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1 LA AUDACIA DE LA PAZ IMPERFECTA Francisco de Roux INTRODUCCIÓN En el momento de entregar este libro a Planeta he sido postulado por varios amigos para la Comisión de la verdad. Si llego a ser escogido como miembro de la Comisión quiero dejar claro que estas páginas fueron escritas antes. El tema es la paz en Colombia. En concreto, es el proceso que hemos vivido hasta finales de 2017 para salir del conflicto armado y cuyo acuerdo debemos cuidar e implementar ahora y en los años venideros. He creído y trabajado durante décadas por esta paz positiva y al mismo tiempo limitada, vulnerable, criticable. Apoyarla es un acto de audacia, no de temeridad; es un acto moral, porque el país vive momentos de incertidumbre, serenados por la visita del Papa Francisco en el mes de septiembre, y no tenemos certeza sobre el futuro. Siento el deber poner en práctica actos que contribuyan a elevar la probabilidad de que ocurra lo que en conciencia me parece mejor para nuestra sociedad en la construcción de esta paz puesta en marcha con el fin del conflicto, seguro de que otros llevarán a cabo actos contrarios o contradictorios, o que en la apatía y la indiferencia no harán nada, y como resultado de esos comportamientos distintos, muchos también legítimos, se puede llegar a otros desenlaces. La paz es un tema que nos divide cuando debería unirnos ya que es “parar la guerra” y darnos la posibilidad de emprender juntos, en medio de las diferencias y los conflictos normales, las transformaciones que garanticen a cada persona, a cada familia, a cada comunidad, etnia y región, las condiciones para vivir en dignidad. Podía haber escrito este libro sobre la reconciliación, porque en Colombia la paz hoy es desencuentro, y hubiera ganado de entrada que lo leyeran de todos los lados, algo que me interesa intensamente, convencido como estoy de que tenemos que leernos y oírnos desde las distintas posiciones. Pero resolví escribir sobre la paz porque es el problema que enfrentamos en este momento. Porque crecí en una familia donde se nos enseñó que se podía dialogar sobre los temas más confrontantes y se nos mostró con ejemplos que se crece desde allí. Porque aprendí que evitar conversaciones difíciles, debido a que pensamos distinto y van a salir a flote emociones disímiles, no es honrado ni constructivo, y que si no nos arriesgamos al diálogo “eso no se queda así, eso se hincha”. En la visita del Papa a Colombia escuché como los Arzobispos de Medellín y Cartagena a quienes aprecio sinceramente en sus discursos al final de la misa no utilizaron la palabra paz. Los comprendo. Recordé, ante ese silencio, a la ejecutiva responsable de un evento de empresarios que, cuando iba yo a intervenir,

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LA AUDACIA DE LA PAZ IMPERFECTA Francisco de Roux

INTRODUCCIÓN

En el momento de entregar este libro a Planeta he sido postulado por varios amigos

para la Comisión de la verdad. Si llego a ser escogido como miembro de la Comisión

quiero dejar claro que estas páginas fueron escritas antes.

El tema es la paz en Colombia. En concreto, es el proceso que hemos vivido hasta

finales de 2017 para salir del conflicto armado y cuyo acuerdo debemos cuidar e

implementar ahora y en los años venideros. He creído y trabajado durante décadas

por esta paz positiva y al mismo tiempo limitada, vulnerable, criticable. Apoyarla es

un acto de audacia, no de temeridad; es un acto moral, porque el país vive

momentos de incertidumbre, serenados por la visita del Papa Francisco en el mes

de septiembre, y no tenemos certeza sobre el futuro.

Siento el deber poner en práctica actos que contribuyan a elevar la probabilidad de

que ocurra lo que en conciencia me parece mejor para nuestra sociedad en la

construcción de esta paz puesta en marcha con el fin del conflicto, seguro de que

otros llevarán a cabo actos contrarios o contradictorios, o que en la apatía y la

indiferencia no harán nada, y como resultado de esos comportamientos distintos,

muchos también legítimos, se puede llegar a otros desenlaces.

La paz es un tema que nos divide cuando debería unirnos ya que es “parar la guerra”

y darnos la posibilidad de emprender juntos, en medio de las diferencias y los

conflictos normales, las transformaciones que garanticen a cada persona, a cada

familia, a cada comunidad, etnia y región, las condiciones para vivir en dignidad.

Podía haber escrito este libro sobre la reconciliación, porque en Colombia la paz

hoy es desencuentro, y hubiera ganado de entrada que lo leyeran de todos los

lados, algo que me interesa intensamente, convencido como estoy de que tenemos

que leernos y oírnos desde las distintas posiciones. Pero resolví escribir sobre la

paz porque es el problema que enfrentamos en este momento. Porque crecí en una

familia donde se nos enseñó que se podía dialogar sobre los temas más

confrontantes y se nos mostró con ejemplos que se crece desde allí. Porque aprendí

que evitar conversaciones difíciles, debido a que pensamos distinto y van a salir a

flote emociones disímiles, no es honrado ni constructivo, y que si no nos

arriesgamos al diálogo “eso no se queda así, eso se hincha”.

En la visita del Papa a Colombia escuché como los Arzobispos de Medellín y

Cartagena – a quienes aprecio sinceramente – en sus discursos al final de la misa

no utilizaron la palabra paz. Los comprendo. Recordé, ante ese silencio, a la

ejecutiva responsable de un evento de empresarios que, cuando iba yo a intervenir,

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me pidió no hablar de paz porque eso creaba divisiones. Pero en Medellín y en

Cartagena el Papa Francisco, en su propósito de invitarnos a dar el primer paso

habló de paz, más aún, en el conjunto de sus intervenciones nombró la paz más de

50 veces. Incluso inició su visita hablando de ella frente a los líderes políticos y

sociales en Bogotá y sus últimas palabras en el puerto de San Pedro Claver fueron

sobre el tema: “Colombia, tu hermano te necesita, ve a su encuentro llevando el

abrazo de la paz, libre de toda violencia, esclavos de la paz, para siempre”.

No escribo este libro para apoyar una propuesta política. Me importa la paz como

valor moral. El más importante de los valores hoy en nuestro país, si se tiene

conciencia personal y colectiva del dolor de las víctimas de todos los lados y de la

idéntica dignidad de los seres humanos. Por eso no escribo para apoyar u oponerme

al presidente Santos o al expresidente Uribe, o al nuevo partido de la FARC o a

cualquiera de los candidatos que estarán presentes en las elecciones.

Asumir la paz como valor moral significa que la tarea es gratuita. De lo contrario no

sería un valor. Por ella se da la vida si es necesario, sin esperar nada a cambio, ni

dinero, ni prestigio, ni premios, ni votos. Es la gratuidad de la paz. Por lo mismo, es

la paz por encima de la contienda política por el poder, ahí nada se da gratis, porque

todo lo que un candidato gana lo pierde el otro y al adversario no se le puede dejar

ganar nada. La politiquería ha hecho de la paz un territorio de mentiras, amenazas

y temas de campaña. Aquí se trata de liberar la paz de esa desgracia, de

reposicionarla como valor moral en el que todos ganamos. Pero esto tampoco nos

puede llevar a ser neutrales ante reales alternativas políticas, al contrario, nos obliga

a discernir, escoger y realizar los actos que hagan más probable el predominio del

valor moral de la paz desde la conducción del Estado.

Como estamos divididos por dolores profundos, y por las interpretaciones

excluyentes sobre lo que nos ocurrió en el conflicto, hacemos caracterizaciones

sobre las personas. Muchos han tenido que sufrirlas. Me ha acontecido igual. Oigo

con frecuencia que me consideran un cura comunista, guerrillero, ladrón de tierras

y cómplice de los terroristas. No voy a hacer una apología para defenderme, pero

quiero dejar claras mis posiciones básicas para quienes van a leerme.

Soy un católico creyente en el Dios de Nuestro Señor Jesucristo. Siempre me ha

impactado la desigualdad y la injusticia social en Colombia, las cuales conocí

desde niño cuando mi padre nos llevaba a entregar mercados a familias pobres de

Cali. Nunca estuve de acuerdo con la lucha armada para conseguir la justicia

social, nunca apoyé la guerra, ninguna guerra, ni en palabras habladas ni en

textos escritos; tampoco compartí la justificación de la lucha revolucionaria armada

que algunos tomaron de la teología de la liberación en la que encontré, por otra

parte, muchos elementos valiosos que me influenciaron. Me gusta de Francisco, el

Papa, el rechazo a todas las guerras, y su intento de cambiar en el Catecismo

Católico el paradigma de “La Guerra Justa” por el de “La Paz Justa”. Nunca fui

comunista, no milité en partidos de izquierda ni en ningún partido. Me repugnó el

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nazismo de Hitler y el régimen soviético. Me ilusionó la revolución cubana como

liberación del materialismo capitalista y como justicia social, pero fui crítico del

modelo económico, de las restricciones de la libertad, y del sometimiento a la

Unión Soviética. Me conmovió el liderazgo del padre Camilo Torres en 1965 pero

no entendí por qué se fue a la montaña. Pedí estudiar economía cuando mis

compañeros jesuitas me dieron como misión la presencia del Evangelio en la

sociedad, y lo hice porque me pareció muy elemental el pensamiento que encontré

entre los cristianos radicales sobre la opresión, explotación e imperialismo, y muy

incipientes y descontextualizadas las soluciones que ofrecían.

Estoy convencido que el mercado es uno de los grandes logros culturales de la

humanidad y que hay que hacerlo funcionar bien en lugar de destruirlo. Esto

significa subordinar las operaciones de mercado no a la acumulación y las

ganancias para acrecentar consumos suntuarios, ni para manipularlo desde el

Estado, sino para hacerlo eficiente en un universo de justicia social, bien común,

garantía de las condiciones de la dignidad para todas las persona, cuidado de la

naturaleza y no corrupción.

Tengo un gran respeto por los profetas de derechos humanos que denuncian la

injusticia en las instituciones y contra las personas; considero que son

indispensables y que hay que protegerlos, pero mi papel no ha sido denunciar sino

tratar de poner en marcha alternativas de cambio. Por eso entregué los años más

productivos de mi vida en el Magdalena Medio a un programa de desarrollo y paz.

Ese territorio sí lo conozco físicamente y sé quién es su gente. A veces escucho por

la radio que he robado tierras a empresarios de Urabá; sinceramente no conozco

esa realidad compleja, no he actuado allá, no he hablado ni escrito sobre esa tierra

rica y bella, excepto en un informe del Comité Permanente de los Derechos

Humanos de los años ochenta del siglo pasado, sobre la masacre de la Chinita en

el que concluimos que el responsable eran las FARC. Las pocas veces que he

visitado Urabá ha sido siempre tratando de entrever caminos hacia la paz; admiro a

quienes sin armas luchan por la justicia en ese territorio, a los campesinos que han

resistido en la comunidad de paz de San José de Apartadó, y a emprendedores que

han tenido allí logros significativos, en medio de una situación difícil, agobiado hoy

por el Clan del Golfo.

La mayor parte de mi vida la he pasado entre el pueblo, como vecino de estratos

bajos; conozco la inteligencia, la alegría y la fe de la inmensa población campesina,

indígena, negra y de los pobladores de barrios populares; se igualmente que se les

trata como gente inferior, porque a mí me han tratado igual cuando paso como uno

de ellos. Gracias al haber vivido y visitado otros países mucho más igualitarios, veo

lo estúpidos que hemos sido con la espantosa exclusión que nos privó de haber

sembrado capacidad de innovación en un pueblo de gran inventiva y coraje.

Me generan admiración los empresarios que toman riesgos y luchan por hacer

industria y comercio en realidades adversas, teniendo además, gran respeto por la

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gente. Me conmueven los campesinos que no se dejaron desplazar y siguen

produciendo comida en un país que los ha olvidado y agredido. Me duelen los que

se metieron en la coca porque no les dimos otra opción y quedaron atrapados en

un mundo perverso y sangriento. Sé que les llega el mensaje cuando les digo que

están destruyendo a los jóvenes de Colombia y del mundo a cambio de unos pesos

para sobrevivir, y que eso es equivalente a prostituir a sus hijas para poder comer.

Admiro mucho a la guardia indígena de los Nasa, desde que cambiaron los rifles del

Quintín Lame por los bastones y retomaron la seguridad de las tradiciones de su

raza.

Me desconcertó ver a Colombia repartida en concesiones mineras sin antes

consultar a las comunidades, pero sobre todo porque esta esquina ecológica es un

tesoro natural para el mundo, en él subyace nuestro más grande capital y nuestra

principal fuente de acumulación. Por ello pienso que deberíamos dedicarnos a la

investigación y producción de bienes y servicios ecosistémicos en una economía

fundada en el acrecentamiento de los recursos naturales; este territorio es singular

en el planeta y no está para ser minado y agredido por el fracking. Admiro a nuestra

vecina, Costa Rica, porque restringió al mínimo las explotaciones mineras y el

presupuesto militar y ha logrado un nuevo crecimiento y una nueva seguridad.

Me sentí honrado como colombiano al ver a más de mil policías acompañando el

éxodo de la guerrilla hacia las veredas donde hicieron la dejación de armas, y al ver

a un ejército que luchó por defender a las instituciones y que hoy cuida

particularmente la vida de los que vienen de la guerra, y se compromete en la

transformación del país.

He conocido y conozco a muchos que desde la Iglesia han corrido riesgos por la

paz, en las comunidades de base, en las parroquias, y en los movimientos de

jóvenes inspirados en la fe; y son para mí un ejemplo religiosas, sacerdotes y

obispos de las zonas más duras del conflicto, que se han jugado por los derechos

de los pobres y por la paz de Jesús en el Evangelio en medio de riesgos y de

persecuciones. Por eso entre muchos mártires recuerdo a mis amigos los

sacerdotes Álvaro Ulcué, Tiberio Fernández y Sergio Restrepo; a Mario Calderón y

Elsa Alvarado del CINEP, a los 25 participantes en nuestro Programa del Magdalena

Medio que fueron asesinados empezando por Alma Rosa Jaramillo. Y a dos

entrañables compañeros que se durmieron en Dios y con quienes no pude contar

para que escribieran esta introducción: Jaime Prieto, obispo de Barrancabermeja y

Horacio Arango mi hermano jesuita.

La paz en concreto es el proceso de búsqueda de una solución política con las

guerrillas, desde la presidencia de Belisario Betancur hasta donde vamos hoy y de

aquí en adelante. El resultado de La Habana nunca se hubiera logrado si los últimos

siete presidentes no hubieran contribuido a ello, cada uno con su parte. Belisario

Betancur, Virgilio Barco, César Gaviria, Ernesto Samper, Andrés Pastrana y Álvaro

Uribe y por supuesto, Juan Manuel Santos, que comprendió que esta era la

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prioridad y había llegado el momento de ir hasta el final. Pero además nunca

hubiésemos llegado a donde estamos sin el inmenso movimiento de paz, dado de

múltiples formas en las organizaciones populares, los sindicatos, los indígenas y los

afros; en las movilizaciones de las mujeres y movimientos de género, las ONGs,

universidades y colegios, empresarios por la reconciliación y medios de

comunicación, jueces, artistas, científicos, Redepaz y la Red de Programas de

Desarrollo y Paz, Ideas para la Paz, La Paz Querida, La Ruta Pacífica, La Paz

Completa, CINEP, Corporación Región, Viva la Ciudadanía, Convergencia y

muchos otros. Y también por parte de Universidades como La Nacional y la

Javeriana, y los miembros de las Fuerzas Armadas del Estado que han ido

trabajadores laboriosos en la salida del conflicto armado.

Cuando pienso en este proceso insistente y arduo, en medio de un conflicto cruel

que produjo ocho millones de víctimas, vienen a mi memoria centenares de

hombres y mujeres, por lo menos tres o cuatro mil, que fueron asesinados desde

todos los lados porque trabajaban por la paz. Son personas que nunca tomaron un

fusil ni llamaron a la guerra. Que pusieron seriamente los derechos humanos en el

corazón de la paz. Por eso los mataron. Como sacerdote he hecho el funeral de un

número significativo de ellos y ellas. Como creyente sé que viven y son el alma de

esta causa que continúa. Al mismo tiempo, me aterra nuestra permisividad ante lo

que está pasando. Como sociedad, como Nación, como Estado los seguimos

matando hoy en Nariño, Cauca, Antioquia, Catatumbo, Chocó y la Costa atlántica.

Muestra de la forma como los impactos sufridos nos confundieron hasta doblegar lo

que teníamos de dignidad. Me sorprende, al mismo tiempo, ver que siguen

apareciendo nuevos jóvenes que llegan a rescatar nuestro valor humano destruido;

con el mismo entusiasmo de los que cayeron asesinados salen en los campos a

continuar a todo riesgo la zaga de la paz y a mantener viva la esperanza.

Cuando empezó el proceso de La Habana empezó también la oposición total contra

el mismo. Desde entonces, vislumbré y escribí lo que estaba seguro que iba a

pasar. El día que firmáramos la paz en Colombia se celebraría por todas partes: en

Londres, Madrid, París, Berlín, Washington, México, Buenos Aires y Río de Janeiro.

En el Vaticano elevarían una oración de acción de gracias; en las Naciones Unidas

y la OEA harían un brindis. Pero en Colombia estaríamos peleándonos en las calles

porque había terminado la guerra con las FARC.

Me dio muy duro el resultado del plebiscito. Pensaba que ganaría el SI de manera

suficiente. Me equivoqué y el resultado adverso me dio la lección más importante

en mi trabajo ético en el espacio de lo público. A partir de ese momento comprendí

que había que avanzar teniendo en cuenta el planteamiento de los otros,

incorporándolo creativamente; que la legitimidad venía de la participación sin

restricciones, que tenía que aceptar que había buena intención en los que pensaban

distinto, que habíamos perdido pero perdiendo habíamos ganado un nuevo

horizonte. Gracias a Dios los jóvenes encontraron una salida incluyente y con La

Paz a la Calle y millones de personas que se les unieron cubrieron el país con el

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grito de ¡Acuerdo ya, acuerdo ya! Por eso se reformó el acuerdo con los puntos

pedidos por el NO, excepto la participación política y la libertad limitada sin cárcel

de la Justicia Especial para la Paz, pero el proceso tuvo que cargar desde entonces

con una tremenda vulnerabilidad política e incisivos cuestionamientos de

legitimidad.

Meses después en un seminario en Alemania aprendí que esta paz se aquilataba,

se enriquecía y se purificaba en el crisol de las oposiciones y las intenciones

contrapuestas. Esa era justamente la razón por la cual los académicos europeos

reconocían al proceso de paz de Colombia como serio y fuerte, y decían que era la

mejor noticia internacional del siglo XXI. Y la razón por la cual Adam Kahane nos

decía en Bogotá que Colombia en su proceso tenía para el mundo el significado que

tuvo Sudáfrica en el siglo XX.

Lo que nos ha pasado es para mí un proceso inacabado que logró la reconciliación

en La Habana y con ello la primera parte de la paz que es el final de la guerra, pero

que en la sociedad colombiana no logró la reconciliación. Por el contrario, a nivel

nacional se acrecentaron las divisiones irreconciliables de tal manera que podrían

hacer fracasar esta paz imperfecta, si no ocurre que la misma adversidad la

fortalezca, y que acojamos definitivamente la llamada del Papa al encuentro, tarea

que en su dimensión espiritual ha tomado en sus manos la Conferencia de los

Obispos de Colombia, y por la cual trabajan también otras iglesias y personas de

muchos lados sensibles a este mensaje.

En La Habana las partes se comprometieron desde el principio a que no se

levantarían de la mesa hasta no llegar a un acuerdo. Esa determinación les permitió

mantener el rumbo en medio de acontecimientos y contradicciones que parecían

insuperables. Las víctimas mostraron que el problema más importante éramos

nosotros mismos, atrapados en los odios, las venganzas y la terquedad en

destruirnos, y que enfrentar esta barbarie estaba primero que las contradicciones

ideológicas y estructurales. A partir de ese momento La Habana se centró en el ser

humano, y se concretaron iniciativas que se habían venido contemplando y

necesitaban del empujón para hacerse realidad: se llamó a las mujeres de los dos

lados a trabajar en una mesa, se crearon las comisiones de la verdad y de

desaparecidos, la circunscripción especial para que las víctimas llegaran a participar

en la legislación sobre sus derechos y se ultimó la justicia que pone primero a las

personas para restaurarse y restaurar.

El resultado fue la reconciliación entre los negociadores. Reconciliación que fue

abriéndose paso en el convencimiento de que la salida había que encontrarla juntos

y para eso todo tenían que cambiar. Y cambiaron los hombres y las mujeres que

actuaban a nombre del Estado, y cambiaron los hombres y las mujeres que

negociaban por las FARC. Unos y otros no son los mismos de antes de los cinco

años de conversaciones. El cambio les permitió crecer en confianza, sin tener que

ceder en principios ni convicciones básicas ni entregar instituciones. Les permitió

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ponerse en los zapatos del otro y acercarse al perdón costoso, que rondó implícito

aunque nunca se expresara. E hizo posible entrar en el quid pro quo, el dar y recibir,

que constituye la reconciliación. Las FARC reconocían la legitimidad del Estado de

derecho, hacían dejación de las armas, entregaba bienes, decían la verdad,

reparaban las víctimas, aceptaban la sentencia sobre crímenes de guerra y de lesa

humanidad, se convertían en partido político. El Estado los recibía como

ciudadanos, les ofrecía protección, les garantizaba las condiciones para ser una

fuerza política, creaba la justicia especial para la paz, restaurativa y transicional. Y

juntos acordaban los elementos constitutivos básicos para hacer los cambios que

demandaba el fin del conflicto armado y lo hacían irreversible: la reforma rural

integral, la senda para acabar con los cultivos ilícitos, la apertura y fortalecimiento

de la democracia, y la seguridad y protección de lo acordado durante el tiempo

necesario para la implementación. Esa fue la reconciliación, y su consecuencia

inmediata fue el fin de la guerra con el cese al fuego bilateral y definitivo.

Entre tanto, muchos en Colombia, como se evidenció en el plebiscito, no aceptaron

la reconciliación de La Habana y la sociedad profundizó las ideas y las motivaciones

irreconciliables, pues el trauma social y cultural, para tomar la expresión de J.C.

Alexander i nos ha penetrado a todos. Trauma que se origina pero que no se

consolida con el golpe violento de proporciones devastadoras que vulneró a todos

los sectores sociales y que, además del conflicto con la insurgencia, incluye la

“Violencia” de los años 50. Porque el trauma se establece cuando la necesidad de

dar una explicación racional por la barbarie sufrida y plantear una solución, da lugar

a dos o más narrativas ideológicas y simbólicas controladas por grupos con

intereses económicos y políticos, y estas visiones se confrontan en el espacio

público de una manera excluyente y llena de pasión por el dolor y el sufrimiento que

cargan a la espalda. El resultado es que la sociedad, desde las vísceras culturales

y simbólicas, queda atrapada en rivalidades durísimas, que actúan en contra de la

posibilidad de la unión constructiva, desde las diferencias enriquecedoras, de un

“nosotros” incluyente.

El punto más hondo de contradicción, entre las interpretaciones que mantienen el

trauma, lo encuentro entre quienes consideran que nunca hubo conflicto armado

interno sino grupos de bandidos narcoterroristas enfrentados al Estado; y quienes

afirman, sin ser partidarios de la guerra insurgente, que el conflicto armado interno

se presentó cuando grupos rebeldes, por razones sociales y políticas, objetivas y

subjetivas, negaron la legitimidad del Estado colombiano y tomaron las armas contra

el mismo. Para la primera posición la negociación de La Habana es una traición a

la patria porque con los bandidos no se negocia sino que se los vence y se los

somete a la justicia, y por eso, todo lo hecho a partir de esa negociación está viciado.

Para la segunda posición, la negociación y el logro de la reconciliación en la que los

rebeldes aceptan la legitimidad del Estado y entran a ser ciudadanos, es

fortalecimiento de las instituciones, unidad de la patria en democracia y la

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posibilidad para hacer las transformaciones necesarias que la guerra nunca

permitió.

Estoy convencido de que en La Habana se dieron pasos para transformar la historia

del país. Como he dicho arriba nunca estuve de acuerdo con la guerra como camino

para alcanzar la justicia social, pero la guerra insurgente se dio. Y las negociaciones

terminaron el conflicto armado interno con las FARC, cuyo poder desestabilizador

fue contundente, no porque se financiara de la cocaína como piensan los que no

conocen por dentro al guerrillero, sino porque sus hombres y mujeres, con

excepciones y fallas como en todos los grupos, consideraban que el Estado, su

ejército y su sistema económico aliado del imperialismo norteamericano, eran

enemigos del pueblo. Además los rebeldes estaban convencidos que a ese enemigo

no se lo podía vencer en las urnas. El genocidio político de la Unión Patriótica les

había confirmado en la convicción de que el régimen asesinaba a la oposición

política de izquierda y que la única forma consistente de enfrentarlo era el fusil,

estando dispuestos a morir con tal de vencer al que consideraban adversario de

todos los colombianos.

Las FARC eran entonces el ojo del huracán de la inseguridad, el eje de la

confrontación desde donde se dinamizaba un abanico de violencias y actividades

ilícitas que la misma guerrilla no controlaba, y contra ese núcleo se escaló

descomunalmente la reacción armada ilegal del terrorismo paramilitar. El Ejército y

la policía atacados y concentrados en la guerra contra el poder guerrillero no podían

tener presencia suficiente en el resto de la nación ni contrarrestar eficazmente la

proliferación de las otras formas de criminalidad.

Las FARC tuvieron presencia armada en la mitad del país rural y militancia social

con combinación de “todas las formas de lucha” en las ciudades importantes. Las

convicciones ideológicas y la ética del fin revolucionario que justifica los medios los

llevaban a definir como actos heroicos el aniquilar policías y soldados, fusilar a

quienes no siguieran sus leyes, hacer secuestros, volar torres o arremeter contra

pueblos que identificaban como aliados de sus adversarios. Sin ser un cartel, daban

auge a la economía de la coca y eran garantes de la protección de los cultivadores

campesinos. Para financiarse, además de la coca, cobraban impuestos a las

grandes compañías, a los empresarios, ganaderos y terratenientes, y exigía cuotas

a los comerciantes, campesinos y mineros. Atacaban, mataban o desaparecían a

los soldados y policías que entraran en los que consideraba sus predios.

Desarrollaron una tecnología eficiente del secuestro y podían mantener en

cautiverio a las personas por más de diez años para conseguir buena bolsa o

ventajas militares y políticas. Imponían condiciones a alcaldes, consejos

municipales y gobernaciones. Reclutaban jóvenes y consideraba natural incorporar

menores en sus filas. Tenían además crecimiento vegetativo de padres y abuelos

con hijos y nietos guerrilleros. Establecieron una economía propia que les permitía

vivir como ejércitos en guerra, bien armados y avituallados, en medio de las

incomodidades de la selva tropical. En los momentos de más fortaleza actuaron

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como tropa causando graves daños a las Fuerzas Armadas del Estado, y

desarrollaron una diplomacia internacional de apoyo a su lucha en todos los

continentes. Reducidos a cerca de nueve mil combatientes después de los dos

gobiernos de Álvaro Uribe y de la primera administración de Juan Manuel Santos,

no estaban terminados, y por la experiencia y tecnología acumulada y las

conexiones externas sabían que podían volver a crecer si surgían condiciones

nacionales e internacionales propicias. Hasta hace pocos lustros Jacobo Arenas,

uno de sus ideólogos más significativo, enseñaba que una insurrección general

guiada por la vanguardia guerrillera tumbaría a la clase dominante y con las FARC,

como cabeza de una alianza de gobierno, se establecería el socialismo en

Colombia.

El ejército y la policía nacional sabían que las FARC eran el gran enemigo del

Estado, de las instituciones y del modelo económico. Las enfrentaron a muerte y

para hacerlo formaron al soldado en la conciencia militar de “dar la vida por la patria”.

Pero también, porque no tuvieron capacidad contundente para doblegar el poder

guerrillero, las fuerzas de seguridad del Estado y la administración del mismo dieron

origen a las Convivir que por su parte fueron determinantes en el origen de las

Autodefensas Unidas de Colombia, AUC, que en medio del conflicto recibieron el

apoyo financiero, voluntario o forzado, de personas del mundo empresarial y

ganadero. Durante varios años el pueblo vio en la montaña y en los pueblos a

miembros del ejército y la policía unidos con las AUC, por eso la gente les puso el

nombre de paramilitares, armados para atacar a un enemigo común. Luego entraron

en la guerra los grandes mafiosos para legitimar sus negocios con la compra de

franquicias de los ejércitos paramilitares, lo que dio a las AUC mayor capacidad

macabra para sembrar el terror en los pueblos campesinos, indígenas y afros y

desplazar y ocupar territorios para la coca. El paramilitarismo hizo cuatro veces más

masacres que la guerrilla y muchas más desapariciones forzadas. Mientras tanto

individuos de las fuerzas armadas del Estado, para mostrar resultados de guerra,

multiplicaron los falsos positivos de muchachos inocentes que eran tomados

cautivos y asesinados en las montañas para presentarlos como terroristas muertos

en combate. El aumento del presupuesto militar y la ayuda contra el narcoterrorismo

de los Estados Unidos conocida como el Plan Colombia, y las asesorías

internacionales contribuyeron a transformar al ejército y la policía, les dieron

capacidad para tomar la iniciativa, golpear a fondo a los frentes guerrilleros, sacarlo

de las inmediaciones de las grandes ciudades, y comenzar a eliminar a los

comandantes de las FARC.

Todo esto exigió del país un inmenso esfuerzo fiscal para dedicar a las armas los

recursos que se necesitaban en el campo social, la educación, la salud, vías férreas,

vías terciarias y autopistas. Demandó de los empresarios grandes gastos en

seguridad privada. Destruyó iniciativas industriales, expulsó capitales nacionales y

alejó muchas inversiones externas. Tuvo un costo humano descomunal con los 8

millones de víctimas, los centenares de miles de civiles asesinados, y la cantidad

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de jóvenes de todos los lados que morían a diario en la guerra, o quedaban cojos,

mancos, ciegos y destruidos emocionalmente.

Valga esto para explicar por qué en la confrontación con las FARC estaba el ojo del

huracán de las violencias de medio siglo y por qué considero, con millones de

colombianos, que La Habana fue un logro importantísimo para la seguridad, la

tranquilidad, la gobernabilidad, el fin del conflicto espantoso, y la entrada a la

construcción de la paz.

Hay un nuevo país donde las mujeres del campo cuentan que volvieron a dormir en

piyama pues antes se acostaban vestidas para salir corriendo. Y en la mayoría de

los corregimientos y pueblos los policías y soldados comparten con la gente una

tranquilidad que no conocieron durante medio siglo, porque la guerrilla tenía

informantes por doquier para atacar al uniformado que llegara, y ningún campesino

quería ser visto al lado de un militar pues se lo cobraba la insurgencia.

La negociación de La Habana durante cinco años de total dedicación de los

participantes logró el acuerdo que fue modificado después del plebiscito y firmado

definitivamente en el teatro Colón. En un proceso inmensamente exigente que tuvo

el apoyo cuidadoso profesional y constante de Cuba y Noruega, países garantes, y

de los acompañantes Chile y Venezuela, de Naciones Unidos y del representante

de los Estados Unidos.

Este texto son mis reflexiones personales en torno a esos acontecimientos. No es

un texto de historia sobre el proceso de paz sobre el cual hay ya diversos trabajos,

algunos muy rigurosos, desde distintas perspectivas. Escribo sobre los hechos que

he vivido consciente de mis limitaciones subjetivas. Me mueve el dolor de nuestro

pueblo, la convicción de que venimos de la ruptura del ser humano entre nosotros

que dio lugar al trauma social y cultural que nos dificulta la reconciliación. Escribo

porque tengo esperanza en esta paz imperfecta que se fortalece en el crisol de las

dificultades.

Las introducciones suelen terminarse con un listado de agradecimientos. Pido

excusas a quienes me ayudaron como editores y a quienes me aportaron sus ideas

y sus críticas por no referirme a ellas y ellos. Quiero agradecer a los actores en la

negociación y la puesta en marcha de esta paz incompleta y valiosísima. No puedo

nombrarlos a todos, pero quiero resaltar a Sergio Jaramillo, el consejero ético, que

desinteresadamente entregó a esta tarea su inteligencia y rectitud moral en los

mejores años de su vida hasta ahora. A Humberto de La Calle el conductor y

estadista claro, honrado y cuidadoso de las instituciones. A Enrique Santos, Frank

Pearl, Luis Carlos Villegas y Alejandro Eder, y los demás que cubrieron la etapa

preparatoria y estuvieron pendientes de los desarrollos. A los generales Naranjo,

Mora, Flores y todo el grupo de las Fuerzas Armadas en la mesa de negociación. A

María Paulina Riberos, Nigeria Rentería, Mónica Cifuentes, Juanita Goebertus y a

las demás mujeres que desde el gobierno trabajaron incansablemente. A Pastor

Alape, Iván Márquez, Marcos Calarcá, Pablo Catatumbo, Rodrigo Granda, Joaquín

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Gómez, Carlos Antonio y Lozada y Andrés Paris, y a las mujeres Victoria Sandino,

Tanja o Alejandra, Camila Cienfuegos, Yadira Suarez y sus demás compañeras. A

Timochenko o Rodrigo Londoño, quien mantuvo la dirección de sus hombres hasta

lograr el acuerdo. A los asesores jurídicos de uno y otro lado. A quienes prepararon

la llegada de los testimonios del dolor humano, monseñor Luis Augusto Castro y el

padre Darío Echeverry de la Comisión de Conciliación, Ignacio Mantilla Rector de la

Universidad Nacional y Alejo Vargas, y a Fabrizio Hochschild representante

residente de Naciones Unidas y sus agencias, y posteriormente a Martin Santiago

que sucedió a Fabrizio y hoy continúa consagrado al empeño. Así como a Jean

Arnaud en la dirección de la Misión que se consagró en la dejación de las armas y

sigue actuando en la implementación. Al trabajo valiente e incansable de Todd

Howland y su equipo de Derechos Humanos desde la ONU, al equipo de la OEA

dirigido por Roberto Menéndez. A la canciller María Ángela Holguín que concitó el

apoyo de la comunidad internacional. A los países garantes y acompañantes. A la

Unión Europea y a instituciones internacionales como la Fundación Ford, el instituto

Kroc, el ICTJ para justicia transicional, y muchos otros. Y de manera especial mi

gratitud de colombiano al presidente Juan Manuel Santos, que comprendió que la

paz era la causa más grande y entregó a ella todo su capital político.

Me nace del alma expresar mi agradecimiento a los sobrevivientes del conflicto

armado que aceptaron ir a La Habana, hicieron respetar la memoria de sus seres

queridos destruidos por la guerra, pusieron sobre la mesa la verdad de su dolor y

señalaron sin amedrentarse a los responsables. A esas mujeres corajudas y a esos

hombres fuertes desde el sufrimiento les debe Colombia la reconciliación centrada

en el ser humano.

Y con todos los colombianos mi gratitud al Papa Francisco, que comprendió nuestra

situación y nos trajo un mensaje de esperanza para invitarnos a no tener miedo y

avanzar hacia la cultura del encuentro. Que puso la paz más allá de la política, nos

acogió en nuestro trauma y nos invitó a un cambio de corazón porque nuestra crisis

es sobre todo espiritual. Y nos llamó a tocar con nuestras manos la carne

ensangrentada de nuestro pueblo con el ejemplo que nos dio de cercanía,

compasión y respeto por las víctimas.

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CAPÍTULO I

Parar la guerra, construir la paz

Las conversaciones de La Habana entre los representantes del gobierno y la guerrilla

insurgente de las FARC-EP, tuvieron características de rigor y claridad nunca antes logradas

en ningún proceso en Colombia. Durante más de un año se trabajó y se convino una agenda

que contenía los cinco puntos fundamentales del “Acuerdo preliminar para la terminación

del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera”, y estaba decidido que no se

levantarían de la mesa sin llegar al final. Estos puntos, presentados por el Presidente Santos

el 12 de octubre de 2012, fueron: 1. Desarrollo rural integral; 2. Reforma política y

participación ciudadana 3. Fin del conflicto armado que implica el cese del fuego y

hostilidades bilaterales y definitivo, dejación de las armas y reincorporación de los

combatientes de las FARC a la vida civil y a la participación política; 4. La solución al

problema de las drogas ilícitas y la sustitución de los cultivos; 5. Los derechos de las víctimas

a verdad, justicia y reparación.

Ahora bien, en el desarrollo de los diálogos fuertes y difíciles, mi sentir es que las FARC se

movían dentro de la agenda pactada, con la determinación de llegar a cambios estructurales

que justificaban la lucha de 50 años de insurrección. El Gobierno, por su parte, estaba en la

tarea de incorporar lo viable de esas exigencias, más las demandas y exigencias de la

sociedad a las FARC, dentro del Estado Social de Derecho institucional.

En ese diálogo polarizado muchas cosas fueron a dar al congelador, como pendientes que

referían a los grandes problemas estructurales nunca resueltos que nos ubican entre los

países más excluyentes, más inequitativos y desiguales, más corruptos y más impunes del

mundo. Más destructores de la naturaleza y primer productor de coca y cocaína.

Estando así las cosas, llegaron a La Habana los sobrevivientes del conflicto armado interno.

Mujeres y hombres valientes quienes hicieron sentir que los grandes problemas

estructurales eran reales; pero evidenciaron un problema más grave y fundamental, el cual

debíamos resolver primero o de lo contrario todos los cambios que se intentaran se harían

sobre arenas movedizas. Mostraron descarnadamente, con el testimonio del sufrimiento

físico y emocional que cargaban ellos y sus familias, que lo más importante estaba todavía

por discutirse.

Lo plantearon con los relatos de los familiares asesinados, los años horribles de secuestro,

las piernas mutiladas de las minas antipersona, las mujeres abusadas, los pueblos

masacrados, los niños usados para matar, los falsos positivos llevados a cabo por miembros

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del ejército, las desapariciones de todos los lados, las ejecuciones extrajudiciales y muchas

otras barbaries contra las personas.

Dejaron claro que el problema de fondo había sido y seguía siendo la capacidad de

destruirnos, de excluirnos a muerte, de odiarnos, de rompernos, de someter a las

comunidades y los pueblos al terror y al silencio. En otras palabras, la inmensa dificultad de

aceptarnos como seres humanos iguales, que dependemos los unos de los otros. Por eso la

desconfianza, el desprecio, el rechazo y el odio sobre la misma sangre y el alma colombiana,

vulneradas en millones de víctimas que gritan al mundo nuestra tragedia.

Las víctimas lograron que las conversaciones de La Habana se centraran en este problema

fundamental y que las dos partes lo enfrentaran en un diálogo de momentos dramáticos,

no entre adversarios sociales o políticos, sino entre enemigos a muerte. Entonces se fue al

fondo, hasta poner en marcha la solución de la más grave de las fracturas estructurales:

nosotros mismos.

Este fue un logro único, porque nunca habíamos solucionado con el diálogo problemas

estructurales. Y esta vez logramos. Encontrar la salida negociada al asunto más

radicalmente estructural: la negación entre nosotros del valor sagrado de la vida y la

aceptación de que siendo colombianos nos matábamos de manera absurda por razones

ideológicas y políticas.

Las víctimas cambiaron de ese modo el desarrollo de las conversaciones de La Habana y a

partir de allí el ser humano quedó en el centro. Fue posible entonces poner en el Acuerdo

instituciones que se habían estado explorando y que la presencia de la realidad brutal

convirtió en exigencia: La comisión de entrega de todos los desaparecidos, la comisión de

mujeres como primeras víctimas de la guerra y el cuidado de quienes, por identidad de

género, han sido objeto de limpiezas sociales. La elaboración cuidadosa de la arquitectura

de la justicia transicional para asegurar a todos la verdad, la reparación, la garantía de no

repetición y la no impunidad en la Justicia Especial para la Paz, JEP, con tribunales especiales

cuyas sentencias quedan en la mira de las cortes internacionales; y la Comisión de la Verdad

para el esclarecimiento de la verdad, el reconocimiento de las víctimas y las

responsabilidades y la construcción de convivencia regional. Se creó la circunscripción

especial para que las comunidades sometidas por décadas al pánico y la incertidumbre

pudieran llevar al Congreso personas que les representaran.

Por esa misma decisión humana el Ejército y la Policía asumieron con grandeza la tarea de

ser guardias de quienes habían sido sus enemigos y ahora, sin armas, pasaban a ser

ciudadanos con plenitud de derechos en una patria reconciliada. Por eso se dio prelación a

las víctimas despojadas de sus parcelas en el fondo de tierras, y protección y participación

a las organizaciones excluidas. Gracias a ello los problemas estructurales que estaban en el

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congelador no se abandonaron. Se entendió que quedaban para ser enfrentados en la lucha

política democrática, fundamentada en el pacto por el ser humano.

Este es el verdadero logro de La Habana. El más importante. Lo que da fortaleza a los

acuerdos. Lo demás se ha de construir a partir de aquí.

No sabemos hasta dónde pueda llevar esta fidelidad al ser humano, pero ¿Hay acaso otro

camino para reconstruirnos y para recuperar nuestra dignidad como pueblo ante las

naciones del mundo?

A finales de diciembre de 2014, después del paso de las víctimas por Cuba, las FARC tomaron

la decisión de empezar un cese al fuego unilateral. El freno a los ataques al Ejército y a la

Policía y el cese de secuestros por parte de la guerrilla fue real. Sin embargo, en abril de

2015, once soldados murieron y veinte quedaron heridos en un ataque sorpresivo de los

guerrilleros en el departamento del Cauca, en un área de alta presencia de negocios de

cultivos ilícitos. Este hecho indignó al país, exasperó a la opinión pública contra las FARC y

multiplicó la desconfianza sobre La Habana, aumentando las dificultades en la mesa de

negociación. En el mes siguiente, mayo, el Ejército bombardeó a las FARC en el mismo

territorio y mató a 26 guerrilleros. No obstante esta realidad penosa, y en medio de las

vicisitudes, las conversaciones de La Habana continuaron.

Lo más duro de estos episodios del Cauca, en los que murieron 37 muchachos

pertenecientes a la guerrilla y al ejército, la mayoría de origen campesino, es que puso de

nuevo en evidencia la tragedia inacabada de un pueblo que comparte las mismas

tradiciones y un territorio con posibilidades para todos, donde en lugar de preparar a la

juventud para construir en democracia los cambios estructurales que nos debemos, miles

de jóvenes mueren en la guerra sin sentido. Afortunadamente esta vez, gracias a la

sensibilidad humana ganada, el dolor vivido en estos escenarios espantosos contribuyó, por

encima de las polémicas, al ¡Basta ya!, clamor expresado desde todas las orillas. El llanto en

el sepelio de los soldados, el minuto de silencio que se vivió en los estadios y la tristeza en

las veredas bombardeadas fueron, en lo más sentido, un llanto por nosotros mismos.

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En medio de estos episodios tuvo lugar la visita al país de Kofi Annan. Me impresionó por

su lucidez y libertad, por su capacidad de escuchar y de comprender las situaciones e ir

directamente a lo más importante. Sentí en él la sencilla elegancia del príncipe africano y la

riqueza de visión del erudito de los problemas del mundo. Kofi Annan estuvo un par de días

en Bogotá y se fue a Cuba para reafirmar su compromiso personal y mostrar la seriedad que

daban a los diálogos de La Habana, quienes en la comunidad internacional trabajan por la

paz.

En su paso por la Capital, este premio nobel de paz, quien además fue Secretario General

de Naciones Unidas, dejó dos mensajes. Primero, que la paz es ante todo un asunto humano

y que solo funciona si lo toma en sus manos la sociedad entera, de lo contrario no es posible

conseguirla; es por tanto un bien que requiere de un acuerdo básico que compromete al

Estado e implica a las generaciones futuras, no importa quién gobierne en los próximos

años. Segundo, que la justicia transicional es la solución de la tensión entre justicia y paz

para evitar la impunidad y establecer procedimientos serios mediante los cuales los actores

armados de todos los lados y sus socios restauran el mal que causaron con la guerra y que

las cortes internacionales respetan estos procedimientos siempre y cuando tengan rigor y

probidad, y sean aceptados por las víctimas y por los ciudadanos de Colombia.

En cuanto a lo primero, Kofi Annan insistió en la necesidad de la unión en torno al objetivo

de la paz, con la incorporación de todos los aportes relevantes desde las distintas

posiciones.

Respecto a lo segundo, su mensaje contribuyó a evidenciar la conexión entre la justicia

transicional y restaurativa y la paz territorial. Porque mostró que la justicia de la paz se da

cuando en las regiones afectadas por el conflicto los actores de la guerra y sus apoyos

políticos y económicos asumen el deber de decir la verdad, reconocen responsabilidades,

se comprometen a la no repetición, se ponen al servicio de la restauración de los

pobladores victimizados con el fin de reconstruir el territorio, en una dedicación

colectivamente acordada, supervisada por la comunidad nacional e internacional, con

objetivos y tiempos exigidos previamente, e indicadores de resultados a la vista de

observadores en un horizonte de reconciliación.

Es la justicia transicional la que con sentencia sobre responsabilidades pone en marcha la

construcción del desarrollo humano, sostenible y seguro del final de la guerra. Y lo hace con

las comunidades campesinas sobrevivientes que fueron sometidas al terror, desposeídas de

la tierra, afectadas por la coca y la minería criminal de las retroexcavadoras. E igualmente

con los proyectos de vida de los pueblos indígenas y afrocolombianos que fueron

vulnerados en su soberanía territorial, penetrados, divididos y humillados. Esta paz

territorial integral subordinada a sentencias es, para Kofi Annan, la senda que tienen los

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que hicieron la guerra para reconstruir las regiones, reconstruirse a sí mismos y ser acogidos

como ciudadanos en una justicia propia del conflicto armado y contraria a toda impunidad.

En el marco de estos acontecimientos, el presidente Santos, en los primeros meses de 2015,

aceptó poner en marcha la comisión técnica para preparar el cese bilateral al fuego y a las

hostilidades. La comisión tuvo por parte del Estado a altos militares en servicio y por parte

de la guerrilla a los expertos en estrategias de guerra. Esta decisión fue bien recibida por las

comunidades situadas en los territorios del conflicto y por el movimiento por la paz que

durante décadas ha reunido organizaciones sociales, iglesias, organizaciones no

gubernamentales y empresarios, entre otros, pero al mismo tiempo fue criticada por los

grupos de oposición al proceso, porque consideraron que el cese de las operaciones

militares afectaba la seguridad nacional, desmotivando al Ejército y a la Policía.

Para responder a estas preocupaciones y críticas fue necesario recordar que las

negociaciones de La Habana se emprendieron para llegar al acuerdo bilateral de terminar

la guerra y acabar con las armas en la política, precisamente porque conseguirlo es el logro

más importante para alcanzar la seguridad, pues da por terminado el conflicto central y

permite dedicar las fuerzas del Estado a las demás fuentes de violencia social.

Terminar la guerra no significa acabar inmediatamente con todas las incertidumbres, pero

sí destruir la causa fundamental de la inseguridad y parar la tragedia humana. Por eso las

víctimas en La Habana insistieron en que la gran reparación que esperaban era la

terminación de la barbarie de masacres, secuestros, desapariciones, ejecuciones

extrajudiciales, falsos positivos y jóvenes muertos en combates inútiles. Barbarie que puso

en duda la dignidad de todos los colombianos.

Tres hechos marcaron el proceso de paz en el inicio del año 2016: el acuerdo sobre la misión

de verificación y monitoreo del futuro cese del fuego bilateral, que sería presidida por Jean

Arnault bajo la coordinación del Consejo de Seguridad de la ONU; la definición de los sitios

donde se ubicarían las FARC y las primeras líneas de acción presentadas por el ministro del

Posconflicto para poner en marcha la construcción de la paz territorial.

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Este acuerdo sobre la misión de verificación fue el resultado del diálogo en la mesa y de

gestiones lideradas por el presidente Santos, hasta la conversación personal con los jefes

de Estados miembros del Consejo de Seguridad, un logro que muestra el reconocimiento

de la comunidad internacional al esfuerzo de Colombia.

Entre las instancias que contribuyeron a este logro cabe resaltar el papel del equipo de la

ONU en Colombia, que desde meses atrás, de manera discreta y eficaz, trabajaba en la

preparación del terreno para esta crucial misión. Todo el equipo de la ONU con sede en

Bogotá, bajo la coordinación de Fabricio Hochschild, se entregó con pasión a apoyar y

acompañar el proceso con espíritu de servicio, libertad, carácter y profesionalismo,

particularmente al lado de las víctimas.

La definición de los sitios para las FARC desmovilizadas mostró la solidez del proceso y

significó empezar a poner en práctica las decisiones difíciles cuando se entra en territorios

y comunidades.

Para ese momento el entendido era que el tribunal de justicia transicional determinaría los

sitios de libertad restringida y decidiría sobre el indulto a los guerrilleros acusados

solamente por rebelión. Y en coherencia con la restauración de las comunidades

victimizadas, lo razonable era desde entonces, establecer las condiciones para que los

sentenciados a libertad limitada pudieran ir a restaurar la convivencia en los lugares

destruidos por la guerra e incorporar también en esos sitios a los indultados, para hacerlos

partícipes en proyectos colectivos de desarrollo rural integral. Este paso necesitaba de la

confianza de las comunidades hacia los excombatientes y requería de las FARC el abandono

de las “colaboraciones” hasta entonces exigidas, que para la gente eran extorsiones

insoportables. Por eso la decisión de los lugares de ubicación y de la logística de

mantenimiento de los guerrilleros fue determinante en el avance del proceso y para hacer

viable la verificación de la misión de la ONU.

Desde entonces se advertía como crucial que la misión internacional buscara apoyo en los

pobladores de las regiones, ya que la sostenibilidad del proceso requiere de personas del

territorio reconocidas por su sabiduría popular, que conocen a su gente, que tienen

autoridad moral y han sido buscadoras independientes de la paz en medio del conflicto.

Esas personas no pueden ser remplazadas por ninguna comisión nacional ni internacional

que llegue desde fuera y con ellas hay que trabajar orgánicamente.

Rafael Pardo llegó a la responsabilidad de ministro del Posconflicto con la experiencia del

Plan Nacional de Desarrollo. En diálogo con él invitábamos a aprovechar lo aprendido en

desarrollo territorial en medio del conflicto y a tomar los 170 municipios escogidos entre

las partes dentro de una visión de totalidad territorial cultural, medioambiental y

económica, que incorpora a los municipios vecinos de los escogidos, a fin de tener una

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estrategia de región y hacer transformaciones territoriales reales. La red de Programas de

Desarrollo y Paz tiene mucho que aportar en esto. Por tratarse de transformaciones

profundas en la sociedad y las instituciones que durarán varios períodos de alcaldes y

gobernadores. Es necesario que los ciudadanos del territorio se apropien del proceso para

asegurar su sostenibilidad, lo cual postula la conformación de instituciones mixtas, de

ciudadanos y administraciones que manejen los recursos, atajen la corrupción y mantengan

una perspectiva de largo plazo que no tienen los mandatarios locales de turno.

Terminada la labor de la comisión técnica encargada de preparar el silencio de los fusiles,

el 29 de agosto de 2016 entró en vigencia el cese al fuego bilateral y de hostilidades

definitivo. Habían pasado catorce meses desde el día en que se inició la comisión técnica

para detener la confrontación armada bilateral. La comisión había trabajado sin descanso y

el tiempo invertido y los análisis y documentos producidos muestran la seriedad de la

dedicación y la cantidad de asuntos que hubo que resolver para lograr los protocolos

confiables. El presidente Santos anunció que había llegado el fin de la guerra con las FARC

y que Colombia empezaba una nueva historia. El monitoreo internacional riguroso mostró

la seriedad que ponían las partes. La guerra terminó ese día.

Para el Estado significó poner en marcha la reformulación del lugar y de las tareas del

Ejército, que ya no tendría como objetivo central ganar la guerra contra la guerrilla. Ahora

los soldados pasaban a ser constructores de la paz regional al lado del ministerio público,

en las regiones donde había sido el conflicto. Además tenían la responsabilidad de llevar la

soberanía del Estado a los territorios todavía penetrados por las bacrim y otros grupos

armados ilegales que controlan el negocio de la coca y la minería criminal.

Terminar la guerra significó para las bases guerrilleras de las FARC entrar en el cambio de

conciencia que ya venían experimentando sus comandantes participantes en la mesa de

negociaciones. Para la guerrillerada fue empezar a comprender que lo revolucionario, en

las circunstancias nacionales e internacionales, era defender su proyecto de país dentro de

la participación y la incertidumbre de la construcción democrática, en las complejas y no

pocas veces contradictorias instituciones y leyes del país, condicionadas por luchas políticas

feroces. Ahora ellos mismos tenían que transformarse en actores civiles y políticos sin armas

para preservar el acuerdo y construir la paz, después de acabada definitivamente la lucha

armada.

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En el último semestre del 2016, en plena vigencia del cese al fuego definitivo, el país fue

movilizado por las campañas por el No y el SÍ del plebiscito, para rechazar o refrendar el

acuerdo de La Habana.

El plebiscito no era necesario. El presidente tenía todo el poder constitucional para firmar

la paz con las FARC, pero quería que, en respeto a la democracia, fuera el pueblo soberano

el que consagrara la última legitimidad del acuerdo. Para analistas políticos había además

un motivo no dicho que subyacía en la convocatoria: la rivalidad entre Santos y Uribe. Según

algunos politólogos, Santos estaba convencido de que ganaría ampliamente la aprobación

de los colombianos y de esa manera derrotaría definitivamente al expresidente. Uribe

aceptó el reto y dirigió personalmente la campaña por el NO.

Se trataba de un voto para aprobar o rechazar el cierre definitivo de un proceso que había

requerido muchos esfuerzos políticos, militares y económicos durante siete períodos

presidenciales consecutivos; un proceso particularmente significativo en los últimos años,

que el papa Francisco en su visita a Colombia, consideró como ejemplar. Una negociación

apoyada además ampliamente por la comunidad internacional.

Hubo una discusión pública sobre la legitimidad institucional de este plebiscito o consulta

ciudadana y sobre la forma que debería tener, pues el Centro Democrático pedía que se

hiciera una pregunta independiente sobre cada uno de los temas que contenía el texto.

Finalmente la Corte Constitucional aceptó el procedimiento que llamaba a que los

ciudadanos aprobaran o rechazaran la totalidad del proceso, en el que cada párrafo había

sido discutido por meses y todos formaban una unidad articulada, en el entendido de que,

si ganaba el SÍ, se entraba en una nueva etapa de la construcción de la paz, que debería

enriquecerse y ajustarse mediante la participación responsable de todos los ciudadanos.

Las campañas polarizaron agriamente al país. Como pocas veces, se pudo constatar lo que

significaba votar en libertad, cuando las consignas de uno y otro lado cargaban de mensajes

políticos tóxicos, rumores y consejas de mala leche el espacio de la opinión pública.

El reto para cada ciudadano era el trabajo interior para proteger la autonomía personal en

la conversación democrática exigente y responsable que por una parte debía respetar la

opción de los demás y por otra exigir juego limpio con la verdad y con las oportunidades

equitativas para participar en la gesta. Grupos adversarios del SÍ pusieron vallas en las que

aseguraban que votar a favor del acuerdo de paz, era votar por la presidencia de

“Timochenko”, el máximo comandante de las FARC e imponer en Colombia el modelo del

socialismo del siglo XXI que había llevado a Venezuela al hambre y a la migración por

persecución política y falta de oportunidades. Grupos adversarios del No movilizaron

mensajes señalando a los que se oponían como enemigos de la paz y de los campesinos,

despojadores de tierra, encubridores de la verdad y paramilitares.

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Ante esta realidad era una obligación moral proteger el respeto de quienes pensaban

distinto e incrementar la confianza en que los otros también podían ser bien intencionados

y llamar a la amplitud de miras para aceptar que unos y otros, desde las diferencias, podían

estar buscando lo que consideraban mejor para el país.

Aquí se hizo pertinente la llamada de la Iglesia católica, como autoridad moral, a votar en

conciencia. Muchos erróneamente pensaron que a la Iglesia le daba lo mismo la paz o la

guerra, cuando se trataba de una invitación a la responsabilidad de cada quien ante un

asunto público serio, que supone de cada persona el análisis de la disyuntiva para llegar a

una decisión independiente. Esta convocatoria desde una autoridad moral requiere que la

misma presente públicamente lo que ve como lo más conveniente en un asunto complejo,

no para someter a su criterio las conciencias de los participantes cuya autonomía debe

respetarse sino para enriquecer el discernimiento que hacen las personas, que también han

de escuchar las razones de los demás para aquilatar el juicio individual.

La invitación de la Iglesia fue a estudiar el contenido de los acuerdos para ponderar los

aspectos morales, sociales y públicos del proceso, situarlo en la historia de nuestras décadas

de conflicto y tomar así una decisión personal responsable. En mi sentir, en sus diversas

instancias de liderazgo espiritual y particularmente como Conferencia Episcopal, le faltó a

la Iglesia haber presentado de manera unificada, oportuna y pública, el resultado

transparente de su análisis y la conclusión clara sobre el voto que consideraba más

consistente con el evangelio. Ello debió hacerlo advirtiendo que respetaba plenamente la

libertad de los católicos en esta decisión sobre un asunto público difícil y que se entregaba

el análisis y la conclusión de lo que se consideraba como mejor, no para fortalecer la

campaña en un sentido u el otro, sino para contribuir al discernimiento personal de todos

los creyentes. Por no haber hecho esto, la acción de la Iglesia fue juzgada en muchos lugares

como neutral ante la paz.

La Conferencia Episcopal se pronunció muy cerca del día del plebiscito, cuando ya las

campañas habían hecho su trabajo de cooptación, en un documento público sacado

después de que el Papa manifestara su alegría al conocer la noticia del acuerdo del fin de la

guerra en Colombia, desde el avión que lo llevaba a la República de Armenia. Los obispos

saludaron el acuerdo de La Habana como un acontecimiento histórico y primer paso de

muchos hacia la paz. Ll amaron a las partes a avanzar respetando las instituciones; pidieron

al Gobierno información clara y veraz para superar las dudas; expresaron la urgencia de

protocolos públicos y transparentes para la dejación y destrucción de las armas y reiteraron

que acompañaban el proceso desde el lado de las víctimas en la construcción de una nación

en democracia, libertad, derechos humanos, perdón y reconciliación, al tiempo que

invitaban a la oración por el don de la paz. Era un mensaje que evidentemente conllevaba

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la invitación a reconciliación, pero que no tenía la claridad de un aporte al discernimiento

entre el SÍ y el No desde una opción respetuosa hecha por la Iglesia.

No era fácil discernir en un ambiente de polarizaciones dominado por el argumento de

autoridad desde la política que imponía como indiscutible la voluntad del jefe. Muchos se

abstuvieron de leer el texto del Acuerdo sobre el que iban a votar, porque se les dijo, desde

esa autoridad, que las páginas del documento estaban llenas de engaños y mentiras.

Fue entonces cuando se formó el grupo de La Paz Querida. En un acto solemne, en la

Biblioteca Luis Ángel Arango, un grupo de ciudadanos lanzamos esta iniciativa para

contribuir a una nueva ética pública de transformación de las relaciones sociales entre

nosotros hacia el logro de comportamientos respetuosos de la dignidad, incluyentes,

equitativos y abiertos a la reconciliación y para apoyar la paz negociada, proteger el Acuerdo

y contribuir a la implementación de sus inmensas exigencias.

La Paz Querida no se planteó como una campaña por el SÍ en la consulta nacional. Su espíritu

fue invitar al voto en conciencia, pidió que se escucharan todos los puntos de vista y al

mismo tiempo el grupo, como obligación moral, presentó las razones por las cuales

consideraba que votar por el Sí era la mejor decisión para el país, no para excluir otras

opciones, sino para contribuir al discernimiento y la aclaración colectiva de lo que se veía

mejor para Colombia.

Además, el grupo se constituyó con miras a un horizonte de largo plazo,

independientemente de los resultados que pudiera dar el plebiscito, para trabajar desde

una perspectiva ética, en la transformación del país a partir del diálogo intergeneracional

en los distintos territorios e incidir en los centros de decisión pública.

La Paz Querida partió del sufrimiento de las víctimas y de la fractura del ser humano entre

nosotros, para poner énfasis en las transformaciones que han de hacerse desde los

territorios del conflicto, reconstruir la política, la economía y el cuidado de la naturaleza

desde las veredas, los corregimientos y municipios; con seria atención a las culturas y los

derechos e intereses regionales, y desde allí entrar en diálogo con las instituciones del

estado central y con un mundo globalizados.

El grupo ha buscado unirse a los esfuerzos de movilizar sectores de opinión con la intención

de crear una masa crítica ciudadana capaz de producir nuevas actitudes sociales y poner fin

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a la lucha armada fratricida y sus nefastas consecuencias para la vida humana, el desarrollo

sostenible y la democracia.

En su declaración de principios, La Paz Querida hace requerimientos y exigencias al gobierno

nacional, la sociedad civil, los partidos y movimientos políticos, los empresarios, la fuerza

pública, las guerrillas, la delincuencia organizada, la juventud y los organismos de

cooperación internacional. Promueve debates y participación de la ciudadanía, tanto a nivel

nacional como regional para la construcción de la convivencia en las diferencias; la

implementación adecuada de los acuerdos de La Habana y eventualmente los que surjan

de las negociaciones con el ELN. Todo lo anterior, teniendo en perspectiva la construcción

de la Colombia de 2025 y dejando atrás los sentimientos de odio, venganza y desconfianza

que nos amarran al pasado. Felizmente, los jóvenes han unido su creatividad y su pasión a

esta iniciativa.

En el acto de lanzamiento de La Paz Querida, el General (R.) Henry Medina resumió en estas

palabras el objetivo del grupo: “Coincidimos en que los acuerdos de La Habana serán

condición necesaria pero no suficiente para la construcción de la paz, pues los dueños de la

paz seremos todos los colombianos y por eso construiremos puentes y no muros;

buscaremos formas de sumar y no de restar y mantendremos una mirada optimista sobre

lo que podemos ser y lo que podemos heredar como sociedad a nuestros descendientes”.

Los acontecimientos que siguieron después sacudieron todas las fibras emocionales de los

ciudadanos. El lunes 26 de septiembre de 2016, a las 5 de la tarde, se firmó en Cartagena el

acuerdo de paz frente a miles de personas entre las que se encontraban víctimas del

conflicto de todos los lados, el gobierno en pleno, el Secretario General de las Naciones

Unidas , Ban Ki-moon, presidentes de otros países, Monseñor Pietro Parolin, Secretario de

Estado del Vaticano y varios obispos y ministros religiosos de otras iglesias cristianas y

confesiones, cuerpo diplomático, empresarios nacionales e internacionales, invitados de

todos los estratos sociales y etnias, artistas y multitud de periodistas del mundo. En la

ceremonia el presidente parafraseó el himno nacional, “Cesó la horrible noche de la

violencia”, dijo. A su turno, “Timochenko” pidió perdón por los daños causados durante la

guerra. Ese mismo día, allí en Cartagena, los opositores al acuerdo con las FARC realizaron

una jornada de protesta dirigida por el expresidente Uribe y el ex procurador Alejandro

Ordoñez.

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El domingo siguiente, 2 de octubre, tuvo lugar el triunfo del No sobre el Sí. Un resultado

que sorprendió incluso a los partidarios del NO, que obtuvieron 6.431.376 votos, contra

6.377.482 por el SÍ. La apreciación inmediata fue que el proceso de paz caía en la

incertidumbre. El presidente Santos aceptó el resultado y declaró que se mantenía el cese

al fuego bilateral y definitivo. Las FARC comunicaron que seguirían en la búsqueda de una

solución negociada. El expresidente Uribe, ganador, invitó a un gran acuerdo nacional.

El triunfo del No fue un verdadero cataclismo social, político y emocional para quienes

pensábamos que la paz lograda en La Habana, aunque imperfecta, era el punto de partida

hacia un país libre de la guerra, más equitativo y justo, que requería por supuesto de ajustes

durante la década de ejecución que estaba por delante. Estábamos convencidos de que era

lo mejor para Colombia y que la mayoría del pueblo la apoyaba, a pesar de las dudas

normales, la escasa información y las falsas verdades.

Esa noche del domingo 2 de octubre en que se dieron los resultados, yo había llegado a

Roma a iniciar la Congregación General de los jesuitas, que reunió a 217 miembros de la

Orden Religiosa, de todo el mundo. Por la diferencia horaria escuché el resultado final de

las votaciones a la una de la mañana. Era ya lunes. Entonces me hice la siguiente reflexión,

la cual envié a los amigos en Colombia y titulé: Lo que ganamos perdiendo:

Nosotros habíamos invitado a un voto en conciencia, a respetar a quienes pensaran distinto,

a participar en el plebiscito dejando claro que aceptábamos el resultado y que

construiríamos a partir del resultado, fuera el que fuese.

En conciencia explicamos las razones que nos llevaron a luchar por el Sí, convencidos de que

era lo mejor para el país y convencidos de que con nuestras razones podíamos convencer a

la mayoría y perdimos.

No luchábamos por el futuro político del presidente Santos, tampoco contra el futuro político

del expresidente Uribe, ni luchábamos por el futuro político de las FARC. Nos importaba

solamente el que pudiéramos vivir como seres humanos. Esta fue la razón de nuestra lucha.

Luchábamos por superar la crisis espiritual del país que nos sumió en la destrucción de

nosotros como seres humanos. Soñamos que íbamos a dar un primer paso aprobando la

negociación con las FARC, pero no lo logramos como queríamos. Seguramente porque

nosotros, como colombianos que somos, también formamos parte de la crisis.

Gracias a Dios, Colombia es una democracia. Y la democracia, con la llamada a que el

pueblo se manifieste, tiene la virtud de plantarnos en la realidad, gústenos o no, como lo

dice la copla de Machado: “La verdad es lo que es y sigue siendo verdad, aunque se piense

al revés”.

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Y sin embargo, esta verdad, este resultado del plebiscito puede ser el camino que nos lleve

superar el más profundo de nuestros problemas, que somos nosotros mismos, partidos como

lo evidencia esta votación, excluyentes, incapaces de ir juntos en los asuntos más profundos

y sabedores de que nuestras animosidades y agresiones, que se expresan en la política, en

los medios de comunicación, en los debates académicos y eclesiales y el seno de las familias,

tienen consecuencias letales entre los campesinos y en la locura de la guerra donde pierden

la vida nuestros jóvenes, mientras otros problemas graves del país siguen sin resolverse.

Felizmente la declaración del presidente Santos ha dado tranquilidad a todos porque como

demócrata reconoce el triunfo del No, mantiene el cese bilateral al fuego, llama a un

replanteamiento de los acuerdos de paz incorporando a quienes ganaron y ordena a los

negociadores del gobierno que retomen el diálogo con las FARC dentro de la nueva realidad

política.

Igualmente es de resaltar la actitud constructiva y reconciliadora del expresidente Uribe que

reitera su voluntad y paz, invita a las FARC a continuar en la negociación y plantea los

aspectos jurídicos, institucionales, sociales y económicos que quienes votaron por el NO,

consideran indispensables para ser incorporados en los acuerdos.

Tenemos que aceptar con realismo y humildad que debemos revisarnos. Quizás no nos

habíamos aceptado crudamente como parte del problema y precisamente porque somos

parte del problema, de la crisis, hoy es mucho más grande nuestra responsabilidad de ser

parte de la solución.

Este es el momento de oírnos, comprendernos y reconciliarnos con quienes por razones

sociales, políticas, institucionales y éticas, piensan distinto. De aceptarnos en nuestras

diferencias. De revisar qué es lo que cada quien tiene que cambiar para que todos seamos

posibles en dignidad, en una paz que nos traiga la tranquilidad.

Vamos a mantener y redoblar el entusiasmo con que nos entregamos a la causa de la paz,

pero vamos a hacerlo incorporando a los demás, aceptando su comprensión distinta,

escuchando sus argumentos, temores y rabias, situándonos más allá, en el ser humano que

somos todos.

Pensamos que los elementos centrales de los acuerdos de La Habana y el método del proceso

de paz siguen siendo válidos. En ellos pusieron seis años de trabajo personas de

extraordinario valor y de la más seria dedicación, hombres y mujeres, civiles y militares que

son verdaderos valores humanos de Colombia, y al lado de ellos, guerrilleros dispuestos a

dejar la guerra, que se transformaron como personas en el mismo proceso. Ellos merecieron

la admiración y el respaldo de la comunidad internacional, pero el resultado de la votación

muestra que los acuerdos tienen que ser reformados para ser viables política e

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institucionalmente en la Colombia de hoy. Lo que importa finalmente es la paz, que requiere

momentos de generosidad heroica para que podamos superar la crueldad de la violencia

política de una manera factible en una patria reconciliada.

Tengo plena confianza en que Dios nos acompaña en este camino. Que hoy más que nunca

vale la palabra de Jesús cuando nos dice que la verdad nos hará libres. Que esta verdad del

resultado del plebiscito, con toda su mezcla de realismo humano y político, purifica y acrisola

este proceso. Que hoy nos ponemos de partida para ser humanamente más grandes.

Estas fueron mis consideraciones en Roma, en la madrugada del 3 de octubre.

Ocho días más tarde, el presidente recibió la noticia de que era el nuevo Premio Nobel de

Paz. La semana siguiente invitó a Álvaro Uribe a dialogar sobre las objeciones contra el

proceso que explicaban el triunfo del NO, pues era la cabeza el triunfo contra el documento

de La Habana, aunque no todos los votos fueran suyos.

El resultado de estas conversaciones fue llevado a La Habana por el equipo del gobierno.

Las exigencias de la oposición fueron básicamente aceptadas por las FARC y se introdujeron

190 cambios al acuerdo, como acatamiento del resultado del plebiscito. Solamente dos

puntos fueron rechazados: el que pedía que hubiera justicia con cárcel para los

responsables de crímenes de lesa humanidad y el que negaba a esas mismas personas el

derecho a ser elegidos para cargos públicos.

Muchos pensamos que debió haber tenido lugar una nueva reunión entre el gobierno y la

oposición política para dialogar sobre la forma como quedaba el nuevo Acuerdo después

de la conversación con las FARC, en el que se incluyeron las enmiendas y se aceptó, en

medio de una discusión llevada hasta el límite, que los exguerrilleros no iba a la cárcel ni

perderían el derecho a ser elegidos. Desafortunadamente esa reunión no se llevó a cabo. Y

este hecho contribuyó a que se la oposición juzgara como ilegítimo cualquier desarrollo

posterior del acuerdo de La Habana. Un juicio persistente, sin concesiones ni bemoles, que

se ha mantenido incluso después de que la Corte Constitucional estableció que el Congreso

tenía poder para legitimar el nuevo acuerdo definitivo y se pusiera en marcha el fast track

para la discusión, transformación, aprobación o rechazo de las leyes y normas de

implementación del acuerdo. En estas condiciones tuvo lugar la firma del nuevo Acuerdo,

el 24 de noviembre, 53 días después del plebiscito, en un acto más sobrio y austero en el

Teatro Colón de Bogotá.

Tres meses después, once premios nobel se reunieron en Bogotá y nos dejaron el mensaje

que en todos los países del mundo los procesos de paz habían sido procesos de grandes

contradicciones. Advirtieron además que el éxito de estos procesos no dependía de los

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presidentes, de los expresidentes, ni de las burocracias políticas, sino de los pueblos. Y nos

llamaron a tomar en nuestras manos la posibilidad de la reconciliación.

CAPÍTULO II

La dejación de las armas

Cuatro meses después del día en que se inició el cese al fuego bilateral y definitivo, pasado

ya el plebiscito y firmado el nuevo acuerdo final, llegó el momento de entrar en el proceso

de dejación de las armas.

No se pactó “entrega” de armas por parte de las FARC, porque el acuerdo no fue el resultado

de una derrota. Se habló de dejar las armas en manos de las Naciones Unidas y este proceso

fue puesto en manos de la misión de la ONU.

Las FARC hacían presencia en 370 municipios de Colombia y desde esos sitios, acompañados

de 1200 policías y cuidados también por el Ejército, hicieron el éxodo hacia las 23 veredas

y siete campamentos donde se habrían de concentrar durante seis meses, para preparar la

dejación de las armas y su incorporación como ciudadanos a la sociedad civil.

La primera semana de 2017 la guerrilla emprendió el éxodo, atravesando montañas hasta

llegar a las zonas veredales transitorias. Espacios de aproximadamente tres kilómetros de

largo por dos de ancho, rodeados por una zona despejada de un kilómetro, más allá del cual

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el Ejército circundaba la vereda, con un campamento para el mecanismo de verificación,

donde estaban las Naciones Unidas, el Gobierno y miembros de las FARC.

Los protocolos establecían que las FARC arribarían allí en los primeros días de enero de 2017

y que para ese momento el gobierno tendría terminada la construcción de los caseríos. Las

FARC cumplieron, pero el gobierno no. Cuando llegó la guerrilla al sitio, las construcciones

apenas empezaban. Durante los seis meses de veredas transitorias los guerrilleros vivieron

en carpas, continuando las costumbres que tenían en la selva, con el calor de los días

soleados y el barro dejado por los aguaceros tropicales en todas partes.

Por otra lado, el hecho extraordinario de la caminata guerrillera desde las zonas que

controlaban hasta los espacios de concentración en que iban a permanecer medio año en

cumplimiento de lo pactado, no tuvo la difusión que merecía en la opinión pública y no

fueron pocos los ciudadanos que se negaron a creer que las FARC hubieran abandonado los

municipios que controlaban para confinarse en los pequeños espacios y preparar la dejación

de armas.

Estuve como simple ciudadano en Pueblo Nuevo, Caloto, en el Cauca, para contribuir a crear

confianza y explicarle a la comunidad indígena Nasa cómo eran los protocolos de la vereda

transitoria que allí se iba a crear. Ese día terminamos unidos orando por Colombia, junto a

la tumba del padre Álvaro Ulcué Chucué, asesinado en noviembre de 1984 cuando

trabajaba por los derechos de sus hermanos indígenas. En la lápida, bajo su nombre, está el

texto evangélico: “Bienaventurados los que trabajan por la paz”.

Ver a los integrantes de las FARC acompañados en el éxodo por los policías, mezclados con

la gente que les acogía, era participar en la escena del profeta Isaías (11, 6-9) cuando

anuncia la paz en la que el lobo y el cordero comen juntos y el niño puede meter, sin peligro,

la mano en el agujero de la víbora. Las fotos dándose la mano entre guerrilleros y soldados,

las tomas de las carpas donde dormían juntos insurgentes con militares y la joven guerrillera

que marchaba con el bebé en los brazos, mostraron el impresionante trasegar de siete mil

quinientos subversivos hacia la dejación de las armas, que la televisión del mundo ofreció

como algo extraordinario. En Colombia muchos celebramos este éxodo como la caminata

desde la incredulidad hacia la confianza, mientras otros lo rechazaban como montaje, golpe

al honor militar y peregrinación hacia la impunidad.

La marcha nos recordó que todos vamos de camino por la vida, - como individuos, familias

y comunidades-, hacia la posibilidad de vivir más plenamente nuestra dignidad en la casa

común de La Tierra. Vamos por esta senda con nuestros límites, aciertos y fallas, siempre

en disyuntivas entre decisiones que nos hacen crecer como seres humanos y decisiones que

nos rebajan y nos desbaratan. Pocas veces logramos ser totalmente consistentes en

nuestras decisiones y no podemos pretender que los demás lo sean, pero siempre podemos

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optar y poner en práctica los pasos que nos ayudan a crecer como comunidad humana. Aquí

se trataba de apoyar y acoger el desplazamiento audaz de ese grupo inmenso que llegaba

de una guerra de más de cincuenta años, atravesando a todo riesgo montañas y cuencas de

quebradas, para llegar a ser ciudadanos.

El éxodo de las FARC mostró que después de la larga negociación y del crítico paso por el

NO en el plebiscito, se avanzaba con firmeza hacia el fin de la guerra. Las fotos de pueblos

con banderas blancas que recibían a los guerrilleros a las puertas de los espacios reducidos

de donde saldrían sin fusiles, eran de alegría y confianza. Terminaba la locura de matarnos

por razones políticas. Al mismo tiempo, en las redes de la web, en los medios de

comunicación y en los círculos sociales, se sentía el conflicto emocional, ideológico y

político que continua rompiéndonos en un país dividido, en el que tomará tiempo llegar a

aceptar colectivamente lo que nos hace crecer como comunidad nacional en medio de

legítimas diferencias.

Cuando Álvaro Uribe fue presidente, también hubo entrega de armas entre los años 2004 y

2007, lapso en que se hizo la paz con los paramilitares de las Autodefensas Unidas de

Colombia (AUC), muchos de ellos narcotraficantes que habían creado frentes de

Autodefensas o comprado franquicias antiguerrilleras provenientes de las Convivir. No eran

oposición de insurrección armada contra el Estado que legitimara una negociación política.

Sin embargo, las conversaciones se dieron y llevaron a la amnistía de la inmensa mayoría

de ellos, que simplemente salieron a la calle con el derecho a 18 meses de salario mínimo y

con el sometimiento del grupo de los responsables de delitos de lesa humanidad a la Justicia

y Paz. Este proceso nunca tuvo el equipo de especialistas nacionales e internacionales, ni

mucho menos la dedicación de tiempo, el profesionalismo y transparencia del llevado a

cabo con las FARC.

No obstante, la paz con los paramilitares fue respetada por las distintas ramas del Estado.

Hubo críticas de sectores políticos y de organizaciones no gubernamentales (ONG) y un

ajuste de la Corte Constitucional, pero nadie hizo una campaña política para hacer trizas esa

paz.

Ganar apoyo al proceso con las AUC era más fácil que ganarlo para el proceso con las FARC.

La mayoría de las víctimas de las Autodefensas fueron resultado de masacres de campesinos

desconocidos. En este país de desigualdades, los paramilitares cometieron más de mil

masacres, mientras que la guerrilla fue responsable de menos de trescientas cincuenta.

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También los paramilitares hicieron más desapariciones forzadas, pero la guerrilla, además

de los ataques a los campesinos, golpeó con secuestros, extorsiones y atentados a la clase

media alta, a la clase alta y a los empresarios, -sobre todo agroindustriales y ganaderos-, y

con esto se ganó el odio de los dirigentes de la sociedad y el rechazo general se acrecentó

por las voladuras de torres y oleoductos y las minas antipersona del accionar guerrillero.

Apoyé el proceso de diálogo y desmovilización de los paramilitares a pesar de que ellos son

autores del 87 por ciento de los asesinatos de mis amigos en el programa del Magdalena

Medio, donde la guerrilla cometió el 13 por ciento de esos crímenes. Estuve de acuerdo con

esa negociación coordinada por Luis Carlos Restrepo como Alto Comisionado de Paz,

porque estaba de por medio la paz de Colombia, siempre difícil y en todos los casos y con

todos los grupos responsabilidad máxima de quien sea el presidente.

Como testigo tomé fotos del espectáculo mediático de entrega de armas de las

Autodefensas en una vereda de Santa Rosa del Sur, donde vi a los jefes paramilitares y a

varios políticos en el estrado. Oí el discurso que hizo “Ernesto Báez” justificando la guerra

que habían emprendido; reconoció como error inevitable del conflicto armado el dolor

causado a las comunidades y pidió al Estado que correspondiera con nobleza al servicio que

las AUC habían hecho a la patria. Oí al Comisionado de Paz responder que el Estado les iba

a cumplir. Observé el desfile espectacular en la ceremonia y constaté vacíos obvios en la

entrega de armas. No hubo identificación de las personas que entregaban el arma, ni

registro cuidadoso de cada fusil, ni firmas personales y entrega de cédulas allí. No sé dónde

quedaron los pertrechos pesados ni los helicópteros que les conocí a los de las AUC. Fue un

proceso lleno de concesiones. “Macaco” me recibió en la finca que compró en Santa fe de

Ralito, Córdoba para negociar desde allí y me contó cómo iba a México cada año a visitar a

la Virgen de Guadalupe, para que la guadalupana lo protegiera. Hicieron una gran marcha

en Barrancabermeja, en plena negociación y llevaron en buses a miles de personas. Crearon

en los mismos días, con apoyo del gobierno central, la Asociación de Municipios Amigos de

la Paz, coordinada por los grandes jefes de las autodefensas. Fueron al Congreso. También

conocí las ventajas de la cárcel que pagaron, desde donde parte de ellos siguieron actuando

y delinquiendo, hasta los acontecimientos complejos que llevaron a varios de ellos a ser

extraditados.

Las fallas de ese proceso de paz con las AUC quedaron evidenciadas en los grupos criminales

que merodean con armas de aquella “entrega”, y en las tierras que dejaron enredadas en

manos de testaferros. Con todo, salir de esta barbarie era conveniente y necesario. Y el

país respetó la decisión del presidente, y la discutible entrega de armas por ser una decisión

de paz, compleja como todas, que está en manos del primer mandatario de la nación. Nunca

la entrega de armas de las FARC fue respetada de la misma manera.

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El martes 27 de junio de 2017 en Mesetas, Meta, con monseñor Luis Augusto Castro,

cerramos el contenedor repleto de ametralladoras, lanzadores de granadas, pistolas, fusiles

y trípodes. Armas letales de impresionante calidad, cada una identificada por la ONU con

un código de barras. Al lado estaba otro contenedor, cargado de municiones y granadas.

Nos acompañó también, en calidad de testigo, Marcela Amaya, gobernadora del Meta.

Sentí tranquilidad en ese momento y satisfacción por haber podido ayudar en alguna forma

a que eso fuera posible, mientras pensaba en tantas personas que lucharon para

conseguirlo. Y sentí al mismo tiempo el dolor ante la incredulidad de la millones de

colombianos. Semanas atrás, el 86 por ciento de los encuestados había respondido que no

creía que las FARC entregaran las armas.

Para mí, que había visto la entrega de armas de las AUC, la dejación de armas de las FARC

fue, sin duda alguna mucho más seria, clara y responsable. Pero el interés político había

revolcado el dolor causado por estas mismas armas para convencer a la gente de que todo

era mentira.

Al cerrar la puerta de hierro del contenedor, pensando en los incrédulos, recordé cuando

en un restaurante en Bogotá, detrás de mi asiento, un grupo hablaba de mí sin conocerme

y planeaba cómo destruirme ante la opinión pública. Me di la vuelta para presentarme y

decirles que yo era la persona de la cual ellos estaban hablando. Se sorprendieron. Era una

conocida política del Centro Democrático, rodeada de su cuerpo de tuiteros y

envenenadores de las redes dedicados a montar mentiras. Comprendí que además del dolor

y la rabia que llevamos todos y de todos los lados, había una estrategia eficaz y sin

escrúpulos para aniquilar la confianza en los que apoyábamos la paz. Ese grupo y otros

seguirán luchando para convencer a la opinión pública, por todos los medios, que la entrega

de armas de la guerrilla de la que fuimos testigos, había sido un montaje falso. Muchos les

creerán.

Esos mismos grupos especializados en montar mentiras seguían actuando meses después y

cada vez con tecnologías más sofisticadas. A comienzos de octubre de 2017, ya cuando la

guerrilla había pasado a ser un partido político, circuló por las redes una película de

hombres jóvenes disparando con armas automáticas en lo que parecía un pueblo

campesino. El comentario del video era que se trataba de armas no entregadas por las FARC

que sembraban terror en las calles Ituango, Antioquia. Todo era falso. La filmación, muy

bien hecha, era de guardias de narcotraficantes, celebrando una fiesta en un lugar del norte

de México. El alcalde de Ituango protestó porque nada de eso había ocurrido en su

municipio. Fue posible avisar por las redes que el montaje era falso pero ya el daño estaba

hecho. “Tenemos miedo y la película prueba que tenemos razones para temer” fue la frase

que finalmente quedó entre la gente.

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En el momento en que se cerraban los contenedores con las armas dejadas por las FARC

recordé también el día en que invitado por el Comisionado de Paz, Sergio Jaramillo, tuve la

oportunidad de llegar hasta la vereda transitoria donde se concentró la columna “Teófilo

Forero”, para el proceso de incorporación desarmados a la vida civil. Allí era patente la

determinación, todavía frágil e in crescendo de los guerrilleros que en un campamento

transitorio improvisaron el salón donde estudiaban el folleto del nuevo Acuerdo que

llevarán bajo el brazo en lugar del fusil. Sobre todo me impresionó positivamente encontrar

a los coroneles y soldados colombianos que con las Naciones Unidas, desde las carpas de la

comisión tripartita, estaban al servicio de sus enemigos históricos. Y Me sentí orgulloso de

este ejército de la paz.

Me invadían estos sentimientos cuando dejamos los contenedores para volver al sitio de

los discursos en el acto solemne de acoger a los excombatientes desarmados. Dos hechos

me llamaron la atención: miles de mariposas amarillas invadieron de repente el escenario,

traídas por mujeres que habían depositado los fusiles en manos de la ONU y los aplausos

que reventaron por el bebé que un guerrillero cargaba en los mismos brazos que antes

portaban una ametralladora. El papá del pequeño firmó delante de toda la asamblea la carta

en la que se comprometía a dejar la lucha armada definitivamente, y recibió la cédula que

por primera vez en su vida lo identifica como ciudadano legal.

Al ser testigo de la aceptación de la cédula de ciudadanía por el guerrillero que había dejado

las armas, recordé las veces que enrostramos a la guerrilla y a los paramilitares en el

Magdalena Medio, cuando nosotros les sacábamos nuestra cédula para decirles: “Ustedes

tienen poder sobre nosotros porque tienen fusiles, pero no tienen autoridad porque son

ilegales, nosotros, los ciudadanos, solo aceptamos autoridad en las instituciones legítimas.

Por eso no podemos obedecerles”. Ahora esos hombres y mujeres de las FARC, pasaban a

ser como nosotros, legales.

Antes de la ceremonia, metido entre las carpas enlodadas por el invierno, pues no habían

terminado las construcciones, percibí los sentimientos de lo que fue ‘la guerrillerada’. La

ilusión que tienen de llevarle al país sueños políticos y un mensaje de reconciliación, y al

mismo tiempo la incertidumbre expresada por la pareja de un hombre y una mujer jóvenes

que acababan de dejar las armas: “Para nosotros el fusil era la vida - me dijeron-, y al dejar

el fusil hemos puesto la vida en manos de los colombianos, pero los colombianos no nos

creen”.

Era para mí la constatación de la fuerza de los destructores de la esperanza. Los muchachos

al dejar las armas con las que se cuidaban y con las cuales también hicieron barbaridades,

saben del apetito de venganza que hay contra ellos. Saben que el futuro de la paz, que

hubiera podido ser feliz, no lo es. Todo lo opuesto, es agresivo e ingrato. Saben del peligro

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que se cierne sobre ellos y sobre sus líderes. Sin embargo toman el riesgo de ir a ese futuro

difícil dejando las armas definitivamente, convencidos de que por ellos y por Colombia, la

paz vale la pena.

Los discursos de ese día en que las FARC quedaban desarmadas fueron claros, constructivos,

sin triunfalismos ni referencias o señalamientos a los opositores. Jean Arnault mostró el

rigor de la tarea de la ONU y el ejemplo de este logro colombiano para el mundo.

“Timochenko” dijo que habían cumplido, le pidió al Gobierno que cumpliera y que nadie en

adelante debía ser asesinado por sus ideas políticas. Declaró que los proyectos

empresariales agrícolas serían respetados, pero que las iniciativas de los empresarios

grandes no podían arrasar con la economía campesina, y reiteró que solo lucharán con la

palabra, porque había terminado la guerra.

Juan Manuel Santos llamó a la unidad de la nación, saludó la paz, expresó que no compartía

el modelo económico y político de los que fueron sus enemigos en la guerra, pero que daba

todo para que pudieran defender sus ideas en democracia. Y trajo a cuento lo que

seguramente conversó con Nelson Mandela en Sudáfrica hace 21 años: solamente para

poder darle a Colombia este día, valía la pena llegar a ser presidente.

El 29 de julio de 2017 en la Universidad Javeriana de Cali, el padre jesuita Luis Felipe Gómez,

rector del claustro, diplomó como “Gestores de diálogo intercultural, construcción de paz y

planificación territorial”, a 16 mujeres y hombres de las FARC que dejaron las armas, y

certificó a 19 para acceder al bachillerato. Al entregarles el diploma, luego de un minuto de

silencio por las víctimas, les recordó la responsabilidad que asumían en la construcción de

una Colombia en paz. Era el resultado de 180 horas de cursos en las que el mismo rector

fue profesor en la montaña, al lado de académicos y alumnos de la universidad y bajo la

conducción del Instituto de Estudios Interculturales que dirige Manuel Ramiro Muñoz.

Para entender el significado de este hecho hay que recordar que Ignacio de Loyola y sus

primeros compañeros fundaron la comunidad jesuita hace 477 años, con la misión de

“reconciliar a los desavenidos”. Hoy, con cerca de 160 universidades propias, miles de

colegios y escuelas, centros de investigación y parroquias, los jesuitas, al lado de muchos

otros, trabajamos en todo el mundo con las víctimas, los excluidos y los desplazados.

La última Congregación General, asamblea mundial de la orden religiosa en el corazón de la

Iglesia católica, que tuvo lugar en octubre y noviembre de 2016, impulsó la entrega por la

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reconciliación a los jesuitas que están en conflictos violentos en Siria, Sudán del Sur,

Colombia, la región de los Grandes Lagos, la República Centroafricana, Afganistán, Ucrania,

Irak y otros lugares. La Congregación envió un mensaje a los compañeros que junto a

hombres y mujeres valientes se entregan en las fronteras más difíciles diciéndoles:

“Sabemos que ustedes arriesgan sus vidas a diario para conquistar con humildad y sin

desmayo la paz y la reconciliación, tan anheladas por Jesucristo y que hoy parecen

imposibles”.

Dentro de esta misión tuvo lugar el evento de la Javeriana de Cali, al que asistieron

empresarios, organizaciones no gubernamentales, instituciones de la cultura y la academia;

el alcalde de la ciudad, Maurice Armitage, la procuradora para las regiones, la oficina del

Alto Comisionado de Paz, autoridades indígenas y afros y miembros de familias significativas

de la región que se sentaron al lado de las familias de los excombatientes.

Estos actos de audacia a favor de la paz difícil, propios de la espiritualidad de Ignacio de

Loyola, buscan conscientemente elevar la probabilidad de la reconciliación entre los

ciudadanos, a sabiendas de que el cambio de quienes vienen de la guerra y la acogida que

puedan recibir en sociedades divididas y llenas de preguntas, dependen de la impredecible

libertad humana.

Así las cosas, esa noche de graduación después del acto académico, 35 exguerrilleros

diplomados por la Universidad Javeriana cenaron en la Casa de Ejercicios Espirituales de los

Farallones de Cali al son del acordeón del director, padre jesuita Julio Jiménez. Al mismo

tiempo, en la frontera con Venezuela pernoctaban mujeres y hombres del Servicio de

Jesuitas para Refugiados y Migrantes, que recibían a miles de personas que entraban a

Colombia buscando albergue, comida y una mano amiga que los acogiera con confianza. Tal

es la amistad desinteresada a la que invita el Evangelio, que cristianos y todas las personas

de buena voluntad expresan de mil maneras, en las que la solidaridad y a todo riesgo, en

muchas partes del mundo.

A pesar de que las FARC y el Ejército de Colombia cumplieron el cese al fuego bilateral; a

pesar de que la guerrilla dejó los territorios que controlaron durante más de cincuenta años;

a pesar de que se concentraron en las veredas asignadas y permanecieron con disciplina en

libertad restringida durante seis meses; a pesar de que dejaron las armas; a pesar del

cuidadoso trabajo de la misión de Naciones Unidas; a pesar de haberse incrementado

significativamente la tranquilidad en todo el territorio nacional, el sentimiento de

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desconfianza y las críticas contra todos los aspectos del proceso de paz, continúan y se

agrandan.

Hay críticas por la ineficacia del Estado para proteger la vida de campesinos y líderes de

movimientos de derechos humanos, pues ya pasan de 120 los asesinados en menos de dos

años; por la ineficiencia administrativa en la dotación de las veredas de concentración de

las FARC; por el aumento de los cultivos de coca durante las negociaciones y las fallas en la

puesta en marcha, nada fácil, de las alternativas para los campesinos con quienes se han

hecho acuerdos; por las muertes violentas de cultivadores en confrontación con la policía

que erradica sembrados; por los vacíos de control en los espacios que dejó la guerrilla y hoy

son ocupados por grupos criminales y por los incumplimientos con el campesinado

organizado en la Cumbre Agraria. Al tiempo que la oposición política insiste en que todos

los errores económicos, sociales y políticos cometidos por la actual administración, se

deben finalmente al proceso de paz con las FARC.

No obstante las dificultades, estos años de negociación tienen, entre muchas ganancias, el

que nos han obligado a encarar problemas y discusiones que era necesario para salir de la

tragedia de ocho millones de víctimas. Aun así, corremos el peligro de que por miedo o

impaciencia ante las fragilidades y contradicciones institucionales, o simplemente por

razones políticas, terminemos desbaratando lo caminado hacia la paz y, destruyendo lo que

se ha avanzado con tanto esfuerzo.

Sería muy grave que se arrasaran los logros del esfuerzo laborioso y polémico que ha parado

la guerra salvaje y nos ha puesto ante exigencias contundentes de sinceridad, verdad,

transparencia y justicia, que meten en crisol lo que somos y tenemos como sociedad, Estado

y economía.

La adversidad más grande viene desde los partidos políticos en campaña. La terminación

de la guerra con las FARC parece ser vista por la oposición como una derrota inaceptable.

Por eso promueven la desconfianza y el temor y se equivocan. Ante la dejación de armas

de las FARC, rigurosamente llevada por Naciones Unidas y apoyada por el Papa y la

comunidad internacional, continuar la destrucción de la verdad de los hechos es hacerle un

inmenso mal al pueblo adolorido y confundido. Este es el momento de la esperanza

magnánima y crítica para emprender en democracia, definitivamente sin armas y en la

controversia legítima, la transformación de la nación.

La violencia política armada era el obstáculo que no nos permitía encarar los grandes

problemas estructurales que exige la irreversibilidad de la paz. Y en este empeño, lo que

importa es el derecho a ser nosotros mismos en una comunidad nacional donde la grandeza

de todas las personas, sin exclusión, en la riqueza de nuestras diferencias, vaya de la mano

con la magia de la naturaleza que nos fue dada en este territorio extraordinario.

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CAPÍTULO III

El deber moral de la paz

Llega un momento en que la paz se impone como deber impostergable, como mandato

sagrado porque Dios exige que se detenga la celebración religiosa para ir a reconciliarnos

como hermanos. La paz se hace prioridad moral por encima de protagonismos políticos,

partidos, economía, honor militar, guerrillas o debates de Congreso. Emerge así como la

más grande causa y subordina a ella el valor de todos los emprendimientos que llevan a

cabo las personas, las instituciones, la academia y cualquier propósito social.

Esto se da cuando por fin, desde la memoria dolorosa venida de cualquier lado, por encima

de la rabia, de la indignación y de las explicaciones que nos confrontan, caemos en cuenta

del abismo en que nos hemos precipitado los colombianos, destrozándonos unos a otros y

convertidos en escándalo para las naciones. Estamos despedazados, nos hemos

despedazado. El dolor de más de ocho millones de víctimas entre muertos y sobrevivientes,

de las cuales dos millones son niños, se nos vino encima. Ya no podemos esquivarlo después

de los datos del grupo de Memoria Histórica: 1982 masacres documentadas, de las cuales

1166 son de paramilitares, 343 de la guerrilla y 158 de las fuerzas del Estado.

En La Gabarra fueron asesinados más de 100 civiles, en El Salado, más de 60, en Bojayá 92.

En la comuna siete de Barranca, 35 y luego mataron en la ciudad a más de 500. Con la bomba

del Club El Nogal hubo 198 afectados, 33 de los cuales murieron. Las víctimas directas del

conflicto esperaron mucho tiempo compasión, solidaridad y el final de la noche de

incertidumbre. Seguirán esperando mientras haya armas en la política y mientras las mafias

ilegales continúen. Entrarán en el limbo si el proceso de los acuerdos con las FARC se echa

para atrás y si fracasa la negociación con el Ejército de Liberación Nacional, ELN, y si la

desconfianza de unos contra otros y la resistencia a perdonarnos y reconciliarnos,

prevalece.

Es hora de encarar la atroz realidad si todavía hay lugar a la vergüenza. No la de discutir

cifras, ni debatir si el presidente anterior lo hubiera hecho mejor que el actual. No es el

momento de seguir promocionando “héroes de guerra” ni de elogiar la “revolución

armada”; no es la hora de insistir en que no pueden tocarse las leyes y las normas, que han

sido leyes y normas de los tiempos de esta guerra. No es la hora de mantener que no puede

leerse la Constitución desde la hermenéutica temporal y exclusiva para los acuerdos,

cuando se trata de la causa más grande que la misma Constitución manda en el Artículo 22

al establecer el derecho y el deber de la paz como de obligatorio cumplimiento. No es

aceptable que continuemos en la animadversión pasional, cuando ha llegado el kairos - el

tiempo que trae la inspiración - para terminar el conflicto. Después de que la guerra dañó

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todo lo tocado por ella, incluido el recinto de las leyes y la soberanía de la justicia, es ahora

cuando tenemos la obligación de atajar el espantoso mal producido entre nosotros y por

nosotros.

Al final de cada día de guerra deberíamos habernos puesto las preguntas que íbamos

dejando para dentro de diez años, veinte o cincuenta. O como se dijo cuan se rompieron las

conversaciones en Caracas hace dos décadas: “hasta dentro de cinco mil muertos, cuando

nos volvamos a ver”. ¿Cómo reclamarnos humanos en semejante barbarie?, ¿cómo

atrevernos a llamarnos ciudadanos?, ¿cómo pretendió la guerrilla que este dolor del pueblo

secuestrado y herido de muerte era “revolución”?, ¿cómo fue posible que la sociedad

financiara a las hordas paramilitares que pasaban masacrando comunidades?, ¿cómo

hablar de una nación católica cristiana en medio de tanta ignominia?, ¿cómo justificar una

economía que se hizo estable sobre un mar de llanto?, ¿cuándo perdió el Estado en sus tres

ramas, ejecutiva, legislativa y judicial, la prioridad única de la protección de la vida? ¿Cómo

fue posible que este país dejará pasar sin salir a las calles la monstruosidad de los falsos

positivos?

Sumergida en la noche oscura de las violencias, Colombia ha vivido la crisis colectiva de una

comunidad nacional depredadora de su propia dignidad. Ese es el mensaje que dejaron en

La Habana las víctimas de la guerrilla, de los paramilitares y del Estado cuando nos pidieron

a todos que tuviéramos el coraje de ser hombres y mujeres como nos lo debíamos, y parar

la guerra. “No pido que mis secuestradores vayan a la cárcel, pido que nunca más haya

secuestros”, dijo uno que estuvo en doce cárceles de alambre. “Yo les exijo que no se

levanten de esta mesa hasta que no se detenga la guerra en Colombia”, dijo otro,

sobreviviente de la masacre de Bojayá.

Terminar la guerra con las FARC, que fue realmente la gran guerra de nuestra historia, por

lo largo del conflicto, por la capacidad de esta insurgencia para golpear las instituciones y

resurgir después de recibir los más duros golpes del Ejército; por la contundencia durísima

de la misma guerrilla que dio lugar a la ira del paramilitarismo y por la expansión perversa

de la coca, la cual financió a unos y otros; porque la confrontación militarizó a Colombia e

hizo del país el receptor de la más grande ayuda bélica de Estados Unidos en el continente;

por todo eso, cabe preguntarnos si podrá convocarnos y unirnos, por encima de las

rivalidades políticas como una obligación moral sentida, la llamada en conciencia a proteger

este proceso imperfecto y eficaz que ha llevado al cambio de las armas por la palabra, al

inicio de la reconstrucción de los territorios comprometidos y a desatar la movilización para

terminar con todos los conflictos violentos.

La crisis de Colombia, que no ha terminado con el silencio de los fusiles, que nos desafía

hacia adelante a la reconciliación desde la realidad de nuestras divisiones antagónicas es

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ante todo una crisis espiritual. Por la pérdida del sentido de nosotros mismos. Por la

incapacidad de comprender que el sufrimiento de todas las víctimas de todos los lados,

contradictorios y salvajes, es parte de nuestra identidad y de nuestra responsabilidad

personal y colectiva. Porque no pudimos ver que una masacre en el Chocó o en el Cauca, de

afros o de indígenas, nos rompía con la misma gravedad mortal que una masacre en El Nogal

o que el secuestro de los fieles de una iglesia de clase media urbana. Una crisis espiritual

que es mucho más profunda que una crisis religiosa, económica, social o política.

Por eso, ante rupturas tan profundas, frente las cuales se nos cayeron todas las

explicaciones filosóficas, teológicas, ideológicas y políticas, nos quedó, como único punto

de apoyo para encontrar sentido, la dignidad de los que en la avalancha de inhumanidad

y fiereza fueron arrebatados violentamente de los seres y las cosas que amaban, y sin

embargo superaron el miedo y enrostraron a sus victimarios para dejar claro que no se iban

a dejar vencer, no iban a huir, no se iban a doblegar, no se iban a desplazar, pues si lo hacían,

la vida, único patrimonio que les quedaba, perdía toda su grandeza. Esta es la dignidad que

permaneció y la que nos sorprende por la libertad y el carácter de quienes de esta manera

han sido los primeros en la ruta riesgosa de la reconciliación.

Si algo nos enseñaron estas personas que cuidaron de sus veredas y comunidades, fue que

el valor de nosotros como individuos depende del cuidado con el que protejamos el valor

de los demás, de todos los demás sin excepciones. Una enseñanza que contrasta con

nosotros, que fuimos espectadores de una película de horror en la que contemplábamos en

pantalla las masacres y desapariciones como si fueran una telenovela; que en una gran

mayoría todavía no entendemos que cuando pasamos por alto la destrucción de un ser

humano en la ciudad, en los barrios populares, en el campo o en las comunidades indígenas

y afro, vulneramos nuestro propio valor y nos destrozamos a nosotros mismos. Que cada

vez que propiciamos la mentira o el miedo, o retrasmitimos los mensajes de odio que

recibimos por las redes, o cuando nos pegamos de las emisoras que llaman a la ira irracional,

empujamos la destrucción de nosotros mismos.

Acostumbrados por la guerra a no respetarnos, hemos buscado que la seguridad armada y

las cárceles institucionales nos traigan el respeto que no nos dimos, como si los policías, los

soldados y los jueces no padecieran de la misma incapacidad para valorar a los demás y que

nos enfermó a todos en nuestra sociedad.

Esta crisis espiritual requiere que dediquemos tiempo de reflexión y de silencio para tomar

conciencia de nuestro valor olvidado, para encontrarnos con Dios la gran mayoría que

somos creyentes, y acceder a la trascendencia en nosotros mismos todos y todas; no hay

otro camino para acceder al universo de lo humano, que se nos ha perdido y es previo a la

justicia y a la seguridad.

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Es en el encuentro profundo con nosotros mismos y con los demás donde aparece patente

nuestra dignidad absoluta, que no debemos a los presidentes, a los organismos de

seguridad, a los jueces, al Congreso, a la guerrilla, a los paramilitares, a nuestras filosofías

ni a nuestras creencias religiosas. La dignidad que tenemos simplemente como seres

humanos. Igual para todas las mujeres y los hombres. Que no crece con el poder, con el

dinero, con los títulos académicos, institucionales o religiosos; y como experiencia interior,

desde el fondo de nosotros mismos, nos hace radicalmente humildes porque la dignidad no

la construimos nosotros, sino que la hemos recibido con el regalo de la vida.

En la tradición cristiana esta dignidad se identifica con la experiencia espiritual de sentirnos

puestos en la existencia por un acto de amor creador continuo que nos constituye como la

persona que somos, en la inmensidad del universo, de sus leyes físicas e indeterminaciones

estadísticas y en las perplejidades de la historia. Un misterio de amor, que al acogernos con

comprensión y misericordia radical, nos impulsa a respetar, amar y perdonar así como

nosotros somos amados con el don de la vida y aceptados en el camino de nuestra libertad.

Tal es la realidad que recibimos en el Evangelio de Jesús y que también han anunciado los

grandes maestros espirituales de la humanidad.

Y es cierto que aquí nuestra tradición espiritual corta más hondo al afirmar que lo que nos

hace iguales y partícipes en un destino común es este amor absoluto del que gratuitamente

somos objeto, independientemente de nuestras virtudes, de nuestros errores, de las clases

sociales, las etnias, el dinero, independientemente de si somos ateos, creyentes,

guerrilleros, soldados o paramilitares.

Solamente si nosotros, creyentes o no creyentes, asumimos juntos este valor absoluto e

innegociable del ser humano, el cual nos exige el respeto total, podremos convocarnos a

ser consistentes y construir la Colombia incluyente, capaz de garantizarnos las condiciones

para vivir la grandeza de nuestra dignidad.

Las víctimas del conflicto armado, quebradas hasta las vísceras, sobrevivientes entre los

cadáveres de sus seres queridos, nos han mostrado que en lo más íntimo de su dolor todavía

queda viva el alma del pueblo colombiano. Por esos ellas y ellos, que sí saben de dignidad,

capaces de aceptar como propia la profundidad de nuestra violencia, conscientes de la

responsabilidad de emerger desde allí, nos han mostrado que somos mucho más que esa

postración en la ignominia, definitivamente humanos en la verdad, capaces de perdonarnos

y de volver a construirnos juntos.

A partir de esta experiencia espiritual, escribo estas páginas pensando en los que buscan

ser auténticos. Las escribo para cristianos católicos y de otras denominaciones, para

quienes enfrentan las responsabilidades desde otras tradiciones religiosas, desde el

agnosticismo o el ateísmo. Las escribo con el mismo respeto por todos, buscando el diálogo

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con todas las clases y posiciones sociales, consciente de la belleza y al mismo tiempo del

dolor, de las pocas certezas, de las alegrías y las luchas e incertidumbres que entraña la

aventura de la vida. Escribo desde un optimismo sereno, con la convicción de que nuestro

deber moral prioritario es trabajar por la reconciliación y la paz en este pueblo nuestro

extraordinario.

Al recordar la multitud de epopeyas de grupos de colombianos por la paz mientras arreciaba

el conflicto, me detengo en centenares de casos de comunidades que han sido nominadas

para el Premio Nacional de Paz, otorgado por la Fundación Friedrich Ebert Stiftung en

Colombia (FESCOL), Naciones Unidas, El Tiempo, Caracol Radio, Caracol Televisión,

Proantioquia y Alquería. Un premio que nos dieron también a quienes adelantábamos,

desde 1995, el Programa de Desarrollo y Paz del Magdalena Medio, cuando todavía el

periódico El Colombiano de Medellín, era patrocinador del mismo. Era el año 2002. No fue

fácil aceptar una condecoración de paz cuando para entonces, nos habían matado una

docena de compañeros y compañeras y la región estaba azotada por masacres y

desapariciones. ¿Cómo recibir ese premio en medio de la crudeza de la guerra y los gritos

de dolor de las víctimas? Resolvimos no rechazarlo siempre y cuando fuera un acto de

solidaridad con los sobrevivientes y los recursos de la condecoración fueran para sus

familias. Ese día, en el Teatro Colón de Bogotá, subieron al estrado los familiares de los

asesinados y se pararon delante de ministros, embajadores, empresarios y movimientos de

derechos humanos. Un joven, de 14 años, tomó el micrófono y contó: “Alma Rosa Jaramillo

era una abogada de Cartagena que se unió al Programa del Magdalena para ayudar a los

campesinos desplazados. Gracias a ella, familias que huían desde los Montes de María

encontraron tierra y futuro en las riveras del Magdalena, en el llamado Brazo de Morales.

Un día la secuestró la guerrilla del ELN y tras una semana de negociaciones logramos que la

liberaran. Poco después la secuestraron los paramilitares y también la encontramos, pero

esta vez yacía cubierta de barro, sin brazos ni piernas. Se los habían cortado de raíz con una

motosierra y le habían tajado la cabeza”. Y continuó, “Alma Rosa era mi mamá… y nosotros

vamos a seguir luchando con el corazón y sin armas para que un día sea posible la vida

querida que hemos soñado en el Magdalena Medio”.

Recuerdo la reunión de Barrancabermeja de finales de 2010, cuando cerca de veinte mil

personas de todos los lugares del conflicto se reunieron para pedir el fin del conflicto

armado. Eran las mamás, las hermanas y los hermanos de quienes partieron para la guerrilla

y los paramilitares, las familias desplazadas dos y tres veces, los sobrevivientes de campos

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minados y masacres. La conclusión de esa asamblea, el último día en la plaza de El

Descabezado —donde entonces estaba el busto roto del padre Camilo Torres— fue un grito

unánime: “¡Paren esa guerra, párenla ya, párenla de todos los lados!”.

Recuerdo la Marcha por la vida del 18 de marzo de 2015, cuando Antanas Mockus, exalcalde

y educador de la ciudad de Bogotá, abrió el evento con las palabras: “Todos somos vida, la

vida es sagrada”. Esta llamada a respetar lo sagrado, hecha por un líder secular, impactó a

la multitud laica de marchistas. Reaccionaron aplaudiendo, conmovidos por un referente

comprensible para la complejidad de cada uno en sus dudas y perplejidades y unidos en

solidaridades fundamentales. Captaron lo sagrado que no encontraron muchas veces en la

forma como vive la fe este país cristiano convertido en uno de los más violentos, corruptos

e inequitativos del mundo.

Mockus expresó su rechazo a nuestra manera de destruir la vida y advirtió que su

sentimiento no era de odio ni de venganza contra nadie, sino de indignación contra nosotros

mismos, por nuestra profanación de lo sagrado en el país de las masacres, secuestros,

desapariciones forzadas, minas, falsos positivos, y por lo que hemos dejado de hacer al

quedarnos quietos ante la sinrazón.

Terminó compartiendo su determinación de ir a la cárcel para resarcir a la sociedad por su

responsabilidad personal de omisión, por no haber contribuido todo lo que hubiese podido,

a detener la destrucción de lo sagrado. Quería así responder a un eventual requerimiento

de la Corte Penal Internacional, de llevar colombianos responsables a la prisión para dar

solidez jurídica al acuerdo de La Habana para terminar la guerra. Ese día muchos nos

sumamos a Antanas, dispuestos a ir a la cárcel si se necesitaba de prisioneros para dar

seguridad jurídica al pacto de paz ante las Cortes Internacionales, porque comprendimos la

responsabilidad de no haber hecho lo suficiente que nos era dado hacer para detener el

horror.

El colapso de nuestra propia dignidad, porque hemos destruido lo sagrado de la vida, ha

hecho que Colombia sea considerada desde hace varias décadas como la sociedad

latinoamericana en crisis humanitaria. Con fracturas que no han conocido ni siquiera

Venezuela y Haití, cuyos dramas distintos son inaceptables, pero donde no se han dado los

desplazamientos, masacres, desapariciones, minas antipersonas, falsos positivos y

secuestros que ha conocido Colombia. Sobre todo, no ha existido la combinación a gran

escala de corrupción política, cocaína, minería criminal, guerrilla, paramilitares,

complicidades de miembros de las fuerzas de seguridad y bandas criminales.

Aquí se ha probado que para que ocurra una crisis humanitaria no se necesitan el apartheid,

ni el Estado Islámico que golpea a la distancia, ni el odio entre religiones, ni el desorden que

dejaron los imperios, ni las migraciones desesperadas. Porque entre nosotros se da la

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ruptura del ser humano en medio de una misma tradición religiosa y en medio de la

fascinación colectiva por las diversas expresiones culturales, en un país con todas las

condiciones naturales, culturales y económicas para hacer florecer la vida con suficiencia

para toda su población.

Las crisis humanitarias son descomposiciones generalizadas donde la sociedad, no obstante

los esfuerzos y logros organizacionales, no acaba de emerger sola de la vorágine de

destrucción de una parte significativa de su gente. Sobre estas crisis recae la atención

internacional por la conciencia mundial de que no pueden dejarse pasar sin que el valor del

ser humano quede gravemente afectado en el mundo entero.

Así se explica el apoyo del papa Francisco al proceso de paz desde el inicio de las

negociaciones. El involucramiento de los países garantes, de la diplomacia mundial y la

respuesta unánime del Consejo de Seguridad de la ONU, que creó la comisión de

acompañamiento para el final del conflicto con las FARC como parte de una solución, cuyo

primer paso era suspender la barbarie de matarse por odios políticos, para pasar a construir

un país en medio de las diferencias y a buscar la democracia y la inclusión.

En los distintos casos de superación de crisis humanitarias en el mundo ha habido un

componente de liderazgo espiritual colectivo que logra la unión por encima de la

irracionalidad y las rupturas, y sería posible en Colombia desde sus raíces cristianas. Un

liderazgo orientador que recoja las oportunidades favorables que hoy se dan en la sociedad

y las instituciones para una convocatoria decidida hacia la reconciliación. Un liderazgo que

no busque el poder político, ni el prestigio de grupo, ni la autoprotección de sus miembros.

Un liderazgo generoso al lado de las víctimas, que reciba el dolor, la rabia y las inseguridades

que afloren de todos lados y que se juegue a fondo para dar seguridad moral, aunque no

tenga todas las respuestas. Un liderazgo desinteresado con razones y audacia, para liberar

del miedo y conduzcir decididamente hacia la paz, aunque muchos sigan lanzando

incertidumbres. Un liderazgo que desate en creyentes y no creyentes la pasión colectiva

para rescatarnos del socavón sin salida en que hemos estado enterrados durante muchas

décadas.

El papa Francisco, en su visita al país, en el tercer trimestre de 2017, dejó claro con sus

palabras y sus ejemplos lo que significa este liderazgo indispensable. Pasó para dar el

mensaje y mostrar la ruta, pero el liderazgo espiritual tiene que emerger desde el corazón

de Colombia.

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La condición para que acontezca entre nosotros esta inspiración convocante, personal y

comunitaria, es el silencio. Es allí donde puede acontecer el encuentro con la hondura que

no conoce fondo. Donde se acallan las angustias por la salud, el estrés del trabajo, las

urgencias de la razón, la rabia de la política, el dolor abrumador de la injusticia, las

demandas del hogar, la terquedad de las pasiones, las tonterías que nos separan y las

ambiciones de poder y dinero. Allí encuentran serenidad la verdad innegable de nuestra

fragilidad y el asombro de nuestras noches del alma. Allí es posible sentir el renacer

sorpresivo de la esperanza.

La experiencia buscada, reiterada cada día de este alto de silencio, es lo que nos permite

unirnos más allá de los condicionamientos y presiones en el fondo radical de nosotros

mismos. Gandhi dedicaba todos los días una hora a esta vivencia de la hondura sin límites,

para llenarse de compasión cordial hacia quienes lo perseguían y de sabiduría serena ante

quienes lo atacaban. Francisco el papa, en sus días entre nosotros, se sumergía en el silencio

antes de salir a las calles. Y Jesús, el Maestro, se retiraba en las noches a este encuentro

radical con el origen de sí mismo y se unía en amor con toda la gente y con todo el Universo.

Esta experiencia del silencio, a la que todos podemos acceder, es la posibilidad de compartir

una profundidad común entre víctimas, militares, guerrilleros, paramilitares, y políticos,

luchadores sociales y académicos, periodistas, afros, campesinos e indígenas, jóvenes y

adultos. En ese lugar es posible la sinceridad sin fronteras, donde emergen las claridades

innegables y donde es imposible excluir a nadie. Por eso solemos decir entre nosotros que

“la salida es hacia adentro”, donde brota la posibilidad de la sabiduría y de la fuerza serena

para enfrentar nuestra crisis humana.

Al preguntar por las características de ese liderazgo me viene a la memoria la masacre del

pueblo de San Pablo, en el departamento de Bolívar, el 9 de enero de 1999. Después del

horrendo crimen, entre gente querida, en medio del silencio y el desconcierto, fuimos

entretejiendo esta propuesta:

* Si hubiera un puñado de mujeres y de hombres decididos a parar la guerra, que cobra cada

día decenas de muertos y miles de víctimas y si este grupo se levantara decidido a hacer

valer el ¡Basta ya!, sería posible la paz.

* Si este grupo llegara hasta el dolor de los sometidos al terror y el miedo para ofrecer su

presencia solidaria a los hogares destrozados de Simití, San Blas, San José de Apartadó, El

Salado, Micoahumado, Landázuri, Puerto Ité, La Gabarra y de la comuna siete de

Barrancabermeja, sería posible la paz.

* Si fuera capaz de ponerse por encima de todas las convenciones y prohibiciones legales e

ilegales hasta hacer sentir a las víctimas que aquí nadie tiene las manos limpias y que nadie

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es más bueno que los demás, pero tampoco peor, que nadie tiene que irse y que todos somos

importantes, sería posible la paz.

* Si fueran audaces para reconocer la dignidad en todas las personas y tuvieran la grandeza

moral para mostrar que todos debemos cambiar para que todos seamos posibles, sería

posible la paz.

* Si fueran suficientemente seguros para no temerle a nada y para no reclamar protección

armada del Estado ni de nadie. Definitivamente libres para rechazar puestos y pagos

políticos, independientes del narcicismo de los académicos; insobornables ante propuestas

de dinero, capaces de despreciar la fama y el prestigio. Si se entregaran por la gente sin

buscar un lugar en el Gobierno, un ascenso en las empresas, o un escalamiento en la

jerarquía de las iglesias. Si no perdieran tiempo en defender instituciones, posiciones, ni

posesiones, sería posible la paz.

* Si este grupo fuera sabio para ver debajo de las armas y la coca las dinámicas perversas

que llevan a los seres humanos al hambre, la desesperación, la pobreza y la destrucción de

la naturaleza y si tuviera el coraje de desenmascarar las codicias detrás de esas dinámicas

para enrostrarlas y proponer alternativas de una sociedad sin excluidos, sería posible la paz.

* Si estuvieran dispuestos a acoger la ira, los reclamos y los intereses de todos los lados y

ganaran la capacidad de generar confianza en medio de la incredulidad y la incertidumbre;

si comprendieran que la reconciliación es un don y al final de la tarde se pusieran de rodillas

para dejar obrar a Dios en el silencio cuando ya los hombres y mujeres han hecho lo que

estaba en sus manos, sería posible la paz.

* Si se diera esta gente unida en un propósito más allá de los partidos y de los grupos

guerrilleros y paramilitares, de las religiones y de las filosofías; un grupo sin protagonistas

ni mesías, con el único coraje de ser humanos como lo reclama Colombia, empezaría a

avanzar entre nosotros, con paso sin retorno, la reconciliación frágil, apasionante y fuerte,

construida desde nuestros límites, nuestras búsquedas, nuestros errores y nuestros aciertos.

¡Entonces sería posible la paz!

En la ausencia de liderazgo colectivo para enfrentar la crisis espiritual del país, las víctimas

de todos los lados que fueron a La Habana trazaron una ruta que está para ser andada por

quienes comprendan la inmensa responsabilidad del momento. La decisión de participar

con una actitud proactiva para hacer más robusta esta paz imperfecta; ayudar a que se diga

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toda la verdad; se reparen todos los agredidos y quebrantados; se dé cuenta de todos los

desaparecidos; se acepten las responsabilidades; se tengan sentencias sabias e imparciales

de los jueces de la Justicia Especial para la Paz y se evite toda impunidad. Y se ejerza

veeduría para que se protejan los recursos de la reforma rural integral; se cuide la vida de

quienes llegan desde la guerra a ejercer la política; se contribuya eficazmente a la

incorporación cultural y económica de los exguerrilleros; se terminen la coca y el

narcotráfico y se hagan los cambios en la manera de hacer política para que los partidos

sean organizaciones ciudadanas con un proyecto de país que se entusiasme por las

instituciones del Estado y el cuidado de la Constitución y sean instrumentos de lucha contra

la corrupción.

Pero el desafío asumido por ese puñado de víctimas que fue a Cuba no es fácil, porque en

los últimos años la causa de la paz en Colombia fue devorada por la política. La generosidad

y el coraje de la reconciliación fueron barridos por los intereses que dominaron el plebiscito.

Los que debían haber llenado el campo de lo ético con un liderazgo espiritual unido, dejaron

el vacío que fue ocupado por la anticipación politiquera de la lucha electoral. Muchos de los

responsables del discernimiento moral empujaron el temor de las postverdades

irresponsables y el pueblo atónito y la juventud confundida prefirieron abstenerse.

Hoy la esperanza nace de la posibilidad de entrar en un tiempo nuevo en el que lleguen por

fin los ciudadanos de los valores gratuitos de la paz y de la reconciliación, por encima de la

lucha por votos, del dinero y de las armas que no conocen de gratuidad. Que se pongan al

lado de la gente para un acompañamiento espiritual, no religioso, apoyado en las

tradiciones de fe cristiana católica de las mayorías y en la vocación humanitaria de muchos.

Si este acompañamiento espiritual no actúa en el espacio público la situación será peor

porque la política y la justicia, en la autonomía que les es propia, privadas del discernimiento

ético cuando está en juego el sentido de una nación, en lugar de solucionar la crisis

humanitaria no pueden sino perpetuarla.

El acompañamiento espiritual esperado tiene que actuar en el espacio crispado de lo

público sin miedo, como lo pidió el Papa en sus intervenciones, con la autoridad moral que

solamente se da cuando se entrega la vida a todo riesgo. Así establece sin ambages el

Evangelio: “Los envío como ovejas entre lobos rapaces” (Mateo 10:16), en medio de

descomunales intereses y violencias. “Incluso llegará la hora en que todo el que los mate

piense que da culto a Dios” (Juan 16:2).

El desafío para la Iglesia católica, para las demás confesiones y para quienes que se sienten

movidos moralmente en conciencia, y entre quienes también así lo entienden desde la

política, es ejercer la responsabilidad de una orientación espiritual unificada, audaz y

convocante. Que esté por encima de las ambiciones del poder y de sus personajes; dé una

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seguridad ética superior a la insatisfacción institucional del momento; plantee que la

reconciliación es difícil, pero que vamos por ella. Que esté llevado por la compasión ante el

sufrimiento, por la búsqueda de la verdad y de la justicia. Que sea presencia para la

liberación de los secuestrados y para la acogida de todos los niños que fueron llevados a la

guerra. Que sea firme para cuidar de la vida de los exguerrilleros y de los líderes campesinos,

indígenas y afrocolombianos. Que vaya con las comunidades en la paz territorial y en el

difícil tránsito de los sembrados de coca del campesino pobre, hasta la superación de la

exclusión y la producción sostenible de alimentos.

El papa Francisco fue claro desde el principio: “Este proceso de paz no puede volver a

fracasar”, dijo en Cuba en septiembre de 2015. A principios de 2017 invitó a Roma a los dos

jefes de la política, no para hacer un acuerdo, sino para situarlos en el espacio gratuito del

encuentro que establece el acompañamiento ético y hacerles sentir que hay un horizonte

más grande, el de la causa del ser humano que es la pasión del Dios de Nuestro Señor

Jesucristo y de todos los que luchan por la dignidad. En su visita a Colombia, una y otra vez,

Francisco volvió sobre el mismo mensaje.

La primera tarea de una orientación espiritual proactiva para rescatar la esperanza ante los

promotores del miedo y anunciar la confianza ante los promotores de la sospecha, es la de

crear el hábito de no cooperación con los mensajes, comunicaciones y acciones que nos

rompen como seres humanos y diseminan el odio y las adversidades.

¡No cooperen! fue el clamor y la respuesta de Mahatma Gandhi a sus conciudadanos indios

que preguntaban por qué los ingleses, siendo una minoría de 300 mil personas apoyada por

las tropas del British Indian Empire, dominaban a la India, que entonces tenía 400 millones

de habitantes. Gandhi les mostró que los dominaban porque ellos cooperaban. Entonces

optó por la no cooperación de la desobediencia civil no armada para liberar a su país. Llegó

hasta el boicot de los productos, la educación y las instituciones inglesas, incluido el rechazo

a los honores que quisieron darle los ricos y los administradores del imperio. Se mantuvo

firme a pesar de la masacre de Jallianwala Bagh, en la que tropas británicas mataron a

centenares de pacifistas con la aprobación y celebración de muchos empresarios,

periódicos y emisoras de la misma India que habían sido cooptados colaboraban con los

ingleses.

Hoy, cuando el proceso de paz en Colombia, en medio de dificultades y contradicciones, ha

tomado paso firme, la estrategia de Gandhi tiene gran pertinencia. Lo que toca es consolidar

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la cultura del encuentro incluyente en las diferencias, en respuesta a los mensajes que

llaman a la exclusión y la ruptura.

No cooperar significa identificar a quienes contribuyen, por acción o por omisión a la

continuación del conflicto armado interno, la polarización y la venganza, con sus

comportamientos sociales, políticos, militares y religiosos. Significa tener una mirada de

comprensión hacia esas personas, a su dolor y su indignación y respetando su drama para

dar pasos decididos hacia la reconciliación. Significa, cuando sea necesario, participar en el

boicot no violento y activo de comportamientos que invitan a la animadversión,

contribuyendo en serio a que las armas y el odio nunca más determinen la política en

nuestra sociedad y a actuar eficazmente, para que el diálogo y el sometimiento a la justicia

transformen a las personas y a los aparatos que favorecen la violencia: las convivir, los

paramilitares, las bacrim, las guerrillas que quedan, la sobre-militarización del país, los

cientos de miles de guardias privados, los medios de comunicación que destruyen la

esperanza y las redes que exacerban el conflicto.

Sin darse cuenta, muchos, manipulados, han apoyado las decisiones que empujan el

conflicto armado. Otros lo han hecho y lo siguen haciendo, plenamente conscientes y

convencidos de que la solución armada debe retomarse porque es lo mejor para Colombia

y por eso insisten en que haya más gasto, más resultados militares y más ayuda militar de

los Estados Unidos. Todavía hay también quienes quieren más jóvenes vinculados a la

guerrilla, más sabotajes, combinación de formas de lucha, justicia insurgente, cocaína,

retroexcavadoras, extorsión y secuestros para financiar la guerra.

Análogamente a como ocurrió en la India, terminar la dominación del conflicto armado

como que se perpetuó como inevitable y poner fin a la victimización que hace de Colombia

un país tristemente singular en el contexto mundial, es sólo el comienzo de la construcción

participativa de la nación que la violencia ha impedido, para adentrarnos a fondo en el largo

proceso de los cambios estructurales y, de esa manera, disfrutar de nuestra riqueza cultural

y ecológica, en una economía más equitativa y sana al servicio de la vida.

La llamada es a terminar toda cooperación y complicidad con quienes, a sabiendas o por

ignorancia, propician aparatos y acciones excluyentes desde cualquier ideología y así liberar

a Colombia del imperio de la violencia, cooperando en la construcción de un país basado en

la confianza colectiva.

Joaquín Villalobos ha planteado como tesis que la polarización en El Salvador promovida

por las élites con poder, después de un exitoso proceso de paz, llevó a esa nación a la

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parálisis económica, la crisis política y la catástrofe social y que esto podría estar ocurriendo

en Colombia.

En sociología, este tipo de polarización se caracteriza como trauma social y culturalii porque

no es la rivalidad causada por la confrontación de ideas, sino la confrontación más compleja,

que se origina en hechos pavorosos que nunca pueden olvidarse y cambiaron

definitivamente la vida de la comunidad.

Los hechos aterradores entre nosotros, vienen, por lo menos, de la guerra de los Mil Días;

a ellos se suman la ferocidad de La Violencia en los años cincuenta del siglo pasado, y las

atrocidades del conflicto armado interno durante medio siglo entre guerrilla, ejército y

paramilitares, en masacres, secuestros, desapariciones, asesinatos extrajudiciales, minas

antipersona, falsos positivos, desplazamientos masivos, despojos de tierra; con la coca

como combustible y el narcotráfico criminal, metido además en la política regional.

Por terribles que sean esos hechos, no son todavía el trauma social y cultural. Para que este

se dé, se requiere de la resignificación de los acontecimientos por dos o más narrativas

envolventes, contrarias entre sí, que buscan posicionarse como explicación de lo que fue el

pasado y como propuesta de lo que ha de ser el futuro. Narrativas que son intento de

“control del sentido” de los hechos, para utilizar la expresión de Bernard Lonergan iii ,

elaboradas desde grupos de poder con intereses económicos y políticos que han sido

amenazados por actos violentos y que imponen su interpretación en el escenario simbólico

de la opinión pública.

Estas resignificaciones de los acontecimientos que tienen en su base la tragedia humana de

acontecimientos horribles, lleva a una confrontación que no solo es ideológica, sino que se

torna dramática pues está cargada de pasiones, sufrimiento y miedo. Cada una de las

interpretaciones rechaza radicalmente a la otra, o a las otras, al considerar que no toman

en cuenta todos los datos, ni toda la tragedia, ni toda la injusticia y teme además, que si no

logra imponerse, sufrirá grandes perjuicios económicos y políticos. Por eso se da el trauma

social y cultural de la exclusión sobre el dolor, que no permite pensar en un “nosotros”, ni

en el proyecto común de una nación.

Como consecuencia, nuestras conversaciones de familia y entre amigos se inflaman en

tensiones y rabias cuando se pasa a hablar del proceso de paz, del Acuerdos, del perdón o

del estado del país y hay que cambiar de tema para no romper la relación. Hablamos

entonces de otra cosa, pero todos sabemos que nos separan y nos devoran apreciaciones,

lealtades, interpretaciones, dolores y miedos.

Y lo dramático es que dentro de esta polarización, es muy difícil llegar a la verdad de las

víctimas y al conocimiento de todo “lo que nos pasó”, dado que las interpretaciones invaden

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el universo cultural en los medios de comunicación, las iglesias, las instituciones y los

movimientos populares.

Este trauma social y cultural es distinto del psicoanalítico donde la persona espantada por

un hecho brutal, reprime lo que le pasó y distorsiona la memoria del evento. Como ocurre

con la niña violada por su padre, que se llena de pánico ante el recuerdo del momento

trágico que necesita rechazar como una pesadilla irreal, de manera que la verdad queda

solo en el inconsciente y el trauma campea en la ansiedad de la joven que trata de mantener

reprimido el hecho terrible. El aporte psicoanalítico es iluminador, pero deja de lado la

mediación de lo simbólico que en el trauma social y cultural invade a la sociedad y la polariza

sin que la mayoría caiga en la cuenta de lo que les está ocurriendo.

Superar esta situación no parece posible sin identificar la verdad de tanto sufrimiento, más

allá de las interpretaciones interesadas y cargadas de pasión. Quizás el único camino sea

buscar a las víctimas de todos los lados, encontrarlas en su situación concreta y ponerlas en

el centro. Entonces se evidencian las responsabilidades morales significativas de unos y

otros y la necesidad de compartir y reparar los sufrimientos sin olvidar a nadie. Y dar lugar

a que emerja la urgencia sentida de ganar colectivamente un nuevo ‘nosotros’ incluyente.

Necesitamos para esto un empujón externo que nos ayude a empezar. La visita del papa

Francisco ha sido una contribución extraordinaria para dar el primer paso en esa dirección.

Él no solamente captó las realidades que nos dividían y nos invitó a una cultura del

encuentro. Además nos señaló el camino cuando fue a buscar personalmente a las víctimas

en su visita a Villavicencio.

Para concluir este capítulo sobre el deber moral de la paz quiero detenerme en la dimensión

cristiana y dialogar con respeto con quienes se aproximan a la esencia del ser humano con

o sin creencias religiosas.

El núcleo del mensaje del Evangelio es el anuncio de que cada ser humano es un acto de

amor gratuito, de un misterio de amor fundamental y trascendente que llama

singularmente a cada persona a ser parte de la maravilla del universo, sin condiciones

previas.

Este amor original que está en la base de todo, actúa en nuestra historia personal y familiar

y en la historia humana en todos los tiempos y en todas partes. Se abre paso entre nosotros

para rescatarnos de las desconfianzas, de los miedos, de los odios. Se nos hace accesible en

lo más interior de nosotros mismos, más allá de nuestras trágicas equivocaciones y de todas

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las violencias y amenazas. Nos mueve a la confianza y al amor hacia los demás y hacia el

universo que compartimos. Nos adelanta el perdón. Nos deja sentir que no estamos solos

en nuestro drama. El Papa nos lo recordó y su presencia en las calles recuerda las palabras

de Evangelio de San Juan sobre Jesucristo, quien se metió en nuestros problemas y “Puso

su tienda de campaña en medio de nosotros” (Juan 1:14).

Dejar que este amor gratuito prevalezca es costoso, puesto que es una llamada exigente al

compromiso radical con los demás, sin exclusión y también con los seres de la naturaleza.

Se trata del misterio del amor en serio que busca identificarse con los seres a quienes ha

dado la existencia, y nos moviliza desde dentro, aceptándonos radicalmente, independiente

de si somos creyentes de una u otra tradición religiosa, agnósticos o ateos. Y nos lleva a

correr el riesgo de la gratuidad en la entrega generosa en compasión y respeto a los demás.

Este amor nos coloca en un proceso inacabado que, en circunstancias históricas especiales

pueden llevarnos a correr la misma suerte de Jesús, sometido a la agresión social, política y

religiosa, como lo han conocido no pocas veces sus seguidores. Miles de víctimas en este

país y en el mundo, inspiradas por ese mismo amor, de diferentes tradiciones espirituales

fueron perseguidas, llevadas a tribunales y al escarnio público y en muchos casos,

asesinadas.

Este amor permite acceder a la experiencia de una paz más honda y fundamental de la que

se promueve en nuestras expectativas sociales y políticas. De ahí que es oportuno mirar la

manera como aconteces en personas que movidas así han impactado a su sociedad y a toda

Latinoamérica al llevar su compromiso espiritual al espacio de lo público.

Un ejemplo significativo para nosotros es Óscar Romero, obispo de San Salvador, quien

comprendió que la búsqueda de la paz de Jesús era una tarea pública riesgosa que

confrontaba su conciencia y lo llamaba a revisarse continuamente. Le exigía integridad y

coraje y lo obligaba a ponerse al lado de las víctimas, de los campesinos y de los pobres,

convocando a todos a detener la violencia y la agresión, a liberarse de la idolatría de las

ideologías, a reconocer los propios errores, a pedir perdón y tener la generosidad de

perdonar.

Monseñor Romero vivió las contrariedades de la paz de Jesús. “Les dejo la paz, les doy mi

paz. No es una paz como la que da el mundo”. Porque los que trabajan por esta paz conocen

inevitablemente la incomprensión, constatan penosamente que ellos mismos crean

divisiones y se dan cuenta de que sus adversarios, quienes pueden llegar hasta a matarles,

obran convencidos de que están haciendo el bien. Por eso Romero meditó muchas veces

con serenidad vulnerable, las palabras con que Jesús acompaña su paz: “No se inquieten ni

tengan miedo” (Juan 14:27).

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Lo asesinaron con un tiro en el corazón cuando celebraba la misa, en vísperas de la Semana

Santa de marzo de 1980. Conocedor del peligro, había dicho que perdonaba de antemano

a los que atentaran contra su vida. Fue un signo de contradicción, como Jesús lo había

advertido de sus discípulos. Lo rechazaron grandes empresarios, los jefes militares, los

paramilitares y la dictadura. La extrema izquierda no lo entendió. Tuvo contradictores

fuertes dentro de la Iglesia, a la que se mantuvo fiel. Fundamentó su mensaje en el

Evangelio, el Vaticano II, las Encíclicas Sociales y las Conferencia de los Obispos en Medellín

y Puebla. Tuvo el soporte personal de Paulo VI. El papa Francisco lo proclamó mártir.

Óscar Romero comprendió el desafío que plantea Jesús. Conoció los abismos de la

oscuridad humana y se dejó tomar por la fuerza del espíritu para mostrar que los seres

humanos somos también capaces de lo más sublime: la amistad, el amor sin esperar nada

a cambio, la lealtad, la verdad, la justicia y el perdón, que no significa impunidad, ni olvido,

pero sí deponer el odio y el apetito de venganza. En su lucha paradójica buscó liberar a sus

enemigos de su propia tragedia, dando hasta la vida por ellos.

Romero fue asesinado en la celebración del memorial de la Última Cena de Jesús. Cuando

el Maestro partió el pan con sus amigos diciéndoles que allí estaba su cuerpo, el que

quedaría colgado y descuajado en la cruz. Y luego compartió la copa de vino, para

entregarles de antemano la sangre que derramaría a borbotones clavado en el palo. En

vinculación total a la complejidad de la aventura humana como expresión carnal de su

solidaridad con quienes sufren la violencia y el fracaso, como presencia para todos en la

enfermedad insoportable y en la soledad de la muerte.

Romero sabía bien que para la comunidad cristiana el memorial del pan y el vino lleva, a

través de generaciones, la celebración del misterio de reconciliación en el que el amor nos

recupera gratuitamente y nos desafía abiertamente a la reconciliación entre nosotros.

Es cierto que sin esta perspectiva de la tradición cristiana se puede ser buen ciudadano y

luchar por la reconciliación. Pero es obvio también que esta raíz profunda del misterio del

amor gratuito como se nos dio en Jesús, da confianza y energía para construir juntos este

país, para volver a creer en nosotros mismos y para mantener viva la esperanza.

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CAPÍTULO IV

Más allá del miedo

El miedo y la desconfianza hacia los acuerdos de paz se han propagado en el país junto con

la incertidumbre y el pesimismo.

En los días previos al plebiscito el miedo se incentivó, trayendo a la memoria actos violentos

de la guerrilla: los secuestros relatados con horror por los cautivos y llevados por las familias

con dolor y con rabia; los muertos y destrozados por minas antipersona; las extorsiones a

los ganaderos y los asesinatos a políticos. Entre tanto se hacía silencio sobre las acciones

del paramilitarismo, que hizo el 65% de las masacres, miles de fusilamientos y

desapariciones y cobros de impuestos. Tampoco se mencionaban las violaciones de los

derechos humanos por parte de miembros del ejército y los aparatos de seguridad, las

ejecuciones extrajudiciales ni los falsos positivos. La fuente de todos los males eran las

FARC. Los mensajes para crear pánico llenaron la campaña: “Los bandidos de la guerrilla

van a ser el nuevo ejército del país”, “Colombia se convertirá en otra Venezuela de Chávez y

Maduro”, “La paz es el triunfo de la ideología de género y del matrimonio homosexual que

se promueve en La Habana”. La desconfianza se alimentó con los recuerdos de los actos de

prepotencia y cinismo de los guerrilleros durante los tiempos de la guerra y se expandió con

mentiras y verdades a medias: “Las FARC son el cartel más grande del mundo y con el dinero

que tienen comprarán los votos para tomarse el país”, “Se quedarán con la mayoría de las

armas para seguir matando”, “El proceso de paz ha arruinado el país y por eso estamos en

crisis económica”, “La inseguridad está creciendo porque los amnistiados de las FARC están

llegando a las ciudades”.

Quienes sembraron la desconfianza fueron más allá de la opinión pública colombiana.

Buscaron expresamente crear la inseguridad en los negocios y hacer daño a la economía.

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En una reunión con empresarios extranjeros que estaban invirtiendo, o querían traer

inversiones al país, presencié el análisis de uno de los líderes del temor, que mostraba que

en Colombia no se podía invertir porque el país, al negociar con las FARC, iba hacia el

abismo, por lo tanto, todo recurso traído en ese momento no solo se perdería, sino que

aceleraría la precipitación en el desastre. El líder terminó diciendo que la seguridad volvería

cuando ellos retomaran el gobierno para cambiar los acuerdos que destruyeron las

instituciones.

La evidencia de que se habían acabado los muertos que causaba la guerra, la terminación

de los secuestros que hacían las FARC, el levantamiento de las minas antipersona que

habían hecho de Colombia el segundo país del mundo en esa atrocidad, la desaparición de

las masacres, la nueva tranquilidad en los territorios que habían sido del conflicto, los

protocolos de dejación de todas las armas del grupo insurgente más desestabilizador del

continente, todos estos hechos, tuvieron poco valor para los estrategas del temor, que

sistemáticamente invitaron a la desconfianza e incluso al pánico, porque según ellos, la paz

de La Habana daba un aire nuevo al terrorismo de las FARC.

Los impulsadores de la desconfianza que siguen actuando hoy, cuando ya no existe la

guerrilla y la FARC es un partido político legal, son de distintos tipos. Unos, organizaciones

sociales, que están contra las políticas económicas, sociales y medioambientales, y rechazan

todo lo que venga del Gobierno incluida la paz. Otros, grupos civiles afines al pensamiento

del ELN, que consideran que las FARC, en esas negociaciones, entregaron la revolución a la

burguesía. Otros, oposición política que sostiene que con la paz el Gobierno cedió las

instituciones al terrorismo. También líderes religiosos tradicionales que ven en toda acción

de la administración liberal, incluida la salida negociada del conflicto, la amenaza

conspiradora del secularismo. Parte de las víctimas de lado y lado, cargadas de dolor y de

exigencias de reparación, que han perdido la esperanza de ser reparadas. Y por supuesto

los que hacen campaña contra la paz como bandera política para ganar votos.

Estos grupos diversos, adversarios e incluso enemigos entre sí, comparten la determinación

de resistirse a la paz real e imperfecta, la única que ha sido posible durante años de serias

negociaciones.

En medio de este escenario de proliferación del temor, los que trabajamos de manera

proactiva promoviendo la reconciliación y hemos apoyado los procesos de paz sin ser ni

gobierno ni guerrilla, hemos sido blanco de rechazos agresivos continuos. No se trata de

críticas serias que inviten a que uno revise y reconstruya, sino de insultos, calumnias

señalamientos y rumores que llevan a que la opinión pública nos considere peligrosos. El

resultado es un clima adverso y tenso que llena de dolor el corazón de un país atrapado en

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el rompimiento de la confianza colectiva y en la información manipulada por ideologías

excluyentes y generadoras de odios.

La mayoría de estos manipuladores del miedo que manejan los sentimientos en la

televisión, hacen juicios irresponsables en la radio, escriben groserías en los twitteres, no

tienen el propósito de generar violencia armada. No obstante, quiéranlo o no, contribuyen

a ella con consignas como “La paz destruye la propiedad privada”. Con imágenes de archivos

de los tiempos de la guerra, presentadas cada vez que hay una buena noticia de paz en la

televisión y con destrucción de la honra de las personas en las redes. Pues hacen sentir que

todo lo que se presenta como logro de reconciliación es mentira, que lo que se ha pactado

es el sometimiento de las instituciones al terrorismo, que el campo ha sido entregado al

comunismo. Con esas estrategias los activistas del miedo elevan la probabilidad de los

asesinatos de líderes sociales en las zonas rurales por parte de aparatos armados ilegales, a

los que incomoda una paz que protege los derechos humanos, la restitución de tierras y el

medioambiente.

La invitación a “hacer trizas el acuerdo de paz”, planteada por algunos del Centro

Democrático, es en las ciudades un eslogan que se moviliza para entusiasmar la campaña.

Pero en los territorios rurales remotos, donde la precaria presencia del Estado permite la

unión del paramilitarismo con los barones electorales corruptos, ese eslogan es una

consigna para obligar a votar por los que están de acuerdo con destruir el proceso de paz.

Lo esperable entonces, es que en esos lugares se repita la transacción política que conocí

en el Magdalena Medio en los años más duros de la guerra y veamos grupos armados

ilegales ofreciéndose para hacer trizas a los candidatos que están por la paz, a cambio de

que los que ganen el poder les aseguren la protección para continuar con los negocios

criminales de coca y la minería criminal.

Un ejemplo de esto se dio en El Valle del Cauca el día en que las FARC iniciaron el éxodo

hacia las 23 veredas transitorias y los 7 campamentos. Los gaitanistas hicieron un

comunicado en el que escribieron que habían tomado la decisión de “Eliminar a los

terroristas que impulsan la paz ilegítima de Santos”.

El temor y la prevención irracional ganó mucho terreno en el país en los días que

precedieron al plebiscito y como tuvieron éxito en la votación, los promotores del miedo

continuaron impulsándolo desde entonces.

No pocos parecen haber llegado a pensar, arrastrados por el miedo y la incertidumbre, que

es mejor aceptar lo que hemos sido hasta hoy y seguir con el conflicto armado interno y con

la guerra interminable contra los que consideran simplemente bandidos, como destino

inevitable por nuestra precaria institucionalidad, y convencerse de que será peor

económicamente y más riesgoso políticamente, adentrarse en el difícil camino de la

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construcción en democracia que acepta todos los puntos de vista y pide que se ponga sobre

la mesa toda la verdad de lo que nos pasó, para construir juntos en la diferencia, sin armas

en la política, un país incluyente.

La realidad es que el miedo y la mentira han tomado la iniciativa y están al ataque para

conquistar el estado de opinión, mientras que la búsqueda colectiva de la verdad,

enriquecida por los distintos puntos de vista y la creación de confianza, están a la defensiva.

Por consiguiente hay que insistir en el diálogo y en los argumentos que hacen valer la salida

negociada del conflicto. Se necesita un acto de confianza en el que respetemos en los otros

la intención de buscar el bien de Colombia, aunque discrepemos y discutamos sobre la

forma de hacerlo.

Este diálogo tiene que abrirse a todos. A las comunidades indígenas, negras y campesinas

que fueron sometidas al silencio y al terror con millones de expulsados de los territorios. A

las organizaciones populares, sindicatos y trabajadores por los derechos humanos. A los

ganaderos que han sufrido secuestros y extorsiones y a los que promovieron las

autodefensas; a los empresarios que fueron forzados a apoyar a los paramilitares y a los

que lo hicieron como método de seguridad y manera de hacer política; a quienes compraron

tierras sin saber que eran predios arrebatados con sangre y a quienes lo hicieron con

violencia y desplazamientos; a los militares que arriesgaron la vida por la patria y la defensa

de las instituciones y a los que se unieron con las Autodefensas en lo crudo de la guerra y,

por supuesto, a los soldados que nunca estuvieron de acuerdo con los paramilitares.

La confianza y el diálogo con la sociedad necesariamente tienen que hacerse con los

excombatientes de la guerrilla que han sellado los acuerdos de paz y han entregado los

fusiles. Ellos son el objeto de los rechazos más radicales y son muchos los que les siguen

tratando de criminales, bandidos, terroristas y seres incorregibles e irredentos. De manera

especial es el momento de escuchar a las mujeres sobrevivientes y atropelladas, a los niños

huérfanos y desplazados y a quienes sufrieron la violencia por razones de género.

Llegar a confiar y a dialogar con los que nos han agredido, como lo plantea Adam Kahane

en su último sobre colaborar con el enemigoiv, es muy difícil, pero no imposible. Un buen

ejemplo es Francisco de Asís, maestro de la superación del rechazo y de la retaliación que

se generan por miedo.

En las Florecillas se cuenta la historia del lobo de Gubbio que mató a mujeres y hombres y

sembró el terror en el pueblo. Francisco salió a buscarlo, lo saludó con la cruz y sin dejarse

intimidar le habló con comprensión y firmeza: “Hermano Lobo, mereces como castigo la

muerte por asesino, pero he venido por la paz, para que dejes de hacer mal a los habitantes

de Gubbio y para que ellos dejen de perseguirte”. El lobo movió la cola en aceptación y

Francisco le dijo: “Como aceptas la paz, te prometo que la ciudad va a asegurarte comida,

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porque sé que el hambre es lo que te ha llevado a atacarles. Tú a cambio, prométeme

respetar en adelante a la gente y a sus animales”. El lobo movió la cabeza afirmando que

aceptaba.

Michel Sauquet retoma este relato en su libro Le Passe-Muraillesv, en el que muestra la

pasión de Francisco por el ser humano, que supera todos los obstáculos, y destaca que el

lobo de Gubbio fue realmente una imagen para representar a un grupo de hombres que

sembraban terror en la ciudad.

Francisco vio que estas personas atacaban por hambre, que la injusticia social que sufrían

provocaba su comportamiento. Convenció previamente a la comunidad de Gubbio para que

se comprometiera a alimentar a los hambrientos si ellos cambiaban, ofreció la comida al

grupo de ladrones y se puso de garante para que la ciudad no los asesinara por venganza.

Pero la gente de Gubbio, víctima de los crímenes, no confiaba. Pensaron que los

malhechores matarían al ingenuo. No creían que pudieran cambiar. Y Francisco los cambió.

Los convirtió en hermanos. Y cambió a las gentes de Gubbio, que, como cuentan las

Florecillas, recibieron al ‘lobo’, lo alimentaron en las familias, llegaron a quererlo como

amigo y lo lloraron el día de su muerte.

El ejemplo es elocuente para nosotros, ahogados en el temor y la desconfianza, metidos en

la disyuntiva de profundizar el rechazo y la animadversión de quienes dejaron los fusiles, o

de aceptarles para que construyan con nosotros un país en democracia. Francisco de Asís

actuaba así porque estaba convencido de que los seres humanos podemos cambiar; un

presupuesto que es indispensable para hacer las paces en la guerra y en las disputas sociales

y políticas.

Si se acepta que todos podemos cambiar, tiene sentido dialogar con el adversario político y

también con el enemigo armado en una mesa de negociación de paz. Tiene sentido permitir

que los insurgentes, una vez dejadas las armas, participen en la política. Tiene sentido

adelantar procesos de justicia transicional y restaurativa que supera la impunidad, dado que

parte de la convicción de que quienes cometieron crímenes de guerra pueden llegar a ser

restauradores de sí mismos y de la sociedad, para convertirse en sujetos responsables de la

“no repetición”.

Si no se acepta que los seres humanos pueden cambiar, no tiene sentido dialogar con el

adversario político y no hay razón para negociar con el enemigo combatiente que se

considera un delincuente empedernido. Solo queda como alternativa hacerlo objeto de

castigo y excluirlo para siempre de la vida pública, porque nunca se va a aceptar que pueda

llegar a ser un sujeto creíble, protagonista de su propia restauración y copartícipe en la

transformación de la sociedad.

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El cristianismo es claro en afirmar que los seres humanos pueden cambiar y no está solo en

esta afirmación; muchos humanistas creyentes o no, piensan que si pueden. El cristianismo

es radical en su lucha contra el mal, y distingue al mal que hay que eliminar, del ser humano

que puede llegar a liberarse del mal que lo atrapa. Por eso el respeto nada ingenuo por toda

persona, porque se da en la aceptación de los condicionamientos genéticos y sociales y la

complejidad de la historia de cada quien.

En realidad, lo más significativo de lo acontecido en La Habana no es que los participantes

en esos diálogos difíciles hayan escrito unos acuerdos. Lo grande es que todos entraron en

un proceso de transformación que los implicó como personas. Un proceso de cambio serio

en el que las ideologías, la rigidez institucional, el cinismo y la afirmación del poder,

predominantes al principio, fueron dando lugar a la preponderancia del ser humano. Por

eso los meses finales de las conversaciones se concentraron en las cosas más importantes

a todos: la verdad y la aceptación de responsabilidades, la entrega de todos los

desaparecidos, la reparación de todas las víctimas, la justicia transicional y restaurativa, la

entrega de los niños que fueron reclutados y la restitución de sus derechos, la garantía de

no repetición de la victimización, el respeto a las instituciones que nos hacen ciudadanos,

la desaparición de los grupos que atentan contra la vida y la seguridad humana sin exclusión.

Esto no significa que de un día para otro, quienes llegaron a las negociaciones se volvieron

buenos. No. Nosotros venimos de una crisis espiritual profunda y damos dos pasos adelante

y uno atrás cuando intentamos salir del absurdo. Tampoco significa que todos los que

estuvieron en la guerra vayan a transformarse. La Habana ha puesto en marcha un cambio

de consciencia de proporciones inmensas, impredecible al inicio de las negociaciones y que

en su crudeza y en sus desafíos puede llevarnos a un país mejor, si creemos que todos somos

capaces de cambiar.

El desafío es muchísimo mayor. como escribió William Ospina en un texto del que se

apoderaron las redes y del que traigo partes pertinentes. No estamos en un escenario de

buenos y malos, sino en una sociedad que ha sido causa y resultado de la historia colectiva

desde donde tenemos que rescatarnos juntos:

“Si hubo una guerra —escribe Ospina— todos delinquieron, todos cometieron

crímenes, todos profanaron la condición humana, todos se envilecieron. Y la sombra de esa

profanación y de esa vileza cae sobre la sociedad entera, por acción, por omisión, por haber

visto, por haber callado, por haber cerrado los oídos, por haber cerrado los ojos.

Lo que hace que una guerra sea una guerra es que ha pasado del nivel del crimen al

de una inmensa tragedia colectiva, y en ella puede haber héroes en todos los bandos,

canallas en todos los bandos, en todos los bandos cosas que no merecen perdón. Y ahí sí

estoy con Cristo: hasta las cosas más imperdonables tienen que ser perdonadas, a cambio

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de que la guerra de verdad se termine, y no solo en los campos, los barrios y las cárceles,

sino en las noticias, en los hogares y en los corazones...

Hay una teoría de las víctimas, pero en una guerra de 50 años, ¿Habrá quién no haya

sido víctima? Basta profundizar un poco en sus vidas y lo más probable es que hasta los

victimarios lo hayan sido, como en esas historias de La Violencia de los años 50, donde

bastaba retroceder hasta la infancia de los monstruos para encontrar unos niños

espantados.

Por eso es preciso hablar del principal victimario... Un orden inicuo, de injusticia, de

menosprecio, de arrogancia, que aquí no solo acaba con la gente: ha matado los bosques,

los ríos, la fauna silvestre... Un orden absurdo, excluyente, mezquino que hemos tolerado

entre todos.

Al final de las guerras, cuando estas se resuelven por el diálogo, hay un momento en

que se alza el coro de los vengadores que rechaza el perdón, que reclama justicia. Pero los

dioses de la justicia tenían que estar al comienzo para impedir la guerra. Cuando aparecen

al final, solo llegan para impedir la paz”.

Una de las complejidades del conflicto colombiano es la existencia de opciones de

conciencia en los involucrados en la guerra. He encontrado esa opción de conciencia en

hombres y mujeres de las fuerzas armadas del país, policías y soldados. La he conocido en

guerrilleros e incluso en algunos paramilitares. Claro que también he encontrado personas

con intereses oscuros y malos, verdaderos bandidos peligrosos. Pero si este conflicto no

tuviera enfrentados a sujetos con motivaciones sociales altruistas fuertes, que querían ser

coherentes consigo mismos, no hubiera durado 50 años, ni hubiera habido tantos muertos

en batallas. Si se hubiese tratado solamente de una persecución de bandidos metidos en el

negocio de la coca la cosa sería mucho más simple porque los jefes facinerosos no buscan

el combate para atacar al Estado y mucho menos dirigen ellos el enfrentamiento, sino que

normalmente salen corriendo con la bolsa cuando aparece el Ejército. Aquí comandantes

de frentes insurgentes y comandantes militares pelearon en primera línea por convicciones

profundas. Es cierto que se mezclaron otros motivos de poder, dinero y venganza que

oscurecieron la conciencia de todos los lados, pero esas mezclas y sus efectos perversos son

inevitables en el ser humano. La guerra de la insurgencia colombiana fue tan dura porque

así sus razones abstractas y sus ideologías fueran discutibles o equivocadas, la mayoría de

los líderes insurrectos estaban actuando en conciencia frente a un Ejército nacional que

defendía las instituciones como un deber moral.

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Aunque he estado en la causa por la justicia social desde finales de los años sesenta, siempre

he estado en desacuerdo con la lucha armada. Primero, porque sigo las enseñanzas de

Jesús en el Evangelio y no acepto razones para matar a nadie; segundo, porque desde niño,

en un hogar conservador de los tiempos de “Los pájaros”, bandas armadas en el Valle del

Cauca, oí de mis papás que la guerra se convertía en violencia incontrolable que hacía

peores todos los males; y tercero, porque aprendí de mis compañeros jesuitas en la lucha

por la justicia y de muchos otros, que el camino hacia los cambios necesarios eran la ética

basada en la dignidad humana, la política y los derechos humanos, aprovechando todos los

espacios para avanzar paulatinamente hacia la sociedad soñada.

Estoy convencido de que la decisión de tomar las armas de la insurgencia por parte de

Camilo Torres, Domingo Laín, Manuel Pérez, Carlos Pizarro, Antonio Navarro, León Valencia,

Pacho Galán, “Iván Ríos”, “Alfonso Cano” y “Arturo Alape”, para citar solo a conocidos, fue

una decisión de conciencia sería, que yo no comparto, que considero equivocada, pero que

respeto. Formaron su conciencia desde elementos subjetivos de familia y amistad, varios

de ellos después de sufrir el asesinato en sus hogares, en el calor de debates juveniles y

lecturas políticas; en la rabia contra la injusticia social y las arbitrariedades o en la emoción

por acontecimientos como la revolución cubana. Desde allí interpretaron datos objetivos

como la exclusión económica, étnica y política, las desigualdades y el asesinato de líderes

sociales y formularon conclusiones en estos términos: el establecimiento colombiano hace

violencia contra el pueblo. Hay que cambiarlo. No es posible hacerlo por el voto que está

controlado, tampoco por la protesta social, pues la aplastan. La única forma eficaz y

honrada es tomar el poder por las armas e implantar la justicia. Y no importa morir con tal

de que el enemigo muera. Así configuraron el derecho y el deber de rebelión y se jugaron

la vida, cuando la probabilidad de que los mataran era altísima, convencidos de que era lo

mejor que podían hacer por Colombia. Paradójicamente su decisión los llevó, a ellos y a sus

compañeros y seguidores, a actos de violencia terribles y sirvió de pretexto para justificar y

profundizar la brutalidad de los paramiliares, que en actos atroces difundió el terror en los

campos y pueblos, buscando eliminar a los insurgentes y matar y desplazar a los campesinos

que consideraban aliados de la guerrilla.

Recuerdo igualmente a la joven paramilitar que encontré en una finca cerca de San Blas, en

el municipio de Simití, cuando llegué a hablar con Julián Bolívar, comandante de las

autodefensas del Bloque Central Bolívar, para pedir razón de Edgar Quiroga, líder

campesino que había sido detenido y desaparecido por las AUC y que terminó fusilado y

tirado a un río por uno de los lugartenientes de Carlos Castaño. La joven mujer me pidió

que la escuchara. Al terminar la charla le pregunté cómo era posible que ella se encontrará

allí, vestida de camuflado, cargada de granadas y con un fusil ametralladora, en medio de

hombres dispuestos a matar. Me contó que tenía 24 años, que nunca pensó verse en eso,

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pero que un día, pocos meses antes, a su novio lo cogió la guerrilla, lo torturó y lo asesinó y

ella juró que entregaba la vida para acabar con los victimarios del hombre que quería.

Evidentemente estaba yo de nuevo ante una opción de conciencia, de alguien dispuesto a

morir en la guerra.

También conozco esta opción de conciencia en centenares de miles de luchadores sociales

por la justicia que no han aceptado el camino de la lucha armada. Que no ven al sistema

político y económico como un aparato totalmente cerrado y establecido exclusivamente

para explotar al pueblo. Que insisten en que es posible, aunque riesgoso y difícil, luchar

civilmente por la justicia y el fin de la corrupción al lado de las comunidades excluidas y de

las organizaciones sociales apoyando la búsqueda de salidas políticas. Son los hombres y

mujeres del movimiento no violento por la paz que también ha durado cinco décadas.

Muchos de esta inmensa multitud de personas, de diversas inspiraciones y regiones, unidos

en la gesta de convivencia con dignidad, fueron estigmatizados por el Estado como

auxiliares de la subversión y muchos fueron encarcelados, desaparecidos o asesinados.

Otros, fueron considerados por miembros de la guerrilla como legitimadores del sistema y

en no pocos casos fusilados.

Lo cierto es que la guerra no solucionó nada, ensanchó la tragedia y el dolor y terminó en

un infierno del que era casi imposible salir. Este averno es el que ha terminado por levantar

el clamor por un cambio que tiene que partir de las personas mismas, como conversión de

conciencia. De hecho, ya se dio en varios de los arriba mencionados, que dejaron la guerra

y se convirtieron en militantes de la paz con dignidad. Y se mostró en “Timochenko”, jefe

de las FARC cuando, al lograrse el cese al fuego bilateral, ordenó abandonar el

entrenamiento militar y cambiarlo por la formación política. Esta metanonia, o

transformación de la conciencia es necesaria para cambiar en movilización social y

participación ciudadana la lucha violenta contra la injusticia. Y al darse en las personas

implicadas permite ver la verdad y caer en cuenta de las atrocidades que se justificaban

como percances inevitables de la guerra, y comenzar a asumir responsabilidades.

La guerra, que daña todo lo que toca, lejos de producir la justicia social y el final de la

corrupción, terminó por damnificar a los mismos que tomaron las armas, al pueblo y a las

instituciones. La metanoia que da lugar al fin del conflicto armando nos permite cambiar y

superar el daño que dejó la guerra. El cambio no se da de una sola vez. Es un proceso entre

diferentes para avanzar, en medio de riesgos imprevisibles, hacia una sociedad

fundamentada en la dignidad humana y la profundidad espiritual, en la búsqueda de la

verdad sin miedos, en la superación de la exclusión social, económica y política; en la

protección de la naturaleza y en la consolidación de instituciones justas, democráticas y

creíbles. Y, por supuesto, en la lucha por terminar con la corrupción basada y caracterizada

por la mentira, la codicia, el desprecio de los intereses generales y el engaño.

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En un momento crucial para Colombia, esta construcción entre diferentes tiene que estar

marcada por el desinterés ante el prestigio, el protagonismo o el dinero, y comprometida y

entregada a la edificación de una nación reconciliada y capaz de creer en sí misma. No

negamos la importancia de la contienda política ni de los partidos en la campaña

presidencial, que son parte del juego democrático, pero necesitamos un diálogo más

grande, más generoso, meta político. Capaz, precisamente, de contribuir a transformar la

política.

En tal sentido han sido muy importantes iniciativas como la patrocinadas por el Instituto

Kroc de Estudios Internacionales para la Paz de la Universidad de Notre Dame y el Programa

de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), de iniciar un diálogo franco entre

opuestos. Esfuerzo que ha continuado con el proceso de sociedad civil llamado

Convergencia. Allí se impulsa el avance en un discernimiento colectivo y crítico, respetuoso

de las diferencias y al mismo tiempo audaz en la discusión de los temas que importan a

todos, para mirar la totalidad de los datos, analizarlos desde distintos puntos de vista,

establecer con rigor las diversas maneras de entenderlos y llegar, si es posible, a juicios

compartidos sobre lo que podemos afirmar como realidad y llevar a la práctica, por encima

de las expectativas de los partidos y de las organizaciones a las que puedan pertenecer los

interlocutores.

Estas formas de actuar permiten salir de los prejuicios, de las posiciones de grupo y del

argumento de autoridad que determina que una cosa es cierta porque el líder político o el

profesor de ciencias sociales la dijo. También contribuyen a superar el estado de opinión de

las noticias contaminadas por presiones emocionales, sopesar entre diferentes la totalidad

de la información y someterla al debate para encontrar la verdad provisoria que responda

a las preguntas pertinentes en un momento dado, gusten o no las respuestas.

Estos diálogos entre improbables, como suele llamarlos Paul Lederach, asesor en procesos

de construcción de paz, conducen a la necesidad de tomar decisiones. Porque solo la puesta

en marcha de las transformaciones que demanda la realidad, libera a la sociedad de los

obstáculos mentales y los intereses grupales e individuacles que hicieron que Colombia,

país rico en bienes naturales y culturales, haya quedado atrapado en polarizaciones,

corrupción, mafia y guerra.

Por eso la pertinencia de estos intentos de la sociedad civil, donde personas independientes

ejercen el deber de pensar y actuar como pueblo soberano. Con la determinación de

deponer todo sentimiento de enemistad entre ciudadanos que se aceptan como

legítimamente opuestos en la construcción de las apuestas públicas, y consideran que los

únicos enemigos comunes son la polarización, la injusticia social, la exclusión, la corrupción,

la pobreza, el desempleo y la falta de oportunidades para todos.

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Una condición para construir juntos a partir de diferencias que no son solamente

conceptuales sino que conllevan dolor e indignación desde todas las partes, después de

años de graves violaciones de los derechos humanos, es el que unos y otros acepten

responsabilidades.

No hay en castellano una palabra que signifique el reconocimiento del mal hecho a los otros,

la responsabilidad por los efectos del mismo y, a la vez, la solicitud de perdón y la disposición

a reparar el mal causado. En cambio, la expresión inglesa apology vi recoge estos múltiples

sentidos. En castellano necesitamos varias palabras para expresar esta decisión de aceptar

la responsabilidad por el mal causado y la disponibilidad de reparar.

Hacer este acto de reconocimiento y responsabilidad nos hace sujetos en una comunidad

de ciudadanos. Es un acto previo a las consideraciones legales, a los acuerdos de paz y a la

discusión política democrática sobre sistemas sociales y económicos. Realizarlo pone en

marcha una dinámica moral y espiritual vinculante con el sentido de pertenencia a una

nación como comunidad imaginada de sentido, que se reconoce en una historia.

Este acto noble, ya difícil para las personas individuales, lo es más para los grupos sociales,

militares o políticos, porque en él se dejan de la lado las justificaciones por hechos

violadores de los códigos que unen a la sociedad en su base, y se acepta sin más la

responsabilidad por acciones u omisiones que afectaron a otros y frustraron desarrollos

posibles para la comunidad nacional y las comunidades regionales. Es además el ejercicio

de comprometerse hacia adelante como parte de una tarea común.

El problema grave es que no fuimos educados para actuar así. Nunca aprendimos el significado

ético de aceptar la responsabilidad por el mal causado directa o indirectamente y expresar la

disposición a reparar como expresión del respeto a los valores morales vinculantes que nos

permiten ser sociedad. Lo que se nos enseñó fue que aceptar responsabilidad era dar papaya. Que

había que señalar a otros como culpables. Que la mejor defensa era atacar primero. Que si a uno

lo señalaban de corrupto había que contestar que el acusador había sido peor en corrupción.

Aprendimos así a destruir el fundamento de la comunidad de seres que cometen errores, los

asumen como propios y se reconstruyen a partir de ahí; y nos quedamos como personas e

instituciones sin piso moral, incapaces de aceptarnos personal y corporativamente responsables y

por lo mismo incapaces de cambiar.

El acto corporativo de aceptación de responsabilidades durante el conflicto, distinto de los

reconocimientos de responsabilidad en casos puntuales, es algo que la sociedad ha

esperado de todos los actores de la guerra. Es un acto que se espera no solo de la guerrilla,

sino también del Ejército, del Congreso, de los jueces, de la Iglesia, de las universidades, de

los sindicatos, de los medios de comunicación y de los gremios empresariales. Todos

implicados de diversas maneras, por acción u omisión, en esta historia que llevó a la crisis

espiritual de nuestra sociedad.

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A finales de 2015 se produjeron dos casos de reconocimiento de responsabilidades sobre

hechos altamente significativos. Se dieron en Ibagué y en Bojayá. Ellos evidenciaron que en

Colombia, donde no hay guerra étnica, religiosa, ni externa, sino un conflicto armado

interno que aparece en medio de violación de derechos fundamentales, corrupción y un

Estado ausente, unida a una tradición cristiana compartida, el perdón cuando se pide o se

da libremente, es capaz de derribar muros de sufrimiento y ansiedades de retaliación y de

temor.

El primer episodio ocurrió en la Universidad de Ibagué, donde se encontraron el

expresidente Belisario Betancur; Yesid Alfonso Reyes Alvarado, en ese momento ministro

de Justicia, hijo del presidente de la Corte Suprema de Justicia, Alfonso Reyes Echandía,

asesinado en el Palacio de Justicia en 1985 y Antonio Navarro, uno de los jefes del M-19 en

la época de la toma del Palacio.

Belisario, quien había recibido previamente la visita de Alfonso Reyes Alvarado, rector del

claustro, llegó para hablar desde el alma. Con un mensaje bello y conmovedor expresó que

había esperado este momento que dependía de la voluntad de los hermanos Reyes; exaltó

la memoria de Alfonso Reyes Echandía, el presidente de la Corte inmolado absurdamente y

la de los demás magistrados y víctimas del Palacio de Justicia. Aceptó su responsabilidad y

con dignidad y sentido de patria, pidió perdón. Dejó clara su entrega a la causa más grande

de la paz, por la que había luchado siempre e hizo sentir, con su actitud y sus palabras, la

altura moral del sabio que nos enseña a ser humanos desde nuestros logros y limitaciones.

Cuando concluyó el auditorio, tocado en el corazón, se puso de pie en un largo aplauso.

Antonio Navarro reconoció el inmenso error del M-19 al tomar por las armas el Palacio y

explicó su presencia allí para contribuir a la paz. Para elevar al máximo el valor del

acontecimiento, Yesid Reyes, no como ministro, sino como persona, con sinceridad,

franqueza y generosidad, expresó que entregaba libremente su perdón y el de sus

hermanos como contribución de la familia Reyes a la reconciliación del país.

El segundo episodio ocurrió, en Bojayá, donde “Pastor Alape” en ese momento miembro

del Secretariado de las FARC en negociación, reconoció ante 700 personas, entre el canto

de alabados de la mujeres negras, en presencia de la iglesia, del Comisionado de paz,

Sergio Jaramillo y de los países garantes y acompañantes, la responsabilidad de la guerrilla

en la masacre de más de 90 personas. Alape, en un evidente acto de arrepentimiento,

contrición y decisión de asumir la reparación y con las palabras: “Nosotros esperamos que

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ustedes algún día nos perdonen”; dejó en manos de las víctimas adoloridas, y por el

mismo acto, reconfortadas, la posibilidad libre de perdonar, enmarcada en la aceptación

del “Nunca más”. Los líderes de las comunidades recibieron el gesto como parte del

proceso de reconciliación que hacia ellos habían comenzado las FARC un año atrás y

exigieron también la aceptación de responsabilidad por parte del Estado y los

paramilitares, al tiempo que invitaron a llevar a término las conversaciones de La Habana

y poner en marcha la justicia transicional.

Acontecimientos como estos liberan una energía espiritual fuerte para asumir la verdad,

exigir por parte de las víctimas lo que les pertenece y transformar el sentido de la memoria

cargada de dolor y de horror en sentimientos que mantienen vivos los hechos pero que los

convierten en motivos para continuar en el empeño por la reconciliación y la paz.

Las palabras dichas en Ibagué por el arzobispo Flavio Calle dieron el sentido trascendente

de estos sucesos: “Es el Misterio del Dios de la reconciliación, que acontece entre nosotros

cuando allanamos las murallas que nos separaron en el rechazo y el odio”.

En 2016 los actos de pedir y dar perdón continuaron abriéndose paso. El 14 de septiembre,

en el salón de una casa sin protocolos en La Habana, irrumpió la tragedia de los miembros

de la Asamblea del Valle del Cauca secuestrados durante cinco años y asesinados por las

FARC en la semana que se suponía, iban a entregarlos. Allí llegó el dolor inacabado y las

exigencias de verdad, reparación y justicia de hijas, hijos, esposas y hermanos de los

diputados.

La iniciativa vino desde los guerrilleros que estaban en La Habana, simplemente porque el

imperativo moral es terco e ineludible cuando la conciencia de la dignidad prevalece sobre

las ambiciones y los miedos. Eran los días previos al plebiscito, en que se esperaba la

aprobación masiva del proceso de paz. Expresamente se quiso que fuera un acto privado,

no una acción de campaña por el SÍ, sino un evento de respeto al ser humano vulnerado. Se

acordó que habría un acto público en Colombia después de la firma del Acuerdos y del

plebiscito.

Todos los que llegaron a esa casa de La Habana traían prevenciones y ansiedades. Los

familiares, con el miedo de verse intimidados y no estar a la altura en libertad y carácter

para hacer valer la grandeza de sus seres queridos masacrados; los miembros de las FARC,

con el desafío de tener que encajar el clamor de las víctimas y asumir responsabilidades.

Todos conscientes de los efectos externos y de las interpretaciones inmanejables de lo que

allí aconteciera. Todos llenos de preguntas sobre sí mismos, sin saber qué podía pasar.

Lo que ocurrió fue que, uno tras otro, los familiares, llenos de coraje, llamaron asesinos a

los miembros de las FARC allí presentes. Dejaron caer el peso de sus sufrimientos y

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resumieron en minutos años de reclamos sin escucha. Trajeron la memoria de sus seres

queridos secuestrados, que desde el cautiverio habían invitado a la paz y pedido inútilmente

al gobierno de la época una liberación humanitaria, en los videos prueba de supervivencia.

Era la carga acumulada de dos mil días de retención en la selva y de los años pasados desde

el día en que los asesinaron. Y en medio de los testimonios desgarradores, los familiares

expresaron su sorprendente decisión de apoyo al proceso de paz y la mayoría manifestó

que perdonaban a los asesinos, no porque hubiesen decidido creer en los victimarios, sino

porque creían en el perdón y no en la violencia, tal como escribió Sigifredo López, el único

secuestrado sobreviviente, en la carta que trajo a la Habana su esposa Silvia Patricia,

valiente defensora de la honra de su compañero.

Significativa fue la reacción de los hombres de las FARC y de la comandante Victoria

Sandino. Ellos escucharon en silencio y respeto hasta conmoverse. Iván Márquez había

dicho al comienzo que las cosas pasaron por la degradación de la guerra y que nunca

debieron ocurrir. Pero después de oír a los familiares que pedían arrepentimiento y verdad

y luego de un círculo de manos unidas en plegaria, emergió del silencio lo imprevisible.

Pablo Catatumbo dijo: “No vamos a evadir nuestra responsabilidad. Ellos estaban en

nuestras manos. La muerte de los diputados fue lo más absurdo de la guerra. El episodio

más vergonzoso. Hoy, con humildad sincera, hacemos un reconocimiento público y pedimos

perdón”.

El ambiente entonces cambió y el recinto se llenó del misterio del encuentro humano

cuando el milagro de pedir perdón y de darlo nos sorprende. Allí estaba ocurriendo.

Sebastián, que con Diana y Daniela, hijos de los asesinados, habían llevado la indignación

de los jóvenes, lo expresó con claridad al decir que en ese momento y por este acto había

empezado la justicia que trae la paz.

Hubo personas que trabajaron en crear las condiciones para que pudiera ocurrir este acto

tan tremendamente humano y por lo mismo, impredecible. Sergio Jaramillo y Pablo

Catatumbo, más allá de los acuerdos y de las convenciones; Álvaro Leyva, que años atrás

había conseguido la entrega de los cadáveres de los diputados; Francisco Moreno Ocampo,

de la Fundación Arte de Vivir; monseñor Luis Augusto Castro y el padre Darío Echeverri. Y

además de la presencia y el acompañamiento de Darío Monsalve, arzobispo de Cali,

respetado por todos los allí presentes y quien goza de la confianza agradecida de los

familiares de los asesinados.

Dos meses después del plebiscito, el 4 de diciembre de 2016, en la iglesia de San Francisco

en Cali, las familias de los 11 diputados secuestrados y asesinados y hombres y mujeres de

las FARC hicieron pública esta reconciliación difícil para todos.

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La tarde anterior, ahora si las familias en pleno porque a La Habana no habían llegado

todas, descargaron de nuevo ante los guerrilleros la inmensidad de su dolor y el reclamo

de justicia. Ya en la Iglesia, durante la ceremonia ecuménica presidida por monseñor Darío

Monsalve, mantuvieron con altura serena la memoria viva de la tragedia. Al terminar el

acto litúrgico, Pablo Catatumbo tomó la palabra y con voz convincente, sin justificar de

ninguna manera el crimen, reconoció la responsabilidad plena de las FARC y las

obligaciones que esto implica; pidió perdón a las familias y a la sociedad del Valle del

Cauca, honró a cada uno de los asesinados; pidió igualmente perdón al hogar del policía

Carlos Alberto Cendales, a quien los guerrilleros mataron el día del secuestro y a Sigifredo

López, el único diputado que pudo escapar el día del asesinato masivo y a su familia,

aclarando que Sigifredo nunca fue cómplice ni amigo de la guerrilla, reiterando la

petición de perdón al no haber detenido el montaje de la Fiscalía que llevó a la cárcel al

único diputado sobreviviente. Insistió en que era una petición de perdón sin condiciones,

que respetaba la voluntad de las víctimas y de los ciudadanos.

Los familiares respondieron haciendo valer la dignidad de sus seres queridos asesinados y

la gravedad del crimen; reclamaron la totalidad de la verdad y la responsabilidad también

del Estado; expresaron con determinación la decisión tomada de creer en el

arrepentimiento de las FARC y con sinceridad valiente, salida del dolor, entregaron el

perdón.

Nadie calculaba que la búsqueda de la paz, cuando invita a pasar por el perdón, pudiera ser

tan difícil para las víctimas que tienen en sus manos la reconciliación del país. Tan difícil

para los victimarios de todos los lados, que han de aceptar responsabilidades con sus

consecuencias. Tan difícil para los del Sí, que perdieron el plebiscito y para los del No, que

tienen resistencias a aceptar que los cambios exigidos por su triunfo se legitimen con la

refrendación del Congreso. Y tan difícil también para los jóvenes que marcharon más allá

del No y del Sí; para la Iglesia católica y las demás iglesias, para los líderes sociales

perseguidos a muerte y para los que dejan la guerrilla para enfrentar riesgos incontrolables.

Las familias de los diputados y las FARC dieron un paso arduo y generoso. Los criticaron

quienes aún tienen miedo o no se atreven a creer, pero ellos dieron un salto cualitativo que

muestra que sí se puede, y que fortalece la esperanza sobre la Comisión de la Verdad,

cuando esta recorra el país invitando al encuentro de víctimas y victimarios en un horizonte

de reconciliación.

Después de lo ocurrido en la Iglesia de San Francisco en Cali, los actos de verdad, de

aceptación de responsabilidad y perdón, se han ido multiplicando en el país.

Durante el año 2017 se dieron encuentros entre el Secretariado de las FARC y las víctimas

del atentado del Club El Nogal en el norte de Bogotá, donde una bomba puesta por la

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guerrilla causó 193 víctimas, 33 de las cuales murieron. Estos episodios fueron preparados

por Bertha Lucía Fríes, víctima de ese atentado y que desde hace unos años se ha entregado

a la causa de la reconciliación, y por Carlos Antonio Lozada del secretariado y ahora de la

conducción política de la Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común, nuevo partido que

constituyeron las FARC luego de la firma del acuerdo. Han sido jornadas de día entero, en

las que las víctimas han levantado con dignidad la memoria de sus seres queridos

asesinados, así como el dolor y la rabia de sus heridas físicas y de los traumas emocionales,

familiares y laborales que les dejó el atentado. Igualmente las FARC, como Secretariado

Nacional, han reconocido total responsabilidad de un acto que consideran irracional,

bárbaro y sin justificación. Han aceptado la obligación de reparación no solo moral sino

también material tal como lo exijan los tribunales de la Justicia Especial para la Paz, JEP,

expresando textualmente la petición humilde de perdón. En el acto añadieron un

comentario significativo: “Créannos que no somos los mismos. Hemos cambiado totalmente

con respecto a la utilización de medios violentos. Nunca más volveremos a ponerle bombas

a nadie. Nuestra decisión de dejar las armas y la guerra es definitiva”.

Otro hecho relevante fue el protagonizado por Ingrid Betancourt, que implicó toda su vida

en la decisión de perdonar. Habló en el Club El Nogal con una serenidad nueva, llena de

autenticidad y de audacia. Puso en evidencia una transformación que ella fundamenta en

la experiencia interior de Dios en medio de la selva, cuando oraba en la Biblia y se decidió a

estudiar teología un día, para comprender lo que le había acontecido. “El yo del antes, dijo,

ya no existe, soy una sobreviviente del proceso de deshumanización del cual hemos sido, en

mayor o menor medida, todos y cada uno de nosotros, víctimas en Colombia”.

Por esta transformación perdonó: “No hay nada más fuerte que el perdón para detener la

deshumanización... el perdón que se da sin necesidad de que sea solicitado para deshacerse

de las cadenas del odio y descargarse del peso de la venganza”. Y en un mensaje obvio para

las FARC, el ELN, los paramilitares, los militares y las instituciones, llamó a pedir perdón:

“Solicitar ser perdonado es algo espiritualmente superior. Algo mucho más valioso que

perdonar, porque tiene efectos rehumanizantes tanto sobre el agresor como sobre el

agredido”.

Con realismo impresionante, Ingrid lleva viva la memoria de las cárceles de alambre de púas

en el silencio y la humillación sin privacidad, donde trataron de eliminar su identidad con

nombres postizos: “la cucha” por vieja, “la garza” por flaca, “la perra” por mujer, “la carga”

por retenida, y sus palabras describieron el infierno en el que la guerrilla colombiana se

destruía a sí misma al operar como organización de secuestros, “porque al actuar en grupo

desculpabilizan y legitiman, bajo la racionalidad de las ideologías, la justificación de lo

injustificable”.

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Su tarea es crear confianza. “Creo que la palabra clave es ‘confianza’. Reconciliarse implica

aprender a confiar en el otro. Duro reto en un país donde ser confiado es visto como una

falta de carácter. Confiar en que el otro es capaz de cumplir con su palabra, de decidir

correctamente, de querer “lo bueno”. Así le damos la oportunidad al otro de tornarse en un

ser confiable, le permitimos volverse socio y dejar de ser enemigo”. Además, invitó a “poner

nuestro presente en las manos de cada colombiano, reconociendo su dignidad humana, sin

pretender lavarle el cerebro a nadie, ni implantar artificialmente las nociones de libertad y

justicia, como si se tratara de adiestrar a un animal o programar a un robot”.

Concluyó con estas palabras: “Le formulo hoy a Colombia una sola súplica: que tenga la

audacia de confiar en sí misma y abrazar, con todas las fuerzas de su alma, el grandioso

prospecto de la paz, para que nuestros hijos puedan por fin, respirar el perfume de la libertad

hasta en los últimos confines de nuestra sagrada tierra”.

Ingrid, la estudiante de teología, ha dejado que crezca en ella la experiencia espiritual que

la sorprendió en la selva. Se evidencia en la generosidad con la que reconoce sus errores,

agradece al Ejército que la liberó, llora por sus compañeros que murieron, perdona a sus

secuestradores, se abraza con Clara Rojas, se dirige con respeto y claridad a Álvaro Uribe

para que deje el pasado y a Andrés Pastrana para que tenga magnanimidad, invita a sus

victimarios a pedir perdón, y nos llama a todos a cambiar.

Ingrid Betancourt fue liberada por los hombres del Ejército en la operación Jaque, pero su

verdadera libertad es la de ahora, cuando olvidándose de sí misma, se juega totalmente en

la construcción de confianza entre los colombianos.

Después de participar en estos acontecimientos como acompañante y testigo, también yo

sentí la obligación de sumarme a quienes pedían perdón. Pedí perdón movido por estos

ejemplos de grandeza humana y tras hacer un análisis de la decadencia del lenguaje en los

debates políticos y sociales en torno a la paz, donde es evidente el mal que hacemos con

juicios en los que ignoramos o usamos irresponsablemente las categorías de cantidad

(según Kant, lo universal, lo particular, lo individual). Haciendo un ejercicio de

discernimiento, encontré que yo mismo era responsable del mal de la generalización, lo

cual no es solamente un error, sino también una injusticia.

Pedí perdón por la generalización al escribir que los paramilitares recibieron financiación de

los empresarios, cuando la verdad es que algunos grupos paramilitares recibieron

financiación de algunos empresarios, mientras la mayoría de las mujeres y los hombres a

quienes se les debe la producción de los bienes y servicios del país no financiaron

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paramilitares. Especialmente con lo difícil que es crear empresa en medio de la

incertidumbre, son de admirar en Colombia quienes han corrido el riesgo de invertir en las

ciudades y en el campo durante las décadas de guerra.

Pero además hay que diferenciar dentro de los grupos de empresarios que financiaron a

frentes paramilitares: algunos fueron forzados a hacerlo con amenazas contra su vida y

contribuyeron contra su propia voluntad, decididos a no detenerse en la decisión de hacer

empresa en el país, a pesar de los costos de la extorsión. Otros, después del secuestro y del

pago de rescate, apoyaron con rabia a las AUC para atacar a los secuestradores. Otros, lo

hicieron porque no confiaban en las fuerzas de seguridad del Estado y resolvieron poner la

protección de sus intereses en grupos ilegales que terminaron en grandes crímenes. Por

último, entre los empresarios de campo hay que distinguir entre quienes hacían producir

intensamente la tierra y quienes no son ni han sido empresarios y concentran miles de

hectáreas improductivas, protegiéndose con bandas armadas.

Igualmente pedí perdón por toda generalización que haya afectado a personas o

instituciones. Porque a pesar de la corrupción, la polarización por el conflicto armado, la

penetración del narcotráfico, la desigualdad y la exclusión en todas nuestras regiones y

ciudades, en el Estado, en la Iglesia y las organizaciones, la mayoría de la gente es buena y

movida por la intención de ser honesta, y sigue soñando, no pocas veces desde el dolor, las

heridas y la perplejidad por la ruptura que vivimos, en que un día será posible tener un país

reconciliado y equitativo.

Reconocí la injusticia de las veces en que he generalizado sobre los soldados y policías de

Colombia. Reconozco que tengo una repugnancia intelectual y sensible contra las armas,

cualquiera que sea su origen y su fin. Soy un seguidor de Jesús, quien separó

definitivamente a Dios de todas las guerras y enseñó la no violencia eficaz. Sé que han sido

muchos y cada vez más, los ciudadanos que en las Fuerzas Armadas ven el servicio a la patria

como servicio a la dignidad, a los derechos de todo ser humano y al bien colectivo de la paz.

Para avanzar en el camino hacia la reconciliación y superar obstáculos contra la paz

cimentados por el odio y el temor, el 19 de julio de 2017 tuvo lugar, en la casa provincial de

los jesuitas en Bogotá, un encuentro privado entre exjefes de las autodefensas y miembros

del secretariado de las FARC. Álvaro Leyva me pidió contribuir a crear el ambiente de

confianza y respeto requeridos para el evento. Ayudaron, sin deseo de aparecer, dos

mujeres entregadas generosamente a la búsqueda de la paz. En las redes, sensatas unas,

envenenadas otras, se dijo de todo. Y los periodistas especularon sobre el evento. Un

comunicado escueto y claro de los participantes apareció en la prensa.

Lo importante fue el sentido de este encuentro, el cual resumo en estas reflexiones: La paz

como construcción de largo plazo de toda la sociedad, tiene por condición fundamental el

Comentado [P1]: donde está?

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final de la guerra y el pacto de “Nunca más” entre los que se enfrentaron a muerte. Esto

ocurre cuando ellos toman la decisión de dejar de lado el “ojo por ojo” vengador de heridas

salvajes que claman retaliación. Este paso fortalece el acuerdo firmado y legitimado por el

Congreso y la Corte Constitucional.

El encuentro entre hombres que se hicieron daños descomunales e hicieron daños a la

sociedad no es una justificación del mal hecho. Es un acto de aceptación transparente de

mutuas responsabilidades y una determinación de invertir la vida que queda en reparar,

restaurar y aportar a un país nuevo.

Este ponerse juntos los opuestos, comandantes guerrilleros y paramilitares, quienes en su

distancia radical abarcan todas las posiciones contradictorias y excluyentes, es muestra de

que es posible el sueño de otra Colombia; para que eso sea posible tenemos que empezar

por transformarnos.

La conversación de esa tarde, que se inició con prevenciones e incertidumbres, desató un

movimiento de aceptación transparente y sin miedo de la realidad histórica y humana de

cada quien y sus organizaciones y terminó con un acto de fe en la sinceridad del otro y un

apretón de manos jovial y sereno. Muestra de que la reconciliación puede abrirse paso

entre las posiciones más opuestas.

La llegada al claustro de los jesuitas dio pie para que los participantes se situaran más allá

de sus grupos, intereses o partidos y pensaran en la causa más grande: las víctimas. Y lo

hicieron por disposición propia, sin ser requeridos. Como si al mirarse de frente vieran la

sangre y el terrible dolor de Colombia que clama por el final de la lucha fratricida, y lo

asumieron como algo propio.

Contra toda incredulidad, se mostró que los seres humanos sí pueden cambiar, aunque esa

transformación les tome años. En ese acto, los que hemos considerado como los más malos,

tomaron el riesgo de creer en la conversión de sus antagonistas mortales, a la espera de

que los que nos consideramos “la gente de bien”, tengamos la grandeza de parar los odios

y ofrecer una casa común de confianza a quienes salen sin armas de la guerra; con el coraje

de creerles y de abandonar el señalamiento de terroristas, asesinos y bandidos que se les

endilga.

Los participantes expusieron la verdad sin restricciones, como el componente más

importante de la tarea que sigue. No la restringida verdad jurídica que se limita a responder

ante el juez si se es o no partícipe en un crimen puntual de guerra o de lesa humanidad,

sino mucho más allá, la verdad de organizaciones, personas, propósitos políticos y

económicos, propiciantes de la inmensa tragedia. No la verdad para estimular los odios y

los señalamientos, sino la verdad para que nos miremos en el desnudo de nuestras

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responsabilidades, despojados de disculpas y abogados y conscientes de todo lo

acontecido, podamos transformarnos juntos.

En octubre de 2017, en la Universidad Javeriana de Cali, Pablo Catatumbo de las FARC y

Freddy Rendón Herrera, alias “El Alemán” de los paramilitares, protagonizaron un acto más

de perdón y reconciliación con víctimas de las dos partes.

Quedamos así en el horizonte del perdón libre, que no significa conceder impunidad, sino

ofrecer toda la verdad, reparar todas las víctimas, deponer todos los odios, abrirse a una

nueva confianza y encontrar la justicia de la paz.

CAPÍTULO V

El desarrollo de la esperanza

A pesar de todas las preguntas difíciles, estoy convencido de que el proceso de paz con las

FARC, si logran implementarse los puntos que corresponden al desarrollo del campo y el

final de los cultivos ilícitos, llevará a una economía más humana y cuidadosa de la

naturaleza; más equitativa e incluyente, y mejor para los negocios en un mundo de

mercados.

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Maurice Armitage, exitoso empresario de Cali, alcalde de la ciudad entre 2016 y 2019,

secuestrado dos veces por las FARC, fue invitado en su calidad de víctima a La Habana.

Delante de las delegaciones del gobierno y de la guerrilla, Armitage empezó su intervención

con esta pregunta: “¿Qué hicimos, empresarios de este país, para empujar una economía

atravesada por el dolor y por las víctimas y para ser posiblemente parte responsable en las

casusas que dieron origen al dolor y la guerra?” Esta pregunta sobre el origen del conflicto

armado, se encomendó durante las negociaciones a un grupo de doce expertos sobre el

tema.

Es obvio que el modelo económico del país, entendido como el conjunto de normas y

comportamientos formales e informales que vehiculan la producción, los servicios, el

consumo, el ahorro y la inversión, el sistema tributario y el gasto público, ha sido uno de las

determinantes, junto con otros, de la violencia y del conflicto armado. Las agencias

evaluadoras internacionales reconocen las virtudes de la economía colombiana por la

disciplina en la deuda externa, el sentido empresarial, los recursos naturales y la actividad

de los mercados. Pero los análisis académicos y de economía política muestran que es un

modelo de economía de mercado con graves deficiencias y desigualdades, que pudiendo

ser más equitativo e igualitario, más incluyente y productivo, más transparente y libre de

corrupción, como economía social de mercado, no lo ha sido.

Por eso, lejos de ser un modelo firme y eficiente, subordinado a la dignidad de todos los

habitantes y al cuidado de la naturaleza, ha carecido de claridad intelectual, de técnica

vinculada a las posibilidades y de voluntad ejecutora para incorporar más ampliamente en

el mercado formal a una población reconocida internacionalmente por su creatividad y

capacidad de tomar riesgos y para respetar y expandir los bienes y servicios ecosistémicos

de nuestras regiones. Por otra parte, golpeados por el conflicto, con valiosas excepciones,

los dirigentes empresariales han estado a la defensiva frente al proceso de paz, en lugar de

tomar proactivamente la oportunidad que permite superar las restricciones estructurales

dentro de las cuales han tenido que operar por décadas.

A finales del año 2015, y en medio de las conversaciones de La Habana, el Consejo Gremial

Nacional escribió un documento sobre el proceso de paz y le dio su aval, no con perspectivas

de transformación de la economía, sino por razones humanitarias, lo cual obviamente es lo

más importante. Llamó a dotar al proceso de legitimidad en las instituciones y en la

sociedad, al tiempo que pedía que la justicia no quedara vulnerada por la Comisión de la

Verdad y la Jurisdicción Especial, y que estas instancias actuaran sobre casos personales y

no colectivos. Exigió proteger los principios constitucionales y el equilibrio institucional y

apoyó el referéndum sobre el Acuerdo; finalmente afirmó la intocabilidad del modelo de

desarrollo y pidió a las FARC la dejación definitiva de las armas, el desmonte de la economía

de la coca y el uso de los bienes que habían acumulado para ser parte de la reparación. El

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documento fue una contribución al diálogo y una invitación a reflexionar sobre los caminos

para salir de la crisis humanitaria.

Ahora bien, puestos en este diálogo al que invitaban los empresarios, es inevitable empezar

por discutir el modelo de desarrollo que ellos consideran intocable y sobre el cual el

presidente de la república dijo al principio de las negociaciones, que no estaba en cuestión.

Hay entre los campesinos, los sectores populares, la clase media, y la academia que trabaja

las ciencias sociales, un clamor por cambios estructurales desde puntos de vista legítimos y

rigurosos, los cuales defienden mayoritariamente la economía humana en un mundo de

mercado sometido a la dignidad de todas las personas y a la protección del capital natural

del país presente en ecosistemas, ríos, selvas y páramos. Estos puntos de vista afirman el

derecho de propiedad privada y la responsabilidad social que conlleva y llaman a proteger

los derechos de millones de excluidos de bienes de consumo y de producción. Porque la

exclusión al tiempo que es inmoral es perjudicial para la misma economía porque frena la

demanda agregada y hace que sin posibilidades de participación formal el mercado se

cargue de criminalidad y corrupción.

No puede decirse que el conflicto se ha causado por el modelo, pero si se ha alimentado de

sus supuestos y consecuencias, de las profundas injusticias sociales que han producido,

entre otros efectos, el que los campesinos arrinconados al borde de la frontera agrícola, sin

la posibilidad de mercadear sus productos, de tener acceso a la tierra, al mercado

financiero, a la tecnología y a las vías de transporte, hayan encontrado en la producción

de coca la forma de sobrevivir en un mundo manejado por las mafias, que termina por

destruir el mundo rural, al tiempo que aporta el dinero para la guerra.

Los efectos perversos del modelo que hoy en día funciona separado de la ética, se dan de

manera diferenciada en el resto del mundo. El papa Francisco, en la exhortación apostólica

Evangelii Gaudium, escribió: “Así como el mandamiento de “no matar” pone un límite claro

para asegurar el valor de la vida humana, hoy tenemos que decir ‘no’ a una economía de la

exclusión y de la inequidad. Esa economía mata (Número 53)”.

El modelo mismo, por ser excluyente, ha generado en las ciudades la precipitación de

multitudes en la informalidad y el desempleo. En Medellín, Cali, Bogotá, Cartagena y

Barranquilla, los barrios inmensos de la marginalidad, el rebusque y la economía informal,

colocan dinero en los bancos y compran en los supermercados, a partir de las entradas que

producen el microtráfico, la extorsión, la “seguridad” impuesta a los vecinos y los préstamos

del gota a gota o créditos que se cobran a diario con intereses altísimos. Contribuyen así al

crecimiento del producto interno bruto desde incongruencias perversas que se nos han

hecho normales.

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El mismo sistema injusto da lugar a las dinámicas contradictorias que lo frenan. Los dólares,

producidos de manera ilegal por la coca y la minería criminal, además de proveer capital de

trabajo para los mercados ilegales en los barrios, se venden baratos a los contrabandistas

colombianos, que traen todo tipo de bienes de la China y de otros países del Asia. Estos

contrabandos llenan las tiendas formales e informales de los almacenes, meses antes de la

demanda de Navidad, de manera que empresas como Fabricato, que cumplen todas las

normas formales, tienen que cerrarse temporalmente, porque no puede competir con las

importaciones ilegales que hacen los excluidos, para poder actuar dentro de un sistema que

no los tiene en cuenta.

A esto se añade, en los mercados ilegales, el chantaje y la intimidación, pues las

transacciones se garantizan con la amenaza de las armas; y en los mercados legales con la

generalización de la corrupción, particularmente en los contratos con el Estado, la evasión

de impuestos personales y el rentismo por el que grupos económicos poderosos, banqueros

e industriales de gran capacidad de relaciones sociales y políticas, y cuerpos de abogados

comerciales, se apoderan para sus intereses, de recursos públicos.

Ciertamente los negociadores que estaban en La Habana no podían cambiar el modelo ni

las instituciones. En esto el presidente de la república tiene razón. La Habana se hizo para

terminar el conflicto armado y eso se logró. Pero si realmente va a haber paz irreversible, si

todo el esfuerzo valió la pena, si los empresarios van a tener la seguridad verdadera que

surge de la confianza colectiva, tienen que consolidarse, en estos años que siguen a La

Habana, las transformaciones que cambien el modelo para que, siendo economía de

mercado, deje de ser combustible de violencias; y para sacar a Colombia de la esquina de

los países más inequitativos y desiguales del mundo, más corruptos, más narcos, más

impunes, más excluyentes de las poblaciones negras, indígenas y campesinas; más

golpeados por la minería ilegal e irresponsable, más resistentes a irrigar capital formal y

educación de calidad hacia los sectores populares. Todos estos cambios necesarios son

cambios estructurales en el modelo económico.

El segundo tema que surgía del documento de los empresarios en 2015 tenía que ver con

la responsabilidad social. Es natural que los gremios reclamen derechos, pero en el

documento del Consejo Gremial Nacional hubo un inmenso vacío de deberes. Dejó la

impresión de que la responsabilidad de todo el mal causado por la confrontación armada

estaba en la guerrilla, en los sectores populares que reclamaban justicia y en el Gobierno, y

esto no es verdad. El empresariado colombiano, al que se le amerita la tenacidad en medio

de los riesgos para mantener la producción en un país en medio del conflicto armado, tiene

en su seno responsables de la inequidad, del despojo al campesinado, del financiamiento

de políticos corruptos, del rentismo y del paramilitarismo. Al lado de hombres y mujeres

serios moralmente, hay empresarios y grupos con responsabilidades muy graves, por acción

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o por omisión, en la violencia del campo y de los barrios marginados. Lo que hay que

establecer con claridad es que este país tiene un gran futuro socioeconómico si lo

construimos juntos. Pero, para lograrlo, tenemos que aceptar las responsabilidades y las

transformaciones que nos corresponden.

Es dentro de este contexto que el país emprende las acciones acordadas en el proceso de

paz territorial, como inicio de una dinámica hacia modificaciones estructurales profundas

que sólo pueden hacerse con participación democrática y que transcienden el Acuerdo.

En la perspectiva de lograr que el Estado esté presente en toda la extensión del territorio

nacional y que al mismo tiempo funcione en todas partes una economía de mercado que

privilegie la dignidad igualitaria, protegida con incentivos, redistribuciones legales y

normatividad pública; que termine las exclusiones y corrupciones y asegure un futuro claro

y generador de entusiasmo a campesinos, empresarios, comerciantes, académicos, y a las

comunidades indígenas y afro.

Los territorios han sido ciertamente los espacios de la paz o de la guerra. Es allí donde están

las víctimas personales y colectivas; donde se victimizó la tierra con la minería de

retroexcavadoras, la coca y el glifosato; donde están las fosas comunes y la memoria del

dolor y del terror; donde podemos reconstruirnos espiritualmente como seres humanos en

verdad: reparación, reconciliación y no repetición.

El Gobierno y las FARC definieron una lista de 170 municipios donde se concentran las

variables de la violencia, para hacer en ellos los programas de desarrollo territorial. Con esa

lista se tiene un punto de partida, pero no se tienen todavía regiones con capacidad de

emprender y llevar adelante en el largo plazo, con la participación de los pobladores,

organizaciones e instituciones, los cambios estructurales indispensables para terminar las

causas del conflicto.

Para tener regiones, es decir, territorios con un sentido humano público, es racional partir

de esos municipios seleccionados, pero desde allí hay que extenderse sobre las poblaciones

vecinas hasta tener una comunidad mayor y el espacio suficiente que constituye una región.

Esta ampliación, que debe ir abriéndose y que desborda la lista de los municipios acordados,

tienen que hacerla los ciudadanos del territorio y no las oficinas de Bogotá.

Llevamos ya varias décadas en Colombia pensando y construyendo región con el objetivo

de superar el conflicto, y esa experiencia que se acumula en iniciativas como Redprodepaz,

Red de Programas de Desarrollo y Paz; en el desafío interétnico del Cauca y en otros

ejercicios como el que hemos acompañado en el Magdalena Medio, tiene aprendizajes que

deben incorporarse.

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La región por construir como territorio de paz es una totalidad social, económica y

ecológica, flexible en sus bordes, que no coincide con los departamentos geopolíticos del

país, que ha visto surgir un sentido común cultural, compartido por grupos de distintos

orígenes, y que tiene una memoria propia de sus víctimas en el conflicto, donde es posible

un desarrollo de iniciativas de producción y de mercado que permiten pensar en una

suficiencia endógena de bienes básicos, ante todo, producción de alimentos y servicios

dignos de salud y una articulación con los mercados nacionales e internacionales en

condiciones crecientes de competitividad. Ese territorio tiene un espacio físico de capital

natural, en ríos, montañas, valles, flora y fauna en unidad orgánica, compenetrada con la

cultura, capaz de ser sostenible y de expandirse dentro de un ordenamiento.

Estas condiciones no ocurren espontáneamente, requieren una comunidad humana con

propósito de hacer del territorio una región. Y cuando esto se produce, la región que

emerge da identidad y sentido de pertenencia o, como en los pueblos indígenas, una

responsabilidad radical con La Tierra, pues los seres humanos pertenecemos a un territorio,

y tenemos la responsabilidad de cuidarlo y no podemos hacer con él lo que nos venga en

gana.

La región puede ser un conjunto de 20 o más municipios rurales interconectados, la cuenca

de un gran río, tres o cuatro ciudades intermedias o una gran ciudad con su entorno

industrial y agroindustrial. Y cuando los pobladores se asumen, ya no solo como comunidad

cultural, sino como sujetos con plena responsabilidad pública como ciudadanos, la región,

en el espíritu de la Constitución del 91, actúa como expresión constitutiva del pueblo

soberano y tienen un nuevo papel con las demás regiones del país, en la construcción de la

nación en paz.

Volviendo a la lista de los 170 municipios escogidos entre el gobierno y las FARC, hay que

advertir que cuatro o cinco municipios escogidos que concentren en un departamento las

ayudas para el posconflicto, no son región ni van a producir la transformación de territorio.

Incluso, lo que se emprenda allí no tendrá la masa crítica de capital y de trabajo que lo haga

económicamente viable y sostenible en mercados y empleo. No podrán estos pocos

municipios aislados controlar su propio hábitat ecológico intervenido por los vecinos que

no pertenecen al grupo. Más grave aún, los otros municipios del entorno que también han

vivido el conflicto, van a recibir mal esta exclusión. Y así, el empoderamiento ciudadano,

que es regional y se deja de lado por concentrarse solo en unos pocos pueblos, tampoco

podrá sobreponerse a los estructuras violentas y mafiosas del posconflicto que van tras el

control territorial.

En una economía con perspectiva nacional e internacional construida desde las regiones,

son sus mismos habitantes quienes deben definir los límites territoriales y dar origen a las

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regiones de paz en los espacios que fueron campos del conflicto armado. Lo lógico es partir

de los municipios ya escogidos donde están empezando los programas de desarrollo con

enfoque territorial, PDET, pero desde esos puntos los pobladores deben ampliar el proceso

participativo que involucra a los pueblos vecinos, indispensables para constituirse por

acción de los mismos habitantes, en sujeto regional.

Este proceso exige tiempo y recursos para lograr que los ciudadanos, en organizaciones

establecidas por ellos desde las veredas y corregimientos, se empoderen y construyan

visión y responsabilidad colectiva de región. Sin esta organización, los recursos que se lleven

a los municipios para sustituir la economía cocalera y para hacer proyectos, quedan en

manos de los aparatos que ya están allí, formados en no pocos casos por políticos corruptos,

mafias organizadas, nuevos paramilitares y la parte de la insurgencia que decidió seguir en

la guerra. Todos esos grupos están a la espera de la plata del posconflicto.

En 1995 no había región en Barrancabermeja y su entorno, cuando nos reunimos con líderes

para indagar las causas de la violencia y la pobreza en el pueblo petrolero. Hicimos un taller

de tres días junto a la ciénaga de San Silvestre, en la casa de retiros del obispo Jaime Prieto.

Los participantes dieron aportes sobre cómo superar la destrucción de la vida y la exclusión

económica, pero advirtieron que, para entenderlo todo, había que ir también a Yondó, el

pueblo vecino del otro lado del río, donde hicimos una reunión similar. De allí nos enviaron

a Cantagallo, a la cuenca del Cimitarra, a Wilches, Puerto Berrío, Sabana de Torres, San

Vicente, San Martín, Aguachica, Santa Rosa del Sur, las minas de San Lucas, Simití, San Pablo,

Arenal, Landázuri y 14 municipios más.

En estas asambleas la gente estableció lo que para ellos era la región: el mapa orgánico del

Magdalena Medio, fruto de identificar el trazo de las perspectivas de futuro económico y

social, de las dinámicas mortales de pobreza y de guerra, y al mismo tiempo, la historia de

resistencia de los pobladores rurales y urbanos y de los empresarios por permanecer allí.

Por eso, el día que pintamos ese mapa por primera vez sobre un papelógrafo, una mujer

escribió sobre el croquis: “Primero la vida”. Y la pregunta por la paz se transformó en la

pregunta por la vida anhelada. ¿Cuál era y cómo se lograba la vida que todas y todos querían

vivir en ese territorio para tener una región con sentido y con paz?

La respuesta a esta pregunta es una conversación interminable e incluyente, que congrega

las distintas experiencias espirituales, culturales, educativas, y de paisajes; que evoca las

primeras migraciones, los relatos de ribereños y sembradores de ladera, las crónicas de

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mujeres, sindicalistas, campesinos, pescadores, empresarios, maestros y misioneros; y por

todas partes, la memoria de las víctimas y las luchas heroicas de quienes murieron

defendiendo sin armas los derechos humanos y la tierra en dignidad y justicia.

De allí surgió y creció entre las comunidades de los 29 municipios que se fueron uniendo, el

imaginario colectivo de región y un sentido responsable de pertenencia que recibieron e

impulsaron la herencia organizativa de la Pastoral Social, la Unión Sindical Obrera (USO), la

Organización Femenina Popular, el campesinado del río Cimitarra y del Carare Opón, y de

los agricultores vinculados a la minería. En los pueblos se crearon los núcleos de pobladores

con la propuesta municipal y regional: “Esto es lo que nos proponemos hacer para superar

la pobreza y la violencia. Si nos ayudan, lo vamos a hacer; pero si nadie nos apoya, igual lo

vamos a hacer, porque si no, estos pueblos se acaban”.

Tal ha sido el sujeto regional del Magdalena Medio, que se adentró en los desafíos de

producir la economía de la vida querida, gobernarla en un Estado de instituciones

transformadas, protegerla y hacerla sostenible. Y eso es hoy, con mayores alcances, la Red

de Programas de Desarrollo y Paz, cuyos logros debería aprovechar el Gobierno para

construir, con la gente ya organizada, regiones de paz, cuando no hay tiempo ni razón para

volver a inventar lo que existe y funciona.

En esta región, generada por los pobladores de 29 municipios, se puso en marcha en 1996

el Programa de Desarrollo y Paz del Magdalena Medio (PDPMM), apoyado

consecutivamente por Ecopetrol, Naciones Unidas, el Banco Mundial, el Laboratorio de Paz

de la Unión Europea y Japón; con contrapartidas de los gobiernos Samper, Pastrana, Uribe

y Santos. El programa surgió de una convención Ecopetrol-USO que creó el consorcio Seap-

Cinep y después se trasladó a Barrancabermeja en la Corporación Cinep-Diócesis de

Barrancabermeja. Hoy continúa.

La intuición fundamental de este proceso consistió en aprovechar los recursos que en la

convención colectiva de 1994, Ecopetrol y el sindicato USO habían asignado para hacer un

análisis socioeconómico, que involucrara el mayor número posible de habitantes y, junto

con los documentos diagnósticos contratados, poner al mismo tiempo en marcha un

proceso de construcción de región. En estas regiones definidas por los mismos pobladores,

la paz es una construcción colectiva que tomará años después del acuerdo. Para hacerla

posible no basta la participación de la sociedad civil. Se necesita una institucionalidad

territorial especial creada por el ministerio del Posconflicto, que empiece ahora y

permanezca actuando por lo menos, durante tres periodos presidenciales y requiere de un

gran acuerdo de nación y de Estado, pues los presidentes seguramente serán de distintos

partidos. Felizmente la Corte Constitucional, en octubre de 2017, estableció la vigencia

obligatoria del acuerdo de paz durante los próximos tres períodos presidenciales.

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Esta construcción ha de hacerse desde veredas, corregimientos y poblaciones del conflicto,

donde ni las instituciones ni los actores armados operaron en el vacío, sino en medio de

embriones de ciudadanía y regulación social, como claramente lo ha establecido Fernán

González en su análisis sobre el poder y la violenciavii. Ese es el escenario de los líderes

locales que tuvieron el coraje de resistir civilmente a pesar de que mataron a centenares de

ellos durante el conflicto. Entre estos pobladores está la gente que conoce la sociedad local

y sus organizaciones, piensa a largo plazo y lucha por sus familias, sus montañas y sus

tradiciones. Esta es la base ciudadana para la reconstrucción de expresiones políticas en

partidos renovados, instituciones transformadas y la paz irreversible.

La dimensión regional es necesaria porque el conflicto armado y las economías ilegales

afectaron de manera diferente a las cabeceras municipales, corregimientos y veredas. Al

poner énfasis en ella, hay que tener en cuenta que las regiones se forman por

conglomerados de municipios que en unos casos comparten identidades étnicas y

culturales, pero en otros no; entonces la construcción requiere de diálogos de fondo para

incorporar los diversos orígenes e identidades que exigen respeto, en una mayor unidad

compartida dentro del mismo espacio. Estos grupos de municipios que se articulan en

región, fueron corredores o enclaves de guerra y requieren un tipo de seguridad propia;

comparten cuencas y montañas que los obligan a unirse para asegurar sostenibilidad

medioambiental. No son viables en sus proyectos económicos si no van juntos, y necesitan

una educación apropiada.

La burocracia política en estos territorios fue impactada y en muchos casos perdió el rumbo

del bien común ante la amenaza, la extorsión y las exigencias de los narcotraficantes, los

paramilitares y la guerrilla. Como consecuencia, se ahondó la corrupción y el

comportamiento astuto del “sálvese quien pueda” en medio de fuerzas ilegales.

La construcción de la paz no puede hacerse sin tener en cuenta esta burocracia política local

vulnerada y oscurecida por el conflicto, que maneja los recursos de las transferencias

municipales. El desafío es sustituirla por otra de pobladores jóvenes y libres, para

transformar, con gente nueva y educación lo que sea transformable y llegar a tener

burocracias transparentes, responsables de la construcción de lo público. Esta conversión

tomará tiempo. Pero para que sea posible la transformación del Estado en los territorios y

la asignación eficiente y clara de los bienes de la paz, es menester, en el momento actual,

diferenciar los recursos ordinarios de transferencias que van ordinariamente a la

burocracia, de los recursos extraordinarios de la paz, que deberían ser gestionados por una

institución nueva y ad hoc, mixta. Esta institución debería estar formada por líderes del

territorio, comprometidos en lo social, lo cultural, lo empresarial, lo espiritual, lo

medioambiental y lo académico. Tendría la duración de los años definidos por la Corte

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Constitucional para la implementación del acuerdo de paz, con responsabilidad de dar

rendimiento de cuentas ante los ciudadanos y el gobierno.

Los bienes de la paz provenientes de los impuestos y de la cooperación internacional,

depositados en las manos del Estado, tienen una intencionalidad propia: son bienes

enfocados a proyectos sostenibles para hacer viable la reconciliación desde las

comunidades victimizadas, con los victimarios de todos los lados, incluido el Estado; y para

la reconciliación entre las comunidades y las organizaciones populares y étnicas. Son

también los recursos para generar confianza colectiva y tranquilidad, para acompañar y

dotar al complejo camino de la incorporación de los excombatientes, y para interpretar

localmente y ejecutar seriamente los acuerdos entre el gobierno y la guerrilla. Son además,

los recursos para enriquecer la educación, la salud y la alimentación con elementos propios

de la paz y para la reconstrucción institucional y política de los territorios.

Ojalá el gobierno y la cooperación internacional comprendan la necesidad de la

institucionalidad especial que se requiere para manejar estos bienes en las regiones que

fueron de la guerra. Un mecanismo institucional formado personas de las regiones, que no

vengan de los partidos políticos en crisis, ni estén en la lucha por puestos públicos; que

pertenezcan a las tradiciones profundas del territorio, donde se entrega

incondicionalmente la vida por la justicia y la paz. Que tengan perspectiva de largo plazo y

por eso logren mantener el proceso independientemente de quienes sean los presidentes

o los alcaldes que se sucedan durante el tiempo de implementación del acuerdo. Si esto no

se da, el dinero de la paz que llegue a las regiones se perderá entre las necesidades

angustiosas de los municipios y los intereses ambiguos y corruptos de burocracias políticas

del Estado local frágil, y poco se conseguirá de reconciliación, derechos humanos y

tranquilidad del campo, que fueron los ideales de miles que lucharon sin armas y fueron

asesinados en esas regiones victimizadas.

El primer Acuerdo de La Habana es sobre la reforma rural integral. Con buen criterio, parte

del supuesto de que el conflicto armado está, histórica y estructuralmente, vinculado con

la exclusión de los campesinos, la concentración de la tierra y la falta de instituciones,

servicios, crédito, vías, tecnología y mercado para los productores rurales. Es cuidadoso con

la propiedad privada y con la agroindustria empresarial, pero pone el énfasis en el

campesinado.

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Hay en Colombia un pueblo campesino victimizado por el despojo de la tierra y el

desplazamiento, que cuando se organiza puede proteger la vida, el territorio y la producción

sostenible. Hay también una agroindustria grande que ve el campo como oportunidad de

inversión rentable. Ambos, campesinos y empresarios han padecido la barbarie de la

guerra. Los campesinos sufrieron la agresión total por la cruel destrucción de la vida y el

despojo de sus parcelas. Los empresarios, golpeados también personalmente, fueron

especialmente vulnerados en sus negocios. Unos y otros son parte del problema y de la

solución del conflicto colombiano.

El Programa de Desarrollo y Paz del Magdalena Medio, que tuve la oportunidad de

coordinar con personas de esa región, buscó, al lado de proyectos de seguridad ciudadana,

cultura y educación, la capitalización del campesinado en fincas de seguridad alimentaria y

productos tropicales permanentes como cacao, búfalos, microhatos, caucho, palma de

aceite campesina y frutales, en articulación con empresas populares en los pueblos rurales.

Así demostró, contrario a lo que muchos piensan, que la finca campesina puede alcanzar

productividades por hectárea iguales o mayores que las de la gran empresa, incluso en

terrenos de rastrojos. Estas fincas que combinan producción de comida para la familia y el

pueblo vecino con productos agroindustriales probaron, por ejemplo, que podían controlar

plagas como la pudrición del cogollo de la palma, (PC), y la monilia del cacao, gracias a la

dedicación de la familia campesina a la finca, y que podían alcanzar ingresos promedio de

1200 dólares mensuales por hogar. Así como impulsar la construcción de carreteras

terciarias, gracias al apoyo del Japón; sustituir la economía ilegal; proteger la naturaleza y

los derechos humanos, y poner en la base la fortaleza de la mujer rural. Demostraron

también, que si se les brinda acompañamiento, formación, crédito, título de propiedad

sobre la tierra y respeto a sus asociaciones, pueden alcanzar articulaciones ‘gana-gana’ con

la gran empresa dentro de planes de ordenamiento territorial.

Contra la idea de que el desarrollo rural en muchas regiones debe ser solo con grandes

compañías que poseen el capital, la tierra y las finanzas, el PDPMM puso en evidencia, como

lo sistematizó Thomas Piketty en 2010, que excluir del capital al pequeño productor, en este

caso a la finca campesina, es un error, pues debido a que la rentabilidad del capital rural es

mucho más grande que la del trabajo, las grandes plantaciones agroindustriales tienden a

hacerse cada vez más intensivas en capital y en acumulación de tierras y acrecientan las

desigualdades patrimoniales y las tensiones entre las compañías agroindustriales y grandes

propietarios por una parte, y los pobladores regionales por la otra. Estos últimos terminan

por ir cediendo las tierras al mercado o a la presión violenta y acaban por ser propietarios

de muy poco o de ningún valor, hasta caer en la exclusión y el desplazamiento.

Consolidándose así monocultivos gigantescos de palma de aceite, caña de azúcar, cacao,

caucho, entre otros, muy agresivos contra la naturaleza tropical.

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Siguiendo las ecuaciones de Piketty, cuando comparamos las fincas campesinas del

Programa de Desarrollo y Paz del Magdalena Medio con las compañías agroindustriales,

encontramos que la relación capital-producción anual es mucho mayor en las grandes

compañías y que la participación de los ingresos del capital (que van a empresa y

accionistas) en la totalidad de los ingresos generados, es mucho más alta en las grandes

compañías que en la finca campesina, a pesar de la alta productividad por hectárea de esta.

Pero la conformación de cooperativas entre los productores y poseedores campesinos

puede superar estas desventajas, con el aporte adicional de que los ingresos generados van

directamente a la familia rural y a algunos trabajadores de apoyo y se reinvierten en la finca

y la región.

Si este país se atreviera a poner capital productivo y entrenamiento en las mujeres y los

hombres del campo y sus organizaciones, como lo busca el acuerdo de La Habana, sin excluir

por eso a los grandes empresarios, nadie tendría la tentación de cambiar azadones por

armas, ni cacaotales por coca, y las empresas grandes encontrarían un entorno campesino

exigente en sus derechos y al mismo tiempo dispuesto a compartir un campo productivo,

sostenible y tranquilo. El desafío es inmenso si estamos en la disposición de aplicar en

Colombia una economía de mercado funcional a la paz, lo primero que ha de enfrentarse

es la superación de la exclusión y la desigualdad.

En el Magdalena Medio conocí la coca campesina: los montes derrumbados para sembrar;

los avances de dinero para comprar semilla, fertilizantes y para pagar a los raspachines que

recogen la cosecha de hojas raspando las matas. Pude ver en los domingos el frenesí de la

cerveza, la prostitución y el comercio de contrabando en los caseríos de los pueblos del

narcotráfico. Observé como actuaban el transporte de gente y mercancías, las tiendas de

insumos de gasolina, cemento y ácidos para producir el alcaloide y la manera como se

conformaba la economía de la región cocalera y cómo se articulaba con las instituciones y

con la economía del sector formal. Conocí también las retroexcavadoras, que cargaron de

lodo y mercurio las aguas cristalinas y cargadas de peces hoy envenenados, en los ríos

Yanacué, el Bogue, el Tamara y el Ité, y que ofrecieron al lado de la coca, el oro que se paga

mejor y pasa fácil los retenes. Hoy en día como habitante de los barrios populares de

Medellín, he convivido con los relatos de la extorsión cotidiana, la “seguridad” a la fuerza,

el microtráfico y los créditos gota a gota. Un tipo de economía popular en expansión que se

reproduce en Cali, Bogotá, Cartagena, Barranquilla, Pereira, Bucaramanga y el resto del

país.

Estas actividades, articuladas unas con otras, son la evidencia de que una parte importante

de los excluidos del campo y la ciudad quedan subordinados a sofisticadas maquinarias

criminales organizadas nacional e internacionalmente, para una oferta de exportación

elástica al precio del dólar, de manera que al subir el valor de la divisa americana, y con la

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ayuda de otros factores, aumentan las hectáreas sembradas de coca y las retroexcavadoras

de oro, en consistencia con un negocio de artículos demandados por el mercado mundial,

particularmente por Estados Unidos y Europa. Mientras no haya un cambio institucional

serio para enfrentar a estos aparatos ilegales, poderosos y violentos, ellos seguirán

aprovechándose de la posibilidad que les provee Colombia con una gran masa de hombres

y mujeres excluidos.

Estos negocios suelen ser analizados y combatidos desde el lado criminal, pero no se

investiga con rigor su estructural conexión con la exclusión de multitud de personas,

mayoritariamente jóvenes, que no encuentran estímulos e incentivos institucionales para

ingresar a los mercados legales y que obtienen en la tenaza de las grandes aparatos

criminales, el empleo y el capital de trabajo para la producción de “bienes y servicios”

rurales y urbanos, en operaciones donde la extorsión y las balas despejan las transacciones

cautivas que luego se articulan mediante la demanda agregada, con los mercados formales,

a los que contaminan de riesgos. Allí, la mayor parte de quienes participan son personas

que buscan simplemente el bienestar de sus hogares y quedan finalmente sometidas a

patronos criminales especialistas en sobornar a las autoridades, evadir la justicia y participar

en la politiquería del negocio de votos en las campañas. Tal es el mundo económico de

millones de personas que sobreviven siendo eficientes y creativos en la exclusión. Desde allí

se financió a la guerrilla y se sigue financiando al clan del Golfo, a los gaitanistas y los

urabeños.

El camino para salir de la encrucijada de un modelo de desarrollo desigual y excluyente, que

no es la causa del conflicto armado, pero si una de las condiciones que lo hacen posible, es

un camino complejo el cual, pide como se ve, transformaciones estructurales en la

economía, la cultura y la política.

Tiene como presupuesto básico el reconocimiento de que todos y todas, simplemente

porque somos seres humanos, compartimos una dignidad igual y absoluta. Y porque,

excepto al misterio de Dios que reconocemos los creyentes, a nadie le debemos esa

dignidad. Ni a la patria, ni a las etnias, ni al género, ni a la sociedad, ni a los gobiernos, ni a

los ejércitos, ni a las empresas, ni a los títulos académicos, ni al dinero. Y si vamos a valor,

puestos en balanza, cualquier niño o niña de Colombia de un lado, y del otro lado una gran

empresa petrolera o agroindustrial, pesa más el pequeño con su un valor absoluto e

irreducible a precios, que la empresa, no importa su complejidad, que solamente un

negocio intercambiable.

El Estado es la única institución que tenemos los ciudadanos para garantizar a todos por

igual y sin exclusión, las condiciones para poder vivir en dignidad. Por esos el pueblo

soberano hace Constitución y elige gobiernos; y las empresas están al servicio de esta

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dignidad. Por lo tanto, es un error construir economía en una región, sin tener como primer

propósito la vinculación de todas las personas, sin exclusión. Todas con iguales derechos y

deberes participando en la producción de los bienes y servicios materiales, culturales y

espirituales, que permiten vivir la grandeza de ser humano, protegerla, celebrarla y

compartirla.

La capacidad de la gente de Colombia, y particularmente de los tradicionalmente excluidos

se mostró en la Olimpiadas Mundiales de Río de Janeiro en 2016. De los representantes

nuestros, los mejores eran afros crecidos en escenarios de exclusión. Catherine Ibargüen y

Óscar Figueroa ganadores de oro, Yuri Alvear y Yuberjen Martínez ganadores de plata.

Nacidos dentro de familias colombianas, pero no en la comodidad y el cuidado de los

hospitales y clínicas de las ciudades, sino en viviendas modestas de Apartadó, Zaragoza,

Jamundí y Chigorodó. Negras y negros compatriotas, que celebraron entre risas y lágrimas

el orgullo de ser colombianos.

Al subir al pódium ofrecieron las preseas ganadas a sus conciudadanos y dieron testimonio

de la fe sencilla en Dios, que los sostiene en la lucha por superar los propios límites y

tuvieron la grandeza de agradecernos a todos nosotros, que hemos hecho tan poco por ellas

y ellos y por sus hogares.

Las medallas de estos afrocolombianos son como flores de loto en el pantano violento de

su historia étnica. Sus antepasados conocieron el horror de los barcos de esclavos, la

barbarie de ser mercadeados como bestias de trabajo, la separación forzada de sus hijos, la

crueldad del látigo y las jornadas extenuantes de las minas y las plantaciones.

En los últimos cien años sus abuelos, libres de la esclavitud, aguantaron la exclusión racista

de las mayorías mestizas y el desprecio torpe de la minoría blanca que se cree europea; dos

actitudes, generalizadas en Colombia, destructoras de la dignidad de todos. Exclusión y

racismo, que apenas hace pocas décadas empiezan lentamente a ceder ante la fuerza

impactante de la cultura, la inteligencia creativa, la belleza física y la energía deportiva de

los afros.

Lo cierto es que las comunidades negras vivieron y viven el abandono del Estado, de la

sociedad y de los grandes procesos empresariales. Quedaron arrinconadas contra la costa

del Pacífico, en los territorios que les habían servido de palenques para reconquistar la

libertad y donde la fertilidad descomunal de la selva fue cruzada por la barbarie de nuestra

crisis humanitaria, desde Tumaco hasta el Urabá antioqueño.

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Cuando eran niños y niñas, las familias de estos campeones que honran a Colombia, en una

u otra forma sufrieron el impacto de los centenares de masacres que nosotros vimos en

televisión, como si fuéramos espectadores de cine, en documentales del terrible conflicto

armado interno del cual todavía nos consideramos ajenos. Los lugares donde nacieron y por

donde pasaron antes de encontrar apoyo institucional en Medellín y Cali, están en las

investigaciones y relatos impactantes del Centro de Memoria Histórica dirigidas por

Gonzalo Sánchez viii . Esos lugares son parte de los pueblos que soportaron masacres

colectivas y salvajes, donde los distintos actores armados dejaron las huellas espantosas de

la locura de la guerra. Paradójicamente, tanto terror sufrido favoreció los desplazamientos

y crisis familiares que llevaron a nuestros medallistas a terminar en las grandes ligas del

atletismo.

Nuestros excluidos son la raza de tradiciones amables con el medioambiente que no

obstante los derechos territoriales dados por la Constitución del 91, ha visto romper sus

bosques milenarios por concesiones a la gran minería nacional e internacional y padecido

la destrucción y contaminación de los ríos por las retroexcavadoras criminales apoyadas por

las bacrim, el narcotráfico y la guerrilla. Por eso, con el dolor de siglos de violencia, llevan

en el alma la pena de la agresión irreversible contra su territorio, que hoy se manifiesta en

las cuencas envenenadas con mercurio y en la desaparición de las riquísimas subiendas de

peces que años atrás eran típicas del Atrato.

Catherine en el salto triple, Yuri en yudo, Óscar en las pesas y Yuberjen en el boxeo,

campeones sobre la exclusión, la desigualdad y la violencia, nos envuelven en la fiesta de

ser colombianos y con su gesto generoso nos invitan al perdón, que nosotros pocas veces

nos atrevemos pedirnos y a ofrecernos.

La paz ha hecho crecer la esperanza de que es posible una mayor igualdad entre los

colombianos. Una esperanza viva en los campesinos, indígenas, sindicalistas y sectores

populares y también en los profesionales, educadores, comunicadores artistas y

empresarios medianos y pequeños que forman la clase media. Es una esperanza de felicidad

humana posible, de sociedad sin excluidos, que no es comunista ni chavista. Y es el mejor

negocio.

La mayor igualdad en el nivel de vida, que siempre tendrá diferencias causadas por las

cualidades, preferencias y circunstancias de las personas, es resultado de la equidad o

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justicia social, que da las mismas oportunidades iniciales a todos y se las mantiene a lo largo

de los años, para que cada uno pueda decidir sobre la forma de vivir la propia dignidad.

Danny Dorling, en su último libro, The Equality Effectix, muestra que en los países de mayor

igualdad la gente es más segura, más tolerante y menos temeros. Hacia allá se están

produciendo cambios en la conducción de la política económica mundial. Mientras tanto,

en los países más desiguales, como Colombia, la gente crece en un ambiente social en el

que la desigualdad pasa como algo normal. Y en estas circunstancias todavía hay líderes

que, en contracorriente con el movimiento internacional, defienden la concentración de la

riqueza, la tierra y el ingreso, como conveniente para todos.

Dorling constata que en las últimas cuatro décadas, Estados Unidos e Inglaterra tomaron el

camino de la desigualdad y están pagando el precio. El primero es hoy el más desigual de

los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) y el

segundo, hoy fuera de la Unión Europea, el más desigual del viejo continente.

En el mundo avanza la toma de conciencia política de que es mejor más igualdad y de que

esta llegará a ser la regla civilizada como llegó a serlo el voto de la mujer y el fin de las

colonias. Porque, como lo muestra Dorling en el análisis comparativo de gran cantidad de

series de datos históricos, los países con mayor igualdad económica tienen mayor confianza

colectiva, mejor educación y cultura, seguridad y cuidado del medioambiente; mejor

justicia, productividad, fortaleza institucional, alimentación, salud y más democracia, más

soberanía y más crecimiento económico.

Este es, sin lugar a dudas, el cambio más profundo y esperanzador que puede tener

Colombia, si el país toma en serio la implementación del Acuerdo entre las FARC y el

gobierno y emprende los desarrollos ulteriores que este compromiso pide. No es un cambio

hacia el socialismo o el comunismo, sino una decisión de abandonar las cosas que nos tienen

frenados en el desarrollo y hacer transformaciones profundas, que no están lejos del

sentido común, como solía decir Hernán Echavarría Olózaga. Si queremos paz y ser felices,

hay que lograr más igualdad.

El problema en Colombia no es la pobreza, pues se ha avanzado en superarla con los

subsidios directos a hogares, que hay que advertir, no son los cambios estructurales

requeridos y tienden desgraciadamente a posponerlos. El mayor problema es la

desigualdad creciente entre las clases altas y los estratos bajos, entre regiones y etnias,

entre barrios ricos y pobres y entre géneros; desigualdad, que va de la mano con la

exclusión.

En esto, el país va en contra del Continente, donde se ha avanzado significativamente hacia

la igualdad. Según la CEPAL, entre el 2000 y el 2014, el coeficiente Gini, que no es índice de

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pobreza sino de desigualdad, se mantuvo en Colombia alrededor de 0,51; mientras que en

Ecuador bajó de 0,56 a 0,45; en Perú bajó de 0,53 a 0,43; en Bolivia, de 0,59 a 0,49; en El

Salvador, de 0,50 a 0,43. En promedio, en todo el continente bajó cuatro puntos. Analizando

estos datos, Consuelo Corredor señala que en América Latina, en 2014, el 10% más rico

(decil 10) recibe 16,6 veces el ingreso del 10 % más pobre (decil 1). En Ecuador, El Salvador

y México, esta diferencia es de 11 veces y en Uruguay, de 5 veces. En Colombia, el 10% más

rico recibe 21 veces lo que recibe el 10 % más pobre.

En la presentación del libro, en la London School of Economics, en la primavera de 2017,

Dorling afirmó que en los países más igualitarios, los ciudadanos que están arriba en la

distribución de los ingresos ven a los que están abajo como verdaderos seres humanos.

Pero en los países más desiguales, los de arriba, que viven en los barrios de clase alta y clase

media alta, tienen buenas fincas de recreo, gastos significativos de vacaciones en el

extranjero, y pagan acciones en clubes elegantes, no consideran humanos a los de abajo,

pues les sería insoportable aceptar que cerca, en la misma ciudad y en los mismos campos,

viven seres humanos iguales a ellos, sometidos a condiciones inhumanas. Por eso, en

Colombia los que tienen riquezas y altos ingresos, por supuesto con ejemplares

excepciones, nada quieren saber del sufrimiento en Chocó, Buenaventura, Aguablanca,

Soacha y los barrios pobres de Cartagena, ni de la realidad del campesinado, ni de las

condiciones en que viven los sectores indígenas empobrecidos.

Una situación así no se resuelve con lucha de clases y guerra, sino con la toma de conciencia

colectiva en una democracia humana, incluyente y crítica, que da lugar a la democracia

integral para emprender desde las organizaciones sociales, el empresariado y las diversas

posiciones políticas, la construcción de un país más humano, feliz y sostenible.

Thomas Piketty, en El capital en el siglo XXI, muestra que para que haya mayor igualdad en

cualquier país y en el mundo, la gente tiene que tener propiedad de bienes de capital. No

basta que la población tenga salarios y sueldos del trabajo.

El capital es el stock de riquezas o activos no humanos, poseídos en un momento del tiempo,

como viviendas o capital financiero, activos profesionales y medios de producción de las

compañías y el gobierno. El ingreso es el flujo de dinero correspondiente a lo producido y

distribuido durante un año y es de dos fuentes: los salarios, sueldos, honorarios, primas,

que vienen directamente del contrato de trabajo; y los intereses, rentas, dividendos,

pensiones y demás que vienen del rendimiento del capital.

La cantidad del ingreso que los individuos y las familias reciben de la propiedad de capital,

es hoy en día muy importante en los hogares de los países más igualitarios, porque la

mayoría de la población adulta participa de las ganancias de las empresas, de los fondos

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financieros como accionistas, tienen ahorros, tierras, han recibido herencias, o participan

como inversionistas en distintos negocios.

El aporte sustancial de Piketty es mostrar que la propiedad sobre el capital y la riqueza

tienden a concentrarse y generar desigualdad, porque la velocidad con la que crece la

acumulación del capital es de tres a cinco veces mayor que la velocidad con la que crece la

totalidad de los ingresos. Por eso, mientras la cantidad de gente que tiene bienes de capital,

sea relativamente menor respecto al resto de la población, continuará creciendo la

desigualdad la cual, como ha constatado Oxfam, lleva hoy a que el uno por ciento más rico,

tenga la mitad del capital del mundo. Hay que añadir que de todos los casos que estudia

Piketty, Colombia es el país de mayor desigualdad en ingresos entre 1990 y el 2010.

La lectura de Piketty lleva a la conclusión de que si queremos disminuir la desigualdad en la

construcción de la paz, y construir democracia desde la economía, tenemos que hacer

partícipes del capital a los sectores populares y pobres. El camino no es el regalo mensual

de unos recursos por hogar en Familias en Acción o Familias Guardabosques que son

subsidios que dan comida y sirven para cautivar población en el negocio de los votos, pero

que mantienen a la gente clavada en la pobreza y la excluyen de los bienes de producción.

El camino es poner a los sectores populares y comunidades campesinas y étnicas en un

proceso de poseer y aumentar ahorros e inversión, tenencia de tierra y acumulación de

capital productivo.

De ahí la importancia dada por los acuerdos de paz al catastro a nivel nacional y la decisión

de titular todos los predios campesinos para poder acceder a créditos y participar en

cadenas de negocios, y la importancia de que los productores campesinos sean socios en

todas las operaciones que agregan valor en las cadenas, para que no reciban solamente el

precio por el valor del producto en finca, sino que puedan participar en las ganancias del

transporte y de la comercialización y ser además participes en la producción de insumos,

semillas y fertilizantes.

Ahora bien, participación de los sectores populares de manera formal y sistemática en el

capital productivo, vía ahorro e inversión, debería incentivarse en las ciudades, donde está

más del 70% de la población. Allí está el crecimiento poblacional grande, engrosado por los

desplazados y la migración del campo. A propósito, un punto central de la Enseñanza Social

Católica, es la capitalización de los sectores pobres, en una economía de mercado

directamente al servicio de la dignidad igual de todas las personas.

La gente en los barrios populares sabe de la necesidad de capitalizarse. Por eso siempre hay

familias vecinas que están edificando. Las casas de un piso, empezando por las de

programas de vivienda gratis, se vuelven de dos y tres, y las habitaciones se ofrecen en

arriendo. Las familias aumentan así el ingreso con entradas de un capital en ladrillos.

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Parecería que hubieran leído a Piketty. Pero es una capitalización precaria. Muchos no

tienen título de propiedad, están endeudados con interés de usura de entre el 5% y el 8%

mensual, y los riesgos sísmicos son altísimos por la fragilidad física de las construcciones

que se van elevando. Compartir la vida en estos barrios es compartir la incertidumbre de

un terremoto que tumbaría como castillo de naipes a nuestros vecindarios de casas

apelmazadas de tres pisos. Por eso la riqueza neta que tienen muchas de las familias, una

vez descontadas las deudas y los riesgos, es cero, o es negativa.

Si la paz ha de llevarnos a tomarnos en serio como seres humanos en Colombia, el Estado,

las empresas financieras, las sociedades anónimas y las grandes empresas familiares tienen

que pensar en dar al pueblo acceso al capital productivo, como camino a la reconciliación y

la seguridad. Es indispensable para la economía si queremos terminar la precariedad y la

inseguridad de los barrios y del campo, las cuales se sumergen en negocios criminales

buscando obtener los ingresos necesarios para vivir. Si los colombianos, que han mostrado

en los negocios informales de los excluidos, creatividad y eficiencia, tuvieran capital formal

legal, el desarrollo macroeconómico se aceleraría, porque este es un pueblo que ahorra e

invierte en producción e inmediatamente incrementa la demanda agregada. Si los que

toman las decisiones en el Estado y las empresas entienden esto y lo ponen en práctica,

todos ganamos. No se trata del apoyo a unos proyectos puntuales que dan reputación a las

empresas y votos a los políticos, sino de una política sistemática y global de desarrollo,

basado en mayor igualdad en el acceso al capital y a la formación de empresas.

La educación de calidad es parte central en este propósito. La definición de la economía

neo-clásica de la educación como “capital humano” es incómoda y los sistemas de calidad

vendidos a los colegios, a partir de esa teoría, para elevar la productividad en el aula como

si se tratara de una fábrica, no se ajustan bien con la formación de seres humanos y con la

vocación del maestro. Con todo, la educación no solamente es formación moral, cultura y

capacidad de saber para vivir más plenamente, sino también desarrollo de habilidades para

crear, producir, inventar participar en la polis y transformar las potencialidades sociales y

naturales de un territorio, en la vida que la gente quiere vivir. Por eso la comparación entre

países, prueba que lo que hace crecer humanamente, ecológicamente y económicamente

a los pueblos, es la calidad de la educación garantizada a todos los habitantes. Los pueblos

que lideran el mundo en calidad de vida, combinan formación en valores con muy buena

educación masiva y acceso a empleo, ahorro y participación en bienes de capital. Es

significativo que lo primero que han pedido los excombatientes que dejan la guerra para

involucrarse como ciudadanos a la producción de la vida querida, es una educación buena.

En medio de las discusiones sobre el desarrollo y la paz, apareció el documental Colombia,

magia salvaje, un largometraje promovido y financiado por el Grupo Éxito. Producción

cinematográfica de alta tecnología, que llama a la responsabilidad sobre nuestra riqueza

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natural no negociable y muestra el horizonte de la economía sostenible de las generaciones

futuras.

En 90 minutos, el director Mike Slee y el fotógrafo Richard Kirby logran que los

protagonistas en acción, que son páramos, ríos y selvas, frailejones y manglares, árboles y

flores, aves, mamíferos del monte, vacas, cabras, caballos, mulas, anfibios, culebras, peces,

ranas, mariposas e insectos, nos hagan caer en cuenta de que estamos en uno de los

territorio de mayor concentración de ecosistemas en el mundo.

El impacto inmediato que consiguen es una revelación maravillosa: ¡esta es Colombia!

Totalidad de vida de la que somos parte. Territorio que contiene la mitad de los páramos

del planeta. Fortuna de micromundos en selvas, ríos y océanos; en valles y llanuras

separadas por inmensas cadenas de montaña que explican la diversidad cultural que la

película despliega en música.

El papa Francisco, en la encíclica Laudato Si’, dice que los pueblos con las mayores riquezas

biológicas son responsables de su cuidado para las generaciones presentes y futuras. El

primer día de su visita a Colombia volvió a recordarnos de este deber. Nosotros somos los

más ricos del mundo en ecosistemas, después de Brasil, que nos supera simplemente

porque tienen un territorio siete veces más extenso que el nuestro.

Colombia, magia salvaje llama a esta responsabilidad. Muchos de los animales que 'actúan'

en la película están en extinción por la destrucción del entorno indispensable para los

microorganismos, gusanos, insectos, fauna y flora; por la tala acelerada de los bosques

nativos para sacar madera de manera devastadora por empresas irresponsables, por la

minería criminal de retroexcavadoras, por las concesiones mineras que se hicieron sin tener

en cuenta el costo de la destrucción de uno de los capitales naturales más importantes del

planeta, y por campesinos pobres que destruyen la selva para poder comer o para lograr

espacio para los sembrados de coca.

La película deja caer las cifras de las pocas decenas que quedan de cocodrilos del Orinoco,

así como de los titís cabeciblancos, osos de anteojos, cóndores, jaguares, monos

caqueteños, ranas amarillas y muchos otros que no conocerán los colombianos de 2060.

Fue por esta razón que los empresarios entregaron a la Fundación Patrimonio Fílmico

Colombiano, 150 horas de grabación de paisajes y fauna en desaparición, como legado para

los niños del futuro, testimonio de lo que fue y no existió más porque lo acabamos las

generaciones de la primera mitad del siglo XXI, como explicó en el lanzamiento de la película

el señor Martín Nova, vicepresidente de mercadeo de Éxito.

Sin hacer drama, la cinta deja ver y sentir la violencia contra los ecosistemas, no solo por la

aniquilación de los bosques, sino sobre todo por la minería criminal de retroexcavadoras y

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la artesanal de mercurio y cianuro, que crecen ante la ausencia de alternativas rurales, y

muestra los daños graves de la gran explotación minera legal cuando afecta, sin calcular

costos ecológicamente impagables, la verdadera riqueza de Colombia. Por eso la Fundación

Ecoplanet y la productora británica Off The Fence, en la orientación de la película,

despiertan la conciencia de todo espectador honesto: ¡no hay derecho para destruir esta

maravilla que es Colombia! En otros lugares de la Tierra podrá haber minería que muela

montañas, aquí no. Y si se acepta una minería restringida, tiene que estar rigurosamente

subordinada al cuidado del valor de una riqueza natural insustituible y frágil, que ni ética ni

económicamente puede fácilmente negociarse. Para dar un ejemplo, una explotación

minera a cielo abierto puede vulnerar gravemente a varios kilómetros de distancia el

ecosistema de cualquiera de las 179 especies de colibríes, 14 de las cuales solo existen en

Colombia y ninguna empresa del mundo puede fabricar una de estas aves extraordinarias.

El largometraje levanta la pregunta sobre el desarrollo en este territorio único, cuya riqueza

natural exuberante, vulnerable y amenazada, debe ser protegida y expandida en una

producción ampliamente sostenible de alimentos, medicinas de base vegetal, ecoservicios,

turismo y cultura, que eleve la vida querida por todos los colombianos, incluidos los

animales y las plantas. Los jóvenes captan inmediatamente el mensaje y salen de la película

con la determinación de acrecentar esta magia salvaje en una Colombia más responsable,

más clara sobre su destino, más unida y libre.

Felizmente, la toma de conciencia sobre lo que queremos ser como nación, incentivada por

el difícil proceso de paz, ha puesto en primer plano la protección del medio ambiente. En

varios municipios del país las comunidades que se oponen a la minería de grandes empresas

han ganado consultas populares y hay ejemplos impresionantes, como el de las mujeres

afro del norte del Cauca que marcharon hasta Bogotá, se quedaron ocupando las oficinas

del ministerio de Gobierno día y noche para exigir la actuación del Estado contra la minería

criminal de las retroexcavadoras y finalmente fueron recibidas por el Ministro. O la

extraordinaria marcha ciudadana de Bucaramanga, Girón y Piedecuesta para frenar la

minería de gran escala en el entorno del páramo de Santurbán. Nunca antes el país había

llegado a esta valoración creciente del capital natural de este territorio y seguramente la

reconciliación con La Tierra nos llevará a reconciliarnos entre los colombianos.

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CAPÍTULO VI

Preguntas de sobremesa

Las personas dedicadas a una misión o entregadas a una tarea se encuentran inmersas en

permanente diálogo interior con preguntas, hipótesis, contradicciones y búsquedas. Esta ha

sido también mi experiencia, y como capítulo final quiero compartir algunas de las

preguntas que siguen alimentando mi conversación interior.

¿Hubo o no hubo conflicto armado en Colombia?

Las diversas respuestas que se dan a esta pregunta son típicas del trauma social y cultural

en el que estamos inmersos como sociedad y en ellas resuenan el dolor y la indignación

vividos desde los distintos lados y los intereses económicos y políticos desde los cuales se

elaboran las narrativas excluyentes sobre lo que nos pasó y las decisiones jurídicas y

políticas en torno a la paz.

Los que pensamos que sí hubo conflicto armado en Colombia, aunque no estemos de

acuerdo con la lucha armada, pensamos también que los guerrilleros fueron

fundamentalmente rebeldes que buscaron por las armas la toma del poder y estamos

convencidos de que había que terminar esa guerra inútil y salvaje mediante una negociación

política, para después, en democracia incluyente, empezar la construcción de la paz.

Los que piensan que nunca hubo conflicto armado y que lo que se dio fue el ataque

narcoterrorista de grupos de bandidos a una democracia legítima, están convencidos de

que la negociación con ellos nunca debió hacerse y que ello ha significado negociar las

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instituciones con los terroristas, cuando a estos había que someterlos a la justicia penal y

llevarlos a la cárcel después de vencerlos por las armas.

Acepto que quienes niegan el conflicto armado interno lo hacen desde el dolor sufrido y

desde la propuesta de una solución que consideran es la mejor para el país. Argumentan,

que aquí no ha habido guerra civil en la que se confrontaran los ciudadanos divididos.

Tienen razón. Guerra civil no hubo, pero quienes igualmente hemos vivido el dolor y los

sufrimientos por todos los rincones del país, hemos sido testigos de una de las luchas de

insurgencia armada de mayor duración en el mundo, con capacidad enorme para afectar la

seguridad nacional. Por eso el gasto militar del país, en proporción al producto interno bruto

es uno de los más grandes del planeta, y Colombia ha sido durante una década el tercer

receptor de ayuda de los Estados Unidos para la guerra.

Los que piensan que no hubo conflicto armado ponen como causa de la violencia el

narcotráfico que se convirtió en terrorismo para defenderse del Estado. La penetración del

narcotráfico en la sociedad y en las instituciones es innegable; lo es también que el dinero

de la coca fue la gran fuente de financiación de la guerrilla y de los paramilitares; pero de

eso no puede pasarse a definir a la guerrilla como grupo de bandidos terroristas para

consolidar un cartel internacional y poner al Estado al servicio de su negocio

La causa o la variable que permite entender la violencia y la destrucción de la vida, tal como

nos ha ocurrido, es, en mi sentir más profunda. Tiene que ver con la ruptura espiritual no

religiosa, sino humana, la cual nos llevó a desbaratarnos con sevicia en La Violencia, y luego

en cincuenta y dos años de conflicto armado, sin que la sociedad y las instituciones tuvieran

fuerza y claridad moral para detener el drama. Pienso que esa ruptura espiritual surge

cuando los principios cristianos que orientaron a una nación con el 99% de su población

católica y cristiana, dejaron de ser las normas de comportamiento de todos los ciudadanos

y nos encontramos en un vacío de principios, porque nunca habíamos construido la ética

pública y la moral ciudadana que valieran por igual para todos, independientemente de si

eran creyentes o no. Este vacío se puso en evidencia en el ataque contra la vida: llegamos a

tener 31 mil asesinatos por año, en la rápida y general penetración del narcotráfico, la

corrupción, la inequidad, la impunidad y la exclusión.

Es explicable que en ese contexto, de injusticia social y exclusión del campesinado con

ausencia de moral, la ética revolucionaria inspirada en el triunfo de Castro en Cuba en el

ambiente subjetivo de búsquedas universitarias y luchas rurales de los años 60, llevara a

campesinos y a jóvenes universitarios urbanos a tomar las armas, en una guerra sin salida

que se fue deteriorando, entre otras, por la contaminación de la codicia del dinero

proveniente de los negocios ilícitos. Pero las motivaciones de la insurgencia estuvieron

siempre presentes, así como la conciencia guerrillera de dar la vida en la lucha contra el

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Estado que consideraban ilegítimo y enemigo del pueblo, en un comportamiento agresivo,

proactivo y violento, que buscaba al Ejército y a la Policía para atacarlos, en una manera de

actuar distinta a la de la mafia que huye y trata de corromper a los funcionarios públicos.

¿Es legítima la justicia especial para la paz, JEP?

Le he dado mil vueltas a la justicia para la paz. Lo he hecho observando lo que ocurrió con

las autodefensas que, en la época en que llevaban a cabo sus mayores operaciones

criminales, llegaron a ser auténticos batallones paramilitares actuando en alianza con

miembros del Ejército colombiano. Un período que terminó hace ocho o diez años.

Tengo muchas preguntas sobre las negociaciones con las Autodefensas Unidas de Colombia,

AUC, y sus diversos frentes, negociaciones que eufemísticamente llamaron diálogo para el

sometimiento a la justicia. Las seguí cuidadosamente en cuanto pude porque, aunque fue

una operación hermética, viví en los territorios que ellos controlaban. Me cuestioné mucho

sobre la idea de Estado de Derecho que podría tener el gobierno cuando ofreció el diálogo

a criminales que no eran insurgentes y que no podían legitimar masacres argumentando el

derecho de rebelión; y más cuando se les permitió la iniciativa política de los Municipios

Amigos de la Paz, coordinada desde Santa fe de Ralito, la cual reunió un centenar de alcaldes

subordinados al paramilitarismo en la ciudad de Montería. Las AUC eran bandas armadas

del narcotráfico, con excepciones de unos pocos comandantes paramilitares que realmente

tuvieron como propósito la lucha contra la guerrilla. El objetivo grande fue el negocio del

narcotráfico, cooptaron a muchos políticos y administraciones locales, y cuando atacaron a

la guerrilla en la disputa por los territorios de la coca y en el propósito de ganar aceptación

para proteger el negocio, se encontraron con la ayuda de empresarios, que desesperados

por las acciones de las FARC y el ELN, contribuyeron a sostenerles como autodefensas. A

pesar de mis cuestionamientos apoyé el proceso de diálogo con los paramilitares, porque

se trataba de la causa grande de la paz. Y estoy convencido de que la desmovilización de los

batallones de las AUC que yo conocí fue un logro muy importante para la tranquilidad del

país.

La gran mayoría de los paramilitares no pasaron por la justicia. Quedaron libres, con una

remuneración dada por el gobierno durante año y medio. Muchos volvieron a las mismas

andadas con las nuevas bacrim y son parte del problema de la inseguridad nacional. Los

jefes que pasaron por tribunales pagaron pocos años de cárcel, después de entregar la parte

de los bienes que no pudieron proteger con testaferros. Esa fue la sanción por centenares

de asesinatos, en prisiones con facilidades y posibilidades especiales de las que también fui

testigo. La mayoría de los que tenían procesos en Estados Unidos por narcotráfico, no

todos, fueron a dar a las cárceles de allá. Los otros están libres.

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Trato de acercarme a la conciencia de estos hombres y me pregunto qué podrá sentir un

asesino de cientos de campesinos inocentes y de decenas de trabajadores de derechos

humanos, cuando ya libre en la calle puede decirle a los demás ciudadanos y a sus hijos y

nietos: yo ya estoy eximido de toda responsabilidad, de toda culpa, de todo castigo, la

justicia colombiana a sellado mi caso, no le debo nada a nadie en este país.

Y la pregunta me vuelve. ¿Podrá uno de esos hombres sentirse libre de toda obligación con

sus víctimas y con la sociedad después de tantos homicidios? Mi sentir es que esa persona

y su familia siguen atormentados por la exigencia no jurídica sino humana de la reparación

que nunca se hizo y que le exige en conciencia involucrarse en la sanación del inmenso dolor

generado.

Y es aquí donde adquiere sentido la Justicia Especial para la Paz, JEP, de la que depende la

legitimidad del acuerdo entre el gobierno y las FARC. La JEP, basándose en la confesión de

la verdad, castiga con limitación de la libertad a los rebeldes criminales que han dejado las

armas y los obliga durante el tiempo necesario para la sanación a discreción de los

magistrados, a acciones de reparación eficaz establecidas en sentencia. Así se propone

evitar la impunidad, satisfacer los derechos de las víctimas y contribuir a la reparación y

reconciliación de las comunidades y garantizar la no repetición. Nada de este accionar

restaurativo activo se consigue con el proceso de simple rebaja de años de cárcel sufridos

pasivamente para tener luego libertad para siempre, aplicado a los paramilitares que no

eran rebeldes.

Los tribunales de la JEP fueron elegidos por un sistema de escogencia que evitó toda

injerencia política o de las partes en conflicto. Una elección criticada por la oposición

política que, como es de esperarse, ha criticado todas y cada una de las decisiones del

proceso de paz. Las sentencias se basan en la verdad de las víctimas, reconocida por los

victimarios y son de tres tipos: 1. Si la verdad es plena, es decir, el victimario realiza antes

de que se le inicie un juicio, la exposición detallada de los delitos por él ejecutados y puede

establecerse objetividad, será obligado a una restricción geográfica de la libertad, más el

cumplimiento de un trabajo de reparación y restauración a las víctimas, por un período de

2 a 5 años. ; 2. Quienes reconozcan su responsabilidad plena de forma tardía y se les abra

juicio, pagarán pena en prisión por un período de 5 a 8 años; 3. Quienes no acepten su

responsabilidad y sean vencidos en juicio por la JEP, serán condenados a prisión hasta por

20 años. Y si los llamados a la JEP vuelven a reincidir después de la fecha en que se firmó el

acuerdo final, pasan a ser juzgados por la justicia penal ordinaria. Por tanto no hay amnistía

para los delitos de lesa humanidad, como genocidio y graves crímenes de guerra, tortura,

ejecuciones extrajudiciales, desaparición forzada, secuestro, violación sexual y

reclutamiento de niños.

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Esta justicia transicional es un nuevo paradigma para superar integralmente la impunidad

que pone el énfasis en la restauración de todos los que fueron dañados por la guerra. Todos

significan las victimas individuales directas, las comunidades donde se dio el terror y los

mismos victimarios. Se aplica solo a los responsables de crímenes en el conflicto armado

durante el tiempo que esté vigente, que es de 15 años prorrogables por otros 5. Los demás

procesos penales del país, siguen dentro de la justicia penal ordinaria. En la JEP lo

importante no es el castigo de pérdida de la libertad en una prisión, recibido pasivamente

por el reo que no restaura nada, sino la acción proactiva de los mismos actores del crimen

para restaurar a las víctimas y restaurarse a sí mismos en la tarea por contribuir a cambiar

al país que estaba atrapado en la guerra, y garantizar al mismo tiempo, que no haya

impunidad.

Al seguir el debate de los abogados y de la oposición contra la JEP, lo que he percibido es

que los adversarios, que tienen todo el derecho a oponerse, no se dan cuenta de la

diferencia de paradigmas. La JEP, justicia transicional y restaurativa, se mueve dentro de un

horizonte de interpretación que es distinto al de la justicia penal. La JEP es para las

circunstancias especiales de la paz al terminar una guerra dentro de la cual regía el derecho

internacional humanitario y donde las demás leyes para los combatientes, siendo distinta

la situación de guerrilleros y militares, estaban realmente en suspenso. Silent enim leges

inter arma, callan las leyes en la guerra, como decía Cicerón. Otra es la justicia para los

delitos penales de tiempos ordinarios y de todo lo que está por fuera del conflicto armado.

Horizontes de interpretación distintos significan que los problemas que surgen en uno de

los paradigmas no pueden ser trasladados al otro sin que cambien de sentido; y que las

preguntas planteadas en uno no pueden, por tanto, ser respondidas en el otro.

Más profundamente este asunto muestra que para lograr la paz del país, más allá de los

debates y sensibilidades políticas y jurídicas, tendremos que aprender a vivir en una nación

donde en asuntos cruciales hay horizontes de interpretación distintos, y que es posible

convivir con ellos si nos arriesgamos a comprender el sentido que dentro de ellos se da a la

justicia, la política y la economía, para convivir en la diferencia salvando toda verdad y

justicia.

¿Terminada la guerra cuál es el problema más importante?

Lo más grave que ha pasado en los años 2016 y 2017, en torno al proceso ha sido el

asesinato de campesinos, indígenas y negros en las zonas que dejaron las FARC, muchos de

ellos líderes de la paz y de los derechos humanos. El país hizo de la seguridad un aparato

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para proteger a las instituciones pero no para proteger a la gente. Y la construcción de la

paz es radicalmente un cambio de perspectiva que pone primero a las personas que a las

instituciones cuya finalidad es servir y cuidar de los ciudadanos.

Pero el problema estructural que ocupa el primer plano al terminar la guerra es el

narcotráfico. Colombia es el mayor productor mundial de la mata de coca desde décadas

atrás. Cultiva para matar la juventud propia y del mundo. Así se pagó la guerra y se siguen

pagando a las bacrim y desertores. La única condena del papa Francisco fue para ese

negocio maldito.

Los dirigentes lo saben, pero les importa poco, quizás porque consideran al campesinado

cocalero como gente inferior; o porque perciben que con la cadena de negocios

complementarios esa coca activa un acelerador importante de demanda agregada que

compra servicios, cerveza y celulares y abre cuentas en los cajeros. Planeación Nacional cree

que es un asunto marginal. El Banco de la República no lo tiene como prioridad. La

politiquería se alimenta desde allí.

Lo que hace actualmente el gobierno para empezar a cumplir el acuerdo con los campesinos

es un comienzo insuficiente. Tiene sí el aporte de dejar ver con claridad el problema: se

trata de la economía regional cocalera organizada de la que viven municipios enteros con

sistema financiero ilegal propio, logística, transporte, insumos, mercados, importaciones.

Las familias sembradoras son solo una parte.

Lo que propone el Estado por lo demás es contradictorio. En las mismas regiones, zanahoria

para unos y garrote para otros. Sustituir 50 mil hectáreas de las familias que aceptan

voluntariamente entrar en el programa, y erradicar 50 mil en las fincas que se supone que

no aceptan entrar. Los hogares de cultivadores están atrapados entre el gobierno que les

arranca la sobrevivencia y se queda cortísimo en la alternativa del dinero prometido, y los

grupos criminales que les exigen continuar con la coca. Mueren líderes de lado y lado,

porque se resisten a la erradicación o porque se unen a la sustitución. De los 36 millones

que en los dos años del plan de sustitución deben entregarse a cada familia, solo se contaba

con el 12% en octubre de 2017.

Desarrollar integralmente las regiones cocaleras hubiera podido ser el único punto de las

negociaciones de La Habana, aparte de la seguridad y desarme de los combatientes y la

justicia con reparación, porque la transformación de estos territorios de la coca arrastra

toda la reforma rural integral y cambia la economía colombiana, y mientras haya coca no

habrán PDETS que valgan, ni paz en las regiones.

El problema requiere un plan Marshall inmediato y un esfuerzo fiscal como el que hizo

Japón para reparar rápido el desastre del tsunami; necesita un reordenamiento del

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presupuesto nacional; requiere ya del apoyo de los empresarios que publicaron un

documento esperanzador sobre la paz; necesita de las universidades para poner en esos

municipios la investigación y la extensión de servicios; de las fuerzas armadas que entren a

hacer carreteras terciarias. Exige que los ministerios se focalicen en estas regiones de

manera integral. Que ojalá se dedicara a ello el 70% de lo que se va derrochar en las

campañas de 2018. Y que los planes de desarrollo territorial se centren allí.

Algunos columnistas de prensa argumentan que los países consumidores son los

responsables de la producción de los municipios colombianos cocaleros. Culpan

particularmente a la demanda de Estados Unidos. Es cierto que es incomprensible la

ineficiencia de los gobierno norteamericanos para frenar a los aparatos mafiosos que

aseguran allá la comercialización, pero cabe preguntarse por qué, si se trata de una

demanda que debería poner a sembrar coca al campesinado pobre de toda la zona

ecuatorial, Colombia es la que responde casi en condiciones de monopolio con la

producción del 90 % de la hoja y de la pasta. ¿Por qué no hacen lo mismo los campesinos

de Ecuador, Venezuela, Brasil, Panamá y Centroamérica? Sin duda la respuesta tiene que

ver con las condiciones de mayor exclusión relativa del campesinado colombiano. Por otra

parte, cada vez es más grande la proporción de la demanda para consumo interno de la

cocaína, comercializada en el microtráfico con el que Colombia está destruyendo a su

propia juventud.

Estamos ante una situación semejante a la de países que reciben agresiones mayores a las

que hay que responder de inmediato, no importa el sacrificio. O reconozcamos

definitivamente, para vergüenza ante el mundo, que hemos sido derrotados.

¿Hay razones para la esperanza?

Sí. Terminada la guerra insurgente con las FARC y con el ELN y cercanos al momento del

sometimiento a la justicia de las grandes bandas criminales, se abre un horizonte nuevo

que tiene para Colombia el apoyo de la comunidad internacional.

En primer lugar se ha tomado conciencia de la dignidad igual de todos los colombianos.

Hoy un indígena del Cauca sabe que tiene la misma grandeza humana de un habitante del

Chocó o de Bogotá, y lo va a exigir. Y un estudiante de la Javeriana sabe que la dignidad de

una afrodescendiente de la plaza de mercado de Quibdó es igual a la suya y que le debe a

ella igual respeto. Hay mayor conciencia de que el dinero, los títulos, los apellidos, la

universidad o el color de la piel no hacen más importante a nadie. Desde la dignidad

emerge entre nosotros una nueva ética, que nos hermana con la comunidad internacional

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en la definición y puesta en práctica de los valores morales que nos hacen más plenos

como seres humanos.

En segundo lugar, la juventud que saltó a la calle al día siguiente del triunfo del NO

gritando ¡Acuerdo ya! Es un motivo de esperanza. Los jóvenes se movilizaron y se

conmovieron en el encuentro con el papa Francisco y continúan actuando en colegios,

universidades y organizaciones. Tienen la generosidad libre de ansiedades de venganza y

retaliación de la gente del siglo pasado. Quieren independizarse de los prejuicios y de las

rabias que atrapan a los viejos. La comunicación inmediata con el mundo a través del

internet les da el sentido de formar una sola humanidad de mestizos, negros, indígenas,

orientales, géneros, religiones, y culturas. Los jóvenes van a escribir la historia que

nosotros no pudimos. Un relato sin apologías de un lado o del otro, interesados

simplemente en entender quiénes somos y qué les ocurrió a los viejos. Como resultado

de ese análisis, podrán conocer y aceptar las diferencias y ponerlas como aportes valiosos

en la construcción del futuro.

En tercer lugar, hay esperanza porque crece la participación ciudadana que ve en el Estado

la única institución que tenemos para asegurar a todos por igual las condiciones de la

dignidad; y que al mismo tiempo sabe que el Estado colombiano está en manos de aparatos

partidistas y de varones mercaderes de votos llevados por la codicia de sus propios

intereses. Esa ciudadanía más clara rechaza en las encuestas al Congreso, a los partidos y a

la justicia corrupta, y sueña con un país sin exclusiones. Tiene mayor educación que antaño

y, si hay líderes que les acompañen y orienten, y medios de comunicación que les informen

con objetividad, pueden transformar el estado de lo público en un campo de participación

abierta y verdadera democracia.

En cuarto lugar Colombia tiene un futuro de expansión económica nueva que no era

previsible antes, por la guerra. El campesinado que se vio envuelto en la coca probó allí la

capacidad para asumir riesgos y ser eficiente en las circunstancias más adversas, y ese

conocimiento ganado en la ilegalidad, es a fortiori un gran activo en el mercado legal.

Además, la implementación del acuerdo agrario da a la población rural los instrumentos de

crédito, tecnología, educación y vías que permiten cubrir la demanda nacional de alimentos

y tener excedentes exportables. De otra parte el empresariado en un país sin secuestros ni

extorsiones y sin la economía criminal de la coca y el contrabando, tiene posibilidades que

no se dieron cuando hizo empresa en medio de las grandes adversidades del conflicto

armado. La confianza colectiva eleva inmediatamente el capital social y el clima positivo

para los negocios. Lo previsible es la llegada de nuevos capitales para inversiones de largo

plazo, que consolidan la sostenibilidad en vías, investigación científica, energías renovables

e industria manufacturera, y lograr soltarnos de la inversión externa en petróleo y minería

que no producen desarrollo porque juega a grandes riesgos, aún en tiempos de guerra,

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exigiendo altos precios y rendimientos de corto plazo y se va cuando caen los precios sin

pagar el riesgo, dejándonos clavados en los mercados fluctuantes de los bienes primarios.

Más aún, la inversión en educación y salud de los recursos que antes se iban a la seguridad

y confrontación armada, dará como resultado la expansión de las capacidades creativas de

una población reconocida mundialmente por su inventiva. Y terminada la guerra, Colombia

abre todas sus posibilidades para aprovechar la ventaja real que tiene en capital natural y

desarrollar los bienes y servicios ecosistémicos en turismo ecológico, marihuana medicinal,

expansión de la flora y la fauna nativa, producción de agua y bosques, energías renovables

y recuperación de la pesca fluvial y marítima. Es el momento de vincular a fondo las

universidades en el desarrollo humano y ecológicamente sustentable.

Finalmente hay más motivos para tener esperanza porque las víctimas son ahora los

principales protagonistas Está a punto de ponerse en marcha la Comisión de la Verdad, que

en el Acuerdo se llama Comisión para el esclarecimiento de la verdad, la convivencia y la no

repetición. La Comisión recorrerá el país para recibir el testimonio de los afectados

gravemente por los actores del conflicto armado interno; y tiene la responsabilidad de

esclarecer para las víctimas y para el país qué fue lo que ocurrió en cada caso; cómo ocurrió

y quienes fueron los autores, así como las condiciones para que nunca más vuelva a

repetirse. Y no con el propósito de suscitar la venganza y el odio sino con la determinación

de llegar a una comprensión colectiva de lo que nos pasó en la regiones, ganar una mirada

objetiva sobre lo que hemos sido, agrandar el corazón de las comunidades hacia la

comprensión y la reconciliación, y desatar procesos de reconstrucción del tejido social de

las regiones.

¿Cuál es el lugar de la verdad?

El Papa Francisco nos invitó a ponernos en el dolor de las víctimas y a partir de ese lugar ir hacia el

encuentro. Para salir del trauma social y cultural que nos ha polarizado, nos mostró con su

ejemplo que había que llegar a la verdad concreta, física, del sufrimiento causado por el conflicto

armado interno a las personas de todos los lados.

Prácticamente en todos los países donde ha habido procesos de paz en las últimas décadas se ha

buscado la verdad con organismos dedicados a ello. Por eso se creó y está a punto de ponerse en

marcha la Comisión de Esclarecimiento de la Verdad, CEV, en Colombia. Pienso que esta debe

tener como objetivo la llamada del Papa, y que por tanto debería llevar un énfasis que la

diferencie de otras comisiones. Y ser una comisión de la verdad de las víctimas con el objetivo de

la reconciliación de un pueblo dividido. El decreto que la crea dice que uno de los propósitos es

alcanzar la convivencia en las regiones.

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La CEV no puede ser una comisión en contra de individuos ni organizaciones, sean políticos,

militares, exguerrilleros, paramilitares o empresarios. Tiene que ser una comisión por las víctimas

de todos los lados, porque en Colombia no hay mujer que no tenga alguien que no haya sido

golpeado por la brutalidad del conflicto armado en su familia o entre sus conocidos.

Deberá ser una comisión contra la mentira. Pero no para señalar a unos mentirosos como si los

miembros de la comisión fueran los veraces, encargados como inquisidores de condenar la

falsedad en los demás. La mentira es un obstáculo por el que pasa todo individuo y toda

institución en el esfuerzo interminable hacia la liberación personal y colectiva. No conozco a nadie

que no haya mentido alguna vez a los demás y que no se haya mentido a sí mismo. Por eso la

lucha contra la mentira es un penoso proceso de purificación hacia la autenticidad con uno mismo

y con los demás y entre todos juntos.

Como quedó establecido en el Acuerdo de paz, la CEV se hace con la intención de llegar a la

verdad humana que es distinta de la verdad jurídica. Esta última, de la que se ocupa la Justicia

Especial para la Paz JEP, tiene como propósito la necesaria verdad procesual, que es una

construcción técnica entre magistrados y abogados para dictar sentencia en cumplimiento del

“debido proceso”. La comisión de la verdad no condena a nadie, va detrás de la explicación más

total posible de los hechos atroces y de las intenciones y responsabilidades para conseguir el

encuentro en lo que somos y serenar el corazón de las víctimas y la oscuridad de los victimarios.

Una comisión de la verdad en forma colombiana debe ser la dinamizadora de una movilización

ética nacional que recoja en la escucha el sufrimiento y la indignación por todas partes y en lugar

de producir nuevos odios y señalamientos nos lleve a comprender qué fue realmente lo que nos

pasó, por qué caímos en el absurdo de millones de víctimas, cuáles son las responsabilidades

morales y sociales que a nivel individual y colectivo tenemos que asumir y cómo vamos a hacerlo.

De manera que nos permita vernos a todos, a todas, como protagonistas del drama nacional y nos

llene de compasión con nosotros mismos. Si se logra esto, la comisión puede producir lo que nos

es más anhelado: la reconciliación nacional, para desde allí trabajar juntos, desde las diferencias,

en la cimentación de un presente tranquilo y un futuro esperanzador para las generaciones que

vengan. Si al final del trabajo de esa comisión quedamos más polarizados y cargados de

animadversión se habría perdido esta instancia, que dentro del Acuerdo, es la que da sentido al

proceso de esta paz frágil e indispensable.

El fracaso de la reconciliación sería entre nosotros el reinado del odio y de allí solo puede seguirse

la balcanización del país entre clases sociales, grupos, etnias y regiones. Por supuesto que hay

razones de unos y otros para justificar los odios. Se calculan 60 mil desaparecidos, cerca de 2 mil

masacres y otro tanto de falsos positivos, miles de secuestro, el despojo de más de cinco millones

de hectáreas a los campesinos, disputas airadas sobre la tierra por la oscuridad en la historia de los

títulos, millones de mujeres violadas y abusadas, niños destruidos emocionalmente. Y tenemos las

redes y emisoras que empujan los odios todos los días señalando con ira cuáles son los buenos y

cuáles son los malos.

El odio no permite ver la verdad humana. El odio es una enfermedad que afecta radicalmente

todas las dimensiones de la persona pues el rencor que cultiva contra “los malos” termina por

estropear a la propia familia y a las amistades. El odio destruye la alegría y el humor. Cuando dura

hasta la muerte, cubre de amargura la totalidad de la vida y deja una memoria negra para los

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descendientes. El odio mata las ilusiones, convierte los sueños en pesadillas, desbarata las

esperanzas.

El perdón es lo contrario del odio. Es difícil. Es un reto a la libertad individual. Parte de la vedad sin

tapujos. No significa olvidar, ni dejar de lado la reparación y la justicia. Significa deponer el odio y

tomar la decisión de extender una mano y ofrecer un camino a compartir porque la memoria

espantosa se puede transformar en el origen de nuevas comprensiones y nuevas

responsabilidades. El perdón es gratuito, y lo es sobre todo en el conflicto armado cuando no hay

como reparar el mal inmenso que hizo el victimario. En otros lugares se ha logrado la paz sin el

perdón. Como lo he aprendido en las escuelas ESPEREx, de perdón y reconciliación, no creo que en

Colombia, por nuestra tradición cultural y espiritual, la reconciliación sea posible sin que se

multiplique los acontecimientos impredecibles que se dan cada vez que alguien pide perdón por

un hecho brutal de la guerra y cada vez que alguien responde con el perdón, o todavía más fuerte

e inesperado, cada vez que alguien anticipa el perdón y lo regala a sus victimarios.

¿Cuál fue el efecto de la visita papal sobre la paz?

Es evidente que el Papa Francisco nos trajo consuelo y esperanza y nos puso en el camino

de la reconciliación y del encuentro. Mostró lo que significa un liderazgo espiritual audaz,

informado y libre de presión política.

En el primer discurso habló de paz. Valoró los esfuerzos por lograrla en las últimas décadas

y particularmente en el último año, y volvió a ella en el último discurso invitando a Colombia

a ser esclava de la paz para siempre.

Pasó de las multitudes y las eucaristías a tocar la carne del hermano herido: el beso a la

mujer de rostro destrozado, el abrazo a soldados y policías mutilados, el diálogo personal

con cada víctima, la ternura con los niños, la visita a la mamá negra de Cartagena y la acogida

a quienes llegaron de la guerra de todos los lados. El hematoma en la mejilla, por darse a la

gente de la calle, quedó en su cara como precio por la solicitud riesgosa por los demás.

Fue directo con los ciudadanos. “La paz es de ustedes – dijo -. No es de las élites, ni de los

jefes políticos, ni de los gobiernos. No tengan miedo”. Animó a los jóvenes a darlo todo. A

los administradores y políticos los instó a terminar la desigualdad y la corrupción.

Ponderó la riqueza en la biodiversidad del país y nos hizo responsables de protegerla. Llamó

a cuidar de la familia, primer receptáculo de la vida y escuela de la moral. Y condenó

enfáticamente el narcotráfico que destruye a la juventud atrapada por la cocaína.

Habló a la Iglesia, con aprecio y afecto, advirtiéndole que no era una aduana y que debía

abrir las puertas a todo el mundo. Le pidió salir de seguridades para estar al lado del

hermano en peligro. Recordó a los sacerdotes que no pueden ser neutrales ante la

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injusticia y la violencia y que se mantuvieran en la pobreza y la austeridad “porque el

diablo entra por el bolsillo”.

Cuestionó, citando a Jesús, las normas y ritos religiosos que se distancian del sufrimiento, y

con ello las leyes del Estado meramente pragmáticas que no llevan a los cambios

estructurales que protegen la vida y los derechos humanos. Al hacerlo, sin duda llevaba en

el pecho el contraste de este país de 99% de cristianos y católicos, piadosos en

celebraciones hasta conmoverse, que hace 20 años se mataban a razón de 85 bautizados

por día, y hoy todavía lo hacen a una tasa de 30 diarios; y todo el tiempo tuvo presente a

las 8 millones de víctimas de la guerra fratricida que fue particularmente violenta contra

campesinos, afrodescendientes e indígenas.

Francisco nos llamó a la cultura del encuentro a partir de las víctimas y nos invitó a la

confianza insistiendo en que nadie hay que no pueda cambiar. Invitó a que nos

perdonáramos. El mismo dijo que pedía ser perdonado. Y como hombre de símbolos nos

dejó el recuerdo de su oración ante el crucificado del pueblo roto de Bojayá.

El perdón cristiano guarda la memoria del sufrimiento para generar vida. Es el recuerdo de

Jesús en la cruz, cuando la injusticia contra él fue sin límites. Delante de estaban sus

victimarios. El Sanedrín y los soldados que lo habían azotado, coronado de espinas y

abofeteado. Una banda de endurecidos que en lugar de arrepentirse consideraban que

daban tributo al Cesar y a Dios. Podía hablar. Tenía que hacerlo. Era la ocasión del discurso

universal por los derechos humanos de todas las víctimas de la historia, contra los

victimarios de todos los tiempos. Miró a sus verdugos y dijo simplemente: “Padre,

perdónales porque no saben lo que hacen”.

¿Qué resta cuando terminan las palabras?

Queda el silencio. Dedicar cada día un rato al silencio nos permite unirnos en un abrazo

sin condiciones con la esencia fundamental de nosotros, no importa si somos amigos o

adversarios.

Para los creyentes que tenemos la gracia de la fe, el silencio nos permite estar a la escucha

del misterio de amor que nos constituye gratuitamente en la persona que somos y al que

San Agustín llamaba intimior intimo meo, lo más íntimo de mi propia intimidad.

En medio de las dificultades de la vida, ante las preguntas sin respuesta y ante la magnitud

de las luchas que enfrentamos en este país querido, siempre es posible, a todas y todos,

acceder en lo profundo del silencio al acontecimiento del misterio impredecible que

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somos simplemente como seres humanos, para comulgar sin restricciones con los demás y

con la Naturaleza.

En la crisis espiritual colectiva que tan crudamente ha puesto en evidencia nuestros

límites, este alto en el silencio nos permitirá encontrarnos, desnudos de ideologías, de

poder y de justificaciones, desprovistos de venganzas y de odios, para experimentar el

destino común que compartimos, y comprender por qué la vida se nos dio aquí y ahora,

en esta encrucijada de la paz imperfecta de Colombia, para una tarea que solo podemos

realizar nosotros, distintos e inevitablemente juntos.

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i /J. C. Alexander Trauma: a Social Theory, Polity Press, 2012

iii / Bernard Lonergan, Dimensions of Meaning, Darton, Longman & Todd Limited, 1973 iv / Adam Kahane, Collaborating with the Enemy, Berrett-Koehler Publishers, Inc. 2017. v / Michel Sauquet, Le Passe-Murailles, EF, Paris, 2015 vi /Nicholas Tavuchis, A Sociology of Apology and Reconciliation, en la WEB vii/Fernán E. González, Poder y Violencia en Colombia, Cinep, Odecofi. Bogotá. 2014 viii/Gonzalo Sánchez y equipo de relatores e investigadores, Informes del Centro de Memoria Histórica, colección de libros y monografías, Bogotá. 2008 en adelante. ix/ Danny Dorling, The Equality Effect: Improving Life for Everyone. New Internationalist. 2017. x / http://fundacionparalareconciliacion.org/wp

Comentado [P2]: Igual a la página 42