La bomba debajo del pecho matias sanchez ferre

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LA BOMBAPECHODEBAJO DEL

LA BOMBAPECHODEBAJO DEL

PROSA Editores, 2015Uruguay 1371 - C.A.Bs.As.Tel: 4815-6031 / [email protected]

Impreso en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina,xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx de 2015, en Amerian S.R.L.(011) 4815 6031 / [email protected]

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LA BOMBAMatías Sánche

LA BOMBAPECHODEBAJO DEL

tías Sánchez Ferré

LA BOMBAPECHODEBAJO DEL

Matías Sánchez Ferré

“Del día a la noche, Haffner que hacía tiempo explotaba a prostitutas, se descerrajó un tiro en el pecho, junto al co-razón. La contracción del órgano en el preciso instante de pasar el proyectil lo salvó de la muerte.”

Roberto Arlt

Sístole

El corazón expulsa aquello que debe circular y no fluirá por tus venas dos veces la misma sangre.

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El extraño

No puedo negarlo, el extraño triunfó. Lo siento en mi interior. Fue extensa la lucha y he perdido.

Él está sonriendo y yo también, pues ahora soy una fracción suya. Ha dentellado un trozo de mi carne. Está en mí sangre, en mi cuerpo.

No acepté al extraño en su primera visita. Él tocó la puer-ta y aunque lo ignoré e intenté callarlo, golpeó cada vez más fuerte, con furia y vehemencia. Tenia dos opciones, aceptarlo o enfrentarme a su semblante aciago, y eso es difícil para un cobarde cómo yo.

Aquella noche, cuando lo conocí, me encontraba acostado.Siempre creí que había aparecido de repente, pero ahora se

que estaba ocultándose en los rincones mucho antes que lo no-tara. Golpear la puerta fue solamente un acto simbólico, pues cuando lo hizo tenía la mitad de su cuerpo adentro. Entro sin que lo advirtiera, y lo descubrí cuando su rostro estuvo frente al mío. Su horripilante figura me hizo temblar y convulsionar.

Debo agradecerle que todavía me deje escribir esta confe-sión, pues sé que en el momento en que logre conquistarme por completo, estas líneas me parecerán ficción.

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Dos cuerpos

I

Recuerdo aquel fortuito encuentro en nítidas imágenes: mientras yo caminaba por la calle, abarrotado de valijas,

vos te desplazabas beatíficamente.Mi equipaje se cayó al piso y te reíste. Ambos nos sentimos

participes de un momento sobado, de una de esas escenas que solo suceden en las películas de pocas ideas y mucho presu-puesto.

Desde ese momento no pude olvidarte. Tan delicada te mo-vías por la acera, ibas liviana mientras yo transitaba repleto del peso de mis problemas.

Para mi fuiste única, no necesitabas fragancias ni colores para aumentar tu fulgor. Eras esplendida así, bajo esa aura hip-nótica que poseías, detrás de ese halo de delicadeza apacible que me hechizó.

Cuando perdí de vista tu pequeña sonrisa y tu rubor al pre-senciar la escena de las valijas despeñadas me embistió la desdi-cha. ¿Y si realmente era solo un estúpido más que había caído bajo los encantos de tu resplandor?

Pensé que aquel momento del que fuimos protagonistas era fruto de mi mente que, anquilosada por tu presencia, había modificado una escena usual en cualquier ciudad, en cualquier barrio, en cualquier calle Amenábar y Tres santos y la había transformado en una irreproducible situación de iluminación fatídica, de porvenir irremediable.

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Pero no. Aquellas miradas habían durado más que las que se intercambian usualmente en la urbe, e indicaban que debía buscarte, encontrar tu casa y conseguir tu teléfono, tu nombre o al menos retener unos segundos más aquella mirada, aunque tras eso me sintiera fatal.

Me tomó tres días enteros volver a encontrarte, en los cuales casi ni dormía y merodeaba por los lugares donde pensé que podrías estar. Esperé en Amenábar y Tres Santos, e intenté ir por donde supuse que habías ido.

Al fin logre verte contemplando el paisaje, el lago, los patos y los árboles que resistían el otoño en Palermo.

Hubiera querido entablar una charla apenas tomáramos nuevo contacto, pero tuve mucho miedo de decir alguna idio-tez. Por eso decidí esperar. Me senté bajo la sombra de un árbol y observé esa cándida luz que llevabas en tu silueta. Ay, que bella estabas mirando tu reflejo acuático o perdida en las nubes.

Me quede mirándote y solo salí de mi embelesamiento cuando noté que te ibas. Caminaste sola y te perseguí como un ladrón, desde lejos y manteniendo la mayor cautela para que no me notaras.

Tras esta persecución descubrí tu casa y luego, por una suer-te del destino y por un grito de tu madre descubrí tu nombre: Sofía. ¿No es este el más bello nombre que una mujer puede tener? ¿Tan breve como preciso y fiero? ¿Bello y letal como el canto de las sirenas? ¿No es comparable a una melodía emanada de la más exquisita arpa, del más delicado querubín?

Te esperé entonces bajo el toldo de una carpintería cercana, aguardé a que salieras y caminé en dirección contraria a la tuya.

Dejé a la suerte elegir mi sino. Fue entonces que te vi y tuve el valor de hablarte e invitarte a salir. El día acordado nos vimos, y muchos de los siguientes. Nunca me cansaba. Nunca nos hartábamos de nosotros y siempre teníamos un repertorio enorme de temas sobre los cuales hablar. Parecía que toda nues-tra vida nos hubiéramos conocido, y ya cuando llevábamos una semana juntos, sentí que nunca más podría dejarte.

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Muy pronto no pudimos hacer otra cosa que amarnos. No pasaba una hora en que no nos llamáramos o buscáramos, a través de excusas ingeniosas, la forma de encontrarnos.

No tardamos mucho en ir a vivir juntos en un pequeño de-partamento. Allí fue todo tan grato que sentía que con cada latido de mi corazón te adoraba más y más. Alguna vez pensé que iba a estallar de tanta felicidad, pero eso no sucedió.

II

Cuan unida era nuestra relación, querida mía. me encon-traba sosegado por las pasiones y no parábamos de abrazarnos todo el tiempo, de pegar nuestros cuerpos apenas nos veíamos.

La parafernalia de nuestra unión era por momentos una car-ga insoportable. Se me hace inconcebible que cupiera dentro de nuestros cuerpos tanto amor.

Nadie podría entender cuanto te amé. Y digo te amé, Sofía, pues las cosas desde aquel momento han cambiado.

Recuerdo que transformaste mis pensamientos. Habíamos adoptado ideas muy similares en cualquier tema.

Creía que obsesionarse era amar sin que a uno lo amen, pero ahora sé que se puede estar obsesionado con una mujer, incluso siendo esta tu pareja. Sé que uno puede necesitar a su enamo-rada, aun teniéndola en brazos.

Cuando echabas a reír yo también lo hacía, no por engañar-te, sino porque tu diversión era la mía. Tu sonrisa evocaba a mis labios a imitarla. Sentía que nada más me podía faltar, que todo lo tenía si te tenía. Pero aun cuando te poseía, te ansiaba y temía perderte, pues si te perdía, yo también estaría extraviado.

Pensaba todo el tiempo en nosotros. El resto de mis días eran nada más que tiempo vacío, nubarrones que buscaban im-ponerse a la claridad de tu nombre.

Tu imagen existía en mi cabeza o debajo de mis parpa-dos cuando los cerraba. Tu figura se translucía en mis cor-

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neas y aparecía muchas veces como un espejismo. Qué loco me creerías si te contara que fui a abrazarte en algu-nas ocasiones, para luego darme cuenta que no estabas allí.

III

Sabia que en cualquier momento debía viajar por temas la-borales y así sucedió. Surgió un viaje hacia otro país por un tiempo breve, pero mi mente no concebía la posibilidad de dejarte sola.

Cuanto me costó soportar aquella desgracia. Viajamos con lentitud hacia aquella muerte temporal, rumbo a la máquina del infierno que nos separaría. Demoré adrede mis pasos, hasta que ya no pude extenderlo más. Aprecié esos últimos segundos en que nos acercábamos con la piel erizada y el corazón latien-do furioso.

Qué hermoso fue aquel abrazo en el que nos estrechamos con la mayor de nuestras pasiones, y cuanta alegría sentí al no-tar que ya no podíamos separarnos.

Sofía: ¡Estábamos fundidos en un solo cuerpo!

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Entre dos calles

Era cosa de apostarse en el pequeño pasillo oscuro y espe-rar alguna víctima desprevenida. Tenía sus preferencias:

cualquiera que escuchara música era su objetivo predilecto, y si llevaba anteojos, mucho mejor.

Se quedaba acurrucado como un animal, deseoso de atacar, observando a quienes pasaban. Ya había hecho lo mismo cinco veces ( en cinco oportunidades).

Le molestaba que la gente no entendiera un ataque sexual como un arte. Tan emocionante era para él huir de la vida dia-ria y transformarse en una fiera con ansias de sexo. Se escondía en el rincón y se regocijaba del placer, sabiendo que pronto entraría en aquel torbellino carnal y violento. Esto era muy distinto a su mansedumbre ordinaria, a la aquiescencia que te-nía con todos los caprichos de su esposa, a su imposibilidad de dominar, de ser fuerte, de mostrarse como alguien salvaje.

Se reía a veces, imaginando lo que pensarían su familia y amigos si lo vieran en tal situación. Le parecía que saltar con brío en busca de una captura era algo que requería una gran habilidad. Tenía la convicción de que su talento innato estaba en el saber violar de las mejores formas. Se sentía un león en su jungla, rey de los depredadores, furtivo cazador de las aceras.

Creía fervientemente que aquel modo de actuar se basaba en el espíritu natural del ser humano. ¿Qué mejor ejemplo para ello que el hombre de las cavernas? Tan primitivo y natural como es posible, ¿alguien se imaginaría a un ser mitad mono, mitad humano, con el cuerpo lleno de pelos, salvaje y brutal, solicitándole a una dama su permiso para tener relaciones se-xuales?

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Era la moral del hombre moderno la que indicaba lo malo y lo bueno, y a él no le importaba ni lo moral, ni lo moderno. Le parecía que lo que hacía era osado y hasta que daba un mensaje a toda la sociedad, una señal de que lo correcto era retroceder hacia lo primitivo y tribal, hacia las costumbres propias del ani-mal.

Observaba al hombre y mujer actual, arropado y disfrazado, con sus pelos en orden, sus olores bañados, sus cuellos perfu-mados, las costumbres urbanizadas, las formalidades a la orden del día, siempre a la vista del buen proceder en el actuar social y preocupados por intereses superfluos, y sabía que tras todo ese garabato del nuevo ser latía la bestia, el animal con sus garras y dientes. Debajo del traje estaba aquel que alguna vez había comido carne viva sin pudor ni remordimientos.

El violador observó el momento preciso en que su presa, perfecta y jugosa, se acercaba. Cuando esta atravesó el pasillo oscuro se lanzó, llevándole una mano a su boca y la otra al cuerpo. Mientras tanto, con las piernas pisoteaba y pateaba a la mujer para que no se resistiera.

Pero aquella joven no se opuso, lo cual hizo pensar al viola-dor que quizás se trataba de un estado de estupor que pronto iba a terminar. En un acceso de ira tomó a la victima de los cabellos y la arrastro hasta el piso mientras la golpeaba. El dolor debió haber sido inaguantable, pero la muchacha no gritaba. Entonces decidió penetrarla.

Pero no pudo, su órgano no se erectaba. De esa manera no podía violar, sino tener sexo, el mismo aburrido sexo que tenía con su esposa.

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El negro Marrorán

El día que el negro Marrorán se me plantó no tuve más re-medio que darle un golpazo en la jeta y, una vez echado

en el piso, ensartarlo con la faca en medio del vientre.Qué necedad la mía, pensar que con su muerte se acabarían

mis problemas. Y que coraje estúpido el suyo; mirá que hay que venir a apurarme en una bailanta, con todo el pueblo mirando, y cortarme una mejilla para hacerse el guapo nomas

Siempre fuimos enemigos y varias veces intentamos matar-nos. Es por eso que no lamenté su pérdida, porque al fin y al cabo ambos sabíamos que algún día, después de tanto alboroto, alguno de los dos no vería el amanecer.

Para bien o para mal, tras que lo maté, la justicia me dio la razón. Es que toda mi vida fui blanco, bien blanco y de una familia muy honorable. En cambio él, menos suertudo, había nacido moreno como la tierra.

Por esos temas, que la justicia dice que no pero que se toman en cuenta a la hora del castigo, y también por eso de que me había ofendido cortándome una mejilla y porque desde siem-pre habíamos sido enemigos, el juez dijo que yo era inocente.

No puedo explicar cómo se me partió el alma al ver a aque-lla madre llorando desconsolada. Y yo que había pensado que nadie podía llorar por alguien tan despreciable como el negro, me sentí muy mal. Tan mal que una lágrima se me piantó al matar al bravo Marrorán, el padre del negro. En sus tiempos el viejo había sido un terrible gaucho matrero, pero ya cuando intentó acuchillarme por la espalda estaba demasiado lento y tonto como para hacerme frente.

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Otra vez la justicia me ayudó, diciendo que lo de la ven-ganza no era lo correcto y mucho menos si se lo hacía por la espalda, y otra vez vi a la madre del negro, ahora viuda. Sufrí sabiendo que era yo quien le daba todo ese dolor y, a la vez, sólo estaba haciendo lo que podía hacer, sin ningún otro rumbo que tomar.

Aquella noche, al echarme sobre mí hamaca no pude dejar de pensar en el negro, mi único enemigo. Recordé ese día en que me envenenó el caballo que había dejado atado a un poste, o cuando arreglamos un duelo a muerte y ambos fuimos acom-pañados.

Decidí entonces que, como aquella vez que el negro me cor-tó la mejilla o cuando el bravo me atacó por la espalda, mi camino era uno solo e imposible de cambiar.

Antes de que mi cabeza tenga un precio, debo partir.Por eso es que me iré con mi caballo hasta ser un punto ne-

gro en el horizonte.Sólo pido que no se sorprenda nadie si entre los rumores

de otros lados escuchan el de un gaucho jodido que tras lograr matar a su enemigo apareció tendido en el piso y con su propia faca clavada en la boca del estómago.

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El paso eterno

John Lennon leyó una nota en el periódico que relataba la historia de una adolescente que, cansada de sus padres,

decidió huir dejando un escrito en el que anunciaba que no volvería. Este artículo inspiró la composición de “She is leaving home”.

Por un golpe de suerte, esa chica formará parte de la historia universal, por lo menos por unos cuantos siglos más. Creo que el azar a veces es generoso con algunas personas y les otorga la fama sin que ellos la busquen.

¿Qué decir de aquel cuadro de Van Gogh en que hay una plaza y un hombre de pie que lee? ¿Qué hizo aquel hombre para eternizarse, para ser retratado y recordado, aún sin rostro, por los siglos próximos? ¿Acaso hizo literatura?, ¿cine?, ¿pintu-ra?, ¿fue un gran político o un genial músico? No. Solamente se paró en una plaza, y por aquello ahora su figura vale millones de dólares y es exhibido en un museo.

Se cuenta una anécdota que sucedió a Lennon mientras ca-minaba por la ciudad. En su paseo observo un cartel que pro-mocionaba un circo. Fue perfecto lo que leyó para introducirlo en el disco Sgt Pepper’s. Sólo debió modificar algunas palabras y agregar música para crear la canción “For the benefit of Mr. Kite”. Así aquel escritor de pizarrón, personaje insignificante, fue el autor de una letra de The Beatles.

Pero no soy así, algunos dirán que actué mal, pero eso no me interesa. De verdad no me importa lo que diga la gente de mí. La sociedad es muy mentirosa, muy ridícula. Por eso simpatizo con Holden Caulfield, el muchacho que protagoniza “El guar-dián entre el centeno”.

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Pocos podrán entenderme. Si a Van Gogh le dijeron que di-bujaba como a un niño, a Holden lo calificaban de inmaduro, entonces no debería incomodarme lo que opinen de mí. No debería hacerlo en lo más mínimo.

Me molesta la gente que, de algún modo, logro ser famosa siendo tan estúpida como el resto de las personas y haciendo lo mismo que todos pero con mucha más suerte.

Ustedes podrán criticarme, decir que no hice algo bueno pero, al menos, no soy presa de la casualidad.

Mi caso es diferente, nadie lo puede negar. El azar tuvo muy poca influencia sobre mí. Si no me volvía famoso aquel día, lo haría al día siguiente.

Tuve que esforzarme, llegar temprano y estar apretado e in-cómodo entre aquella muchedumbre ansiosa, verlo aquella tar-de, gritarle, tocarlo, pedirle que me firme el disco. Esperar has-ta que se bajara de la limusina y entonces sí, descargarle cinco tiros, encadenarme a la eternidad y leer, antes de ser atrapado por la policía, algunas pocas líneas de aquel excelente libro que llevaba en la mochila.

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El problema ignoto del hombre del jopo circular

Un hombre cuya cara parecía derrumbarse sobre sí mis-ma en un entreverado de arrugas entró en el despacho

del doctor Kirmingston y fue recibido con la misma calidez con la que aquel atendía a todos sus clientes.

Resultó inevitable que los ojos del doctor analizaran la cara del visitante para encontrar en ella un jopo circular, grande como un cenicero y muy enmarañado, que le daba un aspecto singular a su rostro.

Aquel jopo se acercaba a él, al parecer por un problema de divorcio.

Aunque Kirmingston no estaba seguro de que el asunto fue-ra ese y no otro, puesto que mientras el hombre se presentaba, él no podía hacer más que observar su frente.

Intentaba no sonreír. Tantos años de excelencia, prestigio, buen trato y respeto al cliente no le permitían perder la forma-lidad.

El hombre del jopo hablaba y se detenía a veces para recibir alguna respuesta de su interlocutor y, tras ver que no la había, extendía su monólogo.

A Kirmingston le parecía que aquel jopo le hablaba de una esposa muerta, un caso de viudez temprana.

El hombre del jopo quizás esperaba que, tras el largo silen-cio, el abogado comenzara a hablar súbitamente, pero a Kir-mingston el lenguaje se le mezclaba y abultaba en el cerebro sin ningún orden inteligente. No obstante intentó ser serio, cómo durante toda su carrera.

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Quiso obligarse a no reír, pero el imperativo no tiene prime-ra persona, por lo cual no pudo mandarse una orden.

El hombre del jopo lo miraba absorto mientras él intentaba contener la carcajada que se moldeaba en su cuerpo.

Kirmingston intentó adivinar la edad del cliente, para ver si de esa forma podía calmarse y atender a la conversación. Pero los jopos no tienen edad.

Ya no había palabra alguna que recorriera la habitación. Tampoco en la contigua, ni en los alrededores parecía oírse otro ruido, a excepción del ronroneo incesante de los autos allí fuera.

El cliente, ya visiblemente consternado, supuso cuál era el problema, por eso preguntó algo incoherente y se movió el pelo con la mano, con lo cual logró acrecentar el jopo en tamaño y gracia.

Ahí fue cuando el Dr. Kirmingston estalló en una explosiva risa.

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El río interminable

Habían bajado por la colina a paso comedido y charlando de diferentes temas mientras disfrutaban del paisaje.

Ambos llevaban una mochila con diferentes contenidos: en la del teólogo estaba la Biblia, mientras que la del científico contenía un libro de Asimov y comida, lo cual era esencial para que el encuentro se extendiese cuanto tiempo fuera necesario.

Cruzaron un puente de madera, sólido y resistente. Con cal-ma y lentitud llegaron a la bifurcación del río, lugar donde solían sentarse a descansar.

Elegían el lugar por su belleza y porque ambos se sentían a gusto en aquel lugar en que el torrente se dividía. Pensaban que si un río era hermoso, dos lo eran mucho más.

El terreno tenía pequeños montes que no hacían más que darle un aspecto paradisíaco. Las aguas eran tan diáfanas que los peces coloridos exultaban los ojos. La tierra frágil se exten-día húmeda unos centímetros después de la orilla.

El paisaje tenía muy pocos árboles, apenas unos pocos ci-preses y naranjos dispersos. Bajo uno de estos últimos, se gua-recían ellos

Siempre en el mismo lugar se sentaban los dos señores. Ambos eran amigos desde hacía mucho tiempo. Que tuvieran ideas radicalmente distintas no significaba que no pudieran pa-sar buenos momentos juntos.

La mayoría de las veces que se reunían comenzaban hablan-do sobre temas de interés general, hasta que uno de los dos in-tercalaba un comentario que daba lugar a un debate intelectual muy fructuoso.

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Aunque casi siempre esto llevaba a un punto de inflexión, un lugar determinado en el que sus opiniones disidían tanto que podían llegar a discutir poco delicadamente.

Este punto de inflexión, este tema conflictivo era, en gene-ral, la existencia o no de un Creador divino.

Esta vez, cómo era frecuente, el tema no había podido ser evadido y, casi sin darse cuenta, ambos se encontraron en una disputa.

Dejaron de mirar el agua, el pasto, el sol y los árboles para mirarse las caras y entonces hablaron, primero con algún des-dén por lo que el otro creía y un poco más tarde con furia.

Ambos citaban ideas que parecían irrefutables. En el debate el teólogo sostenía que el universo nunca sería comprendido del todo, ya que eso estaba exento de los atributos humanos, mientras que al científico esta idea no le cuadraba y buscaba ejemplos de avances tecnológicos que le permitieran demostrar su punto de vista.

Claro está que, al ser una cuestión de creencias, no servía fundamentar, y ninguno de los dos se movía apenas de su casi-llero. La charla terminaba siendo una simple demostración de puntos de vista, y finalmente una confrontación sin contenido alguno.

El científico decía, parafraseando a Sagan, que Dios estaba apenas experimentando con el planeta, un planeta con infinitos errores, y que si este tuviera que competir con otros se fundiría de inmediato.

Pero el teólogo rebatía que Dios es omnipotente y gentil, y que los errores no son suyos sino de los humanos, a quienes este, en toda su divinidad, otorgo el libre albedrío.

Y el científico comentaba que si Dios era omnisciente debía saber el destino de todas las personas, por lo cual el libre albe-drío no existía y los humanos somos nada más que esclavos. Y citando a Roddenberry decía también que Dios había creado humanos defectuosos y luego los culpaba de sus errores.

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Luego el científico decía lo que René Trossero: que a Dios le sobran propagandistas y le faltan testigos. El teólogo, en cam-bio, expresaba que él creía en Dios porque lo sentía como sien-te un rayo de sol aunque no lo viera. Tras lo cual el científico lo refutaba asegurando que al menos podía ver el sol y saber que de allí provenían los rayos.

Entonces ambos se enojaban sin haber llegado a ningún punto en común, creyendo cada uno que su idea era la correcta.

Pero seguían albergando en lo más oculto de ellos mismos una pequeña duda acerca de si su ideología era la verdadera y de que sucedería si, al final, era el otro quien tenía razón.

En aquel exacto segundo de duda, ambos miraron al agua del río y vieron por una breve milésima de segundo una ilusión óptica. El teólogo se alegró pensando que aquella visión había sido nada más y nada menos que la cara de Jesús. En cambio el científico, que había presenciado el mismo espejismo, se mos-traba asombrado por haber observado en la superficie de aquel río la cara de Einstein.

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Las cerdas

La hoguera destellaba pequeñas luces tórridas que planea-ban en la sala antes de evaporarse. El fuego ardía canden-

te y hacía palpitar sincrónicamente a los corazones de las dos hermanas que, tras mucho tiempo de no verse, disfrutaban un reencuentro.

Francisca, la dueña de la casa, dijo:—¿Qué queres, un té, un café?No dio tiempo a contestar y ya llegaba con la bandeja en las

manos, preparada para servir la infusión en la mesa.La hermana pensó que de todos modos era eso lo que quería,

y no dijo nada.En la silla, frente a la mesa repleta de adornos se sentó Fran-

cisca.–Tanto tiempo que no nos veíamos, ¡qué lindo!, ¡Ya era

tiempo! Te preguntarás cómo ando, ¿no?– Sí –dijo Romina.– La verdad es que estoy muy bien, el dinero no falta, Ricar-

do consiguió un nuevo trabajo, somos muy felices.Romina simplemente no podía oír lo que su hermana decía,

y se distraía en hacer un inventario mental de las cosas que había en la casa: un armario alto, una biblioteca sin libros, una enorme tela de araña.

– Pero ya no se puede confiar en nadie, ¿viste?, cada vez peor esto –seguía diciendo Francisca.

Y Romina seguía en sus cavilaciones: un teléfono antiguo, el techo mal pintado. Un pensamiento la hizo vacilar. O más que

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un pensamiento, una sensación. Nunca prestaba atención a los demás, y sin embargo, ahora se sentía extraña.

De pronto oyó como algo en sus vísceras cambiaba, y tuvo la idea de que la sangre pasaba por algún recoveco inédito.

Luego supo que aquel lugar era su trasero, en el cual crecía una cola corta, retorcida y juguetona que se estrujaba contra el pantalón.

Y mientras Romina se alarmaba por aquel rabo impostor que había nacido en su cuerpo, sus manos se achicaron y se transformaron en dos patas rosadas con tres dedos cada una.

También sus piernas se transformaron, y pronto su torso se convirtió en barriga y su espalda en lomo. Entonces intentó estirar sus labios y vio su asqueroso hocico.

Cuando la metamorfosis fue completa, aquel cerdo se subió a la mesa y se acercó a la cara de lo que antes había sido su hermana.

Pero Francisca seguía hablándole, y siguió haciéndolo inclu-so cuando aquel animal le comía la cara.

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El perseguidor

Lo vio en un destello que produjo la pantalla del cine. Caminaba solo y era seguro que se sentaría unas butacas

detrás suyo.No se dio vuelta para no alertar a su perseguidor, pero sabía

que lo estaban siguiendo.Roy se había dejado crecer la barba unos meses y estaba cal-

vo; pero esto no lograba confundir a su perseguidor.Pensó en lo que podía hacer para huir. Se rió de manera

estridente, sorbió con fuerza su bebida; como si estuviera dis-traído y no hubiera notado nada extraño.

Luego le gritó al desconocido que tenía a su lado: ¡Muero de ganas de ir al baño, espérame, ya vengo! Supo que, aunque el truco era muy malo, le daría unos segundos de ventaja.

Salió por la puerta de emergencia que daba directamente a la calle. Una vez afuera notó la multitud que se desplazaba y lo agradeció puesto que podría perderse entre los cuerpos.

No pudo evitar pensar en la película, que seguramente ya estaría finalizando. Le entristeció la idea de no saber cómo ter-minaba, aunque se lo imaginó.

Había algunos cafetines, farmacias y prostíbulos abiertos en aquellas horas, pero Roy supo que de nada valdría esconderse allí, pues lo esperarían.

Llamar a la policía no era una opción. Lo creerían un loco. Además el perseguidor estaba todo el tiempo tras él. Debía en-contrar el modo de ocultarse para siempre.

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Se volteó y entre las cabezas creyó verlo, pero ¿cómo cer-ciorarse? Ni siquiera sabía qué apariencia tenía su perseguidor ahora.

Decidió ir a su casa. Allí tenía guardada un arma que podía utilizar si el caso lo solicitaba. Estaría mucho más seguro allí que en la calle. El único punto débil del plan era que implicaba mostrar al perseguidor su hogar. Pero ya era inevitable la mu-danza.

Ya falta poco, se dijo. Viró a la derecha. Luego caminó hacia la izquierda y observó a unos metros una pequeña calle que, aunque desolada, le acortaba el camino. Era evidente que debía ir por ahí.

Corrió hacia el atajo, ya despojado de todo disimulo, y do-bló. Allí lo vio.

Antes de los tres tiros pensó: ¿cómo pudo llegar antes que yo? Luego se dio cuenta que ya lo estaba esperando allí.

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Tic tac tung

Cuando depositaba la llave en el orificio que le permitía ingresar a su casa, el reloj sonaba: Tic, tac, ¡¡tung!! En-

traba entonces en una habitación que tan solo tenía algunos muebles.

Lo primero que hacía era sentarse en su sillón, debajo del antiguo reloj de pared. El péndulo del mismo iba de izquierda a derecha de su cabeza mientras él descansaba de la jornada laboral.

Más tarde, mientras comía, entre bocado y bocado se entre-tenía pensando. Aunque a veces el ruido que producía el reloj no le permitía reflexionar, y entonces se quedaba como hipno-tizado por aquel sonido.

El orden de pensamientos fue el siguiente aquel día: siempre llego a la misma hora, me fastidia ese maldito reloj, tic, tac, podría llegar más tarde para no escuchar el cambio de hora, tic, tac. No, es una idea muy tonta, no debo obsesionarme tanto. ¿Por qué estoy solo? Debería tener una esposa; sí, alguien que me cocine, debería casarme antes de ponerme viejo, quiero al-guien que me cuide, tic, tac, qué aburrida es mi vida, qué solo estoy, tic, tac.

Y continuaba diciéndose: ¿será que el ruido es siempre tic, o siempre tac? ¿Es de verdad tan fuerte este sonido o será mi impresión? Definitivamente es siempre tic o siempre tac, ya que no importa hacía donde vaya el péndulo. ¿Cuál será el me-canismo que mueve al reloj? No puede ser que sea siempre tic. No, me confundí, cuando la pendulación es hacia la derecha se escucha el tac, más grave, más pesado.

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Y rompiendo con el orden de pensamientos y el ritmo inal-terable se oyó: Tic, tac, ¡¡TUNG!!

Y ese tung fue tan fuerte que parecía reunir a todos los tungs del mundo en un mismo segundo. Y la habitación entera osciló entre el tiempo y el vacío, entre el instante y el cronograma. Vi-bró y tembló como si en él no cupieran ya los horarios. Sintió que su cuerpo iba a quebrarse y experimentó la voracidad del tung ejecutando sus tic tac. Se figuró a sí mismo en el peñasco del tiempo, de algún tiempo. Creyó que debía correr, saltar al vacío, pero debía hacerlo rápido, antes del próximo tung.

Todo estaba ahí. No habían explotado sus tímpanos, no ha-bían sucumbido los cimientos de su hogar. Él estaba allí, apo-yado en sus rodillas y sus manos, con la baba descargándose sobre el guatambú.

Bramando, mientras la sangre salía de sus orejas y su nariz, agarró una maza pesada, la levanto y la impactó sobre el reloj. El péndulo fue destrozado. La madera chilló y crujió mientras se expandía por la habitación. El artefacto se descolgó de su clavo y cayó hecho añicos, pura triza de madera echada sobre el suelo, jirones de reloj en todo el cuarto.

Entonces lo escuchó: Tic, tac, tic, tac, ¡¡tung!!

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Abismal

Solía tener un sueño reiterado: se abismaba en las profun-didades del mar descubriendo aquel hermoso ecosistema

azul, cuando veía una roca muy llamativa y la tomaba. Enton-ces todo su alrededor parecía desmoronarse y se daba cuenta de que no llevaba puesto el traje, y se encontraba tan profundo en el agua que ya no había posibilidad de sobrevivir.

Igual que otras noches, gritó tanto por la desesperación que su esposa tuvo que despertarlo.

Miró el cuarto opaco cuyo aire sentía sofocante. Tuvo sed. Fue a la cocina a beber algo. Vio que faltaban treinta minutos para que sonara el despertador.

Era una persona que se complacía cayendo en lugares y fra-ses comunes. Pensaba, por ejemplo, que el amor no duraba más de tres meses. Así había sido en su caso, pero esto no le molesta-ba. Creía también (y esto lo reconfortaba en ciertas ocasiones) que el secreto de una pareja era la costumbre. Acostumbrarse a los ronquidos del otro, al sexo sin ganas, a despertar frente a un rostro, al calor que emana el cuerpo, al olor de la otra persona.

Había aprendido a no creer y con los años lograba que la modorra durara todo el viaje de ida hasta el trabajo: caminaba hasta la estación, entraba en el tren, bajaba y caminaba hasta su oficina sin pensar más que a través de balbuceos internos que no tenían demasiado sentido.

Una vez allí se ocupaba de papeles llenos de tinta negra y de cosas que no le afectaban en lo más mínimo, aunque él los organizara y utilizara de acuerdo a su adecuado propósito.

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• MATÍAS SANCHEZ FERRE •

Le sucedió una vez que, de vuelta en su casa y mientras mi-raba la televisión, pensó que tal vez podría irse de la ciudad, escapar de todo aquello para vivir en alguna isla perdida, ense-ñando buceo como en su juventud.

Pensó que iría solo, sin aquella mujer que nada le aportaba. Luego se quedó dormido.

Al despertar del día siguiente se rió de todo aquello y besó a su mujer en la frente.

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• LA BOMBA DEBAJO DEL PECHO •

El enterrador

El enterrador es una persona que ejecuta su trabajo con sosiego e indiferencia.

El enterrador no tiene un estereotipo físico demasiado acen-tuado, por lo que bien podría confundirse, visto por la calle, con un taxista o un herrero.

El enterrador tiene la cara renegrida por la tierra que todo el tiempo está a su alrededor, volando y pegándose en su piel o metiéndose humedamente en sus zapatos.

El enterrador aguarda a que sean lanzadas las flores y echa tierra sobre el ataúd, que para él no es mas que un cajón de madera con varios kilos de carne adentro.

El enterrador no entiende a la muerte porque convive con ella. La muerte es lanzar tierra con dos o tres compañeros.

El enterrador es un protagonista implícito de una obra a la que pone término con su última palada.

El enterrador no observa dentro porque no entiende que, hasta el momento, aquel enterrado todavía conservaba un ápice de vida en los corazones de los allegados.

El enterrador ha matado muchas veces, sin saberlo, a victi-mas de la catalepsia.

Se cuenta en los cementerios la historia del enterrador que se encontraba sepultando el ataúd y, de imprevisto, cayó dentro del hueco en el que el muerto descansaría.

Nadie lo vio, porque los allegados al muerto estaban obnu-bilados por las lágrimas, y sus compañeros estaban cegados por la rutina.

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• MATÍAS SANCHEZ FERRE •

El auto que tuvo la manía de matar

La pupila se cubría bajo el vidrio negro de los Ray ban; más adelante dos manos, un volante, un parabrisas y el

sol.Tenía la cara seria y barba de dos días. Conducía presto por

la desértica ruta que quiebra La Pampa en dos de modo vertical y va de Córdoba a Rio Negro.

A trasluz vio la sierra erguirse como un Gólem de tierra y roca. A su alrededor nada más que pavimento, cercos de made-ra, alambre, cactus, lagartijas y escasa vegetación.

Era esa hora del atardecer en que el cielo está rojizo y el sol casi se oculta refractándose en los ojos de los conductores con su fulgurante luz. Vio una sombra que se echó a cruzar en su camino.

Los segundos se estancaron. Ambos se miraron a los ojos.Él viró el volante hacia la derecha y el chico corrió en la

misma dirección, por lo cual el piloto se desvió un poco más.El muchacho dio dos pasos más y oyó su pierna romperse

bajo la rueda izquierda.El hombre observó la cara de aquel imprudente astillando el

vidrio delantero. Frenó en la banquina con el cadáver boyando en sangre.

Abrió la puerta. Se deshizo de aquellos restos pensando que aquel chico era un idiota por haber cruzado de esa manera.

Subió al auto, se limpió con un pañuelo, el cual arrojó a la banquina. Bañó sus manos en alcohol en gel y retomó el viaje.

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• LA BOMBA DEBAJO DEL PECHO •

Tiró agua sobre el cristal con el sapito y prendió la radio: sonaba un tema de Spinetta.

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• MATÍAS SANCHEZ FERRE •

El boxeador

Se encendieron las luces ante la espectacular oratoria del presentador y allí salió, ensalzado entre los gritos de la

platea, vestido con su bata de púgil, con dos guantes de diez onzas y una bata en cuyo revés podía leerse su nombre, acom-pañado por un montón de sparrings y un entrenador.

Caminaba intercalando pequeños brincos con esa gracia que sólo puede adquirir quien ha saltado la soga durante amplias jornadas. Se deslizó a través de todo el pasillo con presteza y en un pestañear atravesó las cuerdas para adentrarse en el cuadri-látero.

Era todo cuanto había imaginado, mucho fulgor y ovación, grandes carteles, tres jueces con cara de ser rigurosos, aquel hombre con el micrófono y vestido de traje que vomitaba pala-bras de una forma resbaladiza.

El boxeador oyó cómo invitaban a pasar, una vez finaliza-do su recibimiento, al contendiente. Y apareció en la diagonal opuesta un hombre que era todo negro, a exceptuar sus dientes y su vestimenta. Con la misma agilidad que él, su rival se aden-tró en el ring y lanzó unos golpes al aire profiriendo burlonerías.

El árbitro los llamó a pasar al centro y fue entonces cuando el tiempo se le hizo muy lento: cada paso que daba hacia el sitio indicado era una colosal proeza. Sus huesos le pesaban mucho. Los músculos que tanto había entrenado ahora no eran más que un estorbo.

Cuando logró llegar escuchó las indicaciones que se daban y quiso decir algo, tal vez detener la pelea. Pero no logró abrir su boca y creyó que, aún si hubiera podido hacerlo, su lengua no se hubiera desenvuelto de la manera correcta.

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• LA BOMBA DEBAJO DEL PECHO •

Examinó detenidamente a la gente en su enfervorecido vi-toreo. Pasó luego a descubrir el bigote terso del referí debajo del cual se movían sus labios, sin que lograra desentrañar que era lo que estaba diciendo. Advirtió los enormes bíceps de su contrincante.

Con mucho esfuerzo el boxeador arrastró su pesado anda-miaje hasta la esquina que le tocaba y escuchó con pavor el tañido de la campana.

Apenas dio dos pasos cuando sintió el retumbar de las botas de su adversario contra la lona y el crepitar de la madera. Deseó que el piso se resquebrajara y le fracturara una pierna a aquel negro, pero no sucedió tal eventualidad.

Aquella bruna bestia se acercó y le curró un buen golpe a la mandíbula. Él, mientras tanto, creía que no podía mantener los guantes a la altura de su cara. Al sentir el próximo aporreo en el cuerpo pensó que todo su abdomen, por el cual había cinchado tanto, era tan tierno cómo un flan.

Al recibir la siguiente piña tocó con la punta de su lengua el guante ajeno. El sabor de su propio sudor fue lo último que sintió mientras caía acompañado por la derrota en diagonal desmoronamiento.

Se hubiera levantado antes de que termine la cuenta, si hu-biera sabido cómo.

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• MATÍAS SANCHEZ FERRE •

Cuento perfecto

Fue a los diez años, nueve meses, tres días, catorce horas, nueve minutos, treinta y dos segundos cuando Dalma-

cio Pindapoa descubrió su amor por la lectura con un ejemplar de Sandokán.

De allí en más se plasmó en él un apego inconcebible a este arte. Dedicó su tiempo de ocio únicamente a los libros.

Así creció, solitario como cualquier lector empedernido, y pasó mucho tiempo para que desarrollara la confianza necesaria en su talento con las letras como para escribir un cuento.

Su primer relato lo redactó a los veintidós años y fue, como la mayoría de los primeros cuentos, una bazofia. Tras eso conti-nuó, mas no fue muy prolífico, ni logró una cantidad conside-rable de historias: tan solo escribió dieciséis.

Tras aquella última historia meditó durante varios días y dis-puso que a partir de entonces se abocaría por completo a la escritura de un solo cuento, el cual, se dijo, debía ser perfecto.

Por eso fue que por los siguientes cuarenta y ocho años se ofrendó a la realización de aquella única obra. Fueron muchas las modificaciones. Tan solo el final lo cambió ciento treinta y nueve veces, mientras que el resto del cuento lo alteró palabra por palabra en su totalidad, con el resultado de que si alguien hubiera leído el borrador y en paralelo la última corrección, nunca hubiera advertido que se trataba del mismo.

Fue una noche de calor cochino y camisas sudadas en que Dalmacio Pindapoa, con la piel escamosa, los surcos de la se-nectud y las enfermedades en progresión escalonada, estimó su tarea finalizada.

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• LA BOMBA DEBAJO DEL PECHO •

Leyó su texto, de apenas tres hojas, y al concluir su lectura sintió la cólera arrimándose hasta el último pelo cano de su cabeza.

‒¡Esto es una basura! ¡Una basura! ‒dijo, y en lugar de arro-jarlo al tacho, que es lo que usualmente se hace con la basura, escupió sobre la hoja, la tiro al suelo, saltó y taconeó la labor de toda su vida, buscó en el botiquín y regó su arte en alco-hol, lanzo una cerilla encendida y se sentó a ver, estupefacto, la magnificencia del papel asándose sobre los azulejos.

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• MATÍAS SANCHEZ FERRE •

Conductor suicida

Hastiado ya del ruido del caño de escape y del rodar de las cubiertas sobre el asfalto decidió emprender el viaje

a toda velocidad.No abrochó el cinturón de seguridad, enceguecido por la

necia confianza que tiene cualquier conductor suicida, el cual siempre cree que será a otro a quien le suceda un accidente.

Hizo rechinar el caucho frío contra el empedrado cuadricu-lar. Tomó la Panamericana desde su comienzo en la intersec-ción con General Paz. Pensó en lo hermoso que era manejar y en sus ojos las corneas salieron hacia adelante.

Ingresó a la autopista por delante de un camión. Su baúl paso a tres centímetros del paragolpes del otro vehículo.

Siguió por el carril mas rápido, iba a doscientos kilómetros por hora y subiendo sus luces para que estas refracten en el retrovisor del auto de adelante y lo dejen pasar. Cuando no le permitían pasar cambiaba de carril, dos o tres veces incluso, esquivando automóviles a gran velocidad hasta volver a echarse a la izquierda.

No usaba el freno, a menos que fuera imprescindible. El co-mún de las veces rebajaba mediante cambios, pero aún esto era una excepción, ya que le ocasionaba grandes disgustos mermar su presta marcha.

Aborrecía los encajonamientos en los que estaba obligado a ir despacio, sin la oportunidad de huir de ellos abriéndose camino por lugares que no están permitidos, ya fuera una ban-quina o la colectora. Maldecía especialmente a los malos con-ductores y a los policías que le ponían alguna multa.

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• LA BOMBA DEBAJO DEL PECHO •

En algunos embotellamientos insultaba a los otros conduc-tores, presionaba su bocina con furia y hasta salía con la nueve milímetros a disparar dos tiros y gritar como si fuera un vaque-ro ebrio, profiriendo a destajo todo su odio contra la humani-dad entera.

Pero en este viaje no tuvo esta clase de inconvenientes, y de forma certera hincó su coche en la autopista que conduce a Vi-lla María. Todavía le faltaba un buen tramo para llegar a Elena y esta carretera no tenía demasiadas emociones, por lo que de-cidió sobrepasar el badén de tierra que había hasta la otra pista e ir en dirección contraria.

Raudo de manos y pedal, se deslizó como una serpiente, rehuyendo del choque frontal. En cierta ocasión sus ruedas tra-seras se arrastraron chillando un segundo antes de la colisión, logrando tan solo una fricción mínima. Nada lo detendría. Así siguió durante un reducido lapso de tiempo. Luego volvió a ir en la dirección correcta.

Una vez que hubo llegado a su meta, derrapó el auto para entrar en el pueblo, e hizo lo mismo nuevamente cuando en-contró el callejón sin salida que lo llevaría a su hogar.

Erró en no haber calculado el olmo que se encontraba en la esquina, el cual lo hizo sacudirse y surcar el cielo hasta entrar en su casa atravesando de un cabezazo la ventana.

Buenos Aires Córdoba, cuatro horas y media, pensó mien-tras miraba el reloj de la cocina, justo antes de que su cuerpo impactara contra la heladera.

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• MATÍAS SANCHEZ FERRE •

La mamuschka

I

En el medio de la sala de estar, justo en frente del sillón y de la ventana que daba al balcón, estaba la Mamuschka.

Era de madera, como toda muñeca Rusa que se precie de serlo. Sus colores eran rojo, azul, verde, amarillo, blanco. La capucha envolvía a una mujer cuya cabellera rubia Damián imaginaba larga hasta su cintura y muy tersa.

La expresión de la muñeca era harto interesante. Tenía unos ojos enormes, negros y llenos de pestañas, dos cejas pronuncia-das y un poco de rubor en las mejillas. Su nariz, al igual que la de esas mujeres operadas que salen en la televisión, era muy pequeña, apenas dos orificios pintados como puntos negros en la cara redondeada.

En total eran veinte. Algunas sonreían, otras parecían tristes, a algunas se las veía más serias. Ninguna era igual a anterior o a la siguiente. No solo las diferenciaba su tamaño, sino también algún detalle, alguna expresión particular en su cara que las hacía únicas.

Damián las conocía a todas de memoria. Las había numera-do del uno al veinte con un papel que pegó debajo de cada una, pero esto era una formalidad, porque con solo ver cualquiera de ellas, él ya sabía qué número de la seguidilla era.

Según la historia que contaba, esta era una de las primeras muñecas rusas creadas en la historia. Había sido fabricada por Sergei Maliutin cerca del 1900 y fue heredada desde su tata-

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• LA BOMBA DEBAJO DEL PECHO •

rabuelo, de este a su bisabuelo, luego a su abuelo, de allí a su padre y luego a él.

A Damián le fascinaba ver sus Matrioskas. Casi todos los días las abría una por una. Luego disponía cuidadosamente a cada una de ellas en la mesa de vidrio, a una distancia propor-cional una de otra y dedicaba horas a mirarlas todas, empezan-do siempre por la más grande, hasta llegar a la más chica. Ponía especial atención a la quinta muñeca. Sentía una gran empatía con ella. Veía cada detalle, cada gesto y cada color con un goce inmenso dentro de sí; muchas veces se reía solo en su departa-mento de tanto que disfrutaba esta práctica diaria.

II

Damián conoció a Luz a través de un amigo en común. Cuando se la presentaron supo que ella sería para el. Tenía la certeza de que esa mujer sería su esposa, lo sabía por los rasgos de su cara: la forma de sus pómulos, sus labios, los ojos algo caídos. Por alguna extraña razón entendía que ella le había sido signada.

Entendió porque tenía tales ideas una vez que estuvieron dentro de su departamento y desplegó todas sus muñecas en la mesa. Al comparar la cara de su novia con la de la quinta Ma-trioska encontró varias similitudes, por no decir que su novia era la replica casi exacta de la muñeca.

De allí en más, los años pasaron cómo pasa el tiempo: fugaz e irreversible. Cuando quisieron darse cuenta ya llevaban una relación duradera.

Todo sucedía con muy pocas y aisladas peleas, aunque in-tensas, hasta el día en que a Luz se le ocurrió pedir prestadas las muñecas. Dijo que le parecían muy bonitas, muy llenas de vida y que le encantaría quedárselas en su departamento apenas una semana, para poder verlas un poco más de cerca y para

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• MATÍAS SANCHEZ FERRE •

mostrárselas a una amiga suya que deseaba ver si las similitudes entre Luz y la muñeca eran tantas como decían.

Fue difícil para Damián tomar una decisión. En el momen-to le dijo que de ninguna manera y se enojó. Le comentó que ella sabía el valor que las muñecas tenían para él y que si no pensaba en todas las generaciones de su familia que estaban en juego allí.

Con el correr de los días se fue reblandeciendo, y decidió que podría complacerla y desprenderse por un tiempo de las Matrioskas, que habían estado en su apartamento desde que Damián se fue de la casa de sus padres, y que estarían junto a el hasta el mismo día en que su futuro hijo se fuera a vivir solo.

Fue entonces que bajó hasta el departamento de Luz y toco a su puerta. Abrió su novia todavía dormida. Le dijo que le iba a dar las muñecas, pero solo por un período de tiempo corto, una semana quizás. También le pidió que las cuidara, que no las expusiera a los rayos del sol, que no se le mojaran,y otras indicaciones para el mantenimiento de tal reliquia.

Luz gesticuló que sí a todos los consejos, le dio las gracias y, apenas cerró la puerta, se fue a dormir, no sin antes poner la Matrioska encima de la biblioteca de su cuarto.

Al despertar, un mal paso hizo que Luz cayera sobre la bi-blioteca, que esta se meciera y que la muñeca diera un salto ornamental con doble vuelta mortal para caer sobre el piso de mosaico. Así fue como la Mamuschka mayor murió, partida en dos pedazos, siendo apenas un retazo del arte que ayer relucía.

Luz no supo qué hacer. Sabía que era un problema muy grave, pero ya era demasiado tarde, no había forma de unir la madera resquebrajada, ni era este un golpe disimulable, así que decidió llamar a Damián.

No le dijo nada del incidente, solamente le expreso que ne-cesitaba verlo y que quería que fuese a su departamento para decirle algo. Damián ya se lo imaginaba y le pregunto si algo le había sucedido a su muñeca. Luz no supo que responder y cortó el teléfono.

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• LA BOMBA DEBAJO DEL PECHO •

Pronto se oyeron los saltos de Damián, quien no llego a tocar la puerta ya que Luz la abrió antes. El ni la miró ni la saludó.

Con los ojos vacíos y un gesto desencajado le preguntó ¿dón-de está? y se dirigió hacia el punto fatal, para ver a la madre de todas, a la primera en orden sucesivo, tirada sobre el suelo, su cementerio.

Sobrevinieron golpes, insultos, gritos, vecinos preocupados. Damián, furioso e inconsciente salió del departamento olvi-dando a sus muñecas y Luz quedó temblando de nervios.

Al día siguiente Damián envió a Luz una nota de puño y le-tra en la que la amenazaba con que le devolviera sus Matrioskas urgentemente si no quería pasar por un mal momento.

Luz respondió a las horas con otra carta en la que decía que iba a denunciarlo por golpearla, maltratarla, y también por las amenazas escritas.

Damián decidió ir a un local de mascotas y, consciente del temor que producían a Luz las ratas, compró un hamster al cual luego le cortó la cabeza y se lo envió seccionado a su ex novia. Luz lloró, grito, entro en pánico. Tardó alrededor de tres horas en tranquilizarse y cuando lo hizo decidió salir a tomar aire.

Al abrir la puerta, saltó Damián agazapado y la hizo entrar de vuelta. Comenzó golpeándola, gritando, amenazando, luego sacó un veintidós que llevaba en el cinturón y sin pensarlo le disparó.

Luz cayó seca sobre el suelo. Damián fue al dormitorio y busco la Mamuschka rota, la llevo consigo a la cama y se acos-taron los dos, uno al lado del otro.

Damián decidió que ya estaba todo perdido y llevo la pistola a su boca. Antes de morir a Damián le vino una sola imagen: la Mamuschka y sus colores rojo, azul, verde, amarillo, blanco, rojo.

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Manjar

Estaba todo tan bien calculado que no cabía la posibilidad de un error.

Despertaba a las seis en punto de la mañana. No le gustaba remolonear en la cama, ni por un minuto. Apenas se producía aquel sonido chirriante del despertador, saltaba sobre la madera encerada e iba directo al tocador para asearse.

Se lavaba el rostro, cepillaba sus dientes y volvía a dirigirse a la habitación.

No saludaba a su mujer al irse, consideraba a los actos cari-ñosos superfluos y hasta irrisorios. Rara vez le daba un beso si no era durante el acto sexual y cantidad de veces se negó a darle un abrazo. Se hizo el tonto durante años al escuchar un “te quiero” o un “te amo”, hasta que su mujer se cansó y se volvió impenetrable igual que él.

Sólo en ocasiones y bajo una forma grotesca, él realizaba ciertos actos que podrían denominarse amorosos. Pero su que-rencia hacía lo distante había creado tal halo de frialdad que estas actuaciones tan solo provocaban aversión en su esposa.

Siguiendo con su cronograma, abría la puerta de la habi-tación y se dirigía a la cocina, donde preparaba tostadas con manteca y sal, las cuales ingería mientras tomaba unos mates.

Tenía tan sólo veinte minutos para desayunar. Una vez que terminaba debía subir a su auto y empuñar el volante, para lle-gar en un cuarto de hora a su trabajo.

Aquí llegaba una de las primeras cosas que le exasperaba de su día. El tráfico le producía un sufrimiento enorme, el cual tan solo descargaba mediante gritos e insultos a todos aquellos que manejaban como el diablo.

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Al llegar a la fábrica se relajaba un poco. Se daba unos mi-nutos de recreo en los cuales hablaba con su secretaria y bebía un vaso de agua. Entonces salía al galpón para dar órdenes a los empleados.

Nunca daba un solo mandato, sino que primero decía a de-terminado empleado que hiciera algo, y consiguientemente, sin que este terminara de hacer lo primero le daba una segunda, tercera o cuarta cosa que hacer. A veces daba hasta diez tareas a la vez, de manera que sus dependientes olvidaban cual había sido la primera orden, o se encontraban tan desconcertados que no sabían qué tarea era la más urgente.

Trabajaba muchas horas al día y tras la jornada, volvía con su coche, siempre por el mismo camino. Este era el único mo-mento en el que podía pensar un poco. Hacía sus planes para el día siguiente y cavilaba sobre lo que necesitaba comprar.

Aquel día se le dio por recordar a su esposa. Las cosas iban mal, al desafecto se le agregaba una serie de entredichos y vio-lencia casera en aumento. Decidió que iba a cambiar todo a partir de mañana, que iba a buscar la forma de solucionar aque-llo. Que sería más gentil con ella y que quizás la invitaría a cenar afuera.

Entre pensamientos alternados llegó por fin a su hogar. En-tró a la cochera en el horario de siempre y, tal como sucedía cada día, cenó a las nueve.

Luego de la comida venía aquel momento que más lo de-leitaba: el riquísimo manjar que iba a comer como postre. La noche de hoy era una porción de torta de dulce de leche. Su esposa se la sirvió en el plato y él pasó su lengua por los labios.

En toda la cena no habían hablado, pero decidió que luego de comer aquella porción le diría que a partir de entonces todo sería distinto, y que al día siguiente la invitaría a cenar a un restaurante en la costanera.

Así fue que disfrutó cada bocado de aquella porción, pero no pudo invitar a su esposa a ningún lado, porque sucedió algo que no estaba calculado en el cronograma: su cara tiesa se des-plomó sobre el plato sucio.

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• MATÍAS SANCHEZ FERRE •

Salamandra

Encendió la salamandra, se acobijó bajo las sábanas y sintió el calor llegar hasta él. Vio la pequeña llama que

ocasionaba el mal posicionamiento del tubo que debía echar el humo fuera.

Enseguida se acordó de Nancy, Diana, María, Rosario. Eran sólo algunos de los nombres de las mujeres que habían estado a su lado en algún momento. Ahora estaba solo.

Todas lo habían dejado al enterarse de su ruina monetaria. Se proyectó como eran aquellos paseos en lancha, las cenas en los restaurantes. Miró al cuarto en el que vivía. Vio la ropa dis-persa, notó el polvo que recubría los muebles, vislumbro una rata caminando desde su guarida hacia un poco de comida. Olió el hedor de sus fluidos sobre el colchón. ¿Cuánta distancia había entre esta tufarada repugnante a carne, sudor y pis y la fragancia a lirios de Diana?

Después recordó a su padre, con el pelo echado a un lado, la piel trigueña y los brazos anchos de tanto moverse. Sus ojos marrones, sus pómulos contraídos del dolor, sus labios apreta-dos, sus pupilas clavadas en él.

Nunca escuchaba lo que le decía, pero sabía que había trata-do de imbuirle, inútilmente, su filosofía de vida.

Seguramente le hubiera dicho algo así como:–Tenes todos estos bienes por los cuales tuve que esforzar-

me. Si trabajas para mantenerlos y tenes suerte, acrecentarás tu patrimonio, de otro modo vas a perderlo todo

Pensó en la muerte de su padre.

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• LA BOMBA DEBAJO DEL PECHO •

Creía que lo había matado indirectamente. El primer puñal se lo clavó cuando le dijo que iba a estudiar arquitectura, para lo cual le alquiló una casa en Buenos Aires. Allí estuvo tres años, hasta que el fiasco se agotó.

Volvió a su pueblo natal, en el cual se le dio su segunda oportunidad. Su padre lo responsabilizó por un local de venta al público. Tampoco esto tuvo un resultado positivo ya que, a fuerza de trabajo desganado y mañanas dormidas, el negocio se fundió en unos meses.

El estacazo que concluyó la tarea fue cuando un día volvió a su casa y, siendo obligado a buscar un empleo, dijo:

–No quiero trabajar, no me agrada, no nací para eso.Esa fue la última vez que se miraron a los ojos. Todavía tenía

esa imagen en la cabeza, pero ahora la recordaba de una forma tan apartada y lejana como si le hubiera sucedido a otro.

Abrió sus ojos mientras olía la emanación que había llegado a él. Observó aquel cuarto, su última posesión, incinerándose.

Huyó por la puerta hacia el exterior. Una vez allí se puso de frente a la madera que se achicharraba entre llamaradas.

Chamuscó el extremo de un cigarro, el último del paquete. Lo fumó hasta ver la estructura abatirse. Tiró las sobras del ci-garrillo sobre los escombros. Caminó hacia el sur pero, que más da, también podría haber ido hacia el norte.

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• MATÍAS SANCHEZ FERRE •

Zapatos grandes

I

Los zapatos eran de su talle, hechos de cuero Le gustaban. Enseguida supo que serían sus favoritos.

No dudó en pagar el precio. Una vez en su casa, los dejó a un costado de la cama, decidido a usarlos al otro día cuando fuera a trabajar.

Al despertar se cambió, se puso la camisa, el traje, el pan-talón y las medias. Decidió estrenar los zapatos. Primero el iz-quierdo, luego el derecho. Eran hermosos, relucían ante el sol de la mañana con su color negro.

Miró la forma en que eran puntiagudos. Movió el dedo gor-do del pie y notó que el tope no le molestaba para nada. De hecho, tenía bastante movilidad y se encontraba cómodo.

Caminó contento esas diez cuadras que lo separaban de su trabajo, llegó antes del horario establecido y decidió subir hasta el cuarto piso por las escaleras. Se sintió muy a gusto.

II

Al día siguiente volvió a hacer lo mismo. Primero el izquier-do y luego el derecho, como era su costumbre. Sintió algo raro

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• LA BOMBA DEBAJO DEL PECHO •

en el talón, como si se echaran para atrás. Se están expandien-do, pensó.

Pisó sobre la plantilla. Notaba algo incómodo en ellos, aun-que no podía definir bien que era.

Cuando llegó al trabajo, otra vez temprano, volvió a subir por las escaleras, pero en el segundo piso decidió que usaría el ascensor, así que tocó el botón y esperó que los cables y la hi-dráulica hicieran lo suyo.

III

Al tercer día quiso seguir usándolos. Esta vez sí que notó algo muy inusual. La plantilla se iba hacia abajo, el empeine se alzaba dejando a las lengüetas muy separadas y el contrafuerte tomaba una curvatura inédita. Movió el dedo gordo hacia arri-ba y hacia abajo y creyó que lograba un ángulo mucho mayor al del primer día, luego estiró su pie con toda su fuerza pero no llegó a tocar el tope.

Caminó, cómo era usual. Pisar sobre la plantilla le resultaba igual que hacerlo sobre plastilina. Tuvo que realizar un gran esfuerzo para no quedar descalzo, al final del camino quedó tan exhausto que no tuvo otro remedio que obviar completamente la escalera.

IV

Despertó y ya tenía muchísimo enojo. Pensó que iría al ne-gocio a devolverlos, a quejarse por la mala calidad, pero, en lugar de eso, los volvió a usar.

La única parte del pie que hacía que quedaran puestos eran sus dedos.

Así y todo se dispuso a caminar, y fue un martirio. A cada paso estiraba sus pulgares y apenas con la punta de ellos logra-

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• MATÍAS SANCHEZ FERRE •

ba no quedar descalzo. Aún habiéndolos atado lo más fuerte posible, era muy complicado seguir en pie. De todos modos caminó y se encontró pronto en la puerta del trabajo.

Fue allí cuando dio un paso y quedó con sus pies desnudos.Cayó al suelo, lloró y recostó todo su cuerpo sobre los gigan-

tescos zapatos.

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• LA BOMBA DEBAJO DEL PECHO •

Diástole

El instante esencial en que el corazón desierto aguarda su fluido vital, distinto del expulsado, para luego repetir su ciclo.

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• MATÍAS SANCHEZ FERRE •

En el país de las ideas

El colectivo tarda y otra vez imagino buenas ideas que amenazan con suicidarse si no las perpetúo. Pero no

puedo escribir así, en la calle, parado y con la posibilidad de perder mi transporte.

Por fin llega, rugiendo y lamentando tener que trabajar tan-to en tan malas condiciones. Me subo y las caras amuchadas me tratan con indiferencia.

Ahora sí, podría escribir si encontrara un asiento. Déjenme pasar, che. Elijo una butaca doble para patrullar a la espera de que alguien me otorgue su espacio.

No fue fácil, pero estoy sentado. Ahora debo buscar mí.. carajo, ya tengo un papel, pero ahora ¿dónde está la lapicera?

Revuelvo entre el bolso que se deshilacha. Bah, la debo ha-ber olvidado. Creo que tampoco recuerdo la idea.

Encima ahora voy a tener que bajarme. Para Cabildo e Iberá acá está bien. Un ring ni largo ni corto y ver como otro ocupa mi lugar.

Busco en mi mochila otra vez.Ahí estas, entre la mugre y los libros, lapicera traidora.

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• LA BOMBA DEBAJO DEL PECHO •

El viaje sin fin

Hay luces que se apagan y no vuelven a encenderse ja-más. Hay estrellas que, por la fuerza de la gravedad,

explotarán llevando su polvo cósmico a través del espacio.Hay ciertos momentos inevitables en la vida de un ser hu-

mano en que no existe nada que pueda hacerse para evitar el destino próximo.

Tan solo queda ver como sucede, en cuestión de los segun-dos más largos que puedan existir, aquello que ni el cuerpo, ni la mente, ni la fe pueden evitar.

Esto mismo sintió el astronauta cuando, estando fuera de su nave para arreglar un desperfecto, vio como el cable que lo unía se cortó para dejarlo a la deriva.

Supo que no había manera de modificar su muerte, que su hado irreversible estaba siendo cantado a sus oídos con la me-lodía agridulce del blanquinegro espacio exterior.

Echó un manotazo a la nada. Pensó que todo aquel entrena-miento físico y mental era ahora inane.

Pudo hacer muchas de las cosas que se hacen cuando la suer-te escapa al nimio poder humano: enojarse, insultar, entriste-cerse, enloquecer, alterarse. Pero en cambio decidió que todo aquello no haría más que arruinar sus últimos momentos.

Supo que no duraría mucho tiempo sin oxígeno. Observó a su nave hacerse cada vez más pequeña. Agradeció no haber quedado dando vueltas. Le resultó extraño verse volando de tal manera.

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• MATÍAS SANCHEZ FERRE •

Miró las estrellas, la hermosura de aquello que sólo algunos seres agraciados pueden disfrutar. Pensó en que al menos le deparaba un futuro hermoso recorriendo la galaxia.

Su cuerpo quedaría viajando eternamente, o por lo menos hasta que algún planeta lo atrajera hacia su gravedad.

Recordó las caras de quienes lo habían acompañado en su vida y rió mientras se perdía en la oscuridad.

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• LA BOMBA DEBAJO DEL PECHO •

Estamos jugando

La vida es un juego, yo juego a que te araño el pelo y vos a que me mojas la oreja cálida, suavemente.

Ese señor de allá juega todos los días a no mirar a la gente y esos chicos que recolectan cartón también juegan, juegan a perder siempre. Por eso lloran, porque a nadie le gusta jugar y perder.

Todos jugamos a olvidar, porque de no olvidar perderíamos. Algo perderíamos, la cordura quizás.

Me acaricias la espalda y yo pienso. Como siempre que quiero pensar, miro la ventana para encontrar algún sosiego. Y mientras pegamos nuestras pieles, allá afuera.. allá afuera mejor olvidar.

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• MATÍAS SANCHEZ FERRE •

Hamaca

Olvidé esa hamaca, roja, azul, blanca o de cualquier color que haya sido. La olvidé en una plaza en la que el pasto

pierde su color, los árboles crecen y los toboganes se deterioran por la lluvia y el sol; dualidad feroz que ataca el tiempo de los metales, que poco a poco se van oxidando.

Allí se quedó, meciéndose únicamente por el viento. Ya no la extraño y ella está acostumbrada a que la abandonen. Nuevos viajeros se sentaran en ella como astronautas o pilotos y viaja-ran pendularmente.

Fui dejando ese pasado, en el que para elevarme debía agitar los pies para adelante y para atrás.

Pensé que para llegar a las nubes necesitaba otras cosas. En-tonces fui encontrando ciertos estímulos que me hicieron creer que estaba en el cielo: el alcohol, el dinero, el sexo, el amor, el poder, la gloria.

El surco hecho en la tierra, que todas las hamacas tienen de-bajo, fue quedando chico para mis pies, y me di cuenta que ya no me importaba. Entonces me dediqué a otras cosas que creí que me correspondían.

Ya no recuerdo la hamaca como un instrumento para pla-near. Ahora sé que tiene dos cadenas, un asiento de goma o cuero y varios tubos de metal que la sostienen.

Recuerdo que luego de balancearme tenía que saltar, pu-diendo mancharme las rodillas de barro, o frenar friccionando mis pies contra la tierra. Pero se borró de mi memoria la adre-nalina de encontrarme en el aire sin sostén, yendo hacia ade-

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• LA BOMBA DEBAJO DEL PECHO •

lante a toda velocidad con la confianza ciega de que no habrá lastimaduras.

Sé bien que las hamacas no pueden llegar a las nubes y ni siquiera pueden dar una vuelta entera.

Sé bien que para volar se necesitan otras cosas.

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• MATÍAS SANCHEZ FERRE •

El parnario

Cuando desperté el parnario había desaparecido.Podría haber jurado que se encontraba sobre el escri-

torio, a un lado del helecho, pero ahora no estaba ahí.Lo más sensato hubiera sido buscar el objeto. Debajo de la

cama, arriba de la biblioteca, en la mesada o en un cajón. En alguna parte estaría, eso era claro. No es tan difícil encontrar un parnario en un departamento como este, tan pequeño.

Pero me quedé allí tendido, pensando si valía la pena ras-trearlo o convenía darlo por perdido.

Apenas un par de años atrás hubiera iniciado una exhaustiva investigación del cuarto, pero hoy pienso que es absurdo.

Si había desaparecido un día o varios años atrás no lo sabía. Tanto tiempo llevaba sin echar un vistazo a aquel lugar de la habitación.

Qué imprescindible hubiera sido el parnario hace un tiem-po; hubiera muerto por encontrarlo.

Cuantas penurias y cuantas alegrías pudo darme, pero ahora nada más me brinda.

Podría alterarme y enloquecer por él, pero creo que es me-jor dejarlo donde sea que esté, sabiendo que su tiempo pasó y que pronto el lugar que está al lado del helecho lo ocupará el leifradi.

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• LA BOMBA DEBAJO DEL PECHO •

Entre telones

Recordaré entonces el chapotear de nuestro andar acom-pasado en una noche tempestuosa y el color carmín de

tus labios.También la forma en que guiñabas un ojo, o me sacabas la

lengua cuando me descubrías mirándote.Serán devueltos a mi memoria esos momentos que a cual-

quier director de cine le gustaría haberlos captado con tal cla-ridad. Pero nada es tan claro como la realidad, como la pupila que responde a la luz y ve sin aditamentos, ni escenografía, ni luces colocadas estratégicamente.

Soy participe al cerrar mis ojos de la forma en que hincabas levemente tus uñas en mi espalda, de cuando mordías mi labio inferior o de cómo escondías tu lengua en pleno beso para que deseara fervoroso un poco más.

Serás allí, en mis sueños, todo aquello que en realidad no fuiste y ocultaré entre telones todo lo que me hizo mal.

Ese demonio que nació y creció a tu sombra, no estará allí.No quedará en mi recuerdo tu verborragia insultante, ni

tu andar pesado, ni la agitada respiración, ni el desaire de esa puerta al cerrarse.

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• MATÍAS SANCHEZ FERRE •

Ahora

Hoy por primera vez en mucho tiempo salí a la calle con los ojos abiertos.

La lluvia había parado. Los paraguas seguían abiertos.Mire sus caras, el centro de sus ojos.Vi a los que estaban perplejos, anonadados, buscando algo

en el porvenir.Vi a quienes insultaban a las baldosas flojas, a los conducto-

res malos, al agua que había mojado el suelo.Vi a los que miraban los carteles.Vi muchas viejas locas, odiosas y temerosas de aquello que

ya les había llegado.Vi a una mujer que no podía prender su cigarrillo debajo de

la llovizna.Vi a los que miran la gente pasar, fumando y bostezando.Vi a los cansados, también a los arrepentidos.Vi a esos a los que muchos temen mirar.Vi las caras con las muecas marcadas en los pómulos de la

tristeza sin fin.Vi a los que daban largas zancadas.Vi a un hombre pisando un charco y refunfuñando.Vi a unos chicos que no habían ido a la escuela.Vi a quienes mi mirada tenaz los ponía nerviosos.Fui la luz de todos los que no tienen cara.Y luego vi a quien me tendió su mirada.No dijimos nada, ni siquiera sonreímos, pero ambos sabía-

mos lo mismo.

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• LA BOMBA DEBAJO DEL PECHO •

Mil lagrimas

Dejé que pasaran muchos años antes y hoy los siento como la antesala de lo que soy, sin lo cual las cosas

serían de otro modo.Soy grande, tengo momentos tediosos que sufrir durante el

día, problemas, deudas y un empleo.Pasé por muchos ríos antes de desembocar en este lago y no

me arrepiento.Tuve temor al agua porque existen muchos peligros: la co-

rriente, las crecidas, las sequías.Pero después de ahogarme en la corriente, nado en esta la-

guna de aguas claras en la que tan solo el viento marca la direc-ción. Veo mis pies, pero no la profundidad (recuerdo haberte preguntado: ¿qué sería de nosotros si pudiéramos ver el fondo de las cosas?).

No voy a decir que te amaré siempre. Las flores marchitan, los animales mueren, hasta el árbol más longevo tendrá que secar sus raíces tras un milenio. Además, ¿qué clase de locura es esa? ¿Sabré lo que puede suceder mañana, o dentro de un año?

Tampoco quiero ser tu todo, ni tu media naranja. No quiero que me complementes, porque yo solo soy completo. Pero sí me gustaría que estuvieras allí donde nadie ha estado jamás, que buceemos con los ojos abiertos por los lugares insondables que tenemos.

Y si nos contaminan con venenos, entonces lloraré mil lagri-mas que se irán y seguiré camino, sabiendo que sigo siendo el mismo, pero me llevo lo que me diste.

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• MATÍAS SANCHEZ FERRE •

Cavilaciones sobre el Leifradi

–Ocupa, a mi modo de verlo, un objeto importantisi-mo para el hombre de la postmodernidad, en cruda

contraposición con un ser humano primitivo –opinó Antonio Gómez Esquivel.

–Disido por completo; el Leifradi nos hace viajar directa-mente a la raíz, al hombre creando su primera lanza, al Homo Sapiens que vence, gracias a su inteligencia, al poderoso Nean-derthal –contradijo Juana, la renguita.

–Discúlpenme la intromisión, pero está claro que este ar-tefacto representa al nihilismo en su estado más puro y salvaje –observó Julio Remo.

El resto de la tertulia se mostró escandalizada y hubo un desorden general en aras de discutir aquello.

Mientras tanto, el Leifradi seguía inmóvil sobre la mesa, sin hacer absolutamente nada.

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• LA BOMBA DEBAJO DEL PECHO •

Un tiempo en el infierno

Ya estuve en el infierno y no voy a entrar dos veces en él. Allí todo parece bonito al principio, hace calor y no

necesitas nada.Luego no anhelas nada más que permanecer ahí para siem-

pre. Estando dentro, tendrás alguna mujer a tu disposición, un lugar cómodo y, de alguna manera, creerás que estas en un sitio seguro.

Se irán cerrando puertas y no te importará. Bajarás por am-plias cuevas en las que cada vez menos luz se filtrara entre los resquicios. Siempre habrá un mínimo destello que te recordara aquello que existía sobre las cavernas.

Si queres volver a subir, deberás luchar. Si bien el descenso es muy veloz, cuando quieras ir a la superficie lo harás en ex-tendida marcha. Te faltará el aire, creerás que tus músculos no pueden exigirse más, pero si continuas podrás escapar de aquel lugar.

Aquel día se abrirá de nuevo la puerta a la tierra. Pisarás el suelo una vez más. No es que entonces vas a encontrar el paraíso. Verás un mundo con muchos errores, pero podrás allí construir tu propio Edén.

Y sabrás por siempre que debes tener mucho cuidado para no quemarte dos veces con el mismo fuego.

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• MATÍAS SANCHEZ FERRE •

La pequeña vida

De aquellos tiempos no quiero hablar, ya que me enci-man nada más que tormentos fútiles.

Los días que se abocan son los que me interesan ahora.No tiene sentido adentrarse en aquello que ocurrió, en lo

que hice y en las profanaciones de las cuales no me siento or-gulloso.

Entiendo que el sentido a veces se pierde y puede suceder que el viento traiga inhalaciones nocivas que se impregnan en el cuerpo, tras lo cual se transforma uno mismo en la máquina de veneno.

Pero, ¿qué más da? En este momento me encuentro exul-tante, pleno de satisfacción y con la alegría de quien llega a destino. Aunque no tengo un destino, pero creo en la pequeña vida, que es lo contrario a morir cada día.

Morir cada día es cada bocina que se toca arriba de un auto, cada momento en que se apresuran los pasos para llegar a algún lugar, cada vez que se discute, cada día que se pasa sin mirar el cielo.

La pequeña vida es leer la última hoja de un gran libro, o escuchar por casualidad un nuevo disco estupendo, o disfrutar y sentirse completo con cada bocanada de aire que se toma.

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• LA BOMBA DEBAJO DEL PECHO •

A estas horas

No quiero que sientas lastima por mí; estoy andando so-bre un velero con el viento en popa. No se siente la

brisa, porque va en la misma dirección que el barco en el cual estoy. Vos también estas bajo la sombra del mástil, sobre la mis-ma borda.

Reconozco haber perdido sintonía, pero no deje de quererte. Pienso que vos tampoco a mí, pese a lo que hicimos.

Sé que hay algunas cosas que me gustaría que quedaran ocul-tas en algún lugar al que fuera muy difícil volver. Pero están ahí y sé lo que generan en nosotros.

Si te falta una imagen mía, me gustaría que me recuerdes con el viento en las velas, en la tormenta abrumadora que soy. Pero no pienses en mí como el hombre ahogado que no para de tragar agua salada, sino como aquel que logró volver, y usar sus fuerzas para seguir en pie.

Puede ser que a veces me tambalee y que las olas tapen mis lágrimas. Pero deberías saber que sigo en el timón de este barco. Aquí estoy, quizás un poco a la deriva e intentando enderezar las velas, pero mí proa marca un rumbo.

Si sabes que me caí, no quiero que sientas ni un segundo de pena por mí, porque voy a levantarme.

Ya estoy despierto. Deje un hueco enorme en esta cama, pero mis pies están sobre la madera, y mi cabeza debajo del cielo.

Y si te falto ternura, o la vida te hizo dura, quiero que nos perdonemos. Me olvidé de muchas cosas, pero aun soy un hombre tierno que quiere seguir de pie, que espera que entien-das muchas cosas que nunca pudimos aceptar.

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• MATÍAS SANCHEZ FERRE •

Visitante en la atmósfera

La lluvia nos moja y no nos molestamos. Vemos a la gen-te correr, arrastrando los kilos de más que pesa su ropa

húmeda.A ellos los asusta mojarse, los ahuyenta como si fueran gatos.

Se encierran, se esconden, se tapan, se protegen, se frustran.Nosotros intentamos ver los hilos de agua que caen a bor-

botones, muy amontonados, apurados por estamparse contra el suelo.

La nube en su ironía gris deja caer parte de ella misma para sobrevivir. Y hay dos humanos que la miran y piensan tonte-rías. Esos somos nosotros.

Ya no nos importa que esté oscuro, que nos estemos mojan-do, que el viento sople fuerte y que nos podamos enfermar. Eso ni lo pensás y a mí me pesa pensarlo.

Los ojos te brillan y te das cuenta que te estoy mirando.No nos besamos, no creemos que cada escena necesite de un

beso para su culminación.

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• LA BOMBA DEBAJO DEL PECHO •

Antes del amanecer

Acostada con los pies en punta, sus piernas flexionadas, los brazos perpendiculares y el entendimiento en una

tangencial línea de declive muy pronunciada.Me tiendo detrás y me ajusto perfecto a tu figura. Pegamos

la piel y somos dos cucharas en un océano blanco en el que nos hundimos cada vez más, a la vez que nos sumergimos en una espiral infinita.

Oímos cada tanto la música del refregar nuestro cuerpo al colchón. La melodía nos une y nos despega. Ya tu cuello no está a gusto con mi brazo y tu calor no soporta al mío.

Acompañados por la armonía del malestar nos soltamos y cada uno busca su geométrica figura por separado.

Te haces una bolita chiquita. Eras mía, pero ahora sos una estrella de fuego que viaja por el vacío.

De consuelo tu mano toca mi cuerpo, pero nuestras direc-ciones y sentidos son opuestos. Lo que antes era una gran hélice negra de la conciencia, ahora se dividió en dos.

Seguirá mi canción y el soliloquio espiralado, salpicaran las sábanas mis piernas y las tuyas con sus trazos indecentes. So-mos dos sones que no se encontrarán.

Sólo deseo que se abra la puerta de la somnolencia antes de que mis párpados se iluminen.

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• MATÍAS SANCHEZ FERRE •

Cielo de colores

¡De qué manera se iluminó el cielo aquella noche del primero de Enero!

Nunca antes se había visto un festejo como este.Se oía el chiflido y de repente ¡pum!, exultantes colores venían a nuestros ojos.

¡Ah!, había de todas las tonalidades, primero se veía un aste-risco azul, luego una lluvia roja, a lo que seguía una explosión de cían, naranja, magenta.

¡Qué maravilla! Si los astros pudieran hablar, enmudecerían ante un espectáculo tal.

La familia entera se había reunido para celebrar esta fecha.El viejo Leandro, al ver esto, dijo:‒Qué despilfarro de dinero. Esos deben ser los Valdatta. Ya

me gustaría a mí tener tanta plata como ellos.A lo que Bruno respondió:‒Qué bueno que haya alguien que gaste tanto para que no-

sotros lo podamos disfrutar desde aquí.

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• LA BOMBA DEBAJO DEL PECHO •

Mientras te ibas

Ella dijo me gustas más que

mis instintosy mis principios.

También dijo que iba a dejarme y reí. ¿De qué te reís? preguntó. No respondí y lo repitió. Se acostó a mi lado. Onduló sus brazos. Formó un arco y la flecha eran curvos, tibios y tenues sus labios. ¿De qué te reís? sus uñas en mi carne. Sus ojos mirándolo todo.

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• MATÍAS SANCHEZ FERRE •

Había sido un buen día de sol, de sábanas plegadas, deshechas Repitió la pregunta. Y le dije: me río de la musa que dicta su orden divina a veces en el letargo a veces en la alegría o en la melancolía. Me río de la musa que me dijo al oído que escribiera esta poesía mientras te ibas.

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• LA BOMBA DEBAJO DEL PECHO •

Irnos

De mis sueños errantes, de mis pensamientos vagabun-dos, de mi desolación preciosa y de mi anatomía en su

conjunto no puedo hablar sin nombrarte, sin que mi instinto llame a tu cuerpo.

Y si antes fui servil, hoy aprendí para no perder. Quiero irme como un tren sin frenos, como un gorrión sin sueño, como un sueldo sin mes. Quiero chocar con el impulso irrefrenable, andar en el monorriel que nos transita.

Sé meditar si estás conmigo, sé detenerme entre el movi-miento. Sé valorar, aun aquí, donde los amigos son como mo-nedas que se gastan y se cambian. Sé amarte en un baldío sin paz. Se reír mientras lloras.

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• MATÍAS SANCHEZ FERRE •

El simple pensamiento de una niña

Luz María me miró y dijo no voy a molestarte porque ya

sufriste mucho. Tenía apenas diez años y fue la única de esa mesa que miró mis ojos. No paraba de hablar, mientras los adultos devoraban el cordero, esperando el año nuevo que llegaba. No había leído a Hesse, ni a Kafka, ni a Bukowski pero sabía lo que era sufrir y podía verlo sin dificultad. No entendía qué era un año nuevo aunque le gustaban los fuegos artificiales,y en sus cuentos protestaba contra los autos ylos caños de escape. Ella creía que todo sería mas fácil si las cosas no fueran de este modo.

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• LA BOMBA DEBAJO DEL PECHO •

Si la tristeza no tuviera lugar y las Ferraris no existieran más. Era simple, claro, lo decía el título de su cuento. Era tan simple que ni mis ojos cansados ni las sonrisas forzadas ni los sueños maltrechos ni las charlas insípidas lo podían ver.

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• MATÍAS SANCHEZ FERRE •

Instante

Una pequeña pelota de ping pong viaja de un lado al otro. De pronto un golpe hace que la bola gire y pique

en el borde de la mesa.Cuando esto sucede no importa cuánto haya entrenado el

jugador, cuán hábil sea o cuántos reflejos tenga; el partido toma un rumbo distinto y queda librado al azar.

Nadie esta exento de sufrir este instante. Le sucede al alpi-nista que observa una avalancha viajando hacia él, o al nave-gante que, a pesar de estudiar el clima, se encuentra enfrascado en una tormenta. También al luchador que observa el golpe que lo va a zamarrear y al automovilista que no puede evitar la colisión.

Ningún cálculo, plan o número funciona en aquel momen-to. Dios está jugando a los dados y solo queda rogar que salga un buen número.

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• LA BOMBA DEBAJO DEL PECHO •

En cuero

La libertad es disfrutar del calor caminando en cuero, en mitad de Enero, sabiendo que nada de lo que me preo-

cupa es para tanto.Es regar las plantas mientras me mojo el pecho y la cabeza.

Tirarse en la cama y yacer ahí, leyendo o haciendo nada.Es no tener miedo a lo que pasará, ni a lo que pasó.Es saber que tengo mucho más de lo que necesito.Es tomar un vaso de agua mirando el cielo, pensando que la

libertad sale mucho más barata de lo que la cobran.Es disfrutar de esta noche, o de lo que sea que me haga feliz.Es vivir el verano, sin pensar en cuan abrigado estaré para el

próximo invierno.

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• MATÍAS SANCHEZ FERRE •

Quisiera decirte

Quisiera decirte tanto, pero no puedo.Las palabras se anudan y quedan atascadas. No hago

más que balbucear tonterías.Te pediría que el miedo no te detenga. Podes caminar con

los pies descalzos en un bosque lleno de espinas sin lastimarte.También te diría que la suerte está de tu lado.Desearía que dentro tuyo encuentres al amor. El amor se

sobrepone a todo. Es la piedra, el papel y la tijera a la vez. Con él vencerás al odio fácilmente.

Deberás tener mucha fortaleza. Tendrás que construirla, blo-que a bloque, pero una vez que lo logres nadie podrá dañarte.

Quisiera que fueras dúctil, que te adaptaras como el agua a cualquier recoveco, y así podrás adaptarte a cualquier situación.

Por último te diría que tengas en cuenta tu objetivo. Así ve-ras que una piedra no es insuperable, sino lo que hace divertido el camino, y que ir cuesta arriba no es tan malo, si al final llegas a la cima.

De a pasitos irás a donde quieras llegar, alejándote de donde estés mal. Pero no pongas todas tus ansias en la meta. Camina lento hacia donde quieras ir. Así podrás contemplar el paisaje.

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• LA BOMBA DEBAJO DEL PECHO •

Movimiento Perpetuo

El científico había intentado construir durante años aque-lla máquina.

Deseaba crear un mecanismo que, tras una propulsión ini-cial, continuara funcionando eternamente, sin necesidad de una fuerza externa que colaborara con el movimiento.

En la teoría no parecía tan engorroso. Había diseñado una rueda de dos metros de diámetro con recipientes en su parte exterior, los cuales estaban unidos al aparato y contenían agua. Estas vasijas tenían cierta movilidad que permitían que, al in-clinarse, arrojaran líquido al siguiente envase, logrando que a través de su propio peso el artilugio continuara su marcha.

No obstante, en cuanto intentaba accionar su invento, nada funcionaba como lo había planeado. Los tornillos se oxidaban, las vasijas se caían, la madera se resquebrajaba, el líquido se derramaba en el piso.

A veces el investigador dejaba que sus empleados continua-ran su labor, mientras él se abstraía en sus cavilaciones. Al cabo de tres o cuatro horas volvía a examinar la rueda y nadie estaba en su puesto, sus dependientes se habían ido o bien descansa-ban bajo una parra.

Si bien fue muy arduo, un día el inventor creyó haber ter-minado su trabajo. Dio un impulso a su creación y se quedó observándola, para evitar que hubiera fallas o que alguien la frenara.

Durante cuatro días la máquina se movió, pero finalmente se detuvo.

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• MATÍAS SANCHEZ FERRE •

El científico salió enfurecido de su casa y caminó hasta el centro de la ciudad.

Allí observó la tierra, el agua y la gente.Todo se movía.

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• LA BOMBA DEBAJO DEL PECHO •

Ocaso

Después de conducir seis horas el tiempo se vuelve ago-biante. Los paisajes parecen repetirse, los ruidos no va-

rían, el cuerpo se cansa. El aburrimiento trae cierto aroma de opresión.

De pronto la sierra aparece a lo lejos y el sol se oculta entre dos montañas, iluminándolas en lo que parece una laguna de lava.

Pienso que aquel momento es perfecto, pero cuando lo digo, el instante de armonía ya acabó.

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• MATÍAS SANCHEZ FERRE •

Principios

Melisa soñó que viajaba por el mundo de los principios. Estuvo en algún lugar de La Mancha. Conoció el hie-

lo con Aureliano Buendía. Incluso acompaño a Mersault cuan-do murió su madre.

Fue un animal en la revolución de la granja y advirtió que los relojes daban las trece un día frío de abril en 1984. Oyó cómo cantaba la Musa la cólera del Pélida Aquiles.

Encontró a Gregorio Samsa convertido en un monstruoso insecto. Escuchó el consejo que le daba a Jay Gatsby su padre. Buscó a la Maga junto a Oliveira.

Dijo Lo-Li-Ta mientras Humbert lo hacía. Encontró al Principito preguntándole a los mayores qué veían en un dibujo.

Entre tantos comienzos, Melisa se preguntó si aquel sueño tendría un final.

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• LA BOMBA DEBAJO DEL PECHO •

Barriletes en el barro

Despojas de gris al cielo pintándolo con tu barrilete.Estas distante en la espesura de las nubes.

Se acerca el diluvio, pero miras encandilado el rojo y verde que planea ahí arriba.

Tus pies calzados se ensucian con el fango.El viento mueve la cometa y el hilo está tenso.No logro imaginar el universo que has creado.Podrías estar mucho tiempo así.Sé que tu cuerpo esta acá abajo, pero tu esencia revolotea y

se desliza en corrientes de viento, asciende en el aire caliente y se mueve sin importarle la aerodinámica.

Quiebra en dos la brisa tu barrilete, mientras soñas que con el llegas al espacio exterior para visitar una estrella.

Pronto el sol se descolgará del horizonte y la noche encen-derá sus luceros.

Será hora de que vayas a dormir, mientras anhelas que un nuevo día te traiga vientos suaves.

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• MATÍAS SANCHEZ FERRE •

Doscientos cuentos

A Romina los cuentos le explotaban en la mente como granadas.

Las letras se unían solas en su cabeza, las frases se escribían dentro de ella, las palabras se disparaban como las municiones de un fusil.

Pero ella estaba desganada para escribir, así que anotaba en pocas palabras sus ideas y dejaba secar el torrente creativo.

Tanto fue así que un día anotó el relato no escrito número doscientos y se fue a dormir.

El sonambulismo hizo que, en mitad de la noche, se sentara a escribir dormida.

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• LA BOMBA DEBAJO DEL PECHO •

Luz

Había caído la noche y todavía hacía calor.La electricidad no funcionaba en todo el barrio y la

calle estaba muy oscura.Vi a un anciano parado en la vereda, con la puerta de su casa

abierta. Él también me miró y dijo:–No hay luz. Hará unos veinte minutos que la cortaron. ¡No

hay luz!Acabó su frase y, sin esperar una respuesta de mi parte, giró

ciento ochenta grados para entrar a su hogar.Cuando terminó de cerrar la puerta un rayo iluminó el cielo

entero.

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• MATÍAS SANCHEZ FERRE •

Astor, el destructor

Se aburrió de ver chimentos en la televisión y entonces le propuso a su mujer que le hiciera un traje, ¿de qué?, de

superhéroe, ¿de superhéroe?, sí de superhéroe, como Superman o Batman, tiene que ser naranja y en el pecho debe tener las iniciales AED, ¿qué significa AED?, quiere decir Astor, el des-tructor.

Estás loco, ¿porque el destructor? ¿qué vas a destruir? le preguntó su señora, a lo que él contestó: la modorra de todos aquellos que caminan por Buenos Aires.

A los dos días Rosalinda, su señora, cumplió con el pedido.Astor estaba contentísimo. Ese mismo día salió a patrullar

por la ciudad, pero con ochenta y dos años no podía golpear a nadie, así que se dedicó a ser otro tipo de héroe.

Cuando le alcanzaba el dinero compraba hamburguesas para los niños pobres, sino les daba caramelos y chupetines. Se pa-raba frente al geriátrico de Saavedra y ponía música fuerte para que los ancianos la escucharan y se divirtieran.

Se sentaba junto a los linyeras para hablarles y darles un abra-zo. Hacía sonreír con su vestimenta ridícula a quienes estaban muy serios. Siempre que veía a alguien que caminaba apurado le decía: no te preocupes, vas a llegar a horario.

Ayudaba a las viejitas y los ciegos a cruzar la calle. Iba a los comedores a regalar globos. Se paraba en un semáforo y daba monedas a los autos que frenaban.

Después volvía a su casa, pensando que ese día había hecho algo mucho más útil que mirar televisión.

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• LA BOMBA DEBAJO DEL PECHO •

Hombre y perro

El hombre entró al cuarto. En él había una bombilla en-cendida y su perro durmiendo plácidamente. Se recostó

en su cama y comenzó a reflexionar.“¿Qué hacer? ¿Dejarse morir?, ¿seguir así? Cuan difícil es

todo. Para triunfar tengo que romperme el lomo y, aunque lo haga, nadie me garantiza que me vaya bien. Estoy cansado y tengo demasiados problemas. Me pierdo y ya no sé ni lo que quiero, no sé quién soy y mucho menos dónde estoy parado”.

“Trato de encontrar algo, me esfuerzo pero no sé qué estoy buscando. Es como estar en una mina sin saber qué metal hay allí, sin tener un pico, una pala, un casco o una carretilla, ni conocer la salida tampoco”.

“Puedo enojarme y sin embargo no voy a solucionar nada, al día siguiente seguiría peleando sin saber por qué lo hago. Puedo entristecerme pero tampoco tiene sentido”.

“No hay escape, ni siquiera sé si soy parte de este mundo, si es verdad que algo de todo esto me pertenece o simplemente nada es mío”.

“Hoy es un día extraño, no sé si estoy haciendo lo que quie-ro, se dijo y luego miró al perro”.

El animal había tenido un día grandioso: comió su alimen-to, bebió agua, paseó media hora por el parque, jugó con su amo e hizo sus necesidades. Ahora dormía y soñaba que corría por una enorme plaza.

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• MATÍAS SANCHEZ FERRE •

Un millón de atardeceres

Antonio llegaba del trabajo a su casa a las tres de la tarde.Apenas volvía buscaba el mate y se iba a la playa. Ahí

se quedaba viendo el atardecer entre olas y cebadas.Pensaba y leía mucho. Veía que todos a su alrededor morían

de angustia por el dinero, la mayoría porque no le alcanzaba y debía pelear por obtenerlo, la otra pequeña parte porque tenía de sobra y debía esforzarse por mantenerlo.

Todos los días daba gracias por tener techo y comida, y tam-bién por no tener demasiado.

Se preguntaba: ¿cuantos atardeceres me hubiera perdido si tuviera tantos bienes que, para conservarlos, debiera moverme de acá para allá todo el tiempo?

Después tomaba sus cosas y volvía caminando tranquilo a su hogar.

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• LA BOMBA DEBAJO DEL PECHO •

Bailando sobre el capot

Humo, embotellamientos, bocinas, autos. Era para vol-verse loco. En Buenos Aires hacer tres kilómetros po-

día tomarte dos horas.Ir al obelisco un día de semana cualquiera, ¡que locura! Allí

estaba Emiliano, intentando esa proeza cotidiana. “¿Qué vida es esta?”, se preguntaba. “Sufrir todos los días y luego jubilarse”

La autopista repleta, los ánimos crispados, las bocinas so-nando cómo en una gran orquesta descontrolada, los coches buscando el menor rincón para infiltrarse en arriesgadas ma-niobras, los motociclistas pasando raudamente entre los reco-vecos, el cilíndrico sonido de doscientos caños de escape vomi-tando veneno.

Emilio, sin nada que perder, subió a su capot y bailó, mien-tras los otros conductores lo miraban desconcertados.

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• MATÍAS SANCHEZ FERRE •

Maluco

Vino hacia mi intentando vender unas artesanías de ma-cramé. Le dije que no, pero insistía. Me hablaba y con-

taba historias.Por compromiso y para que se fuera le compré un collar,

aunque sabía que no iba a usarlo.Antes de irse me dijo: no quiero tener dinero, porque el que

lo tiene camina preocupado, mirando para todos lados.

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• LA BOMBA DEBAJO DEL PECHO •

Caminante

En las escaleras de Ciudad Universitaria hablé con un su-jeto muy particular.

La charla fue muy interesante, si bien él no sabía leer ni es-cribir, tenía puntos de vista bastante particulares sobre diversos temas.

Era un aventurero de la ciudad. Andaba por todas las calles y los barrios. Tenía una forma tan simple y llana de ver las cosas que me llamaba la atención. Lo que a un intelectual salido de la universidad le hubiera costado tres páginas escribir, él podía expresarlo en seis o siete palabras sencillas.

Entre otras cosas, debatimos sobre la existencia de algo supe-rior a nosotros, un creador divino. El dijo entonces: los Dioses somos nosotros caminando por las calles.

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• MATÍAS SANCHEZ FERRE •

Desde un tren

La vida es más sencilla vista desde aquí.Todo está en continuo desplazamiento. Oigo la fric-

ción y el traqueteo del vehículo sobre las vías.Observo a través del cristal sucio cómo pasan los barrios, las

casas, los negocios y las avenidas. Una pareja se pelea en una esquina, un hombre pasea a su perro, una señora mayor camina con dificultad.

Qué simple parece todo. En este movimiento mis problemas se silenciaron, se han quedado quietos mientras sigo andando.

Desde acá todo lo que me parecía trágico, irresoluble, ahora se me hace irrisorio, porque hice que mis desgracias se bajaran en la otra estación.

Miro por la ventana. Estoy atento a la belleza del mundo que pasa rápido, en uno o dos segundos. Observo la fluctua-ción, el cambio constante, pasar de las casas a la estación, de allí al campo o a estar sobre un puente.

La realidad me parece absurda cuando la diviso desde tan lejos, cuando todo pasa mientras me quedo quieto.

Reflexiono en lo extraño de la existencia, en lo irrazonable de echar raíces en una tierra que siempre cambia.

Quizás en este momento haya alguien que, viendo pasar a este tren, piense lo mismo que yo.

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• LA BOMBA DEBAJO DEL PECHO •

Epílogo

Corazón

En medio del pecho esa bomba está aspirando y expulsan-do con gran fuerza. De tus venas cavas viene la sangre,

llega hasta tus aurículas y ventrículas y, sin detenerse, recorre tu cuerpo entero.

No importa qué estés haciendo, en sístole el corazón envía líquido y en diástole tenes un momento de relajación previo a la inyección de nuevos fluidos.

Entre sesenta y cien veces por minuto se repite este proceso. Hagas lo que hagas, así será hasta el fin de tus días.

Es el momento de pensar: ¿vale la pena que tu corazón esté palpitando? ¿Estás aprovechando cada latido o simplemente dejas que tus órganos funcionen, sin prestarle atención al mi-lagro?

ÍNDICE

Sístole ....................................................................................9

El extraño ..................................................................................11

Dos cuerpos ..............................................................................13I ...........................................................................................13II ..........................................................................................15III ........................................................................................16

Entre dos calles ..........................................................................17

El negro Marrorán .....................................................................19

El paso eterno ............................................................................21

El problema ignoto del hombre del jopo circular .......................23

El río interminable ....................................................................25

Las cerdas ..................................................................................28

El perseguidor ...........................................................................30

Tic tac tung ...............................................................................32

Abismal .....................................................................................34

El enterrador .............................................................................36

El auto que tuvo la manía de matar ...........................................37

El boxeador ...............................................................................39

Cuento perfecto ........................................................................41

Conductor suicida .....................................................................43

La mamuschka ..........................................................................45I ...........................................................................................45II ..........................................................................................46

Manjar ......................................................................................49

Salamandra ................................................................................51

Zapatos grandes.........................................................................53I.................................................................................................51II ...............................................................................................53III .............................................................................................54IV .............................................................................................54

Diástole ................................................................................55

En el país de las ideas.................................................................57

El viaje sin fin ............................................................................58

Estamos jugando .......................................................................60

Hamaca .....................................................................................61

El parnario ................................................................................63

Entre telones .............................................................................64

Ahora ........................................................................................65

Mil lagrimas ..............................................................................66

Cavilaciones sobre el Leifradi .....................................................67

Un tiempo en el infierno ...........................................................68

La pequeña vida ........................................................................69

A estas horas ..............................................................................70

Visitante en la atmósfera ............................................................71

Antes del amanecer ....................................................................72

Cielo de colores .........................................................................73

Mientras te ibas .........................................................................74

Irnos ..........................................................................................76

El simple pensamiento de una niña ...........................................77

Instante .....................................................................................79

En cuero ....................................................................................80

Quisiera decirte .........................................................................81

Movimiento Perpetuo ................................................................82

Ocaso ........................................................................................84

Principios ..................................................................................85

Barriletes en el barro ..................................................................86

Doscientos cuentos ....................................................................87

Luz ............................................................................................88

Astor, el destructor ....................................................................89

Hombre y perro ........................................................................90

Un millón de atardeceres ...........................................................91

Bailando sobre el capot ..............................................................92

Maluco ......................................................................................93

Caminante ................................................................................94

Desde un tren ............................................................................95

Epílogo. Corazón ......................................................................96