KASPER, W. - Fe e Historia - Sigueme, 1974

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VERDAD E IMAGEN

36

WALTER KASPER

FE E HISTORIA

EDICIONES SÍGUEME Apartado 332

S A L A M A N C A

1974

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Tradujo Javier Ortigosa, sobre el original alemán Glaube und Gescbicbte

© Matthias-Grünewald-Verlag, 1970

© Ediciones Sigúeme, 1973

ISBN-84-301-0573-5

Eí propiedad Printed irt Spain

Depósito legal: B. 13050-1974 - Altes S.L., Caballero 87, Barcelona-15

CONTENIDO

Prólogo 9

I. ORIGEN DEL PENSAR HISTÓRICO EN LA TEOLOGÍA

1. Concepción histórica entonces y ahora 13

II. SITUACIÓN ACTUAL DE LA FE

2. Posibilidades de la experiencia de Dios en la actua­lidad 49

3. Utopía política y esperanza cristiana 83

III. PREDICACIÓN DE LA FE

4. Escritura - tradición - predicación 107 5. La predicación como renovación . . . . . . . 147 6. Propiamente, ¿qué es cristiano? 173

IV. REALIZACIÓN DE LA FE EN LA IGLESIA

7. ¿Tiene sentido la misión? 195 8. Esencia y formas de la penitencia 219

V. LA IGLESIA Y SUS MINISTERIOS

9. Estructuras colegiales de la iglesia 251 10. Ministerio jerárquico y comunidad 275

índice general 313

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PRÓLOGO

Sólo tras largas vacilaciones he accedido a la publica­ción de una colección de diversos artículos y conferencias míos de los últimos años. A ello me ha llevado la conside­ración de que en la actualidad ya no se consideran tanto las grandes sumas y compendios, como los únicos promo­tores del pensamiento. El carácter fragmentario de la teo­logía actual, propio también de estas aportaciones mías, manifiesta bastante la situación de transición en que se encuentra actualmente la teología. Por esta razón no se han podido evitar muchas repeticiones e interferencias. Sin embargo, sí se ve claro que de una manera u otra to­das las aportaciones giran alrededor del tema «fe e his­toria».

Por la situación histórica problemática, creada a partir de la ilustración, se ha planteado actualmente a la teología el polifacético tema de la historia. La asimilación y recep­ción crítica de la problemática de la época moderna cons­tituye una de las tareas más importantes de la teología, que en la actualidad ya no puede tener como horizonte el preguntarse por la esencia y la naturaleza, tal como se ha­cía en la tradición antigua y medieval; en un mundo histó­rico y en evolución, la historia ha vuelto el horizonte más amplio de cuestionabilidad y de comprensión de la teolo­gía. Naturalmente la historia es algo más que una pura recogida de datos y el método histórico-crítico. Así como no puede limitarse a historicidad subjetiva, tampoco puede

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II) P R O L O G O

reducírsela a la dimensión social, por la que tanto se preo-cuya la discusión actual. La historia comprende ambas cosas y precisamente en la tensión de esos dos elementos, imposible de suprimir intrahistóricamente, se da una alu­sión a la trascendencia. Así se comprende que la historia pudiera convertirse en la dimensión del testimonio del an­tiguo y nuevo testamento.

En una situación, en la que se habla de una época poshistórica, ya que los logros históricos de la época mo­derna parece que van a convertirse en una segunda natu­raleza, con más leyes propias, semejantes a las naturales, y que cada vez deja menos campo a la libertad histórica del hombre, en esta situación de amenaza para él huma­nismo del hombre quizá pueda ser de doble actualidad él poner de relieve la historia, para la que Dios nos ha hecho libres al liberarnos de la esclavitud de las «fuerzas y los poderes».

Agradezco a la señora L. Vier su colaboración en la elaboración del manuscrito y a los señores K. J. Lesch y E. Ratzke la suya en las correcciones.

W. KASPER

I Origen del pensar histórico

en la teología

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m

1 CONCEPCIÓN DE LA TEOLOGÍA

ENTONCES Y AHORA *

La teología de la escuela católica de Tubinga del últi­mo siglo no es una época teológica pasada, que pueda y deba investigarse históricamente, restaurándola y recons­truyéndola como materia de archivo y de museo; más bien representa aún una parte de nuestra actual problemática teológica. Durante mucho tiempo se consideró esta teolo­gía como mero episodio, superado por la neoescolástica en la segunda mitad del siglo pasado. Actualmente hay que poner en duda dicho juicio. Hoy sabemos que en la tran­sición del siglo XVIII al xix comenzó una nueva época his-tórico-espiritual, cuya plena repercusión sólo se ha dejado sentir en la actualidad; de un modo análogo, en la época de los grandes teólogos de Tubinga comienza un nuevo momento teológico, que sólo hoy ha logrado toda su ple­nitud y madurez, cuando la renovación conciliar ha lleva­do a la conciencia eclesial general anhelos y deseos de en­tonces muy fundamentales.

Todo esto hace mucho más perentorio el que nos pre­guntemos sobre la esencia y autocomprensión de aquella teología, sobre sus intenciones básicas, sobre su método y el espíritu que la animaba. La respuesta a estas pregun-

* Publicado por primera vez en Theologie im Vandel. Festschrift zum 150 jahrigen Bestehen der kath.-theol. Fakultat der Universitat Tübingen 1817-1967, editado por J. RATZINGER y J. NEUMANN, München 1967, 90-115.

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14 ORIGEN DEL PENSAR HISTÓRICO EN LA TEOLOGÍA

tas contribuirá al esclarecimiento de nuestra situación y problemática actual. Naturalmente para esto hace falta acercarse vitalmente a esa teología, lo cual significa algo más que una mera repetición restauradora. Por otra parte, sólo un acercamiento así puede hacer justicia a los deseos más profundos de dicha teología.

I

TEOLOGÍA INMERSA EN LA CORRIENTE DE LA ÉPOCA

El valor de dialogar abiertamente con las comentes espirituales de su tiempo constituye una destacada carac­terística de la teología de Tubinga del último siglo. Esta apertura no nació de un superficial prurito de actualidad, sino que se basaba en el espíritu vivo de la misma tradición anterior. J. S. Drey, refiriéndose a la historia anterior de la teología, constata lo siguiente:

No debe ser causa de admiración el encontrar en la historia literaria y política de un pueblo, al considerarla más de cerca, una llamativa uniformidad; pues, ¿qué es la situación cientí­fica de una nación sino la más alta expresión ideal de lo que se encierra en sí misma, de aquella vida espiritual que le mueve... ? Por eso sería posible y quizá también interesante el considerar la historia de la teología en nuestra nación... en parangón con las otras facetas de su historia, extrayendo de esa consideración paralela las relaciones recíprocas 1.

En toda esta teología palpita este espíritu de una tradición viva en constante actualidad2.

1 J. S. DREY, Revisto» des gegenwartigen Zustandes der Theologie, en Geist des Christentums und des Katbolixismus, editado por J. R. GEISEIMANN, Mainz 1940, 85 8.

a J. R. GEISELMANN, Lebendiger Glaube aus geheiligter Überliefertmg- Der Grundgedanke der Theologie Johann Adam Mohlers und der katholischen Tübin-ger Scliule, Mainz 1942.

CONCEPCIÓN DE LA TEOLOGÍA ENTONCES Y AHORA 15

De esta manera los teólogos tubinguenses de entonces se adentraron en la marcha espiritual de su tiempo. Todas las manifestaciones de aquella época presentan una auto-conciencia verdaderamente escatológica. Las críticas de Kant y la revolución francesa fueron celebradas entusiás­ticamente como el comienzo de una nueva época'3. «Está llegando el reino de Dios, ¡que no descansen ociosas nues­tras manos en el regazo!»4; tal era el lema de las tres cabezas fundadoras de Tubinga: Hegel, Schelling y Hól-derlin. El nuevo momento teológico llegó algo más tarde, pero participó del impulso espiritual que animó entonces todos los campos del espíritu. Una vez que la revolución y la secularización habían destrozado considerablemente los viejos cuadros de la vida eclesial y teológica, era urgen­temente necesaria una «revisión de la situación actual de la teología» (J. S. Drey).

Hoy quizá podemos poner en duda con razón el que aquellos teólogos tubinguenses llegaran plenamente al ni­vel del pensar filosófico de su época, el que se diera un encuentro suficientemente profundo con el idealismo ale­mán. Pero eso no impidió que su teología se diferenciara, con ventajas positivas, de una polémica y apologética me­ramente negativas. Por otra parte, aquellos teólogos no se apropiaron el pensar de su época con una falta total de crítica, sino que sus escritos rezuman crítica y enfrenta-miento. Pero siempre se trata de una crítica constructiva que aprovecha y sabe hacer suya con extraordinaria agi­lidad mental y espiritual toda sugerencia positiva. Vemos, pues, que estos teólogos vivían y practicaban la idea del diálogo con el momento histórico concreto mucho antes de que se convirtiera en programa oficial de la iglesia. En

3 W. KASPER, Das Absolute in der Gescbichte. Philosophie und Theologie der Geschichte in der Spatphilosophie Schellings, Mainz 1965, 63.

1 Brie/e von und an Hegel I, editado por J. HOFFMEISTER, Hamburg 1952, 18.

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16 ORIGEN DEL PENSAR HISTÓRICO EN LA TEOLOGÍA

la actualidad esta actitud de diálogo es casi moneda gas­tada.

Si se considera en detalle la situación espiritual de en­tonces y la de ahora, el primer impulso es constatar más las diferencias y contrastes. Entonces comenzó un inmen­so movimiento, del cual hoy apenas podemos hacernos idea, un idealismo del espíritu en el más amplio sentido de la palabra. En cambio hoy estamos viviendo claramen­te en una época pobre para el pensamiento: parece que no es la idea, sino la facticidad, la que troquela la conciencia espiritual de nuestra época y a menudo hasta llegan a con­siderarse las ideas sólo como epifenómenos de la realidad. Entonces, el romanticismo puso de relieve lo inconsciente, lo originario, lo sencillo; frente a la ilustración, de claro carácter masculino y revolucionario, se descubrió el seno maternalmente protector de la tradición y de la co­munidad. En la actualidad, la ciencia y la técnica mode­lan el rostro de nuestra época y, por cambios sólo hoy po­sibles y que afectan a todos los campos de la vida, crean un mundo secundario artificial, orientado a la utilidad. Entonces, se emprendió el intento, a nuestros ojos prome-téico, de una visión universal unitaria y global; en un gi­gantesco esfuerzo del pensamiento se intentó reducir todo a la idea y asumirlo en el pensar absoluto; desde Kant fueron sucediéndose unos a otros los esbozos sistemáticos. Actualmente nos sentimos más que escépticos frente a ta­les intentos sistemáticos. La protesta personalista de Kier-kegaard contra Hegel ha vuelto a traer fuertemente a la conciencia el valor del individuo y de su libertad perso­nal. La izquierda hegeliana, especialmente Marx, ha con­trapuesto la praxis social al dominio meramente especula­tivo del mundo por medio de la interpretación. La teolo­gía dialéctica nos ha presentado a Dios como el totalmente distinto de nosotros. La investigación positiva nos ha ido proporcionando un conocimiento cada vez más diferencia-

CONCEPCIÓN DE LA TEOLOGÍA ENTONCES Y AHORA 17

do de la realidad, conocimiento que en la actualidad se ha hecho tan amplio que ya nadie puede integrarlo en un con­junto unitario. La conciencia espiritual de nuestra época, al menos por el momento, está escindida en campos total­mente diversos e irreconciliables.

Por consiguiente, las diferencias entre aquella época y la nuestra son enormes y en un primer momento podría parecer que entre la teología de entonces y la actual ape­nas puede haber nada en común, en tanto la teología ac­tual, como la de entonces, también entra en diálogo con su respectivo momento histórico. Además las diferencias son todavía más profundas, pues no sólo conciernen a lo que de hecho constituye el respectivo momento histórico, sino también en gran manera al juicio de ese momento. Drey, Mohler y Hirscher se identificaron al principio con el mun­do de la ilustración, para distanciarse más tarde de él po­lémica y enérgicamente. Partiendo de una concepción ro­mántica de la sociedad y de la tradición se rebelaron con­tra la autonomía moderna; a partir del sentido que ve el romanticismo en lo originario y primario de la vida, una idea central de la experiencia romántica del mundo, se apartaron de la reflexión como punto de partida, propia de Descartes. Creyeron que habían dejado la ilustración defi­nitivamente a sus espaldas5.

Para nosotros la ilustración y sus consecuencias no constituyen una época pasada, sino actualidad permanente. Y esto no sólo en lo que se refiere a movimientos tan decisivos como el club Voltaire6, sino también para la misma iglesia. Muchos intentos de reforma litúrgicos, dis­ciplinantes y pastorales de un B. Werkmeister y de los primeros teólogos de Tubinga actualmente no sólo se han

6 J. R. GEISELMANN, Die katholische Tübinger Schoule, Freiburg i. Br. 1964, 534-605.

0 Club Voltaire. Jahrbuch für kritische Auíklarung I-II, editado por G. SZCZESNY, München 1964-1965.

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I 8 ORIGEN DEL PENSAR HISTÓRICO EN LA TEOLOGÍA

cumplido, sino en parte han sido ampliamente superados7. Además la iglesia del Vaticano II , aunque todavía con cautela, ha aceptado claramente las ideas modernas de li­bertad, igualdad y fraternidad, viendo en ellas, en gran parte, un fruto y herencia cristianos 8.

Casi hasta podría parecer que la teología ha caído actualmente en el extremo contrario, pues a veces consi­dera los movimientos espirituales y sociales de la época moderna nada más que como un cristianismo anónimo, que se autocomprende falsamente y protesta por eso sin razón contra su propio origen. Al hacer esto, ¿no se des­conoce propiamente la dialéctica de toda ilustración? 9 La absoluta humanización lleva consigo una considerable des­humanización del mundo, el dominio y manejabilidad del mundo material cosifica y funcionaliza al hombre. La des-mitologización y desencantamiento del macrocosmos ha expulsado la mendicidad del hombre del campo claro de la conciencia sólo para dejarle entrar tanto más perentoria­mente por la puerta falsa de la oscura conciencia profun­da del microcosmos. No en vano la historia bíblica de los comienzos de la humanidad junto al «encargo cultural», expresado en la frase «someted la tierra» (Gen 1, 28), ha­ce también una crítica teológica de la cultura en la ima­gen de la torre de Babel (Gen 11, 1-9). Por eso también la teología actual, por su responsabilidad para con el hom­bre, y no por afán de apologética, se siente en cierto modo solidaria con los esfuerzos teológicos de entonces.

Pero quizás hizo falta toda la genialidad de un Hegel para descubrir a través de todas las diferencias de los

7 F. X. ARNOLD, Dienst am Glauben. Untersuchungen zur Theologie der Seelsorge I, Freiburg i. Br. 1948; ID., Grundsátzlicbes und Gescbichtliches zur Theologie der Seelsorge. Untersuchungen zur Theologie der Seelsorge II , Freiburg i. Br. 1949. ID., Seelsorge aus der Mitte der Heilsgeschicbte, Freiburg i. Br. 1956.

8 Constitución pastoral Gaudium et spes sobre la iglesia en el mundo actual. 9 M. HORKHEIMER - T H . W. ADORNO, Dialektik der Aufklárung, Amster-

dam 1947.

CONCEPCIÓN DE LA TEOLOGÍA ENTONCES Y AHORA 19

fenómenos palpables la semejanza más profunda y esen­cial entre el pensamiento romántico-idealista y la ilustra­ción. En su famosa confrontación con la ilustración10, He­gel muestra que el romanticismo y el idealismo no sólo no eliminaron los anhelos de la ilustración, sino los han «asumido» en el triple sentido hegeliano. En ambos casos se trata fundamentalmente de la autocomunicación del hombre con su mundo. La reconciliación del hombre con el mundo, que Fichte, Schelling y Hegel intentaron mos­trar por el camino del pensamiento especulativo, Marx la proclamó como humanización del mundo por medio del trabajo ", y en la actualidad, en nuestra época técnica, se da por la planificación, dominio y manipulación de los procesos cósmicos y antropológicos n. Uno de los fenóme­nos más admirables de la historia del espíritu es el hecho de que aquello que se pensó antes de toda revolución téc­nica con una audacia de pensamiento actualmente apenas posible, en la actualidad y sin que se conocieran esas elu­cubraciones intelectuales se ha hecho en gran parte reali­dad por medio de la técnica y determina radicalmente nues­tra realidad cotidiana.

Por consiguiente, por encima de todas las diferencias, nos une con el comienzo del último siglo una trascenden­tal comunidad de destino. El sueño de la infancia y ju­ventud de entonces se está haciendo ahora realidad en la dura y cruda cotidianeidad del adulto, siendo natural que el sueño de la juventud superara en riqueza y belleza la cotidianeidad del adulto.

El gran problema planteado a aquella época y vigente hasta hoy, no es otro que el problema de la historia. El dominio y adueñamiento del mundo por parte del hom-

10 G. W. F. HEGEL, Vbanomenologie des Geistes, ed. Hoffmeister, Ham-burg 1952, 383-413.

u K. MARX, Vrübe Schriften I, Darmstadt 1962, 561 s, 574 s, 593 s, 602 s, 650 s.

13 H. FREYER, Tbeorie des gegenwartigen Zeiíalters, Stuttgart 1958.

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20 ORIGEN DEL PENSAR HISTÓRICO EN LA TEOLOGÍA

brc, primero a nivel teórico y luego práctico, con la con­siguiente toma de posesión de su libertad, ha llevado fun­damentalmente toda la realidad al crisol de la disponibili­dad y planeamiento humanos. El mundo ya no aparece ante el hombre como un cosmos que deba reverenciarse con temor ni como una naturaleza que haya que respetar­se; ahora se concibe el mundo como proceso histórico, co­mo material, con el que, por la sola acción del hombre, hay que construir el mundo futuro. Actualmente experimenta­mos una temporalización e historización de todos los ámbi­tos del ser, apenas concebible hace algún tiempo, no que­dando casi nada firme y permanentemente válido, a lo que el hombre pueda asirse13. La historia que el mismo hom­bre ha puesto en escena amenaza sepultarlo bajo sus olas. Actualmente nuestro mayor problema es la historia 14.

La escuela de Tubinga de entonces procuró hacer fren­te a este problema de la historia, que surgió en aquel tiem­po 15. Se vio a sí misma como una teología eminentemente histórica y precisamente este carácter histórico es el que ha quedado como rasgo distintivo de ella frente a otras es­cuelas teológicas. Y quizá lo es más por el hecho de haber sido consciente de haber hecho justicia a las exigencias de su tiempo.

II

TEOLOGÍA HISTÓRICA

La fe cristiana y la teología se fundan en la palabra de Dios, comunicada históricamente una vez para siempre, y en su obrar en la historia. Esto significa que la argumen­tación histórica es básica y fundamental para toda teología. Sin embargo la forma concreta de esa argumentación ha

13 Gaudium et spes, n. 4-10. 14 G. KRÜGER, Freiheit und Weltverwaltung, München 1958. 15 G. BAUEE, Geschkhtlichkeit, Wege und Irrwege eines Begriffs, Berlín

1963; L. v. RENTHE-FINK, Gescbicbtlichkeit. Ihr terminologischer und begriff-licher Ursprung bei Hegel, Haym, Dilthey und Yorck, Gottingen 1954.

CONCEPCIÓN DE LA TEOLOGÍA ENTONCES Y AHORA 2 1

sufrido considerables variaciones. La patrística y la esco­lástica vivían la tradición, sin tener primero que probarla; las auctoritates medievales, más que probar inmediatamen­te la tradición, representan de modo ejemplar su presencia, vitalmente actual. La reforma y la crítica histórica de la Biblia y los dogmas fueron las que empujaron a una prue­ba estricta de la escritura y de la tradición, desmembrán­dose la teología, unida hasta entonces, en una parte posi­tiva y otra especulativa16.

Este método teológico les pareció a los teólogos del último siglo, procedentes del espíritu del romanticismo, demasiado inorgánico y poco vital. Por eso buscaron una nueva forma de teología histórica, que no sólo adujera una prueba histórica, sino que se orientara históricamente también en cuanto al método y su objeto17.

«El cristianismo, como religión divina positiva, es un fenómeno temporal, un hecho» 18. Lo cual significa que la teología en cuanto tal no tiene nada que ver con ideas ge­nerales y principios abstractos, sino con la historia. J. S. Drey considera la transformación de la historia en filoso­fía, de lo real histórico en ideas, de la fe positiva en espe­culación, como una abolición y supresión del cristianismo, encontrando este intento en la gnosis, en el fanatismo y en el idealismo de su época 19. Precisamente por eso exige una teología que proceda históricamente y ya entonces des­arrolló algunos elementos del pensar histórico crítico y pi­dió un diccionario teológico del nuevo testamento20.

18 W. KASPER, Unidad y pluralidad en teología. Los métodos dogmáticos, Salamanca 1969.

17 J. R. GEISELMANN, Die Glaubenswissenschaft der katbolischen Tübinger Schule in ibrer Grundlegung durch Jobann Sebastian Drey: ThQ 111 (1930) 49-117.

18 J. S. DREY, Vom Geist und Wesen des Katholizismus, en J. R. GEISEL­MANN, Geist des Christentums, 195.

i» Ibid., 201 s. 20 J. S. DREY, Kurze Einleitung in das Siudium der Tbeologie mit Kück-

sicht auf den wissenschaftlichen Standpunkt und das katholische System, Tübin-gen 1819, 78 s.

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22 ORIGEN DEL PENSAR HISTÓRICO EN LA TEOLOGÍA

También para Drey la historia significa algo más que la mera facticidad histórica21 y el mero pasado; que pueda guardarse e investigarse como pieza de museo y objeto de anticuario.

Ningún hecho es momentáneo, es decir, no se extingue ni des­aparece en el momento en que nace; más bien se incardina en la serie y acción de todos los otros, se extiende, y retarda, o acelera o cambia la acción común de todos en mayor o me­nor proporción; así, ese hecho obtiene su propia historia 22.

Se indica aquí la diferencia actual entre «historia» y «fac­ticidad histórica» (R. Bultmann); a la historia de todo acontecimiento pertenece la historia de su repercusión y su futuro, pudiéndose captar sólo por el conjunto orgánico de su historia anterior, actual y posterior, por la que llega con toda viveza al momento actual.

De todo lo anterior se deduce que no puede concebir­se la historia sólo como mera acumulación de hechos his­tóricos, ni tampoco lo histórico en el cristianismo, como vieja documentación rancia, sino como un todo vital y co­mo tradición, que a la vez es actualidad viva. La fe, que se remite esencialmente a Jesucristo, no sólo posee ese Jesús terreno en el recuerdo subjetivo y por medio de la investigación histórica, sino también «objetivamente» co­mo el Señor que pervive y sigue actuando en la iglesia23.

Este concepto orgánico de la historia significa la su-

21 Para el verdadero concepto de la positividad cf. F. A. STAUDENMAIER, Die christlicbe Dogmatik I, Freiburg i. Br. 1844, 11 s.

22 J. S. DREY, Vom Geist und Wesen, 195; J. A. MOHLER, Die Idee der Gescbicbte und Kirchengeschichte, en J. R. GEISELMANN, Geist des Christentums, 391 s, 484; ID., Die Einheit in der Kircbe, editado por J. R. GEISELMANN, Darmstadt 1957, 327.

Como es usual en la teología alemana, el autor distingue entre Gescbicbte y Historie, dando al primer término el sentido de historia en cuanto interpretada y poseedora de un significado; y reservando el segundo para la mera verificación de los «hechos desnudos» (N. del T.).

23 J. S. DREY, Vom Geist und Wesen, 196 s; ID., Die Apologetik ais wis-senschaftliche Nachweisung der Gottlichkeit des Christentums in seiner Erschei-nung I, Mainz 21844, 372 s.

CONCEPCIÓN DE LA TEOLOGÍA ENTONCES Y AHORA 23

peración del método anterior, basado en los dicta proban-tia, y la división de la teología en sistemática y positiva. En la misma historia se da ya el sistema y las ideas tienen efectividad. En esta misma línea los tubinguenses toman del «método del studium académico» de Schelling, el mé­todo de la construcción histórica y filosófica del cristianis­mo24. Consideran que hay que descubrir en la historia la idea única, que lo comprende y lo conforma todo, y cap­tarla en su autodespliegue dialéctico. Como teólogos, ven en esa idea el plan eterno salvífico de Dios, que se realiza en la historia y llega a su plenitud en Jesucristo2S. Formulán­dolo de otra manera, hablan de la idea del reino de Dios, que lo comprende todo y se realiza históricamente26. Co­mo puede verse, en este enfoque el pensamiento histórico no sólo determina la teología específicamente positiva, si­no que lo peculiar de los teólogos tubinguenses consiste precisamente en que la misma teología especulativa es pensamiento histórico. Para estos teólogos la especulación no consiste en sacar conclusiones a partir de los resulta­dos de la teología positiva o en cubrir desde fuera esos resultados con una metafísica o una filosofía trascendental, sino en unir racional e inteligiblemente los acontecimien­tos históricos con la idea única fundamental, formando un sistema orgánico que, apoyándonos en el lenguaje pa-trístico, podríamos denominar «filosofía del cristianismo».

Para Staudenmaier esta mediación dialéctica, concebi­da todavía más bien neoplatónicamente, consiste en una recapitulación creadora y espiritual, en una elaboración de la historia empírica a un nivel superior de reflexión27.

24 Fr. W. J. SCHELLING, Vorlesungen über die Metbode des akademischen Studiums (1802), en Werke I II , München 1958, 308-327.

26 J. R. GEISELMANN, Die katholische Tübinger Schule, 280-346. 26 lbid., 191-279; J. RIEF, Reicb Gottes und Gesellschaft nacb J. S. Drey

und J. B. Hirscber (Abh.z.Moraltheol. 7), Paderborn 1965. 27 F. A. STAUDENMAIER, Die christlicbe Dogmatik I, 22, 112 s, 144 s,

165, 169.

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Kuhn, que rechaza esta comprensión de la dialéctica, da, de acuerdo con el espíritu del idealismo alemán respecto al pensar histórico, un paso esencial: la dialéctica especu­lativa no es una mera recapitulación de la dialéctica histó­rica, sino su prolongación28. La especulación, entendida en una forma tan totalmente histórica, considera el origen de la fe, refiriéndolo a su futuro posible y con ello a su comprensibilidad actual. Pero esto no se realiza como en Hegel por medio de la negación, de manera que todos los contenidos históricos concretos queden asumidos en la idea absoluta; la especulación teológica nunca puede aban­donar su punto de partida histórico y pasar por encima de él; por eso, diferenciándose de Hegel, procede por el ca­mino de la determinación y, a diferencia del método de abstracción de la escolástica, por el camino de la induc-cion .

Enlazando críticamente con Hegel, Kuhn concibe la experiencia sensible como lo todavía indeterminado, como lo general que sólo llega a constituirse en idea concreta mediante el pensamiento conceptual y su análisis crítico; en esa idea concreta se unen dialécticamente la unidad general de la idea y la multiplicación conceptual30. La idea concreta última, que resume todo en sí, es la revelación del Dios uno en Jesucristo31.

Una manera de pensar histórica, mantenida tan radi­calmente, debía llevar en sus últimas consecuencias más allá de la tesis fundamental idealista, superando la con­cepción idealista de la identidad, que identifica libertad y necesidad, realidad (historia) y verdad, pensar y ser. Esta identidad idealista da primeramente la posibilidad intrínse-

28 J. E. KUHN, Katholische Dogmatik I, Tübingen 21859, 242 s, 246. 29 Ibid., 240 s; J. R. GEISELMANN, Die lebendige Überlieferung ais Norm

des christlichen Glaubens, Freiburg i. Br. 1959, 211-268; ID., Die katholische Tübinger Schule, 369-425.

80 J. E. KUHN, Katholische Dogmatik, 45-55. 81 Ibid., 290.

CONCEPCIÓN DE LA TEOLOGÍA ENTONCES Y AHORA 2 5

ca de una construcción filosófica de la historia. Pero si se rompe esa ambigüedad en favor de una visión claramente histórica, eso entraña a la vez consecuencias metodológi­cas. Por eso el mismo Mbhler, orientado más histórica que especulativamente, apunta claras reservas contra la construcción filosófica32. Reconoce que la forma de pen­samiento propia del cristianismo es la historia y ve preci­samente en eso la diferencia con la forma de pensar de la antigüedad pagana, que en este punto, guarda un cierto parentesco con el idealismo de su tiempo. Para los anti­guos el último principio es el destino, el fatum, la necesi­dad, mientras que en el cristianismo lo constituye la libre providencia histórica de Dios33.

Sobre todo F. A. Staudenmaier recoge esta última idea en su época más tardía34, especialmente al referirse a la filosofía de la última época de Schelling. Lo mismo que el Schelling más posterior, también Staudenmaier supera la identidad dialéctica de necesidad de la idea y libertad de la historia3S. Staudenmaier considera ahora la libertad de Dios como la medida única, verdadera y eterna, la última deter­minación y el principio de todo, siendo la condición básica y esencial del desenvolvimiento del reino divino. El cristianis­mo es el sistema de la libertad y personalidad divinas, que se manifiestan en hechos divinos. Hay que tener en cuenta que esta perspectiva, también metodológicamente, signifi­ca un paso decisivo más allá de Drey, que se mantuvo to­davía totalmente ligado al pensamiento del idealismo avan­zado. Staudenmaier considera ahora que todo conocimien­to teológico es una forma de experiencia a un nivel

82 J. A. MÓHLER, discusión con A. GENGLER, Über das Verhdltnis der Theologie xur Philosopbie, Landshut 1826, en ThQ 9 (1827) 515-517.

88 J. A. MÓHLER, Einleitung in die Kirchengeschichte, en Gesammelte Schriften und Aufsdtze II , editado por J. DOLLINGER, Regensburg 1840, 261-271.

84 F. A. STAUDENMAIER, Das Gbttliche Prinzip in der Geschichte und seine Bedeutung für Philosopbie und Theologie. Jb.f.Theol.u.Phil. IV (1835) 3-48.

85 B. CASPER, Der Systemgedanke in der spaten Tübinger Schule und in der Neuscholastik: PhJ 72 (1964-65) 161-172.

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superior; la libertad en último término no es algo dedu-cible y derivado, y sólo puede experimentarse cuando se revela en la historia.

En las reflexiones de su última época, Staudenmaier se aproxima mucho a la problemática filosófica y teológica actual. Sin embargo esto significa que gran parte de esta forma de pensar histórica y de la especulación de la escue­la más antigua de Tubinga, se nos hace muy extraña, no poseyendo ya una efectividad directa. Nuestra situación se diferencia de la de entonces en un triple sentido:

1. La teología de Tubinga, aunque en forma de alu­siones haya adelantado y anticipado ya muchas cosas, exis­tió antes de que naciera el método histórico-crítico propia­mente tal, como lo entendemos actualmente. Entre aque­llos teólogos y nosotros media también el nacimiento de las ciencias positivas. El pensar positivo ha ido diferen­ciando cada vez más nuestros conocimientos en muchos campos de la vida y también los ha ido disociando, de tal manera que actualmente sólo sería posible una construc­ción histórica y filosófica del cristianismo a partir de una idea, a base de armonizar y cercenar cosas de una forma irresponsable.

2. Actualmente el pensamiento filosófico propiamen­te tal, considera la historia de una manera más radical que entonces, moviéndose en la dirección en la que habían apuntado el Schelling tardío y Staudenmaier. La filosofía especialmente, siguiendo a M. Heidegger, concibe el ser en el horizonte del tiempo, cuestionando así toda la me­tafísica occidental desde Platón. Ya no concibe el ser en el horizonte de la idea, de la esencia, sustancia y natura­leza, sino en el horizonte del tiempo y de la historia, con­virtiéndose así el tiempo en el horizonte supremo de toda la historia. Esto significa que ya no es el sujeto pensante

CONCEPCIÓN DE LA TEOLOGÍA ENTONCES Y AHORA 27

quien «domina», penetra especulativamente y construye filosóficamente la realidad; ésta sólo puede experimentar­se, esperarse y enfrentarse como acontecimiento. Por con­siguiente, el pensar se convierte en un agradecimiento por lo que existe; vuelve a ser un admirarse de que algo exista, abriéndose de nuevo el campo para lo inesperado, indedu-cible y para el misterio. Todavía está por ver hasta qué pun­to con esto no se abren nuevas posibilidades para una expe­riencia de lo santo y aun de Dios M.

3. Dentro de la teología se da una tendencia muy fuerte en correspondencia con esta línea filosófica. La teo­logía moderna ha redescubierto la relevancia y el papel central de la escatología, que se ha convertido en su eje central (H. U. von Balthasar). Cada vez se ve más que la escatología no puede ser sólo un tratado parcial al final de la dogmática, sino que debe impregnar todo el pensar teológico. Estas ideas llevaron en A. Schweitzer y K. Barth, en forma diversa en cada uno, a terminar con una teología determinada por el idealismo, haciendo que nues­tra relación actual con la teología tubinguense del último siglo no pueda ser una relación directa. El mensaje de la venida del reino de Dios debe convertirse actualmente, en un sentido totalmente distinto del de entonces, en la idea central de la teología. Y eso exige un pensar teológico que ya no se mueve en el horizonte de la naturaleza y de las idas eternas, sino en el ámbito de la historia y de la libertad.

Sin embargo, aun en aquellos campos en que existe la mayor diferencia entre el mundo de entonces y el ac­tual, se ve también una estrecha comunidad de problemas. El carácter histórico de toda la realidad, concebido de una

36 M. MÜIXER, Existenzphilosophie im geistigen Leben der Gegenwart, Heidelberg a1964; O. PÜGGELER, Der Denkweg Martin Heideggers. Pfullingen 1963.

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manera tan universal y no sólo particular, no limitado por consiguiente a un ámbito determinado, no puede ya «do­minarse» desde fuera. Ya no cabe el evadirse a un ámbito absolutamente no histórico ni a un ámbito suprahistórico. Lo único posible es intentar probar que la historia no sig­nifica puro relativismo, sino que, en cuanto tal, incluye la tradición, la institución y la libertad como algo abso­luto e intangible, probando así la validez permanente de lo espiritual; todo eso son constitutivos permanentes y esen­ciales de la misma historia, sin los cuales la historia dejaría de ser historia37. Por tanto el pensar histórico implica una «razonabilidad» inmanente, que sin duda nunca pue­de encerrase en un sistema, pero que sí puede mostrarse hasta un cierto grado.

Estas reflexiones pueden servir para hacer justicia a los planteamientos metodológicos de la teología de Tu-binga, especialmente en su forma tardía más desarrollada, tal como se manifiesta en Kuhn y Staudenmaier; y ade­más también para tomar esos planteamientos como base para nuevas posibilidades hermenéuticas de comprensión. También la hermenéutica actual intenta superar la esci­sión entre método histórico y sistemático38 y reconoce que sólo es posible una forma de comprensión histórica si precede un juicio previo y un horizonte racional «sistemá­tico», es decir envolvente, que naturalmente siempre ha­brá que estar contrastando con la experiencia; esta con­frontación con la experiencia podrá llevar a un desplaza­miento, ampliación o síntesis de ese horizonte; pero el conocimiento histórico y el sistemático están fundamental­mente unidos, de tal manera que parece posible trasladar una futura metafísica a una meta-historia39.

87 A. DARLAPP, Historicidad, en Conceptos fundamentales de la teología II , Madrid 1966, 235-243.

88 H. G. GADAMER, Wahrheit und Metbode. Grundzüge einer philosophis-chen Hermencutik, Tübingen 21965.

88 M. MÜLLER, Existenzphilosophie, 251.

CONCEPCIÓN DE LA TEOLOGÍA ENTONCES Y AHORA 29

Las reflexiones precedentes podrían ayudar a una re­novación de la metodología teológica. La teología actual se caracteriza por una tensión considerable entre historia, especialmente de la exégesis, y la dogmática; ésta a su vez encierra en sí misma esa tensión en la duplicidad del méto­do positivo y especulativo, de la teología esencialista y la existencialista40. Esta disociación sólo puede superar­se por una constante y renovada consideración sobre el carácter esencial y ampliamente histórico del pensar teo­lógico, que encierra en su misma entraña, y no como algo accesorio, la sistemática. La teología entonces debería de­sarrollarse fundamentalmente presentando las implicacio­nes de la palabra, dada históricamente, y de la cristología, como un desarrollo de la lógica inmanente de la fe.

En este contexto cobra nueva significación la corres­pondencia y coordinación que Drey establece entre el he­cho, históricamente único, y su autoexplicación en la histo­ria del efecto de ese hecho, o para decirlo en el lenguaje de la teología de entonces, su incardinación en el conjunto orgánico del sistema (entendido históricamente). En el paso histórico del antiguo al nuevo testamento, de la escritura a la interpretación que de ella hace la iglesia primitiva, del ke-rygma al dogma, del modo de pensamiento específico anti­guo y medieval al pensamiento específicamente moderno, de la teología oriental a la occidental, en todo esto se da algo así como una autoexégesis inmanente, una autodesmitolo-gización y autoconcreción de la fe primitiva original, que debe rastrear la teología para llegar a una comprensión íntima y profunda de la fe. Ahora bien, para hacer esto, como ya lo expresó J. E. Kuhn, no pueden darse criterios absolutamente exactos41. Es mucho más necesario un tac-

*° W. KASPEK, Unidad y pluralidad en teología. Los métodos dogmáticos. 41 J. E. KUHN, Katholische Dogmatik, 215 s; B. WELTE, EÍM Vorscblag

zur Metbode der Tbeologie beute, en Auf der Spur des Ewigen, Freiburg i. Br. 1965, 410-426.

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30 ORIGEN DEL PENSAR HISTÓRICO EN LA TEOLOGÍA

to espiritual y cristiano, un fino instinto teológico, los «ojos de la fe» (P. Rousselot), para percibir en esas múl­tiples tradiciones cristianas, la tradición única de Cristo. Y esto no es posible sin un horizonte de comprensión pre­vio, sin una idea directriz, que ciertamente es a su vez resultado de una experiencia histórica anterior y que remi­te a una experiencia histórica futura que la confirme, co­rrija, prolongue e integre42.

Podría parecer que así todo queda entregado a la varia­bilidad de la historia, de manera que nunca podría darse una fe firme y definitiva. A esta cuestión va a responder nuestra exposición sobre la forma eclesial de la fe y de la teología. Los tubinguenses, dentro del espíritu del idealismo, con-cilian por medio de la iglesia la verdad y la historia.

III

EL CARÁCTER ECLESIAL DE LA TEOLOGÍA

La teología de la escuela tubinguense ha supuesto una aportación decisiva para la renovación y profundización de la conciencia eclesial tanto en el siglo pasado como en el actual. La fuerte acentuación de la eclesialidad de la fe y de la teología se basa precisamente en el planteamiento histórico de esta teología.

Para J. S. Drey la fe cristiana está permanentemente ligada a la persona histórica de Jesucristo; pero esta inme­diata relación con Cristo sólo es posible porque el aconte­cimiento histórico originario se continúa objetivamente en la iglesia, en su liturgia y en toda su vida. La iglesia no es sino la revelación que avanza y se transmite vitalmente y tradición misma en constante actualidad43.

43 W. KASPER, Dogma unter dem Wort Cotíes, Mainz 1965, 106 s, 122 s, 126-134.

43 J. S. DREY, Vom Geist und Wesen, 196 s; ID., Apologetik, 372 s.

CONCEPCIÓN DE LA TEOLOGÍA ENTONCES Y AHORA 31

1

Según Móhler, la iglesia es «la objetivación de la reli­gión divina cristiana, la representación vital de esa reli­gión» **; en la iglesia la palabra de Cristo se ha encarnado convirtiéndose en «su sangre, su aliento, su todo» 45. Sir­viéndose de la idea romántica del espíritu del pueblo, Móhler concilia la singularidad histórica con la presencia permanente en la historia.

Así la iglesia visible, desde el punto de vista que acabamos de desarrollar, es el Hijo de Dios que aparece continuamente en forma humana entre los hombres, que siempre se renueva y eternamente se rejuvenece, la continua encarnación de él, así como también los fieles son llamados en la Escritura el cuerpo de Cristo 46.

Sin embargo, precisamente esta conciliación eclesio-lógica de singularidad y continuación del acontecimiento de Cristo, ha acarreado a los teólogos tubinguenses, espe­cialmente por parte de la escuela de K. Barth, las críticas más violentas47. Recientemente, también en el campo de la teología católica, se habla a menudo de una falsa con­cepción, organológica y romántica, de la iglesia en los teó­logos de Tubinga. Se les reprocha que en su concepción Cristo, en cierta manera, queda absorbido por la iglesia, que no se guarda la supremacía de Cristo sobre la iglesia y no se le da todo su peso a la singularidad cualitativa y a la permanente normatividad del acontecimiento de Cristo. Así la iglesia ya no posee ninguna instancia crítica y se constituye simplemente a partir de su propia autoconcien-cia; en último término esto significa un idealismo teoló­gico, como, en forma extrema, es defendido por el modernismo.

44 J. A. MÓHLER, Symbolik, editado por J. R. GEISELMANN, Darmstadt 1958, 389.

45 Ibid., 438. 46 Ibid., 389. Para la recta comprensión de este lugar cf. W. KASPER, Die

Lehre von der Tradition in der Romischen Schule, Freiburg i. Br. 1962, 141 s. « K. BARTH, Kircbliche Dogmatik 1/2, Zollikon-Zürich =1960, 622 s.

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32 ORIGEN DEL PENSAR HISTÓRICO EN LA TEOLOGÍA

Por eso el concilio ha salido al paso a una eclesiología del cuerpo místico de Cristo unilateral, concebida órgano-lógicamente, al acentuar la imagen del pueblo de Dios, que peregrinante está en camino, que siempre debe renovarse por la penitencia y que no está por encima, sino sujeto y sometido a la palabra de Dios. Esto lleva a una visión de la iglesia fundamentalmente más sobria y más histórica; la iglesia así tiene siempre como norma el comienzo funda­cional, atestiguado concretamente en la escritura, y su meta escatológica, a la que apunta.

Sería absurdo creer que todos estos aspectos de la ecle­siología actual se encontraban ya en los tubinguenses. Ac­tualmente hay que considerar muchas cosas de una ma­nera más crítica y expresarlas más diferenciadamente de como ellos pudieron hacerlo. Pero no puede negarse tam­poco el profundo deseo, que se encierra detrás de la idea de organismo, aparte de que ya los teólogos tubinguenses han conocido claramente los límites de ese modelo concep­tual, acercándose con ello a nuestra problemática actual.

Si se considera el trasfondo espiritual y el deseo encerrado en la idea de organismo48, se puede constatar fácilmente que esa idea, vista en la perspectiva del espíritu del idealismo, no puede entenderse biológicamente. Un malentendido biológico sólo es posible actualmente para nosotros, que hemos pasado a través del biologismo. En cambio para Schelling, el organismo es algo análogo al es­píritu y no una dimensión infraespiritual49; es la identi­dad, hecha posible históricamente, entre la regularidad y fijeza material y la libertad del espíritu s>, la objetivación del espíritu en la naturaleza51. Hegel, que prolonga estas

48 Ver a este respecto J. RIEF, Reich Cotíes und Gesellschaft, 252-264. 49 Fr. W. J. SCHELLING, Abbanilungen zur Erláuterung des Uealismus der

Wissenscbaftslebre, en Werke I, 301 ss. 60 Fr. W. J. SCHELLING, Von der Weltseele, Ibid., 595, 698. 51 Fr. W. J. SCHELLING, System des traszendentalen Idealismus, en Werke

I I , 488-500.

CONCEPCIÓN DE LA TEOLOGÍA ENTONCES Y AHORA 33

ideas, ve en el estado la conciliación de naturaleza y li­bertad, encontrando en él la razón su realidad52; la liber­tad del particular es una dimensión abstracta, que sólo puede tener lugar allí donde la libertad es un poder gene­ralmente reconocido53, y por tanto donde se ha dado la conciliación entre libertad y estado54.

Por consiguiente, la idea del organismo, trasladada al estado, a la sociedad o a la iglesia, no tiene otra finalidad que conciliar naturaleza e historia en una segunda natura­leza producida por la libertad en la historia. Con eso la an­tigua visión del mundo, ahistórica, natural y la moderna visión histórica, que se traza a partir del hombre y de su libertad, se concilian en la institución social, creada históricamente y existente ahora como una especie de se­gunda naturaleza. Esa institución es la razón en la historia y con ello el intento de resolver el problema de conci­liar y unir verdad e historicidad.

Tales ideas aparecen muy claramente en la base del pensamiento de F. A. Staudenmaier, que después de Drey ha sido quizá quien ha defendido más tenazmente la idea de que en la iglesia continúa la revelación original55. La fe positiva se subjetiviza e individualiza en primer lugar en la apropiación inteligente que hace de ella el individuo, asumiendo así las formas más variadas. Pero con esto no finaliza el proceso dialéctico, sino que debe volver a lo objetivo, lo que sucede por la configuración eclesial de la

62 G. W. F. HEGEL, Grundlinien der Phihsopbie des Rechls, Hamburg 41955, 207 s; ID., Enzyklopadie der pbilosopbiscben Wissenscbaften im Grun-drisse (1830), Hamburg «1959, 413.

53 G. W. F. HEGEL, Enzyklopadie, 389, 396 s, 402. 64 G. W. F. HEGEL, Grundlinien der Philosopbie des Rechts, 297; ID., En­

zyklopadie, 426 s; J. RITTER, Hegel und die jranzosiscbe Revolution, Frankfurt a. M. 1965; G. ROHEMOSER, Subjektivitat und Verdinglichung. Theologie und Gesellschfaft im Denken des jungen Hegel, Gütersloh 1961. Naturalmente este aspecto ha sido asumido especialmente por la interpretación marxista de Hegel. Cf. recientemente R. GARAUDY, Gott ist tot. Das System und die Methode Hegels, Frankfurt a. M. 1965.

53 F. A. STAUDENMAIER, Enzyklopadie der theologiscben Wissenscbaften I, Mainz 21840, 410 s, 752 s.

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34 ORIGEN DEL PENSAR HISTÓRICO EN LA TEOLOGÍA

fe, el dogma. El dogma es la forma objetiva de la fe, logra­da a través de la apropiación histórica subjetiva56. De mo­do semejante Kuhn puede decir que, en la dialéctica objetiva de la fe que se da en el desarrollo doctrinal ecle­sial, el creyente particular tiene que atenerse a la concien­cia de fe de su tiempo57. Por tanto también aquí a través de la iglesia se concilian la verdad y la historia.

Si se comprende la profunda significación de esta idea del organismo aplicada a la iglesia, entonces se hace pa­tente tanto su carácter histórico espiritual, como su signi­ficación actual. Se trata del intento, emprendido de nuevo en la actualidad, de huir de un relativismo histórico y tem­poral absolutos sin caer en una forma de pensamiento na­turalista y falto de historia, desarrollando para ello una teoría de la institución social58. Así puede evitarse tanto la no-historicidad de una forma de pensamiento a base de verdades eternas, como la irrealidad y falta de contenido de una forma de pensamiento basado en la subjetividad y que gira alrededor de sí misma. El carácter eclesial de la teología se convierte así en un momento intrínseco de la verdad de la fe, apartando de antemano toda aparien­cia de una tutela heterónoma.

Con todo, los tubinguenses constataron también muy pronto las limitaciones de esta forma de pensamiento eclesial, entendido de una forma organológica. Así, ellos mismos han superado lo que pudiera denunciarse como error organológico y lo que llevaría realmente a una flbso-lutización de la iglesia, paralela a la divinización del esta­do, a menudo reprochada a Hegel.

Sobre todo fueron F. Baur y D. F. Strauss, en quienes Móhler y Kuhn encontraron de forma aguda los peligros del pensamiento idealista y de la doctrina romántica del

68 F. A. STAUDENMAIER, Die cbristliche Dogmatik, 36 s, 53 s, 90 s. w J. E. KUHN, Katbolische Dogmatik, 195. 68 H. SCHELSKY, Auf der Suche nach Wirkiichkeit, Dusseldorf 1965.

CONCEPCIÓN DE LA TEOLOGÍA ENTONCES Y AHORA 35

espíritu del pueblo. En la confrontación con la dialéctica especulativa progresiva de la fe de Baur, Mohler se vio obligado a volver a su concepto clasicista inicial de la his­toria y a acentuar la permanente normatividad del «co­mienzo en la plenitud»59. La tradición eclesial sólo puede significar ahora para él un constante movimiento de retor­no a aquel insuperable comienzo que se dio en Jesucristo y fundamenta la fe de la iglesia. Al hacer esto evidente­mente Mohler no quiere anular la dialéctica progresiva en favor de un positivismo unilateral y ahistórico; para él la dialéctica progresiva se refiere a la recta comprensión vital de la fe, pero no a su contenido60.

El enfrentamiento con F. Baur se dio en Móhler al final de su camino teológico; Kuhn, en cambio, se enfren­ta con D. F. Strauss en seguida, al comienzo de su carrera científica. Por eso, Kuhn nunca llegó a familiarizarse con la doctrina romántica del espíritu del pueblo61. Su pensa­miento se fue orientando cada vez más no sólo hacia el reconocimiento de la plenitud de la escritura, en lo re­ferente al contenido en cuestiones de fe, sino también hacia una relativa supremacía y normatividad de la escritu­ra respecto a la tradición posterior a. Kuhn distingue muy claramente entre la doctrina de Cristo y de sus apóstoles como fuente de verdad y la doctrina de la iglesia como la corriente procedente de aquella fuente; así la escritura, como precipitado de la doctrina apostólica, se convierte en el argumento básico de la dogmática, sirviendo también como comprobación de la pureza de la doctrina apostólica de la iglesia a. Por tanto, ahora corresponde a la escritura

M J. R. GEISELMANN, Lebendiger Glaube, 483 s. 00 J. A. MOHLER, Neue Untersuchungen der Lehrgegensatze zwischen den

Katholiken und Protestante», Mainz 21835, 492; cf. 499,507 s. 61 J. R. GEISELMANN, Die Lebendige Uberlieferung, 12 s. 02 J. E. KUHN, Katbolische Dogmatik, 222 s. 63 W. KASPER, Unidad y pluralidad en teología. Los métodos dogmá­

ticos.

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en la iglesia un cierto papel de instancia crítica, aunque según la doctrina católica no cabe una absoluta contrapo­sición y no sería justa, frente a la objetividad ya cuajada de la fe, una interpretación meramente subjetiva de la escritura.

Por esta apertura del organismo de la iglesia, en sí ce­rrado, a su comienzo fundante y normativo, atestiguado en la escritura, la teología tubinguense da un primer paso hacia una teología sistemática orientada bíblicamente64, que debe tomar de la escritura las cuestiones y plantea­mientos y no sólo las pruebas para tesis sacadas y conoci­das de otra parte. Ahora «teología eclesial» significa algo más que mera teología del Denzinger y de las encíclicas, la cual, si no se renueva continuamente a partir de las fuentes, corre el peligro de anquilosarse en su ortodoxia unilateral65.

Precisamente por poseer la iglesia en la escritura una instancia superior a sí misma, al menos en un sentido relativo, existe también dentro de la iglesia una legítima función crítica de la teología. El teólogo tiene que enten­derse sólo como una especie de funcionario del ministerio de enseñar, aunque su papel de vigilante no pueda desa­rrollarse contra la función totalmente distinta del cuidado pastoral en la iglesia. Ambas funciones tienen que servir de una manera específica a la unidad de la iglesia y servir­se mutuamente en una atención y escucha recíprocas (Rom 12, 4-8; 1 Cor 12, 4-11; Ef 4, 11-13). El clima de la teo­logía de Tubinga, que hasta hoy se caracteriza por esa estrecha unión de total adhesión eclesial y apertura teo­lógica rectamente entendida, no tiene por eso nada en co­mún con un liberalismo no eclesial, como se ha sospecha­do durante mucho tiempo; ese clima se basa más bien en

64 Dei verbum, n. 24; Optatam totius, n. 16. 65 Pío xir, encíclica Humani generis del 12 de agosto 1950. Citado por

A. ROHRBASSER, Heilslehre ier Kircbe, Freiburg i. Bt. 1953, n. 446.

CONCEPCIÓN DE LA TEOLOGÍA ENTONCES Y AHORA 37

la libertad cristiana rectamente entendida, fundada en la relación y unión incondicional con la palabra del evan­gelio como última instancia66.

Actualmente el carácter eclesial de la teología posee otro aspecto más, que entonces todavía no pudo hacerse plenamente consciente. La iglesia, según el Vaticano n, se concibe a sí misma esencialmente como iglesia misio­nera. La teología eclesial deberá ser siempre por tanto también teología misionera, que encuentra el criterio de su exactitud y rectitud no sólo en el consenso de los cre­yentes, sino también en la comprensibilidad del mensaje eclesial para aquellos que no creen o han dejado de creer. Precisamente en la actualidad se deja a la responsabilidad del teólogo el cuidar de que la herencia de la tradición eclesial no se quede en mera joya de museo, sino que lle­gue a un contacto vivo, fructuoso y crítico con la concien­cia espiritual de la época actual. Por eso, la teología tam­bién tiene que ser una teología valiente y capaz de experi­mentar. En este contexto, cobra nueva importancia la idea de Kuhn de que la especulación teológica debe tener una orientación hacia el futuro.

Por el servicio del teólogo la forma objetiva de la fe cristiana en la iglesia adquiere de nuevo una dimensión eminentemente histórica. Esto hace que para resolver el problema de la historia, se necesite todavía un último planteamiento. En último término hay que decidir esta cuestión sólo en el problema de Dios, como en general el carácter específico de la teología, en cuanto lenguaje sobre Dios, se decide en la manera de su hablar acerca de Dios.

m H. FRÍES, Teología, en Conceptos fundamentales de la teología IV, 313-327; H. KÜNG, Theologie und Kircbe, Einsiedeln 1964.

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38 ORIGEN DEL PENSAR HISTÓRICO EN LA TEOLOGÍA

IV

HABLAR TEOLÓGICO ACERCA DE DIOS

En último término la teología consiste en hablar de Dios y de su palabra. Ahora bien, por esa acentuación del carácter histórico de toda la realidad del que hemos estado hablando hasta ahora, el hablar acerca de Dios ha caído en una profunda crisis, que se bosqueja ya desde el co­mienzo de la época moderna, y que logra quizá su expre­sión más profunda en el idealismo alemán. En la época moderna, lo característico del pensar sobre Dios consiste en concebirlo como medio y razón de posibilidad de la au-torrealización espiritual del hombre. Lo infinito se conci­be como un momento, como la dimensión profunda de lo finito, o lo que es lo mismo, lo finito se incardina en el proceso vital del espíritu absoluto67. Esta estructura fun­damental de pensamiento se encuentra ya, aunque de muy diversa manera, en el planteamiento de Nicolás de Cusa y más adelante en Giordano Bruno y Spinoza; también la encontramos en el arte del barroco, en el que todo ío fini­to se pierde en lo infinito. Esta forma de pensar es carac­terística en la concepción de los símbolos del tiempo de Goethe y, finalmente, en el pensamiento del idealismo alemán. Para Hegel, Dios ya no es ningún más allá, sino que trascendencia e inmanencia son dos momentos de una misma realidad68.

Lo que en un principio se excluyó como explicación (¡ilustración!) de lo finito, en el posidealismo se desen­mascaró sin ambages como «conciencia falsa». Al Dios, que sólo aparecía todavía como proyección, como justifi­cación de lo existente, se le declaró ahora decididamente

67 W. SCHULZ, Der Gott der neuzeitlicben Metaphysik, Pfullingen 1957. 68 G. W. F. HEGEL, Vorlesungen über die Philosophie der Religión I,

186 s, 196 s, 199; I I , 191, 196 s, 212.

CONCEPCIÓN DE LA TEOLOGÍA ENTONCES Y AHORA 39

como muerto. Así se llega en Feuerbach a una destrucción antropológica, en Marx a una destrucción político-socio­lógica, en Nietszche a una destrucción moral y en Freud a una destrucción psicológica de la fe en Dios. El distin­tivo de toda esta época podría ser la frase «Dios ha muer­to».

En realidad este «Dios ha muerto» no fue sino la última palabra de todo un capítulo de la historia del pen­samiento occidental, capítulo que empieza con la orienta­ción básica de M. Heidegger en favor de la subjetividad, con la rebelión del hombre contra la realidad, con el in­tento de ponerla totalmente a su servicio w. Esta funcio-nalización y relativización histórica de toda la realidad llevó al final lógica y consecuentemente a la funcionaliza-ción y relativización histórica de Dios. Ahora bien, la des­trucción de la dimensión de lo santo y del misterio, la desmitologización y hominización radical de la realidad llevan también consigo la funcionalización e instrumenta-lización del hombre mismo.

En esta situación se planteó y se plantea a la teología una tarea difícil y de mucha responsabilidad. Precisamen­te, al enfrentarse con el hombre y su libertad, la teología tiene que resistirse y oponerse a su reducción a antropo­logía. La teología tuvo que poner de relieve que el fin propio del hombre está en lo que no tiene fin alguno. Jus­tamente para servir al hombre, no tiene que hablar del hombre, sino de Dios. En este punto decisivo la teología tiene que superar desde dentro el pensamiento moderno y la relativización histórica.

La base para esa superación se encuentra ya en las mismas obras de los grandes pensadores idealistas, que admiten claramente, aunque no llevan esta idea hasta sus últimas consecuencias, que sólo puede existir libertad en

69 M. HEIDEGGER, Nietzsches Wort «Gott ist tot», en Hohwege, Frankfurt a. M. 1957, 193-247.

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40 ORIGEN DEL PENSAR HISTÓRICO EN LA TEOLOGÍA

el hombre en el encuentro con otra libertad; la libertad es siempre un don y un regalo, que nace del encuentre), en último término espontáneo, con otra libertad70. Con esto se supera en su misma base la subjetividad de la época moderna y un radical relativismo histórico, pues en la libertad del otro tropieza el hombre con algo no manipu-lable, con algo intangible, con algo que nunca puede con­vertirse en medio, sino que siempre tiene que ser fin. Aquí, en medio de la inmanencia, brilla algo de trascen­dencia.

Allí donde mis fuerzas físicas encuentran resistencia, existe la naturaleza. Reconozco la supremacía de la naturaleza sobre mis fuerzas físicas, me inclino ante ella como ser físico que soy, no puedo más. Allí donde mi fuerza moral encuentra resistencia ya no puede ser naturaleza. Con un estremecimien­to me quedo parado. ¡Has dado con la humanidad!, se me grita; no puedo seguir71.

En esto tanto la creación intelectual como la fuacio-nalización técnica tropiezan con unos límites; en el en­cuentro intersubjetivo se da la «diferencia ontológica», la irrupción del misterio del ser distinto del ser objetivo y objetivable.

Precisamente en este punto es donde se inserta la teo­logía tubinguense del último siglo, mostrando con ello una clarividencia poco común para la problemática de la época moderna. Al principio J. S. Drey está de acuerdo con el planteamiento del pensamiento moderno y acentúa la rela­ción intrínseca de toda la realidad con Dios como funda­mento básico72; pero en seguida se distancia del punto de apoyo en el sujeto, porque entonces Dios corre peligro de

70 J. G. FICHTE, Grundlage des Naturrechts, en Werke I I , 34-60; Fr. W. J. SCHELLING, System des traszendentalen Idealismus, 532-557; G. W. F. H E -GEL, Vhanomenologie des Geistes, 141-150, 318-330.

71 Fr. W. J. SCHELLING, Neue Deduktion des Naturrecbts, en Werke I, 173.

73 J. S. DREY, Kurze Einleitung, 1-3.

CONCEPCIÓN DE LA TEOLOGÍA ENTONCES Y AHORA 41

caer en poder del hombre y convertirse en mera hechu­ra suya73. La idea de Dios que el hombre posee de manera innata y originaria sólo puede hacerse efectiva por medio de un conocimiento del mundo exterior74; y aun esta for­ma de conocimiento de Dios puede ser falseada antro­pológicamente; por eso hace falta una revelación históri­ca externa, que el hombre nunca pueda someter a su po­der 75. La idea originaria de Dios sólo puede hacerse real­mente efectiva mediante la primitiva tradición religiosa de la humanidad, en último término por Jesucristo76. Por tanto, la objetividad del conocimiento de Dios se garan­tiza por el lenguaje, la tradición y la sociedad.

J. A. Móhler expone más o menos las mismas ideas al enfrentarse con el tradicionalismo de L. Bautain77. J. E. Kuhn ha sido quien ha expuesto con mayor amplitud este punto de vista. También él parte de una idea de Dios que habita en el hombre y que no puede separarse del conocimiento experimental externo78-, esa idea de Dios es­tá arraigada en lo más profundo de la persona humana; por eso no sólo comprende el conocimiento moral; esa idea es una manera personal de conocimiento de la ver­dad 79. Sólo a la luz de esta idea de Dios, que precede al conocimiento iluminándolo, la experiencia externa se vuel­ve transparente remitiendo al Dios personal. Sólo puede conocerse la personalidad de Dios a la luz de la persona­lidad humana y a la luz de una decisión libre. A pesar de eso, este conocimiento de Dios sigue siendo un conoci­miento abstracto y sólo se vuelve un conocimiento claro

™ Ibid., 12; ID., Apologetik I, 121-124. 74 J. S. DREY, Apologetik, 123 s. 75 Ibid.; ID., Kurze Einleitung, 12. 76 J. S. DREY, Apologetik II , 1 s. 77 J. A. MÓHLER, Sendscbreiben an Herrn Bautain, en Gesammelie Schrif-

ten und Aufsátze II , 141-164. ™ J. E. KUHN, Katholische Dogmatik, 609 s, 619, 624 s. 78 Ibid., 612, 615 s, 680 s, 686 s.

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42 ORIGEN DEL PENSAR HISTÓRICO EN LA TEOLOGÍA

y concreto por la fe en Jesucristo; por consiguiente, la fe cristiana es la concretización y determinación de una fe racional general80. Una vez el hombre ha encontrado la fe en el Dios personal, entonces se detiene la rueda del eterno devenir, del movimiento y el devenir continuos81; también sólo entonces la libertad del hombre encuentra su descanso en la «idea del absoluto como Dios personal, co­mo amor infinito»82.

La problemática acerca de Dios de la escuela de Tu-binga, que aquí no hemos podido más que apuntar breve­mente, gira, como la de los demás idealistas tardíos (Wei-be, Sengler, J. H. Fichte), alrededor de la personalidad de Dios. Esta problemática, supuesta la historia del espíri­tu de la época moderna y la actual crisis sobre cómo ha­blar de Dios, tiene una enorme importancia en la actuali­dad. En el fondo los planteamientos de entonces llegaron mucho más lejos de lo que podían pensar aquellos teólo­gos y en ellos se indican pistas que hoy debemos seguir y prolongar para estar a la altura de la tarea histórica plan­teada a la teología actual.

El pensamiento occidental aparece determinado por dos posibilidades básicas: por una forma de pensamiento que parte del ser, de la esencia, de la naturaleza, de la realidad y para la cual la subsistencia, la autarquía del ser que existe en sí y para sí es lo más elevado que se puede pensar. La otra posibilidad de pensamiento está basada en la libertad, que se concibe como acción (Fichte), que es lo único que abre y libera el mundo. Por consiguiente, el

80 Ibid., 230, 232 s, 243, 258, 268, 536, 688. En el sentido de Kuhn esto no quiere decir que el cristianismo sea sólo lo especial en algo general. Más bien hay que entender lo dicho en el sentido de lo indicado antes sobre el con­cepto de la dialéctica por medio de la determinación. En sentido totalmente dis­tinto Cristo no es para Hegel la concretización de la idea de Dios, sino Dios mismo: cf. Religions-pbilosopbie I , 47 s.

81 J. E. KUHN, Katbolische Dogmatik, 598 s, 600, 691 s. 82 Ibid., 69. Para el planteamiento del problema en F. A. Staudenmaier

cf. Ph. WEINDEL, Das Verhaltnis von Glauben und Wissen in der Theologie Vtanz Antón Staudenmaiers, Dusseldorf 1940, 42-109, especialmente 104-109.

CONCEPCIÓN DE LA TEOLOGÍA ENTONCES Y AHORA 43

mundo no es un concepto cosmológico, sino histórico. En esta concepción, el hombre no posee la libertad como una propiedad, sino que él es su libertad83. La primera forma de pensamiento, que es muy antigua, corre el peligro de concebir a Dios sólo como el ser supremo, en sí mismo su­ficiente, como causa sui.

A un dios así el hombre no le puede adorar, ni ofrecer nada. Ante la causa sui el hombre no puede caer de rodillas lleno de espanto, ni tampoco ante ese dios puede danzar y tocar la música M.

En cambio la segunda forma de pensamiento ya está in­fluida por el cristianismo, pero, llevada hasta el extremo, termina por suprimir tanto la libertad de Dios como la del hombre.

Por tanto, propiamente sólo podemos contar con una forma de pensamiento que reúna en sí las dos posibili­dades expuestas: el ser en sí y la libertad. Esta unión se da en el concepto de persona85. Ahora bien, la personali­dad humana sólo existe en la interpersonalidad; la liber­tad no es ni una dimensión meramente objetiva, ni tam­poco significa una subjetividad autónoma, sino que consis­te en el acto de amor que da y que recibe. Este aconteci­miento de la libertad del amor en recíproca corresponden­cia sólo es posible donde se abre personalmente un reino y un ámbito de la libertad, donde la libertad representa la última razón y el horizonte supremo, donde se concibe to­do el mundo a la luz de la creadora y gratuita libertad de Dios M. Sólo entonces el pensamiento histórico llega a su

sa M. MÜLLER, Existenzphilosopbie, 160-183; J. B. METZ, Antropocentris-mo cristiano. Sobre la forma de pensamiento de Tomás de Aquino, Salamanca 1972, 78-84; ID., Theologie, en LThK X, M965, 65 s.

84 M. HEIDEGGER, Identitat und Di/ferenz, Pfullingen 1957, 70. 85 M. MÜLLER, Existenzphilosopbie, 179-183. 88 Parece que el pensamiento del Fichte más tardío va en esta dirección.

Ya claro en Die Bestimmug des Menschen (1800), en Werke I II , 344-415. Conti­nuado en Die Anweisung zum scligen Leben (1806), en o. c.

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'14 ORIGEN DEL PENSAR HISTÓRICO EN LA TEOLOGÍA

más extensa radicalidad, pero siendo a la vez trascendido, se afianza y se basa en la libertad de Dios, dueña de la his­toria. Ese «tú», en el que se nos abre la validez última de la libertad que se pierde y precisamente al hacerlo perma­nece, es Jesucristo. Sólo en él se da al pensamiento creyente la certeza y seguridad de concebir con esa claridad toda la realidad como historia de la libertad entre Dios y el hombre. Sólo en la autoanulación de Cristo hasta la muer­te aparece la total radicalidad de la libertad de la entrega de Dios, en la que a la vez es liberada nuestra libertad pa­ra sí misma. Por tanto, como tercer camino junto a la re­ducción antropológica y cosmológica del cristianismo, se insinúa una «teología teológica», que parte de la confe­sión «Dios es el amor» (1 Jn 4, 8)87. En esta frase se in­cluyen ambas cosas: que ese amor se ha hecho aconteci­miento en Jesucristo y que, precisamente en ese aconte­cimiento, Dios ha manifestado que él «es» el amor.

En esta perspectiva ya no hace falta entender la eter­nidad de Dios como una cualidad negativa, como la caren­cia de tiempo y de historia, que excluye toda potenciali­dad, todo poder ser que se desarrolla en el tiempo; ahora puede significar señorío y dominio del tiempo y de la his­toria, un ser-poder (Nicolás de Cusa), por tanto absoluta libertad, la única que posibilita y concede graciosamente el poder-ser histórico88.

Con esto se indica un horizonte de pensamiento teo­lógico, que concibe en último término la teología como reductio in mysterium (E. Przywara). Esta reductio in mys-terium no es un deductio e mysterio, como la intentada por el idealismo alemán, que en realidad destruye el mis­terio. Cuando se acepta este misterio como el abismo de la libertad autónoma y espontánea de Dios, soporte de

87 H. U. VON BALTHASAR, Sólo el amor es digno de je, Salamanca, 1971. 88 El pensamiento del Schelling tardío va en esa dirección: cf. W. KASPER,

Das Absolute in der Geschichte, 209-215.

CONCEPCIÓN DE LA TEOLOGÍA ENTONCES Y AHORA 45

todo, entonces la teología sólo puede consistir en escuchar primeramente el hablar y actuar históricos de Dios y lue­go integrarlos en ese misterio único. La teología, igual que Moisés (Ex 33, 23) sólo conoce los posteriora Dei; no pro­cede de una manera apriorística, sino a posteriori, pero de tal manera que experimenta in factum el misterio (Agus­tín). Esto es lo que la constituye en theologia crucis a di­ferencia de theologia gloriae89.

Con esto se ha cerrado el círculo: hemos partido de la historicidad de la teología para volver al final de nuevo a ella. Pero en nuestro camino el concepto de lo histó­rico se nos ha manifestado en las dimensiones más diver­sas. Teología histórica significa mucho más que teología positiva de hechos y arqueologismo histórico.

El contenido de la teología cristiana es la conciencia de Dios, tal como se ha desarrollado y presentado por la revelación en Cristo, en su conexión con las revelaciones del antiguo testa­mento. Por consiguiente, en la religión cristiana lo positivo es la revelación divina. Lo que aquí se nos presenta como deter­minante para la religión no es ni una individualidad humana ni ninguna nacionalidad; por eso no podemos poner la reli­gión cristiana dentro de la serie de religiones determinadas, pues ser determinado equivale a ser determinado finita o hu­manamente. Ahora bien, la religión cristiana está determinada por Dios, y precisamente es ésta determinación divina la que, a diferencia de toda determinación humana, llamamos lo positivo 90.

No nos es posible exponer aquí en detalle las catego­rías teológicas, que se pueden desarrollar a partir de lo

80 M. LUTHER, Heidelberger Disputation (1518), en Wa 1, 354: «Non ille digne theologus dicitur, qui invisibilia Dei per ea, quae facta sunt, intellecta conspicit, sed qui visibilia et posteriora Dei per passiones et crucem conspecta intelligit». Sin embargo, según los teólogos de Tubinga, una teología de la cruz rectamente entendida no excluye la teología de la creación, sino que más bien la manifiesta de nuevo plenamente.

80 F. A. STAUDENMAIER, Enzyklopádie, 12 s.

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46 ORIGEN DEL PENSAR HISTÓRICO EN LA TEOLOGÍA

expuesto. Si lo pudiéramos hacer, quedaría patente que la teología de entonces sigue teniendo una permanente ac­tualidad y que representa también una tarea que debemos continuar y prolongar de una manera creativa.

II Situación actual de la fe

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2

POSIBILIDADES DE LA EXPERIENCIA DE DIOS

EN LA ACTUALIDAD *

i

EL PROBLEMA DE LA EXPERIENCIA EN LA TEOLOGÍA ACTUAL

Una serie de investigaciones sociopastorales, realiza­das últimamente, han puesto de relieve que entre lo que se enseña oficialmente como la fe de la iglesia y lo que de hecho se cree, existe una discrepancia casi alarmante. Sin duda sería demasiado simple y precipitado querer explicar esa discrepancia apelando simplemente a una deficiente información en cuestiones de fe o fallos morales en la rea­lización concreta de la misma fe. Resulta demasiado fá­cil y superficial hablar en seguida de un espíritu de falta de fe que se estaría infiltrando también en la iglesia, de una callada apostasía y de un cristianismo que roza el lí­mite de la ortodoxia. Sin duda también existe esto en la iglesia, pero el problema propiamente tal se encuentra a un nivel más profundo y es más amplio. No se trata sólo de una imposibilidad e incapacidad intelectual sino tam­bién vital y práctica, de compaginar la doctrina oficial de

* Publicado por primera vez en: Geist und Leben 42 (1969) 329-349. Se han añadido nuevas notas.

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50 SITUACIÓN ACTUAL DE LA FE

la fe con la experiencia humana y cotidiana de la realidad. Se trata de una imposibilidad existencial de comprender y llevar a la práctica una comprensión de la fe, que se ta­cha de «clerical».

Es corriente calificar esta crisis en la iglesia como cri­sis de autoridad. Sin embargo, esta calificación supone un quedarse en los fenómenos y síntomas superficiales sin llegar a la raíz del problema. La concepción jerárquica de la iglesia está basada en una determinada concepción je­rárquica de toda la realidad. Esto se ve con especial clari­dad en Dionisio Areopagita que a finales del siglo v intro­dujo en la eclesiología el concepto de jerarquía a partir de la doctrina neoplatónica de las emanaciones. Así durante mucho tiempo se entendió la jerarquía eclesiástica como una imagen y representación del orden jerárquico de la realidad, cuya culminación es Dios. Ahora bien, más ade­lante, la crisis o el final de esta concepción de la realidad jerárquicamente escalonada trajo necesariamente consigo la crisis de la comprensión jerárquica del ministerio en la iglesia. Esto significa que la crisis actual intraeclesial no puede solucionarse apelando a la obediencia o con postu­lados democráticos; en último término se trata de una nueva orientación fundamental de la fe en un mundo hu­mano que ha cambiado vital y experiencialmente. El pro­blema propiamente tal está en cómo encontrar de una ma­nera nueva desde nuestra realidad experiencial, el acceso a un hablar de Dios, que sea humanamente realizable, com­prensible y responsable. Sólo entonces podría fundamen­tarse una autoridad eclesial en forma sensata y razonable.

De hecho donde más clara y perentoriamente aparece esta discrepancia entre la doctrina y la experiencia de la fe es en relación con el problema de Dios. No nos referi­mos primordialmente a la llamada teología radical, que tanto revuelo está armando actualmente; esta teología con­sidera el hablar de Dios como algo pasado, condicionado

POSIBILIDADES DE LA EXPERIENCIA DE DIOS 5 1

históricamente por una determinada concepción del mun­do, que hoy como tantas otras cosas tendríamos decidida­mente que desmitologizar para volver a recuperar así lo propio y específicamente cristiano. En el fondo esta pro­blemática teológica sólo es la consecuencia de una crisis mucho más fundamental en la misma conciencia de la fe. En la actualidad, la palabra Dios se ha convertido para muchos en un término vacío, que ya no afecta a la reali­dad en la que viven, ni tiene sitio en su contexto experien­cial. Todos sentimos actualmente esta experiencia de la ausencia de Dios. Parece que nuestro hablar de Dios y todavía más nuestros intentos de hablar con él, se pierden en el vacío. Hoy, ateos y creyentes coinciden y compar­ten en gran parte esta experiencia, aunque la interpretan de manera distinta. Por consiguiente, no se trata de nin­guna manera del ateísmo de los otros, de una cuestión fronteriza relacionada con la filosofía o la ciencia moder­nas; se trata de una cuestión que ha surgido en la misma iglesia, se trata del ateísmo de nuestro propio corazón. Por esta pérdida de*la experiencia de Dios, la palabra Dios co­rre el peligro de convertirse en una pálida abstracción o en una mera superestructura ideológica, estando expuesta a todo abuso ideológico. Esto hace que la cuestión acerca de la relación de fe y experiencia sea actualmente un pro­blema extraordinariamente urgente, en el que se decide la verdadera actualización de la iglesia y de su fe.

La base de esta crisis consiste en que actualmente nos enfrentamos con un mundo que experimentamos de ma­nera cualitativamente distinta a como lo experimentába­mos antes. Este mundo ya no es para nosotros aquel mun­do luminoso, lleno de lo divino, en el que se entremezcla­ban lo humano y lo divino. Tampoco es ya aquel cosmos perfectamente ordenado, donde todo, incluso Dios, tiene su puesto fijo y en el que todo, según los diversos órdenes del ser jerárquicamente escalonados, refleja a Dios. Tampo-

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52 SITUACIÓN ACTUAL DE LA FE

co es ya un orden, que existe desde los tiempos primeros, sancionado por Dios y que hay que respetar y guardar. No­sotros los vemos, más bien, como un mundo que se nos ha dado y entregado, como el solar y el material para nuestra acción histórica, sólo a través de la cual crearemos un orden humano. Por eso, en este mundo que se va haciendo históri­camente no encontramos tanto las huellas de Dios como las nuestras. Consideramos este mundo con más sobrie­dad y objetividad, según sus leyes inmanentes tanto na­turales, como socio-políticas y antropológicas. En una pa­labra: se trata de un mundo plena y totalmente mundano no de un cosmos armónico, pero estático, sino de un mundo que se va construyendo históricamente. En este mun­do a primera vista no aparece Dios, no podemos apelar inmediatamente a él ni en nuestro conocimiento científi­co del mundo, ni en nuestra praxis transformadora de ese mismo mundo, pues en ambos casos resultaría sospecho­so y poco honrado. Ahora bien, con esto Dios queda ex­cluido del ámbito de nuestra experiencia humana. La rea­lidad de Dios se ha ido volatilizando cada vez más para el hombre.

La teología hasta ahora ha respondido de diversas for­mas a esta situación de distanciamiento entre la experien­cia humana y la fe en Dios. En parte reaccionó apologéti­camente, intentando meter a Dios en las brechas y lími­tes de nuestro conocimiento mundano y de nuestro po­der práctico. De esta manera la teología a lo largo de la época moderna se ha visto envuelta en una retirada no precisamente honrosa, teniendo que reconocer al final que un dios tapaagujeros en el fondo no sería dios, sino un miserable ídolo, proyección de deseos y satisfacción sus-titutiva del hombre. Por eso en general hoy se ha abando­nado esta tendencia apologética.

En la actualidad generalmente se intenta responder a esta cuestión de una manera bíblica y dogmática, afir-

POSIBILIDADES DE LA EXPERIENCIA DE DIOS 53

inundo que la realidad de Dios supera fundamentalmente rl ámbito de la experiencia humana. Dios es el totalmen-le otro, el que está más allá, el misterioso, el oculto; el conocerle consiste en un reconocerle personalmente, en un contacto existencial, en la decisión personal; el cono-icrle no es una deducción, sino una decisión, en último i crimno, el don sobrenatural gratuito de la fe. Todo esto os teológicamente verdad, pero no es toda la verdad. Aquí l¡i discrepancia fáctica entre fe y experiencia se convierte cu diferencia fundamental y casi se canoniza dogmática­mente la separación entre realidad de fe y realidad de vida. Actualmente parecen estar muy extendidas estas ten­dencias fideístas y esta concepción positiva de la revela­ción. Esta tendencia sin embargo no parece tener en cuen­ta que la fe pretende ser también un acto plena y total­mente humano, del que hay que responder humanamente, si es que no debe ser algo casi inmoral. Además la fe reivindica para sí una exigencia universal no pudiendo limi­tarla a la interioridad personal privada y en el fondo arbitra­ria. Por eso, a partir de la comprensión misma de la fe tiene que haber conexión entre nuestra experiencia existencial y la realidad de la fe. De otra manera la fe corre el riesgo de convertirse en una ideología, no siendo entonces nada más que la aprobación, el complemento solemne y la ra­zón de consuelo y de justificación del mundo existente. Ahora bien, cuando se intenta evitar, como en la teología de escuela, este fideísmo en último término ideológica­mente conservador, esforzándose por dar las llamadas pruebas de Dios, comúnmente todo se queda en una abs­tracción conceptual falta de experiencia, construyendo en gran parte fórmulas vacías de contenido. Ideas sin expe­riencias son, según la conocida afirmación de Kant, fór­mulas vacías; sin una base experimental les falta la fuerza vital y de convicción.

Una tercera forma de reacción teológica a esta sitúa-

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ción de alejamiento creciente entre fe y experiencia ha hecho suya esa idea anterior; se trata de la conocida teo­logía de la muerte de Dios. Sin embargo, también esta tendencia se sale del plano de la experiencia de la ausen­cia de Dios prefiriendo una conclusión e interpretación bá­sicas, no dadas inmediatamente en la experiencia, es decir, la afirmación de que Dios está muerto. Ahora bien, con ello se vuelve a hacer de otra manera y por segunda vez una ideología de nuestra actual situación social. Las teo­logías extremas de la secularización, en el fondo, represen­tan algo así como una religión natural de nuestra socie­dad moderna. Si se incardina la fe de esta manera inme­diata en la realidad experiencial actual, nivelándola con ella, si distintas palabras teñidas de un cierto misticismo sólo pueden decir lo mismo que ya dicen también todos los demás, entonces en realidad la fe no se ha actuali­zado, sino se ha vuelto sumamente inactual y totalmente superflua. Si la palabra de Dios debe tener todavía algún sentido, entonces tiene que decir «algo», que no se nos dé inmediatamente con la realidad humana, el mundo y la historia.

En estas tres formas de reacción teológica a la situa­ción moderna, se echa de menos una reflexión fundamen­tal y a fondo sobre la relación entre fe y experiencia. Por eso terminan o en una ingenua equiparación, o en una radical contraposición de ambas dimensiones. La aclara­ción básica y radical de la relación entre fe y experiencia constituye una de las tareas decisivas de la teología ac­tual, como también, antes de dar una interpretación de las afirmaciones de la escritura y de la tradición sobre Dios, la recuperación de la dimensión experiencial, en cuyo marco resulta inteligible y significativo hablar de Dios. Siendo plenamente conscientes de que se trata de cuestiones teológicas previas y no pertenecientes todavía al campo propio de la teología, sin embargo actualmente

POSIBILIDADES DE LA EXPERIENCIA DE DIOS 55

hay que poner en primer término estas cuestiones teoló-gico-fundamentales y hermenéuticas. Hacer teología con sentido histórico significa volver hoy de nuevo de una manera crítica sobre planteamientos de problemas del si­glo xix. El problema de la experiencia fue ciertamente un problema muy central tanto en la teología liberal por parte protestante, como en la teología modernista por par­te católica; por desgracia en la primera mitad de nuestro siglo ese problema quedó sin resolver. Tanto la teología dialéctica como la neoescolástica lo descuidaron en favor de un sobrenaturalismo y de un positivismo bíblico-dog-mático unilaterales. Naturalmente en la actualidad sólo podemos empalmar con la problemática de entonces de una manera crítica y con independencia creadora, pues no estamos tratando en primer término de los proble­mas de entonces, sino de los de hoy.

II

CONCEPTO Y FORMA DE EXPERIENCIA

Al plantear el tema fe y experiencia o más concreta­mente Dios y experiencia, parece a primera vista que el pri­mer término, Dios, es lo desconocido, mientras que el segundo resultaría más o menos claro. Sin embargo, bas­taría hojear superficialmente cualquier diccionario filo­sófico, para convencerse de que esto no es así. El concep­to de experiencia es uno de los conceptos filosóficos más oscuros. Naturalmente aquí no podemos hacer una am­plia exposición de este concepto; vamos a contentarnos con hacer algunas reflexiones, importantes para nuestro tema.

Quizá resulte iluminador empezar indicando tipos de experiencia a los que no nos referimos aquí. No es una ex­periencia interna de Dios, vivencial y afectiva, ni tam-

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56 SITUACIÓN ACTUAL DE LA FE

poco nos referimos a experiencias místicas u ocultas. Tampoco hablamos de la experiencia religiosa, tal como suele tratarse en la fenomenología y psicología de la re­ligión, es decir, la experiencia de lo santo y numinoso, sentido como algo poderoso. Esto hace ver que nuestro planteamiento se diferencia de la teología de la expe­riencia, que surgió siguiendo a Schleiermacher y que in­fluyó en el modernismo. Por último, tampoco nos refe­rimos ahora inmediatamente a lo que suele llamarse ex­periencia ontológica y trascendental. No negamos que todo esto se da, pero no es de lo que vamos a tratar. Nos referimos simple y llanamente a la forma de descu­brir nuestra realidad, a cómo estamos en el mundo y el mundo está en nosotros. Se trata de ver cómo se puede experimentar a Dios, por lo menos sus huellas, en esta experiencia actual del mundo.

Partimos por tanto de la significación fundamental etimológica de la palabra experiencia: conocer una cosa a través de una relación con ella1. Esto supone no sólo un conocimiento teórico, extraído de los libros, sino un conocimiento práctico, adquirido en el trato con cosas y personas. En este sentido, experiencia equivale a ensa­yar, a probar. Martín Lutero escribió unas frases muy significativas en este sentido:

En el refranero alemán se dice de un médico joven que nece­sitará un nuevo cementerio; de un joven jurista, que lo enreda todo en pleitos; de un joven teólogo, que llena el infierno de almas. Pues todos ellos quieren arreglarlo todo según reglas y leyes, y sin experiencia, única que da inteligencia; por eso se equivocan con perjuicio de personas y de cosas 2.

Este concepto de experiencia filosóficamente no es tan simple como podría parecer a primera vista. También Aristóteles distingue la experiencia de la mera percep-

1 Cf. L. RICHTER, Erfahrung, en RGG II, "1958, 55. * Wa 42, 505.

POSIBILIDADES DE LA EXPERIENCIA DE DIOS 57

don sensible individual, entendiéndola como la síntesis de muchas percepciones y recuerdos de casos semejantes, síntesis en la que se retiene lo común en una imagen es­quemática3. Es una primera síntesis de nuestras percep­ciones, todavía no explícitamente refleja. Su unidad in­terna está todavía oculta al sujeto reflexivo; nuestro ser experimental sólo conoce el qué, pero no el porqué; to­davía no tiene ningún conocimiento de las razones intrín­secas 4. Pero precisamente por no haber sido todavía ve­llida «por la palidez del pensamiento», esa presencia in­mediata de la realidad en la experiencia constituye una especie de suma certeza y de evidencia incontestable, contra lo que la mayoría de las veces puede poco el pen­samiento, más vacilante por su sentido crítico.

La experiencia incluye también, junto al elemento objetivo, un factor subjetivo, siendo como Kant especial­mente constató, una síntesis que hace el hombre de su Hato con la realidad5. La experiencia es ya una manera humana de entender la realidad. No es por tanto un acon­tecimiento en el que el hombre sólo interiorice apática y pasivamente, sino que incluye un elemento subjetivo y acti­vo. Por eso sólo tenemos auténtica experiencia en el contac­to práctico con la realidad, cuando sentimos la resisten­cia de la realidad. Uno tiene experiencias cuando «se rompe los cuernos». En esta experiencia hombre y mun­do se transforman mutua y recíprocamente; por eso expe­riencia y praxis van fundamentalmente unidas.

Ahora bien, no tenemos esta experiencia como su­jetos particulares y asilados, sino que es esencial a la experiencia una dimensión social6. A través de la socie-

3 Met. 980 b. 4 Met. 981 a. 5 I. KANT, Kritik der reinen Vernunft, B VII, 1 s, 244; Vrolegomena zu

jeder künftigen Metapbysik, § 20. 6 Cf. especialmente K. MARX, Tesis sobre Feuerbach, en Antología de

Marx, editado por E. Tierno Galván, 1972, 105-112.

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58 SITUACIÓN ACTUAL DE LA FE

dad en la que estamos insertos se nos dan de antemano determinados modelos de experiencia, especialmente en el lenguaje, que fundamentalmente representan el recuerdo de una vieja experiencia milenaria. Por ella incardina-mos en seguida cada nueva experiencia en conjuntos más amplios. En este sentido la experiencia nunca es algo in­dependiente y autónomo, sino sólo es posible en el mar­co de la tradición. Pero finalmente es esencial a la expe­riencia su continua apertura: siempre puede ser desbara­tada y cuestionada por nuevas experiencias. La experien­cia se mueve en una trayectoria de esbozo, experiencia y crítica de ese esbozo. Una persona experimentada es la que conoce esta no rotundidad y limitación fundamental de la experiencia; no en vano la afirmación de que un hombre ha tenido sus experiencias va acompañada la mayoría de las veces de un tono escéptico y crítico, si no resignado. La experiencia encierra siempre un elemento negativo. Siempre es también decepción de expectativas, resultantes de la experiencia anterior; pero como contra­partida contiene a la vez la verdad sobre esa experiencia anterior, que no se deja simplemente de lado como algo sin valor, sino es «asumida» e incorporada en la nueva experiencia7. Resumiendo podemos decir que la expe­riencia es el horizonte, anterior a la reflexión, y la totali­dad de todo aquello constituido por nuestro encuentro con el mundo y por la manera cómo el mundo nos sa­le al encuentro. Es la forma histórica que tenemos cada uno prácticamente de poseer el mundo y de comprender la realidad.

La forma de experimentar la realidad varía y cambia históricamente. Hoy vemos el mundo de una forma cua-

7 Cf. G. W. F. HEGEL, Pbánomenologie des Geistes, ed. Hoffmeister, 67-69, 73 s; H. G. GADAMER, Wahrheit und Methode. Grundzüge einer philosophi-schen Hermeneutik, Tübingen s1965, 329-344; Th. W. ADORNO, Drei Studien zu Hegel, Frankfurt a. M. 31969, 69-104.

POSIBILIDADES DE LA EXPERIENCIA DE DIOS 59

luativamente distinta a como lo veía el hombre mítico o niiliguo y el de la edad media. Nuestra manera de expe­lí mentar hoy la realidad está profundamente determina­da por las ciencias físicas y naturales y por la técnica; no en vano las consideran simplemente como ciencias expe­rimentales. La forma de experienciar el mundo, propia de estas ciencias, ha marcado y fascinado de tal manera a la mayoría de las personas que les dificulta conside-rnblemente otras formas de experiencia, especialmente l¡i experiencia de Dios. Por consiguiente si, conforme n nuestro planteamiento, tenemos que procurar descu­brir la posibilidad de la actual experiencia de Dios, nues­tro punto de partida ha de ser esta forma técnico-cientí­fica de experimentar la realidad. No puede uno entonces contentarse teológicamente con la banal y en el fondo natural constatación de que no es posible encontrar a Dios en el plano de los hechos científico-naturales, por­que Dios no es un hecho más, que se puede constatar, obser­var y medir. Todo intento apologético dirigido a probar y defender un Dios en el plano de lo sensible y material está de antemano condenado al fracaso. Es evidente que aquí no podemos tratar de eso. Pero lo que queremos decir es que teológicamente no se puede proceder con tanta ligereza y dejar a un lado negativa y simplemente un campo tan importante de la realidad y de la experien­cia, aunque se conceda hoy generosamente pleno dere­cho y autonomía al campo de las ciencias y de la técnica. Procediendo así sólo se logra caer ineludiblemente en esa discrepancia inadmisible entre fe y experiencia. Por eso hay que penetrar en los presupuestos internos y en los impulsos humanos de este tipo de experiencia del mun­do, y desde ellos tratar de dar algún paso más. Muchos científicos, conscientes de los presupuestos de su ciencia, pueden atestiguar que esto no es una mera ilusión teoló­gica objetivamente inútil.

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No puede decirse que la experiencia científico-natu­ral propiamente tal sea puramente objetiva en el sentido de que refleje la realidad tal como es en sí8. Por el con­trario el científico obliga en cierto modo a la naturaleza a responder a las preguntas que él le hace; en el experi­mento pone a la naturaleza en condiciones perfectamente determinadas, pensadas por él y por consiguiente tam­bién controlables por él, «sin duda para aprender de la naturaleza, pero no como lo hace un escolar que sólo repite lo que le dice el maestro, sino como un juez en ejercicio, que obliga a los testigos a responder a las pre­guntas que él les hace» 9. Según esto, la exactitud y veri-ficabilidad de los conocimientos científicos se limita de an­temano a unos aspectos determinados, prescindiendo de los demás, porque «la razón sólo comprende lo que ella misma causa según sus esquemas» 10. Los descubrimientos de la teo­ría de los cuantos y la interpretación de ella hecha por Ko-penhagen aceleraron este carácter y manera de proceder del conocimiento científico-natural. De aquí se sigue que todo conocimiento científico-natural comprende un deter­minado interés intelectual del individuo y de la sociedad en la que ese individuo vive, existiendo una estre­cha unión entre conocimiento e interés. Esto supuesto, el positivismo aparece como la ideología de unos inte­reses sociales correspondientes, como una ideología de la realidad que existe de hecho. Cuando no está abierto a una reflexión y fundamentación autocrítica, se convierte en una fe positivística de carbonero; pero cuando intenta reflexionar sobre sí mismo y buscar una fundamentación, entonces ya ha superado críticamente su propio plantea­miento básico positivista n .

8 Para lo siguiente J. MOLTMANN, La teología en el mundo de las ciencias modernas, en Esperanza y planificación del futuro, Salamanca 1971, 449-481.

» I. KANT, Kritik der reinen Vernunft, B XIII. 10 Ibid. u Cf. J. HABERMAS, Tecbnik und Wissenschaft ais «Ideologie», Frankfurt

a. M. «1969, 48-103.

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En la actualidad además, esa superación no sólo viene exigida por los presupuestos, sino también por las con­secuencias del pensamiento científico-natural y técnico. Kstas consecuencias representan hoy una parte importan­te de nuestra experiencia de la realidad. A la vista de las posibilidades y peligros que la técnica trae consigo, hoy no podemos permitirnos la misma confianza de creer que sus consecuencias, en razón de las leyes naturales, van a regularse y equilibrarse, en cierto modo, automática­mente. No hay que pensar sólo en los peligros de las armas nucleares; pensemos también en las posibilidades de manipular al hombre. Entonces, la consideración de de las posibles consecuencias de la ciencia y de la técnica, nos plantea problemas eminentemente éticos, ideológicos, o mejor dicho, espirituales, que una vez más no pueden resolver esas ciencias con sus propios métodos, ya que su forma de pensar y de actuar sólo tiene lugar allí donde se trata de relaciones de medio a fin. Ahora bien, los problemas humanos y sociales no se pueden reducir a meros problemas de planificación.

Este método no puede llegar a aquellos campos en que se trata de decidir sobre la preferencia de las distin­tas metas posibles, cuando se trata de reflexionar crítica­mente sobre los intereses que se persiguen con los me­dios técnicos. Por consiguiente, las experiencias científi­cas y técnicas nos obligan a preguntas ulteriores. Precisa­mente en este punto, cuando está en juego el interés del hombre, es donde tiene su sentido el diálogo teológico, que no puede intervenir en los mismos problemas inma­nentes de las ciencias naturales, pero que se siente inter­pelado cuando se trata de los presupuestos y consecuen­cias espirituales y sociales de esas ciencias.

Pero antes de hablar de esto, tenemos que examinar más detenidamente el segundo campo de la experiencia que acabamos de alcanzar. Según el neokantismo y sobre

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todo desde W. Dilthey, se le suele llamar campo de las ciencias del espíritu n para diferenciarlo del de las cien­cias naturales. Esta denominación se presta a equívocos. Por lo menos en la concepción de Dilthey no significa una historia puramente espiritual que transcurra paralelamen­te a la historia política y económica. No se trata de una dimensión de la experiencia, que existen distinta y sepa­radamente de aquella otra, de la que hemos hablado an­tes, sino de una dimensión más profunda en ese campo antes citado. Se trata de la dimensión del sentido, implí­citamente presente. Más concretamente, las ciencias del espíritu no tratan de explicar la naturaleza, sino de com­prender las manifestaciones espirituales y humanas que se muestran en ella. Hay que entenderlas como posibili­dades que tiene el hombre de concebirse a sí mismo y de comportarse razonable y responsablemente en su mundo. La rica tradición de la anterior experiencia humana de la realidad y su interpretación crítica nos ofrece criterios y posibilidades para configurar nuestro mundo y vivir en él de una manera digna, libre y responsable.

En esa tradición experiencial de la humanidad encon­tramos también el tema de Dios, que nos sale al paso como una posibilidad pasada y presente de entenderse y acreditarse el hombre a sí mismo y al mundo. Por tan­to el hablar de Dios es algo que encontramos histórica­mente en nuestra tradición como una posibilidad de ex­periencia humana. El que un hombre alguna vez pudiera llegar a la idea de Dios por sí mismo, en cierta manera como sujeto aislado, Robinson Crusoe perdido en una isla, es una cuestión puramente teórica y en último tér­mino imposible de responder. El hecho es que no nos he-

12 W. DILTHEY, Einleitung in die Geisteswissenschaften, en Gesammelte Schriften I, Stuttgart-Gottingen 1959; E. ROTHAKER, Einleitung in die Geiste­swissenschaften, Tübingen 21930; ID., Logik und Systematik der Geisteswissen­schaften, Bonn 31948; O. F. BOLLNCW, Die Methode der Geisteswissenschaften, Mainz 1950.

POSIBILIDADES DE LA EXPERIENCIA DE DIOS 63

mos inventado el hablar de Dios, sino que nos lo encon­tramos como testimonio de una experiencia; este testimo­nio no nos obliga, pero sí nos reta y desafía. Como ese testimonio es origen y fundamento de toda nuestra cul­tura y como actualmente todavía representa un conside­rable poder social, nadie que quiera proceder y actuar responsablemente en esta sociedad, puede eludir el en­frentarse con esa tradición. Podemos preguntarnos por tanto qué clase de experiencia es ésa, la que hace refe­rencia, apela y quiere abrirnos la palabra de Dios. ¿Cuál es el contexto experiencial en el que encontramos la pa­labra Dios y en el que esa palabra tiene un sentido y significación?

Al afrontar esta cuestión, entramos en una tercera y última dimensión de la experiencia. Siempre encontramos la palabra de Dios, empleada significativamente, cuando se plantea el sentido de la totalidad de la existencia humana y del mundo. Sólo puede hablarse de Dios al poner en cuestión toda la realidad13. Actualmente muchas personas ignoran esta dimensión de la experiencia, porque una auto-limitación de sus exigencias espirituales o una fascinación por la técnica les tiene tan fijados al aquí y ahora concre­tos que, al menos conscientemente, ya no se preguntan por el sentido de toda la realidad. Sin embargo, el mismo L. "Wittgenstein ha reconocido que, aunque se hubieran resuelto todas las cuestiones científicas posibles, con ello todavía no habríamos tocado nuestros problemas vitales14. No es verdad que el hombre de hoy, aunque así lo afirme a menudo equivocadamente, en lo referente a estos pro­blemas vitales, viva y actúe contando sólo con una ciencia objetiva de los hechos. En las situaciones decisivas de su vida, en la confianza humana, en la amistad y en el amor,

13 Cf. K. RAHNER, Meditation über das Wort «Go«», en Wer ist das eigentüch-Gott?, editado por H. J. Schultz, München 1969, 17-20.

" L. WITTGENSTEIN, Tractatus logico-philosophicus, Madrid 1973.

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y también en la enfermedad, en el fracaso y frente a la muerte, se le plantea casi inevitablemente la cuestión; pero en su conducta práctica tiene que responderla de una u otra forma. Es más, en su conducta práctica ya la ha respondido también de alguna forma y con ello ha tenido experiencias de sentido, aunque no de un modo reflejo. Por consiguiente, toda persona configura de hecho su vida conforme a un plan de sentido global. En las situaciones decisivas de la vida ya no está en juego únicamente esto o aquello, sino nosotros mismos, el valor del ser humano total en el mundo y con el mundo.

El sentido 15 por tanto es el modelo, el plan de toda nuestra vida, que naturalmente no puede darse sin el mun­do en el que vive. Cuando los hombres buscan la felicidad, la vida, el amor, la esperanza, la confianza, el éxito, el poder, etc., en el fondo están preguntando por este sen­tido, pues en todas esas cosas se busca que la vida como conjunto salga bien, sea algo acabado, razonable y pleno. Un hombre que no encuentre esta realización se sentirá vacío y solo, enfermará, pudiendo llegar hasta las neurosis más graves. La búsqueda de diversiones, el ansia ambiciosa de éxito o las revueltas más destructivas no son a menudo sino intentos desesperados de huir de esta falta de sentido. Sólo la experiencia de sentido puede hacer que el hombre se acepte a sí y a los demás, y que se reconcilie con la reali­dad. Sólo en y por experiencias de sentido llega el hombre a la plenitud y salvación de su existencia. Ese sentido, experimentado y realizado, constituiría en último término la salvación del hombre. De hecho nos vivenciamos a nos­otros y al mundo de muchas y diversas maneras en un

15 Pata la idea «sentido» vet especialmente R. LAUTH, Zar Frage nacb dem Sinn des Daseins, München 1953; H. REINER, Der Sinn unseres Daseins, Tü-bíngen 21964; B. WELTE, Auf der Spur des Ewigett, Fteibutg i. Br. 1965, espe­cialmente 18-24; M. MÜLLEE, tsber Sinn und Sitingefdhrdung des menschlichen Daseins: PhJ 74 (1966-1967) 1-29; J. SPLETT, Sinn, en Sacramentum mundi IV (1969), 546-557 (bibliogtafía).

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estado de no-salvación, inaceptabilidad e irreconciliación. Mundo y hombre se encuentran en un estado de aliena­ción, disociación y desintegración. No palpamos ni experi­mentamos en ninguna parte un sentido total y universal del todo, amplio y sin lagunas. Sin embargo, sí tenemos experiencias singulares de sentido; las tenemos por ejem­plo en un buen encuentro con otras personas, en nuestra conciencia después de una buena acción desinteresada, en el encuentro con obras de arte o en el éxito de nuestro propio trabajo. En tales experiencias sentimos algo así como que la vida y el mundo no pueden ser simplemente algo sin sentido y sin valor. Estas experiencias se convier­ten por tanto para nosotros en signos y símbolos de qué es lo que pasa en general con la realidad. En estas situa­ciones, la totalidad se condensa en una situación concreta. Precisamente llamamos sentido a esta convergencia de lo total y de lo particular, de lo ideal y lo real, del ser y de lo que es.

En la experiencia de tales huellas y signos de un sen­tido universal tocamos una dimensión de la experiencia que no puede optarse en la forma de la ciencia particular. Aquí fracasa toda ciencia meramente probativa. Aquí expe­rimenta el hombre que se trasciende a sí mismo hacia un infinito (B. Pascal)16, que ya está más allá de todo lo pal­pable objetivamente y se abre a una apertura ilimitada. Sólo se puede tener esta experiencia de sentido, cuando uno está dispuesto a aceptar esta apertura y confiarse en ella. Sólo puede tener esta experiencia en la acción llena de sentido; hay que atreverse a esta experiencia de sentido para experimentarla.

Cuando se trata del sentido de toda la realidad, a su manera también «cree» el incrédulo; también la incredu­lidad toma una decisión por un sentido completamente

B. PASCAL, Über die Religión (Pensées), Hambutg «1963, § 434.

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determinado, decisión que nunca puede lograr completa­mente por un saber objetivo a base de pruebas. Por con­siguiente, la controversia entre fe e incredulidad no con­siste de ninguna manera en la oposición entre la mera ciencia y una decisión «adicional» de fe; en último tér­mino lo que se contraponen son dos decisiones, dos tipos de fe. Sea cual fuere la decisión que se tome, sólo por este arriesgarse a lo total y último el hombre llega a su misma esencia. Si no cree de ninguna manera, entonces pierde y desperdicia su vida. Si faltara esta pregunta sobre la totali­dad, el hombre habría quedado reducido a un animal ingenioso ".

Si se tiene en cuenta este contexto, en el que se habla de Dios, entonces se advierte la extraña confusión de fronteras que existe hoy entre un ateísmo comprometido y el teísmo. Es común a ambos el preguntarse sobre el sentido último del ser humano y de su mundo; por consi­guiente, ambos están en el mismo lado de la frontera frente al positivismo, que representa una peligrosa ame­naza para la humanidad del hombre; en una sociedad de consumo «unidimensional», ambos defienden las verdade­ras exigencias del hombre, si es que la vida del hombre no debe terminar en un desierto de indiferencia y bana­lidad. Ante las múltiples amenazas de lo humano, ateos y teístas, cristianos y marxistas, están obligados ineludible­mente al diálogo y a la cooperación. Ahora bien, diálogo y cooperación no pueden significar precisamente que se excluya la cuestión de Dios como algo secundario, pues justamente al plantearse los dos esta cuestión y respon­derla de manera diversa ambos prestan un servicio al hom­bre y a su libertad. Por eso el objeto de la continua con­troversia entre ateos y teístas no es la existencia o no existencia de cielos e infiernos profundos, sino este mundo

17 Cf. K. RAHNEE, Meditation über das Wort «Goít», 18.

POSIBILIDADES DE LA EXPERIENCIA DE DIOS 67

del hombre, su sentido y su meta, su ser total y su salva­ción mediante la superación de todas las alienaciones todavía existentes. En cualquier caso, merece la pena dis­cutir, polemizar sobre eso en interés del hombre.

Con todo, sentimos que en la actualidad la palabra Dios y la polémica sobre Dios tiene muy poca fuerza de «tracción. Hoy no parece que se corresponda con ese tér­mino una experiencia de sentido tan vital como era el cuso en la tradición pasada.

El hablar de Dios ha perdido su «evidencia». Tenemos que contar con que actualmente la experiencia de Dios se articula en la experiencia de sentido del hombre de manera distinta a como se articulaba antes; en la actualidad, el horizonte total de la concepción del hombre y de la exis­tencia ha sufrido un cambio muy de acuerdo con nuestra época. Ahora vamos a examinar este cambio y con ello llegamos a las posibilidades que existen actualmente para encontrar a Dios en la experiencia y pregunta de sentido humanas.

III

CAMBIO DE FORMA ACTUAL DE LA EXPERIENCIA DE DIOS

Siguiendo una división muy común en la actualidad podemos distinguir tres formas de la experiencia de Dios: la ontológico-cosmológica, la antropológico-trascendental y la histórica. Sólo podemos tratar muy someramente de las dos primeras; en cambio hablaremos más ampliamente so­bre las posibilidades actuales de experimentar a Dios den­tro de una concepción histórica del mundo. Estas formas de experiencia propiamente no se contraponen, sino más bien son modelos diversos que representan posibilidades históricas de la experiencia de Dios en distintas épocas. En ninguna de estas formas captamos a Dios tal como es

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«en sí y para sí», sino más bien le encontramos tal como se da a conocer en las condiciones de una determinada experiencia de la realidad.

El pensamiento ontológico, determinado cosmológica­mente, experimenta algo de Dios al preguntarse por la razón que da unidad a toda la multiplicidad, por lo per­manente y esencial en todo lo mudable, por el ser de lo que es. Entonces se experimenta algo del poder y benevolencia del ser, que a la vez que se muestra y ofrece en todo ser, se oculta y se substrae siempre de nuevo. En esta profun­didad, presente en todas partes y también soberanamente lejana, encuentra la realidad su justificación. Esta expe­riencia ontológica pudo convertirse en punto de partida para la experiencia de Dios; a la luz de la tradición reli­giosa, especialmente de la cristiana, esa experiencia fue referida a Dios. A partir de ella pudo decirse, en el sen­tido de las cinco vías de santo Tomás: «y todos llaman a eso Dios» 18. Propiamente con ello Tomás no prueba a Dios, sino que interpreta una experiencia ontológica con ayuda de un dato de la tradición religiosa.

En la época moderna, por muchas razones que no podemos exponer aquí detalladamente, se puso en duda este camino, seguido hasta hoy por la mayor parte dentro de la tradición católica. Me parece que fue más impor­tante, a este respecto, la conmoción y sacudida de la ante­rior experiencia del mundo y de la existencia, que las objecciones filosóficas tal como por ejemplo las formuló Kant. Esto puede verse muy claramente, al comienzo de la época moderna, en dos pensadores tan diversos como Descartes y Pascal; ambos experimentan el colapso de un orden cósmico válido hasta entonces. Con la ruptura de todos los órdenes y no encontrando apoyo y soporte en el mundo, el hombre se vio remitido a sí mismo debiendo

i» TOMÁS DE AQUINO, ST I, q. 2 a. i.

POSIBILIDADES DE LA EXPERIENCIA DE DIOS 69

encontrar entonces la consistencia y la certeza dentro de sí. lin su propia subjetividad experimenta una profundidad y iimplitud inmensas, pero también una luz que lo ilumina lodo. El horizonte inmenso, la inmensidad de la propia subjetividad se convierte en presupuesto de todo otro co­nocimiento. También esta experiencia trascendental pudo convertirse en base para hablar de Dios; dentro de la teología católica, Rahner sobre todo, ha seguido este cami­no. W. Schulz 19 ha descrito el camino de la metafísica moderna y de su hablar de Dios, exponiendo a la vez su peligro intrínseco, que más tarde se agudizó especial­mente en Feuerbach. Para Feuerbach, Dios sólo es la cifra de la propia infinitud y absolutez del hombre. Del Deus absconditus se llega ahora al homo absconditus. Dios se convierte en un momento de la autorrealización del hom­bre, quedando totalmente mediatizado y funcionalizado.

La censura de K. Marx a esta crítica de la religión de Feuerbach, es el partir de un hombre abstracto20. «El» hombre no existe; el hombre concreto es el hombre en su mundo social histórico, en su ligazón corporal a la natura­leza. Con esto se llega, después de la época cosmológica y antropológica, a una tercera forma de experiencia del mundo predominante en la actualidad. El mundo se viven­cia ahora como historia, no es un orden preestablecido, sino un mundo en proceso, que nace por el trabajo común, cívico y cultural, de los hombres. El hombre y su libertad están inmersos en el mundo, como a su vez la correspon­diente situación histórica constituye una dimensión esen­cial del hombre. Por consiguiente, mundo y hombre se mediatizan recíprocamente. Esto significa que descubrimos nuestra realidad sólo dentro de la relación intersubjetiva. La señal más clara de la mediación histórico-social de nuestra experiencia del mundo es el lenguaje, por el que

10 W. SCHULZ, Der Cott der neuzeitlkhen Metapbystk, Pfulligen 1957. •> Cf. K. MARX, Tesis sobre Feuerbach, o.c. 109 s.

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toda experiencia se incardina y clasifica dentro un con­texto humano de significación totalmente determinado. Cada lengua encierra en sí una visión del mundo total­mente determinada y constituye el recuerdo de largas ex­periencias históricas en relación con el mundo. Hoy, en virtud de la técnica, vivimos, desde un punto de vista his­tórico y de civilización, completamente en un mundo se­cundario y más que secundario, que al principio hemos descrito como mundo mundanamente secularizado, en el que a primera vista Dios no aparece. Por consiguiente, la pregunta por el sentido de toda la realidad se nos plantea actualmente como pregunta por el sentido de la historia. La cuestión sobre la posibilidad de experimentar a Dios se convierte en la cuestión de cómo puede experimentarse a Dios como sentido de la historia, dicho bíblicamente, como Señor de la historia21.

En un principio parece imposible responder a la pre­gunta sobre el sentido de la historia, ya que la historia no se desarrolla siguiendo unas leyes fijas y férreas. Son los hombres quienes hacen la historia, determinada decisiva­mente por la libertad humana. Por eso no se da en ella un progreso rectilíneo hacia lo mejor y más perfecto. Conti­nuamente nos sentimos decepcionados, continuamente se echan a perder los mejores planteamientos y se dejan pa­sar las ocasiones más propicias. Desde siempre la tontería y la maldad, la injusticia y el odio, fueron las objeciones más fuertemente sentidas contra la aceptación de un sen­tido global de la historia. Con mayor razón el mal y el sufrimiento en el mundo siguen siendo los obstáculos y dudas más fuertes para creer en Dios. ¿Quién querrá encontrar un sentido en ese acontecimiento espantoso, que se expresa con la palabra Auschwitz? Sólo el querer hacerlo

21 Este planteamiento se da sobre todo en la filosofía tardía de Schelling: cf. W. KASPER, Das Msolute in der Geschichíe. Philosophie und Theologie der Geschichte in der Spatphilosophie Schellings, Mainz 1964.

POSIBILIDADES DE LA EXPERIENCIA DE DIOS 7 1

tonstituiría ya un nuevo agravio a las víctimas. Frente a ION horrores de las guerras modernas, en que se aniquila ii masas, no cabe el pensar en problemas de teodicea, pues Non simplemente insolubles. Entonces, ¿hay que dar la nllima palabra a una total falta de sentido? Aun conce­diendo todo su peso a esta idea, la respuesta debe ser decididamente negativa. Si todo fuera algo sin sentido, no podríamos vivir un momento más, pues en cada acto <lc la vida afirmamos a la vez que esa vida tiene un sen­tido, que es mejor ser que no ser. Hay un «a pesar de lodo» de la confianza, que nos impide desahuciarnos a nos­otros, a los demás y al mundo. Continuamente volvemos ii aceptar la vida y perseveramos aun en las horas más negras. En medio de todas las decepciones, que experi­mentamos de parte de los hombres, en medio de la expe­riencia de la falta de sentido, también experimentamos que la otra persona tiene un sentido en sí, que es autónoma, de manera que nunca podemos tratarle como un medio, .sino sólo como un fin. No podemos disponer sin más de él, debemos respetarle. Aquí tropieza nuestra libertad con una frontera moral absoluta; aquí, en medio de todos los cambios de la historia, nos sale al paso una exigencia abso­luta. En último término experimentamos que a pesar de toda duda siempre seguimos preguntando y que por tanto seguimos esperando una respuesta. Si sólo existiera la duda y no la certeza de algún tipo, no podríamos tampoco preguntar, pues toda pregunta presupone la certeza de una posible respuesta.

Podemos decir por tanto que ya en nuestro actuar his­tórico no podemos dejar de afirmar un sentido en la histo­ria. El sentido no es sólo la meta de nuestro actuar históri­co, sino también su razón y presupuesto. No experimenta­mos el sentido como «algo» que sólo es nuestra represen­tación y proyección, sino como «algo» que nos abraza y posibilita nuestro desear y preguntar por el sentido.

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Si nunca hubiéramos experimentado el sentido, no podría­mos preguntar por él, ni tampoco experimentar te falta de sentido como tal. Precisamente en la intersubjetividad, en la que se realiza la historia, no fundamos el sentido, sino que allí se nos impone. El sentido de la otra persona no es sólo una proyección nuestra; precisamente su pecu­liaridad consiste en no ser, ni poder ser una función de nuestra tendencia. Por tanto, no somos nosotros los que imponemos el sentido, sino que somos cogidos por él. Resumiendo, podemos decir que el sentido se nos impone, se nos adjudica y nos pone a su servicio.

Esta experiencia de sentido por no poder explicarse sólo a partir del hombre puede ser una clave para la expe­riencia de Dios. Exige una reflexión sobre su origen, al ser algo no producido por nosotros y que se nos da. Por consiguiente no es algo natural, sino algo inesperado y sorprendente. Para decirlo con palabras de la filosofía, es contingente. Con ello esa experiencia encierra tanto un aspecto positivo como uno negativo. No podemos fijar el sentido, en seguida se substrae de nuevo, manifestándose continuamente de una manera distinta y mayor. Se mani­fiesta para ocultarse en seguida de nuevo. Pero este carác­ter negativo no anula la experiencia positiva, sino que le da toda su verdad, al expresar que toda experiencia de sen­tido indica un misterio que se nos da a conocer a través de huellas y signos. Este misterio no es algo más allá de este mundo, sino la verdad, la profundidad, la no natura­lidad y la misteriosidad del mismo sentido experimentado. Incluyendo ambos aspectos, el positivo y negativo, pode­mos decir: esta profundidad del sentido, que se nos sus­trae y se nos manifiesta, posee claramente una reserva y una interioridad, que no está a nuestra disposición, sino que nos domina. Nos sale al encuentro de una caanera análoga a como lo hacen las personas. Si en nuestra expe­riencia tratamos de buscar un modelo, con el que poderla

POSIBILIDADES DE LA EXPERIENCIA DE DIOS 73

dominar, sólo disponemos del modelo de la persona22. Pero el modelo de la persona también falla en seguida; so nos sustrae, ciertamente no por carta de menos, sino ile más. En todo caso no basta un modelo inferior a la persona o apersonal. Así, en el lenguaje de la tradición religiosa, podemos designar esta experiencia de sentido como experiencia de Dios. En todo caso el ateo debiera preguntar cómo puede resolver mejor el problema de la contingencia, de la experiencia de sentido, que se nos im­pone y a la vez se nos substrae, pero que no es obra nuestra. La contingencia de la experiencia de sentido habla nuís bien a favor de una concepción de la realidad de corte i cístico.

Todavía podemos avanzar algo más en nuestras refle­xiones. El tener ánimo para aceptar este sentido en la his­toria significa también esperanza de paz, de libertad y de justicia entre los hombres. También se vivencia esta espe-rnnza como algo continuamente amenazado y combatido. Toda posibilidad realizada cierra otras posibilidades y a la vez abre a otras nuevas. Por tanto, la montaña del futuro nunca se puede desmontar, la meta perseguida en cierto modo siempre huye hacia algo nuevo. En relación con esto puede decirse que todo progreso de civilización encie­rra a la vez un retroceso, un empobrecimiento de nuestras posibilidades humanas. A cada paso que damos en la direc­ción de una mayor justicia y paz entre los hombres, volve­mos a estar bajo las condiciones de una actual falta de paz v de una actual injusticia. Por consiguiente, en todo orden, ii I que aspiramos, insertamos a la vez el germen de un nuevo desorden. Si a pesar de eso no cesamos de seguir teniendo ánimo para una esperanza activa, entonces en ese ánimo se está anunciando la confianza y seguridad de que alguna vez será posible un comienzo cualitativamente

22 Para la problemática cf. W. PANNENBERG, Die Frage nach Gott, en Ctundfragen systematiscber Tbeologie, Güttingen 1967, 381-385.

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nuevo, un comienzo que no podría provenir ya de las condiciones de lo antiguo, comienzo que por tanto no podemos hacer y establecer nosotros mismos y que en el lenguaje de la tradición cristiana llamaríamos gracia. Gimo la condición última del éxito de la historia nos descubre que lo completamente nuevo, originario y total­mente otro, que llamamos Dios, se hace acontecimiento en la historia- Dios aparece como h paz que hace posible nuestra paz, como la libertad de nuestra libertad, como el ánimo para nuestra acción y ser en la historia.

Insistamos una vez más: nunca tenemos tales expe­riencias «en sí», desligadas de una determinada tradición que les sirva de contexto. La posibilidad de una experien­cia así se nos atestigua históricamente. Este testimonio no es sólo una aseveración verbal; apela a nuestra propia experiencia y nos abre, si nos aventuramos a ello, a expe­riencias semejantes. Por consiguiente, tradición y experien­cia se posibilitan y refuerzan recíprocamente. En última instancia y con una claridad suma encontramos esta expe­riencia en Jesucristo, que llama a su padre Dios, que acep­ta y valora a los pecadores, a los pobres y despreciados, a aquéllos, por tanto, que ya no tienen ninguna confianza en sí. Jesucristo, al haber ido a la muerte «por la muche­dumbre», ha hecho de este mensaje el contenido de su vida hasta las últimas consecuencias. Con ello ha puesto el nuevo comienzo y ha abierto el futuro definitivamente para todos. Por eso su testimonio puede también servir de criterio para medir otras tradiciones y para someter a él nuestra propia experiencia. Encontramos ese testimo­nio concretamente en la iglesia y en las experiencias que han tenido otros creyentes antes de nosotros. Nos sale al encuentro como llamada y exigencia a aceptar a los otros, al mundo y a nosotros mismos de una manera definitiva. Creer en Dios como sentido y señor de la historia significa ser libre para una esperanza activa en favor de todos los

POSIBILIDADES DE LA EXPERIENCIA DE DIOS 75

hombres, poder seguir dando a los otros y a la historia una posibilidad.

No se puede demostrar a nadie esta experiencia; para «poseerla», hay que tenerla. A los que no la tienen sólo se les puede remitir a algunos signos, que son significativos pura el mismo creyente. Pero cuando el hombre no ha experimentado nunca tales signos de amor y de esperanza, entonces tampoco puede creer. Ningún otro camino lleva u la fe como el que el creyente haga de sí mismo un signo. Nunca es posible el testimonio de fe sin el testigo de la fe. I'or eso la incredulidad del mundo no es primeramente un juicio sobre los incrédulos, sino sobre los creyentes, que bastante a menudo han oscurecido y desfigurado la fe en Dios. Por consiguiente, la cuestión acerca de una expe­riencia de Dios hoy, es a la vez la pregunta acerca de una praxis nueva de la fe y de una nueva experiencia de la comunidad de los creyentes.

IV

EXPERIENCIA HISTÓRICA DE DIOS

Después de haber hablado bastante largamente sobre el camino de la experiencia histórica de Dios, vamos a decir algo en esta última parte sobre esa misma expe­riencia, sobre su contenido. No podemos exponer aquí lodo lo que podría y debería decirse; por eso sólo vamos u dar algunos puntos de vista. Vamos a procurar solamente, pura terminar, ofrecer tres puntos de vista con los que diferenciar la forma histórica de la experiencia de Dios, i!e la concepción de Dios tal como suele desarrollarse comúnmente en el marco de un horizonte más bien onto-lógico-cosmológico.

1. El pensamiento metafísico conoce un orden jerár­quico del ser que, como en la famosa sentencia de Anaxi-

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mandro23, también puede entenderse como un orden ético-jurídico eterno. Todo tiene su puesto, y el ocupar ese puesto significa estar en una relación recta con Dios que es la cumbre y la razón suprema de ese orden. En esta forma de pensamiento determinada por el origen y no por el futuro, lo nuevo no tiene lugar. Ahora bien, la expe­riencia de Dios, tal como hemos intentado describirla someramente y tal como se nos presenta con toda claridad en la escritura, es por el contrario la experiencia de un Dios que promete y realiza lo nuevo, que afirma a los pecadores justificándoles y que da esperanza a los abando­nados y desheredados. Es el Dios que desbarata todas nuestras ideas del orden, que rompe con los esquemas de culpa y castigo y que suprime la maldición del destino. No es la conciliación de todas las cosas contrarias, exis­tente desde toda la eternidad, ni en quien todo encuentra ahora armonía, ni la justificación y sanción de lo existente, sino su crisis, el poder y la fuerza que apunta a la recon­ciliación futura, despertando y fundando así la esperanza en lo nuevo. A partir de él todo se pone de nuevo en movimiento, se rompen todos los fuertes establecidos y todo endurecimiento. Quien cree en Dios, por lo que parece, propiamente no puede pensar en la conservación del statu quo. Por eso, una fe en Dios rectamente entendida nunca puede ser sólo el sancíonamiento de las condiciones pre­sentes; ni un mero consuelo y refugio que ofrezca protec­ción. También tiene la función de intranquilizar crítica­mente y no sólo de responder preguntas, sino también plantearlas.

A pesar de todo eso me parece precipitado y unilateral reducir la trascendencia vertical simplemente a una tras­cendencia hacia adelante y hablar únicamente del «Dios

28 Cf. DIELS, § 1; además M. HEIDEGGER, Der Sprucb des Anaximander, en Holzwege, Frankfurt i. M. 1957, 296-343.

POSIBILIDADES DE LA EXPERIENCIA DE DIOS 77

delante de nosotros»24. No se puede enfrentar, en el sen­tido de E. Bloch, el Deus spes con el Deus creator25. Pre­cisamente Dios puede ser el futuro absoluto del hombre por ser el principio y la razón de toda la realidad. Sólo porque Dios es alfa, puede ser también omega2Ó. Pero es principio en un sentido tan radical que continuamente lo es de nuevo y constantemente hace cosas nuevas. Para él todo es posible (Me 10, 27). Quizá podría prolongarse algo esta idea con la ayuda de un pensamiento de Nicolás de Cusa, que intentó explicar el actus purus a la vez como potentia pura, como permanente nueva posibilidad y fuer­za hacia el futuro 27.

2. El Dios de la historia no es el Dios lejano, que está en el más allá, ni tampoco un horizonte que sólo se alcanza trabajosamente para sustraerse de nuevo; por eso tampoco es la alienación del hombre respecto a sí y a su mundo, sino el Dios cercano, el Dios próximo. Nos sale al encuentro en la exigencia histórica, pero incondicional, que nos llega de cualquier hombre. En esa exigencia se revela también una dimensión de no utilización del otro y de necesidad de contención, abriéndonos así la trascen­dencia en medio de la inmanencia.

De nuevo vuelve a suceder eso con una claridad suma en el encuentro con Jesucristo y en forma distinta en la predicación de la iglesia. Aquí Dios es anunciado muy con­cretamente y a pesar de eso no le «tenemos». En la iglesia no «está» simplemente. Está allí sólo en el acto de la asis­tencia y del testimonio. Acto y ser se mediatizan aquí de

-4 J. B. METZ, Gott vor uns. Statt eines theologischen Arguments, en Ernst lllich zu ebren, Frankfurt a. M. 1965, 227-241.

» E. BLOCH, Das Vrinzip Hoffnung, Frankfurt a. M. 1959, 1458 s. !« Cf. R. SPAEMANN, Gesichtspunkte der Philosopben, en Wer ist eigen-

llich-Gott?, 63. 27 NICOLÁS DE CUSA, Trialogus de possest, en Vbilosopbiscb-tbeologiscbe

Schriile» I I , Wien 1966, 267-359.

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una manera históricamente concreta28. Al querer interpre­tar esta cercanía que a la vez es ausencia, en categorías racionales, no sirve el más allá como categoría; más bien tendremos que recurrir a la afirmación bíblica del oculta-miento de Dios (Is 45, 15; Rom 11, 33 s.). Lo oculto puede estar muy cerca y presente, y sin embargo se nos sustrae y no está a nuestro alcance. Con esto la fe en Dios no significa ninguna alienación respecto del mundo, ni una huida de la historia, sino inmersión en la historia, referen­cia al prójimo.

Pero también ahora hay que evitar de nuevo conclu­siones precipitadas. La afirmación de que Dios nos sale al encuentro en la forma y mediación del prójimo, no signi­fica que Dios sea una especie de prójimo29, de manera que la relación con Dios pueda reducirse a relaciones con el prójimo. Sólo cuando se pone el fin del hombre en lo que no tiene fin, se le puede reconocer y afirmar sin inte­rés propio y aceptársele por sí mismo; sólo entonces puede uno oponerse eficazmente a la utilización e instrumentali-zación del hombre. Por consiguiente, el reconocimiento de Dios significa a la vez la oposición y resistencia más fuerte contra la funcionalización del hombre, ya sea al servicio de intereses materiales o de la sociedad. Por esta razón la oración, meditación y liturgia, precisamente por su falta de finalidad social, representan indirectamente una fuñ­

ía* Cf. D. BONHOEFFER, Akt und Seiu, 88-115. 29 Cf. H. BRAUN, Die Vroblematik einer Theologie des Neuen Testaments,

en Gesammelíe Studien zum Neuen Testament und seiner Umwelt, Tübingen 1962, 341. Son muy dignas de consideración las observaciones de E. KASEMANN, Der Ruf der Freiheit, Tübingen 1968, 48-52, especialmente la 51: «No puedo estar totalmente de acuerdo con el lema del humanitarismo como suma de la dogmática y de la fe. Pero debo reconocer que hoy, tanto umversalmente como ante nuestro pasado más reciente y más personal, es un lema bueno y evangélico, del que nadie debe avergonzarse, que todos necesitamos y que deberíamos defen­der con todo ahínco como verdad del evangelio. Prefiero contarme entre aquellos que al menos han aprendido esto de Jesús y de la Biblia y no entre los fanáticos, que aceptan todos los dogmas y callan sobre la inhumanidad tolerada y fomen­tada de los cristianos, que en la dignidad de su ortodoxia no oyen primero la voz de aquél que dice; Lo que hayáis hecho o no hecho con mi hermano».

POSIBILIDADES DE LA EXPERIENCIA DE DIOS 79

ción insustituible para esta sociedad. Si se convierte en cambio la dimensión social en lo más amplio, último y defi­nitivo, entonces de una u otra manera, más tarde o más temprano, se llegará a formas de comportamiento totalita­rias. Un pequeño detalle, pero significativo, que prueba esto es que entonces se trabaja y se procede con una serie­dad total y con muy poco humor. Aquí han caído en el olvido la libertad interior y la independencia como verda­dera expresión de la humanidad del hombre, por lo cual también aparecen la falta humana de tacto y de cultura con una imaginación casi penetrante.

3. En el horizonte de la experiencia histórica de Dios la historia no es sólo el lugar extrínseco y el medio en el que Dios se da a conocer y experimentar; no es sólo el escenario que Dios utiliza para expresarse y actuar, no es sólo un ropaje que Dios se viste pasajeramente, mien­tras él mismo es el que está por encima de la historia y del ser. Más bien la historia tiene que significar algo para Dios y ser algo en él. Si se toma esto en serio, enton­ces Dios no es sólo el poder supremo por encima de la histo­ria, sino también el sufrimiento supremo en la historia; él es entonces el que es afrentado en los oprimidos y ator­mentados, y ofendido en los despreciados. Ahora bien, así nuestra actuación histórica cobra también un carácter pe­rentorio y definitivo. El dominio y señorío de Dios histó­ricamente sólo es efectivo cuando los hombres se abren a él y cuando le dan cabida en su vida y en su obrar. Así, nuestra acción histórica puede convertirse para los demás en la forma de existencia de Dios en la historia. En nues­tro obrar Dios mismo está en juego. Por eso tampoco se nos da simplemente el sentido de historia, sino que se nos confía. El sentido de la historia cuenta con nuestro obrar humano, aunque Dios sea quien nos lo exija y haga posible.

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Con esto tocamos problemas muy difíciles. Pero quien tome en serio la encarnación de Dios en Jesucristo y quien no la falsee más o menos veladamente, dándole un sentido criptodocetista o criptomonofisista, no puede eludir el plan­teamiento de estos problemas. De hecho la tradición teo­lógica anterior en su especulación sobre la trinidad también intenta concebir en Dios mismo algo así como un aconte­cer y una historia, aunque choca en seguida con los límites de las categorías metafísicas. Concebir a Dios históricamen­te no significa naturalmente hablar de un Dios que se va haciendo y desarrollando en la historia, que nace en los do­lores de parto de la historia y que llega a ser él mismo a tra­vés de la oscuridad de la historia. Con esto se volvería a funcionalizar la exigencia absoluta que parte de él. No se puede hablar de un Dios que se va haciendo, pero sí de que «el ser de Dios existe y es en el devenir» (E. Jüngel), de que su carácter absoluto consiste precisamente en que nunca es­tá al final, sino siempre al principio y abraza también la historia. A partir de aquí podría entenderse de una manera nueva el sentido de la doctrina de la trinidad en su signi­ficación para la historia. Pero por desgracia en la tradición teológica la mayoría de las veces se ha reflexionado tan ais­ladamente sobre el ser de Dios en sí, que raramente se ha preguntado qué significa para nosotros. El haber predicado a un Dios desvinculado del mundo ha llevado en gran parte a ese olvido de Dios que encontramos en el mundo actual. Por consiguiente hay que volver a concebir juntos a Dios y al mundo, a Dios y a la historia. Naturalmente con esto no damos tanto una respuesta cuanto imponemos una tarea pa­ra una teología futura, quedando todavía casi todo por hacer M.

Con las últimas reflexiones hemos rebasado nuestro te-

30 Para esto ver sobre todo H. KÜNG, Menschwerdung Gottes. Eine Ein-führung in Hegels theologisches Denken ais Prolegomena zu einer künftigen Christologie, Freiburg i. Br. 1970.

POSIBILIDADES DE LA EXPERIENCIA DE DIOS 81

ma. Ahora deberíamos comenzar con un nuevo plantea­miento y elevar expresamente al plano de la reflexión la realidad experiencial descrita. Así como los conceptos sin experiencias son algo vacío, también las experiencias sin conceptos son algo ciego. Por eso ahora tendríamos que em­pezar nuevamente con la doctrina teológica sobre Dios. Con lo intentado aquí sólo queríamos lograr que eso pueda hacerse con todo sentido y de una manera inteligible ya que del lenguaje teológico puede decirse lo que de todo lenguaje humano: resulta falso si se lo arranca de su con­texto. En la revelación bíblica este contexto es la histo­ria concreta de los hombres. Por eso en teología tendría­mos que pensar no sólo a partir de la sistemática interna de nuestras fórmulas y conceptos dogmáticos o bíblicos, sino mucho más a partir de la realidad experiencial con­creta. El nombre bíblico de Dios, Yahvé, no significa el que es o el que es por encima de nosotros, sino el que está ahí. Por eso, la predicación cristiana no tiene que afir­mar y probar abstractamente la existencia de Dios, sino descubrir, comunicar e interpretar su presencia concreta, y con fantasía indicar las posibilidades que encierra. Esto significaría, en sentido exacto, hablar de Dios mundana e históricamente.

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3 UTOPÍA POLÍTICA

Y ESPERANZA CRISTIANA *

En los últimos años la idea «utopía» se ha vuelto muy moderna l. Pero no es sólo la razón de ser modernos la que nos mueve a tratar de este tema. La teología no puede plantearse los problemas que quiera, ni puede tampoco deducirlos sólo de su propia sistemática" inmanente; es res­ponsable de la fe cristiana en cada-época y eso le remite a problemas y planteamientos que se le imp&nen. En la época más reciente ha cambiado radicalmente nuestra si­tuación. Actualmente la pregunta acerca dé Dios no es primordialmente un problema teórico e intelectual, ni tampoco una cuestión fronteriza' entíe* la teología y la cien­cia, sino un problema eminentemente político, entendien­do político en el más amplio sentido. Para decirlo más concretamente, hoy se pregunta qué puede aportar la fe cristiana a las expectativas más vitales, a las preocupacio­nes y problemas de la sociedad actual y de la humanidad en general, al problema del futuro, a la cuestión de la su­pervivencia de la humanidad, al problema de la paz y a una configuración de la realidad vital justa y humana.

Puede ser que la fe, y la teología con ella, sientan que

* Publicado por primera vez en: W. HEINEN-J. SCHREINER, Erwarlung-Verheissung-Erfüllung, Würzburg 1969, 230-253.

1 Amplia bibliografía sobre el tema en A. NEUSÜSS, Utopía, Barcelona 1971; cí. también Concilium 5 (1969) 66-73.

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esto es una carga excesiva o aun que no les compete el tratar de estos problemas; ahora bien, apenas puede ca­ber duda de que si la fe no tiene nada que decir respecto a estos problemas, para la mayoría de la gente no tiene ya nada que decirle en general. Ese sentimiento de sobrecar­ga podría deberse también a que la teología de los últi­mos decenios se ha encerrado demasiado unilateralmente en un ámbito de lo sobrenatural, trascendental, personal y existencial, habiendo olvidado el horizonte universal y por ello también mundano-concreto, de la esperanza esca-tológica. Casi se ha convertido en lugar común la distin­ción entre el futuro absoluto escatológico de Dios y el fu­turo ultramundano del hombre, corriendo el peligro no raras veces de degenerar en un dualismo totalmente no cristiano. Por eso, teniendo en cuenta la situación actual de la humanidad y los planteamientos intrateológicos, no puede eludirse por más tiempo la cuestión de la relación entre utopía política y esperanza cristiana.

En esta cuestión se concreta actualmente, de manera especial, el tema «esperanza humana, promesa cristiana» y la síntesis de ambas en su realización tanto humana co­mo cristiana.

I

ESPERANZA HUMANA Y UTOPÍA

Sin duda no es precisamente de gran utilidad la ac­tual inflación del concepto «utopía» a pesar de su clari­dad conceptual. Pero eso, en una primera parte, vamos a tratar de explicitar algo la esperanza humana, haciendo para ello una clasificación del concepto utopía. La utopía nace primeramente como dimensión literaria en las nove­las del renacimiento sobre el futuro, sobre todo, en la Utopía de Tomás Moro (1516) y en La ciudad del sol del

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monje del sur de Italia Campanella (1623). Estos autores vivieron el paso de la institución general medieval a las nuevas formas de producción de las manufacturas, comien­zo del capitalismo. Entonces nacieron una nueva forma de Ncrvidumbre en los jornaleros y peones, próximos a mo­rir de hambre, y nuevas formas de riqueza, que ahora ya no van a servir, como en la edad media, sólo para su disfru­te inmediato, sino como medio de poder y dominio del hombre sobre el hombre. Los utópicos reaccionaron fren­te a estas nuevas circunstancias con el grito de que la pro­piedad es culpable.

Tomaron en serio su fe cristiana y esbozaron nuevos t'iidenes sociales justos y, tal como los concebían, ideales, hasta entonces todavía inexistentes y que por tanto eran utópicos. Actualmente volvemos a encontrar en formas muy diversas estas utopías literarias, entre otros, en Hux-ley (Un mundo feliz), G. Hauptmann (Die Insel der gros-sen Mutter), H. Hesse (Das Glasperlenspiel), E. Jünger (lleliopolis), G. Orwell (1948), F. Werfel (Stern der Un-geborenen) o en las novelas de ciencia-ficción y en los co­nocidos comics.

A comienzos del siglo xix encontramos una segunda forma de utopía en los primeros socialistas, llamados utó­picos. Owen, Fourier y Saint-Simón. Su crítica de las condiciones sociales y sus esbozos socialistas ya no se ins­piran inmediatamente en el cristianismo; sin embargo sus teorías sociales se aproximaron mucho a las novelas utó­picas del renacimiento, calificándolas Marx por eso, co­mo es sabido, como «doceava edición de la Jerusalén ce­lestial» 2. Por esta razón Marx y Engels contrapusieron a estas primeras formas utópicas del socialismo su socialis­mo científico, cuya utopía de la sociedad sin clases es el resultado de la dialéctica de la historia, dialéctica inmanen-

* K. MAKX, El manifiesto comunista, Madrid 1932, 92.

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te y por tanto científicamente comprobable y políticamen­te planificable. Así se comprende que para Marx mismo el concepto utopía no fuera algo central. Sólo prolongan­do sus ideas ha llegado a convertirse este concepto en una idea nuclear de toda teoría crítica de la sociedad, orienta­da al cambio. Recientemente A. Neusüss ha expuesto am­pliamente toda la discusión sobre este tema.

La utopía en cuanto categoría crítica de la sociedad es inseparable del pensamiento contrautópico, que suele apa­recer como apología de lo existente. Este pensamien­to conservador, es decir, tendente a conservar lo existen­te, contrapone a la utopía, denunciada como «ilusión», la llamada política real, o bien, la objetividad de un cienti­ficismo entendido en un sentido positivo. La objeción fun­damental contra la utopía es que todo plan utópico, y aun todo plan para cambiar lo existente, suele ser tota­litario, dando demasiado poca cabida al libre juego de fuer­zas. Berdjajew ha plasmado esta sospecha de totalitarismo en la siguiente fórmula: «la utopía es siempre totalitaria y el totalitarismo en las condiciones de nuestro mundo es siempre utópico»3.

El contraargumento teológico consiste generalmente en la «objeción escatológica», según la cual el hombre no puede realizar por sí la salvación definitiva, reservada só­lo a Dios. Así L. Kolakowski constata en todos los cam­pos de la vida un antagonismo incurable «entre una filoso­fía que perpetúa lo absoluto, y otra, que pone en cuestión los absolutos reconocidos».

Es el antagonismo de los sacerdotes y de los locos y casi en todas las épocas históricas la filosofía de los sacerdotes y la de los locos fueron las dos formas fundamentales de la cultura del espíritu *.

s N. BERDJAJEW, Das Reich des Geistes und das Reicb des Casar, Darm-stadt-Genf 1952, 201.

4 L. KOLAKOWSKI, Der Menscb ohne Alternalive. Von der Moglichkeit und Unmbglichkeit, Marxist zu sein, München 1961, 276.

UTOPÍA POLÍTICA Y ESPERANZA CRISTIANA 87

Sin embargo no faltan teólogos en nuestro siglo que han intentado introducir de nuevo el pensamiento utópi­co en la teología y sacar fruto de él. Hay que citar sobre todo a P. Tillich y M. Buber5, además de la «ola» inspi­rada en E. Bloch, de una teología determinada tanto esca-tológicamente como por una crítica de la sociedad. (J. Moltrnann, G. Sauter, W. D. Marsch, H. Cox, J. B. Metz). Por lo menos han mostrado que no pueden simplemente identificarse fe cristiana y conservadurismo y que más bien en la tradición profética se acusan elementos esencia­les utópicos y críticos de la sociedad.

El redescubrimiento y la rehabilitación del concepto utopía en el campo de la filosofía proviene, además de E. Bloch, especialmente de M. Horkheimer y H. Marcuse. Les sirve de base el temor, ya expresado por K. Mannheim, de que la extinción de la conciencia utópica en favor de un puro asentimiento y adhesión a lo dado y existente y de un mero encuadrarse en el orden existente significaría a la vez la extinción de la fantasía humana y hasta quizás el fin de la libertad humana6. En razón de su libertad el hombre es un ser que sueña y que imagina, que reflexiona, que proyecta voluntariamente más allá de lo concreto y actualmente existente. La libertad y la fantasía creadora, la libertad y la praxis transformadora del mundo a un ni­vel cívico-cultural, la libertad y la especulación que tras­ciende lo dado forman una unidad inseparable. Todo po­sitivismo científico, por muy moderna que sea la actitud en que se presente, aparece frente a esto como ideología conservadora de acomodación a lo existente y en última instancia como una amenaza aguda, actualmente muy ex­tendida, para un humanismo del hombre. La utopía política

6 P. TILLICH, Die politische Bedeutung der Ulopie im Leben der Volker (1953); ID., Kairos und Utopie (1959), en Gesammelte Werke VI (Der Widerstreit von Raum und Zeil), Stuttgart 1956; M. BUBER, Pfade in Utopia, en Werke I, München-Heídelberg 1962.

8 K. MANNHEIM, Ideologie und Utopie, Frankfurt a. M. 41965, 213-225.

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aparece en cambio, sobre todo hoy, como amparo de la libertad y defensa de las esperanzas humanas más funda­mentales.

Con todo esto ya podemos determinar más exactamen­te la esencia y la importancia de la utopía política y de la esperanza humana que se articula en ella. «Utopía es la conciencia que no se encuentra a cubierto y segura con el ser que la rodea» 7. No debe entenderse sin embargo la función de trascender la realidad dada, propia de la uto­pía, en un sentido sólo teórico, sino que siempre encierra a la vez un elemento operativo y apunta a transformar y cambiar la realidad existente. A menudo las utopías no son sino verdades anticipadas (Lamartine); utopías de hoy pueden convertirse en realidades de mañana y esto explica el cambio constante de las utopías en su forma. La utopía así entendida se contrapone diametralmente a la ideolo­gía: «Si la ideología ilumina, la utopía por el contrario es el sueño de un orden de vida justo y verdadero» 8. La ideo­logía afirma como real, lo que primero soñó la utopía. Por eso la ideología no es sólo la claridad opuesta al sueño, si­no a la vez la claridad del sueño; en ella está actuando ocul­ta y disimuladamente la utopía. Por eso la utopía no es una mera alternativa en relación con la ideología, sino a la vez su fermento9.

En este análisis histórico y conceptual del término «utopía» se nos presenta el hombre como ser de la espe­ranza, como homo viator, que está en camino, que espera, sufre, trabaja, sueña y piensa, buscando un orden de toda la realidad mejor, más justo, más verdadero. El hombre se nos manifiesta como el ser, que si quiere seguir siendo verdaderamente libre, no puede ni debe pactar con lo que

* Ibid., 169. 8 M. HORKHEIMER, Anfange der bürgerlichen Cescbichtsphilosophie,

Stuttgart 1930, 6. • A. NEUSÜSS, Utopía, 10 s.

UTOPÍA POLÍTICA Y ESPERANZA CRISTIANA 89

existe. En sus utopías conoce el hombre la alienación que sufre la realidad tan alejada de su esencia y de su meta, el trastorno del derecho y de la verdad, el oscurecimiento del sentido. El tan frecuentemente censurado negativismo de la crítica utópica en realidad sólo es la negación de la ne­gación; y su protesta, el testimonio en favor de la verdad y del bien. Aunque sin lugar (utópico) en la realidad existen­te, sin embargo el que espera así, a no ser que se autointer-prete mal, se niega a salir de esa realidad existente y de la sociedad; no se evade a una trascendencia vertical o a su interior (esplritualismo neoplatónico, misticismo), ni se con­tenta con retirarse, al margen de la sociedad y con espí­ritu sectario, a algún lugar en las nubes, como parece ser la tentación tanto del antiguo como del nuevo «movimien­to juvenil». El que espera, permanece fiel a la tierra (Nietzsche); su esperanza abarca al mundo y a los demás; más aún, el que espera hace suya la esperanza de toda la realidad, el anhelo de toda la creación (Rom 8, 22); en su esperanza es solidario y universal; espera y lucha por un nuevo orden de la realidad en su totalidad. Conoce implí­citamente en su esperanza lo que formularon Hegel y más todavía Marx: la libertad del sujeto individual sólo puede quedar garantizada en un orden justo en que se respete Ja libertad de todos y, por consiguiente, toda la falta de libertad, que exista actualmente todavía en alguna parte del mundo, es mi propia falta de libertad, de tal manera que nunca puedo decir «¿quién me ha nombrado guar­dián de mi hermano?» (Gen 4, 9). Por eso no es una casua­lidad, sino algo sintomático, el que todas las utopías ten­gan una articulación político-social y que el criterio para juzgarlas sea precisamente su efectividad social.

Si preguntamos ahora por la utopía política central, actualmente más viva, habrá que responder sin duda que es la utopía de la paz de la humanidad, una paz eterna y universal. La paz es hoy nuestro problema más urgente y

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nuestra mayor esperanza. Esta esperanza es utópica, to­davía nunca ha llegado a ser realidad, pero la humanidad ha alcanzado actualmente un estadio de su desarrollo en el que hay que hacer realidad esa esperanza, a no ser que queramos poner en peligro la existencia de toda la rea­lidad.

Esta forma hoy vigente de conciencia utópica mani­fiesta precisamente otro elemento decisivo de la utopía política: su inmanente limitación, en la que desde sí mis­ma apunta una trascendencia, remitiendo más allá de sí. Ya nos hemos referido a esta limitación intrínseca y a este peligro inmanente, cuando hemos hablado de la crítica con­servadora de la utopía. Existe el peligro de que la utopía, siendo por esencia expresión y guardiana de la libertad humana, se transforme en su contrario y se vuelva totali­taria. Es verdad que no debe rechazarse este peligro sin más. Por una parte: lo universal, definitivo y total no pue­de ser nunca objeto de la acción humana, esencialmente particular, histórica y parcial; el hombre intenta reaüzar lo universal y total con medios finitos, entonces desembo­ca inevitablemente en el totalitarismo. Por otra parte, nun­ca se puede crear la paz universal y definitiva entre los hombres bajo condiciones y con medios contrarios a la paz, ni la justicia con medios y bajo condiciones de injus­ticia. El que intentara esto, introduciría inmediatamente en esa pretensión y búsqueda de paz y de justicia el ger­men de una nueva injusticia y falta de paz.

Esto lleva a plantearse la pregunta atormentadora: ¿no se habrá escapado esta esperanza que anima a la humani­dad, en último término, de la caja de desgracias de Pan­dora, como afirmaría el mito?, ¿no es toda esperanza de futuro, todo compromiso y esfuerzo por la paz y la justi­cia un funesto círculo vicioso?, ¿no tendrá al final razón Sísifo en contra de Prometeo?, ¿no habrá que dar la ra­zón al mito que condena y castiga a Prometeo porque en

UTOPÍA POLÍTICA Y ESPERANZA CRISTIANA 91

último término no existe el tiempo y todo final sólo puede ser una vuelta al principio? 10

Ahora bien, la contrapregunta sería la siguiente: ¿pue­de el hombre renunciar a la esperanza sin renunciar a sí mismo?, ¿no debe, por tanto, esperar contra toda esperan­za (Rom 4, 18)?, ¿no tiene que apostar por algo, trascen­diéndose a sí mismo, por una posibilidad que está «más allá» de todas las posibilidades?

Es evidente que un orden, en el que reine la paz de un modo universal y definitivo, sólo es posible si se da un salto cualitativo. Eso, cualitativamente nuevo por esencia, no puede derivarse de las condiciones de lo anterior. Pre­cisamente en este punto, en el que toda utopía y esperanza se trasciende a sí misma, vieron el Schelling tardío y de un modo semejante M. Blondel el punto de apoyo para poder hablar de Dios en forma nueva, «posidealística-mente», con pleno sentido y de una manera comprensible. Dios es el cualitativamente totalmente otro frente al mun­do y el siempre nuevo, y sin embargo, a la vez la razón más íntima del mundo y la realización más profunda de su sentido. Por consiguiente, la utopía de la paz definitiva y universal plantea inmanentemente la cuestión sobre Dios y su promesa hecha al mundo. Así, una de las cuestiones más centrales de la humanidad actual aparece como punto de partida para hablar en forma nueva de la promesa de Dios.

II

PROMESA CRISTIANA Y ESPERANZA

Desde las investigaciones de H. Gressmann " sabemos que en el antiguo testamento, especialmente en sus estratos

10 M. ELIABE, El mito del eterno retomo, Buenos Aires 21968. 11 H. GRESSMANN, Der Ursprung der israelisch-jüdischen Eschatologie,

GUttingen 1905; ID., Der Messias, Gottingen 1929.

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más antiguos, se encuentran recogidas en múltiples for­mas las esperanzas y expectativas humanas, tanto las ra­cionales y populares como las más generales. Reciente­mente varios autores, especialmente Th. C. Vriezen n, han confirmado esa constatación de Gressmann. Esto significa que la esperanza bíblica no irrumpe simplemente como algo totalmente ajeno a las esperanzas humanas y aun po­líticas. Más bien el antiguo testamento hace suyas en gran medida las esperanzas expresadas por ejemplo en la co­mún ideología oriental del rey y del reino y en el mito del paraíso. La misma esperanza del mesías veterotestamen-taria parece haber nacido sobre la base de la ideología oriental del rey y del estilo cortesano oriental13. No sin razón schalom (paz) pudo llegar a ser un concepto central en la esperanza de salvación del antiguo y nuevo testamen­to. Schalom se convirtió verdaderamente en un nombre de Dios (Jue 6, 24) y del mesías (Miq 5, 3; Is 9, 6 s). El nuevo testamento recoge estas afirmaciones al designar a Dios como Dios de la paz (1 Cor 14, 33) y al predicar de Jesucristo: «él es nuestra paz» (Ef. 2, 14). Que no se trata de una paz del alma, meramente interna o de una paz que se dé en el más allá, lo indican textos como Is 2, 4: «juzgará entre las gentes, será arbitro de pueblos nume­rosos...» La promesa de una schalom universal no signi­fica sino la promesa del orden salvífico universal querido por Dios, el orden de toda la realidad en la justicia y la verdad (Is 11, 3 s). El último libro de la escritura vuelve a recoger esta esperanza en la imagen de la Jerusalén ce­lestial: «y enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte, ni habrá llanto, ni gritos, ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado» (Ap 21,4).

12 Th. C. VRIEZEN, Prophecy and Escbatology (VTS 1), Leiden 1953, 199-229; ID., Theologie des Alten Testaments in Grundzügen, Neukirchen o. J., es­pecialmente 303-305, 318.

13 G. VON RAD, Basileus, en ThWNT I, 565; ID., Teología del antiguo tes­tamento, I , Salamanca 21972, 395-401.

UTOPÍA POLÍTICA Y ESPERANZA CRISTIANA 93

Por tanto la promesa bíblica de un reino de paz uni­versal entre los pueblos recoge la esperanza de paz de la humanidad, pero corrigiéndola también y cambiando el acento en dos puntos decisivos, en los que se ve lo especí­fico y distintivo de la esperanza cristiana:

1. A diferencia del mito oriental del rey y del reino, la paz no es para la escritura una dimensión de los pri­meros tiempos, sino de los últimos. La escritura no funda su esperanza de paz, como lo hace el mito, en la vuelta a un orden, santo e inviolable, existente desde los tiempos primitivos, sino que la funda escatológicamente como una dimensión de promesa y como objeto de una esperanza fu­tura, no como realidad mítica, sino como realidad que de­be realizarse históricamente. La idea mitológica de paz exige continuamente la guerra y la violencia para defender el orden antiguo y los derechos hereditarios; la promesa bíblica de paz no conoce tal «ritual del statu quo» 14, ni condiciones de posesión y de derecho que existan de una vez para siempre; es dinámica e histórica; no sólo tolera los cambios históricos, sino que los provoca directamente, por­que conoce la fundamental provisionalidad, ambigüedad e imperfección de todo orden político realizado en la his­toria. Así es inherente a la esperanza cristiana de paz el poder inmenso de la negación (Hegel), que remueve toda situación estacionaria, orientándola a una meta superior. En correspondencia con esto el papa Pablo vi, en la alo­cución de navidad de 1963, cambió la definición tradicio­nal agustiniana de paz, como tranquiílitas ordinis, por la definición de la paz como «equilibrio del movimiento» 15, concreción que en la encíclica Populorum progressio enri­queció con el axioma ya conocido: «El desarrollo es el nue-

14 H. P. SCHMIDT, Schalom: Die hebraisch-cbristliche Vrovokation, en Welfriede und Revolution, Hamburg 1968, 188.

M Citado en Herder-Korrespondenz 18 (1964) 246.

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94 SITUACIÓN ACTUAL DE LA FE

vo nombre de la paz» u. Aunque alguien pueda opinar que en otras declaraciones papales, como por ejemplo la teni­da en Bogotá, todavía no se ha llevado este axioma hasta sus últimas consecuencias, sin embargo resultan fácilmente evidente las consecuencias políticas concretas tan decisivas que este axioma podría tener siempre allí donde posicio­nes jurídicas anquilosadas se contraponen fuertemente en­tre sí o bloquean un desarrollo necesario.

2. La apertura al futuro y el dinamismo histórico de la esperanza de paz cristiana se fundan últimamente en que la escritura resume todas las promesas y esperanzas particulares y concretas en esta única promesa fundamen­tal: «Yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo» (Jer 7, 23). Emmanuel, Dios-con-nosotros (Is 7, 14), Dios todo en todo (1 Cor 15, 28), ésta es la única promesa en las muchas otras promesas. Investigadores del antiguo tes­tamento como O. Procksch, W. Eichrodt, Th. C. Vriezen, H. D. Preuss y otros, han indicado que la esperanza esca-tológica es para el antiguo testamento en último término un problema teológico (en el sentido propio de la palabra) y representa una cuestión de teodicea ". Se trata de la es­peranza de que Dios al final se mostrará como Dios, que hará prevalecer su derecho de creador y se mantendrá fiel a su alianza. El mismo nombre «Yahvé» (Ex 3, 14) que da a Dios el antiguo testamento, expresa esta promesa: «Yo soy el que está ahí», es decir, el que existe con voso­tros y para vosotros. Agustín ha escrito al interpretar el salmo 72, «Ipse (Deus) post hanc vitam sit locus noster» 18.

16 N. 87. 17 O. PKOCKSCH, Tbeotogie des Alien Testaments, Gütersloh 1950, 582;

W. EICHRODT, Theologie des Alten Testaments I, 340 s; Th. C. VRIEZEN, Tbeologie des Alten Testaments, 302 s, 321 s; H. D. PREUSS, Jahweglauben ttnd Zukunftsenvartung, Stuttgart 1968, passim, especialmente 205 s.

18 AGUSTÍN, Bnarrationes in Ps. XXX, serm. 3, n. 8: PL 36, 252. Además H. U. VON BALTHASAR, Eschatologie, en Fragen der Theologie beute, Einsiedeln 1957, 407.

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Apenas podrá concebirse una reducción y concentración más genial de todas las afirmaciones particulares sobre las realidades últimas que la de que Dios mismo es nuestra «última realidad».

Sólo en la confianza en Dios, en quien todo es po­sible (Me 10, 27) encuentra la esperanza cristiana la fuerza para esperar contra toda esperanza (Rom 4, 18). Sólo en la fe en el Deus semper maior encuentra la legi­timación para distanciarse críticamente de todas las ab-solutizaciones intramundanas. Y también, y esto nos in­teresa especialmente en este contexto, de las utopías his­tóricas de la humanidad. A fin de cuentas estas utopías son, expresado bíblicamente, ley y con ello confianza en la fuerza y poder humanos e intramundanos, confianza en las fuerzas latentes en el dinamismo histórico y en la evolución, extrapolación del pasado dentro del futuro. Sólo puede existir lo primigeniamente nuevo, lo que has­ta ahora no ha existido, lo fabulosamente nuevo allí don­de Dios existe y donde él actúa y habla de una manera absolutamente libre. No en vano la afirmación de que «él es nuestra paz» se hace en un contexto en el que se habla de la derogación de la ley (Ef 2, 14 s). Esto sig­nifica lo siguiente: aquí se rompe con la tiránica arbitra­riedad y la nula impotencia de los poderes de raza y clase, nacionalidad y confesionalidad, origen y educación, poder y dinero. Como ya no ponemos nuestra esperanza en eso, cesan también las enemistades viejamente arrai­gadas y se derriba el muro de separación. La promesa de la amistad de Dios pone un nuevo principio y funda una amistad nueva entre los hombres. Así la utopía polí­tica y la esperanza cristiana se encuentran al final en una relación muy dialéctica de unión en la contradicción. A los profetas que ofrecen la salvación de las utopías se opone bruscamente el grito: «Dicen: ¡paz, paz!, sin em­bargo, ¿dónde está la paz?» (Jer 6, 14; Ez 13, 10).

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Pero — se impone ahora esta contrapregunta —, ¿no puede hacerse también la pregunta de Jeremías con el mismo tono crítico al anuncio cristiano de la esperanza? ¿Dónde está esta paz? Casi sin querer viene a la memo­ria el dicho burlón de A. Loisy: «Jesús anunció el reino de Dios y ha venido la iglesia» 19. Y esa iglesia no sólo ha desarrollado una teoría sobre la guerra justa, sino que bastante a menudo se ha convertido en mantene­dora de lo existente, en defensora de los poderosos y en motivo y objeto de discordia. Por consiguiente, puestos a juzgar por los fenómenos históricos, ¿no se encuentran la esperanza general humana y la promesa cristiana ante el mismo dilema, ante el dilema del fracaso de su cum­plimiento? En el campo de la teología se trata esta cues­tión como el problema de la dilación y retraso de la pa-rusía. Pero no es sólo un problema del nuevo testamen­to; G. Fohrer ha mostrado que ya el antiguo testamento está lleno de esperanzas próximas y decepciones por la tardanza en el cumplimiento de lo prometido y espe­rado20.

III

EL CUMPLIMIENTO DE LA PROMESA

En esta tercera parte, basándonos en lo que acaba­mos de decir, tenemos que enfrentarnos todavía con el problema sin duda más difícil, el problema del cumpli­miento de la promesa. El sueño del cumplimiento de la promesa cristiana ocupa la historia occidental desde Joa­quín de Fiore en el siglo xm, que predijo la culminación y final de la época de Cristo por una época del Espíri­tu santo. La teología eclesiástica, tanto por Tomás de

" A. LOISY, L'évtmgile et l'église, París B1930, 153. 20 G. FOHRER, Die Struktur der alttestamentlichen Eschatologie: ThLZtg

85 (1960) 401-420.

UTOPÍA POLÍTICA Y ESPERANZA CRISTIANA 97

Aquino como por Buenaventura, ha rechazado esta teo­logía de la historia apoyándose en el argumento teoló-gico-bíblico de que la plenitud del tiempo se ha manifes­tado de una vez para siempre en Jesucristo, no pudiendo existir por tanto ninguna época histórico-salvífica des­pués y más allá de Cristo21. A pesar de este rechazo unánime por parte de la teología oficial de la iglesia, las ideas del monje Joaquín, como K. Lbwith ha expuesto de­talladamente, han tenido una larga e intensa repercusión en la historia 22. Entre otros, pervivieron en Cola di Rien-zo, en la ilustración (Voltaire, Lessing), en el pietismo de Württemberg desde donde entraron en la filosofía de la historia de Schelling y Hegel; todavía influyeron en el loco sueño de un tercer reino milenario, que soñaron los nacionalsocialistas en este siglo. En la actualidad el mar­xismo podría considerarse como el más importante «efec­to a distancia» de aquellas especulaciones tan notables y curiosas. Todos estos movimientos tratan de una u otra forma de la realización y cumplimiento histórico de la promesa histórica del reino de paz, de justicia y de ver­dad o, formulado marxísticamente, del paso de la mera protesta impotente contra la injusticia y la violencia a la revolución práctica, de no sólo esperar pacientemente hasta que venga del cielo la nueva Jerusalén como pro­mete la escritura (Ap 21, 1), sino de poner manos a la obra para construirla desde la tierra. Es evidente que la actual teología horizontal, que trata de cambiar la tras­cendencia vertical por una trascendencia horizontal, pro­yectada hacia el futuro, está inspirada por deseos seme­jantes.

Las pocas alusiones bíblicas que acabamos de mencio-

21 Cf. J. RATZINGER, Die Ceschicbtstbeologie des heiligen Bonaventura, München 1959.

22 K. LOWITH, Weltgescbicbíe und Heihgescheben. Die theologischen Vo-raussetzungen der Geschichtsphilosophie, Stuttgart *1961.

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nar muestran claramente las limitaciones teológicas in­herentes a ese intento: Jesucristo es la plenitud insupe­rable del tiempo (Me 1, 14; Gal 4, 4); la nueva Jerusa-lén no proviene por una revolución o evolución del aquí abajo, sino viene de arriba, del cielo (Ap 21, 1). Pero re­sultaría una falta de visión el pasar por alto los legítimos deseos y aspiraciones encerrados en esas ideas, con tal de no entenderlas de una manera exclusiva, sino como corrección de deficiencias anteriores. Teilhard de Char-din fue, sin duda, uno de los primeros en captar las con­secuencias fatales que lleva consigo la alternativa entre una trascendencia vertical y una trascendencia horizontal, pues en la medida en que el cristianismo cesa de coger todo lo humano sobre la tierra, pierde lo arrebatador de su fuer­za vital y el encanto de su fuerza de atracción; se deshuma­niza y se vuelve insulso, frío e imposible de asimilar23.

Así se nos plantea actualmente la tarea urgente y pe­rentoria de redescubrir y recalcar los elementos utópicos en la fe cristiana. Se trata de vivir y dar testimonio del futuro prometido en las condiciones actuales. La manera de anticipar aquí y ahora el futuro escatológico es, para expresarlo bíblicamente, el amor cristiano y, por cierto, con toda la radicalidad con que se predicó y anunció en el sermón de la montaña. Las exigencias del sermón de la montaña de una total renuncia a la violencia y una ca­ridad sin reservas, vistas con ojos meramente humanos, representan una utopía que, como Tolstoi afirmó, no sin razón, debería suprimir todos los órdenes jurídicos y es­tatales actualmente existentes. Cristianamente conside­rado, el amor es la actitud escatológica que intenta reali­zar, en las condiciones todavía existentes de la era anti­gua, la era y el tiempo nuevo ya iniciados. En el marco de un orden social estático, como el que existía en tiem-

28 P. TEILHARD DE CHARDIN, Die Zukunjt des Menschen, Olten-Freiburg 1963, 350.

UTOPÍA POLÍTICA Y ESPERANZA CRISTIANA 99

po del nuevo testamento, el amor cristiano no podía transformar las estructuras. Sin embargo, en el marco del actual orden dinámico, ese amor debe ser también transformador de las estructuras. Actualmente el amor cris­tiano al prójimo ya no puede consistir sólo en el amor de persona a persona, ni en dar limosnas, ni en remediar únicamente la necesidad aguda; el amor cristiano hoy de­be traducirse también en el cambio de las condiciones que crean la necesidad, por tanto, entre otras cosas, en ayuda al desarrollo, en una política social, educativa y de construcción de viviendas. Actualmente ya no se exige ese amor sólo a un nivel personal, local y nacional, sino sobre todo a un nivel internacional, en la relación de las naciones industriales ricas con los pueblos pobres del tercer mundo.

En nuestro contexto no podemos olvidar el proble­ma afín, tan discutido actualmente, de la violencia re­volucionaria. Lo cierto es que no parece ser el problema teológico central, sino una cuestión marginal que debería resolverse según la situación dada, por tanto casuística­mente, conforme a las normas tradicionales del derecho a la resistencia, tal como se exponen de nuevo en la en­cíclica Populorum progressio24. Para decirlo sin rodeos: en determinadas circunstancias un cristiano podrá colabo­rar y aun tomar la iniciativa en una revolución determi­nada, pero no puede haber una teología cristiana de la revolución.

Sin embargo, no es ahí donde se plantea el problema propiamente teológico, sino más bien en la cuestión si­guiente: qué significación concreta tiene para el hombre y para el mundo la diferencia hace poco indicada entre promesa cristiana y utopía política y cómo puede hacer­se inteligible esa diferencia en la actualidad. Formulán-

M N. 31.

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100 SITUACIÓN ACTUAL DE LA FE

dolo de otra manera: ¿por qué no queda simplemente absorbido el amor cristiano por el amor al prójimo?, ¿por qué existe una diferencia, imposible de suprimir, entre el amor de Dios y el del prójimo?, ¿por qué no puede transformarse la esperanza cristiana del futuro simple­mente en una teología horizontal de la revolución, en una teología operativa del progreso intrahistórico, etc.?, ¿por qué el cumplimiento de las expectativas humanas y de la promesa cristiana no pueden nunca realizarse sólo en una dimensión ultramundana? ¿Se trata de algo más que de residuos ideológicos actualmente superados o cómo podemos hablar hoy de Dios de una manera responsable? Con esta pregunta volvemos al problema planteado al principio. Esta pregunta es la que preocupa actualmente no sólo a la teología sino a la fe cristiana en general, si es que está interesada en una continuidad por lo menos sustancial con la escritura y la tradición.

Para terminar vamos a tratar brevemente otros dos aspectos.

Ya hemos aludido antes al primero: el intento de rea­lizar dentro de la historia lo total y definitivo lleva nece­sariamente consigo una nota de totalitarismo y de violen­cia. Por eso, la paz en un sentido universal y definitivo no puede ser nunca objeto de la acción humana, esencial­mente particular. De aquí se sigue que la reserva escato-lógica, según la cual la paz definitiva y universal sólo puede ser obra de Dios, significa la oposición intrínseca más fuer­te a toda forma de totalitarismo. Esto no significa que la esperanza cristiana deba eximirse del compromiso intra­histórico; por el contrario, exige tanto más del cristiano el comprometerse con lo dado aquí y ahora, porque esto dado aquí y ahora es lo único posible para el hombre. La esperanza cristiana prohibe e impide sacrificar la gene­ración presente, en nombre de ninguna utopía, al Moloch de un futuro anónimo; y obliga además a la tolerancia

UTOPÍA POLÍTICA Y ESPERANZA CRISTIANA 101

frente al hombre, que aparece como contrario, porque nadie puede reivindicar para sí el poseer simplemente «la» verdad, «el» concepto y «la» solución. Finalmente, sólo así puede fundamentarse la dignidad inviolable aun de aquella persona que por enfermedad, una desgracia, la edad, etc., ya no puede aportar nada al progreso intra­histórico. En una palabra, el axioma de que nunca puede rebajarse al hombre a puro medio, sino que siem­pre debe considerársele como fin, sólo puede mantenerse si la dignidad del hombre está fundamentada en la digni­dad absoluta de Dios. Sólo puede oponerse eficazmente a la instrumentalización del hombre quien reconozca que el fin del hombre radica en lo últimamente sin fin. Por eso la oración, meditación y contemplación, precisamente por su falta de finalidad ultramundana, pueden prestar un ser­vicio esencial a la paz y a la libertad del hombre y del mundo. Por consiguiente, la iglesia no sólo sirve a Dios al servir al hombre; también presta un servicio al hombre, al servir a Dios.

Un segundo aspecto, esencialmente especulativo, pue­de servir de profundización a este primero, más bien prác­tico y presentar a la vez las aporías, por lo menos hasta hoy no resueltas, en las que se encuentra especialmente la dialéctica marxísta de la historia. Su utopía de un huma­nismo absoluto, en el que el hombre es lo más grande para el hombre, cuando el hombre no sea ya un ser esclavizado y despreciado, cuando quede suprimida toda alienación en­tre los hombres, entre el hombre y la sociedad así como entre los hombres y la naturaleza, cuando por tanto se realice un reino universal de paz y de libertad, parte del presupuesto de que el hombre es en la historia causa sui, su propio creador. Pero al pensar así, ¿se tiene suficiente­mente en cuenta que la libertad humana situada corporal-mente, actúa siempre necesariamente en el ámbito de una realidad anteriormente dada y por consiguiente ajena a

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ella? Hay que transformar y humanizar históricamente la naturaleza por medio de la cultura, pero esa naturaleza es y sigue siendo algo dado anteriormente al hombre y nunca totalmente posible por el hombre. Como el hombre no puede ser absolutamente señor de su mundo, sólo cabe esperar la reconciliación definitiva entre el hombre y su mundo de una libertad creadora absoluta.

La alienación entre hombre y mundo alcanza su culmen en la muerte del hombre, ante la que fracasan últimamente todas las utopías puramente políticas. En la muerte expe­rimentamos la impotencia e inutilidad de nuestros proyec­tos del futuro. Por tanto, si la esperanza ante la muerte no es algo definitivamente vano, sólo puede haber una esperanza contra toda esperanza en Dios, que da vida a los muertos (Rom 4,17; 2 Cor 1,9), cuyo poder se ex­tiende hasta la misma nada, que posee y proporciona un futuro, aún más allá de la frontera de la muerte, porque puede llamar a la existencia a lo que no existe (Rom 4,17). En todo caso, frente a la amenaza que plantea la muerte a toda esperanza, no parece existir de hecho una respuesta mejor que la posible cristianamente, fallando en este punto las demás utopías.

Así Dios aparece como la esperanza de nuestra espe­ranza, como la reconciliación de nuestros esfuerzos de reconciliación, como la libertad que hace libre a nuestra libertad y, hasta podríamos decir, como la única fuerza que anima y autoriza nuestras utopías en sí mismas, por­que sólo él puede ser el cumplimiento de todo lo que ellas se proponen. Con esto también se ve que esas utopías tratan de conseguir algo que se encuentra más allá de la dimensión que puede designarse como política, que lo polí­tico representa una condición previa necesaria e indispen­sable para ese cumplimiento, pero sin ser la meta misma. Es condición de la paz y de la libertad, pero no es la paz y libertad mismas. Hace libre sólo en cuanto libera para

UTOPÍA POLÍTICA Y ESPERANZA CRISTIANA 103

eso otro y no ocupa toda la libertad. Pero también hay que decir lo siguiente: actualmente no puede hablarse ya de este Dios de la esperanza y de la paz, sino demostrando que en las espectativas y esperanzas de los hombres por la paz y la justicia se encierra la esperanza cristiana y eso sólo puede hacerse convirtiéndose en la práctica en tes­tigo de esa esperanza y tomando partido por los privados de sus derechos y los esclavizados, por los olvidados y los pobres. La esperanza cristiana no se hace digna de crédito cuando destruye las utopías políticas, sino sólo cuando las alienta y anima.

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III Predicación de la fe

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4 ESCRITURA - TRADICIÓN -

PREDICACIÓN *

i

ANTES Y DESPUÉS DEL VATICANO II

1. ¿Cuál es la verdadera cuestión?

El texto primitivo del esquema sobre la revelación provocó, durante la primera sesión del concilio Vaticano n, el primer gran enfrentamiento fundamental de las dos ten­dencias existentes entre los padres conciliares. Este en­frentamiento, en el que intervino personalmente el papa Juan XXIII, mandando retirar el texto primitivo del orden del día, decisión dramáticamente sentida, marca uno de los más importantes capítulos en la historia más reciente de la iglesia; la iglesia abandona una mentalidad convulsiva, puramente defensiva y fácil a juicios negativos y adopta un espíritu nuevo dispuesto al diálogo con los que piensan y creen de manera distinta. En esta controversia no se ventilaba tanto el contenido de cuestiones teológicas con­cretas, cuanto la decisión fundamental de si en adelante la iglesia debía continuar en su rígida actitud antimoder­nista, basada en el miedo y la inquietud, o si se iba a atre­ver a entrar confiadamente en una nueva época, sólo clara

* Publicado por primera vez en: T H . FILTHAUT (ed.), Umkehr una Urneuttung. Kirche nach dem Konzil, Mainz 1966, 13-41.

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108 PREDICACIÓN DE LA FE

en sus contornos más amplios, llena de posibilidades, aun­que naturalmente también de peligros x.

Resulta significativo que este «viraje» se diera preci­samente al tratar el problema de la «escritura y la tradi­ción», en la «lucha por la Biblia», como se lo llamó. Esto revela que esa nueva apertura no se debe a indiferencia, ni persigue como meta una falsa acomodación de la iglesia al mundo, sino significa una vuelta creadora a los orígenes, al testimonio apostólico tal como se nos transmite en la escritura y la tradición. Por eso el tema «escritura y tradi­ción» no es meramente una cuestión debatida dentro de la teología, sino más bien está en el vértice del deseo pasto­ral del concilio Vaticano n, que persigue la actualización de la iglesia. El tema primordial no era la controversia, tenida antes del concilio y durante éste a veces de forma tan violenta, sobre la plenitud de contenido de la escritura en relación con la tradición; esto representaría sólo un aspecto parcial subordinado dentro del conjunto total, con­sistente en la determinación de la relación entre el evan­gelio y la iglesia. La verdadera cuestión es cómo volver a hacer presente el evangelio en el mundo de hoy a través de la iglesia. Con esto la cuestión de la relación entre escritura y tradición desemboca en el debate, tan vivo actualmente, sobre todo dentro de la teología protestante, sobre el problema hermenéutico2.

2. Un problema insuficientemente planteado

Por el planteamiento expuesto se ve claro que el con­cilio tuvo que afrontar este debate bastante impreparada-

1 J. RATZINGER, Die erste Sitzungsperiode des Zweiten Valikaniscben Konzzils - Ein Mckblick, Koln 1963, 38-46.

2 J. M. ROBINSON - J. B. COBB (ed.), Die neue Hermeneutik, Zürich-Stuttgart 1965.

ESCRITURA - TRADICIÓN - PREDICACIÓN 109

mente. El planteamiento de la cuestión sobre la escritura y la tradición en la discusión inmediatamente anterior al concilio no correspondía al fundamental deseo pastoral del mismo concilio y a la discusión hermenéutica, tal como se planteaba sobre todo en el campo no católico. J. R. Gei-selmann3 había planteado la cuestión de si el concilio de Trento había opuesto realmente al sola scriptura de los protestantes la doctrina de la insuficiencia de la escritura en cuanto al contenido; tanto él como la mayoría de los teólogos eminentes de la actualidad pensaban que el tri-dentino no había decidido nada a este respecto y que por tanto también dentro del catolicismo podía defenderse la opinión de que la escritura contiene todas las verdades de la fe.

Cada vez existía más el peligro de que esta discusión se convirtiera en algo estéril, pues todo dependía del sen­tido que se diera a la expresión «estar contenido». Natu­ralmente nadie afirmaba que todo dogma tuviera que pro­barse por la escritura, cosa sencillamente imposible por ejemplo en el caso del dogma de la asunción de María; en la situación actual de la investigación exegética tampoco pueden probarse simplemente a partir de la escritura las verdades de fe trinitarias y cristológicas, en las que coinci­den todas las iglesias. Por consiguiente, una de las tenden­cias teológicas sólo podía entender el «estar contenido» refiriéndose al núcleo, a la raíz, al principio de las verdades de fe. Ahora bien, la otra tendencia por lo general no negaba esto, pues también admitía que todas las verdades de salvación que hay que creer están atestiguadas en la escritura y que las otras verdades tienen naturalmente su fundamento en esas verdades centrales. Por eso se habla-

3 En resumen: J. R. GEISELMANN, Sagrada escritura y tradición. Historia y alcance de una controversia, Barcelona 1968. Las posiciones, coincidentes en lo fundamental, las indica H. KÜNG, Estructuras de la iglesia, Barcelona 21969.

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110 PREDICACIÓN DE LA FE

ba de un fundamento en la escritura, pero no de un argumento de escritura, para todas las verdades de fe (DS 3900).

Y aun podían afirmar con cierta razón los defensores de la teología tradicional postridentina que no se hace ningún favor a la escritura cuando, por un abuso y extra-limitación del concepto «estar contenido», se la convierte en campo de juego de una exégesis irresponsable, que sólo puede producir horror a los hermanos separados y que necesariamente tiene que sentirse como una apologética atormentada4.

Así no se podía dar un paso más. Hay que reconocer abiertamente el mérito indiscutible de J. R. Geiselmann al haber iniciado y puesto en marcha en nuestro siglo una de las discusiones teológicas más importantes y al haber roto el inmovilismo en el que había caído, si no la totali­dad, sí una gran parte de la teología postridentina, al ha­ber dividido mecánicamente las verdades de la revelación en escritura y tradición. Geiselmann ha vuelto a poner de relieve la unidad orgánica de ambas dimensiones, afirman­do que por esta correspondencia interna de escritura y tradición, la doctrina católica, aun sin la tesis de la insu­ficiencia material de la escritura, se sigue diferenciando ahora como antes de la doctrina protestante de la sola scriptura. Pero Geiselmann, al hacer la antítesis, se ha mantenido a su vez ligado al planteamiento de la tesis impugnada por él. Lo único que hizo fue dar una respuesta distinta a esta cuestión de la teología postridentina, pero sin llegar a preguntarse sobre la fundamental rectitud teo­lógica de planteamiento mismo.

El solo hecho de que el concilio de Trento no aporte casi nada a esta cuestión, siendo claro que apenas se inte-

4 H. SCHAUF, Die Lehre der Kirche über Schrift tmd Tradition in den Katechismett, Essen 1963, 207.

ESCRITURA - TRADICIÓN - PREDICACIÓN 111

resa por ella5, y no pudiéndose por tanto traerlo a cola­ción ni a favor ni en contra de la tesis de la suficiencia de la escritura en cuanto al contenido, ya este solo hecho tendría que haber indicado que aquí no se trata sólo de que una teología de escuela responda falsamente una cues­tión en sí correctamente planteada, sino de que o bien se plantea al concilio una cuestión fundamentalmente falsa o que por lo menos su planteamiento es deficiente6.

3. El fondo de la controversia

Evidentemente, en esta controversia se debatían, la mayoría de las veces no declarada e inadecuadamente, cues­tiones mucho más profundas. Una de las tendencias veía la tesis de la suficiencia de la escritura como el resorte para lograr una renovación de la iglesia a partir del espí­ritu de la escritura y para avanzar en el diálogo ecuménico. También veía en ella un cierto contrapeso al realce uni­lateral de la tradición viva, que se manifiesta en la respec­tiva conciencia actual de la fe de la iglesia, cuya voz es el magisterio eclesiástico. Este concepto de tradición, no con­trolable ya por nada, que se desvinculaba cada vez más de los orígenes históricos, fácilmente influenciable además por muchos factores extrateológicos y casi manipulables, fue el que sirvió de base para los dos dogmas marianos de 1854 y 1950. Al recalcar y acentuar, en cierto modo, la suficiencia de la escritura, lo que se quería obviar era un desarrollo progresivo en esta dirección.

La otra tendencia temía que al admitir la suficiencia

5 Esto fue puesto de relieve sobre todo por J. BEUMER, Die mündliche fíherlieferung, en Handbuch der Dogmengescbichte 1/4, editado por M. SCHMAUS y A. GRILLMEIER, Freiburg i. Br. 1962, 74 s.

" Así con razón J. RATZDJGER, Sin Versuch zur Vrage des Traditionsbegriffs, rn K. RAHNER - J. RATZINGER, Offenbarung und Überlieferung, Freiburg i. Br. I96J, 30 s.

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112 PREDICACIÓN DE LA FE

de la escritura, la fe quedara entregada al magisterio de los exegetas y se cayera en un biblicismo inmovilista. Esta tendencia, por aquello de que los extremos se tocan, vino a caer en una situación paradójica: precisamente los anti­modernistas rígidos, con su concepto de tradición, se apro­ximaron extraordinariamente al modernismo, pudiéndose decir de ellos que el deducir todos los dogmas eclesiásticos a partir de la conciencia actual de la iglesia representa en el fondo un idealismo teológico, no sujeto ya a ninguna instancia anterior, lo cual presupone una mentalidad típi­camente modernista.

Por eso la teología protestante tachaba la mayoría de las veces a este concepto católico de tradición de entusias­mo modernista. K. Barth7 pone fundamentalmente en un mismo plano la teología protestante liberal y la teología católica postridentina, pues, según él, para ninguna de las dos constituye la escritura una instancia crítica. En cambio, la mayoría de los teólogos protestantes consideran la cues­tión de la suficiencia o insuficiencia de contenido de la escritura como un problema meramente intracatólico, sin importancia fundamental para el diálogo ecuménico, por estar en el marco de un concepto católico de iglesia y tra­dición que prescinde de la escritura8.

Ya se ve con esto cuál era el verdadero problema que, a menudo velada e inconscientemente, se debatía en esta controversia: cuál es la norma última y por encima de la iglesia; cómo la revelación, singular en el tiempo, puede ser de una vez para siempre norma permanente de la predicación eclesial; por qué criterios debe regirse la actua­lización del evangelio. No puede negarse que ambas ten­dencias aducen razones poderosas para responder a esta cuestión. Mientras la primera, al poner de relieve la sufi-

i K. BARTH, Kirchliche Vogmatik 1/1,68 s; II /2, 606 s. 8 G. EEELING, «Sola Scriptura» und das Problem der Tradition, en Scbrift

und Tradition, editado por K. E. SKYBSGAARD - L. VISCHER, Zürich 1963,112.

ESCRITURA - TRADICIÓN - PREDICACIÓN 113

ciencia de la escritura, acentúa la importancia y perma­nente superioridad del comienzo apostólico de la iglesia, insistiendo con ello en la singularidad histórica de la reve­lación histórico-salvífica, la segunda pone el acento en la presencia permanente de la palabra y la obra de Cristo en la iglesia por medio del Espíritu santo. ¿Cómo pueden unirse ambos puntos de vista? ¿Ha respondido el concilio a esta cuestión?

4. ¿Ha dado el concilio una respuesta?

La constitución dogmática sobre la revelación, publi­cada al final de la cuarta sesión, representa en conjunto uno de los documentos más maduros y abiertos del con­cilio, como puede verse por los siguientes aspectos: a dife­rencia del corte rígidamente antimodernista del primer esquema, presenta una apertura relativamente grande fren­te a las cuestiones de la exégesis histórico-crítica; en con­junto se da un tratamiento positivo a cuestiones tan larga­mente discutidas de la historia de las formas y de la redac­ción (n. 18) así como a la de los géneros literarios (n. 12); en lugar de las concepciones neoescolásticas, de un redu­cido intelectualismo, encontramos un concepto de revela­ción (n. 26) y de fe (n. 8) unitario, complexivo y personal; todo el último capítulo presenta un carácter marcada­mente pastoral.

El capítulo menos satisfactorio es el segundo que, bajo el título «transmisión de la revelación divina», trata de la relación entre escritura y tradición. Este capítulo aborda directamente la cuestión que nos ocupa sobre la comunica­ción de la revelación a cada época. Tampoco hay que pasar por alto los avances y progresos en este tema. Indi-quémoslos brevemente:

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114 PREDICACIÓN DE LA FE

1. Se abandona definitivamente el hablar de tradi­ciones no contenidas en la escritura. Escritura y tradición forman una unidad intrínseca, inseparable y no dos fuen­tes aisladas de la revelación (n. 9). Por esto la tradición contiene toda la revelación (n. 8).

2. No se considera tradición sólo la tradición «oral». La tradición se realiza mucho más en toda la vida y por medio de toda la praxis de toda la iglesia orante y cre­yente (n. 8).

3. La tradición está fundada en el Espíritu santo que vivifica la iglesia. Esa tradición es viva vox evangelü in ecclesia, predicación viva del evangelio y no un archivo muerto y un museo de verdades de fe. La tradición es la comprensión viva y la actualización del mensaje original (n. 8).

4. En el último capítulo, de orientación pastoral, se pone de relieve la significación e importancia salvífica de la escritura, que no es una mera cantera de la que extraer pruebas, ni sirve primariamente para la enseñanza e ins­trucción. La lectura de la escritura, unida con la oración, tiene que ser más bien interpelación, vida y fuerza para el hombre, un diálogo de Dios con el nombre (n. 21.25.26).

Estas afirmaciones representan progresos muy nota­bles. Tomadas en conjunto afirman que la actualización del evangelio se realiza por el testimonio vivo, lleno del espí­ritu, de toda la iglesia, no sólo por su doctrina, ni tam­poco sólo por la palabra, sino por su vida, su liturgia y su praxis. Con esto la cuestión sobre la escritura y tradición y el planteamiento hermenéutico en general han dejado de ser una mera cuestión sobre las fuentes de argumenta­ción de la doctrina eclesiástica y una comunicación inte­lectual de la primitiva revelación a nuestra época actual.

A pesar de estos progresos, el capítulo segundo aparece como un producto típico de compromiso. Casi se elude

ESCRITURA - TRADICIÓN - PREDICACIÓN 115

temerosamente la cuestión que ha conmovido tanto los ánimos en la teología católica durante los últimos años y de la que también depende todo para el diálogo ecumé­nico, es decir, la cuestión sobre el lugar y función espe­cial de la escritura. El concilio parece poner toda su fuerza en unir firmemente una con otra. La escritura y la tradi­ción. Esto se ve sobre todo por la formulación de que no debe extraerse la certeza sobre las verdades de la revela­ción sólo de la escritura (non per solam scripturam: n. 9). Formulación introducida en el texto sólo después del de­bate por sugerencia directa del papa. Se pone muy clara­mente de relieve que la tradición comprende la totalidad del contenido de la fe (n. 8); en cambio en ninguna parte se afirma algo semejante en los últimos años en el primer plano de la discusión. Y aun el capítulo, que según su título trata del lugar de la escritura en la vida de la iglesia, recalca dos veces que la escritura sólo junto con la tradi­ción puede ser la norma suprema de la iglesia (n. 21.24).

Por tanto hay que decir lo siguiente: el concilio no ha decidido ni la cuestión acerca de la suficiencia de la escri­tura en cuanto al contenido, ni la del lugar especial de la escritura, o no las ha considerado maduras para una deci­sión. Además hay que añadir: el concilio ha hecho bien en no decidir esta cuestión tal como se planteaba antes del concilio, no sólo porque el dejar abiertas cuestiones con­trovertidas dentro de la iglesia responde a una sana praxis conciliar, sino también porque el problema estaba insufi­cientemente planteado. Sin embargo, el concilio ha apun­tado en la dirección recta, pues todo el talante de los textos refleja que no se quieren reconocer y afirmar tradi­ciones junto a la escritura. Por lo demás, el concilio ha ido más allá de esta cuestión. Al pasar de la cuestión sobre el mero estar contenido o no estar contenido, a la cuestión sobre el testimonio vivo y activo de fe de la iglesia, ha planteado el problema mejor y en forma nueva.

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116 PREDICACIÓN DE LA FE

5. Nuevas perspectivas

Aunque el concilio no haya decidido y apenas haya tra­tado expresamente la cuestión hermenéutica planteada por nosotros, en los textos conciliares se encuentran suficientes indicaciones, que apuntan en una determinada dirección, por la que pueden ir con éxito la praxis futura y la ciencia teológica. En continuidad con algunas indicaciones del Vaticano i (DS 3020) resulta interesante que el concilio, al rozar el problema hermenéutico, no habla de que éste se resuelva por el camino de una explicación lógica o por un proceso orgánico de crecimiento y maduración. Más bien el concilio habla de un conocimiento y experiencia espiritual, que tiene la iglesia en la praxis de su predica­ción (n. 8). Es importante constatar que también la cons­titución sobre la iglesia, al hablar del sentido de fe de los fieles, da especial valor al hecho de que el testimonio de los creyentes se cumple en las circunstancias corrientes de la vida (n. 53). Por tanto, el sentido de fe de la iglesia en una época determinada no se expresa con su mayor pureza cuando la iglesia se encierra en una mentalidad de gueto, puramente introvertida, y en una llamada «inque­brantable fidelidad», porque ni siquiera ha llegado a cono­cer las cuestiones y problemas del momento y «continúa creyendo» (J. B. Metz) simplemente detrás de sus puertas cerradas, sino cuando se confronta la fe con el mundo y con el momento concreto, dejándose inquietar por sus pro­blemas. El concilio habla de que precisamente en el en­cuentro de la iglesia con el mundo se manifiesta la pre­sencia permanente de Dios en su iglesia por medio de su Espíritu.

Todas estas indicaciones están en la línea de la actitud pastoral fundamental del concilio y esto es lo que les da un peso mayor. Todas apuntan en una determinada direc-

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ción: el problema hermenéutico ha dejado de ser un pro­blema meramente intelectual, pasando a ser más bien una «hermenéutica de la misión cristiana» 9. Las pautas para la transmisión del mensaje evangélico tienen que elaborarse a partir de la misión y del servicio que ese mensaje tiene respecto al mundo. Una predicación será adecuada cuando resulte capaz de despertar en la situación correspondiente, fe, esperanza y amor cristianos. Entonces, cuando y donde suceda esto, será cierto que la fe apostólica original, que supera al mundo, se ha hecho eficazmente presente.

Todavía apenas se ha desarrollado metodológica y cri-teriológicamente esta «hermenéutica de la misión cristiana», es decir, una interpretación del mensaje cristiano a partir de la misión confiada a la iglesia; tal hermenéutica nos exi­girá revisar a fondo, no sólo el método de la teología, sino también la esencia y la forma de la predicación. Para esto harían falta primero muchos trabajos preparatorios. Prime­ramente habría que reflexionar sobre la esencia y relevan­cia teológicas de la historia y de la historicidad, que sin duda no representa sólo una serie de realizaciones casuales de una idea esencial general; haría falta una reflexión so­bre la esencia del kairos bíblico; habría que prolongar la lógica del conocimiento existencial y las cuestiones de la ética existencial; y no en último término se necesitaría una pneumatología desarrollada, muy pobremente elabo­rada en nuestra teología occidental.

En relación con una tarea tan amplia, los capítulos siguientes sólo persiguen la modesta meta de lograr, den­tro de este nuevo planteamiento, unos cuantos primeros principios fundamentales, preguntándonos por ello nueva­mente sobre las dos dimensiones, escritura y tradición, con las que se circunscribe tradicionalmente el problema her­menéutico. Naturalmente aquí sólo podemos hacer una pri-

» J. MOLTMANN, Teología de la esperanza, Salamanca 21972, 353 s.

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118 PREDICACIÓN DE LA FE

mera infiltración; más bien pueden plantearse problemas, pero de ninguna manera resolverlos ya.

II

NUEVA LUZ SOBRE LA TRADICIÓN

1. Falta de claridad en el concepto tradición

Sólo la palabra tradición parece ya que pone en entre­dicho esa perspectiva práctica y progresista que acabamos de exponer. Casi espontáneamente se entienden por tra­dición ciertas costumbres antiguas y convenciones sociales vigentes, canonizadas por su antigüedad. Como en toda comunidad humana, tales tradiciones existen también en la iglesia. Tales tradiciones pueden tener más importancia para la existencia y funcionamiento de una sociedad que un derecho positivo perfecto y disposiciones muy bien pen­sadas; pero también pueden frenar el empuje y la flexibi­lidad, necesarios para emprender y afrontar nuevas tareas. Sin embargo, la teología, al hablar de tradición, no se está refiriendo a este tipo de tradiciones. El concepto teológico de tradición comprende solamente verdades de fe y de costumbres y sólo en tanto están ya contenidas en el testi­monio apostólico original (DS 1501). La teología patrís­tica y medieval llama a esta tradición teológica traditio y la distingue de las traditiones, de las costumbres litúr-gico-rituales y canónico-prácticas 10. La división de la única tradición de fe en un pluralismo de traditiones es sólo del tiempo de la edad media y de la época postridentína y puede considerarse como superada por el Vaticano ir. Ahora bien, esa tradición única sólo se nos hace concreta­mente presente en forma de tradiciones y testimonios

10 Y.-M. CONGAR, La tradición y las tradiciones I, San Sebastián 1964, 52 s.

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eclesiásticos, litúrgicos y teológicos, es decir, humanos, en los que no se presentan separadas la tradición divino-apostólica y las tradiciones humanas. Aunque los santos padres y los escolásticos, las liturgias antiguas y las encí­clicas de los papas no son sin más la tradición, sino sólo medios y testimonios de ella, sin embargo nunca se da esa tradición «químicamente pura». Esto plantea la difícil cuestión de ver qué es entonces concretamente la tradición. ¿Qué significa concretamente orientar y ordenar nuestra fe según la tradición y dónde se encuentra ésta?

La complejidad en la respuesta a estas preguntas llevó desde el romanticismo teológico en el siglo xix a ampliar enormemente el concepto de tradición. Se equiparó tradi­ción con toda la realidad cristiana tal como se manifiesta en la predicación, piedad y vida de la iglesia. La tradición se convirtió en suma y esencia del evangelio vivido y ates­tiguado vitalmente u . Se concibió como autotransmisión de Cristo en el Espíritu santo a su iglesia en constante actua­lidad 12, como autocomunicación de Cristo por medio del Espíritu en la palabra y el sacramento ". Por tanto, la tradición no es sólo, ni en primer lugar, tradición verbal, sino tradición real14, en la que Cristo transmite a través de la iglesia todo lo que es y cree la iglesia (n. 8). Este amplio concepto de tradición no sólo lo encontramos en teólogos católicos, sino también en protestantes 15.

11 J. A. MOHLER, Die Einheit in der Kirche, editado por J. R. GEISELMANN, Darmstadt 1957, 379, 380.

M J. S. DREY, Die Apologetik ais wissenscbaftliche Nachweisung der Gdttlicbkeit des Christentums in seiner Erscheinung I, Mainz 1844, 372 s.

13 J. R. GEISELMANN, Jesús der Christus. Die Urform des apostolischen Kerygtnas ais Norm unserer Verkündigung und Theologie von Jesús Christus, Stuttgart 1951, 82 s.

14 P. LENGSFELD, Überlieferung, Tradition und Schrift in der evangeliscben und katholiscben Theologie der Gegenwart (Konfessionskundliche und kontro-verstheologische Studien 3), Paderborn 1960, 64 s, 209 s.

15 H. DIEM, Vogmatik. Ihr Weg zwischen Historismus und Existentialis-mus, München s1960, 102 s; K. BARTH, Kirchliche Dogmatik II /2, 533 s; O. CULLMANN, Die Tradition ais exegetisches, historiscbes und theologiscbes Pro-blem, Zürich 1954, 8 s.

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120 PREDICACIÓN DE LA FE

Esta ampliación del sentido original presenta la ven­taja de no ver ya el hecho de la revelación como una reali­dad secundaria aislada, casi esotérica, sino de concebirlo desde la misma entraña del ser de Cristo y de la iglesia. A pesar de eso no puede decirse que tal ampliación resulte especialmente provechosa para la claridad lógica y utilidad teológica de un concepto. De esta manera se pueden decir cosas muy profundas y verdaderas, pero las cuestiones con­cretas sólo pueden resolverse ordenando y delimitando los problemas con sentido crítico, pues si no, algunas veces, se dice todo y sin embargo concretamente nada. Esto es de especial aplicación al tema que nos ocupa. ¿Puede decirse todavía de un concepto de tradición así entendido que es una realidad junto a la escritura? ¿No amenaza por el con­trario con absorber en sí a la escritura? ¿No puede utili­zarse precisamente para teologizar y canonizar todas las tradiciones concretas? ¿No se entrega uno de esta manera a un entusiasmo, que se sabe lleno del Espíritu y no se liga ya por tanto a ningún criterio objetivo dado con ante­rioridad? Tal concepto de tradición es profundamente equívoco y ambiguo; puede desembocar lo mismo en una mentalidad rígidamente conservadora, que sancione todo lo existente, como en un dinamismo sin límites, por consi­derar innecesaria toda ligazón histórica a algo anterior, pues en cada momento la iglesia responde de sí misma.

La misma ambigüedad se manifiesta en la historia que ha tenido en la tradición teológica el conocido axioma de Vicente de Lerin. Según este axioma, debe considerarse como tradición de fe vinculante todo aquello «quod ubi­que, quod semper, quod ab ómnibus creditum est» 16. Vicen­te entendió este principio en forma rigurosamente estática como asidero contra innovaciones en la iglesia, que él en su tiempo echaba de ver en la teología de Agustín. La teo-

18 VICENTE DE LERIN, Commonitorium pritnum, c. 2; PL 50, 640.

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logia posterior, especialmente en el siglo xix, intentó in­terpretar ese axioma dinámicamente, declarando que no era necesario que se dieran simultáneamente esos tres mo­mentos, bastando también por tanto con que una verdad fuera segura posesión de fe en la iglesia actual; si cons­taba de eso, entonces podía darse también por seguro que esa verdad siempre había pertenecido al caudal de fe de la iglesia, siendo por tanto verdad de fe vinculanten. Esta concepción dinámica de la tradición encierra grandes peligros para la iglesia, pues puede llevar a la canoniza­ción teológica de presupuestos generalmente aceptados, cuya relatividad temporal no puede captarse precisamente por esta aceptación general. Este peligro se hizo patente en el proceso de Galileo, y más tarde de nuevo en el último siglo, cuando se quiso deducir un factum dogma-ticum de la conformidad general de iglesia de entonces en afirmar la necesidad de un estado de la iglesia. Esto mues­tra que actualmente el axioma del monje de Lerin no pue­de ya bastar de ninguna manera como criterio adecuado para admitir la existencia de una tradición apostólica y por consiguiente vinculante. Este axioma, interpretado estáticamente, no haría justicia a una evolución dogmá­tica e interpretado dinámicamente convierte en criterio último la facticidad de la iglesia en un momento dado.

2. Mentalidad conservadora como fondo

Examinando este concepto de tradición hasta llegar a su mentalidad dominante, se constata fácilmente que tiene un matiz claramente conservador. Paradójicamente esto se aplica más al concepto de tradición aparentemente diná­mico, pues prácticamente desemboca en el teorema fun-

17 W. KASPER, Die Lebre von der Tradition in der Romischen Schule, Freiburg i. Br. 1962, 377 s.

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damental del padre espiritual de la restauración, K. L. von Haller: es verdadero lo que efectivamente existe18. El ala derecha de la escuela de Hegel ha entendido en el mismo sentido el conocido axioma de Hegel según el cual todo lo efectivo y real es verdad19. Por consiguiente, en el fondo de ese concepto de tradición aparentemente tan dinámico está toda la ideología de la restauración, que considera toda crítica a lo existente como un ataque al orden que­rido y santificado por Dios, identificando así, con un per­fecto olvido de la historia, orden querido por Dios y exis­tencia actual.

Con asombro puede constatarse que el concepto más estático de tradición orientado a la salvaguarda y defensa de la primitiva tradición apostólica, contiene esencialmente más momentos críticos que el concepto dinámico de tra­dición, pues en nombre de lo original e inicial admite una crítica de lo actual. Sin embargo, es verdad que lo impor­tante en esa crítica es el conservare, buscando un retorno a los santos orígenes. Detrás de esto puede haber esque­mas filosóficos de la historia muy diversos: una concepción clacisista de la historia, que quiere convertir una determi­nada época en norma clásica de todas las demás (J. J. Win-ckelmann); la filosofía de la historia del tiempo de Goethe, que concibe la historia como vuelta a los santos comien­zos 20; o la concepción romántica de la historia, que recalca el aspecto maternal y protector de la historia en contra­posición con la visión masculino-revolucionaria de la ilus­tración 21. En el fondo de todas estas concepciones existe

13 E. HIRSCH, Geschichte der mueren evangelischen Tbeologie I II , Gü-tersloh 21960, 201; cf. F. SCHNABEL, Deutsche Geschichte im 19. Jahrhundert I I , Freiburg i. Br. 31949, 10 s.

19 G. W. F. HEGEL, Grundlinien der Philosophie des Rechts, Hamburg 1955, 14.

20 C. HINKICHS, Ranke und die Geschichtstbeologie der Goethezeit, Go-ttingen 1954; H. G. GADAMER, Wahrheit und Metbode. Gtundzüge einer philo-sophischen Hermeneutik, Tübingen 21965, 188 s.

21 Cf. J. R. GEISELMANN, Jesús der Christus, 61 s; Y.-M. CONGAE, Tradi-tion und Kirche, Aschaffenburg 1964, 26 s.

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el esquema de la decadencia y de la corrupción y una mentalidad escatológica «secularizada», que concibe el final como la restauración de los santos tiempos primitivos. Ese abandono del espíritu primitivo, puede concebirse también teológicamente de formas muy diversas: como el catolicismo de los escritos de san Lucas y de las cartas pastorales, como giro constantiniano, como helenización del cristianismo, como escolástica, como edad media pos­terior a Tomás, como reforma o como empleo del pensa­miento moderno en Descartes. Por muy distintos que pue­dan ser en sus rasgos concretos, todos estos puntos de vis­ta presentan sin embargo un matiz conservador. Por con­siguiente, una teología de la tradición que se sirva de ellos, estará influida de antemano por una concepción determi­nada de la historia, anterior y ajena a la teología, sin ser la mayoría de las veces consciente de ello o haberse pre­guntado con qué derecho puede teológicamente hacerse eso. De una forma análoga, el problema de la ordenación y acuerdo de una doctrina con la escritura y la tradición se planteará de antemano, la mayoría de las veces incons­cientemente, en el sentido de una continuidad histórico-espiritual comprobable.

Esta actitud fundamental conservadora se siente a me­nudo actualmente como un remedio frente a la creciente relativización histórica de la vida, frente a la falta de base y de consistencia del pensamiento moderno, que parece representar una profunda amenaza para el ser humano y un peligro de derivar al escepticismo y nihilismo n. No hay que descartar a la ligera esta búsqueda de apoyo y consis­tencia en la historia. Lo único que hay que preguntarse es, si puede resolverse el problema de la historicidad, basán­dose positivísticamente en una determinada tradición his­tórica. ¿Podemos fundarnos actualmente en un sentido

22 G. KRUGER, Freiheit und Weltverwaltung. Aufsatze zur Philosophie det Geschichte, Freiburg i. Br. - München 1958; J. R. GEISELMANN, O. C , 33 s.

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histórico-espiritual sin más e inmediatamente, en Tomás, en los Padres o en la misma escritura? Entonces, en lugar de dar una respuesta cristiana a nuestro tiempo, ¿no esta­mos perpetuando y petrificando una concepción espiritual del pasado, actualmente en desuso, y su concepto de la historia? ¿Puede extraerse el concepto teológico de tra­dición simplemente y sin más de una concepción de la tradición humano-general? ¿No se convierte entonces lo especial del cristianismo en algo general, relativizándose sin esperanza? ¿No debe más bien una concepción teoló­gica de la tradición, apoyándose naturalmente en una con­cepción humano-general de la tradición, ir más allá de ella, a partir de la teología y transformarse creadoramente?

3. Concepto teológico de tradición

Las cuestiones planteadas nos obligan a preguntarnos nuevamente sobre los orígenes genuinos del concepto cris­tiano de tradición. En primer lugar hay que señalar como resultado seguro de la investigación de la historia de las formas y de la historia de la redacción, el considerable papel que juega tanto en el antiguo como en el nuevo tes­tamento el fenómeno de la tradición preliteraria. Las par­tes más antiguas del Pentateuco dejan traslucir una larga tradición preliteraria; en la época prehistórica existía ya en Israel una transmisión de relatos, leyendas, tradiciones, leyes, listas y una creciente reflexión teológica sobre esa antigua materia transmitida. Pero sólo se desarrolló un método de transmisión y tradición propiamente tal al en­contrarse con el helenismo por una parte para salvaguar­dar y defender así la antigua fe, y por otra, para adaptarse a las nuevas circunstancias. Así nació la ley oral, la Halacha, que fue asegurada y fijada literalmente con la ayuda de un método de transmisión, fijo y concreto.

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Frecuentemente, se defiende la tesis de que este con­cepto judío de tradición ha servido de base para el concep­to de tradición neotestamentario y del cristianismo pri­mitivo; la tradición en sentido cristiano no sería sino la doctrina de los primeros testigos de vista y de oído, trans­mitida según las leyes del método de transmisión judío23. Efectivamente, puede comprobarse también en el nuevo testamento este concepto de tradición, siendo peculiar so­bre todo en la teología de Lucas. Lucas reunió ya las anti­guas tradiciones, al final de la época apostólica las consi­dera un fundamento seguro para la predicación posterior. Así, el evangelio se convirtió ya para él en un concepto histórico. Lo mismo puede decirse de la literatura deutero-paulina, que recurre ya al nombre del apóstol Pablo, adu­ciéndolo como testigo de la tradición, contra el concepto de tradición gnóstico, que apelaba a las tradiciones orales de los apóstoles. Este concepto de tradición se encuentra todavía en mayor medida en las cartas pastorales, que no saben enfrentar la situación difícil de la comunidad de entonces sino ligándose a fórmulas de fe perfectamente determinadas.

Pero con estas constataciones todavía no hemos com­prendido todo el concepto de tradición del nuevo testa­mento, que no se agota de ninguna manera en la línea del concepto de tradición judía. Junto a una línea que cree en la tradición, existe también en el nuevo testamento una línea marcadamente crítica frente a la tradición. La encon­tramos ya en la misma predicación de Jesús, que deroga la tradición interpretativa de los antiguos (Me 7, 1 s), rompiendo así con un elemento histórico-religioso muy básico, que resaltaba el carácter normativo de lo antiguo. En su lugar entra en escena el soberano «pero yo os digo»

" J. RANFT, Der Ursprtmg des katbolischen Traditionsprinzips, Würzburg l'HI. Además K. WEGENAST, Das Verstándnis der Tradition bei Paulus und in dril Deuleropaulinen, Neukirchen 1962, 10 s.

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(Mt 5, 21 s). En lugar de la tradición se ponen ahora su palabra y su persona, que dan testimonio por sí mismas. Jesús saca al hombre de la esclavitud de la letra y de la tradición y le enfrenta de nuevo directamente con la volun­tad firme del Padre a través de la palabra dicha con cer­teza inmediata. Precisamente al derogar la tradición de los antiguos y traer lo radicalmente nuevo, implanta el orden original, querido ya en la creación (Me 10, 5 s). La nueva creación escatológica representa el final de la tradición tiranizante de la era antigua24.

Lo mismo se puede indicar de Pablo. Es indiscutible que Pablo en 1 Cor 11, 23 y 15, 3 utiliza claramente ter­minología de la tradición judía. Pero esto no justifica en el hacer de Pablo un rabbí cristiano. Ya lo impediría el solo hecho de que Pablo, con un modo de proceder totalmente antirrabínico, no tenga ningún reparo en ampliar, inter­polar y completar la antigua tradición, que sólo representa para él un hábil punto de partida para su exhortación, una oportuna confirmación y una base común de argumenta­ción. La norma para él no es en último término una tra­dición formulada, sino su evangelio, en el que está pre­sente el Señor glorificado. Ésta es la razón que le permite enfrentarse con la tradición, con enorme libertad25. Con una formulación aguda podría decirse: Pablo no interpreta a Cristo a partir de la tradición, sino la tradición a partir de Cristo. La tradición no es Cristo, sino que Cristo es la tradición; él es el Espíritu y donde está el Espíritu del Señor, allí reina la libertad (2 Cor 3,17).

Por último, también encontramos en Juan una supera­ción del concepto generalmente humano de tradición. Se­gún Juan 14, 26 y 16, 13 s, el Paráclito tiene la tarea de

24 W. G. KÜMMEL, Jesús und der jüdische Traditionsgedanke, en Heils-gesebehen und Geschicbte. Gesammelte Aufsatze 1933-1964, Marburg 1965, 15-35; cf. J. RATZINGER, Traditio/i, en LThK X, 21965, 293.

25 K. "WEGENAST, V'erstandnis der Tradition, 51 s.

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recordar a los apóstoles todo lo que Jesús ha dicho y ha hecho; por tanto él es la tradición en persona. Pero, su papel no se agota en esa función rememorativa del pasa­do; a la vez debe manifestar lo futuro e introducir en toda verdad. Con esto desde la perspectiva del futuro se supri­me la ley del pasado. La tradición es «actualización desde el futuro»26. La venida del Paráclito se realiza y anticipa ya la venida de Cristo, la parusía 2!. Con esto la tradición se convierte en un acontecimiento escatológico.

4. Concepción escatológica de la tradición

Con la constatación del carácter escatológico de la tra­dición cristiana hemos llegado al núcleo de las afirmacio­nes neotestamentarias sobre la tradición. La tradición es necesaria para la iglesia, porque debe tener una referencia continua y permanente al acontecimiento singular escato­lógico, a la acción de Dios en Cristo. Ahora bien, ese acontecimiento singular no puede transmitirse teológica­mente en una tradición legítima siguiendo las leyes de una continuidad histórico-espiritual. Esa singularidad es a la vez perennidad, una vez para todas las veces. Aquí no se trata de continuidad, sino de identidad28. El Jesús terreno es a la vez el glorificado y, en cuanto tal, continua presen­cia en la iglesia a través y por medio de su Espíritu. Por la resurrección y el envío del Espíritu se ha hecho realidad el tiempo nuevo. En la palabra de la predicación y en la respuesta de la fe somos sustraídos al tiempo antiguo y trasladados al nuevo; con ello somos también separados del antiguo contexto de tradición y entramos en el tiempo

26 P. SCHÜTZ, Parusía, Hoffnung und Prophetie, Heidelberg s. a., 78. 27 H. SCHLIER, Concepto de Espíritu en el evangelio de Juan, en Problemas

exegéticos fundamentales en el nuevo testamento, Madrid 1970, 349-363. 28 R. BULTMANN, Das Verháltnis der urcbristlichen Christusbotschaft xum

historiseben Jesús, Heidelberg 1960, 23 s.

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nuevo, inaugurado por los acontecimientos salvíficos histó­ricos y desde pascua permanentemente actual. Ahora bien, fueron aquellos hechos salvíficos históricos los que funda­ron de una vez para siempre este tiempo nuevo, de ma­nera que no se puede tener acceso al Señor glorificado prescindiendo de ellos.

Por consiguiente la predicación tiene dos tareas inse­parables y en último término convergentes. Frente a una gnosis, que prescinde de la historia, tiene que predicar al Jesús terreno como el glorificado, debiendo conservar por tanto la relación con la tradición cristiana. Pero esta con­tinuidad está al servicio de la identidad; en la predicación, el Jesús terreno se hace presente como glorificado por me­dio de su Espíritu, como la fuerza de este tiempo nuevo. Por tanto la predicación, con la libertad que da el Espíritu, debe predicar la tradición de una manera nueva, insertán­dola en el hoy de la historia. Puede ser pues necesario, en razón de la identidad, no atarse servilmente a la letra, sino presentar la única revelación en forma nueva. Lo que deci­de sobre la identidad entre la fe de entonces y la de ahora no es la constatación de una continuidad histórica, sino sólo el que el Espíritu tanto entonces como ahora mani­fiesta la misma fuerza y poder de resucitar los muertos a la vida. Las pruebas del Espíritu y de su fuerza (1 Cor 2, 4) que atestiguan la identidad entre el entonces y el ahora se dan por tanto en que la predicación es capaz de despertar actualmente una fe que supera al mundo (1 Jn 5, 4 s) y con ello da esperanza en el mañana. La predica­ción de la cruz y de la resurrección es legítima, cuando también hoy vuelve a producir una nueva creación.

De esta visión resulta un concepto de tradición, que comprende el concepto humano general de tradición, pero dándole a la vez, a la luz de la escatología, una configura­ción radicalmente nueva. Sin embargo, ya hemos indicado que el nuevo testamento no presenta uniformemente esta

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concepción de la tradición. Ya en el nuevo testamento, los acentos entre ambos elementos, el pasado histórico-salví-fico y la presencia permanente, se oponen de formas diver­sas. Las distintas maneras posibles de concebir la tradición pueden tener su importancia en las distintas épocas de la historia de la iglesia, pues no se excluyen mutuamente de manera contradictoria. Pero parece indiscutible que actual­mente se da el momento de la concepción joaneo-paulina. La fe no puede enfrentarse con el cambio espiritual, que actualmente estamos viviendo, sólo con un concepto de tra­dición semejante al de un museo. Hay que romper con formas anteriores de tradición, precisamente para expresar en forma nueva lo que se deba entender en ellas. Parece totalmente necesaria una cierta reducción de las muchas tradiciones, a la afirmación central cristológica. Sólo así la fe podrá ser de nuevo comprensible y abarcable.

5. Crherios de la tradición

Para que esta nueva visión de la tradición, que acaba­mos de exponer, no lleve a una comunidad fanática de ilu­minados, hacen falta criterios objetivos de la tradición. Por tanto se necesita una regula fidei. Pero la iglesia anti­gua no entendía por regula fidei primariamente una regla para la fe, es decir un criterio que pueda aplicarse a la fe desde fuera para comprobar la verdad. Esta significación se ha generalizado sólo en la época moderna. La iglesia antigua entendía por regla de la fe, la regla que son la verdad y la fe mismas29. En la raíz de esto está la convic­ción del poder y de la autoevidencia de la palabra de Dios en la iglesia, que se hace oír con fuerza y despierta fe y comprensión. Se dejaba a la potencia y resplandor (Sdjj-a)

29 B. HAGGLUND, Die Bedeutung der «regula fidei» ais Grundlage theolo-giscber Aussagen: Studia Theologica 12 (1958) 1-44.

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de la verdad el que ella por su gracia y hermosura (xáPl?) intrínsecas, por la seducción de la necesidad de Dios, con­venciera, ganara y se impusiera al hombre30. Esta visión de las cosas es semejante a la concepción de la verdad que tiene la escritura, pues según los escritos bíblicos, es ver­dadero aquello que acredita y pone de relieve histórica­mente lo que pretende ser3I; es verdad lo que se acredita como tal en la fe de la iglesia y en diálogo con el mundo. Esto nos remite de nuevo a las perspectivas que encontra­mos indicadas en el Vaticano ir. Ahora podemos ampliar criteriológicamente algo de lo allí indicado.

Como primer criterio de la verdad de una predicación hay que indicar el que tiene que hacerse valer y acredi­tarse en la iglesia y encontrar fe en ella. A la iglesia como totalidad se ha prometido la inerrancia; ella es la que cuenta con la promesa de que siempre permanecerá. Esto significa que como iglesia de Cristo nunca puede perder o hacer totalmente imposible la fe de Cristo. Por esto, todo testi­monio en la iglesia tiene que acreditarse en que encuentra eco, en que la iglesia hace suyo ese testimonio o por lo me­nos lo ve como una posibilidad dentro de su comunidad. Naturalmente esto presupone la existencia dentro de la iglesia de una suficiente libertad para la formación y mani­festación de la propia opinión. De hecho esta opinión pú­blica en la iglesia no coincide siempre con la opinión ofi­cial; querer leer el sensus fidelium simplemente en docu­mentos oficiales y testimonios litúrgicos representaría una deficiente y funesta valoración de la situación real.

Con esto no queremos decir que puedan separarse el magisterio eclesiástico y la comunidad de los fieles; más bien hay que indicar que ambos se necesitan siempre mu­tuamente. No se puede separar la fe objetiva de la iglesia de su recepción subjetiva y de la comprensión vital que

30 H. U. VON BALTHASAR, Henlichkeit I . Einsiedeln 1961. 81 W. KASPER, Dogma unter dem Wort Gottes, Mainz 1965,58 s.

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encuentra en la iglesia. La fides quae y la fides qua consti­tuyen una unidad indisoluble. Así pudo suceder que todo dogma, aun después de su proclamación, pasara en la iglesia como un proceso de recepción e interpretación a me­nudo largo. Por eso no basta con que una doctrina perte­nezca en cierto modo al depósito objetivo de fe de la igle­sia, sino que también es importante cómo ha entrado en la conciencia vital de la fe y en la realización concreta de esa misma fe.

Hoy apenas habrá nadie en la iglesia que ponga seria­mente en duda las verdades trinitarias y cristológicas de la iglesia antigua. A pesar de eso, no se podrá afirmar que actualmente esas verdades constituyen una posesión de fe verdaderamente asimilada y vivida en la iglesia. Resulta casi aterrador lo poco que determinan a menudo esas ver­dades de fe tan centrales la realización y la práctica de la fe concreta, aun de cristianos despiertos y activos, el pe­queño papel que juegan en la predicación y cómo con frecuencia sólo parecen ser una especie de venerables efec­tivos de museo de la conciencia de fe eclesial; y esto para no hablar de otras verdades, que sólo siguen existiendo en las mazmorras de papel de los dogmáticos. Esto no significa que esos dogmas hayan perdido simplemente su importancia en la actualidad; por lo menos no que puedan perderla sin más y sin gran peligro para la fe de la iglesia. Pero la constatación de que esas verdades, en la forma que han revestido hasta hoy, no se pueden predicar sin más, debe ser un toque de atención para expresar actual­mente lo profundo que se encierra en ellas de una forma nueva, quizá todavía poco descubierta por la teología ofi­cial, o quizá y más probablemente para luchar por buscar una nueva expresión.

La predicación y la verdad en un sentido concreto no puede consistir en una repetición de los dogmas ni en un puro citar pasajes de la escritura sin interpretarlos. Se ne-

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cesita por tanto un lenguaje nuevo, un nuevo consenso en la iglesia, un intento nuevo y valiente de predicar la fe antigua haciéndola nueva.

Esto nos lleva a un segundo criterio que consiste en que la predicación tiene que atestiguar la fe de una forma comprensible y realizable para el mundo de hoy. Esto no significa que la moderna autoconciencia y comprensión del mundo deba convertirse en criterio de la fe y que se deba a la fe su carácter de escándalo. Tales intentos liberales y modernísticos no llevan precisamente al diálogo de la fe con el mundo, sino a su disolución en él. Precisamente de lo que se trata es de volver a restaurar e implantar el ca­rácter escandaloso de la fe, formulándola de tal manera que el mundo vuelva a sentirla como exigencia que incita a la protesta y oposición y que deje de aparecer como mera reliquia de tiempos pasados y como quantité négligeable. Una simple fe de gueto no representa precisamente un escándalo para el mundo, sino algo puramente incom­prensible que puede tolerarse más o menos durante un cierto tiempo.

Formulándolo positivamente: el testimonio de fe debe ser tal que ayude a cambiar el mundo a partir de esa fe, y no a confirmarlo liberalmente o a hacer una ideología de él. La predicación se manifiesta como evangelio en que implanta sobre el mundo una promesa y un horizonte de esperanza, en que como palabra profética rompe continua­mente el canon de las evidencias humanas y protesta con­tra la dictadura anónima de lo fáctico. En la medida en que la iglesia, oportuna o importunamente, tiene el valor de marcar nuevas fronteras, de hacer causa común no con los poderes existentes, sino con los que empujan hacia adelante, con los que buscan primero la justicia (Mt 5, 6), en esa medida se convierte en abogada del anhelo frecuen­temente inexpresado del hombre por lo nuevo y lo mejor, en el que con bastante frecuencia se oculta una esperanza

ESCRITURA - TRADICIÓN - PREDICACIÓN 133

por un mundo nuevo y salvo. Como evangelio de la espe­ranza, la palabra de Dios compromete continuamente a buscar soluciones mejores, a no darse por contento con lo que existe; así como también es una continua llamada al servicio, a salir de lo acostumbrado. Ella misma no cons­tituye la solución de cuestiones humanas, pero sí la anula­ción de respuestas precipitadas. Por eso la lucha de la fe con las ideologías modernas no es sólo una lucha por la teoría mejor y el sistema más convincente, sino también por los presupuestos que posibiliten la praxis mejor, es decir, la que haga más justicia al hombre y a su esperanza.

6. Consecuencias para la predicación

Si la tradición se realiza esencialmente en la predica­ción y si además hay que concebirla fundamentalmente en un sentido escatológico y progresivo, entonces de esa nueva visión resultan algunas consecuencias para la predi­cación. Vamos a limitarnos aquí a tres aspectos esenciales:

a) El predicador tiene la misión de insertar esa fe tradicional de la iglesia en el hoy de una comunidad deter­minada o de un cristiano particular. «Esta escritura, que acabáis de oír, se ha cumplido hoy» (Le 4, 21). Esta tarea significa para el predicador la gran responsabilidad de cómo procurar esa actualización. Para hacerlo, si quiere realmente hablar metiéndose en la situación concreta, no puede fiarse de formulaciones acabadas y preestablecidas. Esta responsabilidad exige diálogo con los «hermanos en el ministerio de la palabra», y también con su comunidad, permitiendo que se le diga si actualmente puede predi­carse así para despertar la fe, esperanza y amor.

b) Naturalmente la fe cristiana es una fe que se ex­presa en una profesión dogmática; la fe común dentro de una iglesia presupone formulaciones comunes en la pro-

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134 PREDICACIÓN DE LA FE

festón de fe. Pero además, en la actualidad, es necesario que cada uno haga vitalmente suyas esas formulaciones. Un simple positivismo en la fe supondría irreflexión o falta de honradez, y ambas cosas son impropias de la fe.

Tal positivismo de la fe sólo ha llegado a ser posible históricamente por haber precedido un positivismo anti­cristiano, desde entonces, a la negación, por ejemplo, de la resurrección, de los milagros o de cosas semejantes, se contraponía la creencia en esas realidades. El acto de fe propiamente tal se pone esencialmente de una manera dia­léctica; de hecho abraza el misterio, constituyendo los dog­mas sólo un puente y una ayuda para llegar creyente y amo­rosamente al misterio de fe. Por tanto el creer sólo en hechos y datos objetivos no sólo refleja una carencia de prác­tica y realización de la fe, sino además contradice el sentido teológico de las confesiones de fe. Tales confesiones presu­ponen una continua reflexión y una inteligente y amorosa autoapropiación de la fe. Ciertamente así la fe se convierte en algo no palpable. Actualmente, cada vez se da mayor im­portancia al momento de la theologia negativa.

c) El punto de vista expuesto sugiere un examen sobre la inteligibilidad actual de nuestro vocabulario en lo que se refiere a profesiones de fe, oraciones y sermones. Con frecuencia no son sino meras fórmulas vacías, a las que ya apenas corresponde una experiencia espiritual y una comprensibilidad humana. Esto puede decirse de ideas tan fundamentales y centrales como gracia, salvación, Dios. El vocabulario de nuestra predicación cristiana proviene en gran parte del mundo conceptual de las religiones. El cristianismo hizo suyo el vocabulario de esas religiones y lo ha transformado. Ahora bien, como actualmente la tra­dición religiosa general prácticamente se ha perdido, la predicación cristiana ya no puede recurrir con tanta natu­ralidad a un vocabulario religioso considerado general­mente inteligible. Por eso la exigencia de una interpreta-

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ción no religiosa y mundana de la fe cristiana puede cier­tamente chocar, pero a la vista de la situación espiritual de nuestro tiempo no es tan absurda como pueda parecer en un principio32. En todo caso hay que reflexionar más a fondo en lo que se refiere a meras posibilidades de expe­riencia de Dios y de su gracia.

III

LUGAR DE LA ESCRITURA EN LA IGLESIA

1. El concilio abre un camino nuevo

Casi podía parecer que con lo dicho hasta ahora hemos perdido totalmente de vista el carácter normativo del co­mienzo apostólico de la iglesia. Por eso volvemos a plan­tear ahora esa cuestión, al preguntar por el papel y lugar de la escritura en la iglesia.

Los santos padres y los teólogos de la edad media consideraban evidente que toda teología tenía que ser teo­logía de la escritura. Por eso puede hablarse de una con­cepción medieval de la escritura como principio de toda verdad que, sin embargo, no es idéntica a la doctrina pro­testante de la sola scriptura, pues considera la escritura dentro de la fe de la iglesia y la interpreta en el marco de la analogía fidei. Por consiguiente, la escritura no se con­trapone absoluta o antitéticamente a la iglesia.

La posición de los reformadores empujó a la iglesia a una delimitación crítica, llegándose a una actitud defen­siva y también a una desvalorización considerable de la

32 D. BONHOEFFER, Resistencia y sumisión, Barcelona 1968; H. J. SCHULZ, Konversion zur Welt. Gesichtspunkte für die Kirche von morgen, Hamburg 1964; E. FEIL, Deus absconditus ais der inmuten unseres Lebens jenseitige Gott bei D. Bonhoeffer: Una Sancta 20 (1965) 236-244; críticamente: H. FRÍES, Die Bot-schaft von Christus in einer Welt ohne Gott, en Verkündigung und Glaube. Festgabe für F. X. Arnold, editado por Th. FILTHAUT-J. A. JUNGMANN, Freiburg i. Br. 1958, 100-122.

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136 PREDICACIÓN DE LA FE

importancia y significación de la escritura. Para refutar la doctrina protestante acerca de la escritura y para dar el mayor sitio posible a la tradición, cada vez se fue redu­ciendo más la importancia de la escritura; se recalcaba que la escritura sin la tradición es algo muerto y oscuro, y sobre todo algo incompleto; por tanto hay que darle vida, interpretarla y completarla por medio de la tradición. ¡Como si la palabra de Dios — y así se designó la escri­tura antes como ahora — no fuera en sí algo vivo y no tuviera la fuerza de hacerse oír y comprender por sí mis­ma! Al final se llegó tan lejos que ya sólo se veía la escritura como una bonita añadidura de la tradición, de la que la iglesia propiamente no tenía verdadera nece­sidad 33. Con esto se había puesto todo del revés. Aunque los documentos oficiales del concilio de Trento y del Vati­cano i no llegaron ni con mucho tan lejos, sin embargo reflejaban claramente mucho más una preocupación por distinguirse negativamente frente al principio protestante de la sola scriptura que por poner de relieve la importan­cia y significación positiva de la escritura.

Las afirmaciones del Vaticano n representan un im­portante giro a este respecto. Por primera vez en la his­toria, el concilio intenta exponer la doctrina católica no en un plan polémico y negativo, sino positivo. Puede verse esto sobre todo en el capítulo tan bello sobre el lugar de la escritura en la vida de la iglesia. Como lo indica el mismo título, el concilio no trata de dar doctrina nueva, sino de indicar una nueva praxis. Con esto se toma un camino totalmente nuevo y no es de extrañar que no se haya logrado siempre un total equilibrio entre lo antiguo y lo nuevo. Por ejemplo, resultan llamativos los esfuerzos casi angustiosos que hace el concilio al hablar doctrinal-mente para no dar la impresión de que quiere cambiar

83 G. PERRONE, Der Vrotestantismus und die Glaubensregel II , Regensburg 1855, 37.

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algo en los puntos de vista mantenidos hasta entonces y abandonar la correspondencia entre la escritura y la tra­dición. Por eso, se recalca dos veces con fuerza que la escritura y la tradición no pueden desgajarse nunca la una de la otra, pero todavía no lo dice todo. De hecho el con­cilio pone de relieve la preeminencia de la escritura en un doble aspecto: primeramente la escritura está inspirada (n. 24), por tanto es palabra de Dios de una manera como nunca puede serlo la tradición de la iglesia (speciali modo) (n. 8). Y en segundo lugar, la palabra de Dios ha sido confiada a la escritura de una vez para siempre, contenién­dola de una manera inmediata e inmutable (n. 21). Por ser palabra escrita puede ser un testigo especialmente seguro de la revelación original. Scripta manerit. Por esto la escri­tura es el testigo querido por Dios del comienzo apostólico normativo en la iglesia.

Por consiguiente, resulta perfectamente lógico que el concilio, al sacar consecuencias positivas, recalque mucho la importancia singular de la escritura. «Tanto la predica­ción eclesial como la piedad cristiana deben alimentarse y dirigirse por la escritura» (n. 21; cf. n. 24). Existe pues una notable discrepancia entre las afirmaciones doctrinales y las pastorales. Esto impone a la teología la tarea de, me­diante una reflexión sobre la praxis y la vida de la iglesia, volver a elaborar en forma también nueva, la doctrina so­bre la escritura. Dentro de esta perspectiva, vamos a mos­trar cómo la escritura no es primordialmente una fuente de pruebas para determinadas doctrinas, sino el lugar de la experiencia espiritual, de la experiencia cristiana.

2. Nueva praxis

El concilio, para explicar el lugar especial que ocupa la escritura, no aduce razones de tipo doctrinal, sino razo-

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138 PREDICACIÓN DE LA FE

nes derivadas de la importancia salvífica de la escritura. La escritura no es principalmente instrucción y enseñanza, sino alocución del Padre celestial a sus hijos, diálogo entre Dios y los hombres (n. 24). Por eso la palabra de la escri­tura es para la iglesia vigor y fortaleza, apoyo y vida; para los miembros de la iglesia es fuerza de la fe, alimento para las almas, fuente pura y perenne de vida religiosa (n. 21). Esta afirmación sobre la significación e importancia salví­fica, en cierta manera sacramental, de la escritura pesa más que todas las afirmaciones doctrinales. No se habla ya de la escritura oscura y muerta, sino de la escritura viva y clara, llena del Espíritu. De esta forma, la lectura e inter­pretación de la escritura se adscribe a la praxis religiosa del particular y de la iglesia; no se ve la escritura como un texto teológico, sino como fuente de fe cristiana y vida.

El concilio saca algunas consecuencias prácticas: a) De­ben editarse buenas traducciones, en lo posible a partir del texto original y elaboradas, a poder ser, con los hermanos separados. Hay que fomentar la lectura de la escritura (n. 22). b) Tanto la predicación como la catequesis deben configurarse bíblicamente. Y sobre todo la escritura tiene que ser, en cierta manera, el alma de la teología (n. 24). c) Toda la vida eclesial debe estar penetrada por el espí­ritu de la escritura (n. 21 y 24).

La puesta en práctica de estas recomendaciones del con­cilio significaría sin duda el fin de la contrarreforma y no sería fácil sobrevalorar las consecuencias que se seguirían. Como lo atestigua la historia de la iglesia, toda reforma trascendental llevada a cabo dentro de la iglesia se ha iniciado con una nueva reflexión y consideración sobre la escritura. Evidentemente esto significó para nuestra situa­ción el final del esplendor y triunfo barroco y la vuelta a una sencillez, simplicidad y modestia apostólicas; una iglesia que no buscaría el apoyo de los poderes temporales y mundanos, confiando más bien en su propia fuerza, la

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palabra del evangelio y su poder de convicción. Pero, ¿qué significa esto para la predicación y la teología?, ¿de qué forma puede ser la escritura el alma de la teología?

3. Nuevo sentido dogmático

Esta nueva praxis necesita el esclarecimiento teológico, que sin duda superará esencialmente las afirmaciones doc­trinales del concilio. El concilio expresa muy claramente la correspondencia de escritura y tradición: ambas tienen una misma fuente y una misma meta, siendo sólo distintas las maneras de atestiguar la única palabra de Dios. De aquí se sigue que ninguna de las dos puede existir sin la otra y sobre todo que la certeza de una afirmación de fe nunca se puede obtener sólo a partir de la escritura. Por tanto escritura y tradición no son dos entidades extrañas, entre las que se establezca sólo una relación a posteriori3*.

Pero no podemos quedarnos en estas afirmaciones, pues propiamente sólo aclaran la función especial de la tradición frente a la escritura, pero no en cambio la fun­ción de la escritura respecto a la tradición. Sin embargo, si se parte de las premisas puestas por el concilio, había que decir y concluir por lo menos con igual claridad que ningún dogma puede fundarse sólo en la tradición y que por tanto la escritura representa frente a la tradición una instancia crítica, cuya misión es impedir un crecimiento desordenado y sin control de la tradición. Por desgracia tal afirmación, sumamente fundamental en el diálogo ecu­ménico, no aparece entre las hechas por el concilio. Con razón ha sido éste el punto en el que más claramente se ha centrado la crítica de los teólogos no católicos. Si sólo

31 P. LENGSFELD, Tradition und Heilige Schrift-ihr Verhalinis, en Mysie-rium salutis. Grundriss heilsgeschichtlicher Dogmatik I, editado por J. FEINER -M. LOHRER, Einsiedeln 1965, 464 s.

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140 PREDICACIÓN DE LA FE

se afirma la correspondencia y coordinación de ambas di­mensiones, escritura y tradición, sin especificar la función especial que corresponde a cada una, fácilmente se saca la impresión de una duplicidad innecesaria.

El problema del papel crítico de la escritura frente a la tradición se agudiza, al tratarse de la tradición que se ha plasmado en forma dogmática. Precisamente la determi­nación de la relación entre escritura y dogma constituye el punto propiamente neurálgico del diálogo ecuménico, pudiéndose medir por él la seriedad ecuménica de la iglesia católica. Esto nos lleva a plantearnos la pregunta siguiente: ¿puede y quiere la teología católica medir el dogma por la escritura?

En un principio no cabe más respuesta que un rotun­do sí. La escritura atestigua válidamente el comienzo apos­tólico de la iglesia, al que la iglesia posapostólica se en­cuentra perennemente ligada. Por tanto, la predicación de la iglesia posterior tiene que contar siempre con ese co­mienzo y considerar su mensaje a la luz del mensaje apos­tólico original. No se trata sólo de leer e interpretar la escritura a partir y desde el dogma posterior; en la mayo­ría de los casos el dogma solamente contiene un aspecto parcial del todo, muy condicionado por la época concreta y a menudo por su carácter polémico. Tal aspecto parcial sólo puede comprenderse bien visto en el conjunto, adqui­riendo así sus verdaderas proporciones. Por tanto el dogma puede y debe completarse, profundizarse y prolongarse, a partir de la escritura. La misión de la exégesis no es sólo la de fundamentar adicionalmente los dogmas, sino tam­bién la de interpretarlos y constatar a la luz de su disci­plina, lo que puede o no puede significar y querer decir un dogma concreto.

Ahora bien, esta interpretación crítica del dogma a la luz de la escritura no puede limitarse sólo a examinar si está contenido o no ese dogma en la escritura. Desde

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un punto de vista puramente exegético tal planteamiento carece de valor, pues la escritura no representa de ninguna manera una unidad doctrinal y sus primitivos elementos católicos son admitidos también sin dificultad por la ac­tual exégesis protestante35. El problema no es tanto pro­bar que un dogma está contenido en la escritura, sino más bien mostrar que un dogma es capaz de abrir la escritura y hacerla hablar. Esta interpretación dogmática de la es­critura ni es una exégesis forzada, ni tampoco un mero extraer, a partir de líneas sólo indicadas en la escritura, unas conclusiones teológicas sobre la base de la escritura; significa el intento, en cierto modo la hipótesis, de leer la escritura bajo un nuevo horizonte amplio y extensivo, que acreditará su legitimidad en que es capaz de poner de relieve una unidad interna de la escritura sin tener que forzar y violentar sus afirmaciones particulares. Ese hori­zonte ha nacido del contacto práctico de la iglesia con la escritura, cuando se han ido planteando cuestiones total­mente determinadas, y tiene que probar su autenticidad en que en cierto modo vuelve de nuevo retrospectivamen­te a la escritura, dándole toda su vigencia. Así pues, mien­tras el exegeta histórico-crítico debe leer la escritura bajo la misma perspectiva que el escritor bíblico y prescindien­do de todo punto de vista dogmático posterior, el dogmá­tico intentará hace hablar a la escritura a partir de las cues­tiones que plantea la predicación posterior. Sólo podrá ca­lificar de ilegítimo este intento el que considere que la escritura no es más que un documento de la fe y de la predicación de su tiempo, no admitiendo que plantee tam­bién una exigencia de fe que, aunque referida inmediata­mente a la situación concreta de entonces, tiene vigencia escatológica definitiva y perpetua. Esta vigencia definitiva impone el preguntar a la escritura no sólo en el contexto

33 E. KASEMANN, Begründet der neutestamentliche Kanon die Einheit der Kirche?, en Exegetische Versuche tmd Besinnungen I, Gottingen 1960, 214-233.

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142 PREDICACIÓN DE LA FE

en que se dio la predicación de entonces, sino también en la situación en que se encuentra la fe posterior y sobre todo la actual.

No existe una desvinculación entre estas dos formas de interpretación de la escritura, sino que más bien se re­pite entre ellas el proceso de recepción esencial para la fe, y del que ya hemos hablado. Sólo se pone de relieve el contenido teológico de la escritura en el contacto histórico y en la experiencia cristiana con ella. Se trata por tanto de un proceso de comprensión dinámico y nunca concluido, de un diálogo continuo entre el exegeta y el dogmático, a través del cual ambos se ofrecen mutuamente sus respec­tivos puntos de vista. El punto de vista dogmático tiene que ser refrendado por la exégesis histórico-crítica; y ésta, si quiere ser verdadera teología y no sólo historia de la religión, tiene que procurar prestar un servicio a la fe ac­tual de la iglesia y recordarle continuamente la normativi-dad de sus orígenes. Corresponde así a la exégesis una función crítica dentro de la iglesia; existe en la iglesia la función de vigilancia de los exegetas que deben cuidar de que la fe y la predicación de la iglesia no se alejen de sus orígenes 36.

4. Consecuencias para la predicación De ese papel fundamental de la escritura en la iglesia

se sigue que la predicación siempre tiene que ser predica­ción de la escritura, en la que se haga actualidad el men­saje apostólico de entonces. Ahora bien, la escritura nos comunica este mensaje apostólico en y a través de una pre­dicación que hace referencia a la situación de entonces, siendo imposible convertir inmediatamente en predicación de hoy esa predicación histórica de entonces. Esto signi­fica que ya no es posible la homilía en sentido clásico, es

M J. RATZINGER, Zar Vrage des Traditionsbegriffs, 47 s.

ESCRITURA - TRADICIÓN - PREDICACIÓN 143

decir, la predicación de la escritura que se atiene a la serie de ideas y frases de una perícopa, las explica y saca conse­cuencias prácticas religiosas y morales. Esta forma de homi­lía está presuponiendo una concepción histórica de la es­critura y de la predicación. No se puede pasar sin más y directamente del kerygma de entonces a aplicaciones prác­ticas para hoy, pues aquellos planteamientos y los de ahora son demasiado distintos.

A pesar de esto, todo lo dicho antes nos lleva a afirmar que el quid de la escritura y de una perícopa tiene que ser «predicable» en la actualidad. Pero ese quid sólo se distingue siempre en una situación histórica de la fe. Por tanto, el predicador desde un principio tiene que interpre­tar la escritura teniendo a la vista los problemas de fe de sus oyentes. Y esto no puede hacerlo aplicando la escritura frase por frase a la situación actual, pues eso sería una exé­gesis muy simple y precipitada. Pero en cambio sí puede saber por la exégesis histórico-crítica cuál es el meollo de una perícopa de la escritura, pudiendo asimilar por tanto exegéticamente el fin que persigue un pasaje de la escri­tura y así, por medio de la exégesis, puede hacer que el misterio de la fe atestiguado en la escritura resplandezca de tal manera que dé luz sobre las cuestiones actuales y a la luz de éstas hacer también hablar a la escritura en forma nueva. Siguiendo a Karl Barth podría decirse que se trata de penetrar tan profundamente el texto y enfrentarse con él hasta que se vuelva transparente el muro que separa el siglo i del siglo xx, hasta que Pablo hable allí y lo oiga aquí el hombre de nuestro tiempo, hasta que el diálogo entre el documento y el lector se concentre plenamente en el núcleo y hasta que se descubra en las palabras la palabra única37.

37 K. BARTH, Ver Romerbrief. Vorwort zur zweiten Auflage (1921), en Anl'ánge der dialektiscben Theologie I, editado por J. MOLTMANN, München 1962, 110, 122.

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144 PREDICACIÓN DE LA FE

Quizás un pequeño ejemplo pueda ilustrar algo lo que queremos decir. Cuando en la perícopa del domingo de pascua el evangelio de san Marcos habla del descubrimien­to de la tumba vacía por parte de las mujeres, no se po­dría llevar a un hombre actual a una fe viva en la resu­rrección a base de «contarle» esta historia y hacérsela «in­teligible» en una línea psicologizante e historizante, pues precisamente el resucitado «ya no está aquí» (Me 16, 6), no está en el sitio en que se le puede buscar histórica­mente. Así la experiencia actual de la fe se encontraría básicamente en una situación semejante a la de entonces: Dios ha muerto (F. Nietzsche), ya no se le puede encontrar y experimentar intramundanamente. En esta situación, que en su estructura fundamental corresponde plenamente a la de entonces, nos sale al paso — como a los hombres de entonces — la palabra del ángel: «ha resucitado» (Me 16, 6). El sentido de esta afirmación no es el de una fe fuera del mundo y más allá de la historia; el fin del texto es justamente una afirmación de identidad: es el crucificado el que ha resucitado y el resucitado es el mismo que ante­riormente fue crucificado. Por tanto la fe personal sólo es posible en la cruz y en la experiencia de la muerte de Dios, en la ruptura de las seguridades intramundanas. Sólo en la impotencia puede la fe experimentar el «inmenso po­der de Dios que «da la vida a los muertos y llama a las cosas que no son para que sean» (Rom 4,17). Precisa­mente Dios ha abrazado y redimido pascualmente la im­potencia de la historia en cuanto tal, porque Dios ha en­trado en el vacío más extremo de ella para llenar ese vacío. Con ello todo se ha hecho de nuevo. Esto sucede conti­nuamente en la manifestación, a la que se refiere el texto, cuando remite a las mujeres a la promesa de Jesús y a los apóstoles a la aparición y misión del resucitado en Galilea: «id a decir a sus discípulos que irá delante de vosotros...» (Me 16, 7). Con esto la vida del creyente se pone bajo el

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horizonte de una promesa. La fe pascual es la exigencia que hace Dios de aventurarse por el camino de la esperan­za y mantenerse firme en el esperado (Heb 11,1). El hom­bre que pregunta por el sentido de la vida encuentra en la fe pascual, llena de esperanza, «una boa bajo sus pies»; «el concepto no bíblico de sentido sólo es una traducción de lo que la Biblia llama promesa» M. Por consiguiente, existe una correlación básica entre la experiencia de fe de entonces y la actual, cuando se llega al núcleo del texto, interrogándolo a partir de la situación actual, tan agitada por la muerte de Dios, el ateísmo y la pregunta por el sentido de la vida. Cuando la predicación logra, yendo más allá del texto y de sí misma, remitir al «núcleo», al Señor presente en la celebración de la liturgia, entonces ha cumplido su función y ha hecho su servicio hermenéutico, entonces se da en la predicación la transmisión del keryg-ma apostólico atestiguado en la escritura.

88 D. BONHOFFEK, Resistencia y sumisión, 230.

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5 LA PREDICACIÓN

COMO RENOVACIÓN *

Todos somos más o menos conscientes de que la predi­cación no es una provocación, de que ya no representa una fuerza que mueva, excite y estimule. No raras veces tene­mos la impresión de que en nuestra sociedad no sólo ha muerto Dios, sino que también se ha extinguido el pre­guntar por él. Encontrarse con ateos, cuyo corazón está in­quieto, que buscan y preguntan es casi una feliz, casua­lidad en el trabajo pastoral. El oyente medio, por él con­trario, pertenece la mayoría de las veces a las capas más conservadoras de la sociedad y no desea ninguna provoca­ción, sino edificación. Esto conduce a la pregunta siguien­te: ¿cómo devolver a nuestra predicación su carácter pro­vocativo?, ¿cómo convertirla en una fuerza que conmueva la vida, que toque al hombre, que le incite a la reflexión y a la acción?

Cuando resulta menos provocativa la predicación es al pretender conscientemente que sea una provocación. Ya hace tiempo que la sociedad inventó y estableció el papel de bufón, institucionalizando con ello la provocación den­tro del sistema, quitándole toda su efectividad. Por otra parte no existe sólo una acomodación al sistema correspon-

* Conferencia, hasta ahora no publicada, tenida en la reunión de estudio ele los capellanes de estudiantes europeos celebrada en München el 1 de noviem­bre de 1969.

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148 PREDICACIÓN DE LA FE

diente, muy nociva para la eficacia de la predicación, sino también una acomodación a las corrientes y movimientos «contestatarios» de moda, que no nacen de una fuerza ni de un empuje, sino de un complejo de inferioridad y de una cobardía ante sus semejantes, que llevan a no atrever­se a confesarse cristiano sin vergüenza ante los demás. Por último hay que tener en cuenta que una provocación dema­siado ruidosa, más que empujar y obligar a la reflexión, puede ocultar la cosa de que se trate. Por tanto, si la pro­vocación quiere ser algo más que una artimaña barata y un snobismo a lo católico, hace falta con urgencia una «discreción de espíritus» muy sincera y consciente. Lo que necesitamos es reflexionar profundamente y de forma ur­gente sobre la situación de la iglesia y de la predicación en la sociedad moderna, así como sobre las posibilidades de la situación actual con las que pueda contactar la predi­cación.

I

LA CRISIS DE LA CONCIENCIA MODERNA

Una serie de investigaciones socio-pastorales de los úl­timos tiempos han puesto de relieve la existencia de una discrepancia casi alarmante entre lo que se enseña oficial­mente como la fe de la iglesia y lo que de hecho se cree en la iglesia. Sin duda sería demasiado simple y precipita­do querer achacar esa discrepancia a una deficiente infor­mación sobre la fe o fallos morales, como también aludir en seguida a un espíritu de falta de fe que se estaría infil­trando también en la iglesia, a una apostasía silenciosa y a un cristianismo que está rozando el límite. Sin duda eso existe también en la iglesia, pero el problema propiamente tal es más profundo y más amplio. Se trata de la imposi­bilidad, no sólo intelectual sino vital, de integrar la doctri­na oficial de la fe en la realidad humana cotidiana, se trata

LA PREDICACIÓN COMO RENOVACIÓN 149

de una incomprensión e incapacidad de realización de tipo existencial. Por lo visto ya no se puede integrar significa­tivamente dentro de una experiencia de fe «laical» lo que se considera una concepción clerical de la fe.

Esto hace que se sienta por todas partes en la iglesia una ebullición, un desmoronamiento de las viejas formas y estructuras, una conmoción que llega hasta los mismos fundamentos. Muchos se muestran en una situación en la que simultáneamente luchan a favor y en contra de la iglesia: contra la vieja iglesia y a favor de una nueva igle­sia, cuyas primeras señales de vida quizá empiezan a sen­tirse ya en todas las posibles formas subterráneas y movi­mientos espontáneos, sin que se perfilen todavía sus con­tornos claros. Muchos se preguntan seriamente si no sería más honrado vivir y dar testimonio del cristianismo fuera de las iglesias establecidas. Por otra parte los límites con­fesionales han pasado a segundo término y es frecuente­mente dentro de cada confesión donde se dan a menudo las divisiones y fronteras propiamente tales. Además mu­chos cristianos, en su manera de pensar, de entregarse y de actuar, especialmente en su compromiso por un orden más humano, se sienten más próximos a muchos no cristianos que a bastantes de sus hermanos en la fe. No se trata aho­ra de juzgar esas mentalidades, que a menudo existen más en el inconsciente que conscientemente. Es indudable que en concreto contienen mucho de ensueño y de ilusión, pero rara vez ha surgido algo auténtico en la historia de la iglesia sin entusiasmo y sin utopías, que es lo que mueve y potencia la historia. Más bien, la mayoría de los grandes movimientos reformadores han empezado en esos peque­ños círculos situados aparentemente casi fuera de la iglesia y no raras veces proscritos y ridiculizados por los círculos oficiales.

Lo que ciertamente no se les puede negar a esas ten­dencias es su seriedad y el haber captado y articulado un

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problema real. Han comprendido que no sólo el cristia­nismo, sino con él toda nuestra sociedad, se encuentra so­metida a un cambio radical, entendiendo por tal el fenó­meno de que no sólo cambian normas morales concretas, estructuras institucionales individuales, dogmas particula­res, sino que se trata del comienzo de una nueva época con una mentalidad nueva, una nueva forma de pensar, una nueva concepción del ser, o como se le quiera llamar. No se cuestiona sólo lo particular y concreto sino que se pone en tela de juicio el marco estructural del conjunto, el sistema de relación en cuanto tal. Sin embargo, toda afirmación particular sólo tiene sentido dentro de un con­junto y dentro de un determinado contexto social, por tan­to dentro de un modelo o una estructura determinada, como podría decirse con el estructuralismo actual y la mo­derna analítica del lenguaje. Y como actualmente ese marco general y el sistema de relación del conjunto se ha despla­zado, ya no pueden comprenderse y constatarse de inme­diato la mayoría de las afirmaciones particulares. Con esto no queremos decir que haya que echarlas sin más al cubo de la basura de la historia, pero tampoco basta con cambiar su interpretación hasta que «ajusten» de nuevo sin herir a nadie. Sólo es posible comparar conjuntos y totalidades estructurales entre sí. La mayoría de los problemas con­cretos, que actualmente tanto agitan la vida eclesial (reno­vaciones litúrgicas, crítica histórica en la ciencia bíblica, nueva formulación de los dogmas, regulación de los naci­mientos, celibato, etc.) son sólo síntomas de un cambio profundo. Por eso, las provocaciones concretas y particula­res sólo tienen sentido cuando poseen un carácter sinto­mático, cuando sin sacarlas del contexto, remiten a un nuevo contexto más profundo.

El cambio radical actual, propio de nuestra época se remonta últimamente a la ilustración. Como es conocido, Kant definió la ilustración como «la salida del hombre de

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su minoría de edad culpable». Por tanto, el lema de la ilustración va a ser «¡ten el valor de servirte de tu propia inteligencia!» La ilustración es un proceso de emancipa­ción que condujo a lo que comúnmente hoy se llama secu­larización. Mientras que en la edad media fe y ciencia, iglesia y sociedad, teología y filosofía constituían una gran unidad determinada eclesial y teológicamente, el hombre ahora se libera de las normas y formas religiosas, metafí­sicas, éticas y políticas, transmitidas por autoridad. El hombre se siente mayor de edad; quiere observar, pensar y juzgar por sí mismo; sobre todo se siente insustituible­mente responsable de sí mismo. Lo que, formulado más bien negativamente, puede describirse como emancipación, expresado en forma positiva es la concienciación y toma de posesión de su libertad por parte del hombre. Por con­siguiente hay que distinguir el anhelo profundo de la ilus­tración de los gestos snobistas y superficiales. La ilustra­ción pretende en su raíz más honda un conocimiento y una realización más profunda de la libertad y dignidad del hombre, afirmando por eso que el hombre nunca puede ser objeto ni medio para un fin, sino que el hombre debe significar para el hombre lo supremo en este mundo. Por tanto habría que dejar de utilizar la palabra ilustración como algo peyorativo, como ha pasado durante mucho tiempo en ambientes eclesiales y teológicos, aparte de que lanzar andanadas injuriosas contra la ilustración resulta totalmente ineficaz. Tanto las modernas ciencias naturales como las del espíritu han crecido sobre la base de la ilus­tración y nadie puede actualmente declararse partidario de los derechos de libertad democráticos sin confesarse a la vez partidario de la ilustración y de la revolución fran­cesa. Actualmente no hemos superado en absoluto la ilus­tración. Más bien como mejor podemos definir nuestra si­tuación actual es diciendo que hoy ha llegado definitiva­mente a nosotros la ilustración Precisamente en esta si-

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tuación determinada por la ilustración es donde tiene que acreditarse y probarse el aggiornamento, la actualización de la iglesia.

A partir de la ilustración, los campos profanos de la vida, la ciencia y la técnica, la cultura y la política se fue­ron paulatinamente emancipando y secularizando. Ahora ya no puede apelar nadie inmediatamente en su conducta y comportamiento humano a la palabra y a la voluntad de Dios. Se descubrieron las leyes propias de los campos ob­jetivos y culturales mundanos, un conocimiento que por fin el Vaticano n ha hecho suyo. Sin embargo, de este des­cubrimiento positivo se siguieron también dos peligrosas consecuencias para la iglesia y su predicación. La fe, que plantea una exigencia esencialmente universal, pareció con­vertirse de repente en algo particular; perdió su obligato­riedad, en el sentido propio de la palabra, y se fue convir­tiendo cada vez más en asunto privado. Por eso el mayor peligro que amenaza actualmente a la iglesia es el de con­vertirse en una secta y olvidar la exigencia de universali­dad que le es esencial. Muchas ideologías sobre el «peque­ño rebaño» y muchas tendencias aislacionistas apuntan de forma casi alarmante en esta dirección de una mentalidad de secta. Sólo se busca guardar el pequeño puñado de per­sonas piadosas, sin atreverse a acreditar la fe cara al «mun­do»; se da un apartamiento para no contagiarse con la incredulidad del «mundo», pero se olvida que precisamente uno ha sido enviado a esos incrédulos e infieles.

Otra consecuencia fue lo que Hegel llamó la disocia­ción de la conciencia moderna. Desde la ilustración, Dios y mundo, el más acá y el más allá, iglesia y sociedad, se consideran como dos campos distintos y bastante a menu­do enfrentados. Esto hace que la palabra de Dios se haya convertido en muchos casos en un vocablo que no dice nada, que no llega ya a la realidad en la que vivimos y que no encuentra sitio en nuestro contexto vivencial. Esta

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pérdida de realidad de la fe cristiana hizo que la fe fuera quedando cada vez más desplazada del ámbito de la expe­riencia humana. La fe cristiana se fue volviendo cada vez más desprovista de realidad, más lejana, más espiritual, más sutil, cada vez fue pareciendo más mera realidad apa­rente, falsa conciencia, ideología, sólo apropiada para con­solar de la dureza de la realidad, para hacer más soporta­ble y transfigurar lo existente.

A esta creciente pérdida de realidad de la fe correspon­dió una creciente pérdida de fe por parte de la realidad. De esta manera el mundo perdió su centro, su sentido y su profundidad, volviéndose cada vez menos constante y más desorientado. Por eso vivimos actualmente una consi­derable pérdida de toda perspectiva espiritual y de toda generosidad, es decir, del ánimo y entusiasmo por lo gran­de y lo elevado: existe la amenaza de que todo sucumba en el seco desierto de lo banal y cotidiano. El hombre se ha vuelto unidimensional (H. Marcuse). Nietzsche fue el único que tuvo el valor de pensar hasta el final estas con­secuencias nihilistas del desarrollo moderno, viendo sin duda más claro que muchos teólogos apologetas, quienes querían calificar con demasiada precipitación y ligereza como mundo cristiano ese mundo que se ha hecho mun­dano.

Todo esto indica que la actualización de la iglesia no puede lograrse con un par de operaciones estéticas y algu­nos arreglos externos; tampoco es suficiente el ir con la lengua fuera, detrás de nuestro tiempo, diciendo continua­mente a todo que sí. En esta actualización de la iglesia no sólo está en juego tal o cual punto particular, sino la tota­lidad de la fe.

Por parte de la iglesia y de la teología se dio una doble reacción a esta exigencia de la época moderna. En primer lugar predominaron las tendencias de la restauración, que determinaron tanto la teología neoescolástica como el

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llamado catolicismo vaticano (es decir, determinado por el Vaticano i). No existe casi ningún descubrimiento moderno de los que llevaron a la fundación de una de las ciencias actuales, que no haya sido desautorizado por una de las iglesias. El caso Galileo es sólo el eslabón más famoso de una cadena muy poco honrosa de condenas, pudiendo considerarse hasta ahora como último eslabón la encíclica Húmame vitae. Ni siquiera a los teólogos conservadores les resulta agradable recordar las muchas sentencias negativas dictadas por los dicasterios romanos en el siglo xix y comienzos del xx. A comienzos del último siglo se desarrolló toda una filosofía de la obediencia. En un mundo inquieto y desorganizado se veía la roca de Pe­dro como único apoyo y consistencia, como centro y punto de arranque de una nueva unidad universal y un nuevo or­den de la humanidad. Tales ideas influyeron decisivamente en la definición del primado del Vaticano i. Se creyó que la felicidad del hombre dependía del reconocimiento del primado y de la obediencia al magisterio infalible del papa. Por tanto, a las tendencias de autonomía del hombre mo­derno y su exigencia de autorresponsabilidad se contrapo­nía la exigencia de obediencia y sumisión. Muchas de las tensiones actuales de gran parte de cristianos, laicos y sacerdotes se basan en la imposibilidad interna y externa de vivir simultáneamente en esos dos mundos, en la civi­lización moderna acuñada por la ilustración y en el mun­do de la restauración eclesiástica.

Ya es habitual designar esta crisis como crisis de auto­ridad. Sin embargo, caracterizarla así es quedarse en los fenómenos y síntomas particulares sin llegar a la verda­dera raíz del problema. La forma de concebir la jerarquía en la iglesia tiene sus raíces en una visión jerárquica de la realidad, propia de la antigüedad y de la edad media, que llevó a concebir durante largo tiempo la jerarquía eclesial como imagen y representación del orden jerárquico de la

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realidad, que últimamente culmina en Dios. La crisis o el final de esta concepción de la realidad jerárquicamente es­calonada trajo necesariamente consigo la crisis de la con­cepción jerárquica eclesial. Esto significa que no se puede hacer frente a la crisis actual apelando sólo a la obediencia o por una mera democratización. En último término se tra­ta de una nueva orientación de la fe dentro de un mundo cxperiencial y vital que ha cambiado.

Junto a la teología de la restauración, se formó tam­bién muy pronto en la época moderna, una teología de la mediación, cultivada sobre todo en la teología alemana. Se inició con Leibniz y alcanzó con Hegel su cumbre más ge­nial. Entre el cristianismo y el pensamiento moderno, entre la iglesia y la sociedad moderna, debe darse una reconciliación y mutua complementación. Siempre se ha intentado encontrar una síntesis entre fe y ciencia, igle­sia y sociedad, trono y altar. La teología de la seculariza­ción, que concibe el mundo moderno secularizado como repercusión intrahistórica del cristianismo, representa el último intento en esa línea. El mundo secular sería a la vez el mundo cristiano; la autonomía moderna del hom­bre no sería sino la realización de la libertad cristiana, el futuro intrahistórico es a la vez el futuro que pondrá fin a la historia; en último término el amor a Dios y el amor al prójimo coinciden.

Cabe preguntarse si con eso el cristianismo no se ha vuelto a convertir en ideología de la sociedad moderna y en cierto modo en su religión natural. ¿Representa la teología de la secularización algo más que una ideología para aquellas personas, que sin ella no podrían ser mo­dernos, sin sentir cierto descontento? Siguiendo a Marx, podría calificarse también la teología de la secularización #

como una mistificación; realiza la unión de fe y mundo en un plano puramente abstracto, en la cabeza del teólogo, mientras que la realidad concreta queda tan desunida y

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disociada como antes. En cierto modo se hace la misión del mundo con un golpe de mano dado desde el escrito­rio. Ahora bien, así el cristianismo pierde su dinamismo capaz de transformar el mundo, su sal se vuelve insípida, se vuelve anónimo, desdibujado y borroso. Si en nuestra predicación decimos lo mismo que los demás sólo que con otras palabras, entonces no nos hemos hecho actuales, si­no totalmente desactualizados y en el fondo absolutamen­te superfluos. En realidad con una teología así se abando­na el principio, al que tanto valor otorgan sus defensores, de que la iglesia tiene que tener un carácter crítico como servicio de la libertad del hombre. Sólo podemos servir a la libertad del mundo, si guardamos nuestra propia li­bertad. Para poder abogar y defender la libertad de los hombres y prestarles un servicio, la iglesia tiene que ofre­cer una opción; para poder identificarse y solidarizarse con los hombres, la iglesia no puede rebajar su condición. Por tanto, precisamente por la libertad de los hombres, el cristianismo tiene que mostrar su carácter escandaloso y ser una provocación en el mundo.

Resumiendo podemos decir: iglesia y sociedad se encuentran sufriendo un cambio radical, tanto universal como fundamental, que ha llevado a la formación de los primeros rasgos, todavía imprecisos, de una nueva mane­ra de creer y de vivir la iglesia. La crisis en la que ac­tualmente se encuentra el cristianismo, no puede resol­verse de hoy para mañana con un par de reformas super­ficiales, sino que todavía tenemos ante nosotros un largo camino que andar. Pero ya es claro que en esta situación, ni la teología de la restauración, ni la de la seculariza­ción representan un instrumento apropiado para la predi­cación y para la vida eclesial, pues ambas encierran el peligro de desvirtuar el escándalo y la provocación pro­pios del cristianismo. La teología de la secularización co­rre el peligro de perder totalmente de vista el escándalo

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cristiano; en cambio la teología de la restauración lo po­ne en lugar falso, cambiando el escándalo cristiano pro­piamente tal por falsos escándalos autoelaborados, que nacen de querer ligar el cristianismo a una forma socio-cultural pasada o concebida en el pasado. Sin embargo, nada necesita tanto nuestro tiempo como el escándalo y la provocación. Si el hombre actual, altamente cualificado, di­ferenciado y tecnificado no quiere convertirse en un ani­mal ingenioso, necesita como salvaguarda de su humani­dad la exigencia continua de superar lo existente. El hombre sólo puede conservar su humanidad mientras se supera a sí mismo infinitamente (B. Pascal). La sociedad humana se seca cuando pierde esta dimensión de profun­didad y de elevación, convirtiéndose entonces fácilmente lo solo humano en lo demasiado humano y banal. Es ne­cesario echar por un tercer camino yendo más allá de los frentes ya alcanzados.

II

UNA PREDICACIÓN EXPERIENCIAL, PROVOCATIVA Y CRÍTICA

Las reflexiones de la primera parte sobre la situación del cristianismo en la sociedad moderna nos han conduci­do ya a una primera respuesta, todavía algo formal, a la pregunta de cómo podemos afrontar en la predicación nuestra situación moderna, determinada por la ilustración. Necesariamente esa primera respuesta tenía que ser toda­vía formal. Dado que el cambio introducido por la ilus­tración es tan fundamental y universal, no puede afron­tarse sólo con respuestas parciales de contenido, sino que lineen falta primero unas reflexiones generales sobre la for­ma de pensar y el lenguaje de la predicación cristiana. De •<> dicho hasta ahora se derivan dos postulados esenciales: "i predicación cristiana tiene que ser por una parte induc-

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tiva y por otra parte provocativa y crítica. Ambos impera­tivos, como vamos a mostrar en seguida, están íntimamen­te relacionados. Esto es lo que vamos a exponer más de­talladamente.

La emancipación de la época moderna se tradujo pri­meramente en una emancipación de la autoridad de la tradición más o menos naturalmente vigente. Desde la doctrina de los ídolos de F. Bacon se consideró la tradi­ción como prejuicio y luz falsa. Comenzó una crítica de las ideologías y, de la mano con ella, una enfática acen­tuación de la experiencia. Cada uno quería ver, juzgar y examinarlo todo por sí mismo. Frente a la antigüedad y edad media, se puso de moda un ideal de conocimiento completamente nuevo, cuya principal manifestación ac­tual consiste en que la mayoría de la gente tiene una ac­titud básica, técnica, científica y natural. Es muy conve­niente tener en cuenta este cambio de interés en lo refe­rente al conocimiento. No basta como respuesta el limi­tarse a decir que a Dios no se le puede comprobar y cons­tatar, porque no existe el Dios que «es» (D. Bonhoeffer). Una afirmación así, siendo teológicamente exacta, a la vez es banal. Naturalmente Dios no es un dato más de la ex­periencia; pero como la fe plantea una exigencia univer­sal, la disociación actual entre experiencia de fe y expe­riencia moderna del mundo representa un fenómeno ex­traordinariamente inquietante para la fe.

Toda afirmación humana sólo es inteligible dentro de un determinado contexto experiencial. Como es sabi­do, los conceptos sin experiencias son algo vacíos.

Hace ya tiempo, antes de que en el campo teológico se hubieran hecho planteamientos sociológicos a gran es­cala, el método de la historia de las formas indicó en el campo exegético que todas las afirmaciones bíblicas sólo son inteligibles cuando se tiene en cuenta su «puesto en la vida». En el campo de la fe no existen tampoco ver-

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dades eternas que se puedan almacenar y sacarlas luego según convenga. La verdad cristiana hace referencia al actuar de Dios en la historia concreta y sólo se predica con exactitud cuando incluye un índice concreto de his. loria y tiempo. La sociología y la filosofía analítica del lenguaje confirman esta tesis. La fatalidad de la predica­ción actual consiste en haber perdido considerablemente ese «puesto en la vida», de tal manera que la mayoría de sus afirmaciones no están avaladas por la experiencia hu­mana. Esto hace que los conceptos más centrales de nues­tra predicación, tales como Dios, gracia, redención y sal­vación se hayan convertido para muchos en vocablos inin­teligibles y meras fórmulas vacías, no expresando ya rea­lidades vivas e inmediatas. La pérdida de realidad de la

predicación cristiana ha llevado a una decadencia del len­guaje en la misma predicación. Síntomas de esa decaden­cia son el pathos vacío, una redundante expresión, la edifi­cación sin contenido, el dogmatismo abstracto, la jerga existencial de muchos predicadores y documentos ecle­siásticos. También habrá que incluir el fetichismo verbal y conceptual de una ortodoxia dogmática falsamente enten­dida, que parte de la ilusión de creer que la verdad y las ¡deas abstractas pueden conservarse como se conserva el mosto herméticamente embotellado. Resulta evidente que este dogmatismo desconoce la dimensión histórica de la

verdad. Por tanto, una primera exigencia de la predicación

actual es que debe ser inductiva y partir de la experiencia. No puede limitarse a proferir dogmas acabados o pro­fesiones de fe kerigmáticas, exigiendo sin más su acepta­ción. A este respecto no hay gran diferencia entre un len-guaje más escolástico o uno más bíblico; ambos represen­tan actualmente para nosotros un lenguaje en gran parte extraño. Por tanto, una primera tarea de la predicación debe ser el revitalizar en el oyente la dimensión de la ex-

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periencia, dentro de la cual pueden ser comprensibles y tener sentido las afirmaciones de fe. La predicación debe partir de la experiencia inmediata de la vida real, que comprende tanto las experiencias del ámbito personal-existencial, como del ámbito social, pues ambas son di­mensiones de la vida humana que no pueden ni separarse ni confundirse totalmente. Entre un planteamiento más antropológico-existencial y otro más socio-político no exis­te por tanto una alternativa fundamental y exclusiva; am­bos campos son dimensiones esenciales de la experiencia del hombre.

Al postular un planteamiento inductivo de la predi­cación nos metemos en un terreno peligroso desde un punto de vista teológico-dogmático. El concepto de expe­riencia se considera teológicamente como extraordinaria­mente sospechoso desde que los reformadores pusieron tan en primer término la experiencia de la certeza de la salvación, desde que el pietismo utilizó la experiencia de fe como resorte para diluir los dogmas cristianos desde que Schleiermacher y siguiéndole a él la llamada escuela de Erlang pusieron la experiencia religiosa como funda­mento y criterio de toda afirmación teológica y desde que hacia comienzos de siglo el modernismo por parte católi­ca declaró todas las afirmaciones dogmáticas como meros símbolos y cifras de la experiencia nacida del anhelo bá­sico religioso del hombre. Todo esto llevó a eliminar con­siderablemente de la teología el concepto de experien­cia mientras que todavía en la teología de la alta edad media y más aún en la teología de los grandes santos se tenía en gran estima la theologia experimentalis. Por to­das esas desviaciones se llegó a declarar que la fe no se deriva de la experiencia humana, sino que viene por el oído (Rom 10, 17) y que se basa sólo en la autoridad de Dios que se revela a sí mismo (DS 3008).

Esta objeción tiene sin duda su peso, pero sólo es de-

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cisiva frente a una concepción que identifica fe y expe­riencia humana, haciendo de ésta el único criterio de la fe. Ahora bien, con esto se deforma también la esencia de la experiencia humana', a la que también pertenece el concretarse y comunicarse en palabras. Nuestra expe­riencia nunca empieza desde un punto cero, sino siempre partimos de experiencias propias y de las que otros antes que nosotros han tenido y nos han transmitido. Esa ex­periencia transmitida y condensada en el lenguaje la acep­tamos en un primer momento con fe y confianza y viene a ser como una especie de gafas a través de las cuales ve­mos la realidad experiencial, proporcionándonos las cate­gorías y criterios para nuestra propia experiencia. Sin embargo, a la luz de nuestra propia experiencia, examina­mos esa experiencia heredada y, o bien la confirmamos y profundizamos, o la ponemos en tela de juicio y la recha­zamos. Entonces esa nueva experiencia se convierte a su vez en nuevo horizonte y punto de partida del proceso experiencial ulterior. De esta forma, fe y experiencia se encuentran en una continua y permanente relación recí­proca, que no cesa nunca: la experiencia se convierte en tradición y la tradición provoca a su vez experiencias.

Reflexionando algo más sobre esta relación dialéctica entre fe y experiencia, vemos que la experiencia tanto en su origen como en su futuro se estructura históricamen­te. La experiencia humana nunca es algo acabado en sí mismo, sino siempre está abierta; una persona experi­mentada es la que, consciente de que nunca ha llegado al fin en sus experiencias, está convencida de la constante apertura del campo experiencial. El carácter negativo y crítico es otro aspecto fundamental de la experiencia. Cuando decimos de alguien que ha tenido sus experien-

1 Para el concepto de experiencia tal como se desarrolla a continuación cf. H. G. GADAMER, Wahrbeit und Methode, Tübingen 21965, especialmente 329-344.

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cías, la mayoría de las veces el tono suele ser resignado y escéptico. Este elemento crítico y negativo hace que la ex­periencia sea siempre nueva e interesante; verdadera experiencia sólo se da propiamente cuando sentimos algo nuevo, cuando se incardina de repente lo hasta entonces experimentado en un nuevo contexto, cuando se abren nuevas perspectivas. Afirmaciones que se limitan a pensar lo ya conocido se convierten en formulismos y al no dar nueva información terminan por extinguirse. Por eso pue­de también decirse: no hay información sin provocación. Afirmaciones que sólo son exactas, pero no conmueven el sistema de lo acostumbrado y natural, no tienen fuerza ni empuje; son algo muerto. La verdad sólo puede comuni­carse crítica y provocativamente. Elemento esencial de la verdad es el momento de lo chocante y extraño2.

Con estas constataciones de relación entre fe y expe­riencia, éstas adquieren una dimensión nueva. Ya no pue­den identificarse, anulando sus diferencias, sino que nece­sariamente tienen que estar en conflicto. Esto significa que la fe sólo es comprensible si renuncia a toda estiliza­ción litúrgica y a meras precisiones dogmáticas y se pre­senta en afirmaciones de experiencia, concretas y secula­res. Sin embargo, esto no significa que tenga que plegar­se simplemente a lo fáctico; el tomar lo fáctico como me­ra normatividad para la fe, representaría la muerte de és­ta. Una fe que se entienda a sí misma como secular de una manera recta tiene que ser provocativa, es decir, tie­ne que abrir, inesperada y sorprendentemente, nuevas perspectivas a nuestra realidad experiencial. La predica­ción sólo es comprensible cuando rompe el contexto fas­cinante tanto de lo habitual como de lo que está de mo­da y hace ver el mundo y las personas en forma nueva. No sólo las convenciones, sino también la moda puede

2 Cf. H. - D. BASTÍAN, Verfremdtmg und Verkündigung, München 1967. El presente estudio debe muchas sugerencias a esta obra.

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representar un obstáculo para la verdad. Por eso, la pre­dicación tiene que ser crítica a este respecto y si quiere ser seria, tiene que atreverse a librar batalla en dos fren­tes: contra lo habitual y lo acostumbrado y contra lo que sólo responde a la moda. Precisamente el lenguaje profé-tico del antiguo testamento y las parábolas del nuevo, utilizan en este sentido el lenguaje de lo chocante. Sobre todo las comparaciones neotestamentarias presentan con­tinuamente rasgos, que son totalmente inverosímiles y sorprendentes, que obligan a prestar atención y que inci­tan a la oposición. Toman la experiencia humana cotidia­na y la iluminan de una forma totalmente nueva; de esa forma dialéctica apelan a la experiencia que se ve obliga­da a decir: sí. Sin duda podría y debería ser así, aunque ahora sea de otra manera, es decir, totalmente distinto de como creíamos. ¡El verdadero principio hermenéutico no es la naturalidad, sino el escándalo!

Según lo anterior, el punto de contacto de la predica­ción con la experiencia humana tienen que ser las llama­das experiencias de contraste3. Son pocos los oyentes que saben lo que es un acontecimiento salvífico, pues apenas lo han experimentado alguna vez. En cambio, saben muy bien por experiencia qué es la injusticia, la mentira, la calamidad. A partir de estas experiencias crece de repente el sentimiento de que no se puede continuar así, que to­do tienen que ser de otra manera. De esa experiencia ne­gativa nace y brota la esperanza de salvación. La mayo­ría de las veces no podemos decir positivamente en qué consiste en concreto la salvación; pero en cambio sí esta­mos todos sufriendo las condiciones de la no salvación; por eso no puede ponerse de relieve qué es positivamen­te la salvación, sino sólo puede formularse más o menos negativamente. Ahora bien, la experiencia de lo negativo

3 Cf. E. SCHILLEBEECKX, Dios, futuro del hombre. Salamanca s1971, 166 s, 206 s.

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presupone que «de alguna manera» tenemos idea de lo positivo, de lo bueno y de la salvación y que lo conoce­mos «anónimamente» con una fe no plenamente objeti-vable y articulable. Sólo quien conozca la verdad y la ve­racidad puede reconocer la mentira y falsedad como tales. Por tanto la experiencia de lo negativo no significa una destrucción de lo positivo, sino una ayuda para conocerlo mejor y en forma nueva.

Es fácil abusar de este negativismo crítico, pudiendo convertirse lo chocante y extraño en una escapatoria ba­rata y en una búsqueda de sí mismo. Existe una especie de masoquismo cristiano y de autocrítica eclesial, que no tolera ninguna alegría en la fe. Un negativismo unilate­ral de este tipo lo destroza todo, todo lo zahiere, logran­do sólo dejar al individuo deshecho. Una predicación crí­tica, con esa dureza, olvida que debe decirse la verdad con amor. También el recurso a lo chocante y extraño puede nacer de una falta de tacto y orgullo farisaico o ser mero efectismo. Sin embargo, rectamente utilizado, lo chocante y extraño es la sal, pero que no puede tomarse sola. Por tanto, este método de recurrir a lo chocante y a la provocación no constituyen un medio universal. Cuan­do ya nada es natural y todo se ha vuelto cuestionable, resulta imposible el preguntar, pues toda pregunta pre­supone un campo de lo naturalmente aceptado, dentro del cual cabe el preguntarse. Por consiguiente siempre van unidas la tradición y la extrañeza, la continuidad y la dis­continuidad, la sorpresa y la repetición; la provocación y la información. Hegel llama a esto la negación determi­nada, diferenciándola de la negación absoluta4. La nega-

4 G. W. F. HEGEL, Phanomenologie des Geistes, 68 s, 74. Además ver especialmente Th. W. ADORNO, Drei Studien zu Hegel, Frankfurt a. M. 1963. Naturalmente con el concepto de negatividad crítica y de dialéctica nega­tiva no hago mía simplemente y sin más la manera de pensar de Adorno, en la que la identidad en toda diferencia, lo positivo en la experiencia de lo nega­tivo me parece no quedar suficientemente resaltado. C£. B. WILLMS, Tbeorie, Kritik und Dialektik, en Über Th. W. Adorno, Frankfurt a. M. 1968, 44-89.

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ción determinada no sirve para eliminar la tradición, sino para interpretarla, ponerla en movimiento y continuarla dinámicamente.

El negativismo crítico rectamente entendido no tiene efectos destructivos, sino que constituye una fuerza libera­dora. De repente se le cae al sujeto la venda de los ojos y ve la realidad en forma distinta y nueva, dándose cuenta de que todo podría y debería ser de otra manera. Esto abre campo y posibilidad para la acción. La experiencia negati­va significa casi un imperativo para la acción; al destruir la «bella apariencia» de una visión anónima del mundo, impulsa a comprometerse en la lucha por un orden me­jor, más justo y más humano. Por desgracia, en el pasado la predicación cristiana ha sido más frecuentemente ins­trumento de tranquilización que de provocación. Precisa­mente por no querer inquietar, se ha vuelto a menudo tan aburrida e indiferente.

Con una formulación general podemos decir: en la ex­periencia la teoría y la praxis van estrechamente unidas. El problema de la teoría y la praxis5 se ignoró durante largo tiempo en el campo de la teología y la predicación. Sólo se da verdadera experiencia en el contacto práctico con las personas y las cosas. Se tienen experiencias cuan­do se afrontan las cosas, cuando se vivencia concretamen­te la resistencia de los demás, de las circunstancias y de la realidad en general. Cuando antes decíamos que toda teo­ría tiene que acreditarse en la experiencia, eso significa ahora, concretamente, que toda teoría tiene que acredi­tarse en la praxis concreta. Naturalmente con esto no queremos canonizar un activismo fanático, que desprecie toda reflexión teórica. Sin teoría no puede cambiarse la praxis, que continuamente tiene que estar cambiando. El mero hecho de cambiar el mundo no constituye por sí

5 Cf. W. POST, Tbeorie una Praxis, en Sacramentar» munii IV, 1969.

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solo un ideal; también los hunos cambiaron el mundo. De lo que se trata es de relacionar la praxis concreta con el logro de una configuración más humana de todos los recursos; ahora bien, esto exige la teoría. Precisamente en nuestro mundo actual, tan ilustrado y superreflexivo, no puede renunciar la predicación cristiana a la reflexión y a la argumentación racional. Si se descuida esto, enton­ces la predicación no libera verdaderamente al hombre, sino que lo entrega a nuevos tópicos y emociones.

Este lenguaje provocativo y prácticamente exigente está en íntima correspondencia con el contenido de la pre­dicación cristiana, con la proclamación de Dios como el totalmente distinto y siempre nuevo, con el mensaje de la cru2 como estupidez y con la llamada a la fe como éxodo. Ese Dios, que es el siempre mayor y cuya desemejanza siempre es superior a toda semejanza, sólo puede comuni­carse negativamente. Él pone en crisis y cuestiona no sólo toda afirmación secular y terrena, sino hasta toda afirma­ción teológica. Los profetas sabían que sólo se puede ha­blar de Dios cuando uno destroza los ídolos; Tomás de Aquino expresó eso mismo en forma algo más abstracta, al afirmar que se puede decir de Dios más lo que no es que lo que es. Teólogos de segunda y tercera línea, la mayoría de las veces han sabido demasiado de Dios, lo que indicaba precisamente que en el fondo no sabían na­da de él. Por tanto, podemos volver a empalmar con to­do derecho con la teología negativa de la tradición. No podemos empezar hablando de Dios como es en sí; lo que entendemos por Dios, podemos en cierto modo aclararlo y expresarlo mejor sólo a partir de lo negativo de nuestra experiencia humana. Debemos presentar a Dios como aquel que nos interroga más allá de todo lo existente, que nos libera continuamente para la praxis y que, pasando por encima de todo, nos hace amar siempre de nuevo.

LA PREDICACIÓN COMO RENOVACIÓN 167

III PREDICAR A JESUCRISTO

Nuestra tesis segunda, de corte más bien formal, nos obliga a completarla con una tercera tesis, en la que se concrete materialmente lo dicho. En la teología actual existe el peligro de un excesivo formalismo; se habla por ejemplo, en un plano puramente formal, del carácter his­tórico de la verdad, de la apertura del hombre al futuro, de una referencia a la praxis, y de otras cosas parecidas. Esas afirmaciones formales pueden significar mucho o no decir nada. La verdad, especialmente la verdad cristiana, es concreta y se refiere a la historia concreta. La fe no consiste en el mero acto de creer, sino que tiene un conte­nido concreto; no es nunca anónima, sino un testimonio corriente, e inteligible. No es sólo un cómo, sino tiene también un qué.

«El» contenido de la predicación es Jesucristo en per­sona. La verdad cristológica no es simplemente un dogma más, sino la suma y el criterio de todas las demás verda­des. Según Ireneo, Jesucristo es la recapitulación de toda la historia de la salvación y de toda la realidad. La exége-sís moderna ha confirmado esta tesis de forma impresio­nante. Dentro de la variedad con que se presenta el men­saje del nuevo testamento, se mantiene como centro y suma de todo el evangelio que Jesucristo es el Señor, el hijo del hombre y de Dios. Quien con fe y esperanza le reconoce como la esperanza para todos los hombres, como el criterio por el que debe medirse todo, en el fondo ya cree todo lo que hay que creer. Jesucristo es «la» síntesis que lo contiene todo. Por eso también Jesucristo en per­sona es «el» escándalo básico y «la» provocación funda­mental de la predicación cristiana.

Por desgracia hizo falta la investigación histórico-crí-

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tica para volver a poner de relieve el carácter provocati­vo de la vida y la persona de Jesucristo, que en la piedad se había convertido en algo inofensivo y dogmáticamen­te en un principio general de la encarnación. Sólo la investigación histórica nos ha permitido ver de nuevo un nuevo Jesús no desfigurado, que hace saltar todo forma­lismo, que no es ni un santurrón ni un revolucionario, y a quien no se puede señalar ni como individualista, ni como socialista. Todo depende de que logremos, por nuestra parte, poner otra vez de relieve el carácter único y provo­cativo que significa Jesucristo para nosotros.

Tomando como base el evangelio de Juan ya se ha he­cho corriente el ver ese escándalo en la encarnación de Dios, es decir, en que el ser eterno se haya hecho tempo­ral, el infinito finito y el ser inconmensurable haya asu­mido una figura humana limitada. Realmente, para el pen­samiento metafísico griego esto supone una paradoja enorme e inconcebible. Sin embargo actualmente eso ya no nos impresiona de forma inmediata. Por otra parte, considerando más atentamente el lugar correspondiente en el prólogo del evangelio de Juan, vemos que lo que se recalca primordialmente no es la superación del contras­te metafísico entre el tiempo y la eternidad, sino la con­traposición entre la gloria divina y la debilidad de la car­ne (Jn 1, 14), la entrada de la realeza divina en la peque­nez y caducidad de lo humano. De un modo semejante, el canto a Cristo de la carta a los filipenses (2, 6-11) ex­presa la entrada de Dios en la condición humana, escla­vizada bajo los poderes de este mundo. Con esto la es­critura nos presenta como el escándalo y la provocación fundamental lo que constituyó el centro de la existencia del Jesús terreno: su obediencia incondicional al Padre, que se manifiesta en un servicio incondicional a los hom­bres. Por esto, también para la comunidad primitiva la palabra servicio era algo muy central, de tal forma que

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se nos ha transmitido con más frecuencia que cualquier otro término y en todas las variaciones posibles. Por con­siguiente Jesús se nos presenta como el hombre entrega­do a los demás consistiendo en esto precisamente su pro­vocación. Esa provocación representa la inversión de to­dos los valores: «Si alguno quiere ser el primero ha de ser el último de todos y el servidor de todos» (Me 9, 35). También por esto se ha calificado al «Magníficat» como «La Marsellesa» cristiana: «Derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes» (Le 1, 52). Resumien­do puede decirse que la ley de Cristo consiste en que uno lleva la carga del otro (Gal 6, 2).

Esta ley fundamental de lo cristiano representa una visión del hombre y de su realidad revolucionadamente nueva y sensacional. Está más allá de todos los formulis­mos y alternativas acostumbrados; más allá tanto del ato­mizante individualismo occidental, como del despersona­lizante totalitarismo del este. Se le dice al hombre que lo­grará su libertad cuando se pierda en los otros, sólo será verdaderamente libre cuando sea capaz de ir más allá de su propia naturaleza, de perderse; sólo entonces se ga­nará a sí mismo. El nuevo orden así establecido se con­creta en el sermón de la montaña, concretización tan sor­prendentemente nueva a gran parte de lo que sucede en el mundo y en la iglesia. Predicar de una manera verda­deramente provocativa significaría predicar el sermón de la montaña. Por lo menos así han entendido los grandes santos su provocación, como por ejemplo un Francisco de Asís. Sólo hemos entendido exactamente la provoca­ción, si la entendemos con esta profundidad teológica y espiritual, siendo entonces expresión de la libertad y sin­ceridad cristianas, que se traducen en un servicio compro­metido a los demás.

Esta provocación de la libertad cristiana al servicio del amor no se exiee sólo al cristiano individual cínn o

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toda la iglesia en conjunto. El concepto de provocación podría ayudar a determinar de forma nueva el lugar de la iglesia dentro de nuestra sociedad moderna. El mismo Vaticano 11 nos indica este camino, al definir la iglesia como signum et sacramentum mundi. Lo esencial del sig­no es que apunta y remite más allá de sí, a su meta esca-tológica. Ahora bien, concebir la iglesia como signo y sacramento, supone entenderla a la vez como provocación. La iglesia aparece entonces como una dimensión que no existe para sí misma sino más bien siempre para los de­más y para el mundo, siendo su función un servicio vi­cario a los hombres. Debe atestiguar y representar sim­bólicamente el amor de Dios en Jesucristo. Inmersa en un mundo que busca su propia conservación y ostenta­ción, no debería existir para sí, sino mirar a los demás y existir para ellos.

Esta concepción de la iglesia como iglesia al servicio del mundo, exige un cambio considerable de nuestra auto-comprensión eclesial y también una reorientación de nues­tra vida de comunidad. La mayoría de las veces nos ocu­pamos demasiado de nosotros mismos, de nuestros peque­ños y grandes problemas; tenemos nuestras celebraciones, nos defendemos a nosotros mismos y demasiado a menu­do no hacemos más que mirarnos el ombligo. Una iglesia que se limite a tener círculos bíblicos y celebraciones li­túrgicas no inquieta a nadie y no representa una provo­cación. Se hablará en ellas con mucha profundidad sobre el escándalo de la fe, pero tan pronto como uno, en base a la libertad cristiana, se comprometa por un mundo li­bre, justo y humano, empezará a sentir muy pronto el es­cándalo de la cruz. Y sin embargo la iglesia sólo puede ser signo y sacramento para el mundo, en las circunstancias presentes, si anticipa la salvación escatológica de Dios, su justicia y libertad, y si incita y provoca al mundo, que tan fácilmente se siente satisfecho consigo mismo, para

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que tienda a su verdadera meta. De esta manera la igle-N¡n vuelve a dar a nuestro momento actual lo que más necesita: perspectivas de futuro, ideas motrices y metas a las que tienda.

Finalmente, la provocación de lo cristiano tiene toda­vía una última dimensión teológica, en el sentido más pleno de esta palabra. La existencia de Dios en servicio nuestro. La humanidad de Cristo es el sacramento de Dios, así como la iglesia es para el mundo el sacramento de Cristo. En el amor de Cristo se nos revela el amor de Dios. De esta verdad y realidad, aquí sólo apuntada, se deriva una interpretación radicalmente nueva de lo que lian entendido las religiones con la palabra Dios. Ahora Dios ya no es la dimensión profunda y el maravilloso fun­damento de lo que existe, no es la glorificación del orden existente, sino que se identifica más bien con aquellos para los que no hay sitio en ese orden, con los pequeños, los débiles, los desechados, los despreciados. Para todos éstos Dios está ahí. Esto significa que Dios no aparece como el Dios del statu quo, sino como el Dios de las po­sibilidades siempre mayores, el Dios para el que todo es posible (Me 10, 27). Él es la crisis de lo existente y la esperanza de lo nuevo y lo futuro. Este Dios es un futuro con condición de ser (E. Bloch).

El anuncio de este Dios, que está con los hombres, representa una provocación que incita al mundo hacia adelante, que pone todo en movimiento y lo dinamiza to­do. Este mensaje anima a la esperanza y a la acción por el amor. Por eso como regla fundamental para la predica­ción puede indicarse la siguiente: afirmaciones que sólo expliquen lo existente y actual, son siempre falsas. Un criterio para la rectitud de una afirmación teológica y ke-rigmática es la orientación hacia el futuro y a la acción, debiendo siempre abrir nuevas perspectivas y empujar a la acción. Dicho con otras palabras, tiene que ser provo-

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cativa. La provocación es la forma apropiada como habla Dios y sólo ella expresa el carácter distinto y siempre superior de Dios. Por otra parte, esto abre a la vez un campo a la esperanza y a la libertad del hombre. Por eso la provocación rectamente entendida nunca querrá ser sólo interesante y original, ni nacerá de ganas de armar escándalo. Está orientada al hombre y para servirle. Este servicio lo realiza llamándole a ir más allá de sí mismo y de lo existente y abriéndole a la trascendencia. Precisa­mente por su carácter crítico la provocación presta un servicio a la humanidad del hombre.

Todas estas afirmaciones se quedan en un plano rela­tivamente general y formal; pero estamos pasando actual­mente por un cambio tan amplio y tan profundo, que en ese momento no puede decirse todavía algo muy concreto acerca de cómo será la iglesia del mañana. Sin embargo no puede ser un gueto, ni disolverse y perderse en el mundo. Por eso la relación de iglesia y mundo sólo pue­de determinarse críticamente, como lo hemos intentado utilizando el concepto de provocación. No debe preocu­parnos mucho cómo será esto más en detalle. A quien co­noce la dirección básica le basta con tener luz suficiente para el paso siguiente. Como dijo Paul Claudel, el evan­gelio no es un faro que ilumina un punto infinitamente lejos, sino una antorcha que se tiene en la mano e ilumi­na lo suficiente como para poder avanzar.

6 PROPIAMENTE,

¿QUÉ SIGNIFICA CRISTIANO? *

Puede ser que esta pregunta sorprenda al final de una serie de conferencias sobre el próximo sínodo. Este tema no aparece entre los muchos temas propuestos' y apenas podría considerarse apropiado como tema para un síno­do. Sin embargo, sí podría formularse la tesis siguiente: el éxito o el fracaso del sínodo no se va a decidir tanto en que lleve a cabo tal o cual reforma concreta, sino en que consiga expresar de nuevo con tal fuerza el centro del evangelio que lo propiamente cristiano vuelva a con­vertirse en una fuerza y una provocación en nuestra so­ciedad. Se trata de hacer valer, sin ningún afán de moder­nidad, la actualidad de lo cristiano2.

Sin embargo sería un error creer que a fin de cuentas ya se sabe qué es lo propiamente cristiano y que bastaría con llevarlo a la práctica de una forma más apropiada y delimitarlo frente a falsas interpretaciones. En estos úl­timos años muchas cosas han sufrido una conmoción. Prin-

* Conferencia tenida en la Facultad católica de teología de Münster dentro de un ciclo de conferencias en el primer semestre del curso 1969-1970. El ciclo estuvo orientado al sínodo de obispos alemanes que se iba a celebrar reciente­mente. Se publicó junto con toda la serie de conferencias con el título Kirche im W andel der Gesellschaft, Wurzburg 1971.

1 En relación con la temática y el estatuto del sínodo 72, cf. Publik 36 (1969) 24.

2 El haber puesto esto de relieve es mérito de J. RATZINGER, Introducción al cristianismo, Salamanca 21971.

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cipios e instituciones, que todavía hasta hace poco se con­sideraban intocables, de repente se han puesto en tela de juicio por todas partes. Parece como si ya no existiera nada firme y permanente. Los antiguos frentes han des­aparecido, pues las fronteras y límites interconfesionales han pasado a segundo término, existiendo en cambio di­visiones y fronteras dentro de cada confesión3. En la actua­lidad existe dentro de las grandes iglesias tal pluralismo teológico y práctico, que apenas pueden asumirse en una unidad superior 4. Por otra parte, muchos cristianos se sien­ten bastante más cerca de algunos no cristianos que de sus hermanos de confesión en cuanto a forma de pensar, de entregarse y de actuar, en todo su estilo y mentalidad, y especialmente en su compromiso por un orden más hu­mano y más justo. A esto hay que añadir que una serie de recientes estudios socio-pastorales han revelado que, en­tre lo que se enseña oficialmente como fe de la iglesia y lo que de hecho se cree y se practica, existe una discre­pancia casi alarmante. Es evidente que resulta imposible integrar armónicamente en una misma experiencia de fe «laical» lo que se predica y aparece como una concepción «clerical» de la fe5.

Esto explica esa ebullición que se siente universal-mente en la iglesia, el desmoronamiento de antiguas for­mas y estructuras, la emigración interna y externa y esa conmoción que llega hasta lo más básico. Paralelamente van naciendo «formas subterráneas»6 de una nueva auto-concepción y autorrealización cristianas. Todo esto ha he­cho que lo propiamente cristiano se haya visto muy am-

3 Cf. J. B. METZ, Reform und Gegenreformation heute, Maínz 1969. 4 Cf. K. RAHNER, El pluralismo en teología y la unidad de confesión en

la iglesia: Concilium 46 (1969) 427-449. 5 W. HARENBERG (ed.), Was glauben die Deutscben?, München-Mainz

1969; F. HAARSMA, Ve leer van de kerk en het geloof van haar leden, Utrech "1969.

6 R. MCBKIEN, La iglesia subterránea en los Estados Unidos: Concilium 49 (1969) 424-433.

PROPIAMENTE, ¿QUÉ SIGNIFICA CRISTIANO? 175

biguo e indeterminado. Esta falta de claridad y precisión quita al cristianismo su luminosidad y fuerza de atracción en nuestro mundo.

Resultaría sin duda demasiado simplista hablar de un espíritu de falta de fe que se estaría infiltrando subrep­ticiamente en la iglesia, de una silenciosa apostasía y de un cristianismo marginal7. Sin duda eso también se da, pero el problema propiamente se encuentra a un nivel más profundo y más amplio. Resulta evidente que está terminando una forma de cristianismo propia de una épo­ca determinada, mientras que la nueva forma histórica sólo se apunta en sus contornos más externos, todavía muy imprecisamente y a menudo desdibujadamente. Estamos viviendo actualmente una época de transición, en la que lo antiguo ya no sirve y lo nuevo todavía no se ve plena­mente. Esta situación no puede resolverse con un par de reformas externas, por lo demás hace tiempo pasadas, no con reinterpretaciones del cristianismo, artificiales y abstractas, que prescindan de la forma histórica concreta de la iglesia. Una pura liberalidad podría llevar fácilmen­te a un minimalismo no cristiano, a un cristianismo cuya sal se habría vuelto insípida. Hace falta una reflexión pro­funda y radical; como aportación a ella vamos a exponer a continuación, con la necesaria brevedad e imperfección, algunas ideas, agrupándolas en tres tesis8.

i En relación con el problema de la identificación parcial cf. J. B. METZ, Reform und Gegenreformation heute, 29 s.

8 Podría sorprender sobre todo el que en las tesis siguientes no aparezca la iglesia temáticamente, aunque esté objetivamente presente en cada tesis por la acentuación del carácter histórico-concreto del cristianismo. Podemos apuntar como justificación lo siguiente: la iglesia no pertenece a las verdades cristianas, que pertenecen al orden de fines, sino a aquellas verdades que sólo pertenecen al orden de medios salvíficos: cf. TOMÁS DE AQUTNO, ST 2-2, q. 6 a 1. El haber trasladado el acento de las primeras verdades a las segundas (sacramentos, estruc­tura de la iglesia, sucesión apostólica) es un resultado típico de la evolución de la época moderna, que en el siglo xx ha llevado a un peligroso eclesiocentrismo, todavía no totalmente superado ni por el Vaticano II ni por la discusión poscon­ciliar. Frente a esto intentamos remitir con nuestra aportación de nuevo a la jerarquía de verdades. En relación con este concepto de bierarchia veritatum del

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PRIMERA TESIS

El cristianismo es una religión histórica

El término histórico9 es equívoco y ambiguo, sién­donos imposible desarrollar en este contexto toda la pro­blemática que plantea esta palabra a la conciencia actual. Esto hace que debamos determinar más concretamente lo que queremos decir con nuestra tesis.

En primer lugar, nuestra tesis indica una diferencia fundamental de lo cristiano con lo mítico10. Los mitos expresan un trasfondo numinoso de la realidad, presente siempre y en todas partes; son una concreción en símbo­los oscuros de la razón divina de ser y de sentido, por la cual, a partir de la cual y en la cual existe todo. Por eso los mitos, según famoso dicho de Salustio u , acontecen en todas partes y en ninguna, siempre y nunca. Son «fuer­zas y poderes» eternos, inmutables y fatales, que dominan sobre el hombre; tienen la fuerza de fascinarle, le domi­nan, le privan de su libertad. Esto hace que el hombre se sienta ante ellos simultáneamente atraído y lleno de te­mor y estremecimiento. Por esto R. Otto ha calificado

decreto sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio, n. 11, cf. el comentario de J. FEINEE en LThK Vat. II , 2, 88-90; H. MÜHLEN, Die Lebre des Vaticanum II über die «bierarchia veritatum» und ibre Bedeutung für den ókumeniscben Dia-log: ThGl 56 (1966) 303-335: U. VALESKE, Hierarchia veritatum. Theologieges-chichtliche Hintergriínde u. mogl. Konsequenzen eines Hínweises im ókumenis-musdecret des 2. Vat. Konzils z. zwischenkirchlichen Gesprach, München 1968.

8 Cf. G. BAUR, Geschichtlichkeit. Wege und Irrwege eines Begriffs. Ber­lín 1963; L. VON RENTHE-FINK, Geschichtlichkeit. Ihr terminologisches und be-griffliche Ursprung bei Hegel, Haym, Dilthey und Yorck, Gottingen 1964; A. DARLAPP, Geschichtlichkeit, en LThK IV, 21960, 780-783 y A. DARLAPP -J. SPLETT, Geschichte und Geschichtlichkeit, en Sacramentum mundi II , 1968, 290-304.

10 Para lo que sigue cf. especialmente M. ELIADE, El mito del eterno re­torno, Buenos Aires 21968.

11 Cf. SALUSTIO, Des dieux el du monde (texto griego y francés), editado por G. ROCHEFOKT, Paris 1960, c. 4, 6-8; para el conjunto cf. F. VONESSEN, Mythos und Wahrheit, Einsiedeln 1964.

PROPIAMENTE, ¿QUÉ SIGNIFICA CRISTIANO? 177

este fenómeno de contraste de lo religioso como tnyste-rium tremendum et fascinosum a.

En cambio el mensaje cristiano no remite a un tras-fondo mítico, místico o metafísico, sino a la historia con­creta, a la historia de Abrahán, a la historia de Israel y sobre todo a la historia de Jesús de Nazaret, estando pe­rennemente ligado con lo que «en aquel tiempo» sucedió y se dijo de una vez para siempre. La fe cristiana, por tanto, no está ligada a una visión mitológica del mundo; por el contrario, a su manera desmitologiza el mundo y ha contribuido decisivamente a nuestra moderna seculari­zación 13. Al acentuar la historia y su carácter único y par­ticular, la fe cristiana ha llevado al conocimiento del ca­rácter único, definitivo e irrepetible de las decisiones históricas, de la dignidad y responsabilidad de la persona humana. Por eso, la evolución moderna desde la ilustra­ción, la declaración de los derechos del hombre y la revo­lución francesa, ha comprendido muchos contenidos, ori­ginariamente cristianos, mejor que las iglesias cristianas, que hasta hoy no han logrado hablar de la libertad sin un cierto resentimiento. Esto lleva en el encuentro entre la iglesia y la sociedad moderna a planteamientos y proble­mas equívocos y confusos, debido a que la iglesia, al per­sistir en una mentalidad en gran parte premodema, no ha sacado todo el provecho a su propio mensaje.

Ya en sus comienzos la fe cristiana aparece como un mensaje profundamente humano que actualmente no está de hecho superado sino que representa una herencia hasta ahora no agotada. Sería una peligrosa equivocación creer que desde la ilustración ya hemos dejado definitivamente a nuestras espaldas la desmitologización; más bien re­presenta un imperativo continuo, que se plantea siempre

12 R. OTTO, Das Heilige. Über das Irrationale in der Idee des Gottlichen und sein Verhaltnis zum Rationalen, Breslau 71922.

13 Cf. K. LOWITH, Veltgeschichte und Heilsgescheben, Stuttgart 4195?.

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que fuerzas del «ello» se convierten en norma última, ya sean estructuras instintivas ciegas, o ídolos de raza, de clase, de costumbres, de fuerzas, de prestigio, de orden o de progreso. Cuando esto se da, el hombre queda reduci­do sólo a medio para un fin u. Ahora bien, en todos aque­llos casos en que las circunstancias no sean referidas al hombre como fin, la fe cristiana deberá intervenir protes­tando y tratando de cambiar la situación, teniendo enton­ces en nombre del hombre oprimido una función pertur­badora 15.

Pero, ¿qué significa «humano»? Es humano tanto lo más común y banal como lo más grande y definitivo, tan­to lo sobrehumano como lo demasiado humano. Resulta sumamente ambiguo y es muy discutido qué es lo verda­deramente humano. Sin embargo, la convicción cristiana cree que en Jesús de Nazaret se ha dicho algo definitivo sobre el hombre, dándosenos un modelo definitivo del ser humano. La convicción cristiana ve que en la encarnación de Jesucristo se da una revelación definitiva de lo que es ser hombre16. En la historia de Jesús de Nazaret se ha hecho patente de un modo definitivo la dignidad y la me­ta del hombre. Por eso, el preguntarse históricamente por aquellos acontecimientos, tal como se nos atestiguan en la escritura, es un elemento esencial de la fe cristiana y, según el Vaticano n, es el alma de la teología y el prin­cipio de toda renovación eclesial n . Hoy por hoy eso está muy lejos de ser realidad y se piensa que hay que cam-

11 Cf. M. HOEKHEIMEE - T H . W. ADORNO, Dialeklik der Aufklarung. Philosophische Fragmente, Frankfurt a. M. 1969.

36 J. B. Metz define con razón la iglesia bajo este aspecto como «institu­ción de la libertad crítica de la sociedad»; cf. Theología del mundo, Salamanca 21971, 151-164; 172-179. Cf. E. SCHILLEBEECKX, Dios, futuro del hombre, Sala­manca 31971, 171-175; H. SCHÜRMANN, Ver gesellschaftliche und gesellscbaft-skritische Diens der Kirche in einer sakularisierten Well, en Diskussion zur politischen Theologie, editado por H. PEUKERT, Mainz-München 1969, 145-161.

18 Cf. constitución pastoral Gaudium et spes, n. 22. 17 Cf. constitución dogmática Dei verbum, n. 24; decreto Optatam totius,

n. 16.

PROPIAMENTE, ¿QUÉ SIGNIFICA CRISTIANO? 179

biar el texto de la biblia por el texto de la realidad social actual. Sin embargo, en teología la interrogación histó-rica retrospectiva, entendida correctamente, no puede con, sistir en un interés histórico que sólo busca archivar da­tos, sino que debe servir para que no caiga en el olvido la esperanza siempre viva, que atestigua la escritura18. Tiene que ayudar a que la fe cristiana no se acomode sim­plemente a las fuerzas espirituales y sociales existentes en cada caso, sino que conserve en favor del hombre su potencia y provocación críticas. Tiene que conservar siem­pre viva la historia de libertad iniciada por Jesucristo.

Esta actualización debe realizarse a su vez en forma histórica teniendo en cuenta cada situación histórica con­creta. Pertenece también al carácter histórico de la fe cristiana el que lo cristiano nunca se dé «químicamente puro», sino sólo a través de la mediación de lo histórico, «en, con y bajo» formas históricas concretas19. Por eso la misma escritura sólo es un testimonio histórico, aun­que cualificado, de la fe cristiana; nos dice con todo sólo modélicamente (tipológicamente) lo que es propiamente cristiano. Tampoco los dogmas son la «esencia» de lo cris­tiano, sino modelos perennemente válidos de cómo tie­nen que ser formas históricas de confesión y realización. El evangelio no está «encarnado» en la iglesia de tal for­ma que pueda decirse sin más que la iglesia es Cristo que sigue viviendo entre nosotros. Sin duda, Cristo sigue viviendo y presente en la iglesia, pero no se puede dar simplemente la vuelta a la frase y decir que la iglesia es Cristo vivo y presente20. La iglesia está históricamente

18 Cf. W. KASPER, Unidad y pluralidad en teología. Los métodos dogmá­ticos, Salamanca 1969, 41-46, 52-60; E. SCHILLEBEECKX, Dios, futuro del hombre, 48-55.

19 Cf. W. KASPER, Kirche und Theologie unter dem Gesetz der Geschichte, en ID., Glaube und Geschichte, Main 1970, 49-66; ID., Geschichtlichkeit der Dogmen? StdZ 179 (1967) 401-416.

20 La simple unión del aspecto pneumatológico y del jurídico-institucio-nal se da a menudo como la esencia del catolicismo: cf. R. SOHM, Kirchenrecht

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de camino en todo, también en su testimonio de fe. Por eso tiene que estar continuamente valorándose y renován­dose teniendo como pauta a Jesucristo, su origen y ca­beza. Este continuo estar en camino a través de la histo­ria y esta obligación de continua reforma no significa un liberarse de la historia, sino libertad para con la historia. Significa, siguiendo a Jesús, un renovado y continuo dar­se a los hombres en su situación histórica concreta.

Encontramos a Cristo en la historia concretamente en los hambrientos, en los sedientos, en los que están sin techo ni vestido, en los enfermos y perseguidos (cf. Mt 25, 37-40). Estas personas, según el evangelio, son Cristo vi­vo en medio de nosotros; son las que, si tomamos en se­rio la parábola del buen samaritano, representan concreta y actualmente, la voluntad de Dios para nosotros (Le 10, 25-33). Por tanto las respectivas situaciones humanas e históricas, los problemas y necesidades representan el principio hermenéutico para interpretar el mensaje cris­tiano de una manera históricamente concreta. Si, según la escritura, no es el hombre para el sábado, sino el sábado para el hombre (Me 2, 27), entonces lo cristiano propia­mente tal no puede consistir en un sistema abstracto de principios y normas, con los que se fuerzan las situacio­nes humanas concretas, sino que un presupuesto necesa­rio para toda afirmación teológica concreta y adecuada es el análisis concreto de nuestra situación social actual, de los conflictos humanos que se dan en ella y del sufri­miento correspondiente21.

I, Leipzig 1892, 160-164. Además A. VON HARNACK, Enstebung und Entwicklung der Kircbenverfassung und des Kirchenrechts in den zwei ersten Jabrbunderten, Leipzig 1910, 121-185. En la teología más reciente ha defendido de nuevo esta tesis K. BAKTH, Kirchíicbe Dogmatik 1/2, 606-637. El peligro de tal identifi­cación se ha dado de hecho en la encíclica de Pío xil Mystici corporis (1943), pero fue subsanado considerablemente por el Vaticano n : cf. } . RATZINGER, El nuevo pueblo de Dios, Barcelona 1972, 251-273.

21 Cfr. Documentación Signos de los tiempos: Concilium 25 (1967) 313-322; respecto a la importancia de la condition bumaine para la teología cf. E. SCHILIEBEECKX, Revelación y teología, Salamanca 21969, 395-427; respecto a la

PROPIAMENTE, ¿QUÉ SIGNIFICA CRISTIANO? 181

De esta primera tesis sobre el carácter histórico del cristianismo se sigue que el mensaje cristiano debe anun­ciarse siempre de una forma concreta. No puede reducir­le a hablar abstractamente de Dios, del hombre, del mi­nisterio eclesial y del matrimonio en sí, sino que, a la luz del mensaje y de la obra de Cristo, tiene que desa­rrollar en las condiciones históricas actuales, modelos con­cretos de una forma de ser humana plena, libre y llena de sentido. Si se queda en cambio a un nivel abstracto y de principios corre el peligro de hacer del evangelio una ley y un sistema que, como la ley judía, no libera al hombre sino que lo esclaviza. Se puede falsear el sentido del evange­lio, conservando las fórmulas más ortodoxas. «También los demonios creen y tiemblan» (Sant 2, 19). Las formu­laciones más ortodoxas pueden ser también equívocas y ambiguas al ser interpretadas por los teólogos actuales. La ortodoxia sólo se acredita claramente como cristiana a través de la acción cristiana concreta, si la fe actúa por la caridad (Gal 5, ó)22.

SEGUNDA TESIS

El cristianismo es una religión suprahistórica

Este término23 probablemente todavía es más ambi­guo que el término histórico. Con él se indica que el cris­tianismo habla de Dios, de trascendencia, del más allá, de

importancia que corresponde en este punto a la experiencia de contraste, cf. ID., Dios, futuro del hombre, 164-180; 206-210.

22 Para la problemática teológica teoría-praxis cf. W. POST, Theorie und Praxis, en Sacramentum mundi IV, 1969, 894-901; J. B. METZ, Politische Theo-logie, en Sacramentum mundi I I I , 1969, 1232-1240; ID., Reform und Cegen-reformation beute, Mainz 1969.

23 Según creo el concepto suprahistórico aparece por primera vez en M. KAHLEB, cf. Der sogenannte historische Jesús und der gescbicbtlicbe, biblis-che Christus, recientemente editado por E. WOLF, München "1961, 19.

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la gracia extra nos, o como se quiera expresar. En rela­ción con este punto existen actualmente dificultades casi insuperables y cada una de esas ideas encierra una serie de problemas, en los que no podemos entrar ahora. Sin embargo lo expresado con todos esos términos representa un elemento esencial de lo cristiano. Si la expresión tan ambigua como brillante «Dios ha muerto» fuera reali­dad 24, entonces habría que admitir con toda honradez que también el cristianismo habría muerto.

El punto de partida de esta tesis sobre el carácter su-prahistórico del cristianismo lo constituye la experiencia, que tenemos cada día, de la desintegración y disociación del hombre y del mundo, la experiencia de la insuficien­cia de la existencia y con ella la experiencia de su radical finitud. Esta alienación que siente el hombre M de sí mis­mo, de los demás y del mundo, no es sólo un fenómeno psicológico y social. Aunque lográramos superar todas las alienaciones que se originan y van variando históricamen­te, seguirían contraponiéndose el yo y el tú en una últi­ma extrañeza y diversidad insuperables, seguirían exclu­yéndose el uno al otro y por tanto el decidirse por uno supondría la privación del otro. Seguiría existiendo por tanto una alienación, si se quiere llamar, metafísica, dada necesariamente con el ser humano y su finitud. Esta alie­nación no puede superarse ni tecnológica ni políticamen­te, ni de ninguna otra forma humanitaria. Pertenece a la esencial y entraña del ser humano, constituye su indigen­cia, su pobreza, su sed por algo más de lo que es el hom-

24 Cf. la visión de conjunto en G. HASENHÜTTL, Die Wandlung des Gottes-bildes, en Theologie im Wandel. Festschrift zum 150 jahrigen Bestehen der kath.-theol. Fakultat an der Universitat Tübingen 1817-1967, München-Freiburg 1967, 228-253.

25 Para la idea alienación (Entfremdung) cf. H. POPITZ, Der entfremdete Mensch. Zeitkritik und Geschichtsphilosophie des jungen Marx (Philosophische Forschungen. N. F. 2), Basel 1953; P. TILLICH, Entfremdung und Versohnung im modemen Denken, en Werke IV, 183-199; W. PANNENBERG, Was ist der Mensch? Die Anthropologie der Gegenwart im Licht der Theologie, Gottingen 21964, 77-85.

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bre, su extrañeza y desnudez, su amenaza y falta de li­bertad. En este punto es donde surge la pregunta religiosa y a esto sólo puede responder la religión.

Por otra parte, la experiencia de la miseria del ser hu­mano, recogiendo un dicho de Pascal, es también el lu­gar de la experiencia de su grandeza26. Precisamente el hombre, al sentir sus limitaciones, experimenta también la necesidad de superarse hacia algo infinito27. ¿Cómo po­dríamos sentir la alienación y la desgracia si no supiéra­mos también algo de la no alienación y de la salvación? ¿Cómo podríamos sufrir por nuestra finitud si no hubié­ramos sentido ya algo sobre lo infinito? Por tanto, la trascendencia M no es un segundo plano por encima de la historia, sino una dimensión, que se abre en el mismo mundo y en la misma historia, al preguntarse el hombre sobre sí mismo y tratar de superarse. Sólo al preguntar­se por la trascendencia llega el hombre a la plena expe­riencia de su humanidad, de su grandeza y de su miseria. Una «mera» solidaridad y un «puro» humanismo que no sintiera ese más y ese aguijón hacia lo suprahumano, se­rían, vistos desde una perspectiva puramente humana, un relajamiento del ser humano. El cristianismo, sólo por el hecho de plantear la preguntar sobre Dios, plantea al hom­bre la pregunta sobre sí mismo, prestándole un servicio que de otra forma nadie podría prestarle.

Sin duda la experiencia que acabamos de indicar re­sulta demasiado oscura todavía, vaga y ambigua y no só­lo nos es común con la mayoría de las otras religiones si­no actualmente también con muchas formas de un huma­nismo ateo que admiten un trascenderse sin trascenden­cia 29. Sin embargo este cristianismo, al hablar de Dios,

¡» B. PASCAL, Über die Religión (Pensées), Heidelberg 1963, 181 s (§ 397 s). » Ibid., 202 ($ 434). s« Cf. K. LEHMANN, Transzendenz, en LThK X, =1965, 316-319 y en Sa­

cramentan mundi IV, 1969, 992-1005. 28 Cf. E. BLOCH, Das Prinzip Hoffnung, Frankfurt a. M. 1959, 1522.

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tiene un matiz totalmente específico. Dios ya no es al­guien sin nombre, una trascendencia anónima y lejana que, al fracasar toda representación e idea, sólo podría­mos vivenciar en cifras y símbolos oscuros; tiene un nom­bre concreto por el que se le puede llamar y este nom­bre Yahvé significa «el que está ahí» (Ex 3,14)M ; Dios es el «Dios con nosotros» (Enmanuel). Este Dios no «existe» sin más, sino que se da con una libertad e independencia absolutas. No es la prolongación y proyección del hombre, sino por el contrario pura donación al hombre. Es amor que se comunica a sí mismo (1 Jn 4, 8). Ahora el hom­bre ya no necesita sobreesforzarse y tratar de adentrarse en lo sobrehumano, alienándose así de sí mismo y del mundo; tampoco tiene ya necesidad de lo numinoso para darse una explicación de sí y del mundo. Dios en su auto-comunión permite ser aquello a lo que continuamente as­piramos y en lo que continuamente fallamos; nos permi­te ser hombres, en el doble sentido de la palabra. Es la garantía y la exigencia del ser humano. Es en su auto-comunicación la oferta y el don de un humanismo pleno y reconciliado, y esto es lo que llamamos gracia. Esa exi­gencia y capacidad de humanismo es don y tarea, indica­tivo e imperativo a la vez; es la provocación, la liberación creadora de la libertad humana.

Por tanto, lo propiamente cristiano es la exigencia del ser humano, la promesa de que mirando a Jesucristo po­demos contra toda esperanza tener esperanza para todos los hombres. Sin embargo este humanismo cristiano no es simplemente la autoperfección del hombre sino que presupone la crisis y el fracaso de la humanidad «natu­ral»; es un humanismo de la cruz. Pero la cruz no repre­senta la crucificación del hombre, sino su resurrección y

®> Cf. M. BUBER, Werke I I , 275 s, 504 s, 619 s; H. D. PREUSS, Jabwe-glaube und Zukunftserwartung, Stuttgait 1968, 14-23 (Bibliografía); E. ZENGER, Jabwe und die Cotter: Theol. Phil. 43 (1968) 338-359.

PROPIAMENTE, ¿QUÉ SIGNIFICA CRISTIANO? 185

exaltación. El humanismo cristiano se funda en el acon­tecimiento pascual y significa una pascua permanente, una continua conversión y un perpetuo renacer31.

Si de todas estas reflexiones se deriva algún postu­lado para la predicación, no es desde luego el de tener que borrar, con una malentendida liberalidad, la diferen­cia de lo cristiano. Ahora bien, eso específicamente cristiano no puede hacerse valer como ley, sino como evangelio; hay que decirlo de tal forma que no sea algo destructivo, sino que sirva constructiva y creadoramente a la libertad del hombre. El mensaje cristiano, por defender precisamen­te algo que nunca puede ni debe mediatizar, es decir, la divinidad de Dios, establece un campo de lo absolutamen­te no manipulable ni funcionalizable, y en último térmi­no sólo así puede uno oponerse y resistir a la amenaza­dora manipulación y funcionalización del hombre. En este sentido la oración, la meditación, la contemplación y la liturgia, precisamente por su carácter no utilitario, pres­tan un servicio a la libertad y a la dignidad del hombre, que no viene dada sólo por su acción y su reconoci­miento social. Por tanto no sólo se sirve a Dios cuan­do se sirve al hombre, sino que también se presta un servicio al hombre cuando se sirve a Dios. El defender la divinidad de Dios como algo que siempre nos supera, rompe todo sistema cerrado en sí mismo y toda res­puesta acabada, ofreciendo así continuamente una po­sibilidad y alternativa a la libertad humana. Dios no es simplemente, como afirma una moderna canción reli­giosa un tanto estúpida, la respuesta a todas las pregun­tas, sino que es también la pregunta a todas las respues­tas. Por eso la fe en Dios tiene que traducirse como aper­tura siempre mayor y problematicidad siempre más pro-

31 Cf. J. RATZINGER, Grada praesupponit naturam, en Einsicbt und Glaube editado por J. RATZINGER - H. FRÍES, Freiburg i. Br. 1962,148 s. '

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funda32; sólo entonces volvería a ser creíble como promesa de esperanza para el mundo.

TERCERA TESIS

El cristianismo es Jesucristo en persona33

Esta tesis está ya implícita en el fondo de todo lo dicho y resume las dos tesis anteriores. En Jesucristo se nos da tanto el carácter histórico como el suprahistó-rico del cristianismo en una unidad singular. En él la his­toria humana ha llegado definitivamente a la meta que la supera radicalmente, a Dios, al haber aceptado Dios to­talmente la historia y al haberse comunicado a ella34. Por eso la fe cristiana proclama de Jesucristo: él es verdadero hombre y verdadero Dios en una persona. En nuestro contexto no podemos expresar con más detalle este mis­terio de la cristología; basta por tanto esta alusión a él. Nuestra pregunta sería qué supone eso para la compren­sión del cristianismo.

La primera consecuencia, en un plano puramente for­mal, sería que Jesucristo en persona tiene que ser el cri­terio por el que debe medirse todo lo que quiera ser cris­tiano. Cristiano es, en el sentido más pleno y fundamen­tal, la persona que se deja determinar por Cristo. Sólo se puede ser cristiano cara a cara con Jesucristo, y ser cris­tiano significa seguimiento de Jesús. Este presupuesto fundamental estaba en la raíz de todo lo dicho hasta

83 En relación con este carácter crítico-negativo del hablar acerca de Dios cf. E. PRZYWARA, Analogía entis (Schriften 3), Einsiedeln 1962, 135-141.

33 Cf. H. KÜNG, Christozentrik, en LThK II, 21958, 1169-1174. 34 En relación con esta interpretación del dogma cristológico cf. K.

RAHNER, Problemas actuales de cristología, en Escritos de teología I, Madrid 31967, 167-223; ID., Para la teología de la encarnación, Ibid. IV, Madrid 1964, 139-159; B. WELTE, Zur Cbristologie von Chalkedon, en Auf der Spur des Ewigen, Freiburg i. Br. 1965, 429-458.

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ahora. Esta decisión básica de la fe representa a la vez el escándalo fundamental de lo cristiano, sin que se pueda seguir preguntando más allá de él. Lo único que se puede indicar es que la persona toma de hecho tal opción fun­damental y vive desde lo más profundo según un deter­minado modelo. A la pregunta de por qué tomamos pre­cisamente a Jesucristo por modelo nuestro, en último término sólo se puede responder: ¿a dónde iremos?, ¿en qué otra parte encontraremos tales palabras de vida? (cf. Jn 6,68 s).

Esa decisión fundamental se aclara y se justifica en seguida intrínsecamente, si damos un contenido material a esa consecuencia formal, pues entonces resulta que Jesu­cristo es precisamente lo que más profundamente necesi­ta el hombre. Si nos fijamos en el contenido, la comuni­cación de Dios y hombre dada en Cristo origina la «in­versión de todos los valores» y la revolución de todos los órdenes: la gloria se manifiesta en la debilidad, la abundancia en pobreza, lo que es libertad como obedien­cia y lo infinito desemboca en la finitud35. Con esto, sa­lir uno de sí mismo se convierte en la esencia de lo cris­tiano y en la forma de la libertad. La verdadera libertad es tan libre que puede darse a sí misma, y esta donación es precisamente lo que la hace ser ella misma36. Así tene­mos que la existencia cristiana se vuelve pro-existencia, ser para los demás, ser que da lugar a los demás, logran-

35 No en vano la cristología más reciente se mueve en estas paradójicas afirmaciones de identidad, cf. F. LOOPS, Leitfaden zum Studium der Dogmen-gescbicbte, editado por K. ALAND, Tübingen e1959, 70 s, 108 s, 124 s; A. GRIIX-MEIER, Ute tbeologische und sprachliche Vorbereitung der christologischen For-mel von Chalkedon, en Das Konzíl von Chalkedon I, Würzburg 1951, 5-54; J. LrEBAERT, Cbristologie. Von der Apostolischen Zeit bis zum Konzil von Chal­kedon (451) (Handb. d. Dogmengesh. I l l / l a ) , Freiburg i. Br. 1965, 25 s, 32 s, 43 s. Este tipo de cristología todavía se enfoca bajo la doctrina de las dos natu­ralezas del concilio de Calcedonia, cf. P. Th. CAMELOT, Epbesus und Chalkedon (Geschichte der okumenischen Konzilien 2), Mainz 1963,155-169.

36 Cf. H. SCHLIER, Über das voükommene Gesetz der Freibeit, en Die Zeit der Kirche, Freiburg i. Br. 21958, 193-206; ID., Eleuzeros, en ThWNT II (1935) 484-500, especialmente 492 s.

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do precisamente así su propia consistencia37. «Quien quiera salvar su vida la perderá pero quien pierde su vi­da por mí, ése la salvará» (Le 9, 24). «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él sólo; pero si mue­re, da mucho fruto» (Jn 12, 24). Esto hace que términos tales como representación, solidaridad, se conviertan en la actualidad en términos fundamentales de la existencia cristiana. Aquí sólo podemos indicar brevemente cómo esas ideas pueden ayudar al crisitano, en la situación ac­tual del mundo, a llegar a una nueva autocomprensión de sí mismo.

Lo primero y más sencillo de ver es que así se funda­menta una nueva espiritualidad cristiana, caracterizada por la unión del amor de Dios y del prójimo y por la idea de la fraternidad cristiana. Quien, contrario a esto, pro­testara en seguida y dijera con cierto recelo que el cristia­nismo no puede reducirse a «mera» solidaridad humana, debería preguntarse primero si protesta con igual fuerza contra la deshumanización que existe en el mundo, en parte también por culpa y tolerancia de la iglesia y de los cristianos. Y quien objete que la expresión fraterni­dad cristiana es sólo un pretexto para hacer las cosas más fáciles, puede volver a leer el sermón de la montaña y el canto a la caridad en el capítulo 13 de la primera carta a los corintios. Probablemente descubrirá en ellos que la fraternidad cristiana rectamente entendida es una cosa muy distinta de la pura acomodación a un humanismo general, flojo y sin energía y sin consecuencias persona­les; más bien es una protesta extraordinaria contra un cristianismo aburguesado, peligro real que acecha a la iglesia actual. Quizá podemos expresar bien lo que se en-

37 Cf. J. RATZINGER, La fraternidad cristiana, Madrid 1962; ID., Sustitu­ción - Representación, en Conceptos fundamentales de teología IV, Madrid 1966, 292-303; ID., Introducción al cristianismo, 217-220; D. BONHOEFFEE, Resistencia y sumisión, Barcelona 1969, 225 s.

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cierra de positivo en esto que acabamos de decir con una frase de D. Bonhoeffer, según la cual sólo aquellos que en el tercer Reich socorrieron activa y arriesgadamente a los judíos, tienen derecho a cantar también una coral gre­goriana.

Lo dicho anteriormente puede servir también de base para una nueva autocomprensión de la iglesia. Por des­gracia con bastante frecuencia, la iglesia reacciona tam­bién como todas las demás instituciones, que buscan auto-afirmarse y garantizar su supervivencia. En lugar de re­presentar los intereses de los demás, la iglesia bastante a menudo defiende sólo sus propios intereses. Sin embargo la esencia de la iglesia casi se definiría por su carácter provisional en relación con el reino de Dios y su mero carácter de signo respecto del mundo. La iglesia no puede concebirse sino como iglesia para los demás38. La dife­rencia entre una actitud eclesial abierta y una cerrada no debería juzgarse tanto por la toma de posición respecto a nuevas cuestiones marginales y fronterizas, sino por lo que la iglesia arriesga por los demás, por su disposición a aceptar, sin reserva, las cuestiones que le plantean des­de fuera y a entrar, en su preocupación por el hombre, por caminos hasta ahora no pisados y de los que no se sabe de antemano adonde llevan. La cuestión es si la iglesia, como Cristo y como de otra forma Moisés, está dispuesta a arriesgarse por la salvación de los demás. Só­lo así confiesa verdaderamente a Cristo como señor su­yo. Pero entonces muchas de sus manifestaciones ten­drían que ser de otra manera; menos determinadas por sentimientos apologéticos de seguridad y más por su es­píritu de riesgo.

Finalmente, lo dicho puede servir, al menos en prin­cipio, de fundamento para una autocomprensión de la so-

38 D. BONHOEFI™» Resistencia y sumisión, 227 s.

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ciedad de cuño cristiano. La idea de la solidaridad podría suponer una alternativa que llevara más allá del orden li­beral occidental, orientado al propio interés, y del orden totalitario del este. Concretamente la solidaridad significa que cada uno es para todos y todos para cada uno. Cada uno para todos, distanciándose con eso de todo individua­lismo sea del matiz que sea; todos para uno, lo cual mar­ca la diferencia con el colectivismo, en el que se sacrifica el sujeto particular al Moloch del estado, del partido, de la clase, del pueblo o también de la iglesia. Por tanto, solidaridad significa que la libertad del particular sólo es posible si existe un orden que posibilite la libertad para todos. Ahora bien, ese orden sólo sigue siendo un orden de libertad mientras todos responden de la libertad de cada uno. Por eso, a fin de cuentas, el sínodo resultaría un fracaso si sólo se ocupara de cuestiones intraeclesia-les y no aportara nada al problema de la paz, de la liber­tad y del hambre en el mundo y a la solución de los con­flictos más recientes de nuestra sociedad.

Aquí no podemos ampliar más estas perspectivas, si­no que debemos cortar y volver a preguntarnos, una vez expuestas estas tres tesis, qué es lo cristiano propiamen­te tal, qué es lo decisivo y lo específico cristiano. Después de todo lo dicho no cabe como respuesta una breve fór­mula39 o un principio general, desligados de toda refe­rencia a la situación concreta. Se requiere una respuesta histórica, necesariamente parcial e históricamente condi­cionada. El que quiera decir siempre lo mismo, al final termina por no decir nada en absoluto. Sin duda la crisis de la iglesia actual también consiste en que no cuenta to-

39 En relación con el problema de la fórmula breve cf. K. RAHNER, Die Forderung nach einer «Kurzformel» des chrisllichen Glaubens, en Schriften zur Theologie VIII, Einsiedeln 1967, 153-164; una visión de conjunto la da Herder-Korrespondenz 23 (1969) 32-38.

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davía con esta respuesta histórica. Sin embargo la predi­cación debe estar abierta a los múltiples indicios disper­sos, que apuntan hacia una nueva configuración de lo cristiano, propia de nuestra época. Aunque a veces pue­dan resultar poco claros y desfigurados, todos remiten a una interpretación de lo cristiano concreta, histórica y, en un sentido rectamente entendido, humana, cristaliza­da en torno a la idea de la solidaridad humana y cristiana.

Tal comprensión de lo cristiano exige un cambio de mentalidad y de praxis por parte de la iglesia. En los últi­mos siglos se ocupó casi exclusivamente de defender lo que Dios, Jesucristo y la eucaristía son en sí, sin decir con igual claridad lo que todo eso significa para nosotros. Nuestro mundo actual sin Dios es en parte una con­secuencia de haber predicado un Dios sin referencia al mundo m.

Si el sínodo se limita a afirmar principios cristianos ortodoxos y abstractos sin tener el coraje de hablar con­cretamente, no sólo no superará esta crisis de fe, sino contribuirá a ahondarla más. El hecho de que el derecho canónico fundamentalmente vigente sólo asegura el «sis­tema», ignorando los derechos individuales de la liber­tad del sujeto, está en perfecta correspondencia con el ca­rácter abstracto de la doctrina eclesial. Después de todo lo que se lee y se oye sobre la nueva lex fundamentalis, hasta ahora no se ha cambiado nada.

Finalmente la idea de la solidaridad cristiana exige que actualmente no acentuemos tanto los límites y fron­teras de la verdad católica, sino su amplitud universal, de manera que sepamos reconocer lo que haya de verdad en los planteamientos de los demás y que nos sintamos soli­darios con ellos como iglesia que pregunta, busca y discute.

40 Y. - M. CONGAR, Cristo en la economía salvíjica y en nuestros tratados dogmáticos: Concilium 11 (1966) 5-29.

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Permítaseme a modo de epílogo una comparación41: hu­bo un tiempo en que los dinosaurios de la antigüedad es­taban bien defendidos bajo su pesado caparazón. Pero el no haber sabido renunciar oportunamente a él supuso su extinción, habiendo determinado la evolución posterior formaciones más ligeras. La meta de la evolución bioló­gica no eran esos pesados dinosaurios de la antigüedad, sino el hombre. La iglesia no puede actualmente aseme­jarse a un fósil dinosaurio. Al final de la evolución social no está el caparazón, sino lo humano. En la plenitud de los tiempos se nos ha manifestado en Jesucristo la bon­dad y humanidad de Dios (Tit 3, 4). Por eso el humanis­mo cristiano tiene que eliminar todo caparazón para dar paso a una moralidad y vitalidad flexibles, que corres­pondan sólo a la libertad del hombre y a la libertad del espíritu de Dios.

41 Debo esta comparación a H. SCHURMANN, Der gesellscbaftlicbe Dieust der Kirche, 161.

IV Realización de la fe

en la iglesia

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7 ¿TIENE SENTIDO LA MISIÓN? *

i

LA ESCATOLOGÍA COMO HORIZONTE DE LA MISIONOLOGÍA

Parece que uno de los problemas más difíciles, no sólo para los teólogos actuales, dedicados a cuestiones de misionología, sino más aún para los misioneros en activo, es el no ver ya claro el sentido y motivo del tra­bajo misional. El motivo de la salvación de las almas, al menos en su expresión más simple e inmediata, ha de­jado de ser una razón sólida desde que el Vaticano n declaró doctrina explícita de la iglesia lo que en realidad dijo siempre la primera carta a Timoteo: que Dios quiere la salvación de todos los hombres. El que Dios quiera la salvación de todos los hombres supone que esa voluntad suya no es algo vacío e inoperante y que Dios por tanto quiere esa salvación de una forma efectiva; esto significa que todo hombre debe tener una posibilidad real de sal­vación. Entonces, ¿qué sentido tiene la misión, si tam­bién el pagano puede ser eventualmente un «cristiano anónimo»?

Como es sabido, existe otra línea dentro de la teolo-

* El artículo es la reproducción de un comunicado ante la reunión de miembros del Consejo católico de la Misión, tenido el 20 de junio de 1968 en Würzburg. Publicado por primera vez en Ordenskorrespondenz 9 (1968) 247-261.

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gía de la misión, con mucho influjo hasta hoy, que ha intentado fundamentar la misión no tanto a partir de la idea de la plantaüo ecclesiae, de la extensión y nueva implantación de iglesias. Sin embargo, si esta concepción no se incardina en un marco más amplio, tropieza tam­bién con bastantes dificultades teológicas. Las dificultades comienzan en el plano de la teología ecuménica. El Vati­cano I I ha declarado expresamente que las comunidades eclesiales no católicas pueden considerarse como iglesia en un sentido teológico, correspondiéndoles por tanto una verdadera función salvífica. Todavía no se ha tenido en cuenta explícitamente la importancia de esta afirma­ción en orden a una estrategia misional. Las dificultades aumentan al considerar que la iglesia, y consiguiente­mente su propagación, propiamente no tiene un sentido en sí misma. La iglesia es una realidad simbólica y toda su esencia la constituye el servicio. Esto significa que la iglesia no existe para sí y que no puede afirmarse y pro­pagarse en razón de sí misma. Ahora bien, si no puede decirse sin más que el fin de la iglesia es la salvación de sus miembros, ¿cuál es entonces su finalidad?

Por tanto, tropezamos inevitablemente con la nece­sidad de preguntarnos de una manera nueva por la razón y finalidad, por el horizonte dentro del cual son posibles la teología de la misión y el trabajo misional práctico. En los últimos años cada vez se ha ido viendo más claro que ese amplio horizonte, no sólo de la teología de la misión, sino de la teología en general, parece ser el men­saje escatológico del antiguo y nuevo testamento. Pero más o menos desde comienzos de siglo, en la teología protestante desde J. Weiss y A. Schweitzer, se ha ido comprendiendo que la escatología no constituye sólo un tratado particular que gozaba de una existencia bastante pobre al final de la dogmática, sino que representa el horizonte y el marco básico de la teología en su conjunto

¿TIENE SENTIDO LA MISIÓN? 197

y lo propiamente específico del mensaje salvífico cristiano frente a otras religiones. La «diferenciación de lo cristia­no» debe hacerse sobre la base de la escatología cristiana.

Si tomamos escatología en este sentido amplio, no hay que entender por eschata sólo las llamadas realidades últimas. No se trata de «realidades», es decir, de dimen­siones objetivamente cognoscibles, ni de «últimas». Para la escritura, el eschaton, lo último y con ello también lo primero, es Dios mismo. La esperanza del antiguo testa­mento consiste simplemente en que Dios es nuestro Dios y nosotros somos su pueblo. El «día de Yahvé», punto central de la promesa veterotestamentaria, es la revela­ción de la gloria, es decir, del dominio de Dios sobre todo el mundo y la historia. Como la historia pertenece a Dios, también le pertenece el futuro: él al final será «todo en todo». La fe bíblica en Dios aparece intrínseca­mente como «portadora de futuro», no pudiendo consti­tuir nuestro futuro nada sino la gloria y dominio de Dios. Esto es el eschaton, que no existe sólo al final, sino que ya penetra ahora la realidad, califica el presente y compromete al hombre. Por eso las afirmaciones escato-lógicas no son especulaciones sobre un futuro lejano y pendiente, sino sobre un futuro que nos sale al encuentro aquí y ahora, determinando la realidad presente. La esca­tología constituye un fermento de continua y permanente inquietud, que no deja ni un momento en paz a la histo­ria, que le impide permanecer, satisfecha y centrada, en el statu quo, que le abre continuamente a nuevas metas y a un futuro más amplio. No en vano categorías como éxodo, conversión y esperanza están íntimamente relacio­nadas con el mensaje escatológico del antiguo y nuevo testamento.

Aquí debemos limitarnos a indicar estos aspectos, sin poder fundamentarlos detalladamente, ni desarrollarlos, ni asegurarlos contra posibles malentendidos tanto de

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derechas como de izquierdas. Tenemos que pasar al tema que nos ocupa y preguntarnos en qué sentido ese hori­zonte escatológico que nos presenta la escritura repre­senta un fundamento adecuado para la misión.

Como es sabido, tanto en el antiguo testamento como en el Jesús histórico no se encuentra nada de lo que actualmente entendemos por misión. La misión es sólo un fenómeno pospascual. Esta constatación no debe to­marse simplemente como una respuesta negativa, sino que debe hacernos caer en la cuenta de que la misión no representa una dimensión originaria, sino derivada; se basa y está enraizada en una verdad fundamental de fe, siendo inteligible sólo a partir de ella.

El hecho de que el antiguo testamento ignore la di­mensión misionera, no significa que defendiera un parti­cularismo primitivo y nacional respecto a la salvación. Israel, cuando llegó a la cumbre de su comprensión teo­lógica, siempre entendió su existencia como un servicio representativo y vicario. Ya en la vocación de Abrahán se da a entender que en él han sido bendecidos todos los pueblos de la tierra. La vocación de uno como primer padre del pueblo tiene a la vez una significación salvífica para todos los pueblos. Desde el principio, la elección particular tuvo una tendencia universal. Ahora bien, Israel nunca dedujo de este sentido salvífico universal la nece­sidad de una actividad misionera. No aparece en el anti­guo testamento ningún esfuerzo activo por la conversión de los paganos. Y la salvación de los pueblos se ve como una acción propia de Dios, esperada al final. La epifanía de Dios al final de los tiempos hará que los paganos sean atraídos por la gloria y grandeza de Dios y que se vuel­van hacia Jerusalén, reuniéndose los distintos pueblos e incorporándose al pueblo de Dios. Por tanto, el movi­miento no es centrífugo sino centrípeto. El pueblo de Dios no envía sus mensajeros para convertir y enriquecer

¿TIENE SENTIDO LA MISIÓN? 199

a los demás pueblos, sino que los pueblos son los que afluyen, trayendo sus dones, para enriquecer así a Israel.

Este motivo de la peregrinación de los pueblos, que se encuentra especialmente en Isaías, Miqueas y Zacarías, constituye el trasfondo de toda la esperanza escatológica veterotestamentaria. El profetismo clásico desconoce la diferencia entre una acción de Dios intrahistórica y otra que se dará al final de la historia; esta distinción aparece sólo con la literatura apocalíptica. La genuina esperanza escatológica del antiguo testamento, no está orientada a un reino de Dios, que esté más allá de la historia, sino a un reino de aquí, reino de paz, de justicia y de salvación de toda criatura. «Forjarán de sus espadas azadones, y de sus lanzas podaderas. No levantará espada nación contra nación, ni se ejercitarán más en la guerra» (Is 2, 4). «Grande es su señorío y la paz no tendrá fin sobre el trono de David y sobre su reino, para restaurarlo y conso­lidarlo por la equidad y la justicia» (9, 6). Estas citas, a las que fácilmente podrían añadirse otras, muestran el fondo de la esperanza salvífica universal, que no se refie­re a un reino sobrenatural del más allá y que no contiene una dimensión puramente espiritual. Tal sobrenaturalis-mo y espiritualismo es totalmente extraño y ajeno a Israel. La salvación universal de todos los pueblos con­siste en un reino universal de justicia y de paz.

J. Jeremías sobre todo y recientemente F. Hahn, han puesto de relieve que la actitud de Jesús respecto al pro­blema de la misión no ha ido fundamentalmente más allá de este horizonte veterotestamentario que acabamos de exponer. Jesús, durante su vida terrena, no misionó nun­ca fuera del ámbito judío, ni envió tampoco a sus discí­pulos más allá de las fronteras de Palestina. En cambio, sí conoció la idea de la peregrinación de los diversos pue­blos al monte Sión (Mt 8,11 s). Sin embargo, existe algo nuevo en Jesús: se veía a sí mismo como comienzo de

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esos acontecimientos escatológicos. El fenómeno inespera­do de encontrar fe entre los paganos, mientras su pueblo se la negaba, significó para él una señal clara de que ha­bían comenzado los eschata (Mt 8, 5-10; Le 7,1-9; Me 7,24-30; Jn 4,46-53). El evangelio de Juan ve en la venida y acercamiento de los griegos el comienzo del tiempo escatológico (12,20 s.). Ahora, ante su venida y la gloria de Dios que se revela en ella, los pueblos em­piezan a reunirse. Es verdad que al principio se unieron en la falta de fe; la muerte de Jesús, históricamente con­siderada, no fue sino el resultado de una refinada com­binación entre las autoridades judías y romanas. Pero teológicamente la carta a los efesios presenta esa muerte como instrumento creador de paz entre judíos y paganos, por la que se repara la primera división de la humanidad, que representa simbólicamente todas las demás divisio­nes. «Porque él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la ene­mistad... para crear en sí mismo, de los dos, un solo hombre nuevo...» (Ef 2,14). Cristo en su cuerpo ha reconciliado y unido a los pueblos.

La cruz y la pascua crearon una situación nueva. La misión que ahora comienza tiene como finalidad, ante el apremiante momento escatológico, el reunir a los pue­blos. Se trata de reunir a todos en la alabanza a Dios. En las últimas cartas de Pablo, en las de los efesios y colosenses ya se incluye en este plan a toda la creación y toda la historia de salvación. Ahora la gran meta es la recapitulación de todo en Cristo (Ef 1,10), la unión y restablecimiento del universo. Por tanto, el objetivo de los planes de Dios no es la iglesia sino, a través de la iglesia, el mundo, la paz y la unidad entre los pueblos en el reconocimiento común del único Dios.

Todo lo dicho hasta ahora se resume y condensa ma­ravillosamente en Mt 28,18 s, en la conocida gran orden

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de misionar. También aquí el objetivo es hacer discípulos a los diversos pueblos. «Id y haced discípulos a todas las gentes...» Y vuelve a fundamentarse esta misión univer­sal en la soberanía universal de Cristo, en su poder en el cielo y en la tierra, es decir, sobre todo el universo. El fin de la misión no es sino lograr la realización y mani­festación de esta soberanía universal de Cristo.

Resumiendo podemos decir que la misión sirve para la epifanía de la soberanía y dominio de Dios sobre la historia, siendo su meta el reunir a todos los pueblos y gentes en la común alabanza a Dios. En ese reconoci­miento común de Dios y de su soberanía, tal como ha acontecido en Jesucristo, encuentran las gentes también de nuevo la paz y unidad entre sí.

Permítaseme resumir en dos puntos el significado de esta fundamentación escatológica de la misión:

1. La iglesia es sólo el instrumento, pero no la meta y objetivo de la misión. Objetivo de la misión es la uni­dad escatológica de los pueblos y gentes, la promoción de la paz y justicia entre los hombres y con ello el logro de un mundo en paz y libertad. La iglesia, y esto vale especialmente para la iglesia de misión, se entiende a sí misma con el Vaticano n como signum et sacramentum unitatis de toda la humanidad. La iglesia se sitúa en el plano del signo sacramental y no en el de la res sacra-menti; ella no es la realidad misionera, de la que se trata, sino que en toda su forma concreta, en sus formas de vida y en su estrategia misionera debe centrarse en la realidad significada. Debe tener tal configuración que en su existencia concreta como signo pueda dar a entender que es posible que hombres de diversos colores, razas y naciones, de diversos sistemas políticos, sociales y eco­nómicos y de diversas culturas tengan en cuestiones deci­sivas de su existencia, usando palabras de la escritura, un mismo corazón e inteligencia y que por esa coincidencia

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en cuestiones fundamentales de la existencia humana es­tén dispuestos a una cooperación que sirva a una mayor unidad entre todos los hombres.

Esta concepción del trabajo misionero podría tener consecuencias muy concretas para la colaboración entre los misioneros y las sociedades misioneras, para el acuer­do entre misioneros y sacerdotes nativos, entre el clero secular y regular; y, sobre todo, podría y debería tener consecuencias para la cooperación de las iglesias. Resulta realmente paradójico que en sesiones y comités ecumé­nicos se esté continuamente hablando de que el problema de la praxis misionera (no sólo de la iglesia católica) re­presenta uno de los mayores obstáculos en el camino hacia una mayor unidad entre las iglesias. Sólo si se alcanza la mayor unión y colaboración posibles dentro de la iglesia y entre las iglesias, podrá ser creíble y autén­tico el servicio a esa unión más amplia en el mundo.

2. Como acontecimiento escatológico, la misión es un proceso histórico. En todo proceso histórico se da esencialmente la imprevisibilidad de la libertad y lo crea-doramente nuevo. A la escatología pertenece la llamada a la conversión, la disponibilidad para el éxodo, la aper­tura al futuro de Dios siempre mayor. Desde su comienzo la misión sólo es posible sobre el principio básico de la libertad del evangelio. Por eso, por medio de la misión, entendida escatológicamente, no sólo se dilata la iglesia, sino que más bien la iglesia nace en cada pueblo en for­ma nueva. No se trata de adoctrinar, de ganar nuevos miembros, de lograr un nuevo campo de reclutamiento, sino de un acontecimiento histórico. Al predicar el evan­gelio, se origina un proceso que no se puede ni prever ni planear de antemano. En un principio es una cuestión abierta la forma en que se reúne concretamente al pueblo de Dios. La misión es un acontecimiento creador, y sólo concibiéndola así, conserva la libertad del evangelio, que

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está en su origen. La ortodoxia eclesial es sin duda una condición necesaria e indispensable de la predicación mi­sionera, pero no constituye su meta. El evangelio sólo alcanza su objetivo cuando se predica de tal manera que ilumina la situación concreta y la lleva a sus máximas posibilidades intrínsecas. La predicación sólo puede exis­tir referida siempre a una situación, debiendo poseer por tanto una pauta temporal totalmente concreta. Cuando se da esto, entonces ya no consiste la misión en que los ricos van a los pobres para llevarles algo, sino por el con­trario, significa un enriquecimiento de la iglesia, propor­cionado por los diversos pueblos. La iglesia no sólo reparte, sino recibe en primera línea de los diversos pueblos y gentes su propia plenitud, catolicidad y ecume-nicidad.

Hasta ahora hemos intentado presentar el contorno más amplio, todavía demasiado formal, dentro del cual tiene que darse el trabajo misionero de la iglesia. Lo di­cho hasta ahora sólo representa el marco, que vamos a llenar a continuación en una segunda parte. Tenemos que plantearnos cuál es la tarea específica de la iglesia, más concretamente de la misión eclesial, dentro de ese gran objetivo que supone la libertad y unidad del mundo. Vamos a preguntarnos ahora por el servicio específico de la iglesia dentro de la gran tarea de la unidad del mun­do. Con otras palabras: tenemos que preguntarnos por la esencia concreta del servicio salvífico eclesial.

II

OBJETIVO SALVÍFICO DE LA MISIÓN ECLESIAL

Cuando la escritura habla de la salvación no emplea ideas o definiciones abstractas, sino utiliza una gran abun­dancia de imágenes: reino de Dios, vida, misericordia,

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verdad, luz, alianza, justicia, paz, gozo, libertad, gracia... Esto supone una gran oferta y desde luego no podemos desarrollar todas esas ideas. En general, la teología y la predicación nunca deben pretender decirlo todo, a no ser que no quieran decir nada. Ante una oferta tan amplia, tenemos que escoger aquellos aspectos que puedan ser hoy actuales y sugerentes. La predicación y la teología deben tener siempre una referencia temporal e histórica. Por todo esto, hemos elegido una idea, a la que hoy pa­rece corresponder una especial actualidad, precisamente en lo referente a la misión, y que resultaría idónea para exponer todo el mensaje cristiano de la salvación. Vamos a partir del concepto schalom {paz).

Paz es uno de los conceptos más amplios en la escri­tura, no pudiendo por tanto limitar su significado sólo a la paz interior de las almas, ni a la paz externa en cada pueblo y entre los diversos pueblos. La paz tiene más bien una dimensión universal, que comprende todos los campos del ser: paz en la naturaleza, paz entre los pue­blos, paz entre Dios y el hombre. Originariamente, scha­lom significa sencillamente la situación normal de las cosas, su prosperidad y salud, la integridad y plenitud de su existencia cósmica, política y humana.

Esta paz no es algo externo que el ser del mundo y del hombre pueda tener o no tener sin más; donde falta o está amenazada la paz, la criatura se siente alcanzada en su ser y cuestionada desde lo más profundo. Por con* siguiente, paz no es sino el orden sano de todas las cosas, incluyendo por tanto la justicia, la verdad, la libertad, la vida, etc. Es el concepto que corresponde a lo que que­remos decir concretamente cuando hablamos de salvación, gracia y redención.

Esta paz, según la escritura, viene sólo de Dios, lle­gando a ser incluso un nombre para Dios (Sant 6, 24); Dios es un Dios de paz (1 Cor 14, 33). Por sí mismo el

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hombre no puede estar en paz (Sal 73, 3; Is 48, 22; Jer 6, 14; 28); por eso, la paz es suma y compendio de la promesa escatológica de Dios (Is 2, 7 s; 9, 7; Zac 9, 9 s; Sal 28, 11; 71, 7). El mesías (Miq 5, 3), Jesucristo, es por ello nuestra paz (Ef 2, 14). El evangelio es el evan­gelio de la paz (Ef 6, 15). La paz es el don del resuci­tado (Le 24, 36; Jn 20,19.21.26) y la herencia de Jesús que sube al Padre (Jn 14, 27). El trabajo misionero de sus discípulos debe comenzar con el saludo de paz (Mt 10, 12; Le 10, 5); y Pablo introduce sus cartas también con ese saludo (Rom 1,7; 1 Cor 1,3). El servicio salvífico eclesial es servicio de reconciliación (2 Cor 6, 18) y, en cuanto tal, testimonio y servicio de paz.

De todo lo anterior resulta lo siguiente para la com­prensión del servicio salvífico de la iglesia:

a) Ese servicio no es nunca una mera «cura de almas». Este término se presta a tantos equívocos y mal­entendidos que se debería evitar totalmente. El servicio de la iglesia, en cuanto cuidado y atención salvíficas, es la preocupación por todo el hombre, visto como unidad, y por todo el mundo, por su salud, bienestar y salvación, y no en último lugar por su paz y su unidad, que sólo son posibles en un orden justo que respete la libertad. La igle­sia tiene también que comprometerse allí donde se trata de difundir la libertad y la justicia, no pudiendo mante­nerse al margen en las grandes polémicas sociales. Sólo así puede ser s'tgnum et sacramentum unitatis (LG, 9; GS, 42). La tarea salvífica de la iglesia tiene por tanto una dimensión corpórea, política y universal, no pudiendo quedarse en un espiritualismo unilateral, en una mera atención privada individualizante y en un estrecho pro­vincialismo. Tiene que preocuparse tanto de los peque­ños problemas concretos como de los grandes y mundiales, y atender a todos ellos; llevando a efecto y haciendo que se experimente en ellos concretamente la fuerza reconci-

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liadora de la gracia cristiana; de otra manera la predica­ción y la acción de la iglesia se convertirán en una pálida abstracción y en una ideología piadosa.

b) La misión salvífica de la iglesia tiene sin duda que realizarse en el mundo y atendiendo a los problemas concretos del mundo; sin embargo, la salvación que tiene que defender la iglesia no es de este mundo. La iglesia proporciona una paz que el mundo no puede dar (Jn 14, 27) y tiene una misión de un carácter peculiar; la iglesia sirve a la paz de Dios en el mundo. Esta acción creadora de la paz de Dios, ni está desvinculada de la acción y obrar humanos, ni compite con ellos en un plano paralelo o igual. Más bien es la razón trascendental que hace posi­ble la acción humana en cuanto tal, liberándola en sí misma. Es la libertad intrínseca de nuestra libertad y la reconciliación intrínseca de nuestros esfuerzos reconcilia-torios. De manera semejante también sirve la iglesia al mundo, al activar y alentar desde la perspectiva de la fe todo lo verdadero, humano, justo, amable, noble y vir­tuoso (Flp 4, 8). El servicio de paz que presta a la iglesia es un servicio a los servicios de paz de los demás, recon­ciliando y liberando al hombre en sí mismo para que así pueda servir a la paz del mundo. La iglesia se solidariza con todos los hombres de buena voluntad precisamente cuando conserva el carácter específico de su misión.

A este respecto amenaza a la iglesia una doble tenta­ción: un integrismo de derechas y otro de izquierdas. El de derechas es una especie de totalitarismo eclesial, que identifica con demasiada ligereza y precipitación la iglesia y el reino de Dios, lo que le hace suponer que sirve a los objetivos de Dios en el mundo por medio del máximo poder e influjo de la iglesia; esto le lleva a pro­curar dirigir y reglamentar lo más posible, directa o indi­rectamente, los campos mundanos de la vida. El integris­mo de izquierdas es una especie de liberalismo eclesial

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que confunde el progreso humano con el crecimiento del reino de Dios y ve la misión de la iglesia con mayor o me­nor exclusividad en un compromiso puramente ultramun­dano, social y político. En realidad la eclesialización del mundo y la mundanización de la iglesia desembocan en lo mismo: en ambos casos no se guarda la diferencia entre la misión eclesial y las tareas mundanas.

c) El servicio salvífico eclesial se distingue del com­promiso puramente ultramundano no sólo por su origen sino también por su contenido y objetivo. Este servicio consiste en la actualización rememorativa de la acción salvífica de Jesucristo, que por su obra de reconciliación es nuestra paz (Ef 2,14), y en la anticipación de la glori­ficación escatológica de Dios. Actualmente resulta espe­cialmente difícil comprender este contenido específico de la misión eclesial. Pero la iglesia, precisamente por el hecho de superar el campo de lo meramente sociopolítico y de lo psico-arvtropológico, sirve una vez más al verda­dero humanismo del hombre y a la paz de la humanidad.

Una paz definitiva y universal nunca puede ser objeto del obrar humano particular. El criterio de realizar intra-históricamente lo total y definitivo, lleva necesariamente consigo el carácter de lo totalitario y lo violento. La sal­vedad escatológica, según la cual esta paz universal y defi­nitiva sólo puede ser obra de Dios, significa así la oposi-síón intrínseca más fuerte contra toda forma de totalita­rismo intrahistórico. Sin embargo, la esperanza y pacien­cia cristianas no dispensan de la acción intrahistórica, sino que respetan lo dado aquí y ahora y se comprometen tanto más con ello, por ser lo único posible al hombre; pero preservan de falsas utopías, que pretenden sacrificar la generación presente por una generación utópica futura. Obligan a la tolerancia aun frente a aquellas personas que aparecen como contrarias, porque nadie puede reivin­dicar para sí el poseer simplemente «la» verdad, «el con-

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cepto exacto» y «la» solución. Finalmente, sólo así puede fundamentarse la inviolable dignidad de aquellas perso­nas que por enfermedad, desgracias, edad, etc., no pue­den ya aportar nada al progreso. Sólo puede darse una fundamentación definitiva de la dignidad del hombre, si se reconoce la libertad (trascendencia) de Dios. Sólo pue­de oponerse y resistir a la instrumentalización del hom­bre, quien reconozca que el fin del hombre está en último término en lo que no tiene fin.

De esta forma la iglesia, precisamente por su misión específica, presta un servicio a la paz dentro de la histo­ria. La oración, meditación y contemplación, precisamen­te por su falta de finalidad intramundana, prestan un servicio esencial a la paz y a la libertad. La iglesia no sólo sirve a Dios al servir al hombre, sino también presta un servicio al hombre al servir a Dios. El amor a Dios y al prójimo constituyen una unidad esencial e inseparable; ahora bien, precisamente por eso no pueden simplemente igualarse o identificarse.

Precisamente la tensión escatológica entre ambos constituye en este tiempo intermedio — entre la primera y segunda venida de Cristo — la mayor garantía para la paz y la libertad.

Por consiguiente el servicio salvífico de la iglesia y con ello la misión están en estrecha relación con uno de los deseos básicos y más vitales de nuestro tiempo: la preocupación por la paz y el anhelo por la unión de la humanidad. La misión puede empalmar con este gran deseo de nuestro tiempo y así volver a hacerse «inteligi­ble». Por otra parte también puede mostrarse lo especí­fico de la misión salvífica eclesial a partir del servicio a la paz: sirve a la pacificación de los esfuerzos de paz del hombre. Supuesto este planteamiento, se puede presen­tar en una tercera parte la incardinación de la misión en la situación de nuestro mundo. Por eso vamos a pregun-

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tamos ahora por el lugar histórico-teológico de la misión en la actualidad.

III

LUGAR HISTÓRICO-TEOLÓGICO DE LA MISIÓN EN LA ACTUALIDAD

Actualmente, la palabra clave con la que frecuente­mente se procura determinar teológicamente la situación histórica actual es la de secularización. Con este término se expresa el proceso de emancipación por el que el pen­samiento y la praxis del hombre se desvinculan de pre­juicios tradicionales tanto religiosos como metafísicos. Se trata de un proceso de mayoría de edad, de querer juzgar y actuar uno por sí mismo. Es lo que Kant definió como el programa de la ilustración: «atrévete a servirte de tu propia inteligencia». Naturalmente esta emancipación no se limita al campo religioso, sino que es un fenómeno humano global, que se traduce igualmente en esfuerzos por conseguir una mayoría de edad y autonomía en lo político y en cuestionar estructuras sociales tradicionales y tradiciones espirituales de todo tipo. En lo religioso se traduce en que la tradición religiosa deja de ser un factor determinante para el pensamiento y la acción. El hombre quiere juzgar por sí mismo y consiguiente­mente ya no considera el mundo como lleno de lo divino (Tales de Mileto), sino mundano y ve que debe tratarlo desde una perspectiva política, económica y sociológica.

En la antigüedad encontramos ya en un cierto grado esta secularización, con toda claridad en los sofistas y los estoicos. Sin embargo, como fenómeno general, empezó a partir del comienzo de la época moderna, siendo favo­recido considerablemente por el pensamiento moderno científico-natural. Actualmente, debido a la comunicación de la civilización europeo-occidental con los pueblos asiá-

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ticos y africanos, la secularización se ha convertido en un fenómeno universal. Aun allí donde las antiguas reli­giones todavía son algo vivo, cada vez se ven más im­potentes para determinar y confirmar la nueva mentali­dad que se va imponiendo por la industrialización y la tecnificación. De resultas de todo esto ha cambiado total­mente la situación respecto a la misión. Ya no puede em­palmar simplemente con los planteamientos de las reli­giones y donde el planteamiento religioso no es ya algo vivo parece caer totalmente en vacío. La impresión es de que la misión no corresponde ya a ninguna pregunta y expectación vital de muchos pueblos.

En un principio, la iglesia y la teología reaccionaron frente a este moderno proceso de secularización, hoy uni­versal, casi sólo en una forma apologética y fundamental­mente negativa, considerando esta emancipación de la tra­dición religiosa como una defección, algo híbrido o hasta decadente. Sólo recientemente se ha dado un giro total a través de la «teología de la secularización» y en la actua­lidad se reconoce casi generalmente que la secularización no representa en absoluto un fenómeno anticristiano, sino específicamente poscristiano, siendo fundamentalmente un efecto intramundano del mismo cristianismo. Las prime­ras páginas de la escritura, el conocido relato de la crea­ción, son ya a su modo una especie de secularización, pues al considerar al mundo como creación, eso significa que Dios no es una dimensión intramundana y que el mundo no está «lleno de lo divino», sino que Dios es trascendente al mundo y por consiguiente que el mundo sólo es mundo. Por ello resulta sumamente significativo que el primer relato de la creación, de una forma total­mente prosaica y quizás hasta polémica, llame lumbreras al sol y a la luna, a los que todos los pueblos de entonces reverenciaban como algo divino y que los vea en un plano puramente funcional y en cierto modo en su función

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técnica. Por la misma razón, el relato de la creación expresa el encargo cultural hecho al hombre, en el que se ve a éste como señor del mundo, a cuya responsabili­dad se confía ese mundo. La escritura presenta todavía otro rasgo, único y absolutamente inconcebible en el am­biente religioso de entonces: Dios envía sus profetas para criticar al rey, cuando el rey en aquella época represen­taba la institución sacral. Para la escritura, en cambio, el rey sólo es legítimo si responde a su misión; si no es éste el caso, puede hacerse la revolución. De la mis­ma manera encontramos tanto en los profetas como en Jesús una declarada crítica del culto. «Misericordia quie­ro, no sacrificios». Los signos de un auténtico servicio a Dios no son el culto, sino la justicia, la verdad, la mise­ricordia y la humanidad.

El cristianismo no ha logrado todavía en su historia asimilar y llevar a la práctica esta nueva forma de pensa­miento «secularizado». Tanto entre nosotros en occidente como en el nuevo mundo, el cristianismo se desarrolló en el marco del orden religioso antiguo, que sólo rompió en aquellos casos en que la concepción cristiana y la pagana se encontraron en directa oposición. Sólo después de un tiempo de incubación relativamente largo, se con­siguió cambiar el marco, las formas de pensamiento y las mismas estructuras, pero esto ya no se dio ni en la igle­sia ni por medio de ella; esos cambios sucedieron sin duda en una continuidad histórica con el evangelio, pero fuera de la iglesia y no raras veces contra la iglesia, que se identificó durante mucho tiempo con las antiguas estruc­turas y formas de pensar. Por eso, muchas ideas origina­riamente cristianas (por ejemplo, la libertad de concien­cia) al principio se impusieron de hecho y se llevaron a la práctica fuera de la iglesia y bastante a menudo contra la iglesia, dando ésta cada vez más la impresión de una subcultura autónoma y algo anticuada.

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El ejemplo más llamativo de secularización de ideas originariamente cristianas es el pensamiento y el dina­mismo históricos, asumidos por el mundo moderno. Se­gún el Vaticano II lo que caracteriza a nuestro tiempo es el haber pasado de una concepción más bien estática de la realidad a una concepción dinámica. Esta visión diná-mico-histórica del mundo representa en gran parte una secularización de la escatología cristiana y ha metido en la humanidad la idea de la historia universal. Actual­mente es el marxismo el que defiende umversalmente esta idea, intentando utilizarla para sus fines. Con esto el cristianismo se encuentra hoy prácticamente en la situa­ción curiosa de tener que anunciar su mensaje bajo pre­supuestos, en parte causados por él mismo. Precisamente con la desaparición de los antiguos puntos de empalme religiosos se nos dan actualmente categorías y posibilida­des de conexión totalmente nuevas para atestiguar la fe cristiana. La predicación misionera puede conectar con las cuestiones más vitales que mueven a la humanidad actual. Por eso no tenemos motivo para deplorar el pro­ceso moderno de secularización, sino deberíamos conce­birlo y captarlo positivamente como mera posibilidad en el desempeño del encargo y tarea misioneros.

El conocido científico de la historia de las religiones M. Eliade, declaró en una ocasión que sólo el cristianis­mo es capaz de ser la religión del hombre moderno, cuya forma de pensamiento es histórica. Todas las demás reli­giones tienen como base de su pensamiento el esquema del cosmos y de la naturaleza, esquema que en nuestro mundo técnico ha cedido al de la historia y el progreso. Sin embargo sólo podremos aprovechar las posibilidades que ofrece nuestra situación, si asumimos el riesgo de un cambio histórico profundo de la iglesia y de la misión y si nos atrevemos a realizar el cristianismo en formas adaptadas a nuestro mundo secularizado. A continuación

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quisiera exponer dos características estructurales de la iglesia y consiguientemente de la misión en un mundo secularizado.

1. Situación universal de diáspora

Es un hecho sabido que la misión eclesial no puede hacer frente al aumento de población bruscamente ascen­dente. Por otra parte, aunque es cierto que a menudo sienta mal el oírlo, apenas puede discutirse que también en el mundo europeo y norteamericano se está pasando de una iglesia de masas a una iglesia más reducida, basada en la confesión personal de la fe. Por tanto, nos vamos a encontrar con una situación universal de diáspora. En el futuro los cristianos serán una minoría. Sin embargo esto no significa que pueda concebirse alguna vez la iglesia como una secta esotérica, pues la exigencia de universa­lidad del cristianismo es irrenunciable por estar basada inmediatamente en el carácter escatológico del cristia­nismo. Por eso no es admisible el concebir, a partir de esta situación fáctica de diáspora, una ideología del pe­queño rebaño o de un resto santo, entendido errónea­mente como secta. Pero una vez que se ha extinguido el sueño de un corpus christianum, debe realizarse la mi­sión universal de la iglesia en forma nueva. Esto tiene consecuencias inmediatas para la autocomprensión de la misión.

Lo primero que habría que hacer es no procurar pa­liar esta nueva situación, intentando por una hábil dia­léctica metafísica, trascendental o teológica hacer «cristia­nos anónimos» a todos aquellos que ni pertenecen ni quieren pertenecer a la iglesia. Esta especulación aparen­temente salva la exigencia de universalidad, pero a costa de que esa universalidad en realidad ya no valga nada.

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Una especulación, que dispensa de la acción, en lugar de liberar y capacitar para ella, siempre es falsa, pues la teoría y la praxis están esencialmente unidas. Si esta cono­cida tesis sólo quiere indicar que también los no cristia­nos tienen una posibilidad real de salvación, naturalmente no hay nada que oponer a ella en cuanto al contenido. Pero habría que distinguir la situación individual respecto a la salvación y la situación de cristiano. La cuestión de la salvación personal afecta al particular en cuanto particu­lar; la cuestión del ser cristiano le afecta en su responsa­bilidad pública universal. Se es cristiano por el hecho de confesarse públicamente por y en favor de Cristo y esta confesión pública significa representativamente algo para la salvación de los demás.

Con esto la idea de la representatividad se convierte en la categoría teológica que nos ayuda a conciliar la situación de diáspora y la de una minoría efectiva y real con la exigencia de universalidad del cristianismo. La idea de la representatividad, tan central tanto en el antiguo como en el nuevo testamento, corresponde a una con­cepción social del hombre. Ningún hombre es simple­mente una mónada aislada, sino cada uno está mediati­zado en lo que es, también en lo que es ante Dios, por lo que son los demás. Cada uno significa para los demás una amenaza y un apoyo. No se haría justicia a esta es­tructura ontológica, entendiéndola sólo como un influjo moral o algo semejante. El ser del otro afecta en mi ser. La humanidad es una indivisible comunidad de destino. La idea de la representatividad hace suya esta estructura natural. El testimonio cristiano y la adhesión a Cristo representan algo positivo para todos los hombres. Por eso la misión no es tanto un servicio a la salvación del indi­viduo cuanto a la de la sociedad, a la salvación de la huma­nidad en su conjunto. No apela al deseo de seguridad salvífica del individuo, sino a su generosidad en el ser-

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vicio a los demás. Parte de la convicción de que el testi­monio cristiano es necesario para la paz y unidad del mundo. Este servicio representativo es al que está lla­mada la iglesia también en situación de diáspora y espe­cialmente su trabajo misionero.

2. Iglesia de los pobres

Esta característica está íntimamente relacionada con la anterior. La situación de diáspora significa también que la iglesia ya no puede ser una entidad que goce de los privilegios de los ricos y poderosos y que la era cons-tantiniana ha pasado ya definitivamente. Esta pobreza, según la escritura, es un signo esencial del carácter esca-tológico de la iglesia y, según el Vaticano n , también un signo especialmente actual del evangelio en nuestro tiem­po. Iglesia de los pobres significa en la práctica solidari­dad y tomar partido por los pobres, por los oprimidos, los perjudicados, los privados de derechos; significa tam­bién crítica a la injusticia, al abuso de poder, a la falta de libertad social y política. Esta actitud tan directamente relacionada con el mensaje de los profetas y con el men­saje y la conducta de Jesús nos sitúa actualmente ante un problema político mundial, el problema del tercer mundo, y con esto ante un problema que concierne inme­diatamente a la misión.

La contraposición entre rico y pobre ha adquirido actualmente una dimensión universal y va a sustituir la oposición entre el este y oeste por una oposición entre norte y sur. En el campo de la teología esto ha llevado a una nueva corriente teológica, a la «teología de la revo­lución», que desde el Consejo mundial de las iglesias, celebrado en Ginebra en 1966, ocupa un lugar central en la discusión dentro del protestantismo y que está reper-

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cutiendo en el campo católico, favorecida en parte por el movimiento estudiantil.

En cierta forma, la declaración de 15 obispos sudame­ricanos puede considerarse un fruto de esta teología. En pocas palabras, podía resumirse la tesis central de esta teología de la revolución diciendo que el cristianismo por esencia no es una fuerza conservadora, no es el asilo de los interesados en la conservación del statu quo, sino que por su carácter escatológico, su llamada a la conversión y su misión en favor de la paz posee un dinamismo trans­formador del mundo, o mejor dicho, debería poseerlo. Ahora bien, como actualmente este progreso, y aquí se abandona la argumentación teológica dando paso a un juicio práctico de la situación, está en manos de los pode­res establecidos, el cristianismo está llamado a tomar par­tido en favor de los pobres y de los privados de libertad y a desarrollar una especie de estrategia de guerrilla cris­tiana para lograr un cambio revolucionario del mundo que posibilite un orden más justo, más libre y más hu­mano.

Aquí no podemos exponer totalmente esta teología de la revolución, ni analizarla de una manera amplia y eventualmente criticarla. Hay que reconocer como aspecto positivo de esta teología el haber captado algo que es esencial al cristianismo, el tomar partido a favor de los pobres. Otro aspecto positivo es el que esta teología corrige una mentalidad hasta ahora bastante corriente, de matiz puramente conservador. El carácter escatológico del cristianismo encierra sin duda un dinamismo de futuro en la dirección de un mundo justo y fraternal. Y hace poco la encíclica Populorum progressio ha reconocido también que en determinadas condiciones puede existir el derecho y aun la obligación de hacer la revolución. A pesar de eso me parece peligroso deducir un principio teológico de un caso límite y desarrollar en seguida toda

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una teología de la revolución. Se corre el peligro de con­vertir el cristianismo en un mesianismo político, pasando por alto que es verdad que Jesús ha asumido el título de mesías, título originariamente político, pero que lo ha reinterpretado de una forma muy radical en el sentido de siervo doliente de Dios y del hijo de hombre.

Lo que el cristianismo tiene que atestiguar en primera línea es la revolución del amor. Sin duda debería expre­sarse, con mucha más claridad de como se ha hecho hasta ahora, que el amor significa algo verdaderamente revolu­cionario y que no comprende sólo una referencia indivi­dual, sino que incluye totalmente el cambiar las estruc­turas inhumanas. A este respecto la iglesia no sólo está obligada a prestar un estímulo espiritual y un apoyo moral. La idea de la iglesia pobre y servidora, tan conti­nua y fuertemente puesta en primer término por el Vati­cano ii, si no se entiende sólo como frase piadosa, sino como tarea práctica de un tomar partido por los pobres, podría indicar también el nuevo papel que corresponde a la misión entre los pueblos del tercer mundo. La pre­gunta de la que hemos partido era si la misión tenía toda­vía un sentido. Ahora podemos dar una respuesta repi­tiendo de nuevo los puntos más importantes: la misión es necesaria para manifestar el dominio escatológico de Dios entre los pueblos; es necesaria por causa de la paz, por­que esta paz no es posible sólo políticamente, sino que primero tiene que ser libre para sí y liberada en sí misma; finalmente, la misión es necesaria por el servicio repre­sentativo que los cristianos deben a todos los hombres, especialmente a los pueblos pobres. La misión es nece­saria para lograr un mundo sano y salvo.

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8 ESENCIA Y FORMAS DE

LA PENITENCIA *

REFLEXIONES EN TORNO A LA RENOVACIÓN DE LA PRACTICA DE LA PENITENCIA

EN LA IGLESIA

El Vaticano n ha encomendado a todos los católicos, más especialmente a los sacerdotes, la tarea de la reno-

ación de la iglesia y de sus campos más vitales. Desde titonces es mucho lo que se ha puesto en movimiento, ero a nadie, que considere la situación de la iglesia des-ués del concilio sabia y objetivamente, podrá ocultar-de el hecho de que este movimiento de renovación ha lído en una crisis seria: unos se encuentran profunda-íente preocupados, otros decepcionados. Unos temen ue se haya renunciado a la seriedad e incondicionalidad el evangelio, al espíritu de penitencia y a la herencia de i tradición; otros en cambio piden un cambio de men-ilidad todavía mucho más radical, si queremos responder las exigencias de nuestro tiempo. Existe el peligro de

:ñir de confusión el término renovación y su contenido, olviéndose entonces dudosos e inauténticos.

Todo esto parece exigir en el momento actual una

* Conferencia tenida en varias reuniones de pastoral en la diócesis de Münster. Publicada por primera vez en Katechetische Blatter/Jugend-seelsorger 92 (1967) 737-753.

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nueva reflexión sobre la verdadera esencia de una reno­vación cristiana y eclesial, pues sólo si existe un auténtico y adecuado espíritu de renovación, podrán encontrarse formas adecuadas para llevarla a cabo.

Para la escritura, renovación significa siempre renova­ción del corazón, conversión del hombre y por tanto penitencia. También los textos del concilio expresan con mucha frecuencia unidas las ideas de renovación y puri­ficación. Por eso el programa de renovación no tiene en absoluto nada que ver con un reformar por reformar, ni tiene nada en común con una acomodación superficial, sino que está enraizado en la médula del mensaje cris­tiano: «convertios y creed en la buena nueva» (Me 1,15). La capacidad de despertar este espíritu de penitencia y la seriedad de la conversión es el criterio de toda renova­ción intraeclesial y también la pauta que nos ayuda a dis­tinguir lo útil de lo secundario. Sin duda también es cierta la afirmación que resulta de dar la vuelta a la frase: toda penitencia bien entendida supone también una reno­vación, debe tener una orientación hacia adelante, tiene que estar dispuesta a cambiar la mentalidad y a escuchar los signos de los tiempos, por los que Dios nos llama. Todo esto hace que sea una decisión positiva y estimu­lante el poner el mensaje de la penitencia en el centro de la praxis pastoral de los próximos tiempos.

Una vez tomada esta decisión, tenemos sin embargo que constatar con la necesaria sobriedad que actualmente la palabra penitencia no cae ni suena bien, prestándose a muchos malentendidos y a sentimientos contrarios. Los equívocos y malentendidos, y es necesario ser muy cons­cientes de esto, no sólo se dan sobre formas concretas y particulares, usadas hasta hoy, de la praxis de la peni­tencia y el ayuno; más bien afectan a la misma sustan­cia de la penitencia, en especial a su carácter sacramen­tal. Evidentemente esto no se soluciona con haber dado

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al tiempo cuaresmal una forma algo más ágil y más aco­modada a nuestros tiempos. Lo que se ha de hacer, para de­cirlo con palabras de Juan xxm, es un «esfuerzo nuevo» por entender teológicamente de una manera nueva el significado y sustancia de la penitencia cristiana y pre­dicarla en forma nueva. Primero, tanto sacerdotes como fieles, tenemos que volver a aclararnos sobre el concepto y la esencia teológica de la penitencia en general; sólo entonces podremos intentar traducir esas ideas, renovan­do creadora y adecuadamente las antiguas formas de penitencias eclesiales, hoy en parte relegadas al ovido.

Por eso a continuación vamos a intentar formular dos afirmaciones teológicas fundamentales: primero va­mos a tratar de la fe como alma de la penitencia y des­pués del amor como forma de ella. Después hablaremos de las posibles formas de penitencia que pueden darse en la actualidad.

I

LA FE COMO ALMA DE LA PENITENCIA

1. La penitencia como gracia de Dios

Lo primero que hay que decir teológicamente sobre la penitencia es que significa una gracia y que primor-dialmente es obra de Dios. La escritura afirma que la penitencia es algo que se concede al hombre y que éste no puede exigir. Como acción y actitud del hombre se funda en la gracia anterior de Dios, que ya nos amó cuando todavía éramos pecadores (Rom 5, 8). La peniten­cia es la gracia de poder empezar de nuevo, es el don de la libertad de los hijos de Dios que nos libera de la esclavitud del pecado y de la culpa. Nadie puede romper por sus propias fuerzas la ligazón a las ataduras de su propio pasado y ese estar enredado en la culpa solidaria

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de todos los hombres, siendo por eso necesarias la acción y la gracia de Dios. Según el mensaje neotestamentario la penitencia es en cierto modo sólo lo negativo, la cara oscura de algo positivo, de la venida del reino de Dios. La conversión y la penitencia del pecado y de la exigen­cia de penitencia sólo es el lado oscuro del anuncio del amor del Padre, que entrega a su Hijo para buscar lo que estaba perdido. Y la penitencia sólo es posible por­que el hijo perdido ya sabe o por lo menos confía que el Padre, tal como se dice en la parábola, está buscando y esperando; sólo así puede atreverse a presentarse delante de su padre y a confesar: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti» (Le 15,21). Todavía podemos avanzar un poco más y decir: sólo a la luz de la cercanía de Dios descubre el hombre su lejanía actual de él y su situación de perdición; sólo ante el amor de Dios experimenta y vivencia la necesidad de conversión. Sólo en ese momen­to ve claro que no basta «ser un hombre decente y no haber matado a nadie», sino que le resulta vergonzoso corresponder tan perezosamente al amor de Dios y reac­cionar tan mezquinamente.

Si como predicadores queremos volver a despertar en nuestras comunidades el espíritu de penitencia, no podre­mos hacerlo teológica y psicológicamente, si no hablamos primero con la necesaria amplitud y profundidad de la cercanía de Dios en Cristo. No se lleva a nadie a peni­tencia a base de presentarle y echarle en cara una lista de pecados lo más grande y drástica posible, ni zahirién­dole en su vida, ni descubriéndole, con una especie de desvelamiento ramplón e indiscreto a nivel psicológico profundo, sus motivos sin duda frecuentemente lamenta­bles, ni poniendo de relieve la deficiencia moral que a veces sólo con gran esfuerzo se oculta bajo la capa de una decencia burguesa. Esto es crítica de la sociedad, que también tiene su lugar, pero que no constituye la primera

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tarea del predicador; y sobre todo no se logra con ella lo que debe ser la penitencia cristiana.

¿Qué es esta penitencia? Este primer aspecto, la peni­tencia como acción y gracia de Dios, nos permite ya rechazar tres falsas interpretaciones de la esencia de la penitencia, que históricamente han tenido bastante in­fluencia.

A la primera podríamos llamarla el error pagano. Consiste en identificar la penitencia con las prácticas ex­ternas de penitencia tal como propiamente las encontra­mos en todas las religiones: penitencia de saco y ceniza con gritos de arrepentimiento, disciplina, ayuno, vigilias y otras mortificaciones semejantes. Si estas prácticas ex­ternas se convierten en esencia de la penitencia, el hom­bre llega a figurarse que puede y debe por sí mismo hacer cambiar a Dios de opinión y reconciliarse con él, mientras que la fe nos dice que es Dios mismo quien nos reconcilia consigo (2 Cor 5,18). Hay que reconocer, si somos sinceros, que muchas manifestaciones en la histo­ria de la piedad y santoral cristianos se acercan mucho a este error pagano.

En segundo lugar podemos citar el error judío. En la época del judaismo que siguió al exilio, se confundió en gran manera la penitencia con la conversión a la ley, con un apartarse de infracciones concretas junto con el pro­pósito de una nueva fidelidad a la ley. En esta concepción la relación con Dios corre el peligro de derivar a lo moral o a lo casuístico-legal. También aquí vale aquello de anima semper iudaica.

Finalmente tenemos todavía que aludir al error grie­go, en el que la penitencia se convierte en cambio de manera de pensar, recogimiento interior, examen de con­ciencia y reflexión. En la actualidad necesitamos enorme­mente este recogimiento, si queremos salvar lo humano en el hombre y muchas veces hasta puede representar el

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presupuesto humano para llegar a la penitencia propia­mente humana y cristiana; pero ésta no significa sólo recogimiento, sino conversión y vuelta a Dios; no con­siste sólo en un volverse el hombre sobre sí mismo, sino en volverse a Dios.

Con lo anterior desembocamos ya en la segunda afir­mación sobre la esencia de la penitencia cristiana.

2. Penitencia como vuelta personal a Dios

La penitencia por parte del hombre es la respuesta de la fe a la oferta de amor de Dios. Ya los profetas del antiguo testamento, al predicar sobre la conversión, tra­taban de la vuelta de todo el hombre a Dios. Dios no quiere sólo obras aisladas de penitencia y «sacrificios» sino que, según los profetas, quiere el corazón del hom­bre, es decir, que éste oriente toda su vida y todos los campos de ella hacia Dios. El pecado es el intento de asegurar la propia vida de una manera falsa por la polí­tica y el dinero, por la propia ciencia y poder. Conver­sión significa buscar la consistencia última de la vida totalmente en Dios, desprendiéndose de falsas segurida­des, que en el fondo no son sino una fe deficiente. Con­versión y gracia significan fundar toda la existencia en Dios, tomar en serio a Dios como Dios, como la realidad última y absolutamente decisiva para el hombre. Sólo a partir de aquí nace la consecuencia de dejar lo visible y aparentemente seguro por la esperanza y la confianza en la promesa de Dios.

Por tanto el espíritu y la actitud penitencial se fun­dan totalmente en el espíritu y la actitud de fe. Fe y penitencia son las dos caras de una misma cosa. Una pre­dicación de la penitencia bien orientada debe ser predica­ción sobre la fe y llevar a una profundización de la fe.

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El hombre sólo puede comprender y asimilar desde den­tro de las obras y prácticas de la penitencia, viéndoles un sentido, si aparecen como expresión de fe. Por eso, la penitencia entendida desde la fe, resulta también algo totalmente positivo y no tenebrosa mortificación, ni des­precio no cristiano del mundo, ni estoica frialdad afec­tiva y escepticismo intelectualista, sino que va siempre acompañada de alegría. Procede de la alegría en Dios y su grandeza y engendra alegría porque encuentra en Dios consistencia y certeza, vida y fuerza. De todo eso se sigue una forma de humor superior, que no sobreestima ni sobrevalora con una seriedad brutal las cosas de la vida, sino que las pone en su sitio, dándoles el derecho que les corresponde. Sólo puede darse el humor cuando existe una cierta distancia; y una distancia frente al mundo sólo se «logra» humanamente cuando se da con humor.

Dos parábolas del nuevo testamento, la del tesoro oculto en el campo y la de la perla (Mt 13, 44 s), pre­sentan con gran belleza este aspecto. En ambos casos se trata de un hallazgo feliz inesperado, que despierta ale­gría. En alas de esta alegría el que ha encontrado el teso­ro va corriendo y lo vende todo para adquirir el tesoro oculto o la perla. Esta persona casi se convierte en un aventurero, que lo deja todo sin reserva, que apuesta todo a una carta para lograr así su felicidad. Por tanto la penitencia primordialmente es algo positivo, es alegría, satisfacción, sentirse ganado y subyugado.

Sólo esta perspectiva positiva es la que lleva a lo apa­rentemente negativo, al liberarse, al dejar y abandonar unas realidades por algo más grande y mejor. En último término la penitencia no es sino libertad y dilatación in­terior, siendo idéntica a la libertad para la que Cristo nos ha liberado (Gal 5,1). Con esto llegamos al tercer aspecto de nuestra tesis «la fe como alma de la penitencia».

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3. La penitencia como seguimiento de Cristo

La fe cristiana es siempre pistis en Christón, teniendo en Cristo su punto de referencia y su centro. Por eso siempre hay que entender la penitencia cristiana como seguimiento de Cristo, como vida en Cristo, quien vica­ria y representativamente ha hecho penitencia por nos­otros de una vez para siempre.

Precisamente, cuando se capta la penitencia en toda su plenitud y radicalidad, surge irresistiblemente la cues­tión siguiente: ¿quién de nosotros puede ser capaz alguna vez de una entrega tan total y de tal libertad y elevación interior? De hecho sólo existe una persona que haya vivido hasta lo último esa entrega a la voluntad del Pa­dre y esa autoentrega: Jesucristo. Su voluntad humana fue totalmente receptáculo de la acción de Dios en él y por medio de él. De esta forma, Dios a través y por me­dio de él pudo reconciliar el mundo consigo (2 Cor 5,18). Jesucristo con su obediencia ha hecho penitencia vicaria y representativamente por todos nosotros, poniendo así un nuevo comienzo.

Nuestra penitencia sólo puede consistir en que nos identifiquemos cada vez más con la actitud de obedien­cia y servicio de Cristo, en que vivamos en él y él en nosotros. Esta conformación con la imagen de su muerte se da primera y fundamentalmente en el sacramento de la fe, en el bautismo (Rom 6, 3 s). Por eso, la penitencia cristiana tiene su fundamentación en el bautismo; esa penitencia consiste en dejarse coger cada vez más por Cristo para así irse desarrollando dentro de la realidad que se implantó con el bautismo. No en vano el tiempo dedicado especialmente a penitencia dentro de la iglesia, la cuaresma, es a la vez tiempo de preparación para el bautismo o bien para los ya bautizados tiempo de reno-

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vación del bautismo. Esta base cristológica y sacramental de la penitencia es esencial para evitar de antemano una falsa interpretación de ella en una línea moral y ascética demasiado unilateral. De aquí la importancia de unir una renovación de idiosincrasia y práctica de la penitencia con una renovación de la fe y de la predicación de Cristo. Ciertamente supondría un cerrar los ojos a la realidad pastoral el creer que hoy se puede dar por supuesta esta fe en Cristo y que la pastoral sólo tendría que ocuparse de consecuencias teóricas y sobre todo prácticas. Consi­dero que uno de los problemas pastorales y teológicos más difíciles y centrales en la actualidad es el de volver a lograr la fe en Jesucristo, de tal manera que no se quede en una pura repetición de antiguas fórmulas tra­dicionales, sino que constituya una asimilación viva y personal y una comprensión existencial.

El principal error que debe eliminar una fundamen­tación cristológica y sacramental de la penitencia es el de creer que con ella tenemos que reconciliar a Dios con nosotros y reparar de nuevo la ofensa infinita del pecado. ¿Cómo podría ser esto posible? A este respecto se debe­ría haber hecho, hace ya tiempo, una revisión radical de las oraciones penitenciales de nuestros libros de devoción. Porque no sólo se trata de formulaciones teológicamente equívocas, sino que, dada la actitud de conciencia del hombre actual, tales formulaciones obstaculizan la aper­tura interna a la esencia de la penitencia. No somos nos­otros quienes tenemos que reconciliarnos con Dios; es más bien Dios quien, en Jesucristo, se ha reconciliado con nosotros de una vez para siempre. La tarea que nos con­cierne es la de abrirnos al espíritu de Cristo, llegar a con­figurarnos con él, que se ha humillado a sí mismo (Flp 2, 5 s).

Con todo lo anterior espero haber expresado lo esen­cial en lo que se refiere a la primera tesis «la fe como

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alma de la penitencia». Sin embargo, todo lo dicho hasta ahora resulta todavía demasiado abstracto y en gran ma­nera ininteligible para el hombre actual. El hombre de hoy vive con mucha urgencia la cuestión de cómo se puede vivenciar todavía a Dios en la actualidad, cómo «se hace eso» de encontrarle, cómo se debe seguir a Cris­to y por tanto cómo se puede realizar la penitencia en su forma concreta. Intentaremos tratar de esto ahora en una segunda parte: «el amor como forma de penitencia».

II

EL AMOR COMO FORMA DE PENITENCIA

En la actualidad tal vez una de las cuestiones más difíciles tanto para el predicador como para el teólogo sea la de qué significa hablar de Dios. Si no quiere caer en una ruptura insípida e irresponsable tiene que plan­tearse precisamente hoy, cómo se puede hablar de Dios, de tal manera que ese hablar se convierta en una fuerza que mueva la vida de los hombres y no parezca sólo una reliquia, muerta y venerable, de una época pasada. Aquí tropezamos con una de las cuestiones más actuales y a la vez más radicales de la teología actual, profunda­mente agitada por el problema de Dios.

1. El amor al prójimo como forma del amor a Dios y de la penitencia

El nuevo testamento responde a esta pregunta de una forma extraordinariamente llana y simple: encon­tramos a Dios en el prójimo, en el tú del hermano, que necesita nuestra ayuda. Pero precisamente esta respuesta,

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aparentemente tan ingenua, a un difícil problema prác­tico y especulativo es la que concuerda con la disposición de ánimo del hombre moderno y con su manera de enten­der la realidad. Actualmente vivimos en un mundo téc­nico, que equivale a decir en el mundo de lo mensurable, planificable y manipulable; a primera vista parece que en ese mundo queda poco sitio para un misterio, situa­do en el más allá y no manipulable. Sin embargo, en el tú del prójimo descubre el hombre actualmente un campo, que ni es instrumentalizable, ni puede serlo nunca, un campo de trascendencia en medio de la inmanencia. Esta experiencia, actualmente muy viva, puede constituir un acceso a la experiencia de la trascendencia, de la no mane­jabilidad y libertad de Dios. Existe en este punto una afinidad básica entre el evangelio y la experiencia vital de nuestra época, con lo cual tanto el evangelio como los signos de los tiempos dan la razón a nuestra tesis: la forma concreta, hoy especialmente actual, de la fe y de la penitencia es el amor. La conversión a Dios pasa por la conversión al hermano. Y con toda la brevedad que exige esta exposición, es oportuno recordar que el padrenuestro une el perdón de nuestros pecados por parte de Dios, con la medida en que nosotros perdonemos las faltas de los demás (Mt 6,12) y que Cristo nos promete que el juicio escatológico, que se actualiza anticipadamente en el juicio de la penitencia, se ajustará a las obras de nues­tro amor activo (Mt 25, 35 s).

Por tanto podemos constatar lo siguiente: penitencia significa concretamente compromiso fraternal, compro­miso mundano, disposición de servicio y ayuda, bondad, amabilidad, cortesía, miramiento, paciencia, magnanimi­dad en soportarse recíprocamente, también significa hu­mor y alegría y otras muchas actitudes importantes que podrían enumerarse en el campo interpersonal.

En este contexto, la teología actual habla a veces de

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una conversión al mundo, sin la cual la conversión a Dios no es ni seria, ni cristiana, ni adecuada. Se habla también de una santidad mundana, aludiendo con ello a aspectos esenciales del ser cristiano. En la medida en que esta piedad mundana corresponde a una fe atenta a los signos de los tiempos, a través de los que Dios nos habla, y en la medida en que procede de un espíritu de servicio en el seguimiento de Cristo, en esa medida está libre de con­vertirse en una piedad mundanizada y de degenerar en un puro humanismo intramundano, del que por desgracia existen actualmente muchos brotes.

Por tanto, penitencia y renovación de la vida cristia­na significan apertura y vuelta hacia el mundo. Existe también una falsa distancia respecto al mundo, que res­ponde a un terror de responsabilizarse o al miedo; existe una distancia del mundo, que significa retirada al gueto y falta de solidaridad con los problemas y preocupacio­nes de los hombres. Muchas formas de lejanía y aparta­miento del mundo son sólo una cierta «pose» y una obs­tinada cortedad y conservadurismo, que se sustrae y se cierra pecadoramente a la llamada de Dios en el mo­mento actual, y esto a veces aun poniendo el pretexto del evangelio. Hay un apartamiento del mundo, que es pere­za espiritual y que responde a una falta de disponibilidad para cambiar de modo de pensar, para estar aprendiendo continuamente y para saber oír en las preguntas, exigen­cias, necesidades y también en los ataques y reproches del prójimo lo que Dios quiere actualmente de nosotros. Sin embargo muchos ataques a la iglesia, exactamente considerados, no son sino preguntas encubiertas y gri­tos de socorro. Y penitencia sería entonces negarse un poco a sí mismo y, en lugar de devolver el golpe, saber ser autocrítico y poner remedio dentro de lo posible.

Ahora bien, la forma humanitaria y social de la peni­tencia, de la que hemos hablado hasta ahora, encuentra

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una condensación última y una representación simbólica en el sacramento de la penitencia, en cuanto forma y con­creción eclesial de nuestra penitencia personal. Vamos a tratar ahora de esta cuestión.

2. El sacramento como forma eclesial de la penitencia

El hecho de que la penitencia no deba ser un acto solamente personal, sino que sea un sacramento, teniendo que ver por tanto con la institución y el ministerio, con normas concretas y formas obligatorias, resulta actual­mente bastante difícil de comprender. Muchos piensan que «podrían arreglar sus cosas» a solas con Dios. El hom­bre actual siente una necesidad cada vez mayor, por otra parte perfectamente fundada, de defender su esfera ínti­ma de la intromisión de instituciones públicas. Apenas responde a estas dificultades una fundamentación de la sacramentalidad de la penitencia puramente biblicista y positivista, que afirma que Cristo fue quien la instituyó y que la iglesia, después de una larga y sabia experiencia, ha encontrado la forma actual de este sacramento. La fun­damentación de la sacramentalidad de la penitencia debe partir más bien de la dimensión social de nuestra relación con Dios y de la dimensión social del pecado; no sólo destruye nuestras relaciones con Dios, sino perturba tam­bién las relaciones con el prójimo y el orden social. Así se comprende que no es posible la reconciliación con Dios sin reconciliarse con la comunidad de los hermanos. Esta reconciliación con la comunidad es verdaderamente el sig­no visible, la forma externa de la conversión a Dios. De esta forma el retorno a la comunidad de la iglesia y la admisión del pecador a la plena comunidad eclesial

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pueden convertirse en el signo sacramental de la nueva relación y comunión con Dios.

En este sentido hay que entender las citas de la escri­tura sobre «el atar y desatar» (Mt 16, 19; 18, 18), deci­sivas para la fundamentación de la sacramentalidad de la penitencia. No significan que el confesor tenga el poder de perdonar o no perdonar, como a menudo se presenta en muchos manuales; en el sentido del evangelio esto su­pondría un poder muy notable y extraño. ¿Podemos re­husar también el perdón a quien tenga un verdadero arrepentimiento? En el lenguaje de la escritura, atar y desatar significa excomulgar y liberar de la excomunión. El pecador, por su acción, se excluye de la comunidad; ésta lo único que hace es sacar las consecuencias jurídicas de esta autoexclusión; éste es el sentido original de la excommunicatio, que significa la exclusión de la plena communio de la iglesia, que se concreta especialmente en la communio eucarística. El pecador por tanto no es dig­no de la eucaristía. Si se convierte de nuevo, entonces la comunidad eclesial por medio de su jefe superior le quita la excomunión; la comunidad realiza la reconciliatio y admite de nuevo al antiguo pecador a la comunión euca­rística. Esta reconciliación con la iglesia es signo sacra­mental y eficaz de la reconciliación con Dios y del resta­blecimiento de la relación y comunidad con Cristo, cuya manifestación más visible se da en la eucaristía.

Ésta era aproximadamente la concepción fundamen­tal del sacramento de la penitencia en la iglesia antigua y conforme a ella se celebraba entonces este sacramento en la forma de una fiesta litúrgica de toda la comunidad; todos los miembros de la comunidad rezaban y hacían peniten­cia vicaria y representativamente por los pecadores; el obispo, ante toda la comunidad, por la imposición de ma­nos efectuaba la reconciliación y la readmisión a la co­munidad eucarística. Sólo más tarde, por múltiples defi-

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ciencias pastorales de esta práctica penitencial y a través de una evolución complicada, larga y penosa, se llegó, a partir de la alta edad media, a la actual forma privada de la penitencia, quedando reducida su forma litúrgica a una forma de arrepentimiento minimalista. La confesión sacramental actual apenas puede seguirse considerando como liturgia y difícilmente puede verse algo de su di­mensión social y eclesial. Esto dificulta a muchas perso­nas una comprensión intrínseca y profunda de este sacra­mento. Pero si volviera a hacerse patente la dimensión eclesial de la penitencia, muchas cosas volverían a verse con una perspectiva nueva, sobre todo el sentido original de la confesión de los pecados. Por su confesión el pecador se abre de nuevo a la comunidad y esa confesión posibi­lita a la comunidad el ponerse a favor de él, haciendo penitencia y rezando con él, de manera que hace suyo el peso de esos pecados, está al lado del pecador aconse­jándole, es decir, le presta una asistencia y una ayuda vital cristiana, ayudándole a encontrar la forma y medi­da adecuada de la penitencia práctica. Finalmente, la confesión de los pecados es exhomológesis confessio, una forma de confesión que celebra y glorifica la gracia de Dios; sólo puede uno confesar sus pecados, porque a la vez confiesa la gracia perdonadora de Dios. Esto libra al sacramento de la penitencia de toda apariencia de falsa autoacusación y de indigna autohumíllación. La confesión de los pecados se convierte así en cierto modo, en la ca­ra oscura de la alabanza de la misericordia de Dios y en la expresión de la felix culpa.

Por tanto, el sacramento de la penitencia es a su ma­nera liturgia de toda la comunidad. En ella no sólo se realiza una especie de concelebración, una acción conjun­ta de la penitencia personal del pecador y la colaboración vicaria de toda la iglesia, representada ministerialmente por el obispo o por el sacerdote comisionado por él. La

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acción del penitente en este sacramento, al menos según la opinión tomista, no es sólo disposición, sino que penetra hasta la misma realización sacramental. Se trata de una liturgia, pero en ella tiene que darse también una actuosa participatio de toda la comunidad. En la actualidad, esta liturgia penitencial ha quedado práctica y totalmente con­finada al ámbito, extrasacramental y paralitúrgico, de las celebraciones vespertinas o nocturnas.

Toda nuestra exposición nos muestra muy claramen­te que por lo que respecta al sacramento de la penitencia hemos olvidado muchas cosas y otras las practicamos sólo de una forma muy reducida y rudimentaria. Después de haber reflexionado en la primera parte sobre la fe como alma de la penitencia y en la segunda sobre el amor co­mo forma de ella, que en su forma plena asume una con­figuración litúrgica, vamos a reflexionar en una tercera parte sobre las formas posibles en las que podría con­vertirse actualmente la penitencia y sobre una posible renovación creadora de la antigua tradición penitencial de la iglesia.

III

NUEVAS FORMAS DE LA PENITENCIA ECLESIAL

1. Lo mutable e inmutable en el sacramento de la penitencia

De lo dicho hasta ahora se deduce que en el curso de la historia el sacramento de la penitencia ha pasado por cambios muy considerables tanto en su forma exterior como también en la diversa acentuación dentro de su concepción teológica. Desde luego, no fue san José el que hizo el primer confesonario y un santo como Agustín, una vez bautizado, hizo penitencia durante toda su vida

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y sin embargo no se confesó nunca. Los cambios son tan considerables para el historiador que, considerado el fe­nómeno desde una perspectiva puramente histórica, a primera vista apenas puede sospecharse que se trate de uno y el mismo sacramento. Desde luego, esos cambios son mucho más considerables que aquellos por los que ha pasado la celebración litúrgica de la eucaristía, respec­to a la cual la investigación histórico-litúrgica nos ha hecho conscientes también de mucha atrofias y evolu­ciones equivocadas. Entretanto, los conocimientos his-tórico-litúrgicos han llevado en el campo de la eucaris­tía a una renovación, todavía en curso, de la forma ori­ginal. En cambio, en el sacramento de la penitencia no contamos con nada parecido, debido a la falta de investi­gaciones históricas de la historia de la disciplina peniten­cial. Sin duda, la gran obra de Bernhard Poschmann pue­de ponerse a la misma altura que el Missarum sollemnia de J. A. Jungmann, pero hasta ahora no ha influido efi­cazmente en la praxis eclesial. Sólo recientemente parece perfilarse un cambio y se ha caído en la cuenta de que la renovación de la penitencia forma parte de las exigencias más fundamentales de la pastoral actual.

El concilio, en la constitución sobre la sagrada litur­gia, dedica únicamente una frase a todo este asunto: «Re­vísense el rito y las fórmulas de la penitencia, de manera que expresen más claramente la naturaleza y efecto del sacramento» (n. 72). Esta constatación lapidaria presupo­ne sin embargo claramente que la forma actual de la prác­tica sacramental no cumple plenamente eso. Naturalmen­te la revisión a la que se alude no puede orientarse en contra de la tradición, sino debe hacerse partiendo del espíritu de ésta. Pero la historia anterior de la disciplina penitencial hace ver que contamos con márgenes muy am­plios para ello.

A continuación vamos a indicar primero algunas pre-

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formas sacramentales y luego nuevas posibilidades para la configuradón de la forma plena sacramental, tal como parecen ofrecerse a partir de la historia anterior de la penitencia.

2. Preformas sacramentales de la penitencia

Según el testimonio de la escritura, el poder de per­donar pecados corresponde sobre todo a la predicación y lectura de la palabra de Dios hecha con fe. Ciertamente la fe como alma de la penitenda sólo es posible como respuesta a la palabra de la predicadón (Rom 10, 14) y la palabra predicada del evangelio es siempre palabra efi­caz, que realiza lo que dice. Así como el sacramento es signum efficax, también la palabra en cuanto sacramen-tum audihile (Agustín) es un verbum efficax. Por eso la predicación no sólo habla sobre la reconciliación y la paz con Dios, sino realiza y lleva a cabo también el perdón, la reconciliación y la paz. La liturgia romana expresa es­to mismo, cuando hace decir al sacerdote después de la lectura y anuncio del evangelio «por las palabras del evangelio se borren nuestros pecados». Así se explica también que la constitución sobre la sagrada liturgia, en­tre las recomendaciones que hace para el tiempo peniten­cial de la iglesia, recomiende en primera línea: «el oír más intensamente la palabra de Dios». La palabra de Dios posee en cierto modo fuerza sacramental; el sacra­mento de la penitencia no es sino una concretización es­pecial, una condensación y una representación simbólica eficaz de la palabra de perdón, graciosamente concedida.

La eficacia de la fe en la palabra de Dios debe mos­trarse de las formas más diversas. Pero eso, la oración, las obras de caridad en servicio y ayuda de los demás, sacri-

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fióos y renundas, en los que se expresa la fe que supera el mundo (1 Jn 5, 4) son otras formas concretas de peni­tencia. Tanto el antiguo y el nuevo testamento como la tradición de la iglesia antigua y la de la alta edad media les atribuye el poder de perdonar pecados. Según Agus­tín, por esas obras pueden borrarse nuestros pecados cotidianos. Actualmente las obras de caridad en servido y ayuda a los demás podrían constituir una forma espe­cialmente apropiada de expresar la penitencia cristiana, pues por poseer un carácter simbólico y eclesial, partici­pan de la fuerza del sacramento de la penitencia.

La carta pastoral de los obispos alemanes habla sufi-dentemente de estas formas y posibilidades; por eso, po­demos contentarnos con estas breves indicaciones. En cambio, parece oportuno tratar más ampliamente de otra forma de penitencia eclesial, sólo apuntada en dicha carta pastoral, pero que en la tradición de la iglesia ha jugado un gran papel y actualmente ha caído mucho en el olvi­do: la confesión entre laicos. En la carta de Santiago 5,16.19 se encuentra la siguiente exhortación:

Confesaros, pues, mutuamente vuestros pecados y orad los unos por los otros, para que seáis curados. La oración fer­viente del justo tiene mucho poder... Si alguno de vosotros, hermanos míos, se desvía de la verdad y otro le convierte, sepa que el que convierte a un pecador de su camino desviado, salvará su alma de la muerte y cubrirá multitud de pecados.

Siguiendo a la mayoría de los exegetas modernos, no puede admitirse que este texto se refiera a la penitencia sacramental en sentido estricto, pues no se atribuye a los presbíteros ninguna función especial. Por tanto, nos en­contramos claramente en una invitación a la confesión entre laicos. Según la antigua regla de la comunidad, ex­presada en Mt 18, 15-18, la iglesia oficial sólo debe inter­venir por medio de su representante cuando no ha servi-

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do de nada la conversación y diálogo con varios miembros de la comunidad. Por consiguiente, la forma ministerial de la penitencia, consistente en la exclusión y mera re­cepción en la comunidad de la iglesia, representa, en cier­to modo, sólo la ultima ratio, no el medio ordinario, sino el extraordinario para que el pecador vuelva a Dios y a la comunidad.

Según la práctica penitencial de la iglesia antigua, toda la comunidad intercedía y hacía penitencia ante Dios por el pecador, teniendo especial importancia la ora­ción de los mártires y de los monjes. A partir de aquí se desarrollaron en la alta y baja edad media la teoría y la práctica de la confesión entre laicos, considerándola la mayoría de las veces como el medio ordinario para bo­rrar los pecados cotidianos y como medio extraordina­rio para borrar pecados graves en caso de necesidad, en el que no se contara con ningún sacerdote. En este últi­mo caso la confesión entre laicos se consideraba común­mente como una expresión, especialmente realista, del votum sacramenti. Por esto, Tomás de Aquino llama a la confesión entre laicos un sacramento incompleto y Al­berto Magno hasta llega a llamar al laico, con el que se hace la confesión, minister vicarius, al que corresponde el poder necesario en razón de la unidad de la iglesia en la fe y en el amor; pero por otra parte niega a este tipo de confesión la sacramentalidad en sentido propio y ple­no. Tomás de Aquino y sobre todo Duns Scoto pusieron tan en primer término la absolución sacerdotal, que se fue perdiendo cada vez más la costumbre de la confe­sión entre laicos. Finalmente, a través de diversas consoli­daciones antirreformistas, se llegó tan lejos que en este punto se perdió un aspecto valioso de la tradición.

Superadas estas parcialidades antirreformistas, sería muy de desear que se redescubriera esta forma de peni­tencia en la iglesia. La confesión entre laicos podría te-

ESENCIA Y FORMAS DE LA PENITENCIA 239

ner importancia sobre todo para la «acción sacerdotal do­méstica» de los padres en relación con sus hijos, de los esposos entre sí y de los amigos; también sería oportuno entre laicos de una madura espiritualidad cristiana y de una rica experiencia vital. En cuestiones de la vida cris­tiana cotidiana los laicos, en la mayoría de los casos, tie­nen sin duda más experiencia que el sacerdote. Esto hace que la confesión entre laicos tenga su lugar en el caso de problemas, fallos y progreso espiritual relacionados con la vida cristiana cotidiana. En cambio, si un cristia­no se ha separado totalmente de Cristo y de la comuni­dad de la iglesia (lo que se presupone claramente en Mt 18, 15), es decir, si vive verdaderamente en pecado mor­tal, entonces ese tipo de confesión sólo es adecuado co­mo medida extraordinaria y de emergencia. En este caso la iglesia tiene que actuar por medio de sus representan­tes oficiales y ejecutar el sacramento de la penitencia en el pleno y estricto sentido de la palabra.

Según esto una confesión entre laicos comprendería esencialmente los tres elementos siguientes: 1. un con­vencimiento recíproco, por tanto un sensibilizarse, inte­ligente y lleno de tacto, a faltas, peligros y actitudes de­fectuosas; 2. la asistencia de la gracia de Dios, la palabra alentadora, el consejo espiritual, la ayuda vital cristiana, el estímulo al bien, el mostrar posibilidades de realiza­ción concreta del ser cristiano; 3. la intercesión por los demás y la penitencia vicaria. La disponibilidad para es­to último serviría de criterio inequívoco para distinguir el afán autosufidente de crítica de la auténtica corrección fraterna.

Una variedad de la confesión entre laicos es la con­fesión de reconciliación, en la que se reconoce inmediata­mente la falta hecha a otra persona, contra la que se ha pecado por riñas, calumnias, maledicencias y cosas parecidas. Esta forma de penitencia no necesita ningún

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ritual y puede realizarse con toda sobriedad por un pedir perdón, darse la mano, una expresión de reconciliación (quizá ni siquiera explicitada, sino silenciosamente presu­puesta) y rezando el uno por el otro. Estas formas de suyo humanas, cuando se dan entre cristianos, adquie­ren siempre a la vez una significación en el plano de la salvación. Muchas dificultades y entorpecimientos en fa­milias, comunidades, órdenes y autoridades eclesiásticas nacen de que no se toma en serio ni se practica esta for­ma de penitencia, produciéndose y consolidándose ten­siones, que complican y dificultan extraordinariamente la realización y el cumplimiento de las tareas comunes cris­tianas y eclesiales. La palabra del Señor hace depender el acercamiento al altar de una confesión de este tipo (Mt 5,23s).

Con esto podemos dar por citadas las preformas sa­cramentales más importantes. Intencionadamente no he­mos hablado de formas presacramentales, sino de pre­formas sacramentales, porque estas posibilidades peniten­ciales pueden tener también un carácter cuasi-sacramental.

3. La forma plena sacramental de la penitencia

Fijémonos ahora en la forma plena sacramental. El Pontificóle romanum actual conoce todavía la forma de la penitencia pública (no de la confesión pública, que co­mo regla no existió tampoco nunca en la iglesia antigua), según la cual los pecadores en el marco de una fiesta li­túrgica se colocan en el sitio de los penitentes y después de haber cumplido la penitencia impuesta son recibidos de nuevo en la comunidad eucarística. Por tanto, desde un punto de vista puramente legal, todavía está en vigor la liturgia penitencial de la iglesia antigua; sin embargo

ESENCIA Y FORMAS DE LA PENITENCIA 241

prácticamente ha caído en desuso y ciertamente ya no es posible revitalizarla en esa forma. Con todo uno puede hacerse las siguientes preguntas: cuando empezó el mo­vimiento litúrgico existió la «regla del oficio solemne». ¿No debería existir también algo parecido para la reno­vación del sacramento de la penitencia? Esta «regla del oficio solemne» significaría que al tratar de renovar la pe­nitencia no se puede tomar como punto de partida la forma litúrgica actual tan reducida, la confesión privada, análoga a la de la misa rezada, sino que habría que tomar como modelo la forma solemne original e intentar restau­rarla de nuevo de una manera adecuada.

Por eso, en mi opinión, a la larga no conduciría a na­da el querer corregir sólo la forma actual de la confesión individual, pues sería una cura sintomática de efecto sólo pasajero. Sin duda, es importante el dar una forma más viva y personal y sin duda también algo más humana a la confesión individual. Ciertamente la confesión individual significa hasta hoy para muchas personas una bendición incalculable y una gran ayuda. También es indudable que la mayoría de los que la buscan, la toman muy en serio y hay que seguir recomendando una confesión regular, como con toda razón lo hacen los obispos alemanes en su carta pastoral. Nada de esto se puede ni debe discutir. Pero tampoco es necesario hablar detalladamente de eso, porque cabe pensar que, por muy importante que sea en concreto, ya no satisface plenamente las exigencias actuales.

Por eso, aunque se subraye enérgicamente todo lo dicho, también hay que decir lo siguiente: 1. Existen ac­tualmente muchos cristianos serios que, queriendo hacer penitencia, no encuentran ya en la forma actual de este sacramento un camino adecuado para ello. 2. La forma que reviste actualmente este sacramento, representa un producto relativamente tardío dentro de la historia de la

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penitencia, que tiene muchas ventajas, pero que en su forma concreta sin duda no puede reivindicar simple­mente un valor eterno, pudiendo admitir perfectamente una reforma sensata y con sentido. 3. No se puede cele­brar liturgia alguna en el breve tiempo y en las estrechas condiciones de un confesonario; a la larga una práctica de este tipo tiene que llevar a la desvalorización del sím­bolo y del sacramento y favorecer un cierto automatis­mo sacramental. Por todas estas razones y otras muchas que podrían añadirse tenemos que procurar actualmente una reforma fundamental no sólo de la cuaresma, el ayu­no y la abstinencia, sino de la misma práctica penitencial sacramental. La carta pastoral conjunta de los obispos alemanes ha dado un primer paso en esta dirección, re­montándose a la antigua tradición de la liturgia peniten­cial. Ciertamente ahí tenemos una base muy aprovechable para una nueva configuración de la penitencia sacramen­tal. Permítasenos por ello algunas observaciones históri­cas y teológicas en relación con este tema.

La celebración litúrgica de la penitencia, a la que se unía una confesión general de los pecados, es decir, co­mún y no especificada, puede reivindicar a su favor el testimonio de la escritura. El antiguo testamento conoce una confesión general de los pecados por parte de la co­munidad reunida. Algunos indicios en el nuevo testamen­to y en los padres apostólicos permiten sospechar lo mismo en la primitiva liturgia cristiana. En el siglo v y vi se une todo el pueblo para rezar por los penitentes; to­davía hoy conservamos un resto de esta liturgia peniten­cial en la orado super populum durante la cuaresma. También muy pronto empezó a participar todo el pue­blo en la readmisión de los penitentes que se tenía el jueves santo. A partir del siglo x se empezó a tener esta reconciliación también en otros días. Desde comienzos del siglo xi contamos con muchos testimonios de que esas

ESENCIA Y FORMAS DE LA PENITENCIA 243

absoluciones se unían a menudo con la predicación; el pre­dicador hacía que la comunidad levantara las manos o rezara el confíteor y luego les daba la absolución. Por tan­to, podemos hablar de una especie de absolución general, que entonces cumplía la función de nuestra confesión de devoción, pues además se exhortaba al pueblo a confe­sar los pecados graves en una confesión particular.

Esta especie de absolución general siguió perviviendo más allá de la edad media, aunque más tarde se le negó el carácter estrictamente sacramental, en el «confíteor» de la misa y en el de las horas (prima y completas) y en la «culpa general» que hasta nuestro siglo se hacía en muchos sitios después de la predicación dominical. En ambos casos nos encontramos con una liturgia peniten­cial rudimentaria. En la iglesia oriental sigue existiendo hasta hoy esta forma de perdón sacramental de los pe­cados fuera de la confesión individual privada. En el cul­to protestante sigue vigente hasta hoy por lo menos la confesión general de los pecados, a la que sigue una ora­ción de intercesión por parte del párroco.

La insatisfacción por la práctica actual de la confe­sión, especialmente en las aglomeraciones antes de los días festivos con la consiguiente mecanización posible de la confesión, ha vuelto a plantear la discusión también en la iglesia católica sobre la restauración de la confesión general en el marco de una liturgia penitencial. Tal li­turgia penitencial comprendería los siguientes elementos: lectura de la escritura, cantos, predicación, preguntas so­bre pecados inteligentemente formuladas y que cada uno respondería para sí delante de Dios, una confesión gene­ral de la culpa, ocasionalmente alguna oferta y finalmente la absolución sacramental por la oración y gesto de la mano extendida por parte del sacerdote.

Esta forma de penitencia no tiene por qué llevar a la derogación y desvalorización de la confesión individual,

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244 REALIZACIÓN DE LA FE EN LA IGLESIA

que podría y debería seguir siendo ahora como antes una prescripción positiva y que también debería seguirse re­comendando y aconsejando para aquellas personas que la deseen como dirección y formación de conciencia. Por tanto no existiría la preocupación de que, al introducir una liturgia penitencial sacramentalmente entendida, pu­diera convertise la confesión individual en una especie de confesión pública, pues entonces sólo recurrirían a ella los que tuvieran pecados graves. Puede estarse firmemen­te convencido de que también en el futuro muchos cris­tianos seguirían deseando la confesión individual, aunque no estuvieran en pecado grave, como entrevista y búsque­da de consejo. En cambio, una liturgia penitencial como la descrita podría descargar la confesión individual de la aglomeración masiva usual, permitiéndole así volver a cumplir la función por la que se recomendaba la mayoría de las veces.

Tal liturgia penitencial, por la predicación y las pre­guntas ya indicadas, podría servir a su manera para la for­mación de la conciencia, por lo menos tan bien como el promedio de las confesiones particulares. Por otra parte expresaría con más fuerza el carácter comunitario de la penitencia y podría despertar el espíritu de penitencia en su aspecto vicario y de intercesión. Finalmente así se re­novaría en forma adecuada una parte de la antigua tra­dición eclesial. Todo esto hace muy deseable la implan­tación de esa liturgia penitencial, sobre todo durante los antiguos tiempos penitenciales de la iglesia, en adviento y cuaresma.

La carta pastoral de los obispos alemanes todavía no va explícitamente tan lejos. No atribuye a la penitencia general de la liturgia penitencial una fuerza sacramental. Sin embargo supone claramente un primer paso en esta dirección. Sin duda resultaría poco inteligente querer pre­cipitar las cosas a este respecto, pues sólo pueden em-

ESENCIA Y FORMAS DE LA PENITENCIA 2 4 5

prenderse reformas institucionales, una vez que se hayan creado las necesarias condiciones teológicas y psicológi­cas, no dándose esto en la actualidad. Para llegar a ello, primero hay que hacer redescubrir al creyente por medio de la predicación el sentido intrínseco y la obligación de la penitencia en general, y luego en concreto su carác­ter social y eclesial. Por último, habría que buscar ade­más abundantes experiencias de esta forma de liturgia pe­nitencial. Entonces, a su debido tiempo, la implantación de la forma sacramental de esta liturgia penitencial sólo significaría un pequeño paso adelante, que quizá se im­pondría por sí mismo.

Entretanto, pueden adoptarse diversas soluciones de transición. Se podría celebrar, por ejemplo, la liturgia pe­nitencial como preparación común de la comunidad para la confesión, dando oportunidad de confesarse indivi­dualmente, contando para ello con un número suficiente de confesores. Así se justificaría perfectamente la breve­dad de la confesión individual, que litúrgicamente se li­mita a lo más esencial. En todo caso, lo que sí es evi­dente es que nos quedaríamos demasiado cortos si no sacáramos de la pastoral de los obispos más de lo que se viene haciendo hasta ahora en las habituales celebracio­nes vespertinas y nocturnas.

Como conclusión, hay que volver a recalcar lo si­guiente: sería totalmente falso considerar como lo más importante estas perspectivas futuras de una liturgia pe­nitencial sacramental. Lo más decisivo, al menos por el momento, es una adecuada predicación sobre la peni­tencia y el despertar un nuevo espíritu personal de pe­nitencia. Si no precede esta renovación al cambio de men­talidad en relación con la penitencia, toda reforma de la práctica penitencial quedaría en el aire.

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246 REALIZACIÓN DE LA FE EN LA IGLESIA

4. Penitencia cristiana en este tiempo

Hemos partido del hecho de que la iglesia se ha pues­to en movimiento; ha vuelto a hacer claramente conscien­te su carácter esencialmente peregrinante. Este mensaje está en estrecha relación con el mundo moderno, que según la constitución pastoral «sobre la iglesia en el mun­do actual» se caracteriza por haber pasado de una forma de pensar fija y estática a un dinamismo de dimensiones insospechadas (n. 4 s). Esto significa que la iglesia en su práctica penitencial también tiene que adoptar una forma de pensar más flexible y dinámica, dejando un margen para mayores diferenciaciones. En un mundo cada vez más pluralista y diferenciado ya no cabe el atarse sólo a una forma, que se constituyó históricamente en un momento dado. Naturalmente una mayor diferencia­ción y una práctica más flexible no significa que ahora de repente haya que poner todo «más barato y, en cier­to modo, a precio de venta». Una «ola muelle» sería lo que estaría menos de acuerdo con la seriedad penitencial de la fe cristiana.

Muy al contrario, para poder vivir un cristianismo adaptado a nuestro tiempo y para hacer justicia a la ac­tual situación de la iglesia, se requiere precisamente una renovación y profundización, y a menudo un nuevo des­pertar, del espíritu de penitencia. Actualmente se ne­cesitan más que nunca, una libertad interior y una alegría superior al mundo, una disponibilidad de servicio y frutos sinceros de penitencia cristiana. Por esto es necesario que la penitencia vuelva a ocupar un puesto más central tanto en la conciencia como en la praxis de nuestras comu­nidades.

Naturalmente todo esto sólo será posible si por me­dio de la predicación enseñamos a los fieles a concebir

ESENCIA Y FORMAS DE LA PENITENCIA 247

de nuevo la penitencia desde el centro de la fe cristiana, entendiéndola como realización esencial de una fe viva, que debe expresarse en un amor servicial. Hay que vol­verla a entender y practicar, partiendo de lo positivo. Sólo entonces deberíamos también tener ánimo para acometer reformas institucionales y renovar el rico teso­ro de tradición de la iglesia, reformas inteligentemente pensadas y cuidadosamente preparadas.

Si renovamos así el espíritu y las formas de la peni­tencia, no tenemos que preocuparnos por la ulterior reno­vación de la iglesia, pues podemos estar seguros de que irá adelante, confiando en que lo hará en la dirección co­rrecta y adecuada.

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V La iglesia

y sus ministerios

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9 ESTRUCTURAS COLEGIALES

DE LA IGLESIA *

Ya se ha convertido en un tópico hablar de la «de­mocratización de la iglesia» y pasa lo que con todos los tópicos, que contienen un anhelo y un deseo justo y ur­gente, pero reducen y desfiguran el problema. Por eso, tales tópicos la mayoría de las veces perjudican a ese de­seo justo, que defienden y representan.

El deseo justo contenido en esa exigencia de demo­cratización en la iglesia, se ve inmediatamente claro al leer los textos del concilio que hablan del «establecimien­to e instauración de nuevas estructuras eclesiales»: síno­do de obispos, conferencias episcopales, consejos dioce­sanos y parroquiales, consejos de laicos, consejos presbi­terales. Y el mismo concilio representa en cierto modo un elemento estructural democrático en la iglesia. Lo que se busca con todos estos gremios, en parte modernos, es el ejercitar también a un nivel comunitario la responsa­bilidad y misión común de todos los cristianos. El mode­lo de tal responsabilidad común lo ha esbozado el conci­lio en la doctrina de la colegialidad de todo el episcopado con y bajo el obispo de Roma. En muchos puntos el con­cilio todavía no ha llevado esta doctrina hasta sus últi­mas consecuencias y la ha aplicado con cierta inconse-

* Publicada por primera vez en Sein und Sendung 1 (1969) 5-55.

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252 LA IGLESIA Y SUS MINISTERIOS

cuencia; sobre todo habría que trasladarla también a to­dos los otros planos de la vida eclesial. El debate poscon­ciliar sobre la democratización de la iglesia, representa en cierto modo la prolongación de un deseo y anhelo fun­damental del concilio.

Los empequeñecimientos y desfiguraciones, surgidos a propósito de este tema, se explican perfectamente si se tiene en cuenta que es relativamente reciente la liberación de la doctrina católica sobre la iglesia de una «cautivi­dad babilónica», sufrida durante muchos años, consisten­te en el predominio de categorías sociológicas aplicadas directamente y acríticamente a la iglesia. No ha hecho más que volver esa doctrina católica a la concepción ori­ginal de la iglesia como pueblo de Dios y cuerpo de Cris­to, cuando ya la vuelven a amenazar fundamentalmente los mismos peligros de intrusión por otro lado. Resul­taría verdaderamente fatal que esas falsas confrontacio­nes llevaran a descuidar una de las tareas más esenciales, planteadas actualmente a la iglesia: la creación de estruc­turas eclesiales, en las que se exprese y sea efectiva la responsabilidad común de todos los cristianos. Si esto sucediera, se perdería uno de los motivos más esperan-zadores del Vaticano n.

Por eso, a continuación vamos a exponer algunas reflexiones fundamentales sobre la teología de esa res­ponsabilidad colegial institucional de todos los cristianos. Intentamos con ello remontarnos, más allá de plantea­mientos superficiales, a la esencia y estructura fundamen­tal de la iglesia, pues sólo así se puede iluminar teológi­camente algo nuestra problemática actual.

ESTRUCTURAS COLEGIALES DE LA IGLESIA 253

I

LA ESTRUCTURA FUNDAMENTAL CARISMÁTICA DE LA IGLESIA

Ekklesia, la palabra griega para iglesia, significa en el griego profano la reunión del pueblo. La ekklesia es la reunión de los ciudadanos libres, anunciada por el heral­do y convocada para deliberar y decidir sobre los asun­tos políticos de la comunidad. Es la reunión de los convocados. En la traducción griega del antiguo testa­mento hebreo se utilizó el término ekklesia, originaria­mente político, para traducir el término veterotestamenta-rio quehal Yahwe, la reunión del pueblo por parte de Dios. La iglesia es por tanto el pueblo convocado por Dios. Pueblo de Dios es la forma más amplia y más fundamen­tal de determinar la esencia de la iglesia. Este plantea­miento ha estado olvidado durante mucho tiempo; sólo los textos conciliares han vuelto a poner claramente en primer término la determinación de la iglesia como pue­blo de Dios.

En griego pueblo de Dios se dice laós ton theón. De la palabra griega laós proviene la palabra alemana Laie (laico). Por lo tanto laico, en el sentido amplio de la pa­labra, es todo aquel que pertenece al pueblo de Dios y en este sentido los clérigos, el papa y los obispos son también laicos. La idea de laico, según su sentido origi­nal, comprende a toda la iglesia, tanto a clérigos como a laicos, en el sentido restringido del término. Por eso, para determinar la esencia de la iglesia nunca puede to­marse como punto de partida la diferencia entre clérigos y laicos, pues esta diferencia siempre tendrá sólo impor­tancia secundaria. Lo común y la igualdad de todos pre­cede a toda diferencia ulterior y sigue persistiendo en esas diferencias.

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254 LA IGLESIA Y SUS MINISTERIOS

Por esta razón la misión de la iglesia primeramente es algo común a todos los cristianos bautizados. Según la 1.a carta de Pedro, todos los cristianos forman el pueblo de Dios, pueblo sacerdotal y real, llamado a anunciar las proezas de Dios y a ofrecer sacrificios espirituales (1 Pe 2, 5-10; cf. Ap 1, 6; 5, 10). Por consiguiente, todo el pueblo de Dios está llamado a la predicación, al ofreci­miento de sacrificios espirituales y al gobierno real. Co­rresponde por tanto a todos los cristianos y es una función común de la iglesia la predicación, la liturgia y la respon­sabilidad por la unidad de la iglesia. Esto significa que todos los cristianos tienen parte en la triple función doc­trinal, pastoral y sacerdotal, existiendo una responsabili­dad común y colectiva respecto a la iglesia. El responsa­ble propio y primario de la misión salvífica eclesial es to­da la iglesia y cada individuo en particular, ya sea papa, obispo, sacerdote o laico, sólo puede ser eficaz y efecti­vo en unión con la totalidad y como órgano del todo. Ca­da uno puede y debe predicar, pero sólo puede hacerlo atendiendo y escuchando el testimonio de fe de los de­más. Cada uno celebra la eucaristía, pero sólo lo hace en comunión con toda la comunidad y toda la iglesia. Por tanto, no sólo el episcopado, sino todo el conjunto de la iglesia tiene una estructura colegial.

Este sacerdocio de todos los bautizados no consiste sólo en servicio mundano, quedando reservado el servi­cio salvífico al sacerdocio ministerial; tampoco puede de­terminarse como mera participación del sacerdocio minis­terial. Y lo que desde luego no es admisible es fundamen­tar la misión de los laicos simplemente en la falta actual de sacerdotes. El punto de partida debe ser la unidad del pueblo de Dios y de su misión común.

Ahora bien, la iglesia no es un pueblo cualquiera, no ha sido llamada y convocada por un cualquiera y no bus­ca un fin común cualquiera. La iglesia es pueblo de Dios,

ESTRUCTURAS COLEGIALES DE LA IGLESIA 2 5 5

es decir, pueblo llamado y convocado por Dios, destina­do a vivir y a anunciar el dominio y la soberanía de Dios. La iglesia, según la acertada diferencia de Lutero, es crea-tura verbi, criatura de la palabra. Sólo puede haber igle­sia en la respuesta de la fe a la palabra de Dios, que es quien llama y convoca. Esta llamada y esta misión cons­tituyen y determinan la esencia y la estructura funda­mental de la iglesia, no pudiendo por tanto manipularse y fijarse a propia voluntad. Por la palabra de Dios ha si­do dado a la iglesia un orden determinado.

Por tanto, aun existiendo esa responsabilidad y mi-sjón común de todos Tos cristianos, la iglesia no es una democracia en eFsentido formal de esta palabra, pues en las democfacTás todcTel poder proviene del pueblo; en la iglesia en cambio^ proviene de Cristo. Ahora bien, el que la iglesiaTñó sea~una democracia en sentido estricto, no excluye el que muchas formas democráticas puedan en­contrar un uso y explicación análogos en la iglesia. La res­ponsabilidad común y la colegialidad están exigiendo ver­daderamente tales formas democráticas que, desde luego, pueden reivindicar para sí un derecho mucho mayor que las formas monárquicas, feudales, aristocráticas, autori­tarias y otras semejantes de tiempos pasados. La iglesia desde siempre, a la hora de configurar concretamente su esencia, se ha atenido con bastante ingenuidad y despreocu­pación a las formas sociales de su tiempo.

Este estilo democrático y la corresponsabilidad de todos los miembros de la iglesia cuenta a su favor con una buena y larga tradición, tanto en la iglesia antigua, como en la medieval. Recuérdese por ejemplo el conoci­do principio fundamental: lo que conviene a todos debe ser decidido por todos. De él se deriva para nosotros ac­tualmente la necesidad de instaurar nuevas estructuras institucionales, que garantizaran la corresponsabilidad de todos. Debe haber consejos diocesanos y parroquiales ver-

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256 LA IGLESIA Y SUS MINISTERIOS

daderamente representativos y con capacidad.jie_djecisión; debe ser posible la codecísióñ en todos los planos de^la vida eclesial; parece constituir sobre todo una necesidad imperiosa una especie de tribunal contencioso-adminis-trativo eclesiástico; sería necesaria una mayor separación de los diversos poderes; sobre todo hay que hacer más públicas las deliberaciones y decisiones, así como las ra­zones que las han fundado; finalmente habrá que proce­der más demnrrátirampntñ en• Ja_gjggj^n jpTpajyi y de los_jobi§pos así como en el nombramiento^ y designación dejsárrocos. Todo esto se deriva de la definición de la igle­sia como pueblo de Dios.

Sin embargo, la responsabilidad y la igualdad funda­mental de todos no significa que en la iglesia todos lo puedan hacer todo. Más bien existen en la iglesia «di­versos servicios» (1 Cor 12, 5). Pablo enumera las si­guientes funciones (carismas): apóstoles, profetas, poder de milagros, don de curaciones, servicio de asistencia, de gobierno, diversidad de lenguas (1 Cor 12, 28). No hay que considerar esta lista como exhaustiva, como se ve por las otras listas de carismas en Rom 12, 6 s y Ef 4, 11 s. Los carismas, por provenir de la libertad del espíritu, pue­den variar según las diversas circunstancias históricas. Sin

: embargo la iglesia, por estar edificada sobre el cimiento \ de los apóstoles y profetas (Ef 2, 20), no es sólo iglesia í apostólica, sino también iglesia de la profecía carismá-* tica. Por eso, los carismas pertenecen a la estructura pe-i renne de la iglesia1. Desde el montañismo los carismas -••[ Ja mayoría de las veces o han quedado marginados o se

los ha relegado a la oposición o fuera de la iglesia. Esto ha llevado a un empobrecimineto de la vida interna de la iglesia. Sin embargo, los grandes santos han ejercido de continuo una función carismática, profética y crítica. En

1 Lumen gentium, n. 12.

ESTRUCTURAS COLEGIALES DE LA IGLESIA 257

la situación actual parece que se debería volver a dar una importancia y significación decisivas a la dimensión ca­rismática de la vida eclesial.

Por tóntopodemos jeñalar jo siguiente: la estructura fundamental de la iglesia^ como pueblo~i3e"Djoj es de ti­po" carismítlco. Dentro de la gran comunidad de todos loTcréyeñTéT'a cada cristiano le corresponde su carisma y su función. Normalmente no hay que figurarse que estos carismas son sólo fenómenos extraordinarios y especial­mente llamativos. Pablo interpreta el carisma como una función de servicio en la iglesia (1 Cor 12, 4 s; Rom 12, 4). Todo cristiano en principio tiene su función de servicio, que normalmente se relaciona con sus capaci­dades y aptitudes naturales, con su profesión y condicio­nes de vida. Así un artista, un científico, un economista, un administrador, etc., pueden tener también en la iglesia un carisma correspondiente. En este mismo sentido hay que ver a los colaboradores en el ámbito parroquial, dio­cesano o de asociaciones, ya sean de dedicación completa o parcial o no retribuida. El número cada vez mayor de teólogos laicos (profesores de religión laicos) constituye igualmente un nuevo estamento dentro de la comunidad, que había que integrar aún mejor y hacerle participar más. Sin duda debe darse además en la iglesia siempre el carisma no institucionalizado y libre, que en cada época habla de manera profética la palabra del evangelio críti­camente e indicando el camino a seguir- La iglesia necesi­ta precisamente esta voz profética cuando habla en forma molesta y sacudiendo las conciencias.

Por tanto tiene que haber en la iglesia una abundan­cia y riqueza de carismas, que son dones del Espíritu y que provienen de la libertad y riqueza del Espíritu santo. Por tanto no proceden de la jerarquía. Los carismas no son sólo órganos auxiliares de la jerarquía eclesiástica, sino que tienen su propia misión y su propia responsabilidad.

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258 LA IGLESIA Y SUS MINISTERIOS

Existen en la iglesia por derecho propio y no pueden con­cebirse como ramificaciones de la jerarquía. No tienen necesariamente que juntarse en un mismo sujeto, el ma­gisterio (en sentido amplio) y el gobierno, el ministerio profético y el apostólico. En el curso de la historia se ha dado j i este respecto^ima^yolución verdaderamente fatal: un carisma, el ministerio^ ierárquico, ha acaparado todos losjeoíás carismas, de tal forma jque actualmente el obis­po pretende ser^máestro^y pastor, ejercitar el ministerio profScoTy~apostólica_En este punto haría falta un des­entrelazamiento y separación.

Síñ duda el ministerio férárquico tiene también en la iglesia una función esencial e insustituible pero sólo re­presenta una función de servicio entre otras. El carisma

( esgecfficodel ministerio jerárquico es el de gobierno (1 Cor 12, 28), siendo especialmente responsablede la uni-

si dJcTjPor tanto IaTuncióñ del ministerio jerárquico no es la acumulación de todos los carismas, sino su integra­ción; es un servicio para los otros servicios. La norma pa­ra la actuación armónica y conjunta de los carismas indi­viduales no es primariamente la obediencia al ministerio jerárquico; Pablo sólo indica como una norma el que to­dos los carismas deben servir al bien común (1 Cor 12, 7). Para Pablo la suma y norma de todos los carismas es el amor (1 Cor 13 s). Por tanto, los carismas tienen que subordinarse, limitarse, corregirse e integrarse recíproca­mente. Nadie puede poseer todos los carismas y nadie puede serlo todo en la iglesia. Cada uno tiene que oír a los demás y necesita del otro como correctivo y comple­mento. La jerarquía^ tiene que oír a los profetas y maes­tros enjiqueltajiue sea tarea de los profetas y maestros; y por su parte, los profetas y maestros tienen que escu­char a~lajerarquía enaquello que es funciónj;special_y pjro¿^ djejla. Por tanto, si se concibe la estructura fun­damental de la iglesia en forma carismática, la relación

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entre la jerarquía y los otros carismas, no puede determi­narse simplemente con el esquema de superioridad y su­bordinación. Al menos no puede concebirse la subordina­ción «en una sola dirección», sino más bien tiene que ser recíproca. Lo fundamental y básico para la vida de la igle-siajio debería ser la obediencia, sino el amor ."la frater-nida3 y el resr^to^mutuoT ~"~~

Para evitar posibles malentendidos hay que añadir todavía lo siguiente: fue especialmente Rudolf Sohm, ca­nonista protestante, el que planteó en ef último siglo" la tesis acerca de la estructura fundamental carismática de la iglesia. Sohm la entendió antijerárquica y en cierto sen­tido también antiinstitucionalmente, pues, según él, no¿, exísteningún fundamento_teológicoLP_ara__un_ministerio jer^rquicoTñitltucional en la iglesia, ^ino sólo una_ jun-damentaciónHBlslicia ~ éri éT derecho humano LTOSÍÜVO. La teología católica La recEazado unánimemente la concep­ción, planteada por Sohm, de una estructura inicial pura­mente carismática, pues no sólo va contra el concepto dogmático de iglesia de la doctrina católica, sino tam­bién en contra de los hechos históricos. Según Pablo, el ministerio mismo es un carisma esencial de la iglesia. La estructura carismática contiene por tanto elementos je­rárquicos y tal como la entendemos aquí puede integrar perfectamente en sí los elementos esenciales de la doc­trina católica tradicional.

Por consiguiente, resumiendo puede decirse lo siguien­te: la iglesia es el pueblo de Dios, que se constituye por la fe y por el amor recíproco. Este pueblo de Dios en su conjunto es enviado a dar testimonio en el mundo de su fe y de su amor. Por principio, cada uno sólo p'uede ac­tuar en comunidad y de acuerdo con todos los demás. El testimonio de cada cristiano depende de la medida en que es apoyado por el testimonio de todos los demás. Dentro de esta comunidad y fraternidad global de todos,

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260 LA IGLESIA Y SUS MINISTERIOS

cada uno tiene su función determinada y su carísma, te­niendo también el ministerio jerárquico su carisma pecu­liar e insustituible. Por consiguiente no_se_debe calificar la estructura^fundamental de la jglesia como jerárquica^ sino como carismática. La estructura fundamental caris-mática no_ excluye el elemento jerárquico, sino lo incluye y lo comprende. Los elementos jerárquicos, esenciales pa-raTa iglesia, sólo pueden entenderse adecuadamente den-tro"3e una estructura fundamental carismáticajnás^amplia.

II EL MINISTERIO ECLESIÁSTICO EN LA IGLESIA

Y EN EL MUNDO

La discusión sobre el papel de los «consejos de laicos» en la iglesia está íntimamente relacionada con la cues­tión sobre el puesto y función del ministerio eclesiástico; por eso en una segunda parte hay que tratar explícita y detalladamente sobre la tarea del ministerio eclesiástico.

La cuestión de cómo entender el ministerio eclesiásti­co es uno de los puntos neurálgicos en la iglesia poscon­ciliar y la inseguridad, ampliamente extendida, en la res­puesta a esta pregunta presenta cada vez más el carácter de una crisis seria. La falta de vocaciones sacerdotales, la discusión sobre la obligatoriedad del celibato, los de­seos de reformar la formación sacerdotal, las crisis huma­nas y profesionales en la vida de muchos sacerdotes, las muchas animosidades entre sacerdotes y laicos, entre sa­cerdotes y sus autoridades superiores, en gran parte son sólo epifenómenos de esta amplia situación crítica.

Son múltiples las causas para poner en cuestión la concepción dogmática del ministerio eclesiástico manteni­da hasta ahora. Aquí sólo podemos indicar algunas de esas causas. En primera línea hay que señalar el cambio

ESTRUCTURAS COLEGIALES DE LA IGLESIA 261

sociológico tan amplio y radical y la tendencia general a la democratización de nuestra sociedad actual. En el pa­sado el ministerio eclesiástico ha adoptado en gran parte las formas sociológicas externas de cada época respectiva. Así nos encontramos con que siguen perviviendo todavía en su forma concreta muchos elementos feudales, otros propios del estado autoritario y de formas de gobierno anteriores, mientras en el resto de la sociedad van desa­pareciendo irresistiblemente. Esto provoca una disocia­ción interna, no sólo en muchos laicos, sino más aún en muchos sacerdotes especialmente en los más jóvenes, plan­teándoles la dificilísima tarea de separar en la concepción del ministerio eclesiástico mantenida hasta ahora, lo que es esencial e irrenunciable de lo que sólo son formas an­tiguas, y ejercitarlo de una manera nueva y adaptada. Es­ta tarea se hace más difícil por existir un segundo grupo de dificultades más bien de tipo teológico: la fundamen-tación bíblica del ministerio eclesiástico resulta cada vez mas-~3ífícil. La comprensión y el ejercicio del ministerio sacerdotal, visto desde la perspectiva de la historia de los dogmas y de la iglesia, ha pasado por cambios y va­riaciones muy considerables. La fuerte acentuación de la responsabilidad de todos los cristianos hace cada vez más difícil la delimitación de las funciones entre el ministerio y la comunidad o bien entre los distintos grados del mi­nisterio. Es claro, que teológicamente en este punto cabe un margen de variación bastante grande.

Por tanto, ¿qué es lo esencial e irrenunciable del mi­nisterio eclesiástico?, ¿cuáles son sus funciones esencia­les?, ¿en qué se distingue esencialmente de la misión y responsabilidad de los laicos?

Primero, desde un punto de vista negativo, hay que decir lo siguiente: no se puede determinar la esencia y función del ministerio eclesiástico, trasponiendo sin más a la iglesia y a su ministerio categorías sociológicas y po-

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262 LA IGLESIA Y SUS MINISTERIOS

líticas del ámbito «mundano». Por tanto no se puede de­terminar el ministerio ni partiendo de concepciones mo­nárquicas o feudales, ni explicándolo simplemente según una concepción democrática. La escritura, al caracterizar los ministerios eclesiásticos, para designar la autoridad ministerial, evita deliberada y conscientemente el empleo de todo título «mundano», de los entonces existentes i

(arché, exousía, télos, timé), sustituyendo esos términos entonces familiares, por conceptos que expresan <?on to­da sencillez la función de servicio y de administra? (dia-konía, oikodomía). El término diakonía, en el ¿mbito griego, jgsultaba totalmente madecúlido~para designar 16 que comúnmente se entendía por^eT desempeño de un c á r g o T T E s t o ^ s i ^ ¿ e n t e n d e r s e el ministerio eclesiásticojjgurosamente. como servicio.

Todavía hay que hacer una segunda delimitación" nega­tiva: la escritura, al caracterizar y designar los ministe­rios eclesiásticos, no sólo evita todos los términos enton­ces usuales para expresar la autoridad de un cargO, sino también todo título y expresión sacro-cultual, tanto del paganismo como del antiguo testamento, sustituyéndolos por términos que expresan funciones del ámbito profano. Esto significa que al querer determinar la esencia del mi­nisterio eclesiástico no se puede partir simplemente, co­mo se ha hecho durante mucho tiempo, del poder de la consagración. El punto de partida para determinar la esencia del ministerio eclesial tiene que ser más bien simplemente el servicio dentro de la iglesia o bien de la comunidad.

Al querer determinar positivamente la esencia del mi­nisterio eclesiástico según la escritura, lo primero que en­contramos es una terminología muy fluida. Pablo habla de carisma de asistencia y de gobierno (1 Cor 12, 28), de los que presiden (1 Tes 5, 12; Rom 12, 8; 1 Cor 1 ó, 16). En la comunidad de Filipos nos encontramos por prime-

ESTRUCTURAS COLEGIALES DE LA IGLESIA 263

ra vez con obispos y diáconos (Flp 1,1), siendo al prin­cipio estos dos títulos, más tarde tan fundamentales, mar­cadamente no cúlticos ni sacrales. En principio, se puede llamar epískopos a todo aquel que tiene una función ( cualquiera de vigilancia o inspección (un gobernador, un empleado de policía, un empleado municipal...) El tér­mino diákonos puede tener también muy diversos ma­tices en cuanto a significación (camarero, mensajero, ad­ministrador, acólito...) En las comunidades judeo-cris-tianas encontramos, en lugar de los obispos y diáconos, los presbyteroi; se trata de un organismo, tomado de la constitución smagogal judía, formado por los más viejos de la comunidad. De este término, de ninguna manera cultual, se deriva la palabra alemana «Priester» y la francesa prétre. Como el término alemán más tarde se sacralizó, convendría utilizar, más bien, el término pres­bítero y no el de Priester.

Por tanto, en todas las expresiones utilizadas por la escritura, aparece en primer término la función de direc­ción y gobierno de la comunidad. Esto nos permite de­cir que Ja función especial, el carisma ^specífjco_3el_mi-nisterio edesiasticcTese/ cansmalíe la^irecc[ónjy_£obier-«o. Dicho de otrolñódo: la*]erarquíaes responsable de manera especial cTeTalmlctatrdé lllglél!á~crde la comuni­dad. SiTtarea coñilste~oi procurar que se dé una armonía y conjunción entre los múltiples carismas, integrarlos, en parte primero descubrirlos y luego unificarlos. Por tanto, esta función de dirección de la comunidad no puede en­tenderse nunca autocráticamente; es un servicio entre otros servicios, es un servicio para los demás servicios. Sólo puede ejercitarse colegialmente en una acción con­junta de todos los carismas.

Esta función de gobierno de la comunidad, tal como lo acabamos de describir, presupone ya, en el campo pu­ramente humano, un carisma: capacidad de contacto y

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264 LA IGLESIA Y SUS MINISTERIOS

de diálogo, cualidades de mando, talento organizador. Exige también un carácter servicial, sociable y equilibra­do; finalmente, ese gobierno no es posible sin iniciativa, voluntad de mando, imaginación y conocimiento del hom­bre. Ahora bien, la unidad de una comunidad o de la iglesia no es una dimensión sólo sociológica, sino pro­fundamente teológica, pues es la unidad en uno y el mis­mo Espíritu santo. Por esto, ejjcarismajde gobierno de la comunidad es también uncarisma^ en él sentido especí­ficamente teológico ele la palabra. Como tal don del espí­ritu, la jerarquíaliene una misión y üñaTesponsabilidad, que ño sfámra,¿¡^proviene simplemente de abajo, de la comunidad. La jerarquía no es sólo servidora de la co­munidad, sino también se relaciona con Cristo a un nivel de responsabilidad y servicio, y en este sentido se sitúa, en cierto modo, frente a la comunidad.

No resultaría difícil mostrar cómo, desde este plan­teamiento, se pueden integrar y entender en forma nueva todos los elementos de la doctrina tradicional sobre el ministerio eclesiástico; sin embargo, no es éste el lugar para hacerlo. Por eso no debemos tratar aquí detallada­mente sobre la sacramentalidad del ordo y sobre el carác­ter sacramental del sacerdocio. Lo único importante en este contexto es que esa función de gobierno propia del ministerio se despliega y desarrolla en diversas funcio­nes particulares, que resultan orgánicamente de esa mi­sión fundamental de responder de la unidad de la iglesia. Esta unidad se realiza concretamente en la unidad de con­fesión, en la unidad de la celebración eucarística y de los demás sacramentos y enjta_unidad ddL^eiyicip_jflutuo en el amor;_ De estas tres formas de realización de la unidad cristiana, se sigue que el ministerio sacerdotal está des­tinado de una manera especial al servicio de la palabra, al servicio de los sacramentos, sobre todo de la eucaris­tía, y a la servicialidad recíproca y común.

ESTRUCTURAS COLEGIALES DE LA IGLESIA 2 6 5

Sin duda todo cristiano bautizado está fundamental­mente llamado a la predicación de la fe, a la celebración de la eucaristía y a la responsabilidad del orden en el amor. Por tanto, la predicación representa una tarea de todos, y sería perfectamente posible otorgar a los laicos no sólo la missio catechetica, sino también la missio ho-miletica. A pesar de todo, seguiría estando reservada a la jerarquía una función reguladora y normativa respecto a la unidad de la iglesia en la predicación y en la confesión de la fe y por tanto un magisterio que se distingue esen­cialmente del magisterio de los teólogos y es de índole totalmente distinta: un ministerio de vigilancia al servi­cio de la unidad.

Donde más concreta y densamente se realiza la uni-i dad de la iglesia es en la unidad de la celebración euca-\ rística, siendo de manera especial signo de la unidad (1 Cor 10, 17). Esto hace que también corresponda a la je­rarquía, en su función de servicio a la unidad, la presi­dencia en la celebración eucarística. Desde esta perspec­tiva puede comprenderse mejor el «poder de consagra­ción» del ministerio. El servicio especial del sacerdote en la eucaristía hay que entenderlo desde su servicio a la i unidad de la iglesia, pues sólo así puede evitarse el peli­gro de concebir falsamente la ordenación sacerdotal, en­tendiéndola en un sentido mágico. Por tanto una celebra­ción de la eucaristía, que conscientemente excluyera o

\ prescindiera del ministerio jerárquico, representaría un absurdo que anularía la eucaristía en su esencia y sentido más profundos, pues lo que debería ser signo de unidad se convertiría en expresión de discordia.

Finalmente, la unidad de la iglesia no se realiza sólo en la unidad de confesión y en la unidad de la celebración eucarística, sino también en un servirse mutuamente en el amor. A este respecto corresponde a la jerarquía una fun­ción de orden para favorecer a la unidad de la comuni-

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266 LA IGLESIA Y SUS MINISTERIOS

dad. Esta función de orden no tiene nada que ver con un ejercicio del poder autoritario, sino que por el contrario consiste precisamente en descubrir y despertar los diver- <¡j sos carismas, darles lugar y alentarlos, y también amones­tarlos y llamarlos al orden, si ponen en peligro la unidad de la iglesia. Esto exige un nuevo estilo de gobierno «de­mocrático», en~el que las decisiones se toman a partir delína~7ormación de opinión lo más extensa posible y una deliberación común, siendo respaldadas por todos.

Esta unidad de la iglesia, de la que es especialmente responsable la jerarquía, se realiza en diversos planos: como unidad de la iglesia en un sitio o bien en un grupo social o zona sociológica perfectamente determinados; además, como unidad de la iglesia en una determinada re­gión o en cualquier otro sector sociológico más amplio, por tanto como diócesis; por último, la unidad de la iglesia se realiza en un pueblo o una nación y también como unidad de la iglesia en un sentido universal. Estos diversos planos de realización de la unidad de la iglesia dan lugar a las diversas competencias en que se divide la jerarquía: párroco, obispo, papa. La función del minis­terio jerárquico no consiste sólo en responsabilizarse de la unidad de la respectiva comunidad u otra iglesia par­cial; más bien su tarea respecto a la unidad de la iglesia consiste en establecer la unión y los contactos con otras comunidades o diócesis. De aquí se sigue la fundamental colegialidad del ministerio eclesial. Pero todavía tiene más importancia para lo que estamos tratando la afirmación de que la unidad de la iglesia en el sentido más amplio siempre es competencia especial del ministerio eclesiás­tico.

Tenemos que indicar todavía para terminar una últi­ma dimensión de la unidad eclesial y consiguientemente un último aspecto de la responsabilidad específica del mi­nisterio eclesiástico. La unidad de la iglesia no descansa

ESTRUCTURAS COLEGIALES DE LA IGLESIA 267

simplemente en sí misma, sino se entiende a sí misma como signo y sacramento de la unidad del mundo. La uni­dad de la iglesia es principio y célula germinal de una nueva humanidad. De aquí se deriva una misión de la iglesia y del ministerio eclesiástico respecto al mundo. Re­sultaría totalmente falso querer limitar el ministerio a funciones meramente intraeclesiales o aun sacramentales. La misión de la iglesia para con el mundo es común a la jerarquía y a los laicos, de lo que se sigue que la je­rarquía tiene la obligación de expresarse proféticamente siempre que esté en cuestión la unidad y la paz de los hombres y del mundo. Sin duda hoy día es difícil ver có­mo puede hacerse esto de una manera eficaz. Aquí de­bemos limitarnos a indicar el problema sin ofrecer una solución más concreta, pues sólo nos estamos ocupando del puesto y la misión fundamental del ministerio ecle­siástico en la iglesia y en el mundo.

Podemos ahora resumir esta segunda parte. Hay que concebir el ministerio eclesiástico estrictamente como ser­vicio, consistiendo más concretamente el servicio en la responsabilidad especial de la unidad de la iglesia. Como esta unidad se realiza de manera especial en la unidad de confesión de fe, en la unidad de la celebración eucarísti-ca y en el orden de la caridad, estos tres campos incum­ben de manera especial a la jerarquía. Ahora bien, la je­rarquía tiene además, como la iglesia en su conjunto, una misión y responsabilidad para con el mundo.

III

LUGAR Y FUNCIÓN DE LOS CONSEJOS

Las reflexiones fundamentales precedentes tenían co­mo objetivo delimitar el marco general y señalar el lugar teológico, dentro de los que puede tener sentido el tratar

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de la cuestión de la nueva implantación de gremios en la iglesia. Sólo por tales reflexiones fundamentales podemos evitar el perdernos en planteamientos falsos y en la mara­ña de un caos ideológico ya apenas abarcable. Conceptos como consejos diocesanos (o bien consejos presbiterales), sínodos o también consejos de laicos suelen emplearse a menudo tanto en un sentido equivalente, como en un sentido diverso. Con todo, por muy de desear que sea una regulación terminológica, no constituye el proble­ma más urgente. Por eso vamos a ocuparnos primordial-mente de la clasificación de los problemas objetivos re­lacionados con eso.

A la hora de buscar solución a estos problemas obje­tivos no es posible atenerse servilmente a los textos del concilio, a no ser que uno quiera perderse rápidamente en aporías casi insolubles. Resultaría difícil encontrar una concepción global, unitaria, bien pensada y armónica co­mo base de los consejos y gremios previstos por el con­cilio (consejos pastorales, consejos de laicos, consejos presbiterales). Es evidente que el concilio no expresa exac­tamente lo mismo, cuando una vez habla de los consejos pastorales2 y otra de los consejos de laicos3. Sobre todo resulta difícil ver la delimitación exacta entre el consejo presbiteral dentro de una diócesis 4. Si queremos avanzar en este campo, sin duda tenemos que asumir gustosa­mente los estímulos y planteamientos tan prometedores del concilio, pero yendo también animosamente más allá de lo dicho en él.

2 Christus Dominas, n. 27. * Apostolkam actuositatem, n. 26. * Vresbyterorum ordinis, n. 7.

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1. Los consejos de pastoral

Una de las tareas más importantes de la iglesia en el momento actual y en el futuro más inmediato es la crea­ción de nuevas estructuras eclesiales, en las que se tra­duzca, en la unidad y multiplicidad de sus carismas, la responsabilidad común de todos los cristianos, por tanto, de todo el pueblo de Dios. Vamos a empezar por eso ha­ciendo algunas observaciones sobre los consejos de pas­toral, a menudo llamados también sínodos o, muy inco­rrecta e inadecuadamente, consejos de laicos.

El_decreto sobre el ministerio pastoral de los obispos determina que todo obispo puede (no es que_ deba) es­tablecer un consejo especial de pastoral, presidido por el obispo mismo y formado por sacerdotes, religiosos y lai­cos especialmente selectos (n. 27). La función de este consejo es Investigar, deliberar y sacar consecuencias prác­ticas en todo lo que concierna a la pastoral. Esta dispo­sición conciliar deja todavía muchos puntos pendientes. No sólo resulta insatisfactoria la expresión «puede», de tal manera que en~uT3mo término la creación y competen­cia de estiT coñséjo~Hépende unilateralmente del obispo respectivo. Lo que resulta sobre todo difícil es distinguir la competencia de este consejo de la de los antiguos gre­mios (cabildo catedralicio, consejo eclesiástico, consejo de los consultores diocesanos, etc.) a los que correspon­dían hasta ahora las funciones citadas; igualmente oscura resulta la diferencia _dg_ese consejo respecto al consejo presbiteral,jJjjue_en el decreto sobre^jñrnísteno y .vida de los presbíteros se atribuyen funciones semejantesJnJZ). Porjanto el concilio^jjor lojjue se refiere a nuevas es-tructuras eclesiásticas, no hace todavía más que^ tímidos^ plalrteamíentos iniciales yTcTque se trataría es de avanzar érTeialEia"3e pensamiento^

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270 LA IGLESIA Y SUS MINISTERIOS

A la luz de nuestras reflexiones fundamentales pare­ce que ese consejo de pastoral debería ocupar en el futu­ro el primer lugar para la dirección (y no sólo como órga­no deliberativo) de la vida eclesial. Sólo en él está re-•presentado todo el pueblo de Dios en la unidad y multi­plicidad de sus carismas, debiendo por tanto partir de él todas las iniciativas y la toma de decisión. Este consejo de pastoral debería ir ocupando también cada vez más el puesto de los antiguos gremios, tales como el cabildo ca­tedralicio y el consejo eclesiástico. Debería tener derecho a la correspondiente información y poder de decisión. To­do esto no excluye el que el carisma de la jerarquía, como los demás carismas, en sus respectivos campos, sigan te­niendo su propia responsabilidad, salvaguardándola con las correspondientes seguridades jurídicas y legales.

Sería especialmente muy de desear la creación de un consejo nacional de pastoral (la expresión no es muy fe­liz) a nivel de la conferencia episcopal, paralelo a los con­sejos de pastoral a nivel de parroquia y de diócesis. En ese consejo nacional deberían colaborar obispos, sacerdo­tes y laicos, debiendo figurar en él la gente más significa­da, así como las tendencias y grupos importantes de la iglesia católica de una nación. Este consejo nacional esta­ría presidido por el presidente de la correspondiente con­ferencia episcopal. La creación de este consejo recoge­ría los deseos justificados, encerrados en la exigencia, for­mulada algunas veces en la actualidad, de un concilio pas­toral a nivel nacional.

2. Los consejos de laicos

Además de la responsabilidad común de todo el pue­blo de Dios, existe también la responsabilidad específica de los carismas individuales. Esto hace que, junto a los

ESTRUCTURAS COLEGIALES DE LA IGLESIA 271

consejos de pastoral que representan a todos, deberían existir también consejos y gremios específicos para las funciones específicas dentro de la iglesia: conferencias epis­copales, consejos presbiterales y consejos de laicos, en­tendiendo laico en sentido estricto. Ninguno de estos gre­mios, ni siquiera la conferencia episcopal, tienejodgjbajo su competencia; sino cada uno es competente en su^pro-pio_campo. Vamos~a~ocuparnos IJíoraecclusivamente de la competencia peculiar de los consejos de laicos.

Estos consejos de laicos son gremios específicos para las funciones especialmente propias del laico. Por eso jio deben confundirse con los consejos de pastoral (sínodos), querepresentan a toda la iglesia, y que deben contar en­tre süs^^lelffirosi_además de a los laicos, también a sa­cerdotes y religiosos. De forma análoga a la de los con­sejos de laicos, la función de los consejos presbiterales debe limitarse a tratar cuestiones propiamente sacerdota­les y del estamento sacerdotal.

Las afirmaciones del concilio sobre los consejos de lai­cos, en el sentido en que aquí los entendemos, se refie­ren sobre todo a su situación en relación con la jerarquía eclesiástica. En el n. 23 del decreto sobre el apostolado de los laicos se hace constar de manera general que todo apostolado debe hacerse en unión con toda la iglesia y así también en unión (no dependencia) con el ministerio episcopal que es especialmente responsable de la unidad. Por eso, siempre que se trate del bien común de la igle­sia, de la doctrina común de fe y del orden general, se­gún el n. 24, debe darse esa coordinación con la jerarquía. Pero por lo demás, las relaciones con la jerarquía pueden ser muy diversas (n. 24): pueden existir asociaciones de laicos, que prweden_ de^ una libre decisión de los mismos laicos; pueden ser reconocidas por los_obisposjde, forma ñmy^cirvem}_Jb¿j^sj30s puederTpj:omocionar algunas de ellas de una manera especial, siendo esto de especial

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272 LA IGLESIA Y SUS MINISTERIOS

aplicación para aquellas asodagjpnra más cercanas_aj[a; niisáójn jej^ár^uica^ en la doctrina cristiana y a colaborar en la liturgia.

El decreto citado habla además de gremios especiales de carácter consultivo, de consejos de laicos en sentido es­pecial y estricto (n. 26). El campo de su competencia se­ría el campo propio de los laicos, el campo caritativo y social, diríamos mejor, el campo social. En este campo los laicos desempeñan para con los obispos una función de consejo y de ayuda. Frente a las asociaciones «libres» de laicos tendrían una función de coordinación. Por eso deben crearse a nivel parroquial, interparroquial, inter­diocesano, nacional e internacional. La enumeración de es­tos diversos planos, en los que son de desear consejos de laicos, está indicando que tales consejos no deben inser­tarse simplemente en las estructuras jerárquicas existen­tes, sino que más bien deben crearse según su necesidad. Sin duda, esto significa que no tienen sólo un carácter consultivo, sino que sirven de forma general a la eficacia y acción de la iglesia en el ámbito social. Siendo meros consejos de laicos no pueden hablar y tratar en nombre de la iglesia, pero sí tratan y hablan como iglesia.

En el futuro debería corresponder a estos consejos de laicos una función todavía más importante que hasta aho­ra. Su función no es tanto el expresar y manifestar la voz de los laicos en la iglesia, sino hacer presente y activa a la iglesia en el ámbito social. Actualmente estamos vi­viendo, respecto a la misión social de la iglesia, una cierta ambivalencia. Por una parte, desde hace algunos años cada vez se oye más que los obispos deberían abstenerse de to­mas de posición políticas, de manifiestos electorales, de inmiscuirse en política... Sin duda todos esos campos son competencia de los laicos y no de los obispos. Pero por otra parte cada vez se pone más de relieve la misión polí­tico-social de la iglesia, previniendo contra una reti-

ESTRUCTURAS COLEGIALES DE LA IGLESIA 273

rada de la iglesia al ámbito de lo privado y apolítico. En este dilema, esos gremios de laicos podrían asu­

mir una función importante y ejercerla tanto más activa­mente, si saben abstenerse de una inmediata política de partido, para expresar y hacer efectivo el impulso crítico-social y político-social que contiene el evangelio. En este sentido parecen existir en la actualidad buenos comien­zos, pero también parece que a este respecto el catolicis­mo alemán, por su historia, especialmente por la historia de sus asociaciones y organizaciones, encuentra especial dificultad en liberarse de una ligazón unilateral y parcial a determinados partidos y a un medio conservador y bur­gués para pensar y actuar de una manera crítica ante la sociedad y orientada hacia el futuro. También habría que desligarse de los deseos tradicionales específicamente ca­tólicos en lo político-social, en especial en lo político-cultural, y dedicarse más a las grandes tareas de una ac­tual política de orden y de paz, de ayuda al desarrollo y en general de las cuestiones del tercer mundo, de la ins­tauración de un sistema moderno de educación y forma­ción, para indicar sólo algunas de esas tareas.

3. Tareas actuales

Resumiendo puede jjgcirse lo siguiente^ ja jgigstión de jos consejos de pastoral y de los consejos de laicos es un problgnia_ eminentemente teológjco^ojienj^clesío-lógico. relacionado con la cuestión ^obreja estructura fundamental de la iglesia. Pero en último término no pue-detratarse este problema sólo dogmáticamente y menos aún sólo canonísticamente. Teológicamente pueden tra­zarse ciertas directrices y líneas de fuerza básicas, pero no concretar, deducirlo todo hasta lo más pequeño. En esto existe un margen de libertad amplio para actuar de una forma funcional y acomodada a la situación.

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En su historia anterior la iglesia ha usado ya en gran medida ese margen de libertad, las estructuras fundamen­tales inmutables de la iglesia se han concertado de mane­ra muy distinta y variable. La actual configuración jerár­quica de la iglesia es sólo una de ^TposíBlésTormaslots-toricas concretas, sin considerarla a priori_j>imjJemente cómo natural y necesaria o supS^oraHa^^máticamejite.

Si actualmente el objetivo es crear nuevas estructuras, entonces no sólo hay que considerar las declaraciones doc­trinales y el código de derecho canónico, sino que resulta igualmente necesario atender a la situación actual, a las ta­reas y posibilidades presentes y luego actuar de una forma acomodada a esa situación. Esto no significa poner en cues­tión la doctrina de la iglesia, en tanto está fijada dogmáti­camente, sino traducirla a la situación actual.

En el momento actual la iglesia se encuentra enfrentada principalmente con dos importantes tareas:

a) La creación de nuevas estructuras colegiales de dirección y gobierno intraeclesiástico, así como de for­mación de la opinión, en las que estén representados to­dos los carismas, todos los grupos y todas las direcciones de la iglesia respectiva.

b) La creación de esos órganos es especialmente ne­cesaria en orden a la efectividad de la misión social de la iglesia. La iglesia sólo podrá servir a la paz, a la unidad, a la fraternidad y a la libertad de la humanidad, si existe en ella misma no sólo una atmósfera, sino también un orden con­creto de fraternidad, de paz y de unidad. Por eso, en toda la discusión sobre las estructuras intraeclesiales, no están en juego sólo cuestiones de organización externa, sino la credibilidad de la iglesia.

Sólo si se realizan en la misma iglesia la libertad y la fraternidad, podrá esa iglesia ser en el mundo un signo creíble de libertad y de fraternidad y realizar en nuestro tiempo el servicio al que está llamada.

10 MINISTERIO JERÁRQUICO

Y COMUNIDAD *

i

Actualmente no es sólo en la iglesia donde se cuestio­nan la jerarquía y la autoridad. La crisis, largo tiempo latente y ahora manifiesta, de todo el ordenamiento ecle­siástico y la crítica a estructuras autoritarias en la iglesia representan parte de un proceso social de carácter uni­versal y global. A. Mitscherlich, desde la perspectiva del psicólogo social, ha descrito esta sustitución del orden pa­triarcal antiguo por un orden paternal, como el camino hacia una sociedad sin padre 1. Todo esto no es sino una consecuencia lógica de la ilustración y de la emancipación moderna de toda autoridad tradicional, iniciada por ella. Según la famosa definición de Kant, el autoliberarse de una minoría de edad culpable es parte esencial de la ilus­tración, así como el valor de servirse de la propia inteli­gencia y hacer uso de ella abierta y claramente2. Una vez que en el siglo xix se logró realizar considerablemente en las democracias liberales el principio de libertad y de igualdad, parece actualmente llegado el momento de lle-

* Comunicado, hasta ahora no publicado, tenido en el marco del círculo de trabajo teológico-ecuménico el 14 de febrero de 1970 en Berlín oriental.

i A. MITSCHERLICH, Auf dem Weg zur vaterlosen Qesellschajt. Ideen zur Sozialpsychologie, München 1963.

2 I. KANT, Beantwortung der Frage: Was ist Aufklarung?, en WW 6 (ed Weischedel), 53, 55.

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var a la práctica el tercer termino programático de la re­volución francesa, la fraternidad. Con la libertad e igual­dad de todos los hombres no sólo se excluye ya la posibi­lidad de un dominio del hombre sobre el hombre, sino se afirma unn solidaridad universal de todos los hombres. Con esto lu supresión de estructuras de dominio, toda­vía cxislcnlcN lauto en la iglesia como en la sociedad, se conviene en un postulado moral de una gran parte de la Kenc-nición más joven, pareciendo contar a su favor con la «Iónica de ln historia».

Ln iglesia de la época moderna se ha mantenido du­rante mucho tiempo al margen de la corriente de liber­tad de la época moderna, más aún, la ha condenado abier­tamente como algo híbrido y decadente, considerándola en gran parte como un abandono del orden querido por Dios. Sin duda el Vaticano II ha supuesto un giro en es­te punto, pero esa apreciación positiva apenas ha produ­cido todavía frutos dignos de mención en la contextura intereclesial. Ej5to^ace_jgjje_Ja^stru^tura jerárquica de la iglesia católica y su sacer^coo_sacj^rnjentahT^te_jun-.

- dado aparezcan frente al desarrollo social_de_laL época moderna como reEquia~aFcaica^~ semejante a una roca errática. Esto contribiíye a perturbar la comunicación en-trelaiglesia y la sociedad, lo cual se convierte a su vez en una de las causas de la crisis del ministerio y de adep­tos al sacerdocio. También formaría parte de este con­texto todo lo que actualmente se describe a menudo como inseguridad de función, de papeles y de status, como el desarraigo social de la iglesia en su conjunto y especialmente de sus ministros. No deben ocultarse por más tiempo las repercusiones intraeclesiales de este ale­jamiento moderno, sólo en la actualidad claramente pa­tente, entre iglesia y sociedad: por una parte, derrotismo y psicosis de angustia, obstinación dogmática con una mentalidad de secta aislacionista; por la otra parte, celo

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reformista superactivo, intentos de solución utópicos y precipitados, y tópicos desconcertantes; pero sobre todo, en muchos casos, la consecuencia es un número creciente de trágicos destinos humanos. Y sin embargo, precisa­mente la iglesia debería ser en el mundo signo profé-tico de la libertad y de la fraternidad de todos los hom­bres.

Como tal signo sólo será creíble y eficaz, si no se con­tenta sólo con hablar de libertad y fraternidad a un nivel abstracto, sino si procura realizar también concreta e in­equívocamente estos valores en su propia configuración social o si por lo menos lucha continuamente con todas sus fuerzas por realizar un orden en que reinen la liber­tad y la fraternidad.

De los hechos indicados y del imperativo que acaba­mos de formular se siguen claramente diversas conse­cuencias, que esquematizando podemos clasificar en tres grupos: como hace el «catolicismo crítico» pueden con­siderarse las estructuras de la iglesia con su autoridad, inhibitorias y peligrosas para el desarrollo social y exhor­tar por ello decididamente a su abolición y destrucción 3._ También se puede, en una línea más reformadora que revo­lucionaria, poner como programa la democratización del ministerio eclesiástico, para capacitar así de nuevo a la iglesia para el diálogo y el servicio humano a nuestra sociedad4. A estos dos intentos se opone un tercer grupo, la^mayoría de las veces caracterizado como conservador, que defiende que la iglesia no tiene que medirse por

3 B. VAN ONNA-M. STANKAWSKI (cd.) Krilischer Kaíholizismus. Argumente gegen die Kirchen-Gescllschaft, Frankfurt-IIamburg 1969.

* En relación con el problema de la «democratización» de la iglesia ver, entre otros, K. RAHNER, Demokratie in der Kirche?: StdZ 182 (1968) 1-15; H. HOEFNAGELS, Die Krise der kirchlichen Autoritat. Die Notwendigkeit einer Demokratisierung der Kirche: StdZ 182 (1968) 145-156; W. KASPER, Kollegiale Strukturen in der Kirche: Sein und Sendung 1 (1969) 5-18; 50-55; O. MAUER, Demokratie in der Kirche?: Wort und Wahrheit 23 (1968) 189-290; M. KAISER, Kann ie Kirche demokratiüert tverden?: Lebendiges Zeugnis 1 (1969), 5-23.

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las tendencias sociales del momento, sino por la voluntad fundadora de Cristo, que le ha sido dada y entregada, en la que se incluye también la constitución jerárquica de la iglesia; y que, por tanto, en determinadas situacio­nes la inoportunidad y el anacronismo pueden pertenecer necesariamente a la iglesia5.

Cada uno de estos tres grupos tiene una concepción muy distinta de democracia y de democratización. El gru­po conservador, citado en último lugar, entiende por democracia 6 un principio de ordenamiento formal, proce­dente de la absoluta soberanía del pueblo. Naturalmente esta concepción de democracia, en la que todo poder pro­viene de una voluntad del pueblo concebida como omni­potente, puede apoyarse fácilmente con el ordenamiento jerárquico de la iglesia, en el que todo poder se concibe como «misión» desde arriba.

A esta concepción de democracia se contrapone el modelo de democracia liberal, propio del estado constitu­cional, defendido por diversos grupos reformadores. Según esta concepción, la democracia se relaciona esencialmente con el principio de libertad e igualdad, de personalidad y dignidad humana, por tanto, con los derechos humanos. Principios más formales como elección y formación de la mayoría, control y división de poderes no hacen sino garantizar lo anterior, pero no lo crean. Por eso, este gru­po reformador opina que ciertas formas democráticas puea^Tpl icarseen forma análoga perfectamente a la igleiiáTTETlícatolícismo crítico» ve también en esTa con­cepción de la democracia una forma de dominio y por eso exige una concepción de democracia socialista, libre de todo dominio. Muchos «conservadores», sin quererlo,

6 Sin duda los representantes del grupo citado en segundo lugar no niegan esta tesis, teológicamene irrenunciable; simplemente no ven en ello una oposi­ción irreductible con su concepción de democratización.

6 Para la idea de democracia cf. H. PETERS, Oemokratie, en Staatslexicon I I , «1958, 560-594.

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le dan la razón, aunque caractericen los esfuerzos por reformar las estructuras eclesiales como una forma de clericalismo nuevo y todavía peor del que teníamos hasta ahora. De esta forma los esfuerzos reformadores intra-eclesiales corren peligro de nadar entre dos aguas y de quedar pulverizados entre las izquierdas y las derechas.

Sin embargo, no sólo hacen sumamente difícil la dis­cusión esas concepciones tan distintas de un ordenamien­to democrático, sino también la manera tan diferente de concebir la relación entre iglesia y mundo, entendiendo por mundo la suma de circunstancias históricas, sociales y humanas. El grupo conservador, ciertamente en prin­cipio con razón, echa en cara al «catolicismo crítico» y a su funcionalización del cristianismo y de la iglesia en servicio de la evolución y emancipación social, que una praxis eclesial, que se considere solamente como expo­nente y paladín de evoluciones sociales, llevaría necesa­riamente a una resacralización y a una ideologización cris­tiana de la política y de la sociedad, y con ello a un nuevo integrismo, que no tendría en cuenta la autonomía de los campos culturales mundanos. La propia consistencia (autonomía) de ese ámbito mundano, que tras largas dis­cusiones y muchos malentendidos finalmente fue recono-nocida por el Vaticano n 7 , condiciona la independencia de la iglesia y viceversa. Una teolog^dj^ la seculariza­ción de tipo radical significaría la religión natural de la sociedad moderna. Por consiguiente, tanto por el bien de la iglesia como por el de la sociedad, hay que tener cuidado con asumir e incorporar a la teología, acrítíca y precipitadamente, datos de experiencia y modelos de tipo sociológico.

Ahora bien, también hay que recordar a los «conser­vadores» este postulado de una actitud diferenciadora a

* Cf. Constitución pastoral Gauáium et spes, n. 36,41, 56.

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la hora de encontrar y buscar la verdad. Ni las palabras originales del Señor, ni las diversas estructuras neotesta-mentarías de la comunidad pueden asumirse como pau­tas incondicionalmente válidas, sin tener en cuenta su «lugar en la vida», es decir, sus condicionamientos his­tóricos y sociológicos. La verdad absolutamente válida sólo se nos da en formas verbales y en realizaciones histó­ricas concretas, no pudiendo distinguirse con facilidad y quizá nunca adecuadamente la interferencia entre lo per­manente y lo históricamente mutable. Por eso? aunque la ar^imientación^teológicay la sociológica puedan dis-tinj^jrj^jáfilm^ distinguirse nunca con toda claridad en lo concretqi más aun, Ta teología cfé ninguna manera jDuede renunciar por bien ^ e sí misma a métodos de crítica de la ideología y~de la sociedad 8. El problema hermenéutíco planteado con todo esto, prácticamente todavía está pendiente de una solución; aquí sólo podemos aludir a él, para poner en guardia contra una forma de argumentación teológica precipitada. Teológicamente hablando, tan precipitada re­sulta una forma de argumentación, que remite simple­mente con una actitud positivista a los dicta probantia de la escritura y tradición, como la que se contenta con contraponer a eso simplemente «la» conciencia social actual. Por eso es digna de consideración la exigencia de H. U. von Balthasar:

La respuesta de la iglesia católica no puede consistir en un aislacionismo creciente, el cual, teniendo en el fondo cons-ciencia de su desadaptación, confía, de una forma puramente sobrenatural, en un milagro del gobierno y la providencia de Dios... La respuesta tiene que surgir enfrentándose cara a cara con los pueblos y los hombres de hoy, lo cual sólo es posible cuando se ha escuchado suficientemente a ambas par-

8 Cf. K. LEHMANN, Das dogmattscbe Vroblem des theologiscben Ansatzes zunt Verstandms des Amtspriestertums, en Existenzprobleme des Priesters, Mün-chen 1969, 123 s.

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tes: al fundador, tratando de ver cuál ha sido su intención auténtica y última, y al mundo de hoy, para ver por qué cami­nos se le puede hacer creíble y llena de sentido esa voluntad fundadora 9.

Fundamentalmente este camino intermedio es el que quiere tomar el grupo reformista. Su fallo principal con­siste en que a menudo se limita a meras cuestiones de estructura y organización, lo cual plantea cuestiones her­menéuticas y teológicas mucho más fundamentales. En un principio había que dar la razón tanto a una crítica de derechas como de izquierdas. Si esa línea media no se rea­liza con sumo rigor crítico atraerá sobre sí los argumen­tos de ambas partes, quedando triturada entre esas par­tes. Todo intento de mediación tiene que hacer frente a la constatación de von Balthasar: «la institución en lá nueva alianza es una paradoja» 10. Por tanto no sirven de nada meras «operaciones estéticas» intraeclesiales, pues o bien, como sospechan los de izquierdas, sólo tienen una función de descarga, porque velan el carácter fundamen­tal autoritario del sistema, estabilizándolo sin quererlo, o bien, como sospechan los de derechas, llevan a una confusión y pérdida de sustancia, siendo sólo el preludio de cambios más radicales, a los que vale más oponerse ya desde sus comienzos. Por tanto, si se quiere avanzar en este campo, primeramente hay que intentar comprender en su raíz dimensiones tales como la institución y el ministerio, pues sólo entonces puede reflexionarse con sentido, teológica y sociológicamente, sobre la relación ministerio jerárquico y comunidad.

9 H. Ü. VON BALTHASAR, Existencia sacerdotal, en Sponsa Verbi. Ensayos teológicos I I , Madrid 1964, 449-450.

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II

Naturalmente aquí no podemos hacer una amplia ex­posición teológica sobre la esencia de la institución y el ministerio jerárquico. Vamos a elegir más bien un camino totalmente concreto y, según creo, central y fundamental: ver cuál es el mensaje y las acciones de Jesús en relación con este punto. Lo curioso es que, al hacer este intento, hay que empezar dando la razón a la crítica moderna de la autoridad y de la tradición. En las palabras y en la conducta de Jesús se descubren una serie de rasgos cla­ramente revolucionarios, que modernamente son objeto de frecuentes alusiones. Jesús, con una soberanía (¿£ooaía) hasta entonces inaudita, se pone por encima de la auto­ridad de la tradición de los antiguos: «A los antiguos se dijo... pero yo os digo» (Mt 5, 12 s y par). Estas palabras no ponen en cuestión sólo los fundamentos del judaismo, sino de todo el antiguo testamento y de su máxima autoridad, Moisés, más aún, la misma palabra de Dios a Moisés. Con esto se hace saltar una razón filosófica y psicológico-religiosa muy básica y tradicional la autoridad de lo antiguo ". «Lo inaudito de estas pala­bras atestigua su autenticidad» n.

Pero no sólo tropezamos con esas palabras aisladas: Jesús quebranta el mandamiento del sábado y las pres­cripciones de pureza legal; ya el mismo evangelista Ma­teo consideró esto tan radical, que suavizó redaccional-mente las palabras correspondientes. Pues quien habla y procede así atenta contra «los presupuestos de toda la esencia del culto antiguo y su práctica expiatoria y sacri­ficial. Suprime la diferencia, vigente en toda la antigüe-

" J. RATZTOGER, Tradition, en LThK X, 21965, 293. 32 E. KASEMANN, Vas Vroblem des historischen Jesús, en Bxegetische Ver-

suche und Besinnungen I, Gó'ttingen 1960, 206.

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dad, entre el campo sagrado y el profano, pudiendo por ello juntarse y reunirse con los pecadores» ". Por esta misma razón Jesús no fundó tampoco una comunidad especial con nuevas autoridades propias; su círculo de discípulos está abierto y entre ellos no debe haber nin­gún maestro (Mt 23, 8), y por tanto ni eminencias, ni excelencias, ni otros títulos honoríficos, sino sólo her­manos. Más aún, Jesús trae la inversión de todos los valores: los primeros deben ser los últimos y los últimos los primeros (Me 9, 34). Por eso, el círculo de los discí­pulos de Jesús no puede concebirse de otra manera, sino como un grupo libre de dominio.

Por consiguiente, la crítica más fuerte a la iglesia no proviene de fuera, sino de dentro y desde su propio ori­gen. Ahora bien, lo que no se puede hacer es reducir y empequeñecer esta crítica. No en vano Jesús no ha per­mitido que se le convirtiera en un mesías político y ha declinado una adhesión estricta al movimiento mesiánico-político de los zelotes 14. Todos esos movimientos revo­lucionarios y reformistas eran demasiado poco radicales para él, pues pasan por alto que la libertad que Jesús vivía y predicaba no la tiene el hombre por sí mismo. El hombre, precisamente en su exigencia de libertad, se pone una exigencia excesiva; por estar siempre ligado a su pasado, no puede nunca «crear» por sí mismo el nuevo orden de libertad. Sólo puede recibir su libertad a partir de un comienzo radicalmente nuevo. Por eso, el meollo de toda la predicación de Jesús es el anuncio del reino de Dios que ya está próximo y que no pode­mos ni construir, ni organizar, ni luchar por él, sino sólo

is Ibid., 207; igualmente G. BOENKAMM, Jesús von Nazareth, Stuttgart 1956, 89 s.

« Cf. para esto M. HENGEI., Die Zeloten. Untersuchungen zur jüdischen Freiheitsbewegung in der Zeit von Heredes I bis 70 n. Chr. (Arbeiten zur Ges-

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recibir en la fe15. Por tanto, la libertad de los hijos de Dios está unida a la obediencia de la fe, que libera sin duda del anhelo de absolutez ultramundana y hace radi­calmente libre, pero ligando a la vez con la misma radica-lidad al reino y dominio de Dios.

Esta libertad, que proviene de la fe, brilla ejemplar­mente en el mismo Jesús. Precisamente al ser él plena y totalmente obediente es la vez el hijo libre, al rebajarse es el glorificado. Con eso se convierte en una nueva posi­bilidad de existencia para los demás. Él inaugura y funda una nueva historia de libertad, abierta a todo aquel que acepte en la fe el dinamismo fundamental de la vida de Jesús: obediencia a Dios en el servicio a los demás. Así Jesús en persona se convierte en servicio a los muchos (Me 9, 35 y par), en el hombre para los demás 16. Su per­sona, como obediencia vitalmente realizada, es a la vez servicio existencia! vivido, podría también decirse, per­sona hecha vitalmente ministerio. En Cristo, persona y ministerio simplemente coinciden ". En él, el ministerio no significa ya dominio sino servicio, ser para los demás, estar en lugar de los demás, existencia como pro-existen-cía. Esto representa tanto una crítica radical a toda otra concepción del ministerio como una fundamentación total­mente peculiar de él, que exige a la vez una manera nueva de ejercerlo.

Resumimos las consecuencias más esenciales, que re­sultan de esa fundamentación en estos tres puntos:

1. La institución y el orden no tienen como funda­mento la voluntad de dominio del hombre, sino la volun­tad de gracia por parte de Dios, quien tiene primero que

16 Cf. R. SCHNACKENBURG, Gottes Herrscbaft und Reicb, Freiburg i. Br. 1959, 49-56.

18 Cf. K. BARTH, Kirchliche Dogmatik I II /2, 242 s; D. BONHOEFFER, Resistencia y sumisión, Barcelona 1969, 208 s.

17 Cf. H. U. VON BALTHASAR, Existencia sacerdotal, 454 s.; J. RATZINGER, Introducción al cristianismo, Salamanca 21971,172 s, 177 s, 195 s.

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hacernos libres para la libertad (Gal 5,1). El carácter positivo del reino de Dios, presente o futuro, a que eso da lugar teológicamente, es totalmente incuestionable y significa simplemente autoridad; pero se trata de la auto­ridad de la gracia y por tanto de una autoridad y un dere­cho de un carácter totalmente peculiar, un derecho de gra­cia, que no puede entenderse, ni ejercerse como cualquier otro derecho y autoridad 18. El carácter absoluto de la gracia fundamenta también la independencia e idiosin­crasia de la iglesia frente a la sociedad; ahora bien, este carácter propio y distinto de la iglesia no significa que sea fin para sí misma; su carácter peculiar es el carácter de signo. Como signo tiene que ser visible y discernible para poder remitir así a la cosa significada. En su inde­pendencia y carácter peculiar es signo de la libertad y del carácter absoluto de la gracia y con ello signo de la liber­tad en el mundo19. Por eso la iglesia esencialmente es iglesia para los demás20. Es una institución de carácter totalmente peculiar, una institución con una manera de proceder no típicamente institucional; de esta forma da testimonio de la locura de la cruz (1 Cor 1,18). Es una institución crítica de lo institucional, obligada esencial­mente a criticar y a protestar contra cualquier falta de libertad, institucionalmente condicionada, que se dé en el mundo. En este sentido es una institución de libertad crítica frente a la sociedad21.

18 Cf. H. DOMBOIS, Das Recht der Gnade. ükumenisches Kirchenrecht I Witten 1961. '

19 Las ideas signum y sacramentum son constitutivas para la eclesiología del Vaticano n. Cf. entre otras citas y documentos, constitución dogmática hu­men gentum n. 1, 9, 48, 59; decreto Unitatis redintegratio n. 2; constitución pastoral Gaudium et spes, n. 42, 45.

20 Cf. D. BONHOEFFER, Resistencia y sumisión, 226. 21 Cf. J. B. METZ. Teología del mundo. Salamanca 21971, 139 s; ID.,

Reform und Gegenreformation beute, Mainz-München 1969; H. SCHÜRMANN Der gesellscbaftliche und gesellschafskritische Dienst der Kirche und der Cbris-ten in einer sdkularisierten Welt, en Diskussion zur politischen Tbeologie, edi­tado por H. PEUKERT, Mainz-München 1969, 145-161.

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2. Esta forma de ministerio sólo corresponde a una persona: Jesucristo. En este punto la terminología neotes-tamentaria es absolutamente clara e inequívoca y pode­mos darla por conocida en lo esencial22. Hjninisterip^de la iglesia y másjodavía el ministerio_en la iglesia, en el fondo sólo puede ser un ministerio de segundo grado,

eso, no Jiay que entender la iglesia como prolonga­ción _de la misión de Jesucristo, sino como un hacerla presente". La iglesia tiene_que hacer presente a Cristo, pe£o__ella_j[uJma_^^s_Qisjtc^presente. A partir dejtquí hay que entender.la idea de represeHtlafóK^"'fundamental para compmidejrj^jgje^iajcjtólica y su ministerio24. Esta idea no comprende una identlHcacIon mística o jurídica con Cristo, sino que contiene inequívocamente una diferen­ciación. Precisamente la iglesia es epifanía de Cristo cuan­do ella o su ministerio desaparecen totalmente detrás de la misión, perdiendo importancia. Por tanto, la identidad de ministerio y persona no significa precisamente el utili­zar el ministerio como fortaleza inexpugnable, el poder retirarse a la autoridad formal del ministerio para huir así de una auténtica confrontación, rompiendo el diálogo. Este refugiarse^n^a_pjx>tección de la autoridad, huyendo de~Ia situación, es una falta de constancia y perseverancia en el amor, que no corresponde precisamente a la manera

22 Cf. K. H. SCHELKLE, ]üngerschajt und Apostelamt, Freiburg i. Br. 1957, 125 s; ID., Servicio y ministerio en las iglesias de la época neotestamentaria: Concilium 43 (1969) 361-375; J. BLANK, Kirchliches Amt und Priesterbegriff, en Weltpliester nach dem Konzil (Munchner Akademie-Schriften 46), editado por F. HENRICH, München 1969, 19-41.

2S En la teología protestante se tropieza uno a menudo con este malenten­dido de la posición católica. Cf. W. KASPER, Die Lehre von der Tradilion in der Romischen Schule, Freiburg i. Br. 1962, 5 s, 102 s, 141 s.

24 Ci. en relación con esto P. E. PERSSON, Repraesentatio Christi. Der Amstbegriff in der neueren rSmisch-katholischen Theologie, Gottingen 1966. Es decisivo el cambio de sentido que sufrió el concepto de repraesentatio del primer al segundo milenio, pasando de una concepción más actual-simbólico-sa-cramental a una más estático-jurídica. Cf. para esto las pocas indicaciones Y. - M. CONGAR, Geschichtliche Betrachtungen über Gtaubensspaltung und Ein-heitsproblematik, en Begegnung der Christen, editado por M. ROESLE - O. Cuii-MANN, Stuttgart-Frankfurt a. M. 1960, 405-419.

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de ser de Jesucristo. Una concepción cristiana del mi-nisterio sólo puede remitirse al carácter formal del minis­terio a lo sumo en algún caso extremo muy extraordina­rio; pero en todos los demás casos el ministerio deberá representar a Cristo, precisamente por un amor fuerte y constante y por la fuerza de convicción de la fe25. Par­tiendo de estas ideas, habrá que volver a pensar hasta qué punto un derecho espiritual puede compaginarse con me­didas coercitivas de cualquier tipo que sean26.

3. Ministerio como servicio y como misión. Jesu­cristo realizó sin duda una desacralización de la concep­ción antigua del ministerio. Sin embargo, esta desacrali­zación no equivale a una secularización y profanación, en el sentido moderno de estos términos. Por desgracia la polémica sobre la desacralización se plantea a menudo de esta forma equívoca e insuficiente, haciéndose así infruc­tuosa. H. Schürmann ha demostrado de forma convin­cente que_Ja desacralización en el sentido bíblico sólo representa el ladojiej¡a¿vo_d^jima_cristologización, de una escatqlogización y pneumatologización27. Y H. Schlier ha mostrado cómo en el nuevo testamento se aplica abierta­mente tanto a Cristo, como a la iglesia y también a la acción apostólica una terminología sacerdotal que, sin embargo, a partir de Cristo se interpreta de forma total­mente nueva28. El servicio sacerdotal de Tesucristojio consiste en unajcción^cü^^exwjis^sjno en su entrega personal «por los muchos». Si_se entiende el ministerio sacerdotal así como ser-para-los-demás, entonces se acerca al ministerio pastoral, cuya tarea es cuidar del rebaño

26 Cf. H. U. VON BALTHASAR, Existencia sacerdotal, 474 s; ID., Segui­miento y ministerio, en Sponsa Verbi, 97 s.

28 H. U. VON BALTHASAR, Existencia sacerdotal, 470 s. 27 Cf. H. SCHÜRMANN, Neutestamentlicbe Marginalien zur Frage der

«Entsakralisientngí,; Lebendige Seelsorge 38 (1968) 38-48; 89-104 (bibliografía). 28 Cf. H . SCHLIER, Grundelemente des priesterlicben Arntes im Neuen

Testament: TheoIPhil 44 (1969) 161-180.

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(Jn 10, l l ) 2 9 . Esta nueva dimensión del ministerio sacer­dotal ya no asocia el sacerdocio con un ámbito sagrado especial, unido a funciones sagradas rituales específicas, sino más bien hace coincidir ministerio y persona; el ministerio y su servicio, en esta perspectiva, ocupa total­mente al hombre, no siendo un empleo asumido temporal o periódicamente. De esta forma, una desacralización rec­tamente entendida desde un punto de vista teológico, se opone a la línea actual de concepción profana de la pro­fesión. En esta concepción teológica del ministerio, la persona y la función se unen inseparablemente, forman una unidad. Ministerio es servicio y esto significa ser-para-los-demás30. El ministerio sólo puede y debe entenderse teológicamente como funcional en este sentido profundo: no es una prerrogativa y privilegio personal, tampoco una función externa, sino un servicio, que ocupa totalmente al hombre que lo hace y que le califica por ello en lo que él es. Por eso, una determinación funcional del ministerio rectamente entendida no se contrapone a una visión más ontológica, sino que puede ayudar a comprenderla mejor y más profundamente.

La nueva interpretación cristológica del ministerio como~servicIó^ y jno como dominio no excluye el elemento de~la_misión. sino lo incluye. Este ser radical para los demás presupone una libertad radical de sí mismo y para los demás que sólo es posible como don de la gracia libera-

28 En relación con la imagen y la idea del pastor cí. J. JEREMÍAS. Poimen, en ThWNT VI, 484-498; G. HASENHÜTTL, Charisma-Ordnungsprinzip der Kirche, Freiburg i. Br. 1969, 215-230.

80 Esta tesis resulta ya clara por el resultado lexicográfico del nuevo testa­mento, que evita todos los términos empleados en el griego profano para minis­terio (arje, time, telos), empleando en cambio el término diakonia. Cf. SCHEL-IOE, Jüngerschaft und Apostelan!, 38, nota 1; H. KÜNG, Lo iglesia, Barcelona 1968, 431 s; J. BLANK, Kircbliches Amt und Priesterbegriff, 41-48. El Vaticano n intenté volver a hacer justicia a este estado de cosas fundamental, cfr. especial­mente Lumen gentium, n. 18. Aportaron una profundrzación teológica de este punto de vista sobre todo H U. VON BALTHASAR, Seguimiento y ministerio, 97 s; J. RATZINGER, Zar Frage nach dem Sinn des priesterlichen Dienstes: Geist und l iben 41 (1968) 347-376; G. HASENHÜTTL, Cbarisma, especialmente 238-242.

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dora en la aceptación obediente de la realeza soberana de Dios que acontece históricamente en la venida del reino. Al revelar Dios su ser divino en favor del hombre con­tra los poderes del mal que le esclavizan, libera y envía al hombre para el servicio a los demás. Por consiguiente, teológicamente la misión y el servicio son dos caras de una misma «cosa». El servicio de la iglesia y del minis-terio no es un servicio cualquiera a la humanidad, al pro­greso y a otras cosas semejantes, sino un servicio que nace de la obediencia a la misión recibida y en este sen­tido un servicio perfectamente determinado. La misión interpreta y concreta el servicio, pero éste interpreta tam­bién la misión. El elemento superior, contenido en la misión, no puede traducirse como dominio, sino debe realizarse en la humildad del servicio.

Es claro que con lo dicho hemos trazado la imagen ideal neotestamentaria de iglesia y ministerio, que en muchos aspectos no corresponde a la realidad. Ya se ve con ello que nuestro objetivo no era ni mucho menos el dar simplemente estabilidad al «sistema» por medio de una teología avanzada; más bien hemos tratado de criticar ese sistema, juzgándolo desde su propia exigencia, que es la de representar a Jesucristo. Cada uno de los tres pun­tos citados plantea muchas cuestiones críticas. Última­mente se han expuesto con tanta frecuencia, que aquí basta con apuntarlas: ¿se entiende la iglesia y su minis­terio como autoridad de la libertad y con ello como ins­titución crítica de toda institución, o no se ha acomodado bastante a menudo a las instituciones dominantes? Pro­piamente, ¿es para sentirse tan feliz el que se cuente a la iglesia continuamente entre las grandes fuerzas conser­vadoras?, ¿no contradice esto a su misión?

Tampoco parece que anden muy bien las cosas en la autoridad de la libertad en la iglesia. Sobre todo desde el siglo XII se ha interpretado la idea de la representa-

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ción prácticamente como una identidad mística o jurídica, de manera que la palabra de la iglesia se equiparaba de hecho a la palabra de Cristo, y la voluntad de la iglesia con la voluntad de Dios; ciertamente nunca se negó la autoridad de Cristo sobre la iglesia, pero en la práctica no tenía efectividad. Así se desarrolló un sistema de obe­diencia, dentro del cual la libertad de los hijos de Dios sólo representaba una realidad espiritual e interior, pero de ninguna manera una realidad eclesial. Por último, en virtud de un complicado proceso histórico, que no podemos presentar aquí en detalle, se volvió a llegar en el curso de la historia de la iglesia a una cierta sacraliza-ción de los ministerios eclesiásticos y a la implantación de privilegios, una evolución, de la que todavía hoy no nos hemos vuelto atrás del todo.

Los principios teológicos expuestos y los desiderata constatados, deben concretarse en un doble sentido: en una nueva concreción de las relaciones entre iglesia y mundo (sociedad) y de las relaciones entre ministerio jerárquico y comunidad. En nuestro contexto vamos a referirnos ahora más bien al aspecto intraeclesial del pro­blema, a la relación de ministerio y comunidad.

III

Con lo dicho hasta ahora hemos puesto los fundamen­tos básicos de la institución y el ministerio, pero hemos hablado más de la función de la iglesia en cuanto tal que de la del ministerio en concreto. Todo lo dicho puede aplicarse tanto a la iglesia en su conjunto como a cada individuo particular dentro de la iglesia. No cabe ninguna duda de que para la escritura toda la iglesia es un pueblo sacer­dotal (1 Pe 2,59) y que cada uno de los miembros de la iglesia puede ser tratado como sacerdote (Ap 1, 6;

MINISTERIO JERÁRQUICO Y COMUNIDAD 291

6, 10; 20, 6). Según la escritura todos son espirituales (1 Cor 2, 13.15; Gal 6, l ) 3 1 y en este carácter espiritual de todos aparece la iglesia como el cumplimiento de la profecía de Joel (Jl 3, 1-5; Hech 2, 16 s) y con ello como el pueblo escatológico de Dios, en el que ya no nece­sita nadie ser enseñado por otros, sino que cá3a~uño"ríá sido ungido inmediatamente con el EspLrmT(T7ñ~27^71; comó"todos~son'enseñados en el Espíritu (1 Cor 2,13), tóSós tamBien~pi¡íeden y deben anunckj^jy_predicar la palaEra_d¿Tal^^elac¡ori~(T"Cor 14, 24 s). A este res­pecto resulta significativo que Pablo, al exponer las ren­cillas y dificultades de Corinto, no se dirige a los minis­tros, ni apela a su responsabilidad con la comunidad, sino se dirige a la comunidad como conjunto y a su responsabi­lidad tanto común como recíproca.

Toda teología del ministerio, si no quiere ser unila­teral, tiene que partir de esta igualdad fundamental de todos los bautizados y confirmados. Este punto consti­tuye un límite inequívoco para todo aquello que deba decirse además sobre lo específico del ministerio. Por eso, la diferencia entre clérigos y laicos no puede ser nunca el punto de partida para determinar la esencia de la igle­sia; esa diferencia sólo puede tener importancia secun­daria. La igualdad y lo común de todos precede a toda diferenciación ulterior y sigue existiendo dentro de las diferencias. Por esta razón la misión delajglesia en pri­mer lugar es algo común a todoTTos cristianos bautiza-dos7~E~taré"a de la ^redIcaaoñ7?e la Fturgía y Tá respon-sabilidad de la unidad de la iglesia, corresponde colectiva­mente a todosjos^cristianos y escuna función de lajglesia como conjunto32. El portador propio de la misión salví-

31 Cf. K. H. SCHEUCLE, lbr seid alie Gelsllichr, F.insicdeln 1964. 82 En lugar de remitir a una amplia bibliogrnrfii Robre este tema, bástenos

aquí indicar sólo las afirmaciones fundamentales del Vuticano II: Lumen gentium, n. 10-12, 14, 30-38; Apostolicam actuositatem, n. 2.

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292 LA IGLESIA Y SUS MINISTERIOS

fica eclesial es siempre el conjunto y la totalidad de la iglesia y cada uno en particular —ya sea papa, obispo, sacerdote o laico— sólo puede ser eficaz en comunión con el conjunto y como órgano de la totalidad. Todos y cada uno pueden y deben predicar, pero sólo pueden ha­cerlo escuchando y oyendo el testimonio de fe de los demás. Cada uno celebra la eucaristía, pero sólo puede hacerlo en comunión con la comunidad y con toda la iglesia como colegial, siendo aplicable esta colegialidad no sólo al episcopado, sino a toda la iglesia.

Ahora bien, la igualdad fundamental de todos no sig­nifica que en la iglesia todos puedan hacer todo. Aun­que todos posean el mismo espíritu, existen sin embargo diferencias en cuanto a los dones del espíritu (carismas)33

y a las funciones (1 Cor 12, 4 s.). La igualdad no repre­senta un principio de ordenamiento eclesial. Más bien, esa gracia única del Espíritu se realiza en la iglesia en una multiplicidad de diferentes dones espirituales (jwsDjmTtxá) dones de gracia (^apíajxaTa), servicios (Siaxovíat) y acción (év£p7T¡|xaTa). Todo cristiano posee su carisma (1 Cor 7, 7; 12, 7). Pablo enumera concretamente junto a do-

83 Fundamentales para la reciente discusión católica sobre lo carismático en la iglesia son sobre todo los trabajos de K. RAHNER, Das Dynamiscbe in der Kircbe, Freiburg i. Br. 1958; H. SCHURMANN, Die geistlicben Gnadegaben, en De Ecclesia 1, editado por G. BARAUNA, Freiburg i Br. - Frankfurt i. M. 1966; 494-519; H. KÜNG, La estructura carismática de la iglesia: Concilium 4 (1965) 44-65. Por la intervención del cardenal L. Suenens (cf. Konxilsreden, editado por Y. - M. CONGAR - H. KÜNG - D. O'HANLON, Einsiedeln 1964, 24-28) se incluyó este importante aspecto en el Vaticano H especialmente en Lumen gentium, n. 12. La presentación más amplia y más reciente por parte católica la da G. HASEN-HÜTTL, Charisma-Ordnungsprmxip der Kircbe, Freiburg i Br. 1969 (con abun­dante bibliografía y una amplia visión de toda la discusión). Sin duda deja in­satisfecho cómo Hasenhüttl determina la relación entre carisma e institución, entre estructura fundamental carismática y estructura sociológica adicional (cf. 228 s, 237 s, 254 s, 260 s, 354 s, entre otros) y cómo él a partir de ahí caracte­riza la concepción de las cartas pastorales como «reducción sociológica» (245-263). En este punto se mantiene excesivamente ligado a la concepción de E. Kasemann (Amt und Gemeinde, en Exegetische Versucbe und Besinttungen I, 109-134). En último término Hasenhüttl con ello no ha ido más allá de la dis­cusión Sohm-Harnack (313-315) y no ha sido suficientemente consecuente con su planteamiento de entender «Charisma ais Ordnungsprinzip». Cf. a este res­pecto el apartado IV de este artículo.

MINISTERIO JERÁRQUICO Y COMUNIDAD 293

nes del espíritu maravillosos y extraordinarios, tales co­mo el poder de milagros, la profecía y el don de len­guas, otros carismas, como la sabiduría, el conocimiento y la fe (cf. 1 Cor 12, 8-11) que forman parte de la vida cristiana cotidiana. Y hasta podría decirse que en el con­junto predomina en él la tendencia a acentuar, frente a los fenómenos extáticos y extraordinarios, los dones espi­rituales comunes y cotidianos, el mayor de los cuales es el amor (1 Cor 13 s). Por eso, frente al entusiasmo de los primeros cristianos, interpreta críticamente el carisma como sobrias funciones de servicio en la comunidad (igle1-sia) (1 Cor 12, 4; s; Rom 12, 4). Pablo enumera repeti­das veces un conjunto de tales funciones (Rom 12, 6-8; 1 Cor 12, 28; Ef 4, 11 s), que pueden variar según la respectiva situación histórica. Ahora bien, siempre se man­tiene como algo característico y esencial que el carisma no es nunca un mero don de gracia personal, concedido al particular, sino que comprende un aspecto de servicio, de misión y de poder. Esto hace que carisma pueda _con-vertirse también en el equivalente neotestamentario de ministerio34. El carisma no excluye el derecho, sino crea derecho y orden en la iglesia, siendo el fundamento y principio del orden en la iglesia. La estructura fundamen­tal de la iglesia es carismática. "

esta estructura carismática fundamental se deriva una triple consecuencia para la forma de comprender la iglesia:

1. La iglesia y su ordenamiento no pueden conside­rarse como un sistema cerrado en sí mismo; más bien hay que entenderlos como un sistema abierto35. En un sistema cerrado se puede manipular la totalidad del sis­tema desde un punto que pertenezca al sistema, pues

31 Cf. E. KASEMANN, Amt und Gemeinde, 109. 35 Cf. K. RAHNER, Betnerkungen über das Charismatische in der Kircbe:

Geist und Leben 42 (1969) 251-262.

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294 LA IGLESIA Y SUS MINISTERIOS

todo se deriva de una dimensión, que es norma para el conjunto. Una concepción jerárquica unilateral de la igle­sia, en la que se concibieran todos los ministerios más o menos como emanación de la plenitudo potestatis del papa y todos los cammas como subdivisiones y funciones auxiliares del ministerio, constituiría un sistema cerrado. Ahora bien, la estructura carismática de la iglesia excluye precisamente eso. Los carismas son dones del Espíritu, proceden de la libertad y plenitud del Espíritu y_ existen en cierto modo enüa iglesiajx>r derecho propio y no sólo derivado. Por tanto, una vez más el centro unificador_de todaJajglesia-_ao_se encuentra dentro de kjglesia, sino fuera de ella. La norma para coordinación y arción con­junta dejos" carismas individuales no es la obediencia al ministerio jerárquico, sirio la mutuá~subordinación. Nadie puede poseer todos los carismas, riadíe^puéde querer ser todo en la iglesia. Cada uno tiene que escuchar al otro y necesita de él como un correctivo y un complemento. La obediencia y la subordinación nunca pueden darse en la iglesia «en una sola dirección», de abajo a arriba; la subordinación es siempre mutua. El ministerio jerárquico tiene que escuchar a los profetas y doctores en aquello que es tarea de los profetas y doctores; y por su parte, los profetas y doctores deben oír al ministerio en lo que es función específica del ministerio. No es laj>bediencia la^actitud fundamental para la vida de ja^ iglesia. sino~ei amo¿7la fraternffiJ2_d^esrjeto mutuo.

Mediante esta coordinación y^eHproca colaboración y, a veces también, si es necesario, oposición de los carismas individuales en la iglesia, Cristo sigue siendo en el Espí­ritu, Señor en y sobre la iglesia, posibilitándose con ello el que la iglesia no se estabilice y consolide de una vez para siempre, no se convierta en sistema, sino que conti­nuamente estén brotando en ella fuerzas espontáneas y vitales. Por eso, no puede ni debe esperarse en absoluto

MINISTERIO JERÁRQUICO Y COMUNIDAD 2 9 5

que surjan siempre «de arriba» nuevos brotes carismáti-cos; en la historia de la iglesia, la mayoría de las veces han surgido «de abajo», hablando teológicamente, por un carisma libre e inmediato y con bastante frecuencia tuvie­ron que arreglárselas muy dura y trabajosamente con el «sistema» hasta que llegaron a imponerse en la iglesia. Baste aludir a modo de ejemplo, sólo a Francisco de Asís y en nuestro siglo al movimiento de renovación litúrgico-bíblico. Pero a mí me parece que «el» gran problema del diálogo ecuménico es si la reforma de nosotros los cató­licos no puede entenderse también como un nuevo brote pneumático-carismático de ese tipo, no habiéndose logra­do todavía que se equilibre con los restantes carismas dentro de la iglesia católica, lo cual hace que siga estando todavía en marcha.

2. Al recalcar la estructura carismática de la iglesia, la relación entre el ministerio jerárquico y la comunidad adquiere una forma completamente nueva. Ahora para determinar esa relación ya no hace falta recurrir al esque­ma del sacerdocio común y específico, en el que, si so­mos consecuentes, sólo uno posee un carisma especial, al que se contrapone una comunidad más o menos amorfa con su sacerdocio común. En el marco de una estructura carismática la comunidad no se estructura sólo a partir del ministerio, ni se fundamenta «dualísticamente» basán­dose en la polaridad ministerio-comunidad, sino «plura-lísticamente», tomando como base una abundancia de carismas. A mí me parece que con esto no sólo se evitan teológicamente las aporías muy palpables con las que se tropieza en la determinación basada en el sacerdocio co­mún y específico, en cuanto se procura señalar lo especí­fico de ese sacerdocio especial; sino también por este nuevo camino se tiene la posibilidad, quizás en la prác­tica aún más decisiva, de llegar a un desentrelazamiento de las funciones en la iglesia.

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296 LA IGLESIA Y SUS MINISTERIOS

En el curso de la historia de la iglesia se ha dado la evolución fatal de que un carisma. el de gobierno. Tía reunido en...sí_£L ha absorbido todos los otros carismas. Así sucede ^e_^03alin^ite_jin_obispo pretende ser doc­tor y pastor, ejercer un ministerio apostólico" y uno pro-fético^V No es de extrañar que con ello se sienta teoló-. gica y humanamente cada vez más sobrecargado y ago- i biado. Lo mismo puede decirse del párroco; durante mu­cho tiempo fue el ideal del hombre universal, que lo «hace» todo, liturgia y administración, planes de cons- ¡ trucción y pastoral individual, actividad docente y direc- / ción de asociaciones. En este punto se necesita con urgen- • cia un desglose y desentrelazamiento, no sólo en razón de la sobrecarga de trabajo y de la falta de sacerdotes, sino también porque hay que aplicar a los ministros la amo­nestación de que no ahoguen el espíritu (1 Tes 5,19) y dejar expresarse a todos los carismas.

3. La responsabilidad común de todos y la especí­fica de cada uno exigen nuevas estructuras eclesiásticas, en las que se exprese la unidad y la multiplicidad de todos los carismas. En lugar _de_hablar de un orden democrático ojsinodal, sería preferible hablar de un orden colegial, pues este termino" está muy de acuerdo con la tradición de" la igTesia y no implica jos equívocos casijnevitables de los_ otros "dos términosT Esto no sólo no excluye, sino incluye el que podrían adaptarse a la iglesia muchas for­mas democráticas y con más razón que las antiguas formas monárquicas, feudales, las propias del estado autoritario y las corporativas. Siempre ha sucedido que la iglesia, en la conformación concreta de su esencia fundamental, se ha atenido bastante naturalmente a las formas sociales de cada época. En la situación actual esto podría significar, entre otras cosas, lo siguiente: los consejos_p_arroquiales

f ~~ ~ J 33 También las afirmaciones del Vaticano n sobre el ministerio episcopal ) i resultan un tanto sobrecargadas desde un punto de vista teológico y práctico. *T

MINISTERIO JERÁRQUICO Y COMUNIDAD 297

y dic)cesanos; j)o¿corid]iares__deben__tener no sólo una fun­ción consultiva, sino también ejecutiva; el sínodo común de las diócesis alemanas debería convertirse en algo esta­ble, celebrándose con una periodicidad regular; tiene que darse la posibilidad de que los laicos intervengan en la elección de obispos y párrocos; habría que procurar una mayor separación de poderes, siendo de necesidad urgente una especie de tribunal administrativo eclesiástico; por último podríamos indicar una forma de representativi-dad pública en la toma de decisiones, así como la mani­festación de las razones por las que se ha tomado una decisión. La solución de los mil problemas prácticos, que sin duda surgen con todo esto, no pertenece al dogmá­tico; por eso aquí sólo nos corresponde indicar las pers­pectivas generales de una creación de estructuras, que po­sibiliten en mayor medida un proceso común de conoci­miento y una formación común de la opinión y el juicio, en los que se realice la unidad y multiplicidad de todos los carismas en la iglesia.

IV

No habríamos tratado suficientemente nuestro tema, si no habláramos todavía del papel y función específicos del ministerio jerárquico, en y para la comunidad. Al ha­ber tomado como base la estructura carismática de la iglesia, nos vemos remitidos a la antigua controversia, todavía no resuelta, entre R. Sohm y A. von Harnack. Como_es_ sabido, R. Sohm, en su derecho canónico, obra todavía digna deleerse, defendió la tesis de que la estruc-turaTorigiñarla de la comunidad fue de carácter puramente carismático, que sujínico principio de orden era la pala^ bra y;_que._el jer^j^o^la^administracin están en contra-, dicción con la esencia de la iglesia37. En su réplica, A. von

87 R. SOHM, Kircbenrecbt I, Leipzig 1892, 22 s, entre otros.

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298 LA IGLESIA Y SUS MINISTERIOS

Harnack oponía que la iglesia no es una mera idea de fe o una pura realidad de fe para el sujeto particular, sino que másjnen pertenece a la esencia de la iglesia el cons­tituid jgamijwclad38. Por eso, desde un principio existie­ron en la iglesia el derecho y los ministerios: presbíteros, obispos^^diáconos y otros. La evolución hacia el catoli­cismo sólo se dio en el momento en el que — como en la primera carta de Clemente — se considera a los minis­tros como inamovibles e insustituibles por el derecho divino39. El tus divinum, el derecho a obediencia y con ello el afianzamiento jurídico de la tradición apostólica constituye el «pecado original», que llevó al catolicismo.

R. Bultmann hace notar acertadamente en relación con esta controversia, que Harnack considera la iglesia sólo como fenómeno histórico, mientras Sohm la concibe a partir de la autocomprensión que ha tenido ella de sí misma*°. Bultmann sin embargo, como ya antes K. Holl41

y de nuevo recientemente E. Kásemann42, hace valer frente a la doctrina de los carismas de Sohm que el caris-ma mismo fundamenta el derecho y que «la palabra del carismático como palabra con autoridad crea el orden y la tradición»43. Por tanto, el carisma mismo debe consi­derarse como principio de ordenación de la iglesia, no siendo opuestos el espíritu y el derecho. Sólo_está el dere­cho en~oposición con Ti. esencia de la iglesia, cuando de

38 A. VON HARNACK, Ensiehutig und Enttoicklung der Kircbenverfassung und des Kirchenrechts in den ersten zwei Jahrhunderten, Leipzig 1920, 148 s.

38 Ibid., 157 s. 40 R. BULTMANN, Theologie des Neuen Testaments, Tübingen 21954, 441 s;

cf. H. CONZELMANN, Grundriss der Theologie des Neuen Testaments, München 1967, 58 s, 333-335.

41 K. HOLL, Der Kircbenbegriff des Paulas im Verhaltnis zu dem der Ur-gemeinde, en Gesammelte Aufsátze zur Kirchengescbichte I I , Tübingen 1928, 44-67.

42 E. KXSEMANN, Sdtze beiligen Rechts im Neuen Testament, en Exegeti-scbe Versucbe und Besinnungen I I , Gottingen 1964, 69-82; cf. también H. VON CAMPENHAUSEN, Tradition und Ceist im Urcbristentum, en Tradition und Leben, Tübingen 1960, 1-16.

43 R. BULTMANN, Theologie des Neuen Testaments, 444.

MINISTERIO JERÁRQUICO Y COMUNIDAD 299

principio regulador se_ convierte en principio constitu­tivo44. Según E. Kásemann, esto es lo que sucedió en el pisó" al catolicismo primitivo. Si originariamente no era lo decisivo de un carisma la facticidad, sino su modali­dad45, si ministerios, instituciones, estados y dignidades, no se basaban estáticamente en un principio de autori­dad, sino que era reconocida y atribuida solamente al realizar un servicio concreto46, en cambio el espíritu aparece ahora según Kásemann ya en las cartas pastora­les, como órgano y sentido de un principio de la legitimi­dad y de la tradición 47.

Por tanto, el problema del diálogo ecuménico no es si puede haber o no ministerios en la comunidad. De he­cho nunca ha habido un tiempo en la iglesia sin ministe­rios y desde el principio los encontramos en el nuevo testamento48. La cuestión es sólo la dignidad teológica que poseen esos ministerios, si son de naturaleza consti­tutiva o sólo regulativa.

También podría decirse que la cuestión es cómo se relacionan entre sí el carisma del ministerio y los caris-mas en la comunidad: ¿existe el ministerio y la autoridad sólo en el acto concreto del servicio en y para la comu­nidad o corresponde también al ministerio una relativa independencia frente a la comunidad? La cuestión así planteada apunta en último término a la doctrina cató-

44 Ibid., 443 s. 45 E. KÁSEMANN, Amt und Gemeinde, 115 s, 125. « Ibid., 125. 47 Ibid., 130. 48 Cf. H. VON CAMPENHAUSEN, Kirchliches Amt und geistliehe Vollmachl in

den ersten drei Jahrhunderten (Beitrüge zur hist. Theologie 14), Tübingen 1953. Campenhausen niega que en las comunidades paulinas haya habido ministerios jerárquicos. Cf. en cambio H. SCHÜRMANN, "Die geistlicben Gnadengaben, 511 s, en especial la nota 62. Sobre todo hay que hacer referencia a los obispos y diá­conos en Flp. 1; para esto cf. J. GNILKA, Der Pbílipperbrief, Freiburg i. Br. 1968, 32-41. Para todo esto en general cfr. R. SCHNACKENBURG, Die Kirche im Neuen Testament, Freiburg i. Br. 1961, 21-33; E. SCHWEIZER, Gemeinde und Gemeindeordnung im Neuen Testament (Abh. Theol. AT NT. 35), Basel-Zütich 21962.

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300 LA IGLESIA Y SUS MINISTERIOS

lica del character indelebilis, en la que la concepción católica del ministerio de hecho ha encontrado su más extrema, aunque perfectamente convincente, plasmación. ¿Posee la persona ordenada un carácter sacerdotal de una vez para siempre y con ello una cualidad sacerdotal, aun­que no realice concretamente en la comunidad ningún servicio específicamente sacerdotal? ¿No poseen por tanto el ministerio y el derecho una función constitutiva? Esta cuestión puede trasladarse también del sacerdocio al ma­gisterio: ¿posee el ministerio el charisma veritatis en razón de su legitimidad fáctica prescindiendo de cómo desempeña esa función? ¿Qué supone la definición del Vaticano I de que el papa, en el ejercicio de su magisterio supremo y universal, es infalible ex sese non autem ex consensu ecclesiae? (DS 3074). En realidad esto supone una agudización de la concepción católica del ministerio

\ análoga a la que se daba al hablar del character indelebilis. \i Para comprender correctamente ambas posiciones hay

que tener muy en cuenta que sólo con ellas no se ha cir­cunscrito todavía toda la doctrina católica sobre el minis­terio y que, si no se las quiere entender mal desde el principio, no debe aislárselas de otros diversos elementos, que pertenecen igualmente a la tradición católica. Por ejemplo, según la tradición católica un papa y obispo hereje y cismático, que se separa de la fe y del amor de la iglesia, pierde eo ipso su cargo49. Por tanto, el minis­terio fundamentalmente sólo existe en y para la iglesia, lo que también expresa el Vaticano i en su definición de la infalibilidad del papa al decir que el papa posee la infalibilidad, que ha recibido de Cristo la iglesia50. Lo mismo hay que decir del character indelibilis. El poner de relieve la objetividad del ministerio sacerdotal, sirvién-

49 Cf. H. KÜNG, Estructuras de la iglesia, Barcelona 21969, 225 s. 50 Cf. W. KASPER, Primat und Episkopat nach dem Vaticanum I: ThQ 142

(1962) 47-83, especialmente 68-77.

MINISTERIO JERÁRQUICO Y COMUNIDAD 30 I

dose de la doctrina del carácter, si lo consideramos en su origen histórico, la controversia con el donatismo, no tuvo el sentido de acentuar la independencia del sacerdoic en relación con la comunidad, sino de garantizar que l.i salvación de la comunidad es independiente de las flaque­zas y debilidades humanas del sacerdote concreto. Por consiguiente el objeto propio de toda esta cuestión no es precisamente el sacerdote y sus cualidades, ni tampoco una especie de privilegio metafísico clerical, sino la comu­nidad y la certeza de su salvación. Con el tan citado «objetivismo» católico lo que se quiere excluir es el sub­jetivismo y recalcar el carácter de servicio que tiene el ministerio en favor de la comunidad51.

Si se sigue la teología de san Agustín entonces en esa relativa independencia del ministerio respecto a la comu­nidad se expresa todavía otra cosa más: dejar claro que Cristo es el único sacerdote en sentido propio. Cristo es el que bautiza, predica y consagra52; el sacerdote sólo es «instrumento» y signo. El ministerio, al representar sim­bólicamente la precedencia de la gracia y la presencia de Cristo frente a la comunidad, se contrapone igualmente en cierta forma a la comunidad. En su contraposición a la comunidad, el ministerio expresa simbólicamente una realidad fundamental de la iglesia: que la iglesia no existe por sí misma, sino que sólo puede y debe entenderse por la presencia de Cristo en ella53. La presencia de Cristo, que se realiza en la palabra y el sacramento, es absoluta­mente constitutiva para el ser de la iglesia; la existencia del ministerio, en comparación con la presencia de Cristo,

61 Cf. H. VON CAMPENHAUSEN, Die Anfánge des Priesterbegriffs in der alten Kircbe, en Tradition und Leben, 180, 183.

52 Cf. AGUSTÍN, In loannem tt. 6 c. 1 n. 7: PL 35, 1428; cf. también Pío XII, Mysltci corporis (1943), n. 53, 57;Vaticano n , Sacrosanctum conáUum, n. 7.

53 Cf. H. J. POTTMEYER, Vas Bleibende an Amt und Senduní des Presby-ters: Lebendige Seelsorge 21 (1970) 43 s.

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302 LA IGLESIA Y SUS MINISTERIOS

está en un plano completamente distinto, pues no es creadora de salvación, aunque sí un signo esencial para la salvación. En este sentido es una conditio sine qua non de la iglesia. Éste es el único punto a tratar en el diálogo ecuménico54. Todo depende de que por parte católica pueda quedar patente y claro que el ministerio pertenece esencialmente a la iglesia, pero que es esencial de una forma completamente distinta a como lo son la palabra y el sacramento. El ministerio no es el «objeto» mismo, del que se trata en la fe, sino sólo signo, pero como tal signo de la precedencia y preeminencia de la gracia esen­cial. Expresándolo tradicionalmente: como signo es iure divino55.

Por consiguiente hay que ver la concepción católica del ministerio en toda su tensión y dialéctica interna y no se la puede reducir simplificándola al dicho escolar: «El maestro siempre tiene razón». El ministerio tiene dos aspectos: está y existe en la comunidad y sin embargo también se contrapone a la comunidad. La cuestión es sin duda cómo conciliar teórica y prácticamente ambos

« Cf. Y. - M. CONGAR, Gescbicbtlicbe Betracbtungen, 419-429; J. RAT-ZINGER, El oficio espiritual y la unidad de la iglesia, en El nuevo pueblo de Dios, Barcelona 1972, 119-137. Con razón advierte Congar que en esta cuestión se trata de la interpretación del «solo» reformista o bien del tomar en serio la encarnación (cf. o. c., 424 s). Por tanto el disentimiento en la cuestión del ministerio es una consecuencia del disentimiento en la doctrina de la justifica­ción, como viceversa actualmente el acuerdo que se va creando respecto a la doctrina de la justificación debería repercutir en un acuerdo en la cuestión del ministerio.

55 La misma idea fundamental podría expresarse también de la siguiente forma: testimonio y testigo según el nuevo testamento van siempre unidos. El testimonio (o la palabra) del evangelio no es una especie de hipóstasis, sino que va unido al concreto testimoniar de los testigos, y sólo en él recibe su existencia. Esto se ve ya claramente en el mismo Jesús histórico, cuyo «mensaje», el reino de Dios, no puede separarse de su persona. Vuelve a verse claramente en el tes­timonio pascual de los apóstoles, por el que tenemos acceso a la pascua, forman­do por eso los primeros testigos, según 1 Cor 15, 3-8 parte del kerygma primitivo. Por eso, según 2 Cor 5,18 s, con la obra de la reconciliación se funda a la vez originariamente el servicio de la reconciliación. Por Rom 10, 14-17 se ve que no se trata de una dimensión histórica individual propia del tiempo apostólico, sino de una estructura fundamental de la realidad salvífica cristiana, pues ahí se afirma como norma fundamental: fides ex auditu.

MINISTERIO JERÁRQUICO Y COMUNIDAD 303

polos. Hasta ahora, por lo que yo puedo ver, no se ha resuelto suficientemente. Por tanto, sin querer aspirar a una aclaración definitiva, sólo vamos a presentar tres aspectos, que pueden ser a la vez de gran importancia práctica:

1. Representación «de arriba» y representación «de abajo». La autoridad de Jesucristo, que el ministerio debe hacer presente simbólicamente, es la autoridad del servi­cio; Jesucristo tiene autoridad porque existe totalmente para nosotros, para hacernos libres para los demás. Vino como Hijo de Dios para convertirnos en hijos libres de Dios; como imagen de Dios restituye al hombre su cua­lidad de imagen de Dios. Por consiguiente, la represen­tación propia del ministerio consiste en ser un servicio a la libertad de la comunidad, no pudiendo extinguir y apagar autoritariamente los dones que suscita el espíritu en la comunidad, sino debiendo más bien darles lugar con su autoridad, cultivarlos y cuidarlos, tomando su conte­nido como cosa propia. Como representación de Cristo, el ministerio es a la vez representación de la comunidad y viceversa: ej^myysterip_ rj^resj2Ma_tanibién_a la comu-^ nidad, pero no porque la comunidad le haya comisionado ¿TeJiay^ladojpoder para ello, sino en nombre de Cris-Jo.56. El lugar, en el que el ministerio encuentra al espí­ritu, es la comunidad; pero el espíritu no es algo que la comunidad «tenga» sin más, sino una dimensión que le es regalada siempre de nuevo y por la que tiene que luchar continuamente con renovado esfuerzo. Así la comu­nidad sólo se descubre a sí misma exactamente en su con­traposición al ministerio, que no es un producto de la comunidad, sino, precisamente y sólo en su (relativa)

58 Esto ya lo expresó de una forma muy bella y profunda J. A. M6HLER, Die Einbeit in der Kircbe oder das Vrinzip des KatboUxhmus, editado por J. R. GEISELMANN, Koln 1957, 178-186. Más recientemente acentúa desde un punto de vista exegético esa representación desde «abajo» J. GNIIKA, Geistliches Amt und Gemeinde nach Paulus: Kairos 11 (1969) 96 s, 101.

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304 LA IGLESIA Y SUS MINISTERIOS

diferenciación con la comunidad, espejo y representante de la realidad pneumática y carismática de la comunidad.

Una consecuencia práctica de lo anterior es que en la iglesia existe lo que podríamos calificar como hallazgo de la verdad desde abajo, sin que esto se identifique con la normatividad de lo fáctico57. La fe cristiana no es' simplemente el resultado de la opinión formada desde abajo; pero_tajnr)oc^_e¿_sgncillamente indoctrinación des­de arriba. La fe cristiana resulta de escuchar en común y~ésfofzadamente el mensaje de Cristo. Esto plantea al ministerio la exigencia y necesidad de tomar en serio tan­to el testimonio, las preguntas y objeciones de abajo como su crítica. Sólo en la recepción que el ministerio encuen­tra «abajo», como en la aceptación que la comunidad encuentra «arriba» se decide lo que tiene que conside­rarse definitivamente como doctrina cristiana.

Uno podría sentirse tentado a ver en la afirmación que acabamos de hacer, un círculo vicioso, que sólo pue­de romperse dando la última palabra a una de las partes, al ministerio jerárquico. Sin poder entrar aquí a fondo en la cuestión del carácter definitivo de las afirmaciones dog­máticas, vamos sólo a indicar dos cosas. Primeramente: las definiciones dogmáticas en cuanto tales también están

-dentro de un proceso de mediación histórico; se han dado de una manera histórica y hay que interpretarlas en su contexto histórico. Con la definición de un dogma no se cierra simplemente el proceso histórico dogmático, sino solamente alcanza un nuevo estadio, porque en ese dogma se da algo digno de tenerse definitivamente en cuenta58. En segundo lugar: como en la sociedad profana, también puede haber situaciones de emergencia en la iglesia, en

57 Cf. para esto W. KORFF, Del honor al prestigio: Concilium 45 (1969) 285-293.

68 Cf. W. KASPER, Dogma unter dem Wort Gottes, Mainz 1965; ID., Ge-scbichtlichkeit des Dogmas?: StdZ 179 (1967) 401-416.

MINISTERIO JERÁRQUICO Y COMUNIDAD 305

las que ya no funcionan los procesos normales de comu­nicación y decisión, debiendo corresponder entonces al mi­nisterio un poder último de decisión, pero sólo para res­tablecer la capacidad de diálogo de toda la iglesia59. De esta manera el ministerio actuaría vicariamente por toda la iglesia, aunque hablara y actuara ex sese.

2. Expresión histórica del ministerio y la comuni­dad. La referencia mutua de ministerio y comunidad es de carácter histórico. De esto se sigue que la forma con­creta del ministerio también está históricamente determi­nada. En sentido propio y estricto lo único dogmático es que TiTmlrusterio enguanto tal pertenece a la iglesia ture divino. Sobre la división del ministerio en episco­pado, presbiterado y diaconado el Vaticano n no dice que exista en la iglesia divinitus, sino antiquitus; el con-

l cilio de Trento de forma semejante dijo que esa división y diferencia es divina ordinatione, pero evitó el afirmar

I que fuera divina institutionem. Por tanto, aquí tropeza-I mos con formas históricas modélicas, pero no necesaria­

mente con formas históricas irreversibles61. Esto nos deja actualmente un gran margen de libertad para nuevas con­figuraciones concretas del ministerio eclesial, de acuerdo

tcon las condiciones y exigencias actuales. Esta libertad no sólo concierne a los ministerios, sino

también a las funciones que corresponden al ministerio. Al preguntarse por lo específico del ministerio eclesial, resultaría de antemano un planteamiento falso el referirse a algo que de otra manera no se hubiera dado en general en la iglesia. Después de todo lo que hemos dicho sólo puede entenderse el ministerio como una forma deter-

68 Este aspecto ha sido puesto de relieve sobre todo por W. Tilüsmc, Aufgabe der Kirche und Dienst in der Kirche: Bibel imd Lrhrn 10 (1969) 65-80.

60 Lumen gentium, n. 28; DS 1776. Cf. H. KÜNCI, U luíala, Hiircclona 1968, 496.

81 De otra manera K. RAHNER, Sobre el concepto de *lus dlvltium», en su comprensión católica, en Escritos de teología V, Madrid 1964, 247-275.

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306 LA IGLESIA Y SUS MINISTERIOS

minada de autorización y habilitación para la realización de algo, que pertenece esencialmente a la iglesia como totalidad62. Por eso puede ser muy diversa la forma en que la iglesia determine concretamente el complejo de tareas y funciones, reservadas al ministerio. Como es sa­bido, pOTj^scritura y la tíaáMónjnás^aúgua nij-iquiéra plíe^e^robars^qu^el^presidjr_Ja_^elebradón eucarística pertenezca exclusivamente al ministerio. No es improba­ble que según la Didaché (11, 3 s) celebraran la eucaris­tía profetas y maestros y según los cánones de Hipólito (6, 43 s) los mártires no necesitan ninguna ordenación humana, porque por su confesión de fe «han alcanzado el espíritu del sacerdocio» (cf. Cipriano, Ep 38.39.40)63. No queremos decir con esto que podamos retroceder sin

, más a una fase anterior a evoluciones y decisiones histó-i rico-dogmáticas posteriores (MS 802; 1764; 1771). Pero

sí quedan todavía suficientes posibilidades abiertas para configurar el ministerio eclesial de una forma que se adapte al presente y al futuro, como por ejemplo deter­minadas divisiones (especializaciones) de funciones par­ticulares, la ordenación de sacerdotes de no dedicación completa, dejando a un lado totalmente la cuestión de sT eñ"él futuro existirán, junto a un clero celibatario, también sacerdotes casados. Estas pocas posibilidades ha­rían ya posible uña configuración del ministerio eclesial esencialmente más pluriforme, más flexible y más abierta.

3. Modelo dogmático de una concepción actual del ministerio. La dogmática ha desarrollado diversos mode­los de comprensión del ministerio eclesial desde un deter­minado punto de vista. La concepción más antigua, con raíces ya en Ignacio de Antioquía y puesta en vigor en los últimos siglos por el concilio de Trento, parte de las

62 Así sobre todo K. EAHNEE, Tbeologiscbe Reflexionen zum Vriesterbild von heute und margen, en Weltpriester nach dem Konzil, 102-104.

«3 Cf. H. U. VON BALTHASAR, Existencia sacerdotal, 449 s.

MINISTERIO JERÁRQUICO Y COMUNIDAD 307

funciones sacramentales del ministerio, más concretamen­te de su podjtf ^^onsj^rarjr de absolver. Sabemos actual­mente que ésos son sin duda elementos esenciales e irre-iiiinciables del sacerdocio, pero sabemos también que esas I unciones no constituyen exclusivamente la esencia del sacerdocio. De hecho los decretos reformistas del concilio tic Trento ponen de relieve muy enérgicamente y en pri­mer lugar la obligación de la predicación64. Karl Rahner ha intentado recientemente una conexión de la totalidad del sacerdocio a partir del servicio de la palabra, deter­minando el ministerio como «la habilitación para esta palabra en cuanto palabra de la iglesia», «habilitación que se da a un sujeto particular»65. La celebración de la euca­ristía fundamentalmente sólo es la suprema condensación y concesión de la proclamación, eficaz y actualizada, de la muerte y resurrección de Jesús. Sin duda este plantea­miento se aproxima a la concepción protestante del mi­nisterio como ministerium verbi. Por su parte, J. Ratzin-ger intenta considerar de una forma nueva y peculiar el momento de la misión para la predicación de la palabra, concibiendo la misión como ser para los demás, sobre todo para aquéllos de los que de otra manera nadie se ocuparía66.

Ahora bien, el ser-para-los-demás se puede articular todavía más inmediatamente como servicio del pastor (cf. Ef 4 ,11 ; Jn 21,15-19; Hech 20,28; 1 Pe 2 ,25; 5, 2...), que da su vida por el rebaño (Jn 10, 11)67. Así

64 Cfr. para esto de una manera muy resumida K. LEHMANN, o. C, 135-150. 65 K. RAHNER, Tbeologiscbe Reflexionen, 106 s; el planteamiento de

Rahner se encuentra especialmente acuñado en su artículo Punto de partida teo­lógico para determinar la esencia del sacerdocio ministerial: Concilium 43 (1969) 440-445. Otros trabajos en K. LEHMANN, O. C, 169, nota 74. Por muy indiscu­tible que sea que el servicio de la palabra es la forma primaria, en la que se realiza el servicio sacerdotal, con todo es sumamente cuestionable que a partir de ahí pueda determinarse suficientemente lo específico del ministerio.

86 J. RATZINGER, Zar Frage nach dem Sinn des priesterlichen Dienstes, 347-376.

67 Con esto recojo mi planteamiento y el entender el sacerdocio como el

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308 LA IGLESIA Y SUS MINISTERIOS

se empalma con la terminología bíblica, que pone en pri­mer término las funciones del presidir (xpo'.aTá|ievot) (Rom 12, 8; 1 Tes 5,12; cf. 1 Tim 5,17), del dirigir (x.upépv7]atc;) (1 Cor 12, 28), del guiar (%oú¡i£voO (Le 22, 26; Heb 13, 7.17, 24), del cuidar y afanarse por los demás (xoxiwvxs?) (1 Cor 16, 16; 1 Tes 5, 12; 1 Tim 5, 17), de la vigilancia (éxtaxoxo?), del servicio de los más ancianos (xpea¡3úiepoi; y del servicio en general (Siáxovoq). Sin duda este go-

setvicio de la dirección y de la unidad y a la vez lo prolongo. Cf. Nuevos matices en la concepción dogmática del ministerio sacerdotal: Concüium 43 (1969) 375-390; Vie Funktion des Vriesters in der Kirche: Geist und Leben 42 (1969) 102-106. Semejantemente F. KLOSTERMANN, Priester jür morgen. Pastoraltheologische Aspekte, en Weltpriester nach dem Konzil, 145-175; ID., Priester für morgen, Innsbruck 1969; F. ENZLER (ed.), Priester-Presbyter. Beitrá'ge zu einem neuen Priesterbild, Luzern-München 1968. También W. BKEUNING, Zum Verstandnis des Priesteramtes vom «Dienen» her: Lebendiges Zeugnis 1 (1969) 20-40, va en una dirección semejante. Sin embargo este planteamiento también ha despertado y provocado críticas muy masivas, cfr. especialmente H. VOKGEIMLEE, Des tbeolo-gisebe Ort des Priesters, en Handbuch der Pastoraltheologie IV, Freiburg i. Br., 1969, 445 s. Sin duda esta crítica de Vorgrimler está determinada por algunos equívocos e imputaciones, difícilmente justificables desde un punto de vista cien­tífico, que no sólo trastruecan el sentido, sino también las mismas palabras en re­lación con lo dicho, dándoles una significación exactamente contraria a la pre­tendida. Apenas puede comprenderse cómo Vorgrimler puede echar de menos en mí la referencia cristológica del ministerio, cuando yo empiezo con todo un apar­tado titulado «Bases cristológicas» (Nuevos matices, 377 s). Y todavía resulta mucho menos comprensible cómo puede reprocharse además a una concepción, que se apoya consciente y recalcadamente en el carisma, contra lo expresamente dicho [Ibid., 382 s), que hace del ministerio de dirigir la comunidad «una dimen­sión primariamente sociológica», si sólo se reflexiona un poco en lo que es un carisma en sentido teológico; un don, que se da de «arriba» e incluye la misión. En cierta medida sólo resulta algo comprensible esta crítica por haber arrancado el término «función de dirección» de su contexto. Esta palabra, tomada aislada­mente, podría convertirse, en contra de lo pretendido, en motivo para una nueva forma de dirigismo clerical. Por eso intento ahora circunscribir lo dicho por medio de la imagen del pastor, fundada lo mejor posible en la escritura y en la tradición. En esta imagen, en la que también está incluida una gran parte de la esperanza mesiánica del antiguo testamento, puede integrarse a la vez lo que H. U. von Balthasar y J. Ratzinger han elaborado como estructura fundamental del ministerio, es decir, el ser-para-los-demás. Así puede darse una profundiza-ción esencial del planteamiento original. Que este planteamiento no sea tan descabellado lo confirma el «Documento de los obispos alemanes sobre el minis­terio sacerdotal» (1969), en el que se dice: «Pata caracterizar el ministerio de la iglesia lo mejor es partir del ministerio del pastor (cf. n. 10), que encuentra su realización correspondiente en la dirección espiritual de la comunidad» (n. 45). Luego se determina expresamente la función especial del sacerdote en la celebra­ción eucarística, partiendo de su función de dirigir ministerial-pastoral (n. 46 s). Cf. también H. U. VON BALTHASAR, Das priesterlicbe Amt: Civitas 23 (1968) 794-797.

MINISTERIO JERÁRQUICO Y COMUNIDAD 309

bierno y dirección no se realiza primariamente por la orga­nización y administración externas, sino que más bien es un don del Espíritu (cf. 1 Cor 12, 28), se realiza «en el Señor» (1 Tes 5,12) y representa por tanto un minis­terio espiritual68. Concretamente este servicio pastoral se lleva a cabo principalmentepor la palabra que instruye, ^oüesisry~ámmryjpot la presidencia en la celebración de~ra"eücaristía"6i>. SlrTdudala palabra"coñstituye la norma, bajo la cual -está la comunidad, y el orden, con el que debe darse todo, corresponde primariamente a la auto­rregulación del amor y respeto mutuos. Pero este orden de la fe (Rom 12, 26) debe reavivarse continuamente en forma nueva y exige un principio vivo de aplicadón, para no ahogar los otros carismas, sino «capacitarlos para el servicio» (Ef 4,15 s)70.

Por consiguiente, el centrar el planteamiento en el ministerio pastoral puede integrar todos los elementos esenciales del servicio sacerdotal. Además, frente a los otros intentos, tiene la ventaja de no determinar el minis­terio aisladamente, sino de verlo de antemano en su refe­rencia a la comunidad. Según esta concepción, la función del ministerio consiste en descubrir, por medio de la palabra y en la celebración sacramental, carismas en la comunidad, susdtarlos, ordenarlos y coordinarlos entre sí. El mismo gobierno espiritual y «el discernimiento de espíritus» (cf. 1 Cor 12,10) presuponen a su vez un

68 Piensa distinto la investigación protestante de flnnlc» del siglo pasado, que estaba de acuerdo en que los ministerios en la época primitiva no eran mi­nisterios espirituales, sino terrenos, no destinados a la doctrliiu, sino a la admi­nistración y al culto. Cfr. la instructiva visión de conjunto diuln por R. SOHM, Kirchenrecbt I , 4-7.

68 En un principio el servicio de la palabra no eshihii rn primer plano y aun faltaba del todo; en esto hay que dar plenamente )n razó» n la exégesis pro­testante. Pero al irse replegando la autoridad del apóstol nula vez fueron convir­tiéndose más los originarios servicios de gobierno en lu función de maestros (cf. Ef 4, I I ; Heb 13, 7.17; 1 Tim 3,3; 5.17; 2 Tim 2, 2. 23 i; Tit 1, 9; Hedí 20, 18-25; 2 Pe 1, 19 s; Did 15, 1-2). Cf. H. SCHÜRMANN, Dle leisllicben Gnaden-gaben, 511 s.

70 Cf. Ibid., 517 s; cf. también la nota 55 de la mi»m« oh™

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310 LA IGLESIA Y SUS MINISTERIOS

carisma, una apertura a la acción y a la llamada del espí­ritu, una capacidad de contacto, de diálogo, de saber escuchar, y también de iniciativa y de gobierno. El minis­terio, en cuanto servicio a los demás servicios y en cuanto cometido específico y constitutivo para la iglesia, no está en contradicción con la misión y responsabilidad común, con el sacerdocio común de todos los cristianos; más bien está a su servicio y en su condición de posibilidad. Por tanto, la autoridad del ministerio sólo puede ejercerse con un gran desinterés; su contenido es cuidar de la «capacidad de función» de los demás carismas, el mi­nisterio significa un servicio vicario para los demás; su autoridad es la «autoridad de la libertad» (Chr. Hampe).

Como final, una observación todavía a propósito de la situación ecuménica. No en vano el punto de vista ecuménico ha retrocedido hasta ahora considerablemente, aunque actualmente se presente muy a menudo la cues­tión del ministerio como el obstáculo que impide la unión de las iglesias. Yo no soy de esta opinión, ni tampoco lo eran los reformadores, ni Trento. Éstos buscaron la dife­rencia entre las confesiones, en el contenido, no en las estructuras, que sólo pueden tener una función subsidia­ria. El contenido es el testimonio de Cristo, represen­tando la doctrina de la justificación el reverso soterioló-gico de ese testimonio. En cambio la eclesiología sólo es una proyección y una resultante de la cristología. La tragedia de la evolución moderna consistió en poner cada vez más en primer plano las cuestiones de estruc­turas e instituciones. Actualmente son mayor motivo de separación instituciones eclesiales establecidas en un tiem­po, que luego se crearon su teología, que diferencias en la fe en Cristo y en la doctrina de la justificación, que van siendo cada vez menores.

Ahora bien, el intento de una nueva fundamentadón cristológica y pneumatológíca del derecho y de lo ins-

MINISTERIO JERÁRQUICO Y COMUNIDAD 3 1 1

titucional justamente no llevaría a una consolidación «ideológica» de las estructuras existentes, sino que ade­más, a partir de la soberanía y libertad del Espíritu, las dinamizaría y forzaría. Los ministerios y los carismas son formas que tiene el único Señor de apropiarse de nosotros y de tomarnos a su servicio por medio del Espíritu. Esas formas pueden ser muy variables y de hecho en el curso de la historia han variado también mucho. Lo decisivo es entender y concebir esas formas, cristológicamente, lo cual incluye el no convertirlas en el «contenido» propio de la fe, sino dejar que permanezcan en su realidad de signo. Ambas cosas, la posible variabilidad y la creciente unidad en el «contenido» de la fe abren, en mi opinión, nuevas posibilidades para progresar en el diálogo ecu­ménico. Parece que partiendo de ahí, podrían superarse o al menos disminuirse esencialmente diferencias que has­ta ahora parecían casi insuperables, en lo que se refiere al problema del ministerio. Es cierto que precisamente en esta cuestión no podemos progresar sólo a base de re­flexiones teológico-doctrinales. En realidad sólo podemos avanzar si nosotros reconocemos autocríticamente la cues-tionabilidad, en el mejor sentido de la palabra, y refor-mabilidad de las propias estructuras e intentamos darles una configuración que responda tanto a su estructura fun­damental cristológica como a las actuales condiciones so­ciales y pastorales. Entonces, la figura del ecumenismo directo se sustituiría por un ecumenismo indirecto hacia adelante, que pasaría por la reforma de la propia iglesia. En este sentido actualmente el movimiento ecuménico no está finalizado, como podría parecer, sino comenzando de una manera nueva y muy prometedora.

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ÍNDICE GENERAL

Prólogo 9

I

ORIGEN DEL PENSAR HISTÓRICO EN LA TEOLOGÍA

1. CONCEPCIÓN DE LA TEOLOGÍA ENTONCES Y AHORA . . . 13

I. Teología inmersa en la corriente de la época . . . 14 II. Teología histórica 20

III . El carácter eclesial de la teología 30 IV. Hablar teológico acerca de Dios 38

II

SITUACIÓN ACTUAL DE LA FE

2. POSIBILIDADES DE LA EXPERIENCIA DE DIOS EN LA ACTUA­LIDAD 49

I. El problema de la experiencia en la teología actual . 49 II. Concepto y forma de experiencia 55

III. Cambio de forma actual de la experiencia de Dios . 67 IV. Experiencia histórica de Dios 75

3. UTOPÍA POLÍTICA Y ESPERANZA CRISTIANA 83

I. Esperanza humana y utopía 84

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314 ÍNDICE GENERAL

II. Promesa humana y esperanza 91

III. El cumplimiento de la promesa 96

III

PREDICACIÓN DE LA FE

4. ESCRITURA - TRADICIÓN - PREDICACIÓN . 107

I. Antes y después del Vaticano n 107

1. ¿Cuál es la verdadera cuestión? 107 2. Un problema insuficientemente planteado . . . 108 3. El fondo de la controversia 111 4. ¿Ha dado el concilio una respuesta? . . . . 113 5. Nuevas perspectivas 116

II. Nueva luz sobre la tradición 118

1. Falta de claridad en el concepto tradición . . . 118 2. Mentalidad conservadora como fondo . . . . 121 3. Concepto teológico de tradición 124 4. Concepción escatológica de la tradición . . . 127 5. Criterios de la tradición 129 6. Consecuencias para la predicación 133

III. Lugar de la escritura en la iglesia 135

1. El concilio abre un camino nuevo 135 2. Nueva praxis 137 3. Nuevo sentido dogmático 139 4. Consecuencias para la predicación 142

5. LA PREDICACIÓN COMO RENOVACIÓN 147

I. La crisis de la conciencia moderna 148

II. Una predicación experiencial, provocativa y crítica . 157 III. Predicar a Jesucristo 167

6. PROPIAMENTE, ¿QUÉ SIGNIFICA CRISTIANO? 173

Primera tesis:

El cristianismo es una religión histórica . . . . 176

ÍNDICE GENERAL 315

Segunda tesis: El cristianismo es una religión suprahistórica . . 181

Tercera tesis: El cristianismo es Jesucristo en persona . . . . 186

IV

REALIZACIÓN DE LA FE EN LA IGLESIA

7. ¿TIENE SENTIDO LA MISIÓN? 195

I. La escatología como horizonte de la misionología . 195

II. Objetivo salvífico de la misión eclesial 203

III. Lugar histórico-teológico de la misión en la actua­lidad 209

1. Situación universal de diáspora 213 2. Iglesia de los pobres 215

ESENCIA Y FORMAS DE LA PENITENCIA 219

Reflexiones en torno a la renovación de la práctica de la penitencia en la iglesia 219

I. La fe como alma de la penitencia 221

1. La penitencia como gracia de Dios 221 2. Penitencia como vuelta personal a Dios . . . 224 3. La penitencia como seguimiento de Cristo . . 226

II. El amor como forma de penitencia 228

1. El amor al prójimo como forma del amor a Dios y de la penitencia 228

2. El sacramento como forma eclcsinl de la peniten­cia 231

III. Nuevas formas de la penitencia eclesial . . . . 234

1. Lo mutable e inmutable en el sacramento de la penitencia 234

2. Preformas sacramentales de la penitencia . . . 236 3. La forma plena sacramental de la penitencia . . 240 4. Penitencia cristiana en este tiempo 246

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316 ÍNDICE GENERAL

V

LA IGLESIA Y SUS MINISTERIOS

9. ESTRUCTURAS COLEGIALES DE LA IGLESIA 251

I. La estructura fundamental carismática de la iglesia . 253

II. El ministerio eclesiástico en la iglesia y en el mundo . 260

III. Lugar y función de los consejos 267

1. Los consejos de pastoral 269 2. Los consejos de laicos 270 3. Tareas actuales 273

10. MINISTERIO JERÁRQUICO Y COMUNIDAD 275

índice general 313