José fuentes mares juarez y la república

28
JOSE FUENTES MARES Y LA REPÚBLICA Segunda Edición COLECCIÓN MÉXICO HEROICO EDITORIAL JUS No. 45 PRIMERA EDICION NOVIEMBRE DE 1963

Transcript of José fuentes mares juarez y la república

JOSE FUENTES MARES

Y LA REPÚBLICA

Segunda Edición

COLECCIÓN MÉXICO HEROICO EDITORIAL JUS No. 45

PRIMERA EDICION NOVIEMBRE DE 1963

Contenido

UNAS PALABRAS, PARA TERMINAR. ............................................................................................................ 3

EL FIN Y EL COMIENZO. ................................................................................................................................... 5

1.- LOS ÚLTIMOS DISPAROS. ........................................................................................................................... 6

2. EL MUERTO SE VA ....................................................................................................................................... 14

UNAS PALABRAS, PARA TERMINAR.

CONCLUYE CON ESTE LIBRO una serie de cuatro, destinada sobre todo a

relatar y analizar la actuación de Juárez en el marco de su tiempo. Primero fue Juárez y

los Estados Unidos, que apareció en 1960, y cuenta ya cuatro ediciones; luego Juárez y

la Intervención, publicado en 1962, y por último, en 1963, Juárez y el Imperio. Para

terminar, Juárez y la República aspiran a la misma acogida benévola que favoreció a sus

predecesores.

Entre los acreedores de Juárez y la República debo mencionar a la señorita

Lee Benson, por sus acostumbradas atenciones en la Universidad de Texas, y sobre todo

a mi reciente y querido amigo el ingeniero Jorge L. Tamayo, quien generosamente me

proporcionó copias mecanográficas de los millares de documentos que forman los

archivos de Juárez en la Biblioteca Nacional de México, Archivo General de la Nación,

Secretaría de Relaciones Exteriores, y fondos del Banco de México. Reconozco tener

contraída, con el ingeniero Tamayo, una deuda difícil de saldar.

Las más importantes fuentes primarias de este libro fueron los archivos de

Juárez que se mencionan, el archivo del general Porfirio Díaz, las notas de los ministros

americanos en México al Departamento de Estado, en los Archivos Nacionales de

Washington, y por último los archivos Riva Palacio, y las colecciones de periódicos

mexicanos de la época, en los fondos de la Universidad de Texas. Sólo ocasionalmente,

como en el caso de los libros anteriores, utilicé en éste fuentes secundarias.

He convivido durante tantos años con Juárez, que ahora siento cordialmente su

muerte. Cuando se tiene el propósito de hacer historia viva, se ha de lograr primero que

vivan los personajes del relato, para convivir luego a su lado. Es el único medio, al

alcance de los hombres ordinarios, para superar el concepto de la historia como tiempo

ido y vivido por una sola vez. Entre los riesgos graves que se ciernen sobre la tarea de

reconstruir la historia, acecha sobre todo el de convertirla en pasado estéril, o cuando

menos en pura prehistoria con base en fémures y molares de especies liquidadas. La

historia es más que eso ciertamente, más que un paisaje triste de volcanes apagados. Es

secreto dolor de impotencia reincidente, y a la vez victoria sobre la muerte. Es, en pocas

palabras, vida incesante en el orden del tiempo.

Si estos cuatro libros sobre Juárez y su época logran la meta ambicionada —

historia viva—, distará de ser inútil la inversión de varios años que reclamaron. Si no es

así; si ese millar de páginas fracasan en su gran propósito, guardaré no obstante la

satisfacción de haberlo intentado, y la de haber hallado en Salvador Abascal y Editorial

Jus un respaldo eficaz para la esperanza.

Parque Nacional de Majalca, verano de 1965.

José Fuentes Mares.

CAPÍTULO PRIMERO.

EL FIN Y EL COMIENZO.

"La opinión pública recela que

cada acto del gobierno sea un paso más

hacia la dictadura".

Marcus Otterbourg a William H.

Seward. 21-IX-1867.

1.- LOS ÚLTIMOS DISPAROS.

UNOS CUANTOS LÉPEROS PIOJOSOS bajo los árboles del Zócalo,

indiferentes a los festejos del día, y algunos cohetes silbadores por el viento. Frente al Palacio

Imperial principiaron a detenerse carruajes con damas y caballeros cariacontecidos, dispuestos

a celebrar el tercer aniversario de la aceptación de la corona por Fernando Max. Era, por

supuesto, el 10 de abril de 1867. La última esperanza pendía del destino de Leonardo Márquez,

quien pocos días antes cruzó esa misma plaza, con cuatro mil soldados, en un audaz intento de

caer sobre la retaguardia de Porfirio, sitiador de Puebla. Sólo cuando el famoso don Leonardo

regresó, a la media noche del siguiente día, con los hombres del oaxaqueño pisando sus talones,

se conoció la catástrofe de San Lorenzo, y se desvanecieron las últimas ilusiones.

El 31 de abril se tendían las primeras líneas republicanas sobre los terraplenes del

Río del Consulado. La señora Arrazola de Baz, esposa de Juan José, llevó a Porfirio un mensaje

del general Portilla, ministro imperial, quien ofrecía la entrega de la plaza mediante

concesiones a él mismo y a los principales jefes y funcionarios, "aunque su primera intención

era buscar una fusión entre los ejércitos sobre la base de que, unidos ambos, reconociéndose

recíprocamente los empleos que tenían los jefes de cada uno, procedieran de acuerdo para

establecer un nuevo orden de cosas, que no fuera el llamado Imperio, ni el gobierno

constitucional del señor Juárez”.1

La unión de ambos ejércitos "para establecer un nuevo orden de cosas” sonaba

propio de los días del Plan de Zavaleta o del Hospicio, la época dorada del santanismo. El

pobre general Portilla había perdido la brújula, y la historia le caía encima. Envejecido en el

cuartelazo, tocaba resortes de cuartel con un general que no se formó en ellos. Aunque tampoco

Miramón, soldado de carrera, habría aceptado. Eran jóvenes de la bella generación que se

dejaba matar por los principios; había pasado el tiempo de los hombres capaces de cualquier

infamia con tal de “reconocerse los empleos”. Porfirio despidió a la señora Arrazola, y con

pequeñas piezas de artillería montadas en canoas tendió un puente flotante entre San Cristóbal

1 PORFIRIO DÍAZ, Memorias. Archivo General del General Porfirio Díaz. T. III, Pág. 79. México. 1947

y el Peñón de los Baños. Nuevo conquistador junto a la ciudad lacustre, sólo aceptaría la

rendición sin condiciones.

Que en la plaza había pollos gordos, decididos a salvar el pellejo, era cosa clara.

Unos días después de la gestión de la señora de Baz, el 18 de abril, el padre Fischer llegó al

cuartel de la Villa de Guadalupe, y propuso a Díaz la abdicación del Emperador "a condición

de que se le permitiera salir del país, sin exigir la responsabilidad por los hechos ocurridos

durante el período que él llamaba su gobierno”,2 pero el futuro Héroe de la Paz no soltó prenda.

De momento no entraba en sus planes apoderarse de la ciudad por asalto, persuadido de que

“por la naturaleza de las cosas” el enemigo tendría que capitular finalmente.3 La pérdida

absoluta de la fe, entre los defensores, era su mejor aliado: “los conservadores están muy

desalentados —informaba Danó— y la resistencia es obrade algunos jefes, que sabiéndose

perdidos ofrecen venderse mutuamente”.4

No andaba mal informado el Ministro de Francia, ya que independientemente de las

gestiones de Portilla y Fischer, un emisario del general O'Horan se presentó en el Cuartel

republicano, hacia fines de abril, con la pretensión de concertar una entrevista entre su jefe y

Porfirio, quien se avino a la reunión esa noche, cerca de la garita de Peralvillo. Aquí ofreció

O'Horan nada menos que la entrega de Márquez, de la plaza y los jefes principales, “sin más

condición que extenderle un pasaporte para el extranjero”,5 más el oaxaqueño contestó que no

era preciso ningún arreglo para que la plaza cayera en sus manos, en lo que su adversario

convino, aunque advirtió que de ese modo los pollos gordos escaparían, en tanto que de

acuerdo con su plan caerían todos.

Mas ni así logró convencer al jefe republicano.

— ¿Tiene usted mucho empeño en fusilarme? —preguntó O'Horan.

2 PORFIRIO DÍAZ, Memorias. Archivo General del General Porfirio Díaz. T. III, Pág. 79. México. 1947. También Porfirio Díaz a Matías Romero, Guadalupe hidalgo, 3 de Mayo de 1867. Op. Cit. Supra. Pág. 48. 3 PORFIRIO DÍAZ. Memorias. Archivo del general Porfirio Díaz, t. III, Pág. 45, México, 1947. 4 ALPHONSE DANÓ al Ministro de Negocios Extranjeros, México, 18 de abril de 1867, en: Archivo del Ministerio de Asuntos Extranjeros de Francia; Fonds: Mexique, vol. 69; f.f. 88-89. En lo sucesivo se mencionará este archivo bajo la sigla A.M.A.E. 5 PORFIRIO DÍAZ, Memorias, en: A.S.P.D., t. III, p. 60. También Porfirio Díaz a Matías Romero, Guadalupe Hidalgo, 3 de mayo de 1867, en op. cit. supra; p. 107, edic. cit.

—No señor, si usted cae en mis manos lo único que haré será cumplir con mi deber

—contestó Díaz.

O sea que no llevaba empeño en fusilarlo, pero que en el momento de atraparlo lo

fusilaría.

—Dios quiera que no llegue usted a tener que deberme algo, —exclamó O'Horan, y

volvió a sus líneas.6

Independientemente de su certidumbre en el sentido de que la ciudad de México

capitularía finalmente, Porfirio no hacía más que ajustarse a las órdenes que recibió del

gobierno:

“Se me han hecho varias proposiciones para entregarme la plaza de México, y no he

aceptado ninguna por las instrucciones que se me tienen dadas, porque aquéllas están en pugna con

éstas —escribía a Juárez el 18 de mayo—. A todos los proponentes contesto que se rindan a

discreción; que el supremo Gobierno después considerará a cada uno según su mérito”.7

En el interior de la ciudad, mientras tanto, el gobierno Márquez - Vidaurri no

reparaba en los medios para sostenerse un poco más: "arrestos arbitrarios, encarcelamientos,

requisiciones domiciliarias, forzamiento de cajas, todo se ponía en práctica", informaba

Alphonse Danó.8 Las personas acaudaladas, primero víctimas de secuestros domiciliarios,

terminaban en las mazmorras de Santiago Tlaltelolco, donde se les impedía incluso el paso de

alimentos para arrancarles las sumas deseadas. La ciudad se hallaba sitiada tan estrechamente,

"que ni las provisiones pueden entrar en ella, ni el agua de los acueductos interiores, que han

sido cortados”, escribía el Ministro español.9 El mismo Jiménez de Sandoval describía los

excesos de Márquez, y sus diabólicas palabras: “Necesitamos dinero —dijo—, búsquese y

tráigase de la manera que sea. Yo tengo la fuerza, y el que resista morirá de hambre en la

prisión, si no paga, o en las trincheras, a donde lo mandaré”. Tal era el “plan económico” del

último gabinete imperial, “cuya tiranía no se borrará fácilmente de la memoria de los habitantes

6 PORFIRIO DÍAZ, op. cit., loc. cit., supra. 7 PORFIRIO DÍAZ a Benito Juárez: Guadalupe Hidalgo, 18 de mayo de 1867, en: caja 18 doc. 37, del Archivo Juárez de la Biblioteca Nacional de México. En lo sucesivo se mencionará este archivo bajo la sigla A.J.B.N. 8 ALPHONSE DANÓ al Ministro de Negocios Extranjeros, México, 5 de Mayo de 1867. A. M. A. E. Fonds. Mexique Vol. 69, f. f. 101 – 106. 9 J. JIMÉNEZ DE SANDOVAL al Ministro de Estado, Despacho 52, México, 25 de Abril de 1867 en Archivo de la Legación de España, caja 148

de México”, concluía el Ministro de España.10 Todos los días morían de hambre más o menos

cincuenta personas, cuyos cadáveres recogía y sepultaba el Ayuntamiento. "Sólo una población

inerte, como la de México, puede tolerar semejante tortura sin sublevarse", apuntaba Danó.11

Era un vivo contraste con la vecina Tacubaya, donde los carruajes conseguían

apenas circular por las calles, llenas de puestos improvisados. Sarapes o petates sobre las

aceras, y en ellos ropa, semillas, mercería, artículos de lujo, mientras la población,

multiplicada, se entregaba “al comercio, al paseo, y a todos los goces de la vida”.12 Las

gestiones de los pulqueros tuvieron éxito, y los soldados republicanos recibieron dos raciones

diarias de a libra. El ejército sitiador se componía de 25,000 hombres satisfechos, entre ellos

9,000 de a caballo. "Están bien resguardadas todas las salidas, y sucederá lo mismo que en

Querétaro: nadie se nos escapará", apuntaba el héroe del 2 de abril.13

Amenazados en personas e intereses, los comerciantes extranjeros resolvieron cerrar

sus negocios, y colocarse bajo la protección de sus cónsules. Uno de ellos se atrevió a protestar

en presencia de Márquez, quien no se anduvo con rodeos: “Hasta ahora México ha sido un

pozo de oro para los extranjeros — le contestó—, pero a partir de hoy será un lago de

sangre”.14 Así hasta el 15 de mayo, cuando Porfirio recibió un telegrama urgente de Escobedo.

Querétaro había caído en poder de los republicanos, y el Emperador y sus generales se hallaban

prisioneros. En notas breves, envueltas como cigarrillos, cruzó la noticia las trincheras de la

plaza, y esa noche, entre cohetes, salvas y luces, se dobló la ración de pulque en el campo

republicano.

En la capital, mientras tanto, circulaban cien versiones: que si la noticia era o no

falsa; que si los cohetes y las luces formaban parte de un plan para debilitar la resistencia; que

si el Emperador regresaba ya, victorioso, para caer sobre Porfirio. “Han transcurrido así diez

días —informaba Danó— sin que sea posible descubrir la verdad entre tantas afirmaciones

10 J. JIMÉNEZ DE SANDOVAL al Ministro de Estado, Despacho 64, México, 26 de Mayo de 1867 en Archivo de la Legación de España, caja 148. 11 ALPHONSE DANÓ Al Ministro de Negocios Extranjeros, New York, 1° de Septiembre de 1867, en A. M. A. E. Fonds Mexique, Vol. 69, f. f. 190 – 201. 12 PORFIRIO DÍAZ, Op. Cit. Supra. T. III, Pág. 53, Edic. Cit. 13 PORFIRIO DÍAZ, Op. Cit. Supra. T. III, Pág. 55, Edic. Cit. 14 ALPHONSE DANÓ Al Ministro de Negocios Extranjeros, México, 5 de Mayo de 1867, en A. M. A. E. Fonds Mexique, Vol. 69, f. f. 101 - 106.

contradictorias”.15 Márquez, enloquecido, negaba. "Ni la circunstancia de que se me pidiera

permiso para que salieran de la plaza sitiada los defensores nombrados por el Archiduque fue

suficiente para que el enemigo reconociera la verdad de la noticia", escribió Porfirio.16 Y el

Ministro de Francia confirmaba su queja: “La noticia de la rendición de Querétaro, y del

cautiverio del emperador Maximiliano, propalada en el campo liberal, era desmentida por las

autoridades imperiales de México”.17

El 29 de mayo, finalmente, el ministro de Prusia recibió un telegrama depositado en

Querétaro el 25. Era del Emperador, prisionero ya. Le invitaba a trasladarse cerca de él,

llevando consigo a los abogados Riva palacio y Martínez de la Torre, a quienes encomendaba

su defensa. El ministro habló con Díaz, y éste consultó con Juárez el asunto. Los defensores y

el de Prusia podían pasar. Pero Márquez y Lacunza declararon falso el telegrama, y opusieron

obstáculos al viaje de Magnus y los abogados,18 hasta que el l9 de junio se les permitió

emprender el viaje. A los defensores del Emperador solamente, ya que Márquez, en persona,

impidió que salieran los defensores del general Miramón.19 Se marchó también el Ministro de

Austria, por el canal de la Viga, y el de Bélgica disfrazado, sin pasaporte. A Curtopassi, de

Italia, con un pasaporte de Porfirio en el bolsillo, no le faltaron embarazos. Pero todos llegaron

a Querétaro sin embargo.

En México no contaba Márquez con los austríacos desde que su jefe, Kevenhüller,

recibió por conducto de Magnus una nota del Emperador, quien le ordenaba evitar toda nueva

efusión de sangre.20 Kevenhüller pidió entonces salir de la plaza y embarcar sus efectivos en

Veracruz, mas Díaz rehusó el salvoconducto, y el jefe austríaco acuarteló a sus hombres en los

patios del Palacio.21 Todavía disponía Márquez de unos doce mil soldados de todas las armas,

fuerza respetable con la cual, sin embargo, no llegó a intentar operaciones dignas de nota.

15 ALPHONSE DANÓ Al Ministro de Negocios Extranjeros, México, 25 de Mayo de 1867, en A. M. A. E. Fonds Mexique, Vol. 69, f. f. 112 - 113. 16 PORFIRIO DÍAZ, Op. Cit. Supra. T. III, Pág. 46, Edic. Cit. 17 ALPHONSE DANÓ Al Ministro de Negocios Extranjeros, México, 27 de junio de 1867, en A. M. A. E. Fonds Mexique, Vol. 69, f. f. 124 - 134. 18 J. Jiménez de Sandoval al Ministro de Estado, en A. L. E. Loc. Cit. Supra. 19 ALPHONSE DANÓ Al Ministro de Negocios Extranjeros, México, 27 de junio de 1867, en A. M. A. E. Fonds Mexique, Vol. 69, f. f. 124 - 134. 20 El Baron Del Lago en una carta a Kevenhüler, fechada en Tacubaya el 15 de junio, le menciona la nota que Maximiliano le envió por medio de Magnus. Véase Francisco de Paula Arrangóiz “México desde 1808 hasta 1867”, T. IV capitulo XVI pág. 344, Madrid, 1872. 21 PORFIRIO DÍAZ, Op. Cit. Supra. T. III, Pág. 56, Edic. Cit.

Apenas si el 9 de junio atacó el punto de La Piedad con tres o cuatro mil hombres, mas Porfirio,

apoyado por Terán, Naranjo y Félix Díaz, frustró el intento, y los defensores dejaron en el

campo, con sus muertos, la última esperanza.

Mientras, en el Cuartel general de Tacubaya se tomaban las últimas providencias.

Díaz no quería apoderarse de la ciudad por asalto, dijo al Marqués de la Ribera, por temor a los

excesos de su tropa. Prefería reducirla por hambre, o por un medio parecido al que determinó la

caída de Querétaro,22 pero Márquez no descansaba en sus añagazas, y el 15 de junio, entre

cohetes y campanas, el Diario Oficial aseguraba que el general Ramírez de Arellano llegaba

con la buena nueva de que el ejército imperial, con el Emperador a la cabeza, volaba en auxilio

de la capital. Pero la verdad era otra, y Márquez la conocía, Cuatro días más tarde, en su

representación, el general Tavera se entrevistaba con Porfirio en Tacubaya, en un último

intento de ajustar la rendición de la plaza bajo ciertas condiciones, sólo que Díaz, en presencia

del general Alatorre "porque había muchas versiones vulgares, en las cuales no quería aparecer

complicado",23 reiteró que la capital tendría que capitular a discreción. Al siguiente día

desapareció Márquez, oculto en algún lugar de la ciudad, y Tavera envió al Cuartel republicano

un nuevo emisario, ahora el cónsul americano Mr. Otterbourg, portador de ciertas condiciones

para hacer entrega de la plaza. Porfirio Díaz recibió a Mr. Otterbourg en la puerta de

Chapultepec, y ni siquiera le permitió bajar de su carruaje:24 regresó el Cónsul, y principió el

ataque con vivo fuego de artillería. El humo y el polvo impedían ver el telégrafo de señales,

más de pronto un vigía advirtió que alguna bandera blanca ondeaba en la catedral. El General

en Jefe dio la orden de cesar el fuego cuando un carruaje, con bandera blanca, tomaba por la

calzada del Emperador, camino de Chapultepec, y en él los generales Pina, Palafox y Díaz de la

Vega, que llegaban a rendir la ciudad sin condiciones. Era el 20 de junio de 1867 cuando el

carruaje volvió a la capital. Regresó por el mismo camino, o sea por la calzada del Emperador,

que se llamaba ya de la Reforma.

En la capital, esa del 20 de junio fue una noche terrible. Movimientos silenciosos.

Apagadas voces de mando. Las últimas fuerzas del Imperio cruzaban las calles para internarse, 22 J. JIMÉNEZ DE SANDOVAL al Ministro de Estado, Tacubaya en Archivo de la Legación de España, 16 de junio de 1867, despacho 66 caja 148. 23 PORFIRIO DÍAZ, Op. Cit. Supra. T. III, Pág. 61, Edic. Cit. 24 PORFIRIO DÍAZ, Op. Cit. Supra. T. III, Pág. 62, Edic. Cit.

antes de salir el sol en San Pedro y San Pablo y en Palacio, en la Ciudadela. Algunos

comprometidos se ocultaban, siguiendo el ejemplo de Márquez, Lacunza, Vidaurri y O’horan,

y pasaban su última noche en familia los resueltos a entregarse. La vida giraba en torno al

miedo activo. O en torno a la resignación desesperanzada. Ocultarse, una última trinchera

legítima, o entregarse en derrota definitiva. Al filo de la madrugada el silencio invadió la

ciudad. Los últimos soldados del Imperio estaban en sus cuarteles. Pero muchas ventanas

permanecían iluminadas. Porfirio abría un largo compás a las despedidas.

A las seis de la mañana del viernes veintiuno, cohetes y campanas anunciaron la

entrada de los liberales. Nadie disparó un tiro. Nadie habló de violencias o desórdenes.25 El

pueblo, aglomerado en las esquinas, leía el bando de Juan José Baz, nuevo jefe político, con la

orden de Porfirio para que se entregaran, dentro de las inmediatas veinticuatro horas, quienes

prestaron algún servicio o desempeñaron algún empleo en el régimen desaparecido. De no

presentarse, serían considerados como aprehendidos con las armas en la mano, y castigados con

la muerte. El futuro Héroe de la Paz ponía en práctica las primeras providencias de todo

gobierno respetado, independientemente de ser o no un gobierno respetable.

No quedaba, pues, más alternativa, y muy de mañana marcharon los primeros,

camino de Santa Brígida o de la Antigua Enseñanza, a los lugares asignados. Algunos iban

lentamente, estirados y serenos, como en el paseo dominguero de San Francisco. Otros,

nerviosos, hendían el aire de la mañana con sus bastones, y caminaban de prisa. En Santa

Brígida y la Antigua Enseñanza se reunía el mundo oficial en desgracia. Ya estaban allí Félix

Eloin y el padre Fischer entre otros, pero faltaban Vidaurri, Lacunza, Lares, O'Horan, y sobre

todo Leonardo Márquez. El señor Dañó ocultaba prudentemente la bandera de Francia, y

echaba cerrojo a puertas y ventanas. No sin razón temía por su persona, mientras redactaba

largos informes a su gobierno: "Arbitrariedad y desolación, tal es el porvenir de México. Antes

de seis meses, los jefes liberales se devorarán entre sí” 26 pronosticaba. Mientras, en el campo

político, Díaz daba los primeros pasos para que las cosas volvieran al estado que guardaban el

31 de mayo ele 1863, cuando el Presidente abandonó la ciudad por la puerta de Guadalupe. Sin 25 ALPHONSE DANÓ Al Ministro de Negocios Extranjeros, México, 27 de junio de 1867, en A. M. A. E. Fonds Mexique, Vol. 69, f. f. 123 - 134. PORFIRIO DÍAZ, Op. Cit. Supra. T. III, Pág. 63 - 65, Edic. Cit 26 ALPHONSE DANÓ Al Ministro de Negocios Extranjeros, México, 27 de junio de 1867, en A. M. A. E. Fonds Mexique, Vol. 69, f. f. 123 - 134.

llenar formalidades, los adquirentes de bienes nacionalizados ele acuerdo con las Leyes de

Reforma habían de recuperarlos, y el oaxaqueño dio un plazo de cuarenta y ocho horas para

que religiosos y religiosas desocuparan los conventos.

Tocaron a su fin las veinticuatro horas del plazo para que se presentaran en Santa

Brígida y la Antigua Enseñanza los servidores del Imperio, y no aparecieron por allí los

dirigentes. Hasta que una semana más tarde cayó preso Vidaurri, denunciado por el mismo

americano que lo escondió en su casa de la calle de San Camilo. Se dice que el yanqui lo

explotó primero, en pago de su silencio, y lo entregó cuando el de Nuevo León no pudo darle

más. Hasta la Diputación lo llevaron por las calles, "descalzo y con las manos atadas", 27 y esa

misma tarde, a las cuatro, lo fusilaron en la plaza de Santo Domingo. Así terminó sus días este

padre de sus pueblos neoleoneses. El gran señor de Lampazos, que fue y dejó de ser todo casi:

liberal, republicano, gobernador, espada de la Reforma, enemigo de Juárez, Lugarteniente del

Imperio. Fue y renunció a todo en política para conservarse como Santiago Vidaurri. Ahora

Juárez le despojaba de eso también, lo único que le quedaba. Cuando llegó a la plaza de Santo

Domingo, una murga ejecutaba valses y polkas. Le colocaron con la cara frente a un muro, y le

dispararon mientras la banda tocaba “Mamá Carlota”. Aún oyó las detonaciones, siete como

una sola, que apagaron las coplas chinacas.

El 12 de julio estaba Juárez en Chapultepec. Llegaba de Querétaro, donde estuvo de

las once de la noche del 7 de julio al amanecer del siguiente día, en que salió para México.

Permaneció lo necesario para echar un vistazo al cadáver de Fernando Max, a quien halló

hermoso, según dicen, pero sobre todo muerto, que era lo que le importaba. Ya en Chapultepec,

los organizadores de la recepción le pidieron posponer su entrada hasta la mañana del 15,

“porque no es posible que antes concluyan los preparativos para la recepción, que quieren que

sea lo mejor posible”,28 y así lo hizo Juárez, entre cohetes y repique de campanas. Veinticinco

mil hombres formaron valla a la comitiva, en cuyo primer carruaje iba el Presidente. Frente al

27 ALPHONSE DANÓ Al Ministro de Negocios Extranjeros, México, 8 de julio de 1867, en A. M. A. E. Fonds Mexique, Vol. 69, f. f. 159 - 163. 28 BENITO JUÁREZ a PEDRO SANTACILIA; Chapultepec, 13 de Julio de 1867 en Archivo Juárez de la Biblioteca Nacional doc. 193. También SEBASTIÁN LERDO DE TEJADA a Antoñita Revilla; México, 17 de Julio de 1867, Archivo Juárez del autor.

Palacio, el recién llegado izó la gran bandera que para esa ocasión mandó confeccionar

Porfirio. La capital tenía un mes en manos de éste, y ninguna bandera había ondeado sin

embargo en el asta del Palacio. Era una satisfacción que el caudillo oaxaqueño deparaba a su

paisano, el hombre de la carroza negra. Se la deparaba para ese momento, sublime en verdad.

Cualquier hombre habría dado su vida por él. Juárez estaba de vuelta. Su ausencia se prolongó

durante cuatro años y cuarenta y cinco días, pero estaba de vuelta. Personalmente izó la

bandera. “La República ha consumado su triunfo, y sólo falta que sus hijos aseguremos este

triunfo con nuestras virtudes y nuestro respeto a la ley”, escribió a Bernardo Revilla. 29

Casi al mismo tiempo aseguraba que “el respeto al derecho ajeno era la paz”.

2. EL MUERTO SE VA

"Ya habrá visto usted la impresión que ha causado en el mundo la muerte de

Maximiliano —escribía a Juárez, de Nueva York, Francisco Zarco—. Gentes educadas bajo el

despotismo, se han espantado de que, para los republicanos de México, un filibustero de regia

estirpe no sea más que un filibustero más. Pero el caso es que todos conocen su impotencia

para vengar lo que llaman nuestra barbarie, y lo único que puede hacer Europa es mandar un

buque a Veracruz, a recoger el muerto. 30

El buque llegó a Veracruz efectivamente, y en él un comisionado extraoficial del

Emperador de Austria: el vicealmirante Guillermo de Tegethoff, quien el 3 de septiembre se

apersonó en el despacho del Ministro de Relaciones Exteriores. Nadie ponía en duda la

autenticidad de su misión, demasiado informal sin embargo para que Juárez y Lerdo no

comprendieran que, al obrar de ese modo, en Viena se pretendía no dar, al de la República, el

tratamiento de un gobierno. Pero ni Juárez ni Lerdo parecían dispuestos a entregar el cuerpo de

Fernando Max como el de una víctima caída en tierra de nadie, y así lo confirmó Tegethoff al

siguiente día, cuando el Ministro le dijo que si la familia imperial, “por un natural sentimiento

de piedad” pretendía la entrega de los restos, el gobierno accedería tan pronto como se le

29 BENITO JUAREZ a BERNARDO REVILLA, México 16 de junio de 1867, Archivo Juárez del autor. 30 FRANCISCO ZARCO a BENITO JUÁREZ; New York 25 de julio de 1867 en Archivo Juárez de la Biblioteca Nacional doc. 338.

reclamara oficialmente, por parte de la familia misma o del gobierno austríaco. Mientras, el

cadáver permanecería en México, embalsamado y guardado “con el decoro que merece, por los

mismos sentimientos naturales de piedad”.31

En Europa, durante mucho tiempo, se dio crédito a la especie de que Juárez rehusaba

la entrega del cuerpo con el propósito de lograr ventajas políticas, e incluso historiadores como

César Cantú y Egon Conté Corti apoyaron la versión según la cual, y "aunque en vano”, el

hombre de Guelatao explotaba la ocasión "para obtener del emperador de Austria el

reconocimiento del nuevo régimen”.32 Es obvio que ciertos hechos autorizaban esa sospecha,

sobre todo la circunstancia de que Juárez declinara entregarlo cuando los ministros de Austria y

Prusia hicieron la gestión,33 y sin embargo, que no se pusieran trabas al embalsamiento del

cadáver, era un indicio de que el gobierno no pretendía conservarlo indefinidamente.34 En rigor

31 Minuta de las conversaciones entre el Barón GUILLERMO DE TEGETHOFF y SEBASTIÁN LERDO DE TEJADA, el 3 de septiembre de 1867, en el Diario Oficial del 9 de septiembre, Vol. I, Num. 21. También El Siglo XIX del 11 de Septiembre, Vol. V, núm. 59 Colección Latinoamericana de la Universidad de Texas. Las minutas se encuentran en Archivo Juárez de la Biblioteca Nacional. 32 CAÉSAR EGON CONTE CORTI, Maximiliano y Carlota. Capitulo XII, pag. 625, México. 1924 33 MARIANO ESCOBEDO A BENITO JUÁREZ; San Luis Potosí, 24 de Febrero de 1868; en op. Cit. Supra, caja 25, doc. 47. 34 DUBLAN Y LOZANO, op. Cit. Supra, T. X pág. 233 edic. cit.

la situación era menos compleja de lo que se pensó en Europa, y se reducía a que, no obstante

haberse dado a Maximiliano el tratamiento de forajido en las filas chinacas, no era cosa de

entregar sus restos como los de un salteador de caminos.

Pocos días antes de que el vicealmirante: Tegethoff se presentara en México, en

Salzburgo se reunieron los emperadores de Francia y Austria. La derrota de Sadowa y el

fracaso de México unían moralmente a Napoleón y a Francisco José. Por un instante la sombra

de la víctima de ambos oscureció la reunión, y hablaron de Fernando Max y de Querétaro, pero

fue sólo un momento, ya que luego se ocuparon de la amenaza que sobre ambos cernía el

Imperio Alemán, el gigante recién nacido. Únicamente la archiduquesa Sofía no acudió a la

reunión. Ella era la madre, y no quiso prestar su mano para que la besara quién engañó a su hijo

miserablemente, y como quiera lo empujó a la muerte. Elizabeth sí extendió la suya a

Napoleón, y Francisco José besó la de Eugenia de Montijo. ¡Mediaban tan poderosas razones

de estado! Ciertamente de mayor envergadura que las que mantenían en México a Tegethoff,

en espera de las nuevas instrucciones de Viena.

El vicealmirante no permanecía ocioso por lo demás, e invertía su tiempo en

gestionar la libertad de prisioneros austríacos, en poder del gobierno todavía, y sobre todo en

visitar los restos de Fernando Max, depositados en el hospital de la iglesia de San Andrés. Su

primera visita resultó conmovedora. No le veía desde Viena. En su ataúd de palo de rosa, era el

mismo Fernando Max, con su distinción natural y sus bellas barbas rubias. Un poco más

delgado si se quiere, vestido de negro, entre almohadones de terciopelo, y muerto por supuesto.

Pero era el mismo Fernando Max.

El 4 de noviembre, por fin, el señor de Tegethoff recibió una nota del canciller Beust

para Sebastián Lerdo de Tejada:

“Habiendo una prematura muerte arrebatado el archiduque Femando Maximiliano a

la ternura de sus deudos", el emperador Francisco José confiaba que el gobierno mexicano,

“cediendo a un sentimiento

“Habiendo una prematura muerte arrebatado el archiduque Femando Maximiliano a

la ternura de sus deudos", el emperador Francisco José confiaba que el gobierno mexicano,

“cediendo a un sentimiento de humanidad”, no rehusaría mitigar “el justo dolor de Su

Majestad”, y permitiría que los restos de su hermano pudieran reposar “en la bóveda que

encierra las cenizas de los príncipes de la Casa de Austria”, para lo cual, y con la súplica de que

se le entregara el cuerpo, había sido enviado a México el vicealmirante Tegethoff.36 Ahora sí.

Un hombre, Emperador por añadidura, fundaba en razones de humanidad que le entregaran el

cuerpo de su hermano. Eso, y no el reconocimiento oficial del gobierno de la República, como

se dijo en Europa, era lo que Juárez y Lerdo pretendían. Inmediatamente respondió Lerdo a

Beust que el Presidente no tenía inconveniente en satisfacer, “con grande consideración”, los

deseos que expresaba el Emperador de Austria en nombre de la familia imperial. “Conforme a

lo dispuesto por el señor Presidente, he manifestado al señor vicealmirante Tegethoff que desde

luego le serán entregados los restos mortales del archiduque Femando Maximiliano".36

Una fuerza de trescientos hombres formó junto a la iglesia de San Andrés, a las 5 de

la mañana del 13 de noviembre. En un carruaje se colocó el triple féretro, en cuya construcción

el gobierno “no había escatimado gastos, en bien del decoro de la nación mexicana”, según el

Diario Oficial. En otro carruaje se acomodaron Tegethoff y los miembros de la comisión

mexicana que le acompañaría a Veracruz. De San Andrés tomó la comitiva por las calles de

Vergara, Coliseo y Monterillas, para salir por la puerta de San Antonio Abad. Como no se dio

al acto publicidad previa, los carrua- jes cruzaron por las calles desiertas. Si acaso, aquí y allá,

trasnochadores y algún sereno. En la calzada de San Anto¬nio, indios con flores y legumbres

de las cercanas chinampas. Era un día 13, como el 13 de agosto en que embarcó para Europa

Carlota Amalia; como el 13 de febrero, en que partió para Qucrétaro Femando Max, o como el

13 de junio, en que lo sentenciaron a muerte. Un día 13 absolutamente vul¬gar, como otro

cualquiera.

El 25 llegaron a Veracruz, y Tegethoff, con los miembros de la comisión y las

autoridades del puerto, abrieron el ataúd para certificar que Fernando Max estaba allí, y que

nada, salvo la vida, le faltaba. El cadáver se encontraba en perfecto estado, “a no ser aquellas

alteraciones naturales que sobre¬vienen después de la cesación de la vida”, informaban los

dia¬rios.37 “Estaba bien conservado, si bien con el aspecto de mo¬mia, y ennegrecido

completamente el rostro”, escribió el doctor Basch.38 Por lo visto, Fernando Max había

escapado a la descomposición, una de sus viejas preocupaciones. “Tarda más el cuerpo en

descomponerse que la memoria del muerto m borrarse”, escribió en 18.61.39 Y alguna

satisfacción le que¬daría por morir como Emperador, una forma muy humana de la ambición.

“Hasta los 30 años se vive para el amor —pensaba—; de los 30 a los 40 para la ambición; de

los 50 ai adelante para el estómago y los recuerdos”.40 Cayó pre- íisamente entre los 30 y los

40, a la mitad del camino en la ídad de la ambición.

El 16 de enero llegó a Trieste la fragata Novara con su car¬gamento. Nada menos

que la Novara, la misma que lo trajo v Veracruz el 31 de mayo de 1864, un barco “cuyo

nombre, lara un austríaco, era de buen agüero”, escribió Maximiliano ilgunos años antes. Por

las calles de Viena, en medio de una valla de lacayos que portaban hachones, cruzó el cortejo.

Era de noche, y nevaba intensamente. A la puerta del palacio imperial esperaba la

familia: la madre, los hermanos, la em¬peratriz. Francisco José pálido y adusto. La

archiduquesa Sofía, como una madre plebeya, se arrojó sobre el ataúd cu¬bierto de nieve. Un

nuevo Querétaro, donde las campanas no doblaron el día de su muerte.

A la media noche se colocó el ataúd en la capilla del pa¬lacio “sobre un soberbio

catafalco, forrado con riquísimos paños negros, rodeado por doscientos cirios colocados en

altos candelabros de plata”, observaba José Luis Blasio, el único mexicano presente en las

estaciones del calvario, desde México y Querétaro hasta el Hofburg de Viena.41 Al día

siguiente tuvo el pueblo acceso a la capilla. “Los suizos, los alabarderos de la guardia imperial,

y los dragones, apenas podían con¬tener a la multitud que se apiñaba para contemplar, por úl-

tima vez, el cadáver de su Archiduque”.42 Por última vez, antes de llevarlo a la Kaisergrust, la

gruta de la iglesia de los capuchinos que guarda, hasta hoy, las cenizas de los reyes, príncipes y

princesas de la Casa de Austria. El mismo Blasio recuerda que un recinto capuchino, en

Querétaro, le sirvió de última prisión, y otro, en Viena, de reposo definitivo.

El 20 de enero se le llevó a la Kaisergrust. Abría marcha el vicealmirante Tegethoff,

con su Estado Mayor. Ocho ca¬ballos, cubiertos de paños negros, tiraban del coche fúnebre a

continuación. Cerraba la marcha una comitiva de diplomá¬ticos, dignatarios de la Corte,

chambelanes y pueblo. A la puerta de la Kapuzinerkirche estaban el Emperador y la fa¬milia

imperial. En el interior de la gruta se celebraron las últimas ceremonias, mientras la gente

permanecía silenciosa en la plaza del Mercado Nuevo. Se retiraron todos por último, y le

dejaron solo, como está todavía en su féretro de zinc, con un águila mexicana, y la inscripción:

Fernandas Maximilianus. Archicluc Austriae Natus in Schocnbrunn VI — Iulii —

MDCCCXXXII Qui Impeirator mexicanorum anno MDCCCLXIV electus. Dirá et cruenta

nece Queretari XIX Iunii MDCCCLXVII Fidem ac vitam religiosissime confessus.

Heroica cum virtute interiit H. S. E.

Todavía hoy, los mexicanos que llegan a Viena visitan la iglesia de capuchinos, en

Neuer Markplatz.

3. UNA CONVOCATORIA INOCENTE

Habían terminado las guerras de Reforma, Intervención e Imperio, hermosa década

iluminada por la esperanza. Junto a paredones improvisados o en combate cayeron, diestros en

el arte de morir, Arteaga y Miramón, Mejía y Leandro Valle, Robles Pezuela y Salazar,

Ocampo y Santos Degollado. Una generación entera se consumió en la lucha a partir del

funesto diciembre de 1857, cuando Comonfort, inferior a su respon-sabilidad, atentó por

primera vez contra la Constitución re¬cién nacida. Pero esa década terminó: la que se iniciaba

exigía otra diversa versión del hombre, adecuada al arte del gobierno democrático, y Juárez,

por extraño que parezca, no era de esa clase. El caudillo de una lucha de diez años terminó

incli¬nado a la dictadura, un destino que pudo caber a otro cual¬quiera después de tan larga

campaña. Juárez pudo llevar la bandera de su partido como un Presidente a salto de mata, por el

trópico o el desierto; como un dictador civil cuyo frac ocultaba apenas el malquisto levitón

castrense, pero sólo eso. A todos ellos, salvo tal vez a Sebastián Lerdo, la guerra les había

incapacitado para la paz. Que Juárez luchó mejor de lo que sabría gobernar es una de las

verdades que se imponen por su propia fuerza.

Si durante diez años importó sobre todo batirse, llegaba el momento de normalizar la

vida política, de volver a los cauces de la ley, de recoger la esperada cosecha de la vida

constitu-cional. Sonaba la hora de satisfacer las aspiraciones de la élite, más o menos anónima,

que durante esos años luchó por la supervivencia de la Constitución, identificada, en la hora del

peligro, con la salvación de la patria misma. La cosa pa¬recía sencilla, y se reducía sobre todo

a poner fin al gobierno de un solo hombre; a olvidar el sistema de las “facultades

extraordinarias”, un modo de gobernar por encima de la Cons-titución, o sea una forma de la

tiranía. Poner término a una década militar, e inaugurar la paz, era dar a la Constitución una

oportunidad que iba a ser justamente la primera, ya que no había llegado a imperar. Jurada el 5

de febrero de 1857, entró en vigor el lo. de diciembre, pero su observancia se interrumpió al

terminar ese mes, con el Golpe de Estado de Comonfort, que desató la guerra de Reforma por

añadidura. Juárez y la Constitución volvieron a la ciudad de México al comenzar enero de

1861, y en junio se celebraron elecciones para sujetar la vida política a la ley fundamental, pero

en diciembre de ese año, al principiar la guerra de Intervención, la Carta del 57 cedió

nuevamente al régimen de “facultades extraordinarias”, una dictadura virtual que se prolongaba

has¬ta hoy, cuando Juárez, en la capital, izaba la bandera que le ofreció Porfirio.

El triunfo de los que lucharon por la Constitución se había consumado sin lugar a

dudas, mas la Constitución continuaba inédita sin embargo. No había casi mexicano activo que

no hubiera luchado por ella o contra ella, mas nadie, empero, había conocido en la práctica sus

yerros o sus aciertos. Nadie. La Constitución había sido nada más que un código teórico, bello

y noble para los unos, diabólico engendro para los demás. Se recordaba todavía que Comonfort

dijo que no se podía gobernar con ella, pero también era cierto que hasta hoy, al cumplir diez

años aquella frase, nadie lo había intentado. Nadie hasta Juárez, el primero en el privilegio y la

responsa¬bilidad. El tendría que gobernar con ella por primera vez, sin “facultades

extraordinarias”, sin decretos castrenses. Con la Constitución solamente, una vieja ilusión

embellecida por tantos muertos.

Todos llevaban prisa. Establecido apenas el gobierno en la capital, y reorganizado el

Ministerio con Lerdo en Relaciones, Balcárcel en Fomento, Iglesias en Hacienda y Mejía en

Guerra, la prensa exigía volver a la Constitución. “Pasadas las circunstancias que crearon el

poder discrecional —decía El Siglo XIX el 22 de julio—, debe acabar éste, y la mayor gloria

del C. Juárez consiste en devolver a la República las autorizaciones que le concedió para

salvarla de la invasión extranjera”.43 El 5 de agosto, también en El Siglo, reiteraba eso mismo

Pantaleón Tovar:

“Se desea salir de ese estado violento, en que todo se espera con inquietud; se quiere

que acabe la dictadura, y que comience el orden constitucional, y el único medio natural que se

tiene para conseguir ese cambio exigido por el derecho y por la opi¬nión es que el gobierno, en

quien confía el pueblo, expida pronto la Convocatoria para que la nación elija sus

mandatarios”.44

El gobierno, mientras tanto, guardaba silencio. Se ignora la participación que pudo

caberle en una “Asociación Zara¬goza”, que se formó en esos días para reclamar una serie de

reformas a la Constitución, entre otras la división del Con¬greso en dos cámaras,45 pero

oficialmente no se decía una pa¬labra. Hasta que en la tarde del 17 de agosto, en el primer

número del Diario Oficial, se publicó la Convocatoria para elegir Presidente de la República,

diputados al Congreso de la Unión, y Presidente y Magistrados de la Suprema Corte de Justicia,

y la noticia corrió “como una chispa eléctrica” por todos los círculos. Juárez se disponía a

cumplir con “el deber sagrado” de entregar el gobierno, un deber que contrajo el 8 de

noviembre de 1865 en los famosos decretos de Paso del Norte, pero no era eso todo: además de

llamar a elecciones, la Convocatoria encerraba una serie de novedades. Los redac¬tores de El

Siglo XIX habían creído, “insensatos”, que la Con¬vocatoria habría de ser sólo un llamamiento

a la ciudadanía para elegir a sus nuevos mandatarios, mas ahora, ante la realidad, no se

asombraban “del mucho tiempo que se gastó en confeccionar esa ley, ya que contiene porción

de combi¬naciones viciosas que era preciso meditar”.48 Los políticos, y todos cuantos sabían

leer y escribir eran eso, releían el docu¬mento, y no daban crédito a sus ojos. Los artículos 9o.

y 15o., sobre todo, desataban la tormenta:

“Artículo 9" En el acto de votar los ciudadanos para nom¬brar electores en las

elecciones primarias, expresarán, además, su voluntad acerca de si podrá el próximo Congreso

de la Unión, sin necesidad de observar los requisitos establecidos por el artículo 127 de la

Constitución federal, reformarla o adicio¬narla sobre los puntos siguientes:

Primero: Que el Poder Legislativo de la Federación se depo¬site en dos cámaras,

fijándose y distribuyéndose entre ellas las atribuciones del poder legislativo.

Segundo: Que el Presidente de la República tenga la facultad de poner veto

suspensivo a las primeras resoluciones del poder legislativo, para que no se puedan reproducir

sino por dos ter¬cios del voto de la cámara o cámaras en que se deposite el poder

legislativo”.47

¡Reformarla o adicionarla! La Convocatoria, lejos de fa¬vorecer el restablecimiento

del orden constitucional, era un ataque a la Constitución misma. ¡ Menuda sorpresa, que para

volver a la Constitución se quisiera reformarla! Y ni siquiera como la Constitución mandaba

que se le hicieran reformas, o sea conforme al artículo 127, sino como al Presidente y su

Ministro daba la gana, sustituyendo una norma expresa por una apelación directa al pueblo que,

tan democrática que se quisiera, no era legal en modo alguno. Y reventó el debate

constitucional más honroso de la historia mexicana. Una revolución sin sangre, fruto de aquel

minuto en que la política fue ideal y sacrificio, no arte bajo de cortesanos.

Todos advirtieron que, con las reformas, Juárez perseguía el fortalecimiento de su

poder. Crear dos cámaras donde ha¬bía una solamente, era un medio de dominar sobre la

repre¬sentación nacional, siniestro propósito que se perfeccionaba con el derecho de veto, que

el Presidente reclamaba para frenar las decisiones del Congreso. Un minuto después de la

victoria, era como volver a los días de Comonfort en el mejor de los casos; a su desgraciada

convicción en el sentido de que no se podía gobernar con la Constitución. Sólo que cuando

Comonfort dijo eso no se mataba nadie por ella todavía, y ahora estaban de por medio diez

años de muertos. Mucha sangre plebeya, y otra poca azul. Todavía estaban las manchas sobre

la tierra cuando Juárez, nada menos que él, daba por cierto que no se podía gobernar con la

Constitución. Y a empezar otra vez con la misma historia vieja, con la sospecha de la traición,

y con la verdad de la guerra y de la muerte.

En medio de la tormenta, el cónsul de los Estados Unidos, Mr. Otterbourg, daba una

opinión sensata:

“Si el gobierno ofrece el primer ejemplo de falta de respeto a la ley, el pueblo no

adquirirá jamás hábitos constitucionales... El entusiasmo con que se recibió a Juárez en la

capital, hace poco más de un mes, se ha trocado en desconfianza, y la opi¬nión pública, ya

prejuiciada por medidas anteriores, recela qn< cada acto del gobierno sea un paso más hacia la

dictadura".'1"

Para colmo, no se reducían las reformas al propósito de crear dos cámaras, e

introducir el veto del Ejecutivo sobre iniciativas aprobadas por la una o la otra. Había algo más

todavía, y no menos grave: el artículo 15o., en su última parte sobre todo:

“Podrán ser electos diputados, tanto los ciudadanos que per-tenezcan al estado

eclesiástico, como también los funcionarios a quienes excluía el artículo 34 de la ley orgánica

electoral”.

Juárez consideraba que no debían subsistir “las restriccio¬nes opuestas al libre

ejercicio de la soberanía del pueblo en la elección de sus representantes”, pero lo cierto fue que

en los clubes políticos se recibió agriamente la posibilidad de que sacerdotes y funcionarios

públicos federales pudieran ser elec¬tos diputados, puntos en que la oposición centró

inmediata¬mente sus ataques.49 Si el liberalismo vencedor acusaba a los sacerdotes, y a la

Iglesia misma, de haber sido promotores e instrumentos del Imperio ¿cómo pretendía ahora

Juárez con¬cederles el voto pasivo? Y por otra parte, al permitirse que funcionarios de la

federación ocuparan curules en el Con¬greso ¿no se buscaba —como decía un editorial de El

Siglo XIX— “que el Ejecutivo tuviera servidores en el Cuerpo Legislativo”? 50

El Monitor, El Globo, El Boletín Republicano, todos cla-maban contra la

Convocatoria, sin otra excepción que la del Diario Oficial, donde se la justificaba con base en

las facul¬tades extraordinarias que la ley del 27 de mayo de 1863 concedió al Ejecutivo. Juárez

y Lerdo parecían responsables de alentar siniestros designios contra la Constitución, con el

doble propósito de centralizar los poderes en el Ejecutivo y de intentar un asalto sobre la

soberanía de los Estados. La des¬ilusión cundía por la República y la oposición se fortalecía

con ella: “Todo se ha perdido en un día; Juárez nos ha trai¬cionado como nos traicionó

Comonfort, y como siempre nos traicionó Santa Anna”, escribía de Mazatlán Manuel

Már¬quez, un amigo de Porfirio Díaz.51

Hoy parece extraño cuanto resultaba entonces natural. La supremacía de la

Constitución era un principio socialmente vivo, en el aire que respiraban todos. Con diversos

concep¬tos, mas con idéntica vehemencia reaccionaban el periodista, el antiguo soldado, el

político fogueado en lides parlamen¬tarias. La Constitución era un bello sueño, atacado de

impro¬viso por las malas artes de Juárez. Como un pedazo de paraíso arrebatado a quienes lo

conquistaron con su sangre.

Pero sorprende, además, la capacidad de grandes juristas que exhibieron todos,

como si se hubieran familiarizado con los graves problemas del derecho público para

convertirse en guardianes de las instituciones. Un editorial de Pantaleón To- var, en El Siglo

XIX, exhibía esa capacidad extraordinaria:

“¿Diremos al Ministerio que estamos verdaderamente asom¬brados con la

Convocatoria que ha expedido porque resuelve con ella puntos que sólo el Congreso puede

decidir, en los tér¬minos que señala el Código fundamental de la República?... No se trata

ahora de si las reformas a la Constitución que con¬tiene la Convocatoria son o no

convenientes. Se trata del tras¬torno que sufre nuestro derecho constitucional.. . He ahí lo que

nos preocupa a nosotros, amigos del gobierno, pero antes que todo amigos de nuestros

principios”.52

El editorial distinguía magistralmente los dos problemas que la Convocatoria

planteaba, el de forma y el de fondo. Más importante que averiguar si las reformas eran o no

conve¬nientes resultaba admitir que la Constitución, “que en ese largo período (de diez años)

nadie ha visto reinar”, fracasaba

en el momento de llevarla a la práctica. Nadie podría haberlo dicho mejor, y con

menos palabras, ya que el problema no radicaba en saber si el Código de 1857 debía o no

reformarse, y en qué puntos, sino en ajustar sus reformas al procedimiento establecido por la

Constitución misma, y no mediante aquella extraña apelación directa al pueblo que la

Convocatoria in¬troducía, que podía ser lo democrática que se quisiera pero que no era

constitucional.

Que Juárez y Lerdo no las tenían todas consigo en punto a las consecuencias de la

Convocatoria, resulta de las cartas personales que el Presidente dirigió a los Gobernadores de

los Estados, confiado en que se haría justicia “a las inten¬ciones del Gobierno, al examinar, sin

prevención de ninguna especie, las indicaciones sobre reformas que contiene aquel

documento”,53 y se prueba sobre todo con la circular que Lerdo de Tejada acompañó a la

Convocatoria. Aquí, el Mi¬nistro esgrimía una serie de argumentos, inteligentes sin duda, que

dejaban no obstante intacto el problema fundamental:

“Según están organizados en la Constitución —decía la circu¬lar—, el legislativo es

todo, y el ejecutivo carece de autoridad propia enfrente del legislativo. Esto puede oponer muy

graves dificultades al ejercicio normal de las funciones de ambos po¬deres. .. La marcha

normal de la administración exige que no sea todo el poder legislativo, y que ante él no carezca

de todo poder propio el ejecutivo. . . Para tiempos normales, el despotismo de una convención

puede ser tan malo, o más, que el despotismo de un dictador. . . La paz y el bienestar de la

sociedad dependen del equilibrio conveniente en la organización de los poderes públicos. A

este grave e importante objeto se refieren los puntos de reforma propuestos en la Convocatoria,

cuatro (de los cuales) estaban en la Constitución de 1824, y los cinco restantes en las

instituciones de los Estados Unidos de América”.