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EXPERIENCIAS DE TRASCENDENCIA AL MARGEN DE LAS RELIGIONES ESTABLECIDAS Juan Martín Velasco El desarrollo del tema que se me ha propuesto 1 requiere una referencia inicial a lo que entendemos por «religiones» y, más precisamente, religiones establecidas, y al lugar y la importancias que en ellas reviste la experiencia. Sobre una base humana que no me detengo en describir ahora y que es la dimensión de trascendencia, manifestada en la desproporción originaria entre «la finitud y la infinitud», la contingencia y la necesidad de superarla, característica del ser humano, el hecho religioso consiste, a mi entender, en un núcleo bipolar: el reconocimiento por el sujeto (actitud religiosa) de la presencia en su interior de una trascendencia que le precede y le excede de forma absoluta, a la que me refiero con la categoría de «Misterio», representada de formas muy variadas por las diferentes religiones; ese núcleo origina un sistema sumamente complejo de mediaciones que abarcan lugares, tiempos, realidades mundanas de todo tipo, creencias, rituales, sentimientos, personas, comunidades e instituciones, en el que el sujeto descubre la presencia del Misterio y expresa su actitud radical de reconocimiento del mismo. El fenómeno religioso aparece siempre realizado por grupos humanos de formatos diferentes, organizados de acuerdo con las leyes que regulan las formas de existencia colectiva y que ejercen una función de sanción y regulación sobre las diferentes mediaciones del sistema. La 1 Me he ocupado del mismo tema en «Experiencias de lo sagrado al margen de las religiones», en, Associació cristianisme al segle XXI, Religions institucionalitzades en una societat laica, 2006, que aquí aparece ligeramente modificado y actualizado. Algunos aspectos del problema los desarrollé desde otra perspectiva en «Religión y moral», Isegoría, nº 10, 1994, pp. 43-64.

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EXPERIENCIAS DE TRASCENDENCIA

AL MARGEN DE LAS RELIGIONES ESTABLECIDAS

Juan Martín Velasco

El desarrollo del tema que se me ha propuesto1 requiere una

referencia inicial a lo que entendemos por «religiones» y, más

precisamente, religiones establecidas, y al lugar y la importancias que

en ellas reviste la experiencia.

Sobre una base humana que no me detengo en describir ahora y

que es la dimensión de trascendencia, manifestada en la desproporción

originaria entre «la finitud y la infinitud», la contingencia y la necesidad

de superarla, característica del ser humano, el hecho religioso consiste,

a mi entender, en un núcleo bipolar: el reconocimiento por el sujeto

(actitud religiosa) de la presencia en su interior de una trascendencia

que le precede y le excede de forma absoluta, a la que me refiero con la

categoría de «Misterio», representada de formas muy variadas por las

diferentes religiones; ese núcleo origina un sistema sumamente

complejo de mediaciones que abarcan lugares, tiempos, realidades

mundanas de todo tipo, creencias, rituales, sentimientos, personas,

comunidades e instituciones, en el que el sujeto descubre la presencia

del Misterio y expresa su actitud radical de reconocimiento del mismo.

El fenómeno religioso aparece siempre realizado por grupos

humanos de formatos diferentes, organizados de acuerdo con las leyes

que regulan las formas de existencia colectiva y que ejercen una función

de sanción y regulación sobre las diferentes mediaciones del sistema. La

1 Me he ocupado del mismo tema en «Experiencias de lo sagrado al margen de

las religiones», en, Associació cristianisme al segle XXI, Religions institucionalitzades en una societat laica, 2006, que aquí aparece ligeramente modificado y actualizado. Algunos aspectos del problema los desarrollé desde otra perspectiva en «Religión y moral», Isegoría, nº 10, 1994, pp. 43-64.

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institucionalización de las religiones tiene su centro en el sistema

organizado de mediaciones del grupo religioso, instituido como

normativo por la autoridad que lo «gestiona».

La forma ordinaria de considerar la religión en nuestro ámbito

cultural la entiende como magnitud diferente del conjunto de la

sociedad en la que vive y relativamente autónoma en relación con ella.

Pero sabemos que las formas de relación entre religión y sociedad han

sufrido una evolución considerable a lo largo de la historia, desde la

práctica identificación entre ambas en las sociedades indiferenciadas

arcaicas, pasando por la diferenciación de las culturas de la

Antigüedad, en las que lo sagrado, constituido ya en magnitud

diferente, sigue ejerciendo una presencia preponderante, hasta llegar a

las sociedades secularizadas surgidas en la Modernidad en el mundo

occidental, en las que los diferentes aspectos de la vida personal, social

y cultural se han emancipado de la tutela de la religión.

I. LA TENSIÓN RELIGIÓN PERSONAL-RELIGIÓN INSTITUCIONAL

En todas estas situaciones, la consideración abstracta y

meramente estructural del fenómeno hace pensar en la constitución de

las medicaciones por el sujeto religioso a partir de su experiencia

personal. Pero una consideración concreta a partir de los hechos

muestra que la institución precede al sujeto religioso individual y que,

incluso en las religiones universales —en las que el sujeto es la persona

singular, independientemente de la nación, raza y cultura a la que

pertenece— cada sujeto religioso comienza a serlo naciendo a un cuerpo

institucional que le es previo: doctrinas y lenguajes, prácticas cúlticas o

formas de vida, que el sujeto recibe y hace suyas. Así, ordinariamente,

el sujeto accede a la religión en el seno de una tradición-institución,

gracias a un proceso de socialización integral, que abarca la cultura y la

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vida toda, y que contiene como parte del mismo la socialización en la

religión de la comunidad. Digo «ordinariamente», porque cabe otra vía

de acceso a la religión: la de la experiencia de la conversión. Pero

incluso ésta es vivida en el interior de una tradición en la que inscribe

al converso y que éste tiene que apropiarse. El converso al cristianismo

Agustín tiene que escuchar de uno de sus mentores que hasta que no

entre en la Iglesia no será cristiano.

En el marco general descrito se desarrolla después una tendencia

a la personalización que consiste en la apropiación personal y la

interiorización de lo aceptado; es el paso de la pertenencia institucional

a la religión personal. El medio por excelencia de esa personalización, es

la experiencia personal, que comporta, además del ejercicio de la

actitud religiosa fundamental, la asunción de las mediaciones propias

del grupo, en las que el sujeto imprime después progresivamente su

sello personal. Esto significa que la experiencia, de suyo parte

integrante del núcleo bipolar que constituye el centro de la religión, es

de hecho un momento segundo de la evolución religiosa, a gran escala y

a la escala reducida de cada religión y de la vida religiosa de la persona.

Constituye, han dicho algunos, el «estadio romántico» de la religión,2

frente al «estadio clásico» de la formación de los grandes sistemas y su

cristalización en formas sociales, rituales, doctrinales e institucionales.

Pero, en una religión a la que, en la mayor parte de los casos, se

ha nacido, surge después la conciencia de la experiencia personal del

Misterio, vivida por personas singulares que participan, que forman

parte, de una determinada religión tradicional e institucionalizada. Tal

toma de conciencia está atestiguada en todos aquellos que han dado el

paso de la sola pertenencia institucional a una religión, a la religión

personal. Expresiones de la misma son confesiones como la de Job al

2 Cf. Leo Baeck, «Diogène», nº 58 (1967), p. 10, citado en G. Scholem,

Mysticisme et societé: un paradoxe créateur.

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final de su libro: «Hasta ahora sabía de ti de oídas; ahora te han visto

mis ojos»; o la del fiel hindú de la Kena Upanishad: «Esto es en verdad

Brahman, no lo que las gentes veneran como tal». El momento personal

o experiencial de la religión tiene su culminación en el llamado

elemento místico desarrollado en casi todas las religiones. Por eso

puede ser útil estudiar la tensión religión personal-religión institucional

aludiendo a la tensión mística-institución.

II. MÍSTICA E INSTITUCIÓN RELIGIOSA

El surgimiento de la religión personal gracias a la experiencia

supone cierta ruptura con la forma anterior de religiosidad, que tiene su

origen en una insatisfacción frente a lo que aporta la tradición-

institución en la que se está inscrito, con los dogmas, mandamientos,

ritos y el resto de elementos institucionales que ha producido. A la

insatisfacción suele seguir una búsqueda personal en la que, frente a

los «intermediarios institucionales», el sujeto busca la inmediatez y la

certeza que sólo la experiencia personal puede otorgarle. Tal búsqueda

tiene algo de aventura —al místico se le ha llamado el explorador del

mundo religioso, «pionero del espíritu», «aventurero del infinito» (E.

Underhill), frente al cartógrafo que serían el teólogo y el resto de los

agentes institucionales—, solitaria a veces, pero frecuentemente

acompañada por maestros que ya han recorrido esos senderos no

trillados. La aventura personal produce a veces el aislamiento y hasta la

exclusión de la institución. La búsqueda de la inmediatez de la relación

con el Misterio aleja a veces al sujeto de las representaciones

institucionales, y le lleva muchas veces a la relativización de todo lo

anterior, reducido a «añadidura» frente al «Único necesario» buscado o

encontrado por él.

Estos primeros y esenciales momentos de la personalización de la

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fe hacen que, sobre todo en sus grados más altos, como la experiencia

mística, se la considere un hecho «antisocial» y anti-institución, por

naturaleza. De ahí, que fácilmente se llegue a considerar incompatibles

el elemento experiencial, sobre todo en sus grados más elevados, y el

institucional, y a tener a los sujetos de las experiencias por condenados

a desarrollarlas necesariamente al margen de la institución de su

propia religión. G. van der Leeuw expresa esa opinión muy generalizada

en estos términos:

Todo lo aislado, lo particular, lo histórico de las religiones

es, en última instancia, indiferente para el místico [...] El místico

habla los idiomas de todas las religiones, pero ninguno es esencial

para él [...] El meollo del cristianismo, la encarnación de Dios, en

último término, sólo puede ser para el místico una parábola de su

propia historia. La encarnación se convierte en generatio aeterna

en los corazones de los hombres.

Max Weber expresa la misma idea en estos otros términos: «La

santidad no tiene lugar en la vida de la colectividad». En tales

apreciaciones se fundan las interpretaciones que hacen de los místicos

«anarquistas» de la propia religión que terminarían con la disolución de

las mediaciones religiosas mantenidas y sancionadas por las Iglesias.3

De ser esto así, la primera forma de experiencia religiosa al margen de

las instituciones la representarían los místicos, que no podrían serlo

más que bajo la forma de «cristianos sin Iglesia».4

A mi entender, la relación de la experiencia religiosa, incluso

mística, con la institución religiosa es más compleja. En lo que sigue

intentaré mostrarlo con ayuda de una reflexión luminosa de G. Scholem

3 Cf., por ejemplo, Lluìs Duch, Religió i mon modern, Publications de l’Abadia de

Montserrat, Barcelona, 1984, p. 25. 4 Como dice el texto bien conocido de L. Kolakowski.

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contenida en el artículo ya citado.

La ruptura de la experiencia con las mediaciones de la religión en

la que surge no puede ser completa, en primer lugar, porque, al afectar

a la persona entera, por surgir de su más «profundo centro», la

experiencia pone en máxima tensión las diferentes facetas del ser

humano: su razón, su deseo, su sentir, dotándoles de una ampliada

forma de pensar, sentir, imaginar y crear, y todo esto tiene evidentes y

necesarias repercusiones sobre el aspecto institucional de la religión, ya

que la única forma de vivir la experiencia es expresarla y esto sólo

puede ocurrir en el lenguaje que comienza siendo el de la propia

tradición, que los que hacen la experiencia dominan, enriquecen y

transforman. El éxtasis en sus grados extremos puede representar una

ruptura, pero siempre será una ruptura preparada y alimentada en las

fases anteriores de la experiencia, y continuada en sus repercusiones

sobre la forma de vivir del místico. De hecho si se conoce a los místicos,

es, además de por sus escritos, por las repercusiones que sus vidas y

sus obras han tenido en las religiones a las que pertenecen.

Lo que los datos de la historia muestran es una correlación, una

relación de influjo mutuo, en la que no faltan las tensiones, entre la

institución religiosa a la que pertenece el místico y la vida de éste, su

experiencia y su obra. En primer lugar, porque el hecho místico forma

parte de una institución que condiciona la experiencia y la tiñe de sus

características peculiares; y, además, porque la expresión de su

experiencia por el místico sacude la religiosidad ambiental y colabora en

la renovación de sus estructuras frecuentemente rígidas y rutinarias.

Esa eficacia se multiplica si, como sucede tantas veces, el místico reúne

en torno a sí discípulos que extienden en sucesivos círculos

concéntricos la influencia que sobre ellos ha ejercido el maestro.

La condición dialéctica de la relación del místico con la institución

a la que pertenece aparece con claridad en torno a cuatro aspectos

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importantes: El primero se deriva del hecho de que el místico y su

tradición tienen su origen en la misma fuente. Porque también las

tradiciones han surgido a partir de experiencias fundantes, que son

precisamente aquéllas a las que vuelve el místico para recuperarlas y

actualizarlas interiorizando su impulso y sus contenidos. Esto no evita

que la formulación ofrecida por el místico de su propia experiencia

pueda contener expresiones que la institución considere desviadas y

que la conduzcan a desautorizarlas y a desacreditar a su autor.

El segundo aspecto de la correlación del místico con su Iglesia se

sitúa en el terreno de las imágenes tradicionales contenidas en la

Escritura y la tradición y a las que el místico recurre como medios para

vivir y expresar su propia experiencia. Es verdad que en algunos

momentos el místico supera esas imágenes para llegar a formas de

expresión de cuyo contenido no puede dar cuenta de manera plena.

Pero también lo es que un alejamiento total de la propia tradición le

haría insignificante para ella. Por eso los místicos «experiencian» el Dios

que ha dado origen a la propia tradición y expresan el contenido de su

experiencia con las palabras mismas de la propia Iglesia. De nuevo aquí

cabe que algunas de sus expresiones entren en conflicto con una

comprensión literal y estrecha del dogma. Pero hay que tener en cuenta

que la profundidad y la intensidad de sus experiencias le hacen recurrir

a símbolos más que a conceptos para expresarlas, con lo que se atenúa

el peligro de confrontación con las expresiones teológicas en términos

conceptuales de la doctrina oficial.

Punto crucial de la correlación dialéctica o en tensión del místico

con el grupo es el posible conflicto entre la autoridad experiencial del

místico y la autoridad oficial de la tradición y los responsables

institucionales del grupo al que pertenece. Porque la religión oficial y su

autoridad descansa sobre la revelación otorgada al fundador. Pero el

místico tiene conciencia de entrar en contacto con esa fuente

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justamente gracias a su experiencia, y cabe que su expresión de tal

experiencia no coincida con la que la autoridad ofrece de la experiencia

original. En tales casos el místico se encuentra ante la alternativa de

aceptar la autoridad oficial, o negarla y oponerse a ella sobre la base de

su propia experiencia constituida en nueva fuente de autoridad.

El maestro espiritual es otro elemento importante que interviene

en la configuración de la experiencia del místico y en su relación con la

vida religiosa del grupo. Porque, por una parte, el maestro transmite la

sabiduría «oficial» del grupo y ayuda al místico a contrastar con ella los

rasgos más innovadores de su experiencia. Pero su magisterio no

consigue casi nunca eliminar los rasgos más característicos de la

experiencia enteramente peculiar de cada místico ni su perfecta

asimilación a la medida, con frecuencia mediocre, de la espiritualidad

del conjunto. Primero, porque la experiencia espiritual comporta entre

otros hallazgos el del Maestro interior al que ningún magisterio humano

consigue acallar y, además, porque muy raras veces los sujetos más

experimentados se limitan a recibir la instrucción de un solo maestro. Y

no es nada raro que precisamente esos místicos más experimentados

insistan en esa búsqueda hasta encontrar algún maestro que sintonice

con la voz que experimentan interiormente.

Todo esto hace que toda experiencia mística posea dos aspectos

contradictorios o complementarios, según los casos, uno conservador y

otro revolucionario, y que el desarrollo de uno u otro en su repercusión

social dependa de la personalidad y las circunstancias de la vida del

místico. Pero hay que tener en cuenta que el mismo místico

conservador, que mantiene la tradición, lo hace proponiendo su

reforma. Y por eso, decidido a dar al elemento espiritual su

preeminencia, se propondrá infundir ese elemento en el cuerpo

institucional al que pertenece. Para ello no pocos místicos fundan

congregaciones religiosas que sirvan de instrumento para la renovación

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de la institución.

La vida mística, escribió en este sentido E. Underhill, es «la agente

de una nueva manifestación de vitalidad espiritual en el mundo, la

madre de una descendencia espiritual [...]. La luz que la Divinidad

difunde converge en ellos como en un cristal, pero sólo para

atravesarlos y expandirse en todas las direcciones». Por eso también, la

mística, experiencia de suyo solitaria, conduce en muchos casos a

formas de mística organizada y a la fundación de comunidades

destinadas a favorecerlas, tales como las tarikas de los sufíes o las

congregaciones religiosas contemplativas del cristianismo.

No puede ignorarse, sin embargo, que existen también formas de

mística que subrayan su aspecto «revolucionario». En ellas se

manifiesta el aspecto «anárquico» y «asocial» y, por tanto,

antiinstitucional de la mística en cuanto fenómeno social. Son formas

que sacan todas las consecuencias de su paso por la «nada» del mundo

para llegar al «todo» de Dios; y que se permiten calificar al mismo «Dios»

de nada, y pedir a Dios que los libre de «su Dios». Esto puede llevar en

algunos casos a una especie de «nihilismo» místico que comporta la

eliminación de todas las formas visibles e institucionales de la vida

religiosa y social. Formas de mística en las que lo único que cuenta es

la libertad y que pueden desembocar en movimientos de contestación

radical de todo tipo de institución.

No faltan, además, casos en los que la misma reacción

«revolucionaria» se traduce en indiferencia frente a las instituciones y

sus normas. En tales casos los místicos rechazan todo culto exterior,

porque supondría un obstáculo para el verdadero crecimiento espiritual

de los fieles. Las formas revolucionarias de misticismo se ven

favorecidas por la introducción en ellas de elementos mesiánicos.

Movimientos tan dispares como el quietismo católico, el sabbataísmo

judío del siglo XVII, el movimiento de Thomas Münzer, el cuaquerismo

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en el seno del protestantismo, y algunas formas de islamismo radical

ponen de manifiesto la enorme variedad de formas que puede cobrar tal

mística revolucionaria.

Este breve repaso a algunas de las distintas formas concretas que

puede revestir la correlación del elemento experiencial con el elemento

institucional en las tradiciones religiosas muestra las tensiones que

introduce en el seno de las religiones el factor experiencial y, al mismo

tiempo, las posibilidades que produce de una renovación espiritual en

ellas. El desarrollo concreto de las mismas depende, sin duda, de la

mayor o menor fidelidad de la institución a la experiencia originaria y de

las circunstancias sumamente variables de las personas que rigen esas

instituciones, así como de las disposiciones personales de los sujetos de

las experiencias.

F. von Hügel, en un momento histórico de crisis y de

enfrentamiento en la Iglesia católica de la jerarquía con comprensiones

del cristianismo que privilegiaban la experiencia personal, estudió

expresamente la presencia del elemento místico en la religión y su

relación con el elemento racional, que se manifiesta en las creencias, y

el institucional, y puso de relieve los roces, las tensiones y los conflictos

derivados del hecho de que cada uno de esos elementos tiende a

absolutizarse y, consiguientemente, a descalificar y hasta eliminar a los

otros dos. Cuando tal absolutización se produce, tiene lugar la

unilateralización de la religión y su consiguiente perversión. En sus

formas más perfectas, en cambio, la religión consiste en el equilibrio

armónico de las tendencias representadas por los tres elementos.

III. EXPERIENCIA RELIGIOSA Y RELIGIÓN INSTITUCIONALIZADA

EN LA ÉPOCA MODERNA.

La obra de von Hügel nos permite pasar, de la consideración

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teórica y ajena a las circunstancias de la historia, a la forma peculiar de

plantearse el problema de la relación entre experiencia y religión

institucionalizada en la época moderna de nuestra historia. En ella el

problema de la relación experiencia-institución se ha planteado en

términos nuevos que han llevado a la agudización de la tensión

permanente entre ambos. Decisivo ha sido en la nueva situación el

fuerte desarrollo y endurecimiento de los elementos sociales, jurídicos e

institucionales del cristianismo a que había llevado el régimen de

cristiandad. El resultado de todo ese proceso fue la «eclesiastización» del

cristianismo, en términos de E. Troelscht, que tuvo su manifestación

más clara en el catolicismo, pero a la que no habrían sido ajenos bajo

formas distintas, el luteranismo y el calvinismo. Uno de los aspectos

más importantes de ese fenómeno es la insistencia en la doctrina y la

disciplina como criterio de pertenencia, regulado por el magisterio

eclesiástico y la autoridad de la jerarquía. En esas situaciones «para las

masas en general religión e Iglesia se han hecho una sola cosa», y las

Iglesias se convierten en «cáscaras que pervierten el núcleo que

pretenden proteger».5

El edificio institucional en que se convierte el cristianismo

eclesiastizado, en el que el fiel nace y en el que puede contentarse con

permanecer por una pertenencia pasiva, comenzó a agrietarse con la

creciente secularización de la sociedad y la cultura y la consiguiente

autonomía tanto de la vida social como de la moral y el pensamiento de

la persona. De esta suma de factores van a seguirse numerosas

consecuencias prácticas. La primera, señalada por M. de Certeau y L.

Kolakoski en sus estudios sobre la mística será que, desde que la

cultura europea deja de definirse como cristiana, la mística deja de

entenderse como «una sabiduría elevada al pleno reconocimiento del

Misterio ya vivido y anunciado en creencias compartidas por todos», y

5 E. Troelscht, Gesammelte Schriften, vol. 2, 31922, pp. 146-148.

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pasa a ser vivida como «un conocimiento experimental que se ha

separado lentamente de la teología tradicional y de las instituciones

eclesiales». Se toma por místico lo que se separa de las vías normales u

ordinarias, lo que ya no se inscribe en la unidad social de una fe o de

unas referencias religiosas, sino en los márgenes de una sociedad que

se laiciza. La mística en esas circunstancias «implica [...] un

distanciamiento de los enfeudamientos eclesiales».6 Desde otro punto de

vista, L. Kolakowski, identifica a los místicos franceses y holandeses

que estudia como «cristianos sin Iglesia», que representan la «tentativa

de un cristianismo no confesional, muestra del conflicto entre la

conciencia religiosa y la Iglesia; una forma subjetiva, individualista de

vivir la religión que llevaría a la «supresión de las Iglesias» y que haría

inútiles las religiones organizadas.7

Pero el impacto de la secularización sobre el cristianismo

eclesiastizado, unido a otras causas, como la reacción a las guerras de

religión que ensangrentaron Europa en el siglo XVII, producirán otras

consecuencias. Así, la crisis de los elementos institucional, doctrinal y

de la regulación de la moral por la Iglesia producirá en muchos

europeos el alejamiento de la religión tradicional representada por las

Iglesias y la búsqueda de otras formas de religiosidad tales como la

religión natural o de la razón, la religión civil o la religión moral.

Por otra parte y como reacción al mismo fenómeno, no faltarán

cristianos que propongan una nueva comprensión y organización de la

religión, en torno a la experiencia entendida como «sentimiento de

dependencia absoluta» y como «sentimiento y gusto por el Infinito»

(Schleiermacher). En la misma dirección se orientan las propuestas del

cristianismo pietista, y la aparición de numerosos grupos cristianos

organizados de acuerdo con el modelo de la secta, alternativo al de

6 M. de Certeau, «Mystique», Enciclopedia Universalis, vol. 11, p. 522. 7 L. Kolakowski, Cristianos sin Iglesia, Taurus, Madrid, 1982, pp. 8, 9, 20.

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Iglesia, muchos de ellos basados en la revitalización de la experiencia.

Este panorama, que se produce desde los tiempos de la

Ilustración, nos ayuda a comprender la situación de lo religioso a partir

de la segunda mitad del siglo XX. En efecto, desde los años sesenta se

inicia el descenso constante de la práctica religiosa en las Iglesias;

entran en una grave crisis las religiones establecidas y comienza a

constatarse la dificultad de la transmisión del cristianismo. La crisis

generalizada afecta en mayor medida a las religiones establecidas que

pierden su prestigio y su capacidad de influencia social, ven envejecer

alarmantemente a sus miembros y tropiezan con serias dificultades

para asegurar el relevo de sus agentes. Al final, por influjo, sobre todo,

del individualismo radicalizado que caracteriza a la posmodernidad, las

Iglesias van perdiendo incluso la capacidad de regir la misma vida de

sus fieles. La llamada «desregulación del creer» termina conduciendo a

que cada fiel se crea autorizado a rehacer la definición de su identidad

religiosa desde criterios personales y a reconstruirla con elementos

tomados de diferentes tradiciones.

Por otra parte, contra las previsiones de una pronta desaparición

de lo religioso como consecuencia del progreso de la secularización, en

esa misma mitad del siglo pasado se viene asistiendo al más rotundo

mentís de tales previsiones, ya que, según no pocos analistas de la

situación, hoy asistimos, no al «desencantamiento del mundo», sino a

su «reencantamiento», del que serían indicios hechos tan ambiguos y

complejos como los que designan expresiones como el «retorno de lo

sagrado», la proliferación de nuevos movimientos religiosos, la extensión

de grupos sectarios y, en los últimos años, la aparición de muy variadas

búsquedas espirituales y de propuestas de nuevas formas de

espiritualidad.8

8 Cf., por ejemplo, P. Berger (ed.), Le réenchantement du monde, Bayard, Paris,

2001.

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No creo necesario entrar aquí en la discusión de cuál de las dos

apreciaciones se corresponde mejor con la situación, aunque todo

parece mostrar que su divergencia se debe al lugar desde el que están

propuestas. Como alguno de los analistas observa, la tesis de la

secularización progresiva de la sociedad está hecha desde Europa, y

tiene que explicar la «excepción americana», mientras que la del

«reencantamiento» está formulada desde América, y tiene que dar

cuenta de la «excepción europea». En todo caso me parece útil señalar

una de las raíces que explican al fenómeno de los nuevos movimientos

religiosos, que consiste en el hecho de que los mismos procesos sociales

—movilidad, cambios acelerados y profundos, pluralismo creciente—

que han puesto en cuestión las orientaciones religiosas tradicionales

representadas por las religiones establecidas, han generado en los

sujetos estados de inseguridad, aislamiento, angustia, etc., que

suscitan en ellos búsquedas religiosas o pseudorreligiosas de respuesta

a las mismas9.

Rasgo común a todos los hechos de recuperación de lo religioso es

la presencia del recurso a la experiencia, tanto en el interior de las

Iglesias como al margen de las religiones, con las más variadas formas,

algunas ellas claramente postcristianas, postreligiosas e incluso

posteístas.

El fenómeno no es nuevo en la historia, pero nunca había

adquirido las proporciones que presenta en la actualidad. En lo que

sigue me propongo describir las formas más importantes de

experiencias que se producen al margen de las religiones. Para hacer

algún orden en la variedad de sus formas, comienzo por proponer una

clasificación de las más importantes. Las agruparé en tres grandes

tipos: el primero abarca las experiencias de trascendencia, algunas de

9 H. Schmidinger (Hrsg.), Ende der Moderne. Krise oder Aufbruch?, Tyrolia,

Innsbruck-Wien, 1999.

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las cuales son designadas, por quienes las viven o por los estudiosos del

fenómeno, como experiencias de mística profana; en el segundo incluiré

las experiencias de lo sagrado al margen de toda institución religiosa; el

tercero comprende las manifestaciones de búsqueda, propuesta o

realización de nuevas formas de espiritualidad. No ignoro el valor muy

relativo de tal clasificación, dada la difícil definición de cada uno de los

tipos enunciados, y, sobre todo, la fluidez, la «porosidad» de las

fronteras que los separan.

IV. EXPERIENCIAS DE TRASCENDENCIA Y DE MÍSTICA PROFANA

En este grupo incluyo fenómenos notablemente diferentes. Me

refiero, en primer lugar, a la puesta en ejercicio de intenciones

humanas no religiosas de apertura al Absoluto, presentes en

determinadas formas de reflexión y experiencia metafísica, en las

experiencias éticas y en las vividas en el mundo del arte. La existencia

de tales intenciones está atestiguada a lo largo de la historia humana,

pero durante las épocas anteriores a la secularización el ejercicio de

tales intenciones discurría en el interior de la vida religiosa, como parte

de ella y guiado por ella. A esos mundos humanos se refería la filosofía

con las doctrinas de las propiedades trascendentales del ser: Verum,

Bonum, Pulchrum. Sin entrar en la relación de los trascendentales con lo

sagrado como mundo propio de la religión, de su inclusión en la religión

da idea el hecho de que todos los términos con que esas propiedades

eran designadas le eran aplicados a Dios, Ser subsistente, sumo Bien,

Belleza soberana, Verdad primera. Muestra de tal inclusión es también

el hecho de que Tomás de Aquino expresamente, y otros autores de

manera implícita, procedieran con la mayor facilidad a identificar con la

idea de Dios las ideas con las que terminaban sus procedimientos

filosóficos para llegar a la afirmación de su existencia: Primer motor

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inmóvil, primera causa, ser necesario, etc., como sucede en las célebres

vías de santo Tomás en las que al término del argumento por el que

llegaba a la afirmación filosófica del Ser necesario, de la primera causa,

etc., se veía en la necesidad de añadir : «Y a esto todos lo llaman Dios».

Pascal, testigo de la primera secularización del pensamiento

filosófico, vive y expresa la toma de conciencia de la diferencia

fenomenológica entre el término de la pregunta filosófica y el contenido

de la experiencia religiosa cuando, debajo de la palabra «fuego», que

encabeza su Memorial, escribe: «Dios de Abraham, Dios de Isaac [...]. No

de los filósofos y de los sabios». De esa misma conciencia de la

diferencia da testimonio Martin Heidegger cuando, en Identidad y

diferencia, distingue: «Esto es la causa como causa sui. Es el nombre

adecuado para el dios en la filosofía. A este dios no le puede el hombre

orar, ni le puede hacer ofrendas; ante la causa sui no puede el hombre

caer de rodillas, ni puede ante él entonar cantos ni danzar”. Testigo del

vuelco en la relación entre estas formas de relación con el Absoluto es la

sentencia de Goethe: «Quien tiene ciencia y arte ya tiene religión; quien

no tiene ciencia y arte, que tenga religión». A partir de la secularización

y de la crisis del teísmo filosófico y del sistema ontoteológico en que se

inscribía, van a multiplicarse las expresiones que sustituyen la

experiencia religiosa por la estética, la ética o la filosófica, como

caminos para acceder al Absoluto, al valor supremo. Pero todos estos

avatares del pensamiento y de la cultura ponen de manifiesto, a la vez,

que, aunque sea posible una «salida de la religión», esto no significará

que el hombre pierda la posibilidad de comunicación con lo religioso,

dado que las formas no religiosas de apertura al mismo descubren un

«estrato subjetivo ineliminable del fenómeno religioso», donde,

independientemente de todo contenido dogmático, de toda

determinación institucional, lo religioso, bajo otra forma, es experiencia

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personal.10

Así nos introduce M. Gauchet en la primera forma de posibles

experiencias de trascendencia al margen de las religiones en nuestra

situación cultural. Todas ellas son la huella de lo que fue experiencia

religiosa, surgida ahora, bajo otras formas, del mismo substrato

antropológico, de la experiencia de lo invisible manifestado por la

retirada de lo invisible instituido en las religiones. El autor señala tres

lugares, entre otros posibles, para ese descubrimiento: el contenido del

pensamiento y la experiencia de «lo indiferenciado», tal vez, das

Umgreifende, lo envolvente, de K. Jaspers, que se da en la experiencia

de los objetos distintos y de las diferencias concretas, especie de

desdoblamiento de lo real en lo visible y lo invisible, cuya posibilidad no

podemos dejar de encontrar en todos nuestros intentos de pensar lo

real. Un espacio de experiencias que constituyen un modo constitutivo

de aprehensión de lo real en el que se produce un desdoblamiento

primordial, sin cuyo soporte no podría haberse dado ninguna creencia

religiosa instituida, pero que no produce fe, no compromete convicción

particular alguna, ni reclama ningún tipo de prolongación en términos

de sacralidad.11 No faltan alusiones a este nivel de experiencias en

autores que han roto con toda adscripción religiosa. A ella se refería

Norberto Bobbio, quien, declarándose hombre de ciencia y no de fe, se

atribuye una especie de religiosidad, ciertamente no institucionalizada,

por el hecho de que no pueda pensar sin toparse con el misterio que

limita cualquier conocimiento científico que pueda lograr.

El segundo lugar de experiencia «religiosa» después de la religión

se evidencia en el orden de lo estético. Aquí no se trata ya de pensar la

naturaleza profunda de las cosas, sino de recibir su apariencia. El

hecho es que en la organización de nuestro «imaginario», de nuestra

10 M. Gauchet, Le désenchantement du monde, Gallimard, Paris, 1985, p. 282. 11 Ibid., p. 294.

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capacidad de captar el mundo a través de nuestra imaginación, se hace

patente la fractura de lo cotidiano, la trascendencia interna de lo que

nos aparece, la manifestación del mundo como otro en relación consigo

mismo. G. Steiner lo formula con la expresión de un poeta: «Después de

haber abandonado la creencia en Dios, la poesía es la esencia que

ocupa su lugar como redención de la vida». En este contexto tiene gran

interés el ensayo de A. Vega Arte y santidad en el que indaga cómo en

una época en que los lenguajes religiosos han perdido su potencia

simbólica y en la que la secularización ha privado a lo sagrado de sus

apoyos visibles de épocas anteriores, el arte puede abrir, abre en

ocasiones, en lo profano, vacíos en los que puede aparecer al hombre la

«presencia elusiva» que lo habita.12 Un ensayo que ilustra, desarrolla y

amplía la constatación de G. Steiner: «En el pensamiento y el arte

reciente lo que actúa es un teísmo negativo, un sentimiento

particularmente intenso de la ausencia de Dios. El Otro se ha retirado

de lo encarnado, dejando inciertos rastros profanos, o un vacío que

sigue resonando con la vibración de la partida».13 Tal vez a eso se refería

Santayana cuando describió la poesía como una «religión en la que se

ha dejado de creer».

El tercer lugar de esta manifestación de la religión de después de

la religión es, para Marcel Gauchet, la experiencia de sí mismo, cuando

el hombre no dispone ya de respuesta firme a la pregunta: «¿quién soy

yo?», ni a la cuestión del sentido, ni a la pregunta definitiva: «¿qué me

cabe esperar?», pero no puede dejar de experimentar el enigma que es el

hombre para sí mismo, y en ello percibe que le es imposible asumirse

perfectamente. Situación en la que siente la necesidad de justificarse a

sí mismo, a la vez que siente la tentación de disolverse en cuanto

subjetividad.

12 Arte y santidad. Cuatro lecciones de estética apofática, Universidad Pública

de Navarra, Pamplona, 2005. 13 Presencias reales, Destino, Barcelona, 1991, p. 277.

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Lo importante de esta enumeración de lugares no es ni su

contenido, que se podría extender, ni la descripción que Gauchet ofrece

de cada uno. Extraña, por ejemplo, que no se haya referido a la

experiencia ética. Levinas sí lo ha hecho, en cambio, convirtiéndola en

la experiencia fundamental —la ética es para él la filosofía primera— en

la que el sujeto vive la interpelación de que le hace objeto el rostro del

otro, imponiéndole el reconocimiento incondicional, y posibilitando para

él el ejercicio auténtico del trascendimiento de sí gracias al cual entra

en contacto, de la única manera humana posible, con la trascendencia

del totalmente Otro.14 Lo que me interesa subrayar no son los lugares

concretos y las experiencias a que dan lugar, sino la referencia a las

mismas como expresiones de la relación con lo Otro, tras la

desaparición de la relación instituida por la religión con lo totalmente

Otro; la percepción en ellas del vacío de la religión que ya ha dejado de

tener vigencia y el descubrir en esas experiencias una especie de

«continuación de lo sagrado con otros medios», o, mejor, una percepción

de la trascendencia sin reconocimiento expreso de ella, como parece

mostrar el hecho de que aparezca manifestada en el carácter de «otro»

interior al mundo, o el contacto con este ser que es el ser humano,

interiormente desdoblado, habitado por una interior desproporción en

la que ya no parece escucharse la voz de nadie.

V. OTRAS EXPERIENCIAS DE TRASCENDENCIA

Las experiencias de trascendencia ajenas a las religiones revisten

otras manifestaciones más explícitas y más fáciles de identificar y de

describir, que probablemente no sean más que las vivencias por

determinados sujetos de los aspectos de lo real, lo «otro que el mundo»,

14 Cf., por ejemplo, Éthique et Infini, Fayard-France Culture, París, 1982; De

Dios que viene a la idea, Caparrós, Madrid, 1995.

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a los que se referían las descripciones anteriores. Se trata de

experiencias que pueden constituir momentos culminantes en las vidas

de las personas que las viven, o consistir en una especie de

transfiguración que se opera y se percibe en el transcurso de la vida

cotidiana. El hecho está profusamente atestiguado. Tal vez pueda

afirmarse que apenas exista una obra de creación artística en la que no

queden huellas de su presencia, ni sobre todo, una página poética que,

en una u otra forma, no dé cuenta de ella.15

De los numerosos relatos acumulados de tales momentos se

obtienen sin dificultad los elementos de la estructura que es común a

todas ellas. Pero la mejor forma de mostrar a qué experiencias me

refiero con la expresión es ofrecer el relato de alguna concreta.

Resumiré, pues, la «experiencia de la ventana», vivida por Arthur

Koestler en la prisión de Sevilla, durante la guerra civil española a la

que había venido a luchar con las fuerzas republicanas, y en la que

teme que va ser ejecutado de un momento a otro. Apasionado por las

ciencias, se pone a escribir sobre la pared las fórmulas matemáticas de

una demostración de Euclides. Siempre se había sentido encantado por

esa demostración, pero ese día comprende el porqué de ese encanto, y

lo describe en estos términos:

Los símbolos grabados en la pared representaban uno de

los raros casos en los que la descripción de una calidad

significativa del infinito es lograda por medios precisos y finitos:

Lo infinito es una masa mística rodeada de bruma. Sin embargo,

era posible adquirir algún conocimiento de ella sin sucumbir a

ambigüedades sospechosas. La significación de esto me invadió

como una ola. Ésta tenía su origen en un descubrimiento verbal

15 Sobre el hecho y su interpretación, cf. L. Roy, Le sentiment de

Transcendence, expérience de Dieu? Cerf, Paris, 2000; y, más desarrollado, Experiencias de trascendencia. Fenomenología y crítica, Herder, Barcelona, 2006.

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articulado. Pero tal descubrimiento se evaporó enseguida no

dejando en su estela más que una esencia inefable, un perfume

de eternidad, el estremecimiento de la flecha en el espacio. Debí

de quedar así, inmóvil, algunos instantes; en trance, habitado por

una realización sin palabras. «Es perfecto, perfecto», me dije.

Hasta que me di cuenta de un ligero malestar acurrucado en el

fondo de mi espíritu, un detalle trivial que malograba la

perfección del instante. Después identifiqué la naturaleza de ese

malestar irritante: estaba en la cárcel y podía ser fusilado de un

momento a otro. Pero a esto respondió inmediatamente un

sentimiento cuya traducción en palabras podría ser: «¿Y qué?;

¿no es más que esto? ¿No tienes una preocupación más grave?»

Respuesta tan espontánea, viva y divertida como si el malestar

intruso hubiera sido la pérdida de un botón. Luego volví a flotar

en un río de paz bajo puentes de silencio. El río venía de ninguna

parte, no discurría hacia ninguna parte. Después no hubo ni río

ni yo; o el yo había dejado de existir [...]. Cuando digo: «el yo

había dejado de existir» refiero una experiencia concreta tan

incomunicable verbalmente como el sentimiento provocado por

un concierto de piano; pero igual de real, más real todavía. De

hecho, la señal distintiva es la sensación de que ese estado es

más real que todos los que había experimentado hasta ese

momento; que, por primera vez, se ha rasgado el velo y se está en

contacto con la «realidad real», el orden escondido de las cosas, el

tejido del mundo revelado por una especie de rayos X, y

oscurecido en el estado normal por capas opacas.

Lo que distingue esta clase de experiencia del maravillamiento

emotivo causado por la música, los paisajes o el amor es que esta

experiencia posee un contenido netamente intelectual o noumenal.

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Tiene un sentido, aunque no se exprese en términos de discurso. Las

transcripciones verbales más próximas son: la unidad y la

interdependencia de todo lo que existe, una interdependencia como la

de los campos de gravitación o la de los vasos comunicantes. El «yo»

deja de existir porque una especie de ósmosis mental ha entrado en

comunicación con el todo universal y ha sido disuelto en él. Es este

estado de disolución y de expansión ilimitada lo que se experimenta en

forma de sentimiento oceánico, como la desaparición de toda tensión, la

serenidad absoluta, la paz que trasciende toda inteligencia».16

La última alusión al «sentimiento oceánico» nos remite a una

expresión clásica para otras experiencias semejantes, utilizada por

Romain Rolland para llamar la atención de Freud sobre una dimensión

de la religión que no habría tenido en cuenta en El porvenir de una

ilusión y que uno y otro describen como «un sentimiento [...] de algo sin

barreras, en cierto modo oceánico» (Romain Rolland), cuyo contenido

representativo es descrito por Freud como «sentimiento de indisoluble

comunión, de inseparable pertenencia a la totalidad del mundo».

De los múltiples hechos que calificamos como «experiencias de

trascendencia» podría ofrecerse esta descripción aproximada: «episodios

generalmente breves de contacto con dimensiones o aspectos de la

realidad que sobrepasan enteramente los que ofrece la experiencia

ordinaria». Tales episodios pueden ocurrir en ocasiones notablemente

variadas como fenómenos naturales extraordinarios por su fuerza o su

belleza: el desierto, la selva virgen, las cumbres elevadas, alta mar, el

amanecer o la puesta de sol, la noche estrellada, etc.17 Pueden ocurrir

también en contacto con grandes creaciones artísticas; en momentos de

16 A. Koestler, La quête de l’Absolu, Calman-Lévy, Paris, 1981, pp. 126-128. 17 Tal vez no careciera de interés comparar este tipo de fenómenos con aquellos

en los que san Juan de la Cruz descubre «la presencia del amado»: «Las montañas, los valles solitarios, nemorosos, las ínsulas extrañas, los ríos sonorosos, el silbo de los aires amorosos [...] La noche sosegada en par de los levantes de la aurora, la música callada, la soledad sonora, la cena que recrea y enamora».

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intensa relación interpersonal; en las experiencias que acompañan a

situaciones-límite; en la impresión que nos produce el encuentro con

personas extraordinarias; el enfrentamiento con la propia conciencia y

la escucha de su voz inapelable, y tantos otros, de acuerdo con las

características y las circunstancias de las personas.

Entre los momentos que tales experiencias comportan suelen

enumerarse: una cierta preparación remota y próxima, consciente o

inconsciente por parte del sujeto, preparación que, en todo caso

consiste más en predisposiciones ajenas a la voluntad del sujeto que en

la determinación y el proyecto de su parte de obtener tal experiencia. La

ocasión concreta en que el hecho se produce: un acontecimiento

importante en la vida de la persona, una palabra escuchada, un sueño,

una idea, todo ello coincidiendo con una situación particular que muy

frecuentemente comporta cierta ruptura de la vida habitual, ordinaria:

enfermedad o convalecencia, situación de reclusión o cautiverio,

fracasos o logros importantes en la vida. Tales ocasiones pueden faltar

por completo en las experiencias de trascendencia que nos sobrevienen

en medio de la vida cotidiana.

El hecho mismo parece tener su centro en el sentimiento que es,

por así decirlo, el órgano ordinario de tales experiencias. Pero un

«sentimiento de realidad», que procura la firme convicción de haber

entrado en contacto con el fondo de las cosas que se escapa a nuestro

contacto con ellas en la vida ordinaria, y que desencadena formas muy

peculiares de pensamiento.18

La naturaleza de tales sentimientos tiene mucho en común con lo

que las mejores descripciones de la experiencia estética identifican

18 Hermann Hesse ha descrito así lo peculiar de tal sentimiento: «El

sentimiento que le inundaba por completo ocupaba todo su pensamiento mientras caminaba lentamente. Iba reflexionando profundamente. Se hundía en ese sentimiento como uno se hunde en el agua, hasta que llegaba a tocar fondo, es decir, hasta que llegaba a desentrañar las causas, porque en eso es en lo que le parecía consistir el pensamiento. Por ese medio únicamente los sentimientos se hacen ciencia y en lugar de desvanecerse adquieren una forma e irradian lo que llevan dentro».

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como «sentimiento estético». Éste, según Mikel Dufrenne, «va más allá

de la simple presencia del objeto percibido, porque entra en la intimidad

de lo percibido, y eso requiere del sujeto una interioridad, una

participación, cierta comunión. El sentimiento afecta a la totalidad del

sujeto, y en él se produce un don recíproco: no se me da, más que si yo

me doy». «En el sentimiento, el mundo, la realidad, es sentida. No es

una emoción como la de la vida práctica, que conduce a la acción. Aquí

lleva a la contemplación. Se trata, pues, de un sentimiento que conduce

a un descubrimiento; como el sentimiento artístico revela un mundo, el

sentimiento de la experiencia de trascendencia abre a “otro mundo”, o,

mejor, a “lo otro” que habita la realidad tal como se nos da en la

experiencia cotidiana». «Hay, podría decirse aquí también, otro mundo y

ese otro mundo es éste». Hay «más que mundo». La referencia a la

realidad propia al sentimiento no es objetiva. «Oceánico», Infinito,

trascendencia en la inmanencia señalan lo original de la realidad

revelada o que se me manifiesta. Un nuevo momento de las experiencias

de trascendencia es el de la interpretación de lo vivido. Porque, como

dijo Ricoeur, «toda experiencia es síntesis de presencia e interpretación».

Una interpretación que es pensamiento interior e íntimamente asociado

a la experiencia; que es como su eco. Más que reflexión, toma de

conciencia, «advertencia», con una palabra frecuente en san Juan de la

Cruz.

Por último, las experiencias que estamos intentando identificar

producen repercusiones intensas en el plano del psiquismo, que

constituyen otros tantos sentimientos concomitantes entre los que

destacan la paz, la serenidad, el gozo y una especie de reconciliación

consigo mismo y con la totalidad de lo real.19

Tales experiencias, difícilmente formulables originan lenguajes

19 La descripción ofrecida sigue en líneas generales la descripción de L. Roy en

sus obras citadas en la nota 14.

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propios entre los que se destacan el relato autobiográfico y la expresión

poética. Ya he ofrecido un ejemplo de lo primero. Veamos ahora un

eminente ejemplo de la segunda, contenida en el poema, La luz, del

poeta contemporáneo Eloy Sánchez Rosillo:

No se puede prever. Sucede siempre

cuando menos lo esperas. Puede pasar que vayas

por la calle, deprisa, porque se te hace tarde

para echar una carta en correos, o que

te encuentres en tu casa por la noche, leyendo

un libro que no acaba de convencerte; puede

acontecer también que sea verano

y que te hayas sentado en la terraza

de una cafetería, o que sea invierno y llueva

y te duelan los huesos; que estés triste o cansado,

que tengas treinta años o que tengas sesenta.

Resulta imprevisible. Nunca sabes

cuándo ni cómo ocurrirá.

Transcurre

tu vida igual que ayer, común y cotidiana.

«Un día más», te dices. Y de pronto,

se desata una luz poderosísima

en tu interior, y dejas de ser el hombre que eras

hace sólo un momento. El mundo, ahora,

es para ti distinto. Se dilata

mágicamente el tiempo, como en aquellos días

tan largos de la infancia, y respiras al margen

de su oscuro fluir y de su daño.

Praderas del presente, por las que vagas libre

de cuidados y culpas. Una actitud insólita

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te habita el ser: todo está claro, todo

ocupa su lugar, todo coincide, y tú

sin lucha lo comprendes.

Tal vez dura

un instante el milagro, después las cosas vuelven

a ser como eran antes de que esa luz te diera

tanta verdad, tanta misericordia.

Mas te sientes conforme, limpio, feliz, salvado,

lleno de gratitud. Y cantas, cantas.20

El análisis incluso somero de estas experiencias muestra su

proximidad a las que la psicología humanista , y en concreto, A. Maslow

identifica como «experiencias-cumbre» (peak experiences). Los rasgos

que comparten son muchos: situaciones en que se producen,

características psíquicas, su condición de experiencias meta-motivadas

y meta-funcionales, que ponen en contacto con valores que valen por sí

mismos, pertenencia de lo experienciado al orden de los fines y que

puede otorgar a la vida sentido y valor. Por eso tal vez pueda decirse

que constituyen una variedad de las mismas.

VI. EXPERIENCIAS DE MÍSTICA PROFANA

Son experiencias muy próximas a las que acabamos de describir.

Michel Hulin,21 en una de las monografías más completas sobre las

mismas, subraya como sus rasgos peculiares: su carácter súbito, la

desproporción entre su intensidad y la banalidad de las ocasiones que

con frecuencia las desencadenan. Más sistemáticamente, el autor

20 Eloy Sánchez Rosillo, «La vida», en Las cosas como fueron, Tusquets,

Barcelona, pp. 287-288. 21 La mystique sauvage, PUF, Paris, 1993. Referencias más amplias a esta obra

en mi trabajo, El fenómeno místico. Estudio comparado, Trotta, Madrid, 22003, pp. 97-129.

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condensa esos rasgos en «la triple unidad» que comparten todas sus

formas. Unidad fenomenológica, que se refiere a su forma de aparecer, y

que comporta: la ruptura del curso ordinario de las ideas, la pérdida de

contacto eficaz con el entorno inmediato, la sensación de angustia y

maravillamiento que se sigue del hecho de que el sujeto haya sido

catapultado a un tiempo, un espacio y un universo cualitativamente

diferentes de los que rigen en la vida ordinaria, el retorno instantáneo,

con la consiguiente dificultad de readaptación, a este mundo y a las

condiciones que en él reinan. Unidad temática, que remite a su

contenido, y que comporta: una revelación «aplastante», (sobrecogedora)

de una realidad frente a la cual el mundo sensible y la existencia social

no son más que un teatro de sombras; la integración de las

contingencias de nuestras vidas dispersas en una necesidad que es al

mismo tiempo orden y perfección; y la conciencia de que un solo

impulso vital nos anima a todos. Y unidad intencional, con la que se

refiere al hecho de que en ellas la existencia individual, con su división

de lo vivido en bueno y malo, queda denunciada como el pecado por

excelencia que debe ser superado —que es superado en ellas— para que

la plenitud que yace en nosotros pueda aflorar a la conciencia.

Más interés que la insistencia en sus características como

experiencia tiene sin duda subrayar su condición de experiencia al

margen de las religiones y, por tanto, caracterizarla como experiencia

profana y mostrar su relación con la mística religiosa. Dejando de lado

su caracterización de «mística natural», desde criterios teológicos, en

oposición a la sobrenatural, algunos de sus estudiosos ven en ella el

núcleo esencial, común a todas las formas de mística y anterior a todas

las posibles interpretaciones. Según esto, las diferentes formas de

mística religiosa serían tan sólo el producto de una determinada

interpretación, con los recursos propios de cada sistema religioso, de la

única experiencia mística que consistiría en la subversión radical del

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orden del mundo de la vida ordinaria, que tiene lugar en tales

experiencias de la mística profana. Las diversidad de las místicas no

afectaría a la experiencia en cuanto tal que se identificaría con la de la

mística profana. A mi entender, no existe esa esencia presente de forma

unívoca en las diferentes variedades de mística. Estas no se deben a las

múltiples interpretaciones que ofrece cada religión, por la sencilla razón

de que no existe experiencia sin interpretación. La diversidad interviene

en el núcleo mismo de la experiencia y en esa diversidad se da una

primera frontera que permite distinguir las experiencias de mística

profana que hemos identificado como experiencias de trascendencia y

las experiencias de trascendencia o experiencias místicas de carácter

religioso. Pero estas últimas revisten todavía dos formas principales: las

experiencias de lo sagrado, y las variadas experiencias presentes en

todas las tradiciones religiosas.

VII. EXPERIENCIAS DE LO SAGRADO

Éstas pertenecen ya al mundo de las religiones, pero pueden

producirse al margen de las religiones establecidas y de sus

instituciones y por eso caen dentro del objeto de nuestra ponencia. La

dificultad para la identificación precisa de su identificación radica en

las muy variadas formas de entender el significado de «lo sagrado». Si se

entiende la expresión como un medio para designar el objeto, mejor, el

contenido de las experiencias religiosas o, con otras palabras, el

término de la relación religiosa en un estadio anterior a la configuración

de ese término bajo la forma de «Dios» en las tradiciones teístas, o las

correspondientes a ese término: Brahman, Tao, el Vacío, etc., en otras

tradiciones, las experiencias de lo sagrado serían una forma peculiar de

lo que en nuestra propia tradición llamamos experiencia de Dios, pero

con un grado menor de precisión en el término o el contenido de la

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experiencia. Podría, pues, ser entendida como la experiencia de «lo

numinoso» a la que se refiere R. Otto en Lo santo.22 En ese caso, la

descripción por este autor de la experiencia del Misterio tremendo y

fascinante sería la mejor referencia para la identificación de esa

experiencia de lo sagrado.

En cambio, si se entiende «lo sagrado» como la categoría utilizada

por la moderna ciencia de las religiones para referirse al mundo

humano específico, al ámbito de realidad, que se correspondería con la

intencionalidad propia del sujeto religioso, en el que se inscriben todos

los elementos que componen el fenómeno religioso qua talis , es decir,

en lo que tiene de religioso, en ese caso las experiencias de «lo sagrado»

serían experiencias de trascendencia vividas por sus protagonistas en el

interior de ese mundo específico y desde la peculiar intención humana

que lo origina. De ahí, que se las pueda considerar ocupando, de alguna

manera, un espacio intermedio entre las experiencias de trascendencia

o de mística profana, por una parte, y las experiencias del Misterio

configurado bajo las distintas formas en que aparece en las diferentes

religiones.

Para caracterizar tales experiencias habría que detallar los rasgos

propios del mundo de lo sagrado: mundo de lo último, lo único

necesario, lo valioso por excelencia, mundo en el que el sujeto penetra

por el paso de un umbral tan real como invisible, que requiere de su

parte una verdadera «ruptura de nivel existencial», y en cuyo interior el

sujeto tiene conciencia de que lo que está en juego es el ser o no ser o,

mejor, la salvación o la perdición. ¿Es posible penetrar en este ámbito

sin que esa entrada ponga en contacto con la realidad que lo hace

surgir, el Misterio en sus diferentes configuraciones? A mí me resulta

difícil pensarlo. Por eso, a mi entender, en las experiencias de «lo

sagrado» entendido en el sentido que doy a la palabra, se vislumbraría

22 Edición castellana en Alianza, Madrid, 1978.

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de alguna manera al menos «lo numinoso», es decir, el Misterio en su

configuración más vaga, menos precisa. Por eso, creo también que las

experiencias de lo sagrado comportan los rasgos de experiencias

sobrecogedoras al mismo tiempo que fascinantes y cautivadoras que R.

Otto les atribuye. ¿Qué las distinguiría entonces de las diferentes

experiencias de Dios o de lo Divino? Fundamentalmente, el hecho de

que en las experiencias que no pasan de este nivel el sujeto no da el

paso del reconocimiento de ese Misterio, que es la condición

indispensable para que su presencia se haga efectiva. En las

experiencias de lo sagrado el sujeto vislumbraría la tierra prometida,

objeto de los anhelos más profundos del ser humano sin dar el paso

que lo introduciría en ella. Tales experiencias coincidirían, por tanto,

con las experiencias de trascendencia y se distinguirían de ellas por

estar impregnadas de los matices peculiares del mundo religioso, que

las distinguirían de las experiencias de trascendencia moduladas como

experiencias éticas, estéticas o metafísicas. ¿No podría verse una

expresión de las diferencias que intento mostrar en el célebre texto de la

Carta sobre el humanismo de Martin Heidegger donde, tras haber

constatado la diferencia fenomenológica entre el Dios de la filosofía y el

Dios de la religión, escribe:

Sólo a partir de la verdad del ser se puede pensar la

existencia de lo sagrado; sólo a partir de la esencia de lo sagrado

se puede pensar la esencia de la divinidad, y sólo a la luz de la

esencia de la divinidad puede ser pensado y expresado lo que

debe designar la palabra «Dios».23

A mi modo de ver, la obra de Eliade ofrece también bases

explícitas para la comprensión que propongo de las experiencias de lo

23 Lettre sur l’humanisme, Aubier, Paris, 1957, pp. 130-131.

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sagrado en muchas de sus páginas: aquéllas justamente, en las que,

buscando la raíz de las «sacralidades», las hierofanías o condensaciones

de lo sagrado, la descubre en una estructura de la conciencia que

origina una forma de ser en el mundo caracterizada por la apertura a la

trascendencia constituida en fuente de significación y de valores

sobrehumanos; una apertura ejercida en la religión con unos armónicos

peculiares que conducen a una nueva forma de espacialidad —espacio

sagrado—, una nueva forma de vivir la temporalidad —tiempo

sagrado— y una nueva forma de ejercicio de la existencia que hace

posible esa peculiar forma de ser hombre que llamamos homo religiosus.

Pero ¿puede surgir ese homo religiosus, ese mundo de lo sagrado

diferente de los mundos surgidos en las diferentes formas de referencia

a la trascendencia, sin que se produzca el reconocimiento del Misterio

bajo la forma que le atribuye una religión concreta? Tal vez ahí resida

una de las peculiaridades de lo sagrado en situación de modernidad y,

por tanto, de secularización avanzada y de crisis radical de las

religiones instituidas. Esa, al menos, me parece una de las formas

peculiares de religiosidad o espiritualidad, de la expresión de lo

sagrado, características de la modernidad sobre todo en esa fase tardía

que llamamos pos o transmodernidad. ¿Por qué si no esa obstinación

en la referencia a lo sagrado junto a —o más allá de— lo ético, lo

estético y determinadas formas de sabiduría de tantos autores que no

admiten la validez de las religiones tradicionales establecidas, pero

tampoco se resignan a dejarles a ellas el monopolio de lo sagrado? Para

mostrar que lo peculiar de las experiencias de lo sagrado frente a las

experiencias de Dios o sus equivalentes en las religiones es la falta en

las primeras de la forma de reconocimiento del Misterio que en las

segundas representa la fe o las actitudes homólogas en el resto de

tradiciones, cabe observar que muchos de los nuevos lenguajes sobre lo

sagrado se articulan en torno al ser humano y la trascendencia que le

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es propia, su dimensión de profundidad, su dignidad inviolable. Como

indicadores en la dirección de la existencia de esa especie de

experiencias autónomas de lo sagrado podemos remitir a las diferentes

formas que va cobrando en la actualidad la llamada «metamorfosis de lo

sagrado». Una transformación que afecta al contenido: «lo sagrado es el

hombre», eco perfecto del res sacra homo de Séneca, y a la actitud por la

que se le reconoce, que no requiere el trascendimiento de la persona

más allá de sí misma, sino la vuelta a la propia intimidad, y que por eso

no se propone la radical transformación del sujeto, sino la devolución al

mismo de dimensiones y niveles de profundidad que le niega la cultura

sólo tecnocientífica y económica. «Lo que vamos a intentar salvar,

escribe unos de los teóricos de esta religiosidad “después de la religión”

y “después de Dios”, son ciertas formas de existencia religiosa, es decir,

ciertas formas y prácticas de personalidad, ciertas modalidades de

conciencia y formas de expresarse a sí mismo en la propia vida. En el

futuro veremos nuestra religiosidad no como doctrina sobrenatural,

sino como un experimento de personalidad».24 En la misma dirección se

expresa L. Ferry: «Hace veinticinco años la sola idea de una

espiritualidad laica nos habría hecho reír. Hoy, en cambio, la expresión

nos viene como anillo al dedo para designar una esfera más elevada que

la de la moral: la aspiración a lo sagrado se reorienta a partir del mismo

ser humano y del misterio de su libertad». «La trascendencia ha

precisado uno de sus comentaristas, deja el cielo y se sume en las

relaciones horizontales: en lo humanitario».25

Para terminar este recuento incompleto de experiencias de

trascendencia al margen de las religiones me referiré a un último

espacio: el de las espiritualidades en la actual situación socio-cultural.

24 D. Cupitt, After God. The Future of Religion, Weidenfeld and Nicholson,

Londres, 1997, p. 82. 25 L. Ferry, El Hombre-Dios, o el sentido de la vida, Tusquets, Barcelona, 1997.

Cf. También el comentario contenido en M. Rondet, «Spiritualités hors frontières», Études, nº 386 (1997), pp. 231-238.

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VIII. ESPIRITUALIDADES AL MARGEN DE LAS RELIGIONES

«Búsquedas espirituales» y «nuevas espiritualidades» son los

términos con los que los analistas de la actual situación religiosa

definen un campo de fenómenos que viene manifestándose en los

últimos decenios. A mi entender constituye un nuevo avatar de la

tendencia moderna a proponer alternativas a las religiones instituidas

sometidas a críticas cada vez más radicales. Los términos utilizados

para describirlo se corresponden con las características del fenómeno.

El plural remite a la variedad de formas que reviste. Los términos, sobre

todo «búsquedas», dan a entender que no se trata de hechos ya

consumados, ni de situaciones establecidas, sino de corrientes fluidas,

de experiencias en curso.

No creo necesario entrar aquí en la historia de la palabra

«espiritualidad» ni en los «sedimentos» que la larga historia de su empleo

ha dejado en su significado.26 Es sabido, que, como sucede con otros

términos, como el de «mística», durante siglos ha prevalecido el uso del

adjetivo «espiritual» sobre el del sustantivo «espiritualidad», hasta el

punto de que el sustantivo no aparece ni en santa Teresa ni en san

Juan de la Cruz. Introducido éste último, con él se significaba la forma

de vida según el Espíritu de Dios, en oposición a la vida orientada por

los criterios «carnales», es decir, sólo mundanos. La situación de

pluralismo religioso que se extiende a lo largo del siglo XX hace que las

historias de la espiritualidad, a partir de la mitad de siglo, comiencen a

incluir el estudio de las espiritualidades propias de religiones no

cristianas, como formas análogas de espiritualidad. La situación

radicalizada de secularización y la crisis de las religiones establecidas

26 Para la cuestión me permito remitir a mi nota «La noción de espiritualidad en

la situación contemporánea», Arbor, nº 689, mayo 2003, pp. 613-628.

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que viene extendiéndose en las últimas décadas, ha hecho que la

palabra «espiritualidad» se utilice para referirse a formas de vivir la

condición humana que tienen en cuenta y desarrollan sus aspectos

espirituales, independientemente de la adscripción del sujeto que las

vive al cristianismo o a cualquier otra religión.

Este uso tiene precedentes ya en la primera mitad del siglo

pasado: «El único problema concreto que conozco, escribía A. Camus en

La peste, es: ¿Se puede ser santo sin Dios?». Pero se ha extendido hasta

hacerse común, en contextos religiosos y ajenos a toda religión, en su

segunda mitad. Los mismos teólogos de la vida espiritual introducen

este punto de vista en sus definiciones de «espiritualidad». Baste

recordar la ofrecida por H. Urs von Balthasar: «La actitud básica,

práctica o existencial propia del hombre y que es consecuencia de su

visión religiosa o [...] ética de la existencia».27 Un documento de la

Compañía de Jesús afirma: «La vida espiritual de los seres humanos no

ha muerto; simplemente se desarrolla fuera de la Iglesia e incluso fuera

de las religiones». Un reciente Diccionario de Espiritualidad, escrito por

autores católicos, al referirse a la espiritualidad contemporánea lo hace

en estos términos: «Superada una mentalidad estrecha que constituía la

espiritualidad en monopolio de los cristianos o incluso de una

determinada categoría de ellos, hoy día se considera que la

espiritualidad debe atribuirse a todo hombre que esté abierto al misterio

y viva según sus verdaderas dimensiones. La espiritualidad se

considera desde una perspectiva antropológica; es la prerrogativa de las

personas auténticas que, de cara a lo real y a la historia, han realizado

una elección axiológica decisiva, fundamental y unificante, capaz de dar

sentido definitivo a la existencia». «Por encima de la adhesión a una

estructura confesional, existe una espiritualidad que une a todos los

27 «El Evangelio como criterio y norma de toda espiritualidad en la Iglesia»,

Concilium, 1 (1965), pp. 7-25.

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hombres que han llegado a una opción fundamental de renuncia al

egoísmo y de apertura al amor. Frente a esa opción de fondo no hay ya

cristianos y no cristianos, creyentes y no creyentes. Sólo hay personas

egoístas o personas que saben tomar una actitud oblativa».28

Refiriéndose a La sabiduría de los modernos, de L. Ferry y A. Comte-

Sponville, un autor francés escribía: «Nuestros nuevos sabios no

filosofan abstractamente. ¿Qué buscan? Una espiritualidad para

nuestro tiempo. He subrayado “espiritualidad”. La palabra hace furor

hoy. Más suave que “religiosidad”, parece menos dogmática que “fe”,

más ecuménica que “Iglesia”. Es una palabra “anti-estrés”, llave

maestra, agradable, acomodaticia, una palabra de buena ley».29

No es posible entrar aquí en las diferentes formas de

espiritualidades actuales al margen de la religión.30 Las más

importantes se encuentran, por una parte, en los muchos movimientos,

más espirituales que religiosos, agrupados bajo la denominación de

«Nueva Era»; y, por otra, en las espiritualidades de contenido

fundamentalmente ético presentes en los diferentes humanismos no

religiosos. Los primeros se orientan al cultivo de la interioridad, el

establecimiento de una nueva alianza con la naturaleza y buscan sobre

todo la autorrealización del propio sujeto. Los segundos tienen en

común una forma de vida cuya característica fundamental es la

superación del egoísmo y la realización de una opción por la apertura al

otro y la relación con él. Más generalmente, las espiritualidades ajenas

a las religiones comparten con las religiosas, atendiendo a su contenido,

28 S. De Fiores, “Espiritualidad contemporánea”, Nuevo Diccionario de

Espiritualidad, San Pablo, Madrid, 1983, pp. 454-474. 29 L. Longchamp, citado en Michel Rondet, Études, 390, (1999), pp. 651-658. 30 Elementos para esa descripción en el artículo cit. supra, nota 26, con las

referencias que ofrece. Para una buena exposición de conjunto, cf. el número monográfico «La sagesse. La quête d’une spiritualité sans Dieu» en Le Monde des religions, noviembre-diciembre 2006. Buen ensayo de interpretación del fenómeno en el artículo de Jean-Louis Schlegel, La sagesse laïque au secours des modernes, pp. 28-29. Un caso típico de tal espiritualidad, A. Comte-Sponville, L’esprit de l’athéisme. Introduction à une spiritualité sans Dieu, Albin Michel, París, 2006.

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el cultivo de valores que valen, no porque sacien determinadas

necesidades y los correspondientes deseos del ser humano (valores

meramente útiles), sino por su propio valor; valores por tanto que

reciben su valor, no de la ordenación al sujeto y a su bienestar, sino del

hecho de que hacen valiosa la vida, y por eso invitan al reconocimiento

incondicional, suscitan la responsabilidad y dan un sentido a la

existencia.31

IX. CONCLUSIÓN

El descubrimiento de formas de experiencias de trascendencia, de

experiencias de lo sagrado y hasta de formas de experiencia mística, así

como la aceptación de formas de espiritualidad al margen de las

religiones establecidas plantea problemas a algunos sujetos religiosos

que, por vivir todas las dimensiones de la persona integradas y

articuladas en torno a la vida religiosa, tienden a excluir que el ejercicio

de tales dimensiones pueda darse en personas distanciadas de las

religiones tradicionales. Se reproduce en el terreno de la espiritualidad

la dificultad experimentada por esos mismos sujetos religiosos para

aceptar una posible base común de ética «civil» con personas no

creyentes en el seno de sociedades pluralistas y secularizadas.

Para responder a tal dificultad convendría observar que la

presencia de espiritualidades laicas no priva a los sujetos religiosos de

la posibilidad y la necesidad de vivir y hacer presente la identidad

31 Los antecedentes antiguos de este tipo de espiritualidad están representados

por la «ética humanista», basada en la naturaleza del hombre y justificable por la razón: un pensamiento según el cual la pertenencia a la especie humana basta para prescribir el respeto y la solidaridad para con todo hombre, espiritualidad centrada en la virtud de la filantropía o la humanitas de la escuela peripatética, del platonismo medio y el neoplatonismo y del estoicismo, aunque en algunas de estas escuelas sea manifiesta la referencia a la trascendencia o a los dioses y a su imitación. Para el conjunto de la cuestión y la comparación con el humanismo derivado de las fuentes judías, con alusiones al cristianismo, cf. Katell Berthelot, Le monothéisme peut-il être humaniste? Fayard, París, 2006.

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religiosa y, en su caso, cristiana, en el terreno de la experiencia vivida y

en el de la espiritualidad, y de hacer presentes los valores que comporta

para la vida personal y para la sociedad. También habría que observar

que en las mismas tradiciones religiosas, y, desde luego, en la cristiana,

existen indicaciones precisas sobre la importancia en ellas de valores y

conductas no específicamente religiosas, como el respeto de la justicia,

el servicio y la ayuda a los otros y el amor mutuo, apreciadas como

centrales en el sistema religioso y cristiano: «Quien no ama no conoce a

Dios, porque Dios es amor»; «Lo que hicisteis al más pequeño a mí me lo

hicisteis»; «Tuve hambre y me disteis de comer...», etc. Que son las

mismas religiones las que relativizan el cuerpo de las mediaciones

religiosas, frente al valor incondicional del ser humano, imagen de Dios:

«El sábado es para el hombre y no el hombre para el sábado»; y que, en

último término, Dios es mayor que la religión —F. Rosenzweig ha escrito

que Dios creó al hombre, no la religión— y que, por tanto, el hombre

puede entrar en contacto con él por caminos que no pasen por la

religión.

Por eso, la atención a todos estos caminos «laicos» hacia el

Absoluto debería, más bien, poner a los sujetos religiosos y a los que no

lo son ante el desafío, desde el terreno común de las experiencias de

trascendencia y las espiritualidades que compartimos, de entrar en

diálogo franco y en estrecha colaboración para buscar respuesta a los

problemas, comunes a todos, de la humanidad y su futuro.

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