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Nació en Valencia en 1946 pero ha vivido enMadrid la mayor parte de su vida, JJuuaann JJoossééMMiillllááss es uno de los escritores más prestigio-sos de la narrativa española contemporánea.En 1975, publica su primera novela Cerberoson las sombras, galardonado con el PremioSésamo. Entre sus numerosos éxitos figuranLa soledad era esto (Premio Nadal, 1990), Eldesorden de tu nombre, Letra muerta, El ordenalfabético, No mires debajo de la cama, Dosmujeres en Praga (Premio Primavera de Nove-la, 2002) y Laura y Julio (2006). Sus libros hansido traducidos a quince idiomas, y existennumerosas tesis doctorales sobre la obra deJuan José Millás. Es colaborador habitual deEl País. Ha recibido los doctorados Honoriscausa por la Universidad de Turín en 2006 ypor la Universidad de Oviedo en 2007.

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Título: Primavera de luto© 1989, Juan José Millás© Santillana Ediciones Generales, S. L.© De esta edición: noviembre 2007, Punto de Lectura, S. L.Torrelaguna, 60. 28043 Madrid (España) www.puntodelectura.com

ISBN: 978-84-663-1120-5Depósito legal: B-44.388-2007Impreso en España – Printed in Spain

Diseño de cubierta: Ilustración de cubierta:Diseño de colección: Punto de Lectura

Impreso por Litografía Rosés, S.A.

Todos los derechos reservados. Esta publicaciónno puede ser reproducida, ni en todo ni en parte,ni registrada en o transmitida por, un sistema derecuperación de información, en ninguna formani por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico,electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia,o cualquier otro, sin el permiso previo por escritode la editorial.

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Índice

El pequeño cadáver de R. J . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9Trastornos de carácter . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 24La Nochebuena más feliz . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 34Los otros . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 41Simetría . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 46El clavo del que uno se ahorca . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 51La conferencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 63Una carencia íntima . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 73Primavera de luto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 84Ella estaba loca . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 118Ella era ancha . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 123Ella era desdichada . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 128Ella no estaba en el congreso . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 133Ella está en todas partes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 139Ella le había robado las palabras . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 144Ella le contó una película . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 149Ella era otra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 155Ella agonizaba en la cocina . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 160Ella había perdido la cintura . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 165Ella imaginaba historias . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 170Ella no se fijaba . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 175Ella estaba muerta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 180Ella acaba con ella . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 185

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El pequeño cadáver de R. J.

El invierno pasado falleció el conocido autor de no-velas R. J. Su muerte fue noticia de primera página; suentierro constituyó un acontecimiento social de primerorden. Acudieron a él el ministro de Cultura, el vicepre-sidente del Gobierno, la esposa del presidente, así comolos más altos cargos representantes de las numerosas ins-tituciones —públicas y privadas— relacionadas directa oindirectamente con la cultura, y cuyo entramado da lugara uno de los tejidos más polvorientos del enorme sudariobajo el que se desenvuelve la existencia creadora.

La representación extranjera estuvo compuesta porembajadores, agregados de cultura, un par de ministroseuropeos y numerosos editores de todo el mundo, queaprovecharon la coincidencia de que pocos días despuésse celebraba en esta ciudad un importante encuentrointernacional para matar así dos pájaros de un tiro.

En fin, a qué abundar en esta enumeración de asisten-tes que acabaría convirtiéndose en una torpe e imperfectarelación de olvidos. Demasiadas complicaciones protoco-larias tuvieron ya los organizadores del entierro para queyo, que desconozco la distancia jerárquica entre un subse-cretario y un director general, venga ahora a reproducir las

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numerosas descortesías oficiales que, a decir de muchos, seperpetraron en aquella fiesta mortuoria.

El suceso está en la memoria de todos y se puede,por tanto, despachar en pocas líneas. Sí me gustaría des-tacar, sin embargo, una rareza que pasó inadvertida a losnumerosos cronistas que cubrieron esta información y alpúblico en general; me refiero al hecho de que la mayoríade los asistentes de primera fila iban total o parcialmentedisfrazados con uniformes de todos los colores, de cuyaspecheras pendían numerosos e incomprensibles símbo-los de metal o de tela. El cadáver de R. J. había sido cu-bierto con un traje especial perteneciente a algún colegioo corporación que no conozco. No es necesario recordarque la capilla ardiente fue instalada en la sede de la RealAcademia, desde donde partiría el cortejo fúnebre, ni eldesagradable espectáculo que allí se dio cuando se pro-dujo el aviso de bomba, que constituyó uno de los platosfuertes de la noticia.

He de confesar que esta reprobable acción fue obramía. No pude resistirlo. Cuando observé a aquellos seño-res y a aquellas damas cuchichear en torno al túmulo deR. J., luciendo absurdos vestidos y enigmáticas condeco-raciones, imaginé lo que sería verlos salir en tropel a lacalle y disfrutar de la expresión de sus rostros. Pensé quede ese modo quedaría anulado el artificio de los trajesque, como todo disfraz, no tenían otro objeto que disi-mular u ocultar la verdadera naturaleza de quienes losllevaban. Luego pensé también que esta proliferación deuniformes no hacía sino delatar una de las carencias máspenosas de los seres humanos: su radical falta de identi-dad; si fuéramos efectivamente quienes decimos ser, o si

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cada uno de nosotros constituyéramos realmente un sercompleto, un individuo, no sería preciso revestirse deatributos externos, ni de medallas o certificados que loproclamaran de forma tan ruidosa. Pero ya me referiré aesto más adelante.

El caso es que salí de aquel recinto, y desde una ca-bina telefónica di un aviso de bomba. Luego me situé enun lugar estratégico y comencé a ver rostros y uniformesdiscretamente evacuados por los servicios de seguridad delas numerosas autoridades allí congregadas. Entonces, pa-ra neutralizar tal discreción, hice correr la noticia entreel público indiferenciado de la calle. En seguida comen-zaron a producirse algunas carreras que desorganizaronla trama dispuesta para las honras fúnebres. Algunos de losdisfrazados perdieron de forma transitoria la composturaante la ineficiencia policial, lo que acentuó la sensaciónde mascarada y contribuyó a trivializar la escena.

Con todo, lo mejor fue cuando alguien advirtió queel cadáver de R. J. no había sido evacuado, por lo que, deser cierta la amenaza, los restos de nuestra gloria nacio-nal saltarían hechos pedazos por los aires, dejando a todoscompuestos y sin difunto. De inmediato fueron enviadosal interior del edificio media docena de escoltas, quesalieron al poco con aquel féretro excesivo, dentro del cualbailaba, golpeándose contra sus mullidas paredes, el peque-ño cadáver del insigne escritor. De manera que tambiénR. J. acabó por perder la compostura antes de desapare-cer del todo. Confieso que sentí cierta piedad por aquelhombre que de modo enigmático me había arrebatado lagloria, así como el soporte sobre el que en otro tiempohabía reposado el proyecto de mi felicidad personal.

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No ignoro que esta confesión, dada la proximidad delos hechos, podría dañar seriamente mi imagen, con inde-pendencia de las responsabilidades penales a que pudierandar lugar los desórdenes públicos que provoqué. Ningunade las dos cuestiones me preocupa. Carezco de imagen o,en todo caso, se trata de una imagen minusválida e incapaz,por tanto, de proyectarse y ser recogida en un soporte visi-ble. Además, qué sentido tendría molestar a un anciano decasi ochenta años que pronto estará listo para reunirse conR. J., donde quiera que éste se encuentre.

Por otra parte, si alguien estaba autorizado a gastaruna broma de este tipo, era yo, sobre todo si considera-mos que el pequeño cadáver arrugado, que yacía en elfondo del acolchado féretro, era, en alguna medida, y porlo que a continuación explicaré, el mío.

Hace ya muchos años que perdí la voluntad, y conella la capacidad de elegir unas cosas y rechazar otras;carezco de intenciones y, por tanto, de ambición. Nocomprendo la loca carrera de los hombres en busca de undestino personal que no existe o de una individualidadque, en el mejor de los casos, es un mero artificio incapazde tapar la falta de sustancia que, como un agujero, nostraspasa. La propia identidad, y sus pobres distintivos, nopasa de ser, en mi opinión, una ingeniosa construcciónverbal, útil para crear sociedades, establecer jerarquíasy levantar así edificios, trazar autopistas o plantar semá-foros. Pero todo ello no justifica la pasión con la que elcardenal tiende al papado, el militar al generalato, o el es-critor al Nobel.

Valgan las líneas anteriores para señalar que debajode esta declaración que ahora inicio no se esconde ningún

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deseo de venganza, ni mucho menos de reivindicaciónde una gloria que a estas alturas de la vida me proporcio-naría más incomodidades que otra cosa. Con todo, algu-nos pensarán que me mueve a escribir un impulso mez-quino, un movimiento ruin, que resume y magnifica altiempo mi fracaso. No es eso, pero no negaré —si elloha de producir alguna satisfacción— que algo de placervoy encontrando, a medida que escribo, en esta historiaque no habría hecho pública jamás si el propio R. J.no me lo hubiera pedido en su lecho de muerte. Quienquiera calificar de miserable ese placer, que se mire así mismo, que contabilice las miserias de su propia exis-tencia, y con ellas el número de mezquindades que hubode perpetrar no ya en la consecución de aquellos logrosimportantes, sino en el humilde y cotidiano ejercicio deganarse la vida.

Pues bien, lo cierto es que a los pocos días de ser in-gresado en el sanatorio del que habría de salir sin vida, R.J. me mandó llamar a través de un amigo. Cuando entréen la habitación ordenó salir a todos con su voz aflautaday me miró fijamente desde aquellas bolitas blanquecinas yllorosas en que se habían convertido sus seductores ojos.La mirada tuvo la calidad de una entrega, pero tambiénde una invocación que me hizo revivir en segundos lacomplejidad en que se habían desenvuelto nuestras vidas,nuestras dos vidas anudadas, formando un solo bulto, untumor, a punto ya de desatarse para siempre.

—¿Cómo estás? —pregunté observando la cabecerade la cama, recorrida por tubos de todos los tamaños.

—Se acabó —dijo—, y no lo siento. De manera quepodríamos decir que no estoy mal. Si estos cabrones no

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me prolongan demasiado la tortura, la cosa puede resultarapasionante o, por lo menos, entretenida. Veo cosas e ideas,colores y formas que nunca sospeché.

—¿Tienes dolores?—Dolores, no; me dan morfina cada vez que suspiro.

Pero siento nostalgia de ti y de mí, como si hubiera unacuenta pendiente entre nosotros.

—No nos debemos nada —respondí en voz baja,como si el tono de mi voz tratara de poner en cuestión loque afirmaba.

R. J. se revolvió en su inmensa cama. La enfermedadhabía reducido notablemente su tamaño. Era diez añosmás joven que yo, pero parecía más viejo. Me senté enuna silla situada junto a la cabecera y observé su perfilde tortuga, repleto de surcos y de grietas que descendíanhacia el cuello, donde se producía una excesiva acumula-ción de piel, cuyos pliegues evocaban los de un calcetínderrumbado sobre el tobillo de su dueño.

—Escucha —dijo—, quiero que manipules mi poste-ridad. Estoy seguro de que sabrás hacerlo de la manera másadecuada. Cuéntalo como quieras, de la forma que más teguste a ti.

—Estoy muy viejo —respondí—. Lo que me pidesexigiría un gasto de energías de las que no dispongo.¿Qué sacaríamos, además, de todo ello?

—No sé —dijo como desde otro lado—. Es por cu-riosidad. Me gustaría ver qué pasa. ¿Sabes?, cuando ya seestá cerca del abismo, uno tiene la impresión de que lascosas no se acaban. Mírame bien: parezco en cierto modouna crisálida, un insecto en fase de metamorfosis; me sien-to muy alejado de todo, como en el interior de un capullo

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del que pronto saldré para alcanzar mi estado perfecto.Desde ese estado, quisiera ver qué pasa con nosotros.

Abandoné el sanatorio con una sensación de ligerezasorprendente, como si alguna parte de mi propia vejez sehubiera quedado allí, junto al cuerpo de R. J. Decidí, natu-ralmente, no hacerle caso, pues juzgué que sus impresioneseran producto de las drogas. Hacía frío, pero conseguí ca-minar medio kilómetro antes de detener un taxi.

Al día siguiente, los periódicos dieron la noticia de sumuerte. Había fallecido durante la madrugada, en plenotránsito hacia el amanecer. En la primera página, bajo losllamativos titulares, había una foto a tres columnas, en laque se veía al anciano moribundo, en su lecho de muerte,y junto a él a nuestro joven ministro de Cultura imponién-dole todavía una condecoración sobre el pijama.

Por mi parte, supe que me había quedado solo eneste amargo mundo, que desde hace ya mucho tiempome parece un circo inacabable.

Razones de salud que a nadie interesan, pero que entodo caso terminarán conmigo antes de que el próximootoño nos alcance, me han hecho reconsiderar, unos me-ses después de su fallecimiento, la propuesta de R. J. Laverdad es que todavía no me siento, como él, en el inte-rior de un capullo, pero mi cuerpo se parece cada día másal de la última fase de las larvas. Conviene, pues, antes deque la seda del dulcísimo ataúd aprisione mis miembros,dejar las cosas arregladas, siquiera sea para no lamentaren el último instante haber sido incapaz de atender la de-manda de quien vivió de mí pero también de quien pro-porcionó a mi vida la posibilidad de ejercer esa extrañapasión de la escritura.

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Seré breve y exacto, ya que en esta serie de fases apa-rentemente sucesivas, que conduce a la corrupción de loscuerpos, una de las primeras cosas en caer —tras el cabe-llo, la carne y el deseo— es el gusto por la ambigüedadliteraria. Vayamos, pues, al grano, al bulto, a la cuestiónque nos devolverá al punto de partida tras un viaje circu-lar que sin duda carece de sentido.

Conocí a R. J. cuando tenía treinta años y él comen-zaba la veintena. Por aquella época yo había publicado unanovela y un volumen de relatos breves que la crítica saludócon mayor entusiasmo que el público lector. En cualquiercaso, era una promesa de la que se hablaba con fervoren determinados círculos literarios. No diré que me persi-guieran los editores, pero me había ganado su respeto ycomenzaban a llegarme algunas ofertas de interés.

Cierto día fui invitado a dar un par de charlas en laFacultad de Letras de nuestra ciudad. Salí bastante bien dela primera, pues aunque los estudiantes eran dogmáticosy con frecuencia hacían juicios excesivos, mi dogmatismoera por entonces mayor y estaba reforzado, además, poruna cantidad de información de la que ellos carecían. Trasel coloquio, cuando ya estaba dispuesto a marcharme, seme acercó un joven —el mismísimo R. J.— que, con ma-neras tímidas y cautelosas, me dijo que quería ser escritor.Le animé a ello con las frases habituales y le firmé unejemplar de mi novela.

Entonces, el joven R. J. sacó unos folios de su carte-ra y me los entregó con rubor. Se trataba de un cuentoque había presentado a un importante concurso literario—el mismo al que me había presentado tres veces en losúltimos años, sin llegar siquiera a la final—, y pretendía

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que lo leyera y que le diera mi opinión. Al día siguientetenía que volver a la facultad para completar las dos con-ferencias contratadas, de manera que le prometí mirarloesa noche y emitir sobre él un juicio sincero.

Leí el relato sin salir de mi asombro, porque era unrelato mío, publicado años atrás en una revista de escasatirada que no sobrevivió al segundo número. A decir ver-dad, era un cuento de encargo, escrito de forma apresu-rada y plagado de ingenuidades literarias. Nunca sentípor él el menor afecto.

Tuve dudas sobre la actitud que debía adoptar frentea R. J. Finalmente, decidí que cederle el relato podría serun modo de desprenderme de un mal producto que po-dría manchar mi todavía breve carrera de escritor. Nonegaré que en el descaro de R. J. había algo que me su-gestionaba, como si se tratara de un juego literario delque yo habría de obtener, al final, los mayores beneficios.Es más, aquella noche, dándole vueltas al suceso, se meocurrió una historia para un cuento que no llegué a escri-bir, y que recorrería mi vida para acabar por convertirseen este informe.

Al día siguiente le devolví los folios a R. J. y le ex-presé mis dudas sobre las bondades del relato. Tenía—dije— los defectos típicos de toda obra primeriza, pe-ro se advertían en él algunos destellos de gusto literarioen los que debería intentar profundizar. Añadí que no de-bía desanimarse si no ganaba el concurso, pues se tratabade un premio demasiado importante, al que solían pre-sentarse los autores consagrados de la época.

R. J. escuchó con humildad mis opiniones y agradeciósinceramente los ánimos que traté de infundirle. Lo que

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más me sorprendió es que en ningún momento, y pese a lasdos o tres oportunidades que le di, intentara establecer unacomplicidad que, aunque de forma implícita, delatara sujuego. Por el contrario, actuaba como si el cuento fuerarealmente suyo, por lo que llegué a dudar de mí mismo,y esa noche busqué la revista donde lo había publicado, ydonde aún permanecía, amarillento y sucio, pero con mifirma. Decidí que R. J. era un loco y sentí cierta aprensiónpor haber entrado en su juego de ese modo.

A los pocos días, leyendo el periódico, me encontrécon la foto de R. J. en las páginas de cultura. Había ga-nado con mi cuento el premio literario y respondía concierta inteligencia narrativa a las preguntas de un entre-vistador trivial.

El juego continuaba. Sonreí con estupor y me guar-dé el secreto.

Durante los siguientes años, R. J. alcanzó cierta no-toriedad. Publicaba artículos bien hilvanados, aunquebastante artificiosos, en el periódico más importante delpaís. Participaba, además, con éxito en todas las mesasredondas y acontecimientos literarios de alguna rele-vancia. Pero no había vuelto a escribir ningún relato,aunque se decía que llevaba años trabajando en una nove-la cuyo éxito sería definitivo para la consolidación de suprestigio. Era, pues, uno de esos sujetos que viven en losaledaños de la literatura y que, por una rara habilidad,acaban por ser aceptados como novelistas, aun sin haberpublicado ningún libro.

En cuanto a mí, había escrito y publicado tres o cua-tro novelas más, que fueron bien recibidas por la crítica,pero con las que no conseguí romper tampoco esa barrera

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detrás de la cual se encuentra el mundo de las grandes ti-radas. No obstante, gozaba de un sólido prestigio en losambientes universitarios y mi presencia era requeridaen congresos y encuentros de todo tipo. Tenía entoncescuarenta años y —en la opinión de mis editores, compar-tida por mí— estaba a punto de dar ese difícil paso queconvierte a un novelista en un hombre público. Ese lugar,el más codiciado por los escritores, significa estabilidad,dinero, fama y, con un poco de suerte, desde él se da elsalto a la gloria.

Pues bien, por aquellos días se celebró en un paíscentroeuropeo un importante congreso internacional deescritores al que fui invitado. Coincidí en el tren con R.J., que, a pesar de su juventud y de sus escasos méritos,había conseguido de algún modo que su presencia fuerareclamada en dicho encuentro. En los últimos años noshabíamos visto de forma ocasional en diversas presen-taciones de libros y otros sucesos literarios de semejanteíndole, pero nuestra relación era más bien superficial. Des-de luego, ninguno de los dos mencionó nunca el asuntorelacionado con mi cuento.

El viaje era largo, por lo que tuvimos tiempo paraintercambiar opiniones y trabar cierto conocimiento. Lapersonalidad de R. J. tenía aspectos detestables, pero so-bre ellos se alzaba una capacidad de fascinar que aún nohe olvidado. Sus párpados superiores —quizá por algúndefecto de la membrana— parecían algo pequeños en re-lación con el globo ocular que debían cubrir, por lo quemantenían una tirantez que daba a su mirada un tono in-comprensible y misterioso con el que conseguía seducirimperceptiblemente. Sus labios eran finos, pero bien

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formados, y transmitían esa sensación de crueldad de al-gunos cardenales en las pinturas del Renacimiento.

Por aquella época yo bebía bastante, lo que me ha-cía cometer algunas imprudencias. Habíamos comido enel vagón restaurante, y en la sobremesa me sentía felizfrente a aquel aspirante a novelista. Comentamos nues-tras respectivas ponencias. La suya giraría en torno al vie-jo tema de las relaciones entre literatura y realidad, peroparecía muy bien estructurada y deduje de sus palabrasque habría en ella aportaciones originales de cierto valor.El tema estaba de moda, lo que le aseguraba por lo menosuna interesante polémica.

La mía era menos ambiciosa, pues no había tenidola tranquilidad ni el tiempo necesarios para prepararla.Estaba escrita en veinte folios y era una reflexión repletade lugares comunes sobre lo imaginario y su concreciónliteraria. Partía de una idea general y trataba de llegarhasta el límite inferior de determinación conceptual através de una serie de autores del pasado siglo.

A R. J. pareció interesarle mi exposición, lo que sinduda halagó mi vanidad, tocada ya por las sucesivas copasde coñac que él mismo pedía para mí. Llegados a un pun-to de esta borrachera unilateral, R. J. me hizo una propo-sición: intercambiar nuestras ponencias. Yo leería la suyay él la mía.

Por entre los vapores del alcohol, mi escasa inteli-gencia realizó un breve y confuso cálculo de intereses. Suponencia tocaba un tema de actualidad, fuertemente po-lémico, y la exposición parecía inteligente; a la mía se lenotaban los hilvanes y su contenido estaba descontextuadoen relación a las preocupaciones del momento. Por otra

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parte, R. J. me debía esa satisfacción, por lo que podíaaceptar el intercambio sin tener por ello ningún senti-miento de culpa.

Nos dirigimos a nuestros departamentos y al poconos encontramos en el pasillo, donde se materializó eltrato. Una vez a solas leí su ponencia y me pareció genial.Dediqué el resto del viaje a disfrutar de mi próximo éxito,tapando con la ayuda del alcohol una inquietud difusa,localizada en el vientre. «Esto es más divertido que la ru-leta rusa», me había dicho R. J., con un guiño, mientrasse realizaba el intercambio.

Sorprendentemente, mi actuación en el congresono causó ninguna reacción; no hubo rechazos, ni siquieraun coloquio mínimamente sostenido. En cambio, R. J.conoció un éxito fulgurante. Su intervención nubló la delresto de los asistentes y su ponencia —la mía— fue publi-cada en todos los idiomas. Regresó a nuestro país conver-tido en una figura incontestable, lista para la gloria. Entodas partes se hablaba de la novela en la que llevaba añostrabajando, y los editores le ofrecían sumas fabulosaspara adquirir los derechos de su publicación.

En cuanto a mí, de manera enigmática, comencé adeclinar a una velocidad de vértigo. Tardaban meses enpublicar mis artículos y ya no me ofrecían conferencias nime solicitaban cuentos las revistas. Mi economía, quenunca había gozado de una gran salud, adelgazó hasta ex-tremos insoportables. De todos modos, conseguí termi-nar una novela, que me había ocupado los tres últimosaños, y se la envié a mi editor con la esperanza de obtenerun sustancioso adelanto sobre sus derechos. Era una grannovela, escrita en plena madurez, en ese instante en el

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que todo novelista reúne los recursos técnicos y la expe-riencia vital que le permiten acometer un gran proyecto.

Me la devolvieron a los pocos días, con una brevecarta en la que una secretaria me explicaba que estabacubierta toda la programación editorial de los próximosaños. Creí enloquecer. La envié a tres o cuatro editoresmás con idéntico resultado. Me la remitían sin haberlaleído, acompañada de tres frases amables mal escritas.

Un día, finalmente, la envolví y se la envié por correourgente y certificado a R. J. Pasé dos o tres meses de angus-tia, sin saber qué iba a ser de mí y de lo único que habíadado sentido a mi existencia: la escritura. Transcurrido esetiempo, comenzaron a aparecer en la prensa noticias rela-cionadas con la próxima publicación de la esperada novelade R. J. Las primeras ediciones se agotaron antes de po-nerse a la venta, y numerosas editoriales extranjeras pagarongrandes sumas por los derechos de traducción.

Al poco tiempo recibí un cheque de varios ceros queme permitió afrontar el futuro con cierta tranquilidad.

En fin, a qué seguir con esta relación interminable demalentendidos que ha envenenado mi existencia. Baste de-cir que R. J. y yo no volvimos a vernos hasta que me hizollamar a su lecho de muerte. Cada vez que terminaba unanovela, se la enviaba por correo, y a los pocos meses recibíaun talón que me permitía vivir un año más. Cuando yo, pormaldad, tardaba más de lo acostumbrado en enviarle unnuevo libro, él menguaba mi asignación económica. De es-te modo, llegamos a alcanzar un raro equilibrio entre susintereses y los míos.

Supongo que su vida no ha sido menos infernal quela mía. Ambos nos hemos acechado en secreto durante

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todos estos años, porque de la supervivencia de uno de-pendía la existencia del otro. Él consiguió la gloria que amí me permitió transformar en materia literaria todas misobsesiones, y lo cierto es que ahora —al final de la vida—poco importa ya quién firmó aquellos libros, pues comoya expresé al principio de esta declaración, la identidadno existe ni existe el individuo, pues nada hay en él, exceptosus uniformes y medallas, capaz de hacerlo diferente delos demás mortales. Hay animales que están formadosde otros varios y en los que los órganos correspondientesejecutan funciones distintas; en tales casos, sólo la totali-dad puede considerarse un individuo.

R. J. y yo somos el símbolo de esa totalidad. Él pare-cía el autor de sus novelas; ese autor era yo. Pero si diéra-mos aún un paso más, veríamos que tampoco eran mías,sino de algo o alguien que las escribió a través de mí. Elnovelista no es más que un instrumento, un transmisorque realiza su trabajo como el intestino o el corazón rea-lizan el suyo, sometidos a un impulso involuntario y ajenosal sentido final de su función.

Eximo, pues, a las autoridades de repetir conmigo lafarsa llevada a cabo en los recientes funerales de R. J. Unaparte de mí fue suficientemente honrada en su cadáver,y a través de él también quisiera penetrar en el dudosofuturo de los muertos.

Ya nada me retiene, no hay en mi corazón un solo fue-go que estas postreras páginas no hayan logrado consumir.

En fin.

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Trastornos de carácter

A lo largo de estos días se cumplirá el primer aniver-sario de la extraña desaparición de mi amigo VicenteHolgado. El otoño había empezado poco antes con unaslluvias templadas que habían dejado en los parques y enel corazón de las gentes una humedad algo retórica, muyfavorable para la tristeza, aunque también para la euforia.El estado de ánimo de mi amigo oscilaba entre ambos ex-tremos, pero yo atribuí su inestabilidad al hecho de quehabía dejado de fumar.

Vicente Holgado y yo éramos vecinos en una casade apartamentos de la calle de Canillas, en el barrio deProsperidad, de Madrid. Nos conocimos de un modosingular un día en el que, venciendo yo mi natural timi-dez, llamé a su puerta para protestar no ya por el volu-men excesivo de su tocadiscos, sino porque sólo ponía enél canciones de Simon y Garfunkel, dúo al que yo adorabahasta que Vicente Holgado ocupó el apartamento conti-guo al mío, irregularmente habitado hasta entonces porun soldado que, contra todo pronóstico, murió un fin desemana, en su pueblo, aquejado de una sobredosis de fa-bada. Vicente me invitó a pasar y escuchó con parsimoniairónica mis quejas, al tiempo que servía unos whiskys

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y ponía en el vídeo una cinta de la actuación de Simon yGarfunkel en el Central Park neoyorquino. Me quedé aver la cinta y nos hicimos amigos.

Sería costoso hacer en pocas líneas un retrato de suextravagante personalidad, pero lo intentaré, siquiera seapara situar al personaje y contextuar así debidamente su, pa-ra algunos, inexplicable desaparición. Tenía, como yo,treinta y nueve años y era hijo único de una familia cuyoárbol genealógico había sido cruelmente podado por lastijeras del azar o de la impotencia hasta el extremo de ha-ber llegado a carecer de ramas laterales. Poco antes detrasladarse a Canillas había perdido a su padre, viudodesde hacía algunos años, quedándose de golpe sin fami-lia de ninguna clase. Pese a ello, no parecía un hombrefeliz. No podría afirmar tampoco que se tratara de unapersona manifiestamente desdichada, pero su voz nostál-gica, su actitud general de pesadumbre y sus tristes ojosconformaban un tipo de carácter bajo en calorías que,sin embargo, a mí me resultaba especialmente acogedor.Pronto advertí que carecía de amigos y que tampoco ne-cesitaba trabajar, pues vivía del alquiler de tres o cuatropisos grandes que su padre le había dejado como herencia.En su casa no había libros, aunque sí enormes cantidadesde discos y de cintas de vídeo meticulosamente ordenadasen un mueble especialmente diseñado para esa función.La televisión ocupaba, pues, un lugar de privilegio en elangosto salón, impersonalmente amueblado, en uno decuyos extremos había un agujero que llamábamos cocina.Su apartamento era una réplica del mío y, dado que unoera la prolongación del otro, mantenían entre sí una rela-ción especular algo inquietante.

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Por lo demás, he de decir que Vicente Holgado sólocomía embutidos, yogures desnatados y pan de molde, yque bajaba a la tienda un par de veces por semana atavia-do con las zapatillas de cuadros que usaba en casa y conun pijama liso, sobre el que solía ponerse una gabardinaque a mí me recordaba las que suelen usar los exhibicio-nistas en los chistes.

Un día, al regresar de mi trabajo, no escuché el toca-discos de Vicente, ni su televisor, ni ningún otro ruido delos que producía habitualmente en su deambular por el pe-queño apartamento. El silencio se prolongó durante el restode la jornada, de manera que al llegar la noche, en la cama,empecé a preocuparme y me atacó el insomnio. La verdades que lo echaba de menos. La relación especular que hecitado entre su apartamento y el mío se había extendido yaen los últimos tiempos hasta alcanzar a nosotros.

Así, por las noches, cuando me lavaba los dientes enmi cuarto de baño, separado del suyo por un delgadotabique, imaginaba a Holgado cepillándose también alotro lado de mi espejo. Y cuando retiraba las sábanas paraacostarme, fantaseaba con que mi amigo ejecutaba idén-ticos movimientos y en los mismos instantes en que losrealizaba yo. Si me levantaba para ir a la nevera a beberagua, imaginaba a Vicente abriendo la puerta de su frigo-rífico al tiempo que yo abría la del mío. En fin, hasta demis sueños llegué a pensar que eran un reflejo de los suyos;todo ello, según creo, para aliviar la soledad que esta clasede viviendas suele infligir a quienes permanecen en ellasmás de un año. No he conocido todavía a ningún habitan-te de apartamento enmoquetado y angosto que no hayasufrido serios trastornos de carácter entre el primero y el

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segundo año de acceder a esa clase de muerte atenuadaque supone vivir en una caja.

El caso es que me levanté esa noche y fui a llamar asu puerta. No respondió nadie. Al día siguiente volví a ha-cerlo, con idéntico resultado. Traté de explicarme su au-sencia argumentando que quizá hubiera tenido que salirurgentemente de viaje, pero la excusa era increíble, ya queVicente Holgado odiaba viajar y que su vestuario se re-ducía a siete u ocho pijamas, tres pares de zapatillas, dosbatas y la mencionada gabardina de exhibicionista, con laque podía bajar a la tienda o acercarse al banco para reti-rar el poco dinero con el que parecía subsistir, pero conla que no habría podido llegar mucho más lejos sin llamarseriamente la atención. Es cierto que una vez me confe-só que tenía un traje que solía ponerse cuando se aventu-raba a viajar (así lo llamaba él) por otros barrios en buscade películas de vídeo, pero la verdad es que yo nunca se lovi. Por otra parte, al poco de conocernos, descargó sobremí tal responsabilidad. Cerca de mi oficina había un vi-deoclub en el que yo alquilaba las películas que por lanoche solíamos ver juntos.

Bueno, la explicación del viaje no servía.Al cuarto día, me parece, bajé a ver al portero de la

finca y le expuse mi preocupación. Este hombre tenía unduplicado de todas las llaves de la casa y, conociendo miamistad con Vicente Holgado, no me costó convencerle deque deberíamos subir para ver qué pasaba. Antes de intro-ducir la llave en la embocadura, llamamos al timbre tres ocuatro veces. Luego decidimos abrir, y nos llevamos unabuena sorpresa al comprobar que estaba puesta la cadenade seguridad, que sólo era posible colocar desde dentro.

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Por la estrecha abertura que la cadena nos permitió hacer,llamé varias veces a Vicente, sin obtener respuesta. Unainquietud o un miedo de difícil calificación comenzó a in-vadir la zona de mi cuerpo a la que los forenses llamanpaquete intestinal. El portero me tranquilizó:

—No debe de estar muerto, porque ya olería.Desde mi apartamento llamamos a la comisaría de

la calle de Cartagena y expusimos el caso. Al poco se pre-sentaron con un mandamiento judicial tres policías, quecon un ligero empujón vencieron la escasa resistenciade la cadena. Penetramos todos en el apartamento de miamigo con la actitud del que llega tarde a un concierto.En el salón no había nada anormal, ni en el pequeñodormitorio. Los policías miraron debajo de la cama, en elarmario empotrado, en la nevera. Nada. Pero lo más sor-prendente es que las dos únicas ventanas de la casa esta-ban cerradas también por dentro. Nos encontrábamosante lo que los especialistas en novela policiaca llaman elproblema del recinto cerrado, consistente en situar a lavíctima de un crimen dentro de una habitación cuyasposibles salidas han sido selladas desde el interior. En nues-tro caso no había víctimas, pero el problema era idénti-co, pues no se comprendía cómo Vicente Holgado podíahaber salido de su piso tras utilizar mecanismos de cierreque sólo podían activarse desde el interior de la vivienda.

Durante los días que siguieron a este extraño suceso,la policía me molestó bastante; sospechaban de mí por razo-nes que nunca me explicaron, aunque imagino que el hechode vivir solo y de aceptar la amistad de un sujeto comoHolgado es más que suficiente para levantar toda clase deconjeturas en quienes han de enfrentarse a las numerosas

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manifestaciones de lo raro que una ciudad como Madridproduce diariamente. Los periódicos prestaron al caso unaatención irregular, resuelta la mayoría de las veces con comen-tarios, que pretendían ser graciosos, acerca de la personali-dad del desaparecido. El portero, al que dejé de darle la propinamensual desde entonces, contribuyó a hacerlo todo más gro-tesco con sus opiniones sobre el carácter de mi amigo.

Pasado el tiempo, la policía se olvidó de mí y supon-go que también de Vicente. Su expediente estará archi-vado ya en la amplia zona de casos sin resolver de algúnsótano oficial. Yo, por mi parte, no me he acostumbradoa esta ausencia, que es más escandalosa si consideramosque su apartamento continúa en las mismas condicionesen que Vicente lo dejó. El juez encargado del caso no hadecidido aún qué debe hacerse con sus pertenencias, pesea las presiones del dueño, que —como es lógico— quierealquilarlo de nuevo cuanto antes. Me encuentro, pues, enla dolorosa situación de enfrentarme a un espejo que yano me refleja. Mis movimientos, mis deseos, mis sueños,ya no tienen su duplicado al otro lado del tabique; sinembargo, el marco en el que se producía tal duplicidadsigue intacto. Sólo ha desaparecido la imagen, la figura,la representación, a menos que aceptemos que yo sea larepresentación, la figura, la imagen, y Vicente Holgadofuera el objeto original, lo cual me reduciría a la condi-ción de una sombra sin realidad. En fin.

Tal vez por eso, por el abandono y el aislamien-to que me invaden, he decidido hacer público ahora algoque entonces oculté; de un lado, por no contribuir a en-suciar todavía más la memoria de mi amigo, y de otro,por el temor de que mi reputación de hombre normal

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—conseguida tras muchos años de esfuerzo y disimulo—sufriera alguna clase de menoscabo público.

No dudo de que esta declaración va a acarrearmetodo tipo de problemas de orden social, laboral y familiar.Pero tampoco ignoro que la amistad tiene un precio yque el silencioso afecto que Vicente Holgado me dispensóhe de devolvérselo ahora en forma de pública declaración,aunque ello sirva para diversión de aquellos que no venmás allá de sus narices.

El caso es que Vicente, las semanas previas a su de-saparición, había comenzado a prestar una atención des-mesurada al armario empotrado de su piso. Un día queestábamos aturdiéndonos con whisky frente al televisorhizo un comentario que no venía a cuento:

—¿Te has fijado —dijo— en que lo mejor de esteapartamento es el armario empotrado?

—Está bien, es amplio —respondí.—Es mejor que amplio: es cómodo —apuntó él.Le di la razón mecánicamente y continué viendo la

película. Él se levantó del sofá, se acercó al armario, loabrió y comenzó a modificar cosas en su interior. Al poco,se volvió y me dijo:

—Tu armario empotrado está separado del mío porun debilísimo tabique de rasilla. Si hiciéramos un peque-ño agujero, podríamos ir de un apartamento a otro a travésdel armario.

—Sí —respondí, atento a las peripecias del héroe enla pantalla.

Sin embargo, la idea de comunicar secretamenteambas viviendas a través de sus armarios me produjo unafascinación que me cuidé muy bien de confesar.

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Después de eso, los días transcurrieron sucesiva-mente, como es habitual en ellos, sin que ocurriera nadadigno de destacar, a no ser las pequeñas —aunque bienengarzadas— variaciones en el carácter de mi amigo. Sucentro de interés —el televisor— fue desplazándose im-perceptiblemente hacia el armario. Solía trabajar en élmientras yo veía películas, y a veces se metía dentro y ce-rraba la puerta con un pestillo interior que él mismo ha-bía colocado. Al rato aparecía de nuevo, pero no con elgesto de quien hubiera permanecido media hora en unlugar oscuro, sino con la actitud de quien se baja del trencargado de experiencias y en cuyos ojos aún es posiblever el borroso reflejo de ciudades, pueblos y gentes obte-nido tras un largo viaje.

Yo asistía a todo esto con el respetuoso silencio y lacallada aceptación con que me había enfrentado a otrasrarezas suyas. Perdidos ya para siempre los escasos ami-gos de la juventud, y habiendo admitido al fin que loshombres nacen, crecen, se reproducen y mueren, con ex-cepciones como la mía y la de Vicente, que no nos repro-ducíamos por acortar este absurdo proceso, me parecíaque debía cuidar esta última amistad, en la que el afecto ylas emociones propias de él no ocupaban jamás el primerplano de nuestra relación.

Un día, al fin, se decidió a hablarme, y lo que medijo es lo que he venido ocultando durante este últimoaño con la esperanza de llegar a borrarlo de mi cabeza.Al parecer, según me explicó, él tenía desde antiguo undeseo, que acabó convirtiendo en una teoría, de acuerdocon la cual todos los armarios empotrados del universo secomunicaban entre sí. De manera que, si uno entraba en

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el armario de su casa y descubría el conducto adecuado,podía llegar en cuestión de segundos a un armario de unacasa de Valladolid, por poner un ejemplo.

Yo desvié con desconfianza la mirada hacia el arma-rio y le pregunté:

—¿Has descubierto tú el conducto?—Sí —respondió en un tono afiebrado—, lo descu-

brí el día en el que tuve la revelación de que ese conductono es un lugar, sino un estado, como el infierno. Te diréque llevo varios días recorriendo los armarios empotradosde las casas vecinas.

—¿Y por qué no has ido más lejos? —pregunté.—Porque no conozco bien los mecanismos para re-

gresar. Esta mañana me he dado un buen susto porqueme he metido en mi armario y, de golpe, me he encontra-do en otro (bastante cómodo por cierto) desde el que heoído una conversación en un idioma desconocido paramí. Asustado, he intentado regresar en seguida, pero meha costado muchísimo. He ido cayendo de armario en ar-mario hasta que al fin, no sé cómo todavía, me he vistoaquí de nuevo. Si vieras las cosas que la gente guarda enesos lugares y la poca atención que les prestan, te queda-rías asombrado.

—Bueno —dije—, pues muévete por la vecindad demomento hasta que adquieras un poco de práctica.

—Es lo que he pensado hacer.Al día siguiente de esta conversación, Vicente Hol-

gado desapareció de mi vida. Sólo yo sabía, hasta hoy almenos, que había desaparecido por el armario. Desde estaspáginas quisiera hacer un llamamiento a todas aquellaspersonas de buena voluntad, primero, para que tengan

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limpios y presentables sus armarios y, segundo, para quesi alguna vez, al abrir uno de ellos, encuentran en él a unsujeto vestido con un frágil pijama y con la cara triste quecreo haber descrito, sepan que se trata de mi amigo Vi-cente Holgado y den aviso de su paradero cuanto antes.

En fin.

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