Juan Bosch. Más cuentos escritos en el exilio

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  • JUAN BOSCH

    MS CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO

    PLVORAS DE ALERTA

    CUENTO

  • JUAN BOSCH

    MS CUENTOS

    ESCRITOS EN EL EXILIO

    PLVORAS DE ALERTA

    CUENTO

  • ILUSTRACIN: Detalle de Sin ttulo,

    de Clara Ledesma

    JUAN BOSCH

    PLVORAS DE ALERTA, 2013

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  • NDICE

    TODO UN HOMBRE ..................................................................................... 5

    FRAGATA ................................................................................................. 13

    DOS AMIGOS ............................................................................................ 20

    UN NIO.................................................................................................. 33

    EL RO Y SU ENEMIGO .............................................................................. 38

    LA BELLA ALMA DE DON DAMIN ............................................................ 51

    MARAVILLA ............................................................................................. 61

    UN HOMBRE VIRTUOSO ............................................................................ 73

    EL DIFUNTO ESTABA VIVO ....................................................................... 83

    POPPY ................................................................................................... 105

    MAL TIEMPO.......................................................................................... 117

    EL SOCIO .............................................................................................. 129

    LA MUCHACHA DE LA GUAIRA ............................................................... 150

    CAPITN ................................................................................................ 172

    LOS LTIMOS MONSTRUOS .................................................................... 187

    LA MUERTE NO SE EQUIVOCA DOS VECES ............................................... 195

    ROSA ..................................................................................................... 212

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    TODO UN HOMBRE

    Yeyo va a explicar su caso. Tiene gestos parcos y voz sin im-

    portancia. La gente se asombra de verle tan humilde. Es de

    cuerpo mediano, de manos gruesas y cortas, de ojos dulces.

    La verdad es que parece avergonzado de la importancia que

    le da el pblico. El juez le mira con fijeza y la gente se agol-

    pa y se pone de pie. Yeyo est contando su caso con una tran-

    quilidad desconcertante.

    l haba odo hablar de Vicente Rosa, claro. En la regin

    nadie ignoraba su fama; adems, lo haba visto con frecuen-

    cia. Vicente Rosa era lo que muchos llaman un hombre de san-

    gre pesada. Antiptico? No; a l, Yeyo, no le caan los hom-

    bres ni mal ni bien; cada uno es como es y eso no tiene reme-

    dio. Pero si le preguntaran qu clase de hombre le pareca ser

    Vicente Rosa dira que un abusador. Cuando estaban constru-

    yendo la carretera de Jima le dieron a Vicente un cargo de ca-

    pataz y estableci una casa de juego. Los peones, campesinos

    ignorantes, muchos de ellos haitianos, perdan all el escaso

    jornal; despus caan desfallecidos de hambre sobre el cami-

    no que construan, y Vicente los arreaba a planazos. Un da los

    infelices se negaron a seguir siendo explotados. Mala idea!

    Vicente mont en clera y empez a repartir machetazos. Al-

    gunos quisieron defenderse, pero aquel hombre era un torbe-

    llino. Abri crneos, tumb brazos, seguido de los seis o siete

    amigos que les salen siempre a tales fieras, y entre alaridos

    de mujeres y de nios echaba por tierra los bohos y les pren-

    da fuego. Hasta los montes vecinos persigui a los aterrori-

    zados peones, y despus se las arregl tan bien con la gente

    del pueblo que hasta presos fueron algunos de los perseguidos.

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    Siempre sucede igual, claro, y tambin le pareca a Yeyo que

    tal cosa no tiene remedio.

    Lo malo estuvo en que Vicente Rosa abus de su fama de

    guapo. En la gallera nadie se atreva a cobrarle si perda, y

    cuando entraba en una pulpera el pulpero rogaba a Dios que

    se fuera pronto. Lo mismo si estaba una hora que si estaba

    diez bebiendo, deca tranquilamente que le apuntaran lo que

    fuera y nunca se acordaba de la deuda. En las fiestas les qui-

    taba a los hombres las parejas sin decir palabra Un hom-bre sangrudo, lo que se dice sangrudo.

    El caso con Yeyo ocurri as:

    Por las vueltas de Pino Arriba viva Eleodora. Toda la gen-

    te que llenaba la sala del tribunal vio a Eleodora. Bajo el pe-

    lo de brillante negrura mostraba la frente triguea; despus,

    las cejas finas, los ojos pequeos, y la nariz y la boca. Qu bo-

    ca, Dios! Sonri dos veces y la gente se mora porque lo hi-

    ciera de nuevo. Era menuda, de labios carnosos y dientes ma-

    cizos. Cuando el juez le orden levantarse para jurar, muchos

    hombres la miraron alelados. Eso s era mujer! Eleodora mi-

    raba a Yeyo con simpata y la gente no quera admitir que

    hubiera algo entre dos seres tan distintos.

    Yeyo era muy firme hablando. El juez pregunt:

    Estaba usted enamorado de la joven? Me gustaba dijo resueltamente. Yo le pregunto a usted si estaba enamorado. Eso de enamorarse no es asina, seor. A uno le gusta lo

    bonito, pero enamorarse viene de adentro y asign las condi-

    ciones de la mujer. Tal ve andaba por enamorarme No se lo puedo asegurar, pero si el seor me lo permite le dir que

    lo que pas hubiera pasao manque ella hubiera sido vieja y

    fea.

    Descontando todos los circunloquios de la tramoya judi-

    cial, el caso puede sintetizarse as: Vicente Rosa, con su fama

    de guapo y sus ojos atravesados, estaba un da dndose tragos

    en la pulpera de Apolunio Torres, y all mismo, sentado so-

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    bre una pila de aparejos, fumaba pacficamente su cachimbo

    Yeyo Ramrez. Por dos veces estuvo Vicente mirndole con

    sorna. Yeyo, tranquilo, indiferente, le devolva las miradas.

    Parece que Vicente perdi los estribos. Orden un trago de

    cuatro dedos y se dirigi con l hacia Yeyo.

    Beba, decoloro! orden. El joven no movi un msculo. Simplemente respondi:

    No bebo, amigo. Beba, le digo! tron el guapo. Le he dicho que no bebo. Beba! O no sabe quin le habla? S, yo lo s; ust es Vicente Rosa, pero yo no bebo. Los tres o cuatro hombres que estaban en la pulpera se

    apresuraron a intervenir. Un viejo negro explic:

    No puede, amigo; ta enfermo. Yeyo rectific framente:

    Unq unq, no toy enfermo na. Lo que pasa es que no me da la gana de complacer al amigo.

    Vicente Rosa hizo ademn de irle arriba, pero se le echa-

    ron encima los dems y lo contuvieron. Tena los ojos fulgu-

    rantes como candelas y soplaba como animal.

    Vyase, Yeyo rogaba el viejo negro. No puedo explicaba Yeyo, porque ta al caer una

    jarina y si me mojo me da catarro.

    Hecho un cicln, Vicente Rosa luchaba por desasirse de

    los otros, y haca temblar toda la pulpera.

    Aquitese, Vicente, aquitese suplicaba el pulpero. Slo Yeyo estaba tranquilo all. Segua fumando con es-

    calofriante serenidad y sus ojos dulces parecan ver el tumul-

    to desde lejos. Por segundos volva la mirada hacia el camino

    real, como si no tuviera que ver nada con lo que suceda. Las

    lejanas lomas presagiaban agua.

    Vea que viene gente, Vicente dijo el pulpero. Y en efecto, lleg gente. Al ver la brega Eleodora se de-

    tuvo un instante, pero en seguida alz la voz para pedir me-

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    dia libra de azcar y un centavo de jabn, y esa voz, que pa-

    reca un canto de ruiseor, aplac la reyerta. Fue un toque

    mgico. Vicente Rosa abri la boca y desendureci los ojos. La

    muchacha, cortada, se volvi a Yeyo. Haba percibido el am-

    biente de violenta admiracin que haba estallado a su pre-

    sencia y pareca avergonzada.

    Yeyo se levant y se dirigi a ella.

    Ha visto? Ya empez la jarina. La muchacha se lament:

    Anda la porra, dique llover agora. Y mir hacia el camino.

    El que no quiso ver la llovizna fue Vicente Rosa. Ni se mo-

    va ni hablaba ni pareca recordar su reciente furia. Eleodo-

    ra se puso de espaldas al mostrador. En el inicio de sonrisa

    que le llenaba el rostro de gracia se le vea el placer que le da-

    ba tanta admiracin, aunque pareciera estar solamente in-

    teresada en el leve caer de la llovizna que iba haciendo bri-

    llar las yerbas y que empezaba a engrosar imperceptiblemen-

    te, cubriendo en la distancia la masa negruzca de las lomas.

    De sbito aquella calma se rompi con unos pasos feli-

    nos de Vicente Rosa. Sus ojos volvieron a tener el brillo de an-

    tes y su boca volvi a mostrar el mismo gesto desdeoso. Ech

    el cuerpo sobre el mostrador, mientras Eleodora simulaba es-

    tar tranquila. Vicente Rosa se le acerc ms. Eleodora hizo un

    movimiento inapreciable, rehuyendo al hombre, y cruz los

    brazos. Poco a poco su cara iba hacindose plida y dura.

    Con una insultante sonrisa de media cara, Vicente Rosa

    pregunt:

    Cmo te llamas, lindura? Eleodora contest ella secamente. T vas a ser mujer ma asegur l. Ella le cort de arriba abajo con una mirada relampa-

    gueante y se apart ms. Entonces Vicente Rosa levant una

    mano y la asi por la mueca. La muchacha se revolvi y em-

    pez a injuriarle. Yeyo Ramrez puso el cachimbo en el mos-

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    trador.

    Sultela, amigo dijo con voz serena. Vicente solt una palabra gruesa y se le fue encima a

    Yeyo. Pero Yeyo no esper el ataque. Del mostrador, sin que

    nadie supiera cundo, tom la botella de ron con que el pul-

    pero serva a Vicente. Los hombres corrieron, dando voces, a

    meterse entre los dos, y Eleodora lanz un grito al ver la bo-

    tella hecha pedazos y la sangre salir a chorros. Vicente Rosa

    quiso levantarse y sacar el cuchillo que llevaba a la cintura,

    pero Yeyo le sujet el brazo, se lo torci hasta hacerle soltar

    el arma y despus le peg con el pie en la cara. El pulpero se

    llevaba las manos a la cabeza. Yeyo se volvi a la muchacha.

    Estaba un poco plido, pero la voz no se le haba alterado.

    Venga, que la voy a llevar a su casa dijo. La senta temblar a su lado y vea gente correr hacia la

    pulpera. Cuando llegaba a la puerta del boho de Eleodora,

    dijo:

    Anda Se me qued el cachimbo en la pulpera. Dja-me dir a buscarlo.

    Eleodora estaba tan asustada que no trat de impedirlo.

    Cuando los pocos amigos de Yeyo se enteraron de lo que

    haba pasado, se presentaron en su casa. Yeyo viva solo. Te-

    na un conuquito bien cuidado que desde el mismo boho iba

    en suave pendiente hasta las orillas del arroyo. Aislado en

    aquel campo de viviendas desperdigadas, forjaba su vivir pa-

    cientemente, sin meterse con nadie. Un compadre suyo quiso

    dormir con l esa noche.

    No me ofenda, compadre dijo secamente. El compadre se fue cuando ya la noche confunda los r-

    boles y las piedras, las alambradas y el camino.

    Yeyo no se durmi en seguida. Apag la luz y estuvo fu-

    mando su cachimbo y pensando en lo ocurrido. Recordaba fi-

    jamente cada movimiento de Vicente Rosa, y recordaba tam-

    bin, no saba por qu, el caballito que tena estampado la

    etiqueta del ron. Percibi un aire fresco.

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    Qu calamid se dijo, presentarse tiempo de agua con el arroz madurando.

    El aire indicaba que la lluvia seguira. Haba llovido

    hasta medio da, pero despus par de llover y el agua cada

    apenas reblandeci los caminos.

    No le daba sueo a Yeyo. Le gustaba Eleodora? S, le gus-

    taba. Ahora, que para casarse eso haba que verlo. l sos-pechaba que a la muchacha le agradaba ms de la cuenta que

    los hombres la galantearan.

    Los amigos decan que Vicente Rosa iba a cobrarse la he-

    rida. Bueno, que lo hiciera. A l no le preocupaba eso gran co-

    sa. Le molest un poco darse cuenta de que estaba atento a

    los rumores de afuera. El silencio del campo, sostenido bajo el

    pausado ronronear de la brisa, haca que la noche fuera gran-

    de e impresionante. Acaso tremolaban las hojas de un man-

    go, tal vez una yagua vieja del techo se levantaba y tornaba

    a caer. El odo de Yeyo saba distinguir cada ruido. Dej de

    fumar, golpe el cachimbo contra la palma de una mano, se

    puso de lado y se cubri lo mejor que pudo.

    El sueo empez a llegar lentamente. Al principio era

    como una remota sordera que apagaba los rumores ms fuer-

    tes al tiempo que haca perder la nocin de ciertas partes del

    cuerpo; despus el mundo fue reducindose, hacindose ms

    pequeo, ms diminuto, hasta que lleg el momento en que

    los ruidos de afuera, el fro, la aspereza del catre, se esfuma-

    ron del todo. Pero todava quedaba un punto imperceptible,

    una lnea inapreciable, que durara menos que todo lo que pue-

    de medirse. Iba a pasar ya al sueo completo. Y ah fue cuan-

    do Yeyo alz de golpe la cabeza. Haba odo pasos. Sonaban

    apagados y lentos, pero eran pasos. Yeyo aguz su atencin.

    Se oan unas voces casi no dichas. Le pareci que alguien re-

    comendaba irse por detrs del boho. Crey or que decan:

    Yo me quedo aqu. Vicente Rosa dijo Yeyo, en un susurro. Con extraordinario sigilo, cuidndose de que el catre no

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    hiciera ruido, se fue echando afuera y le pareca que nunca

    iba a lograrlo. De la silla cogi la ropa y sujet el cinturn por

    la hebilla, para que no sonara; despus se puso la camisa, pe-

    ro sin abotonarse. Todava tuvo tiempo de llevarse el sombre-

    ro a la cabeza, pues se preparaba como si fuera a salir. An-

    daba buscando a tientas el cuchillo sobre la silla cuando lla-

    m una voz desconocida:

    Yeyo, Yeyo, alevntese! No respondi. An no daba con el cuchillo. La voz sona-

    ba por un lado del boho. Quin sera ese perro? Algn ami-

    gote de Vicente Rosa. Y Vicente Rosa deba estar en la puer-

    ta, acechando que l saliera para asesinarlo.

    Yeyo, Yeyo, alevntese! Buscaba an. Iba a ponerse nervioso. Lo mejor era desen-

    tenderse de todo y hacer luz, qu caray. De todas maneras

    iban a matarlo. Le haba llegado su hora; eso era todo. Pero

    en ese momento, cuando ya estaba buscando en el bolsillo

    del pantaln la caja de fsforos, record que haba puesto el

    cuchillo en el catre, bajo la almohada.

    La voz llam de nuevo. Quin sera el condenado se?

    Yeyo se peg a la pared, y con pasos cuidadosos se arri-

    m a la puerta; despus, empleando la mano izquierda, fue

    levantando la aldaba sin que se produjera el menor sonido; y

    de golpe abri la puerta y avanz.

    Vide una sombra explica y le met el cuchillo. Asi-na fue el asunto.

    La gente alza la cabeza para ver el rostro de Yeyo. l no

    dice una palabra ms y el silencio de la sala se hace palpable.

    El juez levanta la mirada.

    Dgame, acusado: por qu sabiendo usted que quien es-taba en la puerta era Vicente Rosa, y que iba a matarlo, no se

    qued en su catre, con lo cual hubiera podido evitarse la tra-

    gedia?

    Yeyo pone cara de persona que no entiende, y mira en re-

    dondo hacia el pblico, como buscando que alguien le expli-

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    que tan extraa pregunta.

    Le he preguntado insiste el juez, por qu no se qued acostado, con lo cual se hubiera evitado la tragedia?

    Yeyo parece comprender entonces. Tranquilo, con su voz

    dulce y sus ojos inocentes, se vuelve hacia el magistrado y di-

    ce:

    Porque cuando a uno van a llamarlo a su casa, manque uno sepa que es pa matarlo, su deber ta en atender al que lo

    llama.

  • PLVORAS DE ALERTA 13

    FRAGATA

    La resolucin de Fragata fue tan sorprendente que hasta do-

    a Ana se sinti conmovida. Doa Ana no dijo media palabra,

    pero se mantuvo en la puerta, plida e inmvil, hasta que

    Fragata desapareci por la esquina balanceando su enorme

    cuerpo.

    La muchacha haba llegado haca un mes. Mucha gente

    la vio entrar en la callecita, caminando junto a una carreta que

    llevaba muebles y litografas de imgenes religiosas, pero a

    ninguna se le ocurri pensar que iba a vivir all. Era una cria-

    tura tan extraa, tan gorda, tan fea, y llevaba la cara tan pin-

    tarrajeada, que la gente pens vaya usted a saber por qu que iba a seguir de largo, buscando el camino de Pontn. Por esa causa fue maysculo el asombro cuando a una voz su-

    ya el carretero detuvo el mulo frente a doa Ana, en la puer-

    ta de una casucha vaca que estaba desalquilada desde mu-

    cho tiempo atrs.

    Algunos vecinos se detuvieron a observar. La muchacha

    busc en su cartera una llave y abri el candado. Durante unos

    minutos pareci registrar adentro; despus sali y empez a

    dar rdenes al carretero. Jams, desde que exista aquella ca-

    llecita, se haba odo por all una voz tan estentrea.

    El lugar era pobre. Excepto la de doa Ana, la de don Pe-

    drito y alguna ms, las casas eran bohos. La calle nunca ha-

    ba sido arreglada. Se acumulaban all, confundidas, tierra,

    yerba y piedras, y cuando llova se formaban lodazales. Pero

    esa misma miseria daba al sitio un aspecto austero, al que

    contribua la falta de pintura en los frentes de las viviendas.

    La gente no se senta a disgusto, porque, como decan a me-

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    nudo los vecinos, aunque la calle no era vistosa, las personas

    eran decentes. Siempre haba sido as, hasta que lleg Fraga-

    ta.

    Al escndalo que haca sta dando rdenes al carretero,

    se asom doa Ana a la puerta. Qued confundida y en el ac-

    to se sinti molesta. Don Pedrito, un viejo comerciante reti-

    rado, de esos que llevan siempre las manos a la espalda, se

    acerc con nimo de comentar.

    Tiene todo el aspecto de una fragata, verdad, seora? dijo don Pedrito.

    Doa Ana, que no encontraba en quin descargar su dis-

    gusto, le dio por toda respuesta una mirada fulminante y no

    puso atencin en el smil; ello no fue obstculo para que ste

    tuviera xito, pues a poco la muchacha gorda fue conocida de

    chicos y grandes por Fragata.

    Fragata era enorme, y lo pareca ms porque vesta tra-

    jes transparentes de colores claros, que la hacan ridcula. Te-

    na una cara de facciones groseras y causaba malestar vrse-

    la tanto y tan mal pintada. A veces se pona en la cabeza la-

    zos de cintas, como si hubiera sido una nia de pocos aos.

    Caminaba abriendo las piernas y balanceando dos brazos cor-

    tos, pero gruesos hasta lo increble.

    Desde el da de su llegada empezaron a visitarla los ti-

    pos ms raros y a la segunda noche hubo escndalo en su

    casa. La pequea calle dorma ya cuando se oyeron gritos,

    maldiciones y carreras. A la maana siguiente, acompaada

    de un polica al que haca rer con lo que le iba diciendo, Fra-

    gata apareci en la esquina con la cabeza vendada. A un

    hombre que pasaba se le ocurri hacer un chiste a costa de

    ella, y sin respetar la presencia del polica, Fragata empez

    a insultarlo a grito pelado.

    A partir de ese da doa Ana inici la ofensiva sobre su

    marido.

    Esto es insoportable le deca. Mira lo que hemos ganado por venir a vivir a semejante barrio. Bonito ejemplo

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    para los nios!

    Los nios, sin embargo, no comprendan nada. Fragata

    era una diversin para todos los de la calle. As, grande y gor-

    da como era, se pona a jugar con los pequeos, a perseguir-

    los y gritarles palabras extraas, que parecan sucias, pero

    que estaban matizadas de una ternura conmovedora. Corra

    tras los muchachos, llamndolos por los nombres ms raros

    y tirndoles piedras. Se rea a carcajadas con ellos y cuando

    alcanzaba a alguno se pona a estrujarlo, a besarlo, tirada en

    pleno polvo de la calle aun cuando su traje estuviera acaba-

    do de planchar. Esto ocurra sobre todo de tarde, cuando el

    silencio era tal que la risa de Fragata poda orse en los dos

    extremos de la calleja.

    De noche empezaban a llegar a la casa de Fragata hom-

    bres que iban de otros barrios, mandaban buscar ron a la pul-

    pera de doa Negra y armaban escndalos. Muchas veces la

    muchacha se emborrachaba y sala a la puerta gritando obs-

    cenidades. Una de esas noches insult a don Ojito, venerable

    de una logia, que viva tres casas ms abajo de la de doa Ana.

    Los sbados en la tarde Fragata se pona su mejor ropa,

    algn traje lleno de arandelas y cintajos, y sacaba una silla

    a la acera y se sentaba all muy circunspecta. Al mismo tiem-

    po, nadie saba por qu, las tardes de los sbados era cuando

    Fragata resultaba ms agresiva, pues a la menor provoca-

    cin responda con sus peores insultos. Ocurri muchas ve-

    ces que estando en un cambio de palabrotas, la muchacha

    saliera corriendo despus de haber cambiado sbitamente su

    cara feroz en un rostro lleno de alegra. Era que Fragata

    haba visto a un nio y se haba olvidado de todo. Entonces

    pareca diferente; sus ojos brillaban con una luz resplande-

    ciente y se le adverta una especie de ausencia por todo lo

    que no fuera el nio. A veces recorra la callecita jugando co-

    mo si no hubiera tenido ms de siete aos. En muchas oca-

    siones, tras haber perseguido a un muchacho, volva a su ca-

    sa y hallaba algn amigo esperndola; entonces se meta con

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    l en sus habitaciones, volva para cerrar la puerta de la ca-

    lle y se quedaba adentro hasta que se la vea de nuevo des-

    pidiendo al visitante.

    Los vecinos vivan escandalizados. Iban a comentar el

    asunto con doa Ana y aseguraban, muy serios, que eso no

    poda seguir. Doa Ana comentaba:

    Le dije muchas veces a Pepe que no me trajera a vivir en un barrio como ste.

    Pues mire, doa, que este lugar fue siempre muy po-bre, pero muy decente explicaba alguna vecina.

    No lo digo por ustedes enmendaba doa Ana sino porque a las orillas se lanza gente de mal vivir. Miren el ejem-

    plo ah.

    Ah era Fragata. En ocasiones doa Ana quedaba mal al sealarla, porque muchas veces la muchacha pareca trans-

    formada, convertida de sbito en un ser angustiado y digno

    de compasin. Se la vea caminar por la acera de su casucha,

    con las manos enlazadas en la espalda y la cabeza baja, y

    durante horas enteras permaneca silenciosa, sin responder

    siquiera a las provocaciones de los hombres que pasaban. En

    ocasiones entraba y se lanzaba sobre su cama a sollozar; otras

    veces cerraba la puerta y se iba, nadie saba adnde, para re-

    tornar al da siguiente o dos das despus.

    Una tarde don Pedrito le cont a don Pepe algo extrao.

    Dijo que cierto conocido suyo haba dormido en la casa de Fra-

    gata y a media noche la muchacha se levant y empez a pe-

    garle y a insultarle. Vete de aqu, condenado, maldito; vete o te voy a matar!, gritaba Fragata. El hombre, que se haba asustado, se asust ms cuando la muchacha pas de los in-

    sultos al llanto y se le acerc, arrastrndose sobre el piso, pa-

    ra agarrarse a sus piernas, gimiendo desconsoladamente, que-

    jndose de que ni l ni nadie pudiera darle un hijo. El hom-

    bre se visti y huy mientras Fragata, de rodillas en medio

    de la habitacin, hablaba amargamente con sus imgenes

    litografiadas. Don Pedrito y don Pepe comentaron ese episo-

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    dio de muchas maneras y convinieron en que Fragata estaba

    loca y era un peligro para todos; al final acordaron hacer al-

    go para poner remedio a ese estado de cosas. Tal vez, sin em-

    bargo, no hubieran pasado de las palabras si al da siguiente

    no hubiera ocurrido lo que ocurri.

    Ese da siguiente fue domingo. En la noche acudi a la

    casa de Fragata ms gente que nunca. Los viajes a la pulpe-

    ra, en pos de ron, fueron incontables. A eso de las doce se oye-

    ron voces airadas e insultos. En varios hogares de la calleci-

    ta los vecinos despertaron y algunos llegaron a abrir sus

    puertas. Haba un escndalo infernal, como si muchas per-

    sonas hubieran estado pegndose entre s, y se oa la voz es-

    tentrea de Fragata gritar:

    No me da la gana! Mi cuerpo es mo y nadie manda en l!

    Agreg varias rotundas aseveraciones, por las que el ve-

    cindario dedujo que Fragata estaba rechazando alguna insi-

    nuacin que le haba desagradado; despus se la oy amena-

    zar con muertes. El tumulto fue de tal naturaleza que don Pe-

    pe tuvo que salir a la acera y reclamar silencio.

    En las primeras horas del lunes don Pepe se fue a ver a

    don Pedrito y luego, acompaado de ste, se dirigi a la casa

    de don Ojito. A eso de las ocho estaban los tres reunidos con

    doa Ana en la sala de sta.

    Lo que va a hacer es insultarlos, provocar otro escn-dalo y dejarlos en ridculo dijo doa Ana cuando le expli-caron lo que los tres seores haban acordado.

    No crea que pensamos distinto, seora admiti don Ojito.

    Entonces, para qu se molestan? Por qu mejor no hablar con la polica?

    Lo haremos despus que hayamos agotado los medios pacficos, Ana explic su marido.

    Seran las ocho y media cuando Fragata abri la puerta

    y asom por ella la cara, que cosa rara estaba desnuda

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    de pinturas. Inmediatamente volvi a cerrar. Los hombres

    se cambiaron seales como dicindose ahora; y atravesa-ron la calle. Muy circunspecto, don Ojito llam con los nudi-

    llos. Cuando Fragata abri, los seores entraron con solem-

    nidad, como si cumplieran una visita de duelo. Desde la ven-

    tana de su habitacin, doa Ana los vio entrar.

    En la que nos vemos, Seor, por vivir en este barrio. Dios quiera que esa mujer no empiece ahora a insultarlos exclam doa Ana, volviendo la mirada hacia sus santos.

    Pero, cosa extraa, no oy la voz de Fragata. Pas un mi-

    nuto, pasaron dos, tres, cinco, que a doa Ana le parecieron

    una hora. Fue adentro, limpi algunos muebles; despus sin-

    ti rumor de pisadas y volvi a ver hacia la calle. En ese mo-

    mento, silenciosos y al parecer impresionados, los hombres

    se dirigan hacia ella. Doa Ana corri a abrir la puerta.

    Los insult? Qu dijo? inquiri. El que habl fue don Ojito.

    No seora. Nos oy y se ech a llorar. A llorar? S, y dijo que si ella hubiera sabido que les estaba dan-

    do malos ejemplos a los nios de por aqu, se hubiera muda-

    do haca tiempo. Pregunt por qu no se lo habamos dicho

    antes.

    Doa Ana pareca negada a comprender.

    Pregunt eso? articul vagamente. Y de pronto bus-c con la mirada a su marido. Dnde est Pepe? in-quiri volviendo la cara a todos lados, como si tuviera miedo

    de que Fragata lo hubiese fascinado.

    Pero en eso oy la voz de su marido que sonaba en el pa-

    tio ordenando a un sirviente que buscara una carreta o, en

    su falta, algo que sirviera para una mudanza pequea.

    Ella dijo que quera irse hoy mismo, ahora mismo explic don Pedrito.

    Doa Ana sali a la puerta. Estaba plida y silenciosa.

    Durante ms de media hora, mientras llegaba la carreta y la

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    cargaban, esper all, sin moverse y sin hacer un comenta-

    rio. Vio a Fragata salir, tan pintarrajeada como siempre, con

    un traje azul claro y vaporoso que la haca ver ms gorda

    an. El sol arda en la pequea calle, llena de polvo, yerba-

    jos y piedras, orillada de casuchas miserables. La carreta iba

    despacio, bailoteando. Fragata marchaba a su lado. Al llegar

    a la esquina la muchacha se detuvo un instante y volvi la

    cara. Desde su puerta, doa Ana estaba observndola. Du-

    rante unos segundos Fragata contempl la calleja, triste y su-

    cia, y los rboles que ocultaban a lo lejos el camino de Pon-

    tn; despus gir y ech a andar de nuevo.

    La carreta empezaba a doblar la esquina. En el silencio

    de la maana se oan distintamente sus crujidos, los golpes

    de sus ruedas contra las piedras. No tard en desaparecer, con

    su marcha bamboleante. Tras ella desapareci tambin Fra-

    gata.

    Mujer al fin, doa Ana pens un momento en aquella mu-

    jer que se iba as, sola, nadie saba adnde. Le pareci que la

    vida era dura con Fragata. Pero reaccion de pronto.

    Se lo merece, por sinvergenza dijo en alta voz. Y antes de entrar contempl la callecita, que volvera a

    ser apacible a partir de ese momento.

    Por vivir en este barrio miserable asegur como si hablara con alguien.

    Y cerr la puerta con un golpe rotundo.

  • PLVORAS DE ALERTA 20

    DOS AMIGOS

    Duck oy decir varias veces que un viaje cambia siempre al-

    gn aspecto de la vida del viajero. As, pues, cuando la fami-

    lia decidi el traslado a un pueblo de la costa con el propsi-

    to de pasar el verano, l se llen de aprensin y se puso ner-

    vioso.

    Sin duda que tal manera de sentir indicaba timidez, lo

    cual no poda enorgullecer a Duck. Pero el mal no tena reme-

    dio. Acaso no hubiera sido tmido si hubiera vivido con ms

    libertad. Metido da y noche en la casa, sin haber hecho una

    locura en lo que tena de existencia, siempre sujeto a rde-

    nes, a paseos limitados por las cercanas del hogar, siempre

    atemorizado a la sola idea de disgustar a la seora, a la ni-

    a, a los sirvientes, al chfer, se acostumbr tanto a no atre-

    verse a nada, que hasta el pensamiento de cambiar de casa le

    asustaba.

    Todas esas cosas iba pensando Duck mientras el auto-

    mvil se deslizaba en rauda marcha por la carretera. Som-

    bras fugaces de casas pequeas, de rboles y de vehculos

    pasaban junto al coche. Se cans de ver y se durmi. Cuando

    abri los ojos estaba en un poblacho de aspecto extrao, con

    casas bajitas, calles sucias, nios desnudos, gente extravagan-

    temente vestida o desvestida, una playa donde se vean mujeres con escasa ropa, y un mar azul. Observando ese mar

    estaba Duck cuando oy que le llamaban. Baj del automvil

    de un salto y se puso a ver la casa. Sin duda que en nada se

    pareca a la hermosa construccin donde l haba vivido has-

    ta ese da. Empezaran los cambios por ah? No muy seguro

    de s, Duck entr, recorri las habitaciones, estudindolas

  • MS CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO

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    con detenimiento, y al fin escogi una del fondo para echar

    sus habituales siestas; despus le intrig la agitacin que

    notaba en torno suyo, y cuando supo que todo se deba al va-

    ciado de las maletas se fue al patio y se puso a estudiar las

    cercanas de su provisional vivienda.

    Extrao lugar aquel. Haba mucha luz y a lo lejos se al-

    canzaba a ver el mar. Algunos nios hablaban a grito pela-

    do. Duck observ que no se parecan a los nios de la ciudad,

    tan cuidadosos de sus ropas. Estos eran de mala presencia,

    sin duda clsicos tiradores de piedras y perseguidores de pe-

    rros. Desagradable encuentro sera el suyo con uno de esos

    arrapiezos! De slo pensarlo se sinti l a disgusto, y, tra-

    tando de evitar que tal cosa pudiera convertirse en realidad,

    se fue a una esquina de la casa.

    All estaba el bueno, el correcto, el tmido Duck, sentado

    sobre sus patas traseras, oliendo con delectacin el aire, cuan-

    do vio acercarse un extrao perro cuya raza no conoca. Era

    alto, flaco, de orejas cadas y rojizos ojos, de pelo amarillento

    y trote vulgar. Duck se asust y como ocurra siempre que tena miedo se ech a ladrar. Sin dejar su trote, el grandu-lln volvi a Duck los ojos y sigui su camino.

    Diablos! se dijo Duck confuso y lleno de admira-cin, habr tenido miedo de m ese armatoste con figura de perro?

    Al imaginarse tal cosa el tmido Duck se llen de vani-

    dad, pero de inmediato comprendi que con un solo mordisco

    el otro poda dar cuenta de l. En el conflicto de sentimientos

    que se apoder de su almita, Duck se sinti sin autoridad so-

    bre s mismo; as se explica que sin saber lo que estaba ha-

    ciendo, se pusiera a ladrar, esa vez mientras corra hacia el

    desconocido y amenazaba morderle una pata. De pronto se

    sinti morir porque el grandulln se detuvo en seco, volvi a

    mirarle con frialdad, y al fin le dijo:

    Hola! Ah, eso s que era extraordinario! De manera que aquel

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    extrao perro no slo pareca ignorarlo sino que al cabo res-

    ponda a sus ladridos con un saludo afectuoso. Qu costum-

    bres eran sas? Duck no atinaba a explicrselo, porque, asus-

    tado todava, se dej llevar del miedo y respondi ahogndo-

    se:

    Hola! El otro movi ligeramente la cabeza, como aprobando el

    saludo, y despus orden con voz autoritaria:

    Acrcate a que te huela. Duck se qued paralizado. Por qu acercarse? No sera

    una treta para hacerle pagar su altanera? Qu segundo pa-

    s Duck! Pero aquel grandulln le tena como hechizado.

    No oyes? pregunt. Muy despacio, receloso, l se acerc y el otro empez a

    olerle.

    Demonios! dijo. Hueles como una seorita. Es que me baan con jabn fino explic Duck. El otro arrug el entrecejo.

    Miserable! rezong de pronto. Jabn de olor mientras miles de hermanos tuyos pasan hambre?

    Duck se qued mudo, sin hallar qu responder. El des-

    conocido hizo una mueca despreciativa, parecida a la de un

    hombre que escupe con desdn, y diciendo algo en que se

    oan la palabra aristcrata y otras de ese jaez, ech a an-dar gravemente, con la seriedad y el aplomo de un perro ha-

    bituado a pensar en problemas intrincados. Duck le vio irse

    con su trote poco distinguido, y, cuando sin dignarse volver

    la cabeza el extrao dobl la esquina, Duck se qued ajeno a

    lo que le rodeaba, pensando por primera vez en su vida en el

    vasto, en el numeroso gnero de los perros, y al fin se dijo, con

    cierto dejo amargo, que aquel extrao hermano deba andar

    triste.

    Verdaderamente pensaba mientras se diriga a su nueva morada que acaso haya por ah perros hambrien-tos. Nunca lo haba advertido.

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    Muy absorto en tales ideas, cay en darse cuenta de que

    un gato se erizaba cerca de l slo cuando oy a su lado el

    bufido del minino. Cogido de sorpresa, Duck sinti un miedo

    violento, y con los ojos desorbitados de pavor se lanz en una

    carrera de increble velocidad que termin en la habitacin

    ms apartada de la casa despus de varios tropezones con

    muebles y con personas.

    All, ahogndose y nervioso, dej pasar el tiempo y dor-

    mit. A ratos despertaba asustado. Cada vez ms confundi-

    do, preguntndose a qu se deban los sucesos del da na-da importantes, es verdad, pero muy raros, se sumi en cavilaciones que hasta entonces no le haban mortificado.

    Lleg la noche, la triste noche de ese apartado lugar, y Duck

    so que andaba por las callejuelas acompaado del grandu-

    lln. As, cuando abri los ojos a la luz del amanecer, su pri-

    mer pensamiento fue para el ignorado compaero del da an-

    terior, y mientras desayunaba se deca con pesadumbre que

    acaso aquel otro andara buscando qu comer. Se prometi

    guardarle algo, pero no pudo porque tena hambre y le pare-

    ci poco lo que coma. Tras el desayuno se dirigi al sitio

    donde la tarde pasada vio al otro, y all se sent a observar

    el distante mar, los chillones colores de las casas y el brillo

    del sol sobre las aguas, y a percibir los mil olores que le lle-

    vaba el aire.

    Iba pasando la maana sin novedad alguna, y el correc-

    to Duck se aburra en su esquina cuando en un momento en

    que miraba hacia la playa le pareci ver la figura del gran-

    dulln cruzando la calle al trote. Duck se alborot y ladr a

    todo pulmn; incluso corri algo. Pero el otro si era l sigui su marcha sin volver la cabeza. Duck se molest.

    Lo mejor sera ir a aquella esquina pens. A seguidas se asust. A la esquina? Si en la casa se en-

    teraban de que l era capaz de albergar ideas tan descabe-

    lladas, le amarraran inmediatamente. Slo pensarlo era

    arriesgado.

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    PLVORAS DE ALERTA 24

    En verdad se dijo Duck que los viajes hacen cam-biar.

    Pensando eso estaba, totalmente abstrado, cuando sin-

    ti olor de perro. Rpidamente levant la cabeza. Ah, dia-

    blos, si ah estaba el otro!

    Buen da salud, alegre, el joven Duck. Ah, eres t, seorita? respondi con visible despre-

    cio el grandulln.

    Duck se sinti herido en lo ms hondo de su alma.

    No soy seorita. Me llamo Duck dijo. Duck? Has dicho Duck? Oh, oh, oh! S, Duck explic. El otro se sent, a decir verdad, con movimientos nada

    elegantes.

    Jovenzuelo rezong de pronto, cmo permite us-ted que le llamen con un nombre tan cursi?

    Cursi? Qu quera decir tal palabra? Duck no enten-

    da.

    Es que as me han llamado siempre. Y usted, qu nom-bre tiene?

    Para qu quiere usted saberlo, joven? Duck hubiera querido gemir. Lo despreciaban, acaso por

    su tamao, tal vez por su timidez.

    Es que me gustara ser su amigo explic. Amigo? Amigo mo un perro que huele tan, tan fe-

    meninamente?

    Nada ms dijo. Lo que le quedara por dentro y sin du-da que no era poco pretendi expresarlo con la actitud que tom al empezar a trotar de nuevo. Duck le vio partir y se

    sinti tan humillado que se le revolvi el nimo. Se llen de

    ira. El bueno, el correcto, el tmido Duck rompi en un se-

    gundo todos los frenos de la educacin, y encendido de ver-

    genza se lanz tras el grandulln. Grua mil cosas a me-

    dida que corra, y cuando se hall junto a las patas del des-

    conocido grit un estentreo oiga! que hizo volver la cabe-

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    za al otro.

    Cmo? Qu significa esto? inquiri el trotn. Significa empez Duck, significa, significa Pero de ah no poda pasar. Todo su valor se haba esfu-

    mado de golpe, como un poco de algodn que arde.

    Significa qu? Diga, jovenzuelo insolente, diga! la-dr el grandote.

    Eso era demasiado. Duck no pudo resistir. Se ech a tem-

    blar, temeroso de que aquel brbaro le diera un mordisco por

    su audacia.

    Pero cuando tema tal cosa vio Duck con sorpresa que el

    grandulln despejaba el entrecejo y se sentaba plcidamen-

    te. Qu haba ocurrido? Misterio. Por lo visto aquel prjimo

    era maestro en esos cambios inesperados. Tambin Duck se

    sent. No saba qu iba a salir de all, pero sus emociones ha-

    ban sido tan fuertes y tan dispares, que ya ni miedo poda

    sentir. El otro empez a hablar y a Duck le pareci que su

    voz cobraba un tono benvolo, paternal, que entr como olea-

    da de calor ligero y confortante en las venas de Duck y llen

    de aliento su pobrecito corazn. Haba vuelto a tutearle.

    Has dicho oa Duck que quieres ser mi amigo. Ig-noro si tienes las condiciones de lealtad, de generosidad, de

    discrecin, de valor, y en general todas aquellas virtudes ne-

    cesarias para que la amistad, don sagrado, pueda embellecer

    tu intil vida. Me temo que no. Sin embargo, estoy cansado

    de la fama de altivo con que seres inferiores bautizan mi

    amor a la soledad.

    Duck alz los ojos y le pareci ver una mancha de triste-

    za nublando el rostro del desconocido. Haba callado un mo-

    mento y pareca recordar o meditar.

    S, estoy cansado sigui; no de la soledad, que es el estado perfecto de los fuertes, sino de la calumnia de mis

    compaeros. Pues bien, sers mi amigo; es decir, har lo po-

    sible para que seas mi amigo, porque no creo que t, criatu-

    ra pervertida por tus amos, sirvas para ser eso tan alto y tan

  • JUAN BOSCH

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    PLVORAS DE ALERTA 26

    sublime que se llama un amigo. Entiendes?

    S entiendo asegur Duck, aunque la verdad era que no entenda nada ni senta otra cosa que una confusa alegra

    por la esperanza de amistad que le brindaban.

    Bien, pues preprate. Maana vendr a buscarte. Esto dicho, el singular perro ech a andar y se perdi en

    el fondo de la calle, mientras Duck le contemplaba con orgu-

    llo, alborozado, sintiendo que la alegra le haca temblar el

    corazn.

    Al otro da temprano, removiendo el rabo, Duck recibi a

    su nuevo amigo; pero el otro no se detuvo sino que dijo seca-

    mente:

    Andando! Pero, ahora? interrog Duck. Desde luego, joven. Es que ahora Cmo? Esas tenemos? Empiezas con la pretensin

    de imponerme tu voluntad?

    No, no pretendi explicar Duck, asustado por la luz que temblaba en las pupilas del otro.

    Pero comprendi que lo mejor en ese momento era no

    hablar sino actuar, y empez a caminar con la cabeza gacha.

    El grande trotaba a su lado y Duck no tard en hacerse car-

    go de que al paso que llevaban no podra l resistir mucho,

    porque aquel trote le exiga una carrera a cuyo ritmo no es-

    taba acostumbrado el bueno, el correcto, el tmido Duck. A

    buen paso, pues, iban ambos, y Duck abra los ojos para ver

    cunto haba en torno suyo. Bajaron hasta la playa y des-

    pus tomaron de nuevo hacia arriba, por una calle descono-

    cida. Duck hall que casi todas las que deban ser viviendas

    tenan aspecto miserable; eran pequeas, de madera, sucias

    y viejas. En las puertas se vean mujeres mal vestidas y ni-

    os desnudos.

    Tambin sas son casas? pregunt Duck sin dejar su rpido andar.

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    S asegur el otro. No lo sabes? Son casas y por desdicha abundan ms que las que t conoces.

    La calle apareca ahora enyerbada, con una especie de

    barranco al final y lodo rojizo en algunos lugares.

    Y cmo viven adentro? pregunt Duck. Vivir? No viven, hijo mo; padecen la vida. Duck no contest. Se qued pensando en las palabras de

    su compaero, tratando de penetrar su misterioso significa-

    do; pero no pudo detenerse mucho en su cavilacin porque un

    penetrante mal olor le cort las ideas. A cada paso aumen-

    taba la fetidez. Duck arrugaba la nariz, queriendo rehuir el

    aire podrido que le mareaba.

    Puaf, qu mal olor! coment. El otro volvi la cabeza con aire amargado y digno.

    Ha dicho usted mal olor, joven? S? Pues sepa que tras l ando. Lo que as le mortifica es mi desayuno.

    Qu? Qu ha dicho? He dicho, joven, que lo que le huele tan mal es mi de-

    sayuno.

    Duck quiso comentar algo, pero el otro no estaba para

    or comentarios. Con precisin de soldado torci hacia la de-

    recha, y Duck le vio irse sin que pudiera seguirle. Aquella

    fetidez no le dejaba dar un paso. Era cada vez ms fuerte,

    ms dominante, y ya maleaba todo el aire. Duck senta en

    todo el cuerpo el hedor y empezaba a nublrsele la vista

    cuando vio acercarse a su amigo; llegaba a carrera desenfre-

    nada, con las orejas pegadas al pescuezo y el rabo entre las

    piernas. Apenas le oy Duck decir, cuando pasaba por su la-

    do:

    Huya, jovencito! Empavorecido de sbito, tambin l se dio a correr. Pa-

    recan dos sombras en fuga. Duck se ahogaba. Quera pre-

    guntar algo y no poda. Unas cuadras ms all el otro volvi

    la cabeza y al ver que no les seguan dobl una esquina y

    acort el paso.

  • JUAN BOSCH

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    Qu qu qu su ce sucedi? pregunt Duck. Aun en fuga, el grande no perda su aire digno.

    Que me perseguan por comer aquella basura dijo altivamente.

    Aquello tan hediondo? S, joven; hasta la basura se nos niega a los que tene-

    mos la desventura de no ser objetos de lujo.

    Con aire molesto, el perseguido cerr la boca, y Duck com-

    prendi que a partir de esas palabras su amigo no hablara

    ms sobre el incidente. Se haba sentado y con sus ojos se-

    rios observaba las afueras del pueblo. A lo lejos estaba el

    mar. El sol arrancaba reflejos de las aguas. Sobre una altu-

    ra, a espalda de ambos amigos, un viejo rbol extenda sus

    ramas poderosas. El grande se qued mirando aquel rbol y

    Duck hubiera jurado que por sus ojos vagaba un aire triste y

    conmovedor. Al cabo de cierto tiempo se levant, seal aquel

    lugar con el hocico, y dijo, como ordenando:

    Vamos a dormir un poco ah. Anduvieron lentamente y se acomodaron entre las ra-

    ces. Desde donde estaba Duck poda ver los techos de las ca-

    sas, rojos y envejecidos, las calles, llenas de arena y de toda

    suerte de objetos inservibles, la gente llenando la playa y,

    recortndose sobre el cielo, la vela de una embarcacin. Con

    la cabeza entre las piernas, el amigo de Duck dorma plci-

    damente. Duck le miraba y senta que una admiracin ex-

    traordinaria por ese compaero llenaba sus venas de ale-

    gra. Qu raro, qu fuerte, qu atrayente perro era su ami-

    go! Viva como le daba la gana, sin amos, libre. l se hallaba

    orgulloso de esa amistad. Su corazn cantaba como si en l

    se hubieran alojado jilgueros.

    De vez en cuando una hoja arrancada por la brisa caa

    lentamente, dando vueltas, en la sombra donde los dos pe-

    rros descansaban. Duck senta deseos de jugar con ellas, de

    corretear y ladrar persiguindolas, pero tema despertar a su

    compaero. Se qued, pues, tranquilo mientras la brisa aca-

  • MS CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO

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    PLVORAS DE ALERTA 29

    riciaba sus ojos y se los cerraba poco a poco. Era tarde ya

    cuando oy al grande gruir algunas interjecciones. Al le-

    vantar la cabeza, Duck se asombr de la hora. Pronto iba a

    oscurecer. A las calles empezaban a caer las sombras del cre-

    psculo y el cielo, all lejos donde se juntaba con el mar, se llenaba de reflejos crdenos.

    Me voy, me voy a casa. Se ha hecho muy tarde dijo Duck asustado.

    El otro le mir con sorna.

    Joven asegur, mi experiencia me ha enseado esto que voy a decirle: si usted va a su casa hoy, le pegarn;

    pero si no va hoy ni maana, sino pasado maana, le recibi-

    rn alegremente, casi con una fiesta, le mirarn como a un

    resucitado y para usted sern las mejores caricias y los tra-

    tos ms finos. Ahora, usted escoja entre esas dos perspecti-

    vas.

    Duck pens un momento. Acaso no le faltaba razn al

    amigo, y en verdad su deseo era seguir con l, aprendiendo a

    su lado, conociendo ese misterio que es la vida; pero tena

    tanto miedo de hacer algo que no fuera aprobado por sus

    amos Es que siento hambre explic. Hambre? Has dicho hambre? A Duck le desconcertaban los cambios inesperados de su

    compaero; tan pronto le trataba de usted como le tuteaba.

    Pareca despreciarle. Clavaba en l sus ojos sangrientos y

    Duck senta que aquella mirada le enfriaba el alma.

    Hambre segua con tono irnico. Miles y miles y miles de hermanos nuestros padecen miseria en este mun-

    do; t has comido regaladamente hasta ahora y hoy dices que

    tienes hambre. Decididamente, joven Duck, no tienes condi-

    ciones para ser mi amigo. Vamos, te acompaar hasta tu ca-

    sa.

    Duck se detuvo y se puso a estudiar a su compaero. Qu

    haba querido decirle? Iba a abandonarle?

  • JUAN BOSCH

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    PLVORAS DE ALERTA 30

    Veo en tus ojos la duda asegur el grande. Quie-res seguir conmigo, pero quieres tambin disfrutar del bie-

    nestar que tienes en tu casa. Tu corazn desea dos cosas dis-

    tintas, y entre ellas vacilas. Se explica, porque eres joven.

    A paso mesurado, el compaero caminaba, con su torpe

    manera de hacerlo, sin dejar de hablar. Duck no era tan ig-

    norante que no supiera apreciar el dolor que dejaba ver el

    tono de su amigo. A l le llegaba ese dolor y le haca sufrir.

    Oa:

    En la vida y atiende a este consejo que te da un vie-jo a quien el porvenir no le reserva nada nuevo no hay ma-yor fuente de angustia que la duda. Quien duda no vive. Es-

    coge siempre, lo mejor o lo peor, no importa, pero escoge. Y

    ahora dijo cambiando de voz anda con cuidado, que es-tamos pasando frente a una casa donde hay un compaero

    bastante colrico y mal educado.

    Duck tembl cuando observ que desde la puerta de la

    casa, un bull-terrier de aspecto malhumorado le clavaba los

    ojos con mala intencin. Sigilosamente cambi de lado y dej

    el flanco peligroso a su compaero. Una cuadra ms all vol-

    va an la cabeza, receloso, y mientras no se sinti seguro de

    ataques por la retaguardia no pens en lo que haba dicho su

    amigo. Este iba calmosamente, como quien rumia una preo-

    cupacin. Duck observaba que su paso no le pareca ya tan

    atropellado. Vindole de perfil poda apreciar la gravedad y

    la decisin en sus lneas, en su boca seria, en sus orejas ca-

    das. De todo l surga un aire altivo y modesto a la vez.

    Te voy a llevar hasta tu casa le oy decir de nuevo, pero antes deseo que conozcas cierto lugar.

    Haba oscurecido ya. Del lado del mar salan estrellas.

    En la distancia, negras, las aguas brillaban. Anduvieron ms.

    Iban orillando el pueblo y de pronto Duck not que su amigo

    se haca cauteloso, como si temiera algo; not que todo su

    rostro tomaba un aspecto emocionado, que casi le haca pa-

    recer un cachorro. Llevaba alta la cabeza y sin duda ola con

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    PLVORAS DE ALERTA 31

    delectacin el aire. Se detuvo. Cerca haba una casa de am-

    plio portal.

    All, all dijo su amigo. Duck quiso ver, pero no lo consigui. Sealando con la

    cabeza, su amigo insista:

    All, mrala. Ahora se levanta, fjate. Una perrita no ms grande que Duck, blanca y lanuda,

    se asom al portal y estuvo inmvil algunos segundos. Pare-

    ca pensar en algo distante, soar acaso.

    Ella? pregunt Duck. S, ella respondi su amigo sentndose. Ella

    Qu simple es decirlo! La conoc recin nacida, hace menos

    de un ao; ahora su presencia renueva mi vida y mi viejo co-

    razn tiembla a su solo recuerdo.

    Duck se volvi, extraado. Era idea suya o estaba con-

    movido su amigo? Duck se apesadumbraba oyndole. Not que

    por el lado opuesto de la calle se asomaban otros perros, tres,

    acaso cuatro. Venan alegres.

    Ella prefiere a sos oy Duck decir. Son jvenes. No hay que culparla.

    A Duck le pareci que su amigo haba suspirado y l no

    entenda por qu lo haba hecho. Acaso sufra? l, Duck,

    slo senta hambre; hambre y miedo de dar disgustos en la

    casa o de que se los dieran a l. Esper largo rato, mientras

    su amigo pareca abismarse en sus ideas.

    Nos vamos? pregunt al fin. S, nos vamos respondi el otro. Dieron la vuelta y anduvieron a buen paso. Al final de

    una calleja se vea la casa de Duck. Se acercaban. Su compa-

    ero iba como quien ignora la presencia de cuanto le rodea.

    De pronto Duck le vio plantarse en seco, alzar la cabeza, mi-

    rarle despectivamente, y, cuando azorado e impresionado, fue

    a preguntar qu le pasaba, oy una voz sorda y colrica que

    preguntaba:

    Es usted capaz de creer lo que le he dicho de aquella

  • JUAN BOSCH

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    PLVORAS DE ALERTA 32

    jovencita? Se trata de una comedia de una comedia! O tuvo

    usted la ilusin de que yo le abriera mi intimidad a un ser

    despreciable como usted, que huele a seorita y que se llama

    Duck? La tuvo? Diga si la tuvo!

    Empavorecido, Duck vio cmo el otro avanzaba hacia l,

    le mostraba los dientes, le descubra una fiereza no sospecha-

    da. De golpe, con los ojos llenos de un brillo infernal, el gran-

    de peg un salto y se abalanz sobre l. Con esguince rpido,

    preguntndose a qu se deba tal actitud, Duck hurt el cuer-

    po y ech a correr. Se senta morir. Era, huyendo, una bola

    de carne y pelos con ojos desorbitados. En la casa le vieron

    subir los escalones a toda velocidad y alguien grit que ha-

    ba vuelto.

    El grande se qued plantado en la calle. No se movi de

    all sino despus que Duck desapareci de su vista. Despus

    dio lentamente la vuelta.

    Ahora dijo estoy tranquilo. l no perder su bie-nestar porque tendr un mal recuerdo de su primera aven-

    tura y yo no corro el peligro de encariarme con l. Porque

    es lo cierto que iba tomndole afecto.

    Pero nadie oy esas palabras, porque aunque las dijo en

    voz alta, slo un hombre pasaba cerca cuando las deca, y los

    hombres son incapaces de entender el noble lenguaje de los

    perros.

  • PLVORAS DE ALERTA 33

    UN NIO

    A poco ms de media hora, cuando se deja la ciudad, la carre-

    tera empieza a jadear por unos cerros pardos, de vegetacin

    raqutica, que aparecen llenos de piedras filosas. En las hon-

    donadas hay manchas de arbustos y al fondo del paisaje se

    diluyen las cumbres azules de la Cordillera. Es triste el am-

    biente. Se ve arder el aire y slo de hora en hora pasa algn

    ser vivo, una res descarnada, una mujer o un viejo.

    El lugar se llama Matahambre. Por lo menos, eso dijo el

    conductor, y dijo tambin que haba sido fortuna suya o de

    los pasajeros el hecho de reventarse la goma all, frente a la

    nica vivienda. El boho estaba justamente en el ms alto de

    aquellos chatos cerros. Pintado desde haca mucho tiempo

    con cal, haca dao a la vista y se iba de lado, doblegndose

    sobre el Oeste.

    S, es triste el sitio. Sentados a la escasa sombra del

    boho, los pasajeros vean al chofer trabajar y fumaban con

    desgano. Uno de ellos corri la vista hacia las remotas man-

    chas verdes que se esparcan por los declives de los cerros.

    All seal est la ciudad. Cuando cae la noche desde aqu se advierte el resplandor de las luces elctricas.

    En efecto, all deba estar la ciudad. Podan verse ma-

    sas blancas vibrando al sol, y atrs, como un fondo, la vaga

    lnea donde el mar y el cielo se juntaban. Pas un automvil

    con horrible estrpito y levantando nubes de polvo. El con-

    ductor del averiado vehculo sudaba y se morda los labios.

    De los tres viajeros, jvenes todos, uno, plido y delica-

    do, arrug la cara.

    No veo la hora de llegar dijo. Odio esta soledad.

  • JUAN BOSCH

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    PLVORAS DE ALERTA 34

    El de lneas ms severas se ech de espaldas en la tierra.

    Por qu? pregunt. Quedaba el otro de ojos aturdidos. Fumaba un cigarrillo

    americano.

    Y lo preguntas? Pareces tonto. Crees que alguien pueda no odiar esto, tan solo, tan abatido, sin alegra, sin m-

    sica, sin mujeres?

    No explic el plido; no es por eso por lo que no podra aguantar un da aqu. Sabes? All, en la ciudad, hay

    civilizacin, cines, autos, radio, luz elctrica, comodidad. Ade-

    ms, est mi novia.

    Nadie dijo nada ms. Segua el conductor quemndose al

    sol, golpeando en la goma, y pareca que todo el paisaje se ha-

    llaba a disgusto con la presencia de los cuatro hombres y el

    auto averiado. Nadie poda vivir en aquel sitio dejado de la

    mano de Dios. Con las viejas puertas cerradas, el boho me-

    dio cado era algo muerto, igual que una piedra.

    Pero son una tos, una tos dbil. El de ojos aturdidos pre-

    gunt, incrdulo:

    Habr gente ah? El que estaba tirado de espaldas en la tierra se levant.

    Tena el rostro severo y triste a un tiempo. No dijo nada, si-

    no que anduvo alrededor del boho y abri una puerta. La

    choza estaba dividida en dos habitaciones. El piso de tierra,

    disparejo y cuarteado, daba impresin de miseria aguda. Ha-

    ba suciedad, papeles, telaraas y una mugrosa mesa en un

    rincn, con un viejo sombrero de fibras encima. El lugar era

    claro a pedazos: el sol entraba por los agujeros del techo, y

    sin embargo haba humedad. Aquel aire no poda respirarse.

    El hombre anduvo ms. En la nica portezuela de la otra

    habitacin se detuvo y vio un bulto en un rincn. Sobre sacos

    viejos, cubierto hasta los hombros un nio temblaba. Era ne-

    gro, con la piel fina, los dientes blancos, los ojos grandes, y su

    escasa carne dejaba adivinar los huesos. Mir atentamente

    al hombre y se movi de lado, sobre los codos, como si hubie-

  • MS CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO

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    PLVORAS DE ALERTA 35

    ra querido levantarse.

    Qu se le ofrece? pregunt con dulzura. No, nada explic el visitante; que o toser y vine a

    ver quin era.

    El nio sonri.

    Ah dijo. Durante un minuto el hombre estuvo recorriendo el sitio

    con los ojos. No se vea nada que no fuera miserable.

    Ests enfermo? inquiri al rato. El nio movi la cabeza. Despus explic:

    Calentura. Por aqu hay mucha. El hombre toc su bracito. Arda, y le dej la mano ca-

    liente.

    Y tu mam? No tengo. Se muri cuando yo era chiquito. Pero tienes pap? S. Anda por el conuco. El nio se arrebuj en su saco de pita. Haba en su cara

    una dulzura contagiosa, una simpata muy viva. Al hombre

    le gustaba ese nio.

    Se oan los golpes que daba el conductor afuera.

    Qu pas? pregunt la criatura. Una goma que se revent, pero estn arreglndola.

    As hay que arreglarte a ti tambin. Hay que curarte. Qu

    te parece si te llevo a la Capital para que te sanes? Dnde es-

    t tu pap? Lejos?

    Unj Viene de noche y se va amaneciendo. Y t pasas el da aqu solito? Quin te da la comida? l, cuando viene. Sancocha yuca o batata. Al hombre se le haca difcil respirar. Algo amargo y pe-

    sado le estaba recorriendo el fondo del pecho. Pens en la no-

    che: llegara con sus sombras, y ese nio enfermo, con fiebre,

    tal vez sealado ya por la muerte, estara ah solo, esperan-

    do al padre, sin hablar palabra, sin or msica, sin ver gen-

    tes. Acaso un da cuando el padre llegara lo encontrara ca-

  • JUAN BOSCH

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    PLVORAS DE ALERTA 36

    dver. Cmo resista esa criatura la vida? Y su amigo, que

    haba afirmado momentos antes que no soportaba ni un da

    de soledad Te vas conmigo dijo. Hay que curarte. El nio movi la cabeza para decir que no.

    Cmo que no? Le dejaremos un papelito a tu pap, dicindoselo, y dos pesos para que vaya a verte. No sabe leer

    tu pap?

    El nio no entenda. Qu sera eso de leer? Miraba con

    tristeza. El hombre estaba cada vez ms confundido, como

    quien se ahoga.

    Te vas a curar pronto, t vers. Te va a gustar mucho la ciudad. Mira, hay parques, cines, luz, y un ro, y el mar

    con vapores. Te gustar.

    El nio hizo amago de sonrer.

    Unq unq, yo la vide ya y no vuelvo. Horita me curo y me alevanto.

    Al hombre le pareca imposible que alguien prefiriera

    esa soledad. Pero los nios no saben lo que quieren.

    Afuera estaban sus amigos, deseando salir ya, hallarse

    en la ciudad, vivir plenamente. Anduvo y se acerc ms al

    nio. Lo cogi por las axilas, y quemaban.

    Mira empez all Estaba levantando al enfermito y le sorprendi sentirlo

    tan liviano, como si fuera un mueco de paja. El nio le mir

    con ojos de terror, que se abran ms, mucho ms de lo posi-

    ble. Entonces cay al suelo el saco de pita que lo cubra. El

    hombre se hel, materialmente se hel. Iba a decir algo, y se

    le hizo un nudo en la garganta. No hubiera podido decir qu

    senta ni por qu sus dedos se clavaron en el pecho y en la

    espalda del nio con tanta violencia.

    Y eso, cmo fue eso? atin a preguntar. All explic la criatura mientras sealaba con un

    gesto hacia la distante ciudad. All un auto. Justamente en ese momento son la bocina. Alguien lla-

  • MS CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO

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    PLVORAS DE ALERTA 37

    maba al hombre y l puso al nio de nuevo en el suelo, sobre

    los sacos que le servan de cama, y sali como un autmata,

    aturdido. No supo cundo se meti en el automvil ni cundo

    comenz ste a rodar. Su amigo el plido iba charlando:

    Te das cuenta? Es la civilizacin, compaero Cine, luz, peridicos, autos

    Todava poda verse el viejo boho refulgiendo al sol. El

    hombre volvi el rostro.

    La civilizacin es dolor tambin; no lo olvides dijo. Y se miraba las manos, en las que le pareca tener toda-

    va aquel nio trunco, aquel triste nio con sus mseros mu-

    oncitos en lugar de piernas.

  • PLVORAS DE ALERTA 38

    EL RO Y SU ENEMIGO

    Sucedi lo que cuento en un lugar que est ms abajo de Vi-

    lla Riva, en las riberas del Yuna. Cuando pasa por all el Yu-

    na ha recorrido ya muchos kilmetros y ha fecundado las tie-

    rras ms diversas. Nacido en las fragosidades de la Cordille-

    ra, descendiendo en paciente y prolongada marcha docenas

    de lomas, el gran ro llega al sitio de que hablo hecho un po-

    deroso, aunque sereno mundo de aguas.

    Yo estaba pasndome unas vacaciones donde mi viejo ami-

    go Justo Flix. Deba retornar el da siguiente a la Capital y

    pasaba la ltima noche en la sala de la casa un vasto ca-sern de madera fabricado sobre altos pivotes para que el ro

    no se metiera en las habitaciones cuando se desbordaba. Nos hallbamos esa noche reunidos mi husped, cmodamen-

    te sentado en una mecedora; su mujer, seora de pocas car-

    nes y pelo blanco, que cosa en silencio; la hija menor de Jus-

    to, muchacha de cutis rosado y abundante pelo castao, muy

    atrayente; dos nietos de Justo, Balbino Coronado y yo.

    La lmpara alumbraba pobremente y los rincones de la

    sala se conservaban en penumbras. Balbino se haba senta-

    do en una silla serrana. Yo haba entrado desde el comedor y

    tuve que fijarme en l porque me quedaba justamente delan-

    te. Nunca le haba visto, y aquella noche, tan pronto mis ojos

    tropezaron con l, sent que me hallaba frente a un hombre

    de difcil personalidad. l no levantaba los ojos. Muy seco,

    muy tieso en su silla, slo se mova para escupir, cosa que ha-

    ca con frecuencia, tirando la saliva en el piso. De momento,

    tan rpidamente como un relmpago, sus ojos fulguraban des-

    pidiendo reflejos; era cuando miraba a la hija de mi husped,

  • MS CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO

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    PLVORAS DE ALERTA 39

    la cual pareca sentirse molesta y no osaba levantar la cabe-

    za. Yo pens que eran novios disgustados o estaban a punto

    de serlo.

    Justo empez a hablar de cosas interesantes, a contar

    cmo haba l aprendido a cazar con machete los cerdos ci-

    marrones que frecuentan los bosques y las faldas de la veci-

    na Cordillera, y al conjuro de su voz le pareca a uno ver las

    escenas, vivir la misteriosa y profunda fuerza del monte que

    cubre ambas orillas del Yuna. Con buenas dotes de narrador,

    con descripciones sobrias y acertadas que llenaban su relato

    de inters, hablaba de una cacera en la que haba tomado

    parte el ao anterior y yo segua el hilo de su historia sin

    mover un msculo, cuando vi a Balbino ponerse de pie, dar

    las buenas noches y tomar la puerta. Justo dej de hablar,

    mir hacia el que se iba, despus a su mujer y a su hija, y

    haciendo una mueca que lo mismo poda querer decir qu ha pasado? o ya se fue se, se qued silencioso y como preo-cupado.

    Un hombre extrao coment para animar el momen-to.

    Justo movi la cabeza de arriba abajo.

    Bastante dijo por toda respuesta. La mujer de mi amigo hizo alguna pregunta sobre la ad-

    ministracin de la finca y se enred con su marido en una

    conversacin domstica. La muchacha alz la cabeza, me mi-

    r y sonri. Me pareci atrayente. Tena los ojos limpios y

    aire saludable y vivaz. Hasta ese momento no lo haba nota-

    do. Como crea que haba algo entre ella y Balbino, hall l-

    gico que, si estaban disgustados, l se fuera con la cara de

    pocos amigos que llevaba, pues la muchacha bien vala un

    disgusto. Le dije algo, empezamos a hablar, y ya pas Balbi-

    no a segundo plano. Por desdicha aquello dur poco. Los nie-

    tos de mi amigo no tardaron en irse a dormir; al rato la mu-

    jer de Justo hizo una seal a su hija, sta pidi permiso, dio

    las buenas noches y madre e hija tomaron el camino de sus ha-

  • JUAN BOSCH

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    PLVORAS DE ALERTA 40

    bitaciones. Nos quedamos solos mi husped y yo.

    Hora llena de impresionante calma, aquella en que est-

    bamos me infunda sentimientos de bienestar. Se oa el vago

    rumor del bosque y del ro; la brisa de la noche pasaba por la

    arboleda vecina; desde la sala se vean cruzar los cocuyos

    iluminando la oscuridad y un coro de grillos pareca hacer

    germinar sobre la tierra una rara msica de encantamiento.

    Esa era mi ltima noche en el lugar y quera disfrutarla.

    Senta el deseo de hablar de Balbino Coronado, de saber algo

    de su vida, porque la verdad era que el hombre me haba in-

    teresado; pero senta tambin una especie de holganza espi-

    ritual que me impeda alzar la voz. Me levant y me fui a la

    puerta.

    Esta noche sale la luna temprano dijo mi husped a mi espalda.

    Me gustara verla en el ro dije. Entonces Justo me invit a seguirle; bajamos los escalo-

    nes y fuimos por una vereda estrecha hasta llegar a los gui-

    jarros que marcaban la orilla del Yuna.

    Una poderosa masa de rboles cubra del todo el agua y

    aquel sitio tena un olor penetrante y suave a la vez. No ha-

    blbamos. Acaso Justo me llamaba la atencin sobre alguna

    piedra o alguna rama que poda hacerme dao, pero yo ape-

    nas le oa. Me haba entregado a disfrutar de la noche. La

    fuerza del mundo se senta all. Cantaba alegre y dulcemente

    el ro, chillaban algunos insectos y las incontables hojas de

    los rboles resonaban con acento apagado. De pronto por en-

    tre las ramas enlazadas apareci una luz verde, plida, deli-

    cada luz de hechicera, y vimos las ondas del ro tomar relie-

    ve, agitarse, moverse como vivas. Todo el sitio empez a co-

    brar un prestigio de mundo irreal. Los juegos de luz y som-

    bra animaban a los troncos y a los guijarros y pareca que se

    iniciaba una imperceptible pero armnica danza, como si al

    son de la brisa hubieran empezado a bailar dulcemente el

    agua, los rboles y las piedras.

  • MS CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO

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    PLVORAS DE ALERTA 41

    Absorto ante la tranquila y maravillosa escena, estuve sin

    moverme hasta que Justo dijo que la luna se apagaba. Unas

    nubes oscuras que vagaban por el cielo la cubrieron lenta-

    mente. Mi amigo y yo dejamos el lugar, pero yo me senta

    tan emocionado que no pude callarlo. Habl del paisaje, del

    Yuna majestuoso, de la dicha que se gozaba viviendo all. Jus-

    to me oa en silencio, igual que si jams hubiera odo hablar

    as. Caminbamos muy despacio. Por momentos un rayo de

    luz atravesaba las masas de nubes y llenaba el sitio de clari-

    dad. Tomndome por un brazo, mi amigo empez a hablar.

    Al hombre dijo no se le puede entender. Qu gran refrn es se de que cada cabeza es un mundo!

    Me qued esperando que dijera algo ms, porque aque-

    llas palabras no tenan aparente relacin con lo que yo haba

    dicho. l debi leerme la duda en la actitud.

    S, amigo; s lo que digo sigui. Aqu mismo tiene usted un caso. Vio a Balbino Coronado, ese joven que estaba

    hace una hora con nosotros? Sabe usted por qu tena esa ca-

    ra tan extraa?

    Supongo respond que andar enamorado de su hi-ja y le molest que ella no le pusiera atencin.

    Mi amigo sonri con suficiencia.

    No, no es eso. Estaba as porque l siente las avenidas del Yuna.

    Que las siente? O las presiente, si halla ust ms justa esta palabra. Yo no pude evitar la mirada de asombro con que me fij

    en Justo. l pareci no darle importancia a ese gesto mo.

    Usted dijo me ha hablado hace poco de la emocin que le ha producido el ro, no es as? Yo, en cambio, conozco

    a otra persona Balbino Coronado que siente por el Yuna un odio mortal, un odio que no puede tenerse sino por un hom-

    bre que nos ha hecho mucho dao.

    Me intrigaron las palabras de mi amigo.

    Explquese mejor le ped.

  • JUAN BOSCH

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    PLVORAS DE ALERTA 42

    En medio del patio haba un tronco tirado. La tierra, los

    ranchos, las piedras del lugar adquiran un color grisceo con

    la luz que llegaba a ratos del cielo. Todo pareca all deteni-

    do. El lento vaivn de las masas de rboles que orillaban el

    ro produca la impresin de que el patio iba deslizndose

    pausadamente por una pendiente fantasmal. Sobre las ma-

    sas negras se vea el firmamento plomizo, y yo senta que s-

    lo la vida vegetal tena razn de ser all. El hombre estaba de

    ms en el corazn silencioso de la noche. Tal vez influidos

    por ese sentimiento, mi amigo y yo habamos hablado en voz

    baja, como si hubiramos temido ser considerados intrusos

    en aquel sitio.

    Quiere que nos sentemos en ese tronco? pregunt Justo.

    Dije que s con la cabeza. Mi amigo se sent a mi lado, en-

    cendi un cigarro y empez a hablar. Yo oa sus palabras, que

    sonaban apagadas. Explicaba l que dos veces por ao, y una

    cuando menos, el Yuna recibe agua en las cabezadas y em-

    pieza a crecer. Poco a poco va descendiendo de la Cordillera

    ms veloz, ms ancho, y acaba bajando con un caudal impo-

    nente. En esas pocas el ro llega a las llanuras tan cargado

    de agua que se sale del cauce; los vividores de esos parajes

    no hacen nada que no sea ver cmo el Yuna va aduendose

    lentamente de toda la extensin, metindose por las tierras

    sembradas, inundando las sabanas y los sitios ms bajos. En

    ocasiones las avenidas son violentas y entonces se oye el ro

    rugir da y noche y se ven las masas de agua que descienden

    iracundas, negras, y asaltan los barrancos ms altos y ga-

    nan en marchas impetuosas los altozanos donde la gente fa-

    brica sus bohos. Cuando ocurre eso el desborde arranca r-

    boles de cuajo, arrastra viviendas y animales, se lleva peda-

    zos enteros de conucos, porque el agua cava la tierra y la

    deshace. Las familias que viven en las mrgenes suben a los

    lugares altos llevndose consigo los cerdos, las gallinas y las

    vacas. Desde su casa, Justo haba visto en alguna de esas inun-

  • MS CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO

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    PLVORAS DE ALERTA 43

    daciones kilmetros y kilmetros de agua esparcida sobre la

    tierra y en una ocasin su familia haba estado das enteros

    sin poder salir de la vivienda porque el ro se haba metido

    hasta all mismo y golpeaba sin cesar los pivotes de ojancho

    que sostenan la casa.

    Conozco el Yuna aseguraba mi amigo como si fue-ra una persona, y siento por l gran cario porque s que esas

    avenidas fecundan toda la regin. En cambio, Balbino Coro-

    nado lo odia a muerte.

    Mi amigo call. Yo segu un momento imaginando cmo

    sera aquel sitio ocupado por las aguas desbordadas.

    Y por qu lo odia? pregunt al cabo. Mire, hasta hace tres aos Balbino Coronado era due-

    o de tierras, bien pocas por cierto, unas quince tareas, pero

    l las aprovechaba como nadie; las tena sembradas de cuan-

    to puede dar un conuco pequeo. Al parecer le haba costado

    mucho trabajo adquirir esa pequea propiedad. Estaba situa-

    da a la orilla del ro, cerca de aqu, detrs de ese monte que

    se ve a nuestra espalda, vino el Yuna crecido por este tiem-

    po, dos aos atrs y le comi la tierra en una noche. Al otro

    da el conuco de Balbino Coronado era cauce del ro y toda-

    va pasa por ah. El muchacho casi se volvi loco y para m

    que desde entonces no anda bien de la cabeza.

    La historia era curiosa. Quise saber ms, y mi amigo me

    dijo que muchas veces haba hallado a Balbino en el sitio don-

    de haba estado su conuco mirando con ojos desorbitados el

    majestuoso e indolente ro.

    Hace un rato explic cuando lo vi a ust quedarse extasiado a la orilla del Yuna, yo pensaba en Balbino, para

    quien el ro no tiene nada de bello. Por eso le dije que cada

    cabeza es un mundo.

    Es raro termin yo por todo comentario. Mi amigo chup dos o tres veces su cigarro, mir hacia el

    cielo y habl algo de posibles lluvias; despus se puso de pie.

    Vamos a dormir dijo. Maana tiene ust que irse y

  • JUAN BOSCH

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    PLVORAS DE ALERTA 44

    debemos madrugar para arreglar el viaje.

    Detrs suyo tom el camino de la casa, y todava desde la

    puerta contempl un momento el dormido paisaje. Cruzando

    a toda marcha enormes nubes oscuras, la luna se entrevea

    en la altura. Antes de dormirme pens un poco en Balbino Co-

    ronado. Extraa historia la suya. Lament no haberlo cono-

    cido antes; hubiera tratado de intimar con l, de estudiarlo;

    pero no lo pens mucho porque me fui durmiendo rpidamen-

    te.

    Muy temprano sent voces cerca de mi habitacin. Me le-

    vant a toda prisa pensando que tal vez era tarde, y al abrir

    la puerta vi a Balbino gesticular airadamente al tiempo que

    deca cosas ininteligibles. Justo estaba frente a l y le mira-

    ba fijamente.

    Clmate, Balbino dijo. Me acerqu a ellos. Con las manos clavadas en los hom-

    bros de Justo, el otro tena los ojos desorbitados, luminosos e

    impresionantes; su faz era agresiva y al parecer, Balbino pa-

    deca de angustia.

    Vuelve, le digo yo que vuelve! aseguraba Se comprenda que estaba desesperado, pero yo no saba

    debido a qu. Entre su aspecto y el de un loco no haba dife-

    rencia alguna. Mi amigo lo tom por la cintura y se lo fue lle-

    vando de all. Iban a salir ya del comedor cuando lleg la

    hija de Justo. Sbitamente, Balbino se detuvo y baj la ca-

    beza. Con una voz dulcsima ella le increp:

    Cmo es eso? Es que no vas a hacerme caso? Balbino no se mova. Yo me hallaba confundido y hubie-

    ra jurado que aquel hombre se haba ruborizado.

    Vete a la cocina orden con suavidad la hija de mi amigo y que te den desayuno.

    Silencioso y como humillado, Balbino se alej sin alzar

    la cabeza. La muchacha le mir, despus volvi los ojos al pa-

    dre y movi las manos como quien lamenta algo.

    Slo le hace caso a ella cuando est as pretendi ex-

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    plicarme Justo.

    As? Qu quiere decir? Es la avenida. Cree que el Yuna va a crecer hoy. Crecer hoy? No me parece. Justo sonri.

    Ust no se va, amigo. Balbino nunca ha fallado en eso. Y qu tiene que ver mi viaje con el Yuna? Pero no se lo expliqu anoche? Cmo va ust a cru-

    zar ese ro si se bota?

    Hablando nos sentamos a desayunar. Los nietos de mi

    amigo charlaban y contaban episodios de los desbordes. A po-

    co empez a llover y no me fue posible poner un pie fuera de

    la casa. A travs de la ventana vi el patio lleno de agua. La

    hija de Justo se adormeca con el canto de la lluvia.

    El pobre Balbino se vuelve loco de sta asegur. Molesto con el fracaso de mis planes, me fui a la habita-

    cin y estuve acostado hasta medioda. A esa hora la lluvia

    pareca menos fuerte. Debajo del piso gruan los perros y ca-

    careaban las gallinas. Rfagas de viento sacudan los rbo-

    les cercanos.

    Todo el mundo en la casa demostraba cansancio y slo el

    ms pequeo de los nietos de Justo pareca contento por la

    proximidad de la inundacin. Los peones que entraban de

    rato en rato no decan palabra y el ambiente estaba cargado

    de preocupacin.

    A la cada de la tarde la lluvia haba cesado del todo. Yo

    estaba en la galera, viendo cmo unos patos se solazaban en

    las charcas, cuando vi a Balbino entrar a saltos y cruzar an-

    te m sin darse cuenta de mi presencia. Con todo el pelo ca-

    do sobre la frente, ms nervioso que por la maana, con los

    ojos ms flgidos, Balbino tom a Justo por un brazo y le di-

    jo:

    No oye como viene roncando ese maldito? Justo le mir con seriedad.

    Deja eso ya orden secamente. Yo no oigo nada. Son

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    cuentos tuyos. Adems, Luca est ah y te va a regaar.

    Balbino pareci impresionado; empez a irse, pero de pron-

    to se volvi.

    Y lo mato; si crece lo mato! Le juro por mi madre que lo voy a matar!

    La voz de Luca se oy en la sala y como si lo hubieran

    conjurado, Balbino ech a correr hacia los escalones, los baj

    a saltos y se perdi en el patio. Yo pens que estaba al borde

    de un ataque de locura.

    La noche cay rpidamente. Pasamos las primeras ho-

    ras en la sala, hablando de temas variados. Cuando la fami-

    lia se fue a dormir quise ver desde la galera el espectculo

    de la naturaleza triste. Un cielo plomizo, como lleno de hu-

    mo, clareado por la luna a la que ocultaban nubes pesa-das se extenda agobiador sobre todo cuanto los ojos domi-naban. En el patio brillaba a trechos el agua aposada.

    Quiere que bajemos a ver cmo est el ro? pregun-t Justo.

    Yo no tena inters en ir, pero me senta dispuesto a de-

    jarme llevar. Tomamos un atajo que no era el mismo por el

    cual habamos pasado la noche anterior; caminamos un rato

    largo, orillando la masa de rboles, y de pronto, en un reco-

    do, nos sorprendi el horizonte amplio. Estbamos en un si-

    tio sin vegetacin, una especie de vasta playa guijarrosa. All

    curvaba violentamente el ro, yndose hacia el oriente, y des-

    de nuestro lugar podamos ver una llanura pelada que se ex-

    tenda sobre la margen opuesta y que pareca terminar en lo

    que deban ser las primeras estribaciones de la Cordillera.

    Del Yuna se elevaba un rumor sordo, que agobiaba como

    una amenaza. Aparentemente el ro era tranquilo en ese si-

    tio. Desde donde estbamos la playa iba en descenso y dos me-

    tros hacia abajo el agua golpeaba con vago murmullo. La luz

    confusa de aquella noche se tenda sobre el paisaje. Los rbo-

    les que se alcanzaban a ver hacia la izquierda y la derecha

    lucan mustios, inmviles, y despedan un brillo apagado. Si-

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    lencioso y serio, Justo pareca vigilar la amplia masa lquida

    que susurraba a nuestros pies. De pronto me tom un brazo

    y seal hacia el recodo de donde surga el ro.

    Mire, mire! dijo. Yo trat de ver y no acert a dar con lo que inquietaba a

    mi amigo.

    Mire, mire cmo viene el condenado! Temblorosa de emocin o de miedo, su mano sealaba

    con mayor vigor al tiempo que la otra se clavaba en mi bra-

    zo. Entonces observ con detenimiento. De sbito cre or un

    murmullo creciente, que iba hacindose ms fuerte por se-

    gundos. Atend con toda la atencin de que soy capaz. De gol-

    pe vi un lomo de agua parda que rodaba sobre el ro y se lan-

    zaba rugiendo en la que pareca plcida superficie; lo vi avan-

    zar, descender y tornar a levantarse; lo vi hirviendo, arro-

    jando espumas rojizas; lo vi rascar con furia las mrgenes; lo

    vi agitarse, sacudirse, encresparse como una persona pose-

    da de un frenes. Troncos y animales llegaban coronando una

    ola, y tras esa lleg otra y despus otra y a poco otra ms. Ya

    el agua estaba a un metro de nosotros. Aquel lquido vivo

    empez a esparcirse en la llanura que tenamos enfrente y a

    los pocos minutos todo el recodo donde se agitaban los pen-

    dones que crecen en las playas era lecho del ro, y los pendo-

    nes iban desapareciendo rpidamente bajo el seguro avance.

    Yo estaba asustado, lo confieso. Vea salir el agua del re-

    codo y la vea aduearse del lugar. Pensaba en la noche an-

    terior, tan dulce, tan hechicera, y pensaba tambin en los cam-

    pesinos a quienes la inundacin arrebatara cerdos y reses y

    arrojara de sus casas. Sin decir palabra, Justo observaba,

    tan atento como yo.

    Ignoro cunto tiempo estuvimos all. Mi amigo debi can-

    sarse porque me pidi que nos furamos. Yo hubiera deseado

    contemplar un rato ms aquel turbio paisaje que a mi juicio

    deba tener mucho parecido con los de los primeros das de

    la creacin. La vaga luz lunar sobre la extensin ahogada, el

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    sordo rugido del ro y su golpear incesante en el barranco, y

    el triste aspecto de la vegetacin daban la impresin de que

    toda la naturaleza estaba empavorecida, as como la noche

    anterior me haba parecido que hasta las piedras transpira-

    ban paz.

    Nos fuimos de all oyendo el rumor amenazante. Justo

    iba hablando de lo que esperaba a la gente de las cercanas y

    nos aproximbamos a la casa eludiendo las charcas cuando

    de repente surgi de las sombras una figura humana que pa-

    reci confundida al vernos. Pero su confusin dur apenas se-

    gundos. En brusca arrancada, el que fuera ech a correr y los

    perros se lanzaron tras l, ladrando con vehemencia.

    Durante un momento no supimos qu hacer. De pronto

    Justo se volvi, me sujet por una manga de la camisa y gri-

    t:

    Corra! A seguidas emprendi una carrera loca tras la sombra que

    hua. Mi impresin fue grande. No acertaba a darme cuenta

    de lo que estaba pasando.

    Corra! torn a gritar Justo. Qu sent? No fue valor ni deseo de luchar; lo s, y no

    me engao ni trato de engaar a nadie. Lo que tuve fue ver-

    genza de que a mi amigo le sucediera algo estando yo all, y

    acaso miedo de verme solo en aquel lugar y en aquella noche

    fantasmal. Corr tambin, corr como quien huye de alguna

    amenaza; vi a Justo meterse en la oscuridad de la masa de

    rboles y le segu sin saber por qu. Senta el viento en mis

    odos y los tenaces gritos de los perros me torturaban y me

    angustiaban. La sombra que perseguamos cruz por una pe-

    quea zona de luz que dejaba un claro entre los rboles. Con

    increble rapidez yo pensaba que el que fuera poda escon-

    derse entre el bosque y esperar el paso de Justo para herirle

    a mansalva.

    Justo, Justo! grit con la pretensin de advertirle que se cuidara.

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    PLVORAS DE ALERTA 49

    Pero no me oa. Calcul que estbamos cerca del ro, aca-

    so a veinte metros. Se distingua ya el rumor del agua, aquel

    sordo murmullo que levantaban las olas; y de sbito vi el

    Yuna a travs de los troncos, y vi la borrosa figura lanzarse

    al cauce blandiendo en la mano derecha un hierro que en la

    confusa claridad despeda reflejos siniestros.

    Justo, Justo! torn a gritar. Pero ya era imposible que me oyera. La voz apenas me

    sala. Me ahogaba y el corazn quera salrseme del pecho.

    Los condenados perros se acercaban al agua y aumentaban

    su furioso ladrar. Otros perros contestaban desde los sitios

    cercanos. A pique de llegar a la orilla o a Justo lanzar voces

    colricas.

    Y cuando, fro por el esfuerzo, agotado, casi a punto de

    caerme, desemboqu en el pequeo claro donde pens que es-

    taba Justo, vi en medio del agua a un hombre que se debata

    entre las oleadas y que lanzaba machetazos a la superficie

    del ro. Lo que se distingua de su rostro la mirada brillan-te y el gesto duro de la boca daba la impresin de que era agitado por una clera que ningn hombre corriente poda

    sentir. Por encima del rugido del agua oa su voz.

    Maldito, ro maldito! exclamaba. Desde la orilla, yo llamaba a Justo a gritos. Otro lomo

    de agua se acercaba rugiendo a aquel hombre que se retorca

    y se agitaba en medio del Yuna. Vi el agua acercarse a l hir-

    viendo, espumeando, enrollndose, mordindose a s misma.

    Aquella mole pardusca avanzaba de una orilla a la otra, y

    las piedras de las orillas saltaban como hojas y el barro se

    deshaca al contacto con aquella fuerza ciega. Vi el agua acer-

    carse y vi el gesto de ira que endureci por ltima vez las fac-

    ciones del hombre. Todava alz el machete una vez ms, y

    un tronco que rodaba llevado por la corriente se interpuso en-

    tre l y mis ojos. Justo Flix, que haba llegado a mi lado,

    grit, haciendo rebotar el grito de orilla en orilla.

    Balbinoooo Sal, Balbinooooo!

  • JUAN BOSCH

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    PLVORAS DE ALERTA 50

    Pero Balbino no sali.

    Cinco das despus, cuando baj la crecida, se vio que el

    cauce del ro haba cambiado y las quince tareas de Balbino

    Coronado haban quedado libres de agua y listas para levan-

    tar un buen conuco. Sin embargo, hasta donde me informa-

    ron, se quedaran sin dar fruto porque Balbino Coronado no

    tena quien lo heredara.

  • PLVORAS DE ALERTA 51

    LA BELLA ALMA DE DON DAMIN

    Don Damin entr en la inconsciencia rpidamente, a com-

    ps con la fiebre que iba subiendo por encima de treinta y

    nueve grados.