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Archivo General de la NaciónVolumen CIV

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José maría pichardo

Santo Domingo2010

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Archivo General de la Nación, volumen CIV Título: Tierra adentroAutor: José María Pichardo

Primera edición: 1916

Cuidado de edición: Consuelo Muñiz DíazDiagramación: Harold M. Frías MaggioloDiseño de cubierta: Esteban RimoliIlustración de portada: Aberlardo Rodríguez Urdaneta

De esta edición:© Archivo General de la Nación, 2010Departamento de Investigación y DivulgaciónÁrea de PublicacionesCalle Modesto Díaz 2, Zona Universitaria,Santo Domingo, Distrito NacionalTel. 809-362-1111, Fax. 809-362-1110www.agn.gov.do

ISBN: 978-9945-020-94-6

Impresión: Editora Búho, C. por A.

Impreso en República Dominicana / Printed in Dominican Republic

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Prólogo

T ierra adentro, de José María Pichardo, resulta una obra que ha pasado desapercibida para la generalidad de los estu-diosos de la novela histórica dominicana. Narrada en tercera persona, su título nos lleva a pensar en un libro de costumbres campesinas que nada tiene que ver con la lucha por el poder, pero realmente narra los detalles de la muerte del presidente Ramón Cáceres a fines de 1911 y los conflictos armados desata-dos a partir de la arriesgada acción.

Aunque gran parte de la obra se desarrolla en la ciudad de Santo Domingo, así como en las zonas costeras de Puerto Plata y Matanzas, el autor tomó también como escenario a La Vega para eternizar un tiempo que hoy nos permite visualizar el am-biente político social y militar en el que prevaleció la inestabi-lidad, fruto de los conflictos caudillistas que tuvieron su más cercano referente en el ajusticiamiento de Ulises Heureaux, Lilís, el 26 de julio de 1899.

Después de quince años de guerras, conflictos políticos, presión internacional por la deuda externa, consolidación del capital foráneo, muerte de Cáceres y posteriores “revolucio-nes”, el período que se inició con el ajusticiamiento del tirano concluyó con la ocupación militar del país ejecutada por los Estados Unidos en 1916.

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La muerte del presidente, el 19 de noviembre de 1911, a manos de Luis Tejeras y otros implicados, marcó uno de los episodios responsables de la decisión expansionista de los Estados Unidos en un período matizado por la incidencia de la deuda externa, el resurgimiento del caudillismo, los con-flictos armados entre los bolos y coludos, y la instauración de un gobierno autoritario que si bien logró importantes niveles de organización estatal, pacificó el país y promovió el desarro-llo tecnológico e industrial, lo hizo en beneficio de sectores extranjeros y a contrapeso de fracciones de la alta sociedad dominicana, impedidos de acrecentar su poder y riquezas y de otros a quienes se les dificultaba la movilidad social, determi-nante para tener el control del Estado.

Los límites de esa movilidad social guardaban relación con la presencia de los Estados Unidos de Norteamérica y sus in-versionistas en la República Dominicana, su control sobre los más importantes renglones productivos y la apropiación de importantes propiedades agrícolas, además de controlar las aduanas y las finanzas del Estado, situaciones descritas en tie-rra adentro como denuncia responsable del autor, quien había vivido todas esas calamidades:

Bajo la tutela yankee, que controla las rentas aduane-ras y los millones de pesos destinados a obras públicas, sobrantes del empréstito hecho para refundir en una sola todas las deudas nacionales, según la Convención Domínico-Americana, tratado del cual no derivará la República ningún provecho, sino la amenaza perpetua de verse intervenida militarmente [...]1

José María Pichardo, cuyo nombre se confunde con el de un restaurador mocano,2 que en ocasiones escribió con los

1 José María Pichardo, Tierra adentro, Santo Domingo, Tip. El Progreso, 1916, p. 47. Todas las citas corresponden a esta 2da. edición.

2 “Soldado de la muerte. En Santiago ha muerto, nonagenario y rodeado del amor de todos los suyos, el respetable anciano José María Pichardo,

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seudónimos de Pausanias y Cinqueño, laboró como periodista del Listín Diario y fue cónsul en Miami durante la dictadura de Trujillo. Se le reconoció en su época la condición de no-velista y narrador de escenas costumbristas, además de poeta, y aunque anunció la publicación de obras que al parecer que-daron inéditas —entre ellas "Trípticos", "El año trágico" y "La intervención yankee"—, de su autoría son conocidas Pan de flor (poemas, 1912), De pura cepa (cuentos, 1927), Flautas y cigarras (poemas, 1931), y Gallos y galleros (costumbrista, 1945).

De José María Pichardo y su novela tierra adentro, dijo Car-los Franceschini al leer la obra:

Pero es el caso que un nuevo libro me visita hoy, y al advertir que éste viene a hablarme de la patria, pienso en ella y en el autor, y me digo: si éste ha sufrido sus dolores y ha aspirado sus perfumes, y por eso hoy la tra-duce y la canta, y entonces leo. Inmediatamente surge ante mi vista la campesina ingenua, la huerta florida, el galán enamorado —soñador y guerrero— el paisaje tranquilo que se destaca en medio de una vegetación exuberante bañado por el ardiente sol de nuestra zona, y en medio de todas esas bellezas tropicales, aparece el fantasma pavorizante de la intestina guerra, donde tantas almas inocentes han caído, roto el hilo de sus vidas, llevando en sus labios convulsos e inmaculados la palabra ideal. Nombre vano, engañosa palabra, ban-dera blanca que ha causado tantos rojos sacrificios. El autor ha vivido en parte lo que traduce con elegante sencillez, envolviendo en un velo de pura fantasía la leyenda de tierra adentro, donde se siente rebullir el espíritu atormentado de nuestra raza.3

soldado de nuestras guerras restauradoras. El cadáver envuelto en la ban-dera nacional, bajó a la fosa con honores militares que le rindiera un pelotón de la Guardia Nacional”. Listín Diario, 25 de abril de 1919.

3 C. Franceschini, «Tierra adentro», Listín Diario, 15 noviembre de 1916.

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El autor describe el ambiente político y cultural de la época en un Santo Domingo con sus plazas, catedral, murallas y bas-tiones, y el ensanchamiento de la ciudad que no podía mante-nerse constreñida contra las murallas, sus calles centenarias, la destrucción de los monumentos nacionales, y más allá, al nor-te, el comercio y la agricultura de La Vega, la vida campesina en Los Almendros, la producción agrícola de comunidades del Cibao, y la importancia de la comercialización de los llamados productos agrícolas tradicionales. Todo aparece en la novela histórica de José María Pichardo en medio de una trama de intereses contrapuestos que llevaron a miembros de las clases pudientes a terminar con la vida del presidente Ramón Cáceres en el viejo camino de Guibia, ahora avenida Independencia.

tierra adentro, como novela histórica, relata las causas que llevaron a un grupo de hombres de la alta sociedad capitalina a tramar la muerte de un presidente cuyo liderazgo tuvo su origen en el ajusticiamiento del general Ulises Heureaux, hecho que lo catapultó a la política caudillista para compartir, con su pariente Horacio Vásquez, su incidencia en la juventud soñadora; ambos tenidos como políticos que en cierta forma representaron las ansias de redención, capaces de impulsar el progreso y la liber-tad de los dominicanos; pero el signo de la política personalista terminó por separar a los dos héroes del 26 de julio, lo que con-tribuyó al trágico final del 19 de noviembre de 1911.

Al general Ramón Cáceres, en los cinco años que le tocó gobernar, se le sintió alejarse de las fuerzas que sustentaron en principio su gobierno, entregarse a los brazos del poder ex-tranjero y promover constitucionalmente las posibilidades de permanecer en el poder más allá de lo que sus propias fuerzas y las fuerzas opositoras esperaban. Así alargó su período pre-sidencial hasta 1914 y suprimió la figura vicepresidencial, al mismo tiempo que garantizaba su reelección con el benepláci-to del Congreso Nacional, situación que colmó la paciencia de muchos y motivó la conjura que va a concluir con la anunciada aunque inesperada muerte.

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En el complot para poner fin a su vida, actuaron combi-nados funcionarios civiles y militares del gobierno y perso-nalidades vinculadas a la oposición jimenista, así como el disgustado amigo y pariente cercano, general Horacio Vás-quez; todos coaligados en un mismo propósito como magis-tralmente lo presenta J. M. Pichardo en los quince breves capítulos que van desde los vínculos familiares de Demetrio López, el personaje principal de la novela en la ciudad de La Vega, la vida intelectual en la ciudad de Santo Domingo, el tutelaje político y económico de los norteamericanos, la trama revolucionaria para supuestamente secuestrar al presidente cuando se encontrara de paseo en la cercanía de la playa de Guibia y el consiguiente fracaso de la acción transformada en asesinato. Además, la ascensión de Eladio Victoria y la instauración de un gobierno dictatorial que terminará derrotado por las sempiternas revoluciones que justificaron la ocupación militar de los Estados Unidos el 3 de mayo de 1916.

Siendo la novela el relato de la muerte del presidente Cáce-res, el autor maneja con maestría sus conocimientos sobre la sociedad dominicana de entonces,y hace que toda la tra-ma discurra a través de la vida de Demetrio, hijo de un rico propietario de fincas y exportador de productos agrícolas de La Vega, quien, graduado como Bachiller en Ciencias y Letras, logra que sus padres lo apoyen en su interés por estudiar Derecho en la Universidad de Santo Domingo, institución conocida en aquellos años como Instituto Pro-fesional. El protagonista descrito encaja en el perfil de lo que fue la juventud hostosiana de principio de siglo XX, influenciada por las ideas de progreso y marcada por un sentimiento nacionalista que la enfrentó a la Convención Dominico-Americana de 1907, que “no critica a los hom-bres” sino a “las instituciones malas, las leyes arbitrarias, el abuso de autoridad y el menosprecio en que se tienen los principios”, contrapuesta a los que propalaban que a la Re-pública Dominicana había que “gobernarla fuera de ley”,

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justificando la necesidad de los tiranos y la ley del “filo del machete” para imponer el orden político y social.4

A Demetrio, icono de aquella juventud, “lo anima el ideal de una nueva patria, fuerte, encaminada por la senda del pro-greso, libre del látigo de los tiranos, hostil a la intromisión yankee”, y le preocupaban las “anomalías que comete el dic-tador, quien a fuerza de crímenes y violaciones a las leyes se sostiene en el poder contra la opinión publica”.5 A través del personaje central, J. M. Pichardo critica los vicios y defectos de “nuestro sistema de gobierno, de las leyes falseadas libre-mente, expone sus ideas sobre la descentralización del poder ejecutivo, dándole autonomía a cada provincia, librando a la Hacienda de las manos rapaces que insolentemente dilapidan sus tesoros, fortaleciendo la acción de la justicia sujeta a extra-ñas influencias”.6

La situación política en aquel período de gobierno que se había iniciado a finales de 1905 con el derrocamiento de Morales Languasco, mostró en principio una terrible violencia de Estado que se fue desvaneciendo en la medida en que los opositores abandonaban el país en forzado exilio o contenían los ánimos a la espera de nuevas oportunidades, mientras el presidente instruía para la modernización del aparato mi-litar, auspiciaba la construcción de las más importantes vías de comunicación del país e insistía en la modernización de la producción, ejecutorias que lo comprometían con el capital extranjero y la política norteamericana y a la vez lo hacía blanco de la crítica de los más liberales de la juventud dominicana, de-fensora de la libertad de pensamiento y enemiga de la corrup-ción administrativa.

Una juventud que rechazaba la participación política de los tránsfugas y consideraba traidores a los “bolos dispuestos a

4 Pichardo, ob. cit., p. 30.5 Ibídem, p. 31.6 Ibídem, p. 43.

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transarse”, práctica que se acrecentó después de la muerte de Lilís, y tenida como símbolo del “modernismo” que arropaba la ciencia política que se “concreta a dejar la vergüenza guar-dada bajo llave y seguir al que más ventaja ofrece”; situación justificada a partir de una larga explicación basada en la tesis de la selección natural, y que, desde un pesimismo propio de la época, sitúa al dominicano como elemento incapaci-tado para enfrentar los retos del desarrollo económico y so-cial. Insistiendo: “[A Demetrio] le causan asco los tránsfugas que desertan de sus filas políticas seducidos por unas pocas monedas”.7

”Todo en la vida es obra de la selección [decía] esta es una verdad incontrovertible”. Con esto, el autor desarrolla su tesis racista de la selección natural, ejemplo de esto es el siguiente discurso:

En nosotros mismos Ud. ve cumplida esa ley inexora-ble: nuestra raza, producto hibrido de españoles aven-tureros y de criminales empedernidos, con indígenas perezosos e indolentes y esclavos africanos sujetos a duros trabajos y crueles castigos, carece del vigor, de la inteligencia de las otras razas en cuyas venas circula sangre más pura. El atavismo, los defectos patológicos, se transmiten de una generación a otra y para librarse de ellos es necesario la selección.8

Otra tesis desarrollada por José María Pichardo, a través de las reflexiones de su protagonista en el desarrollo de la trama, es la que presenta a los jóvenes liberales hostosianos como fi-lorios, que a la vez traicionaron la enseñanza del maestro y se convirtieron en traidores a la patria, y ven “a esos blancos, nuestros enemigos en todos los caminos, quienes lo mismo matan a un negro que a una sabandija. ¿Y son los filorios los

7 Ibídem, p. 37.8 Ibídem, p. 35.

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que quieren vendernos”. Parece mentira, de la mejor semilla ha nacido la yerba más mala...”.9

Y de paso, el personaje Demetrio se deja seducir por la tími-da presencia de ideas anarquistas que recién ingresaban a la sociedad dominicana a través de los inmigrantes cubanos, así como de otros llegados de las Antillas menores que trabajaban en los ingenios azucareros; ideas que parecían debatirse en al-gunos círculos, llegándose a plantear la preferencia de la anar-quía como contraposición al desorden político: “[...] la anar-quía a la tiranía. Del desorden, del incendio, de la destrucción puede nacer un orden de cosas que rinda más provecho que la paz embrutecedora obtenida por el imperio de terror...”.10

Además de las reflexiones que apuntan al conocimiento de las ideas que prevalecían al comenzar el siglo XX, resulta interesantísima la descripción de la vida literaria de aquellos años, con sus grupos y tendencias literarias, con sus chismes y eternas competencias por la supremacía intelectual dispután-dose un espacio en el parnaso nacional, que se hacían llamar “pomposamente Los Nuevos, con el único propósito de hacer-les la guerra a los fósiles, a los consagrados, a los viejos ídolos de barro, árboles ya sin sabia [...]sosteniendo a fuerza de bombos mutuos las leyendas de sus glorias”.11

De acuerdo a Pichardo los intelectuales “fósiles” acogieron entre sus brazos a la “legión de jóvenes combatientes, que enarbolan blancas banderas y traen el zumo de nuevas ideas y de arte nuevo”, y a través de nombres ficticios van apareciendo los escritores más importantes de ese período: Alcides Guerre-ro, liliputense, nervioso, de palabra fácil, de ideas artísticas, místicas; Guillermo Valencia cuyos poemas recita de memoria; Ramiro de la Fuente, prosista, “cincelador de ánforas y cama-feos, enamorado de la música”; Candido Ramírez, “quien a

9 Ibídem, p. 37.10 Ibídem, p. 44.11 Ibídem, p. 41.

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fuerza de golpear el parnaso se impuso como poeta lírico”; Fabio González, “bohemio, espíritu exquisito, de una gran in-tuición artística, con un bagaje literario desordenado”.

Además, van apareciendo los personajes de la política do-minicana de entonces, entre ellos “una camarilla de adula-dores, espías, bufones y cortesanos rodean al César criollo, rudo campesino sin talento ni dotes de mando, y celebran sus chistes y sus cuentos provincianos”. Eleodoro del Valle, “brazo musculoso que golpea como un ariete formidable”, Cipriano Alboroto, “filósofo barato, crítico pesimista, especie de zahorí, egoísta, perverso, de esos políticos que viven poniéndole tram-pas al contrario”; Lucio Maquiavelo, “la sabiduría intrínseca, el saber neto, la experiencia personificada, corazón y cerebro, energía y ciencia”; Luciano Angélico, “la hipocresía con figura de hombre; ratón de iglesia, inofensivo, amable, tranquilo”; Jacinto Penaloza, de “arrogante figura y gestos olímpicos: tem-peramento brutal, epiléptico, arbitrario”; Teodulo Cesta, “ha-bilidoso, más fino que una aguja, amable hasta empalagar”; Ludovico Madriguera, “ya en senectud, en este hombre, mitad zorra y mitad pantera, el cinismo, la perversidad y la malicia” persigue entre “las familias pobres a las doncellas para ofre-cerlas a a lascivia del César, quien lo desprecia y se burla de su raquítica figura”.12

La justificación para planificar el secuestro de Ramón Cáce-res descansaba en un cúmulo de acusaciones que eran discuti-das en los círculos intelectuales, principalmente sus crímenes, amordazamiento de la prensa, las cárceles llenas de presos políticos, el irrespeto a la Constitución, asesinato de ciudada-nos, la concentración de Montecristi, los deportados a playas extranjeras, la convención domínico-americana de 1907,13 las Cámaras, “compuestas en su mayoría por elementos corrom-pidos llevados allí para servir intereses personales”, que autori-

12 Ibídem, p. 49 y 50.13 Ibídem. p. 44.

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zaban erogaciones licenciosas, decretaban leyes propicias a ser violadas o mal interpretadas y manos “compradas a cambio de la reelección después de cumplido el término constitucional o envilecidas por el soborno [...]14

El general Cáceres había destruido todos los intentos de opo-sición armada a su régimen, mientras que los grandes caudillos de la política dominicana deambulaban expatriados, lo que le daba seguridad para gobernar sin tomar en cuenta las conspi-raciones que se estaban gestando:”Levántate: yo te doy armas y te prometo aplastar en veinticuatro horas”, narra Pichardo que decía el presidente a uno de sus más cercanos colaboradores y confiado en que nadie podía enfrentársele, apostaba a que iba desde Santo Domingo a Santiago “solo y sin un cortaplumas”, pues no “ha nacido el varón que se atreva a” herirlo, siendo su deporte favorito viajar por tierra hasta la región del Cibao, pero no advertía que la corriente de oposición a su gobierno iba cre-ciendo en todo el país como en el extranjero.

La conjura fue unificando a oficiales de la Guardia Republi-cana con representantes de familias distinguidas. La conspira-ción denunciada al presidente no fue tomada en cuenta: el plan de los complotados era secuestrar al presidente para obligarlo a renunciar, lo que intentaron en las proximidades a la playa de Guibia, en el camino del Sur, hoy avenida Independencia y muy cerca de la residencia de la familia Peynado, donde hoy se encuentra el colegio Babeque; pero la resistencia de Cáceres y la presencia de varios soldados que dispararon al percatar-se del incidente, hizo fracasar la operación que concluyó con las muertes de Luis Tejera, cabecilla de la conspiración, y del primer mandatario de la República, abriendo nuevamente las puertas al caos político y a las llamadas “revoluciones” caudi-llistas de la época.

Después de la muerte del presidente Cáceres, la novela de Pichardo se proyecta en los acontecimientos posteriores que

14 Ibídem, p. 48.

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elevaron a Eladio Victoria al podio presidencial: “En el nuevo gobierno impuesto por el filo de un sable entraron a formar parte elementos de distintas filiaciones políticas, sin prestigio y sin práctica en el ejercicio de funciones tan delicadas, desgas-tados por una larga abstinencia”. La dictadura de las armas se fue imponiendo y las “cárceles repletas de presos de todos los matices políticos, la prensa amordazada y quien habla más de la cuenta recibe el castigo de moda: una pela de sable”.

Tierra aDenTro deja de tener como tema central la muerte del general Cáceres par pasar a relatar una de nuestras cruen-tas revoluciones, consecuencia del trágico suceso, en la que Demetrio retoma su condición de personaje principal que se esconde, huye de la represión, y termina como líder local de los revolucionarios que en el Cibao perseguían el derrocamiento del nuevo gobierno. La revolución contra Victoria se extendió como reguero de pólvora por todo el territorio nacional.

Herido en combate contra las tropas del gobierno, Demetrio termina secretamente alojado en la costa que va desde Puerto Plata hasta la población de Matanzas, a la espera de nuevas oportunidades para enfrentar la dictadura, situación aprove-chada por J. M. Pichardo para describir técnicas agrícolas y la situación económica de la población rural de la zona:

En grandes tarimas de madera, casi al nivel de la tierra, sécase el café esparcido. El método de recolección y para acondicionarlo es rudimentario y primitivo. La mayoría de los agricultores vende la cosecha a flor. Los cafetos, apretados en grupos, a la sombra de los bana-nos, casi siempre a la falta de las lomas, se cubren de flores allá por octubre [...]15

El amor de Ángela, encontrado en la vivienda en la que refu-giado curaba de sus heridas, facilita que Pichardo describa los paisajes con sus frutales y el cantar de las aves, y en medio de

15 Ibídem, p. 81.

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ellos, la vida campesina, con los preparativos del reinicio de la revuelta que lleva a Demetrio a la zona de Burende, próximo a La Vega, mientras en la “vieja ciudad, capital de la República, las noticias de los asaltos efectuados por los revolucionarios en diferentes poblaciones del interior, repercuten como truenos en medio de la calma de un día apacible”.

Y a la espera del triunfo revolucionario contra el gobierno de Victoria, resurge en la narración la vida cultural de la capi-tal, con su plaza Colón,

centro adonde acuden todos los vagos, perezosos, ce-santes, literatos y políticos […]. En cada banco hay un orador y un grupo que lo escucha. Por lo regular se ha-bla de política, de pelea de gallos, de las peripecias del juego, de prostitutas o de pasadas hazañas guerreras. [...] en la librería de la Viuda García que está frente a la plaza, hacen tertulia un grupo de literatos y políti-cos, criticando a troche moche a todo títere con cabe-za. Fijados en las paredes y en los escaparates, impresos en grandes letras de imprenta, se leen los siguientes carteles: “Estos libros no se fían”. “Se prohíbe hojear los libros”. “Estoy con el gobierno.16

Al finalizar la obra, José María Pichardo completa el pa-norama descrito incorporando un elemento que permanece discretamente presentado a lo largo de toda la novela: la pre-sencia de “las águilas” de los intereses imperiales, en clara refe-rencia a los Estados Unidos y su participación en los conflictos internos de la República Dominicana:

Las águilas sajonas, que parecían contemplar indife-rentes la lucha sangrienta, de improviso despliegan las alas poderosas y acuden, fieras las pupilas, abiertas las garras, en bandadas amenazantes [...], las que cayeron

16 Ibídem, pp. 103 y 104.

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voraces sobre el león hispano [...] las que cercenaron el territorio de Colombia [...] que mutilaron a México y esclavizaron a Haití.17

Con esas fuerzas extranacionales, después que se nombró una Comisión de Pacificación designada por los Estados Uni-dos, tanto los rebeldes como el gobierno dictatorial, se enten-dieron con “su mandato imperativo” para finalizar el conflicto que se había iniciado con la muerte de Cáceres, bajo la ame-naza de la intervención extranjera: “Así son nuestros hombres inflexibles, recios, tenaces en las contiendas internas. A veces llegan al sacrificio, al heroísmo o se empapan en el crimen; pero frente al invasor extranjero, se doblegan, temblorosos, como débiles cañas sacudidas por fuerte brisa [...]18

El período iniciado con la muerte de Ramón Cáceres, des-pués de meses de enfrentamientos, intromisión y muertes, fina-lizó con la renuncia de Eladio Victoria el 26 de noviembre de 1912, y la ascensión del arzobispado Adolfo Alejandro Nouel como presidente provisional de la República Dominicana.

Esta intensa etapa histórica que va desde la muerte de Li-lís hasta el gobierno de Nouel, se caracterizó por el desorden administrativo, las luchas armadas de los caudillos, la corrup-ción administrativa, el desarrollo tecnológico, la intromisión del capital extranjero, el control de los Estados Unidos sobre la política y el Estado dominicano; todo esto marcado por la intranquilidad, revoluciones, cambios de gobiernos, eleccio-nes y golpes de Estado, antecedentes directos de lo que fue la ocupación militar norteamericana de 1916, y todo aparece en Tierra aDenTro, narrado por un testigo generacional de lo que se vivió en aquellos tiempos, José María Pichardo.

alejanDro Paulino ramos

17 Ibídem, pp. 108.18 Ibídem, p. 109.

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Presentación

La literatura dominicana está todavía pobre de ciertos as-pectos interesantísimos del arte que le da el ser: de los de la epopeya y de la novela, por ejemplo. Nuestros plumistas se han aproximado a la segunda desprovistos y, desde luego, llenos de timideces. Pueblo pequeño el nuestro, constituido por in-dividuos de oscura extracción, con una existencia de asende-reamiento pecaminoso, y ubicado en regiones de civilización incipiente, no puede tener una historia plena de episodios so-berbios, ni inspirar por lo tanto, a sus cantores, las páginas bri-llantes del más alto género poético. Este es planta, flor, fruto y bosque de colectividades que han alcanzado potencia de origi-nalidad, que han deslumbrado al mundo con sus gestas gigan-tescas, que han realizado las conquistas insignes del ideal, que han erigido sobre la tierra los edificios bendecidos de la orga-nización y la felicidad. La novela prospera a expensas de las superabundancias de esa energía; o mejor, se forma merced a la complicación o variedad que experimentan por correlación los distintos organismos integrantes de esas poderosas socie-dades. Vida uniforme y sin relieve no puede presentar tales muestras de selección. Si bien la última encuentra más campo doquiera: el conjunto de las tradiciones, de las costumbres, de

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las modestas luchas progresivas, de las peripecias todas de la actividad de cualquier país, siempre se presta para ser retrata-do, estimulado; y para ser puesto como objeto de estudio, ante el propio empeñado egoísmo, y ante el nunca desdeñoso del de los demás. Nuestro medio no se ha quedado atrás en este sentido; así es que diversas tentativas han sido hechas y lanza-das a la publicidad universal. Dijimos desprovisto, al hablar de nuestros pocos novelistas, y nos hemos expresado bien: pertre-chados suficientemente, y sobre todo en actitud relevante para una labor así, solo admitimos a aquellos preparados para tal fin por ambientes de la magnitud o importancia señalada.

Las novelas, aunque tengan siempre sus fases característi-cas, las cuales reciben de las acciones que se desarrollan en las esferas sociales que pintan, tocan también muchos focos del ejercicio colectivo. Esa riqueza de asuntos la presenta, como es natural casi en su totalidad, esta clase de obras literarias; pero en la pieza criolla que nos ocupa esa copia de temas como que sirve para que uno juzgue sintética a aquéllas y se dé a la tarea de descubrir en su seno los gérmenes lujuriantes de una afín cohorte futura. La relación de nuestras costumbres, urbanas y rurales: ora en los días plácidos de la paz y el amor, ya en las horas negras de la guerra y la muerte, observadas en los más diferentes personajes; la aparición del mar cristalino, teatro lo mismo del hombre, frente al movido cuadro; las alusiones históricas; las etopeyas, todo eso contribuye a producirnos la sensación apuntada.

En esta novela de Pichardo se destaca grandemente el as-pecto político y con qué finalidad más noble de edificación patriótica. Su protagonista, digno descendiente de más de un gran patriota dominicano, deja la ardida arena de las disen-siones intestinas cuando el pecado de traición a los ideales va a substituir a las violencias cruentas. ¡Servicio imponderable el de señalarles a las generaciones dechados de tal natura-leza! Nada más cierto que la ineficacia de los espurios para favorecer el adelanto general aun cuando sean honrados por

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picardía, pues es innegable: ninguno de sus conatos de as-censión siembra en su marcha los zarcillos del ansiado Bien y de una positiva Civilización. De aquí el aspecto desconsola-dor de nuestras varias manifestaciones sociales; por eso muy pocos de los que actúan en las diversas esferas de nuestra acti-vidad son aptos para magnificar sus actuaciones realizando la esencia de las cosas… La artificialidad y la mala fe han sido las máquinas generadoras de nuestro lamentable estado moral y de nuestra miseria en todos los órdenes, y constituyen toda-vía los recursos favoritos de casi todos nuestros dirigentes: y sin crisolitud, sin inocencia, sin “espontaneidad central” son infecundos todos los esfuerzos de la arbitración humana. No se pueden llegar a dominar esas distintas aplicaciones capita-les del espíritu cuya bendita finalidad es regalarnos con una concentración de todas las bondades de la Naturaleza.

Pero cortemos ya estos párrafos que una inmerecida distin-ción de José M. Pichardo nos ha hecho escribir; sin embargo antes expresemos que nuestro autor ha consumado una obra plausible además por su grato sabor criollo, por sus tendencias de nacionalismos, ¡por el fresco soplo de arte que la anima!

alciDes García

Santo Domingo, 12 de septiembre de 1916.

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López Hermanos-Exportadores. La casa mira hacia la plaza principal, en la esquina más céntrica: se compone de dos plan-tas y se abre en dos extensas alas.

En los altos vive la familia de don Jacinto, gerente de la razón social López Hermanos fundada en el año 1876. En el ángulo que forma la casa queda la oficina, allí están la caja fuerte, los escritorios y un departamento anexo con enverjado de madera que sirve de sala de recibo. El resto de la casa se utiliza como depósito. Miles de sacos repletos de cacao y estibados hasta el techo a lo largo de los amplios corredores, esperan la llegada del próximo vapor.

El cacao lo envían preparado de la hacienda que tiene la casa distante unos pocos kilómetros de la ciudad. El que se compra a los cosecheros se acondiciona en un edificio especial situado frente a la casa, también compuesto de dos plantas. En los altos están las prensas para empacar el tabaco y las habitaciones para selección, depósito y limpieza. La parte baja sirve para la compra de cacao, cera, miel y cueros de reses. En el patio, despojado de toda clase de árboles, se esparce sobre anchas lonas el cacao y se separan las clases: los granos aún verdes tienen que recibir un baño diario de aire y de sol hasta quedar en condiciones de embarque.

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De toda la comarca en época de cosecha llegan continua-mente recuas cargadas de tabaco y de cacao. El resonar de los látigos que repercuten como disparos, los gritos de los arrieros y los relinchos de las bestias aglomeradas, dan animación y alegría a la calle.

La casa también exporta madera: caoba, cedro, roble, guaya-cán, campeche y posee a la orilla del río un gran aserradero.

Su prosperidad data desde su fundación, sin embrollarse nunca en negociaciones leoninas con el gobierno ni exponer-se en empresas de contrabando.

Organización, seriedad, pulcritud, inteligencia para los ne-gocios de gran alcance, de ahí nacen sus grandes éxitos. Las alzas repentinas del tabaco o del cacao en los mercados ex-tranjeros fueron aprovechadas oportunamente, duplicando una vez el capital de un solo golpe.

Sus frutos obtienen siempre los precios más altos, esto es debido, no a favoritismo ni a buena suerte, sino a que no se embarca un solo grano de cacao sin estar en condiciones, ni se empaca una sola hoja de tabaco sin ser clasificada y preparada convenientemente.

La casa posee inmensos cacaotales y ricas vegas de tabaco, además un hato con cerca de mil cabezas de ganado. Con el cruzamiento de razas extranjeras han conseguido bellos ejem-plares de toros y vacas lecheras, así como también potros pura sangre, briosos y bien formados, que tienen fama en todo el país.

Los hermanos López son mellizos, tan parecidos uno y otro que la gente se equivoca y se confunde al distinguirlos. Am-bos se casaron el mismo día y reina entre ellos una perfecta armonía, la cual ha dado impulsos a los negocios y ha contri-buido con la prosperidad de la casa. Huérfanos desde tempra-na edad, heredaron de su padre una fortuna que les permitió establecerse holgadamente y comenzar los negocios en gran escala.

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En la ciudad todos los respetan como a personas honora-bles, de sanas costumbres, humildes en su riqueza, caritativos con los menesterosos y desvalidos, protectores de pequeños comerciantes, quienes a la sombra de su crédito poderoso crecen y prosperan. En los campos circunvecinos y en los pueblos cercanos tienen numerosos ahijados, por tanto, llue-ven los presentes en los días de cumpleaños y los domingos son muchas las bendiciones que reparten acompañadas casi siempre de relucientes monedas.

Demetrio se llama el primogénito de don Jacinto. Alto, del-gado; la color trigueña obscura, los ojos negros, de mirada altanera, dominante; la nariz aguileña; boca sombreada por ligero bozo, de sonrisa amable que le presta expresión simpáti-ca. Graduado recientemente Bachiller en Ciencias y Letras, su padre, siguiendo sus inclinaciones, ha dispuesto enviarlo a la capital para que curse estudios de derecho. El amor entrañable que le profesa la madre ha hecho dilatar el viaje, al cual ésta se opone alegando temores infundados. Ella no se conforma con verlo partir, lejos de sus cuidados y atenciones, expuesto a las corrupciones que acechan a la juventud.

Desde cuando era un pequeñuelo, Demetrio fue mimado y consentido, celebrando como señales de inteligencia todas sus travesuras, a pesar de las críticas pesimistas de los vecinos y familiares, quienes auguraban para el muchacho un porvenir preñado de peligros y tentaciones.

Creció así, sin límites para todos sus antojos, dueño y señor de la casa, sin que una sola vez la típica correa dejara sobre sus espaldas las dolorosas huellas. Apenas contaba siete años cuan-do ya corría a escape en el más brioso caballo, se tiraba de cabe-za en el río desde las barrancas más altas trepaba en las palmeras y cocoteros, rehilaba trompos y embiques con suma destreza y en frecuentes correrías se iba por los campos cercanos ponien-do en movimiento a toda la servidumbre afanosa de apresar al prófugo, quien astutamente esquivaba la persecución. Y en las guerras a pedradas o con piñones verdes, en lo ancho de la sa-

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bana, era siempre jefe de uno de los dos bandos combatientes: zumbaban como abejones los guijarros y uno que otro proyec-til mordía la frente de algún desgraciado guerrero, levantando enorme chichón, cuando no leve o profunda herida.

Don Jacinto, accediendo a los ruegos de su esposa, concedió una prórroga, posponiendo el viaje para el año entrante. Ese mismo día llamó a Demetrio y le dijo:

—A ruegos de tu mamá he pospuesto para el año próximo tu viaje a la capital. Eres dueño del potro careto que llegó últimamente de Puerto Rico, este es un regalo como premio a tu aplicación. Puedes divertirte como quieras, pero ya sa-bes, el año que viene principias tus estudios con el amor de siempre. Ahora, si en vez de a la capital quieres ir a Europa, dímelo.

—No, padre, prefiero ir a la capital; luego, cuando me gra-dúe, iré al extranjero. Deseo conocer primero a mi patria, estu-diar sus necesidades, ver de cerca la herida por donde mana sin cesar su más valiosa sangre.

—Hijo mío, mi único consejo voy a dártelo: huye de la polí-tica como de una cosa podrida.

Cuando su padre, con grave gesto y profunda entonación, le aconseja a Demetrio que huyese de la política, él se siente cul-pable de una falta punible, se avergüenza de sí mismo y todo confuso no sabe qué responder. Porque la política lo atrae, lo seduce, lo domina, él piensa que es un vasto campo de acción en el cual se necesita desarrollar vigorosas energías, en donde triunfan el valor, el talento y se adquieren fama y renombre.

La paz bucólica de la pequeña ciudad mediterránea ador-meció su espíritu entregado de continuo a íntimo arrobamien-to panteístico, suavizando su temperamento voluntarioso e impulsivo, alejando de su mente las ideas de reconstrucción política que le hacen ver entre la sombra de tantos errores y crímenes una nueva era de civismo, de concordia, de con-fraternidad. Entonces el culto a la madre naturaleza, una admiración espontánea nacida al contacto diario con sus be-

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llezas sorprendentes y sus manifestaciones de vida intensa y prolífica, llena por completo su existencia. Y en sus frecuen-tes excursiones a las montañas, entre los pinares que sacuden las ramas ejecutando rara sinfonía, ebrio de sol, retiene por muchos días las visiones deslumbrantes, las perspectivas de los paisajes amenos, en un goce de ingenua contemplación que le procura apacibles y gratas sensaciones. Entonces escribe versos, poemas campestres que tienen el dulce sabor de una fruta bien madura, claros de luna, el misterioso susurrar de los arroyos, zumbar de abejas, chispear de hogueras, frescor de tranquilos remansos, incendios crepusculares, sonrojos de auroras, vuelos de mariposas sobre campos espigados, cantos de pájaros, y la tenue claridad, esa diáfana transparencia de las noches tropicales, llenas de místicos murmullos, impregnadas de aromas sensuales.

Ajeno a las intrigas, limpia la conciencia de todo pecado, en su entusiasmo de soñador aún imberbe no concibe el acerbo pesimismo de su padre, quien, conocedor de los hombres y de los hechos de su país, no se equivoca al juzgarlos, sintiendo asco por toda esa vorágine de pasiones y odios que han levan-tado tantas olas de exterminio y han puesto a la patria bajo el yugo de un tutelaje vergonzoso y denigrante.

Temperamento artístico, susceptible a todas las emociones estéticas, carácter dominante y altanero, en el que se perfila la perseverancia y actividad de su padre y la nobleza de alma y el orgullo de su madre, descendiente de una familia en la cual la naturaleza ha sido pródiga en dones de inteligencia y de arte, Demetrio desde cuando era un pequeñuelo asom-braba por su precocidad y por sus arranques de soberbia.

En sus otros hermanos predominó el instinto comercial del padre. Gran perspicacia para los negocios, incansable laborio-sidad, amor a la vida provinciana, y apego a la familia y sus tradiciones. Ellos hacen burla de los refinamientos literarios de Demetrio, de sus tendencias políticas, nota discordante que amenaza romper la armonía en que vive la familia.

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—Mira, muchacho —con frecuencia le aconseja su tío—, déjate de tonterías y de escribir en contra del gobierno en los papeluchos. Nosotros nunca hemos sido políticos, ni nos con-viene serlo ahora; cuando este gobierno se derribe otra vez, la horda revolucionaria devastará al país. Los que vengan serán iguales a los que están, harán lo mismo.

—Tío, yo no soy revolucionario —sin inmutarse le repli-ca Demetrio— ni enemigo del gobierno. Yo no critico a los hombres, ataco a las instituciones malas, las leyes arbitrarias, el abuso de autoridad y el menosprecio en que se tienen los principios.

—¿Principios? ¡Vaya una ocurrencia! No te forjes ilusiones muchacho: en este país hay que gobernar fuera de ley, aquí son necesarios los tiranos. ¿Cómo quieres domar a un potro si no le pones un buen freno? El filo del machete esa es la mejor ley; limpiar al país de tanta yerba mala. ¿Quieren elecciones libres? Pues bien, a la manera de aquel célebre general, quien en los días de votaciones en su arenga a los electores les decía: “Ciudadanos, el sufragio es un derecho sagrado, yo lo respeto, no me opongo a que ustedes voten por quien quieran; pero eso sí, ¡guay del que no vote por el general Lilís!”.

Entre tío y sobrino siempre terminan las discusiones amis-tosamente. Demetrio, conociendo que sus palabras no tienen efecto, opta por la fuga y así evade la sátira y las filípicas de su buen tío.

Apenas ha cumplido veintidós años y ya se siente con el vi-gor y las energías para luchar contra adversas corrientes. En su espíritu sólo encuentran eco las notas vibrantes, los hechos heroicos, las cosas grandes.

Lo anima el ideal de una nueva patria, fuerte, encaminada por la senda del progreso, libre del látigo de los tiranos, hostil a la intromisión yankee.

En contacto diario con la naturaleza plena de vida, acostum-brado a los paisajes grandiosos, en la tranquilidad patriarcal de la ciudad pequeña, rodeada de altas montañas, junto a

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un río que la ciñe tumultuoso, rugiendo a veces o musitando extrañas leyendas fluviales, llegan hasta él confusamente, sin despertar ansia alguna, los estremecimientos del mundo visto desde tan lejos. La obsesión de la patria llena su mente. Las anomalías que comete el dictador, quien a fuerza de crímenes y violaciones a las leyes se sostiene en el poder contra la opi-nión pública, lo incitan a combatir, a juntarse con la falange defensora del derecho, que sin temor a la cólera del déspo-ta clama desde la tribuna de la prensa porque la libertad del pensamiento no se amordace, porque no se desvíe el curso de la justicia y se denuncien y se castiguen las manos rapaces que con la mayor impudicia ahondan en las arcas nacionales o arman a los asesinos para satisfacer ruines venganzas.

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Demetrio ensilla su potro careto todos los días al despun-tar el alba y regresa cuando cierra la noche. A él le agrada ver los campos feraces, en donde los maizales apretados forman mares de movibles espigas; los potreros de crecidas yerbas en donde pacen las vacas y corretean los potros; las lomas pinto-rescas, cubiertas de pinares, entre cuyas aspas ejecuta la brisa melodiosas sinfonías.

Desde la altura se domina el valle adyacente y se descubre a lo lejos la ciudad como un blanquizal de ovejas entre verdes ramas. Es un grandioso panorama. Se ve el río, cinta platea-da que traza grandes curvas y se pierde a manera de gigante sierpe escondida por los espesos bosques y luego reaparece abriéndose paso entre altas barrancas. Se columbran en lon-tananza ciudades y aldeas como blancos resplandores, más o menos visibles según las distancias, y se divisan las lomas exten-derse en azulosa cordillera. Se agrupan aquí y allá bosques de palmeras y parecen escuadrones de caballerías que llevan en alto grandes lanzas. En los flancos de las lomas brillan, heridas por el sol, las anchas hojas de los plátanos, y en el llano man-chas obscuras denuncian poblados cacaotales.

Con preferencia Demetrio se detiene en los cacaotales de su padre. El encargado, un viejo conversador y afable, es su gran

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amigo. El río orilla la hacienda. Agrupados en sombríos bos-ques millares de cacaos rinden cosecha. Las grandes mazorcas amarillean entre las anchas hojas. En la parte alta hay cafetos.

La casa de vivienda, rústica, no ofrece ninguna comodidad. El viento circula libremente por entre las junturas de las tablas, y cuando llueve el agua penetra hasta la sala.

Cuando Demetrio llega a la portada de la hacienda, corre a recibirlo una pareja de podencos cruzados, brincando entre las patas de su potro. Él les suena el látigo, llamándolos por sus nombres.

Ambrosio, advertido por los ladridos de los perros, acude a darle la bienvenida a su joven amo. Es un hombre mayor de edad, de rostro cobrizo curtido por el sol; ojos negros y vivaces a pesar de los cincuenta años de luchas y afanes, protegidos por tupidas y abundantes cejas; bigote escaso; barba rala; nariz que pugna por juntarse con la boca irónica y desdentada; las manos acusan su ruda labor, surcadas por una complicada red de venas prominentes. Usa sombrero de cana de copa alta y de anchas alas, pantalón de dril azul, chamarra de alistado, fuertes soletas y como fiel compañero lleva siempre en vistosa canana un revólver de los legítimos del tiempo antiguo.

—Viejo, aquí estoy y con buen apetito —le dice Demetrio apenas acaba de llegar.

—A ver, Timoteo, Emiliano, Ludovido, vayan al cerro a bus-car naranjas y de paso cojan una guanábana para hacerle cham-pola al amo —ordena Ambrosio a sus tres hijos mayores.

— Y tú, Guarín, desensilla el potro y llévalo al río.Guarín es el menor de la prole y el más consentido, ahijado

de Demetrio y por tanto nadie puede disputarle el privilegio de bañarle su caballo.

A la sombra de un copudo mangotero se acoge Demetrio seguido por los perros. A poco llegan las frutas. No sólo na-ranjas, también han encontrado hermosos nísperos y caimitos morados, tan maduros que destilan miel por las rajaduras he-chas al caer.

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El viejo Ambrosio enciende el cachimbo y principia a enre-darse en una de sus acostumbradas pláticas, que comienzan siempre por la política y acaban por las siembras.

—¿Qué hay de nuevo en el pueblo?—Nada, viejo, la misma barca cruzando el río. Ayer hicie-

ron preso a Luciano Andújar porque escribió un artículo en El Adalid atacando al ministro de hacienda. El gobierno ha llamado a la capital a don Tancredo Palogordo; se dice que se han arreglado y va a ocupar un puesto importante. También se dice que hay muchos bolos dispuestos a transarse.

—¡Traicioneros! —grita el viejo lleno de ira y de soberbia—. ¡Venderse así por una migaja. Servirle a un gobierno que nos ha perseguido como a perros rabiosos, sin derecho a respirar ni a decir esta boca es mía! ¡Qué tiempos, Dios mío! Cuando Báez, los hombres eran andullos al corte; quien era rojo no se tiznaba de otro color por nada de este mundo; pero ahora, vál-game el cielo, desde que ven un puñado de oro mudan hasta la piel.

—Viejo, todo eso lo da el modernismo. Ustedes los mayores hacen la política lo mismo que siembran el tabaco, es decir, que están atrasados, Hoy la gran ciencia se concreta a dejar la vergüenza guardada bajo llave y seguir al que más ventajas ofrece.

—¡Mátenme si yo entro en ésa! Muera la gallina con su pe-pita. Bolo fui, bolo soy y bolo seré. A mi hermano lo fusilaron los rabúos allá en el cerro de Burende y esa sangre me separa a mí y a los míos del gobierno. Al Paniagua que le nazca cola tiene que quitarse el apellido. Mi machete es mi garantía, no necesito de limosnas para vivir ni nunca he tenido un biberón. Mientras haya tierra en donde sembrar maíz y paran los ca-caos, Ambrosio Paniagua no se muere de hambre.

Después que Demetrio se ha divertido oyendo a Ambrosio renegar de vivos y muertos, hecho ascuas por la noticia de que sus correligionarios políticos aceptan empleos del gobierno, él aplaca la ira del viejo torciendo oportunamente la conver-

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sación. Y entonces le habla de sus grandes proyectos para un futuro no muy lejano, cuando cambie de un todo los métodos antiguos de cosecha y siembra para el tabaco y el cacao, dándo-le a este fruto las condiciones que necesita para obtener altos precios. Le describe las grandes maquinarias para despulpar, los secaderos, el sistema moderno de recolección, limpieza y selección, los depósitos ventilados y le cuenta los miles de sa-cos camino de Europa con la marca de la casa estampada en cada uno de ellos.

—Usted ve, viejo, esta vega de nosotros produce buen tabaco por la riqueza del terreno; pero si yo la cubro con grandes lo-nas, si yo selecciono las semillas antes de sembrarlas y preparo debidamente el terreno, y cuando la planta crece y madura sus hojas, yo sigo las prácticas científicas y me aparto de la rutina, nuestro tabaco tiene mejor aroma, no se pudre, la hoja es más hermosa y de mejor color y por tanto su precio se triplica.

Todo en la vida es obra de selección. Esta es una verdad incontrovertible, Viejo: usted lo ve en todo; en los gallos de pelea, en las aves, en los caballos, en las reses, en los árboles y en el hombre. Para llegar a ser perfecto se necesita pasar por un largo proceso de selección, metódica, sin desviacio-nes. Si usted cuando siembra sus plátanos elige las cepas más robustas consigue hermosos y espléndidos ejemplares, pero si no tiene ese cuidado y siembra vástagos raquíticos, la raza es pobre, degenera rápidamente y tiende a desaparecer. En nosotros mismos usted ve cumplida esa ley inexorable: nues-tra raza, producto híbrido de españoles aventureros y de cri-minales empedernidos, con indígenas perezosos e indolentes y esclavos africanos sujetos a duros trabajos y crueles castigos, carece del vigor, de la inteligencia de las otras razas en cuyas venas circula sangre más pura. El atavismo, los defectos pato-lógicos, se trasmiten de una generación a otra y para librarse de ellos es necesaria la selección.

Ambrosio, abrumado por la elocuencia de su joven amo, sonríe, aprobando con movimiento de cabeza todas las ma-

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ravillas que le cuenta. Pero en lo íntimo de su conciencia él se burla del moderno progreso de la agricultura, apegado a las añejas costumbres de sus antepasados, en la creencia de que la tierra produce por sí sola sin ayuda alguna, y el tabaco que no reúne las condiciones es porque el terreno no sirve, y si el cacao no medra y su cosecha es pobre y el grano enmohece con faci-lidad, también es el terreno y no el método de cultivo el único culpable. Y para no quedarse atrás él también echa su párrafo.

—Nuestro enemigo más grande, después de las revueltas políticas, es el carpintero, ese pájaro endiablado que tiene la lengua más dura que el acero. Yo pago en dinero contante y sonante todas las lenguas de carpintero que me traigan y no sólo las pago, sino que he comprado dos escopetas vizcaínas para que Timoteo y Emiliano se den gusto matando a diario gran número de esos malditos pájaros. Cada vez que veo una mazorca de cacao picada por un carpintero se me sube la sangre a la cabeza y quisiera reunirlos en un solo grupo y matarlos de una vez.

—Pues, mira, allá en la América utilizan la boa para extermi-nar a los ratones y a los pájaros que se comen el cacao. Esa es una culebra tan grande que se traga un becerro.

—¡Jesús nos ampare! ¡Que no traigan aquí semejantes bi-chos! Nos basta y nos sobra con las boas que allá en el pueblo se engullen al más listo.

—¡Sí, tienes razón. También hay que exterminar a los carpin-teros sociales que hacen más daño, tienen la lengua más dura y penetrante; la felicidad de un hogar es una cosa intolerable para ellos y pican por instinto malévolo de destruir y de diso-ciar en todo copo armiñado tejido por el trabajo y la honra-dez. ¿Y qué me dice usted de esos carpinteros del presupuesto? Almas ruines, espíritus mezquinos, tránsfugas que comercian hasta con su propia honra y se venden por un mendrugo. A veces creo en lo que me dice mi tío, que no hay convicciones, que no hay principios, que no hay dignidad. Viejo, si esto sigue así, este país se pierde…

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—¡Ay, hijo! Los hombres han cambiado mucho en estos tiempos. Si la rama podrida se corta, el mal se ataja; así mismo como se hace con la rama deberíamos hacer con los hombres: cortar la mano que roba, forzar al trabajo al haragán, ahorcar al asesino y al político que se venda, al traidor, a ese que lo quemen vivo…

—¡Traidor! Si a usted le causan asco los tránsfugas que de-sertan de sus filas políticas seducidos por unas pocas monedas, ¿qué me dice de esos seres envilecidos que traicionan a la pa-tria? Pues bien, esa familia funesta se multiplica rápidamente, va creciendo amenazadora, echando fuertes raíces. Después de haber vendido a vil precio la autonomía financiera de la nación, ahora quieren someter al más vergonzoso tutelaje su soberanía. Raza de esclavos: les hace falta el látigo que los azo-te, la mano de hierro que los oprima. Gritan públicamente, con el mayor descaro, sin pudor alguno y ponen de manifiesto nuestros vicios, nuestros errores, nuestras miserias, para justi-ficar la necesidad de un amo que nos lleve por caminos más amplios y seguros.

"Se concibe al ladrón, al asesino, a todos esos seres dege-nerados que ruedan por la pendiente del crimen impulsados por una herencia fatal o enloquecidos por el alcohol o por de-fectos fisiológicos, que hacen de ellos autómatas inconscientes predispuestos al mal. Merecen más que otra cosa, compasión. Pero esos monstruos, que serenamente, en toda la plenitud de su juicio, traicionan a su patria y de esa traición hacen profe-sión de fe, esos están fuera de toda ley.

—Ésa es una herencia. Cuando la España también hubo traidores. Pero aquéllos son menos culpables que éstos. Mire usted que desear a esos blancos, nuestros enemigos en todos los caminos, quienes lo mismo matan a un negro que a una sabandija. ¿Y son los filorios los que quieren vendernos? Parece mentira, de la mejor semilla ha nacido la yerba más mala…

Cuando el sol muerde y parece que flotan entre las ramas rojizas llamas, Demetrio baja al río seguido por Guarín y los

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perros. El río cruza una gran parte de la hacienda, corre im-petuoso, soberbio, se rompe en quebradas, forma recodos y remansos.

Demetrio se sumerge entre las claras linfas, lucha contra la corriente, gana la opuesta orilla, zambulle en las partes más hondas y se tira de cabeza desde las altas barrancas. Las poma-rrosas mojan sus agudas ramas entre las frescas aguas y a veces grandes troncos como islas flotantes pasan arrastrando tras sí ramos y helechos.

Después del almuerzo, casi siempre un sancocho, oloroso a orégano, preparado con toda la ciencia culinaria del viejo Ambrosio y su indispensable petaquita de palma tierna llena de rebanadas de aguacate, cuelga Demetrio su hamaca de cru-jientes cáñamos bajo las ramas del copudo mangotero. Entre las hojas cantan sus himnos al Sol las cigarras melómanas, suenan los ruiseñores sus armoniosas flautas y los olores de la yerba nueva, de los chirimoyos florecidos, de las pomas en sa-zón, arrullan la sangre como un narcótico sensual que enerva. Cerca un bosque de altos bambúes preludian gratas sinfonías, como si fueran sus ramas cuerdas de un gigante violín acaricia-das por la brisa. Las rojas flores de los granados se encendían a manera de trémulas llamas, sangran las fuertes maduras como bocas juveniles que ríen, y en ondulantes vuelos cruzan rome-rías de pintadas mariposas.

Adormecido, Demetrio sueña con cosas intangibles y vapo-rosas y a veces un súbito desfallecimiento lo invade; circula por sus venas el frescor de una caricia que recorre todo su cuerpo en dulce estremecimiento…

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Cumplido el año de vacaciones, partió Demetrio del pue-blo natal, triste por las lágrimas de su madre angustiada al des-pedirlo, por primera vez, para un largo viaje, acontecimiento extraordinario que ha de variar por completo el apacible curso de su existencia, abriendo ante él desconocidos horizontes e imponiéndole nuevos deberes y obligaciones.

A su arribo a la ciudad capital de la República, su prime-ra visita fue al mar, del que tantas cosas había leído: ávidos sus ojos recorrieron la inmensa llanura de aguas, tranquilas en ese momento, y absorto, mudo de asombro, permaneció sumido en un éxtasis de admiración, sintiendo despertar en su espíritu emociones nunca experimentadas. Ni los paisajes grandiosos de las montañas, ni la magnificencia de los ríos im-petuosos o serenos, ni el esplendor primaveral de los valles, nada es comparable para él con el espectáculo grandilocuente del mar, dormido, terso como si fuera de cristal, reflejando en sus aguas la sonrisa del cielo clemente, multiforme, complejo. La playa propicia que se extiende como un regazo de doradas arenas; la punta, aguda como espada, que parece herir a las aguas ignavegadas; las rocas y escollos que se levantan, escue-tos, simulando extrañas figuras; la vela hinchada por el viento que deja tras sí risas de espumas; bandadas de gaviotas que

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mojan sus alas y fingen desde lejos floraciones de lirios aéreos. Todo es nuevo para él, visiones deslumbrantes o apacibles, que hacen vibrar su temperamento de artista.

Visitó uno por uno los templos ancianos, de piedras oscu-recidas por el roce de tantos años; se detuvo gran rato en la iglesia catedral, vetusta, de columnas que simulan bosques de palmeras, de arcos atrevidos y de elegantes bóvedas: allí re-posan las cenizas sagradas del descubridor de América, cuya autenticidad no deja dudas a pesar de que varias ciudades se disputan el honor de poseerlas.

Junto a las ruinas del histórico templo de San Nicolás, pri-mera iglesia de piedra construida en América, demolida por mandatarios ignorantes, admiró el espíritu de grandeza de pa-sados siglos, evocando las leyendas de los conquistadores. Re-corrió las murallas y bastiones que circundaban la vieja ciudad a manera de un cinturón de piedra y que hoy el crecimiento de la población ha roto como un río que se desborda; en la Casa de Colón, en cuyas ruinas anidan las palomas y laboran colmenas de abejas, pudo apreciar la criminal indiferencia de nuestros gobiernos, impasibles ante la destrucción de los mo-numentos nacionales. Fue en peregrinación votiva a la ceiba centenaria en donde cuentan amarró Colón sus carabelas: los ramos corpulentos, truncos algunos como brazos mutilados por recios vendavales; el tronco deforme, agrietado, lleno de protuberancias, todo en ella invita a meditar: se piensa en las canoas de los aborígenes al abrigo de sus sombras protectoras; después, el arribo de las naves misteriosas y la sucesión de he-chos durante el transcurso de tantos años; y hoy testigo mudo de pasadas glorias, se yergue imponente y austera, desafiando las tormentas que nunca han logrado abatirla…

El elemento joven e intelectual le dispensó a Demetrio amis-tosa acogida, no sólo por el prestigio y riqueza de su familia, sino también por las referencias que tenían de su talento li-terario; vieron en él, no al guapo de oficio ni al comerciante ricachón con todos los vicios y lenguaje provinciano, sino a un

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joven de sólida ilustración, de vivo ingenio, modesto, sin ínfu-las de matasiete ni alardes de ricohombre. A su alrededor no tardó en formarse un núcleo literario en donde él predomina, imponiendo vigorosamente sus evolutivos conceptos sobre el arte, con tan fácil afluencia de ideas luminosas, que la mayoría de sus amigos reconocen el raro privilegio de su inteligencia fecunda, acendrada en la fuente de los grandes maestros.

A iniciativa suya se formó una sociedad literaria llamada pomposamente Los Nuevos, con el único propósito de hacerle la guerra a los fósiles, a los consagrados, a los viejos ídolos de barro, árboles ya sin sabia, que en plena juventud no fructifica-ron y que ya abatidos por los inviernos se cubren de flores de papel, sosteniendo a fuerza de bombos mutuos las leyendas de sus glorias. Fue como el rudo golpear de un ariete. Los viejos moldes cayeron hechos pedazos, se rasgaron las falsas vestidu-ras que ocultaban corazones ya secos como panales sin miel, nervios gastados en inútiles esfuerzos, músculos donde apenas vibran débiles notas de entusiasmo creador.

El torrente innovador rompió todas las barreras opuestas por el egoísmo y la intransigencia contra las producciones de aquellos de la nueva generación que no se sometían a la tutela de los hipercríticos. Para disimular su decadencia ruinosa, los fósiles fingieron acoger entre sus brazos protectores a la legión de jóvenes combatientes, que enarbolan blancas banderas y traen el zumo de nuevas ideas y de arte nuevo.

En la habitación de Demetrio de mañana y tarde se reúnen los amigos íntimos. Alcides Guerrero, liliputiense, nervioso, con sus leves encogimientos de hombros, de palabra fácil, de ideas artísticas saturadas de un misticismo refinado, en armo-nía con su temperamento de sensitivo admirador de Guiller-mo Valencia cuyos maravillosos poemas recita de memoria. Ramiro de la Fuente, prosista, cincelador de ánforas y cama-feos, enamorado de la música de las palabras que él pule y abrillanta como si fueran láminas de metal. Torturado por un eufemismo aristocrático, la lujuria lo muerde constantemente,

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encendiendo en sus retinas rojas visiones como grandes rosas de fuego, Cándido Ramírez, quien a fuerza de golpear a las puertas del Parnaso se impuso como poeta lírico, melifluo, in-sustancial y mediocre: su lirismo es hueco, empalagoso, cansa-do como el monótono gotear de una lluvia lenta y persistente. Espíritu raquítico y envidioso, se consume en odios contra los que no aman sus versos anémicos, disimulando sus ímpetus feroces tras una eterna sonrisa bondadosa y la mirada tierna y adormecida de los ojos mongólicos.

Fabio Gonzalo, bohemio, espíritu exquisito, de una gran in-tuición artística, con un bagaje literario desordenado, domina con su elegancia de dandy y sus frases de efectos estudiados y medidos.

Unas cuantas sillas, rotas y maltrechas la mayoría de ellas; un ropero de caoba, de aspecto vetusto; una consola pequeña, de espejo manchado, que merece a diario los punzantes epi-gramas de Fabio Gonzalo, cuando se anuda ante él los lazos de la corbata o se empolva con femenina destreza las rosadas mejillas de efebo, forman todo el mueblaje de la habitación, a más de una mesa criolla sobre la cual forman columnas los libros y una cama de altos espaldares y almohadas gigantes que invitan al reposo y dejan adivinar la suavidad de las plumas. En las paredes desnudas doquiera se leen sonetos de Guillermo Valencia, pensamientos filosóficos, aforismos y sentencias, fra-ses sonoras o hirientes como agudos puñales.

El primero en visitar a Demetrio es el poeta Alcides Guerre-ro, meditabundo, siguiendo el hilo de invisibles pensamientos. A pesar de tener ellos diferentes temperamentos, se buscan continuamente, celebrando íntimos coloquios y aceptan mutua-mente sus principios sobre el arte y sus ideas liberales acerca de la política. Demetrio, impulsivo, vehemente, de palabra cálida, locuaz, de una mímica expresiva y característica. Alcides, reflexi-vo, lacónico, dominado por trascendentes preocupaciones.

El último en llegar es Fabio Gonzalo, risueño, jovial, prodi-gándose, solicitado por todos.

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Demetrio inicia su tema favorito sobre tópicos de política palpitantes. Según habla, el entusiasmo lo invade y se desbor-da, elocuente, hiriente como un látigo de acerada punta. Y a la vez que ataca los vicios y defectos de nuestro sistema de gobier-no, de las leyes falseadas libremente, expone sus ideas sobre la descentralización del poder ejecutivo, dándole autonomía a cada provincia, librando a la Hacienda de las manos rapaces que insolentemente dilapidan sus tesoros, fortaleciendo la ac-ción de la justicia sujeta a extrañas influencias.

—Aquí tenéis —dice el poeta Alcides Guerrero, grave y cir-cunspecto— las consecuencias de la paz impuesta por la férrea mano del autócrata: no es la paz obtenida por una sabia le-gislación, que se manifiesta en la cara tranquila de cada ciu-dadano y se trasluce en un bienestar general, es una paz por asfixia, por agotamiento momentáneo, creada por el empleo de la violencia y de la fuerza dominante. El tumulto se ha con-tenido, pero no está muerto, el germen revolucionario late, persistente, y romperá su cárcel y la insurrección como una ola gigante que se levante de improviso devastará otra vez a la República.

—Sí, doloroso es confesarlo, el despotismo ha triunfado y aplasta groseramente a la libertad, virgen violada brutalmente. No es paz la que disfrutamos, es la impotencia del vencido. Lo mismo sucede con los caballos de raza, para que engorden, sean mansos y dóciles, los castran. Yo, Ramiro de la Fuente, pontífice magno de la palabra escrita en los lares patrios, lanzo mi anatema fulminante sobre el energúmeno, que sin talento ni malicia, las dos cualidades soberanas, conduce a este pueblo como se lleva un asno por el ronzal.

—Pues yo, Fabio Gonzalo, sin temor a los esbirros, para enseñanza de los pusilámines y medrosos que se muerden la lengua, hablo de esta manera: el destino es inexorable, lo que está escrito sucede. Veremos al tirano caer ruidosamente, desaparecer como una gran mole, arrastrando tras de sí todo lo sembrado durante su poderío omnipotente. Los frutos de

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la satrapía tienen la corteza dulce, pero llevan veneno en las entrañas, prefiero la anarquía a la tiranía. Del desorden, del incendio, de la destrucción puede nacer un orden de cosas que rinda más provecho que la paz embrutecedora obtenida por el imperio del terror…

En ese mismo momento hace su entrada Paco Ordóñez, y solicita café para él y la concurrencia antes de dar su opinión. Su deseo es cumplido prontamente y entonces enciende un ci-garro de vitola elaborada expresamente para él.

—Pues yo opino —dice con expresión de seriedad en el rostro monacal— que el imbécil llevado al poder por un encadenamien-to de traiciones y sostenido por una serie de sucesos casuales, a pesar de la aparente solidificación de su gobierno autocrático y de la ayuda que le presta Eleodoro del Valle, quien de buhonero ambulante, de maestro de escuela, pobretón e insignificante, ha llegado a ser su mentor y favorito, caerá, no de cara al sol, sino boca abajo, aplastado. Su crimen más grande no es haber amor-dazado a la prensa, no es tener las cárceles llenas de criminales políticos, no es haber hecho del Pacto Fundamental una comedia acomodada para todos los fraudes y violencias, no es el asesinato de innumerables ciudadanos, no es la famosa concentración de Montecristi, no son los deportados que vegetan en playas extran-jeras; más que todo eso, huellas de sangre y de incendios, es la Convención Domínico-Americana, dogal puesto en el cuello de la patria por un puñado misérrimo de monedas y para asegurar la sucesión de una dinastía de autócratas…

Llevadas a tan peligrosa acritud las opiniones dichas abier-tamente, sin temor a caer entre las garras de los sicarios del tirano, que no sueltan sus víctimas sin dejar huellas indelebles, creyó prudente Cándido Ramírez escurrir el bulto y así lo hizo perseguido por la sátira de sus amigos.

Entonces hizo acto de presencia Luis Almánzar, editor de innumerables revistas y periódicos, muertos prematuramente a causa, según él dice, de la hostilidad del medio; autor de varios libros inéditos; máquina elaboradora de proyectos;

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coleccionista de objetos históricos; archivista de documentos nacionales; en fin, una enciclopedia. Como siempre, vino con un bagaje de papeles, libros y cuadernos bajo el brazo y de una vez leyó a la concurrencia su último artículo en contra de los yankees intitulado "Hiel y vinagre"; luego trazó el plan para publicar una revista crítica, joco-seria, terror de los poetas malos, acicate de los políticos de medio azumbre.

Demetrio escribirá los editoriales; Alcides, la sección de poesía; Ramiro de la Fuente, la prosa; Fabio Gonzalo y él, la crítica, crónica e información.

Se sometió a votación el nombre de la revista, triunfando Alcides con el de Pigmalión.

Con la llegada de Luis Almánzar se animó y se hizo amena la conversación. Se habló de Tulio Cestero y de su último libro La ciudad romántica. Llovieron los juicios, adversos en su mayoría.

—Yo opino —dijo Alcides— que esa obra no es mala, pero que tampoco es buena. No recomienda al autor. No se ve en ella nada nuevo, original: son artículos ya publicados, carecen de soltura, de plasticidad, se ve en ellos que cada, frase fue escogida cuidadosamente, pulida y retocada.

—Para mí, Tulio tienen un gran defecto: refleja en sus es-critos la influencia del último buen autor que leyó. No quiero decir que él sea un plagiario, tiene mucho talento para come-ter esa debilidad.

—Yo rebato la opinión de Ramiro —contesta Paco Or-dóñez—, Tulio es uno de nuestros literarios ilustrados y de más reputación. Su prosa es exquisita, sonora, clara, vibran-te, llena de bellas imágenes. Yo no lo critico como literario, sino como general, como diplomático, en ambas cosas es una nulidad.

—Vamos Paco —le sale al encuentro Fabio Gonzalo—, ya estás usando tu vieja táctica: tirar la piedra y esconder la mano. Aquí no se ataca a Tulio como militar ni como diplomático. Eres como Jano, tienes dos caras: con una ofreces frases de encomio y sonríes, con la otra muerdes.

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—¡Paz, señores! —grita Luis Almánzar— Propongo escribir en colaboración un artículo crítico sobre el melifluo bardo Primitivo Herrera, el poeta de los asfódelos agonizantes, de las mariposas hieráticas y de las flores de papel.

—¡Vamos, por Dios! Dejen quieto a ese insustancial— inter-viene Demetrio.

—Estoy con Demetrio —grita Fabio—, no merece el honor de que se le critique.

—Pues yo propongo un paseo en coche, a pagar per cápita —insinúa Ramiro—, iremos a San Gerónimo, allá en la pla-ya sobre la arena húmeda, obsequiados por la música de las olas, beberemos cocos de agua, comeremos mangos y cajuiles; luego subiremos al Castillo, a ver declinar el sol, hundirse en el mar, purpurando con la sangre de su agonía las nubes, abri-llantando con el oro de su cabellera encendida las aguas, que parecen temer el supremo instante…

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Bajo la tutela yankee, que controla las rentas aduaneras y los millones de pesos destinados a obras públicas, sobrantes del empréstito hecho para refundir en una sola todas las deu-das nacionales, según la Convención Domínico-Americana, tratado del cual no derivará la República ningún provecho, sino la amenaza perpetua de verse intervenida militarmente y el mandato imperativo de obedecer ciegamente las exigencias del nuevo amo, que no admite razones, ni acepta enmiendas, ni respeta derechos: pulpo voraz que irá trenzando cada día más sus poderosos tentáculos hasta ahogar definitivamente el último resto de soberanía… Deformada la Constitución de Estado hasta convertirla en instrumento dócil a toda clase de manejos, investido el presidente con un poder absoluto y om-nipotente, la justicia compuesta en su mayoría por hombres blandos a los reclamos del tirano; convertidos en reyezuelos arbitrarios y despóticos los gobernadores de provincias, sofo-cadas todas las intentonas revolucionarias, ya por la fuerza, ora por el soborno, amordazada la prensa, todo el mundo asegura que contra la roca del gobierno en vano se estrellarán las olas de la oposición sin lograr conmoverla. Uno a uno cayeron en viles emboscadas todos los jefes capaces de levantar en el país el estandarte de la rebelión; fueron sobornados con el brillo

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del oro que turba como una bebida embrujadora; desterrados los incorruptibles que resistieron a la tantálica tentación o no cayeron en traidora emboscada; encarcelados aquellos que, por excepcionales circunstancias, están salvos de ser heridos a mansalva y pueden levantar una hueste y hacer la guerra.

Las Cámaras, compuestas en su mayoría por elementos corrompidos llevados allí para servir intereses personales, au-torizan erogaciones licenciosas, decretan leyes propicias a ser violadas o mal interpretadas, según convenga a las miras polí-ticas y a las pasiones de los encargados de ejecutarlas.

Los pocos que se aventuran a alzar la voz para protestar son abrumados por las manos de la mayoría, que se levantan como barreras infranqueables, manos compradas a cambio de la reelección después de cumplido el término constitucional o envilecidas por el soborno, manos capaces de todos los críme-nes y cobardías, las mismas manos pecadoras que aceptaron sin ningún temblor la coyunda más vergonzosa que registran los fastos nacionales. En su labor, sujeta a los caprichos y ma-quinaciones maquiavélicas de los directores de la cosa pública, hay hechos ridículos y de una estulticia asombrosa: la imbe-cibilidad con alardes de astucia zorruna; el cinismo disfraza-do de honradez; la impudicia, la falacia, en parangón con la integridad de carácter, con el civismo, con la independencia de criterio. Pero también, principalmente durante la discusión del tratado deshonroso, hubo rasgos épicos del más acendra-do patriotismo, que son entre la obscura polvareda de nuestras incongruencias políticas algo así como estelas luminosas que se destacan deslumbrantes. Esas voces de protesta, entre aquel ambiente saturado por un hálito corrosivo de servilismo y de hipócrita mansedumbre, vibraron como latigazos, resonaron a manera de chispas de fuego cuando se inicia una hoguera.

Entre el pueblo, anestesiado por un largo estado de iner-cia, acostumbrado a soportar con docilidad e indiferencia el yugo de cuanto vulgar dictador surge de las convulsiones re-volucionarias, que son en nuestro organismo social naturales

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consecuencias de la falta de civismo y de la carencia total de principios, hubo un clamoreo de voces y un sacudimiento mo-mentáneo: débiles manifestaciones de descontento que se apa-garon tan pronto como nacieron. Se aceptó con resignación, con la anodina indiferencia de la ignorancia, el pacto infame. Ni siquiera un tumulto. Nada. Quien desde las columnas de algún periódico, voz clamantis in deserto, se atrevió a señalar el error cometido, fue encarcelado violentamente y amenazado el dueño de la imprenta.

Una camarilla de aduladores, espías, bufones y cortesanos rodean al César criollo, rudo campesino sin talento ni dotes de mando, y celebran sus chistes y sus cuentos provincianos. Hombre sin ilustración, de conocimientos solamente prácti-cos y rudimentarios, comprendió la necesidad de buscar un consejero en conveniencia con sus ideas y deseos. Entonces surgió el ídolo: Eleodoro del Valle, quien se trepó sobre un pedestal, propicio a todas las exigencias del amo, como un Bis-mark altanero. Uno es el brazo que ejecuta, brazo musculoso que golpea como un ariete formidable; el otro, el cerebro que concibe planes diabólicos, combinaciones sombrías.

Desde entonces los tributarios del presupuesto dejaron de tener voluntad, sometidos a una férrea disciplina, humildes como rebaño de ovejas sumisas, sin iniciativas, sin personali-dad. Como un alud destructor cayó encima de los que come-tieron la insolencia de robarle al fisco, encarceló empleados convictos de fraudes, expulsando a los inútiles, a los incompe-tentes, a los perezosos, a todo el que no se somete a su férula despótica. Invadió la jurisdicción de los otros secretarios, im-poniendo su criterio absolutista, con el intento de llevar a to-das partes su rígida organización y hacer sentir su abrumadora preponderancia. Esto dio margen a serios disgustos, pero el César lo sostiene contra viento y marea y acepta como buenas sus disposiciones arbitrarias.

Entre los incondicionales agrupados alrededor del César, descuellan por su malicia, suspicacia y mala fe, Cipriano

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Alboroto, filósofo barato, crítico, pesimista, especie de zahorí, egoísta, perverso, de esos políticos que viven poniéndole tram-pas al contrario. Lucio Maquiavelo, la sabiduría intrínseca, el saber neto, la experiencia personificada, corazón y cerebro, energía y ciencia. Tal es la aureola que circunda a este perso-naje multiforme y complejo, apergaminado y parsimonioso, en quien sólo se encuentra, después de quitarle las falsas ves-tiduras, a un pobre diablo perdido en un mar de incertidum-bres, inútil y perezoso, incapaz de concebir nada valuable ni de poner en acción ninguna energía; y tan estéril como tierra en donde solo medra yerba rastrera. Luciano Angélico, la hipocre-sía con figura de hombre, ratón de iglesia, inofensivo, amable, tranquilo, pero por su propia idiosincrasia, presto a consentir en cualquier barbaridad, parapetado tras de su mansedumbre anodina que lo cubre con un manto protector. Jacinto Peñalo-za, de arrogante figura y gestos olímpicos: temperamento bru-tal, epiléptico, arbitrario, carácter violento y altanero, capaz de todos los atropellos y temeroso hasta de su misma sombra. Este hombre, encumbrado por una de esas anomalías del destino, quiere siempre dominar por la fuerza, con modales de fiera embravecida que le procuran la antipatía y la hostilidad del pueblo. Teódulo Cesta, habilidoso, más fino que una aguja, amable hasta empalagar, propicio a todos los antojos del amo le adelanta o le atrasa la hora, y cuando juega billar le deja las carambolas más fáciles y las aplaude como si fueran difíciles; le endulza el café, lo acompaña al baño y celebra como agudezas sus chistes y anécdotas. Ludovico Madriguera, ya en la senec-tud; en este hombre, mitad zorro y mitad pantera, el cinismo, la perversidad y la malicia tienen su más alta expresión: dócil al látigo se arquea como un esclavo sumiso, con destreza de al-cahuete persigue entre las familias pobres a las doncellas para ofrecerlas a la lascivia del César, quien lo desprecia y se burla de su raquítica figura.

Eleodoro del Valle, no contento con haber anulado a todos aquellos que podían hacerle sombra o mermarle su preponde-

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rancia sobre el César, obligándolos a renunciar a sus cargos y a refugiarse en el extranjero, concibió el plan de atraerse los elementos principales de la oposición ofreciéndoles transac-ciones ventajosas a cambio de su cooperación incondicional con el gobierno. Entonces extendió una inmensa red. Muchos tránsfugas, seducidos por la codicia o puramente desfallecidos por una larga abstinencia, se desligaron de sus compromisos y juraron fidelidad al verdugo que por más de una década ha-bía flagelado sin clemencia sus espaldas. Y para hacer alardes de su poderío y quebrantar el prestigio del verdadero jefe del partido, expatriado a causa de la absorbente y centralizadora política seguida por el gobierno, concibió además la idea de humillar a los parásitos del presupuesto, obligándolos a de-clarar, so pena de destitución, en un manifiesto público, su adhesión incondicional al orden de cosas que “garantiza la paz y prosperidad de la nación”.

Bajo estas horcas caudinas, temerosos de perder sus cargos, desfilaron desde el más alto magnate hasta el más humilde mensajero. Entonces una sonrisa mefistofélica agrandó las co-misuras de los labios de Eleodoro del Valle, quien, creyéndose invulnerable, águila entre tantos gorriones, soñó con dominar largos años, así, inflexible, unipersonal, sin medida para sus ambiciones, heredero forzoso del poder que él había cimenta-do y engrandecido.

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Las tramas revolucionarias urdidas torpemente son desba-ratadas con facilidad o mueren de inercia al encontrar cerra-dos todos los caminos, pero a diario aumenta el grupo de los descontentos, de los disgustados, heridos en su orgullo y digni-dad por la política despótica de Eleodoro del Valle, empeñado en alejar del gobierno todo elemento insumiso o que puede hacerle sombra. Fracasaron varias expediciones, muriendo en una de ellas el más famoso guerrillero de nuestras contiendas intestinas, Perico Lazala, sorprendido en el mismo momento de desembarcar y acribillado a balazos.

—Levántate: yo te doy armas y te prometo aplastarte en veinticuatro horas —así le dijo el César a uno de sus más aguerridos generales, quien amenazó con lanzarse al monte si no atendían prontamente sus exigencias.

Satisfecho de su inquebrantable poderío, se ríe públicamen-te de sus enemigos, empequeñeciéndolos y ridiculizándolos. Y cuando algún celoso cortesano va a denunciarle supuestas maquinaciones contra su vida, expande el pecho hercúleo y sacude los brazos como dos mazas.

—¿Matarme a mí? ¡Vaya una ocurrencia! Apuesto a que voy de aquí a Santiago por tierra solo y sin una cortaplumas. No ha nacido el varón que se atreva a herirme —y sus carcajadas

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estridentes se suceden una tras otra repercutiendo sonora-mente.

En la terraza de la residencia presidencial, desde donde se domina un trozo de mar y se ve la Torre del Homenaje, cuar-teles y prisiones, todos los días el César se complace en mirar con unos anteojos a los presos políticos hacinados en inmun-dos calabozos y les hace señas con el pañuelo, burlándose co-bardemente de sus tristes condiciones.

Su deporte favorito son los viajes por tierra al Cibao, hechos con una rapidez asombrosa, quedando muertos en el cami-no uno o dos caballos, reventados en furioso y loco galopar. Y cuenta él mismo, que una vez habiéndosele resistido el mulo en el paso del río, le dio tan fuerte puñetazo en la nuca que el animal se desplomó más muerto que vivo.

La corriente de oposición, débil al principio, va creciendo, poco a poco, sin ruidos, engrosada a diario por nuevos aflu-yentes. No tardó mucho en formarse un núcleo revoluciona-rio, poderoso, con diferentes ramificaciones en todo el país y en el extranjero, compuesto en su mayoría de elementos desprendidos del viejo tronco, postergados ingratamente. Cui-dadosamente, sin alardes, la araña incansable de la rebelión va tejiendo sus complicados hilos, extendiendo sus redes, in-cubando sus huevos que han de reproducirse al sagrado calor de la esperanza. En torno a la bandera, promesa de reformas constitucionales y de la más alta expresión de la democracia, los adeptos, se agrupan, llenos de fe, ardorosos, prestos a de-rramar su sangre en beneficio de la causa redentora. Desde las columnas de la prensa la palabra luminosa de la juventud libre de toda mancha, abre surcos en los cuales los gérmenes de las ideas nuevas prosperan. No importa que a Ricardo Sánchez lo cuelguen cabeza abajo en un cepo asqueroso, tan infame cas-tigo no hará enmudecer sus labios, sigue hablando, su verbo candente señala, anatematizándolos, a los vendimiadores del decoro nacional, a los verdugos de las libertades cívicas. Y así como él otros muchos atacan al déspota, ya desde las playas del

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ostracismo, disimulada o astutamente, burlando con habilidad las barreras opuestas por los directores de los periódicos, mie-dosos de ser tenidos como hostiles a la situación.

Los Nuevos, a la cabeza Demetrio, publican un semanario en el cual castigan abiertamente a la tiranía. Duró poco. A la primera amonestación de la autoridad, la imprenta se niega a seguir editándolo. Eso fue lo mismo que declarar a una perso-na apestada: todas las puertas se cerraron…

Demetrio es llamado al Ministerio de lo Interior y Policía e increpado duramente.

—Lo he mandado a buscar para decirle que cese sus ataques contra el gobierno.

—Me será grato complacer al Sr. ministro: tan pronto cese el gobierno de cometer actos malos, yo no le seré hostil.

—Joven, le advierto que no es una súplica, es una prohibi-ción, terminante, categórica. Si usted se obstina, le cerraré la boca.

—Me duele oír de labios del Sr. ministro tales frases. Me callaré cuando me obliguen a ello.

—Oiga, ¿usted sabe por qué no lo mando ahora mismo a la cárcel y le pongo un par de grillos? Pues, por estimación a su familia —grita el ministro, dando un fuerte puñetazo sobre el escritorio y abriendo los ojos fieramente.

—Perdone, excelencia. Huelga aquí mi presencia —y De-metrio se retira sin hacer caso a los improperios y denuestos con que lo obsequia el ministro enfurecido.

Luis Almánzar también es reprendido por ser empleado del gobierno y publicar un periódico en donde se lanzan ata-ques al secretario de Hacienda.

No obedece la orden de cesar esos ataques y el mismo se-cretario, blanco de sus dardos, lo destituye groseramente. Su periódico, condenado a muerte, tampoco encuentra imprenta que lo edite.

Así, obligados a mirar con indiferencia todos los abusos, en los labios una mordaza y sobre el corazón el filo de un

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puñal, las perspectivas de un largo destierro o los antros tenebrosos de una mazmorra; así, con esposas en las ma-nos y cadenas en los pies, gozando de la paz que pregonan a cuatro vientos los asalariados, disfrutando del bienestar que echan a vuelo como campanas de alegría los eternos becerros pegados a las ubres del presupuesto, se siente algo así como al que le falta aire puro para respirar, como al que le limitan el horizonte y presiente que se extiende aún más allá, como al que lo visten lujosamente, le echan algunas monedas en los bolsillos y le dicen que se divierta, sin curar-le la dolencia que agobia su espíritu…

Por todo eso, porque se siente abrumadora la presión políti-ca hasta en la plaza del mercado, porque todos saben que tras de esta vendrá otra tiranía, por derecho de sucesión concedi-do por el César a su favorito, quien al conocer ese designio se hizo en él una legítima aspiración. Porque en ello todos ven la estrangulación del derecho de sufragio, el exterminio de la prensa libre, la muerte de las reformas constitucionales, de todo lo que signifique libertad, razón, justicia.

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Vi

El plan de los conjurados es ingenioso y atrevido: capturar al presidente de la República en uno de sus frecuentes paseos por la carretera del oeste y obligarlo a renunciar. Para llevar a feliz término el rapto cuenta con el pronunciamiento de las poblaciones de los alrededores, con algunos oficiales del regi-miento Ozama y de la Guardia Republicana comprometidos a secundar el movimiento, y en cada provincia, con un grupo bien armado que se lanzará al monte el día que se indique.

Entre los conjurados están representadas las familias más distinguidas de la capital y hay elementos de gran valer en la política que gozan de gran fama en todo el país como valero-sos y abnegados.

Minuciosamente, sin perder el más pequeño detalle, se or-ganiza secretamente tan peligrosa y difícil empresa. Se han previsto las contingencias posibles, procurando evitar que el plan fracase por prematuro o tardío. Solamente los más ca-racterizados conocen los verdaderos pormenores; a los otros, por temor a una indiscreción, se les dirá definitivamente en el mismo momento de actuar.

A pesar de todas estas precauciones, hubo quien denunciara al César el complot, pero éste, engreído en su inmunidad, no hizo caso, riéndose como de costumbre.

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Domingo del mes de noviembre. El sol baña esplendoroso a la Ciudad Primada. Parece un cálido día de primavera: el cielo transparente y sereno, el ambiente templado, música de pájaros, fiestas de flores y campanas.

Con el natural bullicio y animación dominguera, se nota inusitada actividad: ir y venir de coches y automóviles, cierto abejoneo entre conocidos elementos de la oposición, esto es, solamente visible a la mirada perspicaz de un observador inte-ligente.

Llega la tarde, espléndida; ni una sola nube blanca empaña el azul del cielo, el sol muerde implacable las piedras de las calles, abrillanta las hojas de los árboles y sobre las aguas del mar forma campos de relucientes escamas. Se hacen gratas las sombras de los árboles, la brisa perfumada de la campiña.

Demetrio, admirador de los deportes físicos y amigo de los paseos a pie, se dirige, siguiendo la orilla del mar, hacia el Gimnasio Escolar en donde se celebra un interesante match de Base-ball. Lo acompaña Alcides Guerrero.

En la carretera del oeste una ola humana va y viene: cruzan veloces los automóviles lanzando gritos estridentes; coches de todas clases y edades, quitrines y calesas, trajinan afanosos. Ji-netes en potros briosos o en jamelgos ruines cabalgan hacien-do cabriolas, ya en grupos, ora apareados o solitarios.

Declina el sol. La gente afluye hacia sus hogares. De impro-viso una noticia estupenda, rápida como la electricidad, con-mueve a toda la población. Los transeúntes, el pánico pintado en los rostros, se apresuran a formar grupos, comentando, pálidos y trémulos, el suceso extraordinario. Huyen despavo-ridos jinetes, coches y automóviles; mujeres que corren, niños que gritan, puertas que se cierran, curiosos que interrogan, y sembrando el terror a su paso, grupos de soldados y oficiales, los sables desvainados, revólveres en mano, se dirigen hacia la carretera del oeste, gesticulando como locos, amenazando quemar la ciudad.

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Demetrio, ya concluido el match, se aparta de la muchedum-bre que abandona el gimnasio y se detiene en una esquina conversando afablemente con Alcides.

Aún la noticia no había llegado. De pronto, entre la multi-tud, que como un rebaño pintoresco ondula a lo largo de la calle, se esparce el conocimiento del hecho: la correcta for-mación se rompe, unos se detienen paralizados por el terror, otros echan a correr como gamos asustados, algunos se inter-nan en las casas vecinas y los más apresuran el paso para buscar refugio en sus hogares, en los cuales la esposa, la madre o la hermana aguardan ansiosas.

Demetrio detiene e interroga a un pobre diablo, quien cru-za temblando como un azogado.

—¡Hey! ¿Qué ocurre? —le preguntó agarrándolo por un brazo.

—Que, que, que, que… han matado al presidente de la Re-pública.

—No hay tiempo que perder —le dice Demetrio a Alcides—, si nos encuentran en la calle nos van a matar como a perros rabiosos. Se suben a un coche y le indican que aprisa los lleven a cierto hotel.

Tenebrosas las sombras de la noche arropan a la Ciudad Pri-mada. Patrullas de soldados recorren las calles. Los sabuesos no descansan, invaden las casas de familia y hoteles en busca de más víctimas. La cárcel está llena de presos. Se oyen gritos, imprecaciones, amenazas, disparos.

Corren de boca en boca nombres conocidos. Cada individuo cuenta la tragedia a su manera, le añade o le quita; hay quien asegura que el presidente está vivo, otro dice que los revolucio-narios lo tienen preso y salen a relucir detalles y circunstancias que llevan a cualquiera a un mar de fondo.

—A mí me zumbó una bala tan cerca que a poco me deja sin nariz —afirma un zanqui-largo, todo hueso y pellejo.

—Pues a mí —asevera un calvo ventrudo— me arrestaron por sospechoso y si no ando vivo, me pelan.

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—Yo vi cuando el presidente murió, sus últimas palabras fueron: aire, me ahogo —esto cuenta un auriga cojo a quien por bueno llaman Cólera.

—¡Eso no puede ser! —le rebate un hombrecito a quien apodan Medio Metro.

—Yo he visto al presidente en su casa después de ocurrido el hecho, sólo tiene un rasguño en la frente.

Esto da margen a una controversia, uno que afirma y otro que niega; crecen las voces, echan mano a los insultos y por fin se tiran de las greñas. En esto se acerca una patrulla y el grupo toma las de Villadiego.

Demetrio no sabe qué resuelve: si esconderse o dejarse ver. Él no tienen connivencia con lo ocurrido, pero conoce bien que corre peligro de ser atropellado, pues en diferentes oca-siones algunos guapos de oficio, siguiendo instrucciones su-periores, le buscaron camorra con el deliberado propósito de quitarlo del camino.

Después de meditar por un largo rato resolvió salir a la ca-lle.

—Si me escondo me hago cómplice —se dijo a sí mismo. No bien acababa de tomar esa resolución cuando oyó voces

alteradas que lo inquirían, ruidos de armas y al dueño del ho-tel que negaba su presencia en la casa.

—Tengo orden de cogerlo vivo o muerto —gritó un oficial sable en mano—, si usted no lo entrega le abro la cabeza de un sablazo.

Al oír esto Demetrio no aguardó más, por una ventana cer-cana se pasó al techo de la casa vecina y de ahí se fue de techo en techo hasta conseguir bajar a un patio, salió a la calle des-pués de despertar a la familia, causando la alarma consiguien-te. Entonces buscó refugio en donde un amigo de mucha in-timidad.

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El plan de los conjurados ha fracasado. En el momento preciso de efectuar el rapto, cuando interceptando con varios automóviles y coches el landó en donde va el presidente, le intiman a éste rendición, el auriga pegó a la yegua con el pro-pósito de abrirse paso, ésta se encabrita volcándose el landó sobre la acera. En ese mismo instante suenan varios disparos hechos por algunos guardias apostados en las cercanías. El jefe de los conjurados cae herido. Sus compañeros se agrupan a su alrededor para socorrerlo.

—¡No lo dejen ir! —les grita él, señalándole al presidente, que ya herido, intenta escapar ayudado por su auriga.

El tiroteo se generaliza. De varias partes hacen fuego sobre los conjurados, éstos responden. El presidente había logrado penetrar en una quinta cercana, refugiándose en la parte baja. En su persecución llegan hasta él algunos conjurados.

—Está muerto —dice uno de ellos poniéndole las manos so-bre el corazón.

El desconcierto, la desmoralización, el pánico se propagan rápidamente ante la magnitud de la catástrofe. Al jefe herido lo suben a un automóvil y se lo llevan a toda velocidad hacia el po-blado de Haina; unos se montan en un coche y pegan con rabia al caballo, otros a pie emprenden la más penosa de las fugas.

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Todo se ha perdido. La muerte accidental del presidente, a quien solamente se intentaba raptar y que fue agredido cuando se hizo una necesidad de vida o muerte no dejarlo escapar, al caer herido gravemente el jefe de la conjuración, trastornó completamente el plan. La confusión, el espanto, la sorpresa de un hecho no premeditado, los turbó, abriendo ante ellos un abismo inconmensurable, sintiendo con toda su fría desnudez la realidad inmutable, aterradora, sombría. En ninguno de ellos, todos jóvenes apreciables, vivió un solo momento la idea de consumar tal como sucedió la tragedia fatal, de manchar con sangre la primera jornada de la re-belión redentora. Por eso concibieron el plan de apresar al presidente, conociendo que en él estribaba la fuerza. Su re-nuncia, después de raptado, era inevitable; y se resistía, el mismo hecho en sí sería como una gran ola, como la chispa que inicia una hoguera. Además, la trama estaba tan bien urdida, había tanta gente comprometida a secundar vigoro-samente el rapto, que iba a ser una sorpresa tras otra. Pero, lo imprevisto, ese designio misterioso que casi siempre decide los destinos humanos, una pequeña contingencia, hizo que se rompiera el engranaje sabiamente combinado. Y sucedió la catástrofe…

Ya en Haina, seguidos de cerca por soldados y guardias des-tacados en su persecución, al cruzar el río en la barca, el au-tomóvil en donde va el jefe herido cae al agua sumergiéndose completamente.

A costo de grandes esfuerzos sacan del agua al jefe casi aho-gado. Cuando tratan de hacerlo volver en sí llegan los primeros soldados, furiosos, ávidos de sangre. Golpean despiadadamen-te al herido, lo tiran como un fardo dentro de un automóvil y triunfalmente, gritando como salvajes, corren a entregar su presa. Sin pérdida de tiempo lo arrastran hacia un muro, lo ultrajan, lo escupen y por último lo acribillan a balazos.

En el poblado de Haina fusilan a un anciano casi ciego, vícti-ma inocente a quien acusan de ser cómplice de los conjurados.

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Éstos han logrado escapar, ocultos en los montes. Los soldados hurgan en su busca los más ocultos rincones, matando a todo el que les parece sospechoso o que al ser interrogado no res-ponde con claridad o se turba lleno de miedo.

Los oficiales comprometidos a secundar el secuestro, des-concertados por el desarrollo de la tragedia contraria al plan de que ellos tienen conocimiento, se quedaron rezagados sin atreverse a tomar ninguna resolución.

El comandante militar de plaza asumió el control de la ciu-dad. Todas las precauciones fueron tomadas, poniendo en las guardias a gente de su entera confianza, cubriendo con fuertes destacamentos los puntos más estratégicos.

Fue desconocido el gobernador de la provincia, quien des-de tiempos atrás era un personaje decorativo, sin voz ni voto en los asuntos militares. Esto dio lugar muchas veces a serias desavenencias, que fueron solucionadas por el César, quien daba a conocer su decidido apoyo al comandante militar, que no podía recibir órdenes que no emanaran de su sacra perso-na. Una vez al ministro de la Guerra no le dieron acceso a la fortaleza, a pesar de sus ardientes protestas como autoridad superior. Entonces se quejó al César de lo que él llamaba una grave desconsideración, y éste, lamentando el percance, dis-culpó al comandante por haber impartido órdenes tan seve-ras, pero eso era necesario para su seguridad personal y había que aceptarlas sin protesta.

En mitad del día, la noche que desciende, fúnebre, llena de relámpagos y truenos. En el cielo azul ni una nube blanca y de improviso, como aves fatídicas auguradoras de tormentas, llegan nubes preñadas de amenazas.

El horizonte despejado, la mar tranquila y sobre las aguas dormidas una nave se desliza, de blancas velas y de alta proa. De pronto el bóreas enfurecido levanta encrespadas olas, el horizonte se cubre de brumas y ante la nave de blancas velas se abre un abismo que la devora.

El pueblo es manso, dócil, se resigna a veces a sufrir el látigo que injustamente lo azota, pero cuando menos se espera, se

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arma de las garras de un león, despierta de su letargo y hiere. Herida casi siempre mortal.

Es un remanso tranquilo que discurre por amenos prados, de las montañas afluyen corrientes que engrosan sus aguas y así crece el remanso, se agiganta y se convierte en un río tu-multuoso que rompe todos los diques opuestos a su paso.

La rama podrida se corta, el brazo inútil se amputa. Hay árboles corpulentos cuya sombra es fatal, algunos de ellos no fructifican su madera se pudre temprano. El hacha demoledo-ra debe abatir estos árboles que para nada sirven.

La tierra estéril herida por el espolón del arado rejuvenece y se hace fecunda. La selva desvastada por el incendio, de nuevo retoña, crece con más vigor y produce mejores frutos.

Hay una senda segura que los gobernantes deben seguir: la senda trazada por la justicia y el derecho. Quien se aparta de ella no llega a la cima, no importa lo fuerte que sea. Así la historia lo relata en sus desnudas páginas…

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Convocaron las Cámaras para nombrar al sucesor del César. La Constitución, deformada adrede a este respecto, no señala como en otros países la persona inmediata en quien debe recaer el Poder Ejecutivo, que según ella se ejerce por el presidente de la República y que es unipersonal e intrasmisi-ble. Los Secretarios de Estado no pueden asumir en este caso sino una actitud pasiva, con el solo mandato de convocar las Cámaras si éstas no están reunidas.

Presurosos acudieron al llamamiento los Padres Conscrip-tos.1 Todo el mundo asegura que el elegido será el legítimo heredero: Eleodoro del Valle.

Comenzaron a moverse aquellos individuos llamados en lenguaje criollo marrulleros, sapientísimos doctores en herme-néutica, astutos como zorros, pérfidos, llenos de malicia y mala fe. Hábilmente le insinuaron al comandante militar de la plaza que él era el dueño de la situación, que en sus manos está la fuerza; luego, le demostraron que a él, mejor que a ningún otro, pertenecía el derecho de ceñirse la banda presidencial. La ambición, al calor de perfidia cortesana, floreció como una gran rosa de fuego y su perfume embrujador se esparció como un veneno sutil que llega al corazón.

1 Padre de la patria en el Senado. (Nota de la edición).

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Quemaron incienso y mirra, y entonaron himnos triunfales, formándose alrededor del joven soldado una corte de adula-dores, prestos al halago desmedido, encendiendo con sus pala-bras turbadoras la hoguera de la codicia, arqueándose sumisos y complacientes.

Tropezaron con un grave inconveniente: la edad. No se pue-de ser presidente de la República, dice la Constitución, si no se ha alcanzado los treinta y cinco años. Y él cuenta apenas con veintinueve.

—Salte esa barrera, le aconsejan algunos, la fuerza lo puede todo.

Pero a veces un pequeño dique contiene a un torrente. Y así fue. Ese obstáculo pueril detuvo el salto. Entonces los áulicos le insinuaron que pusiera a un hombre dócil, especie de mani-quí, fácil de ser manejado, pantalla detrás de la cual él puede gobernar a su antojo.

Como un rebaño de miedosas ovejas los representantes del pueblo se agrupan para oír las órdenes del nuevo amo. Él agita sobre sus cabezas serviles el sable y les dice: mi voluntad es ésta, quien no la acepte ya sabe lo que le espera…

Sin protesta, al conjuro mágico de una sola amenaza, aquella caterva de eunucos aclamaron al candidato indicándole. Cupo tal suerte a un senador alejado del teatro de los acontecimien-tos, hombre tranquilo e inofensivo, tío carnal del comandante militar de la plaza, árbitro de los destinos de la nación.

Eleodoro del Valle, al ver desvanecerse su sueño más que-rido, primero se asiló en una legación y luego salió camino del exilio. En sus retinas lleva gravada la visión del desastre. No pudo nunca él imaginarse que viniera abajo en un solo día la fortaleza levantada a costo de tantos esfuerzos, y que al derrumbarse lo arrastrara a él en su caída, sepultando en-tre un montón de escombros la ambición que es sangre de su sangre, aliento de su espíritu, luz de sus ideas. Así, fugitivo, lleno de odios y rencores, se ocultó en el extranjero, taciturno y sombrío, a pesar del oro que abunda en su arcas.

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En el nuevo gobierno impuesto por el filo de un sable, en-traron a formar parte elementos de distintas filiaciones políti-cas, sin prestigio y sin práctica en el ejercicio de funciones tan delicadas, desgastados por una larga abstinencia. El joven amo acaparó para él los dos principales ministerios: Guerra y Mari-na, Interior y Policía. Él es quien ejerce el poder. Su influencia es absoluta. Así, de un día para otro, de la mediocridad se ele-va a la excelsitud, a la divinidad. Desde el ostracismo uno de los jefes de la oposición, bellota amorfa arrancada del poder a causa de su imbecilidad con apariencias de educación cívica, aconseja a sus partidarios en una carta pública que cooperen abiertamente con el gobierno. Tal como si sus adeptos fueran mercancía barata a disposición del mejor postor.

Ocupados en afianzar el nuevo orden de cosas se descuidó la persecución de los conjurados, quienes en completo des-bande huyen de aquí para allá, escondiéndose en los bosques y las lomas.

En el Cibao, al conocerse la grosera imposición de un pre-sidente, la rebelión se propagó rápidamente. A su frente se puso el caudillo de más prestigio en todo el país. En la línea noroeste, allá en donde el orégano perfuma los llanos y los cachorros, sin colmillos son diestros en combates, también brotó la insurrección capitaneada por un general prestigioso en aquella comarca, incansable y tenaz guerrillero.

Presuroso el gobierno mandó numerosas y bien equipadas fuerzas a extinguir el incendio. Descargaron, doquiera encon-traron a los rebeldes, rudos golpes, pero sin poderlos destruir completamente. Derrotados hoy, huyen a las montañas, reapa-reciendo a los pocos días organizados de nuevo, sin aventurar-se a ofrecer un combate decisivo.

Todos los gobernadores permanecen fieles, las armas no abundan y los pertrechos son pocos. Así, pues, la revolución encuentra en todas partes dura resistencia y encarnizada per-secución. Hostilizada de esa manera buscan refugio en las lo-mas, limitándose a guerrilleos y escaramuzas.

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Así pasaron muchos días. El gobierno se convierte en un dictatoriado. Las cárceles repletas de presos de todos los ma-tices políticos, la prensa amordazada y quien habla más de la cuenta recibe el castigo en moda: una pela de sable. Entre va-rios soldados sujetan a la víctima, dos sargentos apuñan sendos sables de hoja corta y ancha, y sin compasión, acompañados por risas y palabras injuriosas, le pegan hasta cuando se desma-ya. Golpeada de esa manera, la sueltan llevándola a puntapiés hasta la puerta de la calle, para que la gente vea los verdugones y roturas que adornan profusamente su miserable cuerpo.

El incendio, débil, llamarada al principio, avivado por fuertes vientos, progresa extendiendo sus lenguas voraces. Se suceden las batallas, sangrientas, rudas, allá en la frontera noroeste, en la loma azul, en los campos del sur, por todas partes. Son fuerzas acumuladas en largos años de cautiverio que rompen sus amarras y lo inundan todo, sembrando el terror, el exterminio, la desolación. Es el torrente, que pri-sionero entre altas murallas, de súbito crece, se agiganta, salta los muros y a su paso todo lo asola…

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Demetrio no se atreve a salir de su escondite. Él sabe que lo buscan ansiosos de aprehenderlo, y que lo culpan de ser el autor de varias hojas sueltas editadas clandestinamente y en las cuales flagelan al gobierno.

En una reunión celebrada por Los Nuevos con el propósito de constituirse en agrupación política defensora de los princi-pios liberales, los sicarios asaltaron el local y arrestaron a algunos concurrentes, dándole una pela de sable al más joven de ellos.

Por cartas recibidas de su padre, traídas a mano, porque en el correo violan la correspondencia, tuvo conocimiento Deme-trio de los atropellos cometidos por el nuevo gobernador, hom-bre violento y arbitrario, quien sin tener motivos les declaró la guerra a los hermanos López, no desperdiciando ocasión de hacerles daño. Cuando las tropas salen en persecución de los rebeldes que merodean por los alrededores, acampan en sus potreros, matando las mejores reses y robándose los caballos y aperos. Invadieron la finca de cacao y se llevaron como reclutas a todos los peones. El viejo Ambrosio y sus hijos se fugaron y reunidos con otros familiares y amigos se subieron en la loma.

Estas noticias preocupan seriamente a Demetrio. Es la pri-mera vez que su padre tiene rozamientos con la autoridad y él teme graves resultados.

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—De momento lo hacen preso, yo conozco el carácter de papá —se dice él a sí mismo, perseguido tenazmente por ese presentimiento.

Cuando le anunciaron la llegada de un expreso, antes de hablar con él se supuso lo que iba a decirle. Efectivamente, su madre le participaba la prisión de don Jacinto y de sus dos hijos mayores.

—Prudencia, hijo mío —le aconseja ella—, no te violentes, no des lugar a que te atropellen.

—¡Miserables! —grita Demetrio desesperado, herido en lo más íntimo de su ser—. Ladrones y asesinos, corrompidos por todos los vicios, no merecen el ultraje de la horca. Raza de traidores y de criminales, raza degenerada en la cual pesa inexorable un atavismo fatal…

Al tener conocimiento Demetrio de la prisión de su padre y de sus dos hermanos, decidió irse al Cibao a luchar a favor de la revolución redentora. En un villorio enclavado entre al-tas lomas, que sólo tiene una calle, ancha y desigual, plena de huertos, tras cuyas rústicas cercas asoman las luengas hojas de los bananos y ríen los naranjos, encontró un pequeño campa-mento de revolucionarios.

Desde allí le puso un expreso al viejo Ambrosio para que con su gente viniera a buscarlo. Éste, al recibir el aviso, acudió con los suyos al llamamiento, todos los Paniagua, armados de buenos fusiles y de machetes cubanos de largas hojas.

Entonces Demetrio prefirió quedarse allí hasta organizar un contingente de tropas para marchar a su pueblo natal. Le puso por nombre al pequeño campamento Nido de Águila. Cubrió los puntos de aproches,2 dividiendo su gente en diferentes grupos. El viejo Ambrosio está de avanzada en un lugar desde donde se dominan todos los caminos. Guarín con sus perros tiene a su cargo el servicio de espionaje.

—Cuidado quien se robe una gallina —advierte Demetrio—, o se coge un racimo de plátanos. Tengo dinero para comprar

2 Vías de acceso en los puentes.

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lo que se consuma. Debemos respetar la propiedad y garanti-zar las vidas, no somos iguales a esos bandoleros que van a las revoluciones como aves de rapiña. Queda terminantemente prohibido el juego de azar y el que se emborrache será expul-sado de este campamento.

A son de corneta izan la badera todos los días cuando rompe el alba, no la roja bandera símbolo de rebeldía, sino el pabe-llón cruzado, enastado en lo más alto de un picacho, emblema glorioso de redención.

Una mañana Guarín trajo la noticia de que un convoy escol-tado por veinte hombres se acerca camino de La Vega Real.

—¡Ésta es la mía! —exclama gozoso el viejo Ambrosio—. A ver, salgan cincuenta muchachos y vengan conmigo, los va-mos a coger mansitos.

En el paso de la loma, por donde infaliblemente tienen que cruzar, Ambrosio apostó su gente, instruyéndolos acerca del caso. Demetrio con el resto de la tropa se preparó para cual-quier contingencia.

A poco el resonar de los látigos que repercuten sonoramen-te les anuncia que la recua se aproxima. Ya en el lugar preciso, cuando no pueden avanzar ni retroceder, Ambrosio da la señal convenida y caen de súbito sobre la escolta. Ellos no esperaban el asalto, sorprendidos, no tienen tiempo para defenderse y se rinden a discreción.

Al hacer el recuento del lconvoy capturado hallan cien cara-binas y diez mil cartuchos.

—Son calibre 50-70 y nuevas —comenta Ambrosio lleno de júbilo.

—Mira, busca a ver si encuentras periódicos —le dice Deme-trio.

—Dentro de aquella árgana —señala uno de los prisione-ros—, hay un paquete de periódicos.

Demetrio la abre y lee algunos de ellos. Todos traen una sec-ción intitulada Actualidades y entre paréntesis se advierte que son noticias de fuente oficial. Entre otras cosas dicen:

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Comunica el gobernador de Azua que ayer fue-ron asaltados en el lugar de Los Jovillos los fac-ciosos, siendo derrotados vergonzosamente. Las tropas leales capturaron varios prisioneros, dos mulos, un caballo y la maleta del jefe de los al-zados.San Cristóbal. —Enero 3. —Secretario de lo Inte-rior. —Capital. Por aquí sin novedad. Enemigo no da señales de vida. Todo va bien. —Estrella C.Por correspondencia llegada de Montecristi el gobierno tiene conocimiento de que los haitia-nos ayudan a los rebeldes. Estos cometen toda clase de desafueros, pillan las casas, matan las reses para vender los cueros y cuando son perse-guidos se refugian en la República vecina.Seybo. —Enero 3. —Secretario de Guerra. —Ca-pital.Grupo de gavilleros se acercaron a esta ciudad, inmediatamente los ataqué, muriendo el jefe de ellos y dejando numerosos heridos abandonados. Los persigo de cerca, espero próxima captura. De nuestra parte ni una sola baja. —El gobernador.

Y así, muchas noticias falsas, ridículas, llenas de perversi-dad.

—Parece mentira —comenta consigo mismo Demetrio—, lo que es la prensa en mi país: canasto de desperdicios, pregón de todas las vilezas, vehículo del que se sirve la tiranía para pro-pagar iniquidades, burladero tras el cual los asalariados lanzan sus dardos envenenados…

En el campamento reina gran alegría por la captura del con-voy. A diario se alistan más hombres, sometidos a la rigurosa disciplina implantada por Demetrio.

Ya en víspera de levantar el cantón los espías traen la noticia de que el enemigo se encuentra a dos horas de allí. La gue-

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rrilla destacada para espiarlos regresa con la información de que llegan a cuatrocientos soldados de línea con dos piezas de montaña y que a retaguardia acumulan más fuerzas.

Demetrio se prepara a resistir. No puede rehuir el combate, aunque las fuerzas del enemigo sean dos veces superiores a las suyas.

Esa noche no se encendieron las hogueras de costumbre, todos vigilan atentos al menor ruido.

Al salir el sol, nuncio de paz, de vida prolífica, de alegrías bucólicas, con los primeros trinos de los pájaros que saludan a la aurora, suenan los disparos del enemigo que asalta el campa-mento rebelde. Primero una granada zumbando como un gi-gante abejón explotó en el tronco de un pino, luego descargas cerradas de fusilería. El ataque se inició violento, salvaje. Cada árbol conquistado representa la vida de varios hombres; arroyos de sangre corren por los estrechos senderos; gritos de dolor y rabia, suspiros de agonía se mezclan con juramentos y maldi-ciones; las cornetas enloquecidas entonan sin descanso bélicos himnos de exterminio. Llueven las granadas, gruñen, explotan ruidosamente, desgajando los ramos de los pinos, abriendo pro-fundos surcos en la tierra.

Demetrio, embriagado por el humo de la pólvora, dirige como un veterano la defensa, corre a los sitios de más peligro, ennegrecido el rostro, en desorden la hirsuta melena, fieras las pupilas dilatadas, sangrando por la herida hecha por un casco de metralla. Su voz en medio del fragor de las descargas resuena, viril, alentando a su gente enardecida por el furor del combate.

Los rebeldes, empujados por el certero fuego de la artillería, retroceden hacia el poblado, defendiendo palmo a palmo el terreno. Allí la lucha encrudece. Perseguidos casa por casa se refugian en un palmar vecino. Y ya diezmados se dispersan en desorden.

—¡Vámonos! —le grita Ambrosio a Demetrio empeñado en resistir con un pequeño grupo. En ese mismo momento cae

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herido gravemente. Ambrosio lo carga y se interna en el mon-te. Consigue un caballo y se monta en él, llevando sobre sus piernas al herido. Todo un día y una noche de marcha penosa por caminos extraviados. Llega a la costa, a la casa de su anti-guo conocido Narciso Abreu y en pocas palabras le explica la derrota y le entrega el herido.

Apenas come algo, cambia de caballo, regresando adonde la madre de Demetrio a quien cuenta el percance y le da seguri-dad del sitio en donde él se encuentra escondido.

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El herido con lentitud abre los párpados como quien des-pierta de un largo y profundo sueño y teme sentir sobre las pupilas fuertes rayos de luz. Primero sólo distingue un punto luminoso que se agranda deslumbrante como súbita llamara-da, luego sus retinas perciben débilmente las paredes de una estancia recatada en las sombras. Poco a poco sus ojos se habi-túan a la oscuridad. Los objetos van surgiendo a su vista bien delineados, con sus propios contornos y formas, al huir las brumas que le hacían ver borrosas sus siluetas imprecisas. En un rincón, hacia la derecha, descubre un altarcito alumbrado por la trémula luz de una lámpara de aceite. Hay un crucifijo de marfil y algunos cuadros al óleo de santos y vírgenes, tan opacos, que sólo puede retener los detalles de los rostros maci-lentos. Muy cerca de la cama en donde yace está una mesa de caoba de forma antigua, sobre la cual hay una vasija de barro, algunos frascos de medicina y un reloj de caja oscura, cuyo mecánico tic-tac a veces parece amortiguarse temeroso quizá de interrumpir el silencio reinante. El resto de la habitación permanece borroso en una semioscuridad mística.

El herido se incorpora algo apoyando los codos sobre la almo-hada. Hace un esfuerzo por coordinar sus ideas, escudriñando

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toda la habitación en busca de algún detalle peculiar. No re-cuerda haber estado nunca en tal sitio, ni acierta a explicarse su presencia allí. Se frota los ojos como si aún estuviera medio dormido bajo el sopor de una pesadilla.

—Estoy despierto y vivo —exclama en voz alta al convencer-se de que no sueña y que algo anormal le ocurre.

Al sonido de su voz la puerta frente a su cama se abre len-tamente. Una tenue claridad invade la habitación y él siente sobre la piel del rostro la fresca caricia de una ráfaga de brisa impregnada de un penetrante olor a naranjos florecidos.

En el intersticio de la puerta medio abierta aparece una ca-beza de rubios cabellos.

—¿Desea algo, señor? —inquiere una voz femenina, clara y sonora.

—Sí, deseo saber quién soy y en dónde me encuentro.A tan extraña pregunta la rubia cabeza se retira, cerrando

de golpe la puerta. El herido escucha apagado rumor de voces, ecos de risas juveniles.

Entonces un repentino destello ilumina su memoria.—¡Ah, ya sé! —exclama de improviso—. Recuerdo la víspera

del combate, los preparativos, la febril agitación que reinaba en el campamento, los temores del viejo Ambrosio, la inquie-tud de los soldados; y por último, el asalto vigoroso, el desastre, la derrota. Sí, recuerdo ahora: me batía en retirada hacia un palmar próximo, me acompañaban sólo diez hombres, deci-didos a morir, dispuestos a vender caras sus vidas. El enemi-go nos perseguía de cerca, no daban cuartel, remataban los heridos, fusilaban sin piedad a los prisioneros y profanaban a los muertos. Sentí un golpe en la frente, algo así como un latigazo, caí de bruces perdiendo el conocimiento, sin noción de las cosas ni del tiempo. No sé cuántos días he permanecido así, debe haber sido un largo sueño, me parecía resbalar por una pendiente muy inclinada...

El herido es interrumpido en su soliloquio por la aparición de un anciano de luenga barba blanca en la estancia. Se acerca

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al lecho y se sienta en una silla próxima, contándole con voz suave y pausada lo ocurrido: hace quince días el viejo Ambrosio lo trajo herido, casi agonizando. Secretamente él fue a buscar al médico a la población vecina, quien al principio desconfió salvarlo, luchando por varios días entre la vida y la muerte, sin recobrar el conocimiento y delirando continuamente. Ya su curación está asegurada, no hay peligro, la reacción será rápida. Él le ha dicho eso a su madre, quien repetidas veces ha enviado mensajeros para saber el estado del herido.

Pero, hay un contratiempo: el gobierno lo busca por todas partes deseoso de aprehenderlo. Según parece él es un jefe grande, dada la insistencia e interés con que hacen las pesqui-sas para descubrir el lugar en donde está escondido.

—Amigo, no sé cómo pagarle sus bondadosos servicios —le dice Demetrio al noble anciano—. Me ha salvado de la muer-te y de caer entre las garras de mis enemigos, lo cual equivale a morir también. Yo soy hijo, como usted ya sabrá, de don Jacinto López, el mayor de ellos, y me llamo Demetrio como mi abuelo. Me fui al monte cuando sin causa alguna sepul-taron a mi padre y hermanos en una mazmorra. He luchado por librar a mi país de un sátrapa impuesto por las bayonetas, por vengar los atropellos héchosle a mi familia, y por salvar a última hora mi vida puesta a precio por la soberbia castigada del tirano. Nuestra hacienda ha sido destruida, incendiados los ricos cacaotales, del ganado no quedan cien cabezas de mil que había.

—Confíe en mí, yo no lo denunciaré por todo el oro que puedan ofrecerme. Me atrevo a asegurarle que en mi casa no será descubierto, todos los vecinos son familiares y como yo, todos son enemigos decididos del gobierno. Hace poco perdí un hijo, el menor. Murió peleando en la revolución.

La familia de Narciso Abreu desfiló ante la cama del herido. Primero fue presentada Ángela, la primogénita, de rostro can-doroso, rubios cabellos, ojos de un color indefinible, entre un gris acerado y un verde claro de aguas en reposo. No cuenta

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aún dieciocho años y es de una belleza risueña, casta, con toda la inocencia y lozanía que da la vida campestre siempre en contacto con la naturaleza. Luego vino doña Manuela, la ma-dre, de facciones de una dulzura sorprendente, locuaz, ama-ble, inteligente, con los mismos ojos que su hija, solamente un poco más oscuros, y ni una sola hebra blanca entre los blondos cabellos a pesar de sus cincuenta años.

En sucesión llegaron a ver el herido todos los miembros de la numerosa prole, cuatro varones y cuatro hembras: Doroteo, Anselmo, Lucas y Juan; Encarnación, Pura, Ramona y Eduvi-gis, todos rubios, una variedad de matices más o menos encen-didos; la misma expresión de bondad y salud en el rostro, la misma diáfana claridad en los ojos.

Don Narciso, más allá del medio siglo, pero vigoroso como un joven; sus rudas manos acusan la agreste labor, su rostro curtido por el sol, de frente ancha, de ojos en donde siempre retoza como una llama de alegría, es un libro abierto en don-de puede leerse la nobleza de su corazón, la rectitud de su conciencia. Desde muy joven, siguiendo la costumbre de sus antecesores, se entregó a las faenas agrícolas, casándose cuan-do cosechó los primeros amores. El predio en poco tiempo extendió sus límites, dilatando sus fértiles campos alrededor de la loma en donde se alza la morada solariega. Hoy, desde la altura, se descubren mares de espigas, en donde diez años atrás sólo había monte virgen…

El doctor acudió a su visita cotidiana y tuvo una agradable sorpresa encontrando al herido en su lucidez y en camino de una rápida mejoría. Ordenó se abrieran las ventanas, pues el aire puro de los campos contribuirá grandemente al restable-cimiento del enfermo.

Afable, cariñoso, el doctor Armando Cuello goza en toda la comarca de una reputación intachable. Su nombre es men-cionado con respeto y veneración por todos, ricos y pobres, grandes y pequeños. Su ciencia ha salvado a muchos infelices de las garras de la muerte y aliviado de doloroso quebranto a

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organismos casi destruidos por crueles dolencias. Sano, jovial, sencillo, fácilmente se lee en su rostro la bondad de su cora-zón. Luengos bigotes negros, boca de labios delgados y páli-dos, nariz apicicorva, ojos color de tabaco oscuro, pequeños, pero de un brillo y movilidad asombrosos y de una intensidad de mirada que domina. Pero lo más notable de su persona es una calva prematura que ha dejado sin cabellos más de la mitad de la cabeza, dándole a la frente más amplitud y un aire de distinción y talento.

El doctor se interesó desde un principio por Demetrio. Su causa le es simpática y, además, existen entre ambas familias viejos vínculos de amistad y parentesco.

—Demetrio —le aconseja él al herido—, me parece que de-bes embarcarte para el extranjero. Tu herida, aun después de curada, no te permitirá por mucho tiempo seguir los azares de una campaña fatigosa. El menor descuido o imprudencia puede costarte la vida. Si tú quieres, yo bajaré a la capital y te aseguro conseguir, valiéndome de influencias poderosas, un salvoconducto para que puedas embarcarte sin peligro de ser molestado. Éste es el consejo de un amigo, de un hermano.

—Armando, sé que no me engañas, que tus palabras son honradas; no dudo de tu nobleza, de tu lealtad. Pero, mis compromisos son más sagrados que mi vida. Hasta cuando aliente mi cuerpo el último resto de energía seguiré comba-tiendo en contra de un gobierno que ha incendiado nuestras propiedades y pisoteado nuestros derechos de ciudadanos. No puedo dar las espaldas dejando a mis amigos abandonados, eso equivale a huir como un cobarde. Tan pronto como me sienta fuerte iré a reunirme con la revolución y a tomar parte activa reorganizando las guerrillas desbandadas en la última derrota.

—Si es tan inquebrantable tu designio yo lo respeto. An-tes que nuestros intereses, antes que nuestra propia salud y bienestar, está el deber. Tu deber te señala una senda y debes seguirla, no importa que en cada recodo te aceche la muerte

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traicionera. Si en este país desventurado abundaran los hom-bres como tú, si la sangre vertida en tantas guerras homici-das hubiera sido en defensa de un ideal político, en aras de los principios regeneradores, la patria, aun después de tantos desastres y zozobras, estaría a esta hora muy cerca de su re-construcción moral y política, pero hoy, lo mismo que ayer, se combate para disfrutar de los despojos del vencido, para satisfacer personales venganzas y ambiciones por mero lujo de mando y poderío; cualquier arma es buena, todos los medios son utilizables, ningún dique es suficiente para contener el torrente avasallador, se violan los derechos más sagrados, no se respeta al padre ni al amigo, y se llega a traficar hasta con la propia honra. La patria envilecida ha sido atada al yugo ex-tranjero para asegurar el predominio de una dinastía de tira-nos vulgares. Éste es el golpe postrero, el ultraje más doloroso; el fin trágico está cerca, es inevitable, se ven con claridad sus funestas consecuencias…

Los dos amigos se abrazaron, y por un largo rato permane-cieron absortos uno y otro sin proferir una sola palabra, pare-ce que recogidos en íntimos pensamientos, unidos en aquel instante por el mismo temor y esperanza.

En la semioscuridad de la estancia resuena como un aliento de vida el mecánico tic-tac del reloj y llegan por la abierta ven-tana los gritos lejanos de los vaqueros encerrando el ganado.

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Trepando por una pendiente escabrosa se llega a la cima de la loma. Allí, escondida entre las ramas como uno de esos grandes nidos que le fabrican a los gorriones en el invierno, está la casa vivienda de Narciso Abreu. Desde la altura se do-mina gran extensión de terreno llano sembrado de maíz y de hierba de guinea. No lejos, por entre las ramas de los almen-dros y cocoteros, se columbra a trechos el mar, amplia playa extiende entre dos promontorios de peñascos un gran semi-círculo de arenas doradas.

En la loma, a la sombra de los bananos, un joven cafetal se agrupa, próspero, con todo el esplendor de las primeras cosechas. Gigantes yagrumos manchan con el ocre y plata de sus grandes hojas el verde-oscuro que predomina en la arbole-da. Las palmas reales, aisladas, o formando pequeños grupos simétricos, parecen querer herir el cielo con sus afilados pena-chos; sus pencas resuenan agitadas por la brisa y la pompa de los grandes racimos pregonan su fecundidad.

Alrededor de la casa hay un naranjal y un pequeño huerto. Hecha con horcones de quiebrahacha, techada con planchas de zinc, la casa, amplia, bien ventilada, ofrece todas las como-didades y ventaja, por su construcción, fácil y holgada, y por su posición admirable: extensa galería la circunda, cubierta

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por los ramos de una enredadera de flores menudas, olorosas, blancas como la nieve. Anexa a la casa hay una enramada de cañas de bambú, cobijada con pencas nuevas de cana, en cuyo tendido alero se secan al sol millares de mazorcas de maíz asi-das por las barbas.

En grandes tarimas de madera, casi al nivel de la tierra, sé-case el café esparcido. El método de recolección y para acon-dicionarlo es rudimentario y primitivo. La mayoría de los agri-cultores venden la cosecha en flor. Los cafetos, apretados en grupos, a la sombra de los bananos, casi siempre a la falda de las lomas, se cubren de flores allá por octubre; cuando cuaja el grano las ramas frágiles se doblan agobiadas por la abundan-cia de la cosecha. No tardan en madurar. El grano ya maduro enrojece y se redondea: son carnosos, pequeños, adheridos a lo largo de las ramas delicadas, como los frutos del cerezo, entonces se procede a la recolección empleándose para ello a las mujeres. Tres días se tienen sumergidos en depósitos de madera llenos de agua y cuando el grano fermenta la pulpa reblandecida se desprende con facilidad agitándose con pe-queñas aspas, entonces la cáscara flota y se puede recoger có-modamente. En grandes cedazos construidos para el caso se depositan los granos ya despulpados, colocándose sobre rús-ticas barbacoas para que destilen el agua que han absorbido. Luego viene el oreo. Se extienden los granos ya limpios en los tendales, en donde el sol les queme parejos, con la precaución de removerlos continuamente.

Demetrio convalece de sus heridas. En sus rostro enflaque-cido se notan las huellas de hondos sufrimientos físicos y mo-rales: crecida la barba y el cabello, en los negros ojos la nostal-gia extiende sus brumas y la rebeldía enciende sus llamas; el recuerdo de las ofensas recibidas revive en su sangre los viejos ardores, y a veces un extraño adormecimiento invade su espíri-tu, y entonces se olvida de todo, soñando con cosas misteriosas que nunca habían encontrado asilo en su corazón. Sentado en la galería de la vivienda rural, su vista reposa sobre los mares de

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espigas maduras, sigue adelante y llega hasta las montañas que en el confín lejano se agrupan en azulosa cordillera. Por entre las ramas en primaveral desborde de pomas y flores descubre el mar, siempre azul, tranquilo, rumoroso, enigmático; cuando alguna vela asoma y él sorprende su pausado vuelo, le invade infantil alegría, un goce de íntimo regocijo, ingenuo, como si tan sencillo acontecimiento fuera un suceso maravilloso que tuviese alguna relación con sus sueños y esperanzas.

—¡Una vela! Corre, Ángela, una vela. A sus gritos de alborozo Ángela acude con premura.—¿En dónde está? —ella lo interroga curiosa.—Allá tras el almendro grande, hacia la derecha —él le se-

ñala con los dedos la dirección indicada.—Parece una barca pescadora.—No, es una balandra costanera. Quizá va cargada de plá-

tanos. Es ligera como un pájaro, hiere con suma gentileza el agua, su proa es afilada como un alfanje, deja sobre el mar blancas estelas que marcan por un momento su raudo vuelo.

El mar… ¡Cuántos misterios en su profundo seño! Las olas se suceden una tras otra; impulsadas por una fuerza poderosa van hacia la playa a plegar sobre las arenas doradas sus trému-las alas. Así sucede en la vida, los días son olas, a veces, encuen-tran sirtes propicias o se quiebran contra recios peñascos…

Ambos jóvenes permanecen un rato silenciosos, absortos ante la inmensidad de las aguas vistas al través de una cortina de verdes hojas.

—¿Has cruzado alguna vez el mar? —la pregunta de improvi-so Demetrio, aprisionado entre sus manos una de las de ella.

La joven, adormecida por el arrullo de la voz acariciadora, que para ella tienen sugestivas modulaciones, toda confusa, sorprendida por la pregunta inquisitiva, vacila un momento antes de responder.

—No, Demetrio, nunca. Nací en esta loma y en ella siempre he vivido. Solo conozco del mundo ese llano cubierto de espi-gas y mazorcas, la playa con sus almendros y uveros. A veces, al

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descubrir entre las ramas el fugitivo vuelo de una vela, me he sentido dominada por súbita tristeza, algo así como un deseo largamente acariciado despierta en mi ser y sueño entonces, ¡no sé con cuántas cosas! De tarde, cuando el sol desciende y se hunde allá tras de la montaña, y en el cielo enrojecido las nubes se tiñen de todos los matices y colores, desde la altura yo paseo mis miradas, primero hacia el llano en donde parece que un finísimo polvo de oro se ha diluido, luego llegan has-ta las lomas coronadas de aureolas sangrientas, y por último, reposan en el mar, manso, rumoroso, que al través del folla-je se dilata hasta unirse con el cielo. Alucinada por la fiesta crepuscular, pensamientos nostálgicos acuden a mi mente; yo me imagino un mundo desconocido para mí, y ansío entonces cruzar el llano, transponer las montañas, e ir muy lejos, más allá de los horizontes que mi vista alcanza, y confundirme con la mayoría de la gente, vivir, agitarme, sufrir…

Demetrio, conmovido por la elocuencia de su joven amiga, admirado de su clara inteligencia y sencillez, acaricia los rubios cabellos y mirándola fijamente entre los ojos serenos como las aguas de un tranquilo remanso, por un largo rato la habla, bondadoso, paternalmente.

—Ángela —le dice él—, la vida en las ciudades está llena de acechanzas y sinsabores. Quiera el destino nunca bajes de tu loma pintoresca y sólo respires el aire puro de los campos. Allá abajo la perfidia medra con facilidad, el egoísmo vive en consorcio con la hipocresía, la virtud es una cosa que provoca burlas; todo es ficticio, artificial, superfluo. Aprenderías a pin-tarte los labios, que hoy, lo mismo que tus mejillas, ostentan sus colores naturales envidiables por cualquier dama encopetada; perderían tus ojos esa expresión de inocencia y candor que es imagen de tu alma casta y que seduce a todo quien se detenga a mirarse en ellos; se anidarían en tu corazón sentimientos pueriles de lujo, y como eres joven y bella, te asediarían hasta convertirte en una coqueta, vanidosa, altanera, de fingida son-risa. Aquí eres dichosa, tu imaginación concibe las cosas tras

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de un velo ideal y sueñas acariciada por sonrosadas quimeras. La felicidad llegará pronto para ti, en la diáfana claridad de tus ojos llevas escrito tu destino. Ya vez, la sola aparición de un una vela siembra en tu alma confusas inquietudes.

Los días se suceden para Demetrio plácidos, tranquilos, sin sucesos de ninguna importancia, llenos de pequeños inciden-tes que tienen para él un sugestivo encanto. En la monoto-nía de las largas horas, él encuentra placer en éxtasis con la naturaleza que lo circunda, algo así como un arrobamiento íntimo, en el cual las cosas se tiñen de un matiz peculiar y se perfilan entre brumas vaporosas visiones enigmáticas. Resig-nado, dócil, en su espíritu rebelde se realiza lentamente una rara metamorfosis. Nuevas sensaciones nunca experimentadas le ofrecen fuentes virginales de una dicha ignorada, y analiza sorprendido innumerables sucesos y cosas que anteriormen-te pasaban inadvertidas para él. Un prolijo afán de investigar hechos ya perdidos entre el polvo del olvido lo lleva muchas veces a establecer comparaciones curiosas, y se complace en reconstruir las ruinas de su pasado, evocando las claridades de su infancia y el tumultuoso torrente de su juventud.

En Ángela encontró Demetrio una hermana, siempre solici-ta, cariñosa. La dulzura bondadosa de su carácter, todo man-sedumbre y candor, ejerce sobre él una influencia bienhecho-ra. El agradecimiento hacia ella va tomando tal incremento, que muchas veces él no sabe cómo analizarlo, si es un afecto puramente paternal o algo más íntimo y misterioso. Él había amado a algunas mujeres, con ese amor sensual, violento, que envejece pronto y trae consigo casi siempre el hastío y el can-sancio. Por eso, en sus ideas acerca de la mujer, basadas en sus aventuras novelescas de adolescente, él la concebía como un ser frívolo, voluble y pueril. Pero en lo más recóndito de su alma dormita un deseo, confuso, algo así como una necesidad espiritual nunca cumplida, la crisálida de un ideal complejo, entrevisto en hora de alucinación romántica, sugerido tal vez por los desengaños experimentados en sus pasiones amorosas,

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bruscas, tempestuosas, en las cuales fue atraído, no por una afinidad psíquica, sino por el incentivo lujurioso de unos la-bios en flor o de unos ojos que al mirar besaban…

Alrededor de la casa los naranjos están en plena cosecha. Las naranjas, en contraste con el verde oscuro de las hojas, en apretados racimos se destacan a manera de pequeños glóbulos de bronce y se tiñen con los rubores del sazón. En el ambien-te templado hay un penetrante olor a azahares tempranos. A Demetrio le agrada el aroma de las frutas ya maduras, los perfumes afrodisíacos del bosque húmedo, en plena floración, que se sacude cuando los primeros rayos de sol hieren los en-jambres de sus hojas nuevas.

Ángela madruga. Las primeras horas de la mañana son para ella de agradables faenas: primero, darles de comer a las gallinas prisioneras entre un valladar de cañas reales; luego regar el huer-to, en donde abundan las amapolas silvestres, claveles de olor, azu-cenas, jazmines y rosales de todos colores; y más tarde, cuando ya todos están levantados, desplega toda su habilidad en el arreglo y limpieza de la casa, desde la cocina hasta la enramada del patio.

Demetrio, sentado bajo las ramas de un gigante algarrobo, la vigila, sonriente, viéndola cruzar afanosa, grácil, con los cabellos en desorden, encendidas las mejillas. Él analiza todo su cuerpo juvenil, desde la mata de cabellos rubios hasta los diminutos pies: encuentra sus formas de una belleza delicada, frágil como un lirio, evocadora de cosas sedeñas. Y la visión de los ojos claros, apacibles como las aguas de un remanso bajo ramas frondosas, lo persigue a todas horas, persistente, como la amplitud de un paisaje de llanuras interminables. Su recuer-do a veces lo turba, se inquieta, teme ver apagarse la llama ape-nas encendida, deshacerse por un acontecimiento inesperado todo el bello jardín de ensueños románticos, concebidos bajo la suave caricia de unos ojos castos, al amparo de los árboles en flor, de un cielo transparente, frente al mar rumoroso, que al través de los cocoteros y almendros se destaca a trechos como manchas azulosas entre las ramas.

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Él mismo no acierta a explicarse toda esa ternura y sensibili-dad emotiva que va transformando lentamente su temperamen-to voluntarioso, suavizándolo, haciéndolo reflexivo, llevando a su espíritu nuevas vibraciones que atenúan sus arranques de soberbia, las inflexibilidades de su orgullo altanero e irascible. La inocencia de Ángela, la pureza de sus sentimientos, la in-genua concepción que ella tiene de la vida, vista tras de una cortina de verdes hojas, la diáfana claridad de sus ideas sencillas que revelan una inteligencia fácil a provechosas evoluciones, lo sedujeron, lo dominaron; primero por curiosidad, luego fue creciendo el interés y por último se encontró prisionero entre una red complicada: hilos de luz, mágica floración que le turbó con el vino de sus aromas. Entonces descubrió en ella detalles de belleza que antes desconocía, admiró sus manos, pequeñas y tersas, de dedos frágiles y afilados, de uñas blandas y sonrosadas; admiró los pequeños rizos de su nuca turgente; el arco casi hori-zontal de sus cejas que parecen trazadas con un finísimo pincel sobre la frente alabastrina; su boca breve, de labios delgados recogidos en dibujo, airosos, teñidos con los rubores de una jo-ven magnolia, sus dientes blancos, parejos, apretados en hileras iguales como los frutos de una granada tierna; la mata de sus ca-bellos, de luengas trenzas, en donde viven aprisionadas hebras de sol. Pero su mayor encanto son los ojos, apacibles, lagos de ensueños que retratan en sus aguas transparentes riberas flore-cidas, que copian la azul inmovilidad de los cielos antillanos...

Según el día avanza crece el movimiento en la casa. Doña Manuela se multiplica, afanosa, atendiendo a mil quehaceres domésticos, al envío de los muchachos a la escuela del pobla-do vecino, al despacho de los peones.

Don Narciso deja la hamaca muy de madrugada y montado en su potro rucio baja al llano y se dirige al corral de la leche-ría. El mayoral personalmente procede al ordeño. La leche se colecta en fuertes bidones de zinc y se despacha a la ciudad a lomo de caballo en amplias árganas. Luego, él dirige la tala de un nuevo potrero en el rincón más lejano de la heredad.

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Con el ruido del hacha que mutila los troncos se escuchan rústicas canciones bucólicas. Los ramos cortos se pican forman-do pequeños haces atados con bejucos y se amontonan hasta construir inmensas piras, que son enviadas para la venta en gran-des carretas tiradas par dos o tres yuntas de bueyes. Los troncos grandes sirven para horcones o para fabricar carbón. El humo de los hornos se eleva en obscuras columnas hasta el cielo.

En el potrero cercano la yerba crecida ha espigado: rubios plumeros que la brisa agita formando caprichosas ondas. Los potros indómitos corretean regocijados, se adivina su noble estirpe en el cuello largo de flotantes crines; orejas recogidas y aguzadas; los flancos apretados en donde los músculos resaltan sobre la piel brillante; las grupas magras, la mirada inquieta, las cañas delgadas, las pezuñas pequeñas y redondas.

Las vacas berrendas con sus crías se destacan como man-chas de colores entre las altas yerbas. Junto a los pomales que orillan el potrero, los machos cabríos vigilan su grey. Los cabri-tos liliputienses manchados de blanco y negro, en las jóvenes testas los botones dorados anuncian las afiladas cornamentas. Son ágiles, simulan rápidos combates, y con una voracidad in-quietante cabecean las ubres hinchadas de sus madres.

Demetrio, cuando ya el sol quema, se refugia en su habi-tación, en un ángulo de la casa y desde donde se domina la campiña adyacente.

El doctor Armando Cuello no falta un solo día. A eso de las diez el relincho de su caballo, ya conocido por Demetrio, le anuncia la visita ansiada. En amena conversación pasan toda la mañana. Ángela les sirve café dos, tres veces, atendien-do cuidadosa a sus menores deseos. Desde la llegada de un mensajero, que por ciertas palabras sueltas dichas por él en la cocina pudo colegir Ángela que venía del norte, aumentó la animación entre los dos amigos, permaneciendo muchas veces reunidos hasta muy tarde de la noche.

Tras del primer mensajero vino otro, éste decía claramente su procedencia, su porte y pronunciación lo denunciaban, era

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de la capital. Su presencia fue motivo de gran regocijo para los dos amigos, quienes se encerraron todo el día con él en mis-terioso conciliábulo. Don Narciso, por primera vez, también asistió a la entrevista. Ángela no pudo contenerse, venciendo la natural repugnancia que la causaba un acto de tal naturale-za, después de luchar largo rato con su conciencia, se acercó de puntillas junto a la puerta del aposento de Demetrio, escu-chando ávidamente todo cuanto allí se decía. Frases extrañas, citas de lugares y de personas desconocidas para ella, y entre el confuso tropel de acaloradas disertaciones, resonaban en sus oídos como martillazos estas dos palabras repetidas un sinnú-mero de veces: gobierno, revolución…

Una sospecha cruzó por la mente de Ángela y desde enton-ces se siente oprimida por una indefinible sensación de angus-tia y temor, algo así como si presintiera la proximidad de un peligro inevitable. Sin saber por qué ella se siente dominada por súbitos sobresaltos y su corazón como que deja de latir un momento, palidece, las piernas le flaquean y un estremeci-miento recorre todo su cuerpo.

En su alma ingenua y candorosa la pasión ha encendido su llama consumidora. Para ella, todas esas sensaciones que la conmueven, tienen el misterio de lo desconocido, el encanto sugestivo de lo que nunca se ha gustado y sólo se ha entrevisto tras de un vela de vaporosa idealidad.

Desde el primer día que ella vio a Demetrio, herido de muerte, pálido el rostro varonil, en desorden la bella cabeza, en los ojos febriles la mortecina luz de una hoguera que se apaga, floreció en su corazón un misericordioso sentimiento de piedad por el joven guerrero. Luego, cuando ya convale-ciente, él le relataba interesantes y curiosos episodios de su vida llena de aventuras novelescas, ese sentimiento piadoso fue cambiando hasta convertirse en juvenil y cándida admi-ración. En poco tiempo tejió en su alma sus hilos luminosos el amor, como araña milagrosa que hila en florecido rosal su complicada red.

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Amor puro, casto, intenso, presto a llegar hasta el sacri-ficio, dócil a las exigencias del bien amado, rebelde contra toda corriente de oposición o de antagonismo. Ella lee en los ojos de Demetrio su deseo más pequeño, adivina sus inquietu-des, vive sus tristezas y alegrías, sufre sus dolores; y el temor a la amenaza que rodea su existencia intranquila, la martiriza, haciéndole presentir un trágico desenlace. Por eso, a pesar del inmenso júbilo que hincha su corazón, la persigue, atormen-tándola, una persistente obsesión de fatalismo que va debili-tando su organismo delicado y sensible.

—Padre, yo creo que Demetrio se prepara para ir otra vez a la guerra, aconséjelo que no vaya, presiento lo van a matar —le dijo ella medio llorosa a don Narciso el mismo día que llegó el misterioso mensajero.

—Yo no puedo aconsejarle eso, los hombres somos esclavos de nuestros compromisos. Si Demetrio decide volver a la guerra es porque ése es su designio; además ¿por qué presentir lo peor? Y tú ¿por qué te acongojas? Nosotros solo tenemos que cumplir un deber de hospitabilidad, lo otro es un asunto muy delicado y que no nos incumbe.

—No, padre, yo solo decía... Usted sabe, es tan bueno Demetrio, se pasan tantos peligros y trabajos en la guerra, que yo pensé sería cruel dejarlo ir… que... Bueno, sé que es impo-sible evitarlo, yo le rogaré a la virgen y ella le salvará.

Esa noche Ángela rezó por mucho tiempo ante el altar de su aposento y ya acostada, lloró largo rato, soñando con una batalla sangrienta y una gran selva que ardía iluminando con su rojo resplandor la inmensidad del cielo…

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Demetrio, ya curado de su herida, al solo aviso de que su presencia es necesaria en el teatro de la guerra civil, ola engrosada a diario y que avanza rugiendo su terrible amenaza, despertó del letargo en que lo había sumido una larga conva-lecencia. Se siente otra vez fuerte, capaz de luchar, animoso de proseguir la obra de venganza y patriotismo que un aconteci-miento extraordinario paralizó momentáneamente.

Él mismo se asombra de haber pasado en la inercia tantos días, adormecido por el narcótico de la pereza, subyugado por las bellezas de la naturaleza circunstante, mientras en la quie-tud de la hora vesperal o en las mañanas olorosas llenas de sol y bullicio, hilaba el copo armiñado de un ensueño que poco a poco ha tomado formas tangibles, abriendo ante los ojos de su espíritu nuevos senderos de una felicidad ignorada hasta entonces.

Deseoso de hablar a solas con Ángela la invitó a una excur-sión a la playa. Bajaron al llano poco después del almuerzo, cuando el sol reverbera entre las espigas de los maizales y se hace grata la sombra de los árboles frondosos. Las cigarras me-lómanas cantan himnos sonoros a la pereza; crujen las ramas se-cas; alrededor de las ramas florecidas, las abejas con vocinglera actividad extraen de los cálices recién abiertos la miel para sus

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panales; estallan en el aire, aventadas por el calor primaveral, las redondas frutas de los jabillos. Bajo los bananos de anchas y luengas hojas, los cafetos ramosos cuajan sus granos que al madurar enrojecen; los cocoteros resuenan sus pencas airosas, entonces abanicos de un varillaje flexible y vibrante. Doquiera la vista reposa resaltan ya los gigantes racimos de los plátanos, los naranjos risueños, las palmas reales como centinelas que apuntan al cielo sus lanzas; ora, extensos maizales cubiertos de espigas, potreros de pasto natural, labranzas y cultivos. Un hálito de vida fecunda, lujuriosa, mezcla de fuertes aromas de flores y frutas, enciende en la sangre un vivísimo deseo de po-nerse en contacto con la naturaleza ubérrima, de beber leche fresca; de exprimir entre los labios ardorosos las frutas jugosas, de sumergirse entre las aguas del río quejumbroso.

Por un estrecho sendero abierto entre apretado guayabal, los dos jóvenes descienden hacia la playa.

—Ángela —le dice él—, mira, en la rama más alta de aquel mangotero, una pareja de ruiseñores han construido su nido. Es el símbolo más bello de la vida, indica una serie de trans-formaciones: primero, el casual encuentro en la copa quizá de qué almendro, luego el idilio breve, y cuando los primeros brotes anuncian el regreso de la primavera, la pareja feliz de músicos alados vuela inquieta de rama en rama, busca los rin-cones más ocultos y comienza con febril actividad a construir un nido, palacio encantado en donde esconde sus amores. La hembra no tarda en anidarse. Su compañero vigila cariñoso el nido y cuida de su alimentación, cantando en las claras noches de luna llena canciones de dicha y esperanza. El misterio no dilata en realizarse, al sagrado calor revientan las yemas y el nido aparece habitado por tres pichones implumes que pían alegremente…

—Para mí —le dice ella—, el bosque en floración tiene algo de voluptuoso que turba como una bebida espirituosa, algo que atrae y seduce a la vez. Yo tengo amenos coloquios en la arboleda que entrelaza sus ramas y brotes, formando como un

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templo agreste en donde solo se escucha el zumbido de los insectos o el canto armonioso de los pájaros, en donde los ra-yos del sol resbalan sobre techumbres de verdes hojas y dejan rastros luminosos entre las ramas. Allí, acostada sobre la grama húmeda, columbro trechos de cielo azul, dilatados horizontes de verduras, sueño con cosas intangibles y vaporosas, adorme-cida por un fluido misterioso que parece emanar de las fibras más recónditas, que flota entre los enjambres de hojas, brilla en las gotas de rocío, resplandece en los cálices de las flores, resuena melodioso en los cantos de los pájaros, sonríe en las frutas que maduran y se diluye en la atmósfera en un finísimo polvo de oro, transparente y sutil…

Ángela recoge campánulas silvestres y jazmines que abun-dan en las veredas y forma con ellas una diadema, ayudada por Demetrio, quien sube a los árboles en los cuales algunas plantas trepadoras se extienden plenas de flores delicadas y olorosas.

Ya en la playa, se detienen junto al tronco de un almendro derribado por la tormenta. Frente a ellos el mar se dilata, tran-quilo, tan transparente en la orilla que al través del agua se ven las arenas del fondo.

—Ángela —le dice él—, ¿no has adivinado mi pensamiento? El deber me llama otra vez a la guerra, tengo que partir dentro de breves días, pero antes deseo decirte algo que hace tiempo ha echado profundas raíces en mi corazón, algo que debes haber leído en mis ojos, que pugna por escapar de mis labios como el agua de una fuente.

Ángela, ruborosa, sin atreverse a levantar la vista, perma-nece silenciosa, trazando con la punta de su sombrilla signos cabalísticos sobre la arena.

Demetrio aprisionando entre las suyas una de sus manos diminutas, con voz trémula le relata en fácil lenguaje las dife-rentes sensaciones experimentadas por él durante su lenta cu-ración: primero, cuando al volver en sí del estado inconsciente en que lo había sumido la gravedad de la herida, se encontró

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perplejo, sin poder recordar los hechos ocurridos, sin saber en dónde se encontraba, recapacitando después de hacer un gran esfuerzo mental; luego, el efecto que le produjo la presencia de ella en la semioscuridad de la habitación: sus ojos tomaron un color indefinible, sus cabellos formaban una aureola lumi-nosa y la blancura de su rostro se hizo diáfana. Y cuando su voz, clara y sonora, vibró en la estancia, él se incorporó, sintiendo un estremecimiento que recorrió todo su cuerpo igual a una corriente eléctrica, como si el sonido melodioso despertara en sus nervios anestesiados la sensibilidad perdida. Más tarde, en el curso de su larga convalecencia, cuando dominado por una languidez somnolente permanecía horas enteras en contem-plación romántica de la naturaleza, al través de sus ensueños apacibles su imagen se destacaba como una nota vibrante en-tre apagados sones, como una llamarada intensa entre débiles destellos. Y así, bajo esa influencia misteriosa, en su espíritu adormecido se realizó una rara metamorfosis. Y entonces él comprendió que la amaba, que por casuales encadenamien-tos del destino y por un favorable estado psicológico, su vida desde ese momento había sido unida a la suya por lazos inque-brantables de mutua afinidad espiritual.

Ángela poco a poco va reclinando la cabeza hasta que re-posa sobre el hombro de su compañero. Ella cierra los ojos como acariciada por una música muy tierna, en su boca una sonrisa de felicidad entreabre los rosados labios y en su rostro candoroso el rubor aviva sus llamas.

Demetrio acaricia los blondos cabellos y prosigue hablándo-le en voz baja: le dice de todos sus proyectos y esperanzas, de sus sueños de ventura, de sus temores, de una nueva vida que desde aquel instante comienza para él.

—¿Me prometes aguardarme? —le pregunta él—. Volveré por ti tan pronto la guerra termine, nos casaremos el mismo día de mi regreso y entonces se cumplirá tu deseo de conocer el mundo. Cruzaremos ese ancho mar que se extiende enig-mático ante nosotros, visitando ciudades desconocidas hasta

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ahora, en donde razas distintas a la nuestra luchan dominadas por una fiebre de actividad comercial. Ya verás que ningún país iguala al nuestro, con su vegetación exuberante y su cielo espléndido; allá la vida es casi artificial, llena de zozobras y de egoísmos.

—Demetrio, si tú desistieras de ir a la guerra… Yo presiento algo fatal, siempre desde pequeña, he vivido temerosa de una amenaza oculta que ha de herirme a traición. Mi felicidad ha llegado ahora a su colmo. No me dejes. ¡Cuán largas serán para mí las horas en tu ausencia!...

—¡Supersticiosa! ¿No ves que la guadaña implacable está obligada a respetar mi vida, inmunizada por la santidad de tu amor, escudo maravilloso en el cual se quiebran las más agudas flechas? En los combates tu recuerdo me librará de los peligros y acechanzas, como un poder prodigioso que desvía todos los males. Déjame cumplir ese deber sagrado, no me obligues a romper un juramento sellado con sangre. Te aseguro volver pronto, sano y salvo, triunfante; te prometo hacer pedazos mi espada de guerrero el mismo día que te jure ante el ara fe eterna.

En la playa, en donde el sol abrillanta los guijarros, las olas con monótona precisión se suceden una tras otra en un loco empeño de superar el alcance de su abrazo. En las cretas azu-ladas, mojan las alas bandadas de gaviotas, como una floración de lirios aéreos…

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Al otro día de la entrevista de Ángela y Demetrio en la playa de Los Almendros, cuando todo está listo para su partida en la madrugada de esa noche, a las tres de la tarde llega un expreso a escape a anunciarle que en el pueblo han hecho preso al doctor Armando Cuello, allanando la casa.

Sin pérdida de tiempo Demetrio ordena que le ensillen un caballo. Le traen del potrero cercano a Relámpago, un potro bermejo, brioso y de una resistencia puesta a prueba en largas jornadas hechas por caminos malos.

Doña Manuela, siempre previsora, le puso en las alforjas pro-visiones en abundancia, cigarrillos y una botella de ron añejo de Baní. Don Narciso le ofreció todo el dinero que quisiese, prestándole para que le sirviera de guía uno de sus peones llamado Pinto, hombre práctico en aquellos montes, malicioso y de un valor extraordinario.

Doroteo, el mayor de los varones, ensilla su potro tordo, y con una hamaca en el arzón y un machete cubano en el cinto, hace conocer su inquebrantable propósito de seguir a Deme-trio. Éste intenta disuadirlo, aduciendo lo peligroso de la em-presa y su azarosa marcha por entre las lomas.

Ni los ruegos de su madre, ni las lágrimas de sus hermanas, ablandan a Doroteo, altanero, persiste en su idea, diciendo que él es un hombre como el que más.

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—Pues bien, hágase tu voluntad —interviene don Narci-so—, ya tu hermano encontró la muerte en la guerra, sigue tu destino; pero eso sí, si deshonras mi nombre con alguna mala acción o cobardía, ya sabes que para siempre quedan cerradas para ti las puertas de esta casa.

Ángela, abatida, dominando la angustia que le tritura el co-razón, sigue los preparativos de la marcha, esforzándose por sonreír para animar a Demetrio; pero tan pálida, que parece próxima a desfallecer. Ya todos a caballo, se acerca a él y le pone un escapulario de la virgen de la Altagracia. Demetrio aprisiona largo rato la blonda cabeza sepultando su rostro en-tre el bosque de ensortijados rizos. Ella no puede contenerse, entrecortados sollozos agitan su seno virginal y de las fuentes de sus ojos brota un raudal de lágrimas.

En ese momento llega, azorado y aspavientoso, el viejo Tori-bio, sin poder casi hablar del miedo que trae.

—¡Gente armada en el llano! Vienen en derechura a la loma —grita, agitando los brazos y señalando con las manos escue-tas hacia un maizal que se extiende al pie de la loma.

—¡A escape! —ordena Demetrio, clavando las espuelas en los hijares de su caballo. Pinto, Doroteo y el viejo Andrés lo siguen.

Media hora después sube a la loma una partida de gente armada. Vienen en busca de Demetrio. El jefe llama a don Narciso y le manifiesta su propósito.

—Yo no sé de quién ustedes hablan, no conozco a ese señor —les responde él, indiferente y despreocupado.

—¡Amarren a ése! —ordena el jefe—. Registren toda la casa y contornos. Si no aparece el hombre que buscamos lo fusilo. Le dice amenazándolo con la punta del sable.

Como bandada de cuervos sobre un cadáver caen los agen-tes de la autoridad sobre la casa solariega. Lo revuelven todo, hurgando entre los armarios, sin perder el más insignificante escondrijo.

—Ya voló el pájaro —le dice uno de los sicarios al jefe—.Hemos registrado hasta el cielo raso y ni señas del prójimo.

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—Bajen cinco hombres por esa vereda y registren el maizal. Yo me quedo al cuidado del viejo. Estoy seguro que nuestro hombre anda cerca.

Pasa una hora en inútiles pesquisas. Los fugitivos no han dejado huellas y los vecinos se niegan rotundamente a dar nin-guna información.

Exasperado, el jefe recurre a las amenazas y por último dicta medidas violentas, incendiando los cultivos.

—Si no me dices en donde está escondido Demetrio, te que-mo la casa —le dice a don Narciso, furioso al ver que resultan infructuosas sus desmanes y atropellos.

—Quémela usted y fusíleme si quiere también. Yo no conoz-co a ningún Demetrio y si lo conociera tampoco se lo diría —le replica el viejo, impasible y sereno ante las amenazas.

Anselmo, uno de los hijos de don Narciso, quien se había escurrido al llegar la escolta, baja la loma siguiendo un intrin-cado sendero y va a buscar al desmonte a sus hermanos y les cuenta lo ocurrido, pintándoles el peligro que corre su padre y lo crítica de la situación. Resuelven armarse y reunir los peones para atacar a los forajidos y morir todos juntos si es necesario.

Juntan veinte hombres, armados de escopetas, revólveres y machetes. Anselmo asume el mando de la expedición, dispo-niendo el ataque con la pericia de un veterano. Al pie de la loma dejan los caballos, subiendo por distintos lugares dividi-dos en tres grupos.

El jefe de la partida que persigue a Demetrio, después de pi-llar la casa, incendiando los sembrados, se prepara a retirarse llevándose como rehén a don Narciso.

De improviso suena un disparo, en seguida otro y en un mo-mento se generaliza el fuego. El primer proyectil alcanza al jefe y éste cae de bruces. Sus compañeros, sorprendidos por lo inesperado del ataque, sólo se cuidan de huir, refugiándose entre el monte perseguidos por los proyectiles de los asaltantes que matan tres e hieren siete.

Despejada la situación, sueltan a don Narciso, quien recibió en la refriega una leve herida en la frente.

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—Muchachos —les dice él a sus hijos—, la hora del peli-gro no ha pasado, los güicharos volverán sobre nosotros. Tú, Anselmo, te vas al managual con diez hombres; Lucas que se aposesione en el cerro de la Anguada con otros diez; yo me quedo con Juan y mi compadre Nicanor. Que me ensillen ahora mismo el Moro y envíen al pueblo a uno que avise a los amigos lo ocurrido; otro que vaya al Cañafitol a buscar a mi hermano Secundino; otro que se corra a Los Molenillos y le diga al compadre Timoteo Andújar que reúna su gente y me espere en la sabana del Hato.

Dispuestas así las cosas, se procede a enterrar a los muertos. En el bolsillo del jefe de la partida encuentra don Narciso la orden de arresto contra Demetrio y las instrucciones secretas para que en caso de captura le aplicaran en el camino la ley de fuga.

Pinto conduce a Demetrio por senderos solamente cono-cidos por los comarcanos hasta el Corozo. Allí pasan la no-che. En la madrugada ensillan sus monturas, cruzan el río y se internan en la selva virgen, que se extiende entre serranías y hondonadas leguas y más leguas y en donde sólo se escuchan las sinfonías de los pinales, la vocinglera algazara de las co-torras, que en pintorescas bandadas alegran con sus vistosas plumas aquellos solitarios parajes. Bosques de pomarrosas e hicacos en las riberas de caudalosos ríos ofrecen bellos y varia-dos paisajes; así como las lomas enhiestas, en donde reina una eterna primavera de verduras y fragancias.

Vadean numerosos ríos, trepan escarpadas montañas, cruzan valles de exuberante vegetación, praderas intermi-nables que hacen horizontes; acampan ya en algún peque-ño poblado, ora en lo más alto de un cerro o entre cerrado cañaveral.

Al segundo día llegan al punto de su destino, en el cerro de Burende, cerca de la ciudad de La Vega Real. Demetrio le en-vía un expreso a Vicente Luna, hombre prestigioso en aquella comarca. Éste llega por la tarde con cincuenta hombres y algu-nas municiones. Entonces bajan a los campos feraces que riega

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el Licey, en las cercanías de Moca rodeadas por ricas vegas de tabaco y cacaotales.

En dos días juntan doscientos hombres. La rebelión, ya ago-nizante en aquella región, crece, se organiza, forma un núcleo que a diario se agranda, débil llamarada que se convierte al soplo del viento en un incendio…

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En la vieja ciudad, capital de la República, las noticias de los asaltos efectuados por los revolucionarios en diferentes poblaciones del interior, repercuten como truenos en medio de la calma de un día apacible. El eco de los combates libra-dos en lejanas regiones llega hasta ella confusamente, a ma-nera de historias fabulosas, dichas con misterioso recato, por temor al sable punitivo o a las fauces de oscuros calabozos.

Cuando alguna noticia extraordinaria se recibe, rápidamen-te la llevan de un lado a otro, aumentándola y corrigiéndola, y de tal manera la cuentan que al fin todos la creen y juran por lo más sagrado que es tan verdad como la luz del sol. Suenan nombres de guerrilleros conocidos y tanto los nombran y les atribuyen tantas hazañas, que no tardan mucho en convertirse en héroes populares.

A veces logran editar hojas sueltas anónimas, en las cuales relatan prolijamente hechos estupendos o revuelcan en el lodo a altos personajes, sacándoles a la luz meridiana los crímenes cometidos por ellos.

Cuando algo importante ocurre a las tropas del gobierno o sufren algún descalabro, se trasluce fácilmente: cierran las puertas que dan acceso a los cuarteles, refuerzan las guardias y colocan un cañón en medio de la calle. Los transeúntes se

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detienen curiosos en la próxima esquina y se interrogan unos a otros.

—Parece que llueve en Azua —comenta uno más atrevido que los demás.

—No —agrega otro—, es el río que ha crecido en Dajabón. —¡Ojo! Se acerca un güicharo.Y así, en una jerigonza que todos entienden, se forma allí

mismo una propaganda, bola de nieve que se agiganta según rueda por los flancos de la montaña.

Un ir y venir de gente armada, el trajinar de cierto elemento palaciego, las pláticas de algunos moscones señalados por el favor oficial, contribuyen a dar visos de verdad a las versiones.

Numerosos espías, a los cuales en lenguaje típico los llaman Camarones y Guarda-costas, con gestos melosos, muy abiertos los ojos y aguzados los oídos, se acercan a los grupos, prestos a cumplir su vil misión de delatores, urdiendo las más de las veces enredos por amor al arte o por mero refinamiento de perversidad y depravación.

Estos parásitos venenosos se dividen en familias distintas y de orígenes diferentes: los hay aristocráticos, quienes visitan la mejor sociedad; otros plebeyos, conocedores de la gente que habitan los barrios pobres, que frecuentan los garitos y pros-tíbulos, también hay viejas alcahuetas, quienes saben los mi-lagros y virtudes de todos los santos. Hay espías de profesión, de rostros canijos, de cuerpos raquíticos o deformes como sus espíritus; otros son espías por instinto malévolo, gozan con ha-cer daño, con herir a mansalva, especie de hiena con figura de hombre; otros son espías por temperamento, gente ruin y ca-nalla, que se plegan propicios a cualquier infamia; y los espías de ocasión, llevados a ese extremo por venganza innoble o por odio africano, incapaces, de agredir de frente.

A pesar de que la cárcel está repleta se hacen algunas deten-ciones, usándose el mismo método puesto en práctica desde cuando se instaló la República. Por simple sospecha de com-plicidad con los rebeldes, por sus antecedentes políticos, la

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mayor parte por la pinta, según típico decir, son encarcelados numerosos ciudadanos, culpables unos, inocentes otros, y los más de ellos incapaces de coger un fusil e irse al monte o de prestar dinero, únicas amenazas dignas de tomarse en cuenta.

Policarpo Macana es el primero que se brinda, gozoso, para efectuar las prisiones, seguido por una partida de facinerosos. Diestros como sabuesos persiguen a los anotados, saltando pa-tios y violando hogares, sin respeto de ninguna clase. Cuando aprehenden a alguno, Policarpio Macana se hincha al cruzar las calles con el prisionero, tal como si hubiera realizado la más loable hazaña.

Se necesita reforzar a los defensores del orden y se decreta un reclutamiento. Bandadas de oficiales ignorantes, simples soldados corrompidos por un sistema militar arbitrario y sal-vaje, caen sobre los barrios pobres, apresando, sin distinción de edad ni de profesión, a innumerables artesanos y obreros, arrebatados muchos de ellos de sus trabajos y otros sustraídos violentamente de sus hogares, algunos ancianos ya septuage-narios y jóvenes imberbes. Quien hace resistencia es maltrata-do como un malhechor, a veces tan rudamente que el infeliz muere de la paliza o guarda cama por muchos días o queda inutilizado para todo el resto de su miserable vida.

De los campos vecinos los traen por pelotones, amarrados, andrajosos, descalzos, peludos y mal olientes. En el parte en donde el jefe comunal correspondiente anuncia la remesa de-clara: “Van cien voluntarios, suplícole me devuelva las sogas”.

Temeroso de ser aprehendido, todo aquel significado como enemigo del gobierno, al darse cuenta de que echan cabalonga, se escurre aprisa, huyendo de la luz del día, o se deja crecer la barba y para inspirar lástima anda haciendo pinitos con un bastón o muletas, tal como si lo aquejara cruel dolencia.

Puertas adentro de cierta céntrica tabaquería, llamada por sus mismos concurrentes el Areópago, se reúnen literatos de medio azumbre, políticos marrulleros, comerciantes de poco peso, diplomáticos en desgracia, y discuten, comentan, criti-

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can, pasando las horas entre dentelladas, ironías, cuentos y ri-sas. A veces uno de ellos resbala y externa un juicio adverso al gobierno; otro alardea de su incorruptibilidad y buen criterio; hay quien juega cabeza sin salir de un sí y un no; y quien con cabriolas de polichinela y declamaciones resonantes baila la cuerda floja; y otro, augurando siempre lo porvenir, se llame él mismo la perspicacia personificada.

Al efectuarse las primeras prisiones y conocer de algunas nuevas pelas de sable, apareció en el punto más visible del es-tablecimiento el siguiente cartel: “Quedan prohibidas las reuniones por no convenirle a los intereses del dueño”. Y se entornaron las puertas como si hubiera duelo y para hablar con el propietario era preciso buscarlo con el farol de Diógenes.

Carteles semejantes aparecieron en muchas tiendas y lugares de comercio en donde la gente acostumbra a formar tertulia.

Se justifica el miedo que todos tienen a caer en manos de los sicarios o de aparecer como desafecto al gobierno: si no lo azotan como a un bellaco, pierde la vida o se pudre lentamen-te en una mazmorra.

La plaza de Colón es el centro a donde acuden todos los vagos, perezosos, cesantes, literatos y políticos. Desde muy temprano, en la mañana, ya los bancos están ocupados por gente madrugadora, en espera de que abran los hoteles y fon-das cercanas para beber el café acabado de hacer.

Los aurigas puestos en fila a lo largo de los muros de la vieja catedral adoptan actitudes poco adecuadas para el lugar, co-mentan en alta voz este u otro hecho. Algunos de los vehícu-los, castigados por un largo traquetear por calles y vericuetos, se sostienen derechos por milagros de la ciencia criolla; los caballos, muy raro es el que muestre señales de comer maíz, en su mayoría son jamelgos, escasos de carne, tal como si ayuna-ran a diario: pelones de grupas magras y ásperas crines.

Según avanza el día se puebla la plaza. Los agentes de la policía, raquíticos, de vestimenta tan pobre como la estatura, hacen acto de presencia: la boca llena de bostezos, la color

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pálida y los ojos todavía adormidos. Se apostan en las esquinas de la plaza como estatuas de la inutilidad o del cansancio, o hacen tertulia con los vagos sentados en los bancos, o se ponen a requebrar a las sirvientas que pasan camino del mercado. Si alguna camorra se arma y hay tiros o puñaladas, llegan a última hora, cuando ya el muerto hiede o la sangre chorrea por ancha herida.

En cada banco hay un orador y un grupo que lo escucha. Por lo regular se habla de política, de peleas de gallos, de las peripecias del juego, de prostitutas o de pasadas hazañas gue-rreras.

Los limpiabotas y billeteros pululan a caza de quien limpie los zapatos o compre un billete, que con toda seguridad ha de ganarse el premio mayor.

Quiquito, el famoso corredor, astuto más que una zorra, aparece con un lote de barajitas bajo el brazo: jabones de olor, esencias, pañuelos, anillos y relojes. Cuando él descubre algún provinciano, quien se encuentra en la ciudad en viaje de recreo, o ve algún campesino, quien anda en compra de lienzos y provisiones, se le acerca, meloso, usando un lengua-je peculiar, entrecortado por un hipo nervioso, y le ofrece há-bilmente sus mercancías, de las cuales muchas de ellas, como las esencias, son productos especiales de su manufactura. No hay santo en el cielo que salve a la víctima, quien entra a re-gatear y por fin compra alguna caja de polvos de más de cien años o un frasco de loción preparada con agua y un poco de esencia cualquiera o un anillo que de oro solo tienen un ligero enchape.

A pesar de las protestas de los dueños, en la librería de la Viuda García que está frente a la plaza, hace tertulia un grupo de literatos y políticos, criticando a troche moche a todo títere con cabeza. Fijados en las paredes y en los escapates, impresos en grandes letras de imprenta, se leen los siguientes carteles: “Estos libros no se fían”. “Se prohíbe hojear los libros”. “Estoy con el gobierno”.

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Desde tiempo atrás la librería ha sido concurrida por gente selecta, amigos viejos de la casa, a quienes les hace falta dete-nerse un momento allí a charlar un rato. Y como la casa edita la Gaceta Oficial y el Boletín Municipal, todo el día acude mucha gente a investigar leyes decretadas en tal o cual año, o a bucear en el presupuesto o en el Arancel.

Inusitada animación alegra la calle Separación. Suena beli-coso y altanero un clarín, y se escucha el galopar de una caba-llería que avanza levantando nubes de polvo.

—¿Qué ocurre? —se preguntan unos a otros los comercian-tes, quienes atraídos por el bullicio se asoman a las puertas de sus establecimientos e interrogan curiosos a todo el que pasa.

Es el general Pulgarín que hace por centésima vez su entra-da triunfal: caballero en un jamelgo escueto, de largas crines, enjaezado pintorescamente; un pañuelo de cuadros amarillos y azules atado en la cabeza; sombrero de panamá de anchas alas y copa redonda; rudos y agresivos bigotes; sable seyba-no de cabo reluciente y cinto que sangra de puro rojo. Tan abigarrado atavío hacen del general Pulgarín un personaje de comedia, fanfarrón y vocinglero, héroe de mil combates pretéritos inventados por él, y en los cuales repartió tajos y mandobles, e hizo un sinfin de diabluras. Siempre al servicio de la legalidad contra los alteradores del orden público, cuan-do la rebelión asoma él es el primero en acudir a ofrecer sus servicios al gobierno, y como ahora, siempre hace su entrada a son de corneta, con una cabalgata de no más de treinta jinetes, armando grande algazara y bullicio.

También el general Canelo ha hecho su aparición y se pa-sea, sable al cinto, por las calles y plazas, haciendo señales mis-teriosas como quien quiere decir un secreto y no se atreve, deteniéndose en todos los grupos con arrogantes ademanes e ínfulas de hombre valeroso y temible. Guiña con frecuencia los ojos, se riza los bigotes chinos, apuña el sable, mira con cau-tela a todos lados, escupe por el colmillo y suelta, entrecortada e incoherente, alguna confidencia o saca a relucir un legajo

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de documentos mohosos que él dice son de gran importancia histórica. Y así, día y noche, sin descansar la lengua y el sable, el general Canelo pasea la ciudad, pronunciando discursos do-quiera se detienen un rato. En los entre-actos se corre a los ventorros y pulperías, ordena una toma de ron, pide un cigarro mocho, y golpeando sobre el mostrador con la hoja del sable desafía a que le cobren: tan leal defensor del gobierno no debe pagar tales menudencias…

En el diario de la tarde aparecen artículos de fondo firmados por Mariano Capablanca y Arturo Cobrabarato, defendiendo a bandera desplegada al gobierno. Visten con los harapos de la impopularidad a la revolución, llamándola inmoral, hogue-ra de pasiones, pantano de odios, hervidero de ambiciones. Quienes así hablan, putrefacción andante, con galas de filóso-fos y moralistas, reciben una mísera ración para que ladren descaradamente. Alquilan sus plumas al que mejor pague, sin detenerse a pensar si es noble lo que defienden o si es malo lo que atacan, sin temor a que el cieno que revuelven les salpique el rostro. Para ellos no hay reputación buena ni conciencia limpia. La política se reduce a un vil mercantilismo al servicio de intereses personales, y por tanto, todo es permitido dentro de tan estrecho círculo: traficar con la propia y ajena honra, servir de espías y de alcahuetes. El concepto de patriotismo es cosa baladí para ellos, igual que el decoro y dignidad. La patria puede prostituirse, venderse por un mendrugo su vergüenza, lo mismo que esas mujeres bellas se entregan por un puñado de oro. Por eso vociferan, insultan y no se cubren con un an-tifaz, porque están protegidos por la innata pasividad de un pueblo en donde la sanción es letra muerta.

En la ciudad capital las hazañas de Demetrio López han hecho de él un héroe popular, la leyenda cubre su nombre con un manto de gloria, creciendo cada día más su presti-gio. La admiración que despiertan su valor indomable y su hidalguía entre la muchedumbre es distinta a los de aquellos macheteros curtidos en los azares de la guerra, manchados

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por hechos vandálicos. Demetrio, salido de las aulas del co-legio, rico, joven, poeta, de noble alcurnia, favorecido por las mujeres, mimado por sus amigos, al iniciarse en la política se apoderó de las simpatías del pueblo, deslumbrado por sus proclamas resonantes y sus viriles hechos de armas. Cuando los agentes del gobierno propagaron la noticia de su muerte todos lamentaron su temprana caída y vieron apagarse en él a una gran esperanza para la patria, una poderosa fuente de energías y de civismo. Ahora, al resurgir con más vigor que antes, llega al colmo su popularidad y prestigio, contándose mil fábulas acerca de su resurrección milagrosa.

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XV

Las águilas sajonas, que parecían contemplar indife-rentes la lucha sangrienta, de improviso, despliegan las alas poderosas y acuden, fieras las pupilas, abiertas las garras, en bandadas amenazantes. Son las mimas águilas voraces que cayeron sobre el león hispano, cuando ya sin dientes ni fuer-zas no era temible su zarpazo; las mismas águilas traidoras que cercenaron el territorio de Colombia con el abrazo de dos mares, creando para su exclusivo provecho una mueca de república; las mismas águilas que en Nicaragua abatieron el vuelo siniestro comprando a vil precio derechos leoninos; las mismas águilas aventureras que mutilaron a México y que con fines maquiavélicos fomentan guerras desastrosas; las misma águilas que en nombre de la civilización y de la huma-nidad han esclavizado a Haití.

Son los descendientes de los famosos piratas que se han ro-bado más de medio mundo, son los representantes de la polí-tica del dollar. Altaneros y arrogantes con los pueblos indefen-sos, humildes y ceremoniosos con las naciones fuertes.

Defensores de una doctrina empírica que es una máscara ridícula. Vienen, no con las manos llenas de su oro corruptor, sino a retorcer un poco más el dogal infamante que llevamos en el cuello bajo el nombre de un tratado equívoco.

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Vienen a imponer su criterio convencionalista y para asustar con el ruido de sus grandes cañones a un puñado de salvajes que no valen lo que deben, según expresión de uno de sus conspicuos diplómatas.

Su mandato es imperativo: la cesación inmediata de la lu-cha, por la razón o la fuerza.

Los jefes de la revolución, ante la amenaza conminatoria, deciden deponer las armas, siempre y cuando sea expulsado del poder el presidente de la República y desaparezca su régi-men despótico, ocupando su puesto un hombre de acrisolada virtud, quien en breve término debe convocar a elecciones.

La espada de dos filos se vuelve contra los usurpadores, pero estos se niegan a entregar lo que creen una propiedad suya. Entonces les privan arbitrariamente del dinero para atender a sus gastos, para obligarlos a rendirse por ham-bre. Esta medida coercitiva produce los efectos deseados. El gobierno, ya saqueada la hacienda, después de un año de cruenta guerra, se somete dócilmente, con la sola exigencia de que se elija a un hombre incapaz de perseguirlos. No ha-cen el más pequeño esfuerzo para defenderse de la agresión inicua, aceptando, cuando llega la hora del sacrificio, sin una sola protesta el tutelaje extraño, echando a rodar por el fango el decoro de la nación, pisoteado otras veces con ultrajes que no tienen similares en la historia.

Así son nuestros hombres: inflexibles, recios, tenaces en las contiendas intestinas. A veces llegan al sacrificio, al heroísmo, o se empapan en el crimen; pero frente al invasor extranjero, se doblegan, temblorosos, como débiles cañas sacudidas por fuerte brisa, manada de ovejas amedrentadas a la sola apari-ción del lobo…

Las cárceles se abren. Se apaga el tronar de los cañones. Las Cámaras se reúnen para nombrar el presidente interino.

¿Quién más a propósito para armonizar las pasiones y apaciguar los ánimos que el jefe de la Iglesia? Tal elección es grata a todos. Su palabra evangélica, su acendrada sabi-

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duría, su vida transcurrida a la sombra de la piedad cristia-na, la nieve que albea en su cabeza mitrada, son suficientes garantías de orden, de justicia y de honradez.

Se acude al Sumo Pontífice en busca de la debida autori-zación para que pueda unir al báculo de San Pedro la banda presidencial, dominando las dos más altas cimas.

Las Cámaras lo elijen a unanimidad. Todos piensan que su advenimiento a la presidencia de la República pondrá cese al pugilato de intereses encontrados, que todos se aunarán para ayudarlo en la ímproba labor, limpiando de abrojos su camino.

El peligro de una intervención armada y sus consecuencias dolorosas, espada de Damocles suspendida de un hilo sobre la nación desde el día cuando se firmó el pacto infame, cubre a todos, por tanto, tiene que ser común el esfuerzo para alejar a las águilas rampantes, que se ciernen sobre el cielo dispuestas a abatir su vuelo en el solar de la patria.

—No hay vencidos ni vencedores. Así exige el poder inter-ventor. Las fuerzas revolucionarias no pueden entrar en son de triunfo en las ciudades. Y así se hace.

El elegido, por circunstancias del momento que lo compe-len a ello, hace que las Cámaras voten un decreto de amnistía general para los delitos políticos, cubriendo con un manto pro-tector los errores y crímenes de épocas pretéritas. Esta medida puede parecer a simple vista inmoral y de fatales consecuen-cias, pero si se estudian las causas, si se analizan los hechos y se toma en cuenta la hora angustiosa, se ve claramente que es necesaria. Borrar magnánimamente las sombras del pasado, abrir una página en blanco, para que se inicie una era de re-construcción política, de probidad y de concordia.

El desquiciamiento de la Hacienda es completo. Hay emplea-dos civiles a quienes se les debe un año entero de sus haberes, vendidos, como es natural, a comerciantes y especuladores a precios ruinosos. Es necesario cancelar esa deuda vergonzosa, aunque se beneficien escandalosamente algunos traficantes. Y se hace un empréstito por millón y medio de pesos.

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Se procede al reparto de empleos. Los caciques asedian al presidente con exigencias desmedidas, solicitando pre-bendas e ínsulas para sus protegidos, con tanta premura y escándalo, que llegan a las amenazas vulgares. Principia la desmoralización y el desorden. El poder ejecutivo hace hoy un nombramiento y mañana se ve obligado a revocarlo si no es grato a este u otro cacique. Esto da margen a burlas y comentarios.

En los periódicos aparecen artículos satíricos, algunos duros y acerbos. Se habla de nepotismo, de debilidad, de falta de entereza y no se respeta la dignidad eclesiástica del director de la cosa pública.

Otra vez la guerra civil se desata, no por los fueros del derecho conculcado, sino por egoísmo, por intransigencias, para ocupar posiciones ventajosas en la próxima lucha elec-toral.

El pastor, hecho a conducir rebaños de ovejas, se ve rodeado por manadas de lobos hambrientos, que aúllan ferozmente, y le enseñan los agudos dientes, y hacen presa con las garras carnice-ras en su manto episcopal.

El cacique noroestano le anuncia la salida de su árida co-marca acompañado de una cohorte, con el propósito de hos-pedarse, él y su gente, en la mansión arzobispal y presidencial a la vez. Ante la amenaza de la invasión de su palacio por gente de armas y de intrigas, el prelado huye, ya enfermo, abatido, descorazonado, y se refugia en una lejana población, hacien-do conocer su inquebrantable designio de abandonar el solio presidencial.

El conflicto otra vez está en pie. El viento arremolina nubes de polvo, se oyen amenazas, insultos, el ruido de las garras que se afilan, y se ven en el cielo tormentoso bandadas de buitres en acecho.

La anarquía es completa. Surgen candidatos a granel, y el solo temor de que Eleodoro del Valle pueda ser elegido por tener algunos adictos en las Cámaras, obliga a sus numerosos

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enemigos a salirse al monte en espera de su elección para rom-per a tiros.

Se tejen combinaciones, se urden tramas, moviéndose sin cesar la intriga y la astucia. Éste es el majarete, llamado así en política criolla. La mala fe, el egoísmo no descansan, con alar-des de virtud cívica y de purificado patriotismo, puestos en jue-go decorativamente para ocultar la más sórdida ambición. Se oyen improperios, cosas horrorosas que causan espanto. Hay quien prefiera la dominación yankee antes que salir derrota-do, y quien solicite su favor a cambio de futuras concesiones que envuelven jirones de la honra nacional.

A última hora se elige a un candidato de transacción entre los senadores: a un hombre vanidoso, palabrero, de escaso ta-lento y mucha apariencia, fácil a servir de maniquí, cubierto tras de su arrogancia y su fama de guerrero valeroso.

Una nueva interinidad. Todos los partidos representados en el gobierno. Promesas de liberalismo, de cordura, de justicia, de imparcialidad.

No tarda mucho en hacer su aparición la discordia, avivada intencionalmente. La embriaguez de la altura comienza a apo-derarse de los mentores del presidente interino, quienes acari-cian la idea turbadora de la reelección. La ambición, serpiente que deja un veneno fatal cuando muerde el corazón de los hombres, retuerce su cola musical, abriendo los ojos embru-jadores, presta a dar su dentellada en el momento propicio. Éste no dilata en presentarse. Deslumbrado por la codicia, se-ducido por las alabanzas de los áulicos, el presidente interino desea de improviso, como invadido de súbito por una ansia loca, quedarse indefinidamente en donde lo han llevado por un tiempo transitorio.

Se provoca otra revolución con el objeto de desarraigar del gobierno a los elementos de la facción más fuerte para crear un nuevo núcleo opuesto a su influencia poderosa, dirigido por los amigos del presidente e integrado principalmente por los desertores y disidentes de todos los partidos.

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Los lobos de diferentes manadas se juntan para atacar simul-táneamente al enemigo temible. Hay que despojar al tigre de sus dientes y de sus garras, ésa es la consigna.

Güelfos y gibelinos se apandillan y vencen rápidamente a los amotinados.

Esta vez las águilas astutas permanecen alejadas en espera del momento oportuno para herir, pues en los horizontes, traí-das por fuertes vientos, se amontonan negras precursoras de una gran tormenta.

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publicaciones del archivo General de la nación

Vol. I Correspondencia del Cónsul de Francia en Santo Domingo, 1844-1846. Edición y notas de E. Rodríguez Demorizi. C. T., 1944.

Vol. II Documentos para la historia de la República Dominicana. Colec-ción de E. Rodríguez Demorizi, Vol. I. C. T., 1944.

Vol. III Samaná, pasado y porvenir. E. Rodríguez Demorizi, C. T., 1945.Vol. IV Relaciones históricas de Santo Domingo. Colección y notas de E.

Rodríguez Demorizi, Vol. II. C. T., 1945.Vol. V Documentos para la historia de la República Dominicana. Colec-

ción de E. Rodríguez Demorizi, Vol. II. Santiago, 1947.Vol. VI San Cristóbal de antaño. E. Rodríguez Demorizi, Vol. II. Santia-

go, 1946.Vol. VII Manuel Rodríguez Objío (poeta, restaurador, historiador, mártir). R.

Lugo Lovatón. C. T., 1951.Vol. VIII Relaciones. Manuel Rodríguez Objío. Introducción, títulos y

notas por R. Lugo Lovatón. C. T., 1951.Vol. IX Correspondencia del Cónsul de Francia en Santo Domingo, 1846-

1850, Vol. II. Edición y notas de E. Rodríguez Demorizi. C. T., 1947.

Vol. X Índice general del “Boletín” del 1938 al 1944, C. T., 1949.Vol. XI Historia de los aventureros, filibusteros y bucaneros de América. Es-

crita en holandés por Alexander O. Exquemelin. Traducida de una famosa edición francesa de La Sirene-París, 1920, por C. A. Rodríguez. Introducción y bosquejo biográfico del tra-ductor R. Lugo Lovatón, C. T., 1953.

Vol. XII Obras de Trujillo. Introducción de R. Lugo Lovatón, C. T., 1956.

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Vol. XIII Relaciones históricas de Santo Domingo. Colección y notas de E. Rodríguez Demorizi, Vol. III, C. T., 1957.

Vol. XIV Cesión de Santo Domingo a Francia. Correspondencia de Godoy, García Roume, Hedouville, Louverture Rigaud y otros. 1795-1802. Edición de E. Rodríguez Demorizi. Vol. III, C. T., 1959.

Vol. XV Documentos para la historia de la República Dominicana. Colección de E. Rodríguez Demorizi, Vol. III, C. T., 1959.

Vol. XVI Escritos dispersos (Tomo I: 1896-1908). José Ramón López. Edi-ción de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2005.

Vol. XVII Escritos dispersos (Tomo II: 1909-1916). José Ramón López. Edi-ción de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2005.

Vol. XVIII Escritos dispersos (Tomo III: 1917-1922). José Ramón López. Edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2005.

Vol. XIX Máximo Gómez a cien años de su fallecimiento, 1905-2005. Edición de E. Cordero Michel. Santo Domingo, D. N., 2005.

Vol. XX Lilí, el sanguinario machetero dominicano. Juan Vicente Flores. Santo Domingo, D. N., 2006.

Vol. XXI Escritos selectos. Manuel de Jesús de Peña y Reynoso. Edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2006.

Vol. XXII Obras escogidas 1. Artículos. Alejandro Angulo Guridi. Edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2006.

Vol. XXIII Obras escogidas 2. Ensayos. Alejandro Angulo Guridi. Edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2006.

Vol. XXIV Obras escogidas 3. Epistolario. Alejandro Angulo Guridi. Edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2006.

Vol. XXV La colonización de la frontera dominicana 1680-1796. Manuel Vicente Hernández González. Santo Domingo, D. N., 2006.

Vol. XXVI Fabio Fiallo en La Bandera Libre. Compilación de Rafael Darío Herrera. Santo Domingo, D. N., 2006.

Vol. XXVII Expansión fundacional y crecimiento en el norte dominicano (1680-1795). El Cibao y la bahía de Samaná. Manuel Hernández González. Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. XXVIII Documentos inéditos de Fernando A. de Meriño. Compilación de José Luis Sáez, S. J. Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. XXIX Pedro Francisco Bonó. Textos selectos. Edición de Dantes Ortiz. Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. XXX Iglesia, espacio y poder: Santo Domingo (1498-1521), experiencia fundacional del Nuevo Mundo. Miguel D. Mena. Santo Domin-go, D. N., 2007.

Vol. XXXI Cedulario de la isla de Santo Domingo, Vol. I: 1492-1501. Fray Vicente Rubio, O. P. Edición conjunta del Archivo General de la

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Nación y el Centro de Altos Estudios Humanísticos y del Idioma Español. Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. XXXII La Vega, 25 años de historia 1861-1886. (Tomo I: Hechos sobresalientes en la provincia). Compilación de Alfredo Rafael Hernández Figueroa. Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. XXXIII La Vega, 25 años de historia 1861-1886. (Tomo II: Reorganización de la provincia post Restauración). Compilación de Alfredo Ra-fael Hernández Figueroa. Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. XXXIV Cartas del Cabildo de Santo Domingo en el siglo XVII. Compilación de Genaro Rodríguez Morel. Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. XXXV Memorias del Primer Encuentro Nacional de Archivos. Edición de Dantes Ortiz. Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. XXXVI Actas de los primeros congresos obreros dominicanos, 1920 y 1922. Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. XXXVII Documentos para la historia de la educación moderna en la Repú-blica Dominicana (1879-1894), (tomo I). Raymundo González. Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. XXXVIII Documentos para la historia de la educación moderna en la Repúbli-ca Dominicana (1879-1894), (tomo II). Raymundo González. Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. XXXIX Una carta a Maritain. Andrés Avelino. (Traducción al castella-no e introducción del P. Jesús Hernández). Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. XL Manual de indización para archivos, en coedición con el Archivo Nacional de la República de Cuba. Marisol Mesa, Elvira Corbe-lle Sanjurjo, Alba Gilda Dreke de Alfonso, Miriam Ruiz Meri-ño, Jorge Macle Cruz. Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. XLI Apuntes históricos sobre Santo Domingo. Dr. Alejandro Llenas. Edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. XLII Ensayos y apuntes diversos. Dr. Alejandro Llenas. Edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. XLIII La educación científica de la mujer. Eugenio María de Hostos. Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. XLIV Cartas de la Real Audiencia de Santo Domingo (1530-1546). Compilación de Genaro Rodríguez Morel. Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. XLV Américo Lugo en Patria. Selección. Compilación de Rafael Darío Herrera. Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. XLVI Años imborrables. Rafael Alburquerque Zayas-Bazán. Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. XLVII Censos municipales del siglo xix y otras estadísticas de población. Alejandro Paulino Ramos. Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. XLVIII Documentos inéditos del arzobispo Adolfo Alejandro Nouel (tomo I). Compilación de José Luis Saez, S. J. Santo Domingo, D. N., 2008.

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Vol. XLIX Documentos inéditos del arzobispo Adolfo Alejandro Nouel (tomo II). Compilación de José Luis Saez, S. J. Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. L Documentos inéditos del arzobispo Adolfo Alejandro Nouel (tomo III). Compilación de José Luis Saez, S. J. Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. LI Prosas polémicas 1. Primeros escritos, textos marginales, Yanquilina-rias. Félix Evaristo Mejía. Edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. LII Prosas polémicas 2. Textos educativos y Discursos. Félix Evaristo Mejía. Edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. LIII Prosas polémicas 3. Ensayos. Félix Evaristo Mejía. Edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. LIV Autoridad para educar. La historia de la escuela católica dominica-na. José Luis Sáez, S. J. Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. LV Relatos de Rodrigo de Bastidas. Antonio Sánchez Hernández. Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. LVI Textos reunidos 1. Escritos políticos iniciales. Manuel de J. Galván. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. LVII Textos reunidos 2. Ensayos. Manuel de J. Galván. Edición de An-drés Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. LVIII Textos reunidos 3. Artículos y Controversia histórica. Manuel de J. Galván. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. LIX Textos reunidos 4. Cartas, Ministerios y misiones diplomáticas. Ma-nuel de J. Galván. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Do-mingo, D. N., 2008.

Vol. LX La sumisión bien pagada. La iglesia dominicana bajo la Era de Tru-jillo (1930-1961), tomo I. José Luis Sáez, S.J. Santo Domingo, D.N., 2008.

Vol. LXI La sumisión bien pagada. La iglesia dominicana bajo la Era de Tru-jillo (1930-1961), tomo II. José Luis Sáez, S. J. Santo Domingo, D.N., 2008.

Vol. LXII Legislación archivística dominicana, 1847-2007. Archivo General de la Nación. Santo Domingo, D.N., 2008.

Vol. LXIII Libro de bautismos de esclavos (1636-1670). Transcripción de José Luis Sáez, S.J. Santo Domingo, D.N., 2008.

Vol. LXIV Los gavilleros (1904-1916). María Filomena González Canalda. Santo Domingo, D.N., 2008.

Vol. LXV El sur dominicano (1680-1795). Cambios sociales y transformaciones económicas. Manuel Vicente Hernández González. Santo Domin-go, D.N., 2008.

Vol. LXVI Cuadros históricos dominicanos. César A. Herrera. Santo Domin-go, D.N., 2008.

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Tierra adentro 119

Vol. LXVII Escritos 1. Cosas, cartas y... otras cosas. Hipólito Billini. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D.N., 2008.

Vol. LXVIII Escritos 2. Ensayos. Hipólito Billini. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D.N., 2008.

Vol. LXIX Memorias, informes y noticias dominicanas. H. Thomasset. Edi-ción de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D.N., 2008.

Vol. LXX Manual de procedimientos para el tratamiento documental. Olga Pedierro, et. al. Santo Domingo, D.N., 2008.

Vol. LXXI Escritos desde aquí y desde allá. Juan Vicente Flores. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D.N., 2008.

Vol. LXXII De la calle a los estrados por justicia y libertad. Ramón Antonio Veras –Negro–. Santo Domingo, D.N., 2008.

Vol. LXXIII Escritos y apuntes históricos. Vetilio Alfau Durán. Santo Domin-go, D.N., 2009.

Vol. LXXIV Almoina, un exiliado gallego contra la dictadura trujillista. Salva-dor E. Morales Pérez. Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. LXXV Escritos. 1. Cartas insurgentes y otras misivas. Mariano A. Cestero. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. LXXVI Escritos. 2. Artículos y ensayos. Mariano A. Cestero. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. LXXVII Más que un eco de la opinión. 1. Ensayos, y memorias ministeriales. Francisco Gregorio Billini. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. LXXVIII Más que un eco de la opinión. 2. Escritos, 1879-1885. Francisco Gregorio Billini. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domin-go, D. N., 2009.

Vol. LXXIX Más que un eco de la opinión. 3. Escritos, 1886-1889. Francisco Gregorio Billini. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domin-go, D. N., 2009.

Vol. LXXX Más que un eco de la opinión. 4. Escritos, 1890-1897. Francisco Gregorio Billini. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domin-go, D. N., 2009.

Vol. LXXXI Capitalismo y descampesinización en el Suroeste dominicano. Angel Moreta. Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. LXXXIII Perlas de la pluma de los Garrido. Emigdio Osvaldo Garrido, Víctor Garrido y Edna Garrido de Boggs. Edición de Edgar Valenzuela. Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. LXXXIV Gestión de riesgos para la prevención y mitigación de desastres en el patrimonio documental. Sofía Borrego, Maritza Dorta, Ana Pé-rez, Maritza Mirabal. Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. LXXXV Obras 1. Guido Despradel Batista. Compilación de Alfredo Rafael Hernández. Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. LXXXVI Obras 2. Guido Despradel Batista. Compilación de Alfredo Rafael Hernández. Santo Domingo, D. N., 2010.

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120 José María Pichardo

Vol. LXXXIX Una pluma en el exilio. Los artículos publicados por Constancio Bernaldo de Quirós en República Dominicana. Compilación de Constancio Cassá Bernaldo de Quirós. Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. XC Ideas y doctrinas políticas contemporáneas. Juan Isidro Jimenes Grullón. Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. XCI Metodología de la investigación histórica. Hernán Venegas Delga-do. Santo Domingo, D. N., 2010.

Vol. XCIII Filosofía dominicana: pasado y presente, tomo I. Compilación de Lusitania F. Martínez. Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. XCIV Filosofía dominicana: pasado y presente, tomo II. Compilación de Lusitania F. Martínez. Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. XCV Filosofía dominicana: pasado y presente, tomo III. Compilación de Lusitania F. Martínez. Santo Domingo, D. N., 2010.

Vol. XCVI Los Panfleteros de Santiago: torturas y desaparición, Ramón Anto-nio, Negro, Veras. Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. XCVII Escritos reunidos. 1. Ensayos, 1887-1907. Rafael Justino Castillo. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. XCVIII Escritos reunidos. 2. Ensayos, 1908-1932. Rafael Justino Castillo. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. XCIX Escritos reunidos. 3. Artículos, 1888-1931. Rafael Justino Castillo. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. C Escritos históricos. Américo Lugo. Edición conjunta del Archivo General de la Nación y el Banco de Reservas. Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. CI Vindicaciones y apologías. Bernardo Correa y Cidrón. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. CII Historia, diplomática y archivística. Contribuciones dominicanas. María Ugarte. Santo Domingo, D. N., 2010.

colección juvenil

Vol. I Pedro Francisco Bonó. Textos selectos. Santo Domingo, D. N., 2007

Vol. II Heroínas nacionales. Roberto Cassá. Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. III Vida y obra de Ercilia Pepín. Alejandro Paulino Ramos. Segunda edición de Dantes Ortiz. Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. IV Dictadores dominicanos del siglo xix. Roberto Cassá. Santo Domin-go, D. N., 2008.

Vol. V Padres de la Patria. Roberto Cassá. Santo Domingo, D. N., 2008.

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Vol. VI Pensadores criollos. Roberto Cassá. Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. VII Héroes restauradores. Roberto Cassá. Santo Domingo, D. N., 2009.

colección cuaDernos PoPulares

Vol. 1 La Ideología revolucionaria de Juan Pablo Duarte. Juan Isidro Jimenes Grullón. Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. 2 Mujeres de la Independencia. Vetilio Alfau Durán. Santo Domingo, D. N., 2009.

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Esta segunda edición de Tierra adentro de José María Pichardo, se terminó de imprimir en los talleres gráficos

de Editora Búho, C. por A., en el mes de febrero de 2010 y consta de mil ejemplares.

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