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EXPERIENCIAS DE TRASCENDENCIA
AL MARGEN DE LAS RELIGIONES ESTABLECIDAS
Juan Martín Velasco
El desarrollo del tema que se me ha propuesto1 requiere una
referencia inicial a lo que entendemos por «religiones» y, más
precisamente, religiones establecidas, y al lugar y la importancias que
en ellas reviste la experiencia.
Sobre una base humana que no me detengo en describir ahora y
que es la dimensión de trascendencia, manifestada en la desproporción
originaria entre «la finitud y la infinitud», la contingencia y la necesidad
de superarla, característica del ser humano, el hecho religioso consiste,
a mi entender, en un núcleo bipolar: el reconocimiento por el sujeto
(actitud religiosa) de la presencia en su interior de una trascendencia
que le precede y le excede de forma absoluta, a la que me refiero con la
categoría de «Misterio», representada de formas muy variadas por las
diferentes religiones; ese núcleo origina un sistema sumamente
complejo de mediaciones que abarcan lugares, tiempos, realidades
mundanas de todo tipo, creencias, rituales, sentimientos, personas,
comunidades e instituciones, en el que el sujeto descubre la presencia
del Misterio y expresa su actitud radical de reconocimiento del mismo.
El fenómeno religioso aparece siempre realizado por grupos
humanos de formatos diferentes, organizados de acuerdo con las leyes
que regulan las formas de existencia colectiva y que ejercen una función
de sanción y regulación sobre las diferentes mediaciones del sistema. La
1 Me he ocupado del mismo tema en «Experiencias de lo sagrado al margen de
las religiones», en, Associació cristianisme al segle XXI, Religions institucionalitzades en una societat laica, 2006, que aquí aparece ligeramente modificado y actualizado. Algunos aspectos del problema los desarrollé desde otra perspectiva en «Religión y moral», Isegoría, nº 10, 1994, pp. 43-64.
institucionalización de las religiones tiene su centro en el sistema
organizado de mediaciones del grupo religioso, instituido como
normativo por la autoridad que lo «gestiona».
La forma ordinaria de considerar la religión en nuestro ámbito
cultural la entiende como magnitud diferente del conjunto de la
sociedad en la que vive y relativamente autónoma en relación con ella.
Pero sabemos que las formas de relación entre religión y sociedad han
sufrido una evolución considerable a lo largo de la historia, desde la
práctica identificación entre ambas en las sociedades indiferenciadas
arcaicas, pasando por la diferenciación de las culturas de la
Antigüedad, en las que lo sagrado, constituido ya en magnitud
diferente, sigue ejerciendo una presencia preponderante, hasta llegar a
las sociedades secularizadas surgidas en la Modernidad en el mundo
occidental, en las que los diferentes aspectos de la vida personal, social
y cultural se han emancipado de la tutela de la religión.
I. LA TENSIÓN RELIGIÓN PERSONAL-RELIGIÓN INSTITUCIONAL
En todas estas situaciones, la consideración abstracta y
meramente estructural del fenómeno hace pensar en la constitución de
las medicaciones por el sujeto religioso a partir de su experiencia
personal. Pero una consideración concreta a partir de los hechos
muestra que la institución precede al sujeto religioso individual y que,
incluso en las religiones universales —en las que el sujeto es la persona
singular, independientemente de la nación, raza y cultura a la que
pertenece— cada sujeto religioso comienza a serlo naciendo a un cuerpo
institucional que le es previo: doctrinas y lenguajes, prácticas cúlticas o
formas de vida, que el sujeto recibe y hace suyas. Así, ordinariamente,
el sujeto accede a la religión en el seno de una tradición-institución,
gracias a un proceso de socialización integral, que abarca la cultura y la
vida toda, y que contiene como parte del mismo la socialización en la
religión de la comunidad. Digo «ordinariamente», porque cabe otra vía
de acceso a la religión: la de la experiencia de la conversión. Pero
incluso ésta es vivida en el interior de una tradición en la que inscribe
al converso y que éste tiene que apropiarse. El converso al cristianismo
Agustín tiene que escuchar de uno de sus mentores que hasta que no
entre en la Iglesia no será cristiano.
En el marco general descrito se desarrolla después una tendencia
a la personalización que consiste en la apropiación personal y la
interiorización de lo aceptado; es el paso de la pertenencia institucional
a la religión personal. El medio por excelencia de esa personalización, es
la experiencia personal, que comporta, además del ejercicio de la
actitud religiosa fundamental, la asunción de las mediaciones propias
del grupo, en las que el sujeto imprime después progresivamente su
sello personal. Esto significa que la experiencia, de suyo parte
integrante del núcleo bipolar que constituye el centro de la religión, es
de hecho un momento segundo de la evolución religiosa, a gran escala y
a la escala reducida de cada religión y de la vida religiosa de la persona.
Constituye, han dicho algunos, el «estadio romántico» de la religión,2
frente al «estadio clásico» de la formación de los grandes sistemas y su
cristalización en formas sociales, rituales, doctrinales e institucionales.
Pero, en una religión a la que, en la mayor parte de los casos, se
ha nacido, surge después la conciencia de la experiencia personal del
Misterio, vivida por personas singulares que participan, que forman
parte, de una determinada religión tradicional e institucionalizada. Tal
toma de conciencia está atestiguada en todos aquellos que han dado el
paso de la sola pertenencia institucional a una religión, a la religión
personal. Expresiones de la misma son confesiones como la de Job al
2 Cf. Leo Baeck, «Diogène», nº 58 (1967), p. 10, citado en G. Scholem,
Mysticisme et societé: un paradoxe créateur.
final de su libro: «Hasta ahora sabía de ti de oídas; ahora te han visto
mis ojos»; o la del fiel hindú de la Kena Upanishad: «Esto es en verdad
Brahman, no lo que las gentes veneran como tal». El momento personal
o experiencial de la religión tiene su culminación en el llamado
elemento místico desarrollado en casi todas las religiones. Por eso
puede ser útil estudiar la tensión religión personal-religión institucional
aludiendo a la tensión mística-institución.
II. MÍSTICA E INSTITUCIÓN RELIGIOSA
El surgimiento de la religión personal gracias a la experiencia
supone cierta ruptura con la forma anterior de religiosidad, que tiene su
origen en una insatisfacción frente a lo que aporta la tradición-
institución en la que se está inscrito, con los dogmas, mandamientos,
ritos y el resto de elementos institucionales que ha producido. A la
insatisfacción suele seguir una búsqueda personal en la que, frente a
los «intermediarios institucionales», el sujeto busca la inmediatez y la
certeza que sólo la experiencia personal puede otorgarle. Tal búsqueda
tiene algo de aventura —al místico se le ha llamado el explorador del
mundo religioso, «pionero del espíritu», «aventurero del infinito» (E.
Underhill), frente al cartógrafo que serían el teólogo y el resto de los
agentes institucionales—, solitaria a veces, pero frecuentemente
acompañada por maestros que ya han recorrido esos senderos no
trillados. La aventura personal produce a veces el aislamiento y hasta la
exclusión de la institución. La búsqueda de la inmediatez de la relación
con el Misterio aleja a veces al sujeto de las representaciones
institucionales, y le lleva muchas veces a la relativización de todo lo
anterior, reducido a «añadidura» frente al «Único necesario» buscado o
encontrado por él.
Estos primeros y esenciales momentos de la personalización de la
fe hacen que, sobre todo en sus grados más altos, como la experiencia
mística, se la considere un hecho «antisocial» y anti-institución, por
naturaleza. De ahí, que fácilmente se llegue a considerar incompatibles
el elemento experiencial, sobre todo en sus grados más elevados, y el
institucional, y a tener a los sujetos de las experiencias por condenados
a desarrollarlas necesariamente al margen de la institución de su
propia religión. G. van der Leeuw expresa esa opinión muy generalizada
en estos términos:
Todo lo aislado, lo particular, lo histórico de las religiones
es, en última instancia, indiferente para el místico [...] El místico
habla los idiomas de todas las religiones, pero ninguno es esencial
para él [...] El meollo del cristianismo, la encarnación de Dios, en
último término, sólo puede ser para el místico una parábola de su
propia historia. La encarnación se convierte en generatio aeterna
en los corazones de los hombres.
Max Weber expresa la misma idea en estos otros términos: «La
santidad no tiene lugar en la vida de la colectividad». En tales
apreciaciones se fundan las interpretaciones que hacen de los místicos
«anarquistas» de la propia religión que terminarían con la disolución de
las mediaciones religiosas mantenidas y sancionadas por las Iglesias.3
De ser esto así, la primera forma de experiencia religiosa al margen de
las instituciones la representarían los místicos, que no podrían serlo
más que bajo la forma de «cristianos sin Iglesia».4
A mi entender, la relación de la experiencia religiosa, incluso
mística, con la institución religiosa es más compleja. En lo que sigue
intentaré mostrarlo con ayuda de una reflexión luminosa de G. Scholem
3 Cf., por ejemplo, Lluìs Duch, Religió i mon modern, Publications de l’Abadia de
Montserrat, Barcelona, 1984, p. 25. 4 Como dice el texto bien conocido de L. Kolakowski.
contenida en el artículo ya citado.
La ruptura de la experiencia con las mediaciones de la religión en
la que surge no puede ser completa, en primer lugar, porque, al afectar
a la persona entera, por surgir de su más «profundo centro», la
experiencia pone en máxima tensión las diferentes facetas del ser
humano: su razón, su deseo, su sentir, dotándoles de una ampliada
forma de pensar, sentir, imaginar y crear, y todo esto tiene evidentes y
necesarias repercusiones sobre el aspecto institucional de la religión, ya
que la única forma de vivir la experiencia es expresarla y esto sólo
puede ocurrir en el lenguaje que comienza siendo el de la propia
tradición, que los que hacen la experiencia dominan, enriquecen y
transforman. El éxtasis en sus grados extremos puede representar una
ruptura, pero siempre será una ruptura preparada y alimentada en las
fases anteriores de la experiencia, y continuada en sus repercusiones
sobre la forma de vivir del místico. De hecho si se conoce a los místicos,
es, además de por sus escritos, por las repercusiones que sus vidas y
sus obras han tenido en las religiones a las que pertenecen.
Lo que los datos de la historia muestran es una correlación, una
relación de influjo mutuo, en la que no faltan las tensiones, entre la
institución religiosa a la que pertenece el místico y la vida de éste, su
experiencia y su obra. En primer lugar, porque el hecho místico forma
parte de una institución que condiciona la experiencia y la tiñe de sus
características peculiares; y, además, porque la expresión de su
experiencia por el místico sacude la religiosidad ambiental y colabora en
la renovación de sus estructuras frecuentemente rígidas y rutinarias.
Esa eficacia se multiplica si, como sucede tantas veces, el místico reúne
en torno a sí discípulos que extienden en sucesivos círculos
concéntricos la influencia que sobre ellos ha ejercido el maestro.
La condición dialéctica de la relación del místico con la institución
a la que pertenece aparece con claridad en torno a cuatro aspectos
importantes: El primero se deriva del hecho de que el místico y su
tradición tienen su origen en la misma fuente. Porque también las
tradiciones han surgido a partir de experiencias fundantes, que son
precisamente aquéllas a las que vuelve el místico para recuperarlas y
actualizarlas interiorizando su impulso y sus contenidos. Esto no evita
que la formulación ofrecida por el místico de su propia experiencia
pueda contener expresiones que la institución considere desviadas y
que la conduzcan a desautorizarlas y a desacreditar a su autor.
El segundo aspecto de la correlación del místico con su Iglesia se
sitúa en el terreno de las imágenes tradicionales contenidas en la
Escritura y la tradición y a las que el místico recurre como medios para
vivir y expresar su propia experiencia. Es verdad que en algunos
momentos el místico supera esas imágenes para llegar a formas de
expresión de cuyo contenido no puede dar cuenta de manera plena.
Pero también lo es que un alejamiento total de la propia tradición le
haría insignificante para ella. Por eso los místicos «experiencian» el Dios
que ha dado origen a la propia tradición y expresan el contenido de su
experiencia con las palabras mismas de la propia Iglesia. De nuevo aquí
cabe que algunas de sus expresiones entren en conflicto con una
comprensión literal y estrecha del dogma. Pero hay que tener en cuenta
que la profundidad y la intensidad de sus experiencias le hacen recurrir
a símbolos más que a conceptos para expresarlas, con lo que se atenúa
el peligro de confrontación con las expresiones teológicas en términos
conceptuales de la doctrina oficial.
Punto crucial de la correlación dialéctica o en tensión del místico
con el grupo es el posible conflicto entre la autoridad experiencial del
místico y la autoridad oficial de la tradición y los responsables
institucionales del grupo al que pertenece. Porque la religión oficial y su
autoridad descansa sobre la revelación otorgada al fundador. Pero el
místico tiene conciencia de entrar en contacto con esa fuente
justamente gracias a su experiencia, y cabe que su expresión de tal
experiencia no coincida con la que la autoridad ofrece de la experiencia
original. En tales casos el místico se encuentra ante la alternativa de
aceptar la autoridad oficial, o negarla y oponerse a ella sobre la base de
su propia experiencia constituida en nueva fuente de autoridad.
El maestro espiritual es otro elemento importante que interviene
en la configuración de la experiencia del místico y en su relación con la
vida religiosa del grupo. Porque, por una parte, el maestro transmite la
sabiduría «oficial» del grupo y ayuda al místico a contrastar con ella los
rasgos más innovadores de su experiencia. Pero su magisterio no
consigue casi nunca eliminar los rasgos más característicos de la
experiencia enteramente peculiar de cada místico ni su perfecta
asimilación a la medida, con frecuencia mediocre, de la espiritualidad
del conjunto. Primero, porque la experiencia espiritual comporta entre
otros hallazgos el del Maestro interior al que ningún magisterio humano
consigue acallar y, además, porque muy raras veces los sujetos más
experimentados se limitan a recibir la instrucción de un solo maestro. Y
no es nada raro que precisamente esos místicos más experimentados
insistan en esa búsqueda hasta encontrar algún maestro que sintonice
con la voz que experimentan interiormente.
Todo esto hace que toda experiencia mística posea dos aspectos
contradictorios o complementarios, según los casos, uno conservador y
otro revolucionario, y que el desarrollo de uno u otro en su repercusión
social dependa de la personalidad y las circunstancias de la vida del
místico. Pero hay que tener en cuenta que el mismo místico
conservador, que mantiene la tradición, lo hace proponiendo su
reforma. Y por eso, decidido a dar al elemento espiritual su
preeminencia, se propondrá infundir ese elemento en el cuerpo
institucional al que pertenece. Para ello no pocos místicos fundan
congregaciones religiosas que sirvan de instrumento para la renovación
de la institución.
La vida mística, escribió en este sentido E. Underhill, es «la agente
de una nueva manifestación de vitalidad espiritual en el mundo, la
madre de una descendencia espiritual [...]. La luz que la Divinidad
difunde converge en ellos como en un cristal, pero sólo para
atravesarlos y expandirse en todas las direcciones». Por eso también, la
mística, experiencia de suyo solitaria, conduce en muchos casos a
formas de mística organizada y a la fundación de comunidades
destinadas a favorecerlas, tales como las tarikas de los sufíes o las
congregaciones religiosas contemplativas del cristianismo.
No puede ignorarse, sin embargo, que existen también formas de
mística que subrayan su aspecto «revolucionario». En ellas se
manifiesta el aspecto «anárquico» y «asocial» y, por tanto,
antiinstitucional de la mística en cuanto fenómeno social. Son formas
que sacan todas las consecuencias de su paso por la «nada» del mundo
para llegar al «todo» de Dios; y que se permiten calificar al mismo «Dios»
de nada, y pedir a Dios que los libre de «su Dios». Esto puede llevar en
algunos casos a una especie de «nihilismo» místico que comporta la
eliminación de todas las formas visibles e institucionales de la vida
religiosa y social. Formas de mística en las que lo único que cuenta es
la libertad y que pueden desembocar en movimientos de contestación
radical de todo tipo de institución.
No faltan, además, casos en los que la misma reacción
«revolucionaria» se traduce en indiferencia frente a las instituciones y
sus normas. En tales casos los místicos rechazan todo culto exterior,
porque supondría un obstáculo para el verdadero crecimiento espiritual
de los fieles. Las formas revolucionarias de misticismo se ven
favorecidas por la introducción en ellas de elementos mesiánicos.
Movimientos tan dispares como el quietismo católico, el sabbataísmo
judío del siglo XVII, el movimiento de Thomas Münzer, el cuaquerismo
en el seno del protestantismo, y algunas formas de islamismo radical
ponen de manifiesto la enorme variedad de formas que puede cobrar tal
mística revolucionaria.
Este breve repaso a algunas de las distintas formas concretas que
puede revestir la correlación del elemento experiencial con el elemento
institucional en las tradiciones religiosas muestra las tensiones que
introduce en el seno de las religiones el factor experiencial y, al mismo
tiempo, las posibilidades que produce de una renovación espiritual en
ellas. El desarrollo concreto de las mismas depende, sin duda, de la
mayor o menor fidelidad de la institución a la experiencia originaria y de
las circunstancias sumamente variables de las personas que rigen esas
instituciones, así como de las disposiciones personales de los sujetos de
las experiencias.
F. von Hügel, en un momento histórico de crisis y de
enfrentamiento en la Iglesia católica de la jerarquía con comprensiones
del cristianismo que privilegiaban la experiencia personal, estudió
expresamente la presencia del elemento místico en la religión y su
relación con el elemento racional, que se manifiesta en las creencias, y
el institucional, y puso de relieve los roces, las tensiones y los conflictos
derivados del hecho de que cada uno de esos elementos tiende a
absolutizarse y, consiguientemente, a descalificar y hasta eliminar a los
otros dos. Cuando tal absolutización se produce, tiene lugar la
unilateralización de la religión y su consiguiente perversión. En sus
formas más perfectas, en cambio, la religión consiste en el equilibrio
armónico de las tendencias representadas por los tres elementos.
III. EXPERIENCIA RELIGIOSA Y RELIGIÓN INSTITUCIONALIZADA
EN LA ÉPOCA MODERNA.
La obra de von Hügel nos permite pasar, de la consideración
teórica y ajena a las circunstancias de la historia, a la forma peculiar de
plantearse el problema de la relación entre experiencia y religión
institucionalizada en la época moderna de nuestra historia. En ella el
problema de la relación experiencia-institución se ha planteado en
términos nuevos que han llevado a la agudización de la tensión
permanente entre ambos. Decisivo ha sido en la nueva situación el
fuerte desarrollo y endurecimiento de los elementos sociales, jurídicos e
institucionales del cristianismo a que había llevado el régimen de
cristiandad. El resultado de todo ese proceso fue la «eclesiastización» del
cristianismo, en términos de E. Troelscht, que tuvo su manifestación
más clara en el catolicismo, pero a la que no habrían sido ajenos bajo
formas distintas, el luteranismo y el calvinismo. Uno de los aspectos
más importantes de ese fenómeno es la insistencia en la doctrina y la
disciplina como criterio de pertenencia, regulado por el magisterio
eclesiástico y la autoridad de la jerarquía. En esas situaciones «para las
masas en general religión e Iglesia se han hecho una sola cosa», y las
Iglesias se convierten en «cáscaras que pervierten el núcleo que
pretenden proteger».5
El edificio institucional en que se convierte el cristianismo
eclesiastizado, en el que el fiel nace y en el que puede contentarse con
permanecer por una pertenencia pasiva, comenzó a agrietarse con la
creciente secularización de la sociedad y la cultura y la consiguiente
autonomía tanto de la vida social como de la moral y el pensamiento de
la persona. De esta suma de factores van a seguirse numerosas
consecuencias prácticas. La primera, señalada por M. de Certeau y L.
Kolakoski en sus estudios sobre la mística será que, desde que la
cultura europea deja de definirse como cristiana, la mística deja de
entenderse como «una sabiduría elevada al pleno reconocimiento del
Misterio ya vivido y anunciado en creencias compartidas por todos», y
5 E. Troelscht, Gesammelte Schriften, vol. 2, 31922, pp. 146-148.
pasa a ser vivida como «un conocimiento experimental que se ha
separado lentamente de la teología tradicional y de las instituciones
eclesiales». Se toma por místico lo que se separa de las vías normales u
ordinarias, lo que ya no se inscribe en la unidad social de una fe o de
unas referencias religiosas, sino en los márgenes de una sociedad que
se laiciza. La mística en esas circunstancias «implica [...] un
distanciamiento de los enfeudamientos eclesiales».6 Desde otro punto de
vista, L. Kolakowski, identifica a los místicos franceses y holandeses
que estudia como «cristianos sin Iglesia», que representan la «tentativa
de un cristianismo no confesional, muestra del conflicto entre la
conciencia religiosa y la Iglesia; una forma subjetiva, individualista de
vivir la religión que llevaría a la «supresión de las Iglesias» y que haría
inútiles las religiones organizadas.7
Pero el impacto de la secularización sobre el cristianismo
eclesiastizado, unido a otras causas, como la reacción a las guerras de
religión que ensangrentaron Europa en el siglo XVII, producirán otras
consecuencias. Así, la crisis de los elementos institucional, doctrinal y
de la regulación de la moral por la Iglesia producirá en muchos
europeos el alejamiento de la religión tradicional representada por las
Iglesias y la búsqueda de otras formas de religiosidad tales como la
religión natural o de la razón, la religión civil o la religión moral.
Por otra parte y como reacción al mismo fenómeno, no faltarán
cristianos que propongan una nueva comprensión y organización de la
religión, en torno a la experiencia entendida como «sentimiento de
dependencia absoluta» y como «sentimiento y gusto por el Infinito»
(Schleiermacher). En la misma dirección se orientan las propuestas del
cristianismo pietista, y la aparición de numerosos grupos cristianos
organizados de acuerdo con el modelo de la secta, alternativo al de
6 M. de Certeau, «Mystique», Enciclopedia Universalis, vol. 11, p. 522. 7 L. Kolakowski, Cristianos sin Iglesia, Taurus, Madrid, 1982, pp. 8, 9, 20.
Iglesia, muchos de ellos basados en la revitalización de la experiencia.
Este panorama, que se produce desde los tiempos de la
Ilustración, nos ayuda a comprender la situación de lo religioso a partir
de la segunda mitad del siglo XX. En efecto, desde los años sesenta se
inicia el descenso constante de la práctica religiosa en las Iglesias;
entran en una grave crisis las religiones establecidas y comienza a
constatarse la dificultad de la transmisión del cristianismo. La crisis
generalizada afecta en mayor medida a las religiones establecidas que
pierden su prestigio y su capacidad de influencia social, ven envejecer
alarmantemente a sus miembros y tropiezan con serias dificultades
para asegurar el relevo de sus agentes. Al final, por influjo, sobre todo,
del individualismo radicalizado que caracteriza a la posmodernidad, las
Iglesias van perdiendo incluso la capacidad de regir la misma vida de
sus fieles. La llamada «desregulación del creer» termina conduciendo a
que cada fiel se crea autorizado a rehacer la definición de su identidad
religiosa desde criterios personales y a reconstruirla con elementos
tomados de diferentes tradiciones.
Por otra parte, contra las previsiones de una pronta desaparición
de lo religioso como consecuencia del progreso de la secularización, en
esa misma mitad del siglo pasado se viene asistiendo al más rotundo
mentís de tales previsiones, ya que, según no pocos analistas de la
situación, hoy asistimos, no al «desencantamiento del mundo», sino a
su «reencantamiento», del que serían indicios hechos tan ambiguos y
complejos como los que designan expresiones como el «retorno de lo
sagrado», la proliferación de nuevos movimientos religiosos, la extensión
de grupos sectarios y, en los últimos años, la aparición de muy variadas
búsquedas espirituales y de propuestas de nuevas formas de
espiritualidad.8
8 Cf., por ejemplo, P. Berger (ed.), Le réenchantement du monde, Bayard, Paris,
2001.
No creo necesario entrar aquí en la discusión de cuál de las dos
apreciaciones se corresponde mejor con la situación, aunque todo
parece mostrar que su divergencia se debe al lugar desde el que están
propuestas. Como alguno de los analistas observa, la tesis de la
secularización progresiva de la sociedad está hecha desde Europa, y
tiene que explicar la «excepción americana», mientras que la del
«reencantamiento» está formulada desde América, y tiene que dar
cuenta de la «excepción europea». En todo caso me parece útil señalar
una de las raíces que explican al fenómeno de los nuevos movimientos
religiosos, que consiste en el hecho de que los mismos procesos sociales
—movilidad, cambios acelerados y profundos, pluralismo creciente—
que han puesto en cuestión las orientaciones religiosas tradicionales
representadas por las religiones establecidas, han generado en los
sujetos estados de inseguridad, aislamiento, angustia, etc., que
suscitan en ellos búsquedas religiosas o pseudorreligiosas de respuesta
a las mismas9.
Rasgo común a todos los hechos de recuperación de lo religioso es
la presencia del recurso a la experiencia, tanto en el interior de las
Iglesias como al margen de las religiones, con las más variadas formas,
algunas ellas claramente postcristianas, postreligiosas e incluso
posteístas.
El fenómeno no es nuevo en la historia, pero nunca había
adquirido las proporciones que presenta en la actualidad. En lo que
sigue me propongo describir las formas más importantes de
experiencias que se producen al margen de las religiones. Para hacer
algún orden en la variedad de sus formas, comienzo por proponer una
clasificación de las más importantes. Las agruparé en tres grandes
tipos: el primero abarca las experiencias de trascendencia, algunas de
9 H. Schmidinger (Hrsg.), Ende der Moderne. Krise oder Aufbruch?, Tyrolia,
Innsbruck-Wien, 1999.
las cuales son designadas, por quienes las viven o por los estudiosos del
fenómeno, como experiencias de mística profana; en el segundo incluiré
las experiencias de lo sagrado al margen de toda institución religiosa; el
tercero comprende las manifestaciones de búsqueda, propuesta o
realización de nuevas formas de espiritualidad. No ignoro el valor muy
relativo de tal clasificación, dada la difícil definición de cada uno de los
tipos enunciados, y, sobre todo, la fluidez, la «porosidad» de las
fronteras que los separan.
IV. EXPERIENCIAS DE TRASCENDENCIA Y DE MÍSTICA PROFANA
En este grupo incluyo fenómenos notablemente diferentes. Me
refiero, en primer lugar, a la puesta en ejercicio de intenciones
humanas no religiosas de apertura al Absoluto, presentes en
determinadas formas de reflexión y experiencia metafísica, en las
experiencias éticas y en las vividas en el mundo del arte. La existencia
de tales intenciones está atestiguada a lo largo de la historia humana,
pero durante las épocas anteriores a la secularización el ejercicio de
tales intenciones discurría en el interior de la vida religiosa, como parte
de ella y guiado por ella. A esos mundos humanos se refería la filosofía
con las doctrinas de las propiedades trascendentales del ser: Verum,
Bonum, Pulchrum. Sin entrar en la relación de los trascendentales con lo
sagrado como mundo propio de la religión, de su inclusión en la religión
da idea el hecho de que todos los términos con que esas propiedades
eran designadas le eran aplicados a Dios, Ser subsistente, sumo Bien,
Belleza soberana, Verdad primera. Muestra de tal inclusión es también
el hecho de que Tomás de Aquino expresamente, y otros autores de
manera implícita, procedieran con la mayor facilidad a identificar con la
idea de Dios las ideas con las que terminaban sus procedimientos
filosóficos para llegar a la afirmación de su existencia: Primer motor
inmóvil, primera causa, ser necesario, etc., como sucede en las célebres
vías de santo Tomás en las que al término del argumento por el que
llegaba a la afirmación filosófica del Ser necesario, de la primera causa,
etc., se veía en la necesidad de añadir : «Y a esto todos lo llaman Dios».
Pascal, testigo de la primera secularización del pensamiento
filosófico, vive y expresa la toma de conciencia de la diferencia
fenomenológica entre el término de la pregunta filosófica y el contenido
de la experiencia religiosa cuando, debajo de la palabra «fuego», que
encabeza su Memorial, escribe: «Dios de Abraham, Dios de Isaac [...]. No
de los filósofos y de los sabios». De esa misma conciencia de la
diferencia da testimonio Martin Heidegger cuando, en Identidad y
diferencia, distingue: «Esto es la causa como causa sui. Es el nombre
adecuado para el dios en la filosofía. A este dios no le puede el hombre
orar, ni le puede hacer ofrendas; ante la causa sui no puede el hombre
caer de rodillas, ni puede ante él entonar cantos ni danzar”. Testigo del
vuelco en la relación entre estas formas de relación con el Absoluto es la
sentencia de Goethe: «Quien tiene ciencia y arte ya tiene religión; quien
no tiene ciencia y arte, que tenga religión». A partir de la secularización
y de la crisis del teísmo filosófico y del sistema ontoteológico en que se
inscribía, van a multiplicarse las expresiones que sustituyen la
experiencia religiosa por la estética, la ética o la filosófica, como
caminos para acceder al Absoluto, al valor supremo. Pero todos estos
avatares del pensamiento y de la cultura ponen de manifiesto, a la vez,
que, aunque sea posible una «salida de la religión», esto no significará
que el hombre pierda la posibilidad de comunicación con lo religioso,
dado que las formas no religiosas de apertura al mismo descubren un
«estrato subjetivo ineliminable del fenómeno religioso», donde,
independientemente de todo contenido dogmático, de toda
determinación institucional, lo religioso, bajo otra forma, es experiencia
personal.10
Así nos introduce M. Gauchet en la primera forma de posibles
experiencias de trascendencia al margen de las religiones en nuestra
situación cultural. Todas ellas son la huella de lo que fue experiencia
religiosa, surgida ahora, bajo otras formas, del mismo substrato
antropológico, de la experiencia de lo invisible manifestado por la
retirada de lo invisible instituido en las religiones. El autor señala tres
lugares, entre otros posibles, para ese descubrimiento: el contenido del
pensamiento y la experiencia de «lo indiferenciado», tal vez, das
Umgreifende, lo envolvente, de K. Jaspers, que se da en la experiencia
de los objetos distintos y de las diferencias concretas, especie de
desdoblamiento de lo real en lo visible y lo invisible, cuya posibilidad no
podemos dejar de encontrar en todos nuestros intentos de pensar lo
real. Un espacio de experiencias que constituyen un modo constitutivo
de aprehensión de lo real en el que se produce un desdoblamiento
primordial, sin cuyo soporte no podría haberse dado ninguna creencia
religiosa instituida, pero que no produce fe, no compromete convicción
particular alguna, ni reclama ningún tipo de prolongación en términos
de sacralidad.11 No faltan alusiones a este nivel de experiencias en
autores que han roto con toda adscripción religiosa. A ella se refería
Norberto Bobbio, quien, declarándose hombre de ciencia y no de fe, se
atribuye una especie de religiosidad, ciertamente no institucionalizada,
por el hecho de que no pueda pensar sin toparse con el misterio que
limita cualquier conocimiento científico que pueda lograr.
El segundo lugar de experiencia «religiosa» después de la religión
se evidencia en el orden de lo estético. Aquí no se trata ya de pensar la
naturaleza profunda de las cosas, sino de recibir su apariencia. El
hecho es que en la organización de nuestro «imaginario», de nuestra
10 M. Gauchet, Le désenchantement du monde, Gallimard, Paris, 1985, p. 282. 11 Ibid., p. 294.
capacidad de captar el mundo a través de nuestra imaginación, se hace
patente la fractura de lo cotidiano, la trascendencia interna de lo que
nos aparece, la manifestación del mundo como otro en relación consigo
mismo. G. Steiner lo formula con la expresión de un poeta: «Después de
haber abandonado la creencia en Dios, la poesía es la esencia que
ocupa su lugar como redención de la vida». En este contexto tiene gran
interés el ensayo de A. Vega Arte y santidad en el que indaga cómo en
una época en que los lenguajes religiosos han perdido su potencia
simbólica y en la que la secularización ha privado a lo sagrado de sus
apoyos visibles de épocas anteriores, el arte puede abrir, abre en
ocasiones, en lo profano, vacíos en los que puede aparecer al hombre la
«presencia elusiva» que lo habita.12 Un ensayo que ilustra, desarrolla y
amplía la constatación de G. Steiner: «En el pensamiento y el arte
reciente lo que actúa es un teísmo negativo, un sentimiento
particularmente intenso de la ausencia de Dios. El Otro se ha retirado
de lo encarnado, dejando inciertos rastros profanos, o un vacío que
sigue resonando con la vibración de la partida».13 Tal vez a eso se refería
Santayana cuando describió la poesía como una «religión en la que se
ha dejado de creer».
El tercer lugar de esta manifestación de la religión de después de
la religión es, para Marcel Gauchet, la experiencia de sí mismo, cuando
el hombre no dispone ya de respuesta firme a la pregunta: «¿quién soy
yo?», ni a la cuestión del sentido, ni a la pregunta definitiva: «¿qué me
cabe esperar?», pero no puede dejar de experimentar el enigma que es el
hombre para sí mismo, y en ello percibe que le es imposible asumirse
perfectamente. Situación en la que siente la necesidad de justificarse a
sí mismo, a la vez que siente la tentación de disolverse en cuanto
subjetividad.
12 Arte y santidad. Cuatro lecciones de estética apofática, Universidad Pública
de Navarra, Pamplona, 2005. 13 Presencias reales, Destino, Barcelona, 1991, p. 277.
Lo importante de esta enumeración de lugares no es ni su
contenido, que se podría extender, ni la descripción que Gauchet ofrece
de cada uno. Extraña, por ejemplo, que no se haya referido a la
experiencia ética. Levinas sí lo ha hecho, en cambio, convirtiéndola en
la experiencia fundamental —la ética es para él la filosofía primera— en
la que el sujeto vive la interpelación de que le hace objeto el rostro del
otro, imponiéndole el reconocimiento incondicional, y posibilitando para
él el ejercicio auténtico del trascendimiento de sí gracias al cual entra
en contacto, de la única manera humana posible, con la trascendencia
del totalmente Otro.14 Lo que me interesa subrayar no son los lugares
concretos y las experiencias a que dan lugar, sino la referencia a las
mismas como expresiones de la relación con lo Otro, tras la
desaparición de la relación instituida por la religión con lo totalmente
Otro; la percepción en ellas del vacío de la religión que ya ha dejado de
tener vigencia y el descubrir en esas experiencias una especie de
«continuación de lo sagrado con otros medios», o, mejor, una percepción
de la trascendencia sin reconocimiento expreso de ella, como parece
mostrar el hecho de que aparezca manifestada en el carácter de «otro»
interior al mundo, o el contacto con este ser que es el ser humano,
interiormente desdoblado, habitado por una interior desproporción en
la que ya no parece escucharse la voz de nadie.
V. OTRAS EXPERIENCIAS DE TRASCENDENCIA
Las experiencias de trascendencia ajenas a las religiones revisten
otras manifestaciones más explícitas y más fáciles de identificar y de
describir, que probablemente no sean más que las vivencias por
determinados sujetos de los aspectos de lo real, lo «otro que el mundo»,
14 Cf., por ejemplo, Éthique et Infini, Fayard-France Culture, París, 1982; De
Dios que viene a la idea, Caparrós, Madrid, 1995.
a los que se referían las descripciones anteriores. Se trata de
experiencias que pueden constituir momentos culminantes en las vidas
de las personas que las viven, o consistir en una especie de
transfiguración que se opera y se percibe en el transcurso de la vida
cotidiana. El hecho está profusamente atestiguado. Tal vez pueda
afirmarse que apenas exista una obra de creación artística en la que no
queden huellas de su presencia, ni sobre todo, una página poética que,
en una u otra forma, no dé cuenta de ella.15
De los numerosos relatos acumulados de tales momentos se
obtienen sin dificultad los elementos de la estructura que es común a
todas ellas. Pero la mejor forma de mostrar a qué experiencias me
refiero con la expresión es ofrecer el relato de alguna concreta.
Resumiré, pues, la «experiencia de la ventana», vivida por Arthur
Koestler en la prisión de Sevilla, durante la guerra civil española a la
que había venido a luchar con las fuerzas republicanas, y en la que
teme que va ser ejecutado de un momento a otro. Apasionado por las
ciencias, se pone a escribir sobre la pared las fórmulas matemáticas de
una demostración de Euclides. Siempre se había sentido encantado por
esa demostración, pero ese día comprende el porqué de ese encanto, y
lo describe en estos términos:
Los símbolos grabados en la pared representaban uno de
los raros casos en los que la descripción de una calidad
significativa del infinito es lograda por medios precisos y finitos:
Lo infinito es una masa mística rodeada de bruma. Sin embargo,
era posible adquirir algún conocimiento de ella sin sucumbir a
ambigüedades sospechosas. La significación de esto me invadió
como una ola. Ésta tenía su origen en un descubrimiento verbal
15 Sobre el hecho y su interpretación, cf. L. Roy, Le sentiment de
Transcendence, expérience de Dieu? Cerf, Paris, 2000; y, más desarrollado, Experiencias de trascendencia. Fenomenología y crítica, Herder, Barcelona, 2006.
articulado. Pero tal descubrimiento se evaporó enseguida no
dejando en su estela más que una esencia inefable, un perfume
de eternidad, el estremecimiento de la flecha en el espacio. Debí
de quedar así, inmóvil, algunos instantes; en trance, habitado por
una realización sin palabras. «Es perfecto, perfecto», me dije.
Hasta que me di cuenta de un ligero malestar acurrucado en el
fondo de mi espíritu, un detalle trivial que malograba la
perfección del instante. Después identifiqué la naturaleza de ese
malestar irritante: estaba en la cárcel y podía ser fusilado de un
momento a otro. Pero a esto respondió inmediatamente un
sentimiento cuya traducción en palabras podría ser: «¿Y qué?;
¿no es más que esto? ¿No tienes una preocupación más grave?»
Respuesta tan espontánea, viva y divertida como si el malestar
intruso hubiera sido la pérdida de un botón. Luego volví a flotar
en un río de paz bajo puentes de silencio. El río venía de ninguna
parte, no discurría hacia ninguna parte. Después no hubo ni río
ni yo; o el yo había dejado de existir [...]. Cuando digo: «el yo
había dejado de existir» refiero una experiencia concreta tan
incomunicable verbalmente como el sentimiento provocado por
un concierto de piano; pero igual de real, más real todavía. De
hecho, la señal distintiva es la sensación de que ese estado es
más real que todos los que había experimentado hasta ese
momento; que, por primera vez, se ha rasgado el velo y se está en
contacto con la «realidad real», el orden escondido de las cosas, el
tejido del mundo revelado por una especie de rayos X, y
oscurecido en el estado normal por capas opacas.
Lo que distingue esta clase de experiencia del maravillamiento
emotivo causado por la música, los paisajes o el amor es que esta
experiencia posee un contenido netamente intelectual o noumenal.
Tiene un sentido, aunque no se exprese en términos de discurso. Las
transcripciones verbales más próximas son: la unidad y la
interdependencia de todo lo que existe, una interdependencia como la
de los campos de gravitación o la de los vasos comunicantes. El «yo»
deja de existir porque una especie de ósmosis mental ha entrado en
comunicación con el todo universal y ha sido disuelto en él. Es este
estado de disolución y de expansión ilimitada lo que se experimenta en
forma de sentimiento oceánico, como la desaparición de toda tensión, la
serenidad absoluta, la paz que trasciende toda inteligencia».16
La última alusión al «sentimiento oceánico» nos remite a una
expresión clásica para otras experiencias semejantes, utilizada por
Romain Rolland para llamar la atención de Freud sobre una dimensión
de la religión que no habría tenido en cuenta en El porvenir de una
ilusión y que uno y otro describen como «un sentimiento [...] de algo sin
barreras, en cierto modo oceánico» (Romain Rolland), cuyo contenido
representativo es descrito por Freud como «sentimiento de indisoluble
comunión, de inseparable pertenencia a la totalidad del mundo».
De los múltiples hechos que calificamos como «experiencias de
trascendencia» podría ofrecerse esta descripción aproximada: «episodios
generalmente breves de contacto con dimensiones o aspectos de la
realidad que sobrepasan enteramente los que ofrece la experiencia
ordinaria». Tales episodios pueden ocurrir en ocasiones notablemente
variadas como fenómenos naturales extraordinarios por su fuerza o su
belleza: el desierto, la selva virgen, las cumbres elevadas, alta mar, el
amanecer o la puesta de sol, la noche estrellada, etc.17 Pueden ocurrir
también en contacto con grandes creaciones artísticas; en momentos de
16 A. Koestler, La quête de l’Absolu, Calman-Lévy, Paris, 1981, pp. 126-128. 17 Tal vez no careciera de interés comparar este tipo de fenómenos con aquellos
en los que san Juan de la Cruz descubre «la presencia del amado»: «Las montañas, los valles solitarios, nemorosos, las ínsulas extrañas, los ríos sonorosos, el silbo de los aires amorosos [...] La noche sosegada en par de los levantes de la aurora, la música callada, la soledad sonora, la cena que recrea y enamora».
intensa relación interpersonal; en las experiencias que acompañan a
situaciones-límite; en la impresión que nos produce el encuentro con
personas extraordinarias; el enfrentamiento con la propia conciencia y
la escucha de su voz inapelable, y tantos otros, de acuerdo con las
características y las circunstancias de las personas.
Entre los momentos que tales experiencias comportan suelen
enumerarse: una cierta preparación remota y próxima, consciente o
inconsciente por parte del sujeto, preparación que, en todo caso
consiste más en predisposiciones ajenas a la voluntad del sujeto que en
la determinación y el proyecto de su parte de obtener tal experiencia. La
ocasión concreta en que el hecho se produce: un acontecimiento
importante en la vida de la persona, una palabra escuchada, un sueño,
una idea, todo ello coincidiendo con una situación particular que muy
frecuentemente comporta cierta ruptura de la vida habitual, ordinaria:
enfermedad o convalecencia, situación de reclusión o cautiverio,
fracasos o logros importantes en la vida. Tales ocasiones pueden faltar
por completo en las experiencias de trascendencia que nos sobrevienen
en medio de la vida cotidiana.
El hecho mismo parece tener su centro en el sentimiento que es,
por así decirlo, el órgano ordinario de tales experiencias. Pero un
«sentimiento de realidad», que procura la firme convicción de haber
entrado en contacto con el fondo de las cosas que se escapa a nuestro
contacto con ellas en la vida ordinaria, y que desencadena formas muy
peculiares de pensamiento.18
La naturaleza de tales sentimientos tiene mucho en común con lo
que las mejores descripciones de la experiencia estética identifican
18 Hermann Hesse ha descrito así lo peculiar de tal sentimiento: «El
sentimiento que le inundaba por completo ocupaba todo su pensamiento mientras caminaba lentamente. Iba reflexionando profundamente. Se hundía en ese sentimiento como uno se hunde en el agua, hasta que llegaba a tocar fondo, es decir, hasta que llegaba a desentrañar las causas, porque en eso es en lo que le parecía consistir el pensamiento. Por ese medio únicamente los sentimientos se hacen ciencia y en lugar de desvanecerse adquieren una forma e irradian lo que llevan dentro».
como «sentimiento estético». Éste, según Mikel Dufrenne, «va más allá
de la simple presencia del objeto percibido, porque entra en la intimidad
de lo percibido, y eso requiere del sujeto una interioridad, una
participación, cierta comunión. El sentimiento afecta a la totalidad del
sujeto, y en él se produce un don recíproco: no se me da, más que si yo
me doy». «En el sentimiento, el mundo, la realidad, es sentida. No es
una emoción como la de la vida práctica, que conduce a la acción. Aquí
lleva a la contemplación. Se trata, pues, de un sentimiento que conduce
a un descubrimiento; como el sentimiento artístico revela un mundo, el
sentimiento de la experiencia de trascendencia abre a “otro mundo”, o,
mejor, a “lo otro” que habita la realidad tal como se nos da en la
experiencia cotidiana». «Hay, podría decirse aquí también, otro mundo y
ese otro mundo es éste». Hay «más que mundo». La referencia a la
realidad propia al sentimiento no es objetiva. «Oceánico», Infinito,
trascendencia en la inmanencia señalan lo original de la realidad
revelada o que se me manifiesta. Un nuevo momento de las experiencias
de trascendencia es el de la interpretación de lo vivido. Porque, como
dijo Ricoeur, «toda experiencia es síntesis de presencia e interpretación».
Una interpretación que es pensamiento interior e íntimamente asociado
a la experiencia; que es como su eco. Más que reflexión, toma de
conciencia, «advertencia», con una palabra frecuente en san Juan de la
Cruz.
Por último, las experiencias que estamos intentando identificar
producen repercusiones intensas en el plano del psiquismo, que
constituyen otros tantos sentimientos concomitantes entre los que
destacan la paz, la serenidad, el gozo y una especie de reconciliación
consigo mismo y con la totalidad de lo real.19
Tales experiencias, difícilmente formulables originan lenguajes
19 La descripción ofrecida sigue en líneas generales la descripción de L. Roy en
sus obras citadas en la nota 14.
propios entre los que se destacan el relato autobiográfico y la expresión
poética. Ya he ofrecido un ejemplo de lo primero. Veamos ahora un
eminente ejemplo de la segunda, contenida en el poema, La luz, del
poeta contemporáneo Eloy Sánchez Rosillo:
No se puede prever. Sucede siempre
cuando menos lo esperas. Puede pasar que vayas
por la calle, deprisa, porque se te hace tarde
para echar una carta en correos, o que
te encuentres en tu casa por la noche, leyendo
un libro que no acaba de convencerte; puede
acontecer también que sea verano
y que te hayas sentado en la terraza
de una cafetería, o que sea invierno y llueva
y te duelan los huesos; que estés triste o cansado,
que tengas treinta años o que tengas sesenta.
Resulta imprevisible. Nunca sabes
cuándo ni cómo ocurrirá.
Transcurre
tu vida igual que ayer, común y cotidiana.
«Un día más», te dices. Y de pronto,
se desata una luz poderosísima
en tu interior, y dejas de ser el hombre que eras
hace sólo un momento. El mundo, ahora,
es para ti distinto. Se dilata
mágicamente el tiempo, como en aquellos días
tan largos de la infancia, y respiras al margen
de su oscuro fluir y de su daño.
Praderas del presente, por las que vagas libre
de cuidados y culpas. Una actitud insólita
te habita el ser: todo está claro, todo
ocupa su lugar, todo coincide, y tú
sin lucha lo comprendes.
Tal vez dura
un instante el milagro, después las cosas vuelven
a ser como eran antes de que esa luz te diera
tanta verdad, tanta misericordia.
Mas te sientes conforme, limpio, feliz, salvado,
lleno de gratitud. Y cantas, cantas.20
El análisis incluso somero de estas experiencias muestra su
proximidad a las que la psicología humanista , y en concreto, A. Maslow
identifica como «experiencias-cumbre» (peak experiences). Los rasgos
que comparten son muchos: situaciones en que se producen,
características psíquicas, su condición de experiencias meta-motivadas
y meta-funcionales, que ponen en contacto con valores que valen por sí
mismos, pertenencia de lo experienciado al orden de los fines y que
puede otorgar a la vida sentido y valor. Por eso tal vez pueda decirse
que constituyen una variedad de las mismas.
VI. EXPERIENCIAS DE MÍSTICA PROFANA
Son experiencias muy próximas a las que acabamos de describir.
Michel Hulin,21 en una de las monografías más completas sobre las
mismas, subraya como sus rasgos peculiares: su carácter súbito, la
desproporción entre su intensidad y la banalidad de las ocasiones que
con frecuencia las desencadenan. Más sistemáticamente, el autor
20 Eloy Sánchez Rosillo, «La vida», en Las cosas como fueron, Tusquets,
Barcelona, pp. 287-288. 21 La mystique sauvage, PUF, Paris, 1993. Referencias más amplias a esta obra
en mi trabajo, El fenómeno místico. Estudio comparado, Trotta, Madrid, 22003, pp. 97-129.
condensa esos rasgos en «la triple unidad» que comparten todas sus
formas. Unidad fenomenológica, que se refiere a su forma de aparecer, y
que comporta: la ruptura del curso ordinario de las ideas, la pérdida de
contacto eficaz con el entorno inmediato, la sensación de angustia y
maravillamiento que se sigue del hecho de que el sujeto haya sido
catapultado a un tiempo, un espacio y un universo cualitativamente
diferentes de los que rigen en la vida ordinaria, el retorno instantáneo,
con la consiguiente dificultad de readaptación, a este mundo y a las
condiciones que en él reinan. Unidad temática, que remite a su
contenido, y que comporta: una revelación «aplastante», (sobrecogedora)
de una realidad frente a la cual el mundo sensible y la existencia social
no son más que un teatro de sombras; la integración de las
contingencias de nuestras vidas dispersas en una necesidad que es al
mismo tiempo orden y perfección; y la conciencia de que un solo
impulso vital nos anima a todos. Y unidad intencional, con la que se
refiere al hecho de que en ellas la existencia individual, con su división
de lo vivido en bueno y malo, queda denunciada como el pecado por
excelencia que debe ser superado —que es superado en ellas— para que
la plenitud que yace en nosotros pueda aflorar a la conciencia.
Más interés que la insistencia en sus características como
experiencia tiene sin duda subrayar su condición de experiencia al
margen de las religiones y, por tanto, caracterizarla como experiencia
profana y mostrar su relación con la mística religiosa. Dejando de lado
su caracterización de «mística natural», desde criterios teológicos, en
oposición a la sobrenatural, algunos de sus estudiosos ven en ella el
núcleo esencial, común a todas las formas de mística y anterior a todas
las posibles interpretaciones. Según esto, las diferentes formas de
mística religiosa serían tan sólo el producto de una determinada
interpretación, con los recursos propios de cada sistema religioso, de la
única experiencia mística que consistiría en la subversión radical del
orden del mundo de la vida ordinaria, que tiene lugar en tales
experiencias de la mística profana. Las diversidad de las místicas no
afectaría a la experiencia en cuanto tal que se identificaría con la de la
mística profana. A mi entender, no existe esa esencia presente de forma
unívoca en las diferentes variedades de mística. Estas no se deben a las
múltiples interpretaciones que ofrece cada religión, por la sencilla razón
de que no existe experiencia sin interpretación. La diversidad interviene
en el núcleo mismo de la experiencia y en esa diversidad se da una
primera frontera que permite distinguir las experiencias de mística
profana que hemos identificado como experiencias de trascendencia y
las experiencias de trascendencia o experiencias místicas de carácter
religioso. Pero estas últimas revisten todavía dos formas principales: las
experiencias de lo sagrado, y las variadas experiencias presentes en
todas las tradiciones religiosas.
VII. EXPERIENCIAS DE LO SAGRADO
Éstas pertenecen ya al mundo de las religiones, pero pueden
producirse al margen de las religiones establecidas y de sus
instituciones y por eso caen dentro del objeto de nuestra ponencia. La
dificultad para la identificación precisa de su identificación radica en
las muy variadas formas de entender el significado de «lo sagrado». Si se
entiende la expresión como un medio para designar el objeto, mejor, el
contenido de las experiencias religiosas o, con otras palabras, el
término de la relación religiosa en un estadio anterior a la configuración
de ese término bajo la forma de «Dios» en las tradiciones teístas, o las
correspondientes a ese término: Brahman, Tao, el Vacío, etc., en otras
tradiciones, las experiencias de lo sagrado serían una forma peculiar de
lo que en nuestra propia tradición llamamos experiencia de Dios, pero
con un grado menor de precisión en el término o el contenido de la
experiencia. Podría, pues, ser entendida como la experiencia de «lo
numinoso» a la que se refiere R. Otto en Lo santo.22 En ese caso, la
descripción por este autor de la experiencia del Misterio tremendo y
fascinante sería la mejor referencia para la identificación de esa
experiencia de lo sagrado.
En cambio, si se entiende «lo sagrado» como la categoría utilizada
por la moderna ciencia de las religiones para referirse al mundo
humano específico, al ámbito de realidad, que se correspondería con la
intencionalidad propia del sujeto religioso, en el que se inscriben todos
los elementos que componen el fenómeno religioso qua talis , es decir,
en lo que tiene de religioso, en ese caso las experiencias de «lo sagrado»
serían experiencias de trascendencia vividas por sus protagonistas en el
interior de ese mundo específico y desde la peculiar intención humana
que lo origina. De ahí, que se las pueda considerar ocupando, de alguna
manera, un espacio intermedio entre las experiencias de trascendencia
o de mística profana, por una parte, y las experiencias del Misterio
configurado bajo las distintas formas en que aparece en las diferentes
religiones.
Para caracterizar tales experiencias habría que detallar los rasgos
propios del mundo de lo sagrado: mundo de lo último, lo único
necesario, lo valioso por excelencia, mundo en el que el sujeto penetra
por el paso de un umbral tan real como invisible, que requiere de su
parte una verdadera «ruptura de nivel existencial», y en cuyo interior el
sujeto tiene conciencia de que lo que está en juego es el ser o no ser o,
mejor, la salvación o la perdición. ¿Es posible penetrar en este ámbito
sin que esa entrada ponga en contacto con la realidad que lo hace
surgir, el Misterio en sus diferentes configuraciones? A mí me resulta
difícil pensarlo. Por eso, a mi entender, en las experiencias de «lo
sagrado» entendido en el sentido que doy a la palabra, se vislumbraría
22 Edición castellana en Alianza, Madrid, 1978.
de alguna manera al menos «lo numinoso», es decir, el Misterio en su
configuración más vaga, menos precisa. Por eso, creo también que las
experiencias de lo sagrado comportan los rasgos de experiencias
sobrecogedoras al mismo tiempo que fascinantes y cautivadoras que R.
Otto les atribuye. ¿Qué las distinguiría entonces de las diferentes
experiencias de Dios o de lo Divino? Fundamentalmente, el hecho de
que en las experiencias que no pasan de este nivel el sujeto no da el
paso del reconocimiento de ese Misterio, que es la condición
indispensable para que su presencia se haga efectiva. En las
experiencias de lo sagrado el sujeto vislumbraría la tierra prometida,
objeto de los anhelos más profundos del ser humano sin dar el paso
que lo introduciría en ella. Tales experiencias coincidirían, por tanto,
con las experiencias de trascendencia y se distinguirían de ellas por
estar impregnadas de los matices peculiares del mundo religioso, que
las distinguirían de las experiencias de trascendencia moduladas como
experiencias éticas, estéticas o metafísicas. ¿No podría verse una
expresión de las diferencias que intento mostrar en el célebre texto de la
Carta sobre el humanismo de Martin Heidegger donde, tras haber
constatado la diferencia fenomenológica entre el Dios de la filosofía y el
Dios de la religión, escribe:
Sólo a partir de la verdad del ser se puede pensar la
existencia de lo sagrado; sólo a partir de la esencia de lo sagrado
se puede pensar la esencia de la divinidad, y sólo a la luz de la
esencia de la divinidad puede ser pensado y expresado lo que
debe designar la palabra «Dios».23
A mi modo de ver, la obra de Eliade ofrece también bases
explícitas para la comprensión que propongo de las experiencias de lo
23 Lettre sur l’humanisme, Aubier, Paris, 1957, pp. 130-131.
sagrado en muchas de sus páginas: aquéllas justamente, en las que,
buscando la raíz de las «sacralidades», las hierofanías o condensaciones
de lo sagrado, la descubre en una estructura de la conciencia que
origina una forma de ser en el mundo caracterizada por la apertura a la
trascendencia constituida en fuente de significación y de valores
sobrehumanos; una apertura ejercida en la religión con unos armónicos
peculiares que conducen a una nueva forma de espacialidad —espacio
sagrado—, una nueva forma de vivir la temporalidad —tiempo
sagrado— y una nueva forma de ejercicio de la existencia que hace
posible esa peculiar forma de ser hombre que llamamos homo religiosus.
Pero ¿puede surgir ese homo religiosus, ese mundo de lo sagrado
diferente de los mundos surgidos en las diferentes formas de referencia
a la trascendencia, sin que se produzca el reconocimiento del Misterio
bajo la forma que le atribuye una religión concreta? Tal vez ahí resida
una de las peculiaridades de lo sagrado en situación de modernidad y,
por tanto, de secularización avanzada y de crisis radical de las
religiones instituidas. Esa, al menos, me parece una de las formas
peculiares de religiosidad o espiritualidad, de la expresión de lo
sagrado, características de la modernidad sobre todo en esa fase tardía
que llamamos pos o transmodernidad. ¿Por qué si no esa obstinación
en la referencia a lo sagrado junto a —o más allá de— lo ético, lo
estético y determinadas formas de sabiduría de tantos autores que no
admiten la validez de las religiones tradicionales establecidas, pero
tampoco se resignan a dejarles a ellas el monopolio de lo sagrado? Para
mostrar que lo peculiar de las experiencias de lo sagrado frente a las
experiencias de Dios o sus equivalentes en las religiones es la falta en
las primeras de la forma de reconocimiento del Misterio que en las
segundas representa la fe o las actitudes homólogas en el resto de
tradiciones, cabe observar que muchos de los nuevos lenguajes sobre lo
sagrado se articulan en torno al ser humano y la trascendencia que le
es propia, su dimensión de profundidad, su dignidad inviolable. Como
indicadores en la dirección de la existencia de esa especie de
experiencias autónomas de lo sagrado podemos remitir a las diferentes
formas que va cobrando en la actualidad la llamada «metamorfosis de lo
sagrado». Una transformación que afecta al contenido: «lo sagrado es el
hombre», eco perfecto del res sacra homo de Séneca, y a la actitud por la
que se le reconoce, que no requiere el trascendimiento de la persona
más allá de sí misma, sino la vuelta a la propia intimidad, y que por eso
no se propone la radical transformación del sujeto, sino la devolución al
mismo de dimensiones y niveles de profundidad que le niega la cultura
sólo tecnocientífica y económica. «Lo que vamos a intentar salvar,
escribe unos de los teóricos de esta religiosidad “después de la religión”
y “después de Dios”, son ciertas formas de existencia religiosa, es decir,
ciertas formas y prácticas de personalidad, ciertas modalidades de
conciencia y formas de expresarse a sí mismo en la propia vida. En el
futuro veremos nuestra religiosidad no como doctrina sobrenatural,
sino como un experimento de personalidad».24 En la misma dirección se
expresa L. Ferry: «Hace veinticinco años la sola idea de una
espiritualidad laica nos habría hecho reír. Hoy, en cambio, la expresión
nos viene como anillo al dedo para designar una esfera más elevada que
la de la moral: la aspiración a lo sagrado se reorienta a partir del mismo
ser humano y del misterio de su libertad». «La trascendencia ha
precisado uno de sus comentaristas, deja el cielo y se sume en las
relaciones horizontales: en lo humanitario».25
Para terminar este recuento incompleto de experiencias de
trascendencia al margen de las religiones me referiré a un último
espacio: el de las espiritualidades en la actual situación socio-cultural.
24 D. Cupitt, After God. The Future of Religion, Weidenfeld and Nicholson,
Londres, 1997, p. 82. 25 L. Ferry, El Hombre-Dios, o el sentido de la vida, Tusquets, Barcelona, 1997.
Cf. También el comentario contenido en M. Rondet, «Spiritualités hors frontières», Études, nº 386 (1997), pp. 231-238.
VIII. ESPIRITUALIDADES AL MARGEN DE LAS RELIGIONES
«Búsquedas espirituales» y «nuevas espiritualidades» son los
términos con los que los analistas de la actual situación religiosa
definen un campo de fenómenos que viene manifestándose en los
últimos decenios. A mi entender constituye un nuevo avatar de la
tendencia moderna a proponer alternativas a las religiones instituidas
sometidas a críticas cada vez más radicales. Los términos utilizados
para describirlo se corresponden con las características del fenómeno.
El plural remite a la variedad de formas que reviste. Los términos, sobre
todo «búsquedas», dan a entender que no se trata de hechos ya
consumados, ni de situaciones establecidas, sino de corrientes fluidas,
de experiencias en curso.
No creo necesario entrar aquí en la historia de la palabra
«espiritualidad» ni en los «sedimentos» que la larga historia de su empleo
ha dejado en su significado.26 Es sabido, que, como sucede con otros
términos, como el de «mística», durante siglos ha prevalecido el uso del
adjetivo «espiritual» sobre el del sustantivo «espiritualidad», hasta el
punto de que el sustantivo no aparece ni en santa Teresa ni en san
Juan de la Cruz. Introducido éste último, con él se significaba la forma
de vida según el Espíritu de Dios, en oposición a la vida orientada por
los criterios «carnales», es decir, sólo mundanos. La situación de
pluralismo religioso que se extiende a lo largo del siglo XX hace que las
historias de la espiritualidad, a partir de la mitad de siglo, comiencen a
incluir el estudio de las espiritualidades propias de religiones no
cristianas, como formas análogas de espiritualidad. La situación
radicalizada de secularización y la crisis de las religiones establecidas
26 Para la cuestión me permito remitir a mi nota «La noción de espiritualidad en
la situación contemporánea», Arbor, nº 689, mayo 2003, pp. 613-628.
que viene extendiéndose en las últimas décadas, ha hecho que la
palabra «espiritualidad» se utilice para referirse a formas de vivir la
condición humana que tienen en cuenta y desarrollan sus aspectos
espirituales, independientemente de la adscripción del sujeto que las
vive al cristianismo o a cualquier otra religión.
Este uso tiene precedentes ya en la primera mitad del siglo
pasado: «El único problema concreto que conozco, escribía A. Camus en
La peste, es: ¿Se puede ser santo sin Dios?». Pero se ha extendido hasta
hacerse común, en contextos religiosos y ajenos a toda religión, en su
segunda mitad. Los mismos teólogos de la vida espiritual introducen
este punto de vista en sus definiciones de «espiritualidad». Baste
recordar la ofrecida por H. Urs von Balthasar: «La actitud básica,
práctica o existencial propia del hombre y que es consecuencia de su
visión religiosa o [...] ética de la existencia».27 Un documento de la
Compañía de Jesús afirma: «La vida espiritual de los seres humanos no
ha muerto; simplemente se desarrolla fuera de la Iglesia e incluso fuera
de las religiones». Un reciente Diccionario de Espiritualidad, escrito por
autores católicos, al referirse a la espiritualidad contemporánea lo hace
en estos términos: «Superada una mentalidad estrecha que constituía la
espiritualidad en monopolio de los cristianos o incluso de una
determinada categoría de ellos, hoy día se considera que la
espiritualidad debe atribuirse a todo hombre que esté abierto al misterio
y viva según sus verdaderas dimensiones. La espiritualidad se
considera desde una perspectiva antropológica; es la prerrogativa de las
personas auténticas que, de cara a lo real y a la historia, han realizado
una elección axiológica decisiva, fundamental y unificante, capaz de dar
sentido definitivo a la existencia». «Por encima de la adhesión a una
estructura confesional, existe una espiritualidad que une a todos los
27 «El Evangelio como criterio y norma de toda espiritualidad en la Iglesia»,
Concilium, 1 (1965), pp. 7-25.
hombres que han llegado a una opción fundamental de renuncia al
egoísmo y de apertura al amor. Frente a esa opción de fondo no hay ya
cristianos y no cristianos, creyentes y no creyentes. Sólo hay personas
egoístas o personas que saben tomar una actitud oblativa».28
Refiriéndose a La sabiduría de los modernos, de L. Ferry y A. Comte-
Sponville, un autor francés escribía: «Nuestros nuevos sabios no
filosofan abstractamente. ¿Qué buscan? Una espiritualidad para
nuestro tiempo. He subrayado “espiritualidad”. La palabra hace furor
hoy. Más suave que “religiosidad”, parece menos dogmática que “fe”,
más ecuménica que “Iglesia”. Es una palabra “anti-estrés”, llave
maestra, agradable, acomodaticia, una palabra de buena ley».29
No es posible entrar aquí en las diferentes formas de
espiritualidades actuales al margen de la religión.30 Las más
importantes se encuentran, por una parte, en los muchos movimientos,
más espirituales que religiosos, agrupados bajo la denominación de
«Nueva Era»; y, por otra, en las espiritualidades de contenido
fundamentalmente ético presentes en los diferentes humanismos no
religiosos. Los primeros se orientan al cultivo de la interioridad, el
establecimiento de una nueva alianza con la naturaleza y buscan sobre
todo la autorrealización del propio sujeto. Los segundos tienen en
común una forma de vida cuya característica fundamental es la
superación del egoísmo y la realización de una opción por la apertura al
otro y la relación con él. Más generalmente, las espiritualidades ajenas
a las religiones comparten con las religiosas, atendiendo a su contenido,
28 S. De Fiores, “Espiritualidad contemporánea”, Nuevo Diccionario de
Espiritualidad, San Pablo, Madrid, 1983, pp. 454-474. 29 L. Longchamp, citado en Michel Rondet, Études, 390, (1999), pp. 651-658. 30 Elementos para esa descripción en el artículo cit. supra, nota 26, con las
referencias que ofrece. Para una buena exposición de conjunto, cf. el número monográfico «La sagesse. La quête d’une spiritualité sans Dieu» en Le Monde des religions, noviembre-diciembre 2006. Buen ensayo de interpretación del fenómeno en el artículo de Jean-Louis Schlegel, La sagesse laïque au secours des modernes, pp. 28-29. Un caso típico de tal espiritualidad, A. Comte-Sponville, L’esprit de l’athéisme. Introduction à une spiritualité sans Dieu, Albin Michel, París, 2006.
el cultivo de valores que valen, no porque sacien determinadas
necesidades y los correspondientes deseos del ser humano (valores
meramente útiles), sino por su propio valor; valores por tanto que
reciben su valor, no de la ordenación al sujeto y a su bienestar, sino del
hecho de que hacen valiosa la vida, y por eso invitan al reconocimiento
incondicional, suscitan la responsabilidad y dan un sentido a la
existencia.31
IX. CONCLUSIÓN
El descubrimiento de formas de experiencias de trascendencia, de
experiencias de lo sagrado y hasta de formas de experiencia mística, así
como la aceptación de formas de espiritualidad al margen de las
religiones establecidas plantea problemas a algunos sujetos religiosos
que, por vivir todas las dimensiones de la persona integradas y
articuladas en torno a la vida religiosa, tienden a excluir que el ejercicio
de tales dimensiones pueda darse en personas distanciadas de las
religiones tradicionales. Se reproduce en el terreno de la espiritualidad
la dificultad experimentada por esos mismos sujetos religiosos para
aceptar una posible base común de ética «civil» con personas no
creyentes en el seno de sociedades pluralistas y secularizadas.
Para responder a tal dificultad convendría observar que la
presencia de espiritualidades laicas no priva a los sujetos religiosos de
la posibilidad y la necesidad de vivir y hacer presente la identidad
31 Los antecedentes antiguos de este tipo de espiritualidad están representados
por la «ética humanista», basada en la naturaleza del hombre y justificable por la razón: un pensamiento según el cual la pertenencia a la especie humana basta para prescribir el respeto y la solidaridad para con todo hombre, espiritualidad centrada en la virtud de la filantropía o la humanitas de la escuela peripatética, del platonismo medio y el neoplatonismo y del estoicismo, aunque en algunas de estas escuelas sea manifiesta la referencia a la trascendencia o a los dioses y a su imitación. Para el conjunto de la cuestión y la comparación con el humanismo derivado de las fuentes judías, con alusiones al cristianismo, cf. Katell Berthelot, Le monothéisme peut-il être humaniste? Fayard, París, 2006.
religiosa y, en su caso, cristiana, en el terreno de la experiencia vivida y
en el de la espiritualidad, y de hacer presentes los valores que comporta
para la vida personal y para la sociedad. También habría que observar
que en las mismas tradiciones religiosas, y, desde luego, en la cristiana,
existen indicaciones precisas sobre la importancia en ellas de valores y
conductas no específicamente religiosas, como el respeto de la justicia,
el servicio y la ayuda a los otros y el amor mutuo, apreciadas como
centrales en el sistema religioso y cristiano: «Quien no ama no conoce a
Dios, porque Dios es amor»; «Lo que hicisteis al más pequeño a mí me lo
hicisteis»; «Tuve hambre y me disteis de comer...», etc. Que son las
mismas religiones las que relativizan el cuerpo de las mediaciones
religiosas, frente al valor incondicional del ser humano, imagen de Dios:
«El sábado es para el hombre y no el hombre para el sábado»; y que, en
último término, Dios es mayor que la religión —F. Rosenzweig ha escrito
que Dios creó al hombre, no la religión— y que, por tanto, el hombre
puede entrar en contacto con él por caminos que no pasen por la
religión.
Por eso, la atención a todos estos caminos «laicos» hacia el
Absoluto debería, más bien, poner a los sujetos religiosos y a los que no
lo son ante el desafío, desde el terreno común de las experiencias de
trascendencia y las espiritualidades que compartimos, de entrar en
diálogo franco y en estrecha colaboración para buscar respuesta a los
problemas, comunes a todos, de la humanidad y su futuro.