LA CASA DEL TURCO · 2019-06-21 · al tanto de cosas que estás harto de saber-cla ... res estoy...

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Los Cuadernos Inéditos LA CASA DEL TURCO A Walmir Aya/a Rosa Chacel H abía un ómnibus pequeñito, tembloro- so, que iba de Río a Marqués de Valen- 9a. Su recorrido era más largo, pasaba por Vasouras, llegaba hasta Juiz de Fo- ra y no sé a dónde más: lo importante era el pri- mer tramo. Tendré que dilatarme en explicacio- nes porque entonces, en aquel tiempo del ómnibus pequeñito- andabas a gatas o acaso ya llevabas pantalones cortos. Las explicaciones son necesarias para ponerte al tanto de cosas que estás harto de saber- cla- ro que hay otras explicaciones que te debo, pero esas las dejo para más tarde - las relego porque son demasiado difíciles y afronto las inmediatas que son tan fáciles porque no son explicaciones, sino datos ignorados de lo tan sabido. Tú, en aquel entonces, no habías sido presentado en sociedad, así que no te contabas entre los que recibieron - entre los que nos recibieron a no- sotros, los que veníamos con una modesta fa- ma ... iNada de modesta! magnificada, precedida por heraldos reales - lde realidad o de realeza? por campanas que doblaban .. . Bueno, en resu- men, los que llegábamos no éramos de los que representábamos oficialmente - lo sí lo éra- mos? - sí, lo eran; la que no lo era, era yo ... , Aquí está lo difícil, en fin, la parte más leve de ' lo difícil: Yo, la que tanto conoces y tanto quie- res estoy segura - era la oveja negra . .. No, por- que una oveja siempre es una oveja, por negra que sea y yo tenía de bueno o de malo que no balaba como Dios manda ... Yo, trataba de rugir, aunque el resultado fuese que ladraba como un dogo a la luna... A la luna no precisamente: la- draba como un dogo guardián, seguro de sí mis- mo - ya conoces mi «Arenga a los perros de Atenas» - Sí, eso es, yo tenía la prepotencia de un dogo mal educado, que sobrepasaba sus atri- buciones. Pero esto no explica nada, si esquivo las expli- caciones difíciles, no sacarás nada del montón de datos inconexos, los suspendo y afronto lo indecible. La explicación que te debo es la del tiempo que dejé pasar sin escribirte y aunque te repito que es sumamente ardua, la reduzco a es- to: no te escribía porque no puedo - no porque no podía - porque no puedo escribir. Lo que hago en este momento no es más que demostrar que no puedo escribir. No sonrías, por favor, porque no es esto una paradoja humorista: es un hecho consumado, repetido, señalado, reiterado, impreso y publicado con éxito. Tal vez sea, de todo lo mío, lo único que tiene éxito conmigo misma, esto es, mi aprobación. Todo esto está dicho cien veces en mi ALCANCIA y ahora lo repito para transmitirte el proceso seguido por el 84 esfuerzo de querer escribirte - escribir - y no poder, hasta llegar al culmen de la convicción de que no puedo escribir y en el acto, ejecutar este acto con el que hago lo que no hago. Por favor, Walmir querido, acabo de decir, no te sonrías; ahora te digo no llores, tómalo espartanamente, porque esto no es un grito de socorro. Nadie po- dría echarme una mano: lo que pasa es que no puedo callarme sin decir, como conclusión: iMe callo!. .. iQué elegantes son los suicidas! El que es por naturaleza literato sabe que las palabras seguirán hablando después que él calle. Lo difí- cil es oír el silencio de las palabras. Cuesta de- masiado trabajo vivir si ellas desertan. En seme- jante situación no hay más recurso que dejar que un instrumento cualquiera, lápiz, pluma, máquina ejecute la función conocida desde años remotos, consistente en el movimiento de la mano que aprendió a marcar con signos las vo- ces maternas. Así las palabras afluyen como ca- Hadas , como deslizándose por conductos mudos y se inscriben rápidas, albergándose en la rapi- dez que es su refugio, en el que se remansan con la seguridad de no sufrir revisión, esto es corrección, dibujadas como signos, como cifras que no pasaron por el tanteo prenatal. iMe acer-

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Los Cuadernos Inéditos

LA CASA DEL TURCO A Walmir Aya/a

Rosa Chacel

H abía un ómnibus pequeñito, tembloro­so, que iba de Río a Marqués de Valen-9a. Su recorrido era más largo, pasaba por Vasouras, llegaba hasta Juiz de Fo­

ra y no sé a dónde más: lo importante era el pri­mer tramo. Tendré que dilatarme en explicacio­nes porque tú entonces, en aquel tiempo del ómnibus pequeñito- andabas a gatas o acaso ya llevabas pantalones cortos.

Las explicaciones son necesarias para ponerte al tanto de cosas que estás harto de saber- cla­ro que hay otras explicaciones que te debo, pero esas las dejo para más tarde - las relego porque son demasiado difíciles y afronto las inmediatas que son tan fáciles porque no son explicaciones, sino datos ignorados de lo tan sabido. Tú, en aquel entonces, no habías sido presentado en sociedad, así que no te contabas entre los que recibieron - entre los que nos recibieron a no­sotros, los que veníamos con una modesta fa­ma ... iNada de modesta! magnificada, precedida por heraldos reales - lde realidad o de realeza? por campanas que doblaban ... Bueno, en resu­men, los que llegábamos no éramos de los que representábamos oficialmente - lo sí lo éra­mos? - sí, lo eran; la que no lo era, era yo ... , Aquí está lo difícil, en fin, la parte más leve de ' lo difícil: Yo, la que tanto conoces y tanto quie­res estoy segura - era la oveja negra ... No, por­que una oveja siempre es una oveja, por negra que sea y yo tenía de bueno o de malo que no balaba como Dios manda ... Yo, trataba de rugir, aunque el resultado fuese que ladraba como un dogo a la luna ... A la luna no precisamente: la­draba como un dogo guardián, seguro de sí mis­mo - ya conoces mi «Arenga a los perros de Atenas» - Sí, eso es, yo tenía la prepotencia de un dogo mal educado, que sobrepasaba sus atri­buciones.

Pero esto no explica nada, si esquivo las expli­caciones difíciles, no sacarás nada del montón de datos inconexos, los suspendo y afronto lo indecible. La explicación que te debo es la del tiempo que dejé pasar sin escribirte y aunque te repito que es sumamente ardua, la reduzco a es­to: no te escribía porque no puedo - no porque no podía - porque no puedo escribir. Lo que hago en este momento no es más que demostrar que no puedo escribir. No sonrías, por favor, porque no es esto una paradoja humorista: es un hecho consumado, repetido, señalado, reiterado, impreso y publicado con éxito. Tal vez sea, de todo lo mío, lo único que tiene éxito conmigo misma, esto es, mi aprobación. Todo esto está dicho cien veces en mi ALCANCIA y ahora lo repito para transmitirte el proceso seguido por el

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esfuerzo de querer escribirte - escribir - y no poder, hasta llegar al culmen de la convicción de que no puedo escribir y en el acto, ejecutar este acto con el que hago lo que no hago. Por favor, Walmir querido, acabo de decir, no te sonrías; ahora te digo no llores, tómalo espartanamente, porque esto no es un grito de socorro. Nadie po­dría echarme una mano: lo que pasa es que no puedo callarme sin decir, como conclusión: iMe callo!. .. iQué elegantes son los suicidas! El que es por naturaleza literato sabe que las palabras seguirán hablando después que él calle. Lo difí­cil es oír el silencio de las palabras. Cuesta de­masiado trabajo vivir si ellas desertan. En seme­jante situación no hay más recurso que dejar que un instrumento cualquiera, lápiz, pluma, máquina ejecute la función conocida desde años remotos, consistente en el movimiento de la mano que aprendió a marcar con signos las vo­ces maternas. Así las palabras afluyen como ca­Hadas, como deslizándose por conductos mudos y se inscriben rápidas, albergándose en la rapi­dez que es su refugio, en el que se remansan con la seguridad de no sufrir revisión, esto es corrección, dibujadas como signos, como cifras que no pasaron por el tanteo prenatal. iMe acer-

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co al secreto! y no quiero. Es hipócrita, es ma­rrajo decir no quiero cuando es no puedo, es im­poner, es camoufler el no poder con el no que­rer, porque el hecho es que quiero tanto que a lo mejor me pongo a simular que escribo y eso sería intolerable. Esto que estoy haciendo es una carta y una carta es una reserva, un poso de la alcancía, un sistema ahorrativo en el que se agrupan por su peso o densidad, pulsiones ora­les ... No sé- alguien más docto que yo sabría­deslindar en nuestras voces oraciones eficientes - lógicas o poéticas o las dos cosas - de otras, amorfas, que se escapan a su libertad patética. Piensa en el alma irracional que tanto conoces, con la que tanto hablan tus manos. El perro tie­ne dos lenguas: ladra, ha aprendido- por sí mis­mo, es decir creado - su ladrido semejante al habla - esto ya fue expuesto por los doctos -semejante, emulación devota del habla humana, pero cuando lo expresable, lo que exige una voz inmediata que diga lo indecible - inmediata a lo más allá - no ladra, aúlla. En esa infralengua trataré de escribirte. Pero iverás! es una situa­ción enrevesada la que se nos plantea a los que, por naturaleza, somos literatos cuando nos sen­timos - cuando dejamos de sentirnos creadores - dicho sea con la extrema modestia de la ver­dad - cuando no sentimos la dichosa preñez -dijo Rilke - de la palabra que late, queriendo ser - demostrando que es - cuando no lo sentimos, el aullido de que somos capaces es la reclusión - dieta alimenticia - ajuste a la lógica, relato: un prescindir - dejar - como si lo dejásemos -lo que no se nos da - un desnudarse de la en­voltura erótica, interna, y enfocar la realidad ex­terior, real-ismo - realidad y verdad quedan en­sambladas en el último fondo - y así se ajustan las cuentas, que no son tan triviales como las de la lavandera - son cuentas de lo que se quiere contar. Por este camino tortuoso vuelvo al pun­to de partida, que es mi empeño en contarte lo que pasó en torno a aquel ómnibus pequeñito que salía de Río hacia lugares - paseatas poéti­cas o caminatas negociables, prácticas, industria­les, económicas, cotidianas, esclavizadas, cega­das por la costumbre.

Me desvié del puro relato porque te hablé de mis ladridos de dogo prepotente y esto involu­craba el personalismo de mi conducta, que pre­tendía ladrar más alto que el doblar de las cam­panas. Sí, Dios mío - nuestro - es tan verdad que hasta el mero relato se extravía en el dédalo - yo, ya sabes, siempre Dédalus - y requiere deslindar cien veces los principios. Prosigamos: el comienzo fue así; podría poner fechas que es­tán claras en mi memoria, pero en vez de fechas te diré nombres, nombres que harto conoces y que aquí quedarán como vagas entidades ac­tuantes. Llegué y (no digo, como sería lógico, a partir de este momento, llegamos, porque los datos que te doy son, más que confidencia, con­fesión). Llegué y conocí a Sara Catá, diplomacia, digamos, como situación y como clima exube-

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rancia antillana. Y o, por mi parte, expansión cordial - lejano fondo de conocimiento olvida­do - reencuentro o inauguración de adorables juegos de chicas - se inaugura y se comparte una amistad en la que se intercambian prendas, juguetes, apresuradamente (lo apresurado que­da en el misterio fatídico, que dictaminaba la brevedad). Sara me hizo compartir sus amis­tades y entre ellas la de su novio, amante, en to­do caso, supremo, incomparable amigo, Vito Pentagna.

Del misterio no te digo nada porque fue pú­blico, señalada la trágica muerte de su padre por todos los periódicos. Al desaparecer Sara de Río, yo heredé la amistad de Vito. iCon qué acapara­dora ambición me apoderé de ese tesoro! Cons­te que sigo, porque los hechos destacan, por fuerza al reo, sin más propósito que el de expli­car y tengo que poner de manifiesto mi perso­nalísimo carácter de abominable exilado.. . Y o fui uno de esos que no quisieron asumir el exi­lio. España, claro está, me la traía en los entresi­jos, pero también me traía a Italia. La verdad es que me traía a Europa - de Francia, después de Jos años pasados, me costaba trabajo desterrar el idioma, de Grecia me quedaba la adoración os­tentosa, especie de sex-appeal, pero Italia era un recuerdo de años purísimos, el\ los que yo no era un dragón erizado. No, yo, en Italia, era un yo compartido (dejo para otra ocasión mi res­puesta a tu carta en la que me señalas un punto oscuro que encontraste en ALCANCIA. Un punto que, si quieres magnificarlo, puedes dipu­tado de espartano y si quieres abismarlo, califi­carlo de aullido silencioso). En fin, el caso es que Vito fue para - aquí el mí posesivo se am­plía en nosotros, porque Italia significa la- si di­go armonía se puede pensar que hablo de las al­mas y no, hablo de la armonía vital, subterránea, subsanguínea, inalterable por su poder antibióti­co para todo morbo circunstancial. Pero atemos cabos; Vito que no había ido nunca a Italia, fue para nosotros, Italia. Su casa, sus cosas, terracot­tas, mármoles, todo era un reencuentro corro­borador de que la pérdida no era total. En fin, ha llegado el momento de contarte, con el más fiel relato, cómo fue el primer viaje en el pequeño ómnibus.

Un día, Vito nos dijo, tenéis que ir a ver nues­tra casa en Valenya. (Debo advertir: a nuestra llegada, Sara, su familia cubana y nuestras amis­tades europeas procurábamos, por cortesía, ha­blar portugués pero nosotros impusimos entre Jos íntimos, con Vito, especialmente el Espa­ñol). Y fuimos un día con Vito, al fin, a buscar la conducción precaria que era la causa de la infre­cuencia del viaje para todos los suyos.

Llegamos en taxi a la Pra<;a Mauá y allí estaba esperando el pequeño ómnibus. Y o me senté, con Timo, en un asiento, Vito en el de delante, para ir indicándonos. El ómnibus, ya dije, re­temblaba con resignación cotidiana y afrontaba la lenta despedida de la ciudad: esa zona que en

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todas las ciudades se hace difícil y demorada, como el titubeo del rústico al final de las visitas. Río quedó pronto sobrepasado y fueron suce­diéndose pequeñas instalaciones industriales, favelas de Jata en los terrenos bajos, tabernas para los camioneros. La mañana era, por suerte, un poco gris, había un resol soportable que en­tonaba con la pobreza de la visión: vegetación escasa, ausencia de todo rasgo tropical. Esto duró menos de media hora. Yo, con el hombro apoyado en el cristal de la ventanilla, vi aparecer a lo lejos un edificio que se recortaba en la nie­bla sobre una colina. Nuestro vehículo no iba hacia él, se suponía que quedaría al lado de la carretera, en todo caso, íbamos a verle cada vez más cerca. Pregunté a Vito y dijo; No sé, no ten­go idea.

La casa fue aproximát)dose y dejándose ver. iCómo se puede ignorar tal belleza! ... No estaba claro su estilo arquitectónico, pero su empaque era oriental: dos torreones laterales que tenían algo - poco, pero algo de minaretes, lo que te­nía patente era su aspecto de refugio, de aisla­miento y elevación en la colina, emergiendo ra­diante del desierto industrial, que anulaba. Su elegancia de recluso desterrado, demostraba que no pertenecía a ningún poderoso de alta alcur­nia del país. Tenía algo de palacio de un répro­bo; alguna riqueza sensual, caprichosa; singular entre la riqueza admitida, se albergaba allí.

Y o tomé posesión de ella, yo la habité en un instante, autoinvitada por el dueño que mi fasci­nación le asignaba. Esta casa no podía pertene­cer a ningún gran señor que alternase con otros grandes señores. No era imaginable un cortejo de coches o carrozas acudiendo a sus fiestas ... Esta casa sólo podía ser de un turco, sirio liba­nés, enriquecido con las sedas que alfombraban - no por el suelo, pero sí por la mente del pasa­jero de la Rúa do Ouvidor- Lejos de la ciudad y del mismo campo industrial, lejos de todo aje­treo, el turco viviría allí aislado, con sus esposas y concubinas, cubiertas de perlas.

Fuimos alejándonos y se fue borrando su per­fección y riqueza, pero no se desvaneció su mis­terio. Seguimos, el camino dejó atrás los resi­duos de la urbe y la casa en la colina se disipó, afrontamos la sierra abrupta, pasamos ante el fa­ro rodoviario, tan reciente entonces, y llegamos a Valen<;a. Me cuesta trabajo hablar de esto, por lo que he hablado hasta la saciedad. Omito el tiempo que pasamos allí aquel día, para señalar que a la vuelta, mi primer pensamiento fue vol­ver a ver la casa del turco. Nada más subir al ómnibus, elegí el asiento de la derecha y con el hombro pegado al cristal de la ventanilla, me puse a esperarla. En efecto, su aparición, su emergencia entre la niebla -infrecuente en Río y siempre presente en torno a la casa - se dejó ver a lo lejos y se fue aclarando al acercarnos.

Bien sabes todo lo que pasó después. Nuestra ida a Valen<;a dejó de ser paseata y se convirtió

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en empresa, no sabría precisar la frecuencia. Re­cuerdo otro día en que Vito nos llevó a ver una fazenda, en la que trabajaban varios camperos -no sé en qué faena del campo - y comimos con ellos: cantaban tangos - no sé por qué aquellos campesinos brasileros cantaban tangos que, para mí, era· un recuerdo de Europa y un presagio de la Argentina - no sé por qué ni sé quiénes -creo que todos - en aquel momento vivíamos un amor apátrida- ¿paradoja? también la para­doja es prolífica. ¿por qué te hablo de esto? Principalmente porque ello era motivo de nues­tras frecuentes salidas de Río, al ir y al volver contemplaba la casa del turco, pero no sólo por eso, sino para que realices en tu mente lo que fue mi hostilidad al exilio, mostrada, abrillanta­da, embellecida por la amistad. (Bien sabes que soy uno de esos seres que, junto a los más gran­des amores, mantienen en plenitud, la facultad - digamos naturaleza - de la amistad). Y no puedo menos de recordar un poema que escribí para Vito, después de aquel día y que no llegué a dárselo porque no lo terminé: quería que fue­se más largo.

«¿Recuerdas cuando fuimos al país de los hombres?

No entendían tu idioma, de mí tenían miedo porque sus hembras tienen plumaje muy dis­

tinto.»

Yo, en los cuarenta, quemaba mis naves de juventud en el amor intelectual. Mi otra faceta­más bien rama esencial, medular - del amor materno andaba bien instalada en el confort de la mujer moderna, «los niños deben ser libres», etc ... y el mío se despedía de su infancia, con los libérrimos chicos de Elisabeth iDiosa tutelar! Ejemplar de hembra, espíritu hecho carne o car­ne hecha espíritu. Por entonces, a fines del cua­renta y dos, salté a Buenos Aires con Carlos.

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Vale la pena de consignar una cosa como he­cho histórico, hubo una época en la que los via­jes eran muy baratos ... Carlos y yo, íbamos y ve­níamos de Río a Buenos Aires con frecuencia, pero esto, que además harto conoces, no tiene nada- o apenas nada- que ver con lo que que­ría contarte, mi contemplación de la casa del turco.

Vuelvo a insistir en la hostilidad de que yo alardeaba en mi exilio y, claro, la hostilidad a mí no me es totalmente posible. Me negaba a hablar portugués - tengo, en general, poca facilidad para adquirir lenguas - pero a veces, en algunas frases cuyo sentido me era caro, llegaba a em­plear el idioma de la tierra, así, «a casa do turco» me era familiar y también empleaba mucho el diminutivo, incluso adaptado al español: siem­pre decía- y digo -el cafezinho. Tal vez la sim­patía de ese término, me recordó un nombre in­cluido en un verso de Rubén Darío.

«recordar el parque Cousiño como una divina visión.»

Estos dos versos, a muchos habrán hecho an­helar el ocaso en el parque Cousiño ignoto ... La parquedad, la potencia sintética de esa evoca­ción me ratifica en la preferencia - con carácter exclusivo - de los descubrimientos personales que se logran al vivir una ciudad. Hallazgos que jamás podrán incluirse en una guía turística. An­titurismo es un tema muy antiguo en mi obra y, podría decir en mi conducta, en mi larga vida viajera. Si me pongo a hablar de los encantos de Río, de mis cuarenta años, tendría que hablarte por ejemplo de mi hallazgo en la Rúa de Sao Clemente - magnífica perspectiva rectilínea, con el Cristo al fondo - pero a un lado, en una .... simplemente en una zapatería, en la vitrina, inesperada, inconcebible, una talla en madera rojiza - tal vez quebracho o alguna otra de país que no conozco - entre otras tallas pequeñas -

jez eterna, intemporal- que sacaba la lengua y, en la lengua posado, como una mosca - de dos centímetros- un violín ... iSímbiolo clarísimo, la Lisonja! Repito la fecha, en el cuarenta y tres o cuarenta y cuatro, eso estaba allí y yo lo ví y ja­más lo olvidaré. Tal vez esto te sirva - aunque no lo necesitas - para comprender mi aleja­miento de lo que todo el mundo siente, habla, comenta, exalta y - consecuencia - dice que soy insensible a todo el mundo; lo que pasa es que lo que hago - sin más remordimiento que lo poco que hago -es buscar, desenterrar las se­cretas creaciones de uno solo para dárselas a todo el mundo - si es que hay alguna parte del mundo que me lea - y buscar no sólo en esca­parates de zapaterías, sino en las grandes pers­pectivas donde, inesperadamente, se descubre la imagen de una vieja arpía, con un violín en la lengua. iüh, basta! No quiero hablarte más que de la casa del turco.

El tono de mis innumerables viajes fue infini­tamente cambiante. A Paquetá, que tuvo varios iy tan diversos! tiempos musicales. A Sao Paulo, con no sé qué absurda comisión, que no supe cumplir y del que sólo saqué el recuerdo de la niña de la silla, de Manzu en la Bienal, que guardo entre las cosas silenciables. De estas, ni una palabra, porque si en cuarenta años aprendí lo que es vivir en Río, también aprendí lo que es morir en el Brasil. El folclore español, que es mi Padre nuestro, me hace recordar a la Cucarachi­ta Martina, que pregunta a uno de sus preten­dientes qué es lo que hará por las noches y él le dice: «dormir y callar, dormir y callar... Pues vá­monos a casar» No te diré quién era el novio, pero a estas horas, yo, como Cucarachita, sólo me queda aullar y callar.

Volvamos a nuestro tema. Después de tantas

tres o cuatro - una cabeza.~d~e~m~u~j:e~r~v~ie~j:a~-~v~e~- ~:1:~:.....----..-··:~:?S~~j¡~~~~

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auroras y tramontas contemplando la casa del­turco, llegó el momento en que acabé por saber lo que era, en realidad. El anuncio de la infor­mación me hizo temblar. ¿Qué burgués enrique­cido se albergaría en ella? ... iLa realidad fue glo­riosa! Nada de fausto social, nada de confort ocioso, nada de papeleo ejecutivo ... iNada más y nada menos que CIENCIA!. .. Sobre sus minare­tes, en su aislado refugio, en su atardecer entre la niebla volando el ave de la SABIDURIA, so­bre sus noches eficientes, el buho de ATENEA! La casa, al fin y al cabo es, hace años - y siem­pre fue - la Fundación Instituto Oswaldo Cruz.

Entre las pocas cosas que temo, figura como terror pánico la decepción. Que califico de golpe mortal. Pues bien, ¿cómo decir lo que es el acierto? ¿cómo exaltar a la sublime alegría lo que es la coincidencia, el ajuste de piezas que se ensamblan con lo deseaao - imaginado, soñado - iüh, Luis! «La realidad y el deseo» cuando se encuentran.

Tú, Walmir; sabes bien lo que es una visión, sabes cómo acontece ese golpe o aliento en el que la emoción se transforma, iN o! se encarna o se arraiga en la carne propia, es decir, en la eter­nidad del yo mortal... Tú sabes bien lo que es una emoción, ¿para qué decir más? ... pues bien, esa emoción, aquella emoción fundada indele­ble, por la cámara de la visón-posesión y, de pronto, encontrada en papeles impresos, indis­cutiblemente real.

Están en mis manos los documentos que ates­tiguan su historia y lo más maravilloso ilo más misterioso! es que en las palabras, planes, proyectos de su creador, figuran frases, términos determinantes que figuraban en mi descripción mental - verbal también, es seguro, porque mis idas y venidas siempre fueron compartidas y yo

- extravertida al máximo - me dilaté cantándo­la. Señalaré textualmente algunos trozos de los documentos que me corroboran. «En los prime­ros años de la República que se caracterizan por la incorporación del impulso industrial europeo y norteamericano, cómo un hombre de ciencia soñó «un palacio de las mil y una noches» para al­bergar una Escuela de Medicina Experimental».

El misterio a la luz del día - rayo de anuncia­ción - nos inspira, tal vez indebidamente, el de­seo de explicarlo, digamos, pidiendo perdón, el anhelo de comunicarlo, pero es que tal fue el es­plendor, tan vital y entrañable fue la chispa que no se puede acallar su prurito de ser verificada. ¿Qué es lo que pasó el primer día, qué es lo que percibí, en su descripción esencial fenoméni­ca? ... Que aquello era la mansión suntuosa don­de un hombre se retiraba con su amor. Pronósti­co soterrado, «Dentro de una institución cientí­fica, ello puede ser una actividad útil llena de enseñanzas, o un trabajo inútil, monástico o meramente curioso». Todo esto es lo que yo percibí - entendí - directamente del creador. Estos papeles que he conseguido, provienen de los mantenedores, discípulos - tanto discutí con el maestro Unamuno - ultratumba - sobre lo didáctico-erótico que ellos, sobre todas las co­sas, es el amor lo que mantienen. Yo, en el óm­nibus tembloroso, lo que percibí fue el amor. Ese amor precisamente, del cual se ha dejado de hablar hace tiempo. El amor que yo viví a los ochos años - tan claramente vivo en mí a los ochenta y ocho como sólo puede irradiar eterni­dad el amor verdadero. El amor que yo practiqué - mantuve como un culto de rito incansable -en la lectura de Julio Verne. Ya he escrito mu­cho sobre esto, pero nunca bastante. Un amor en su tiempo auroral, con su extensión - época -abarca todo lo que germina o florece; arte, an-dadura social... Copio, «La elección del estilo es­tá sujeta, en gran parte, al estilo de la época, la

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Europa y al Brasil de edificios bastante significa­tivos». El «exótico gusto neo-morisco» es el que me hizo formular la idea de un mahometano ro­deado de huríes dispensadoras de placeres y cla­ro, en las vitales correspondencias. «Les par­fums, les couleurs et les sons se répondent». El placer de la investigación - «útil o inútil» - go­zado en un reducto singular, aislado refugio inaccesible al vulgo, era lo que arrebataba a los hombres que vivían para la ciencia. Lo indecible está en la luz de amanecer en que apuntaba la creación científica - de tan antiguo origen -alumbraba también al eclecticismo agónico del «art nouveau» y a la filosofía que llevaba clava­do - ien su carne! -como un parásito tropical, un amor imposible - monstruosa paradoja, su­blime como todo verdadero amor- que el Brasil acoge nada menos que en su bandera - cuaren­ta años vividos bajo esa bandera me han hecho comprender todo esto, y mucho más ...

Las sorpresas son infinitas y son deliciosas cuando fluyen de un hontanar benigno. iQué no serán cuando proceden de alcurnia tan gloriosa! Y o conocía desde hace ya algún tiempo, la exis­tencia del Instituto Oswaldo Cruz y en el fondo de mi alma subrayaba mi veneración por el nombre de su creador al que mi turco poético quedaba sirviendo de vasallo - quedaba en mi mente porque jamás apagué su imagen - y yo creía que pocos conocedores le rendirían un ho­menaje tan apasionado como el mío cuando, de pronto, recibo - por la parte de mí misma que siguió algún tiempo anclada en el Brasil - otro documento valiosísimo. Si hablo de su valor tengo que decir exactamente a cuánto alcanza, . que es, contantes y sonantes, cincuenta mil cru- , -zeiros. Suprimamos el dicho común porque ni ·· suenan ni cuentan; van cifrados en una nota que ostenta la imagen de la ¿casa, Instituto, Palacio? rigurosamente grabada, con la finura y perfec­ción forzosas en los grabados del papel moneda.

Qué justa, qué vitalmente elevada está la coli­na de su flamante instalación. Es su pueblo el que la pone en ese lugar y a mí me encanta por­que, en mi pueblo ese es el lugar en que han puesto a los poetas, Juan Ramón Jiménez, Rosa­lía de Castro y otros grandes hombres hoy día moran en nuestros bolsillos representando el elemento - en bien medidas dosis - de que so­mos dueños. Yendo más a la pura esencia; el elemento que es dueño, por su peso específico, de nuestra levedad o pesadumbre. El elemento que puede tener las imágenes más nobles, em­bajadoras del valor humano, pero que, en tanto que papeles, representan mundos de inconcebi­ble fisonomía ...

A esos mundos alcanza la eficiente dinamo que late en la casa, Instituto Oswaldo Cruz, hay que decir, porque allí se valora la moneda de la vida. Allí las alzas y las bajas de los valores con­sistían en los poderes mortíferos de las moscas que podían asolar regiones. iY aquí de lo curio-

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so, de lo exquisito, de Jo superfluo! Las moscas, sus cabezotas obtusas, aparecen en los folletos del Instituto detalladamente grabadas y enmar­cada cada una por gentiles trazos modernistas. Con información o sin ella, de golpe como apa­rición sorprendente o como presencia mítica frecuentada, la Casa es una creación que irradia amor y belleza como dádiva de amor.

Me dilato por no poder contener mi barro­quismo natural y sé que no he dicho nada que tú no sepas desde siempre - desde tu siempre -y que sólo te cuento por lo que puedas no haber conocido en el tiempo en que llevabas pantalo­nes cortos. No hay nada nuevo aquí y, sin em­bargo, hay tanto que queda por decir. Como no puedo escribir, es decir, trabajar y temo que no vuelva a poder, tal vez pueda otro día mandarte otra de estas cosas, que no quiero que cuentes ni siquiera en el estilo epistolar- género tan fa­moso - simples papeles que tal vez acojan estos Cuadernos, y que serán - si son - cartas fami­liares en las que se habla de las cosas de casa. Tú y yo, si hablamos de las cosas de casa, habla­mos de los cimientos, de lo que nuestra casa sustenta, del amor y la amistad - puedes supri­mir la conjunción. Como no quiero hablar en forma pública de nada de lo referente al aullido, me disiparé - tal vez: no estés seguro - en glo­sar los giros y evoluciones, los juegos serios, fatídicos - de la amistad. Aparecen - si apare­cen - otros nombres, otros tiempos, otros luga­res. Tú mereces estas cartas porque tú siempre has seguido queriéndome aunque tanto me has visto en mi especial singularidad de ser odioso. Y te prometo que buscaré un signo que me defi­na, una palabra que sea mi confesión.

.No me creo capaz de lograrla y la escojo del plantío de uno de mis genios más queridos. La escojo - la tomo, me la apropio - porque esos genios intemporales, inespaciales tienen el plan­tío de sus flores - sus chispas - al alcance de nuestras manos, así que, si quiero decir lo que fue - y sigue siendo - Río, con sus puertas - a quince o veinte kilómetros·- de entradas y sali­das, con todo lo que entró y salió de amor, do­lor, alegría, vida y muerte... todo esto te lo ofrezco en la síntesis robada a Rubén. Y o te di­go, la síntesis de mi saudade es

«recordar la casa del turco como una divina visión.»