La Cenicienta

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4/2/2015 CHAPOÑAN PINGO JULIA LA CENICIENTA JESSICA NAVARRO VASQUEZ

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4/2/2015

CHAPOÑAN

PINGO

JULIA

LA

CENICIENTA

JESSICA NAVARRO VASQUEZ

Chapoñan Pingo Julia

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LA CENICIENTA

Había una vez en Sol de Mayo un señor

viudo que tenía una hija muy linda.

También era dueño de una gran

estancia, con muchos potreros llenos de

animales y sembrados de trigo, maíz,

girasol y soja que le hacían ganar mucho

dinero.

Él estaba muy triste por haber perdido a su esposa y triste veía

también a su hermosa criatura. Entonces resolvió volver a

casarse, para que su hogar fuera alegre nuevamente.

Buscó novia y encontró a una señora muy fina y elegante que

era viuda como él y tenía dos hijas. Pronto se casaron y para la

jovencita sin madre la vida cambió totalmente. La señora fina

y elegante se volvió una mandona llena de rezongos, sus dos

hijas eran dos inútiles insoportables

y feas, además.

La pobre chica debió ocuparse de

todas las tareas de la casa- su papá

tenía tanto trabajo con el campo que

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ni tiempo tenía de darse cuenta de nada- y la madrastra en

su presencia se hacía la dulce, pero en cuanto se daba vuelta

empezaba a los gritos: -¡Vamos, a cebarnos el mate a la cama!¡A

pasar la aspiradora!¡Hay que planchar!!¡Échame aire que me

muero de calor!¡Limpia la pileta que queremos nadar!¡Téjenos

un pulóver!¡Cósele el dobladillo a los jeans de las chicas!¡Dale de

comer a las gallinas!¡Atá los perros!¡ Regá el jardín!¡Anda al

almacén!¡Prendé la salamandra!¡Este mediodía quiero comer

carne a la parrilla!¡Y esta noche también!

La muchacha corría de aquí para allá todo el día, desde el

amanecer hasta la noche. Entre tanto humo de la parrilla y

cenizas de la salamandra, se cubrió toda de un polvillo gris, así

que las otras tres no tuvieron mejor idea que ponerle de

sobrenombre CENICIENTA.

De ahí en adelante no tuvo otro nombre

que ése ni otra ocupación que la de

trabajar en la casa sin descanso. Nunca

más pudo andar a caballo, tocar el piano,

juntar margaritas, mirar la tele.

Una tarde llegó a la estancia una

invitación para un baile. Según parece,

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la había mandado con el veterinario el Príncipe de La

Blanqueada, que andaba buscando novia y quería elegirla entre

las chicas de las estancias. Sus padres, los reyes, conocían a todos

los vecinos de la zona y mandaron tarjetas para cada una de

las muchachas casaderas. La madrastra no sólo escondió la que

venía a nombre de Cenicienta en la troja del maíz, sino que

inmediatamente le ordenó a ella que les cosiera los vestidos

para la fiesta.

Se hizo traer las mejores telas de Buenos Aires, además de

plumas, flecos, lentejuelas y tres abanicos grandes como la cola

de un pavo. También una dama Juana del perfume más caro,

una revista de peinados, dos de modas y tres sobre dietas para

adelgazar. (Tanto asado las había puesto como elefantas a ella y

a sus hijas).

A Cenicienta se le sumó más trabajo: hacer comida especial,

aprender peluquería y coser los modelitos complicados que

eligieron, con un montón de pretensiones, las tres mujeres.

Para colmo, la malvada madrastra se encargó de hacerle saber

que ella no estaba invitada ¿Quién podía ser el tonto que

quisiera que una sirvienta, toda llena de ceniza, fuera a

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semejante baile de lujo? Llegada la fecha del baile, las señoras de

la casa se prepararon con todo cuidado.

La madrastra de Cenicienta rogaba que el Príncipe de la

Blanqueada eligiera a una de sus hijas. Después se ocuparía de

conseguirle a la otra un buen candidato. ¡Ya se veía de visita en

el palacio, comiendo palmeritas con la reina y escuchando

tangos con el rey! Sus hijas, mientras tanto, se peleaban entre

ellas por posible novio, cacareando como gallinas. Cenicienta

corría para todos lados tratando de que quedaran prolijas.

(Lindas no lucirían jamás porque no solo eran malas y egoístas

sino bastante fuleras).

A la tardecita salieron para La Blanqueada, a la estancia del

príncipe. Iban las tres tan arregladas, que parecían tres

paquetes de regalos, llenas de brillos y moños. Cuando llegaron

a la tranquera no lo podían creer. Toda la entrada tenía

guirnaldas con luces de colores colgadas de los eucaliptos.

Había al fondo, junto a la casa, una carpa enorme. A un costado

los asadores repletos de carne y unas mocitas muy simpáticas

que convidaban con choripanes. Sobre un palco estaba la

orquesta, todos los músicos usaban pantalón negro con camisa

dorada y zapatos blancos, el colmo del refinamiento. Tocaban

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con entusiasmo valses vieneses y chamamés mientras un

montón de parejas le daban al baile, levantando polvareda con

las alpargatas.

La madrastra de Cenicienta y sus hijas se acomodaron en un

banco de madera, a esperar que el príncipe de La Blanqueada

apareciera y eligiera novia…

Allá en la calle ancha de Sol de Mayo se había quedado

Cenicienta, mirando con tristeza cómo se alejaban hacia la

fiesta las tres mujeres que tan mal la trataban ¡Estaba muy

cansada! Las primeras estrellas ya venían saliendo atrás de la

escuelita y ella tenía tantas ganas de llorar que se le hacían en

los ojos nubes de lágrimas.

Despacito, despacito se fue yendo hasta la casa, juntando una

cosa allá y otra por acá. Sabía que cuando regresaran del baile,

su madrastra e hijas le harían la vida imposible… En eso de

ordenar estaba cuando algo se le

apareció de golpe: la silueta de una

señora de pelo gris y anteojos

redondos, vestida con remera,

pantalones, con un poncho sobre

los hombros porque la noche venía

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fresca y…¡Una varita mágica con forma de espumadera en la

mano derecha!

Cenicienta abrió los ojos como platos y la boca de igual forma,

tan grande, que un bichito de luz casi se le acuesta a dormir

entre las muelas. Escuchó que la dama decía, sonriendo con

dulzura:

-¿Por qué esa carucha ?¿Tenéis ganas de ir al baile, verdad?

Ánimo, acá estoy yo para ayudarte.

-¿En serio? ¿Cómo? -respondió asombrada Cenicienta.

-¡Con mis súper poderes mágicos, bebé!¡Soy tu hada madrina! –

y al mismo tiempo que lo decía, el hada hacía

¡PATAPÚFETEPOM!

Y de la nada salía una moto espectacular conducida por un

motoquero simpático, todo vestido de cuero negro.( En realidad

la moto estaba hecha con una carretilla vieja y el motoquero

era un perro transformado).

-Súbete a mí a mi moto nena, súbete ya. No tengas miedo,

nena, todo es rock. Vamos volando, nena, esto es pasión.

(Cantaba el motoquero, haciendo globos con un chicle al mismo

tiempo)

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-¡Pero así vestida no puedo ir ni hasta la otra tranquera!-se

afligió Cenicienta.

Entonces el hada hizo con la varita nuevamente

¡PATAPÚFETEPOM! Cenicienta volvió a tener el pelo brillante

como en las publicidades de televisión y quedó vestida como una

verdadera princesa de los cuentos: un vaporoso vestido largo de

tul con los colores de la noche y sobre él bordadas miles de

estrellas. Una corona de perlas en la cabeza y sandalias doradas

con tacos altísimos de cristal en los pies.

Además, un pañuelito verde- nadie debe salir sin pañuelo,

aunque parezca una princesa- y una cartera para llevarlo

tejida con hilos de esponja para lavar los platos que relucía

como el sol y la luna juntos. Inmediatamente Cenicienta, con

cara de feliz cumpleaños, se subió a la moto, contenta de poder

ir ella también a la fiesta del príncipe de La Blanqueada.

El hada madrina alcanzó a avisarle:

-Nena, volvete a las doce en punto, porque en ese momento

todo el hechizo terminará y volverás a ser la de siempre. (El

hada no había pagado la última cuota del club de las hadas y su

espumadera-varita mágica tenía el crédito vencido).

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BRRRRRRRRRRRRRRRUUUUMMMMMMMMMM hacía la moto por la

calle ancha, ZUUIIIC, doblaba para La Blanqueada y en el

asiento de atrás, con el vestido volando al viento, iba Cenicienta

cantando: -Paso por el boliche, hoy salgo de noche, me gusta el

bochinche El baile no me he perdido, me meto en el ruido a

bailar sin parar!

Pronto llegaron a la fiesta. Justo que Cenicienta entraba a la

carpa, el príncipe se aprestaba a elegir compañera para el

baile. Las muchachas estaban alertas, en particular las

insufribles hermanastras. Gran sorpresa para la concurrencia

fue ver que la recién llegada, desconocida para todos, era la que

el príncipe tomaba en sus brazos para iniciar el baile al

compás del “Danubio azul”.

Bailaron ese vals y otro y

otro…cuarteto cordobés, rap,

carnavalito también. Mientras

bailaban se miraban a los ojos y se

enamoraban cada vez más. Hasta

que Cenicienta vio por un agujerito

de la carpa que una lechuza le

hacía señas, diciéndole: -

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¡Chist!¡Chist! Apurate Cenicienta, volvé a tu casa que ya van a

dar las doce.

Así que la chica largó el baile y sin despedirse salió corriendo

para subirse a la moto y llegar a tiempo. Sobre el pastito quedó

una sandalia dorada con taco alto de cristal. Era el único

recuerdo que al príncipe le quedaba de ella.

Ni bien pasó la tranquera de la estancia de su padre,

¡PATAPÚFETEPOM! Las cosas estuvieron como antes. La moto

volvió a ser carretilla, el motoquero a ser perro y Cenicienta a

estar tan descolorida como su ropa, sólo le quedaba en un

bolsillo la otra sandalia dorada con taco alto de cristal…

A la mañana siguiente debió retomar sus agotadoras tareas de

la casa, debiendo soportar además el malhumor de las otras tres

mujeres. El príncipe ni las había mirado siquiera. Sólo la bella

desconocida había contado para él.

Al concluir el desayuno, llegó una camioneta con un enviado

del rey. Andaba por los campos buscando a la hermosa chica de

la noche anterior.

El Príncipe le había dicho a sus padres que solamente con ella

se casaría y con ninguna otra. Así que de La Blanqueada a La

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Rápida y hasta casi el Salado, pasando

por Moll, Las Marianas y Almeyra, iba el

pobre hombre con la sandalia en un

almohadón probándosela a cuanta

mujer joven encontrase.

Al llegar a la casa de Cenicienta de Sol de

Mayo, la madrastra salió a recibirlo con

mis cumplidos, mientras sus hijas, al ver

el tamaño del calzado, querían cortarse

los dedos o rebanarse el talón. El tamaño

de sus pies estaba más para jugar al

básquet con Manu Ginóbili que para usar

sandalias doradas con taco alto de cristal.

Ni hablar siquiera de los callos y juanetes

que les adornaban semejantes… patas.

En eso estaban forcejeando entre malas

palabras cuando se arrimó Cenicienta y

le preguntó al señor:

-¿Usted anda

buscando la

compañera de

ésta?- y sacó la

sandalia que tenía

en el bolsillo.

Mientras las tres insufribles se mordían

los codos de la rabia, la linda chica se

ponía el par completo y se subía a la

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camioneta del rey para ir a buscar a su príncipe. Cuando éste

la vio llegar se puso loco de contento.

Sus padres anunciaron la boda e invitaron a todos los vecinos

¡Fue una fiesta magnífica e inolvidable! A partir de ese

momento Cenicienta y su esposo fueron felices para siempre…

¿Y la madrastra con sus hijas? Cenicienta las perdonó, pero el

monarca, para que aprendieran a ser buenas y a trabajar, las

mandó a un criadero de chanchitos que tenía por allá.

Además, les dejó unas vaquitas, para que las ordeñaran todos los

días y las instrucciones para que fabricaran queso, ricota y dulce

de leche.