Jesús: «Este es mi Hijo muyamado, en quien tengo mi complacencia;escuchadle» (Mt., XVII, 5).

Esta misteriosa transfiguración de Jesús,que dejó sorprendidos a los discípulos,constituyó para ellos una gracia singular:la de confirmarlos en la fe en la divinidadde Jesús. Ya desde entonces no tuvieronnunca la menor duda de que, bajo las apa-riencias humanas de Aquel con quien tra-taban todos los días, habitu inventus uthomo (Philip., II, 7), el verdadero Hijo deDios ocultaba su suprema dignidad. Esta fesería definitivamente confirmada por elEspíritu Santo el día de Pentecostés.

Pero la palabra del Padre no bajó de lanube para que la escucharan sólo los discí-pulos, sino que su eco iba a transmitirse atodas las generaciones cristianas que la ha-bían de acoger con idéntica fidelidad.Como dice San León, «los tres discípulosrepresentaban a toda la Iglesia que estásiempre atenta a recibir el testimonio delPadre»: in illis tribus apostolis universa Ec-clesia didicit quidquid eorum… auditussuscepit [Sermo 51, 8. P. L., 54, col. 313].

Más tarde, el mismo Pedro, constituidopríncipe de los pastores, recordará con en-tusiasmo a los primeros cristianos «la vi-sión de la magnífica gloria en el monte san-to» (II Petr., I, 18).

Por eso, precisamente, es por lo que laliturgia evoca tan repetidas veces el recuer-do de este episodio. Así lo hace, por ejem-plo, el sábado de las Témporas de Cuares-ma, día consagrado a la ordenación de losnuevos sacerdotes, como también al día si-guiente, segundo domingo de Cuaresma, yaún le dedica una fiesta especial el día 6 deagosto.

¿Cuál es la intención de la Iglesia al evo-car este misterio? No es otra, sin duda, quela de llamar la atención de sus hijos, y enespecial la de los sacerdotes, sobre la gran-deza y el noble destino de su vocación.

Cristo está siempre dispuesto a transfi-gurarse para cada uno de nosotros y la vozdel Padre no cesa de proclamar, por el ma-gisterio de la Iglesia, la filiación divina deJesús. Verdad es que Cristo no cambia, sinoque permanece eternamente inmutable:Christus hodie, heri et in sæcula (Hebr.,XIII, 8), y que siempre se presenta a noso-tros «para sernos de parte de Dios sabidu-ría, justicia, santificación y redención» (ICor., I, 30).

Pero, por lo que a nosotros respecta, va-mos descubriendo gradualmente y muy

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poco a poco la divinidad de su persona, elvalor incomparable de su redención, la in-mensidad de sus méritos y el don de amorque su venida trajo a los hombres.

Así es como vamos siendo iniciados eneste «sublime conocimiento de Cristo Je-sús» (Philip., III, 8), del que nos habla elApóstol. Pero no debemos olvidar que ésteno es un conocimiento puramente intelec-tual, sino que consiste más bien en una ilu-minación interior de la fe.

Ante esta revelación tan íntima y sobre-natural, el cristiano experimenta un deseocada vez mayor de conformar su alma y suvida entera al alma y a la vida de Jesucristo.

Y este deseo debe ser más ardiente en elcorazón del sacerdote, porque, si el Señornos ha distinguido con una vocación privi-legiada y nos ha llamado como a Pedro, aSantiago y a Juan, ha sido, sin duda, pararevelársenos más íntimamente que al res-to de los fieles. Precisamente nos invita asubir todos los días las gradas del altar parahacer que penetremos más profundamenteen su inefable misterio.

San Pablo se ha complacido en exaltaresta transfiguración que, ya desde este mun-do, se realiza en los ministros de Cristo.En su carta a los de Corinto nos habla decómo Moisés, después de haber habladocon el Señor, bajó del monte Sinaí nimbadode gloria. Moisés llevaba las tablas de laLey grabadas en la piedra, pero tuvo quecubrirse el rostro para poder anunciar alpueblo la alianza del Señor, porque los is-raelitas no podían soportar su resplandor.«Si el ministerio de condenación es glo-rioso, mucho más glorioso será el minis-terio de la justicia. Y en verdad en este as-pecto aquella gloria deja de serlo, compa-rada con esta otra eminente gloria mía» (IICor., III, 9-10).

¿En qué consiste esta gloria eminenteque San Pablo atribuye a nuestro ministe-rio sacerdotal? ¿Será solamente porque

nosotros anunciamos «a cara descubierta»el don de Cristo y de la Nueva Alianza? Sinduda que no, sino principalmente porquenuestro sacerdocio es una participación delsacerdocio del Hijo de Dios y porque, se-gún la expresión del Apóstol, «contempla-mos a cara descubierta la gloria del Señorcomo en un espejo y nos transformamosen la misma imagen, de gloria en gloria, amedida que obra en nosotros el Espíritu delSeñor» In eamdem imaginem transfor-mamur a claritate in claritatem, tanquama Domini Spiritu (Ibid., 18).

Estas palabras de San Pablo muestranbien a las claras que en esta vida mortalnuestra transfiguración en Cristo está so-metida a una ley de crecimiento bajo la ac-ción del Espíritu Santo.

Cabalmente, el fin de todas nuestras con-versaciones no ha sido otro que el deayudaros a que os forméis un concepto másacabado de la excelencia de esta gracia ypodáis corresponder a la misma con másfidelidad.

Inspirándome en la doctrina del Apóstol,he intentado mostraros la sublime grande-za y las soberanas prerrogativas del sacer-docio de Cristo. El Hijo de Dios, el Verboencarnado, se nos ha manifestado como elsupremo mediador, pontífice y hostia a lavez de su propio sacrificio. Este sacrifi-cio, que fue iniciado en el momento mis-mo de la encarnación y que fue mística-mente realizado en la Cena, se consumócruentamente en la cruz y tiene su rematedefinitivo en la alabanza eterna del cielo.

Jesucristo ha querido perpetuar en elmundo su único sacerdocio y su sacrificioúnico sirviéndose de otros hombres a quie-nes ha elegido para esa misión y ha hechoparticipantes de su mismo poder. Toda po-testad sacerdotal deriva de la suya y los sa-cerdotes continúan entre los hombres elmisterio y la obra de la encarnación reden-

IIª Parte – La obra de la santificación sacerdotal

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tora por la vocación que han recibido de loalto y por la spiritualis potestas de que lesha revestido el carácter sacramental. Poreso, se puede decir con toda verdad que elsacerdote es alter Christus.

Por el mismo hecho de que participamosde los mismos poderes de Jesucristo, te-nemos el deber de aspirar a una santidadque sea digna de la misión que se nos haconfiado. Esta santidad, de la que Cristoes a un tiempo modelo y manantial, tiendea reproducir en nosotros los mismos ras-gos y las mismas acciones del Salvador,Hijo de Dios y Pontífice supremo.

Nosotros realizamos este ideal median-te la imitación de las virtudes de Jesús yviviendo una vida de unión con Él, de acuer-do con las condiciones y circunstanciaspropias de nuestra existencia.

En nuestra vida sacerdotal, la fe ocupa,entre todas las demás virtudes, un puestode capital importancia. Es verdad que elalma de Cristo gozaba de la visión beatíficay que, por tanto, la fe no tenía para Él nin-guna razón de ser; pero para nosotros la feconstituye la atmósfera misma de todanuestra vida sacerdotal.

Y permitidme que os lo repita de nuevo,porque esta verdad es esencial para nues-tra santificación y para la fecundidad denuestro ministerio. El objeto de esta fe seconcentra en la divinidad de Jesús: en ladivinidad de su persona, de su misión, desu sacrificio y de sus méritos. Por muy fir-memente que lo creamos, nunca llegare-mos a convencernos demasiado de ello. Alleer el Evangelio, os habréis percatado deque las tres veces que se dejó oír la voz delPadre siempre fue, y en especial en el Ta-bor, para proclamar solemnemente que Je-sús es el Hijo de su amor y que nosotrosdebemos escuchar cuanto nos dice. Estetestimonio constituye la más alta y valiosarevelación que Dios ha querido hacer almundo. Y toda la santidad se reduce a acep-

tar este testimonio para acatarlo en nues-tra vida.

La fe en la divinidad de Jesús es tambiénla luz que debe irradiar sobre toda nuestraexistencia sacerdotal.

Al presentar ante nuestros ojos la divinafigura de Jesús, nos descubre la malicia delpecado, la grandeza de la humildad y la for-taleza de la obediencia. En nuestras rela-ciones con Dios, nos prescribe el culto dela religión y la primacía del amor. Ella es,en fin, la que nos hace ver en el prójimo almismo Cristo.

La fe nos recuerda todos los días la su-blime grandeza de la Misa, la alteza de vidaa la que nos invita el banquete eucarístico,el valor de nuestro breviario.

Sin su luz no serían posibles ni nuestravida de oración y de unión con el EspírituSanto ni nuestra santificación por las ac-ciones ordinarias que constituyen toda latrama de nuestra existencia.

Y como nunca llegaremos a asemejarnosperfectamente a Jesús sino a condición deque, a ejemplo suyo, nos hagamos hijos deMaría, la fe nos hace recurrir a la Virgen,que ha sido predestinada para darnos a Je-sucristo en la encarnación y para hacersenuestra madre al pie de la cruz.

En la atmósfera cada día más luminosade esta fe viva, se nos va revelando gradual-mente Cristo y todo su estupendo miste-rio. Y como consecuencia de ello, el ejer-cicio constante de la virtud, el diario con-tacto que tenemos en la santa Misa y en laoración con la fuente misma de nuestra san-tidad y nuestra docilidad a las inspiracio-nes del Espíritu Santo van perfeccionandola obra de nuestra conformación a la ima-gen del sacerdote único; y así es como –teniendo en cuenta el tiempo necesario ynuestra propia fragilidad– vamos acercán-donos a Aquel que es el ideal de nuestraperfección. La misma generosidad del

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amor que ponemos en este trabajo de asi-milación se convierte en un manantial denuevas iluminaciones: «Si alguno me ama,dice Jesús, Yo me manifestaré a él» (Jo.,XIV, 21).

Y esto será así hasta que, «habiendo al-canzado, como dice San Pablo, la edad devarones perfectos» (Eph., IV, 13), entremosen la vida eterna.

Esta doble gracia de transfiguración ju-gará también en el cielo un papel muy im-portante en la consumación de nuestra san-tidad.

Por una parte, la luz de la visión beatíficanos mostrará a Jesús cara a cara, en todo elinfinito esplendor de su divinidad. La irra-diación del Verbo hará que su humanidadse manifieste nimbada con la gloria propiadel Hijo único del Padre, «lleno de graciay de verdad». Allí es donde contemplare-mos sobrecogidos de admiración esta ple-nitud de la que todos hemos recibido. Lamajestad de Cristo, Pontífice eterno, aquien «el Padre ha dado un nombre sobretodo nombre», se nos revelará mucho másclaramente que a los apóstoles en el mon-te Tabor. Allí es donde comprenderemosla profunda verdad de las palabras del Glo-ria que tantas veces solemos repetir: «Vossois el único Santo, el único Señor, el úni-co Altísimo, Jesucristo, con el Santo Es-píritu, en la gloria del Padre».

Por otra parte, desde el momento en queentra en el cielo, cada uno de los elegidosadquiere una perfecta semejanza con elHijo de Dios. Es tan grande el poder de nues-tra gracia de adopción, que termina portransfigurarnos en una imagen viva del mis-mo Dios. Es San Juan quien nos lo dice:«Sabemos que cuando aparezca, seremossemejantes a Él, porque le veremos tal cuales» (I Jo., III, 2). ¿Cuál es el motivo de queel hecho de ver a Dios llegue a transfigu-rar de esta manera nuestras almas? Porquenuestras almas son como espejos que, al

contemplar la inefable Belleza, se conver-tirán para siempre en vivas imágenes de estamisma Belleza.

Si esto es una consoladora verdad paratoda alma cristiana, nosotros los sacerdo-tes tenemos la certeza de saber que, porrazón del carácter sacerdotal de que esta-mos investidos, gozaremos en el cielo deun aumento de gloria. Este carácter invisi-ble, que nos hace semejantes a Cristo, apa-recerá entonces en todo su radiante esplen-dor y se nos revelará en todo su alcance laverdad de aquellas palabras: «Tú eres sa-cerdote por toda la eternidad». Nuestra dig-nidad de ministros de Cristo será para no-sotros un honor incomparable, un motivode acción de gracias y de alabanzas, de unjúbilo puro e indecible que no tendrá fin.

Jesús oró por sus sacerdotes en aquel au-gusto momento en que instituyó el sacer-docio y les confirió este sacramento. Yrogó por ellos y por todos los sacerdotesque habían de ser llamados para continuarsu obra redentora:

«Padre santo… Yo ruego por ellos…, porlos que Tú me diste, porque son tuyos… Nopido que los tomes del mundo, sino que losguardes del mal. Como Tú me enviaste almundo, así Yo los envié a ellos al mundo…Que tengan mi gozo cumplido en sí mis-mos… Que ellos sean uno… en nosotros…como nosotros somos uno…, para que creael mundo que Tú me enviaste y amaste aéstos como Tú me amaste. Padre, lo que Túme has dado, quiero Yo que donde Yo esté,estén ellos también conmigo, para que veanmi gloria que Tú me has dado, porque meamaste antes de la creación del mundo»(Jo., XVII, 9-24).

IIª Parte – La obra de la santificación sacerdotal

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Notas dedom Columba Marmionsobre su vida sacerdotal

La doctrina de Dom Marmion es la ex-presión de una vida interior intensamentevivida. Hasta el punto de que fue su mismavida la que elaboró la doctrina que expu-so en su ministerio de predicación.

Son muchos los testimonios que acredi-tan que de la simple lectura de sus obrasse desprende la convicción de que su doc-trina es más bien fruto de la experienciaque una exposición meramente teórica.

La publicación de su biografía, «Unmaître de la vie spirituelle», compuesta, ensu mayor parte, por extractos de sus notasy de sus cartas, ha puesto claramente derelieve hasta qué punto llegaba la compe-netración de la vida y de la doctrina deDom Marmion, singularmente por lo querespecta a su vida sacerdotal y a su doctri-na sobre el sacerdocio.

Para complacer a muchos lectores, de-seosos de constatar por sí mismos esta ad-mirable concordancia entre la vida y ladoctrina de Dom Marmion, hemos creídoque sería muy oportuno añadir al fin deesta obra algunos apuntes tomados de susnotas manuscritas para que puedan com-prender mejor cuál era la razón de aque-lla íntima convicción con que hablaba ensus predicaciones.

Las páginas que siguen no tienen otropropósito que el de proporcionar a los sa-cerdotes una mayor satisfacción al poderdescubrir por sí mismos cómo vivía DomMarmion la doctrina sacerdotal que noslegó en sus escritos y predicaciones.

Hemos distribuido estas notas siguien-do el orden de los capítulos del presentevolumen, a excepción de los tres primeroscapítulos, de los que hemos prescindido,por ser de carácter estrictamente didácti-co. En cada capítulo, hemos seguido unorden cronológico para permitir que el lec-tor pueda seguir más fácilmente la trayec-toria de la vida espiritual del insigne maes-tro.

IV.- Ex fide vivit1896.– Estoy leyendo las obras de San

Juan de la Cruz. Su lectura proporciona ami alma una verdadera cascada de luz. Aho-ra es cuando empiezo a comprender en quéconsiste la vida de fe y la oración de fe, sintener en cuenta para nada los cambios decircunstancias y de temperamento. Al mis-mo tiempo voy dándome cuenta del peli-gro que corren los que se fían de su propiojuicio y se dejan llevar de criterios que nosean precisamente el de la doctrina de laIglesia y el de la revelación.

Durante la octava de la Epifanía (1897),he llegado a comprender que la gran reali-dad, la gran verdad, la verdad por excelen-cia es que «Jesucristo es el Hijo de Dios».

1. En dos ocasiones distintas el Padre haproclamado solemnemente esta verdad: enel bautismo de Jesús y en la Transfigura-ción: Hic est Filius meus dilectus in quomihi complacui… Clarificavi et adhucclarificabo… Ut in nomine ejus omne genuflectatur… La gloria de su Hijo –que sehumilló hasta la muerte para demostrar almundo el amor que profesaba a su Padre:Ut cognoscat mundus quia diligo Pa-

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trem– parece ser que constituye la gran«preocupación» del Padre.

2. El mismo Jesucristo lo proclamó asísolemnemente delante de sus jueces y poreso precisamente fue crucificado: Adjurote per Deum vivum ut dicas nobis si tu esChristus, Filius Dei benedicti? Tu dixisti…Debet mori quia Filium Dei se fecit.

Este mismo día (15 de diciembre de 1899,octava de la Inmaculada Concepción) elSeñor me ha hecho comprender que el granobjetivo de toda mi vida no debe ser otroque el de procurar, como Él lo hace, la glo-ria de Jesús. Este es, también, el deseo másíntimo de María. He sentido una profundaimpresión al meditar estas palabras: «Tan-to amó Dios al mundo, que le dio su Uni-génito Hijo». El don que nos hizo el Señores digno de Dios: su propio Hijo. ¡Oh si túconocieras el don de Dios! Desde toda laeternidad, el Padre encuentra sus deliciasen su Hijo, «el Hijo Unigénito que vivesiempre en el seno del Padre».

Este mismo Hijo está «en nuestro seno»por la comunión eucarística y por la fe.«Cristo, dice San Pablo, habita en nuestroscorazones por la fe». Y es precisamente porla fe como debemos encontrar nuestrasdelicias en Jesucristo, de la misma maneraque las encuentra el Padre: «He aquí miHijo muy amado, en quien tengo todas miscomplacencias». Y la fe es la que realizatodo esto: «Hágase en vosotros según vues-tra fe».

25 de febrero de 1900.– Al meditar hoyen la fe de Abraham, he sentido un podero-so movimiento de la gracia que me impul-sa a consagrar toda mi existencia y todasmis energías a glorificar a Jesucristo, tan-to en mí mismo como en los demás, imi-tando así al Padre que nos ha hecho el donde su Hijo: Él nos dice que le escuchemos.

Me he dado cuenta de que por medio dela fe nos identificamos, en cierto modo,

con Jesucristo en el Espíritu Santo, y que,como Él ha dicho, podemos conseguirtodo cuanto pedimos. Esta es, además, supromesa. Pero, como nos enseña la histo-ria de Abraham, es posible que pase ciertotiempo antes de que se realice su promesa.

Dominica in albis de 1900.– Todo noshabla hoy de la fe: «Dichosos los que nohan visto y han creído». «Ella es el funda-mento y la raíz de toda justificación». Lafe viva en la divinidad de Jesucristo es laque hace que vivamos la vida divina.

1. Esta vida divina tiene su principio enla fe: «Los que creen en su nombre… sonhijos de Dios». «Todo el engendrado deDios vence al mundo»… «¿Y quién es elque vence al mundo sino el que cree queJesús es el Hijo de Dios?» Esta conviccióníntima de la divinidad de Jesucristo haceque nos postremos a sus pies como el cie-go de nacimiento: «El justo vive de la fe»;«El que cree en mí, aunque muera, vivirá».

2. Por esta fe, nos identificamos, en cier-ta manera, con el mismo Jesucristo.

a) En nuestros pensamientos: «El quecree en el Hijo de Dios tiene el testimo-nio de Dios en sí mismo». Nos apropia-mos los mismos pensamientos de Jesucris-to: «El que se allega al Señor se hace unespíritu con Él».

b) En nuestros deseos: «Tened los mis-mos sentimientos que tuvo Cristo Jesús».

c) En nuestras palabras: «Si algunohabla, sean sentencias de Dios». Cristo seconvierte en la fuente inspiradora de todasnuestras palabras: «Que habite Cristo porla fe en vuestros corazones».

d) En nuestras acciones: «Y todo cuan-to hacéis de palabra o de obra, hacedlo todoen el nombre del Señor Jesús, dando gra-cias a Dios Padre por Él».

Entonces es cuando se realizan aquellaspalabras: «Y ya no vivo yo, es Cristo quien

IIª Parte – La obra de la santificación sacerdotal

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vive en mí… Vivo en la fe del Hijo de Dios,que me amó y se entregó por mí».

Febrero de 1906.– La expresión deNuestro Señor: «La obra de Dios es quecreáis en Aquel que Él ha enviado», me hacecomprender con mayor claridad que todolo tenemos en Jesucristo. El que por la fese entrega sin reserva alguna a Jesucristocumple perfectamente con Él, en Él y porÉl todos los deberes que tiene con el Pa-dre. Jesús es uno con su Padre: «Yo y elPadre somos una sola cosa». Él está «en elseno del Padre y el que se une por la fe aJesucristo, obra, en la unidad, lo mismoque Jesús obra por su Padre». Los miem-bros hacen a su modo lo mismo que hacela persona: «Pues vosotros sois el cuerpode Cristo, y cada uno en parte». Cuando es-tamos unidos por la fe a Jesucristo y enmedio de su oscuridad rendimos nuestrainteligencia a sus pies, aceptando con amortodo cuanto Él hace en nuestro nombre enpresencia de su Padre, entonces es cuandonuestra oración se sublima y se puede de-cir que la hacemos «en espíritu y en ver-dad».

15 de diciembre de 1916.– Esta maña-na he terminado la predicación de un reti-ro en…, donde he desarrollado el siguien-te tema: la vida y la actividad de Jesucristoes una consecuencia de la contemplacióncon que su alma estaba siempre embebidaen la presencia del Padre: modelo de nues-tra vida de fe que se alimenta de su con-templación habitual de Dios, en unión conel alma de Cristo.

V.- Morir al pecadoPascua de Resurrección de 1900.– Me

he sentido vivamente tocado por la graciaal meditar las palabras de San Pablo: «Fueentregado por nuestros pecados y resucitópara nuestra justificación».

Jesucristo es la Sabiduría eterna e infi-nita y para expiar nuestros pecados, ha es-cogido una muerte dolorosa. Estaba exen-to en justicia de la muerte, ya que el peca-do, que es la única razón de la muerte, perpeccatum mors, no le alcanzó, y sin em-bargo, la aceptó libremente, sustituyéndo-se a nosotros y por nuestro propio bien.He tenido un íntimo sentimiento de la graneficacia de esta muerte y me he unido aJesús en su muerte para morir así al peca-do. He experimentado grandes sentimien-tos de abandono, de gratitud, etc.

Resurrexit propter justificationem nos-tram.– El fin de la vida de Jesucristo resu-citado es nuestra propia justificación. Mehe dado perfecta cuenta de cómo Jesucris-to tenía en cuenta esta santificación y has-ta qué punto tiene eficacia para santifi-carnos la unión de nuestra vida con la suya:«Porque si, siendo enemigos, fuimos re-conciliados con Dios por la muerte de suHijo, mucho más, reconciliados ya, sere-mos salvos en su vida».

14 de enero de 1908.– Todas las maña-nas hago a Dios el ofrecimiento de mi viday renuevo la aceptación de la muerte queme quiera enviar y en el tiempo que lo ten-ga dispuesto.

1915.– Me siento incapaz de expresaroslo que se siente en aquel momento, por-que sólo la experiencia nos puede enseñarlo que se experimenta al verse tan próxi-mo a comparecer ante la presencia de Dios.Siempre que he meditado que algún día mehe de encontrar en este trance supremo, mehe sentido invadido por el temor y he to-mado la resolución, si Dios me diera tiem-po para ello, de ordenar de tal manera lavida, que al llegar el momento de la muer-te me vea libre de semejante temor.

1917.– Si hay alguna cosa grande y so-lemne en la vida, es precisamente la horade la muerte. San Benito nos recomienda

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que la tengamos siempre presente ante losojos: Mortem quotidie ante oculos suspec-tam habere. Y por lo que a mí hace, os diréque la tengo constantemente presente.

Principios de 1919.– Dios se muestramuy bueno conmigo. Es verdad que me so-mete a muchas pruebas, pero, al mismotiempo, me une cada vez más a Él. Apenasme abandona el pensamiento de Dios, dela eternidad y de la muerte, pero todo estome proporciona una gran alegría y una granpaz. Siento un gran temor de la majestad,de la santidad y de la justicia de Dios, pero,al mismo tiempo, tengo una gran seguri-dad de que el amor de nuestro Padre ce-lestial se servirá de todo para lo que másme convenga.

1 de enero de 1920.– También yo tengoun gran miedo a la muerte. La muerte es elcastigo divino del pecado: merces peccatimors, y este temor de la muerte honra aDios, y si va acompañado de la virtud de laesperanza, le honra mucho más aún. Al re-correr todos los días las estaciones del ViaCrucis, me encomiendo a Jesús y a Maríapara el momento de mi agonía y de mi jui-cio, y tengo la firme convicción de que es-tarán allí conmigo para ayudarme.

20 de febrero de 1920.– Siento un de-seo grande y ardiente de ir al cielo. Es ver-dad que tengo miedo al juicio, pero mearrojo en el seno de Dios con todas mismiserias y mis responsabilidades y abrigola esperanza de que me otorgará su mise-ricordia. No hay ninguna otra cosa que pue-da salvarnos, porque nuestras obras son tanpobres, que no merecen ser presentadas aDios y es solamente su amor paternal elque le mueve a aceptarlas: Non æstimatormeriti sed veniæ quæsumus largitoradmitte, como decimos en la santa Misa.

17 de diciembre de 1922.– En la mis-ma medida en que reconocemos nuestramiseria y aceptamos el participar en la Pa-

sión de Jesús y en las debilidades de quese quiso revestir, participamos de su for-taleza divina: gloriabor in infirmitatibusmeis… Cum infirmor tunc potens sum. En-tonces es cuando nos convertimos en elobjeto de las misericordias divinas y de lascomplacencias del Padre celestial que noscontempla en su Hijo.

Será en el momento de la muerte cuan-do experimentaremos principalmente estemisterio y nos beneficiaremos de él. Je-sucristo ha abolido la pena de muerte al se-pultar nuestra muerte en la suya. En ade-lante, su muerte es la que clama miseri-cordia por nosotros y el Padre ve en nues-tra muerte la reproducción de la muerte desu Hijo. Por eso es por lo que «la muertede los justos es preciosa a los ojos del Se-ñor»: Pretiosa in conspectu Domini morssanctorum ejus. Hace algún tiempo quetodas las mañanas vengo pidiendo al Señoren la santa Misa que a todos los agonizan-tes les conceda la gracia de que tengan unamuerte como la suya. Si pedimos esto, po-demos tener la firme convicción de que Je-sucristo nos concederá en el momento denuestra agonía lo mismo que hemos pedi-do para los demás.

VI.- Penitencia y compunción1917.– Al decir en la santa Misa: ab æter-

na damnatione nos eripi, se me ocurremuchas veces esta idea: lo que puede aumen-tar considerablemente nuestra esperanza deconseguir la salvación es la gracia de ha-ber sido llamados para elevar a Dios todoslos días esta oración en el momento preci-so en que sustituimos nuestra miseria ynuestra indignidad por la víctima infinita-mente digna y perfecta.

Siento un gran consuelo al contemplarlos episodios de la vida de Jesús en los quese manifiesta su bondad y su delicadeza conlos pobres pecadores, con la Samaritana,

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con María Magdalena… Cuanto más leo ymedito la Sagrada Escritura, cuanto más meentrego a la oración, más claramente veoque la conducta que Dios observa con no-sotros es toda de misericordia: Non volen-tis neque currentis, sed miserentis est Dei.Esta misericordia de Dios es la mismaBondad infinita que se vuelca sobre nues-tros corazones miserables. En todas par-tes encontramos confirmada esta manerade obrar de Dios. Cuando recito el oficiodivino, me parece ver que de cada uno delos versículos de los Salmos brota un rayode luz que nos habla de la misericordia di-vina.

Septiembre de 1918.– Mi vida interiores muy sencilla. Durante mi estancia aquíen B…, el Señor me ha unido íntimamentea Él, pero en la simple fe. He llegado a lafirme convicción de que el Señor quiereconducirme por este camino. No tengo nun-ca consolaciones sensibles, ni las deseo.Pero tengo iluminaciones y conocimien-tos inesperados e instantáneos de las pro-fundidades de las verdades reveladas. Sien-to un atractivo especial por la compunción:el Padre del hijo pródigo, el buen Samari-tano y la escena de la Magdalena a los piesde Jesús llenan mi alma de un doble senti-miento de compunción y de confianza.

13 de diciembre de 1919.– Al haceresta mañana el ejercicio del Via Crucis, hevisto claramente que Jesús hizo por noso-tros todo cuanto exigía la santidad y la jus-ticia de su Padre, pero también me he dadocuenta de que nos invita a que, como SimónCireneo, tomemos nuestra partecita. Porello llevo mi cruz con alegría.

Cuando me siento desalentado, cuandosufro contradicciones o padezco aridez osequedad, me basta con meditar en la pa-sión de Jesús al recorrer las estaciones delVia Crucis para sentirme reconfortado: escomo un baño en el que se sumerge mialma y del que siempre sale con nuevo vi-

gor y nueva alegría. Podría decirse que estapráctica piadosa produce en ella el mismoefecto que un sacramento.

1 de noviembre de 1921.– Al meditarlas palabras de Jesús: Corpus autem ap-tasti mihi, he llegado a comprender que elPadre no le dio un cuerpo glorioso ni exen-to de debilidades, sino que, como dice SanJuan Damasceno, experimentó todas lasflaquezas que no eran indignas de su divinaPersona: Vere languores nostros ipse tulit.Por eso nos invita a compartirlas. Él lasasume, las diviniza, y de esta suerte se con-vierten en el manantial de esta virtus Chris-ti, de que nos habla San Pablo.

29 de diciembre de 1922.– (A una her-mana suya religiosa). Todos los días en lasanta Misa te meto en el corazón de nues-tro amado Salvador. San Pedro nos dice queJesucristo murió por todos, para presen-tarnos a todos a su Padre. Él, que era elJusto, murió por nosotros los pecadores,para que podamos llenarnos de la fortalezay del poder del Espíritu Santo. Todo cuan-to Él presenta a su Padre es del mayor agra-do de éste, por muy miserables que sea-mos nosotros. Esta es la razón de por quéte presento todos los días al Señor en la san-ta Misa.

Veo claramente que el Señor te va a in-troducir en la última etapa que tu alma debeatravesar antes de llegar a Él. Nuestro Se-ñor ha tomado sobre sí todos nuestros pe-cados y los ha expiado plenamente, y estaexpiación suya se nos aplica por medio dela compunción y de la absolución. Pero,además de esto, Él se ha cargado sobre sítodas las flaquezas y las debilidades de suEsposa. Y es necesario que, antes de llegar aÉl, vea y sienta y conozca que todo le vienede Él y que, gracias a que Él ha asumido ensu Humanidad nuestra miseria, nuestra po-breza y nuestras flaquezas, han sido eleva-das a un valor divino. Este es un gran se-

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creto que muy pocos han llegado a com-prender. San Pablo lo expresa en los si-guientes términos: «Muy gustosamente,pues, continuaré gloriándome en mis de-bilidades para que habite en mí la fuerza deCristo. Por lo cual, me complazco en lasenfermedades…»

Cuando al hacer cada día el ejercicio delVia Crucis considero que Dios, el Infini-to, el Todopoderoso sucumbe de debilidady se echa a temblar en Getsemaní, es cuan-do mejor comprendo que, en vez de un cuer-po glorioso, tomó al encarnarse un cuerposujeto como el nuestro a la flaqueza, paraque nuestra debilidad se torne divina enÉl.

VII.- Humiliavit semetipsumfactus obediens

8 de abril de 1887. Viernes Santo.– (Auna hermana suya religiosa). He tenido lafelicidad de pasar casi tres horas ante elSantísimo Sacramento y he experimenta-do un gran deseo de amar a Jesús con todomi corazón. Los pensamientos que tuveayer durante el mandatum [Ceremonia dellavatorio de los pies que el Jueves Santose hacía en la iglesia del monasterio] meafectaron muchísimo y todavía dura hoy sueco en mi alma. Estos pensamientos medieron una gran luz sobre el amor que tuvoJesús durante su pasión y sobre el amor yla humildad indecibles que mostró cuandolavó los pies de sus apóstoles. Cuando elabad se acercó a lavarme los pies, compren-dí que representaba a Jesús. Quiere el Se-ñor que esta ceremonia, que Él realizó elprimero, la renovemos nosotros, con lo quenos da a entender que está dispuesto a prac-ticarla con cada uno de nosotros en la per-sona de sus sacerdotes. Como Jesús secomplace tanto en la virtud de la humildad,creí que me haría alguna gracia especial allavarme los pies. Me figuré que yo era Ju-

das y que Jesús me decía: «Si quieres lle-gar a profesarme un gran amor, es necesa-rio que imites mi ejemplo y que te hagassiervo de los demás; póstrate siempre a lospies de los demás y llegarás a alcanzar ungran amor».

5 de octubre de 1887.– He recibido lagracia de comprender que uno de los me-jores medios para alcanzar la verdadera hu-mildad consiste en amar a mis superioresy a mis hermanos humili caritate.

La humildad procura, ante todo, no obrarpor propio impulso, sino seguir siempreel movimiento de la gracia o, lo que es lomismo, conceder la iniciativa a Dios y a lagracia, de acuerdo con lo que nos enseñael mismo Jesús: «Y no hago nada de mí mis-mo, sino que, según me enseña el Padre,así hablo».

La humildad reconoce en todas las co-sas la voluntad divina. De ahí precisamen-te que nos incline a someternos a todosnuestros superiores y, en especial, a nues-tros superiores espirituales. No hay auto-ridad que no venga de Dios. Sean cualessean sus condiciones personales, los su-periores, en cuanto que son «superiores»,participan de algo divino, y por eso la hu-mildad se les somete con toda naturalidad.En esto consiste el fundamento de todoslos textos que se refieren a la autoridad:«Yo os he dicho que sois dioses»; «el quea vosotros escucha, a Mí me escucha»;«todo poder viene de Dios», etc.

Esto mismo se puede afirmar de los hom-bres y la humildad ve en los demás lo queen ellos hay de divino para rendirles ho-menaje, al paso que en sí misma no ve sinolo que es su propia obra. Por eso es por loque no encuentra la menor dificultad en te-ner mejor concepto de los demás que de símisma.

11 de diciembre de 1895.– (A una her-mana suya religiosa). Tu carta me ha pro-

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porcionado una gran alegría al comprobarque, a pesar de tu indignidad, es Dios quiente guía y se muestra extremadamente mi-sericordioso contigo. Tu mayor empeñodebiera ser el de alcanzar una gran humil-dad, porque es el mejor camino para llegaral amor de Dios. Porque es tan grande elpoder de Dios, que puede convertir nues-tra misma corrupción en oro puro de suamor, a condición de que no haya obstácu-lo que lo impida; y el mayor obstáculo esprecisamente el orgullo. Puedes creermecuando te digo que, si eres sinceramentehumilde, Dios hará lo demás.

Quizás te pueda ser provechosa una sen-cilla práctica de que yo me sirvo, para al-canzar la humildad. Y consiste en hacer cadadía tres estaciones.

Primera estación.– Considera lo que se-rías. Si alguna vez en la vida has cometidoun solo pecado mortal, ya por ello hasmerecido ser maldecida eternamente porAquel que es la Verdad y la Bondad infini-ta. Y esta maldición traería para ti las si-guientes consecuencias: separación defi-nitiva de Dios, odio eterno a Dios y a todolo que es bueno, justo y bello, y vivir parasiempre jamás hollada por los pies del de-monio. Y esta sentencia, pronunciada porel que es la misma Bondad, hubiera sidojusta. ¡Amadísima hermana mía! Quizás no-sotros hemos merecido todo esto, y si eneste mismo momento no estamos sufrien-do las consecuencias de esta sentencia, esdebido a la misericordia divina y a los su-frimientos de Jesucristo. ¿Puede haber des-pués de esto, algo que nos parezca dema-siado penoso? ¿Seremos capaces de sen-tirnos heridos si alguna vez nos desprecian?

Segunda estación.– Lo que somos. Nopodemos dar un solo paso que nos acerquea Dios si no contamos con su ayuda. Nues-tras diarias infidelidades, nuestros pecadose ingratitudes y aun nuestros mejores ac-ciones forman una cosecha bien miserable.

Tercera estación.– Lo que podemos lle-gar a ser. Si Dios apartara su mano de no-sotros, volveríamos a ser lo que fuimosantes, y aun peores. Dios lo ve perfecta-mente y conoce bien los abismos de perfi-dia de que somos capaces. ¿Cómo pode-mos, pues, ser orgullosos?

Pero, además de estas tres estaciones,hay otra que siempre debemos tener muyen cuenta. Y es que somos infinitamentericos en Jesucristo y que, en comparaciónde nuestras miserias, las misericordias deDios son como el océano ante una gota deagua. Nunca glorificaremos más a Dios quecuando, a pesar de tener conciencia de nues-tros pecados y de nuestra indignidad, esta-mos llenos de confianza en su misericor-dia y en los méritos infinitos de Jesucris-to, y nos arrojamos con amoroso abando-no en su seno, con la firme convicción deque no sabrá rechazarnos: «Oh Dios, Vosno despreciáis a un corazón humillado ycontrito».

1 de abril de 1918.– Hoy he cumplido60 años. El abismo de mis pecados y demis ingratitudes ha sido purificado en elabismo infinito de la misericordia del Pa-dre celestial.

1920.– La sagrada Liturgia nos dice queel Señor manifiesta su omnipotencia maxi-me miserando et parcendo. Seamos unmonumento que acredite su misericordiapor toda la eternidad. Cuanto más profun-das son nuestra miseria y nuestra indigni-dad, más grande y adorable se manifiestasu misericordia: Abyssus abyssum invo-cat: «El abismo de nuestra miseria llamaal abismo de su misericordia». Es para míun motivo de gran consuelo el comprobarque vais avanzando por este camino que estan seguro, que lleva tan alto y que rindetitulo de gloria a la sangre preciosa de Je-sucristo y a la misericordia de Dios. Estees también el camino que yo sigo. Os pido

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que me ayudéis con vuestras oraciones aproseguirlo sin desmayos.

29 de diciembre de 1922.– Nunca mesiento tan feliz como cuando, prosternadoante la infinita misericordia del Padre paramostrarle mi miseria, mi debilidad y miindignidad, me ocupo menos de mi propiamiseria que de su infinita misericordia.

VIII. La virtud de la religión

1897.– Con el fin de ser y mostrarsesiempre como auténtico representante deJesucristo en el ejercicio de mi ministe-rio con las almas, pondré el mayor cuida-do en estar siempre a infinita distancia detodo lo que sea puramente natural. Comoel mejor exponente del amor que profesaa su Padre, Jesús ha realizado la empresaque le confió para la salvación de los hom-bres: Ut cognoscat mundus quia diligo Pa-trem et sicut mandatum dedit mihi Pater sicfacio. ¿Y cuál es este mandato? Que derra-me su sangre por los hombres. Por eso,ejerceré mi ministerio únicamente poramor a Dios y por cooperar a sus designiosamorosos para con los hombres: Él ha en-tregado a su Hijo por cada uno de ellos y Je-sús ha dado «la mayor prueba de su amor»:Majorem hac dilectionem nemo habet.

4 de enero de 1900.– Al entrar en estenuevo año, he sentido un poderoso impul-so de la gracia para hacer que mi vida tengael mismo objetivo que Dios se ha señala-do a sí mismo: la gloria de su Hijo Jesu-cristo. Me he ofrecido al Padre y a Maríacon esta intención.

1902.– En el confesonario, el sacerdotees el ministro de Jesucristo y cuanto másse identifique con su divino Maestro me-jor participará de sus disposiciones paracon Dios y para con las almas, con lo quehará que desciendan sobre su ministeriobendiciones más abundantes:

1. Que, antes de empezar a oír las confe-siones, nos humillemos profundamente enla presencia de Dios, reconociendo que na-da podemos hacer por el bien de las almassin contar con su ayuda: Sine me nihil po-testis facere.

2. Que ofrezcamos esta acción tan santacomo un acto de amor al Señor que nosdijo: «En verdad os digo que cuantas veceshicisteis eso a uno de mis hermanos máspequeños, a mí me lo hicisteis».

3. Que procuremos, en cuanto sea posi-ble, prescindir de nosotros mismos paraque sólo sea Cristo el que obre: Illum opor-tet crescere, me autem minui. Que cuide-mos siempre de hablar y de actuar en nom-bre de Cristo, manteniéndonos siempre enuna gran dependencia respecto de su Espí-ritu. Si quis loquitur, quasi sermones Dei;si quis ministrat, quasi ex virtute quam ad-ministrat Deus ut in omnibus glorificeturDeus per Jesum Christum.

4. Que evitemos todo afecto personalpor parte de los penitentes, actuando siem-pre con la única intención de llevarlos aDios, sin buscar ningún interés mundano.

1 de febrero de 1906.– Desde hace al-gún tiempo, el Señor me ha hecho ver cla-ramente lo que Él ha dicho de sí mismo:«Yo soy el principio, el mismo que hablocon vosotros». Es necesario, pues, que Élsea el principio de toda mi actividad. Y paraello es preciso que «me renuncie a mí mis-mo para servir a Cristo». Esta continua in-molación de sí mismo ante Cristo realizay lleva a su cumplimiento el gran deseo ex-presado por el Padre: «Todo lo pusiste de-bajo de sus pies». «Todos sus ángeles leadoran». «La obra de Dios es que creáis enAquel que Él ha enviado». Jesucristo ha di-cho: «Si alguno me ama, guardará mi pala-bra y mi Padre le amará». La función pro-pia del ministro consiste en poner todassus facultades a los pies de su señor, para

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que éste las emplee según su juicio y suquerer. Mi divino Maestro ha dicho: «Seme ha dado todo poder en el cielo y en latierra». Mi misión consiste en ejecutar susórdenes y en cumplir sus designios. Él esla Sabiduría, el Poder y el Amor; y sin Élyo no soy otra cosa que necedad, debilidady egoísmo: «Sin mí nada podéis hacer».

Me he convencido de que esto no es po-sible sin una vida de recogimiento y sin re-currir continuamente al divino Maestro.

1 de noviembre de 1908.– Pedid paramí la gracia de que Jesús sea el dueño ab-soluto de mi alma, y que nada se mueva enmí sino por impulso suyo. Este es el obje-to de todos mis deseos, aunque reconozcoque estoy muy lejos de haberlo consegui-do.

2 de diciembre de 1908.– Para mí Je-sús lo es todo. Yo no puedo ni rezar, ni ce-lebrar, ni cumplir el ministerio sagradosino con una dependencia absoluta respec-to de su acción y de su Espíritu. Dios meha proporcionado un gran deseo de hacerde Jesucristo el Señor absoluto de mi vidainterior y el único manantial de que se ali-mente toda mi actividad. Es verdad que es-toy muy lejos de haber llegado a este ideal,debido a mi amor propio y a mis innume-rables infidelidades, pero abrigo una granconfianza de que llegará un día en que pue-da decir con toda verdad: «Y ya no vivo yo,es Cristo quien vive en mí». Entonces serácuando me revelará los secretos de su di-vinidad, según su promesa: «El que meama… yo me manifestaré a él».

15 de diciembre de 1908.– Orad por mí,para que Jesús se convierta en el dueño ab-soluto de mi alma, y pueda yo vivir en unadependencia cada vez mayor respecto desu Espíritu. Me doy perfecta cuenta de queeste es precisamente mi camino, y que silogro alcanzar este ideal, entonces Jesússe servirá de mí para su gloria.

21 de diciembre de 1908.– Pedid paramí la gracia de que sea humilde y fiel sier-vo de Jesucristo, que le esté completamen-te sujeto en todo: Omnia subjecisti sub pe-dibus ejus, y que me lleve adonde Él está:in sinu Patris.

13 de diciembre de 1913.– Siento quedesde hace algún tiempo el Señor me atraefuertemente a vivir una vida de unión másíntima con Él. Mi mayor deseo consisteen que Jesús llegue a reinar y a vivir en miinterior de manera que todas mis potencias,facultades y deseos le están perfectamen-te sometidos. Rogad por esta intención.

IX.- El mayor de los mandamientos

5 de octubre de 1887.– Hay un pensa-miento que me llena de consuelo cuando,al leer las vidas de los santos, me sientotentado de descorazonarme ante la impo-sibilidad en que me encuentro de imitar susausteridades: Plenitudo legis est dilectio.El amor puede ser perfecto sin estas aus-teridades y, por el contrario, estas austeri-dades sin el amor son æs sonans aut cym-balum tinniens. Si yo renunciara a mi pro-pia voluntad en todas mis acciones y lashiciera únicamente por amor de Dios, mesorprendería muy pronto de los progresosrealizados. Y verdaderamente, ¿por qué lohe dejado todo y he entrado en este mo-nasterio si no es para alcanzar la meta delamor de Dios?

18 de abril, martes de Pascua, de1900.– He recibido muchas luces al medi-tar en estas palabras: «Cristo vive paraDios». He llegado a sentir la intensidad deesta vida de Jesús consagrada enteramen-te a Dios. La forma más elevada de perfec-ción consiste en que nuestra vida se una aesta vida de Jesús. Sin Él nada podemoshacer y Él ha venido precisamente para co-municarnos esta vida: «Así como el Padretiene la vida en sí mismo, así dio también

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al Hijo tener vida en sí mismo». «Yo he ve-nido para que tengan vida y la tengan abun-dante». La Resurrección es el misterio deesta vida y Jesús nos la comunica princi-palmente en la sagrada comunión: «Si nocoméis la carne del Hijo del hombre… notendréis vida en vosotros». Este es el panque da la vida al mundo. He experimentadoun deseo cada vez mayor de asociarme aesta vida divina para que Jesús sea glorifi-cado en mí. Este es precisamente el fin desu vida gloriosa: «Ha resucitado para nues-tra justificación», y esta acción la conti-núa por toda la eternidad: «Siempre vivepara interceder por ellos». Esta vida de Je-sús no es otra cosa que el amor que profe-sa a su Padre, y que produce esta maravi-llosa floración de todas las virtudes hu-manas que fueron divinizadas en Él. Estees nuestro modelo. Por eso he tomado laresolución de procurar con todas mis fuer-zas unir mi pobre vida a esta vida intensa ydivina.

1 de junio de 1901.– Me siento cada díamás impulsado a adoptar la práctica de vidainterior de perderme en Jesucristo. Quesea Él quien piense y quien quiera en mí yquien me lleve hacia su Padre. La única pe-tición que nos ha enseñado a hacer a Diospor nuestras almas es: Fiat voluntas tuasicut in Caelo. Yo me empeño en amar susanta voluntad en las mil pequeñas con-trariedades e interrupciones de cada día.

4 de noviembre de 1903.– Una vez quenos hemos persuadido de que la voluntadde Dios no se distingue de su esencia, cla-ramente se echa de ver que debemos pre-ferir esta voluntad adorable a toda otra cosay adoptarla como suprema norma de nues-tra voluntad, en cuanto ella hace, ordena opermite. Debemos tener nuestra mirada fijaen esta santa voluntad y no en las cosas quenos inquietan y nos preocupan.

18 de abril de 1906.– Cuando vivimosunidos a Jesús, vivimos in sinu Patris. Esta

es la vida de amor puro, que supone la he-roica determinación de hacer siempre loque es del mayor agrado del Padre: «Nome ha dejado solo, porque Yo hago siem-pre lo que es de su agrado». Ni nuestrasdebilidades ni nuestras miserias puedenimpedirnos el estar in sinu Patris, porqueeste es el seno de la misericordia y del amorinfinito; aunque para ello es necesario unprofundo menosprecio y anonadamiento desí mismo, y tanto mayor cuanto más cercaestamos de esta santidad infinita. Es pre-ciso, además, que nos apoyemos en Jesús,«que ha venido a sernos de parte de Diossabiduría, justicia, santificación y reden-ción». Todo cuanto hacemos in sinu Pa-tris, con espíritu de adopción filial, es deun valor inmenso. Pero este estado supo-ne la ausencia de toda falta deliberada y detoda resistencia voluntaria a seguir las ins-piraciones del Espíritu Santo. Porque, sibien es verdad que Jesucristo toma sobresí «nuestras debilidades y miserias», tam-bién es cierto que no acepta el menor pe-cado deliberado.

Retiro en Paray-le-Monial, 20 demarzo de 1909.– Meditando hoy en el tex-to de San Pablo (Ephes., I, 11), me he dadoperfecta cuenta de que Jesús es nuestrotodo. Mi corazón unido al suyo se con-vierte en el objeto de las complacenciasdel Padre. Su corazón es el corazón hu-mano de Dios. Este corazón, en cuanto quees el corazón del Verbo (al cual le está uni-do personalmente), pertenece enteramen-te al Padre y, en cuanto que es el cora-zón de una criatura, obra con absolutadependencia respecto de Él.

Y con la misma claridad me he dado cuen-ta de que esta dependencia es la que da unvalor divino a nuestra actividad y he com-prendido que es preciso cultivar esta de-pendencia y pedirla en nuestras oraciones.

He tomado la resolución de leer la Sa-grada Escritura, leyendo habitualmente una

Notas de dom Marmion sobre su vida sacerdotal

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epístola de San Pablo entera, siempre queme sea posible; porque esta práctica será,a no dudarlo, una fuente de luz y de paz parami alma.

14 de agosto de 1912.– Cantaré la Misapor tus intenciones y por las mías, para queel Padre celestial nos una cada día más ensu santo amor y nos lleve a Jesús: «Nadiepuede venir a mí si el Padre, que me ha en-viado, no la trae». Efectivamente, todo donperfecto (Jesús, María, la gracia, la amis-tad santa) desciende del Padre. ¡Amémos-le, pues, con todo nuestro corazón! «Quien-quiera que hiciere la voluntad de mi Pa-dre…, ése es mi hermano y mi hermana ymi madre». No podemos hacer cosa quesea más grata al corazón de Jesús que unir-nos a Él en el amor que profesa a su Padrey en el cumplimiento de su santa voluntad.

16 de febrero de 1913.– Tengo una granesperanza de poder vivir en adelante sólopara Dios. Siento que es voluntad de Jesu-cristo que yo, a ejemplo suyo, viva propterPatrem, y esto de dos maneras: 1) siendoÉl quien inspire toda mi conducta; y 2)empleando toda mi actividad para su ma-yor gloria.

4 de diciembre de 1917.– Vivamos ín-timamente unidos al Corazón de Jesús.Unamos nuestra alma y nuestro corazón alos suyos, para que no veamos sino por susojos, y no amemos sino por su corazón.

El Verbo procede enteramente del Pa-dre. Por eso es por lo que el Padre encuen-tra en el Verbo su gloria y su gozo infini-tos. Este Verbo vuelve enteramente al senodel Padre con un amor infinito.

Este misterio lo expresa Jesús en su hu-manidad: a) por su absoluta dependenciadel Padre. Toda su doctrina, sus proyectosy su obra los ve en su Padre. Esta es la abso-luta perfección divina; b) haciéndolo todopor amor al Padre: quæ placita sunt Patrifacio semper.

Lo mismo cabe decir de nosotros. «ElPadre nos ha engendrado voluntariamen-te en el Verbo». En Él y con Él debemosrefluir nosotros con amor in sinum Patris.a) Nuestra alegría debe consistir ut faciamvoluntatem ejus qui misit me. Todo pro-yecto y todo sueño ambicioso se oponedirectamente a este amor. b) Debemos ha-cerlo todo por amor: ambulate in dilec-tione sicut filii carissimi.

19 de marzo de 1918.– Lo que pido contoda insistencia al Padre por ti es: sanc-tifica eam in veritate. Debiéramos desearardientemente ser precisamente aquelloque nuestro Padre celestial quiere que sea-mos, ni más ni menos. Uno de estos últi-mos días se lo he dicho en un arrebato deamor: «Sé Tú, oh Padre, mi director y hazque yo sea aquello precisamente que Túquieres que sea: muy débil y muy misera-ble por mí mismo, pero muy fuerte y muyfiel en Vos y en vuestro Espíritu». Creo enel amor que el Padre nos tiene y quiero, encambio, que Él vea el amor que yo le tengoen Jesucristo.

9 de marzo de 1922.– Me encuentrobien. Deo gratias. Dios es quien me sos-tiene. A pesar de las grandes tentaciones yde las pruebas interiores a que estoy so-metido, vivo, no obstante, íntimamenteunido a su voluntad. A veces parece que merechaza, y bien sé que lo merezco; pero yosigo obstinadamente esperando en Él…Me he dado perfecta cuenta de que el ver-dadero camino para llegar a Dios consisteen humillarse muchas veces ante Él con unsentimiento profundo de nuestra indigni-dad y luego creer en su bondad: nos credi-dimus caritati Dei, y arrojarse a sus bra-zos y abandonarse a su corazón de Padre.

X.- Hoc est præceptum meumMayo de 1889.– Me he sentido vivamen-

te impresionado al pensar que Dios acep-

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ta, como si se lo hiciésemos a Él mismo,cuanto hacemos por nuestros hermanos.Jesús se me entrega sin reserva alguna to-das las mañanas en el Santísimo Sacramen-to y me pide en cambio que durante el díale demuestre el amor que le tengo amandoa mis hermanos.

Resolución.– Venerar habitualmente aJesucristo en la persona de mis hermanos,poniéndome muchas veces en espíritu a suspies y diciéndome interiormente que lo queyo pienso de ellos o hago en su obsequioes como si lo pensara o hiciera al mismoJesucristo.

Cuanto más pienso en el amor de mishermanos, más me doy cuenta de su im-portancia y comprendo mejor por qué elApóstol San Juan no cesaba de inculcarlo.Al meditar en la aparición de Jesús a losdiscípulos de Emaús, he visto que no se li-mitaron a ofrecerle hospedaje, sino que leforzaron a entrar en su casa, y esto es loque me ha proporcionado una gran luz so-bre cómo debo practicar la caridad, bus-cando cuantas ocasiones pueda para ayu-dar a mis hermanos, aunque sea a expensasde mi propia comodidad.

1 de junio de 1901.– El Señor me ha in-vitado en la oración a identificarme con Él:«vivir en Él y Él en mí», y me ha impulsa-do: 1) a realizar en unión con Él actos deamor a su Padre; 2) a abandonarme ente-ramente a Él; 3) a amar al prójimo comoÉl le ha amado. Este último punto ejercesobre mí una gran atracción desde hace al-gún tiempo. Siento un gran aumento deamor por la santa Iglesia, Esposa de Jesu-cristo. Tengo una especie de sentimientohabitual de que el prójimo es el mismoCristo, y esto me impulsa a mostrarme ca-ritativo con todos. Veo con gran claridadque la caridad comprende todas las demásvirtudes y que nos impone un continuo re-nunciamiento.

23 de febrero de 1903.– Nuestro Se-ñor me da una confianza cada vez mayor enla eficacia del santo sacrificio y del oficiodivino. Cuando celebro la santa Misa o rezoel breviario, me parece que llevo conmigoa todos los que están afligidos, a todos losque sufren, a todos los pobres, en una pa-labra, todos los intereses de Jesucristo.Cuando me consagro a Jesús, suelo ordi-nariamente experimentar la sensación deque me une a Él y a todos sus miembros, yme ruega que abrace su mismo ideal, paraque pueda decirse de mí lo que el profetaanunció de Él: «Él tomó nuestras enferme-dades y cargo con nuestras dolencias».

20 de enero de 1904.– (A su superior).Hace algún tiempo que el Señor me vieneuniendo más íntimamente a Él y me doymás clara cuenta de la nada de las criatu-ras… Es una cosa curiosa: desde que meentrego más a Dios en la oración, vengoexperimentando un sentimiento más vivode mi unión con todos los miembros de laIglesia y con algunos en particular. Tengola impresión de que llevo en mi corazón atoda la Iglesia y esto especialmente en lasanta Misa y en el oficio divino, lo cualme evita muchas de las distracciones queantes tenía.

19 de enero de 1905.– No podéisimaginaros cómo es comido mi tiempo. Ydigo comido, porque todas las mañanas mepongo en la patena con la hostia que se va aconvertir en Jesucristo; y de la misma ma-nera que Jesucristo se pone allí para ser co-mido por todos sin distinción –sumunt boni,sumunt mali, sorte tamen inæquali–, así yotambién soy comido durante el día por todaclase de gentes. ¡Quiera nuestro amado Sal-vador ser glorificado por mi destruccióncomo Él lo es por su propia inmolación!...

Febrero de 1906.– Jesús está siempreunido a su Iglesia y… esta unión es el mo-delo de cualquiera otra unión… Jesús amaa su Iglesia y le está unido, porque la con-

Notas de dom Marmion sobre su vida sacerdotal

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templa en el amor que profesa a su Padre.«Yo ruego por ellos… porque son tuyos».El que está verdaderamente unido a Jesúslo está también a todos los miembros desu Iglesia, y cumple todos sus deberes enÉl y por Él. Jesús se presenta a nosotrosen nombre de su Iglesia, llevando comosuyas todas sus debilidades y todos sus do-lores: vere languores nostros ipse tulit etdolores nostros ipse portavit.

16 de diciembre de 1917.– Os agradez-co desde lo más íntimo de mi alma el vo-lumen [Vida de Santo Domingo] que mehabéis enviado. Hay en el prólogo del mis-mo una frase que se refiere a vuestro santofundador, que ha producido un gran eco enmi alma: «Pasó por el mundo… como elVerbo de Dios… fue la palabra, la predica-ción, el Verbo siempre en acción»… ¡Quéideal más hermoso! Sansón (figura de Cris-to, que es la «Sabiduría y la Fortaleza deDios») derrotó a los filisteos con una qui-jada de asno. Sansón era mucho más pode-roso y más fuerte con esta arma tan senci-lla que cualquier otro con el arma más per-fecta. Y mi mayor deseo es, precisamente,ser un arma así en las manos del Verbo, por-que la causa instrumental obra en virtud dela fuerza de la causa principal. Oremos mu-tuamente el uno por el otro para que poda-mos llegar a alcanzar este ideal sublime ydivino.

XI-XII.- El sacrificio de la MisaPentecostés de 1907.– He llegado a

comprender claramente que Jesús, que envirtud de su misma esencia está enteramen-te consagrado al Padre, ha elegido la for-ma más perfecta de consagrarse tambiénal Padre en cuanto hombre, ofreciéndosea Él como víctima. Por eso precisamentese hizo «sacerdote eterno» desde el pri-mer momento de su encarnación. San Pa-blo es quien nos revela el primer impulso

del alma de Jesús en este primer momen-to: «Al entrar en el mundo» dirige una mi-rada retrospectiva al Antiguo Testamentoy ve que todos sus sacrificios no son sino«flacos y pobres elementos», incapacespara glorificar debidamente a su Padre:«No quisiste sacrificios ni oblaciones, pe-ro me has preparado un cuerpo». Enton-ces se ofrece como víctima: «Entonces, yodije: Heme aquí». Y ya desde ahora Jesu-cristo es sacerdote: «Por el Espíritu eter-no a sí mismo se ofreció inmaculado a Dios».Se ofrece por amor: «Para que el mundosepa que amo a mi Padre».

El Apóstol nos exhorta a que imitemos aJesucristo en esta oblación: «Os ruego,pues, hermanos, por la misericordia deDios, que ofrezcáis vuestros cuerpos comohostia viva, santa, grata a Dios, que tal seavuestro culto racional». Nosotros partici-pamos del sacerdocio de Cristo y de suestado de víctima, porque dice: «Ofrecedvuestros cuerpos». Esta es la función pro-pia del sacerdote, porque lo que nosotrosofrecemos es a nosotros mismos, corporavestra, como hostia viva, etc. Otro de nues-tros deberes sacerdotales es el de imitar lareverencia que Jesucristo tuvo para con suPadre: «Fue escuchado por su reverencialtemor», y sobre todo porque, al paso quenosotros somos tan indignos, Él es un«Pontífice santo, inocente, inmaculado,apartado de los pecadores y más alto queel cielo». Como intermediarios que somosentre Dios y los hombres, nuestra actituddebiera ser de adoración y de anonada-miento ante la majestad de Dios. Y en cuan-to que somos hostias, debemos entregar-nos a Dios y al cumplimiento de su volun-tad, como «el cordero inmolado» que yaceanonadado entre el supremo Creador y seentrega sin reservas a la suprema Bondad.

Este sacrificio de Jesucristo se perpe-túa constantemente, porque constantemen-te se inmola en alguno de los altares del

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mundo, y permanece como hostia en to-dos los sagrarios. Nuestra vida debiera es-tar siempre unida a esta vida de sacerdotey víctima de Jesucristo.

Septiembre de 1910.– He comprendi-do mejor que nunca:

1. Que la Iglesia es Israel quem coæ-quasti Unigenito tuo, y que cuando nosasociamos a ella, nos beneficiamos de to-dos los méritos de Jesucristo, a pesar denuestras miserias y de nuestra indignidad.

2. Jesucristo mereció y nos aplicó todaslas gracias en la cruz. En el altar no nosmerece las gracias, pero nos las aplica enla misma medida de nuestra fe y de nuestraunión con Él.

3. Se puede morir de sed junto a unafuente de agua pura. Para beber, hay queacercarse a la fuente y aplicar los labios aella. Pues lo mismo ocurre en el altar: Sicutcredidisti, fiat tibi.

Durante la Misa conventual que canta-mos todos los días, suelo meditar en el granacto que se realiza en el altar, y os diré quelas más de las veces experimento una granalegría y un profundo reconocimiento alconsiderar que la presencia de Jesucristoen el altar me proporciona la oportunidadde ofrecer al Padre una reparación que seadigna de Él y una satisfacción de valor in-finito. ¡Cuántas gracias se contienen en lasanta Misa!

1910.– He meditado durante largo ratosobre el amor que nos ha mostrado el Pa-dre al darnos su Hijo: Sic Deus dilexit mun-dum ut Filium suum Unigenitum daret. Y alpreguntarme qué es lo que yo le podría daren retorno, me ha hecho comprender quele dé su mismo Hijo. En el momento de laconsagración, suelo adorar a este Hijo quees objeto de sus complacencias y se loofrezco al Padre, y durante todo el día pro-curo permanecer en esta misma actitud deadoración y de ofrecimiento de Jesús al

Padre. Si hacéis esto mismo, llegaréis adesaparecer en Él.

…Si es cierto que Dios Padre recibe mu-chas ofensas, no es menos cierto que tam-bién es objeto del mayor amor que puedadarse: Majorem hac dilectionem… Jesu-cristo decía esto principalmente refirién-dose al amor que profesaba a su Padre, por-que Él murió, ante todo, por la gloria delPadre: Sicut mandatum dedit mihi Pater.Por eso es por lo que yo experimento ungran consuelo al considerar que tengo en-tre mis manos y ofrezco al Padre celestiala este Hijo suyo que le profesa un amorinfinito.

4 de abril de 1917.– Al revestirme losornamentos sagrados antes de celebrar lasanta Misa, tengo un vivo sentimiento deque, por medio de la Iglesia, me uno ínti-mamente con el gran pontífice Jesucristoy que por ella y con ella participo de lasmismas disposiciones de nuestro Salvador.

4 de septiembre de 1918.– Mi prepa-ración ordinaria para celebrar la santa Misasuele consistir en unirme íntimamente conJesús sacerdote y víctima.

Después de la Misa, me parece que Je-sús me dice: Ego et Pater unum sumus.Entonces pongo a sus pies mi alma, mi co-razón y todas mis fuerzas y le digo: «¡OhJesús mío!, Tú eres una misma cosa con elPadre y yo soy una misma cosa contigo, ymi alma no desea más que obrar en todopor ti, contigo y en ti».

Cuando después de la Misa tengo a Je-sús en mi corazón, le estoy íntimamenteunido. La fe me dice que Él está en mí y yoen Él. Jesús está en el seno del Padre y yo,pobre pecador, estoy allí mismo con Él. Yle digo al Padre: Yo soy el Amén de Jesús.¡Amén! Que vuestro Hijo Jesús os diga enmi lugar todo cuanto debiera deciros. Élme conoce y sabe cuáles son mis miserias,mis necesidades, mis aspiraciones y de-

Notas de dom Marmion sobre su vida sacerdotal

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seos. ¡Qué confianza me inspira este pen-samiento!

1921.– Cuando estoy celebrando la san-ta Misa, me hago la idea de que el Padrecelestial está delante de mí y que todas lasdebilidades y miserias de mi alma y las deaquellas almas por las que ruego son lasmiserias y debilidades del mismo Cristoque se identifica con sus miembros: Verelanguores nostros ipse tulit.

Todos los días pienso durante la santaMisa en todos aquellos que gimen en lamiseria y en la aflicción y pido a Cristoque se digne servirse de mis labios para in-terceder por todas estas miserias. Así escomo el sacerdote se convierte en totiusEcclesiæ.

XIII.- El banquete eucarísticoFiesta del Sagrado Corazón de 1888.–

Me siento profundamente impresionadopor algunos pensamientos que se me ocu-rren respecto de la Sagrada Eucaristía.

Me doy perfecta cuenta de que la Euca-ristía es el gran manantial de la gracia. Je-sús se nos da a sí mismo y nos da tambiénal Espíritu Santo y toda suerte de gracias yde favores.

También me ha impresionado la idea deque, al darnos a Jesús en la sagrada comu-nión, el Padre nos da todas las cosas y laprenda más segura de todo cuanto le pedi-mos, de suerte que no nos puede caber lamenor duda de que, por su parte, está dis-puesto a concedérnoslo todo: «En Él ha-béis sido enriquecidos en todo». Por lo tan-to, si recibimos poco, es por culpa nues-tra.

1888.– Tengo la costumbre de hacer to-dos los días al mediodía una breve visita alSantísimo Sacramento, después de la cualsuelo recogerme en mi interior, para deciral Señor: «¡Oh Jesús mío!, mañana os re-

cibiré en mi alma, y mi más ardiente deseoes que os pueda recibir de la manera másperfecta posible. Reconozco que por mímismo soy incapaz de ello. Vos mismo lohabéis dicho: “Sin mí, nada podéis hacer”.Oh, Jesús, Sabiduría eterna, preparad Vosmismo mi alma para que sea vuestro tem-plo, que yo para ello os ofrezco todos lostrabajos y sufrimientos de este día, a finde que hagáis que sean agradables a vues-tros divinos ojos y realicéis lo que dijisteis:Santificavit tabernaculum suum Altis-simus».

Jueves Santo de 1901.– Hoy he hechomi comunión pascual. Cada vez veo másclaramente en la oración, y hoy lo he vistocon mayor claridad aún, que el principalobjetivo que se propuso Jesucristo al ins-tituir la Eucaristía fue el de incorporarnostanto a Él como a su Cuerpo Místico, a finde que por Él y con Él pudiésemos realizarla gran obra del Padre: nuestra santifica-ción y la salvación del mundo: Opus consu-mmavi quod dedisti mihi ut faciam. Cadadía siento más palpablemente la invitaciónque me hace el Señor de entregarme a Élsin reservas, sin otro plan ni deseo que elde cumplir su voluntad en la misma medi-da que se digne manifestármela.

1904.– La comunión nos une por mediode Jesús a las tres personas. Cuando tengoa Jesús en mi corazón, suelo decir al Pa-dre: «¡Oh Padre celestial!, yo os adoro yos doy gracias y me uno a vuestro divinoHijo y reconozco con Él que todo cuantotengo y todo cuanto soy lo he recibido deVos: Omne datum optimum… Manus tuæfecerunt me»… Después de esto, me unoal Verbo y le digo: «¡Oh Verbo eterno!, nadasé y nada valgo por mí mismo; pero, gra-cias a la fe, sé todo lo que Vos sabéis ytodo lo puedo en Vos». Por fin, me uno alEspíritu Santo, para decirle: «¡Oh Amorsustancial del Padre y del Hijo, yo me unoa Vos; deseo amar como Vos amáis; nada

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valgo por mí mismo, pero dignaos permi-tirme que me una a Vos con todo mi cora-zón y llevadme hasta el seno de Dios».

A veces, cuando tengo todavía al Señordentro de mí, suelo recorrer los diferen-tes pasos de su vida y sus distintos estadosy le adoro en el seno del Padre y en el senopurísimo de la Virgen, donde hizo su mo-rada; me traslado a Belén, a Nazaret, al de-sierto, al calvario… Así es como me uno aJesús en cada uno de sus estados y estecontacto con Él me proporciona la graciapropia de cada uno de sus misterios.

1918.– Cantar en unión con el Verbo elhimno del universo al Padre. En el Benedi-cite todas las criaturas reciben vida ennuestra inteligencia de la misma maneraque existen en aquella idea de la inteligen-cia del Verbo, que es el arquetipo de todaslas cosas: in quo omnia constant, per quemomnia facta sunt. De esta suerte, el hom-bre se convierte en el ojo de cuanto no ve,en el oído de cuanto no oye y en el cora-zón de cuanto no ama. Por eso, precisa-mente, es por lo que la Iglesia pone estehimno en los labios del sacerdote, que hacelas veces de Cristo.

Verbum caro factum est, et habitavit innobis.

El Dios de la Revelación es «el Padre deNuestro Señor Jesucristo, el Padre de lasmisericordias y el Dios de toda consola-ción».

Adoración silenciosa de la majestad di-vina que está oculta en Cristo. (Esto varíasegún la liturgia del día y la inspiración dela gracia).

1920.– No sabría explicaros las divinascomplacencias que experimenta el Padrecelestial, sobre todo después de la comu-nión, cuando ve a un alma que está sumer-gida en el Verbo y vive de su vida, adoptan-do ante Él una postura de humildad y deamor. Esta es la hora del día en que gozo

del don de la paz y en que veo a Dios enmedio de la oscuridad.

21 de abril de 1922.– ¡Qué bueno esDios conmigo! Puedo decir que al presen-te vivo de la comunión que recibo cada día.Durante la mañana, vivo de la fuerza queme comunica este divino alimento; por latarde, del pensamiento de la comunión quevoy a hacer al día siguiente, ya que la co-munión nos fortalece en la misma medidade nuestro deseo y de nuestra preparación.Jesucristo ha prometido que el que le comavivirá de Él. Su vida se hace nuestra vida yse convierte en el manantial de donde bro-ta toda nuestra actividad.

XIV.- El oficio divino1 de mayo de 1887.– El pensamiento de

que soy un embajador designado por laIglesia para presentar varias veces al día unmensaje ante el trono del Altísimo, me sir-ve de gran estímulo para recitar debida-mente el oficio divino. Este mensaje de-bemos presentarlo en los términos y conel ceremonial establecido por la Iglesia.

1888.– En la oración, y señaladamenteen el oficio divino, encuentro una gran ayu-da para unirme a Jesús en su condición decabeza de la Iglesia y de abogado para conel Padre. Jesús ejerce su sacerdocio eter-no en el cielo presentándose erguido anteel trono de la adorable Trinidad y mostran-do sus sagradas llagas. Dios no puede re-chazar su plegaria: Exauditus est pro suareverentia. Por eso me uno a Cristo, comomiembro de su Cuerpo Místico, y sientouna gran confianza y recibo grandes luces.

1914.– Tengo la íntima convicción de quecuanto más se avanza en la vida y más serelaciona uno con Dios, mejor se llega acomprender cuán excelente es la alabanzaque tributamos a Dios en el oficio divino.No hay otra obra que ni de lejos se acer-

Notas de dom Marmion sobre su vida sacerdotal

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que a la alabanza del oficio divino. Enmar-cando el santo sacrificio que constituye sucentro, el oficio divino constituye la ala-banza más pura que el hombre puede tribu-tar a Dios, porque es la asociación más ín-tima del alma al himno que el Verbo encar-nado canta a la adorable Trinidad.

1921.– Hay un pensamiento que me ayu-da mucho en la recitación del oficio divi-no y es el siguiente: El Espíritu Santo es elMaestro que nos dan el Padre y el Hijo, elDoctor de la perfección. Suelo muchas ve-ces experimentar una gran alegría cuandorezo el oficio divino, al sentir que el Espí-ritu Santo ruega en nosotros, «con gemi-dos inenarrables», y al saber que los sal-mos me proporcionan el gran consuelo depoder expresar al Padre celestial todo loque debo decirle. ¡Tienen los salmos unasriquezas tan grandes! Cuando los recitamosbajo la dirección del Espíritu Santo, quees quien los ha compuesto, manifestamosa Dios todas nuestras penas, necesidades,alegrías, alabanzas y todo nuestro amor.Tengo también la costumbre de decir encada salmo: Pater caritatis, da mihi spi-ritum tuum.

Nunca empiezo el oficio divino sin ha-cer antes un acto de fe en Jesucristo, queestá presente por la gracia en mi corazón,y sin unirme a la alabanza que tributa a suPadre. Yo le ruego que glorifique a su san-ta Madre, a todos los santos y, en especial,a los santos del día y a mis santos patro-nos. Luego me uno a Él como a cabeza dela Iglesia y como a Pontífice supremo paraque defienda la causa de toda la Iglesia.Para esto, dirijo mi vista a todo lo que elmundo encierra de miseria y de necesida-des: los enfermos, los agonizantes, los ten-tados, los desesperados, los pecadores, losafligidos. Yo cargo en mi corazón todos losdolores, todas las angustias y todas las es-peranzas de cada una de esas almas…, ydirijo, también, mi intención a todas las

obras de celo que se emprenden para la glo-ria de Dios y la salvación del mundo: lasmisiones, las predicaciones… Me hago,por fin, cargo de las intenciones de todoslos que se han encomendado a mis oracio-nes, de todos los que amo, de las almas queme están adheridas y de esta manera mepreparo a interceder por todos con Jesu-cristo, qui est semper vivens ad interpe-llandum pro nobis. Después de esto, medirijo al Padre celestial para decirle: «OhPadre, me reconozco indigno de compa-recer ante Vos; pero tengo absoluta con-fianza en la santa Humanidad de vuestroHijo, que está unida a su Divinidad. Apoya-do en vuestro Hijo, me atrevo a presentar-me ante Vos, para penetrar en los esplen-dores de vuestro seno y cantar allí, en unióndel Verbo, vuestras alabanzas.

XV.- El sacerdote,hombre de oración

Fiesta del Sagrado Corazón de 1887.–He llegado hoy al firme convencimientode que nos hacemos agradables a Dios enla misma proporción en que nos confor-mamos a Jesucristo, principalmente por loque respecta a sus disposiciones interio-res. Por eso le agrada tanto a Dios, que, apesar de nuestros pecados, mostremossiempre en la oración una confianza de ni-ños. «Yo sé que siempre me oyes», decíaJesús a su Padre. Nosotros somos los hi-jos adoptivos de Dios, y, por lo mismo,debemos tratar con Dios como con un Pa-dre con humildad y sencillez.

Después de septiembre de 1893.– Je-sús. Cada día estoy más convencido de queJesús lo es todo para nosotros y que susriquezas son indecibles, inenarrables. Éles verdadero Dios y verdadero hombre.Como Dios, es el Verbo, el «esplendor dela gloria del Padre y la figura de su sustan-cia», que contiene en sí toda la vida del Pa-

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dre. Él vive en nosotros «por la fe», y cuan-do oramos y obramos unidos a Jesús, nues-tras oraciones se convierten en el himnoque el Verbo canta sin cesar al Padre, gra-cias al cual el himno de toda la creación esofrecido a Dios.

Jesús ha dicho: «Si permanecéis en mí ymis palabras permanecen en vosotros, pe-did lo que quisiereis y se os dará». Por esoprocuro, fiado de esta promesa, tener antemis ojos alguna palabra del Señor y pre-sentar mi petición «firme en la fe». Estamanera de orar me resulta muy fácil y muyeficaz. Tomo, por ejemplo, esta palabra deJesús: «Pedid y recibiréis, porque quien pi-de recibe»…, y me arrodillo en espíritu an-te Jesús, para contemplar estas palabras quebrotan de la boca del Verbo y para adorar a laVerdad infinita, fortis in fide, por su gracia.

1894.– Si, por una parte, es verdad quenuestros pecados nos hacen indignos de serescuchados, también es cierto, por otra par-te, que la santidad de Jesús y el fervor conque ruega por nosotros hacen que el Padrese olvide de nuestra indignidad, y que notome en consideración sino a Aquel que Élha constituido como abogado nuestro. De-bemos tener también en cuenta que por elbautismo nos hemos hecho miembros deJesucristo, y que, por efecto de esta unión,nuestras necesidades son, en cierta mane-ra, las necesidades del mismo Jesucristo.Y no podemos pedir nada que diga relacióna nuestra salvación o a nuestra perfecciónque no se pueda decir que lo pedimos tam-bién por el mismo Jesucristo, y que el ho-nor y la gloria de los miembros redunda enhonor y gloria de la cabeza.

Segundo domingo de Cuaresma de1896.– He llegado a comprender clara-mente que todas las promesas que el Pa-dre ha hecho a su único Hijo Jesucristo lasha hecho también a sus hijos adoptivos.

Cuanto más íntimamente nos unimos aJesucristo por la fe y el amor, nos hace-

mos más hijos de Dios –«a cuantos le re-cibieron, dióles poder ser hijos de Dios»:esta «aceptación» de Jesús comprende di-versos grados– y mejor se realizarán en no-sotros las promesas divinas.

Cuando nos presentamos ante el Padrecelestial en nombre de Jesucristo, conser-vando con firmeza nuestra fe en Él, el Pa-dre dice: Vox quidem est vox Jacob, manusautem sunt manus Esau. Lo cual viene asignificar que de tal manera estamos «re-vestidos de Jesucristo», que el Padre noatiende sino a sus méritos y, fascinado «porel perfume de sus virtudes», fragrantiamvestimentorum ejus, se olvida por comple-to de nuestra indignidad: Ecce odor filii meisicut agri pleni cui benedixit Dominus, ynos colma de sus bendiciones, y no de ben-diciones terrenas como aquellas que el Pa-triarca Isaac pedía para Jacob, sino de ben-diciones celestiales.

28 de febrero de 1902.– Casi todo eltiempo de la oración lo ocupo en contem-plar y adorar la voluntad del Padre que semanifiesta en la sabiduría del Verbo, conel que me confundo en un mismo amor ha-cia el Padre.

Septiembre de 1906.– Durante la ora-ción me siento inclinado a prosternarme alos pies de Jesucristo y a decirle: Reco-nozco que soy muy miserable y que nadavalgo, pero Vos lo podéis todo: Vos soismi sabiduría y mi santidad. Vos contem-pláis al Padre y le adoráis y le decís cosasinefables. ¡Oh Jesús mío! Yo quiero decir-le lo mismo que Vos le decís; decídselo ennombre mío. Vos veis en el Padre todo loque Él quiere de mí y todo lo que quierepara mí. Vos veis en Él si tendré salud o siestaré enfermo, si gozaré de consuelos otendré que padecer. Vos veis cuándo y cómohe de morir. Pues aceptadlo todo por mí,ya que yo lo acepto con Vos por ser esavuestra voluntad.

Notas de dom Marmion sobre su vida sacerdotal

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Navidad de 1908. Consagración a laSantísima Trinidad. ¡Oh Padre eterno!,postrados a vuestros pies en humilde ado-ración, queremos consagrar todo cuantosomos y tenemos a la gloria de vuestroHijo Jesús, el Verbo encarnado. Vos lo ha-béis constituido rey de nuestras almas.Sometedle, pues, nuestras almas, nuestroscorazones y nuestros cuerpos, de modoque nada se mueva en nosotros sin que Élnos lo mande y lo inspire. Que, unidos aÉl, seamos llevados a vuestro seno y con-sumados en la unidad de vuestro amor.

Oh Jesús, dignaos unirnos a Vos en vues-tra vida santísima, que está enteramenteconsagrada a vuestro Padre y a las almas.Dignaos ser «nuestra sabiduría, nuestra jus-tificación, nuestra redención y nuestrotodo». Santificadnos en la verdad.

Oh Espíritu Santo, amor del Padre y delHijo, haceos horno ardiente de amor enel centro mismo de nuestros corazones,y levantad siempre como llamas ardien-tes nuestros pensamientos, nuestros afec-tos y nuestras acciones a lo alto, hastael seno mismo del Padre. Que nuestra vidaentera sea un Gloria Patri et Filio et SpirituiSancto.

Oh María, madre de Cristo, madre delsanto amor, dignaos formar nuestro cora-zón de modo que sea como el corazón devuestro Hijo.

Este acto de consagración que coronóun período de generosa fidelidad fue elpunto de partida de nuevas ascensionesespirituales.

10 de diciembre de 1911.– Una mane-ra de orar que me ayuda mucho en mediode mis debilidades y trabajos consiste enecharme a los pies del Padre eterno ennombre de Jesucristo, y decirle: «Oh Pa-dre, Jesús ha dicho que todo lo que se hagaal más pequeño de los suyos lo consideracomo hecho a Él mismo. Pues bien, yo soy

uno de los miembros de vuestro Hijo, con-corporei et consaguinei Christi, y por eso,todo lo que por mí hacéis lo hacéis tam-bién por vuestro Hijo. Tened en cuenta quenunca Jesús os ha negado lo más mínimo yque mis miserias son las suyas: Vere lan-guores nostros ipse tulit». Tengo el con-vencimiento de que esta oración llega ainteresar el corazón del Padre de las mise-ricordias.

28 de febrero de 1916.– El Señor meatrae cada vez más hacia una vida de ora-ción de pura fe, sin consuelo alguno, peroradicada en la verdad.

22 de agosto de 1916.– Caro et san-guis non revelavit tibi sed Pater meus quiin cælis est. Yo me esfuerzo por vivir enesta luz de lo alto, porque, según Ruysbro-eck, ella es el punto de convergencia don-de el alma entra en contacto con el Verbo.Erat Lux Vera quae illuminat omnem ho-minem venientem in hunc mundum. Úni-camente la oratio fidei nos conduce a estaluz. Ella nos purifica, nos diviniza y nostransforma de claridad en claridad.

12 de diciembre de 1916.– Por lo quea mí respecta, debo repetir las palabras deSan Juan Perboyre: «Mi crucifijo sustitu-ye a todos los libros en la oración, porqueCristo es el camino y por Él es como Diosquiere revelársenos: Illuxit nobis in facieChristi Jesu»: «Nos iluminó en el rostrode Cristo Jesús». Cuando contemplo a Cris-to en la cruz, atravieso el velo (su humani-dad) y penetro en el Sancta Sanctorum delos secretos divinos.

4 de abril de 1917.– Experimento siem-pre en mi alma dos sensaciones: por unaparte, una sensación de gran claridad y deextraordinaria facilidad cuando tengo quehablar de Dios o ejercer algún ministerio;y por la otra, en el curso normal de la vida,un sentimiento confuso de vivir unido aCristo bajo la mirada de Dios, que sola-

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mente puedo percibir en medio de una granoscuridad: Nubes et caligo in circuitu ejus.

9 de mayo de 1917.– Siento en el fondode mi alma grandes gracias y luces. Me pa-rece que no solamente Cristo habita en mí,sino que yo estoy como sepultado en Él,rodeado espiritualmente de su presencia.Yo le adoro en respuesta al Padre que merevela su divinidad, y todo esto lo hago dul-cemente, sin esfuerzo, y cada vez de unmodo más permanente. De aquí brota unagran fe y una confianza ilimitada en la bon-dad del Padre celestial, a pesar de que ten-go conciencia habitual de mi miseria, demis faltas y de mi indignidad.

24 de febrero de 1921.– No debéis ol-vidar nunca que la oración es un estado yque, en las almas que buscan a Dios, la ora-ción continúa siempre de una manera quemuchas veces es inconsciente en las pro-fundidades espirituales del alma. Estosdeseos callados, estos suspiros son la ver-dadera voz del Espíritu Santo en nosotros,que conmueve el corazón de Dios: Desi-derium pauperum exaudivit auris tua.

XVI.- La fe del sacerdoteen el Espíritu Santo

3 de marzo de 1900.– Cuando el Verbose desposó con su humanidad, le dio sudote. Como el Esposo era Dios, tambiénla dote debía ser divina. Según la doctrinade los Padres y Doctores de la Iglesia, ladote que el Verbo dio a su humanidad fueel Espíritu Santo, que procede del Hijo ydel Padre, y que por su misma esencia esla plenitud de la santidad… Desde hace al-gún tiempo vengo sintiendo un atractivo es-pecial hacia el Espíritu Santo. Tengo ungran deseo de que sea el Espíritu de Jesúsel que me guíe, me conduzca y me muevaen todas las cosas. Jesucristo no hacía encuanto hombre cosa alguna sino bajo el im-pulso y bajo la dependencia del Espíritu

Santo. De donde resulta que, aunque su hu-manidad le pertenecía únicamente a Él porlo que respecta a la unión hipostática, nadaobraba en ella sino por su Espíritu Santo.

También nosotros hemos recibido estemismo Espíritu Santo en el bautismo y enel sacramento de la confirmación: Quonianestis filii, misit Spiritum Filii sui in cordavestra. Qui adhæret Domino, unus Spiritusest. San Pablo habla constantemente delEspíritu de Jesús, que le guiaba y le ilumi-naba en todas las cosas.

Todo cuanto en nuestras actividades pro-cede de este santo Espíritu es santo: Quodnatum est ex Spiritu, spiritus est… Spiritusest qui vivificat. El que se entrega sin re-servas y sin resistencia a este Espíritu, quees Pater pauperum… Dator munerum, se-rá conducido infaliblemente por el mismocamino que Jesús y de la manera que Jesústiene destinada a cada uno. Este Espíritufue el que movió a Isabel a alabar a María yla misma María fue impulsada por esteEspíritu de Jesús a proclamar la gloria delSeñor.

El Espíritu Santo nos impulsa a dirigir-nos al Padre en los mismos términos enque lo hacía Jesús: Spiritus adoptionis inquo clamamus: Abba, Pater; a glorificar aJesús: Ipse testimonium perhibebit de me;a orar como conviene, profiriendo en nues-tros corazones sus propias demandas gemi-tibus inenarrabilibus; a la humildad y a lacompunción, quia ipse est remissio om-nium peccatorum. Gracias a Él es fecundonuestro ministerio con las almas (hacíantan poca cosa los apóstoles antes de Pen-tecostés). Él es el que fecunda toda nues-tra actividad: Nemo potest dicere: Domi-ne Jesu, nisi in Spiritu Sancto.

¡Oh, voy a esforzarme por vivir en estesanto Espíritu!

5 de octubre de 1906.– Dios quiere aaquellos que le buscan en espíritu y en ver-

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dad. El Espíritu Santo es el Espíritu delPadre y del Hijo y los que se dejan guiarpor Él buscan al Padre y al Hijo en verdad.Él es el Espíritu Santo, porque todas susinspiraciones son infinitamente santas. Éles el mismo Espíritu que inspiraba a Jesústodas sus acciones y todos sus pensamien-tos. Es la unión con Él la que hace que nues-tros corazones se conformen con el inte-rior de Jesucristo. Él es el «Padre de lospobres» y no cesa de unirse a los que adop-tan en su presencia un espíritu de adora-ción y de anonadamiento. Él es el Espíri-tu de la santa caridad y, como es el mismoen todos, a todos nos une en un mismoamor santo.

Pentecostés de 1907.– Jesús se ofrecea su Padre por el Espíritu Santo. Y este mis-mo Espíritu es el que habita en nuestroscorazones: «El habita en medio de voso-tros y estará en vosotros». Él está entera-mente consagrado al Padre y al Hijo y lle-va consigo a toda la creación (que Él amaen su «procesión») al seno del Padre y delHijo.

Cuanto más nos entreguemos a este Es-píritu Santo de amor, más se orientan a Diostodas nuestras tendencias. Hay tres espíri-tus que quieren ejercer su señorío sobrenosotros: el espíritu de las tinieblas, el es-píritu humano y el Espíritu Santo. Y es dela mayor importancia que aprendamos adistinguir la acción de cada uno de estostres espíritus para no someternos sino a laacción del Espíritu de Dios.

15 de noviembre de 1908.– Tengo la im-presión de que cuanto más me uno al Se-ñor, más me atrae hacia su Padre y más mequiere llenar de su Espíritu filial. En estoconsiste todo el Espíritu de la nueva ley:Non enim accepistis spiritum servitutis intimore, sed accepistis Spiritum adoptionisfiliorum in quo clamamus: Abba, Pater.

Carta del 9 de abril de 1917.– Duranteeste tiempo pascual, la Iglesia nos invita a

resucitar en nosotros la gracia de nuestrobautismo (como San Pablo exhorta a su dis-cípulo Timoteo a que resucite la gracia desu ordenación sacerdotal). Los tres sacra-mentos del bautismo, de la confirmacióny del orden nos dejan el pignus Spiritus,«la señal del Espíritu», la cual está siem-pre exigiendo la gracia del sacramento. Elbautismo contiene en germen toda la san-tidad.

1) Gracia: Participación de la naturale-za divina, que reside en la esencia delalma; 2) virtudes teologales: fe, esperan-za y caridad, que residen en las potenciasdel alma; 3) dones del Espíritu Santo; 4)virtudes morales infusas. Todos estos do-nes constituyen el patrimonio de los hijosdel Padre celestial que han sido redimidospor Jesucristo.

La confirmación fortifica y perfeccionaeste germen, y la Eucaristía lo alimenta.La fe es su raíz y su vida: Justus ex fide vivit.

Todos los ritos y todas las oraciones quese emplean en la administración de estostres sacramentos tienen efectos durade-ros, que siempre podemos resucitar por lafe y por el Espíritu Santo.

Muchas veces suelo hacer mi oraciónmirando al Padre celestial en Jesucristo,para pedirle que renueve en mi alma todocuanto la Iglesia ha pedido en mi favor ycuanto ha realizado en mí desde que recibíestos sacramentos. A esto es a lo que sue-lo limitarme, a no ser que el Espíritu deCristo me dé a entender que debo ocupar-me en otros pensamientos.

XVII.- La santificaciónpor las acciones ordinarias

1888.– Una vez que he llegado a la con-vicción de que mis obras no serán satis-factorias ni meritorias sino en la medidaen que se unan a los méritos de Jesucristo,

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debo proponerme como objetivo de mivida el unirme a Jesucristo en todas misacciones de la manera más íntima que mesea posible, sin que importe gran cosa elvalor propio de las ocupaciones a que meentrego.

1 de enero de 1899.– La Iglesia comien-za el año con la fiesta del nombre de Je-sús. Pongamos este nombre en nuestroslabios y en nuestro corazón. Aunque nues-tros esfuerzos son débiles, tienen un granvalor si los unimos a Él y a sus méritos:«Por Él, con Él y en Él sea dado al Padretodo honor y gloria».

Los comerciantes y negociantes suelenhacer al fin del año un balance que les sir-va de orientación para el futuro. Pues ha-gamos nosotros lo mismo. Gastos: 365días. Fuerzas físicas y morales. Sufrimien-tos. Ingresos: Dios y todo cuanto hemoshecho por Dios: «Sus obras les siguen».Todo lo demás se desvanece.

Este año hagámoslo todo por Dios. ¡Y,con todo, son tan imperfectas nuestrasmejores acciones! Dice la Sagrada Escri-tura que, a los ojos de Dios, toda nuestrajusticia es como vestido inmundo. Cuantomás las conocemos, mejor nos damoscuenta de su imperfección: «todos ofen-demos en mucho».

Pero Jesús es quien lo suple todo. Él nospertenece, porque bajó del cielo por no-sotros y por nuestra salud. Sus riquezas soninnumerables e inefables. Él habita en nues-tro corazón. Hagámoslo todo en unión conÉl. Él ha santificado todas nuestras accio-nes. Por eso nos dice San Pablo que lo ha-gamos todo en su nombre: «hacedlo todoen nombre de Nuestro Señor Jesucristo».

28 de octubre de 1902.– Me siento cadavez más inclinado a perderme y a ocultar-me en Jesucristo: Vivens Deo in ChristoJesu. Tengo la impresión de que Él es elojo de mi alma y de que mi voluntad se con-

funde con la suya. Me siento inclinado ano desear nada fuera de Él, para permane-cer en Él.

1 de enero de 1906.– La Iglesia impri-me el nombre adorable de Jesús a todo lolargo del año: «Y le impusieron el nombrede Jesús». Siento un gran deseo de impri-mir este bendito nombre en todo mi ser,en todas mis acciones, «para abundar en bue-nas obras en el nombre del Hijo amado».

Cada día me percato mejor de que el Pa-dre lo ve todo en su Hijo, que todo lo amaen su Hijo; porque le está enteramente con-sagrado. Nosotros nos hacemos agradablesa sus ojos en la misma medida en que nosve en su Hijo. «El que permanece en mí yYo en él, ése da mucho fruto». Cualquieracosa, por pequeña que sea, si la hacemosen nombre de Jesús, es mayor a los ojosde Dios que las cosas más extraordinariasque hagamos en nuestro propio nombre.

Me afanaré por desaparecer para que seaJesús el que viva y obre en mí: «Es necesa-rio que Él crezca y yo mengüe». San Pabloestaba lleno de este espíritu: «Todo lo ten-go por daño…, y lo tengo por estiércol,con tal de gozar a Cristo y ser hallado enÉl no en posesión de mi justicia de la Ley,sino de la justicia que procede de Dios…que nos viene por la fe de Cristo». Y poreso es por lo que dice en otro lugar: «Todocuanto hacéis de palabra o de obra, hacedlotodo en el nombre del Señor Jesús, dandogracias a Dios Padre por Él». Es decir, queobremos como miembros de Cristo, deacuerdo con sus disposiciones y designios.

20 de enero de 1906.– Jesús ha acepta-do enteramente, tanto para sí como para susmiembros, la voluntad de su Padre y noso-tros le honramos cuando nos unimos a Élen esta aceptación y le pedimos que apartede nuestro corazón todo deseo y toda an-sia de hacer la menor cosa que se salga delpropósito de su voluntad. (Se puede medi-

Notas de dom Marmion sobre su vida sacerdotal

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tar en la vida de Jesucristo a la luz de estepensamiento con abundante fruto de paz yde unión con Él). Así es como realizare-mos de la manera más perfecta esta reco-mendación que nos hace San Pablo: «Todocuanto hacéis, hacedlo en el nombre deNuestro Señor Jesucristo».

Porque no hacemos en su nombre sinolo que Él ve que es la voluntad que el Padretiene respecto de nosotros. Así es comose cumple aquella frase: «Que Él crezca yyo disminuya», y así es como vendremos aser el objeto de las complacencias del Pa-dre, de quien desciende «todo buen don ytoda dádiva perfecta». Las menores accio-nes se convierten en grandes, porque lasrealizamos en Dios.

Carta del 9 de noviembre de 1910.–El Señor me proporciona un atractivo muygrande para que siga el camino de la entre-ga total y continua (de todo mi ser) a lospies del Verbo encarnado. Deseo imitar ala santa Humanidad de Jesús en su unión(con el Verbo) y en su sumisión y depen-dencia absoluta respecto del Verbo. Ayu-dadme a realizar este ideal, porque todoestá en eso. Una vez que el Padre ve que unalma está así unida a su Verbo, no hay gra-cia ni favor que no le conceda.

La santa Humanidad de Jesús es «el ca-mino». Su poder para unirnos al Verbo esinfinito. Seamos, pues, santos para su glo-ria: In hoc clarificatus est Pater meus utfructum plurimum afferatis.

XVIII.– La Virgen Maríay el sacerdote

Fiesta de los Siete dolores de la Vir-gen y Fiesta de Nuestra Señora de laMerced de 1888.– He experimentado ungran aumento en mi devoción a la Santísi-ma Virgen. Nuestra perfección es propor-cionada a nuestra semejanza con Jesucris-

to: «Este es mi Hijo muy amado, en quientengo todas mis complacencias». El amory la reverencia de Jesús hacia su Madre eranrealmente inmensas. Por eso, debo yo pro-curar imitarle en esto, ya que, por ser al-ter Christus, debo distinguirme sobre losdemás fieles.

En la fiesta de Nuestra Señora de la Mer-ced, he experimentado una gran devociónal rezar el oficio divino in persona beatæMariæ Virginis, elevando en su nombre,tal como ella lo solía hacer, mis alabanzasy oraciones al Padre eterno, por Jesucris-to, tratando de penetrar en sus sentimien-tos de profunda adoración y de humildad,de confianza y de alegría al pensar en eltriunfo de su Hijo.

He recibido una luz que me ha hecho verque, así como toda alabanza que se tributaa María, se ofrece enteramente a la Santí-sima Trinidad (por ejemplo, el Magnificat),así también, cuando yo me consagro a ella,la Virgen acepta este don para ofrecerloinmediatamente a Dios.

1888.– Me he sentido muy estimuladoal pensar en la confianza heroica que laBienaventurada Virgen María tuvo en la ver-dad de la encarnación del Verbo, tanto enCaná como en el Calvario y cuando el cuer-po del Señor estuvo sepultado en el sepul-cro. La confianza es una virtud viril que de-be ser constantemente reanimada y defen-dida de las tentaciones del demonio.

25 de marzo de 1900.– El día de laAnunciación he recibido una gran luz so-bre estas palabras: «Hágase en mí según tupalabra». Toda la vida de María ha sido se-cundum Verbum, el cual es la Sabiduría in-finita. He experimentado un gran impulsode abandonarme a esta Sabiduría, sustitu-yéndola por la mía: «Cristo Jesús ha veni-do a seros de parte de Dios sabiduría», bajola moción del Espíritu Santo. Jesús, que esla Sabiduría infinita, lo ha hecho todo bajola moción del Espíritu vivificantem, y no-

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sotros poseemos (por la gracia) este mis-mo Espíritu: «El Espíritu de adopción, porel que clamamos: ¡Abba, Padre!»

22 de marzo de 1918.– He visto hoy(Viernes Santo) que María fue perfecta ensu fe sublime al pie de la cruz. ¡Que ellanos obtenga esta gracia insigne de una feperfecta, aún en la desnudez de la prueba!Nada hay que glorifique tanto al Padrecomo esta fe inquebrantable en Cristo enmedio del Calvario.

1920.– Cuando, después de celebrar lasanta Misa, tengo aún en mi pecho a Jesús,suelo presentarme a la Santísima Virgenpara consagrarme a ella y le suelo decir:Ecce Filius tuus: «He aquí a tu Hijo». ¡OhVirgen María, yo soy tu hijo y además par-ticipo del sacerdocio de Jesús! Acéptamecomo hijo tuyo lo mismo que aceptaste aJesús. Reconozco que soy indigno de tusdones, pero ten en cuenta que soy un miem-bro del Cuerpo Místico de tu divino Hijo yque Él ha dicho de sí mismo: «Todo lo quehicieseis al menor de los que en mí creen,a mí me lo hacéis». Yo soy uno de estospequeños. Si me rechazáis, rechazáis almismo Jesús.

XIX.- TransfiguraciónCarta del 13 de diciembre de 1919.–

Es algo realmente estupendo el que, fun-dados y enraizados en Jesús, podamos con-templar constantemente por la fe este mis-mo rostro del Padre que contemplaremosen el cielo por toda la eternidad. Y comoallá en el cielo similes ei erimus quia vi-debimus eum sicuti est, porque esta visiónes la fuente de donde brota nuestra santi-dad, así también en la tierra esta visión porla fe es un manantial de vida: Quoniamapud te est fons vitæ. Os ruego que oréismucho por mí, a fin de que, en medio detantos afanes y cuidados, no cese de con-templar el rostro del Padre.

Documentos inéditosrelativos al sacerdocio

I

En el Prólogo, en el primer párrafo, he-mos hecho alusión a una carta de DomMarmion, en la que manifestaba su inten-ción de publicar un cuarto volumen condestino a los sacerdotes. Damos a conti-nuación el texto íntegro de esta carta.

6 de marzo de 1918Debo manifestaros que vuestra amable

carta me ha llenado de consuelo y de entu-siasmo. Si es cierto que el sacerdote –«sa-cerdos»: el que otorga los dones sagra-dos– no tiene otra razón de ser que la deofrecer en primer lugar a Cristo a su Padreen el santo sacrificio y el de ofrecerlo lue-go a las almas por medio de los sacramen-tos y de la divina palabra, no cabe para mímayor consuelo que el enterarme de quepor la publicación de mis conferencias hecontribuido algún tanto a esta obra divina.Jesús dijo a la Samaritana: Si scires donumDei! ¡Ay si las almas comprendieran siquie-ra un poco todo lo que ellas tienen en Je-sucristo! Si llegaran a comprender, comodurante siglos lo han comprendido, quenuestra vida espiritual no viene a ser otracosa que Jesús viviente en nosotros, estacentella de vida divina que recibimos de Élel día de nuestro bautismo, entonces la san-tidad estaría al alcance de todos y tan sen-cillamente en nosotros como en Él. Estavida divina que se deriva del Padre al Hijo

Notas de dom Marmion sobre su vida sacerdotal

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y de éste a nosotros es tan simple como elmismo Dios.

Si mis conferencias contribuyen algúntanto a restablecer la conciencia de estasverdades, es cuanto puedo desear aquí aba-jo. La obra constará de cuatro volúmenes:Jesucristo, nuestra vida – Los misteriosde Jesucristo – Ascética benedictina –Sacerdos alter Christus.

II

Santidad eclesiásticaBajo este título, Dom Marmion envió al

cardenal Mercier, atendiendo a su ruego,la siguiente memoria. Aunque no tenemosuna indicación precisa, podemos fijar lafecha de este documento entre el 25 demarzo de 1906, fecha de la consagraciónde Mons. Mercier para el Arzobispado deMalinas, y el 28 de septiembre de 1909, enque Dom Marmion fue elegido abad deMaredsous.

Es innegable que Dios exige una santi-dad verdaderamente positiva de los minis-tros del altar. En efecto, aunque los sacri-ficios de la Ley Antigua no eran sino figu-ra y sombra del sacrificio de nuestros al-tares y de los sacramentos de la Nueva Ley–San Pablo los llama egena elementa,umbra futurorum–, exigían, con todo, unagran santidad por parte de quienes los ofre-cían o los celebraban, por ser santo Aquela quien eran ofrecidos. Sancti erunt Deosuo et non polluent nomem ejus; incen-sum enim Domini et panes Dei sui offe-runt; et ideo sancti erunt… Sint ergo sanc-ti, quia ego sanctus sum, Dominus, quisanctifico eos. (Lev., XXI, 6-8).

El Concilio de Trento nos enseña que elsanto sacrificio de la Misa comprende to-

dos los bienes que significaban los sacri-ficios de la Antigua Ley, y que viene a sercomo su consumación y perfección: Hæcilla est (munda oblatio) quæ per varias sa-crificiorum, naturæ et Legis tempore, simi-litudines figurabatur, ut pote quæ bonaomnia per illa significata, veluti illorumomnium consummatio et perfectio com-plectitur (Conc. Trid. Sess., XXII, cap. I).Pero de tal manera están vinculados el sa-crificio y el sacerdocio, según el plan deDios, que el uno supone al otro (Conc. Trid.Sess., XXIII, cap. 1), y cuanto más sobre-pasa en dignidad y en santidad el sacrificiode la Nueva Ley a los antiguos sacrificios,mayor es la pureza y santidad que exigeDios de sus ministros.

Y esto explica porqué en las disposicio-nes auténticas, por medio de las cuales sue-le la Iglesia manifestar la voluntad del Es-píritu Santo que la guía (e. g. el Pontifical,los concilios, etc.), aparece claramente es-tablecido que la Iglesia exige un elevadogrado de santidad personal en todos susministros y señaladamente en sus sacerdo-tes. Así, por ejemplo, en la ordenación delos Lectores, la Iglesia les dirige estas pa-labras: Dum legitis, in alto loco ecclesiæstetis, ut ab omnibus audiamini et videa-mini, figurantes positione corporali vos inalto virtutum gradu debere conservari, qua-tenus cunctis a quibus audimini et videminicælestis vitæ normam præbeatis (Pont.Rom.).

A los que desean recibir el subdiaconado,les dice que deben mostrarse tales quisacrificiis divinis et Ecclesiæ Dei hoc estCorporis Christi digne servire valeant,in vera et catholica fide fundati (Ibid.).Después de haber expuesto a los que van arecibir el diaconado la grandeza de la dig-nidad a que aspiran, se dirige a Dios conesta oración: Abundet in eis totius formavirtutis, auctoritas modesta, pudor cons-tans, innocentiæ puritas et spiritualis ob-servantia disciplinæ. In moribus eorum

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præcepta tua fulgeant ut suæ castitatisexemplo, imitationem sanctam plebs ac-quirat (Ibid.).

Pero es, sobre todo, de los sacerdotesde quienes la Iglesia reclama esta santidad.San Pablo exhorta a los cristianos a que lle-nen sus corazones de los mismos senti-mientos que tuvo Cristo en su Pasión: Hocenim sentite in vobis quod et in ChristoJesu (Philip., II, 5), y les ruega por la mi-sericordia de Dios que «ofrezcan sus cuer-pos como hostia viva, santa, grata a Dios»(Rom., XII, 1). Pero la Iglesia exige una san-tidad mucho más elevada a los sacerdotes,que hacen en el altar las veces de Cristopontífice y víctima: Una eademque esthostia, idem nunc offerens sacerdotum mi-nisterio, qui seipsum tunc in cruce obtulit(Conc. Trid. Sess., XXII, cap. 2), que lle-gan a identificarse de tal manera con Cris-to en el santo sacrificio y en la administra-ción de los sacramentos, que hablan y obranen su nombre y que de toda la antigüedadcristiana recibieron el sobrenombre de al-ter Christus. Siendo como son los instrumentos deque Cristo se sirve para comunicar en lossacramentos los frutos de su pasión ymuerte, es claro que deben vivir en íntimaunión de conocimiento y amor con su Jefedivino. Jesucristo es el modelo divino queel mismo Dios ofreció a todos los cristia-nos: Prædestinavit nos conformis fieri ima-ginis Filii sui (Rom., VIII, 29). Pero la Igle-sia propone a Cristo a los sacerdotes en sucualidad de pontífice: Imitamini quodtractatis (Pont. Rom. Ord. Presbyteri), yeste Pontífice es Sanctus, innocens, impo-llutus, segregatus a peccatoribus, excel-sior cælis factus (Hebr., VII, 26).

Lo cual, dicho en otros términos, signi-fica que la Iglesia no quiere que el sacer-dote administre los sacramentos y ejerzalas ceremonias sagradas válida pero ruti-nariamente, sino que exige que viva él mis-

mo la vida que comunica a los demás y quesea el bonus odor Christi, esparciendo portodas partes la gracia y la unción por su pre-sencia y por su doctrina: Sit odor vitæ ves-træ delectamentum Ecclesiæ Christi ut præ-dicatione et exemplo ædificetis domum, idest familiam Dei (Pontif. Rom. Ord. Pres-byteri).

Y aunque bien es verdad que puede Dioselevar a un alma en un momento a un gradode santidad sublime, como lo hizo conMaría Magdalena y con tantos otros, contodo no es ésa la norma ordinaria de su Pro-videncia. Lo mismo que en el orden natu-ral hace que las plantas y los árboles vayancreciendo y perfeccionándose paulatina-mente antes de que lleguen a alcanzar superfecta madurez y fecundidad, así tambiénocurre ordinariamente en la vida de la gra-cia. Quiere Dios que las almas pasen poruna larga preparación y por diversas vici-situdes antes de que adquieran la perfec-ción y la madurez que requiere la fecundi-dad espiritual. Dice Santo Tomás que lospastores deben comunicar a sus ovejas loque sobra a la plenitud de su propia vidaespiritual. Por eso es por lo que los obis-pos están obligados en conciencia a no ad-mitir a las sagradas órdenes sino a los quejudicio sui episcopi sunt utiles aut neces-sarii suis Ecclesiis (Conc. Trid. Sess.,XXIII).

Medios¿Cuál será el medio más adecuado para

asegurar esta santidad, al menos en la ma-yor parte de los sacerdotes? Es necesario,ante todo, que aquellos que el obispo lla-ma a las sagradas Órdenes sean no sola-mente correctos e irreprochables en suvida moral, sino que hayan llegado tambiéna alcanzar un determinado grado de santi-dad sobrenatural y que conozcan, al me-nos en sus principales líneas, la naturalezade la vida interior. Me parece que los me-

Notas de dom Marmion sobre su vida sacerdotal

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dios más aptos para garantizar este resul-tado serán:

1. Las conferencias espirituales, eligien-do para ello a un sacerdote celoso y queesté lleno de espíritu sobrenatural. Con-vendría que estas pláticas se diesen ya des-de el seminario menor una vez por sema-na… En el Seminario de Oscott, en Ingla-terra, estas conferencias están a cargo deun monje, y es muy notable el fruto que seobtiene de ellas. Además en el seminariomayor hay un curso de teología mística.

2. En el seminario mayor es imprescin-dible un director espiritual que únicamentese ocupe de la enseñanza ascética y de lasantificación de los seminaristas. Porqueocurre con demasiada frecuencia que todoesto se deja al azar, o se confía al celo delos profesores, los cuales no suelen dis-poner del tiempo necesario para este im-portantísimo ministerio, y aun a veces ca-recen de los conocimientos imprescindi-bles para la debida dirección de las almas.Yo he podido comprobar por mí mismo losgrandes frutos que alcanzó un director san-to y celoso en el Seminario Mayor de Clon-liff, cerca de Dublín, y en el SeminarioMayor de Brujas.

3. Es, además, necesario que los semina-ristas tengan siempre a su disposición al-gunos buenos confesores Qui apti sint adlucrandas animas (Regula sancti Bene-dicti). También esto se deja muchas vecesal azar.

4. Creo que es de la mayor importancia,al menos en el seminario mayor, que lameditación no se lea públicamente, sinoque cada uno aprenda a hacerla por sí mis-mo, bien sea en la celda (como se acostum-bra a hacer en el Colegio de Propagandade Roma), bien sea estando todos reuni-dos. El director debería ocuparse de ense-ñar la manera de hacer oración y de com-probar de vez en cuando los progresos rea-lizados por cada uno.

5. De acuerdo con los deseos expresa-dos por el Beato Pío X, deberá estimular-se a los seminaristas a que reciban la sa-grada comunión con la mayor frecuencia.

6. Deberá inculcarse una gran afición ala lectura de la Sagrada Escritura y se leshará ver los grandes tesoros de vida espiri-tual que se encierran en los Santos Evan-gelios y en las Epístolas de San Pablo.

III

Plan de un retirosobre la Santa Misa

Este plan de retiro, que data de 1905, esautógrafo, y está escrito a lápiz, con tra-zos rápidos. Sabemos que lo predicó a unacomunidad religiosa que no era benedicti-na. Desgraciadamente, no hemos podidoencontrar ninguna referencia ni nota algu-na tomada por sus oyentes. Damos a con-tinuación el texto exacto, con sus giros elíp-ticos y con sus repeticiones. El interés deestas páginas consiste en que en ellas DomMarmion toca, a veces con una sola pala-bra, todas las principales ideas que se handesarrollado en el presente volumen.

1Introibo ad altare Dei, ad Deum quilætificat juventutem meam (Ps., 42)

Nosotros lo hemos abandonado todo: ri-quezas, amor, libertad, por agradar a Diosy ser amados por Él. «Buscar a Dios». Sele puede buscar de tres maneras: a) huma-namente, viviendo una vida moral; b) so-brenaturalmente, apoyándonos más o me-nos en la gracia; c) divinamente, por Jesu-cristo.

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Hay tres clases de personas: purgantes– illuminandæ – uniendæ. Para todas ellas,el camino más seguro y más corto es Je-sucristo. Cum illo omnia donavit.

En el santo sacrificio encontramos a Je-sús con todo lo que necesitamos para san-tificarnos: Sapientia et justitia, sancti-ficatio, redemptio.

Si pudiéramos ver a Jesucristo, como love su Padre, inmolado e inmolándose en lasanta Misa, tendríamos ante nuestros ojosel ejemplar perfecto de todas las virtudesy de la santidad más encumbrada. Tu solussanctus, Jesu Christe; pero, sobre todo, enel Santísimo Sacramento. Las oraciones,instrucciones y ceremonias que acompa-ñan a esta acción, inspiradas por el Espíri-tu Santo, presentan ante nuestros ojos y deuna manera acomodada a nuestra condi-ción, todo lo que el Padre ve de un sologolpe de vista.

Nuestro retiro: la meditación y la uniónde nuestra vida con el santo sacrificio.

Meditación. Misa: epítome de todos losejemplos de perfección que nos da Jesu-cristo.

Unión de nuestra vida. Las acciones deJesucristo producen los efectos corres-pondientes, principalmente en la santa Mi-sa. Porque Él está allí precisamente paraesto.

Introibo ad altare Dei. El altar: el resu-men de un buen retiro. a) consagrado: se-parado de todo lo que no sea Dios; b) ofre-cido a Dios con todo lo que en Él se pone;c) ungido con el crisma: unión con el Es-píritu Santo; d) incienso: oraciones; e) Je-sucristo; f) reliquias: unión con el CuerpoMístico de Jesucristo; los mártires han de-positado allí su fortaleza.

Todos suben al altar con el sacerdote.Reglamento [del retiro]. Lætificat, Ale-

gría. Expansión del corazón. Delectare inDomino et dabit tibi petitiones cordis tui.

Disposiciones. Cum vero corde et rectafide, cum metu et reverentia misericor-diam consequimur et gratiam invenimus(Trid. Sess., XXII, cap. 11).

No es posible agotar las gracias de la san-ta Misa. Debemos tener las mismas dispo-siciones del buen ladrón, de María Magda-lena, de San Juan y de la Virgen María. Inhoc sacramento continetur ille qui esttotius sanctitatis causa; et ideo omniaquæ ad consecrationem hujus sacramentipertinent, etiam consecrata sunt (S. Tho-mas, IV, Sent. Dist., XIII, q. 1, a. 2).

Efectos de este retiro: Conocimiento yunión de nuestra vida con la santa Misa.

a) Consecratio altaris significat ipsiusChristi perfectissimam sanctitatem.

b) Altare quidem sanctae Ecclesiæ ipseest Christus, teste Joanne qui in Apoca-lypsi sua altare aureum se vidisse perhi-bet stans ante thronum, in quo et perquem oblationes fidelium Deo Patri con-secrantur. (Ordinatio Subdiaconi. Cfr.Officium Dedicationis Arch. Sancti Sal-vatoris, Brev. 9 novembris).

2Imitamini quod tractatis

1) El santo sacrificio, epítome de todasantidad.

2) Jesucristo en la Misa: a) expía; b)ruega; c) agradece y adora; d) aplica susméritos.

3) Nosotros hacemos todo esto con Él ypor Él.

4) Toda nuestra vida unida así al sacrifi-cio, y cada misa ofrecida por todos.

3Hanc igitur oblationem placatus ac-cipias

Notas de dom Marmion sobre su vida sacerdotal

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244 Bto. Columba Marmion – Jesucristo, ideal del sacerdote

Pecado. Dios sólo puede perdonar y, ha-ciéndolo, ejerce en el más alto grado supoder: Qui omnipotentiam tuam parcendomaxime et miserando manifestas. Sacri-ficios del Antiguo Testamento. La cruz, laMisa, sobreabundancia de la redención.Sacramentos que brotan del corazón lace-rado de Jesucristo. Sacramentales. Contri-ción. Compunción.

4Sanguis qui pro vobis et pro multis ef-fundeturConfesión

Aplicación ex opere operato de la ex-piación de Jesucristo. Continet et confertgratiam non ponentibus obicem.Virtud de la penitencia

Actos de esta virtud, verdadera prepara-ción. Cuanto más perfecta es esa virtud,mayor es el fruto que produce el sacramen-to. El sacramento aumenta la virtud.

La penitencia impuesta. Nuestras obraselevadas a un valor sacramental. Son mu-chas las personas que se ocupan escrupu-losamente del examen y que descuidan losactos de la virtud de la penitencia.

5Quinimmo beati qui audiunt verbumDei et custodiunt illud

Jesús nos ilumina en la santa Misa.Las epístolas y los evangelios.Razones: a) recta fide, una fe completa;

b) Dios nos habla en la lectura y en el ser-món; c) Misa de los catecúmenos.

Por ejemplo: Ecce nos reliquimus om-nia. Homo peregre proficiscens… Navi-dad.

6Lex orandi, lex credendi

Explicación de las oraciones de la Misa.Vía iluminativa. Seguridad de la vía que

se inspira en la liturgia. No hay gran nece-sidad de dirección. Oración de contempla-ción simple.

Collectæ, que, con una sola palabra, nosproporcionan tanta luz, por ejemplo, la deldomingo XIº después de Pentescostés.

Omnipotens sempiterne Deus, qui abun-dantia pietatis tuæ et merita supplicumexcedis et vota…

7Oremus

La oración de Jesucristo. Su eficacia,principalmente en la santa Misa.

8Trium puerorum cantemus hymnum

El oficio divino, continuación de la Misa.1. Unión con Jesucristo.2. Boca de la Iglesia.3. Quæ desunt orationibus Christi.4. Vere languores nostros ipse tulit.5. Todo hombre ora.6. Generosidad al recitar Exhibeamus

nosmetipsos hostiam vivam Deo placen-tem.

7. Grave responsabilidad de los que per-turban la recitación: a) disminución de laalabanza divina; b) responsabilidad por lasdistracciones, etc.; c) orgullo en presenciade la majestad divina.

9Suplices te rogamus, omnipotens Deus

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1) Jesús adora; 2) honra todos los atribu-tos del Padre; 3) exinanivit semetipsum.

Virtud de la religión: a) para con Dios; b)para con los santos; c) para todo lo que estáconsagrado a Dios.

Unión continua a las adoraciones de Je-sucristo: Vivit in me Christus. Práctica.

Ofertorio: unión con la ofrenda. Consa-gración. Votos.

10Consagración

Sacrificio de obediencia. Diferencia conlos sacrificios de animales. Por qué obede-cer a un hombre. Un verdadero sacrificio.

11Quorum tibi fides cognita est et notadevotioLa fe

Cuanto más penetrados están los asisten-tes de esta fe (práctica), más capaz será sualma de recibir los dones de Dios.

12Comunión

1. Unión con Jesucristo por amor, fe yabandono.

2. Unión con Jesucristo que vive por suPadre.

3. Unión con Jesucristo en el seno de laSantísima Trinidad.

4. Unión con Jesucristo con la Iglesia delcielo.

5. Unión con Jesucristo unido con la Igle-sia y con sus miembros: Ut sint consum-mati in unum.

Preparación: 1) Pater. 2) Fracción de lahostia, recuerdo de la Pasión. 3) Agnus Dei,

recurso a Jesucristo. 4) Unión con la Igle-sia y Pax. 5) Frutos del santo sacrificio: Do-mine Jesu Christe, Fili Dei vivi, etc. 6) Tu-tamentum mentis et corporis.

Basta que una sola pieza de un automóvilno funcione para que no pueda correr elvehículo. A veces ocurre que es muy difícilencontrar esa pequeña pieza.

Debemos examinar todas las pequeñaspiezas de nuestra alma para comprobar sino hay nada que falte a nuestra unión,porque allí precisamente es donde se en-cuentra la clave de la fecundidad o de laesterilidad de nuestras comuniones.

Sacramentum unionisUnión: unum esse cum. Para esto se re-

quieren dos cosas:a) Unirnos con Cristo: in me manet.b) Que Cristo pueda unirse a nosotros:

et ego in eo: 1) por la fe, el amor y el aban-dono; 2) ausencia de obstáculos (sacramen-to). Nuestras miserias no son un obstácu-lo: vere languores, etc., sino que todo leacerca a la criatura, porque es santo. Orgu-llo: Superbiam et arrogantiam detestor.Todo vicio que no tratamos de corregir. Deahí procede la falta de fecundidad de nues-tras comuniones. Cristo no puede unirseni identificarse con el que no es santo.

13Quid retribuam?

Acciones de gracias. Gratitud.1) Nobleza de corazón (Bentham: «un

vivo sentimiento de los beneficios que aúnhemos de recibir»). 2) Humildad. 3) Novi-cios desagradecidos. 4) Abre el corazón deDios. 5) Beneficios generales y particula-res. 6) Sic Deus dilexit mundum ut Filiumsuum… Cum illo omnia nobis donavit. Ac-ciones de gracias tan importantes después

Documentos inéditos relativos al sacerdocio

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246 Bto. Columba Marmion – Jesucristo, ideal del sacerdote

de la comunión (San Luis). 7) Calicemsalutaris accipiam. Recibir con corazónreconocido es ya una acción de gracias. 8)El mismo Jesús es el gran don. «Agradecertan poco cuanto tanto se ha recibido» (San-ta Teresa).

Comunión y poscomunión. Alabanza ypetición. Los santos.

14Trium puerorum cantemus hymnum

El oficio divino, prolongación de la Misa.1) Jesús, víctima inmolada a la gloria de

su Padre y entregada a los hombres. 2) Eloficio, sacrificio de todo nuestro ser. 3)Jesús nos emplea para alabar a su Padre:quæ desunt. 4) En el oficio divino encon-tramos, bajo diferentes formas, los cuatrofrutos del sacrificio:

a) Expiación: Miserere, Domine. Ne infurore tuo… De profundis.

b) Alabanza: Dixit Dominus. Confite-bor. Confitemini Domino quoniam bonus.Gloria Patri.

c) Acción de gracias: Benedic animamea Domino. Misericordias Domini inæternum cantabo.

d) Intercesión: Deus Deus meus. Domi-ne in nomine tuo salvum me fac. Deus inadjutorium. Domine exaudi. Las oracio-nes.

e) Mérito: a) obediencia; b) actos de to-das las virtudes; c) caridad; d) obediencialitúrgica.

f) Opus Dei, que no solamente es santopor la intención que se pone, sino por supropia naturaleza.

15Quorum tibi fides cognita est et nota«devotio»

Devoción. Fidelidad.Fidelidad del fariseo. Fidelidad del amor.

Aparente semejanza. Enorme diferencia.Diferencia entre tibieza y desaliento.1. La tibieza se conforma con su estado

y se contenta con él.2. El desaliento produce desolación. Es

un mal. Es hijo de un error y de una verdad.3. Los ángeles han adquirido su perfec-

ción y su destrucción por un acto intenso.Así es su naturaleza. El hombre no se haceni perfecto ni perverso, sino gradualmen-te. No se llega a dominar un arte, ponga-mos por ejemplo la música, sino muy pocoa poco y después de muchos tropiezos. Asíes nuestra naturaleza. El desaliento provie-ne de que queremos ser como los ángeles.Dios se complace en los deseos eficacesde nuestra voluntad, aunque, a veces, no lle-guemos a ponerlos en práctica. Una perso-na apasionada que lucha sin cesar, es mu-chas veces más grata a Dios que otra queno pone pasión en sus cosas.

Sólo Dios es capaz de apreciar todoslos elementos que integran nuestra res-ponsabilidad.

Nolite judicare.

16Imitamini quod tractatis

La vida de un religioso imita perfecta-mente la vida de Jesucristo en el SantísimoSacramento.

1) Inmolado por el oficio divino y la ora-ción que eleva a la gloria de Dios. 2) Inmo-lado y entregado como Jesús a los demásque comen nuestra vida. 3) En todo esto,debemos proponernos como único fin lasantidad, lo mismo que Jesús cuando nosinstruye y nos consuela. 4) Paciencia antelos fracasos: Sumunt boni sumunt mali. 5)Tomemos en Cristo la vida que debemosdar a los demás.

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17Jube hæc perferri per manus sanctiangeli tui

Hæc se refiere a Jesús, que vive unido anosotros y que sobrelleva todos nuestrosdolores y todas nuestras penas. En las pe-nas, Jesús nos une a Él. Su deseo es ut sintconsummati in unum, y Él es santo Tu solussanctus Jesu Christe. «Santo» quiere de-cir apartado de todo lo que es creado por:a) naturaleza; b) por intención.

a) Naturaleza; gracia santificante.b) Intención. Dios nunca obra por un

motivo que sea inferior a Él: Nosotros so-mos santos –y, por tanto, unidos a Aquel inquem nihil inquinatum incurrit– por lomismo que estamos unidos con Él: (Él) encuanto que Vivo propter Patrem, (noso-tros) viventes Deo in Christo Jesu.

Nosotros somos llevados hasta el altarde Dios por nuestra unión con Jesucristo:Introivit semel in sancta. Él es el único queentró allí y solamente en Él es como noso-tros podemos entrar.

Omne datum perfectum et donum op-timum.

18Hoc facite in meam commemoratio-nem

Abandono. Explicación.Ejercicio de la fe, de la esperanza y del

amor.Adoración del poder, de la sabiduría y del

amor de Dios. La sabiduría de este mundo.

19In gratiarum actione semper manea-mus

Espíritu de oración. Nuestra vida de unióncon el santo sacrificio. Oblación de Dios alos demás.

20Stabat juxta crucem Jesu Mater ejus

Unión con María.En una hoja suelta hemos encontrado el

siguiente texto que debió servir de pláticade entrada a este retiro.

Inmola Deo sacrificium laudis et reddeDeo vota tua; Ofrece a Dios sacrificiosde alabanza y cumple tus votos al Altísimo(Ps., 49, 14).

La razón primordial de ser del estado re-ligioso es la de tributar a Dios el culto a lareligión. Virtud de religión. Su acto másimportante consiste en reconocer a Dioscomo primer principio y como último fin,como alfa y omega. Esta adoración y con-sagración de sí mismo a Dios constituye elsacrificio interior. Los votos religiosos sonla expresión más acabada de este sacrifi-cio interior. Pero aun hay algo más grandey sublime. Es el sacrificio litúrgico insti-tuido por el mismo Dios, en el que la vícti-ma es digna de Dios. El sacerdote es él mis-mo. Uniendo nuestro sacrificio interior aeste sacrificio es como nos hacemos agra-dables a Dios. Como el santo sacrificio hasido instituido por Dios, y la liturgia que loencuadra ha sido inspirada por el EspírituSanto, por eso es por lo que expresa de unmodo perfecto todos nuestros deberes ytodos nuestros sentimientos para con Dios.En este retiro me propongo meditar con vo-sotros en el santo sacrificio de la Misa, con-siderándolo como el centro y el resumende todos nuestros deberes para con Dios ypara con el prójimo.

1. Porque el Concilio de Trento, en suSesión XXII, capítulo VIII, nos dice que lasanta Misa contiene una sublime enseñan-

Documentos inéditos relativos al sacerdocio

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248 Bto. Columba Marmion – Jesucristo, ideal del sacerdote

za para el pueblo fiel: Magnam continetpopuli fidelis eruditionem, y recomiendaa los sacerdotes que la expliquen con mu-cha frecuencia.

2. Como la santa liturgia está compuestade palabras de Jesucristo, de los apóstolesy de los soberanos pontífices, no solamen-te está exenta de todo error, sino que res-pira una santidad y una piedad verdadera-mente sublimes, que eleva hacia Dios lasalmas de los que la ofrecen, (cap. IV). Ade-más, las ceremonias y ritos sagrados que laacompañan «estimulan a las almas de losfieles a la contemplación de las cosas su-blimes que están ocultas en este sacrifi-cio»: Mentes fidelium per hæc visibilia re-ligionis et pietatis signa ad rerum altis-simarum, quæ in hoc sacrificio latent, con-templationem excitantur (cap. V).

3. La forma más segura de piedad es laliturgia. Los fieles de los primeros siglos.T. Moro.

Mortui estis et vita vestra abscondita estcum Christo in Deo. La santa Misa es la ex-presión de la perfección cristiana.

1. Morir con Jesucristo, reconociendo aDios como nuestro primer principio por laofrenda del pan y del vino, símbolos quesignifican que todo deriva de Él, que es elAutor de la vida. Esta muerte se hace per-fecta por su unión a la de Jesucristo, Panisvivus, que hace que el sacrificio de su Es-posa sea digno de su Padre. La Iglesia nopuede ofrecer otra cosa que el pan y el vino,que simbolizan muy imperfectamente elsoberano dominio de Dios. Pero Jesús losconvierte en el Panis vivus y en el Calix ine-brians. Cristiano. Religioso.

2. Entregarse a Dios por Jesucristo. Dioses nuestro fin. Las oblaciones se le ofre-cen a Él y no pueden ofrecerse a otro que aÉl, que es el último fin.

3. Con el fin de que esta nueva vida con-sagrada enteramente a Dios sea perfecta,Él nos da el pan celestial: Panis quem Pa-ter dabit.

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Índice

Prólogo, 4

Primera parte

Cristo, autorde nuestro sacerdocio y

de nuestra santidad

I. –El sacerdocio de Cristo 1. La gloria de Dios, 9. –2. La consagra-ción sacerdotal de Cristo, 11. –3. Prerroga-tiva única del sacerdocio de Cristo: Sacer-dote y víctima, 12. –4. Los actos del sacer-docio de Jesús. A) Ecce venio, 13. –B) LaCena, 15. –C) El supremo sacrificio de lacruz, 15. –D) El sacerdocio celestial, 18.

II. –Jesucristo, causa y modelo de lasantidad sacerdotal 1. La vida sobrenatural, 20. –2. El plandivino de la santificación, 21. –3. Hacer-nos conformes a la imagen del Hijo de Dios,23. –4. El sacerdote, hecho semejante aCristo, reproduce en sí la santidad del Pa-dre, 25. –5. Cristo, fuente viva de santidad,27.

III. –Sacerdos alter Christus 1. El carácter sacramental, 30. –2. Tresaspectos de la asimilación del sacerdote aJesucristo, 32. –3. Llamamiento a la santi-dad, 35. –4. Imitamini quod tractatis, 36.–5. A ejemplo de San Pablo, 38. –6. El sa-cerdote, fuente de gracias para las almas,39.

Segunda parte

La obra dela santificación sacerdotal

A) Las virtudes del sacerdote

IV. –Ex fide vivit 1. La fe, atmósfera de la vida del sacer-dote, 43. –2. Misión de la fe, 44. –3. No-ción de la fe, 45. –4. Privilegio de la fe:aurora de la visión beatífica, 46. –5. La feen Cristo, Verbo encarnado, 48. –6. Trescualidades de la fe sacerdotal, 50.

V. –Morir al pecado 1. Necesidad de morir al pecado, 55. –2.Grados de la muerte al pecado, 57. –3. Lagravedad del pecado, 59. –4. La muerte, cas-tigo divino del pecado, 61. – 5. La penaeterna del pecado, 63.

VI. –El Sacramento de la penitencia yel espíritu de compunción 1. Importancia de los actos del penitente,67. –2. La compunción del corazón, 69. –3. Importancia de la compunción para el sa-cerdote, 73.1–4. La compunción en la li-turgia de la Misa, 73. –5. El Via Crucis,fuente de compunción, 76.

VII. –Humiliavit semetipsum factusobediens 1. La criatura ante Dios, 78. –2. La hu-mildad y el progreso espiritual, 80. –3. Hu-mildad y obediencia de Jesús, 82. –4. Laobediencia sacerdotal, 85.

VIII. –La virtud de la religión 1. La virtud de la religión en la economíacristiana, 89. –2. La religión de Jesús, 91.–3. El sacerdote perpetúa la religión de Je-sucristo, 93.

Índice

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IX. –El mayor de los Mandamientos 1. Origen sacramental de la caridad, 97.–2. Sobreeminencia de la caridad, 99. –3.Doble forma de la caridad: afectiva y efec-tiva, 101. – 4. Nuestro amor a Cristo, 104.–Per Ipsum, cum Ipso, in Ipso, 107.

X. –Hoc est præceptum meum 1. Actitud de Jesús para con los hombres:el don de sí, 109. –2. La caridad nace deDios, 111. –3. El amor de Cristo en la per-sona del prójimo, 112. –4. Señales de laverdadera caridad, 114. –5. La caridad enel ministerio de la palabra, 118.

B) In iis quae sunt ad Deum

XI. –«Haced esto en memoria mía» 1. Naturaleza del sacrificio, 124. –2. Ca-rácter propiciatorio del sacrificio de lacruz, 125. –3. La Misa, sacrificio propicia-torio, 126. –4. La Misa, sacrificio de ala-banza y de acción de gracias, 127. –5. Laparticipación de los fieles en la ofrenda deCristo, 130. –6. Los frutos de la Misa, 132.

XII. –Sancta sancte tractanda 1. Importancia de las disposiciones delalma, 135. –2. Disposición fundamental:unirnos a Jesucristo sacerdote y hostia,137. –3. Disposiciones sugeridas por el Con-cilio, 138. –4. Preparación inmediata -ce-lebración -acción de gracias, 141.

XIII. –El banquete eucarístico 1. Parábola del banquete, 144. –2. LaMisa, banquete de los hijos de Dios, 146.–3. La comunión nos invita a un ideal altí-simo de vida, 146. –4. Efectos de la comu-nión, 148. –5. Unidad en Cristo, 150. –6.Obstáculos para alcanzar los frutos de lacomunión, 152.

XIV. –El oficio divino 1. Excelencia del oficio divino, 155. –2.La preparación, 157. –3. La recitación,159. –4. Frutos espirituales del oficio divi-no: asimilación a Jesucristo, 163. –5. Otrosfrutos espirituales del oficio divino, 164.

XV. –El sacerdote, hombre de oración 1. Naturaleza de la oración, 168. –2. Al-gunos consejos para la oración, 169. –3.Importancia que tiene para el sacerdote elespíritu de oración, 170. –4. Las fuentesde la oración: la naturaleza, 173. –5. ElEvangelio, 174. –6. La contemplación dela fe, 176. –7. La oración de Jesús, 178.

XVI. –La fe del sacerdote en el Espíri-tu Santo 1. El Espíritu vivifica a la Iglesia, 180. –2. Necesidad de recurrir al Espíritu Santo,182. –3. Cómo debemos invocar al Espíri-tu Santo, 184. –4. Los dones del EspírituSanto en la celebración de la Misa: los do-nes de temor de Dios, de piedad y de forta-leza, 185. –5. Dones de ciencia, de enten-dimiento y de consejo, 187. –6. Don de sa-biduría, 189.

XVII. –La santificación por las accio-nes ordinarias 1. «Caminar en la verdad», 192. –2.Omnia cooperantur in bonum, 193. –3.«Arraigados en la caridad», 195. –4. In no-mine Domini Jesu Christi, 197. –5. Chris-tus dilexit Ecclesiam…, 199.

XVIII. –La Virgen María y el sacerdote 1. La predestinación de María, 202. –2.María es nuestra Madre, 204. –3. La dis-pensadora de las gracias, 206. –4. Nuestradevoción a María, 207.

XIX. –Transfiguración, 211

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Notas de Dom Columba Marmionsobre su vida sacerdotalIV. Ex fide vivit, 216. –V. Morir al peca-

do, 218. –VI. Penitencia y compunción, 219.–VII. Humiliavit semetipsum factus obe-diens, 221. –VIII. La virtud de la religión,223. –IX. El mayor de los mandamientos,224. –X. Hoc est præceptum meum, 226.–XI-XII. El sacrificio de la Misa, 228. –XIII. El banquete eucarístico, 230. –XIV.El oficio divino, 231. –XV. El sacerdote,hombre de oración, 232. –XVI. La fe delsacerdote en el Espíritu Santo, 235. –XVII.La santificación por las acciones ordina-rias, 236. –XVIII. La Virgen María y el sa-cerdote, 238. –XIX. Transfiguración, 239.

Documentos inéditosrelativos al sacerdocio, 239

Índice, 249

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