LA CAPITANA (Muerte de Belgrano) - Sabato Ernesto

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1 La Muerte de Belgrano Ernesto Sbato En la penumbra de la historia argentina En la recova de la plaza de la Victoria, o en el atrio de San Francisco, de San Ignacio o de Santo Domingo, vease arrebujada en un manto de bayetn oscuro a una vieja mendiga, conocida en el barrio con el apodo de La Capitana. Un da, el general Viamonte la reconoci. "S, es ella, la Capitana, la Madre de la Patria, la misma que nos acompa al Alto Per", dijo al apercibirla. C. Ibarguren El fro hmedo y penetrante de junio se colaba hasta los huesos de la mendiga. Acurrucada en el atrio de Santo Domingo, se arrebuj todo lo que pudo en su manto. La llovizna impalpable pero incesante era arrastrada casi horizontalmente por la sudestada. Oa al Jorobado, que era poltico. -Aura tenemos tres gobernadores por falta diuno -deca, armando un cigarro de chala-. Quin loj entiende? Un gesto de desprecio apenas se esboz en el rostro impasible de La Capitana. -Tuitos se plian -continu el Jorobado-. Ramirez, Lopez, Artigas, Rondeao. Yo me pregunto quin tender razn. La mscara despreciativa de la mendiga era impenetrable. El Jorobado la estudi cuidadosamente, porque tena una secreta admiracin por ella y porque crea en su historia y en su grado. Aunque no se habria animado a manifestarlo delante de otros. Hablaba muy poco pero la gente la creia loca, sobre todo cuando empezaba a defenderse de las pedradas o de las risas mostrando sus heridas y a hablar de Belgrano, que la haba nombrado capitana. El Jorobado le refiri algo de la expedicin de San Martn, hasta que la vieja lo par con pocas palabras: -Dejem de sonceras, quiere. General hubo uno solo. Volvi a su mutismo y el Jorobado respet su frase epgramtica. Entonces, prefiri volver a lo de los tres gobernadores. -Y vaya a saber lo que va a pasar entuava -agreg. Mirando a lo lejos, hiertica y pensativa, la mendiga se limit a decir: -Hoy en da ya no hay patria. El Jorobado consider la marcha general del tiempo, entrecerrando sus ojitos, luego dio unas chupadas a su cigarro, escupi en un rincn y dijo: -Geno, creo que me via dir yendo, noms. Que la pase bien, doa. Se levant el cuello del chaquetn y se fue. Las campanas de Santo Domingo estaban doblando a muerto. El cabo Anchorena tom el mate que le alcanz la negrita y chup con lentitud, como si ms que chuparlo estuviera pensndolo; como si el lquido no se estuviera incorporando a su cuerpo sino a sus pensamientos, a sus tristes pensamientos. Sentado sobre la sillita de paja, cabizbajo, reconcentrado, su cara marcada de viruelas y cicatrices pareca de piedra arrugada. Los negros lo escuchaban en silencio, pero l no pareca hablar para nadie: ms bien pareca hablar para s mismo, juntando trozos del infortunio total, para ver, quiz, si esos trozos organizaban algo, formaban alguna figura, revelaban algn designio, algn plan del gobierno o de los hombres, o de Dios. -Nunca en tantas campaas lo vide quejarse. Nunca. Chup el mate pensativamente. -No, jams de los jamases. Ricuerdo en Vilpacugio, cuando los godos nos distrozaron. Riuni los pocos que habamos quedao, los que no estbamos muertos o juidos y nos dijo: Soldaos, hemos perdi la batalla dispus de tantos sacrificios y cuando ya tenamos el triunfo casi en las manos. Pero no importa. Entuavia flamea l'ensea e la Patria! y hacia flamiar la bandera qui'habamos jurao al pasar el ro Pasaje. Y entonces hizo echar pie a tierra, pa que los caballos sirviesen pa llevar los heros y tambin el caballo dl, porque siempre era el primero en dar l'ejemplo, y si haba que quedar sin comer l era el primero, y si haba que marchar a pie tambin era el primero. As que tuitos noj apiamos y cargamos loj heridos y empezamos la marcha, y ditrs vena el general, con su jusil al hombro y sus cosas cargadas sobre suj espaldas. Y as caminamos hasta que lleg la noche. Pero no podamos parar porque tenamos los godos cerca. As que seguimos andando, entre aquellaj altsimas montanas, en medio e la escurid, y pa colmo emprincipi a cair nieve. Muertoj e fro y hambre, di vej en cuando haba que parar pa'tender algn hero que no daba ms, o que se mora, y i haba qu'enterrarlo, buscando algn lugar con un poco e tierra, pa poder hacer un hoyo y taparlo, pa qu'el finao no quedara ejpuesto al sol y loj animales, cuanti ms que por i menudean loj cndores y laj guilas. A veces haba qu'atender tambin algn caballo o alguna mula, que vena malherida y que sufra como un

2 crestiano y se quejaba y en ms diun caso hubimos de despenarla de un chumbo. Y as fuimoj avanzando hasta qu'el general orden hacer alto en un sitio tan solitario en medio e las montaas y l'escurid que pareca como si jams e los jamases naides, animal o crijtiano, podera haber vivi all. Y dispu de haber colocao centinelaj y mandao patrullas, el general se tir al suelo y trat de discansar un poco, envuelto nel poncho. Qu herejia, compaeros! Tan enfermo que siempre estaba. Y cuando amaneci ya estaba dispersando a tuitos, caminando d'un lao pal otro, dando rdenes y organizando tuito pa seguir la marcha, no juera que los godos noj alcanzaran y noj terminaran. Felizmente, algunaj e las partas qu'haba mandao golvieron con unos caballos y con un caballo qu'haba muerto esa noche pudimos comer algo. La poca carne se riparti entre loj ms necesitaos, pero el general no quera probar bocao. Andaba muy amarillo y parece como que haba vomitao varias veces. En cuantito si hubo terminao con l'animal, seguimos la marcha, durante ese da y la noche de ese da. Pero como intonces malici qu'andbamos muy desanimaos, nos riuni en cuadro, entr al cuadro con su jusil al hombro y nos dijo que pensaba llegar hasta un lugar que loj indio llaman Mocho, y que alli tratara de riunirse con los dispersaos de otros cuerpos, pa presentar de nuevo frente al enemigo qu'estaba dispuesto a resistir hast'el fin y que esperaba que nojotro supiramos comportarnos como buenos soldaos e la patria. Pa dicirles la verd, estbamos cidos y tenamos miedo e enfrentar a los godos, porque no tenamos ni caballos suicientes, ni hombres, ni bastimento ni caones, ni nada. No noj quedaba un caoncito ni pa rimedio. Y ellos tenan de todo. Sinceramente, ramoj cuatro forajidos rotosos, con algunos jusiles y algunos matungos flacos y muertoj e cansancio y di hambre. Y en medio de aquella soled, de montaas que llegan al cielo y nada ms que piedras y yelo, lij asiguro que l'alma se noj haba gelto chiquita como un pichn e pjaro abandonado por la madre. Mientras el general hablaba, yo pensaba en eso y ricordaba los compaeros qu'haban muerto a mi lao, con un chumbo nel vientre, como Cirilo Reyes, que entuava toy oyendo sus quejidos, o como el Payo Patrocinio, aquel que supo venir conmigo ac a tomar mate por el ao 10, pobre qui una bala e caon l'arranc la pierna, y como tantoj otros que quedaron all en Vilpacugio: Sosa, Pedernera, Toribio Leguizamn y tantoj otros. As que yo pensaba tuito eso y tenia l'alma atribulada, porque llega el momento en qui uno se pregunta y pa qu tanta muerte y tanto sacrificio y tanta sangre, cuando nos decan qu'bamoj a libertar los pueblos y total que loj indios nos miraban pasar callaos y duros como estacas? Y creo que eso mesmo que yo cavilaba estaban cavilando loj otros. Y de juro que el general lo alvirti, porque mirndonos a la cara, uno por uno con mirada muy triste, dijo estas palabras: Soldaos. Si por disgracia ustedes m'abandonan yo morir solo, con este jusil y esta bandera, pa salvar l'honor e nuestra patria! El cabo Anchorena se pas una mano por la cara y por los ojos, quedndose callado por unos momentos. Luego agreg: -Se nos ciban lgrimas e loj ojos cuando vimos a ese hombre tan sufrido, tan enfermo, tan delicao, que pareca haber naci p'andar en los salones y vestir con sedas, agotao, muerto di hambre. Entonces gritamos que moriramos con l, que nunca l'abandonaramos. Y yo puedo dicirles, carajo, que si alguno se habera acobardao estaba dispuesto a matarlo con mis propias manos. Chup el mate, pensativamente. Luego prosigui: -E modo que seguimos la marcha, hasta que llegamoj a aquel pueblito indio d'apelativo Macha o Mocha. Sin perder un momento, el general emprincipi a organizar las juerzas, mandando partidas en tuitas diriciones, tanto pa riunir loj elementos dispersos e la batalla e Vilpacugio como pa hostilizarlo a Pezuela. Y pronto se nos jueron riuniendo loj efetivoj e Diaz Velez, Zelaya, Arenales y Ocampo. Todo jue al cuete. Nos dstrozaron en Ayuma. Y as emprincip la retirada final hacia el sur, primero hacia el Potos, donde n'otro tiempo habiamoj entrao con tanta bulla, y dispus por toda la quebrada di Humahuaca, hasta Jujuy. Y dispus hasta Salta y el Tucumn, donde termin la va crucis. Unas trescientas leguas de retirada, muertoj di hambre, enfermoj y heros. All el general entreg el mando al general San Martn. -Anchorena se call y qued sumido en sus reflexiones, con una mirada abstracta. Al cabo de un rato, agreg: -No, seores. Jams naidej ha visto quejarse al general Belgrano. Un chico blanco, que haba escuchado el relato con los ojos fijos en el veterano, pregunt: -Y por qu le quitaron el mando? El cabo levant la mirada, pareciendo advertir recin la presencia del nio blanco en la cocina. Lo mir con perplejidad. -Ete e el nio Bonifacio Acevedo, l'hijo e Misia Tlinid -le explicaron. Anchorena lo consider. Mocito -respondi al fin-, esas son cosaj e los gobiernos, esa gente que manda desde la ciud. Pa ellos todo es siempre muy fcil, pero yo pagara cualquier cosa pa verlos en juncin, all, a quinientas leguas de Genoj Aires. El general San Martn ser un gran general, no mi

3 aparto. Pero le prometo que naides habera podido hacer lo que hizo mi general nel Alto Per. Naides, nio. Y jue una gran injusticia. Mir con cierta severidad al chico y luego a los negros que llenaban la gran cocina. Despus, mientras murmuraba "una gran injusticia, si seor", agarr un palito y sacando su cuchillo empez a sacarle punta, como para distraerse. -Y qu pas en Cluz Alta, mi cabo? -pregunt el viejo Basilio. El cabo Anchorena sigui sacando punta al palito, luego escupi y finalmente, como si sintiera un infinito asco, explic: -En Cruz Alta emprincipi a ponerse pior. Llova y de noche yelaba, viviamoj en cuevas, en medio el barro. Estbamos casi desnudos y pasbamoj hambre. El general estaba postrado dentro un ranchito casi sin techo, un techo lleno di aujeros, asi qu'el agua y el fro lo empioraron. Haba pedo provisiones al gobierno, pero el gobierno l'haba rispondo que las consiguera por i, porque no podia darle nada. Pero como el general nunca quera sacarle nada a naides, no tenamos ni carne, ni ginebra, ni yerba, ni pilchas pa cubrirnos. Y pa pior el tiempo pareca como que quera emperrarse con nojotros. El general estaba cada da maj hinchao, casi no poda moverse y haba que llevarlo d'un lao al otro en babuchas, como a un tullido. Durante unos instantes se call, sacando punta al palito, pensando. Despus prosigui: -Pero all no jue nada al lao de lo que pas dispus. El general se puso muy grave y no haba un techo donde pudiera cobijarse bien. As que se dispuso ir a Capilla El Pilar, a unas nueve leguaj e Crdoba. El dotor ingls que estaba siempre con l, el mesmo, que lo ha trido hasta ac, el dotor Rej que se llama, lo prisionaba pa que siguiera viaje hasta Genoj Aires. Porque asign deca, su sal no daba ms y no se lo poda curar en aquelloj andurriales. Pero el general determin esperar la llegada de su segundo, el coronel don Francisco de la Cruz. Pero sucedi que demientraj esperaba hubo una sublevacin sin concencia ni honor. El coronel Feliciano e la Mata jue hero e un bayonetazo, y el coronel Domingo Soriano Arvalo jue hecho prisionero. Y entonces un capitn oriental con l'alma ms negra qu'el infierno, dentr en la pieza donde estaba el general en su cama. El dotor quiso interponerse ante esa gente armada, pero el general le dijo no dotor, nada puede hacer uste, si es necesaria mi vida aqu est mi pecho. Avergonzaos loj infames se quedaron sin saber qu hacer y entonces el oriental orden que le pusieran una barra e grillos remachada. El dotor grit pero no ven cmo tiene las piernas, que ni la ropa puede aguantar, as que aquel judas orden que quedara un centinela de vista en la puerta. El cabo volvi a callarse, mientras segua con el palito, sacndole punta, probablemente segua tratando de comprender la clave que explica y ordena ese conjunto de traiciones, injusticias, oprobios, infamias y muertes que marca el curso de una vida humana. -S, seores, el hombre que haba libertao tuito el norte del pis, el hombre que haba dado los cuarenta mil pesos que le regal el gobierno pa jundar escuelas. Escupi pensativamente, en medio del silencio general y despus continu, con una especie de empecinamiento en el relato de las sucesivas injurias, como si tratara de confirmar alguna oscura teora suya sobre la vida y los hombres y sus miserias. -As qued el general, en medio e sus sufrimientos, abandonao, sin un ril. Agatas si lo visitaba alguno qui otro amigo, el dotor ingls y yo, que le serva lo que poda servirse. El dotor le golvi a decir que deba bajar cuanto antes a Genoj Aires, pero el general le contestaba con qu dotor. Haba pedo al gobierno el Tucumn unos pesos pal traslado, pero le rispondieron que no tenan un cobre. Y un seor le quiso emprestar el dinero, pero el general se negaba a acetarlo, pero entoncej el dotor Rej l'oblig a acetarlo y l dijo que a su muerte se lo devolveran con los sueldos que le deba el gobierno. As llegamos hasta Crdoba, donde emprincipi la mesma historia: el general pidiendo al gobierno que le diera unos pesos pa llegar a Genoj Aires y el gobierno dicindole que no tena un cobre. Y yo le o cm le deca al dotor Rej que como ya no tena esperanzas, al menos quera morir en Genoj Aires, en la casa donde haba naci. Y esto lo dijo con una voz que nunca se la habia ido antes, pues ya estaba venco y demasiado triste y quera al menos ver de nuevo la casa donde haba sio nio y donde sindudamente haba sio feliz con su madre. As que aunque tena poco tiempo e vida, ura estaba maj empeao que nunca en llegar a Genoj Aires. Entonces, un seor Balbn, un hombre qu' haba vendo paoj y otros menesteres pal ejrcito del norte y que rispetaba mucho al general, le dijo que no haba que desagerar y que tena que acetar el dinero que l quera emprestarle, si no l se ofendera pa siempre, que era un pecao en la situacin en que estaba el general, y no s cuntaj otras cosas le dijo. Pero risulta qui al general ura li haban dentrao duda sobre si el gobierno le pagara sus sueldos que le deba una vez muerto, y tena miedo que el seor Balbn se clavara, pero tanto hicieron con el dotor Rej qui al final acet unos pesos, lo justo pa llegar hasta Genoj Aires, ni un peso mas, y jue as como pudimos hacer l'ltima parte el viaje. Viaje que jue una iniquid: haba que bajarlo en andas, y en una posta, habiendo quedao solo en su catre y necesitando agua, se la pidi al maistro e posta y este deslmao le rispondi vaya ust a buscarla. Y yo que desde el

4 patio haba ido las palabras de este hombre sin entraas me le ju encima y no lo mat porque el general me vido y me grit que me sosegara. Y as seguimos viaje al otro da y llegamos por fin a la Guardia de Lujn. All noj anoticiamos lo que pasaba ac, las luchas y ambiciones, y entonces el general le dijo al dotor Rej y para esto hemos hecho la regolucin y hemos combati en el Paraguay, en Chile y en el Alto Per, y se quedo muy triste y ya no quiso hablar ms. El cabo Anchorena qued en silencio, retornando al trabajo del palito, siempre pensando. Despus continu: -Se puede decir que estos tres meses en Genoj Aires han so tres meses di agona. Un da vino a verlo el general Lamadr y esa s que jue una gran alegra, pues ricordaron sucedidos de la campaa y tantos das, algunos gloriosos y otros negros y disgraciaos. Y cuando sali, yo vide que el general Lamadr tena loj ojos llenos de lgrimas, y me dijo, el general tiene pocos das e vida. Y asi jue, fetivamente, porque a los pocos dias muri, dispus de sufrir como nunca, aunque siempre sin quejarse. Y tuvo que morirse en medio de este asco, con estos tres gobernadores y estas ambiciones y luchas. Antej e morir, entuavia estaba priocupao por lo que le deba a cada uno, asi qui al dotor le dej el rel di oro y le dijo qui era l'nica prenda valiosa que le quedaba, y que quera que l lo acetara porque habia sido tan noble con l. A m, que estaba parao en la puerta, me llam y me dio de ricuerdo la bala que en la batalla del Tucumn no lo mat de milagro y qued entre la chaqueta y el hombro. Dispus de haberse confesao y de recebir los santoj lios, ech una mirada, como si se despidiera y aunque casi no poda hablar con mucho ejuerzo entuava dijo: ay patria ma. Y tuitos cimoj e rodillas, el dotor Rej, suj hermanoj y el capitn Pacheco y yo tambin del otro lao e la puerta. Probecito, al menoj a dejao e sufrir. Y ura lo llevaremos al Santo Domingo. El cabo se call. Por entre las grietas y marcas de su cara caan ahora silenciosas lgrimas. Los aos, los combates, los infortunios haban pasado por esa cara, dejando sus seales duras y profundas, como el cido sobre la plancha de un grabado. Pero los ojos no haban perdido esa misteriosa condicin que los hace hasta el fin sensibles al dolor, ese atributo que los hace, con el corazn, las ltimas regiones que resisten al endurecimiento que inexorablemente traen el tiempo y la desdicha. Las campanas doblaban a muerto y una creciente melancola empez a adormecer a la mendiga. Arrebujada en su manto, en un rincn del atrio de Santo Domingo, por entre sus ojos semicerrados, pudo ver que llegaba un entierro humilde y pobretn, con un cura delante y cinco o seis hombres de negro. Con el tiempo horrible, con la llovizna helada y el viento del sudeste, todava parecia ms humilde y desamparado. -Vienen pal Santo Domingo -pens La Capitana-, y sus ojos se cerraron sin esperarlo. As que ni siquiera pudo advertir que sobre el cajn haba una vieja bandera que ella haba conocido. Santos Lugares, junio de l963.Crnicas del pasado, Jorge Alvarez Editor, 1965.