Junio 13 de 1955 Presidencia del contraalmirante (R ......PKERANGELI VERA, Humberto PINEDA DE...

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CONGRESO NACIONAL CÁMARA DE SENADORES 201 Junio 13 de 1955 15* REUNIÓN SESIÓN ESPECIAL Presidencia del contraalmirante (R.) ALBERTO TEISAIRE, vicepresidente de la Nación Secretarios: señores ALBERTO H. REALES y SANTIAGO A. JOB SENADORES PRESENTES: ALBARIÑO, Ramón A. ANTINUCCI, Atilio BRISOLI, Blas BRIZÜELA NIETO, Vicente Bernabé BRUNELLO, Duilio Antonio Rafael CALVINO DE GÓMEZ, María Rosa CASCO DE AGUER, María del Carmen CASTANEHtA DE BACCARO, Hilda Nélida CORREA, Antonio Eduardo CORRECHÉ, Susana DE LUCA DE SOTO, Zelmira Antonia DE PAOLIS, José Guillermo FERRARI, Juan Antonio GRAZIANO, Alberto A. HERRERA, Paulino B. rnjRBE, Alberto J. JUÁREZ, Carlos A . LARRAURI, Juana NAVARRO, Ramón M. PEREBRA DE KEDLER, Ramona Idasa PKERANGELI VERA, Humberto PINEDA DE MOLINS, Ilda Leonor RÁPELA, Raúl Norberto RBERA, Fernando RÍOS, Octavio A. SORIA VEGA, Abel SUBIZA, Román A. TAVELLA, Pedro César URRUTIA, José Miguel ZAVALA ORTIZ, Ricardo AUSENTES, CON UCENCIA: CARO, José Armando MARTIARENA, José Humberto AUSENTES, CON AVISO: LUCO, Francisco R. XAMENA, Carlos SUMARIO 1.—Pedido de realización de sesión especial formu- lado por el bloque único de senadores y decreto de citación de la Presidencia del Honorable Se- nado. (Página 202.) 2.—Manifestaciones de repudio del señor presidente del Honorable Senado por los hechos ocurridos el día 11 del corriente, e invitación a pasar a cuarto intermedio para izar la bandera nacional en el mástil externo del Senado de la Nación, co- mo acto de desagravio a la enseña patria. (Pá- gina 202.) 3.—Asuntos entrados: I.—Mensaje del Poder Ejecutivo: Formula expresión de desagravio por los hechos ocurridos el día 11 del co- rriente. (Página 203.) II.—Comunicación de la Presidencia del Ho- norable Senado. (Página 203.) m.—Comunicaciones de senadores. (Pági- na 203.) IV.—Comunicaciones oficiales. (Página 203.) V.—Comunicaciones particulares. (Página 203.) 4.—Desagravio del Honorable Senado por los hechos ocurridos el día 11 del corriente. (Página 204.) 5.—Proyecto de resolución del bloque único de se- nadores de la Nación por el que se resuelve invitar a la Honorable Cámara de Diputados a organizar, juntamente con' el Honorable Se- nado, un homenaje nacional a la bandera argen- tina el día 20 de junio próximo. Se aprueba. (Página 222.)

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C O N G R E S O N A C I O N A L

CÁMARA DE SENADORES 201

Junio 13 de 1955

15* R E U N I Ó N — SESIÓN ESPECIAL

Presidencia del contraalmirante (R.) ALBERTO TEISAIRE, vicepresidente de la Nación

Secretarios: señores A L B E R T O H. R E A L E S y S A N T I A G O A . JOB

SENADORES PRESENTES:

ALBARIÑO, Ramón A. ANTINUCCI, Atilio BRISOLI, Blas BRIZÜELA NIETO, Vicente Bernabé BRUNELLO, Duilio Antonio Rafael CALVINO DE GÓMEZ, María Rosa CASCO DE AGUER, María del Carmen CASTANEHtA DE BACCARO, Hilda Nélida CORREA, Antonio Eduardo CORRECHÉ, Susana DE LUCA DE SOTO, Zelmira Antonia DE PAOLIS, José Guillermo FERRARI, Juan Antonio GRAZIANO, Alberto A. HERRERA, Paulino B. rnjRBE, Alberto J. JUÁREZ, Carlos A. LARRAURI, Juana NAVARRO, Ramón M. PEREBRA DE KEDLER, Ramona Idasa PKERANGELI VERA, Humberto PINEDA DE MOLINS, Ilda Leonor RÁPELA, Raúl Norberto RBERA, Fernando RÍOS, Octavio A. SORIA VEGA, Abel SUBIZA, Román A. TAVELLA, Pedro César URRUTIA, José Miguel ZAVALA ORTIZ, Ricardo

A U S E N T E S , C O N U C E N C I A :

CARO, José Armando MARTIARENA, José Humberto

A U S E N T E S , C O N A V I S O :

LUCO, Francisco R. XAMENA, Carlos

SUMARIO

1.—Pedido de realización de sesión especial formu­lado por el bloque único de senadores y decreto de citación de la Presidencia del Honorable Se­nado. (Página 202.)

2.—Manifestaciones de repudio del señor presidente del Honorable Senado por los hechos ocurridos el día 11 del corriente, e invitación a pasar a cuarto intermedio para izar la bandera nacional en el mástil externo del Senado de la Nación, co­mo acto de desagravio a la enseña patria. (Pá­gina 202.)

3.—Asuntos entrados:

I.—Mensaje del Poder Ejecutivo:

Formula expresión de desagravio por los hechos ocurridos el día 11 del co­rriente. (Página 203.)

II.—Comunicación de la Presidencia del Ho­norable Senado. (Página 203.)

m.—Comunicaciones de senadores. (Pági­na 203.)

IV.—Comunicaciones oficiales. (Página 203.)

V.—Comunicaciones particulares. (Página 203.)

4.—Desagravio del Honorable Senado por los hechos ocurridos el día 11 del corriente. (Página 204.)

5.—Proyecto de resolución del bloque único de se­nadores de la Nación por el que se resuelve invitar a la Honorable Cámara de Diputados a organizar, juntamente con' el Honorable Se­nado, un homenaje nacional a la bandera argen­tina el día 20 de junio próximo. Se aprueba. (Página 222.)

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202 6:—Apéndice:

I.—Comunicaciones de senadores. (Página 223.)

II.—Comunicaciones oficiales. (Página 223.)

—En Buenos Aires, a los trece días del mes de junio de 1955, a la hora 16, dice el

Sr. Presidente. — L a sesión especial está abierta.

1

PEDIDO DE REALIZACIÓN DE SESIÓN ESPECIAL Y DECRETO DE CITACIÓN

Sr. Presidente. — Por Secretaría se va a dar cuenta^ del pedido de realización de sesión es­pecial formulado por el bloque único de sena­dores de la Nación y del correspondiente de ­creto de citación dictado por la Presidencia del Honorable Senado.

Sr. Secretario (Reales). — (Leyendo):

Buenos Aires, 12 de junio de 1955.

Al señor, presidente del Honorable Senado de la Nación, contraalmirante Alberto Teisaire.

Con motivo de los agraviantes sucesos del 11 del corriente, que han conmovido profundamente los sen­timientos del pueblo, tenemos el honor de dirigirnos al señor presidente, solicitándole quiera tener a bien disponer la celebración de una sesión especial de desagravio, para el día trece del actual, a las quince y treinta horas.

Saludamos al señor presidente con nuestra más alta consideración.

Ramón A. Albariño. — ílda Leonor Pine­da de Molins. — Paulino B. Herrera. — José Guillermo De Paolis. — Atilio An-tinucci. — María del C. Casco de Aguer. — Antonio E. Correa. — Blas Brisoli. — Vicente Bernabé Brizuela Nieto. — Duilio Antonio Rafael Brunello. — Ma­ría Rosa Calviño de Gómez. — Hilda Nélida Castañeira de Baccaro. — Susa­na Correché. — Zelmira Antonia De Luca de Soto. — Juan Antonio Ferrari. — Alberto A. Graziano. — Alberto J. Iturbe. — Carlos A. Juárez. — Juana Larrauri. — Ramón M. Navarro. — Ra­mona Idasa Pereira de Keiler. — Hum­berto Pier'angelí Vera. — Raúl Norberto Rápela.— Fernando Riera. — Octavio A. Ríos. — Abel Soria Vega. — Román A. Subiza. — Pedro César Tavella. — José Miguel Urrñtia. — Ricardo Zavála Ortiz.

Reunión 15*

Buenos Aires, 12 de junio de 1955.

Visto la solicitud precedente,

El presidente del Honorable Senado

DECRETA:

l 9 — Cítese, por Secretaría, a los señores senado­res, a fin de celebrar sesión especial de desagravio, mañana, lunes trece, a las quince y treinta horas.

29 — Comuniqúese.

ALBERTO TEISAIRE. Alberto H. Reales.

2 MANIFESTACIONES DE REPUDIO DEL SEÑOR PRESIDENTE DEL SENADO POR LOS HECHOS DEL DÍA 11 E INVITACIÓN A PASAR A CUARTO INTERMEDIO PARA DESAGRAVIAR LA BANDERA

NACIONAL

—Puestos de pie el señor presidente del Honorable Senado, las señoras y los seño­res senadores y el público de las galerías, dice el

Sr. Presidente. — Señoras y señores senado­res: sólo en casos muy extraordinarios el presi­dente de la Cámara hace uso de la palabra; y es una circunstancia especialísima la que hoy me mueve a hacerlo: se ha agraviado la bandera de la patria, y el Honorable Senado de la Nación, como una sola voz, debe expresar su repudio ante el ultraje inconcebible.

También ha sido ofendido el peronismo. Han creído que con maniobras injuriosas se puede ir contra la realización de lo que el pueblo exi­ge. Pero pueden estar todos seguros que el Se­nado de la Nación, en estrecha colaboración con nuestro conductor, el señor general Perón, se­guirá la marcha de la revolución, cueste lo que cueste, y haciendo permanentemente lo que el fcueblo quiere que se haga.

En consecuencia, invito a los señores senadores a pasar a un breve cuarto intermedio, para izar nosotros la bandera de la patria que ha sido vejada por la turba de las otras noches. (¡Muy bien! ¡Muy bien! Aplausos prolongados en las bancas y en las galerías.)

—Así se procede, siendo las 16 y 5.

—Vuelto a su sitial el señor presidente y a sus bancas las señoras y los señores senadores después de cumplido el cometido, siendo la hora 16 y 35, dice el

Sr. Presidente. — Continúa la sesión.

3

ASUNTOS ENTRADOS

Sr. Presidente. — Por Secretaría se va a dar cuenta de los asuntos entrados.

CÁMARA DE SENADORES DE LA NACIÓN Junio 13 de 1955 CÁMARA DE SENADORES DE LA NACIÓN 203

I

Mensaje del Poder Ejecutivo

Formula expresión de desagravio por los hechos ocurridos el día 11 del corriente

Sr. Secretario (Reales). — (Leyendo):

Buenos Aires, 11 de junio de 1955.

Al Honorable Senado de la Nación.

El Poder Ejecutivo tiene el honor de dirigirse a vuestra honorabilidad formulándole su más sentida expresión de desagravio con motivo de desmanes co­metidos en el día de la fecha por elementos clericales, con participación de sacerdotes católicos, que habían concurrido momentos antes a un acto frente a la ca­tedral realizado en abierta violación de la ley y expresas disposiciones del gobierno.

Los vandálicos actos perpetrados por esas turbas de irresponsables en distintos puntos de la ciudad consistieron, en lo que afecta a ese honorable cuerpo en la enarbolación de la enseña de un Estado extran­jero en los mástiles destinados a la bandera argentina frente al edificio del Honorable Congreso, en el retiro y destrucción de la placa recordatoria de la Mártir de los Trabajadores y Jefa Espiritual de la República, Eva Perón, y en el intento de violar las puertas de acceso a dicho edificio.

Quiera esa Honorable Cámara aceptar esta manifes­tación que el Poder Ejecutivo siente la imperiosa ne­cesidad de hacerle llegar bajo la impresión de las inauditas ofensas inferidas a la soberanía y dignidad de la Nación y a sentimientos que son tan caros para el pueblo argentino, por las bandas de individuos a que se ha hecho referencia.

Dios guarde a vuestra honorabilidad.

JUAN PERÓN. Ángel G. Borlenghi.

II

Comunicación de la Presidencia del Honorable Senado

Sr. Secretario (Reales). — La Presidencia in­forma que el día 12 del corriente ha cursado un mensaje en respuesta al enviado por el Poder Ejecutivo, cuyo texto es el siguiente:

Buenos Aires, junio 12 de 1955.

Excelentísimo señor presidente de la Nación.

Esta Presidencia hace llegar a vuestra excelencia su más íntimo reconocimiento, ante las expresiones de desagravio que, en nombre del Poder Ejecutivo, ha hecho llegar al Honorable Senado, con motivo de los vandálicos hechos producidos en el día de ayer por las turbas clericales.

Resulta sorprendente que puedan ocurrir tales actos en el seno de un pueblo civilizado como el nuestro, que contempla con verdadero estupor la reproduc­ción de episodios, afortunadamente superados, de épo­cas obscuras de la historia.

La pasión sectaria ha alcanzado tonos que la opi­nión pública repudia, ya que los ataques al Congreso

de la Nación suponen una manifestación de evidente alzamiento contra las instituciones democráticas y un condenable propósito de imponer por la violencia la voluntad de grupos completamente minoritarios. •

Quedan como testimonio de estos hechos, la des­trucción de las placas recordatorias de la Mártir del Trabajo y Jefa Espiritual de la Nación, Eva Perón y los intentos de violación del edificio -entre otros desmanes cometidos.

Pero hay algo que sí es preciso destacar porque alcanza en su significación, aspectos que resultan inconcebibles para todo argentino. El ataque a la bandera nacional, el símbolo que nos une a todos en los comunes recuerdos y que sintetiza la vocación de gloria de nuestro pueblo y que jamás puede ser mancillada por nadie que sienta el fervor de la tie­rra y el amor a la patria.

El bloque de senadores ha hecho llegar a esta Pre­sidencia su voluntad de realizar una sesión pública de desagravio. A tal fin ha sido citado el cuerpo a sesión especial para el día de mañana lunes 13 a las 15 y 30 horas.

Dios guarde a vuestra excelencia.

ALBERTO TEISAIRE. Alberto H. Reales.

H I

Comunicaciones de senadores

Sr. Secretario (Reales). — Los señores se­nadores Carlos Xamena y Francisco Luco ma­nifiestan su adhesión a la sesión especial que realiza el Honorable Senado como expresión de desagravio por los hechos ocurridos el día 11 del corriente ( 1 ) .

Sr. Presidente. — A l archivo.

I V

Comunicaciones oficiales

Sr. Secretario (Reales). — Gobernadores de provincias, comisionados nacionales y el señor ministro de Asistencia Social y Salud Pública de la Nación expresan su repudio y condena­ción por los sucesos ocurridos en la Capital Federal, el día 11 del corriente ( 2 ) .

En el mismo sentido envían notas legislatu­ras y autoridades provinciales y comunales.

Sr. Presidente. — A l archivo.

V

Comunicaciones particulares

Sr. Secretario (Reales). — Unidades básicas del Partido Peronista, entidades y asociaciones gremiales y particulares remiten notas expre­sando sus sentimientos de desagravio por los hechos ocurridos el día 11 del corriente.

Sr. Presidente. — Al archivo.

(1) y (2) Véanse los textos de las notas en el Apéndice.

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204 CÁMARA DE SENADORES DE L A NACIÓN Reunión 15*

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DESAGRAVIO DEL HONORABLE SENADO POR LOS HECHOS OCURRIDOS EL DÍA 11 DEL CO­

RRIENTE

Sr. Albariño. — Pido la palabra. Sr. Presidente. — Tiene la palabra el señor

senador por Entre Ríos. Sr. Albariño. — Señor presidente: el país ha

vivido el 11 de junio de 1955 el día de vergüenza y oprobio más grave de su historia. Como el 9 de octubre de 1945, el 28 de septiembre de 1951 y el I o de mayo de 1953, es ésta una fecha de traición a la patria.

El 9 de octubre fueron los hombres de A v a -los y de Vernengo Lima los que mancharon las páginas del gran Libro pretendiendo eli­minar al hombre convertido en ídolo por las masas trabajadoras. El 28 de septiembre de 1951 fueron los secuaces de Menéndez los que qui­sieron 'sacrificar al líder de la nacionalidad para satisfacer las ansias venales de los mer­cenarios y entreguistas que todavía viven y alientan entre nosotros; y el 19 de mayo de 1953. las bombas de los mismos traidores hicieron una matanza de ciudadanos en nuestra plaza Mayor.

Son las obscuras fuerzas de la reacción las que han jalonado esta serie de oprobios y trai­ciones para torcer el rumbo de la nave. Son las obscuras fuerzas de la reacción las que nue­vamente pretenden desviar la trayectoria lu ­minosa del Justicialismo.

Y se suma a este oprobio, señor presidente, la ignominia en la que trabajan en mancomún extranjeros y argentinos venales, porque no es pasión de cosas argentinas la que los mueve, sino el tintineo y el brillo del oro foráneo, que los lleva hasta enarbolar banderas extrañas, co­mo si fuera posible que en esta patria de Bel -grano pudiese tremolar otra insignia que la celeste y blanca ¡ de las baterías de Rosario.

L a substitución del pabellón patrio significa la máxima traición a la Nación, y quienes am­parados en el número y en la tolerancia de las autoridades han cometido esta vejación a la nacionalidad no pueden continuar habitando el suelo argentino. L a afrenta a los símbolos nacionales constituye un delito de lesa patria y el alzamiento de sus promotores es delito de sedición.

Corresponde, por lo tanto, se aplique la ley en toda su intensidad: que los extranjeros aban­donen el país, y que los argentinos traidores sean juzgados como tales. (¡Muy bien! en las bancas.)

L a bandera azul y blanca que recorrió media América libertando pueblos; que fué manto y guía de los héroes de nuestra historia; «que jamás fué atada al carro triunfal de ningún vencedor de la tierra», ha sido vejada ante el

edificio de este Congreso que agrupa en su seno a la voluntad popular de la Nación repre­sentada por una mayoría absoluta, y lo ha sido por un grupo de amotinados a cuyo frente marchaban representantes de la curia.

Ha sido vejada por las manos mercenarias de unos traidores clericales, de esos mismos que confiesan sus más horrendos pecados ante un sacerdote y creen que con cinco padrenuestros lavan los crímenes morales y materiales que cometen en sus actividades públicas y privadas. (¡Muy bien!) Y estos mismos mercenarios que han renegado de nuestra bandera al substituir­la por la de un Estado extranjero, son los des­orbitados que en nuestras calles atentaron, no sólo contra símbolos e instituciones argentinas, en una procesión de despojo, sino que tratan de comprometer al país y á sus autoridades, al extender sus desmanes contra bienes y edi­ficios de naciones amigas, que son sagrados para nosotros y simbolizan el territorio inviolable de otras tantas patrias como la nuestra.

El estado de guerra interno tiene, señor pre­sidente, plena vigencia. Y se ha mantenido, según lo expresado por el propio jefe de nues­tro gobierno, al solo efecto de asegurar las ga­rantías necesarias para el desarrollo pacífico de nuestras actividades y para aplicarse sólo a aquellos que sean considerados como enemigos de la patria.

Y yo me pregunto, señor presidente, si no es generosa la calificación de «enemigos de la patria» para aquellos que queman nuestro má­ximo símbolo, que destrozan monumentos, que atentan contra instituciones....

Y también me pregunto cuándo se hará jugar lo estatuido en nuestra Constitución en los ar­tículos 14 y 15, cuando dice: «Toda fuerza armada o reunión de personas que se atribuya los derechos del pueblo y peticione a nombre de éste, comete delito de sedición». . . y « E l Estado no reconoce libertad para atentar contra la libertad.»

Estamos frente a la flagrante violación de dos artículos de nuestra Carta Magna, vale decir, que disponemos de los resortes legales para evitar estos desmanes de hordas enardecidas por el odio y envilecidas por el oro.

Debemos tener la valentía moral de descubrir esta lacra y extirparla. Debemos pedir que se tomen medidas para que cese de inmediato la ignominia de ver por nuestras calles a grupos de traidores de inspiración clerical, perturbando el orden, atentando contra nuestras institucio­nes, quemando símbolos patrios, comprometien­do nuestra amistad con otros países e incitando a la destrucción de las obras creadas por el Justicialismo.

Los desórdenes y agravios promovidos obede­cen al solo fin de intimidar y provocar un esta­do de incertidumbre en reemplazo del de paz y tranquilidad en que estamos viviendo.

Junio 13 de 1955 CÁMARA DE SENADORES DE LA NACIÓN 205

Porque hay que decirlo con todas las letras: temen perder su condición de culto privilegiado.

Pero como muy bien se ha dicho en esta Cámara, en este país de libertad y donde existe la libertad de cultos, para que esta libertad sea cierta no puede existir ningún culto privilegiado.

He aquí, señores senadores, el nudo de la cues­tión. Se trata de un problema de intereses y son estos intereses los que mueven y agitan el am­biente: intereses de predominio, intereses por conservar una situación de privilegio, interés de cubrir un cúmulo de intereses materiales y temporales completamente ajenos a la verda­dera esencia de la religión.

¡Cuánta diferencia con el desinterés generoso de la obra justicialista! L a una, destructora. L a otra, creadora, fundamentando toda la estruc­tura moral, social y física de una sociedad. La una, movida por un ansia de perpetuación y ex­plotación de sus privilegios. La otra, inspirada en el deseo de bien común, sin discriminación de nacionalidad, de religión y color político. Todas las libertades, todos los derechos, todos los be­neficios de nuestras leyes son para todos los habitantes del país y no solamente para los pe­ronistas.

«Dios ciega a quien quiere perder», dice el proverbio, y nuestros ojos, señor presidente, mantienen la luminosidad del cielo transparente. Estoy persuadido de que ninguno de nuestros corazones alienta deseos de venganza. Ningún peronista ha sentido turbada su mente ni re­vuelta su sangre por impulsos de rencor. Son ellos quienes se han colocado como adversarios, agitando una bandera clerical, los que tienen la vista nublada, los que proclaman su odio y los que no han reparado en la deshonra de sus nombres al cometer la más condenable de las traiciones: quemar un símbolo patrio y substi­tuirlo por un símbolo foráneo.

Señor presidente: los desórdenes provocados por los grupos clericales tienen una sola consig­na: perturbar el orden en que estamos viviendo. Es nuestra aspiración que el Poder Ejecutivo use los resortes necesarios para que estas al­teraciones no vuelvan a producirse, y es aspi­ración de esta Cámara que quienes promovieron y auspiciaron estos desmanes sean castigados con todo el peso de la ley.

Dejo expresado mi total repudio a estos actos y mi infinito dolor y vergüenza, como argentino como legislador y como general, ante el agra­vio inferido a nuestro máximo símbolo patrio por quienes lo hicieron cobardemente escuda­dos en el anonimato colectivo y guiados por obscuros móviles antinacionales. (¡Muy bien! Aplausos prolongados en las bancas y en las galerías.)

Sra. Pineda de Molins. — Pido la palabra. Sr. Presidente. — Tiene la palabra la señora

senadora por Buenos Aires.

Sra. Pineda de Molins. — Señor presidente, señoras y señores senadores: ¡la patria está de pie! Las fibras más íntimas de la nacionali­dad acaban de ser sacudidas. El agravio infe­rido a la argentinidad en su símbolo augusto es un proceder vergonzoso e incalificable que desborda los límites de lo concebible, quema nuestra sangre, constriñe nuestra mente, dilata nuestras venas . . . y nos obliga, por mandato del honor, a despreciar a los que viven explo­tando la imagen sagrada de Dios en un van­dalismo clerical sin precedentes, como disfraz moderno de la más rastrera oligarquía.

¡Jamás perdonaremos a los que así proceden, para no avergonzarnos ante los hijos de nues­tros hijos en la posteridad eterna!

Señor presidente: son los traidores de la pa­tria que estaban en acecho para crear un falso clima de violencia e inseguridad. Son los trai­dores de la patria, repito, que quieren destruir la ascensión luminosa de la Nueva Argentina para retrogradar al país a las épocas miserables del crimen. político y de la explotación des­medida .

Porque, señor presidente, señoras y señores senadores, hay dos procederes humanos que la patria no puede olvidar jamás: el heroísmo de defenderla y la infamia de traicionarla; y por­que somos argentinos hasta lo más íntimo de nuestro ser jamás toleraremos a los infames y satánicos clericales que en el obscuro 11 de junio de 1955 quemaron la enseña de la patria para enarbolar en su lugar la de un Estado extran­jero. Vandálico atentado que, a no dudarlo, ha contado con la complicidad de sectores foráneos que, usufructuando la generosa hospitalidad de nuestro país, conspiran al servicio de intereses subalternos, pretendiendo burlar la legislación justicialista en la Nueva Argentina de Perón y del recuerdo inmortal y siempre presente de Eva Perón.

Este conglomerado traidor ha colmado la me­dida de la tolerancia e hidalguía de nuestro ge­neroso pueblo, y en un desborde de prepoten­cias, con el resguardo cobarde del anonimato de sus inmediatos responsables, al acecho de cir­cunstancias propicias a sus fines terroristas, ha. mancillado nuestra tradición histórica realizan­do actos cuya ejecutoria está reñida hasta con la ley divina. Apoyar las hordas clericales es traicionar a la patria, es traicionar al pueblo y es traicionar a Dios.

Quien esté de parte de las negras sotanas del vandalismo es traidor a la Nación, porque no ama a la patria, ni ama al pueblo, como tam­poco ama a Dios, en quien ni siquiera creen estos «clericaloides» y sólo lo utilizan como biombo para conseguir sus rastreros fines.

Esos perniciosos elementos que con propósitos antipatrióticos perturban la unidad nacional, invocan una falsa fe que no poseen, ni siquiera sienten, porque justamente niegan con el pen-

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sarmentó y los hechos todos los principios y todas las enseñanzas de Jesús. '

L a bandera nacional, * símbolo de honor que legaron a nuestra custodia las generaciones pa­sadas, ha sido agraviada. Pero inmaculada está su gloria porque a ella no le alcanza la miseria moral de los traidores

Firmes están sus colores, que traslucen la altura de un pueblo justo, libre y soberano. Resplandeciente en su ondular eterno bajo el cielo que la vio nacer y libérrima como guía en la marcha de la Nueva Argentina para la cual no habrá dique suficiente que pueda detener el impulso desbordante de su corriente generada en la sabia inspiración de su conductor, el ge­neral Juan Perón.

Tampoco alcanza ofensa alguna a la memoria respetada de nuestros proceres, porque el re­cuerdo vivo de su patriotismo permanece inde­leble en el corazón de los argentinos y funda­mentalmente a nuestra inmortal Eva Perón, que, aureolada por una grandeza verdaderamente cristiana y justa, vive eterna en el alma del pueblo, pues amó a los humildes y entregó su vida para el bien de los trabajadores de la pa­tria. Fué y es símbolo de amor y de verdad; despreció la hipocresía y combatió la mentira; no toleró la simulación y luchó de frente con­tra los traidores. ¿Quién se atreve a agraviar su memoria? Fué bautizada Jefa Espiritual de la Nación porque dio al pueblo su materia y su alma. Por eso su recuerdo, que es su espíritu, permanece depositado en el sagrario más glo­rioso: el corazón del pueblo.

En representación de la masa de mujeres pe­ronistas traigo a este Honorable Senado la voz enardecida de protesta frente a los vergonzosos, cobardes y ruines acontecimientos, como des­agravio al atropello cometido a la memoria ve­nerada de nuestros gloriosos antepasados y de nuestra recordada Evita, antorcha eterna de luz meridiana, ejemplo de virtud, abnegación y pa­triotismo, así como también por la inaudita ofensa inferida a nuestra insignia nacional, j a ­más registrada en la historia de la patria.

En esta Nueva Argentina en que hemos sem­brado el amor y la justicia, la felicidad, el trabajo, la paz y el honor, en que hemos hecho florecer las más dulces esperanzas, hoy las hordas clericales que ensombrecen a la patria engrandecida nos han hecho cultivar el único odio que debemos profesar, esto es, el odio a la traición.

P o r todo ello, señor presidente y señoras y señores legisladores, la mujer argentina, la ver­dadera mujer peronista, la mujer de Eva Perón, no olvidará jamás la vandálica acción cometida por las fuerzas inconscientes e irresponsables de estos nuevos vendepatrias, amparados por una libertad que no han merecido ni respetaron, y también hacemos pública profesión de fe dicien­do, tanto en mi propio nombre como en el de todas las mujeres peronistas*que integran el

movimiento femenino, que es* parte del gran movimiento peronista, que así como predicamos la bondad y el amor, nobles virtudes enaltecidas en sus formas más puras por nuestra ilustre e inolvidable Evita, así también, y como ella mis­ma nos lo enseñara, expresamos que estamos firmes y alertas al lado del preclaro conductor, el general Perón, y que en esta lucha sin pau­sas ni treguas, no repararemos en formas ni medios hasta terminar con el último vestigio de este tipo de oligarquía que pudiera quedar; al hacerlo así no hacemos más que cumplir con la causa de Perón y con el recuerdo presente e inmortal de Eva Perón. (Aplausos prolongados en las bancas y en las galerías.)

Sr. Brisoli. — Pido la palabra. Sr. Presidente. — Tiene la palabra el señor

senador por la provincia de Mendoza.

Sr. Brisoli. — Jamás concebí, ni como argen­tino, ni como soldado, ni como senador de la JNfación, que hubiera de llegar el día en que mi voz tuviese que levantarse en airada pro­testa para desagraviar al pabellón nacional, para desagraviar a la bandera celeste y blanca, la más hermosa de todas las banderas del mundo, bajo cuyos pliegues se cobijaron las generacio­nes de argentinos y extranjeros que habitan el suelo de nuestra amada patria y disfrutaron de la tranquilidad, de la paz y del bienestar social que la Nueva Argentina ofrece a todos sus ha­bitantes por igual, sin distinción de razas ni de credos religiosos o políticos.

Aquí mismo, en el palacio del Congreso N a ­cional, celoso custodio de la soberanía de la Nación, manes criminales y cobardes arriaron del mástil la bandera de la argeñtinidad e iza­ron en su reemplazo la bandera de un Estado extranjero. Tan rudo ha sido el inesperado golpe, que, prácticamente, el pueblo argentino ha estado sumido en incrédulo sopor, del cual recién ha salido merced al pronunciamiento legítimo y sincero que establece la real existen­cia del agravio, lo cual, como argentinos, hu­biéramos deseado que no ocurriese.

Es justiciero afirmar que, en estas últimas horas, los habitantes de la patria hemos estado anhelando que pudiera verificarse la no exis­tencia de la terrible ofensa a la más preciada de nuestras herencias. Sólo a esta generosa in­credulidad puede atribuirse la espera en acusar, con toda la indignación de que es capaz el pa­triotismo, el artero golpe recibido en lo más noble y lo más sagrado de nuestro patrimoniq. Pero apenas el asombro incrédulo y generoso fué vencido por la fría y cruel exactitud de los hechos, la hidalga expectativa del pueblo ar­gentino se deshizo con la misma facilidad con que la nieve del Ande majestuoso fué quebrada por la pisada firme y segura de nuestros ante­pasados que nos dieron patria y libertad. Y la cálida indignación de nuestros hombres de tra­bajo,, el asombro de nuestros niños, la protesta

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de nuestras mujeres y el grito airado de nues­tros ancianos, han conjurado al Senado nacio­nal para que diese, en este acto público y espontáneo, la oportunidad de que sus integran­tes, legítimos representantes de esa masa im­perecedera que es nuestro pueblo, que desde la cuna aprendiera a amar y a pronunciar con .devota unción el nombre de nuestro lábaro sa­grado, afirmen ante la faz de la patria y de América toda su inconmovible lealtad y su pleno agradecimiento al símbolo y guía de los argentinos de ayer, de hoy y de siempre.

La bandera nacional no es de ninguna fac­ción política. Su simbolismo no es para dividir á los argentinos en bandos. ¡Todo lo contrario, señor presidente! Nuestra enseña patria es sím­bolo de unión, bajo cuyos pliegues nos cobija­mos todos en momentos de peligro nacional o de necesidad colectiva. Nuestra enseña es el símbolo mismo de esa patria que forjara con su sable, con su sangre y con la limpia conducta de toda su vida el genio y libertador de Amé­rica, general don José de San Martín.

Es criminal y es cobarde que la enseña que acaudilla al pueblo argentino sea utilizada por las fuerzas de la regresión, del obscurantismo y de la antipatria para dar rienda suelta al mez­quino resentimiento que tiene como origen una derrota infligida por el pueblo mismo de la patria.

Esto es lo que cuesta creer al hombre de bien, al argentino común, para quienes la en­seña nacional es comunión sagrada de herman­dad, llamado permanente a la unión en el tra­bajo para la mayor grandeza y libertad de una Argentina que nos pertenece a todos por igual, pero que, a pesar de ello, no es patrimonio que se pueda dilapidar, porque gravita, a través del tiempo, el mandato de las generaciones que la hicieron tremolar victoriosa sobre los pueblos de América, que supieron redimir con su san­gre, y que nos la entregaron en custodia im­poniéndonos el deber y la obligación de transmi­tirla a las generaciones venideras tan pura y tan limpia como nosotros la recibimos.

Y porque conozco al pueblo argentino sé que este pensamiento late por igual en todos sus componentes, sin mezquinas diferencias, y que este pronunciamiento de la ciudadanía argen­tina es la protesta airada y viril de los herede­ros de aquellos hombres valientes, que supie­ron regar con su sangre generosa el suelo de la patria para legárnosla grande, libre y hermosa, gloriosa e inmortal.

No es, no, que se haya podido ni que se pueda alterar la fe que nuestro pueblo tiene en su biceleste y blanca enseña. Eso es imposible. Nuestra enseña patria está consubstanciada con la esencia misma de la nacionalidad; es la ex­presión más cabal del sacrificio del pasado, es la orden de trabajo para el presente y es la consigna de esperanzas para el futuro. Por eso

cualquier ofensa contra ella es ofensa contra la patria argentina como dimensión y contra el pueblo argentino como vivencia. Si la agresión viene de afuera es hostilidad; si proviene de adentro es traición contra la patria, renegar del pasado, deserción del presente y desconfian­za en el futuro de la Nación.

La militancia pública coloca al hombre que la ejerce a expensas del comentario falaz y de la calumnia sistemática. Ello es parte del obli­gado tributo que debe pagar la grandeza. Bien lo sabe el general Perón, el ilustre conductor de la Nueva Argentina, y bien lo sufrió en carne propia a lo largo de sus años de hombre pú­blico. Mordieron en su carne; y hasta en lo más sagrado del hombre —el hogar y la honra— se cebó la envidia, el resentimiento y la incom­prensión de los clericales, que deambulan de la mano de los últimos restos de la tristemente famosa Unión Democrática.

Varón de proyección histórica, forjador de la libertad económica de su pueblo, creador» del Justicialismo y celoso protector de la soberanía nacional, no cuidó de proteger sus flancos ma­teriales ni de justificarse ante el ataque. Prefi­rió el silencio. Sabe que a lo largo del tiempo generaciones enteras de argentinos cuidarán de la limpieza inmaculada de su nombre con más cariño, con más amor que del suyo propio.

La clerigalla y sus secuaces, no contentos con el agravio inferido a. la bandera nacional, agra­viaron también la venerada memoria de la Jefa Espiritual de la Nación arrancando una placa colocada en el frontispicio del Congreso Nacional por la gratitud, el cariño y el respeto del pueblo argentino. Episodios ingratos como el que repudiamos hoy no son sino piedras de toque para exaltar más la veneración agradeci­da, que es el auténtico sentimiento que late en el pecho de todos y cada uno de los argentinos.

Y la única expücación de estos hechos repu-diables es la de que sean parte de una conspi­ración mayor contra la integridad, la unidad y el destino de la patria, porque la única posibi­lidad de que los argentinos seamos vencidos podría darse cuando previamente nos hubiéra­mos dejado desalojar del afecto, la gratitud y la veneración de Perón y de la memoria inmor­tal de Eva Perón. Porque mientras arda la llama votiva que nos recuerde la trayectoria de nues­tro conductor y su inmortal compañera nada podrán contra el pueblo argentino ni la hostili­dad de- los de afuera ni la traición de los de adentro.

Hay compatriotas que aun no perciben la ple­nitud histórica de la hora que vivimos. Hay argentinos que, por comodidad o por cobardía, aun no quieren ponerse en la línea de máxima tensión que reclama el esfuerzo nacional. ¡No importa! Allá ellos con su incomprensión, su comodidad o su cobardía. Que queden como retazos pasivos de una magnífica etapa de avan-

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ce en la marcha argentina. Pero que no quieran Vengar su inercia o su derrota ultrajando la más pura de las glorias argentinas y la más venerada memoria de la Jefa Espiritual de la Nación, porque entonces habrán de enfrentarse con la reacción unánime y enérgica de todo el pueblo argentino. - Este mismo acto de desagravio que realiza en estos instantes el Honorable Senado de la N a ­ción es una prueba de ello, es una advertencia que no les conviene olvidar a quienes ofenden y agravian sin razón y sin justicia. r^Eya Perón: hoy, como ayer, la ingratitud de unos pocos ha pretendido herir tu nombre ve­nerado. Estos corazones fieles convocados aquí para atestiguar la persistente pureza de tu nom­bre te prueban que morir es renacer. Y tú renaces cada mañana en la dulce oración del niño, al que entregaste tu vida por verlo son­reír; en el trabajo del artesano, al que devol­viste su propia y personal dignidad; en los surcos que se abren por la fuerza del arado, que antes, a tu conjuro, fué la fuerza victoriosa que en las gloriosas jornadas del 17 de octubre abrió la recta fecunda de la libertad y de la g lo­ria de un pueblo que ahora y siempre bendice tu nombre y venera tu recuerdo.

Eva Perón: desde la inmortalidad donde rei­nas escuchad los ruegos y las oraciones de nuestro humilde pueblo y concededle la gracia de iluminar el camino del que fuera vuestro ilustre esposo y es nuestro insigne conductor, inspirando sus actos en la pureza, la abnegación y el sacrificio con que, amada y respetada por todos los descamisados de la patria, supisteis vivir entre nosotros. ¡Que así sea! (Aplausos prolongados en las bancas y en las galerías.)

Sra. Correché. — Pido la palabra. Sr. Presidente. — Tiene la palabra la señora

senadora por Eva Perón.

Sra. Correché. — Señor presidente, señoras y señores senadores: las mujeres argentinas, solidariamente unidas en la indignación y el repudio, unen su clamor al del pueblo todo de la patria para condenar enérgicamente, total­mente, la regresión medieval que acaba de vul­nerar el deber más sagrado de la nacionalidad: el respeto de sus símbolos.

Nuestro corazón ardiente de peronistas vibra de coraje ai sólo pensar que manos incontro­ladas han arrancado la placa que el agrade­cimiento del pueblo otorgó como muestra de amor eterno a quien sacrificó todo por nosotros, sin medida del esfuerzo, quemando jornadas, quemando la vida misma, dando al mundo un ejemplo de virtudes no igualadas: ¡Eva Perón, nuestra maestra incomparable!

N a d a tienen que ver, señor presidente, esos ataques vandálicos y brutales con la prédica s del Evangelio, que ilumina los espíritus, ni- ia práctica del cristianismo, que exige amor, to- Í lerancia y solidaridad. c

i Resulta evidente, señor presidente, señoras i y señores senadores, que esas manos insolentes > y perversas son dirigidas por cerebros obscu-t recidos por pasiones políticas, ajenos por com-i pleto a toda idea religiosa. L Caiga el absoluto repudio del pueblo argen­

tino sobre estos individuos capaces de tales acciones. Si son argentinos, que caiga sobre ellos el repudio de todos por su delito de lesa patria; si es un extranjero que al amparo de nuestras libérrimas instituciones comete actos de naturaleza tan repudiable, no merece el de-

! recho de vivir en nuestro país y debe ser sepa­rado sin más trámite por su peligrosidad; si es un opositor político que supone que puede ve­jar impunemente la . bandera nacional, está equivocado, y sólo demuestra estrechez de cri­terio, regresión de sentimientos y perversión de medios.

Señor presidente: la bandera nacional, acu­nada por primera vez una tarde perfumada de febrero por los rumores del río Paraná, era hija del patriotismo y del corazón ardiente de Belgrano, que combinó en ella el blanco de la nube y el azul celeste de nuestro cielo. Llegó al tope del mástil seguida por el reverente silencio de los sollados de la patria naciente, y cuando alcanzó la parte más alta, un rayo del sol de la tarde la besó, llenándola de oro como un anticipo de la gloria que presidiría su vida.

Esa bandera fué paseada por media A m é ­rica en las huestes gloriosas de nuestros pa­triotas. Esa bandera presidió nuestra vida de niños, cuando todos los días asistíamos a la escuela y sentíamos la emoción, siempre reno­vada al pasar de los años, de verla llegar al mástil y de recogerla a la salida cuando se daba al niño de mejor conducta y aplicación el homenaje de guardarla en su caja. Esa emo­ción renovada también la tuvimos como do­centes, porque nuestra escuela fué argentinista por naturaleza y ahora, al correr de los años, nos encontramos con lo inaudito, con lo inso­lente, con lo que nunca soñamos: que manos anónimas fuesen capaces de ultrajarla de esta manera. N o por inaudito es menos reprobable, y las mujeres argentinas levantamos nuestra voz para decir que, sean quienes sean, vistan como vistan y se escuden como se escuden, nuestra firme - lealtad a Perón y a Eva Perón hará que no elijamos los medios para contra-rre.tar la acción del totalitarismo y de la re -f e s i ó n que trata de empañar las más altas y gloriosas manifestaciones del pueblo argentino.

Nada más. (Aplausos prolongados en las ban­cas y en las galerías.)

Sr. Iturbe. — Pido la palabra. Sr. Presidente. — Tiene la palabra el señor

senador por Jujuy.

Sr. Iturbe. — Señor presidente: un acto reli­gioso tolerado, como son los de cualquier culto en esta nuestra patria libre, se transforma en

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una turba que atropella contra todo el orden constituido, contra los derechos de los ciudada­nos y contra los poderes del Estado.

¿Cuál es, señor presidente, la causa de que pueda haber ocurrido un acto de incultura se­mejante, que creíamos desterrado para siempre de la Nación Argentina? Tal vez sea porque esos espíritus pervertidos creen que ellos son los que gozan de todos los privilegios y, entre ellos, el de ser los únicos depositarios de la auténtica religión de Cristo, y, creyéndose cristianos, la niegan en todos sus actos, cometiendo los que el auténtico cristiano y el mismo Cristo conde­naron a través de su doctrina. Creen tener el privilegio de interpretar al cristianismo pero lo violan en sus hechos y en sus actos y lo niegan desde el primer momento. Creen tener el pri­vilegio de poder imponer un orden que ellos desean para la República, inmiscuyéndose en los asuntos internos del país y se olvidan de que hay que dar a Dios lo que es de Dios y al cesar lo que es del cesar. Y cuando encuentran que los privilegios en esta Nueva Argentina no pue­den existir para ellos, como no existen para nadie, entonces revelan lo verdadero, lo que está en lo profundo de sus sentimientos y que si hasta antes de ayer lo pudieron ocultar, hoy está claro para quien no está enceguecido: re­velan, señor presidente, al apedrear al diario « L a Prensa» y otros órganos periodísticos, que están en contra de las libertades. Son los mis­mos que ayer hubieran aplaudido a la vieja «Prensa» de la oligarquía, pero que hoy la odian, porque al estar en manos del pueblo les grita las cuatro verdades y todo aquello que el pero­nismo nos ha enseñado a gritar desde lo más profundo del corazón.

Siguen adelante, señor presidente, y al llegar al Congreso de la Nación los que hablan de amor están en contra del más puro amor del pueblo argentino, de su amor y su devoción inquebrantable por quien dio hasta su vida por ese mismo amor, Eva Perón, y por eso rompen un placa colocada frente a este Congreso, por­que posiblemente les duele ese amor y esa leal­tad del pueblo para con la Mártir del Trabajo y Jefa Espiritual de la Nación.

Pero no paran ahí: creen que el lugar de la bandera azul y blanca en lo alto del mástil pue­de ser compartido por la de un Estado extran­jero y por eso elevan esa otra bandera, porque ellos son capaces de reunir en sus corazones los sentimientos más encontrados, y al lado de una proclamada libertad y soberanía comparten el envilecimiento del yugo que les da el oscuran­tismo, y lo hacen juntamente con la traición, que es lo que significa quemar el símbolo au­gusto de la patria. Para quienes son capaces de compartir esa clase de sentimientos, no nos puede extrañar que crean que está bien que en lo alto del mástil, al lado de la bandera argen­tina, pueda estar otra de un Estado extranjero.

Y siguen adelante contra todo lo que significa lo más arraigado en el espíritu de los argen­tinos: están también contra la soberanía de la patria. Pero se han equivocado, señor presidente. Contra la patria soberana, contra las tres ban­deras de la Nueva Argentina: «justicia», «liber­tad» y «soberanía», no hay ninguna clase de elementos que pueda hacerlas bajar de lo alto del mástil; y si por un momento manos como las de ellos han podido izar otra, hay millones de pechos argentinos dispuestos a dar su vida para que flamee por siempre jamás, en lo alto del mástil, la única bandera que puede cobijar a todos los argentinos: la azul y blanca de Bel­grano, la de San Martín, la de Juan Perón. (¡Muy bien! Prolongados aplausos en las bancas y en las galerías.)

Por eso está hoy reunido el Senado de la Nación en este acto de desagravio. Están aquí presentes todas las provincias argentinas y es­tán, inclusive, presentes en espíritu, las nuevas provincias que gracias a Juan Perón van a tener sus representantes en este cuerpo; y todas ellas se han puesto de pie, y en una tocante ceremonia de hace pocos instantes, se ha visto izar de nuevo a lo alto del mástil la bandera que en el futuro no permitiremos nunca que sea arria­da, y ha de ser de hoy en adelante sólo nuestra bandera argentina la que esté para siempre presente como en nuestro acto de desagravio.

Y permitidme, señor presidente, para termi­nar mis palabras, que exprese lo que sé es una interpretación del sentimiento de todo el pueblo de mi provincia. El lejano Jujuy está vibrando hoy de indignación, de fe y de lealtad, porqué en la Casa de Gobierno guardan la bandera azul y blanca que les legara Belgrano. Y a ellos, como al que más, tiene que haberles dolido que la enseña de la patria haya sido mancillada. Pero sé que están de pie, juramentados hoy como ayer, en su fe de argentinos, en su fe de peronistas, para guardar su inquebrantable leal­tad para con nuestro conductor, el creador de la soberanía y de las tres banderas de la Nueva Argentina que nunca van a dejar de flamear en todo el ámbito de la República. (¡Muy bien! Aplausos prolongados en las bancas y en las galerías.)

Sra. Pereira de Keiler. — Pido la palabra. Sr. Presidente. — Tiene la palabra la señora

senadora por Misiones. Sra. Pereira de Keiler. — Señor presidente,

señoras y señores senadores: Con el corazón destrozado por el dolor, traigo

mis más humildes palabras para rendir un ho­menaje en desagravio a nuestra única e inmortal Evita.

Ella, que fué y es puente de amor entre el líder y su pueblo, que es purificación del ser humano hacia el idealismo supremo de justicia del maestro del amor, que es la patria misma hecha carne en su guía y conductor, ese soldado

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estadista, el general Juan Perón, que señaló una nueva era de felicidad a la Nación y a los pue­blos del orbe; Eva Perón, como dijera el poeta, es la paloma del ideal, porque es ideal de su pueblo la realidad de la justicia social, la madre amantísima de los niños, de ios ancianos y de los humildes que le consagraron el lucero anun­ciador del amanecer del cariño, del sacrificio, del renunciamiento en pro de la felicidad de todos los hombres de la tierra.

Eva Perón: tú como ninguna profesaste la rloctrina de Cristo «amaos los unos a los otros»; tú como ninguna diste la igualdad a tus herma­nos; tú como ninguna ofreciste la vida para la felicidad de tu pueblo; ¿y cómo pueden ofender tu nombre, tu memoria, tú que eres pura como las rosas de la tarde, que eres blanca como la nieve, suave como aleteos de paloma, fuente inagotable de amor y de justicia?

En nombre de todas las mujeres de esta tie­rra, que te veneramos, te pido, señora, que perdones con tu infinita bondad tal ofensa y bendigas desde tu sitial de honor a quienes te han hecho tanto daño.

Bendita seas, Eva Perón. (Aplausos prolon­gados en las bancas y en las galerías.)

Sr. Rápela. — Pido la palabra. Sr. Presidente. — Tiene la palabra el señor

senador por Santa Fe. Sr. Rápela. — Señor presidente: en el orde­

namiento de valores, para el peronismo, pri­mero está la patria; después el movimiento y, en tercer lugar, el hombre.

Primero está la patria porque es el sentimien­to más puro que ha penetrado en las fibras de nuestro corazón y el que se ha manifestado en lo más anímico de nuestro ser. Ese sentimiento anímico también se trasunta en lo material y así son sublimes nuestras pampas y ríos y así también lo es la letra de nuestro himno, como es sublime el azul y blanco de nuestra gloriosa bandera.

Esa bandera que fué creada por el inmortal Belgrano y extraída del firmamento su azul, y el blanco de la nube. Esa bandera que paseó por toda América en manos de los bravos de San Martín, esa bandera que, al decir de Sar­miento, jamás fué atada al carro de ningún vencedor. Es ella la que flameando en los más­tiles de nuestros barcos cruza los mares y lleva el trigo que se transforma en el pan que se sirve en la mesa de todas las razas y de todos los pueblos. Es esa bandera que, sujeta a las alas argentinas, lleva el alivio al dolor de los pueblos que lo necesitan, cuando ha sido envia­do por la protección de esa entidad tan nuestra, tan sublime que se llama la Fundación Eva Perón.

Jamás hasta el advenimiento del peronismo se izó la bandera nacional con tanto orgullo; jamás la bandera nacional flameó tan sublime­mente en lo alto de los mástiles en las justas

deportivas. Y esa bandera sublime ha sido ob­jeto del vejamen más bajo que pueda pedirse, realizado por los espíritus más pobres y reaccio-* narios, por manos que nunca pueden ser argen­tinas, porque, si lo fueran, habría que tronchar­las para escarnio. Esas manos fueron las que la desplazaron del mástil desde donde custodia esta casa de las leyes y la reemplazaron por otra enseña.

Nosotros respetamos todas las banderas, todos los colores de todas las naciones; pero también pensamos y sabemos que esa enseña tiene que haber sentido lo más profundo que podría sen­tir una bandera si tuviera alma, y su color ama­rillo debió haberse transformado en rojo de vergüenza, porque sabía que estaba ocupando un lugar que no era el suyo, que no le corres­pondía, que era para la bandera azul y blanca; porque ella recordaría también que en muchas oportunidades, generosa y amistosamente, se elevó al tope al lado de la nuestra.

Esas turbas atacaron el Congreso Nacional y arrancaron de sus gloriosas paredes las placas que conmemoraban a la inmortal Eva Perón, como intentando hacerle un agravio a la Mártir del Trabajo. Pero, señores: ¿es posible agraviar a Eva Perón? A Eva Perón no se la puede agra­viar; ella está muy alto para que le alcancen las bajezas humanas. Es imposible agraviarla, como tampoco es posible que los miasmas de un pantano empalidezcan los colores y el per­fume de las flores. ¡Tan luego a ella, que fué la santa del trabajo y la sacrificada por los ni­ños, los ancianos y los descamisados!

Jamás debió ocurrir un hecho, de esta natu­raleza en nuestra tierra de paz, donde reinan el derecho y la voluntad del pueblo, donde reina una doctrina de amor impuesta por Perón, ese hombre que como único de nuestro siglo ha creado para el país y el mundo entero una dóc-. trina humanista de solidaridad, de esperanza y de tolerancia.

Arrojemos, pues, del templo de la argentini-dad a los mercenarios. Que ellos griten tratando de desfigurar la verdad, cuando saben muy bien que éste no es más que un problema de derecho y de presupuesto. Por eso nosotros, los legisla­dores, alzamos airadamente nuestra voz y repu­diamos esos hechos; y levantaremos en cada esquina de todas las ciudades y pueblos del país una tribuna donde se diga la verdad con sere­nidad y sin ofender a nadie; y que sepan los que son cristianos, los que tienen hijos, esposas y madres cristianos, que no han de tener pro­blemas en cuanto al ejercicio de su fe, y que podrán cumplir libremente con Dios. Pero sí, nosotros les diremos la verdad de lo que ocurre, y pondremos nuestros pechos para que en el país no se vuelvan a repetir hechos semejantes; que aquí no ocurra lo que en la noche trágica de San Bartolomé, de la Francia medieval, por­que eso es contrario a los más nobles y huma-

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nos sentimientos que debe albergar el alma del hombre y de la mujer, como también es contra­rio a la doctrina del mismo Rabí de Galilea, que era una doctrina de amor. ¿Dónde está la prédica y el amor a esa doctrina, cuando ellos, con los hechos, mancillan el emblema nacional y quieren vejar a uno de nuestros muertos más queridos?

En este país se respeta la ley y se respeta la voluntad popular, y ese respeto es obligatorio para los argentinos, como también lo es para los extranjeros, por lo que significa el cumpli­miento de la ley y por gratitud o decoro si son extranjeros. De lo contrario, si insisten en estos hechos tendrán que ser radiados de nuestras fronteras, cualquiera sea el traje que ellos vistan. Por eso, señor presidente, señoras y señores senadores, nosotros los argentinos, y especialmente los peronistas, en esta hora de incertidumbre levantamos nuestro grito de pro­testa, y al lado del señor presidente pondremos todos nuestros esfuerzos para la felicidad del pueblo y la grandeza de la Nación. (Aplausos prolongados en las bancas y en las galerías.)

Sra. De Luca de Soto. — Pido la palabra. Sr. Presidente. — Tiene la palabra la señora

senadora por la provincia de Corrientes. Sra. De Luca de Soto. — Señor presidente: los

que mal llevan como insignia la cruz de Cristo, que han fomentado y dirigido los actos vandá­licos y antipatrióticos del sábado 11 y que han merecido el repudio y la condenación de toda persona que en su corazón anida amor a la patria, que tiene conciencia del significado del símbolo patrio, de la bandera nacional, que con­serva fresco en la memoria y en el propio co­razón el recuerdo imperecedero de la esclareci­da Jefa Espiritual de la Nación, señora Eva Perón, no son, señor presidente, los pacíficos predicadores de la religión de Cristo; no son los que exaltan la gloria de Dios para la reden­ción del alma, ni los que practican las virtudes cristianas; son, señor presidente, los que, con­trariando la verdadera religión y la esencia de las prédicas de Cristo, han convertido la casa de Dios en una escuela de aprendizaje al desacato, a la calumnia, a los desmanes, a la violencia y a la ruindad; son los que se han puesto al ser­vicio de esa oligarquía que, vencida en un 17 de octubre de 1945 y rematada un 24 de febrero de 1946 por la conciencia de un pueblo que supo romper las cadenas de la esclavitud si­guiendo a los líderes de la nacionalidad, de la soberanía de nuestra patria, de la justicia social, nervio y alma de nuestro movimiento sinteti­zado en los nombres de Perón y Eva Perón, han vuelto a levantar su cabeza que no fué mate­rialmente aplastada.

Perón y Eva Perón, señor presidente, son los únicos que han - llevado a la práctica las prédicas del gran Galileo, amparando a los hu­mildes, socorriendo a los desvalidos, desparra­

mando el amor y la justicia a manos llenas, ampliamente, entre hombres, mujeres, ancianos y niños, no sólo de nuestra patria, sino de todo el mundo necesitado, ya que la Fundación Eva Perón, señor presidente, siempre estuvo pre­sente allí donde hubo dolor para aliviar, sin averiguar pertenencia de credos políticos o re­ligiosos, sin mirar el color de las banderas al traspasar las fronteras de la patria, prodigán­dose con cariño de hermana y de madre entre los necesitados de todas las naciones del orbe. Y continúa su obra allí donde el dolor necesita alivio, donde el necesitado requiere ayuda, por­que Eva Perón no ha muerto, señor presidente; porque Eva Perón vive y vivirá eternamente en el corazón de todos los argentinos y de todos los desamparados de la tierra; porque Eva Pe ­rón está presente en cada uno de nuestros ac­tos, vive en la casa de cada trabajador y flota en el ámbito de la nacionalidad.

No son argentinos, aunque hayan nacido en nuestro suelo, los que han profanado el sagrado lábaro de nuestra nacionalidad, y es inadmi­sible que un argentino que debe saber defen­der con su vida la incolumidad de la bandera nacional, de esos dos colores azul y blanco que son el símbolo de nuestra soberanía, de la glo­ria de nuestros héroes, que nos la legaron nun­ca derrotada, siempre victoriosa, nunca trai­cionada, para que sigan nuestros ojos hume­deciéndose al mirarla izar al tope de los mástiles al acorde de nuestro Himno Nacional, para que sepamos conservarla invencible y no permita­mos que sea atada al carro triunfal de ningún vencedor de la tierra.

No por haber sido quemada, señor presidente, nuestra bandera dejará de flamear al tope de los mástiles de todo lo que represente un re­tazo de suelo argentino, porque todos los argen­tinos estamos dispuestos a defenderla con la fuerza de la razón o con la razón de la fuerza, si es preciso; y también, si es preciso, repeti­remos las gestas gloriosas de nuestros héroes y moriremos en la lucha, pero jamás permitire­mos que se nos arrebate el símbolo de la na­cionalidad, de nuestra dignidad y de nuestro honor de argentinos y de patriotas.

Por eso, señor presidente, interpretando el sentir de las mujeres peronistas de mi provin­cia, cuna del Gran Capitán don José de San-Martín, que militan con fidelidad, con amor y con convicción en las filas de la causa de la gran abanderada, exteriorizo nuestro repu­dio por los bárbaros hechos cometidos y re ­firmo nuestra integridad y nuestra solida­ridad ilimitada que llega al ofrecimiento de nuestras vidas y de la vida de nuestros hijos para luchar por la defensa de nuestra bandera, por la causa de Perón y de Eva Perón, que es nuestra propia causa, que es la causa de la libertad y de la soberanía de la patria.

Nada más. (Aplausos prolongados en las ban­cas y en las galerías.)

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212 CÁMARA DE SENADORES DE LA NACIÓN Reunión 15*

Sr. Urrutia. — Pido la palabra. Sr . Presidente. — Tiene la palabra el señor

senador por Córdoba. Sr. Urrutia. — Señor presidente: los hechos

de violencia producidos como consecuencia de las manifestaciones religiosas que recorrieron las calles de la Capital no pueden menos que hacer surgir del corazón de los argentinos un grito que es de rebeldia ante la injusticia y de dolor al pensar que aun existen hombres de nuestro suelo que creen que la patria pue­de ser vendida o puede ser entregada para man­tener los privilegios de una clase dominante a costa de la miseria, la esclavitud y el aban­dono del pueblo.

Tales desbordes no pueden ser permitidos, y menos aún cuando ellos se hacen en nombre de Dios y en nombre de la religión.

Sólo cerebros extraviados pueden invocar el nombre de Dios para agraviar la bandera de la patria, símbolo de nuestra nacionalidad, lo más sangrado de nuestro pueblo, lo que todo argentino respeta con unción desde aquel día glorioso en que fuera enarbolada por Belgra-no. Los que así proceden tienen que ser ene­migos de la patria, hombres sin sentimientos y sin amor, que llevan por norte el odio y la venganza y que utilizan a su Dios como sím­bolo, pero a quien no respetan ni quieren in­terpretar, ya que él sentó como base de su doctrina el amor entre los hombres.

Nuestra insignia patria fué quemada y subs­tituida por otra ajena a los destinos de la ar-gentinidad. No hay palabra que pudiera pro­nunciarse para borrar tamaño agravio, que el pueblo de la patria no podrá olvidar jamás.

Es de pensar que la condenación colectiva y unánime del pueblo todo, que llora de sen­timiento en lo más profundo de su espíritu, llegue a tocar la sensibilidad de esas manos cr imina les que pretendieron simbólicamente destruir la patria en un arranque de pasiones cegadas por el fanatismo.

No se puede pensar que en nombre de Dios no se respete la sagrada memoria de los muer­tos, al intentar profanar el recuerdo de Eva Perón, mártir con su ejemplo, estrella que ilu­minó el corazón del pueblo argentino repar­tiendo el amor entre los niños, mitigando el dolor de los desvalidos, llevando la esperanza y el bienestar a todos los hogares de la patria, por lo que vive en el alma de todo su pueblo, al cual la turba ha querido herir así en lo más profundo de sus sentimientos.

No se puede pensar que en nombre de Dios se ataque el recinto de las leyes de la Nación, donde sus asambleas soberanas representan la auténtica democracia del pueblo argentino.

No se puede pensar que en nombre de Dios se intente atacar a los diarios, que son voceros del pueblo en su lucha por llegar a consolidar la justicia social, la independencia económica

y la soberanía política, que son las bases pe­rennes de una Argentina grande, justa, libre y soberana.

No se puede pensar que en nombre de Dios se intente atacar a las organizaciones del pue­blo, a través de las cuales el obrero argentino ha alcanzado la dignidad de tal, para dejar de ser esclavo y convertirse en persona dueña de sus actos, de su vida, en un ambiente de tran­quilidad y bienestar.

Yo pienso, señor presidente, que este grupo de hombres clericales o sacerdotes que proce­dieron así en nombre de Dios pertenece a aquellos que usaron de la religión para sem­brar el odio entre las naciones y la desigualdad entre los hombres. Y diría, repitiendo las pa­labras de Isaías: «Este pueblo me honra con sus labios, pero su corazón está lejos de mí . . .»

No puede ser que aquellos que pretenden encender hogueras, que soplan el viento para acrecentar las llamas y que queman, sean e s ­cuchados por Dios, o que éste asista con indi­ferencia al espectáculo.

Este grupo de hombres, señor presidente, pa­rece que quisiera oponerse por la fuerza al pro­blema de la reforma constitucional votada por este honorable cuerpo. Parece que no confía en la protección divina, y que ahora piensa que del cielo nunca han bajado soluciones; pero no es tampoco éste el camino en la tierra. Pienso que levantando tanto las miradas al cielo olvi­daron el sendero en la tierra, y es así como nunca en ella se ocuparon del cultivo de los sentimientos, del restablecimiento de la justicia y la siembra del amor. Por ello es que nuestro pueblo confía, ahora como siempre, en su con­ductor, porque él obró sirviendo a Dios con el corazón en la mano, con los pies puestos sobre su propio suelo, y repartiendo a sus hermanos, sin tantas oraciones, pero con muchos hechos, la miel que endulzaría la vida de sus niños, de sus mujeres, de sus hombres y de sus ancianos.

Por ello, suceda lo que sucediere a nuestra patria, para siempre la tierra seguirá siendo un bien del que la trabaja, las riquezas de su suelo no serán nunca más entregadas al patrimonio de los sindicatos extranjeros, las universidades no pertenecerán más a una clase privilegiada qué las utilizaba sólo en su provecho, el anal­fabetismo desaparecido totalmente —cambiando el conocimiento por la ignorancia—, ni se abo­lirán más los regímenes de previsión y de se­guro social, los derechos del trabajador, de la ancianidad, y los privilegios de la niñez ya no podrán ser jamás suprimidos. Quizá sobreven­drán crisis, convulsiones, pasará el poder de unas manos a otras, pero nunca perecerán las refor­mas que hoy, gracias a Perón, tiene el pueblo argentino; ni la sangre, ni la rebelión ni el fana­tismo podrán acallar o destruir lo que es hoy la redención del pueblo, gracias a su líder.

El pueblo y las instituciones pueden estar tranquilos porque se halla al frente de ellas

Júrdo 13 de 1955 CÁMARA DE SENADORES DE LA NACIÓN ' 213

Perón, que es la voluntad popular; porque es­tamos convencidos que Argentina ha alcanzado en esta era y no en otra las conquistas que la aproximan al reino de Dios y su justicia. L u ­charemos día a día por acrecentar el amor en­tre ios hombres, dignificando el trabajo para que no haya privilegios humillantes en una en­fermiza hipocresía, debajo de muchos rótulos que se adornan con sagradas palabras.

Elevando el nivel social, dignificando el tra­bajo, humanizando el capital, dimos un paso hacia las alturas, positivo y real. Y esto tiene valor como muchos otros hechos, esté o no se­parada la Iglesia del Estado, porque al pueblo, celoso guardián, compete la realización de estas empresas.

Nuestros fatigados obreros tienen más valor moral que muchas frases llenas de retórica; esa fuerza moral unida al trabajo que redime, es determinante de la salud moral y económica de los pueblos.

No tenemos problemas con Dios; nuestros problemas son con el demonio cuando queremos extirpar la fuerza del mal, el egoísmo y la men­tira, que a modo de miasmas penetran en el medio circundante.

Las decisiones de este Parlamento son deci­siones irrevocables del pueblo y nuestro acata­miento a su voluntad soberana es tan glorioso como glorioso es este pueblo, que no cederá un milímetro de sus conquistas, porque Argentina sirve a la humanidad, interna e internacional-

Bente, sirviendo a las fuerzas del bien. Separada o no la Iglesia del Estado, mientras

no se mantengan la justicia y la dignidad, el rei­nado de Dios será un espejismo. La justicia social de la Nueva Argentina, merced al sacri­ficio de un hombre que piensa para su patria y que enarboló la bandera del Justicialismo, es un viejo sueño hecho realidad. Tenemos fe in­sobornable en esta lucha por la felicidad de los

i hombres; levantamos bien alto el estantarte nacional, al tope del mástil y deseamos la per­fección.

El pueblo es soberano. Circunstancias de for­ma carecen de valor cuando mueven al hombre el sacrificio, la abnegación y la lucha por los más altos ideales. Tenemos hambre y sed de justicia y éste es el fondo. No tenemos proble­mas, señores. Por lo tanto, ¡adelante! Seguire­mos luchando con la vista puesta en las alturas, porque la luz del Evangelio, que a nadie está vedada, ilumina nuestros p*asos...

Podemos contestar a estos malos argentinos: «¡Bienaventurados los que tengan hambre y sed de justicia, porque de ella serán hartos!» (Aplausos prolongados en las bancas y en las galerías.)

Sra. Casco de Aguer. — Pido la palabra. Sr. Presidente. — Tiene la palabra la señora

senadora por Presidente Perón. Sra. Casco de Aguer. — Señor presidente, se­

ñoras y señores senadores: hay instantes en la

vida en que el sentimiento quisiera transformar­se en llamarada, incendiarse en fuego extermina-dor, para arrasar con todas las traiciones; para no dejar en pie los egoísmos, para abrasar a la ca­nalla y levantar de una vez para siempre el canto inmortal del corazón humano, triunfador sobre los despojos yertos de la maldad y la injusticia. Este es uno de esos instantes, señor presidente, en que el alma de la mujer argentina arde en llamarada de amor santo y, rebasando el espíritu, se vuelca sobre la patria para poner fuego sobre los últimos reductos de una oligar­quía sin patria y sin Dios.

El alma de la mujer argentina está empapada de llanto. Nuestro dolor es el dolor de todas las madres en la hora de la traición y de la falsía. Es el dolor de todas las hijas en la hora del agra­vio a la madre en la majestad de sus símbolos augustos. Es el dolor infinito causado por la ce­guedad del que no quiere ver y en la impiedad del que vulnera los más nobles sentimientos del espíritu. ífeiv'

El alma de la mujer argentina está envuelta en crespones de dolor, y hay en todos los co­razones una llamarada que se alza en tremenda decisión sobre las sendas patrias.

La patria ha sido herida en sus símbolos más nobles y más puros. La patria ha sido herida en su bandera y en su heroica abanderada.

El alma se estremece y el verbo no halla el vocablo capaz de exteriorizar tal sacrilegio. Qui­siera la palabra transformarse en rayo justiciero y vengar, en el nombre de la patria, la ofensa que madre tan magnánima recibe de los traido­res enceguecidos por las tinieblas de todos los rencores.

Señor presidente: un pueblo sumergido halló el sendero. Un pueblo sin esperanzas se iluminó en un amanecer de claridades.

Un pueblo sin fe incendió su espíritu y señaló a los hombres de la humanidad la hora de los pueblos.

Un conductor lo rescató de entre las garras de una oligarquía despiadada y cruel. Un go­bernante ejemplar lo levantó de entre las som­bras para llevarlo feliz a la victoria.

Perón realizó el milagro de una patria justa, libre y soberana. Junto a él la mujer extra­ordinaria, valerosa y heroica, Eva Perón, se transformó en lámpara y en cielo para alumbrar el camino de los humildes y los pobres, para multiplicar el pan entre los hambrientos, para acoger a los niños sobre su corazón en cum­plimiento del mandato de Dios. Desde entonces hubo luz y hubo sonrisas. Desde entonces las mujeres del pueblo, las olvidadas y las humilla­das, levantamos la frente para mirar al sol y encontramos el cielo en la justicia y el amor sobre la tierra. Perón hizo posible aquel anun­cio que a los vientos decía: «Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad».

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CÁMARA DE SENADORES DE LA NACIÓN Reunión 15*

Eva Perón, santa en su vida y en su obra de cristiana sin par, se entregó en supremo holo­causto de sí misma para cumplir el gran man­damiento del amor entre los hombres . . .

> Y las campanas del tiempo nuevo anun­ciaron que en este lugar privilegiado del orbe se realizaba el maravilloso prodigio en cuya búsqueda los pueblos habían peregrinado por sendas de lágrimas y de sangre.

Pero las fuerzas del mal tendieron sus garras en las sombras y tejieron en la intriga la con­fabulación de los vencidos.

Apostados en todos los caminos, tiñen sus manos en la sangre inocente, sembrando la ci­zaña y el odio en saciedad de instintos primi­tivos.

Se adueñan del templo y, ultrajando los altares del Señor, incitan en su nombre a todas las rebeliones: nuevos Judas, escudados en el beso de la hipocresía.

Una, vez más el sacerdocio del mal quiere crucificar al Dios del amor, por mísera paga, en negación impía de todos los sentimientos de humanidad y patriotismo.

Señor presidente: la bandera ha sido ultra­jada. Y ultrajar esta bandera es ultrajar a la patria y traicionar al pueblo. Es levantar el brazo contra la madre bienamada. Es renunciar a la condición de hijo. Es olvidar el nombre. Y es transformar el corazón en abismo insondable de t inieblas. . .

Ultrajar esta bandera es renunciar al senti­miento ennoblecido de una estirpe de buenos y de fuertes.

Ultrajar esta bandera es perder la razón, por cuanto ella representa la excelsitud espiritual de un pueblo que la pasea por todas las rutas como emblema de paz, de concordia y de bien­aventuranzas.

Ultrajar a su abanderada es crimen de lesa patria, porque ella, que nació bajo su palio, se envolvió después entre sus pliegues en la hora de la partida, mientras en todas sus jornadas fué testigo del renunciamiento incomparable de su vida.

Porque nadie como Eva Perón la levantó más alto en el amor y nadie como Eva Perón acau­dilló jamás a multitudes que amaran tanto a la patria, que trabajaran con más fervor por su grandeza y. que se ofrecieran y se ofrecen en sus propias vidas por la felicidad del pueblo y por Perón, su ilustre conductor.

Porque nadie como Evita amó tanto sobre la tierra y ninguna como ella cumplió con el Ser­món de la Montaña, en su duro vía crucis de dolor, haciendo florecer en las gotas de su san­gre las rosas que ofrendó a sus hermanas en entrega de amor.

Abanderada del lábaro, «jamás atada al ca­rro triunfal de ningún vencedor de la tierra», la condujo nimbada de eternidad al marchar en

sus días que no supieron de noches ni de treguas.. . ."

Por eso, desde aquí, desde el magno recinto de las leyes agraviado también por la antipa­tria, se levanta el acento de la mujer del pue­blo, envuelto en la llamarada de nuestra fe, en la inquebrantable decisión de ser leales a Perón, que representa la patria, en sus símbolos ben­ditos.

Señor presidente: el alma de la mujer argen­tina se hace oración para decir: ¡Bandera azul y blanca: himno y plegaria de un pueblo que encontró su destino! ¡Ala extendida en vuelo a la victoria, álzate en manos de tu heroica aban­derada, como ayer, hoy, mañana y siempre por todos los siglos!.. .

¡Bandera de los libres y los justos; rezo de los humildes; esperanza de los hombres de to­dos los credos, de todas las razas, de todas las patrias! ¡Flamea soberana, hermanando a los que a tu sombra tejen su sueño de esperanzas!

¡Bandera azul y blanca! Nunca más lumino­sa, más pura y más heroica. Nunca más amada, ¡bendita seas entre las manos inmortales de Eva Perón, la abanderada de tus glorias! El pueblo está de pie y sus mujeres, a quienes no han de amedrentar la hostilidad de la turba sin patria y sin Dios, alzamos nuestra fe en incendio de santo fanatismo, para vencer o morir por nues­tra causa, que es la causa de Perón, represen­tada en la bandera azul y blanca, a la que asciende hasta Dios, estrella que nos guía hacia el destino señalado por la eternidad.

¡Bandera y abanderada!: de pie el pueblo os bendice en el silencio de una plegaria, en la hora solemne de ofrecer la vida por la patria que nos vio nacer, en defensa de su libertad, de su justicia y de su soberanía, causa de Perón,, razón de vivir de Eva P e r ó n . . .

Nada más. (Aplausos prolongados en las ban­cas y en las galerías.)

Sr. Brizuela Nieto. — Pido la palabra. Sr. Presidente. — Tiene la palabra el señor

senador por L a Rio ja. Sr. Brizuela Nieto. — Señor presidente: hay

un sentimiento que debe ser de los más altos entre los sentimientos humanos: el respeto a los símbolos sagrados de la patria.

Hay un concepto que jamás debería ser alte­rado: el respeto por las creencias de los demás. El primero acaba de ser lesionado groseramen­te por turbas que no son irresponsables porque obedecen a consignas y directivas conocidas. El segundo acaba de ser violado, a su vez, por impulsos sectarios que parecían desterrados hace tiempo de nuestras costumbres.

El agravio a la enseña de la patria no tiene explicaciones ni atenuantes. No hay calificativos suficientes para condenarlo.

Es torpe y es infamante para sus autores. Basta con que se relate para que la indignación general lo sancione con pena de traición.

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Tampoco los tiene el que se ha inferido a la memoria querida de la Jefa Espiritual de la Nación. Eva Perón está en la inmortalidad, donde no la alcanzan sino las oraciones y el incienso de gratitud de su pueblo. Pero la infa­me acción nos duele íntimamente porque lasti­ma nuestros más profundos sentimientos de adoración y de respetó a su memoria.

Como si estos agravios no fueran suficientes para colocar fuera de la ciudadanía a sus auto-Tes, hay otro hecho que los señala en su verda­dera esencia: el atentado contra « L a Prensa», órgano de la Confederación General del Trabajo.

Gallardo exponente del pensamiento de la masa obrera, se ha convertido de faro alum­brador del camino de los apetitos de la oligar­quía en tea que ilumina el de las conquistas de la democracia obrera, consciente y constructiva.

« L a Prensa» es ahora, en manos de los tra­bajadores, estandarte de libertad y tribuna de verdades y eso es lo que no le perdonan los que han desahogado su fobia contra los crista­les del edificio, sin darse cuenta de que el atentado material va a pesar como una lápida de plomo sobre sus propios autores y sobre ios instigadores de ese atropello.

No les perdonan a «La Prensa» ni a los otros diarios también agredidos su beligerancia en la batalla por el progreso del país, sus luchas contra el privilegio, ni su franqueza para enca­rar los problemas de la actualidad. No le perdo­nan a « L a Prensa» ni a la Confederación General del Trabajo el valor moral que significa plantear con claridad el problema urgente de la separación de la Iglesia y el Estado, que la entidad que agrupa a cinco millones de traba­jadores del país llevó al ilustre presidente de los argentinos, general Perón, y que trajimos al Congreso de la Nación sus representantes, buscando, como siempre, soluciones levantadas y en cumplimiento de la voluntad popular.

Las fuerzas obscuras, que tienen, según se ve, sentimientos tan negros como sus propias sotanas, han demostrado así sus bajos instin­tos y han puesto al descubierto sus rencores subalternos, pasiones pequeñas y sentimientos mezquinos.

Su reacción es una clara muestra de la falta de entereza moral que los caracteriza.

Señor presidente: no se puede agraviar a la Nación y a sus instituciones; no se puede agra­viar a este Congreso, esencia legítima de la vo­luntad popular, como no se puede agraviar la memoria de Eva Perón, sin incurrir en el delito de lesa patria. Por eso, nuestra palabra plena de indignación, pero serena, como una sanción inapelable.

Hay un viejo proverbio popular que dice: cuando la víbora quiere morir sale al camino. Y como todos los proverbios, es esencia misma de la sabiduría. Mientras la víbora anda por el pajonal o entre los yuyos es difícil perseguirla,

pero si sale al camino, al limpio, no tiene de­fensa y se puede terminar para siempre con la amenaza que significa su peligrosa ponzoña.

Estos elementos que viven bien y al reparo en sus guaridas, han cometido el mismo error que suele cometer la víbora. Han salido a la luz del día y la indignación popular los aplasta con el peso de su desprecio.

¡Que tengan cuidado! Que se vuelvan a sus cuevas, para que no les pase lo que a la víbora y queden aplastados en el medio del camino, incapaces para volver a hacer daño a nadie. (Aplausos prolongados en las bancas y en las galerías.)

Sra. Castañeira de Baccaro. — Pido la palabra. Sr. Presidente. — Tiene la palabra la señora

senadora por Santa Fe. Sra. Castañeira de Baccaro. — «Hela aquí,

eterna como los cielos que trasunta. . .» Sí, señor presidente, eterna como los cielos

que trasunta, porque jamás ningún argentino bien nacido habrá de permitir, sin antes derra­mar hasta la última gota de su sangre, que plan­ta alguna opresora, decadente, fatua y vana se atreva contra ella mancillándola, sin recibir de inmediato el castigo que merece.

Porque nosotros, los argentinos de Perón y no del clero, los argentinos que aprendimos a respetar de veras, profunda y noblemente, los sagrados emblemas de nuestra nacionalidad, es­tamos firmes, de pie, en alto y orgullosa nuestra frente, manifestando a gritos con todas las fuer­zas de nuestros corazones: sí, señores clericales, dueños de conciencias pervertidas, lúgubres y despiadadas; somos hijos de una Argentina jus­ta, libre y soberana; somos hijos de Perón y de Eva Perón; somos hijos de esta tierra noble y pura que se honran de labrarla y fecundarla, cara al sol, libre el alma de oscuras y sucias intenciones.

Por eso repudiamos horrorizados a esos des­castados que pudieron olvidar un solo instante a quién representaba ese trozo de cielo y nube que nos legó Belgrano.

Y sufrimos, señor presidente, sufrimos con un dolor profundo y prolongado, tal como si hu­biésemos presenciado la flagelación de una ma­dre toda abnegación y sacrificio por la mano sacrilega de un hijo degenerado, demente o de­pravado.

Yo, señor presidente, parte integrante de este «zoológico» —entre paréntesis, supongo que los sabios y estudiosos ya deben estar investigando a qué grupo pertenece esta nueva especie que ha surgido con un entendimiento y raciocinio superiores al del hombre (clerical, por supues­to)— yo, repito, legisladora, esposa y madre, repudio asqueada a quienes con la vista siempre gacha, ademanes sumisos y falsas modestias y humildad veneran no a Dios, honran no a Cris­to y respetan no los sacrificios de santos y már­tires, quemando inciensos delicadamente oloro-

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sos a los siete pecados capitales. Y me siento capaz y digna de formular este público repudio porque como legisladora, como esposa y como madre venero a Dios cumpliendo honesta y sen­cillamente sus mandamientos, honro a Cristo amando a mi prójimo y respetando el sudor de la frente de mi pueblo, y bendigo los sacrificios de los santos y los mártires porque ellos nos enseñaron el profundo y sagrado respeto que nuestra religión debe a sus muertos. Más aún, señor presidente, si como en este momento, se trata dé alguien a quien el pueblo, único dueño y forjador de los destinos de su patria, ha reco­nocido como su abanderada y mártir. Porque

•realmente el agravio inferido a la memoria de esa sublime y santa mujer que fué Eva Perón, lo ha sentido todo el pueblo argentino, de Este a Oeste y de Norte a Sur, ya que la obra de verdad, justicia y amor que realizó esta mara­villosa cristiana cubrió como un manto de real y amorosa protección todos los ámbitos de la patria, y el verdadero pueblo, ese que trabaja que lucha, que sueña en el porvenir cada vez mejor de sus hijos, que sufrió la planta opre­sora de la oligarquía, que goza del respeto y la justicia de Perón, sabe que todas las realiza­ciones que le llegaron de manos de nuestra santa Evita fueron plenas de amor y coronadas por su permanente y maternal sonrisa.

Por esa razón, señor presidente, junto a mí, y corroborando mi repudio ante tamaño e insó­lito acto de salvajismo, está ese pueblo diciendo de todo corazón: estamos contigo, querida Eva Perón, porque de ti aprendimos a ser más bue­nos, más humanos, más cristianos; porque de ti recibimos con toda unción enseñanzas tales que nos honran, nos elevan hasta el altar de Dios, porque a través de ti veneramos cada vez mejor el único emblema que consideramos nuestro: Ja bandera azul y blanca de la patria.

Señor presidente: « H e ahí, eterna como los cielos que trasunta e inmutable como la sobe­ranía que representa.» (Aplausos prolongados en las bancas y en las galerías.)

Sr. Correa. — Pido la palabra. Sr. Presidente. — Tiene la palabra el señor

senador por Tucumán. Sr. Correa. — Señor presidente: es de ima­

ginar el esfuerzo que debo hacer para que mi voz no estalle con violencia ni se crispen mis puños trasluciendo la indignación que envuelve todo mi ser ante el solo pensamiento de que pueda haber alguien que haya osado pisotear el símbolo más sagrado de los argentinos: el azul y blanco de su bandera.

El pueblo argentino se ha sentido sacudido hasta sus fibras más profundas por el vandá­lico hecho que la regresión obscurantista, con su vileza característica, ha cometido contra nuestra bandera. Es tan terrible la impresión recibida, que aun no acertamos a explicarnos cómo engendro de tal naturaleza pueda cobi- ]

i jarse en esta patria hermosa. L a historia ar -i gentina es una serie ininterrumpida de hechos

heroicos. Sus proceres, sus organizadores, sus hombres y sus mujeres fueron protagonistas de la grandeza argentina. Por esa grandeza la patria se convirtió en campo de batalla donde sus hijos lucharon entre sí. Por esa misma grandeza los hombres de esta patria, en defensa de sus ideales y en bandos opuestos, llegaron a ofrendar su sangre y su vida en la pasión de la lucha. Por esa misma grandeza hombres y mujeres traspusieron algunos períodos difíciles en la vida argentina con el estoicismo de los grandes y poniendo, cada vez que la adversidad se mostraba implacable, hombro con hombro para sobrellevar sus angustias. Por su grandeza hubo luchas fratricidas, y por esa misma gran­deza los hombres y las mujeres argentinas no trepidaron ni trepidarán jamás en ofrecer sus propias vidas.

Pero nunca ellos hubieran pensado por un momento en el ardor de sus luchas renegar del mismo símbolo que las cobijaba. L a histo­ria argentina no encierra un solo hecho como éste cometido el sábado pasado. Menos aún inconcebible que argentinos hayan podido lle­gar a tal enceguecimiento que los llevara a mostrar el grado de su deformada mentalidad.

Es que en ellos se ha urdido el híbrido ma­ridaje que formaron falsas opulencias pasadas con ideas de los «sin patria», que jamás arrai­garon en esta tierra, y han producido ese mons­truo informe que la conciencia de los pueblos ha barrido de su seno.

Jamás un argentino ha renegado de su ban­dera; de su única bandera, esa que creó Bel-grano, la azul y blanca que fué cantada por to­dos los poetas de la tierra y loada por los hom­bres de todas las razas; la misma que San M a r ­tín hizo flamear al libertar medio continente; la misma que nunca fué atada al carro de nin­gún vencedor del orbe; la misma que cobijó a Eva Perón en su cruzada de redención humana, y la misma que enarboló en el más alto mástil de sus sentimientos nuestro querido general Perón para atravesar la patria y los tiempos y entregarnos con la soberanía política, la li­bertad económica y la justicia social la doc-¿rina más humilde, la del Justicialismo.

Esa es la bandera de los argentinos. Única en su historia, y que por ser única, se enarbola en todos los mástiles del territorio de la N a ­ción. En esos mástiles, señor presidente, fla­meará por siempre el azul y blanco de sus co­lores, y jamás permitiremos, haciendo honor a nuestra condición de argentinos, que los co­lores de cualquier bandera extranjera la su­planten, aunque ella sea la del Vaticano.

Las Tuerzas del clericalismo, con sus cohor­tes de oligarcas, desde las penumbras de sus propios escondrijos, han dirigido este atentado

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contra el pueblo. El palacio del Congreso ha recibido de ellos la muestra de su traición. Este recinto de las leyes, base de nuestra democra­cia, y que alberga en él, hoy más que nunca, la representación auténtica del pueblo, ha sido el blanco elegido —no podía ser de otra manera— para volcar el veneno masticado en tanto tiem­po de impotencia ante el valiente e inconte­nible avance del Justicialismo de Perón.

L o único que han obtenido con sus tortuosas y torpes maniobras, es el franco repudio del pueblo argentino que, espontánea y unánime­mente, ha sabido dar la respuesta precisa a es­tos descabellados propósitos, que, como otros si­milares, han de caer bajo la fuerza arrolladura de los nuevos tiempos y las nuevas conciencias.

Señor presidente: este hecho insólito y el grotesco acto con que se ha pretendido agra­viar a la Mártir del Trabajo, Eva Perón, nos advierten que las fuerzas regresivas de la anti­patria están en marcha. Pero yo advierto, en mi calidad de representante obrero del mo­vimiento peronista, que todos los obreros de la. patria, con el repudio más categórico a los he­chos producidos, están prontos y en guardia para repeler en cualquier instante y en cual­quier forma el más mínimo ataque que signi­fique una ofensa o una traición a los valores inmutables de la patria.

Interminables columnas de pueblo, en este momento, en todo el territorio de la Nación, llegan hasta los símbolos de la patria, y con patrióticé. unción desagravian a nuestro símbo­lo máximo. Nosotros, desde el Senado de la Nación, con nuestro desagravio, elevamos la más categórica afirmación de que el pueblo que representamos, así como defiende heroicamente su tradicional pasado que encierra todo el con­cepto de patria, se mantiene prevenido para defender con su sangre, si es preciso, este pre­sente venturso, para legar al futuro la patria grande que ha sido esperanza en Evita y es visión en Perón.

Nada más, señor presidente. (Aplausos pro­longados en las bancas y en las galerías.)

Sra. Calviño de Gómez. — Pido la palabra. Sr. Presidente. — Tiene la palabra la señora

senadora por la Capital Federal. Sra. Calviño de Gómez. — Señor presidente:

la Nación toda ha sufrido el vejamen más bo­chornoso y vil de su historia. Nuestra enseña patria, la más hermosa entre las hermosas y la más pura entrevias puras, fué el sábado último arriada del mástil de este palacio de las leyes, sede de la representación del pueblo, y tras ser quemada cobarde e impunemente, fué su­plantada por una enseña extranjera; ese mismo día fué profanado el recuerdo de la más gran­de mujer argentina —nuestra siempre recor­dada Jefa Espiritual de la Nación, la señora Eva Perón—, agraviado villanamente, al igual que el de otros proceres de nuestra patria.

Una vez más la ciudad de Buenos Aires ha sido testigo silencioso y mudo del desenfrenado odio que anida en el instinto perverso, bárbaro y primitivo de la antipatria, conglomerado de bestias con conformación humana a los que ni el nombre de Cristo inspira respeto; utilizán­dolo como escudo para la consumación de van­dálicos atropellos contra la sociedad, en siniestro concubinato con falsos ministros de la Iglesia Católica a quienes el pueblo ha calificado in­equívocamente como los cuervos de Dios.

Interpretando fielmente los deseos e inquie­tudes de su representado —el pueblo de la N a ­ción— y respetuosos del articulado de nuestra Carta Magna en cuanto al libre ejercicio de credos se refiere, las Honorables Cámaras de Diputados y de Senadores, por votación demo­crática y mayoritaria, sancionaron la ley me­diante cuyo cumplimiento el pueblo podrá dis­poner la separación de la Iglesia Católica del Estado argentino, asegurando así a todos los habitantes de esta tierra de promisión y de paz, la más absoluta igualdad para profesar y difundir su credo religioso gozando para ello de idénticos derechos, sin que prerrogativa de ningún orden subestime a sector alguno de la población en beneficio de otro.

Pero a esta ejemplarizadora medida social que coloca a la Argentina a la vanguardia de los países más adelantados y más democráticos del mundo, la canalla oligárquica pretende malinterpretarla intencionalmente y su ruindad ha encontrado eco favorable en las organiza­ciones clericales nucleadas bajo una enseña in­ternacional. Y sacerdotes y monjas, olvidando sus sagrados deberes y obligaciones religiosos y ciudadanos, han osado oponerse a la voluntad soberana, pasando, de la campaña ponzoñosa con que vanamente intentaron dividir la familia argentina y debilitar la unidad nacional, a las vías de los hechos más vergonzosos y deplora­bles, ensombreciendo con ellos la gloria de tan­tos ilustres sacerdotes que supieron escribir brillantes y laureadas páginas de nuestra his­toria. Estos falsos ministros de la doctrina de Jesús, de la mano de la antipatria inmoral y corrompida, irrespetuosa por tradición del apos­tolado cristiano, abusando de la ilimitada tole­rancia ordenada a la autoridad civil por nuestro único e indiscutido conductor, el excelentísimo señor presidente de la Nación, general Juan D . Perón, consumaron las afrentas más ruines, más terribles y más imperdonables al pueblo argen­tino, como jamás sufriera desde su advenimiento a la vida libre e independiente.

El símbolo augusto de la argentinidad y el sublime nombre de la Jefa Espiritual de la Nación han sido grotescamente agraviados. El pueblo todo ha sentido hundirse en sus entra­ñas el puñal de la traición gestada por mentes enfermizas tras los propios portales de majes­tuosos templos erigidos con su dinero para di­fundir desde sus pulpitos el bien y la bondad,

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y que hoy envilecieron las desenfrenadas am­biciones de contubernio cléricooligárquico.

Señor presidente: como legisladora de la Na-, ción, como argentina, como madre y como mujer Cristiana dejo presente mi más enérgico repudio a los hechos consumados y a sus autores, y como fanática peronista refirmo mi inquebran­table lealtad a la memoria de Eva Perón, a quien hoy sus hombres y mujeres, su pueblo todo, agradecido, sintiéndole más cerca que nunca de sus corazones, le jura una vez más defender esta patria justa, libre y soberana, dando la vida, si es preciso, por el hombre que fué el gran amor de su vida, el general Perón, el hombre que junto a ella formó ese maravilloso binomio jamás igualado en el mundo entero.

Nada más. (Aplausos prolongados en las ban­cas y en las galerías.)

Sr. Navarro. — Pido la palabra. Sr. Presidente. — Tiene la palabra el señor

senador por Catamarca. Sr. Navarro. — En este recinto de superior

resonancia nacional nos hemos reunido espe­cialmente para refirmar los altos valores de la patria, en protesta airada y consciente contra los vandálicos hechos que pretendieron entur­biar la cultura pública del país. Acontecimientos de suma gravedad nos han determinado a le­vantar nuestras voces de enérgica condenación, porque como lo señalara la Confederación Gene­ral del Trabajo en su comunicado, sus «promoto­res son siempre los mismos enemigos del pueblo».

A estos enemigos los hemos enfrentado en nombre de la libertad política en los días inicia­les del movimiento peronista. Después los vol­vimos a combatir en nombre de la justicia so­cial y de la independencia económica. Nunca son abatidos los intereses de los privilegios sin que los favorecidos por ellos salgan a la luz, desde sus escondites de tinieblas. No nos extraña por esta razón la salida de estos novísimos cruzados

1 de una causa que no quieren ni sienten. Nunca han vivido conforme a la doctrina y a la pala­bra del Nazareno, y mal pueden, entonces, se­guirle cuando ordenó que los unos a los otros debieron amarse para obtener el reino de los cielos.

Se ha atentado contra la bandera argentina, el símbolo más puro que representa la vivencia de la Nación; se ha atentado contra el palacio de las leyes, que es la representación democrá­tica de la ciudadanía argentina; se ha atentado contra el recuerdo inmarcesible de Eva Perón, porque ella ha sido el estandarte insobornable de nuestra fe peronista; se ha atentado contra edificios públicos y privados, contra representa­ciones diplomáticas extranjeras, contra automo­tores del servicio público y contra monumentos populares.

Es el caso de preguntarse si todos esos aten­tados han sido perpetrados en nombre de Cristo y de su doctrina de amor y-» cariño entre los

hombres, para encontrar que la única respuesta posible la ha dado el mismo Cristo, quien, la única vez que usó el látigo en signo de violencia fué para correr á los mercaderes que se habían parapetado en el templo. ¡Cuidado, señores, que de nuevo puede el látigo correr a los nuevos mercaderes que se visten como lobos con pieles de oveja, porque todo rebaño tiene su pastor y es el pastor quien debe responder por los daños y perjuicios que ocasione el rebaño!

Con mis palabras y como representante obre­ro, he querido adherir a los sentimientos de repudio que se pronuncian en este recinto, des­agraviando como ciudadano y como católico a la enseña celeste y blanca de Belgrano y al pue­blo argentino, en especial a la clase trabajadora, aquella que sólo encontró la justicia de Cristo con Perón, mientras los sacerdotes y monseño­res se la negaban regodeándose en lujosas cere­monias y en las mundanales tertulias de los apo­sentos suntuosos de la oligarquía feudal argen­tina; de esa clase trabajadora argentina que .aprendió a amar por la verdad y la justicia de sus actos justicialistas y nunca por la hipocresía y la sinrazón de los lenguajes rebuscados y en-candiladores de los que se decían ministros de Dios, pero unidos con los ministros de la explo­tación, del fraude y de la avaricia oligárquica; de esa clase trabajadora que no eligió otro sím­bolo de sus virtudes que a Eva Perón, numen tutelar de la nacionalidad.

Mal camino han elegido para cumplir sus pla­nes. Es la ruta que los va a llevar a lá perdición definitiva, porque es la misma que puede seguir el pueblo con su tremenda aplanadora peronista. Pero, como no quisieron seguir el consejo del gobierno que procuraba evitar desórdenes para asegurar la tranquilidad pública y la seguridad de la misma Iglesia, han dejado abiertas las puertas de la violencia y el crimen. ¡Ojalá nues­tra patria no vea nunca repetidos los vandálicos sucesos del sábado, y si por desgracia fuese nue­vamente necesario aplastar la reacción, pueden tener, señores senadores, la seguridad de que los obreros de la Confederación General del Tra ­bajo estaremos en la primera fila para dar la vida por Perón! (Aplausos prolongados en las bancas y en las galerías.)

Sra. Larrauri. — Pido la palabra. Sr. Presidente, i— Tiene la palabra la señora

senadora por Entre Bíos.

Sra. Larrauri. — Señor presidente: alzo mi voz indignada y ardiente en la protesta sincera contra los hechos vandálicos cometidos por una horda de tarados e irresponsables, en mi doble carácter de senadora de la Nación y de presi­denta de la Comisión Nacional del Monumento a Eva Perón-.

Parece imposible, señor presidente, que a esta altura de la vida espiritual del país ten­gamos que ocuparnos de los insólitos sucesos que, como los que han ocurrido, lesionan las fi-

Junio 13 de 1955 CÁMARA DE SENADORES DE LA NACIÓN 219

bras más íntimas de todo argentino con dignidad, máxime si se considera que han sido cometidos por quienes dicen enorgullecerse de los símbolos religiosos de su culto y, a pesar de ello, se atre­ven a ultrajar el sagrado de la patria: nuestra querida bandera.

Ellos, que invocan a Dios, maltratan su pro­pio culto elaborando crímenes sólo dignos de los peores, pretendiendo destruir la finalidad, toda comprensión y bondad, del primero de los argentinos, el general Perón, y el recuerdo de nuestra siempre presente y querida señora Eva Perón. Si ellos creyeran en Dios, señor presi­dente, tendrían que arrodillarse frente a la ima­gen de Eva Perón, en lugar de ultrajar su re­cuerdo al arrancar la placa que la perpetúa. Si ellos creyeran en Dios, señor presidente, ten­drían que, de rodillas, agradecerle que nos envió como privilegio a los argentinos al hombre más grande de todos los tiempos, al Mesías de todos los pueblos. Si ellos creyeran en Dios no pon­drían al frente de sus llamadas procesiones a los niños inocentes como bandadas de palomas, engañando a muchas madres que van a venerar a Dios, para escudarse detrás de ellos, para poder así proferir insultos y vejar lo más sagrado de nuestra patria. Ellos no creen en Dios, pues si así fuera no impulsarían a la guerra a los ar­gentinos, ya que Dios dijo, por boca de su Hijo: «Amaos los unos a los otros», y ellos quieren desencadenar la lucha de hermanos con herma­nos, gritando: «Mataos los unos a los otros.»

En cuanto al ultraje cometido en contra del Congreso de la Nación, no nos alcanza, señor presidente, porque lo único que hemos hecho los legisladores peronistas es ser leales con nues­tro querido Perón, que es ser leales con nuestra patria, y venerar el recuerdo de nuestra querida Eva Perón; y al consagrar nuestra veneración al general Perón y a la memoria de Evita hemos sido fieles con el pueblo argentino, que es la mejor manera de cumplir con Dios.

Nada ni nadie podrá torcer ni distorsionar la voluntad divina en lo que respecta al futuro de nuestra patria; y la actitud destructiva e in­noble de estos elementos reaccionarios es una prueba acabada de debilidad, puesto que no se atreven a esperar el pronunciamiento del pue­blo en los próximos comicios, en los cuales, como siempre, demostrará su profunda identificación con los postulados del general Perón y la me­moria de nuestra siempre presente Eva Perón.

Señor presidente: por más que se quiera de­cir, por más que se quiera obrar contra aquello que sólo involucra verdad y luz, ese pueblo que supo luchar, vencer y amar, cueste lo que cueste y caiga quien caiga, sólo sabrá contestar con la palabra y con la acción: «la vida por Perón y por Eva Perón», que son la patria misma. (Aplau­sos prolongados en las bancas y en las galerías.)

Sr. Brunello. — Pido la palabra. Sr. Presidente. — Tiene la palabra el señor

senador por Catamarca.

Sr. Brunello. — Señor presidente: fresca aún en el recinto del Senado la vibrante y valiente palabra de la señora senadora por Entre Ríos; resonando todavía en nuestros oídos el clamor del pueblo que nos acompañara en el instante excepcional de la vida parlamentaria argentina que hemos vivido a poco de iniciar esta sesión, y llegando además hasta mi alma con una in­tensidad sin igual el pensamiento que con toda decisión han expresado las señoras y los señores senadores, me toca el honor de participar en este debate. A l hacerlo, permítaseme, señor pre­sidente, que, tratándose de una reivindicación a la* gloria más pura de la nacionalidad, apele a poner mis palabras bajo el sentimiento de aquel que fué ruiseñor de las letras argenti­nas y que como él diga, tratándose de la ban­dera: «que asuma el verbo las majestades más altas», que lo inspire la República, y que brote de mis labios en cláusulas opulentas de unción y de verdad el himno que esa bandera merece.

Señor presidente: aquí nos encontramos en nuestra doble e insigne calidad de hombres del pueblo que nos debemos a la patria y al mo­vimiento patriótico en que militamos, y tam­bién de hombres que hacemos honor a una fe en la cual hemos nacido y nos hemos desarro­llado, y con la cual aspiramos, lógicamente, a desaparecer. Y venimos en ese doble carácter a protestar, con la voz más viril y con la posi­ción más altiva; más elevada que nunca la cer­viz, por esa doble afrenta que hoy está juz­gando el pueblo de la Nación: afrenta a la patria en su símbolo augusto y a la fe y a la religión en la negación de su doctrina y de sus principios.

Yo me pregunto a esta altura de la vida ar­gentina: ¿en nombre de qué doctrina, de qué principios o de qué sentimientos se han lan­zado las masas o, mejor dicho, las turbas a las calles de la ciudad de Buenos Aires a co­meter lo que ninguna doctrina, ningún prin­cipio y ningún sentimiento pueden tolerar ni consentir?

¿Es que se trata de defender a una doctrina frente a otra que la ataca? ¿Se trata de de­fender algún principio o idea frente a princU pios o ideas contrarias?

¿Es que ha llegado el caso, frente a la afir­mación del absurdo, de salir a la calle en de­fensa simplemente de injustos privilegios y de resabios que ya no pueden tolerarse ni con­sentirse en la vida nacional?

Decimos, señor presidente, que no hay con­flicto de doctrina porque la doctrina justicia-lista, fundada en el amor, en la verdad y en la efectiva justicia social, arranca y se consubs­tancia con la doctrina del Cristo Redentor. Decimos que no hay ofensas ni luchas de.prin­cipios porque ninguno de los que conforman nuestra doctrina y nuestra teoría justicialista puede ser enfrentado con los que pueden sos-

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Page 11: Junio 13 de 1955 Presidencia del contraalmirante (R ......PKERANGELI VERA, Humberto PINEDA DE MOLINS, Ilda Leonor RÁPELA, Raúl Norberto RBERA, Fernando RÍOS, Octavio A. SORIA VEGA,

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tenerse en nombre de la religión que hoy fal­samente invocan los tumultuarios.

Bien lo decía hace muy pocos días en este recinto el señor senador por Mendoza, teniente coronel Brisoli; «Hemos aprendido en nuestro hogar y en nuestra familia a querer a Dios, así como hemos aprendido en nuestros hogares, en nuestras familias y en la vida cívica argen­tina a querer y a amar a Perón y a su doc­trina.»

Por eso, señor presidente, no encontramos explicación posible que justifique a aquellos que han salido a la calle en defensa única y exclu­sivamente de privilegios.

¿Qué mal ha cometido el Parlamento argen­tino, señor presidente, para que se le haga una afrenta de esta naturaleza? ¿Es, acaso, un error de patria, un error de fe, el haber entregado al pueblo con la ley que sancionó la necesidad de la reforma constitucional, el instrumento le­gal que necesita la republicanía, la democracia argentina para expresarse? ¿Qué error hemos cometido si no hemos dicho al pueblo que' se trata de reemplazar a una religión por otra? ¿Qué error hemos cometido, señor presidente, si ni siquiera hemos llegado a decir que una religión es mejor que otra, y ni siquiera hemos sancionado ningún instrumento legal de los que reglan la vida del país, permitiendo cercenar las libertades de cualquiera de los cultos que se practican en el seno de la ciudadanía na­cional?

Es por eso, señor presidente, que nuestra pro­testa también tiene en sentido airado y en sen­tido violento, la conciencia tranquila del deber cumplido. Por eso, señor presidente, creemos que en este instante el pueblo, el Parlamento y el peronismo son, como ayer, víctimas del rencor de los privilegiados que estaban encas­tillados en la convivencia nacional.

Pero hay algo más, señor presidente. Dice un diario de esta mañana que en los hechos aflic­tivos del sábado pasado pueden notarse dos momentos: uno, el estrictamente religioso, cuan­do el pueblo cumplió con su conciencia cristia­na y el otro, cuando, desconcentrándose, se llegó a presenciar los hechos que mueven nues­tro repudio.

Pero yo, señor presidente, no encuentro, aun­que puedan existir dos hechos circunstanciales, que haya dos razones en la responsabilidad. L a responsabilidad moral es una sola, porque nos consta a los legisladores de la Nación la forma extraordinariamente asombrosa, con téc­nica de caracteres totalmente políticos, con que fué preparado el clima para un acto que nunca debió salir de su límite estrictamente confe­sional.

Por eso, señor presidente, me sorprende que a esta altura de los acontecimientos, cuando el Parlamento argentino, las organizaciones po­pulares y el pueblo de la Nación están pronun^

ciando palabras de enérgico repudio a aquello que mueve nuestra indignación, no hayamos escuchado todavía la palabra de los que apa­recen como responsables morales de la ejecu­ción material que estamos condenando.

Por eso, señor presidente, quiero como cata-marqueño traer a este recinto la palabra que todavía no se ha dicho y que silencian quienes son responsables morales de haber preparado la ocasión y el clima necesarios para estos actos y voy a hacerlo, recordando a un insigne com­provinciano, a nuestro fray Mamerto Esquiú que, en momentos de igual trascendencia, supo decirle al pueblo de la República: «Obedeced, señores, sin sumisión no hay ley; sin ley no hay patria, no hay verdadera libertad: existen sólo pasiones, desorden, anarquía, disolución, guerra y males de los que Dios libre eterna­mente a la República A r g e n t i n a . . . » (Aplausos prolongados en las bancas y en las galerías.)

N o podemos ya, señor presidente, los católicos de esta tierra llegar desprevenidos y felices al templo de Dios. Y a no encontramos en nuestros templos la tranquilidad de espíritu y el sueño de ángel que permite la libre comunicación entre el hombre creado y su inmenso Creador.

No llegan ya a nuestros corazones las pala­bras de amor, de concordia, de paz y de unión. Hemos visto y asistido con dolor y con pena al espectáculo sospechable de los pulpitos sagra­dos, convertidos en tribuna de enseñanza y do ilustración política.

Por eso, señor presidente, creo que debemos admitir, en el instante en que restituímos la gloria inmarcesible de la bandera, que hemos comprobado con dolor cómo las juventudes ar­gentinas han podido, siguiendo a sacerdotes y ministros de Dios, entonar los cánticos y ]:»s estribillos que, de repetirse en este recinto, cons­tituirían una vergüenza incalificable al valor más alto de la ética nacional.

Por eso, señor presidente, debo decir aquí que todos los espectáculos que hemos presen­ciado el sábado y el domingo no tienen sino un solo objetivo, que no es de fe ni de religión. Su objetivo es pura y exclusivamente político.

Se procura alterar el orden público tratando que no exista la libertad necesaria para llegar a la consulta del pueblo argentino.

¿Es que acaso se teme que esa consulta diga de una vez y para siempre que el último privi­legio, el del espíritu, también habrá de ceder paso a la noble igualdad que el pueblo juró sentar en un trono sin igual en esta tierra?

¿Es que acaso, señor presidente, se quiere confundir a la opinión pública diciendo que se lucha en procura de una libertad que no existe?

Yo les recuerdo a quienes salieron a la calle para cometer estos desmanes, lo que decía Es­quiú: « . . . l a ley es el resorte del progreso, y los medios no deben confundirse con los fines. ¡Libertad! N o hay más libertad que la que existe según la ley: ¿queréis libertad para el desorden?

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¿La buscáis para los vicios, para la anarquía? ¡Yo maldigo en nombre de Dios a esa libertad!»

Este ataque ha sido materializado contra la figura augusta de Eva Perón, contra el Congreso de la República, contra la clase trabajadora, contra el periodismo, y ha sido materializado de diferentes formas.

Yo quisiera que encontrara respuesta el inte­rrogante de mi espíritu: ¿Por qué se ha querido ultrajar la memoria de Eva Perón? ¿Acaso por­que ella dijo alguna vez: «Yo no niego la limosna como principio cristiano; ello sería negar la cristiandad misma. Allí donde aparece una ne­cesidad es imprescindible cubrirla bajo cualquier forma; pero aspiro —y a esto deben aspirar todos los hombres buenos del mundo— a que la limosna no sea necesaria»? ¿ O es que se ha querido ultrajar su memoria porque ella dijo que era su aspiración sincera, y debía ser la de todos los argentinos, que algún día no fuera necesaria la ayuda social? ¿Es que se ha que­rido ultrajar la memoria de Eva Perón porque ella consideró el problema de los niños como un problema nacional, manifestando que los go­biernos o los pueblos que renuncian a resolverlo renuncian al mismo tiempo al porvenir?

Yo quisiera que encontraran también respues­ta los interrogantes que sobre el carácter de la afrenta al Congreso, a la clase trabajadora, al periodismo, etcétera, se ha perpetrado en estos días. Pero no quiero distraer mayormente la atención de mis colegas, y sólo al concluir mis palabras, que han sido dichas con inusitado fer­vor de patria, desearía que se comprenda que en este desagravio a Eva Perón, a las organizacio­nes del pueblo, a la clase trabajadora, al perio­dismo, etcétera, va también implícito el homenaje a nuestra enseña nacional; porque ninguno de los actos de Eva Perón, ninguno de los actos del pueblo en sus organizaciones, ninguno de los actos del periodismo recuperado de la Re ­pública se ha inspirado, desde que el mo­vimiento peronista salió a la luz de la vida pú­blica del país, en otro símbolo y en otra enseña que no fuera la celeste y blanca creada por el general Manuel Belgrano.

Como muy bien ha dicho un senador de la N a ­ción, nuestra bandera es la que une a todos y no pertenece a ningún partido político en sí, Pero yo aspiro a agregar también que esta ban­dera ha sido afrentada porque ha sido, es y será siempre la única bandera de Juan Perón. Por­que él la enarboló desde el primer instante, ha tenido que ser el centro y foco principal del odio desencadenado de una turba anónima. Pero bien hemos hecho los senadores de la Nación en salir por primera vez en la vida del Con­greso argentino a enarbolarla por nuestras pro­pias manos en el mástil del cual injustamente había sido desalojada. Y lo hemos hecho quizá, señor presidente, porque en esa bandera ha encontrado el general Juan Perón el vehíeulq

necesario para concretar aquel pensamiento de Joaquín V . González cuando pedía que «a su sombra la Nación Argentina acrecentara su gran­deza por siglos y siglos, y ella fuese para todos los hombres mensajera de libertad, signo de civilización y garantía de justicia. (¡Muy bien! Aplausos prolongados en las bancas y en las galerías.)

Sr. De Paolis. — Pido la palabra. Sr. Presidente. — Tiene la palabra el señor

senador por la provincia de Mendoza. Sr. De Paolis. — L a revolución, señor presi­

dente, sigue su marcha imperturbable sobre la base de las tres banderas que proclamó el Jus-ticialismo: soberanía política, independencia eco­nómica y justicia social, a cuya sombra la pa­tria también camina imperturbable en la con­quista de la felicidad del pueblo y de la gran­deza de la Nación.

Los hechos ocurridos el día 11 del corriente y que han pretendido un agravio a la nacio­nalidad, no han sido ni los primeros ni serán los últimos obstáculos que la revolución en marcha tendrá que afrontar a lo largo del ca­mino para el logro de los altos principios de la doctrina justicialista.

Los que han pretendido herir la soberanía nacional enarbolando en el mástil del Congre­so la bandera vaticana en reemplazo de la ban­dera argentina; los que han querido herir el símbolo de la Nación quemando su bandera; los que han pretendido vejar la memoria de Eva Perón; los que han atacado «La Prensa» y otras empresas periodísticas al cometer tan torpe atropello no han agraviado la nacionalidad, señor presidente. No agravia quien quiere, sino quien puede, y prueba de ello es que ahí están las banderas de la Honorable Cámara de Dipu-

I tados y del Honorable Senado, flameando nue­vamente al tope de los mástiles del Congreso, airosas como nunca, bendecidas como nunca y amadas como nunca por el pueblo argentino.

Y es que, señor presidente, nadie podrá herir en lo profundo el símbolo de una nación, cuan­do en esa nación, como en la nuestra, exista un solo hombre argentino o una sola mujer argentina que tenga el suficiente aliento, des­pués de un agravio cualquiera, para volverla a levantar del suelo, y, sucia como esté, enarbo­larla nuevamente, más blanca y airosa que nun­ca, a la cumbre de su mástil. (¡Muy bien! Aplausos prolongados.)

L a reacción ensoberbecida caminando las ca­lles de Buenos Aires hacia el Congreso de la Nación, ha pretendido herir la majestad de la justicia hecha ley. En esta oportunidad estos perturbadores se han movido porque el Congre­so de la Nación, soberana expresión del pueblo de la patria, ha puesto sobre el tapete de los grandes problemas nacionales el de la separa­ción de la Iglesia y el Estado.