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Juan Espinoza Medrano y el motivo de San Cristóbal en la serie de pinturas del Corpus Christi en Cuzco Dra. Constanza Acuña Fariña Universidad de Chile En el Museo del Arzobispado del Cuzco se encuentra el importante ciclo de doce pinturas que representa la fiesta del Corpus Christi y su desarrollo durante la segunda mitad del siglo XVII. La serie estaba originalmente en la parroquia de Santa Ana, situada en un bar- rio periférico de la ciudad del Cuzco. Hoy sabemos que se componía de quince pinturas, pero tres de ellas correspondientes a las órdenes de los Dominicos, Fran- ciscanos y Agustinos, fueron vendidas entre 1895 y 1907; actualmente se encuen- tran en la colección privada Peña-Larraín en Santiago de Chile. No existe una fecha o una firma que nos permita reconocer al autor o los au- tores de la serie. Sin embargo, por la presencia de los retratos del obispo Manuel de Mollinedo, del rey Carlos II y el de los caciques Carlos Guyana Capac y Baltazar Tupa Puma, se puede pensar en un período y en un grupo de artistas bastante pre- ciso, quienes pertenecieron, con toda seguridad, al círculo de pintores de los dos maestros más importantes del período: Diego Quispe Tito y Basilio Santa Cruz. A partir de una carta encontrada en el Archivo Histórico del Cuzco -dirigida por el obispo Mollinedo al monarca español, firmada el 4 de enero de 1678, co- municando que en la parroquia de Santa Ana “fueron hechas para toda la estructu- ra de la iglesia pinturas grandes con marcos dorados de cedro”- se ha establecido un período aproximativo de realización de la serie entre los años 1675 y 1680. 1 Uno de los aspectos que ha cautivado el interés histórico y artístico por estas pinturas, es su carácter de crónica visual. El tema de la fiesta del Corpus Christi, aparece aquí como un momento privilegiado para observar la composición y las diferencias de una sociedad que, a pesar de su rígida estructura política y social 1 L.Wuffarden, “La serie del Corpus: historia, pintura y ficción en el Cuzco del siglo XVII” en La procesión del Corpus en el Cuzco, Banco de Crédito del Perú, Lima 1996,p.28.

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Juan Espinoza Medrano y el motivo de San Cristóbal en la serie de pinturas

del Corpus Christi en Cuzco

Dra. Constanza Acuña Fariña

Universidad de Chile

En el Museo del Arzobispado del Cuzco se encuentra el importante ciclo de doce pinturas que representa la fiesta del Corpus Christi y su desarrollo durante la segunda mitad del siglo XVII.

La serie estaba originalmente en la parroquia de Santa Ana, situada en un bar-rio periférico de la ciudad del Cuzco. Hoy sabemos que se componía de quince pinturas, pero tres de ellas correspondientes a las órdenes de los Dominicos, Fran-ciscanos y Agustinos, fueron vendidas entre 1895 y 1907; actualmente se encuen-tran en la colección privada Peña-Larraín en Santiago de Chile.

No existe una fecha o una firma que nos permita reconocer al autor o los au-tores de la serie. Sin embargo, por la presencia de los retratos del obispo Manuel de Mollinedo, del rey Carlos II y el de los caciques Carlos Guyana Capac y Baltazar Tupa Puma, se puede pensar en un período y en un grupo de artistas bastante pre-ciso, quienes pertenecieron, con toda seguridad, al círculo de pintores de los dos maestros más importantes del período: Diego Quispe Tito y Basilio Santa Cruz.

A partir de una carta encontrada en el Archivo Histórico del Cuzco -dirigida por el obispo Mollinedo al monarca español, firmada el 4 de enero de 1678, co-municando que en la parroquia de Santa Ana “fueron hechas para toda la estructu-ra de la iglesia pinturas grandes con marcos dorados de cedro”- se ha establecido un período aproximativo de realización de la serie entre los años 1675 y 1680.1

Uno de los aspectos que ha cautivado el interés histórico y artístico por estas pinturas, es su carácter de crónica visual. El tema de la fiesta del Corpus Christi, aparece aquí como un momento privilegiado para observar la composición y las diferencias de una sociedad que, a pesar de su rígida estructura política y social

1 L.Wuffarden, “La serie del Corpus: historia, pintura y ficción en el Cuzco del siglo XVII” en La procesión del Corpus en el Cuzco, Banco de Crédito del Perú, Lima 1996,p.28.

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estaba en constante transformación e iba construyendo su identidad a partir de la mezcla y los cruces culturales entre su pasado andino, la adopción de las tradicio-nes cristianas y su presente colonial. La fiesta del Corpus y sus aparatos, fue un lu-gar -como ha demostrado en modo ejemplar Carolyn Dean2 en su estudio sobre estas pinturas cuzqueñas- donde el pueblo andino pudo negociar su propia imagen pública, celebrando no sólo el triunfo oficial de la derrota de la herejía, sino tam-bién la afirmación de múltiples triunfos, incluso contradictorios, ya que reflejaban la inestabilidad y la ambivalencia del mundo colonial.

Los temas que llegaron, por un lado, bajo los imperativos de la palabra y de la evangelización y por otro, a través de la imagen y la amplia difusión de los motivos barrocos (especialmente gracias al auge de la imprenta y del grabado), contempla-ban una disposición que permitía incluir las diversas características -raciales, reli-giosas, lingüísticas, y formales- de la emergente sociedad americana dentro de un nuevo lenguaje expresivo, donde las diferencias con la cultura europea no debían ser necesariamente compatibles.

La fiesta del Corpus Christi tuvo la cualidad de integrar rasgos culturales, a través de invenciones artísticas y rituales que lograban traducir la heterogeneidad de varios mundos. En ese sentido, esta fiesta fue un cauce por el cual las corrientes del mestizaje americano pudieron establecer un pasaje de la vida al arte.

La composición de los cuadros

En los doce cuadros de la serie del Corpus cuzqueño, las calles aparecen ador-nadas con arcos de triunfo, altares y carros alegóricos, transformándose en el esce-nario vivo por donde desfilan las autoridades españolas, las parroquias indígenas, las cofradías y las comunidades religiosas. Todos siguen en orden y de acuerdo a una estricta jerarquía el recorrido del Santísimo Sacramento que es portado bajo un catafalco por los puntos más representativos de la ciudad.

Casi todas las pinturas del ciclo tienen la misma composición. El cuadro es dividido en tres planos horizontales: en la parte superior aparece el fondo de la pintura, es decir, el cielo y el perfil arquitectónico de la ciudad. Además este espa-cio es ocupado por la aristocracia local que se asoma desde los balcones y las ventanas de sus casas -adornadas con preciosas telas de colores- a observar con discreción el desarrollo de la procesión.

El segundo plano o central ocupa un espacio privilegiado. Allí está representado el desfile en un momento de su recorrido orientado, respecto a nosotros, de derecha a izquierda. El corregidor, el obispo, las autoridades civiles y eclesiásticas, tienen la precedencia, luego los representantes de las diversas parroquias indígenas. Las auto-ridades observan una actitud decorosa y seria. También podemos notar, por sus ves-

2 C.Dean, Inka body and the Body of Christ, Duke University Press, Duke 1999.

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timentas, que existe una necesidad de hacer explícito el valor de los símbolos que sus respectivos rangos de poder y pertenencia social representan. Del mismo modo pode-mos notar los signos del mestizaje cultural observando, por ejemplo, los vestidos de un Alférez cuyos antiguos emblemas incas son reinterpretados en clave colonial: bajo el “uncu”, antigua túnica andina, se ven los pantalones cortos a la española; el “cumbi” tejido finísimo, es alternado con mangas bordadas importadas de Flandes; el antiguo distintivo del poder Inca, la “mascaipacha” es asimilada a la corona europea.

Por último, en la parte inferior de los cuadros aparecen representados los inte-grantes del pueblo cuzqueño: hombres, niños y mujeres indígenas, mestizos, escla-vos negros, y plebeyos españoles. Dominan aquí actitudes más relajadas, un sen-tido del humor que se despliega a través de anécdotas que interrumpen con sus gestos colectivos e individuales la seriedad de la escena central.

Es interesante destacar que en este plano se produce un claro llamado a la función receptiva del público de la procesión, y desde ahí al rol que juegan los observadores del cuadro como interlocutores de las pinturas. Es decir, se apunta a la lectura de los detalles, de los aspectos menos evidentes de la representación, aquellos capaces de armar las relaciones inmediatas con los significados históricos y simbólicos, pero también con los valores que dicta el presente.

Buscando los efectos de la recepción y la posibilidad de establecer una teoría de la respuesta en las artes visuales, algunos historiadores del arte han hecho im-portantes aportes -pienso especialmente en Belting y en Freedberg- para descubrir los nexos existentes entre el desarrollo interno del arte y la necesidad de rearmar el contexto social y cultural en el que fueron concebidas las obras.

Desde esa perspectiva es central el análisis de los lugares donde se colocaba originalmente el arte religioso; establecer los modos en que la liturgia utilizaba las obras de arte para controlar sus efectos, o cómo se relacionaban esas imágenes con los programas políticos y teológicos de la época; abordar, finalmente, el problema de entender cómo funcionaban las imágenes religiosas durante el período colonial. Analizar el tipo de impacto emotivo y social que tuvieron en el público de la épo-ca, es seguramente una tarea pendiente en el estudio del arte latinoamericano.

En el año 1688 se produjeron en el Cuzco dos eventos de suma importancia: los pintores indios y mestizos decidieron separarse del gremio que compartían con los artistas españoles. Se trataba de un conflicto social que se arrastraba desde hace tiempo, pero que se desencadenó con la negación de los artistas nativos a fabricar el altar del Corpus Christi, su negativa se sostenía en el hecho de haber sido vícti-mas de descalificación por parte de los españoles, quienes los habían llamado borrachos y flojos.

Esa ruptura dará inicio a un cambio en la pintura cuzqueña, que dejará las reglas académicas y los programas iconográficos tradicionales por un estilo más espontáneo, donde los temas que narraban en modo ejemplar la vida de santos y personajes bíblicos, serán sustituidos por la invención de un mundo fantástico, donde profetas y eremitas son espectadores de paisajes protagonizados por la fauna y la flora nativa.

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Esta pintura arcaica es contemporánea a un movimiento mesiánico, que tiene como protagonista a Inkarrí, dios salvador que resucita para transformar el mundo gobernado por la injusticia y el mal en un paraíso terrestre, en una arcadia andina. Como ha sostenido Henrique Urbano3, se trata de una nueva idea de la cristiandad, la de una comunidad construida sobre el retorno a los primeros tiempos francisca-nos y cristianos. Esta obsesión por volver a los orígenes muestra sin embargo, una original concepción del presente, en cuanto deseaba subvertir el orden actual del mundo y de las cosas, inventándose uno por-venir.

El otro evento significativo de 1688 fue la muerte de Juan Espinoza Medrano, el intelectual más notable que tuvo el Cuzco colonial. Conocido también como el Lu-narejo por los lunares de su rostro, era párroco de la iglesia de san Cristóbal y fue profesor de teología, músico, poeta y dramaturgo. Su oratoria lo distinguió entre los predicadores más famosos de la América colonial. En 1662 escribió su obra más célebre Apologética a favor de Don Luis de Góngora. En 1688 se publicó su Philoso-fia Tomística en Roma. Sus sermones fueron reunidos después de su muerte por su discípulo y primer biógrafo Agustín Cortés de la Cruz, quien los publicó con el nom-bre de La Novena Maravilla (Valladolid 1695).

Son pocas e imprecisas las noticias que se tienen acerca de su vida. Por ejemplo respecto a su posible origen mestizo, solo sabemos lo que dijo Cortés de la Cruz: “fue hijo de sus obras este nobilísimo ingenio”, frase que durante los siglos XVI y XVII se acostumbraba a utilizar para defender a aquellos que eran hijos bastardos o natura-les y se habían hecho de un nombre a fuerza de sus propios actos4.

En “El Lunarejo en Asturias”, Mario Vargas Llosa lo ha recordado afirmando que “cuando el Doctor Sublime predicaba desde el púlpito de la modesta iglesia del barrio de san Cristóbal, la nave rebosaba de fieles ¿entendía esta apretada mul-titud lo que el Lunarejo les decía, es probable que la mayoría no. Pero no hay duda que esa palabra lujosa, musical, que convocaba con autoridad a los poetas griegos, filósofos romanos, a fabulistas bizantinos, trovadores medievales y prosistas cas-tellanos y los hacia desfilar galanamente por la imaginación de sus oyentes, hechi-zaba a su auditorio”.5

Es interesante observar que como predicador de extraordinaria erudición y elocuencia, Medrano se apoyaba en distintos instrumentos de persuasión para pro-ducir un mensaje eficaz. Entre ellos sabemos que utilizó algunas imágenes, es de-cir, se apoyó tanto en figuras retóricas de la tradición clásica como en manuales de devoción y en representaciones religiosas y mitológicas, transformando su palabra en una mediadora entre las figuras y el público.

3 H.Urbano, Mito y simbolismo en los andes, la figura y la palabra, Centro de estudios regio-nales andinos “Bartolomé de las Casas”, Cuzco 1993. 4 P. Guibovich, “El testamento e inventario de bienes de Espinoza Medrano”, Histórica, Nº1, Lima 1992,p.2 5 M. Vargas Llosa, “El Lunarejo en Asturias”, Libro de homenaje a Aurelio Miró Quesada, P.L Villanueva, Lima,II, 1987, p.895.

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La relación entre palabras e imágenes y el rol del componente lingüístico en el gusto visual, es por cierto una tarea pendiente en el estudio de la pintura colonial.

A continuación intentaremos exponer en modo sintético una propuesta de lectura de un motivo que está en uno de los cuadros de la serie del Corpus cuz-queño, y su relación con uno de los sermones del Lunarejo.

Se trata de la trasmigración del motivo de san Cristóbal de Ticiano al cuadro de nuestra serie que representa al santo gigante transportando al Niño Jesús sobre un carro alegórico. Trataremos de sugerir su correspondencia con el sermón de Medrano “Antonio el Magno”.

La relación entre estas dos obras puede parecer a primera vista circunstancial, pero a través de una red de relaciones que indaga los nexos entre figuras literarias y visuales esperamos demostrar que tanto en la pintura como en el arte de la prédica cuzqueña, había un denominador común. Un diálogo entre lenguajes cuyo trasfondo era el pensamiento por imágenes, una suerte de juego que creaba una transposición alegórica de las percepciones que estos artistas tenían de la realidad y de la historia.

La transmigración de un motivo

Uno de los cuadros del Corpus especialmente interesante para estudiar el modo en que los pintores cuzqueños transformaron la función y el significado de algunos de los modelos que llegaron desde Europa, es la pintura que representa a la parroquia de San Cristóbal, encabezada por el alférez Carlos Guaynacápac, quien es seguramente el donante del cuadro, por lo que hizo escribir su nombre bajo su retrato.

El santo es representado con sus típicos distintivos, su bastón-palmera, la túni-ca recogida mientras atraviesa el río con el Niño Jesús sobre sus hombros. Un ele-mento original es que el santo es transportado en un carro alegórico, recreado por los pintores a partir de un grabado de los carros triunfales de Valencia, que apare-cen en el libro de Valda (1663) arriba de un carro alegórico de plata.

El santo gigante que apoyado en una palma transporta en su hombro al Niño Jesús, tuvo una gran popularidad en la pintura colonial, y el tema se inspiraba en una obra menor de Ticiano, pintada en 1523 en el Palacio Ducal de Venecia.

El San Cristóbal del maestro italiano, tenía a su vez como antecedente una xilografía que el mismo artista realizó en 1511, llamada el Triunfo de Cristo, donde combinaba distintos motivos formales y temáticos del Antiguo y del Nuevo Testa-mento, además de referirse en modo directo al clásico tema del Triunfo. El pasado era aquí reinterpretado según los fines que dictaba la historia inmediata, en este caso la reconciliación entre el papado y la ciudad de Venecia a partir de la recon-quista de Padua para el gobierno católico, por parte de los venecianos.

Hay dos aspectos en la obra de Ticiano que nos hacen pensar que no fue una casualidad que este motivo se hiciera tan popular al trasmigrar en la América colo-

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nial. En primer lugar la intención explícita del maestro de difundir masivamente, a través de libros estampados en Venecia, la cultura clásica en clave moderna, o sea re-lacionar las obras de la antigüedad con el presente en términos de contigüidad, como parte del ambiente y la sensibilidad contemporánea. San Cristóbal es, para Ticiano, un viejo Atlante o un Hércules que lleva en sus hombros a Eros. Pero es también una figu-ra telúrica que enfatiza la presencia de la naturaleza a través de elementos como la palma y el agua. Este último elemento es fundamental en la iconografía que hace Ticia-no del santo, porque el agua logra unificar el sentido de la luz y del color como medios indispensables en la representación pictórica del santo. Esa mirada vuelta hacia el pa-sado y hacia el presente, expandía los límites geográficos y culturales de la poética del maestro, como demuestran los epígonos americanos.

Para la representación de este antiguo santo cristiano, Ticiano se inspiró en La Leyenda Aurea di Jacopo di Varazze. Ahí se cuenta que el santo era un cananeo de cuerpo gigante y rostro terrible, quien decide ponerse al servicio del ser más poten-te de la tierra. Después de un tiempo conoce a un eremita que le habló del poder de Cristo y le sugirió ayudar a los caminantes que debían atravesar un río, sería la caridad el mejor servicio prestado a Cristo el señor del Universo. Una noche mien-tras el gigante atravesaba el río con un niño en su espalda, a pesar de su fuerza enorme, se sintió misteriosamente oprimido por un peso cada vez mayor, hasta el punto que pensó que no llegaría a la otra orilla. Pero una voz divina le dijo que había transportado al Rey del Universo con la apariencia de un niño. Desde ese momento se convirtió en Cristoforo, es decir portador de Cristo, su bastón en signo del milagro se transformó en una espléndida palma rica de hojas y dátiles.

Desde una perspectiva cristiana esta imagen es interpretada como la fuerza material que es sometida al dominio espiritual. Pero al igual que todos los santos, Cristóbal tenía atributos específicos, en Venecia era el protector de los comercian-tes viajeros y de aquellos a los que la muerte sorprende sin la bendición del Sacra-mento. En Cuzco, sus atributos fueron posiblemente más heterogéneos; además de ser junto a San Sebastián el protector contra la peste.

Siguiendo la línea de análisis que sostiene la sobrevivencia de símbolos andi-nos bajo la apariencia de figuras coloniales, algunos estudios han visto en el santo gigante la personificación del río Pilcomayo6. Sin embargo, al profundizar el estu-dio de los motivos del barroco colonial, es difícil creer que estas imágenes de una cultura mestiza produzcan significados que simplemente sustituyen con una nueva

6 L.Wuffarden, en su estudio sobre “La serie del Corpus: storia,pittura e finzione nel Cusco del secolo XVII” (La processione del Corpus Domini nel Cusco, Banco de Crédito del Perú, Lima 1996), dice que “el cronista indio Juan de Santa Cruz Pachacuti Yamqui Salcamaygua reproduce un dibujo que, dice se encontraba en un muro del Coricancha. Es particularmen-te sugestivo que la posición de las divinidades autóctonas que estaban ahí representadas correspondan con aquellas que ocupan los santos representados en la Catedral, y que entre estos y aquellos se verifiquen también relaciones que comprometen sus atributos y sus con-notaciones…San Cristóbal, que atraviesa un río, se encuentra en el lugar del Pilcomayo, el río rojo y blanco que surge de la Pachamama”. p.28.

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apariencia antiguas creencias indígenas que permanecieron intactas, transformán-dose en operaciones camufladas de resistencia contra la dominación española. Mucho menos, creer que se trata de una aculturación pasiva de los modelos euro-peos y católicos. Insistimos en la idea de una mezcla de símbolos y formas que se confrontan, que entran en diálogos que requieren una operación de interpretación histórica capaz de recoger esa complejidad simbólica y cultural.

La alegoría y la literatura emblemática del siglo XVII, en su afán de entender en forma intuitiva una verdad moral, trasmitieron a la cultura colonial esa modali-dad de pensar por imágenes, de desplazarse entre varios planos de sentido ( texto/ imagen, mitología y religión, latín/lenguas vulgares), permitiendo que la sociedad virreinal pudiera a través de la pintura, el teatro, la oratoria como también en la puesta en escena de las fiestas religiosas, reinterpretar la cultura europea desde sus propias tradiciones y puntos de vista.

A continuación intentaremos hacer una aproximación a una cuestión escasa-mente estudiada: la relación entre la pintura cuzqueña y su ambiente intelectual. Puntualmente, ensayaremos la posibilidad de un intercambio y una sintonía entre los pintores del ciclo del Corpus Christi y un escritor clave para la literatura virrei-nal, el ya mencionado Juan Espinoza Medrano.

El Dedo del Cíclope

Leyendo el inventario de los objetos y libros que describía el testamento de Juan Espinoza Medrano, es notable el estilo de vida refinado y el poder económico que alcanzó a través de su carrera eclesiástica, desde cura de parroquia a tesorero, chantre y finalmente arcediano de la Catedral.

La biblioteca del Lunarejo abarcaba un vasto repertorio de obras en latín, griego y castellano. Volúmenes de las obras más importantes de Aristóteles, Demóstenes, Tacito, Diógenes Laercio, Plutarco, Plinio, Catulo, Apuleyo, Caramuel, SantoTomás, SanAgustín, Aretino, Góngora, Quevedo, Garcilaso de la Vega, Lope de Vega, Co-barrubias, Alciato, Paravicino, Solórzano Pereira, entre otros figuraban en los ana-queles de su prodigiosa biblioteca. Espinoza Medrano, se refería a estos autores con familiaridad, haciendo de la erudición un instrumento a través del cual la cita se transformaba en elogio o discusión entre escritores, diálogo que se hacía cargo de la tradición, pero desde una posición que subrayaba la importancia y la diferencia de realizar una obra desde el presente y desde el continente americano.

El texto que seguramente mejor resume su posición crítica es el anteriormente citado Apologético a favor de Don Luis de Góngora, que publicó en Lima en 1662, refutando al crítico portugués Manuel de Faría y Souza, quien veía en los sonetos de Góngora una distorsión y una amenaza al sentido y al orden del lenguaje, porque tomaba prestada la forma de la poesía clásica para ornamentar una lengua derivada

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como el castellano. Espinoza Medrano, en cambio defendía esta ‘proesa’ del poeta español diciendo:

…Pero Góngora con su gran talento no quiso remedar lo escabroso de esa cons-trucción, aprovechóse sí, galantísimamente, dando a este modo de hablar un temple suave, una moderación apasible que dejándole lo suyo a la latinidad, le robo con feliz osadía todo el aseo de que era capaz la musa castellana.

Decir Faría, que es yerro usar en nuestro idioma lo que es propio del latino, es error suyo, pues si eso es aliño de la poesía latina, no es tan inepta, baja o incapaz nuestra lengua que desmerezca romper aquellas galas.”7

Espinoza Medrano escribe aquí la defensa de una poesía que emprende nuevos caminos, en oposición a quienes como Faría, negaban la aventura de apropiarse y trasponer un viejo modelo siguiendo los lances creativos de la propia lengua. Ese do-ble movimiento de imitar un lenguaje clásico (latín) desde un idioma (castellano) con-temporáneo, exigía correr riesgos, producir disonancias, contrastes insólitos a favor de una continuidad poética. En la obra de Medrano existe un reconocimiento y una adhe-sión profunda a las poéticas del barroco. Lo reconocemos en ese deseo de pulir el ha-bla, adornarla a través de mezclas, variaciones y repeticiones, para descubrir las rela-ciones nuevas entre cosas distantes: una lengua clásica y solemne -llena de artificios- se encuentra con el lenguaje cotidiano; las imágenes vivas de la naturaleza son deforma-das por los atributos plásticos que percibe el poeta, una realidad que incluso transforma a las figuras míticas que la inspiran en un laberinto de entretejidas voces.

A miles de kilómetros y a destiempo tanto de la obra de Góngora como de la refutación de Souza, Espinoza Medrano continuaba desde Cuzco la polémica en torno a la incomprensión y a la tergiversación de la obra del gran poeta cordobés. Además, podemos leer en esa defensa no solo la adhesión a un estilo, a una poéti-ca, sino también a una política que reclama para la nueva sociedad americana, un lugar dentro de la cultura española y occidental. Las obras de los intelectuales que habitan en las colonias hispanas, merecen para nuestro párroco cuzqueño entrar como un protagonista más dentro del debate occidental y es en los prólogos de sus libros donde hace explícita esa reivindicación. Por ejemplo en su introducción al Apologético se interrogaba acerca de la pertinencia de las obras y el pensamiento americano respecto al europeo:

“…Pero ¿quién duda, que habilitar el idioma castellano a entrar en parte en los adornos de la grandeza latina no es atrevimiento ínclito, proeza ilustre?,¿ por ventura el adornar el patrio dialecto con los atavíos de más excelente lengua no fue siempre heroicidad loable?¿ Por ventura podráse recabar esta facción sin desviar el lenguaje de la plática común, vulgar y rusticana? ¿Por ventura esa

7 J. Espinoza Medrano, Apologético[1662] Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1982 p.44

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colocación latina que hasta hoy ardua, contrastable y desdeñosa se esquivó a nuestra lengua, no era lo que habíamos menester, para mezclarla, variarla y repartirla?”8

En su prólogo a la Philosophia Tomística continua:

Estimado lector: Mucha necesidad tengo de hablar amigablemente contigo al principio,benévolo lector, no sólo porque hace tiempo lo pide la inveterada costumbre de los escritos, sino para dar razón más aptamente de mi propósito y de mi trabajo. Me siento casi obligado a presentar mi Philosophia Tomística al mundo letrado, si bien trémulo y no inconsciente de mi insignificancia para que salga al público.

Pues los europeos sospechan seriamente que los estudios de los hombres del Nuevo Mundo son bárbaros; en particular afirmamos que este honor se lo debemos a Justo (no en todo sentido) Lipsio. Pero este prejuicio lo puso a prueba el doctísimo escotista peruano Jerónimo de Valera, quien, al susurrar-se más de una vez en su oído la pregunta “¿ algo bueno jamás puede venir de Nazaret o del Perú?” no pudo sino responder “ tan poderoso es Dios que puede suscitar hijos de Abraham de las piedras peruanas”( Valera, prólogo de la Lógica).En realidad nos han tratado injustamente…

Ruego, lector, acotes lo siguiente, a no ser que nos tengas por inanes espec-tros o sombras:

Su mundo no es inferior, ni recibe menos luz,

Ni en su cielo nacen menos estrellas;

EN NADA CEDEN, siendo superados sólo por un astro,

Augusto, que como estrella toca a nuestro orbe.9

Esta reivindicación del pensamiento americano que Espinoza Medrano comu-nica por primera vez en forma directa en su prólogo a la Filosofía tomística, hay que entenderla como un momento único en que el autor -y las dificultades que sabe que su obra atravesara con el tiempo- se dejan al descubierto por un instante para luego ser cubierto por el personaje y los lugares comunes que se construirán en torno a él. No es casual que este libro fuera publicado en Roma el mismo año de su muerte en 1688. Es decir, se trataba de anunciar un debate póstumo.

Podemos entender en perspectiva este gesto cuando el Lunarejo, en la Apología, decía que por mucho que hablaran los americanos serían siempre considerados Papa-gayos10; entonces para no perder tiempo ni esfuerzo “no me atrevo al desengaño”.

8 J. Espinoza Medrano, Apologético[1662] Biblioteca Ayacucho, Caracas 1982,pp.42-439 J.Espinoza Medrano, Filosofía Tomística o curso filosófico, Editorial Reu,Cam,Apost.Roma 1688,pp.327-328.10 J. Espinoza Medrano, Apologético “...sátiros nos juzgan, tritones nos presumen, que brutos de alma, en vano se alientan a desmentirnos máscaras de humanidad...” p.43.

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A pesar de esa voluntad de preguntarse por la pertinencia y el valor de un pensamiento americano, no existe en el Lunarejo una herencia fundacional en el sentido Decimonónico. El retrato que encontramos en lo que fue la antigua sede de la universidad donde trabajó11, es seguramente más conmemorativo que realista.

Del mismo modo, sobre los pintores del círculo de Basilio Santa Cruz, tenemos solo algunos datos que nos permiten imaginar sus gustos, las imágenes y los libros que utilizaron como referencias para sus pinturas. Ninguna biografía, ningún tratado de pintura, tampoco una observación acerca de sus gustos registrada por algún escribano, o una referencia histórica que testifique la posible relación con Medrano.

Sin embargo, en el sermón “Antonio el Magno”, Espinoza Medrano usa explí-citamente a la pintura como recurso didáctico, ahí dice “aquel Pintor famoso”,12 a quien se le pidió que pintara un cíclope. Ya que el cíclope era demasiado grande para pintar completamente en la lona, el artista simplemente “apeló a la industria del Artífice, y pintó en la tabla solo un dedo grande”. Con modestia afectada el Lunarejo entonces declara, “[m]al podrè yo delinar toda la admirable magnitud de Antonio el grande, Gigante soberano de la Iglesia de Dios… Mucho serà si acierto a dibuxar un dedo, callarèdo todo”. Aparentemente señalando la pintura mientras que guía a sus oyentes, Espinosa Medrano continúa, “[p]pasmense pues esos Espi-ritus reprobos de vèr tan valiente dedo… Midan pues, midan con assombro el dedo de esse Iavan; tiendan las cuerdas de su poderio, que con horror admiraràn, que aun no alcanzan al menor de sus arrexos.”

Finalmente, vuelve al dibujo “rústico” original del cíclope, cuando dice, “[y]à lo veis, aunque con pincel grosero, sino con rústica pluma delineado; que este Señor es aver dibuxado solo el dedo de el Gigante, lo demàs de su inmensa corpulencia, y mag-nitud… no le es concedido à la humana comprensión.” 13

Es curiosa la asociación que hace Medrano entre “Antonio el Magno” (es decir, san Antonio abad14) y el Cíclope de la mitología clásica, para ilustrar a través del detal-le de una imagen: el dedo gigante que hace el “Pintor famoso”, la imposibilidad de dar cuenta de la inmensidad de ciertos asuntos. El orador llama a los oyentes, especialmen-te a los “espíritus reprobos” (desconformes con el dogma Católico) a ver ‘tan valiente dedo’, a que ‘tiendan las cuerdas de su poderío que con horror admirarán’, para que se

11 En la actualidad este retrato se encuentra en el Hotel San Antonio Abad del Cuzco.12 Agradezco especialmente a Paula Mues Orts, por haberme sugerido que el “pintor famo-so” mencionado por Medrano sería Timantes. Célebre pintor de la antigüedad del que habla León Batista Alberti en su tratado De la pintura y otros escritos sobre arte, a propósito de una pintura que retrata a un Cíclope mientras duerme junto a unos sátiros, mostrando cómo éstos al abrazar el pulgar del durmiente hacían que pareciera mucho más grande.13 J.Espinoza Medrano, La Novena Maravilla (1695), citado por C.B Moore “ La digresión y otros aspectos “multi-medios” en La Novena Maravilla de Juan Espinoza Medrano”, Revista de Literatura Hispanoamericana nº 37, Universidad de Zulia, Maracaibo,1998,p.48-49.14 El patrono de la Universidad San Antonio Abad de Cuzco, donde Medrano fue desde 1651 profesor de teología.

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imaginen el esfuerzo de emprender tan ardua tarea. Concluyendo que al entendimien-to humano sólo le es concedido entender parte de esa infinita magnitud.

Es importante imaginar esta escena, en función a las relaciones que evocan las palabras y no a sus significados inmediatos. Al hablar de “Antonio Magno” se utili-za el nombre del santo eremita (que vencía las tentaciones del demonio) como un punto de partida para el ejercicio de observación: ‘tender las cuerdas’, significa medir imaginariamente ese dedo gigante, y entender desde ese cálculo la idea de la inmensidad.”15

El juego de medir y medirse, de buscar un parámetro para conjeturar y tantear las cosas que conocemos. Primero las sensibles para luego llegar a aquellas abstractas.

El Cíclope es utilizado en este contexto como sinónimo de gigante, no se alude directamente a la fábula de Polifemo, el monstruo de un ojo que devoraba hombres (para los griegos una fuerza primitiva y regresiva), y que fue liquidado por el inge-nio de Ulises. Sin embargo, en forma indirecta se aluden aquí a palabras que ya conocemos: espíritus réprobos, antropófago gigante, el ingenio de un hombre pe-queño que lo vence.

Son todas señales que nos reenvían al santo oriental que pertenecía a una tribu de antropófagos, y que se llamaba Réprobo antes de transformarse en Cristóbal, el que transporta a Cristo. Cuando Espinoza Medrano predicaba desde la parroquia de San Cristóbal en Cuzco, pidiéndole a su público de indios y mestizos que ten-diera una cuerda imaginaria, era casi como una invitación a ampliar la visión a descubrir y producir las ideas figuradas, es decir los conceptos.

Para la cultura barroca crear conceptos a través del ingenio, es decir expresar la correspondencia que existe entre objetos distantes, será una cuestión central. Del mismo modo que el lenguaje común es sustituido por el lenguaje metafórico y por la alusión y el placer del desciframiento, a través de la cual la fuerza semántica de las palabras y las imágenes cobra todo su valor evocativo. La mirada es aquí un sentido privilegiado, y las perspectivas múltiples sirven para distinguir lo singular y lo mara-villoso de lo corriente. Esa combinación de un “ojo despierto” a la fantasía y a la razón, es un pensamiento que, desde los sentidos, permite penetrar en lo lejano y también en lo pequeño. Observando desde arriba y desde abajo aparecen las características menos evidentes de los fenómenos. El telescopio, es en ese sentido un instrumento que para Emanuel Tesauro será el emblema de esa capacidad ingeniosa de ver una cosa a través de otra, de penetrar entre sus pliegues y asociaciones impredecibles.

Tratando de describir esa capacidad de interpretar todos los signos de lo real utilizando conceptos e instrumentos que, haciendo uso de las tradiciones del pasa-do, tratan de proponer un nuevo punto de vista, nos acercamos al famoso lema medieval atribuido a Bernardo de Chartres: “nosotros somos como los enanos que se apoyan en los hombros de los gigantes, para de ese modo poder ver más y mu-cho lejos, y no por la agudeza de nuestra vista o por la estatura del cuerpo, sino

15 J.Espinoza Medrano, Filosofía Tomística o curso filosófico, p. 48.

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porque llevados en alto, alzados por la grandeza de los gigantes”. Desde este lema nacía una alegoría que señalaba cómo las nuevas generaciones apoyándose en el conocimiento de las antiguas, podía ver más. La clásica disputa europea entre “An-tiguos y Modernos”16 y la idea del progreso en la historia tenían en esa imagen un punto de partida.

Pero ese aforismo -como ha explicado Robert Merton17- también era un modo de imponer una perspectiva cómica sobre las cuestiones serias; cuestión que, como hemos ido observando, las pinturas coloniales cuzqueñas repiten a través de pe-queños gestos y anécdotas. Por ejemplo, en nuestra pintura notamos, con curiosi-dad, la interrupción de los tres personajes que se asoman detrás de la cortina para observar de reojo la escena principal, logrando con esa intromisión menor restarle gravedad al tono ceremonial de la escena.

Desde lo expuesto, pensamos que en la poética de Medrano y también en la de los pintores del Corpus existe una idea común: la de entrar al gran discurso del arte occidental desde un ángulo lateral, donde se pueda observar el Arte de reojo y construir, desde ese espacio intermedio, el propio oficio en modo provisorio.

Tal vez ese inmenso vocabulario visual y temático que llega desde Europa con el nombre de estilo Barroco, más que transformarse en un ‘modo de ser’ de lo latino-americano, fue una especie de caja de herramientas, una tabla de sobrevivencia, que permitió restablecer a través de un lenguaje prestado la comunicación y la expresión de culturas que se quedaron después de la conquista sin nombres propios.

Los artistas coloniales hicieron de esa dificultad una virtud, reinventando la realidad como un juego poético en suspenso.

Del mismo modo en que Medrano con su descripción del Cíclope apuntaba a una poética donde desde un detalle - o desde el pequeño reflejo de su voz- se podía aproximar a la inmensidad del pensamiento de san Antonio Magno, creemos que la figura de san Cristóbal sobre el carro del Corpus tiene la cualidad de evocar el encuentro entre el Viejo y el Nuevo Mundo, entre tonos menores y mayores, haciéndolo desde una confluencia de voces que recordaba que las obras son siem-pre la repetición de antiguos modelos desde una nueva inflexión.

De esta forma, el lenguaje alegórico del arte colonial hacia que imágenes y textos, formas y contenidos de distintas tradiciones se descubrieran mutua e infini-tamente.

16 De gran interés es el estudio de M. Fumaroli sobre la “Querelle degli Antichi e dei Mo-derni”, in Le Api e i Ragni (Paris 2001),Adelphi, Milano 2005. Para este autor, esta disputa iniciada en el siglo XVII, ponía en evidencia una de las funciones más altas y complejas que comportan las artes en cada civilización, aquella de establecer las relaciones de continui-dad entre memoria del pasado y la actualidad del presente, entre la creación de los vivos y aquella de los muertos. 17 R.Merton, Sulle spalle dei giganti. Poscritto shandiano (New York 1965).Il Mulino, Bolog-na 1991,p.22.

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