La Chica Con Pies de Cristal - Ali Shaw

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Extraños sucesos ocurren en elremoto archipiélago de Saint Hauda.Criaturas de una rara bellezasobrevuelan la marisma helada yanimales albinos encuentran refugioen los bosques, mientras las medusasiluminan con destellos eléctricos eloscuro fondo del mar.

Tras unas breves vacaciones en unade las islas, la joven Ida Maclairddescubre que sus pies se estánvolviendo de cristal. Alarmada, Ida

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regresa a Saint Hauda en busca deuna explicación a este fenómeno. Allíse encuentra con Midas Crook, unfotógrafo tímido y solitario, conquien vivirá una historia de amor tanhermosa como urgente, pues lametamorfosis de Ida avanzainexorable. Sin embargo, laapasionada determinación de lajoven choca con la aparenteparsimonia de la vida en SaintHauda, donde cada personaje pareceesconder oscuros secretos,relacionados entre sí como nudos de

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una complicada madeja.

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Ali ShawLa chica con pies de

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cristal

ePUB v1.0GONZALEZ 11.12.11

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Título Original: The Girl With Glass Feet

Autor: Shaw, AliTraducción: Gemma Rovira OrtegaFecha Edición: 01/2011© Publicaciones y Ediciones Salamandra,S.A.

ISBN: 978-84-9838-347-8

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Capítulo 1

Ese invierno aparecieron en laprensa noticias un tanto extrañas: uniceberg con forma de galeón habíapasado flotando, rechinante ymajestuoso, frente a los acantiladosdel archipiélago de Saint Hauda; uncerdo gruñón había guiado a unossenderistas extraviados hastasacarlos de las grutas que hay bajo elpeñón de Lomdendol; un estupefactoornitólogo había contado cinco

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cuervos albinos en una bandada dedoscientos. Pero Midas Crook noleía el periódico: sólo miraba lasfotografías.

Ese invierno, Midas había vistofotos por todas partes. Rondaban losbosques y acechaban al final decalles desiertas. Había tantas que,mientras se preparaba para dispararuna, otra se le cruzaba y, al seguir sutrayectoria, descubría una tercera enel visor.

Un día de mediados dediciembre, fue a la caza de

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fotografías al bosque, cerca deEttinsford. Oscurecía, y los últimosrayos de luz vespertina se filtrabanentre los árboles, proyectándosesobre el terreno como haces dereflectores. Se apartó del caminosiguiendo uno de esos rayos. Lasramitas crujían bajo sus zapatos. Unpajarillo se escabulló a saltitos porencima de la hojarasca. Las ramasoscilaban y entrechocaban, cortandoel errante haz luminoso. Midascontinuó su persecución, pisando surastro de sombras.

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En una ocasión, su padre le habíacontado una leyenda: los viajerossolitarios que recorrían caminospoco frecuentados y llenos de malezavislumbraban un resplandorhumanoide que deambulaba entre losárboles o flotaba en un lago encalma. Y algo, una especie deimpulso instintivo, los incitaba aapartarse de la senda y perseguiraquel resplandor, adentrándose en ellaberinto de árboles o en aguasprofundas. El resplandor no tomabaforma hasta que lo alcanzaban y

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apresaban. A veces era una flor depétalos fosforescentes. Otras, unpájaro chispeante con brasas en lasplumas de la cola. En ocasiones seconvertía en una persona, y losviajeros creían vislumbrar, bajo unaaureola similar a un velo, los rasgosde un ser querido perdido muchotiempo atrás. La luz ibaintensificándose hasta que producíaun destello, momento en que losviajeros quedaban cegados. El padrede Midas no había necesitadoexplicar qué les pasaba después.

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Vagaban perdidos y solos por losfríos bosques.

Era una tontería, por supuesto,como todo lo que le contaba supadre. Pero la luz sí era mágica,revitalizaba la apagada tierra. Unrayo suspendido entre las ramas fue adar contra un tronco, tiñendo deamarillo la resquebrajada corteza.Atraído por él, Midas avanzó consigilo y lo capturó con su cámaraantes de que desapareciera. Echó unvistazo rápido a la pantalla ycomprobó que había obtenido una

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buena imagen, pero estaba ávido demás. Otro rayo iluminó unas zarzas yun acebo que tenía delante: las bayasse tornaron de un rojo intenso; lashojas, de Un verde venenoso. Midasle disparó, y a continuación siguióotro que se alejaba entre la maleza;el rayo iba adquiriendo velocidadmientras él tropezaba con las raíces yse enredaba en los espinos. Lopersiguió hasta la linde del bosque, yaún más allá, hasta terreno abierto,donde el matorral descendía hacia unrío. Los cuervos revoloteaban en un

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cielo de jirones oleosos. El agua,oculta, borbotaba cerca de allí yformaba una oscura charca al final dela pendiente. El rayo de luz colgabasobre la charca como una cintadorada. Midas se precipitó pendienteabajo para atraparlo; se resbalaba enel blando suelo y el aire le dolía enlos pulmones; recorriótambaleándose los últimos metroshasta la orilla. Una capa de hielo finocubría la superficie e impedíacualquier reflejo, así que lo únicoque vio en la charca fue oscuridad.

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El rayo se había desvanecido. Lasnubes se habían juntado muy rápido.Midas jadeaba, doblado por lacintura, con la cabeza colgando y lasmanos apoyadas en las rodillas. Sualiento formaba una nubecilla devaho suspendida en el aire.

—¿Estás bien?Al volverse, resbaló con un pie

sobre un terrón de barro y cayó haciadelante. Se levantó con las manossucias y unas frías manchas de lodoen las rodillas. En una roca planahabía una chica sentada con aire

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circunspecto. ¿Cómo no la habíavisto antes? La chica parecía reciénsalida de una película de los añoscincuenta: su cutis y su pelo rubioeran tan claros que Midas creyó estarviendo en blanco y negro. Llevaba unabrigo largo, ceñido con un cinturónde tela, un gorro blanco y guantes ajuego. Parecía un poco más jovenque él, que tenía veintitantos.

—Perdona si te he sobresaltado—se excusó la chica.

Sus iris gris titanio eran su rasgomás asombroso. Sus labios no eran

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nada especial y los pómulos noresaltaban. Pero aquellos ojos...Midas reparó en que los estabamirando fijamente y desvió la vista.

Se volvió hacia la charca con laesperanza de encontrar la luz. Al otrolado del agua había un pradodelimitado por una valla de alambrede espino, donde un carnero gris ylanudo, con unos cuernos queparecían amonites, miraba al vacío.Más allá empezaba otra vez elbosque; no se divisaba ningunagranja cerca del prado del carnero.

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Tampoco había ni rastro de la luz.—¿Seguro que estás bien? ¿Has

perdido algo?—La luz. —Se volvió hacia ella

y se preguntó si la chica la habríavisto también. Estaba en la roca, a sulado; caía desde una brecha abiertaen las nubes—. ¡Chist! —Midasapuntó durante medio segundo ydisparó.

—¿Qué haces? —preguntó lachica.

Examinó la imagen que aparecíaen el visor de la cámara; no estaba

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mal. La mitad de la roca donde ellaestaba sentada quedaba sumida en lasombra bifurcada de un árbol,mientras la otra mitad se convertía enun pedazo de ámbar reluciente.Pero... un momento. La examinó conmayor detenimiento y vio que habíaestropeado la composición, pueshabía cortado la puntera de sus botas.Se dijo que no era extraño quehubiera cometido ese error, porquela chica tenía los pies muy juntos yllevaba unas botas exageradamentegrandes. Cubiertas de cordones y

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hebillas, parecían camisas de fuerza.Además tenía un bastón cruzadosobre el regazo.

—Oye, que sigo aquí.Midas levantó la cabeza,

alarmado.—Y te he preguntado qué hacías.—¿Qué?—¿Eres fotógrafo?—Sí.—¿Profesional?—No.—¿Amateur?Midas frunció el ceño.

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—¿Eres fotógrafo en paro?El agitó las manos sin precisar.

Esa complicada pregunta lopreocupaba a menudo. Lo que lagente no entendía era que lafotografía no era un empleo, ni unaafición ni una obsesión;sencillamente era tan fundamentalpara su interpretación del mundocomo el efecto de la luz quepenetraba en sus retinas.

—Me las apaño... con lafotografìa —farfulló.

—Es de mala educación

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fotografiar a la gente sin suconsentimiento —soltó ellaarqueando una ceja—. No a todo elmundo le gusta.

El carnero, en el prado, emitió ungruñido.

—Bueno, ¿me dejas verla? —prosiguió la chica—. Esa fotografíaque me has hecho.

—En realidad... no es unafotografía tuya —explicó tendiéndolela cámara con timidez, ligeramenteladeada hacia ella—. Si lo fuera, lahabría encuadrado de otra manera.

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No habría cortado... la punta de tus...botas. Y te habría pedido permiso.

—Entonces, ¿de qué es?—Podríamos decir que de la luz

—contestó él encogiéndose dehombros.

—¿Me dejas verla más de cerca?Antes de que Midas pudiera

pensar cómo componer una frasepara decir que no, que mejor que no,que prefería que no, que no legustaba que nadie tocara su cámara,la desconocida estiró un brazo y lacogió. La correa, que llevaba al

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cuello, se tensó y lo obligó aacercarse mucho a ella. Hizo unamueca y esperó, incómodo,manteniéndose lo más lejos posiblede la chica. Observó de nuevo susbotas. No sólo eran grandes: erandesproporcionadas, enormes parauna chica tan delgada. Casi lellegaban hasta las rodillas.

—Dios mío, he salido horrible.Muy oscura. —Suspiró y soltó lacámara. Midas se enderezó y,aliviado, retrocedió un paso sin dejarde mirar las botas—. Pertenecían a

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mi padre, que era policía. Sirvenpara caminar lenta y pesadamente.

—Ah, ya.—Mira. —Abrió su bolso y sacó

la cartera, donde llevaba unafotografía manoseada en la queaparecía ella con shorts vaqueros,camiseta amarilla y gafas de sol, depie en una playa que Midasreconoció.

—Shalhem Bay, cerca deGurmton —dijo.

—El verano pasado. La últimavez que vine al archipiélago de Saint

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Hauda.Le tendió la fotografía para que

la examinara. Se la veía bronceada ycon el cabello de un rubio tostado.Llevaba unas chanclas que dejaban aldescubierto unos pies pequeños yraros.

Midas oyó un resoplido a suespalda y dio un respingo. El carnerohabía adornado su cornuda cabezacon una corona de vaho.

—Eres muy asustadizo. ¿Seguroque te encuentras bien? ¿Cómo tellamas?

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—Midas.—Un nombre poco común. Él se

encogió de hombros.—Supongo que si te llamas así

no te suena raro. Yo soy Ida.—Hola, Ida.Ella sonrió mostrando unos

dientes ligeramente amarillentos.Midas no entendió por qué eso losorprendía; tal vez porque el resto desu persona tenía una tonalidadgrisácea.

—Ida.—Sí. —Señaló la moteada

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superficie de la roca—. ¿Quieressentarte?

Midas tomó asiento a unospalmos de ella, que preguntó:

—¿Me lo parece a mí o estáhaciendo un invierno malísimo?

Las nubes se habían vueltodensas y grises como el cemento. Elcarnero restregó una pata traseracontra la valla, y el alambre deespino le arrancó un mechón de lanaparda.

—No lo sé —respondió él.—Ha habido muy pocos de esos

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días fríos y despejados en que elcielo luce azul brillante. Me gustanlas jornadas al aire libre. Y las hojassecas no son de color cobrizo, sinogrisáceo.

—Son bonitas —dijo Midas,examinando el manto de hojarascaque había ante sus pies. La chicatenía razón.

Ella rió: una risa débil ysocarrona que a Midas no acabó degustarle.

—Pero tú vas vestida de gris —observó. Le sentaba bien ese color.

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Le habría gustado fotografiarla entrepinos, en un entorno monocromático.Llevaría un vestido negro ymaquillaje blanco. El utilizaríapelícula de color y capturaría eltenue rubor de sus mejillas.

—Antes vestía ropa de coloresllamativos: azafrán, escarlata... Yestaba bronceada. Hay que ver.

Midas hizo una mueca.—Bueno, no me extraña que te

gusten los inviernos en blanco ynegro. Eres fotógrafo. —Se inclinóhacia él y le dio un empujoncito

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juguetón; Midas habría chillado si nose hubiera quedado tan sorprendido—. Como el hombre lobo.

—Hum...—Ves en blanco y negro, igual

que los perros. A mí, en cambio, megustan los inviernos coloridos. Estoydeseando que vuelvan. Antes no erantan deprimentes. —Mantenía los piesmuy quietos; no los movía ni hurgabaen la tierra como Midasacostumbraba hacer—. Y si no eresfotógrafo profesional, ¿qué haces?

El recordó de pronto las

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advertencias de su padre sobre queno debía hablar con desconocidos.

—Trabajo para un amigo mío —dijo tras un carraspeo—. Es florista.La tienda se llama Catherine's.

—Qué divertido.—Me regala trozos de papel. Del

que se usa para hacer los ramos.—Una floristería debe de ser una

pesadilla para un fotógrafo quetrabaja en blanco y negro.

El carnero hurgó en la tierrafangosa con una pezuña.

Midas tragó saliva. Había

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hablado más de lo que solía hablaren varias semanas. Se le estabasecando la boca.

—¿Y tú?—¿Yo? Supongo que podríamos

decir que no soy apta para el trabajo.—¿Por qué? ¿Estás enferma?Ida se encogió de hombros. Una

gota de lluvia cayó en la roca. Ida secaló más el sombrero. Otra gota dioen una de sus botas, formando unpunto reflectante a la altura de losdedos del pie.

—No lo sé —dijo tras un suspiro

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—. Será mejor que vuelva —añadió,mirando al cielo. Cogió su bastón y,con cuidado, se puso en pie.

Midas contempló la pendientepor la que había descendido a lacarrera.

—¿Adonde? —preguntó.Ella señaló con el bastón: junto a

la orilla del río discurría una sendaserpenteante.

—A casa de un amigo.—Ah. Bueno, yo también tengo

que irme.—Encantada de conocerte.

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—Igualmente. Y... que temejores.

Ida le dijo adiós con una manovacilante, se dio la vuelta y echó aandar por el sendero. Caminaba apaso de tortuga, apoyando concuidado el bastón antes de cada paso,como si aprendiera de nuevo a andartras una larga temporada postrada encama. Al verla marchar, Midas sintióque algo tiraba de él. Quería haceruna fotografía; esta vez deseabafotografiarla a ella, no la luz. Titubeóun momento y le disparó por detrás:

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su figura arrastrando los pies con eltelón de fondo del agua y el pradogris del carnero.

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Capítulo 2

Había desarrollado una formadeterminada de caminar, adaptada asu estado. «Paso, pausa, paso», enlugar de «paso, paso, paso».Necesitaba ese instante de pausapara plantar bien el pie. Como lospasos de apertura de un baile. Lasbotas que llevaba eran gruesas yacolchadas, pero suponía que unacaída accidental o un tropezóninoportuno podían causarle un daño

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irreparable que acabaría con ella. Yentonces todo habría terminado.

¿Y qué sentía cuando caminabasobre hueso y músculo, sobre talonesy planta de los pies? Ya no seacordaba. Para ella, andar era comolevitar: iba siempre un par decentímetros por encima del suelo.

El río fluía tranquilo; aquíchapaleteaba al formar una pequeñacascada, allí acariciaba una rocacubierta de hierbajos similar a unacabeza con melena verde. Ella seguíarenqueando; de vez en cuando, una

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gota de lluvia se disolvía en suabrigo o mojaba su gorro de lana.Ese era otro problema de esaestúpida forma de moverse: nuncapodía ir lo bastante rápido paraentrar en calor. Se tapó la barbilla yla helada nariz con la bufanda.

Unos matorrales de acebomojaban sus ramas en el río. Unapalomilla se posó en un racimo debayas de color intenso. Ida se detuvomientras la mariposa nocturnaagitaba las alas, de un marron sucio ycon motitas de un verde exuberante.

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—Hola —la saludó.El insecto se alejó.Ida siguió su camino.Quería que la palomilla volviera.

A veces, cuando cerraba los ojos,veía más colores de los que podíaver en todo un día en Saint Haudacon los ojos abiertos.

Siempre le había gustado bailarenvuelta en el remolino de vivoscolores de vestidos y camisas,rodeada de caderas, hombros ytraseros que entrechocaban con lossuyos. Había vencido el sueño

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mediante el placer de la compañía,ya fuera acurrucada en una fría tiendade campaña y abrigada con un gruesojersey, o intercambiando historiasmientras jugaba a las cartas en elpiso de alguna amiga hasta elamanecer. Pero en aquellas islas nopodía hacer nada de eso.

Tenía la gastada guía delarchipiélago de Saint Hauda quehabía comprado en su estancia allí elverano anterior. Cuando la habíaabierto —ya en invierno, por primeravez desde aquel primer viaje—,

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cayeron unos granos de arena.Las islas le habían gustado más

en verano. Había leído,compadeciendo a los isleños, acercade los barcos de pesca industrialque, bamboleándose, llegabanpracticando la pesca de arrastredesde la costa continental ypenetraban en las aguas delarchipiélago; sacaban del aguagrupos enteros de ballenasarponeadas, que quedaban reducidasa esperma de ballena y líquido dedesecho rojo en sus cubiertas-

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mataderos. Había leído sobrepescadores de ballenas lugareñosque se adentraban más y más en elmar en los mismos barquitos con quehabían pescado sus padres y abuelos.Algunos no regresaban, porque lossorprendía una tormenta o porqueesas añosas embarcaciones fallaban.Había leído cómo, mientras ellosvolvían con una pobre captura, elmercado ya estaba saturado de carneproveniente del continente. Lasfamilias de balleneros empezaron aemigrar y se llevaron a los jóvenes.

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La guía de Ida trataba de hacerhincapié en ello, pero el resultadoparecía contraproducente, pues losturistas nunca se sentirían atraídos,como confiaban los autores, por lasosa arquitectura del paseo marítimode Glamsgallow, ni por los sobriosmuros de piedra de la iglesia deEttinsford. Tampoco por los frescosdel techo de la cofradía depescadores de Gurmton, dondemarineros y criaturas marinas sehallaban representados sin especialdestreza con los apagados colores

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del océano, y que se comparaban,con optimismo exagerado, con los dela Capilla Sixtina.

Confiar en el paisaje era unerror, pese a que a veces fueraimponente. Otras islas tenían unacosta más espectacular que la deSaint Hauda, que exhibía, sobre todo,un mar insidioso. Ida no sabíacuándo se había bosquejado el mapade aquella guía, porque en élaparecían playas que ya habíanquedado sumergidas bajo el agua.Una impresionante torre de roca

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natural, Grem Forst (los lugareños lahabían bautizado como Faro delGigante), se describía con una prosaflorida como la principal atracción.El mar leñador había hecho sutrabajo, y había tallado la roca consu azuela de olas, de modo que unanoche, sin presencia de testigos, elfaro se derrumbó. Quedó reducido auna hilera de rocas que asomaban susmansas caras por encima de lamarea.

Tierra adentro, lo único queaquel archipiélago podía ofrecer a

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los veraneantes eran ciénagashediondas y bosques escuálidos. Idadudaba que las islas pudieran estar ala altura de las exigencias delturismo. En todo caso, la guíadebería haber pregonado la únicacosa que evitaba mencionar.

La soledad. En el archipiélago deSaint Hauda no podías comprarcompañía.

El chico de la cámara constituíauna excepción. Qué físico tanpeculiar: la piel muy pálida y tirantesobre el esqueleto; tímidamente

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encorvado; no feo, pero tampocoguapo; con un porte que revelaba eldeseo de no causar problemas, depasar inadvertido.

Lo cual tenía sentido: se suponeque los fotógrafos quieren que uno semuestre con normalidad, como si notuviera cámaras delante.

Le había caído bien.Vaciló antes de dar el siguiente

paso por el sendero del río. Habíacosas más urgentes que un isleñodiferente. Como encontrar a HenryFuwa, su primer isleño diferente.

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Henry Fuwa. Era el tipo dehombre del que te burlas o tecompadeces. De esas personas conquienes nadie se sienta aunque a sulado esté el único asiento libre en unautobús atestado. El hombre porquien ella había vuelto desde tanlejos, por quien había arrostrado elcabeceo del ferry y la ausencia decolor. De todas las personas quehabía conocido desde que empezó apasarle lo que estaba pasándole, sóloHenry le había ofrecido alguna pistasobre la extraña transformación que

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tenía lugar bajo sus botas y susvarias capas de calcetines, aunqueIda ni siquiera supo que era una pistacuando él se la dio, porque entonces,en aquel viaje veraniego, aún podíamover los dedos de los pies yquitarse la arena que se pegaba enellos.

El viento agitaba las ramas de losabetos. El recuerdo de la pista que lehabía dado Henry era como un grifoque gotea en plena noche. En cuantoborrabas el goteo de tu mente, tedabas cuenta de que lo habías

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conseguido, y eso hacía quevolvieras a oírlo.

Henry lo había dicho en elBarnacle, ese pub pequeño y feo deGurmton, seis meses atrás, cuando latierra estaba seca y amarillenta y elmar, de color aguamarina.

—¿Me creerías si te dijera —había dicho (y ella no le habíacreído)— que aquí hay cuerpos decristal, ocultos en las lagunas de lasciénagas?

La noche se apoderaba de losbosques. Las sombras se alargaban

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sobre el sendero, y ella apenas veíadónde acababa el camino yempezaban las raíces. La lunacreciente parecía disolverse en lasnubes. Un pájaro trinó. Las hojassusurraban entre los troncos conforma de gusano. Algo hizo temblarlas ramas.

Siguió renqueando a oscuras,ansiosa por llegar a la casa, donde sesentiría a salvo y podría recuperarlos colores. Al día siguiente volveríaa buscar a Henry Fuwa. Pero ¿cómoencontrar a un solitario en un páramo

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de solitarios?

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Capítulo 3

Después de su encuentro con Ida,Midas regresó sin prisa a su coche;por el camino fue pasando por elvisor las fotografías recién tomadas.Las de los rayos de luz habían salidopreciosas, pero ya no le interesaban.Las dos de Ida, en cambio, eranespantosas. En la primera, la de laroca, había quedado demasiadooscura; en la segunda, tomada cuandocaminaba con cuidado por el

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sendero, tenía un aire vulgar, y susbotas parecían bastas. Cuando llegóa su casa, en Ettinsford, ya habíaborrado las dos fotografías deaquella chica.

Ettinsford era una de las pocaspoblaciones del archipiélago cuyapoblación estaba disminuyendo pocoa poco en lugar de caer en picado.Los lugareños siempre se habíandedicado a la pesca ballenera, desdeque (según contaban) un fatigadoSaint Hauda hundió su bastón en elagua, en Longhem, y obtuvo como

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recompensa el voluminoso cadáverde una cría de narval, cuya carnecarbonizada al fuego había impedidoque los miembros de su misiónmurieran de hambre. La prohibiciónde pescar ballenas, impuesta diezaños atrás, había acabado conaquello, y al perder a las familiasballeneras, los pueblos costerosestaban quedándose vacíos. Lascalles de Ettinsford, construida enuna ladera que descendía de losbosques, conducían en fuertependiente hasta una gran masa de

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agua cuyas orillas habían sidodesignadas zona verde a causa de lasfrecuentes inundaciones, más que porla necesidad de conservarlas. Al otrolado del río, otra frondosa laderaascendía abruptamente. Todos losintentos de construir sobre ellahabían fracasado, pues el terreno,infestado de raíces, cedía bajo elpeso de las casas, de modo que losladrillos y la argamasa, sederrumbaban y rodaban por lapendiente hasta caer al agua.

En el pueblo había una tienda de

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comestibles, una pescadería y unpuñado de negocios especializadoscon un horario variable, pues enEttinsford el comercio tenía lugarcasi únicamente los días de mercado.También había dos iglesias; una, lacasucha encalada que tanto apreciabala madre de Midas antes de irse avivir a Martyr's Pitfall, enLomdendol Island; la otra, unaantigua capilla de piedra, la iglesiade Saint Hauda.

Midas abrió la verja del jardín ysubió por el sendero que conducía

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hasta la puerta de su casa, unaestrecha construcción de pizarra. Elinvierno había acabado con casitodas las malas hierbas, pero apartóde una patada una ortiga que crecíaen el sendero, mientras se palpabalos bolsillos en busca de las llaves.Fue derecho a la cocina, encendió elhervidor y se dejó caer en una silla.En la mesa, blanca, había cercos decafé. Bajo el tablero teníaenganchadas unas bolitas de masillaadhesiva, como chicles bajo unpupitre escolar, que resultaban muy

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útiles cuando necesitaba colgar unafotografía. Le habría gustado teneruna foto perfecta de Ida.

Las paredes de la cocina eran unseto vivo de fotografías en blanco ynegro: paisajes, personas, seresqueridos. Un hombre que trataba demontar en una bicicleta sinneumáticos; un gato callejero queamamantaba a un cachorro de pitbull; un barco en llamas; un streakeren una corrida de toros. En la únicafotografía en que aparecía él, Midasllevaba el pelo de punta, como un ala

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de cuervo al viento, mientrasayudaba a su madre a subir por unaladera helada. Había otrade sumadre, colgada junto a la únicaimagen de su padre. Una vez habíaunido las dos con un programa deordenador para que pareciera queeran felices, pero el resultado no eraconvincente.

El hervidor silbó y se apagó conun chasquido. Midas se levantó,cogió la cafetera y enjuagó su taza,blanca y desportillada. Luego seagachó junto a la nevera para sacar

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el café.Denver había puesto uno de sus

dibujos de narvales en la puerta de lanevera. Cerró los ojos y respiróhondo. Le había pedido que nopegara cosas en la nevera, pero ellano le hacía caso. Era difícilenfadarse con aquella niña queacababa de cumplir siete años, puesse había tomado la molestia dedibujarle un narval muy bonito. Sinembargo, a veces Midas sospechabaque la vida era una película conmensajes subliminales. Todo

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discurría con un grado aceptable denormalidad, y de pronto se veíainterrumpido por algún horriblerecuerdo infantil. Estaba en lacocina. Había localizado la cafetera.Se agachaba junto a la nevera paracoger el café. Y entonces, de repente,encontraba la nota de suicidio de supadre en la puerta de otra nevera,diez o doce años atrás.

Quitó con cuidado el dibujo deDenver. La niña debía de haber ido avisitarlo y, al no encontrarlo, habíaentrado. Ojalá le hubiera ido bien en

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el colegio. Ojalá las otras niñas nohubieran sido crueles con ella esedía.

Sacó el café, echó unascucharadas en la cafetera y añadió elagua.

Había algo en aquella chica, Ida,que lo había cogido desprevenido.No se trataba sólo de sus botas, de sucabello o su cara. Era algo extraño,el hecho de que la Ida real resultaba,en cierto modo, más seductora que lade la fotografía.

Tal vez pudiera solucionar ese

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problema utilizando una cámaraanalógica.

Si se le presentaba otraoportunidad de fotografiarla, seguroque así obtendría mejor resultado.Sabía que podía conseguirlo. Lacámara digital estaba debilitando susinstintos. Le gustaría retratar aaquella chica en un entorno másluminoso: con focos, pantallasreflectoras y esas cosas.

Metió el filtro en la cafetera. Elcafé se arremolinó en su interior.

Pero Ida podría convertirse en

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una compañía, y él evitaba lascompañías. Era su propósito de AñoNuevo recurrente, de modo que erauna lástima incumplirlo estando tancerca diciembre. Además, no teníasuficientes fibras sensibles intactasque ofrecer a la gente para que tirarade ellas. Desde su ruptura conNatasha (y de eso hacía muchotiempo), había estado solo ypracticado la castidad. De vez encuando pasaba la tarde con Denver yel padre de ésta, Gustav. Cuántasnoches pasaba con su cámara por

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única compañía...Ahora estaba encima de la mesa,

después de haber tomado aquellasfotos tan malas. Midas había retiradola tapa del objetivo para limpiarlo.Brillaba.

Sí, le gustaba estar solo.

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Capítulo 4

Seis meses atrás, Ida había vistoa Henry Fuwa cruzando corriendouna calle adoquinada. Entonces no loconocía; de hecho, no conocía anadie en Saint Hauda. Sólo era unaturista más que disfrutaba del solveraniego. Lo único que sabía concerteza era que iba a producirse unacolisión. Henry Fuwa iba tanconcentrado en el joyero que llevabaque no comprobó si pasaba algún

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coche. Un ciclista que bajabaresoplando hacia el paseo marítimogritó al mismo tiempo que los frenoschirriaban y las ruedas se clavabancon una sacudida en los adoquines.El impacto lo lanzó hacia delante y labicicleta quedó tirada en la calzada,con la rueda delantera girando.Henry, sin respiración, cayó deespaldas al tiempo que el joyerosaltaba por los aires dando vueltas.Henry lo buscó a tientas, pero eljoyero impactó contra el suelo, latapa se separó de las bisagras y el

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contenido se esparció.Ida corrió hacia los accidentados

para socorrerlos. Henry se puso susgrandes gafas y gateó hacia el joyeroroto, pero el ciclista, que se habíalevantado gruñendo, se interpuso, loagarró por el cuello de la camisa y legritó: «Pero ¡¿qué coño haces?!»Conla intención de ayudar, Ida se agachópara recoger los objetosdesperdigados: un pequeño nido depaja, una pieza rectangular de seda yuna especie de bicho reseco quecogió entre el índice y el pulgar.

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Tenía unas alas de mariposasimilares a escamas de ceraestampadas, unidas a un cuerpopeludo de toro que parecía resecadoal sol. La cabeza, no más grande quela uña del pulgar de Ida, tenía doscuernos diminutos y un hocico rosaformando una mueca. Una manchablanca entre los orificios nasilles. Yel increíble detalle de una cicatriz enel labio inferior. Además, aquellaextraña criatura exhalaba un levealiento y producía un latidosemejante al de un polluelo recién

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nacido.Ida sacudió la cabeza y volvió en

sí. Ya no notó aquel leve pulso;debía de haberlo imaginado, asícomo el aliento y cómo se le habíanpuesto los ojos en blanco. Sin dudase trataba de un juguete, una especiede adorno.

Levantó la cabeza, sobresaltada,al oír un gemido de desesperación.Henry Fuwa se había zafado delenfurecido ciclista y se precipitabahacia ella. Le arrancó el adorno delas manos y lo sostuvo en las suyas,

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ahuecadas, apoyando la cabeza en elpecho. Las piernas le fallaron y searrodilló sobre los adoquines,mientras las lágrimas resbalaban porsus gafas como gotas de lluvia por elcristal de una ventana. El ciclista semarchó, aún furioso. Henry Fuwarecogió el joyero roto y guardódentro el adorno. Luego se acaricióla barba, gimió y golpeó la calzadacon los puños. Sus hombros sesacudían tanto que se apreciabacómo se le estremecían las vértebrasdel encorvado cuello. Una mujer lo

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esquivó y apretó el paso; pero Ida,que no sabía qué otra cosa hacer, seagachó y le puso una mano en elhombro.

La calle quedó en silencio,excepto por el lejano rumor del mar,los movimientos de las gaviotas enlos aleros de las casas y el gimoteode Henry Fuwa. Era un hombre alto,incluso arrodillado. Ida calculó querondaba la cincuentena, y reparó enque desprendía un aroma agradable,a tierra húmeda.

Ida miró hacia el final de la

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calle, donde sobre una puertacolgaba el letrero de un pub, TheBarnacle, con el dibujo de unnaufragio. Le apretó el hombro aHenry.

—Tranquilo —le dijo—.Tranquilo. ¿Por qué no se levanta?Mire, vamos allí. Lo invito a tomaralgo.

—Está muerto.Ida deslizó un brazo por debajo

del suyo, lo ayudó a ponerse en pie y,como si fuera un niño, lo guió hastael pub.

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Cuando había planeado susvacaciones de verano en esas islas—un pequeño archipiélago situado atreinta millas al noroeste delcontinente—, compró dos pasajespara el ferry: uno para ella y otropara su novio. Pero él la abandonócuando sólo faltaba una semana parael viaje. Todo estaba reservado anombre de Ida, y los partesmeteorológicos pronosticaban unespléndido sol veraniego, así que nose arredró y viajó sola. Le encantabaestirar las piernas en la cama del

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hotel hasta tocar las dos esquinas delcolchón y flexionar los dedos de lospies. De todas formas, si su ex lahubiera acompañado seguramentetampoco habrían tenido relacionesmuy íntimas. El chico era hijo de unapredicadora protestante y un policía.Su primera conversación, surgidaprecisamente de esa circunstancia,había versado sobre cómoapañártelas cuando tus padresrepresentan no sólo la ley doméstica,sino también las leyes terrenales ylas celestiales. Casualmente, el padre

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de Ida era predicador seglar ypolicía, así que comprendía muy biena aquel chico. Su madre, por fortuna,había tenido su época rebelde, lo quecontribuyó a que Ida no sufriera lasinhibiciones con que tenía que lidiarsu ex. Bastaba con pronunciar lapalabra «sexo» para que retrajera elcuello como una tortuga escondiendola cabeza en el caparazón. Apretabalos dientes y bajaba la mirada.

Con cierto complejo de culpa,Ida se dio cuenta de que no lo echabade menos más que a cualquier otra

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compañía. Durante sus viajes solíaconocer gente afín con quien charla— ha largas horas, y su vida socialle gustaba. En cambio, en elarchipiélago de Saint Hauda sóloencontró gente prudente y reservada,educada pero cerrada a losdesconocidos. Por la ììoche, laspequeñas ciudades y los pueblosquedaban desiertos y reinaba unsilencio sepulcral; pero, tan al norte,el sol no se ponía hasta muy tarde, eincluso entonces la luz persistía, asíque un día de verano te daba la

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posibilidad de estar solo muchotiempo.

Condujo a Henry hasta una mesaen la esquina del pub, donde habíaunos posavasos con restos resecos decerveza. Lo sentó en un taburete y lepreguntó qué le apetecía tomar. Él seencogió de hombros.

—Vamos —insistió Ida—. Invitoyo.

—Uf... —Henry se enjugó laslágrimas con las muñecas—. Unaginebra, por favor. Ginebra sola conhielo.

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—¿Cómo te llamas?—Henry Fuwa.—Encantada de conocerte, Henry

Fuwa. Yo soy Ida Maclaird.—Gracias por ser tan amable,

Ida —dijo él, limpiándose las gafascon el viejo jersey que llevaba.

La dueña del Barnacle tenía unfofo brazo apoyado en la barra, y conel otro gesticulaba al compás de susconfusas vocales mientras soltabauna perorata a dos parroquianos. Losclientes estaban sentados a la barraen sendos taburetes; llevaban

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pantalones cortos y calcetinesidénticos, rojos y con pequeñasanclas bordadas. De las paredescolgaban en orden cronológicofotografías del equipo de fútbol deSaint Hauda correspondientes adiversos momentos de su historia. Ungrupo de caballeros color sepia, conbigote y gorra de fieltro, semetamorfoseaba lentamente, con losaños, en una serie de muchachos conel pelo de punta y alguna mella en ladentadura ataviados con el uniformeazul claro del club.

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En la máquina de discos sonabansolos de guitarra de los años setenta,e Ida pensó en lo increíblementeantiguas que parecían algunascanciones, atrapadas como moscasen el tarro de mermelada del pub. Undesvencijado aparato de aireacondicionado ronroneaba detrás dela barra sin lograr aliviar elbochorno estival. Dirigió la miradahacia la mesa donde Henry Fuwaseguía inmóvil, con la cabeza entrelas manos.

¿Qué habría pensado su ex de

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haber sabido que se dedicaba ainvitar a copas a los pirados con quese topaba por la calle? A veces, Idalamentaba no poseer esa clase degusto defectuoso que llevaba a laschicas a sentirse atraídas porgilipollas que sólo querían una cosa.Era fácil distinguir esa variedad debruto con cuello de toro que no teníainconveniente en vestir la mismacamiseta de fútbol todos los días dela semana. Que tenía en el ordenadorun salvapantallas de una modeloglamurosa y se sobaba la entrepierna

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cada vez que aparecía.Y no era que su actitud con Fuwa

revistiera connotaciones románticas,pues aquel tipo debía de tener laedad de su padre. Ida bebió un largosorbo de cerveza mientras esperabala ginebra.

Ella no era de esa clase dechicas. Más bien la atraían (y a vecesde forma incontrolable) los tipos quese hacían un lío respecto a su propioyo y su lugar en el mundo. La primeravez que había conseguido ir con suex a un restaurante, casi tuvo que

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golpearlo para sacarlo del ensueñoen que se había sumido, y él, alvolver en sí, se puso a soltarsandeces, que Ida era una princesa yuna diosa. Hasta la había llamadosirena, el muy imbécil.

Y luego la había abandonado.Era demasiado introvertido para ella,había argumentado tragando salivaentre palabra y palabra. Menudoidiota. «Una chica como tú nodebería salir con un chico como yo.Me preocupa estar haciéndote perderel tiempo.» Llevó los vasos a la

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mesa. Henry Fuwa, que parecía mástranquilo, se frotó la nariz con lamanga.

—¿Eres de aquí? —preguntóella.

—Más o menos. Pero sí, vivo enSaint Hauda.

—¿Ese adorno lo hiciste tú? ¿Poreso estás tan triste? Debió de llevartemucho tiempo, ¿no?

—No. Era un joyero viejo de mimadre.

—Me refería a la estatuilla. ¿Lahiciste tú? —A Henry volvieron a

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temblarle los labios—. Era unaespecie de cajita de música,¿verdad? Qué pena. Era preciosa.¿Cómo conseguiste enganchar lasalas al cuerpo del torito?

Él la miró unos instantes; luegose encogió de hombros, abatido, ydijo:

—Lo crié yo.—¿Perdona?—Pero se produjo una terrible

desgracia. Les gusta volar hasta elagua, hasta la playa que hay cerca dedonde los guardo. Siempre que se

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escapan, sé que irán allí. Los atrae lasal, o quizá algo de la composicióndel agua marina. Es que pesan muypoco. Tan poco que puedensostenerse sobre la superficie, comoesa mosca de la fruta que estáflotando en tu cerveza.

Al ver el bicho, que agitaba susseis patas en la espuma aún nodisuelta de su bebida, Ida se distrajoun momento de su incredulidad.

—Pero ayer... había marea alta.Y medusas en el fondo. El toro deesa caja se posó en la superficie, lo

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que, como te he explicado, lesencanta... —Se pasó la mano por elcabello y se quedó mirando, lívido,su ginebra, mientras Ida pescaba lamosca con un dedo, que se secó en elposavasos—. La picadura... quesufrió... —continuó—. Hay gente quenunca se recupera de una picadura demedusa, así que ¿qué esperanzapuede haber para un toro con alas depalomilla? Mi último recurso era eldispensario del paseo marítimo,donde tratan a los heridos por lasmedusas. Tendría que haberlo

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explicado todo, pero...Dio un inexperto trago de

ginebra, volvió a dejar el vaso en lamesa y se pasó la lengua por loslabios.

Ida todavía no había decidido siHenry mentía (¿para impresionarla?)o si sencillamente estaba loco. En lagramola sonaba una aburrida ysensiblera canción de amor. Bebió untrago de cerveza.

—Supongo que ese... toro conalas de palomilla... era el único queexistía, ¿verdad?

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—No. Hay sesenta y uno. Estántodos en mi cobertizo. Perdón, ahorasólo hay sesenta.

—Pero es... increíble —repusoella, percatándose de que Henrysabía que no le creía.

El volvió a encogerse dehombros tristemente.

—Comen y cagan y mueren,como cualquiera de nosotros.

—¿Y tú eres la única persona delmundo que conoce su existencia?

—Son mi secreto. —Dio otrosorbo de ginebra, más largo, y

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parpadeó al tragar; su expresiónreflejó el descenso del alcohol porsu garganta. Ida se preguntó cuántoharía que se había tomado la últimacopa, si no estaría simplementeborracho. Henry se inclinó sobre lamesa con una seriedad parecida a lade los vagabundos que ella habíavisto en las celdas policiales de supadre—. ¿Me creerías si te dijeraque en el bosque vive una criaturaque vuelve del blanco más purocuanto mira?

—No, no te creería —repuso

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suspirando—. En absoluto.Él se apoyó en el respaldo y se

rascó la barba. Luego volvió ainclinarse hacia delante.

—¿Me creerías si te dijera quehay allí cuerpos de cristal, ocultos enlas lagunas de la ciénaga?

—No. Para empezar, tú tienes elpelo negro y un cutis saludable.

—¿Qué tiene eso que ver con...?Ah, espera. No he dicho que esacriatura me haya visto a mí. —Ybebió con ojos de alucinado. Luegose llevó una mano a la frente y agitó

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el índice—. Me has pedido unadoble...

—¿Cómo es esa criatura?—Toda blanca, lógicamente,

excepto la parte posterior de lacabeza, porque no puede vérsela.

Ida se había bebido tres dedos decerveza en el tiempo que él habíatardado en apurar la ginebra.

—¿De qué color has dicho?—Blanca.—¿Y la parte de atrás de la

cabeza?—Azul.

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—¿En qué trabajas, Henry? —inquirió ella, sonriéndole condulzura.

—Estoy muy ocupado con los...—Se interrumpió y de pronto pareciómuy sobrio—. Ya. Me tomas por unchiflado.

—No, no, es que...Él se levantó, hurgó en su cartera

y dejó unas monedas en la mesa parapagar su ginebra.

—Invitaba yo —protestó Ida.Él se marchó del pub. Ida se

sentía frustrada; esperó un momento,

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dejó allí las monedas y se fuetrotando tras él, pero al llegar a lacalle, donde hacía un calorasfixiante, no lo vio por ningunaparte. Unas gaviotas blancaspicoteaban restos de una ración defish and chips, tragándose elpescado rebozado y la bandeja depoliestireno por igual. Por un instantele pareció que la más blanca teníalos ojos níveos, pero sólo fue unefecto de la luz.

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Capítulo 5

Desde un avión, las tres islasprincipales del archipiélago de SaintHauda parecían el cadáver aplastadode un insecto de ojos saltones. Eltórax era Gurm Island, cubierta depantanos y colinas boscosas. Elcuello estaba formado por unacueducto natural con arcoserosionados a través de los cualescorría el mar, y que conducía hasta elojo, que era el elevado pero insulso

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peñón de Lomdendol, en la islahomónima, y que, según las leyendaslocales, era lo que había dado origena Saint Hauda. Las patas eran seisespolones de roca que se extendíanpartiendo de la costa sudoeste deGurm Island y retenían el mar en lascalas de arena que había entre ellos.Las alas estaban compuestas en elnorte por una flotilla de islotes degranito deshabitados y azotados porlos vientos. El aguijón de la cola eraFerry Island, una isla con forma dehoz situada al este; la diminuta

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población de Glamsgallow era unagota de veneno que brotaba en lapunta.

Glamsgallow contaba con elúnico aeropuerto del archipiélago,pero la mayoría de los avionescruzaban las islas antes de virarhacia tierra firme, sobrevolando lasotras poblaciones. En el norte deGurm Island, protegida por un muro,estaba Enghem, propiedad privadade Hector Stallows, el millonariolocal. Martyr's Pitfall, levantado alos pies del peñón de Lomdendol,

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era un pueblo para ancianos. Losdomingos por la tarde, la sombra delpeñasco se proyectaba sobreedificios y calles. De las residenciaspara jubilados salían algunas parejasque iban paseando y se sentaban enlos cementerios ajardinados.Gurmton, en cambio, atraía a losjóvenes y los noctámbulos; miles deluces parpadeaban en su paseomarítimo, desde los frenéticosdestellos de las máquinas tragaperrasy las de discos hasta los reflectoresque recorrían el cielo nocturno

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proyectando en las nubes loslogotipos de los sórdidos night-clubs rivales.

Más allá de Gurmton empezabael bosque. A los juerguistasextraviados que buscaban el paseomarítimo se les pasaba la borracherade golpe cuando por la noche depronto se encontraban en la espesura.Asimismo, quienes conducían por lasoscuras carreteras del interior, entrelos árboles, de repente oían el rugidodel motor de su propio coche.Apagaban la música y aplazaban la

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conversación. El bosque era como unmonstruo dormido y conveníaatravesarlo de puntillas.

Y en el centro del bosque,encogida de miedo, estaba Ettinsford,donde las hojas y las ramas secasrevoloteaban por las callesimpulsadas por el viento, y donde lascarreteras desaparecían nada mássalir del pueblo, como si susconstructores hubieran interrumpidobruscamente el trabajo atraídos poralgo. El río de Ettinsford era enrealidad un estrecho que separaba las

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islas de Gurm y Ferry. Un viejopuente de piedra permitía pasar delado a lado por el punto donde, segúnla leyenda local, el propio SaintHauda había sido transportado deuna isla a otra por una bandada deciento un gorriones.

En Catherine's, la floristería deEttinsford, sonó la campanillacuando Midas abrió la puerta.

Gustav se limpió un resto demayonesa de los labios y levantó lacabeza. Tenía la cara colorada y erapelirrojo, pero sus entradas iban

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ganando terreno a una velocidadexagerada para tratarse de un hombrerecién entrado en la treintena. Unpalillo mantenía en pie el gruesosándwich club que tenía sobre lamesa: tres rebanadas de pan integral,varias lonchas de beicon y mediobote de mayonesa. A Midas le llegósu olor, mezclado con el del polen.

—Buenos días —saludófrotándose los ojos.

—Madre mía. —Gustav tragó elbocado que tenía en la boca—.¿Estás bien?

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Midas llevaba el pelo de punta yojeras muy marcadas. Daba laimpresión de estar a punto dederrumbarse.

—He dormido mal.Gustav envolvió el sándwich con

papel de aluminio y se limpió lasmanos en un trozo usado de papelpara envolver los ramos.

—¿Qué pasa? ¿No estarásincubando un resfriado? Den— verya lo ha pillado. No creo que aguantetoda la semana yendo al colegio. —Gustav estrujó el papel con que se

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había limpiado y lo lanzó a lapapelera, pero rebotó y se perdió enuna masa de cardos marinos conflores de color azul real—. Joder. —Salió de detrás del mostrador y sepinchó con los cardos mientrasbuscaba la bola. La encontró y la tiróa la papelera; luego dio un par depalmadas y volvió a su sitio—.¿Piensas contarme qué te pasa, o no?¿Te emborrachaste anoche? ¿Tedivertiste por una vez?

—Ya te lo he dicho. No hedormido bien —repuso Midas,

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jugueteando con una azucena.Gustav abrió un cajón y sacó el

sujetapapeles que utilizaban para lasentregas.

—Pero hay algo más, ¿no?Midas vaciló, pero hacía mucho

tiempo que eran amigos.—Una chica.—¿Qué dices? —exclamó el

otro, dejando caer el sujetapapeles.—Ayer conocí a una chica y...—¡Midas! ¡Me alegro mucho! La

verdad, empezaba a pensar que...—No, no; no fue un encuentro

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romántico ni nada parecido —repusoMidas agitando las manos—. No lohe mencionado por eso. Es sóloque... —añadió, pero Gustav sonreíaalegre—. Bueno, tenía algo especial.

—Pues claro que tenía algoespecial, si ha tenido a Mitlas Crooktoda la noche despierto.

—Llevaba botas. Grandes comoeste jarrón —explicó dando unosgolpecitos a un alto jarrón azul.

—¿Qué pasa? ¿Es grandota?—De eso se trata. Mide más o

menos como yo. Y es delgada, de una

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delgadez enfermiza.—¿No será una de esas raritas

modernas del continente? —aventuróGustav.

—No, creo que no. Bueno, es delcontinente, pero no me pareció rara,aparte de las botas. ¿Sabes algo deenfermedades, Gustav?Enfermedades de los pies.

Su amigo no sabía nada, pero leenumeró algunos nom— lires: talónde Aquiles, pie de atleta,onicomicosis. Ninguno parecíaadecuado para Ida.

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Luego se pusieron a trabajar.Midas repartió unos ramos por elpueblo sin dejar de pensar en Ida niun momento. Pasado mediodía, entróen la floristería sacudiéndose lasgotas de lluvia de la chaqueta.Gustav estaba sentado a suescritorio, hablando por teléfono,con una mano en la rubicunda frente.Al oír la campanilla de la puerta,levantó la cabeza, apesadumbrado.

—Sí, vale —dijo por el auricular—. Nos vemos.

Colgó y soltó un resoplido.

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Luego suspiró y se pasó las manospor el cabello.

—¿Qué haces el sábado, Midas?—¿Quieres que venga a trabajar?—No. Era mi suegra. Ha

encontrado unas cajas llenas decosas de Catherine. Me pregunta silas quiero.

—¿No quiere guardarlas?—No le gusta verlas —repuso

Gustav encogiéndose de hombros—.Dice que por ella las tiraría. Le hedicho que me las quedaré.

—¿Vas a ir al continente el

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sábado?—Sí.—¿Y quieres que me quede a

Denver?Gustav asintió.—Si no encuentro mucho tráfico,

puedo estar aquí por la tarde. Noquiero llevármela conmigo. Voy allorar como un imbécil.

Habían pasado tres años, aunquepareciera mentira. Sentados en elcoche de Gustav, bebían café frío entazas de plástico. Las chaquetasverdes de los enfermeros tenían

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apliques fosforescentes.Gustav también estaba

recordándolo. Al cabo de un rato, selevantó con esfuerzo de la silla, fuehasta el grifo que había al fondo dela tienda, lo abrió y el aguarepiqueteó en una regadera.

¿Y cuánto hacía? Sólo ocho añosdesde aquel caluroso día en queMidas fue su padrino de boda; elcuello de la camisa le rozaba elsudado cuello, y jugueteaba con elanillo dentro de la caja —suelto ensu bolsillo podría haberse perdido

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—, mientras un fotógrafo inútilcometía un fallo tras otro, y entoncesvio a Catherine, que estaba preciosa,y lo deslumbró la blancura de sutraje de novia.

Era amigo de Gustav desdepequeño; vivían en los extremos dela misma calle. Gustav era un chicogordito y poco ambicioso, másinteresado por las pegatinas de fútbolque por los deberes; pero era variosaños mayor que Midas, lo que loconvertía en un aliado muy valiosopara aquel niño sin amigos que

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respondía al apodo de «Rarito» en elpatio del colegio. En innumerablesocasiones, la estatura y lacorpulencia de su amigo habíanlibrado a Midas de los puñetazos delos otros niños, o le habían salvadola cartera, donde llevaba el dineropara la comida. Y cuando Gustavdejó los estudios (a la primeraoportunidad) y ya trabajaba paraganarse el sustento, iba a buscar aMidas a la salida del colegio y loacompañaba a casa, mientrashablaba, con conocimiento, de ligas

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de fútbol, un tema que Midas jamáshabía llegado a entender. A cambio,Midas era para Gustav su paño delágrimas, y escuchaba atentamentesus problemas amorosos y taciturnaslamentaciones por estar acabado y encrisis pese a tener sólo veinte años.

Entonces Gustav se habíaenamorado. Aunque Midas temió queeso significara el fin de su amistad,conoció a su segunda amistad en sucorta vida. Catherine era chispeante,ambiciosa y la nueva propietaria dela floristería del pueblo. Gustav

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llevaba cinco años trabajando en unquiosco, desde que había dejado losestudios, lo cual no le había aportadounos conocimientos muy exhaustivosde botánica, pero, como no habíaotros aspirantes, consiguió el empleoen la floristería. Durante dos años,entre ensortijadas calas ypapaveráceas amarillas, Catherine seenamoró lenta pero profundamente deGustav, tanto como él se habíaenamorado la primera vez que la vio.Denver no tardó en llegar, un felizaccidente: la pareja se casó poco

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después de que Catherine supiera queestaba embarazada. Durante untiempo, la casa de sus dos amigoshabía sido el sitio más acogedor ycálido que Midas podía imaginar enSaint Hauda.

—Podría hacer unas llamadas yprocurar darte la tarde libre —propuso Gustav, retorciendo unahebra de rafia—. Hoy mismo. Paracompensarte por el poco tiempo conque te he avisado. Y discúlpame poradelantado por si tardo en volver. Yasabes cómo le gusta hablar a la

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madre de Catherine.—No hace falta que me des la

tarde libre. Me encanta quedarmecon Denver. Ya sabes que no meimporta echarte una mano.

Permanecieron uno al lado delotro, callados. Midas recordó cómose habían quedado en la mismaposición, de pie junto al cadáver deCatherine, y que aquella agente depolicía había insistido en que teníanque verbalizarlo, cuando laexpresión de sus caras lo decía todo.

«Sí —había afirmado Gustav con

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voz ronca—, es ella.»Gustav cerró el grifo, se aclaró la

voz y dijo:—Oye, una cosa. Escúchame

bien: no la cagues con esa nuevanovia tuya.

—Pero si no es ninguna novia. Laconocí ayer. Si no puedo quitármelade la cabeza es sólo por sus botas.No tiene nada que ver con laatracción. En todo caso, me pareciórara. Frágil. Como si pudieraromperse fácilmente.

Gustav arqueó las cejas. Midas

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se ruborizó: sus palabras habíansonado un tanto despectivas, lo cualno era su intención.

Sonó la campanilla de la puerta.Una dienta.

A Midas le dio un vuelco elcorazón. Una gota del grifo cayó enla regadera.

Ida, con el cabello mojado por lalluvia y pegado a la cabeza, entró enla floristería. Llevaba un paraguasblanco que el viento había volteado,y un abrigo hasta las rodillas sobreun vestido de lana negro. Se secó la

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nariz y las mejillas con una mano,mientras la otra la tenía apoyada enel mango del bastón.

—Buenas tardes —saludó Gustav—. ¿En qué puedo... —titubeó,porque acababa de fijarse en lasbotas— ayudarte?

—He venido aver a Midas —explicó ella, sonrojándose. Y añadió,señalando la puerta—: Hereconocido el nombre en el letrero.Catherine's. Hola, Midas. ¿Teacuerdas? Me dijiste que trabajabasaquí.

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Gustav dio unas palmaditas en elmostrador y se enderezó.

—Estupendo. Es estupendo.¡Vaya! ¿Y qué vais a hacer? ¿Vais air a tomar un café, o algo así?

Durante el silencio que siguió, unrayo de sol iluminó brevemente lacalle, de forma peculiar, porquetodavía llovía y los edificios estabanmojados.

—Sólo he venido... —farfullóIda—. Bueno, por si...

—Se irguió un poco—. Os dejo,que estáis ocupados. Midas tiene

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trabajo. —Y lo saludó con una mano.—Hola —dijo él.—Precisamente —terció Gustav

— acabo de darle la tarde libre.Las nubes se cerraron y el rayo

de sol desapareció.—Midas, ¿te apetece tomar un

café? —propuso ella.

Fueron a una cafetería, donde Idaacabó pidiendo una limonada, yMidas, un café americano; loscristales estaban empañados, y

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encima de la barra había un televisoren blanco y negro encendido. ComoIda caminaba muy despacio, habíanquedado empapados durante el cortotrayecto desde la floristería. Cuandose sentaron, a Midas se le pegaronlos pantalones a los muslos. Era unatípica cafetería de Ettinsford, conmoqueta estampada y manteles deplástico. Las acuarelas de un pintorlocal decoraban las paredes; enellas, el pueblo no estabarepresentado como el decrépito lugardel que Midas tenía pruebas

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fotográficas, sino como unaciudadela de piedra color melocotónbajo una luz inverosímil. ¿Los ojosde ese pintor serían diferentes de lossuyos? Apartó un salero y unpimentero de la mesa y se apoyó enel respaldo, dispuesto a dejar que Idadirigiera la conversación. Pensó enpaneles luminosos y en pantallasreflectoras. Entonces ella se rebullóen la silla para ponerse comoda yuna de sus botas le rozó el zapatobajo la mesa. Aquel roce lo hizoestremecer, como cuando oyes un

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golpe de noche. Encogió las piernasdebajo de la silla y cerró los ojos.

Cuando los abrió, ella bebía sulimonada a pequeños sorbos,observándolo con curiosidad. Midastrató de no examinarla. Ojerasoscuras como cardenales. Un cutisfino y surcado de venitas querecordaba al pegamento seco. Pero,pese a que tenía mala cara, élansiaba conseguir una fotografíasuya, para ampliarla y estudiarlaminuciosamente.

—¿Cuánto hace que vives aquí?

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—Toda la vida —balbuceóMidas clavando los ojos en la mesa;¿tal vez Ida pensaría que deberíahaber sido más aventurero?—. ¿Ytú? ¿De dónde eres?

—He viajado mucho. Ahoraestoy en la casa de un amigo de mimadre, en las afueras de Ettinsford,pues él se ha ido unos días alcontinente.

—¿Estás de vacaciones?—No, he venido para buscar a

una persona a la que conocí en estasislas —respondió Ida negando con la

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cabeza—. Pero no sé por dóndeempezar. —Removió la limonadacon una pajita negra, y las burbujasascendieron a la superficie. Loscubitos de hielo entrechocaron—.Carl, el amigo de mi madre (el dueñode la casa donde estoy), dice que enesta isla todo el mundo se conoce ysabe lo que hacen los demás. ¿Esasí?

—No. En realidad todo el mundocree saber lo que hacen los demás...

—Ya, no es lo mismo. Carl nosabía por dónde empezar a buscar,

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desde luego.Aquel tal Carl estaba en lo

cierto. La isla tenía algo deendogàmico. Midas conocía a tresCarls, y confiaba en que el amigo deIda no fuera ninguno de ellos.

—¿A qué se dedica Carl?—Es profesor de clásicas.Midas torció el gesto. Su padre

también lo había sido.—Pero no es nada acartonado, no

creas. Es más práctico que teórico.Trabaja con arqueólogos en susinvestigaciones, viaja mucho. Yo

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colaboré en uno de sus proyectoscuando era adolescente, cuando mispadres quisieron librarse de mí unpar de semanas. Practiquésubmarinismo, ésa era miespecialidad. Últimamente él haestado haciendo no sé qué en elacueducto de Lomdendol. Supongoque allí habrán tenido que bucearmucho.

Midas archivó la descripción delpersonaje. Tenía algo que leresultaba preocupantemente familiar,pero las conversaciones eran como

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maratones y había que seguiradelante pasara lo que pasara. Sobretodo cuando fluían como aquélla, locual no era nada común.

—¿Te gusta bucear?—De pequeña gané muchas

medallas. De hecho... Ahora que lopienso, me da un poco de vergüenza,pero... He traído otra fotografía paraenseñártela.

Abrió su bolso y sacó una foto encolor, arrugada, en la que aparecíacon su traje de submarinismo, conambos pulgares hacia arriba y

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sonriendo tras unas gafas de buceorosa fosforescente. Al fondo se veíaun océano de un azul ultramarincreíble. Midas jamás había visto unmar así, pues las aguas de aquelarchipiélago permanecíanherméticas, opacas y grises inclusoen verano.

—Es el Mediterráneo. EnEspaña.

—Ah. —Ida no le gustaba tantocuando la imaginaba así, bronceadapor el abrasador sol español,dejando huellas en la dorada arena,

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riendo con su débil risa, sin más ropaque un biquini rosa fosforescente.Trató de concentrarse en el presente,en su recatado atuendo, en laelegancia de su monocromático cutis—. Supongo que ahora no podrásbucear. Por ese problema de lospies.

Ella negó con la cabeza. En labarra, el televisor perdió la señal yprodujo un chasquido parecido a unlatigazo. Era evidente que Ida nodeseaba hablar de aquel tema, peroeso era lo único que a Midas se le

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ocurría para mantener viva laconversación. Sin querer, hizo ruidoal sorber el café y se sofocó. Eltelevisor recuperó la señal. Unpresentador de noticiarios leía uninforme financiero sobre la subida delas acciones de las empresas deHector Stallows, a quien en SaintHauda apodaban el Perfumista, dadoque había amasado su fortuna graciasa los perfumes.

—Verás —continuó Ida,removiendo los cubitos de hielo conla pajita—, ese hombre al que

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busco... Su padre era japonés. Nopuede haber muchos apellidosjaponeses en la isla. Se llama HenryFuwa.

Midas miró su rostro entusiasta yfascinante, y deseó convertirse en olapara derramarse y huir.

—¿Qué, has oído hablar de él?Pelo negro y una poblada barbanegra. Larguirucho. Lleva unas gafasque hacen que sus ojos parezcanenormes.

El agachó la cabeza. En elnoticiario pasaron al pronóstico

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meteorológico. En el canal detelevisión de las islas, de serviciolimitado, todavía colgaban recortesde cartón que representaban nubes enun mapa-póster. Cerró los ojos yrecordó a Henry Fuwa en latelevisión local, en algún programavisto una tarde lluviosa, años atrás.Henry Fuwa, en cuclillas a la orillade un río, con una camisa a cuadros yun viejo sombrero de ala ancha. Ibavestido y sucio como un buscador deoro, y se movía como un ratón decampo. Miraba con ojos de loco a la

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cámara, y su nombre aparecía en laparte inferior de la pantalla.Entonces recordó la escriturajaponesa en la tarjeta de un ramo deflores. Un pedido de orquídeasblancas para entregar a domicilio.Recordó su asombro y el temblor desus manos mientras sostenía la tarjetacon la izquierda y la dirección de laentrega solicitada por Fuwa con laderecha.

Había que entregar el ramo a lamadre de Midas.

—¿Qué, has oído hablar de él o

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no?Midas se apresuró a negar con la

cabeza.—No me sorprende. Nadie ha

oído hablar de él. Lo conocí enGurmton, pero me dijo que no vivíaallí. Como en Gurmton no tuvesuerte, se me ocurrió probar enEttinsford.

—No creo que viva aquí.—¿Alguna sugerencia? —

preguntó ella, suspirando.—Quizá en el campo.—Pero ¡si todo esto es campo!

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El trató de recomponerse ylevantó la cabeza.

—Para alguien del continentequizá parezca el campo, pero yojamás... jamás he pensado así deEttinsford. Es una ciudad. En elcampo hay cientos de rincones concasitas aisladas.

—Pero entonces tendría quevisitar esas casas una por una...

—Ni siquiera las encontraríastodas en el mapa.

—Genial. —Tamborileó sobre lamesa—. No cuento con ninguna pista.

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Sólo tengo su nombre y su olor. —Élno le pidió que se explicara, peroella lo hizo de todas formas—: Aturba.

Midas movió las aletas de lanariz y evocó el olor a turba. Lila lodijo con ligereza, pero consiguióhacerle recordar el olor que salía deunos paquetes cuando él era niño.«Ha llegado el momento determinarte el café y no volver a ver aesta chica nunca», pensó.

—Bueno —dijo ella con unresoplido—, esta investigación no

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avanza. Háblame de ti. Tu familia ytú debéis de estar muy unidos.

—No lo creas. —Se enjugó lafrente y se alegró del cambio de tema—. ¿Por qué? ¿Por qué lo preguntas?

—Porque, si has vivido siempreen Ettinsford, debes de tener fuertesraíces aquí.

—Bueno... —Algunas noches sequedaba tumbado en la camapreguntándose por qué nunca sehabía marchado de allí. La mayoríade las veces llegaba a la conclusiónde que era un cobarde: se parecía

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demasiado a su padre. Pero en algunaocasión creía que marcharse de laisla habría sido un acto de cobardíamayor aún. Podría haberse marchadotras la muerte de Catherine, o tras lade su padre. Pero seguía teniendolazos allí. Estaban Gustav y Denver.Y su madre... —Parpadeó, y el ramode Henry Fuwa lo esperaba comouna fotografía en sus retinas—.Supongo —dijo midiendo suspalabras— que sí tengo raíces.

—¿Familia?—Mi madre vive cerca de

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Martyr's Pitfall. No está muy lejos.Pero nunca nos vemos.

Ida arqueó las cejas.Midas bebió un sorbo de café.—Las cejas arqueadas significan

«continúa».—Ah, lo siento. Bueno, no es

muy complicado: yo no le importomucho, y ella tampoco a mí. Lomejor es no implicarse demasiado.

—Qué horror. ¿Cómo puedesdecirlo con tanta franqueza?

—Estoy siendo sincero. Anteshabía algo más entre nosotros... Pero

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ahora ella vive en su propio mundo.Si la vieras... tendrías la impresiónde estar viendo a un animal a travésde un cristal, en un zoo. A veces sequeda mirándote con gestoinexpresivo. Otras veces se paseapor la habitación, o se queda sentadaen su dichoso sillón.

A Midas lo horrorizaba imaginarqué pensaría su madre cuando sequedaba allí sentada. Se notaba, porsu mirada ausente y por cómo movíalos labios en silencio, que estabarecreando su vida.

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—¿Y tu padre? —preguntó Ida.Midas soltó una carcajada.—Vamos. ¿Qué hay de tu padre?

¿Os veis? ¿Se ven tu madre y él?El negó con la cabeza.—Entonces, ¿dónde está?Pese al desasosiego que le había

producido recordar el ramo, Midassonrió, deleitándose con lo que iba adecir. En realidad no creía en el másallá, pero cuando pensaba en supadre le gustaba imaginar que síhabía algo después.

—En un sitio donde nunca se

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acostumbrará al calor.

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Capítulo 6

En una hamaca de musgo deltamaño de una palma ahuecada,colgada de dos ramitas verdes,dormía un toro con alas de palomilla.Había plegado sus finas alas parasumirse en el sueño sobre las frías yhúmedas hebras de su improvisadolecho. Alrededor, la ciénaga seextendía en todas las direccioneshasta el horizonte, una mancha deturba húmeda, hierba ocre y árboles

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cuyos inclinados troncos formabanpasadizos. A la sombra de losárboles había sapos, solos omontados unos encima de otros, cuyocuello se hinchaba hasta formar ungran globo rosa. El sol del inviernono calentaba nada. El calor proveníade la tierra, cargada de agua, y delesporádico reventón de una burbujade gas pestilente.

Un sapo croó y se zambulló enuna laguna opaca. El toro despertó aloír el chapoteo, levantó la cabeza yprobó las alas (un folioscopio de

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láminas de Rorschach), y entoncesechó a volar. Fue rozando un árboltras otro, esquivando el tráfico demoscardas zumbadoras y mosquitosplaneadores.

Siguió volando un rato así, hastaque los chillidos de las gaviotas seimpusieron sobre el zumbido de losinsectos de la laguna. Unasresbaladizas piedras cubiertas dealgas, similares a cascos de barca,salpicaban el paisaje y convertían laciénaga en un reino de lagunaspedregosas y riachuelos babeantes.

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El toro alado se detuvo en una deesas crestas de granito, abrió las alasen abanico y abrevó en la hendidurade una roca. Luego siguió volando.El olor a agua salada se mezclabacon el olor a gas. Un poco más allá,el terreno descendía abruptamente yel mar se estrellaba contra él. Unhombre con pantalones impermeablesy botas de goma volvía a casacaminando por lo alto del acantilado.

A veces se presentaba comoseñor Fuwa, pues así lo llamaban enJapón, pero si saludaba a alguien por

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primera vez era más fácil presentarsesencillamente como Henry; noobstante, era tan raro que hablara conalgún desconocido que el asunto delos nombres resultaba superfluo.También consideraba innecesarioslas hojas y la espuma de afeitar, loscepillos de pelo, las planchas para laropa y el desodorante. Aunque eso nosignificaba que fuera un chiflado, niexcesivamente despistado. Siemprellevaba las gafas inmaculadas,porque su trabajo requería unaobservación meticulosa de detalles

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diminutos. En las raras ocasiones enque trababa conversación con algunapresona, el rostro de ésta quedabagrabado en su mente durante meses.

El toro alado pasó volando porsu lado.

Al principio no podía creerlo.Llevándose las manos a la cabeza, lovio revolotear.

—¿Qué haces aquí? —gritó, ytendió instintivamente una palma.

El toro se posó sobre la misma,ligero como la madera de balsa, y sequedó mirándolo, impasible; luego

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estiró las alas y las plegó sobre unadiminuta marca azul que tenía en ellomo.

Últimamente escapaban cada dospor tres del cobertizo, pese a que élcomprobaba los cierres por lamañana y por la noche. Salían encuanto el fortísimo viento de laciénaga arrancaba una teja de latechumbre o soltaba un pedacito deargamasa, creando las pequeñasaberturas que a ellos les bastaba paraescapar. Cada vez volaban hasta máslejos y se exponían a mayor peligro,

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que acechaba en forma de medusassolitarias en el mar y de curiosossapos, víboras o murciélagos en laciénaga.

La casita de Henry Fuwa estabacerca de allí, sobre un llano rocosoen plena ciénaga. Tenía una especiede jardín, un pequeño rectángulopantanoso bordeado por una valla,donde las flores de unas plantasrastreras abrían sus corolas depétalos blancos. Al fondo del jardínhabía un viejo cobertizo de tejado depizarra donde guardaba su ganado.

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Si miraba a lo lejos, alcanzaba aver el alto peñón de Lomdendol, enel extremo occidental de LomdendolIsland. Los geólogos afirmaban queen la prehistoria había sido un volcány que su lava había formado lasislas: el fuego se había transformadoen tierra.

Esa metamorfosis se apreciabaen la piedra de aquel archipiélago.En las canteras, las rocasdesprendidas mostraban sus entrañas,que se convertían en cuarzo orevelaban prisioneros fosilizados. El

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mar erosionaba la costa,cambiándola anualmente. Y en losrincones y las grietas se producíantransformaciones insólitas...

Henry corrió por el sendero depiedra del jardín que servía de pistacuando la lluvia arreciaba. Abrió lapuerta, cerrada con llave, y descorrióel cerrojo, pero no empujó elbatiente enseguida. El toro alado lohabía seguido, y el hombre volvió atenderle la palma de la mano,mientras emitía ruiditos guturalespara tranquilizarlo. La criatura se

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posó con indiferencia, y Henry lotapó ahuecando la otra mano; notabael batir de sus alas contra las palmas.Se metió en el cobertizo y cerró conel pie.

Allí dentro olía mal a causa delmejunje con que se alimentaban lasreses. Una segunda puerta daba a unaimprovisada cámara estanca. Henryla franqueó y entró en el cobertizopropiamente dicho; en un rincón, unalámpara a pilas iluminaba lasnumerosas jaulas de pájaroamontonadas con— tra las paredes o

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colgadas del techo como móviles.Las reses las utilizaban a modo deperchas y camas, aunque en esemomento estaban vacías, porque todoel rebaño se hallaba volando.

Daban vueltas y vueltas como unremolino de hojas secas en plenovendaval. Sesenta cuerpecitosmarrones, grisáceos y de color cremavolaban en círculos gracias a susbrillantes y opalinas alas. Henrylanzó el toro al aire para que seuniera a los demás. El animal, con unzumbido de alas, voló hacia la puerta

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y se golpeó una y otra vez contra lamadera. Henry siempre se sonreíacuando las reses requerían su ayuda.Con una mano, guió al toro reciénincorporado hacia el rebaño, hastaque echó a volar hacia arriba y seconfundió con los otros. Entonces elhombre se sentó en un taburete detres patas que crujió bajo su peso. Unrebaño de toros alados podíapermanecer horas posado en el suelo,con la docilidad del ganado corrienteque pasta en un prado; sin embargo,una vez en el aire, las reses se

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deleitaban con sus dotes voladoras, ysu movimiento adquiría ciertocarácter calidoscópico. Empezabas aver dibujos, y al poco quedabashipnotizado mientras tuspensamientos revoloteabanalrededor. Te parecía llevar añosadmirando el ganado, indicio de quehabías pasado demasiado rato allí.

Se quitó las gafas, las plegósobre el regazo y se apoyó contra lapared del cobertizo; suspiró hondo,cerró los ojos y escuchó el rumor delas alas del ganado.

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Sólo confiaba en una persona losuficiente para revelarle el secretode los toros alados, pero recordabamuy bien la cara de la chica que loshabía descubierto por casualidad. IdaMaclaird.

Ida lo había pilladodesprevenido el día del incidente conel ciclista y se había empeñado enllevarlo al Barnacle. A vecespensaba con preocupación en aquellachica, temiendo que se lo hubiesecontado a alguien. Lamentaba nohaberse largado rápidamente del

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Barnacle. Probablemente ellaandaría por ahí relatando a susamigos anécdotas sobre el pirado alque había conocido durante lasvacaciones. Pero, si Ida hubieracreído en los toros alados, habríasido la primera pirada, por lo quequizá no contara nada a nadie. Henryrezaba a menudo para que la jovenguardara silencio, para queexperimentara la revelación,dondequiera que estuviese, de queaquel frágil ganado era real, para queasí siguiera sin ser descubierto.

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Capítulo 7

La joven Ida Maclaird.Carl Maulsen sólo había pasado

unos instantes con ella. Luego sehabía marchado del archipiélago deSaint Hauda como llevado por unvendaval. Tras cerrar con esfuerzo surepleta maleta, había saludado a Idacon un efusivo «¡Hola!» y un abrazode oso; se había fijado en su bastón ysus botas (pero casi no había habidotiempo para comentarios: el taxi ya

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tocaba el claxon desde la carretera),había depositado la llave de la casitaen la pequeña y suave mano de lajoven, había subido al vehículo y sehabía marchado.

Al verla sola, durante todo eserato lo había embargado un pánicoespantoso. Él era un hombre que seenorgullecía de forjar su propiodestino, y encontraba vergonzoso quelos acontecimientos lo desviaran desu rumbo. Pero para hacerdescarrilar a un hombre no erannecesarias tragedias ni guerras.

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Bastaba con un recuerdo.El sudor perló su frente. Sentía

palpitaciones, y al abrazar a Ida notóun cosquilleo de electricidad estáticaprovocado por el roce de su cabello.Rió, maravillado por el inusitadocomportamiento de su cuerpo, que encuarenta y ocho años sólo habíareaccionado de esa forma enpresencia de otra mujer. Con lasperneras de los pantalones pegadasal asiento del taxi, reparó por fin enque había olvidado guardar lacompostura y había abrazado el

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cuerpo de Ida, tan liviano como el deFreya Maclaird.

Mientras el taxi circulaba bajo elfollaje del bosque, Carl Maulsencontemplaba aquel entramado deramas tratando de controlarse. Elcoche salió de la espesura ydescendió por la ladera de una colinahacia el viejo puente de piedra queatravesaba el estrecho que separabalas islas de Gurm y Ferry. Las aguascorrían tumultuosas bajo el puente,hacia mar abierto.

La ruta del taxi serpenteaba entre

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las extensas lagunas de Ferry Island,de aguas semicongeladas y juncosaltos y gruesos como árboles jóvenesen las orillas. El olor a gas metanode los pantanos penetraba en elcoche pese a llevar cerradas lasventanillas. Carl contemplaba cómosus puños le golpeteaban las rodillas.

Ida había crecido; se parecíamuchísimo a Freya. Se preguntó si lagente, cuando aseguraba que todaslas mujeres acababan pareciéndose asus madres, se refería sólo almimetismo o si una niña podía

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realmente convertirse en su madre.¿Podía una mujer abandonar sujuventud y dejársela a su hija, comoun vestido usado? ¿Podía un hombredisfrutar de una segunda oportunidadcon una chica gracias a eso? Dio unpisotón para detener el temblor de supierna. Sólo había tenido ideas tanfantasiosas cuando Freya Maclairdvivía. Era un pensamiento ridículo ytrató de borrarlo. Sin embargo,siguió aflorando durante todo eltrayecto, mientras la carreterabordeaba la ciénaga de la costa

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meridional y se acercaba a lalocalidad de Glamsgallow,acurrucada contra sus muelles.

En el ferry pensó en Freya. En elautobús que cogió tras desembarcaren el continente pensó en Freya. Enel vestíbulo del hotel, mientrasesperaba la llave de su habitación,pensó en Freya.

Por la mañana se dirigió a launiversidad, donde tenía que dar unaconferencia. Después, los profesoresque lo habían invitado lo agasajaroncon una comida; luego volvieron a

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sus estudios y lo dejaron regresarsolo a la parada de autobuses, dondetuvo que esperar, junto a una callemuy transitada, frunciendo la narizante el viento artificial causado porel tráfico. Vio acercarse el autobús;ya tenía pagado el viaje de regreso alpuerto y el pasaje en barco a SaintHauda. El autobús se detuvo y abriólas puertas. El conductor, quellevaba una camisa de cuelloamarillento y corbata, miró a Carldesde arriba y esperó un momentoantes de soltarle: «Que es para hoy.

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¿Sube o no?» Carl imaginó a Ida ensu casita. La sensación que lo habíaasaltado el día anterior —cómo alabrazarla había recordado el tiempopasado con su madre— se habíadifuminado en contacto con loprosaico del anodino hotel, lasparadas de autobús, las salas deconferencias, las pruebas demicrófono, la luz verde y trémula delas salidas de emergencia... Pero nose había desvanecido, sino queseguía agazapada en su interior.Necesitaba prepararse antes de

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volver a ver a aquella joven.Se apeó y las puertas del autobús

se cerraron, y cuando el vehículo sepuso en marcha el conductor ledirigió un gesto obsceno con el dedo.

Carl cruzó la calle. Un camión letocó la bocina y se desvió paraevitarlo. Al otro lado de la calzada,se sentó en la acera, junto a la paradade autobuses, y se dispuso a esperarel que iba hacia el sur, hacia elinterior.

La idea se le había ocurrido a lahora de comer, mientras la profesora

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de literatura encargada deacompañarlo le soltaba una peroratasobre los románticos. Habíamascullado su conformidad aaquellas opiniones mientras comía elpollo frito que había pedido. Nuncahabía pretendido encontrarsesermoneando a alumnos aburridos niidolatrado por profesoresexcéntricos. De pie en aquella salade conferencias, había contempladolos ojos inexpresivos de un centenarde permeables estudiantesuniversitarios. Su conferencia había

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dejado mucho que desear. No podíapensar en los clásicos. Sólo podíapensar en Freya.

Pero, cuando trataba deimaginársela, veía su lápida y sushuesos, enterrados dos metros bajotierra. Para borrar esas imágenes,tenía que pensar en el rostro de Ida,con vida, respirando.

Llegó el autobús. Carl se abriópaso hacia el fondo y ocupó unasiento donde apenas le cabían laspiernas junto a un pasajero congabardina caqui al que su ordenador

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portátil tenía amargado. Aquelnombre de usuario expresaba sumalestar estirando continuamente laspiernas y propinando codazos.

La última vez que había escrito aIda, se había dirigido a ella por elapellido de soltera de Freya. IdaIngmarsson. Un abrazo, Carl. Pero encuanto la carta cayó por la ranura delbuzón de correos se percató de suerror, y realizó varios intentosinfructuosos para impedir que lamisiva llegara a su destino. Ida nohabía hecho ningún comentario, por

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supuesto, pero aquel suceso estabaen sus miradas la siguiente vez quese vieron, casi un año más tarde. Quépremonitorio parecía, a posteriori,aquel episodio.

Carl creía que todo el amor deque era capaz había muerto muchotiempo atrás, dejando sóloremordimiento y un corazón resecocomo la cecina. Pero, al ver a Idahecha una mujer, su corazón habíavuelto a latir de nuevo. Esa imagende su amor, todavía vivo, le resultógraciosa en un primer momento, antes

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de que recuperaran los formalismosde su relación. De niña, Ida lollamaba tío. Era evidente que Carljamás debería haberla conocido.Tampoco debería haber seguido encontacto con su madre. Como si derepente pudieras poner fin al amorporque la persona a quien quieres hafirmado unos documentos con otrotipo en una iglesia.

Fuera, se sucedían los pueblos ylas urbanizaciones. Después, tierrasde labranza muy trabajadas, camposcultivados y prados con vacas pintas.

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Llegó la noche y el tráfico seintensificó. Atravesaron una ciudadde bloques de pisos con las ventanasiluminadas y con tantos tendidostelefónicos y eléctricos y tantasantenas que los edificios parecíanatrapados en una telaraña. El hombreque iba a su lado roncaba. Un hilillode baba conectaba su boca con elnudo de su corbata.

Carl se apeó del autobús en unpueblo de arquitectura soviética. Alo lejos, las colinas y una centraleléctrica proyectaban una nube

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protectora sobre las calles. En lasesquinas había altas farolas de doblelámpara. Las vallas estabanpintarrajeadas con grafitis pocoimaginativos y de coloreschabacanos. Encontró un hotelpasable, que al menos se habíaesmerado (aunque no mucho) enponer una alfombra roja bastantecursi en la entrada y colgar arañas deluces de plástico en el vestíbulo. Unestudiante contratado temporalmente,con pajarita negra torcida, le entrególa llave de su habitación. Carl subió

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por la escalera hasta el cuarto pisopara ejercitar las piernas, que se lehabían entumecido durante eltrayecto. Metió la bolsa dentro,volvió a cerrar la puerta y salió delhotel sin hacer caso a las protestasde su estómago.

Recorrió las calles que locondujeron hasta el cementerio. Lehabría gustado encontrar unafloristería abierta a esas horas de lanoche para poder dejar a Freya loslirios dorados que tanto le gustaban.En el cementerio, pasó al lado de un

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doliente que acariciaba un bancoconmemorativo y encontró el caminoentre las lápidas hasta el bloque depiedra blanca que llevaba grabadoaquel extraño nombre, sólo a mediasauténtico: Freya Maclaird.

Charles Maclaird, el muycapullo, nunca le dijo a Carl que aFreya le estaba creciendo un tumoren la parte superior de la columna.Ni siquiera le informó de su muerte.Por eso le guardaba rencor, un rencormás doloroso incluso que el que leproducían sus lazos legales con

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Freya. Más doloroso incluso que laidea de que ambos compartieran unacama con martirizante regularidad.

En cuclillas junto a la tumba, conlos puños delante de la boca, pensóen lo asombroso que era que la chicaa quien había visto, la misma a la quehabía entregado las llaves de su casa,no guardara el menor parecido conCharles. Se parecía tanto a su madreen sus buenos tiempos que podríanhaberla tomado por su hermana.Abrazarla había sido como... comolo que siempre imaginó que sería

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abrazar a Freya.Si Carl hubiera sabido que Freya

estaba agonizando, habría acudido asu cabecera para abrazarla, sinimportarle lo que hubieran podidopensar Charles Maclaird y el restodel mundo.

Cuando por fin había visitadoaquel cementerio (parecía mentiraque hubieran pasado tres años),estaba tan consternado y destrozadoque al despertar al día siguientereparó en que tenía las uñas rotas ycortes y rasguños en los dedos. Se

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había planteado muy en seriodesenterrarla. Le habían arrebatadoel lugar que le correspondía en ellecho de muerte y en el funeral deFreya, y apenas podía creer que susesperanzas se hubieran truncado.Siempre había abrigado la arroganteconvicción de que algún día Charlesdaría un mal paso y ella volvería aél. Había abrigado la convicción, sibien erosionada por elenvejecimiento de su cuerpo, de quepasarían muchas noches juntos. Sucuerpo y el de Freya, y ella gimiendo

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de placer con los labiosentreabiertos.

La lápida estaba más limpia,mucho más limpia, tres años atrás.Sólo el miedo le había impedidoentonces escarbar en la tierra reciénapisonada; pero no temía lasconsecuencias de que lodescubrieran, sino profanarla. Demodo que había regresado a su casade Saint Hauda.

Ya no había flores en la tumba.Charles debería haberla cuidado,pero ésa era la cuestión: Charles

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había odiado y despreciado a sumujer. La había llamado puta, o esole habían contado. Si Carl lo hubieraoído insultarla así, lo habríaestrangulado. Por lo menos, Ida teníasentido común. A juzgar por lo que lehabía contado en las cartas, veía a supadre como el paleto egoísta que era.Quizá no lo detestara tanto comoCarl, pero a éste le producíasatisfacción —aunque triste— saberque Ida se llevaba mejor con él quecon el imbécil que la habíaengendrado.

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Aquella chica era igual que sumadre. Se inclinó y besó la tumba.

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Capítulo 8

Una legión de hojas vagaba porel parque de Ettinsford, cargandocontra el césped embarrado y lossenderos asfaltados. Una niña queiba en un cochecito de paseointentaba atraparlas cuando pasabanen tropel por su lado. Inclinada haciadelante, tensaba el arnés del asientoy chillaba agitando las manos. Lashojas prosiguieron su avance,dejaron atrás las orillas del estrecho,

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con las que lindaba el parque, yrodearon la torre del reloj. Al finalse amontonaron contra un seto, detrásde un banco donde había sentada unaanciana. La mujer torció el gestocuando las hojas se le echaronencima y quedaron prendidas a suchal.

Midas miró la hora en el reloj dela torre. La puesta de sol dividía elcielo en una pared amarilla y untecho azul turquesa. Los petirrojosrevoloteaban entre las ramasdesnudas. En el agua, los patos

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escondían el pico bajo las alas. Unenvoltorio de patatas fritasdescolorido crujía arrastrado por elviento.

Se preguntó si Ida vendría,porque ya se retrasaba. Habíanquedado para comer en un fish andchips, y él había acudido a la citadirectamente desde la floristería,recorriendo la serpenteante yadoquinada High Street hasta laextensión de césped del parque. Secruzó de brazos y pateó el suelo conuno y otro pie, pues, pese a que

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llevaba dos jerséis y tres camisetasdebajo, su burdo abrigo no localentaba bastante. Lo del fish andchips lo preocupaba. El día anterior,al salir de la cafetería, Ida habíasugerido que quedaran para comer.Midas no había estado en ningún barni restaurante de Ettinsford, así que,cuando ella le pidió que propusieraalgún sitio, el único que recordóhaber visitado fue el fish and chips,seis o siete años atrás. Ella habíacomentado que no era precisamentelo que tenía pensado, pero se empeñó

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en probarlo si él lo recomendaba.A Midas lo sorprendió que ella

quisiera volver a verlo después dehaberle dicho que no podía ayudarlaa encontrar a Henry Fuwa. En lacafetería, cuando ella habíapronunciado ese nombre, Midashabía reaccionado sacudiendo lacabeza para ahuyentar el recuerdo deaquellos ramos de flores. Sinembargo, por la noche, cuando pusoa hervir el agua para su bolsa deagua caliente, se sintió falso. Comosi la hubiera traicionado.

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Los recuerdos no eran más quefotografías impresas sobre sinapsis.Como ocurría con aquéllas, creía queestaba justificado compartir algunoscon la gente y preservar otros. Contodo, al verter el agua por el cuellode la bolsa, había experimentado undesasosiego que lo estremeció y sesalpicó la mano. ¿Había alguna ley,alguna autoridad que le exigierapresentar a Ida sus recuerdos deFuwa como prueba? No habíadormido bien; se incorporó en lacama, con las huesudas rodillas

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recogidas contra el pecho,demasiado asustado para apagar laluz.

Ese día, en el parque, se preguntócómo podía explicarle a Ida que dehecho sí, que el nombre de HenryFuwa le sonaba, sin que ella seenfadara por habérselo ocultado.

Un vagabundo apareció andandocomo un pato por el otro lado de latorre del reloj, con una bolsa deplástico llena de botellas de sidravacías. Alguien caminaba despaciodetrás ile él. Cuando el vagabundo se

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sentó en un banco, Midas vio que laotra persona era Ida. Pero su modode andar era diferente: habíareemplazado el bastón por unamuleta de madera.

Nada más verla sonreír, Midascomprendió que no iba a estar a laaltura de las circunstancias. Sinembargo, era preferible hacer frentea aquella sensación de mareo queafrontar la ira de la chica. Tragósaliva, empujando hacia dentro elsentimiento de culpa. Ida se acercócaminando por el borde del agua;

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llevaba el gorro blanco y el abrigolargo hasta las rodillas con queMidas la había visto las otras veces.Volvió a llamarle la atención laexagerada palidez de sus ojos y surostro. El frío otorgaba unaextraordinaria nitidez a todo, e Ida noera una excepción. Le dieron ganasde fotografiarla allí mismo.

—Qué tarde tan bonita... —comentó ella mirando el cielo.

—Sí —coincidió él, y decidió nohacer ningún comentario sobre elcambio de bastón a muleta.

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—Pareces congelado. Perdona elretraso.

—No hay ningún retraso.—Sí lo hay —repuso Ida,

mirando el reloj—. Lo siento, deverdad. Todavía no me acostumbro acalcular el tiempo teniendo en cuentaesto —explicó, señalando sus botas—. Temía que creyeras que no iba avenir. ¿No tienes frío? ¡Tu abrigotiene un agujero, Midas!

—Me he puesto dos jerséis.—Pero ¿no tienes frío?—Un poco.

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—Vale. Pues vamos a comer.El asintió con la cabeza y

caminaron despacio a través delparque, para luego cruzar la callehasta el fish and chips.

Sobre la puerta delestablecimiento colgaba un pez demadera. La pintura, azul, estabacuarteada y manchada deexcrementos de pájaro. El olor agrasa y rebozado llegaba hasta laacera. Dentro, el olor era másintenso: hacía mucho calor y lasparedes azules estaban alicatadas,

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como las de una piscina, y decoradascon murales de tiburones y pulpos.Los empleados, con los rostroscolorados y tocados con gorrasblancas, metían paladas de patatasfritas en bandejas de plástico ysumergían filetes de pescado en laschisporroteantes freidoras.

Midas señaló una fotografía entono verdoso de una croqueta depescado y patata, la especialidad dela casa. Cuando Ida le habíapreguntado por qué era tan buenoaquel establecimiento, él había

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mencionado aquellas croquetas. Justoentonces, un sonriente cliente seapartó del mostrador con una bandejade croquetas y patatas fritas; elvinagre había empapado el rebozado.Un individuo delgado, con chaquetade piel y jersey de cuello alto negro,se acercó al mostrador y apoyó elparaguas en él. Le guiñó un ojo a lacamarera, que sonrió.

—Doble de croquetas y patatas—pidió con voz nasal.

—¿Sal y vinagre?—Con mucha sal.

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La camarera roció las patatasfritas con sal. Midas se volvió haciaIda y, abochornado de pronto por ellocal que había escogido, comentóque no sería extraño que, pasadosseis años, las croquetas de pescadoya no fueran tan buenas. Pero Idaparecía de verdad encantada, y ledijo que le pidiera croquetasmientras ella esperaba sentada a unamesita junto a la ventana.

—¿Cuánto rato crees queaguantarían calientes? —preguntócuando Midas llegó con dos

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envoltorios de papel encerado.—Pues están recién sacadas de la

freidora.—Perfecto. ¿Nos las llevamos a

mi casa? —propuso ella sonriendo.—Hum...Ida se levantó con cuidado y le

dio unos golpecitos en el pecho. Elcontacto de su dedo le provocó unaespecie de gargarismo y no pudoreplicar, aunque creyó que debíarechazar educadamente elofrecimiento de Ida. «Madre mía»,pensó, pues apenas la conocía.

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—¿Puedes conducir? —inquirióella, que no se rendía.

Midas contempló su rostroexpectante e hizo la prueba delpadre, que consistía en preguntarsequé habría hecho él en esa situacióny hacer exactamente lo contrario.

Salieron a la calle. Hacía frío. Elvagabundo del parque estabaacurrucado en la entrada de uncallejón, con su bolsa de botellas;Midas oyó sus dientes al castañetear.Guió a Ida hacia su coche, y entoncesreparó en que lo había aparcado

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sobre un charco. Ida subió concuidado por el lado del pasajero.Estaba anocheciendo deprisa. Alpoco rato ya estaban en el campo,avanzando por una carretera nadatransitada.

—Estas patatas fritas huelen muybien.

—Hum.—Eres muy tímido, ¿no? —

Sonrió.—Supongo —contestó él, y se

sonrojó.Junto a la ventanilla pasaban

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ramas oscuras. Empezó a llover. Elcoche dio una sacudida al pasar porun bache; Ida hizo una mueca y seagarró las rodillas. Midas puso másatención en la conducción. Lasconíferas se agitaban, azotadas por elviento y la lluvia.

—A lo mejor es porque piensasdemasiado en qué palabras vas aemplear y en cómo hacer que tu bocalas pronuncie.

El frunció el ceño. Tal vez ellasoltaba muy libremente todo lo que lepasaba por la cabeza.

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—Quizá —dijo.Tras unos instantes en silencio,

Ida señaló un estrecho camino.Midas lo tomó y los faros del cocheiluminaron una casita con tejado depizarra.

Los árboles se azotaban unos aotros en la oscuridad. Una lluvia fría,casi aguanieve, repiqueteó sobre suscabezas y hombros cuando seapearon.

Ida respiró hondo.—Bueno, ésta es la casa.En la puerta pintada de azul había

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una herradura clavada. En losalféizares había plantas secas entiestos resquebrajados. Una gotahelada le dio a Midas en un ojo. Idacaminó hacia la entrada, sujetando lallave pero sin hacer ademán demeterla en la cerradura. Se quedómirando la sosa fachada.

—Me temo que la decoración noes muy original. A Carl no le interesademasiado. Recuerda que es unacadémico maduro.

Midas pensó en su padre. Ellaabrió la puerta y accionó un

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interruptor.Un pasillo ancho conducía a una

escalera de madera y dos puertas,que daban a una cocina y un salóncon un sofá cama donde era evidenteque Ida había dormido. Él sepreguntó por qué no dormiría arriba,en el dormitorio, y si aquel sofácama convertía el salón en sudormitorio. Si era así, se encontrabaen la habitación de Ida, idea que loagobió: no estaba preparado paraalgo así.

En una estantería se amontonaban

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algunas fotos enmarcadas y libroscon nombres que Midas recordabavagamente haber visto en el estudiode su padre: Virgilio, Plinio, Ovidio.Parecían las palabras de un conjurode magia negra, así que les dio laespalda. En un rincón había pesas degimnasio y un par de viejos guantesde boxeo azules; en la pared opuestaa la ventana colgaba una pequeñareproducción de un autorretrato deVan Gogh con la oreja vendada. Elsofá cama estaba cubierto con unacolcha estampada, azul marino con

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topos plateados.Ida se sentó en el sofá cama y

empezó a desabrocharse loscordones de las botas. Midasprocuró disimular su curiosidad. Ellase quitó las botas y las dejó a su ladoen la alfombra. Llevaba varios paresde gruesos calcetines.

—Debía de ser difícil —comentóMidas mirándole los acolchados pies—. Bajo el agua.

—¿Qué quieres decir? —preguntó ella frunciendo el entrecejo.

—El submarinismo que dijiste

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que practicabas con Carl Maulsen.—No, no. Cuando trabajaba para

Carl todavía no tenía... esto.—Ah. ¿Es reciente?Ida asintió y ambos se quedaron

mirándose el regazo.—Midas...—¿Sí?—No quiero hablar de ello.—Lo siento.Ida se encogió de hombros.

Luego dio una palmada y dijo:—Bueno, ataquemos esas

famosas croquetas.

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Midas fue a la cocina y buscó lavajilla. Sacó las grasientas croquetasde los envoltorios, las puso en losplatos y los llevó al salón. Se sentóen un sillón de muelles.

Ida había abierto una ventanapara que no oliera tanto a grasa.Mientras comían, oyeron ulular entrelos árboles.

—Ahí fuera hay búhos —comentó Midas.

—Sí. Los oí la otra noche cuandono podía dormir.

—Podríamos salir a buscar uno.

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—¿De veras? —preguntó Ida,sorprendida.

—Sí, ¿por qué no?Ella masticó con esmero, y una

vez que hubo terminado se limpió loslabios.

—Cuando era pequeña, bajaba ala playa y buscaba delfines a la luzde la luna. Creo que nunca he salidoa buscar búhos. Pero ahora... mecuesta andar en la oscuridad.

—No iremos lejos.—No, mejor no. —Se ruborizó

—. Lo siento, Midas. Me da mucho

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miedo tropezar.Él no esperaba esa reacción.

Aquella chica mostraba mucha másseguridad que él respecto a todo, yesa repentina inversión de lospapeles la hizo parecer, por uninstante, más joven, casi una niña.

Empezaba a hacer frío. Ida cerróla ventana, subió la calefacción ypidió a Midas que cogiera de lanevera una botella de vino blanco. Labotella tenía el cuello húmedo porefecto de la condensación.

—Tienes toda una bodega en la

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nevera —observó él.—Son de Carl —explicó ella

sonriendo—. Pero me dijo que podíacoger lo que quisiera, así que... —Puso la botella y dos copas en unarepisa junto al sofá cama; luegocogió un sacacorchos que blandiócomo si fuera un cuchillo—. Siemprese ha portado muy bien conmigo. Hasido una especie de tío para mí.

—¿Sois parientes?—No. Mi madre y él se conocían

desde hacía mucho tiempo. —Clavóel sacacorchos en el tapón y empezó

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a girarlo, distraída—. Mira, es esede ahí. El del recorte enmarcado.

Al final del estante de libroshabía una amarillenta columna deperiódico enmarcada. Midas selevantó y la cogió. El titular rezaba«Dos investigadores de Saint Haudareciben una beca Honoris Causa», yal pie del artículo había unafotografía con mucho grano. De losdos hombres que aparecían, con trajerecién planchado, el primero —fornido, de sonrisa seductora ycabello plateado— era sin duda

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Maulsen.—¡Joder! —exclamó Midas

apretando el marco.Ida levantó la cabeza,

desconcertada. El tapón se partió, secoló dentro de la botella y quedóflotando en el vino.

El joven fue tambaleándose hastael sillón y se dejó caer en él.

—¿Qué pasa, Midas?Él negó con la cabeza y miró a

Ida, que entornó los ojos. Pensó enque le había ocultado lo que sabíasobre HenryFuwa, pero que no podía

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esconderle también aquello. Letendió el marco.

—Lee los nombres —pidió.Ida leyó el artículo por encima y

luego escudriñó la fotografía.—¿Este eres tú?—Mi padre.—¿Os llamáis igual?—Sí.Ida apartó el marco.—No lo sabías, ¿verdad?Midas negó con la cabeza y dijo:—Bueno, sabía lo de la beca,

pero no lo de Carl Maulsen.

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—¡Pues es una buena noticia!Dijiste que no sabías gran cosa sobretu padre. Quizá Carl pueda ayudarte.

—No quiero saber nada sobre mipadre. Y ver una fotografía suyadespués de tantos años...

Ida se preguntó si alguien delcontinente, como ella, podía llegar aentender los embrollos de la vida enlas islas. Las cadenas de cotilleos,más poderosas que los culebrones dela televisión. Los vecinos fisgones,capaces de detectar los secretoscomo los cuervos la carroña. Y casi

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peor que eso (porque a la gentesiempre podías no hacerle caso): ellugar regurgitaba detallesindeseados. Midas quería pensar quela muerte había transformado a supadre en polvo, como el sacerdotehabía prometido en el funeral. Peroquizá en el archipiélago de SaintHauda la tierra fuera demasiado fina.

—¡Por el amor de Dios! —saltó—. ¡En estas islas todo el mundo seconoce!

—¿Por qué no te vas a vivir aotro sitio? —preguntó Ida con

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ternura, como si pensara en voz alta.—Porque... porque así no

conseguiría borrar lo que pasó.Tengo que... superarlo.

—¿Y qué pasó exactamente? —preguntó ella, asintiendo lentamentecon la cabeza.

—Si fueras a los archivos delEcho quizá encontrarías dos o tresincidentes destacables de los diezúltimos años —respondió élseñalando el recorte—. La vida aquíestá tan aletargada... Cuando ocurrealgo trágico, las consecuencias se

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acrecientan. No puedes pasear por lacalle sin que la gente te reconozcacomo el desgraciado del periódico.Y no sólo eso: como sólo hay unacosa de que hablar, las miradas quete lanzan son desagradables.Distorsionadas.

—Ocurrió una desgracia,¿verdad? —aventuró Ida escogiendocon cuidado las palabras—. ¿Aquién? ¿A ti?

—Una amiga mía se ahogó. Antesde eso, mi padre se había suicidado.Y han pasado otras cosas...

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—Vaya. Lo siento.—No te preocupes —repuso él,

tratando de sonreír—. Lo único quetodavía me duele es lo primero.

—Quería decir que siento haberestado dándote la lata sobre que aquítodos saben todo de todos. —Miró labotella color esmeralda que sujetaba—. Y también siento haberestropeado el vino.

—No importa. Podemos colarlo—propuso él sonriendo.

Y buscó un colador de té en lacocina (en la cocina del amigo de su

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padre). El vino se filtró por elcolador.

—Salud —brindó Ida mirandocon dulzura a Midas al levantar sucopa.

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Capítulo 9

Una apacible noche de verano, elpadre de Midas cayó de la silla y sequedó tirado en el suelo de suestudio. Su mujer lo encontró y llamóa una ambulancia, que llegó pocodespués y lo llevó al hospital, dondepasó tres días. Los exámenesrevelaron un bulto anómalo bajo elcorazón. No había ningunaposibilidad de cura.

—Podría encontrarse

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perfectamente durante variassemanas, o incluso meses —explicóel médico con voz cansina mientrasapretaba una y otra vez el botón deun bolígrafo—. Hasta que un día, contoda probabilidad, sufrirá un ataqueparecido al de esta vez, o quizá peor.Llegará un momento en que su cuerpono podrá restablecer el control porcompleto. Perderá sensibilidad yfunción motora en las partes delcuerpo afectadas. La única esperanzaes que eso ocurra principalmente enlas extremidades, pero, como

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comprenderán, si se extiende a unaarteria principal o al sistemadigestivo, no podremos hacer grancosa.

El médico hizo girar el bolígrafoentre los dedos; luego se lo acercó alos labios y se dio unos golpecitos enla barbilla.

—Si luchara... —dijo la madrede Midas al cabo de un rato con lasmanos muy apretadas—. Si lucharael tiempo suficiente. Si aguantara...

El doctor mordisqueó elbolígrafo.

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Un día (el día que su padreenganchó la nota en la nevera) Midasse escapó del colegio. Era un colegiogrande, al que a diario llevaban a losniños de Saint Hauda en autobús, ysin embargo, Midas ni se integrabaen él ni conseguía pasar inadvertido.Mientras otros alumnos se acostabanjuntos o fumaban cannabis en unrincón del patio, él se quedaba en labiblioteca estudiando voluminososlibros de fotografía. Los profesoresle habían prohibido llevar su cámarapara prevenir un posible robo, pero

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ese día, a la hora del recreo, élsoñaba con el nuevo teleobjetivo quele había regalado su tía. Todavía lotenía guardado en su reluciente caja,en casa. Aún olía a poliestireno. Semoría de ganas de contárselo aalguien, pero no había nadiedispuesto a escucharlo. Empezó allover; la lluvia repiqueteaba confuerza en los tejados y obligó a entrara los otros niños. Y por eso FreddyClare se presentó en la biblioteca.

—Hola, Rarito —dijo al sentarseen la silla de enfrente de Midas.

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Tenía el cabello empapado, pegadoal cuello.

—Hola, Freddy.—Mira esto, Rarito. —Se abrió

e l blazer, y una cosa plateadadestelló en su bolsillo interior.Parecía el mango de una cuchara.

—¿Qué es?Freddy miró alrededor

furtivamente, y entonces sacó unanavaja automática, con la hojaplegada.

—Como en El Padrino, Rarito.¿Te gusta?

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—Es muy bonita.—Ya lo creo. Bueno, ¿llevas

dinero?—No.Freddy apretó los dientes.—No te hagas el idiota, Rarito.

Si te haces el idiota podrías tenerproblemas. No olvides que sé dóndevives.

Midas miraba a Freddy juguetearcon la navaja. Llevaba tiritas encuatro dedos. No había ningúnbibliotecario a la vista, y los otrosniños, aunque lo habían visto, tenían

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la nariz firmemente pegada a suslibros.

—No llevo dinero, Freddy.—Claro que no. —Sonriendo,

Freddy abrió la navaja.—No te... miento.—Claro que no. Como en El

Padrino, Rarito.Por fortuna para Midas, detrás de

la sección de Historia Antiguaapareció una biblioteCarla. Al ver elarma de Freddy, puso cara deespanto y empezó a abrir y cerrar laboca toqueteándose los botones de la

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rebeca.Freddy suspiró y volvió a plegar

la navaja.—No pasa nada, señorita. Sólo

le estaba enseñando mi nuevo juguetea Rarito. —Se levantó de la silla ymiró la navaja con aflicción. Lalluvia tamborileaba contra lasventanas de la biblioteca—. Perosupongo que querrá confiscármelo,¿verdad, señorita?

Se la tendió, y la biblioteCarla lacogió rápidamente.

—¡Bueno! —exclamó la mujer,

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aliviada—, ¡menos mal que habéissido responsables!

—No pasa nada, señorita —repuso Freddy sonriendo—. Me hapillado usted con todas las de la ley.

La biblioteCarla sujetó la navajaentre el índice y el pulgar, como sipudiera contaminarla.

—Supongo que comprenderásque me veo obligada a informar deesta infracción de las normas delcolegio, ¿verdad?

—Usted sólo hace su trabajo,señorita —afirmó el chico,

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encogiéndose de hombros. Metió lasmanos en los bolsillos y miró la horaen el gran reloj de la biblioteca—.¡Vaya! Casi se ha terminado elrecreo. El tiempo vuela, ¿verdad,Rarito? Nos vemos después de clase.

Midas y la biblioteCarla lovieron marcharse con airedespreocupado. Entonces sonó eltimbre.

* * *

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Midas se escondió en los lavabosde la biblioteca hasta que empezaronlas clases, momento en que seescapó. Se escabulló del colegio conel cuello de la chaqueta levantado; lalluvia y el viento eran tan intensosque le costó un gran esfuerzo llegar asu casa. Cuando entró, estabacompletamente empapado. Llamó asu padre, pero nadie contestó.Entonces, mientras preparaba café,vio una nota enganchada en lanevera:

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En el garaje. Siento eldesorden.

M.

Midas dejó el café y volvió aponerse la chaqueta, empapada.Salió por la puerta trasera, corriópor el patio y bajó por el callejónhasta el bloque de garajes de lacalle. La lluvia caía oblicua,fortalecida por el viento.

La luz del garaje iluminaba elcontorno de la puerta. Las gotas delluvia tamborileaban en el metal y

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resonaban en las ventanas. Midas fuehacia allí chapoteando, abrió lapuerta de un tirón, lo justo para caberpor la abertura.

Su padre, un hombre pálido conbigote, jersey y pantalones de vestir,se hallaba en lo alto de una escalerade mano, cortando un trozo de cintaadhesiva con los dientes. Estabaenganchando bolsas de basura a unade las paredes del garaje. Tenía unapronunciada joroba, apreciableincluso estando allá arriba subido.

—¿Qué haces? —le preguntó

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Midas.Su padre casi se cayó de la

impresión.—Dios mío, Midas, me has dado

un susto de muerte —dijo,llevándose una mano al corazón.

Bajó apresuradamente la escaleray cerró de un puntapié una caja quecontenía algún tipo de herramienta,con forma de ele y el mango negro.Midas no la vio el tiempo suficientepara identificarla, pero sí divisó unabolsa de pequeños cilindrosmetálicos junto a la caja.

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—¿Qué haces aquí? Deberíasestar en el colegio —dijo su padre,con los brazos en jarras.

—Me he escapado.—Pero ¡Midas! —Se le acercó

caminando pesadamente y lo miró dearriba abajo—. Si no te secas, vas apillar una pulmonía. Has escogidomuy mal día para escaparte. Vamos abuscar una toalla.

—¿Para qué son esas bolsas debasura?

Su padre miró por encima delhombro las bolsas negras que había

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en las paredes y el suelo.—¿Esas bolsas? Pues... Vamos a

buscar una toalla.Apagó la luz del garaje. Midas

abrió la puerta y volvieron a casajuntos, pisando charcos. Entraron atoda prisa por la puerta trasera.

—Una toalla, una toalla... —murmuraba su padre.

—Si quieres, te la busco.—Estoy buscándotela yo. Toma.

—Le pasó un trapo de cocina—.Vamos a ver. No puedes escapartedel colegio sin más. —Midas se pasó

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el trapo por el cabello—. Estaránpreocupados por ti.

—No me echarán de menos.—Claro que sí. A instituciones

como ésa no se les pasa ni un detalle.Estoy seguro de que ya deben dehaber llamado a la policía.

Sonó el teléfono. El padre deMidas se frotó el bigote con el índicey el pulgar.

—Deben de ser ellos —especuló—. Seguro que telefonean parainformarme que te has marchado.Vamos. —Salió al pasillo y descolgó

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el auricular del teléfono de pared—.¿Dígame? Sí, soy el señor Crook.¿En qué puedo ayudarlo? Sí. Sí, metemo que sí. Conmigo, sí. Sí, desdeluego. De acuerdo, buenos días. —Colgó con firmeza y suspiró—. Pontelos zapatos. Te acompañaré.

—Ya llevo los zapatos puestos.—Ah, vale. Entonces, vámonos.

El coche está en la calle. Estaba...usando el garaje.

—¿Qué hacías con esas bolsas debasura?

Su padre se palpó los bolsillos

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para comprobar si tenía las llavesdel coche, pero se detuvo antes deabrir la puerta, con la mano sobre elpicaporte.

—No te preocupes, Midas. Estatarde podrás quitarlas.

—Pero ¿qué hacías...?—Midas, por favor. —Abrió la

puerta. Una ráfaga de lluvia logolpeó en la cara—. Madre mía, estoparece el Diluvio Universal.

Miraron las negras nubes.—No quiero volver al colegio.

Si vuelvo, Freddy Clare me dará una

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paliza o me matará a puñaladas.Depende de si le devuelven sunavaja.

—Ya —murmuró su padrecontemplando cómo la lluviasalpicaba en los charcos.

—Lo digo en serio —insistióMidas—, y Freddy también. Estáloco.

—Vamos, sube al coche. Siquieres, coge un cubo para irachicando agua por el camino. —Riópara sí. Midas lo siguió bajo lalluvia, con el trapo en la mano, y se

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sentó en el lado del pasajero. Elseñor Crook se detuvo con las llavesa medio camino del contacto—. Si yono me hubiera opuesto, tu madre tehabría apuntado a clases decatequesis. ¿Te imaginas? —Serecostó en el asiento—. Te hice unfavor. Me niego a inculcar a mi hijola creencia dogmática en una deidadmonoteísta. No, mi hijo esplenamente consciente delsimbolismo de un panteón: laimposible coexistencia de unamultitud de fuerzas dominantes. ¿No

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es así, Midas?Si Freddy había recuperado su

navaja, ¿qué notaría? ¿Una punciónrápida o un dolor más prolongado?Insoportablemente lento, milímetro amilímetro...

—¿Sabes una cosa, hijo? Mealegro de que nos hayamosencontrado esta tarde. —Tamborileócon los dedos en el volante, todavíasin girar la llave en el contacto—.Esta charla sobre las clases decatequesis, y este aguacero, me hanhecho pensar en el Diluvio.

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La lluvia repiqueteabaruidosamente en el parabrisas.

Su padre se puso a hablar dearcas posadas en cimas de montañas,palomas blancas como la nieve ycuervos ahogados que flotaban en elmar. Midas se hallaba absorto en suspreocupaciones. De pronto reparó enque había dejado de hablar.Agarraba el volante con ambasmanos y tenía los nudillos blancos.Las gafas le habían resbalado por elpuente de la nariz. Así era como seponía cuando se emocionaba; aunque

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no era nada entusiasta ni alegre, muyde vez en cuando se emocionaba poralgo.

Un mirlo, vapuleado por lalluvia, se posó en el capó. Setambaleó un poco antes de saltar a lacalzada y marcharse a trompiconesen otra dirección.

—¡Un barco, Midas! —exclamósu padre, dando una palmada—. Unaforma estupenda de hacerlo. Muchomejor que esa tontería de las bolsasde basura.

—¿Qué significan esas bolsas de

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basura?—Nada, una tontería. ¡Un barco,

Midas! Dios mío, eres un estímuloexcelente. Y ahora, al colegio —dijode pronto, girando la llave en elcontacto.

Midas agachó la cabeza. Llegó ala escuela a tiempo para la clase dematemáticas; de su huida sóloquedaba un trapo de cocina mojado.

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Capítulo 10

Cuando Midas despertó, le dolíala cabeza y se notaba agarrotado. Sehabía quedado dormido en el sillónde la habitación de Ida, que estabacompletamente a oscuras. Habíanhablado de temas menos delicados:de libros (calcularon que él habíaleído uno por cada veinte leídos porella), de actualidad (él no estaba aldía de nada) y de cine (Midasconfesó que no soportaba las

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películas: quería analizar cadafotograma como analizaría unafotografía, pero el esfuerzo lo dejabaatontado). Al final, vencidos por elcansancio, se habían quedadodormidos donde estaban.

Habían dejado las cortinasdescorridas; el mundo exterior seapreciaba en forma de imprecisascapas azules, como si miraras através de la escotilla de unsubmarino. Se oía una acompasadarespiración que provenía del sofácama. Midas tenía la boca seca y

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todavía notaba el regusto del vinoblanco. Trató de volver a dormirse,pero no lo consiguió. Estiró un brazoy buscó la lámpara. Una araña subiópresurosa por la pared, alejándosedel débil resplandor anaranjado quede pronto había inundado lahabitación. Ida estaba tumbada en lacama, tapada con una colcha delunares plateados, y sus piessobresalían por un extremo. Midaslos contempló un rato, ensimismado.De vez en cuando, ella se sorbía lanariz y giraba la cabeza, pero sus

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pies no se movieron ni una sola vez.Incluso cuando apretó los puños

y los acercó al pecho, en un gestodefensivo, sus dedos de los piespermanecieron quietos como sifueran de piedra.

Igual que la luna provoca lasmareas, la noche hizo que lacuriosidad de Midas aumentara.Tenía la cámara guardada en sumacuto, junto al sillón. La cogió yretiró la tapa del teleobjetivo;entonces, al darse cuenta de en quéestaba pensando, volvió a taparlo.

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Dejó la cámara en la repisa quehabía junto a la cama y se esforzópara no mirarla.

La cámara parecía inofensiva,pero con Ida durmiendo en lahabitación también parecíaextrañamente ajena a todo lo demás,un simple accesorio. Midas cogió lacorrea y notó la áspera trama de sushilos. Llevaba tanto tiempoconsiderándola una extensión de sucuerpo, como otros habrían hechocon una silla de ruedas o unas gafas,que pensar en actuar

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independientemente hacía que se letensaran los hombros y se lecongelaran los dedos de los pies. Sinla guía de la cámara, estaba ciego.Contemplando los inmóviles pies deIda, pensó que no reuniría el valorpara investigarlos sin la serenidadque le confería su cámara.

Le crujieron las rodillas cuandose levantó y se acercó con sigilo a lacama.

El primer par de calcetines deIda era de color crudo. Miró lacámara, que todavía tenía el

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teleobjetivo tapado. Notaba unhormigueo en los dedos. Respiróhondo y, con cuidado, puso un pulgarsobre el dedo gordo de uno de lospies de la chica. Ella no notó nada.La inesperada frialdad de Ida podíainterpretarse como que no le apetecíaque otra persona la tocara. Respirabaacompasadamente, con los labiosseparados; tenía una gotita de salivaen la comisura de la boca. Midasapretó un poco. Los calcetines eranblandos, pero el dedo gordo era durocomo el diamante.

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Midas retiró la mano deinmediato y se apartó de la cama.Pensó que todavía debía de estarconfundido por el vino blanco quehabía bebido, pues lo que habíatocado no tenía la consistencia de undedo gordo.

Volvió al sillón, cogió su cámaray la sostuvo contra el pecho. Al pocorato concluyó que eran imaginacionessuyas.

Estaba casi totalmente dispuestoa convencerse de ello.

Se pasó la correa de la cámara

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por la cabeza, volvió junto alextremo de la cama, respiró hondo ycogió el dedo gordo del pie de Ida.Lo apretó con el índice y el pulgarhasta que no pudo negar lo duro yfrío que estaba. Y no cabía duda deque ella no notaba nada. Ida murmuróalgo en sueños, y Midas se metió lasfrías manos en los bolsillos. En eltecho, la araña correteaba adelante yatrás, entrando y saliendo del haz deluz.

Cogió los extremos de loscalcetines de la joven y se los

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deslizó suavemente hacia lostobillos. Entonces ella masculló algo,y él se quedó paralizado, pero sinapartar las manos. Ida todavíadormía profundamente. Midas le bajólos calcetines más allá del tobillo ydejó al descubierto unos centímetrosde su pie.

Se quedó mirando.Boquiabierto.Acabó de quitarle los calcetines.Ida tenía los dedos de los pies de

cristal. De un cristal liso,transparente y brillante. Unas

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destellantes medias lunas de luzbordeaban cada uña y cada arruga delas articulaciones de los dedos.Vistos a través de éstos, los lunaresplateados de la colcha sedifuminaban y parecían vaporesmetálicos. La parte anterior de laplanta del pie también era de cristal,pero más opaco, e iba perdiendogradualmente su transparencia hastaque, cerca del tobillo, alcanzaba lapiel, una piel mate y con un tononormal. Y sin embargo... Esosescasos centímetros de transición lo

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asombraron aún más que los dedosde sólido cristal. Se distinguíanvagamente los huesos metatarsianos,y se volvían más precisos y de unblanco azucena cerca del inalteradotobillo, envueltos poco a poco porcapas cada vez más densas deligamentos de un rojo translúcido. Enla curva del empeine se distinguíanhebras de sangre, suspendidas comolas manchas de pintura de lascanicas. Y en algunos sitios donde lapetrificación aún estaba incompleta,aparecía un lunar diminuto o un fino

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vello rubio.Seguía profundamente dormida.Los dedos de Midas avanzaron

poco a poco hacia los botones de sucámara.

Cuando hubo tomado suficientesfotografías, permaneció un rato depie con los calcetines de Ida en lasmanos. Intentó volver a ponérselos,pero, cuando estaba subiéndoselos,ella jadeó débilmente en sueños y élse quedó muy quieto. Aunque no lahabía despertado, ya no se atrevió aacabar de ponerle el calcetín. Lo

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dejó fruncido sobre los dedos del piey volvió a su butaca, donde seplanteó muy en serio huir de allí.Tarde o temprano, ella despertaría,vería sus calcetines y sacaría lasobvias conclusiones. Midas emitióun débil gemido. Todavía estaba unpoco borracho, y muy cansado. Laimagen de aquellos pies no seborraba de su pensamiento; era comoel recuerdo de un sueño que él sabíaque estaba a punto de disolverse.

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Ida corría al ritmo de los latidosde su corazón y del hip-hop queescuchaba. A su izquierda se alzabangigantes de cemento y cristal:bloques de oficinas y casas devecinos con ropa tendida y jardinerasde flores, que animaban las grisesfachadas con su colorido. A suderecha, el río de la ciudad fluíabajo barcas y boyas. Más adelante,un puente cruzaba las aguas colormiel y soportaba a cientos depeatones a quienes los cochestocaban la bocina. El sol convertía

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todos y cada uno de los parabrisas enuna lámina opaca y anaranjada.

Pasó corriendo por debajo delpuente, donde sus pasos resonaron deforma irregular en las vigasdecoradas por artistas de grafitis ypor la marea. El eco era irregularporque Ida no conseguía mantener unpaso regular. Cada vez que pisabacon el pie derecho, se le clavabaalgo puntiagudo en el dedo gordo.Había tratado de no hacer caso deello, pero ya había parado variasveces para quitarse las piedras de la

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zapatilla, aunque sin éxito. Recorriótodavía un kilómetro más antes devolver a intentarlo, sentada en unbanco orientado hacia la orillaopuesta del río y la catedral de laciudad. Una red de andamiosenvolvía las agujas gemelas de laiglesia. Los obreros, provistos decascos, se movían por ellos como sifueran arañas. Amarrada a la orillaopuesta había una barca alquiladapara una fiesta; a bordo, losinvitados se tambaleaban, gritaban,reían y se abrazaban unos a otros.

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Ida se quitó la zapatilla y lasacudió; luego hizo lo mismo con elcalcetín y buscó las piedrecillas ensu interior. Seguía sin haber nada.

Al volver a ponerse el calcetín,notó como si se le clavara unaastilla; sujetándose el pie con ambasmanos, la buscó.

La luz del sol hizo brillar unamotita anaranjada en la coloradabase del dedo gordo de su pie. Tratóde quitársela, pero no pudo. Alacercarse más, vio que parecía uncristal incrustado, cubierto por una

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fina capa de piel.Más tarde, en su piso, mientras se

daba un baño muy caliente con elincesante ruido de fondo del intensotráfico pese a tener las ventanascerradas, intentó quitarse el trocitode cristal ayudándose de un alfiler yunas pinzas. Consiguió asirlo y tiróde él. Un dolor intenso le recorriótodo el pie; bufó y se sujetó el dedogordo, apretándolo con fuerzamientras esperaba a que dejara dedolerle.

El cristal seguía alojado en su

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cojín de carne enrojecida. Respiróhondo y volvió a tratar de arrancarlocon las pinzas, pero el dolor fue aúnmás intenso, porque la piel ya estabainflamada. Fuera sonó una sirena, yde pronto percibió la inmensidad dela ciudad y, más allá, de la campiña:el paisaje del continente, lasformaciones nubosas en el cielo, losocéanos socavando la tierra y, enmedio de todo aquello, ella, queapenas era una motita. Se estremeció.El agua de la bañera se habíaenfriado.

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De pronto se acordó de aquelhombre de Saint Hauda. De HenryFuwa y de su joyero con agujeritospara respirar.

Despertó cuando todavía era denoche y se ciñó la colcha. Se notó lasrodillas y las piernas entumecidas ysudorosas. Miró a Midas, que dormíaen el sillón y roncaba conestridencia. Midas había encendidola lámpara de la mesilla, lo queseguramente se debía a que le daba

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miedo la oscuridad, así que lepareció enternecedor. El chico teníala cámara sobre el regazo, como sifuera un osito de peluche. Sepreguntó si podía confiar en él.

Confiar en él lo suficiente paracontárselo todo acerca de sus pies;para eso tendría que conocerlomejor.

Se incorporó y, furtivamente, fuehacia el otro lado de la cama. Uno delos calcetines cayó sobre laalfombra. Ida se detuvo; miró elcalcetín y luego a Midas.

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Midas abrió los ojos. Oyó eltictac de un reloj en la oscuridad. Eraesa hora de la noche en que las cosasparecen irreales, en que una idea quedurante el día se rechaza fácilmentepuede apoderarse de las entrañas yno salir de allí hasta la mañanasiguiente. Pero él estaba despierto,de eso no cabía duda. Había visto loque había visto. Había soñado conrayos que caían en la playa yconvertían los granos de arena en

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cristales. Y... no quería volver adormirse. Su intención era huir antesde que Ida despertara.

Bostezó, y estaba a punto dedesperezarse cuando vio que no teníala cámara en el regazo. La lámparade la mesilla seguía encendida. Sepuso en tensión.

Ida estaba incorporada en el sofácama, de espaldas a él, con la correade la cámara en una mano.

Sintió pánico. Fingió dormir. Nosabía qué foto era la que quería queIda viera la última. Quizá la de la

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zona de transición, con esas hilachasde sangre cristalizada que lerecordaban a las nebulosas de lasfotografías del espacio. O el primerplano de los dedos, con su manodebajo, transparentada y prestando sucolor rosa pálido a los dedos del piede ella. Simuló un ronquido. Al cabode un rato oyó que ella se leacercaba. Notó el peso de la cámarade nuevo sobre su regazo. Lassábanas de la cama susurraron y elcolchón chirrió. Se apagó la luz.

Ida lo despertó tocándole

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ligeramente un brazo. Una luzinvernal inundaba la habitación. Elvolvió a cerrar los ojos.

—Ven, Midas. Quiero enseñarteuna cosa.

Ida olía a perfume y tenía elcabello mojado. Llevaba un jerseygris perla y una falda negra sobre laque se había puesto un delantalblanco. Volvía a calzar las botas.

—Ven.Midas se levantó con esfuerzo y

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la siguió hasta la cocina; una vez allí,ella se detuvo junto a la ventana y ledejó sitio a su lado. Durante la nochehabía nevado, y una fina capa denieve cubría el prado que ascendíahacia el enmarañado bosque. Haciala mitad de la pendiente había unosciervos, en una manada pequeña; unode ellos no estaba a más de veintemetros de la casa. Un macho jovenpatrullaba solemnemente entre losdemás y de vez en cuando se sacudíala nieve de los inmaduros cuernos.

—¿Verdad que son bonitos?

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—Sí.«Oh, no», pensó al recordar a Ida

inclinada sobre su cámara. Sabía quele había visto los pies. ¿Por qué nolo había mencionado? «Oh, no.»

Ida se acercó a la cocina. Lasllamas azules de uno de los fogonescalentaban una sartén donde unostomates y unas tiras de beiconchisporroteaban en el aceite. Idasacó unas salchichas de un paquetede plástico.

—Estoy preparándote undesayuno inglés completo. Para

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agradecerte que te quedaras a pasarla noche. ¿Tienes resaca?

Midas trató de sonreír.Ella le dio la vuelta al beicon y

lo paseó por la sartén.—¿Té o café?—Café, por favor.Fuera, uno de los ciervos

empujaba con la testuz al machojoven.

Ida sirvió café en un tazónblanco, del que iba ascendiendo unacolumna de vapor.

—¿Zumo de naranja?

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—Oye, Ida...Ella lo miró, y luego volvió a

centrarse en el beicon.—¿Sí?—Café, por favor.—Ya tienes el café.Midas contempló el círculo negro

de la taza.—Ya. Quería decir... no, gracias.

No quiero zumo. Sólo café.Ida rompió un huevo de cáscara

rosada y lo echó a la sartén. La clarachisporroteó y se volvió mate.

—¿Un huevo o dos? Se los

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compro a un granjero que vive muycerca.

—Escucha, Ida...Ella puso un poco de sal al

huevo, y luego miró con gesto defastidio a Midas.

—Estás decidido a sacar el tema,¿no? Creía que haríamos como si nohubiera ocurrido nada.

Pasó la espátula de madera pordebajo de los bordes del huevo.Fuera, los ciervos se movían por elprado a cámara lenta.

—Mira —dijo por fin—, creía

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que estaría enfadada, pero no loestoy. —Se golpeó la palma de laotra mano con la espátula—. Almenos, no mucho. No entiendo porqué, pero la verdad es que me sientoun poco aliviada.

»Esta mañana he estado pensandoqué razones podías tener para ser tanindiscreto. ¿Lo sabías ya? ¿O eresfetichista y sientes debilidad por lospies? —Rió—. Pero lo que túquerías era fotografiarme, ¿verdad?No lo has hecho con malicia. —Siguió removiendo el beicon. Midas

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arrastró un poco los pies—. Me caesbien. —Y apuntándolo con laespátula, añadió—: Pero no hablescon nadie de mis pies. Te juro que sise lo cuentas a alguien te mato.

—Vale —repuso él tragandosaliva.

—El desayuno está listo.Siéntate.

Midas retiró una silla y se sentó ala mesa. El mantel a cuadros, puestoen diagonal, dejaba al descubiertolos cantos de madera del tablero.

—Bueno, ¿te apetece el huevo?

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—¿Te duelen? —inquirió Midas.Sin apartar la vista de la comida,

Ida la sirvió en dos platos que acontinuación puso bruscamente en lamesa, haciendo temblar cuchillos ytenedores. Él se encogió en la silla.

—Mira, ya te he dicho que confíoen ti. Te perdono por haber sidoindiscreto, pese a que sigo pensandoque has sido increíblemente groseroaunque no tuvieras mala intención.Pero me parece que prefiero noentrar en los detalles escabrosos.Prefiero olvidarlos.

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—Tienes miedo, ¿verdad?—Cuando metes la pata, Midas, y

alguien te ofrece la manera de salirairoso, lo normal es aprovechar laocasión que te brindan, y no seguirhurgando en la herida.

—Perdona.Ida se sentó; luego volvió a

levantarse, tiró de los cordones deldelantal para deshacer el lazo, se loquitó, lo arrugó y lo lanzó al otroextremo de la cocina. Entoncesvolvió a tomar asiento. Cogió elcuchillo y el tenedor y cortó el

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huevo, esparciendo la yema por todoel plato. Respiró hondo y dejó loscubiertos. Se tapó los ojos con laspalmas de las manos y se los frotó.

—Lo siento. Tienes razón. Tengomiedo.

—No se lo contaré a nadie y note haré preguntas.

—Gracias.—El café está buenísimo. —Dio

otro sorbo y empezó a comerse elbeicon.

—Midas...—¿Sí? —dijo él masticando.

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—El cristal está extendiéndose.Estoy muy asustada. Hace un mes,sólo tenía afectadas las puntas de losdedos.

Midas tragó el bocado. Al dejarde masticar, de pronto la cocinaparecía muy silenciosa.

—¿Ya has...? Es decir, ¿teimporta si te pregunto si...?

—¿Si me ha visto un médico? —Ella negó con la cabeza—. ¿Creesque un médico podría ayudarme?¿Cómo? ¿«Tómate estos antibióticosdurante un par de semanas y se te

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pasará»?—Quizá deberías buscar algún

tipo de... tratamiento alternativo,¿no?

—¿Como qué? ¿Medicinaholística? ¿Acupuntura? Creo que misituación es más grave de lo que... —Se interrumpió, porque los ojosestaban humedeciéndosele.

El fijó la vista en su plato. Cortóun tomate frito y se quedó mirandocómo las semillas flotaban en eljugo.

Ida se secó las lágrimas y dio un

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sorbo de té, pero hizo una mueca dedisgusto, porque estaba enfriándose.

—Tengo miedo, Midas. Aunqueeso no me arredrará.

Midas asintió con la cabeza.—¿Y cómo puedo ayudarte?—Ya te lo he dicho. No

contándoselo a nadie.—Me gustaría ayudarte.Midas la vio levantarse e ir

cojeando hacia la tetera. Creyó quevolvería a pedirle que dejara deentrometerse. Fuera, los ciervosregresaban sigilosamente al bosque.

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—Lo más sencillo que podríashacer para ayudarme... Como ya te hedicho, estoy asustada. Por el amor deDios, no me noto los dedos de lospies. No sé dónde termino yo ydónde empiezan mis calcetines y misbotas. Si no es demasiadoinconveniente para ti, podrías... nosé, hacerme compañía.

Midas se levantó. Suponía que,en una película, ése sería el momentoen que la estrecharía por la cintura yle diría algo muy varonil. Comomínimo le pondría una firme mano

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sobre el hombro. Pero no sentía nilos brazos.

—Vale. No hay ningúninconveniente.

—Gracias. Tengo que ir al baño.Midas se quedó sentado en la

cocina, paseando su beicon por elplato. Menudo asunto. Miró lacámara y se preguntó si ésta, celosa,lo habría metido en aquello paracastigarlo por haber pasadodemasiado tiempo pensando en Ida.Sin embargo, lo consolaba creer quequizá tuviera ocasión de fotografiarla

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con su consentimiento.Cerró los ojos y sintió cierta

felicidad al pensar en esaposibilidad, aunque superpuesta a ladesasosegante idea de que Ida estabavolviéndose de cristal.

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Capítulo 11

Agarrado a la barandilla delferry, Carl Maulsen contemplaba lasolas, que se alzaban y escupían comocobras. Una densa niebla reducía elmundo al metal pintado de blanco delbarco meciéndose en el mar. Elviento lo cepillaba con cintas deniebla que permanecían enroscadasalrededor de sus extremidades y sucuello.

Aspiró una bocanada de aire frío

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y salobre. Afirmar que en los últimosdías se le había aparecido FreyaMaclaird no habría sido metafórico.No creía en fantasmas, pero unanoche, adormilado en su habitación,la había visto proyectada en la pared.En otra ocasión le había parecidoverla en una calle abarrotada degente y se había abierto paso aempellones hacia ella; después,volviendo en sí, había mirado conodio a los desconocidos a quieneshabía apartado a codazos. Sinembargo, estaba convencido de que

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había reconocido la ropa de Freya yla quemadura de sol que tenía en lanariz de la época en que él contabaveintiún años y ambos volvían de laplaya al campus universitario.

Y la otra noche se habíaencontrado mal. Había despertadocon un hormigueo por todo el cuerpo.Se retorcía en la cama, enredándosecon las sábanas. A veces, las mantaseran su único refugio de un frío quehacía que le castañetearan losdientes, y otras, parecían hechas deuna tela caliente y pegajosa como la

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lava. Se había metido en la ducha dela habitación del hotel y se habíaquedado allí sentado, tosiendo ysudando, bajo un hilillo de aguatibia. Pero después se había sentidomejor. Tenso, pero de nuevocentrado. Desde entonces no habíavuelto a ver a Freya. De nuevo,controlaba la situación.

En el ferry, se miró el velloblanco que le cubría los antebrazos yel dorso de las manos. Sonó unasirena de niebla en algún lugar entrela bruma.

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Midas Crook padre había escritoun artículo sobre el efecto del tiemposobre las personas, tema que habíancomentado él y Carl en su abarrotadodespacho. Había comparado la vidade una persona con los cambios devestimenta que realizaba a lo largode una jornada. Empezaba con laincorporación de capas una fríamañana; luego había que adaptar elatuendo para ir al trabajo. Por latarde, vuelta a la ropa de estar porcasa, y al anochecer, desvestirse denuevo. Crook afirmaba que cada

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prenda era uno de los muchospersonajes que cualquierarepresentaba a lo largo de la vida.

Carl había argumentado que laparábola funcionaba mejor si la ropaera la que se usaba a lo largo de todoun año, dado que la personalidad nose adquiría ni se acumulaba durantela vida, sino que se mudaba ycambiaba, se compraba y se vendíamuchas veces.

Salió del ferry arrastrando sumaleta traqueteante y se sentó en unsalón de té diminuto con vistas al

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puerto, rodeado de tazas sucias yplatos con migas que el personal,indolente, todavía no había retiradode las mesas.

¿Y si Crook tenía razón? Carlsiempre había pensado que era un seral que la vida había cambiadomuchas veces, al que había mejoradoe intercambiado por personalidadesmás agradables. Así como su cuerpohabía reemplazado cada una de suscélulas, él había reemplazado yreconstruido toda su personalidadpara convertirla en algo

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robustamente suyo que no debieranada a Freya.

Sin embargo, en ese momento sesentía como un hombre al estilo de laparábola de Crook: un hombre cuyaropa de trabajo estaba agujereándosey revelaba la tela del pasado que seocultaba debajo.

Generalmente, cuando pedías untaxi en la isla te hacían esperarmucho. Como en el ferry habíaterminado de leer La Odisea porenésima vez, la única manera queencontró de matar el tiempo fue

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tomarse una taza de té tibia (ydemasiado dulce después de añadirleazúcar) y hojear un periodicucholocal de dos días atrás manchado decafé. Pasó media hora persiguiendosombras que transitaban por sumente, hasta que un taxi tocó labocina; entonces dejó la taza de técon las otras sucias y salió afuera.

Le pareció reconocer al taxista:era el mismo que lo había llevado alpuerto cuando había salido de la isla.El hombre también reconoció a Carl,y por el camino le preguntó cómo le

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había ido el viaje. Carl desvió laconversación mediante respuestasmonosilábicas. Los campos, pelados,parecían tableros de ajedrez conárboles blancos y cuervos negros. Simirabas fijamente las nubes bajas, nosabías distinguir si la efervescenciaque se veía respondía a la arenilla detus globos oculares o a una nevadainminente.

Pararon delante de la casa. Carldescargó su maleta, pagó y se quedóun minuto de pie ante la puerta azulcon su ridícula herradura de la buena

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suerte (regalo de Freya). Puso lapalma sobre la pintura, cubierta dehumedad, y movió el cuello de unlado a otro hasta hacerlo crujirsatisfactoriamente. Se enderezó, echóel aliento en una mano paracomprobar si olía a menta, agarró laaldaba y golpeó con fuerza la puerta,tres veces.

Ida acudió a abrirle y lo saludócon una mano apoyada en la pared yla otra en una muleta de madera. Carlreconoció esa muleta al instante: lahabía hecho él. La joven debía de

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haberla encontrado apoyada contra lapared del salón y no había tenidoningún reparo en cogerla y utilizarla.

Se le acercó para abrazarlo. Elavanzó tímidamente hacia ella y notócómo se le aferraba a los costados,como si bajo sus pies se abriera unabismo. Cuando, al marcharse decasa, con prisas, había hecho apenasun comentario sobre el bastón queutilizaba, ella le había dado unaexplicación imprecisa —una fracturaque ya tenía casi curada—, y Carl nohabía tenido tiempo para sospechar

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nada. Pero al ver la forzosa quietudde Ida, puso en duda que estuvierasiendo sincera.

Entró en la casa tras ella y vio elfregadero lleno de agua jabonosa queformaba enormes pompas. Ida apenashabía empezado a fregar los platos, yde la pila todavía ascendía vapor.Había dos platos, dos cubiertos y dostazas de café.

—Has tenido un invitado —comentó él con voz apagada,sorprendido al comprobar que esaidea lo fastidiaba.

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Ella se encogió de hombros.—Acaba de marcharse.Carl arqueó las cejas. Ida lo

golpeó con un trapo de cocina.—Perdóname. Soy un

entrometido.—No digas tonterías, Carl. No

hemos hecho nada.Él alzó las manos y esbozó una

sonrisa forzada, pero cordial.—No, si eso no es asunto mío.

¿Es un chico de aquí?—Sí, claro. Lo conocí en

Ettinsford. Es fotógrafo.

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Entonces no podía ser un hombrepróspero. En aquel archipiélago nopodía haber ningún fotógrafo deéxito.

—¿Y tiene nombre?—Pues claro.—¿Y no piensas decirme cómo

se llama? —preguntó Carl sin dejarde sonreír.

Ida retorció el trapo que sujetaba.—Bueno, no importa —dijo él.—No, no. Tiene gracia. Me

parece que lo conoces. Se llamaMidas. —Carl debió pensar de

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inmediato que se trataba del hijo,pero en quien primero pensó fue enel padre—. Tú conocías a su padre,¿no? En la estantería hay unafotografía suya.

—Sí.—Pues eso.Habían recibido sus doctorados

en medio de un vendaval. Elfotógrafo había tenido que repetir envarias ocasiones la fotografía,porque, cada vez que disparaba, elviento zarandeaba a Midas Crook,que se tambaleaba y salía del

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encuadre.De pronto los vio a todos

revueltos: Freya y Midas Crook. Iday él. Ida cuando era pequeña. Ida yCrook. Dio un resoplido y negó conla cabeza.

—¿Qué pasa, Carl?Jugando a ser ebanista, había

hecho aquella muleta sobre la que seapoyaba Ida. Al cortar la madera,había tragado serrín. Clavó losclavos. La probó con todo su peso.Luego, cogió el coche y fue a todavelocidad al hospital donde Freya

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reía en urgencias con un par decostillas y una pierna rotas, a causade un accidente de rappel. Freya sehabía recuperado apoyándose enaquella muleta. Después, una mañanade verano perfumada de flores, Carlle había abierto la puerta a un carteroque no paraba de estornudar y quellevaba un estrecho paquete. Sin otraexplicación que la propia devolucióndel regalo y una almibarada tarjetade Freya Maclaird, cuando hastaentonces siempre había firmadosencillamente con su nombre. Carl

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había retirado la muleta delenvoltorio y había inhalado confuerza deslizando la nariz por lamadera, con la esperanza de percibirel olor de Freya. Pero esa mañanasólo lograba oler las flores.

—Nada —contestó—. Loadmiraba mucho. Fue una especie dementor para mí. ¿Cómo es su hijo?

—Un poco raro —respondió Idariendo—. Pero me resulta simpático.No se llevaba nada bien con supadre.

—No me extraña. Sólo unos

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pocos nos llevábamos bien con él.

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Capítulo 12

De pequeño, sentado en el primerpeldaño de la escalera en la casa desus padres, a oscuras, Midas laadmiraba. Creía que rezumaría o sesaldría, pero brillaba y desaparecíaen un abrir y cerrar de ojos.Emigraba. A seis millones dekilómetros por hora. Y si la aislabaspor completo...

Cerró las persianas y corrió lasgruesas cortinas. Las fotografías de

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las paredes volvieron a convertirseen hojas de papel; la oscuridad lasunificaba en una sola tonalidad degris. Podría haber estado sentado enuna roca en una cueva oscura. Peroentonces disparó su flashelectrónico.

Y allí estaba, lanzándose contralas cortinas, donde destacaba elentramado de los hilos azul marino yse desvanecía con la mismaespectacularidad con que habíaaparecido. Después del destello,todo quedaba más oscuro. Midas

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esperó, sobrecogido, a que tenuesrastros de luz volvieran a colarse enel recibidor. Cuando la oscuridad seconvirtió de nuevo en penumbra,disparó otra vez el flash. Elmecanismo emitió un susurro.

Las fotografías de las paredespasaron de ser simples rectángulosgrises a revelar calles y figurasrígidas vestidas con traje, para luegoquedar de nuevo reducidas arectángulos grises. La marca azul dela luz en sus retinas se desvaneció, ycuando Midas se disponía a apretar

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de nuevo el botón del disparador delflash, la puerta principal se abrió depar en par y el recibidor se llenó deruidos y colores.

Con los ojos entornados, vioentrar a su madre cojeando y con unacaja de cartón en los brazos,cubiertos de pecas. Trajo consigouna ráfaga de aire caliente, y acontinuación el estruendo del tráficoy el trino de un pájaro. La mujer selimpió los zapatos enérgicamente enla esterilla, y entonces dio unrespingo.

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—Ah, eres tú —dijo en voz baja,y se recuperó del susto—. No tehabía visto con lo oscuro que está.

La puerta se cerró tras ella y serestableció la penumbra. Sonrió aMidas y abrió la puerta del comedorempujándola con el trasero. Allítambién estaba oscuro. Midasdisparó el flash, y la mujer dio unchillido y casi soltó la caja. Luego laapretó más fuerte contra su pecho,acariciándola con una mano en ungesto protector.

—No me des estos sustos, hijo.

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Entró cojeando en el comedor.Midas se levantó y la siguió. Lamadre dejó la caja sobre la mesa ydio una palmada.

—Tu padre no está en casa,¿verdad?

El negó con la cabeza.La madre sonrió y dio otra

palmada; entonces se volvió,descorrió las cortinas del comedor yel sol entró a raudales por lasventanas. Se quitó un pasador y agitóla rizada cabellera. La luz arrancabadestellos a sus rizos y coloreaba la

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tela beige de su vestido. Tarareandouna melodía, arrancó un trozo decinta adhesiva del paquete. Lasmotas de polvo, aterradas, searremolinaron en el haz luminoso.

El paquete estaba lleno depequeñas piezas de poliestireno conforma de ocho que la mujer extrajo apuñados y que revolotearon por elaire convirtiendo el comedor en unaespecie de bola de nieve. Luegolevantó una caja más pequeña que laprimera. Cogió un cúter e hizo unapequeña incisión en la cinta

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adhesiva. Dentro había más ochos depoliestireno y una cosa envuelta enpapel de seda, que hacía frufrú entresus dedos.

Era un marco tipo caja, concristal. Cuando le dio la vuelta paraenseñárselo, Midas vio cincoinsectos clavados dentro. Eranlibélulas de la longitud de sus puños,todas con los ojos completamenteblancos. Tenían las lechosas alasextendidas y sujetas con alfileres.Los ojos, fantasmales, sinpigmentación, eran como perlas. En

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el marco había una inscripción, perono pudo leerla.

La madre de Midas cerró losojos y se puso a temblar. Paracalmarse, empezó a dar ruidosasbocanadas.

—Hijo, llévate la caja y todosestos restos de embalaje al vertedero—pidió cuando abrió los ojos—. Tedaré una propina. Por el caminopuedes comprarte unos caramelos.

Midas miró con recelo el sol quese proyectaba sobre el césped, de unverde horrible.

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—¿Por qué no lo llevas tú?Puedes ir en coche.

—Sé bueno.—No me apetece salir.—Mira, tengo que... esconder

todo esto. Antes de que vuelva tupadre. Él no lo entendería. Sé bueno,hijo.

Recogieron el poliestireno yvolvieron a meterlo en el paquete.Entonces su madre le dio unasmonedas y Midas sacó la caja de lacasa a regañadientes. Pero no fue aninguna parte, sino que volvió a

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entrar a hurtadillas para espiarla.La vio pavoneándose por el

pasillo con una imaginaria pareja debaile y con movimientos asimétricos,dada su cojera. Sin vacilar, Midasfue al armario donde sus padresguardaban la Polaroid y regresó depuntillas para fotografiarla; tomabalas fotos una a una, deleitándose conel zumbido que producían al salir dela cámara, todavía sin revelar. Laspuso en el suelo de la cocinamientras oía a su madre tararear unamelodía de baile en el vestíbulo. Las

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imágenes surgieron en losrectángulos blancos comoexploradores que regresan de unaventisca. Estaba tan enfrascado enaquel hechizo que no se fijó en quesu madre enmudecía. Lo sorprendióexaminando atentamente lasfotografías.

—¡Hijo! —susurró, corriendohacia las fotografías.

Al verlas, se llevó una mano a lafrente y gimoteó.

—¿Qué pasa, madre?Se oyó un ruido en la puerta

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principal. La mujer, sobresaltada, sevolvió hacia Midas con los ojosdesmesuradamente abiertos.

—¡Rápido! —murmuró, pero elruido lo había causado eldeslizamiento del periódicovespertino por la ranura del buzón.Se llevó una mano al pecho, peroenseguida volvió a alterarse—.Tengo que esconder las libélulas —dijo, dirigiéndose a su hijo aunquehablando consigo misma a la vez.Recogió las fotografías del suelo—.Y tú tienes que esconder eso. Pero,

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por favor, llévate la caja al vertederocomo me has prometido. Hazlo pormí, te lo suplico.

Midas se encogió de hombros,salió afuera, cogió la caja y dio unospasos por la calle hasta meterse porun callejón arbolado. El sol,abrasador, le hacía sudar bajo eljersey. Los pájaros chillaban yechaban a volar al pasar él. Unaoruga negra y amarilla colgaba de untallo, construyendo un capullo dondeconvertirse en otra cosa. La luzcegadora llegaba a todas partes, y

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echó a correr para liquidar cuantoantes el asunto del vertedero.Empezó a oler a podrido. El callejóntorcía hacia la derecha y seadentraba en un anillo decontenedores y máquinas rugidoras.Unos empleados musculosos, conchaquetas fosforescentes, lo miraronfrunciendo el ceño cuando lo vieronsubir los escalones de uno de loscontenedores y tirar la caja sobre unlecho de basura. Cuando bajó, uno delos hombres hizo un comentariosobre su corte de pelo. Midas se

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apresuró a volver a su casa por elsombreado callejón.

—¡Midas! —gritó alguien cuandoestaba abriendo la verja del jardín.

Era su padre, que bajaba por lacalle con un suéter color burdeosencima de una camisa de color cremay una corbata negra. No se le veíasudar ni un ápice. La luz destellabaen sus gafas y su calva, y se perdíaen su poblado bigote. Saludó a suhijo con una cabezada.

—¿Has estado jugando en lacalle?

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—No. He ido... a comprar uncarrete para la cámara.

Su padre negó con la cabeza yfranqueó la verja.

—Deberías gastarte el dinero detu paga en libros. En libros, Midas.¿Es que no te lo he dicho nunca? —Hizo una pausa, sacudió los dedos yse agachó al borde del césped—.Vaya, vaya. ¿Qué tenemos aquí? —Cogió un ocho de poliestireno y lolevantó como si fuera una piedrapreciosa. Le dio vueltas y vueltas sindejar de acariciarse el bigote—.

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Hura... Vaya, vaya.

La casa estaba de nuevo aoscuras. La madre de Midas, quehabía vuelto a bajar las persianas ycorrer las cortinas, se hallaba de pieen el pasillo, mientras el padre selimpiaba los zapatos en la esterilla yse agachaba para desabrocharsedespacio los cordones.

—Buenas tardes, querida —saludó con dulzura.

—Buenas tardes. Hola, querido.

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Ella se le acercó, nerviosa. Él sequitó los zapatos y se los dio aMidas, que los puso en el estante y leacercó las zapatillas. El padre se laspuso sobre los calcetines de rombos.Luego le cogió una mano a su mujer,le dio la vuelta y le puso el ocho depoliestireno en la palma.

—Basura. Seguro que la halanzado algún vándalo a tu jardín.

El color —el poco color que sedistinguía en la penumbra—abandonó el rostro de la mujer. Miróde reojo a su hijo, con gesto de

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desesperación. Pero ¿qué podíahacer Midas?

La mujer se mordió eltembloroso labio inferior, mirando aderecha e izquierda.

—Mira —dijo el padrefrotándose el bigote—, no quierovolver a empezar. Pero meprometiste que no habría máspaquetes. —Ella intentó balbucearalgo, pero desistió—. Comprendo,querida, que no puedas hacer nadapara impedir que te envíen esospaquetes. Y pese a que has

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expresado nuestras objeciones, laestafeta de correos sigue aceptandolos paquetes que llegan a tu nombre.Es evidente que los empleados decorreos están muy atareados yolvidan que quieres que devuelvanesos artículos al remitente.

—No... no hay ningún artículo,querido. Sólo era... u... un paquetenormal y corriente.

—Que contenía ¿qué?—Un... un...El hombre suspiró.—¿Dónde lo has escondido? No

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quiero poner la casa patas arriba.Confiaba en poder terminar mi Plinioantes de la cena.

—Yo no... No he... escondido...El hombre se encogió de

hombros y se volvió cansinamentepara subir la escalera. La madre deMidas lo siguió hasta su dormitorio.Desde el umbral, el chico vio cómosu padre abría uno por uno todos suscajones y encendía una lámpara paraver mejor. En un cajón inferior habíaropa interior y camisones. Fuesacando todas las prendas, una tras

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otra. Sencillas bragas grises y, másal fondo, bragas de blonda gastadas yun sujetador adornado con unasarrugadas flores de tela.

—¡Ah! —exclamó el hombreasiendo el marco de las libélulas consus largos dedos. La mujer seencorvó. Él la miró sonrientemientras retiraba la parte de atrás delmarco; luego arrancó los alfileres, ylos insectos muertos cayeron sobre lacama—. Fascinante, aunque un pocomacabro.

—No las... Son bonitas. No las

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destruyas, por favor.—Mi querida Evaline, la

validación de su belleza esirrelevante. Mi pregunta es la desiempre: ¿quién te lo ha man—dado?

Ella guardò silencio.El asintió con la cabeza y, con

cuidado, cogió la primera libélula.—La papelera, por favor, Midas.El chico entró en el dormitorio,

cabizbajo, y le acercó la papelera,pero su padre no la cogió. La libélulacrujió como papel de seda dentro de

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su puño, lo que provocó unestremecimiento en su mujer. Elpadre abrió la mano y movió losdedos: trocitos de ala blanca y patastorcidas trazaron la espiral de suúltimo vuelo y fueron a parar alfondo de la papelera.

Destrozó las libélulas una a una,mientras la madre de Midaspermanecía desplomada en la cama.Luego su padre volvió a su estudio.Midas se quedó un momento en lahabitación de sus padres, y acontinuación regresó al pie de la

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escalera, donde reinaba unaagradable oscuridad, a jugar con suflash electrónico.

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Capítulo 13

Un grueso manto nevado, que sehabía ido formando durante toda latarde, cubría el jardín de Gustav.Denver (protegida por cremalleras,botones y muletillas) recogía nievecon los brazos y la amontonaba paracomponer la base de un muñeco. Erauna niña de siete años, con el cabellocastaño claro, una sonrisa de dientesdesorganizados y una margarita deinvierno en el pelo. Gustav ayudaba

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a su hija haciendo el trabajo pesadobajo sus órdenes, mientras Midas seencargaba de los detalles: unazanahoria, una boina de fieltrodesteñida y una bolsa de frutos secosque pensaban utilizar como botones.

Midas cerró los ojos y notó cómounos fríos copos se posaban en sucara. A veces se sentía un impostoren aquellos momentos tan familiares.No hacía mucho, Gustav habíabromeado diciendo que Midas sehabía convertido en una madre paraDenver. Luego, al ver a Midas

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preocupado por esa idea, le habíaexplicado que no era nada malo: élno podría llevar la floristería ycuidar de Den de no contar con suviejo amigo.

Eso sólo empeoraba las cosas,porque era verdad. A Midas legustaba su compañía, desde luego,sólo que... Si Catherine hubieraestado allí, habría sido ella la que lehabría puesto los ojos al muñeco, yno él; por eso, cada vez que clavabauna avellana en la nieve, pensaba enlo ocurrido en el peñón de

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Lomdendol, y deseaba con toda elalma darse la vuelta y verla agitandouna zanahoria o sacando unos guantespara los dedos de ramitas delmuñeco de nieve.

Una tarde agridulce con susamigos era mejor, pese a todo, quequedarse solo en su cocina. Llevabaun par de días tratando de pasar poralto los remordimientos que sentíapor haberle ocultado a Ida lo quesabía sobre Henry Fuwa. Ahora queesa mala conciencia había vuelto, lepreocupaba pensar que quizá la única

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forma de liberarse de ella fueraadmitirlo ante su amiga. Entonces sepreguntó de qué serviría, porque, sibien le sonaba el nombre de Fuwa,no tenía más datos que Ida sobre suposible domicilio en el archipiélagode Saint Hauda. Para distraerse, sehabía puesto a descolgar lasfotografías de las paredes de su casa,pero las fotos rescataban todo tipo derecuerdos y a veces creaban otrosnuevos. Había salido de la cocina,había cerrado la puerta principal conllave y había ido a la carrera por

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aceras resbaladizas hasta la casa deGustav. Sabía que entonces estabareprimiendo otra cosa. Aunqueignoraba el paradero de Fuwa,conocía a alguien que quizá sí losupiera.

—Mañana vamos a hacerpasteles de fruta —dijo Den— ver yadentro de la casa, mientras Gustav laobligaba a cambiarse y a ponerseropa seca. Era una niña seria, concabello fino y de reflejos rojizos, losojos demasiado grandes para su carapecosa y unos dientes grandes y

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superpuestos como una mano decartas—. Papá me ha prometido quebuscará unos moldes para hacergalletas. ¿Nos ayudarás?

Midas contemplaba un mundocada vez más blanco.

—¡Midas!—Perdona, ¿qué decías, Den?Gustav intervino con un

comentario sobre el pelo mojado desu hija y la mandó fuera de la cocina.La niña salió sin protestar, mirandopor encima del hombro a Midas, congesto de preocupación. Gustav cerró

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la puerta.—¿Qué pasa?—Es Ida.—Ah. ¿Quieres una cerveza?—No, no me apetece.—Midas, ya sé que hay mil cosas

que jamás me contarás, y me parecemuy bien, pero, si quieresdesahogarte un poco, aquí me tienespara lo que haga falta. ¿Y un coñac?Algo para brindar.

—Hum... No, Gus, no sonproblemas sentimentales. Es que...¿Has oído hablar alguna vez de un tal

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Henry Fuwa? Vive en la isla.—Pues no. Podríamos buscar en

la guía telefónica y en el registro declientes de la floristería.

—Ya lo miré.—¿Es que te ha contratado Ida?

¿Estás haciendo de sabueso para ellao algo así?

—Bueno, resulta que... borré esenombre del registro de clientes.

—¿Qué has dicho?Sonó el teléfono. Midas hizo una

seña a Gustav para que contestara.Su amigo miró quién llamaba en el

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visor.—Otra vez la madre de

Catherine. Está pasando una malaracha.

—Será mejor que contestes.Gustav lo hizo e inició otra

aburrida conversación con su suegrasobre dónde iban a pasar la Navidad.No quería ir al continente a visitar alos padres de Catherine, que sehabían mudado allí después delaccidente. Y éstos tampoco queríanviajar a Saint Hauda, adonde nohabían vuelto desde la muerte de su

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hija. Todavía faltaban variasllamadas para que el asuntoterminara en tablas; luego, alguna delas partes propondría que sereunieran al año siguiente.

Se abrió la puerta y entróDenver. Cogió a Midas de la mano ylo arrastró hasta el salón.

—Me he inventado un juego —dijo arrodillándose sobre laalfombra, detrás de unas cajas dezapatos—. Creo que bastante bueno.

Tras ellos se alzaba el árbol deNavidad de Gustav, recién cortado y

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todavía sin decorar. La habitaciónolía a pino.

—Bueno... —Denver levantó latapa de la primera caja de zapatos,donde, envueltos en papel de seda,había bolas de colores y delicadosadornos de madera.

Midas recordó las navidadespasadas, cuando había sorprendido aGustav rompiendo una bola de nievecon un martillo cuando creía quenadie lo veía. Luego le habíaconfesado que le había recordado alaire que se respiraba en lo alto del

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peñón de Lomdendol.—Las normas son sencillas. Lo

que tienes que hacer es decidir quérepresenta cada adorno antes decolgarlo en el árbol. Así... —Metióuna mano en la caja de zapatos ysacó una bola metálica azul—. Estoes el mundo cuando Dios lo inundó.Y si miras desde muy cerca —añadióaproximándose la bola al ojo—, vesel Arca. Y a Noé. Que es calvo. Y aunos narvales nadando. —Colgó labola del extremo de una rama y leacercó la caja de zapatos a Midas—.

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Ahora te toca a ti.El metió una mano en la caja y

sacó una bola anaranjada que emitíadestellos irisados.

—Esto es una carroza-calabaza—dijo al cabo de un rato—, perotodavía tienen que encontrarse lasruedas.

—¿Quieres que te la cuelgue enel árbol? —preguntó la niña, trasasentir para expresar su aprobación.

—No, ya la cuelgo yo. —Buscóun sitio debajo de donde iría laestrella.

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Denver sacó otra bola de la caja.Era de un rojo sangre, y estabaespolvoreada con purpurina tambiénroja.

—Este —declaró— es PapáNoel cuando ha comido demasiado.

—No le veo la gracia al juego...—dijo Midas, rascándose la cabeza.

—¡Chist! —Miró hacia la cocina,donde Gustav, apoyado contra lapared con cara de resignación, sefrotaba la frente con la mano quetenía libre y daba golpecitos en elsuelo con el pie.

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—Mi padre estaba espiando... Lagracia del juego consiste enengañarte a ti mismo por unmomento. Para que las cosas no seanlo que son.

—¿Qué?—Te toca otra vez.Midas cogió una bola de cristal

transparente.—Va —lo animó Denver—,

tienes que decidir qué es.La esfera de cristal distorsionaba

la mano del joven.—Es una bola de cristal —dijo

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encogiéndose de hombros.Vio cómo su reflejo se

deformaba sobre la superficie, másdelgado y con los ojos más saltones:más parecido a su madre. Entonces,cuando hizo rodar la bola, se vioescuálido y descarnado: másparecido a su padre. Siguióhaciéndola girar y viéndose oscilarentre un código genético y otro.Recordó el olor a turba; a su madretarareando, más feliz que nunca; laslibélulas de la ciénaga; un ramo deflores en la basura; inscripciones

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japonesas; agua que goteaba de unostallos cortados; tinta corrida y letrasilegibles.

—¡Sí! —susurró Denveresbozando su dentuda sonrisa—.¡Sabía que funcionaría!

—¿Qué dices? —preguntó él,embobado.

—Porque no le hacías caso a loque tenías en el fondo de la cabeza.Y así es como yo paso tiempo en elfondo de mi cabeza: haciendo cosasasí.

—¿Qué has hecho para ser tan

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valiente, Den? —preguntó Midasmirándola con admiración.

—Cosas de la vida, como dicepapá —repuso la niña, con aireindiferente. Se levantó y arregló unade las bolas del árbol—. No creoque tenga nada que ver con servaliente. Antes no pisaba los charcospor si me caía en ellos y me moría,como mamá. Pero en otoño, cuandohubo las inundaciones, me quedéatrapada y tuve que atravesar uno.No me sentía ni más ni menos segura.Sólo tenía que atravesar el charco o

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esperar a que saliera el sol y losecara todo.

—Tienes razón, Den —asintióMidas, levantándose—. A veces unodebe pasar de ser valiente y hacer lascosas. He de irme. ¿Le dirás adiós atu padre de mi parte?

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Capítulo 14

Los puentes que unían Gurm yLomdendol Island siempre lerecordaban a torres de alta tensionderribadas. Unas viejas vigas deacero, forradas del sarro blancomarino, se abrían paso entre islotesrocosos en una zona donde el marsolía estar agitado. Al llegar aLomdendol, se metían en un túnelexcavado en la pared de roca. Setrataba, de hecho, de la parte más

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baja del peñón. Al otro lado deltúnel, la carretera ascendía en zigzagesquivando cornisas nevadas. Enverano, la sombra de la montaña quese proyectaba sobre la isla estabamuy bien definida. Las laderas erande un tono grisáceo, y el mar, entrelos puentes, se veía oscuro yprofundo pese a que, a lo lejos, elagua tenía un azul más brillante, allídonde las nubes no tapaban el sol.Cuando llegaba el otoño, era como sila sombra del peñón quedara suelta yse tornara gaseosa. Nada en

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Lomdendol Island se libraba de laoscuridad. La tierra reaccionabaproduciendo una gran variedad dehongos y setas de color piedra. Lasbabosas, los caracoles y los anfibiosdisfrutaban de aquella sombrahúmeda y a menudo uno se losencontraba atravesando las aceras deMartyr's Pitfall, la población másimportante de la isla. Cuando llegabael invierno, la sombra atrapaba latierra en invisibles capas de hielo,convertía las aceras en toboganes, ylos charcos, en espejos.

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Según Midas, Martyr's Pitfall erael corredor de la muerte de la vejez.Las casas estaban astutamenteconstruidas lejos de la vista unas deotras, para crear la ilusión de que sehallaban aisladas en el campo.Aparcó su coche y notó el sabor dela sombra del peñón en la lengua,como el de una moneda de cobre. Seestremeció. Allí arriba, en algúnrincón de la neblinosa cima, estabaescondido el lago que se habíatragado a Catherine.

Un manto nevado cubría la parte

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delantera y amortiguaba el sonido delas campanillas que colgaban en eljardín de su madre. Midas dio unospisotones en el umbral parasacudirse la nieve y se frotó lasenguantadas manos. Un querubín delatón sujetaba el aro de la aldaba conla boca; lo agarró y lo soltó contra lapuerta. La casa era muy nueva; elladrillo todavía no tenía pátina y eljardín no era más que un rectánguloimpuesto al paisaje. Midas laodiaba: odiaba la chabacana aldabacon forma de querubín, la chabacana

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fuente del jardín, con forma de ninfagriega, y el chabacano reloj de solcon inscripciones en falso latín.Estaba de acuerdo en que no era elhombre más aventurero del mundo,pero su madre ni siquiera teníasesenta años, y Midas pensaba quedebería haber estado ocupadatrabajando, y no refugiada en unpueblo que era poco más que unhogar tutelado para ancianos un pocodisperso. Siempre se preguntaba porqué, cuando murió su padre, sumadre había sido incapaz de librarse

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de su fantasma y vivir la vida que élsiempre le había negado. En cambio,se había refugiado allí, feliz desaltarse la etapa del encanecimientoprogresivo y pasar directamente a lade la dentadura postiza.

Recordaba el velatorio de supadre, donde se había dedicado apicotear la sosa comida preparadapor su tía: pastelitos insípidos,sándwiches que parecían extraídosde un estanque, bizcochitos concerezas confitadas espachurradas enel glaseado. Comida de muerto. Puso

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unas rodajas de pepino y una galletade avena en un plato de papel ybuscó un rincón donde pudiera evitara los invitados. Su madre habíaencontrado el mejor: Midas todavíala recordaba sentada en la repisa dela ventana, con su vestido de encajenegro; los visillos temblaban detrásde ella, agitados por la corriente deaire, y dejaban entrar el olor a lluviasobre asfalto. Tamborileaba con losdedos en un vaso de agua que nohabía tocado. No se había movido entoda la tarde, ni bebido el agua ni

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probado la comida. Ninguno de losescasos invitados que se hallabanallí había hablado con ella. Midastampoco. Pero recordaba haberlesuplicado mentalmente que volvieraa empezar.

Llamó por segunda vez. Dentrose oía un aspirador. Nadie abría. Elviento soplaba entre las altas ydébiles plantas del jardín. Eranrosales, pero, como trabajaba en lafloristería Catherine's, sabía queestaban demasiado enfermos paraflorecer. Hacía ya unos cuantos años

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que su madre había dejado decultivar rosas blancas. Acercó laoreja a la puerta y sólo oyó elmurmullo del aspirador.

Recordaba a su madre, tras elprimer intento de suicidio de supadre, redoblando sus esfuerzos paraestrechar los lazos familiares entreellos tres. Sentado en el salón unatarde de llovizna —él en un extremodel sofá y su padre en el otro—, ledaba vueltas a su cámara mientras su

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padre estudiaba minuciosamente unlibro inmenso de páginasamarillentas. Entonces su madre fuede puntillas hasta su marido, seinclinó con sigilo sobre su hombro ylo besó en la mejilla.

El hombre profirió un chillido yse levantó de un brinco al tiempo quese llevaba ambas manos al pecho.

—¡Evaline!Ella rió. Llevaba un ramo de

rosas blancas, envuelto de manerapoco profesional. Había estadocultivándolas desde el verano

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anterior y había cortado las mejorespara regalárselas a su marido.Mientras el padre de Midas lamiraba horrorizado, ella balbuceó unpoema sensiblero, muy ensayado,tartamudeando y equivocándose deversos varias veces.

—¡Feliz aniversario!Le puso el ramo de rosas en los

brazos, pero él quiso apartarse y sepinchó con una espina en la palma dela mano. Ella se estremeció y volvióa ofrecerle las flores. El las agarró,abrió un cajón, sacó unas tijeras y se

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puso a cortarlas hasta que la moquetaquedó cubierta por completo depétalos blancos y la habitacióncolmada de aroma de rosas. Luegosalió por la puerta, muy enfurruñadoy chupándose el corte de la mano, yse encerró en su estudio.

En aquella época, lo queincapacitaba a Midas era lapubertad, que dejaba su valor tandevastado como el de su padre. Nopudo consolar a su madre. La mujerse sentó en el sofá y se puso a gritar.

Entonces sus manos buscaron a

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su hijo, lo cogieron por el cabello, sedeslizaron por su espalda, loabrazaron y lo acercaron a ella.Midas notó el reseco cabellomaterno en la cara, oyó susdesagradables sollozos y olió sualiento. Trató de zafarse, pero ella losujetaba con fuerza. Para huir, tuvoque empujarla. Se levantó de un saltoy se quedó un momento de pie,jadeando, mientras ella asentíaviolentamente con la cabeza, como sile hubiera dado un ataque epiléptico.Apretó los puños y se golpeó las

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rodillas. Midas se sintió culpablepor no consolarla, pero el horror quele producía el contacto físico conella era insuperable. La piel de sumadre era como de cartón, y suslágrimas, calientes. Permanecióinmóvil, con las manos cogidas sobreel corazón, como su padre.

De pronto se abrió la puerta de lacasa materna, en Martyr's Pitfall, yuna joven se asomó por la rendija.Midas tenía frío, estaba en el umbral

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y volvía a ser un adulto.—Hola —dijo la chica

escudriñando el rostro de Midas.—Hola. He venido a ver a mi

madre.Entonces ella lo reconoció, y sus

facciones se relajaron.—¡Señor Crook! ¡Ya sabía que

era usted! Me alegro mucho de verlo.Su madre salió a dar un paseo por lanieve. Le diré que ha venido a verla.

Permaneció agarrada a la puerta,y la empujó para cerrarla un pocomás.

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Midas metió un pie en el umbral,tan educadamente como pudo.

—Hum... Voy a entrar.—Es que...—Los dos sabemos que mi madre

está en casa. —Se coló por la puertadiscretamente, se quitó los zapatos ylos dejó sobre el felpudo.

—Bueno, voy a decirle que havenido. A ver si está disponible —anunció la joven, que parecíaenojada.

Midas negó con la cabeza yrecorrió el corto pasillo; pasó por

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encima del aspirador y abrió lapuerta trasera. La joven se llevóambas manos a la cabeza con gestode frustración. Era la muchacha quesu madre había contratado paracuidarla: le hacía la compra, lecocinaba y a veces la bañaba ysecaba.

Su madre estaba sentada en unasilla, junto a una ventana salediza. Enla habitación sólo había una mesacon un juego de té. Fuera, el céspednevado y los pelados árbolesparecían una fotografía en blanco y

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negro. De un comedero para pájaroscolgaban unos carámbanos de hielo.

El cabello de su madre todavíaconservaba algo de su antiguo rubio.Llevaba puestos unos pendienteslargos de perlas y un chal colorsalmón que no conseguía disimularsus esqueléticos omoplatos.

—Buenas tardes, Christiana —dijo la mujer con voz ronca, y estiróun brazo hacia la mesita. Con dedosfinos, escogió un terrón de azúcarmoreno de un azucarero. Tenía lasuñas de color beige. Dejó caer el

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terrón en la taza que sostenía sobre elregazo.

Midas estuvo a punto de darse lavuelta y marcharse: sentía como si lapiel estuviera tensándosele. Peroentonces pensó en lo que le debía aIda.

—No soy Christiana —dijo.La mujer se volvió, y el cuello le

hizo un ruidito.—Hola, madre.Con mano temblorosa, dejó la

taza en la mesa, derramando un pocode té en su regazo. Pero no se dio

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cuenta: ya tenía otras manchas secasde té en el vestido.

—Deberías... Deberías haberllamado por teléfono. Deberíashaberme dado tiempo paraprepararme.

—Si te hubiera telefoneado, tehabrías encargado de que no teencontrara en casa.

—¿Por qué dices eso?Habríamos ido a la playa. Habríamospasado el día fuera. Madre mía, eresigual que tu padre.

Se volvió y miró por la ventana.

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Midas tuvo la impresión de que nocontemplaba el paisaje nevado, nisiquiera su propio reflejo, sino sóloel cristal.

—Bueno. ¿A qué has venido?—Te he traído los regalos de

Navidad. —Abrió su macuto y sacóuna bolsa de plástico con regalosenvueltos en papel blanco y negro.

—Ah, claro. Ya estamos enNavidad. Me temo que este año no hecomprado regalos para nadie.

—No importa. Los dejo aquí,¿vale?

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—Sí. Christiana se ocupará deellos cuando te marches.

Con cuidado, Midas dejó lospaquetes sobre la moqueta.

—Este año voy a pasar laNavidad en casa de Gustav. Denverha crecido mucho. Estás invitada.

—¿No fuiste el año pasado?—Voy todos los años. Lo paso

bien con ellos.—Sí, claro. —Se miró el regazo

—. Ya lo pensaré.—Vale.—Y... ¿algo más?

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—Sí, la verdad es que sí.—¿Hum?Midas se armó de valor. Había

planeado la conversación de modoque las preguntas lo hubieran idoconduciendo poco a poco hacia lacuestión principal, con la esperanzade que así le resultara más llevaderoa su madre. Jamás habían hablado deHenry Fuwa ni de los regalos que leenviaba cuando él era pequeño.Midas no había tenido ningúninconveniente en apartar ese asuntojunto con todos los demás. Hasta ese

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momento.—Cuando yo era pequeño,

recibías paquetes. Eran regalos.Recuerdo que una vez llegó un marcocon unas libélulas blancas, y otra,unas fotografías. Papá los destruía.Pero tú intentabas ocultárselos. —Lamujer se incorporó, atenta como unaardilla—. ¿Por qué tratabas deesconderlos, mamá?

Ella puso otro terrón de azúcaren su té y lo removió con decisión,pero no se disolvió porque el téestaba frío.

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—Dime por qué, por favor.—¿Por qué quieres saberlo? Eso

pasó hace mucho tiempo. ¿Para quédesenterrar los recuerdos?

—Hay una persona que tiene unproblema.

—¿Qué significa eso? ¿Quéquieres decir?

—Dime quién te los enviaba, porfavor.

Ella dejó la cucharilla y dio unsorbo de té.

—Eran bonitos, ¿verdad?—Por favor, mamá.

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—Me los enviaba tu padre.—No. El los odiaba. Los

destruía.—Era un hombre contradictorio.

Hacía cosas peores, cosas que tú nosabes. ¿Te he contado alguna vez queme robó mi vestido de novia?

—No.—Un día vi que había

desaparecido. Él lo negó, porsupuesto, pero yo sé que acabódonde las libélulas.

Midas chasqueó la lenguainvoluntariamente.

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—Entonces, ¿por qué dices quelos regalos te los enviaba él?

Ella jugaba, nerviosa, con lafalda del vestido. La visita de su hijono le estaba proporcionando ningunaalegría; era como si hubiera ido atirarle del pelo.

Al respirar, emitía un sonidoparecido al del viento a través de untrozo de madera reseca.

—¿Alguna vez has tenido algunaesperanza? ¿Y la has abrigado contratodo pronóstico, hasta que cuantohacías resultaba ridículo? —Midas

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no respondió—. Los elegían para mí.Eran lo que yo quería. Los escogíanmeticulosamente. —Se estremeció ytiró de los flecos del chal—.Olvídalo. Olvidémoslo todo. Si nome los enviaba tu padre, no debíande ser para mí. Eso habría resultadoinapropiado.

En el limpio cristal de la ventana,sus respectivos reflejos parecíanfantasmas, dobles transparentes.

—Tu padre. Dios mío, eres igualque él —aseguró ella, mirando a suhijo de arriba abajo.

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Midas se pasó la lengua por losresecos labios.

—Mamá... Tú... Ya sé que teníasun amante.

Ella asintió con la cabeza deforma casi imperceptible. Entoncesrompió a llorar, apretó los puños yse golpeó las rodillas. Midas desvióla mirada; no soportaba aquellaescena. Como no había ninguna otrasilla, se sentó con las piernascruzadas en la moqueta. Recordabahaber visto llorar así a su madrecuando él iba al colegio, el día que

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su padre había cortado todas lasrosas que ella había cultivado para élcon tanto cariño. Y allí estaba MidasCrook hijo, tan incapaz de consolar asu madre como años atrás.

Su madre sollozaba. Las lágrimastrazaban surcos en la agrietada pielde sus palmas.

Midas sabía que la prueba delpadre le habría hecho reaccionar deforma opuesta a como estabahaciéndolo, pero saberlo no loobligaba a nada, y en realidad sólolo culpaba.

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De pronto, se sorprendió a símismo: pensó en Ida y se preguntócómo se comportaría ella en su lugar.

Con un gran esfuerzo, se levantódel suelo y, rígido, se colocó al ladode su madre. Le puso una mano en elhuesudo hombro, y la cabeza de ella,como una vieja estatua que sedesmorona, se ladeó. El fino yescaso cabello de su madre leacarició la piel.

—Estaba enamorado de mí —dijo.

Midas tuvo que combatir un

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sentimiento que lo sorprendió: la ira.Nunca había conocido a Fuwa, perode pronto se sintió indignado. De pieen aquella pequeña habitación deaire viciado, era evidente por qué sumadre se había recluido en Martyr'sPitfall. Al morir, el padre de Midashabía brindado a su mujer laoportunidad de enamorarse de Fuwasin reservas, pero, tras dieciochoaños de un matrimonio que habíaconsumido todas sus fuerzas, ya no lequedaba nada. Lo único que podíahacer era esperar a que Fuwa fuera a

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rescatarla. Y no lo hizo.—No pasa nada, mamá. Es que...—Pues claro que te horroriza

enterarte de que tenía un amante.Estás en tu pleno derecho ahorrorizarte. Pero tú no sabes de lamisa la media. El matrimonio es muylargo.

—No estoy horrorizado. Loentiendo perfectamente. De hecho, yome... alegraba por ti.

—¿Has tenido... alguna novia,Midas? —Él asintió—. ¿Cómo sellamaba?

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—Natasha.—Nunca me la presentaste.—No duramos mucho.—Y... ¿sentías algo por ella?—Sí.—Me alegro —dijo la mujer,

encogiéndose en la silla—. Tupadre... no estaba hecho para elamor. O quizá el amor no estuvierahecho para él. Pero Henry sí estabahecho para amar. De eso estoysegura.

—¿Sabes dónde se encuentraahora?

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—¡Chist! —Ella alzó ambasmanos—. Lo nuestro no duró, hijo.

—¿Dónde vivía entonces?—En el pantanal.—¿Dónde exactamente?—¿Por qué quieres saberlo? ¿A

qué viene que te presentes aquí y mehagas estas preguntas?

Midas sintió un impulsoirrefrenable de marcharse, de huir deaquella sofocante casa y de suinquilina, pero tenía presentes lospies de Ida, que le daban un motivopara quedarse.

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—Yo... —contestó con voz ronca— solamente intento ayudar.

La cabeza de su madre sebamboleó de tal forma que parecióque fuera a desprenderse del cuello.Miró a su hijo inquisitivamente. Elblanco de sus ojos destacaba mucho.

—¿Ayudar? Ya es demasiadotarde.

—No me refiero a ayudarte a ti—replicó él, y se sintió cruel—.Intento ayudar a otra persona.

Al oír eso, la madre se relajó.—Una vez lo vi pescando en un

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sitio. Bajo un viejo puente hasta elque la carretera ya no conduce. Lahiedra que cubría la piedra parecíael telón de un teatro. Y allí estaba él,con su impermeable, pescando en lasaguas poco profundas con las manosdesnudas. Qué hombre tanasombroso. Cogía los peces por lacola, y éstos dejaban de sacudirseporque confiaban en que losdevolvería al agua.

—¿Por qué no vas a verlo?—Hace mucho que no hablo con

él.

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Midas metió las manos en losbolsillos y guardó silencio, sinalejarse de su madre.

En el jardín, un gato blancocorrió por el césped nevado dejandoa su paso unas huellas comohoyuelos. A Midas le latía con fuerzael corazón.

—Es una pena. Sólo es eso.—Todo es una pena, Midas —

convino su madre, asintiendo—. Demi matrimonio con tu padre nuncasalió nada bueno.

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Capítulo 15

Lo único que dejó su padre almorir fue un montón de cajas.Después del funeral, Midas y sumadre las guardaron sin abrir, ycuando ella se mudó de casa, lascajas viajaron de un rincón oscurodel desván antiguo a un rincón oscurodel nuevo. Estaban muy bienembaladas (al fin y al cabo, su padrehabía sido un perfeccionista), ypasaron meses hasta que Midas o su

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madre tropezaron con el primero delos objetos que se le había olvidadorecoger. Bajo la moqueta encontraronun dado de póquer de ballena que, enlugar de puntos, tenía los símbolosde los naipes grabados y entintados.Debajo de la cocina, la madre deMidas descubrió un mondadientesmanchado, con las iniciales de sumarido grabadas en letrasminúsculas. Un día, cuando Midastiró unos libros viejos a la basura, desus páginas cayó un mapa.

Era el mapa de la isla de su

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padre, con anotaciones: había tantoscomentarios escritos a mano,apretujados, sobre la estética delpaisaje, que la carta geográfica seconfundía con las palabras. Lascurvas de nivel trazaban senderosentre las frases. Midas podíarepasarlas con el meñique, siguiendofragmentos de las ideas paternas:

un árbol astillado queparecía una hidra

una cañada memorableel lago helado era un

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ataúd de hielo

De mayor, Midas trató deorientarse conduciendo con el mapade su padre en el regazo, al que habíaenganchado con clips lasindicaciones que le habíagarabateado su madre. Resultabaextraño ver las dos caligrafías juntas.

A la hora que Midas salió deMartyr's Pitfall, la sombra del peñónandaba suelta, colgada en racimos delas rocas y oscureciendo las grietasque había a los bordes de la

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carretera. Todo un fragmentosombreado parecía llenar el interiordel coche, como un líquido negro.Pensó que, si abría la puerta, lasombra se marcharía volando.

Descendió por la ladera y semetió en el túnel por el que se salíade Lomdendol Island, y por últimocruzó los puentes de vigas queconducían a Gurm.

Más allá de los puentes se veíaGurmton, que se extendía por la costahacia el sur; pero dejaba de versecuando la carretera entraba en otra

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clase de túnel: un oscuro pasilloentre pinos que ascendía por unacolina. En el interior de la isla, losaletargados bosques se volvían másdensos. Las hayas se alzaban,aterradas, en medio de charcos dehojarasca. Los álamos plateadosparecían rayos de luna. Esos árbolespodían ser cualquier cosa: Midasdejó atrás a una vieja bruja, un alce yun gato que cazaba escondido entrela maleza.

Sin apenas darse cuenta, ya habíacruzado el estrecho y llegado a Ferry

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Island, donde los árboles empezabana escasear a medida que se imponíael pantanal. Había llegado a laciénaga, y la ciénaga... Bueno, aquelpaisaje nunca cambiaba. De niño lohabían llevado un par de veces allí, acontemplar aquellas aguas viscosas.Siempre había detestado ver sureflejo, sucio, en aquellos charcosmarrones. Después de aquellasvisitas, despertaba con el aliento dela ciénaga en los labios y picadurasde mosquito por todo el cuerpo.

Por la ciénaga discurrían

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innumerables senderos, pero lasmasas de juncos, fangosas y cubiertasde nieve, los ocultaban. Pasó al ladode un coche herrumbroso hundido, envertical, en un hoyo de barro negro.Sin duda, la carretera lo habíasorprendido con aquella trampa, y laciénaga se había solidificado hastaconfundirse con el asfalto. Con eltiempo, el pantano lo engulliría deltodo y lo haría desaparecer parasiempre de la superficie. Midas sepreguntó qué habría sido delconductor del vehículo.

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La niebla era muy espesa, y alpoco rato, cuando se convenció deque ya se había perdido del todo,salió del coche. Al respirar aquellaatmósfera hedionda sintió náuseas. Acada paso que daba, una película defluido que cubría la irregular calzadade la carretera se le enganchaba a lassuelas. Vio un pájaro del tamaño y elcolor de un penique sobrevolar lacarretera y desaparecer entre lasaltas cañas.

Consultó el viejo mapa de supadre, confiando en que fuera lo

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bastante antiguo para tener marcadaslas carreteras ahora cubiertas por lanieve fangosa. Se metió otra vez enel coche y prosiguió.

Condujo un rato por un paisaje dejuncos y turberas. Luego la carreteraquedaba cortada por un arroyo que laatravesaba. Consultó el mapa lomejor que pudo, hasta convencersede que, en la época en que lo habíandibujado, aquella carreteracontinuaba.

Su madre le había descrito unpuente por el que ya no pasaba

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ninguna carretera, y un poco más allávio un extraño montículo de musgo ycieno. Bajó del coche y echó a andarpor una orilla del arroyo hastaacercarse al montículo. Los juncos yel barro, que iba apartando con unpalo, enmarañaban los márgenes.Comprobó que, bajo el musgo y loslíquenes, el montículo estabaformado por ladrillos viejos yagrietados. Siguió limpiando losladrillos hasta que descubrió la partesuperior de un indicador de mareas.Aquello era lo que quedaba del

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puente. Volvió a meterse en el cochey atravesó el arroyo, levantando a supaso dos cortinas de agua.

A partir de ahí tuvo que conducircon cuidado, porque el camino sehundía una y otra vez en lentosriachuelos. Llegó a un vado, loatravesó y, cuando sólo llevaba unosminutos más de marcha, distinguió lasilueta de una casa solitaria. Latorcida chimenea del edificio,recubierta de una hiedra densa yviejísima, con tallos del grosor demuñecas, parecía un cuello

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estrangulado por la enredadera. Lahiedra estaba expeditivamentecortada alrededor de las ventanas, yse distinguía una puerta baja pintadade verde tritón.

Las plantas que crecían en eljardín eran unas criaturasestranguladoras con tallos colgantes.Al fondo de una parcela que, sinrigor excesivo, podía describirsecomo cubierta de césped, la vallacontinuaba en línea recta por unlodazal bordeado de piedras yconvertido en una especie de

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estanque. Posado en una de esaspiedras había un extraño pájaro conel pico largo y curvo, como unapajita. Midas vio cómo el aveintroducía el pico en el agua ysuccionaba un fluido verde. Unossapos lo observaban sin parpadear.Al fondo del jardín se alzaba unviejo cobertizo de pizarra con unapuerta recubierta de musgo y cerradacon candado.

No le había costado mucho llegarhasta allí, de modo que se dijo que elcamino de regreso resultaría más

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fácil. El viaje le había llevado pocomás de una hora, lo que hizo que seenojara otra vez con Fuwa, por nohaber encontrado nunca una hora desu tiempo para ir a Martyr's Pitfall ya casa de su madre. Sin embargo, enese momento tenía otras prioridades,así que decidió llamar a la puerta ypresentarse ante Fuwa sin mencionarmás que la posibilidad de ofrecerayuda a Ida.

Henry Fuwa estaba sentado al

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escritorio de su habitación,cambiando el lecho de paja de unviejo farol de latón. Cuando huboterminado, vertió agua limpia en unplatillo y lo puso con cuidado dentrodel farol; entonces se volvió y llamócon un silbido a la vaca con alas depalomilla que volaba describiendolentos círculos sobre la cama, con lapanza hinchada como una uva. Al oírel silbido, el animal viró, fueflotando hasta el escritorio de Henryy se posó suavemente en él, doblandosus alas color lapislázuli. Avanzó

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lenta y pesadamente hasta la puertadel farol, y a cada paso que daba consus pezuñas el peso de su voluminosapanza oscilaba de un lado a otro.Henry sonrió, orgulloso, y le acariciócon ternura los rizos del pescuezo.

Conseguir que aquellas resescriaran era una lucha constante. Aveces tenía la impresión de quepertenecían a una especie reñida conla supervivencia. Se emparejabanpara siempre, pero, aun así, enocasiones los toros se volvíancaprichosos y acosaban a las

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vaquillas más jóvenes, alterando alas que estaban preñadas y poniendoen peligro a las crías. En la época enque empezó a criar su ganado,muchas veces había encontrado amadres tarareando a unos abortosminúsculos con alitas arrugadas ytodavía sin acabar de formarse.

Ahora metía las vacas preñadasdentro. Reintroducirlas a ellas y susterneros en el rebaño le llevaríatrabajo, pero era preferible que losterneros nacieran allí a que nollegaran a nacer.

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Levantó la cabeza y vio a undesconocido de cabello negrosaltando por las piedras del caminoen dirección a su casa. Dio un gritoahogado y se volvió bruscamente, y apunto estuvo de derribar el farol delescritorio. La vaca preñada mugió,asustada.

Fuwa se apostó en la ventana,escondido tras la cortina. Le habíaimpresionado ver aparecer a alguienen su escondite.

Pero aún le había impresionadomás ver a un muerto.

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¿Cómo podía ser? ¡Él había vistocon sus propios ojos la tumba deCrook en el cementerio de Tinterl!

Un momento... ¡Claro, era suhijo!

Henry se mordió las uñas. Si lodejaba entrar, ¿le estrecharía el chicola mano? ¿Y cómo se sentiría él?Hacía mucho que no tocaba a ningúnser humano. Eso, por sí solo, yabastaba para disuadirlo de ir aabrirle. En el pasado, se habíapermitido imaginar ese primerencuentro: sucedía en una habitación

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donde reinaba una atmósferaagradable y acogedora. La madre delchico los presentaba y luego servíatres vasitos de ginebra. Henry seatusó la barba. Nunca habíaimaginado una situación comoaquélla. Había hecho un granesfuerzo yéndose a vivir tan lejos ydejando que la ciénaga inundara lascarreteras y borrara cualquier señalque pudiera indicar el camino.

Era tan inconcebible y ridículoque pudieran encontrarlo allí que ledaban ganas de reír. Pero el chico

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estaba ahí mismo; su presencia nopodía negarse. Se le aceleró el pulso.Mirarlo era como mirar un dibujocuyo boceto todavía no hubieranborrado. Había líneas oscuras ydefinitivas, que indudablementecorrespondían a una persona joven;pero también trazos a lápiz másdifuminados, bocetos de su madrevisibles en sus movimientos y en laasustada expresión de sus ojos. Fuwacomprendió que, para que la vidasiguiera resultándole sencilla, tendríaque seguir ignorando a Crook hijo.

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El chico ya estaba llamando a lapuerta. Toc, toc, toc. Los golpesresonaron en toda la casa. ¿Y sifingía haber salido?

Había protegido unos cuerposforrados de pelaje del vientoinvernal ahuecando las manos; habíadormitado con la cabeza sobre unaalmohada y con una vaquilla cuyasalas temblaban al recibir su alientoacurrucada contra su frente; pero laidea de semejante proximidad a unser humano se le antojaba másaterradora que un viaje espacial. Era

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cierto que se había sentido extrañocerca de todas las personas quehabía conocido, excepto de EvalineCrook. El día que la vio por primeravez no podía dar crédito a laatracción que sintió; lo sorprendenteno era que sintiera deseos de estarcon una mujer casada, sino queexperimentara deseos, sencillamente,de estar con otro ser humano.

Recordaba que, después de verla,había seguido cuidando a un toroalado entrecano que no tenía pareja;había envejecido sin compañera —

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era el último de la lista y no habíapodido emparejarse— y sufría reumay depresión.

Estaba tan absorto en esospensamientos mientras descendía depuntillas la escalera que se olvidó decerrar el farol de latón de la vacapreñada. Cruzó rápidamente elrecibidor y se apoyó contra la pared,dejando que los golpes de Midas loatravesaran a modo de enmienda alos latidos de su corazón.

Catorce años atrás, Evaline lehabía sonreído. Se habían sentado a

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hablar y hubo entendimiento. Habíanencontrado una frecuencia común,como los insectos, y no necesitabanpalabras ni lenguaje corporal paracomunicarse.

Se incorporó y abrió la puerta.No sabía qué decir. Aquel chico

era más alto que el marco de lapuerta. Le tendió la mano.

—Hum... —murmuró Midas sinestrecharla—. Hum...

Henry lo miró de arriba abajomoviendo la cabeza.

—Yo... Bueno... Me llamo Midas

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Crook. Creo que... hum... Creo queusted conocía a mis padres.

—Aja.—Ajá.—Bueno...—Esto... ¿puedo pasar?Henry infló los carrillos, pero

acto seguido se apartó para dejarleentrar. El pasillo de su casa tenía eltecho bajo; en el suelo —de tablonesde madera que crujían— estabanamontonados de cualquier maneraviejos archivadores y paquetes depapel atados con cuerda. Vio que

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Midas se fijaba en los bocetos deinsectos enmarcados —en vuelo odiseccionados— que adornaban lasparedes del vestíbulo, y el hecho deque un desconocido reparara en esascosas, que él llevaba años viendo adiario, le produjo un desagradablecosquilleo en la piel.

Guió al joven hasta un salóndecorado con más tórax, alas y ojoscompuestos. En una vitrina había unatabla con mariposas sujetas conalfileres. En una pecera de cristal,las hormigas cubrían unas hojas

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estriadas. Dos velas gruesas ardíancon llama vacilante en sendosfarolillos de papel, moviendo lassombras de la habitación en stop-motion. Había una mesa baja,antigua, con cuatro taburetesacolchados.

Henry, nervioso, se tiró de labarba.

—Bueno... Me llamo Henry —dijo, y sus palabras sonaron extrañas.No utilizaba la voz a menudo. Susamígdalas eran como dos bolas denaftalina, y su lengua, una puerta

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chirriante.—Ya lo sé.—Ah.Volvió a ofrecerle la mano al

visitante, pero de nuevo sólo recibióa cambio una mirada intranquila.¿Era esa negativa a estrechar la manoque le tendían un insulto, o era élquien estaba mostrándose ofensivo?Henry no estaba seguro.

—Bueno —dijo rastreando sumemoria en busca de alguna fórmulade cortesía—. ¿Te apetece un té?

—¿Podría ser... un café?

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—Lo siento, sólo tengo té. Téverde.

—En ese caso, sí. Por favor.Henry vaciló un momento y luego

se dirigió a toda prisa a la cocina.

Midas se levantó, sorprendido dela sencillez con que habían salvadola situación. La casa olía apergamino seco, pero bajo ese olorse percibía el hedor del pantanal.Examinó unas fotografías aéreas delmar expuestas en marcos de madera.

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Se veía una especie de destellosolar, pero, cuando lo examinó másde cerca, reparó en que no se tratabade un efecto de la luz, sino de algotangible que estaba en el agua, a pocadistancia de la superficie. Junto a esafotografía había un dibujo enmarcadode una medusa, con los tentáculosetiquetados en latín. Midas recordó asu padre riendo entre dientesmientras leía libros en esa lenguamuerta.

Henry volvió con el té verde enunas delicadas tazas de porcelana

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con pétalos rojos pintados en elborde. Sorprendió a Midas mirandoel dibujo de la medusa mientrasdejaba las tazas.

—La cortaron en rodajas, peroaun así no descubrieron dónde teníala luz.

—Ah, ¿sí?—Es un espécimen local. Eso es

un dibujo de la disección. Esasmedusas brillan... Bueno, todo eso yalo sabes, claro.

El joven asintió con la cabeza.Lo sabía todo sobre los

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invertebrados que hibernaban y queen diciembre plagaban las calas,atrapando la luz del sol en sushinchados cuerpos y devolviéndolaen forma de destellos que componíanun espectáculo de luces eléctricas.Pese a ello, pese a que podían captarcada rayo de luz y convertirlo en undestello rosa o un chispazo amarillo,tenían algo que le hacía mantenersealejado de aquel espectáculo.

—Cuando llegué a Saint Hauda,parte de mi trabajo consistía enestudiarlas. Había visto medusas más

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pequeñas en la cocina de mi padre,en Osaka: pequeñas criaturasblancas, parecidas a los hongosbejín, que él cortaba en tiras pararebozarlas. Pero la especie que llegaa este archipiélago es completamentediferente. Completamente.

—¿En qué consiste con exactitudsu trabajo? —Henry se sonrojó—.¿Es biólogo?

—Bueno, digamos que tengocierto nivel de... conocimiento queme permite mantenerme. Antes, porejemplo, se creía que las medusas

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gravitaban hacia las islas para criar,hasta que mis investigacionesdemostraron que emiten luz cuandomueren.

Midas tardó un instante enasimilar esa idea, pero luego,emocionado, se volvió hacia lasfotografías enmarcadas que habíaexaminado antes.

—Entonces... ¿el archipiélago deSaint Hauda es una especie decementerio de elefantes, pero demedusas?

—Se disuelven y sólo dejan un

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resplandor.—Entonces, esas luces que se

ven en el agua...—Son las muertas y las

moribundas del banco, por la noche.La materia de sus cuerpos sedescompone, se disuelve y libera luz.Cada partícula se convierte en unaespecie de polvo de estrellas, hastaque lo único que queda son esosvapores que poco a poco vanperdiéndose en el mar.

Midas señaló el aro reluciente deun amarillo como el diente de león

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de una de las fotografías.—Esa debía de ser enorme.—Del tamaño de un bote de

remos. Y las he visto más grandes.Al principio, ingenuo de mí,pretendía nadar con ellas parafotografiarlas. Pero su veneno puedeser letal, por supuesto. No tantocomo el de otras especies, perobastante potente en una zonaconcentrada. Puede dejarte cojodurante... Ay, pero tú ya sabes todoeso.

—A mi madre la picó una

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medusa.Henry trasladó el peso del

cuerpo de una pierna a otra.—Toma —dijo tras un incómodo

silencio, abriendo un cajón y sacandoun álbum de fotografías. Pasó unmontón de páginas con fotos de lasmedusas iluminadas, hasta que llegóa unas de una playa de guijarros.Entre las piedras, moteadas, habíabancos enteros de peces relucientesarrastrados por la corriente.

—No están muertos —explicóHenry—, o al menos no lo están

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hasta que se asfixian, una vez fueradel agua. Las medusas los dejanparalizados, y el mar los lleva hastala orilla, como si fueran maderaflotante a la deriva.

Permanecieron unos minutos depie, uno al lado del otro, bebiéndoseel té verde que Henry habíapreparado y mirando las fotos, hastaque Midas, que se perdía fácilmenteen las imágenes, volvió a recordar lacojera de su madre. Entonces reparóen lo incómodamente cerca de él quese hallaba Henry.

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El asunto de su madre flotabaentre ellos dos, tan insondable comoel de las medusas. Midas vio pasarun insecto con las alas azulesrozando el techo y descender hastaperderse de vista detrás de unmontón de revistas con las portadasenroscadas.

El té se estaba enfriandorápidamente en la diminuta taza.

—¿Le dice algo el nombre de IdaMaclaird? ¿Una chica rubia? ¿Muy...monocromática? Muy... no sé, guapa.Lo invitó a una copa en Gurmton.

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—No estará aquí, ¿verdad? —inquirió de pronto el hombre,sobresaltándose.

—Pues sí. Ha venido a SaintHauda en busca de su ayuda.

Henry tenía los ojos muyabiertos, y las rayas de sus iris, muyfinas, semejaban dagas de cobre.

—¿Te lo contó?—Si me contó ¿qué?—¿Qué te contó?—Pues... que no se encuentra

bien.Henry frunció el entrecejo y se

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mordió los pelos del bigote.—¿Que no se encuentra bien? ¿Y

nada más?—No.—¿Y por eso has venido a

verme? ¿No te habló sobre... ningúnsecreto?

—Pues... sí. Me contó algo muysecreto.

Midas miró las manos de Henry yvio que tenía turba bajo las uñas. Elhombre se enjugó la frente, dijo «Teruego que me disculpes, Crook» y seperdió rápidamente de vista. Midas

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lo oyó subir la escalera. Del exteriorllegaba el croar de las ranas. Hizogirar la taza de porcelana en lasmanos, y las hojas de té orbitaron enel fondo.

Henry subió al piso de arribapara reflexionar y poner las cosas ensu sitio. Se sentó en la cama y seechó la manta sobre los hombros,envolviéndose como un niñopequeño. El parentesco de Crookhijo ya era difícil de sobrellevar,

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pero eso de que hubiera mencionadoa Ida Maclaird... ¿Qué querría lachica? Seguro que había vuelto porlo de las reses aladas. Se suponíaque la ciénaga lo protegía de esaclase de intromisiones. Henry habíarenunciado a la sociedad a cambiode la vida sencilla que con granesfuerzo había construido allí. La delentomólogo: el que atrapa un grillocon las manos en un campo, lo notamoverse furtivamente en busca deuna vía de escape, y luego lo suelta ylo deja alejarse saltando,

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desconcertado, entre la hierba alta.Es decir, no quería que el grillollamara a su puerta en busca de unaexplicación de su experiencia. Y sinembargo... sin embargo... Habíahabido una época de su vida en quedeseaba algo más que ese desapegopor las cosas que tan bien se le daba.Recordaba estar tumbado boca arribaen la ciénaga una noche, el veranoanterior, unos días después de suencuentro con Ida. El calor habíahecho ascender los gases delpantanal durante toda la jornada

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hasta que éstos se mezclaron con laatmósfera, dejando en el cielo azulvetas verde oscuras y marrones. Sehabría quedado embobadocontemplando aquel efecto de no serporque, sin darse cuenta, estiró unbrazo hacia un lado para cogerle lamano a Evaline, pero lo que agarrófue un sapo que agitó las patas contrasu antebrazo hasta lograr soltarse.Henry era el único ser humano quehabía en varios kilómetros a laredonda. El pantanal borbotaba entodas las direcciones escupiendo

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moscas recién nacidas. Habíatardado horas en sobreponerse a latristeza.

Henry volvió a dejar la mantasobre la cama de mala gana y respiróhondo varias veces para serenarse.Ida... Ella sabía lo de las resesaladas, de modo que lo único que aél se le ocurría era que hubiera idohasta allí para amenazarlo. Miró elfarol de latón que había encima de sumesa y ahogó un grito al ver la puertaabierta y el interior vacío.

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Midas había decidido volver amirar las fotografías de las medusasardiendo en el océano azul zafiro,pero no llegó a hacerlo porque lodistrajo el insecto de alas azules quehabía visto posarse detrás delmontón de revistas. Se elevózumbando y pasó rozándole la cara.Midas parpadeó y giró rápidamentela cabeza para seguir su trayectoriaal tiempo que, instintivamente, susmanos buscaban la cámara.

No era ningún insecto, sino una

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vaca diminuta cuyo pelaje ondeabaligeramente agitado por la brisa delbatir de sus alas. Las patas, acabadasen pezuñas, colgaban distendidasbajo una panza redonda y una cabezacon ojos amodorrados.

Midas abrió su macuto de untirón y sacó la cámara. Elmovimiento hizo que la criatura seapartara con una sacudida y volaramás alto, así que él se quedó inmóvilcon la cámara muy cerca de la cara.El animal se desplazó hasta uno delos farolillos de papel, en cuyo

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interior vacilaban las llamas de lasvelas. La fotografió: una siluetacontra la pantalla de papel. Luego seposó junto al farolillo y agitó lasalas, mostrando las marcas nacaradasde la cara interna.

De pronto, en la puerta se oyó ungrito de consternación.

Henry entró tambaleándose en laestancia, sin apartar la vista de lacámara de Midas.

—¡Ti... tienes que darme lapelícula! —farfulló—. ¡Hay quedestruirla!

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—No hay película —repusoMidas aferrándose cautelosamente asu cámara—. Es una cámara digital.

—Pues bórrala.Midas negó con la cabeza.Henry enderezó los estrechos

hombros; no se le daba bien laintimidación. Despacio, como simanipulara una bomba, Midas guardósu cámara en el macuto y cerró lacremallera. La vaca se lamió elhocico.

—Por favor.—Tiene que ayudar a Ida.

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Henry asintió con la cabeza ypreguntó:

—¿Qué quiere de mí?—No estoy seguro. Tiene que

verla. Cree que usted sabe qué estápasándole.

—¿Qué está pasándole?—Yo guardaré este secreto si

usted también guarda el que voy arevelarle —propuso Midas, dandounas palmaditas en el macuto—. Nisiquiera puede decirle a Ida que soyyo quien se lo ha contado.

—Pe... pero... ¿tú no sabías lo de

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las reses aladas? ¿No ha vuelto Ida ala isla por eso?

La vaca cerró los ojos; susinfladas ijadas ascendían ydescendían al ritmo de surespiración.

—Ha regresado porque sus piesestán volviéndose de cristal.

Henry se apoyó en el marco de lapuerta.

—Tiene que guardarlo ensecreto. Me lo ha prometido.

—¿Cómo iba a contarlo? —dijoHenry, como quitándole importancia

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—. ¿Podemos borrar ya la foto?—De acuerdo. —Midas la miró

un segundo, reluciente en la pantalla.De todas formas, no era muy buena.La borró.

—Está bien, Midas. No sé pordónde empezar.

—Empiece por donde quiera.—¿Has estado en el continente?—Sí.—¿Cuántas veces?—Cinco o seis.—Quizá notaras algo diferente —

prosiguió el hombre tras asentir con

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cautela—. Cuando volviste alarchipiélago. Un gusto raro en lalengua. Cierta peculiaridad de lospájaros. Una nevada especial quetraza dibujos casi matemáticos. Unanimal blanco que no es albino.

—Supongo que para mí todo esoes normal —comentó Midas negandocon la cabeza.

—Sí, seguramente. —Henrysuspiró—. Por lo general, la gente oha nacido aquí y está acostumbrada aesas cosas, o se marcha. No sonmuchos los que llegan desde otro

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sitio.—Usted, por ejemplo.—Sí, sí. Pero yo estaba muy

atento. Oí una historia sobre ciertoanimal que podía volver blancos losobjetos con sólo mirarlos. Despuésde verlo... ya tenía un motivo paraquedarme aquí. Pero me estoy yendopor las ramas, porque a ti te interesaIda. —Miró por la ventana el paisajecolor sepia que formaban las lagunasy las charcas fangosas. Parecíaexhausto, como si hubieratranscurrido una dura jornada desde

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que el joven entró por la puerta—.Será mejor que vengas conmigo.Tengo que enseñarte una cosa quehay en la ciénaga.

Al poco rato, las botas y lospantalones impermeables que Henryhabía prestado a Midas estabancubiertos de un cieno brillante.Recorrieron un pantanal interminabledonde la tierra se hallaba salpicadade nieve. El barro, helado, hacíaruido de succión al agrietarse bajo

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las suelas de ambos hombres. Lasbabosas los observaban desde lasombra con sus ojos con antenas yexpresión insondable. Vieron unagarza con una barba greñuda quepescaba un pez, pero echó a volarcuando se le acercaron, y se perdióagitando las pesadas alas en el cielonublado. Midas esperaba, ansioso,cada vez que Henry se paraba paraconsultar su brújula o las marcas delpantanal: una roca con una corona depúas, un tronco con forma deestegosaurio.

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Y entonces encontró el sitio.Explicó a Midas que lo habíamarcado tiempo atrás atando unacinta amarilla fosforescente a unmatorral cercano, y que lo habíareconocido por la cinta, pese a queya estaba sucia.

—Es aquí —dijo señalando, conun dedo tembloroso, la laguna oscuraque tenía ante sí.

—Muy bien. Y... ¿qué se suponeque estoy buscando?

Henry avanzó bordeando lalaguna con cuidado. Lo único que se

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veía era un caparazón de caracol enla superficie. Cogió una rama larga,curvada como una guadaña. El aguaborboteó cuando la introdujo poco apoco y rastreó el fondo hasta que larama se enganchó con algo. Henry seenderezó y, con el palo, sacó suhallazgo; le resbalaban un poco lospies en la orilla, cubierta de nievefangosa.

Una cosa lisa y reluciente asomóa la superficie, pero entonces Henrydio un gruñido y el objeto volvió asumergirse.

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—Tendrás que ayudarme. Cogeel palo.

Midas cogió la rama y, por elpeso que se notaba en el otroextremo, comprendió que estabaatrapada bajo algo en el fondo.

Henry se metió en la laguna hastaque el agua le llegó a las rodillas.

—Ahora... ¡tira! —exclamó.Midas tiró de la rama tratando de

levantar el objeto que había en elfondo, mientras Henry forcejeaba conél desde el agua. Poco a pococonsiguieron alzarlo.

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Midas dio un grito ahogado.Era un hombre. Chorreaba agua,

que volvía a caer en la laguna. Y sinembargo, la luz atravesaba su torso,su elegante rostro y el intrincadosombreado del vello de su pecho. Laluz salía descompuesta de su cuerpoy formaba un centenar de arcos irissobre la laguna. Era un hombre decristal. Tenía caracoles enganchadosa la piel como verrugas, y llevaba untocado de algas verdes. Henry hizouna mueca por el esfuerzo de alzaraquel peso y volvió a dejarlo dentro

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del agua. El cuerpo se sumergiócomo en un ritual de bautismo.

Midas se dejó caer sobre untronco podrido, sin que le importaramojarse. Se sujetó la cabeza con lasmanos, que dejaron huellas de cienoen sus mejillas.

Henry salió de la laguna y sequedó mirando cómo las ondas seborraban poco a poco de lasuperficie.

—No hay palabras paradescribirlo, ¿verdad?

—¿Insinúa que eso es lo que va a

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pasarle a Ida?—¿Estás diciéndome que todavía

no lo habías pensado? —replicóHenry muy serio.

Midas asintió débilmente. Ledolía todo el cuerpo del esfuerzo quehabía hecho para llegar hasta allí.

—¿Qué hace aquí, en la ciénaga?—Es una tumba tan buena como

cualquier otra —respondió Henryencogiéndose de hombros.

—¿Lo trajo usted?—No. Lo encontré un día que

recogía huevos de sapo. No sé quién

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era ni cuánto tiempo lleva aquí.Podrían ser años, siglos quizá.Encontré manos de cristal en elpantano, y una pieza de cristal queparecía un glaciar en miniatura y queresultó ser la pata trasera de un zorroo un perro. Este pantano es uncementerio de cristal. Si pasaras elsedimento del fondo de estas charcaspor el tamiz, hallarías partículasbrillantes en la batea.

—¿Cuándo puedo traer a Ida paraverle?

Midas creía que Henry aceptaría

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sin vacilar, pero se puso a retorcerlos botones de su impermeable ydijo:

—Verás, Midas... Es que la razónpor la que te he traído aquí...

Midas cerró los ojos y trató deabstraerse del hedor a azufre que sele había quedado impregnado en lanariz.

—Usted no puede curarla,¿verdad?

—No —contestó Henry,arrancando un tallo de enea yempezando a deshacerlo en tiras—.

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Nadie puede curarla, porque no estáenferma. No es ninguna enfermedad.El cristal ya forma parte de ella, pordecirlo así. Como las uñas o elcabello.

—Entonces, ¿no puede...cortarlo, sencillamente?

—Eso no serviría de nada.Volvería a crecer.

Henry lanzó los trozos de enea ala laguna. A Midas le pareció ver unpez que ascendía hasta la superficiepara comérselos.

—Lo siento, Midas —dijo el

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hombre, suspirando.Algo se movió en las entrañas de

Midas: unos sentimientos tectónicosque hasta ese momento jamás habíapercibido. De repente resopló ante laperspectiva de perder a Ida antes deque los dos hubieran siquiera...

Miró con rabia aquellas aguasturbias. Por segunda vez vio asomarunas encías a la superficie.

—Seguro que puede encontrar laforma de ayudarla. Usted mismo hadicho que tiene ciertosconocimientos.

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—Lo único que haría seríahacerte perder el tiempo y darle aella esperanzas cuando en realidadno hay ninguna —replicó Henry,encogiéndose de hombros.

—Mi madre —dijo, juntando lasenfangadas manos—. ¿Y mi madre?¡Lo sé todo! Sé que ella quiere estarcon usted, y lo ayudaré a estar conella. Pero a cambio usted tendrá queayudar a Ida.

—No puedo, Midas —aseguró elotro, cabizbajo—. ¿No lo ves? Esimposible. De hecho, es una analogía

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perfecta. No puedo hacer ni una cosani la otra.

—¿Por qué no fue a buscarladespués de que mi padre muriera?

—¿Dónde estaba ella, Midas? —inquirió Henry, palideciendo.

—¡En nuestra casa! Y ahora viveen Martyr's Pitfall.

—Ella ya estaba muy lejos detodo antes de la muerte de tu padre—replicó Henry negando con lacabeza.

En un arrebato de ira, Midasagarró un puñado de tierra y lo lanzó

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al agua, en cuya superficie seformaron un centenar de ondasencadenadas. Cuando se imaginaba aIda como el cuerpo que había en elfondo, su corazón se marchitaba ylanguidecía. Torció el gestoadoptando una sucesión deexpresiones. Se volvió hacia Henryy, confuso por unos instantes, lepareció ver a aquel otro académicosolitario. ¿Cómo podía rechazar laidea de ayudar a Ida? ¿Se lo habíaplanteado, aunque sólo fuera duranteuna milésima de segundo?

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—Y ahora, ¿qué? —preguntó.—Ahora no podemos hacer nada,

salvo consolarnos pensando quenadie puede hacer nada.

—¿Que nadie puede hacer nada?¿Acaso piensa rendirse? ¿Inclusodespués de haber visto en qué va aconvertirse Ida?

Se oía cantar a unos pájaros porla ciénaga; sus gritos parecían risas.La ira abandonó a Midasabruptamente, como si lodesconectaran de la corriente, en elclaro que bordeaba la laguna. Se

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sintió frío e inanimado. Los insectoszumbaban y los juncos seestremecían.

Volvieron a casa de Henry sinhablar y separados por la distanciade un tiro de piedra. Henry se quedóplantado en la puerta de su hogar.Midas dejó en el sendero las botasde goma prestadas, y sucias de barro;subió a su coche y se alejó.

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Capítulo 16

El padre de Midas estaba sentadoen su estudio, inclinado sobre unlibro muy grueso. Cada vez que teníaque pasar una página, se chupaba layema de los dedos. Midas llamó a lapuerta, que estaba abierta; esperó yvolvió a llamar. Era un niñopequeño; el picaporte quedaba a laaltura de su cabeza.

Su padre cerró lentamente lospárpados y respiró hondo. Dejó caer

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los hombros. Su rostro adoptó unaexpresión de profundo cansancio.

Cuando por fin advirtió lapresencia de Midas con un largo«¿Hum...?», éste sonó como elcrujido de una rama en el bosque.

—Mamá está llorando.El padre suspiró.—¿Qué quieres decir?—Mamá está llorando. En

vuestra habitación.—Por el amor de Dios, Midas...—Lo siento. ¿He hecho algo

malo?

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—¿Le has preguntado qué lepasa?

—Dijiste que no debía entrar envuestra habitación. Dijiste que no...

—Sí, sí. Ay, Midas. Estabaleyendo.

Se frotó el bigote con su largodedo, y luego miró con nostalgia ellibro que tenía en el regazo.

—¿No te ha visto? —preguntó.—La puerta está cerrada.—Ya. ¿Qué hacías escuchando?—Mamá... Mamá lloraba muy

fuerte.

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En aquel libro había unafotografía. Midas se desplazó y tratóde verla, pero su padre cerró el librodejando los pulgares entre laspáginas.

—¿No has llamado a la puerta?—Sí. Pero no contesta.Su padre se quedó mirando el

libro cerrado, que no era como losque leía normalmente, sino unoenorme de anatomía, con un diagramade una caja torácica en cortetransversal en la cubierta.

—Midas.

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—¿Sí?—Dile... dile que me quedan seis

páginas. Luego iré a consolarla.El niño asintió, dejó solo a su

padre y subió a la habitación. La deldormitorio de sus padres era más altaque el resto de las puertas de la casa.Parecía de piedra, pintada de azulpizarra, con arañazos ydesconchados.

—¿Mamá?Oyó un sollozo y abrió. La luz se

filtraba por la rendija que separabalos gruesos visillos y trazaba una

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franja blanca y deslumbrante querecorría la figura materna. Estabasentada frente a un espejo de cuerpoentero, al otro lado de la cama.Llevaba el cabello suelto, y unosfinos mechones color marfil colgabanhasta los hombros de su rebeca.

En el espejo, el reflejo de lamujer sostenía una fotografía contrael vientre y la miraba fijamente. Eraella. De joven, no tan delgada, ni tanencorvada. Posando en la orilla deun río, con una mano en el cabello;encima y detrás de ella se veían unas

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ramas enredadas. Un reflejo que noera el suyo descompuesto en el agua.Manchas borrosas blancas en primerplano, pero no podían ser nieveporque se trataba de una escenaveraniega. Flores, quizá. A Midas lepareció que tenían forma de hada.

—Hijo —dijo al verlo,sorbiéndose la nariz—, estasfotografías son de tu madre. Cuandoera joven. ¿Quieres verlas?

Cogió otras de encima de lacama. En total había cinco; en todasaparecía en una pose ligeramente

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diferente, detrás de una configuracióndistinta de borrosas manchasblancas. Midas cogió una.

—Ten cuidado —le previno ella—, son las únicas que me enviaron.No tengo los negativos.

Pese a ser muy pequeño, él yahabía empezado a pensar en losnegativos como trampas de luz, lacual arde en un negativo como unrastro del pasado. Recuerdos hechosde luz. Una copia era algomaravilloso, pero lo que de verdadhabía que atesorar era el negativo.

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Sin ellos sólo tenías un simulacro;con ellos, Midas habría dispuesto deun fragmento del pasado materno, tanreal como un mechón de pelo o unauña recuperados.

—¡Midas! —susurró ella, con losojos como platos.

Entonces Midas comprendióenseguida lo que pasaba: se oíanpasos por la escalera. Antes de quela madre pudiera reaccionar, elpadre ya había entrado en eldormitorio, y por un instante los tresse quedaron pálidos e inmóviles.

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Entonces el padre avanzó y learrebató las fotografías del regazo asu esposa.

Las recorrió con la mirada una yotra vez, como si fueran palabras.Luego hizo un ruido estrangulado. Nohabía visto la fotografía que tenía elniño porque éste se la habíaguardado debajo de la camisa.

—Fuera, Midas. Por favor. —Cuando su hijo hubo salido, cerró lapuerta. Pero el pequeño se quedóescuchando. Querida... ¿qué es esto?¿Qué significan estas fotografías? Me

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dijiste que las habías destruido. Melo aseguraste.

—Pero, querido... No importaque las tomara él. No tiene nada quever. Se trata de mí. Yo soy estasfotografías.

Midas oyó un ruido de papelrasgado. Otra vez. Una y otra vez.Cuando se abrió la puerta, se pegó ala pared. Su padre pasó a su lado conun montón de pedazos blancos en lasmanos. Cuando hubo bajado, el niñose asomó por el marco de la puerta.

Su madre tenía un trozo de papel

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del tamaño de la uña de un pulgar enla palma de la mano. Midas viocómo sus hombros se estremecían.Dio unos tímidos golpecitos en lapuerta hasta que ella levantó lacabeza, y entonces le ofreció lafotografía que había escondido bajola camisa.

A la mujer le temblaron loslabios. Ahogó un gemido. El reparóen cómo a su madre se le dilatabanlas pupilas al verse en la fotografía,cómo sus lentes se ajustaban como lalente de su cámara.

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—Guárdala, Midas. Para que tupadre no la encuentre jamás.

Y así lo hizo él.

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Capítulo 17

El viento del norte traía nubes detormenta que, como si fueran polvo,acabaron por teñir el cielo de gris.Henry estaba sentado en el umbral desu casa; la corriente le entraba por laboca y la nariz, y el olor a abonoorgánico de la ciénaga le llegaba alestómago.

No podía ayudar a Ida. Lo sabíacon las entrañas, encogidas por lafrustración que esa certeza le

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provocaba. No podía ayudarla, y lasexigencias del hijo de Crook eraninjustas. De todos los sacrificios quehabía hecho para conseguirintimidad, el mayor había sido dar laespalda a la mujer que amaba. Asíque también era injusto que su hijohubiera aparecido, hecho un hombre,entre las protectoras brumas de laciénaga, exigiendo ayuda yrespuestas que Henry no tenía.

A lo lejos, la lluvia era una uniónde lana gris entre la tierra y el cielo.No era capaz de ayudar a Ida, pero...

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Se tapó la cara con ambas manos. Nohabía sido del todo sincero conMidas.

De niño, Henry había vendido subicicleta a cambio de un juego dequímica. En su momento le habíaparecido sensato dejar atrás losjuguetes infantiles en favor de unestudio maduro. Luego, por lasnoches, veía al niño que le habíacomprado la bicicleta pedaleandoalegremente mientras él, con unaespátula, movía unos cristales entreplacas de Petri. Era como si dentro

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de su persona hubiera dos HenryFuwa: el científico, que vivía en sucabeza y aspiraba a estudiar biologíay anatomía; y el otro Henry Fuwa,refugiado en algún rincón de su cajatorácica, que se retorcía deremordimiento al ver aquellabicicleta conducida por otro niño, yque sólo anhelaba el rítmicomovimiento de los pedales, enperfecta armonía con los pies.

Años más tarde, se marchó deOsaka, con tan sólo una pequeñamochila y su intuición para levantar

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la piedra adecuada y encontrar unbicho escondido. Al Henry Fuwa quesuspiraba por la bicicleta le dabamiedo marcharse, pero el otro HenryFuwa siempre había sabido que notendría futuro si seguía viviendoencima del restaurante de sus padrescerca de Dotonbori, donde a diario,al despertar con el aroma a arroz alvapor, sentía que se le almidonabanlos pulmones. Sabía que no seequivocaba alejándose, quenecesitaba una vida de aislamientorodeado de juncos y lirios de

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pantano, donde pudiera estudiar enpaz y con diligencia. Sin embargo,cuando le llegó la noticia de lamuerte de su madre, le sorprendió laserenidad con que la afrontó.Entonces buscó a aquel Henry Fuwainfantil que estaba acurrucado en supecho, con la esperanza de que él loayudara a expresar algo de dolor porsu muerte; pero no lo encontró. Laverdad es que llevaba un tiempo sindar con él. Quizá lo hubiera perdidou olvidado durante el gran viaje através de los océanos, en alguna

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terminal de aeropuerto, entre maletassin reclamar o correo aéreoextraviado. Así que Henry no sintiónada por la muerte de la mujer que lohabía criado en Osaka. Ni siquierarecordaba cómo había sido su vidacon ella. En la ciénaga seguíansucediéndose los ciclos de la vida:en primavera, las flores de lamostaza creaban un cosmos amarilloque se extendía por el suelo delpantanal; el calor del verano formabauna piel viscosa que cubría laslagunas; en otoño llegaban las nubes

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de mosquitos y los escarabajos, conla cutícula todavía brillante ypegajosa.

Pero una tarde, tras muchos deesos ciclos, regresó aquel otro HenryFuwa: había crecido mucho y sehabía vuelto insaciable. Le tendióuna emboscada. Se vengó. Pudo másque él.

Se fijó en Evaline Crook.Aquel día de verano, Henry había

estado pescando anguilas río arriba.Las observaba deslizarse yretorcerse en el cubo; las

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fotografiaba, tomaba notas sobre sucoloración y su tamaño y volvía aecharlas al agua, donde se alejabanbrillando como líquidos vivos.

Hacía un día muy bonito, y Henrypaseaba sin rumbo fijo por la orilladel río. Miles de jejenes y típulas,con alas recién estrenadas, saltabande la hierba y le rodeaban lostobillos. Veía nadar en la corriente alas crías de los peces, a punto de serengullidas por los lucios y por losglotones sapos. Siguió paseandojunto al agua, y los meandros y las

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curvas lo condujeron a la espesura.Y entonces la vio, sentada en la

orilla con las piernas cruzadas, conun vestido de tirantes beige y unpanamá con una rosa de tela cosidaen el ala. Al reparar en su presencia,ella se levantó de un salto, pero nodijo nada. Era de constituciónmenuda y tenía las extremidadesdelgadas; el cabello le flotabaalrededor de la cabeza como si seencontrara bajo el agua. Sus dedosjugaban, nerviosos, con la falda delvestido: la estrujaban y la soltaban,

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la estrujaban otra vez y volvían asoltarla. La vio repetir una y otra vezese movimiento hasta que recordóque era de mala educación mirar auna mujer como mirarías un nerviosomosquito o una anguila escurridizacomo el mercurio. Saludó con unacabezada y pidió disculpas por susburdos modales.

Ella rió y se presentó. Henrysupo que jamás olvidaría su nombre.Le preguntó qué hacía en el bosque.Pasear, contestó ella; su familiaestaba por allí cerca, dormitando en

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un claro. ¿Sus padres?, inquirió él,esperanzado. No. Su hijo y sumarido, ambos ataviados conpantalones largos y camisas conmangas para protegerse de avispas yortigas.

Ella rió con tristeza, y luego ledevolvió la pregunta:

—¿Qué le trae por aquí?A modo de explicación, Henry

agitó el cubo de las anguilas.Cuando ella le preguntó si le

importaba que lo acompañara, Henryestuvo a punto de desmayarse. Siguió

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admirando cómo las motas de luz quese filtraban entre los árbolesiluminaban su sombrero y susdelgados antebrazos. Ella no podíatener las manos quietas, que o bienenfatizaban sus palabras o bienjugueteaban durante los silencios.Fueron caminando por la orilla. Ellacojeaba.

De pronto, Henry dio un bruscogiro de ciento ochenta grados. Estiróun brazo y le tapó la cara con elsombrero. Ella gritó y, asustada, seapartó de él de un salto.

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Henry se arriesgó y giró lacabeza.

Había desaparecido.Lo había visto arrodillado,

bebiendo en el arroyo. Un bastopelaje blanco y una cabezaabombada, con la cara, plana, en elagua. Por suerte, mantenía losgrandes ojos cerrados mientrasbebía. Su tamaño le sorprendió casitanto como el hecho de haberlo visto:apenas era más grande que uncordero.

Le preguntó a Evaline si ella

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también lo había visto. Trasrecolocarse con aire vehemente elsombrero, admitió haber visto algo.Pero ¿lo había mirado a los ojos?¿Cómo quería que lo hubiera miradoa los ojos, si tenía la cabezaagachada? Henry cruzó el arroyo deun salto hasta el lugar donde se habíaarrodillado aquella criatura. Losverdes tallos que asomaban del aguaestaban recubiertos de ninfas delibélula, completamentedesarrolladas y aferradas a lavegetación. Todas blancas como

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copos de nieve. Henry se sentó en elsuelo y se mordió el labio inferior.Le explicó a Evaline que las ninfastenían que ser negras, porque esecolor les proporcionaba un camuflajeideal dentro del agua, que era dedonde habían salido. Una vez fuera,se sujetaban con las patas a los tallosy permanecían inmóviles mientras seles secaba la piel, preparándose paratransformarse en adultos; al volverseblancas, los pájaros podríandetectarlas más fácilmente.

—Entonces nosotros las

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protegeremos —propuso Evalinesentándose en la orilla de enfrente,descalzándose y metiendo los pies enlas frías aguas.

Henry la imitó. El corazón lelatía desbocado de pensar que estabadispuesta a hacer aquello con él. Ellareconoció que lo encontraba raro,pero que eso le gustaba. Así que allísentados, en cómodo silencio, vieroncómo se abrían lentamente losblancos exoesqueletos de las ninfas,empezando por detrás de los ojos.Por las grietas de la piel iban

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saliendo, con esfuerzo, unas cabezasy unos tórax de color tiza quequedaban colgando de sus propioscuerpos.

—Si te concentras —explicóHenry—, las ves respirar. El aire lashincha mientras el sol las seca. Yentonces están listas para empujar ysalir.

De pronto, como parademostrarlo, una de las libélulas seinclinó hacia atrás y sacó la cola ylas patas del interior de la exuvia.Las alas, pegadas al cuerpo, parecían

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de papel arrugado. Se quedó allícolgando, mientras otras ninfashacían lo propio en otros tallos.

Henry y Evaline, en silencio,impresionados, vieron cómo variospares de alas se secaban y poco apoco se extendían entre los tallos,como pétalos que florecen.

Henry notaba el intenso solquemándole la nuca. Con el rabillodel ojo miraba a Evaline, que estabaembelesada. La luz dibujaba vetas enel agua. Un tritón blanco emergió a lasuperficie para respirar entre los

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nenúfares. Evaline era hermosa,pensó Henry, más hermosa que todoaquello que la rodeaba.

De pronto, la libélula que teníanmás cerca agitó las alas, que seextendieron al máximo. La luzarrancó destellos de sus rugosasfacetas. Otras libélulas la imitaron.Al instante, los tallos de la planta sellenaron de escamas brillantes.

Unos minutos más tarde, laprimera echó a volar. Despegóverticalmente, y luego zigzagueóalrededor de sus cabezas. Evaline

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dio un grito ahogado y se tapó laboca. Henry la miraba. Otraslibélulas se deshicieron de suspetrificadas mudas y echaron a volarcomo chispas blancas.

Unos goterones de lluvia cayeronalrededor de Henry, devolviéndoloal pantanal y al presente. Cerró losojos mientras las gruesas gotas seestrellaban contra la hierba fangosaproduciendo un chapoteo. Adoraba ytemía aquel recuerdo porque, pese aque había sido un momento depromesas, y la primera vez en su

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vida que se había enamorado, con eltiempo se había convertido en unametáfora muy apropiada, porque élno sabía qué había sido de la Evalinede aquel día. Lo único que quedabade ella en Martyr's Pitfall era elexoesqueleto abandonado de unalibélula.

Y allí estaba él, empapado delluvia, sintiéndose culpable por nohaber sido del todo sincero con elhijo de aquella mujer, como si laverdad pudiera servirle de algo aalguien.

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De pronto se indignó. Arrancódel barro reseco una roca del jardínque servía de punto de reunión paraunas babosas y la lanzó a un charco.Escondido debajo, entre un revoltijode cochinillas y piojos, había unescarabajo que parecía una piedra dejade. Henry inspiró y lo pisoteó.

Pero inmediatamente se arrodillójunto al coleóptero hecho papilla,sollozando y arañándose la barbacon tanto ímpetu que, cuando recobróel control, vio que tenía sangre en lasuñas. Se puso en pie y se sintió

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monstruosamente alto.Sus zapatos parecían los de un

gigante, y sus manos, nudosas ytorpes.

Nada era como debería ser porculpa de la aparición de aquel jovenCrook.

—¡Está bien! —gritó en mediodel tremedal—. ¡Te lo diré! —Sintióuna punzada en los pulmones porhaber chillado, pues hacía muchotiempo que no alzaba la voz.

Abrazándose el torso, entró en sucasa y puso a hervir agua en una

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cacerola. A continuación llevó lacacerola afuera, donde contra la fríaatmósfera destacaba el vapor deagua. Unos gusanos de agua de lluviacongelada crujían bajo sus botasmientras avanzaba con la cacerolahacia el pantanal; el agua caliente sederramaba y caía al suelo, dondeburbujeaba sobre el barro. Llegó a lalaguna con forma y longitud desarcófago; utilizó la base de lacacerola, caliente, para fundir uncírculo en el hielo de la superficie, yentonces vertió toda el agua sobre las

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algas, sumergió la cacerola en lacharca como si fuera una red depesca y la arrastró por el fondofangoso. El frío le entumecía losdedos. Notaba cómo el hielo secerraba alrededor de su muñeca.Sacó la cacerola de la charca, llenade agua sucia y con un bulto duroenvuelto en cieno en el fondo.

Se llevó ambas cosas a su casa y,ya dentro, vació la cacerola. Luegopuso el tapón en el fregadero y abrióel grifo del agua caliente, añadiendoun largo chorro de lavavajillas. Se

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colocó los guantes de goma, respiróhondo y metió ambas manos en lapila en busca de la masa oculta bajola espuma. La fregó con un cepillohasta que la espuma desapareció ypudo sacarla, ya limpia.

El día que lo desenterró de latumba de Midas Crook, el hedor hizoque la bilis ascendiera hasta casihacerlo vomitar. Ahora, el corazónde hielo de Midas Crookresplandecía, multifacético como undiamante gigantesco. Durante años,en sus transparentes atrios habían

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vivido caracoles y en sustranslúcidos ventrículos se habíanacumulado los huevos de sapo. Perovolvía a estar limpio y estéril, y alverlo, Henry sintió vergüenza yhorror por lo que había hecho. Lohabía arrancado como un frutomaduro del pecho de Midas Crook,había ido corriendo a su casa y lohabía restregado para limpiarle lapelícula de sangre seca. Por lasnoches lo examinaba, y habíadescubierto algunos de sus secretos.El cristal se comportaba como las

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uñas o el pelo de las personas:seguía creciendo durante un tiempodespués de la muerte, incluso en latumba, pero más tarde el crecimientose interrumpía, como el del resto delcuerpo. Había pensado mucho enesas cosas, en la gravedad de susactos; a diario, desde que se lo habíallevado a la ciénaga.

Había oído decir que Crookhabía muerto a consecuencia de unbulto en el pecho, bulto para el quelos médicos no encontrabanexplicación. Por esa época también

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había descubierto, mientras pescabacangrejos en la ciénaga, al hombre decristal. Acuclillado junto a la laguna,mirando a través del pecho de aquelser, había formulado una hipótesis.

Había comprado y bebido unabotella de ginebra la noche en que,con una pala, retiró la capa de tierraque cubría la tumba de Crook yarrancó la madera podrida que habíadentro. La luna iluminaba las floresdel cementerio de la iglesia deTinterl, de un blanco intenso inclusoen plena madrugada. Henry Fuwa

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manejaba la pala forzando losentonces delgados músculos de susbrazos. Aquella iglesia se alzaba enun risco aislado, donde el vientobarría la capa más superficial detierra dejando el suelo arenoso comouna playa. Sólo una vez temió que lodescubrieran: cuando, antes deempezar a cavar, vio acercarse unpar de faros de coche; se tiró alsuelo, presa del pánico, mientras losintensos haces luminosos seproyectaban contra el muro de laiglesia e inflaban las sombras de las

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lápidas como si fueran cortinasnegras. Cuando las luces seperdieron por la carretera deGurmton, Henry estaba empapado deun sudor frío. Sabía que debajo de élyacía un cadáver, y aunque no habíatenido tiempo para comprobar detrásde qué lápida se había escondido,notaba de quién era la tumba a travésdel duro suelo. Se levantó de unbrinco y abrió como pudo el tapón dela botella de ginebra para dar unsorbo; luego se relamió, agarró lapala y arrancó la hierba, de raíces

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flojas, que cubría el sepulcro.Ahora recordaba la plancha lisa

de madera que había desenterrado ala luz de las estrellas aquella nocheotoñal. Al levantar la tapa del ataúd,había estado a punto de vomitar antelos restos descompuestos. En laciénaga, la descomposición era unasunto complicado. Los gases y losfluidos que surgían del agua podíanconservar un cadáver durante siglos,o quitarle la piel en pocos días,como si fuera pintura. Henryconfiaba en que aquella tumba

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arenosa hubiera actuado lo bastanteen siete años para que él pudieraabrirle el pecho a su titular. Eso eralo único que necesitaba: ver losrestos de materia que pudieranquedar debajo de la caja torácica. Elcentro del amor.

Y comprobó que la tumba habíahecho más que suficiente.

En la cocina de su casa, mientrasrememoraba aquella noche, metió elcorazón de cristal en una bolsa deplástico; luego lo llevó al salón y lodejó en la mesita.

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Si se le pidiera a un psiquiatraque enumerara los motivos por losque un hombre puede quitarse lavida, quizá daría un centenar derazones, pero entre ellas no estaría elobjeto que había dentro de la bolsade plástico. Henry habíareflexionado mucho sobre el suicidiodel doctor Crook. Había comparadoel corazón de cristal con el cuerpo decristal que le había mostrado aMidas en la laguna. Si latransformación en cristal seinterrumpía poco después de la

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muerte, Crook había hecho trampacon su suicidio. Y eso tambiénimplicaba que el hombre de la lagunano había muerto, en cierto modo.Tras la muerte, el avance del cristalse detenía demasiado deprisa. Eraimposible que el hombre de lalaguna, aún con vida, se hubieraconvertido en cristal a tal punto que,tras su muerte, la transformaciónhubiera podido completarse. Si elhombre se hubiera ahogado enaquella laguna, el proceso decristalización se habría detenido

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poco después de que el agua hubierallenado sus pulmones (unos pulmonescapaces de bombear, lo bastanteeficaces para ahogarlo) y latransformación no se habríacompletado. Si se hubieraenvenenado con una baya, se habríatumbado en la orilla de la laguna yhabría muerto allí, pues habríanecesitado un estómago vivo, y nouno de cristal, para segregar lasenzimas necesarias a fin de digerirlas toxinas de la baya. Si lo hubieranasesinado (su cadáver no presentaba

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heridas, pero podían haberlogolpeado en la cabeza), habría tenidoque conservar suficiente cráneo ycerebro, o el asesino no podríahaberlo matado. Y no podía habersido el propio cristal lo que hubieraacabado con él y transformadoórgano a órgano hasta hacerlealcanzar el estado cristalino en quereposaba ahora, ya que, en elmomento en que algún órgano vital sehubiera convertido en duro sílice, sucuerpo habría dejado de funcionar, yel hombre habría fallecido, de modo

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que el cristal no podría haberseextendido lo bastante deprisa parainvadirlo por completo.

Ante eso, Henry sólo podíapensar en dos hipótesis.

Una: la víctima seguía con vidaincluso después de transformarse encristal. Por lo visto, el doctor Crookno creía en esa teoría, o no habríarenunciado tan fácilmente a su propiaexistencia.

Dos: que la velocidad detransformación no fuera constante,como Henry había imaginado. Que

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pudiera aumentar de golpe ysorprender a su víctima en unrepentino estallido de alteración.Parecía lógico pensar que era eso loque temía el doctor Crook cuandopreparaba su suicidio. Y que tambiénlo había temido el hombre de lalaguna, mientras contemplaba suafección, tal vez siglos atrás, hastaque de pronto empezó a convertirse,a una velocidad vertiginosa, enmineral duro y vacío, sin tiemposiquiera para asombrarse.

Hasta ese instante, Henry se

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había distraído haciendo conjeturassobre aquel proceso. Pero todo habíacambiado. Apenas conocía a IdaMaclaird, y sin embargo la conocíalo suficiente para no desear quepadeciera la misma afección que eldoctor Midas Crook y el hombre dela laguna.

Lo único que le apetecía hacer elresto de la tarde era apartar a Ida desu mente. Con ese propósito apuró laginebra, concentrándose en verterhasta la última gota, transparentecomo el diamante. Pensó en Evaline,

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y en libélulas blancas que volabanrozando las aguas de un río, y en lasexuvias que las larvas habían dejadoatrás en los juncos y los tallosverdes, y en que entonces habíapensado que estaba surgiendo elamor.

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Capítulo 18

El centelleo nocturno tras nubesde nieve. El tejado del bosque, unadentada amenaza para el cielo. Lanieve que se derrite al caer,posándose en la carretera cubierta dehojarasca para que los neumáticos lahagan papilla.

Carl Maulsen iba al volante.Tiempo, eso era lo que le faltaba.

Lo que uno necesitaba no eraacumular años a la espalda, sino

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tener años por vivir, años quetodavía pudiera almacenar. Porquecuando te hacías mayor las cosas serompían. A Carl le habría gustadoque su primer encontronazo con lamuerte hubiera sido con otra persona,con cualquiera. Le parecía injustoque sus padres siguieran con vida enla lejana Arizona. El primero enmorir debería haber sido alguno deellos dos, no Freya. Debería habermuerto cualquiera menos ella, y asíél habría comprendido que nodisponía de todo el tiempo del

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mundo, que quizá no pudierapermitirse el lujo de sobrevivir aCharles Maclaird y preparar suestrategia en un futuro perfecto.

Notó un nudo en la garganta ypercibió una humedad abrasadora enlos párpados inferiores.Sorprendido, contuvo el llanto. Sesentía viejo y sensiblero. Quizá fuerapor efecto del hechizo de laespesura. Unos cardos plateadostemblaban al borde de la carretera.Los faros de su coche blanquearonlos ojos de una liebre asustada.

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Esa noche la vio bailando con suvestido de fiesta, el último día en launiversidad; su vestido y su cabello,largo hasta la cintura, brillaban comolos ojos de la liebre. Recordó lamirada que ella le dirigió desde lapista de baile, y su irónica y torcidasonrisa. Pero ir a su encuentro eraconvertir el recuerdo en una fantasía,pues no había ido. Tomándoselo concalma, no se le había acercado hastamás tarde, y entonces la habíaencontrado en brazos de otro hombre.

Volvió al principio del recuerdo

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y lo rectificó. Esa vez se dirigió a lapista de baile y caminó con decisiónhasta ella, deslumbrado por elresplandor de su cabello bajo lasparpadeantes luces de discoteca.Tomó la mano que Freya le tendía ynotó cómo sus suaves dedos seentrelazaban con los suyos.

Frenó demasiado tarde. Los farosde su coche alumbraban a una cierva.

El cuerpo del animal crujió conel impacto; dejó una abolladura en elcapó y apagó un faro. Luego sedesplomó, mostrando la blanca

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panza. Maldiciendo, Carl salió delcoche y examinó los daños de lacarrocería. Uno de los faros estabaroto y el capó estaba abollado. Soltóuna diatriba contra el cadáver de lacierva; luego abrió el maletero, laagarró y se la colgó sobre loshombros. Ya que iba a tener quepagar la reparación del coche, almenos Ida y él comerían carne devenado durante una semana.

A raíz del impacto, la cierva sehabía roto el cuello, pero cuandoCarl la metió en el maletero vio que

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también se había fracturado una patapor varios sitios, y que los huesosrotos abultaban la piel, como losjuguetes dentro de un calcetín enNavidad.

Se quedó un momento allí de pie,con las manos en los bolsillos. Elsusto del accidente y el centelleo delhielo en cada hoja y en cada pinchode cardo le hicieron albergarpensamientos descabellados.

Treinta años atrás, el veranohabía secado la hierba de los patiosinteriores que separaban los

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edificios de la universidad. Elcésped, amarillento, parecíapergamino hecho jirones pudriéndosey volviendo a la tierra. Carl sehallaba de pie a la sombra de uno delos edificios de areniscauniversitarios, con las manos en losbolsillos y el ceño fruncido. Sacó unpeine y se lo pasó varias veces porel negro cabello. Otros estudiantes loesquivaron al subir los escalones queconducían a los mal ventiladospasillos de aquel edificio.

Cómo los odiaba, cómo odiaba

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su falta de imaginación. No habíanadie que tuviera empuje niambición. Correteaban por allí enserios círculos literarios o sepaseaban tan tranquilos aceptando suinminente fracaso académico. Tantosi estaban obsesionados por susestudios como si les resultabanindiferentes, carecían de dinamismoy pasión. Preferían holgazanear bajoaquel sol insoportable que aprender.Resopló como un jabalí, y al hacerloasustó a un estudiante regordete que,nervioso, se colocó bien las gafas y

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se alejó tambaleándose. Carl seguardó el peine en el bolsillo y secruzó de brazos.

Una chica entró con su bicicletaen el patio interior. Iba deprisa,como si llegara tarde, pero al pasarpor encima de una losa agrietada subici dio una sacudida, se soltó lacadena y la chica cayó con laspiernas enredadas con la bicicleta.Carl sonrió mientras la ayudaba alevantarse.

De pronto la sonrisa se le borró.La chica era muy guapa.

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Se había lastimado las rodillas.La sangre, oscura, descendía por suspantorrillas como estigmas malsituados. Al tratar de arreglarse elcabello, de un rubio casi albino, selo manchó de aquel rojo sanguíneo.Abandonó la bicicleta y subió a todaprisa los escalones que conducían aledificio, dejando a Carl con losamargos perfumes de su aroma y lasangre.

La chica había hecho que algo serevolviera dentro de Carl, el cualestaba convencido de que se hallaba

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por encima de esos instintos; creíaque estaba allí sólo por dedicaciónacadémica. Pero... se sorprendió a símismo corriendo de nuevo hacia elpatio para rescatar la bicicleta que lachica había dejado tirada. Al alzarlay comprobar lo oxidado que estabael cuadro, comprendió quenecesitaba una nueva. La apoyó concuidado contra la pared y posó unamano en el sillín con la esperanza dehallar algo de calor residual. Aunqueno notó nada, permaneció en esaposición un buen rato.

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Más tarde soñó que le poníatiritas en las lastimadas rodillas.

—Freya —dijo, y esa palabra losacó de su ensueño y lo devolvió alos mudos árboles, la carreterahelada y la cierva muerta en elmaletero de su coche. Se volvió ymiró los cardos del arcén y losbosques plateados que había detrás—. Freya —repitió con tristeza.

Su nombre quedó muerto en elaire. Ya sólo era el nombre deaquello que nutría las raíces de lahierba en un cementerio del

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continente. Carl había tenido unapremonición cuando ella habíadejado de utilizar su apellido desoltera, pero no había hecho nadapara impedirlo. Jamás habríainsistido para que ella adoptara elapellido Maulsen. Se agarró el pelocon ambas manos y tiró de él tanfuerte que se le saltaron las lágrimas.Cómo envidiaba a aquellas raícesque bebían de su cuerpo, a losfilamentos que crecían donde anteshabía estado su piel, cálida y suave.

Se dio la vuelta y cerró el

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maletero con la res muerta. IdaMaclaird: era un nombre que todavíasignificaba algo. Pensar en que lajoven había salido del cuerpo queahora estaba confinado bajo la hierbale arrancó la primera sonrisa desdehacía varios días. La absolutarealidad de Ida era maravillosa.

Y eso hacía que aún fuera másdifícil soportar el hecho de queestuviera enferma. Carl la había vistomoverse por la casa y no habíatardado mucho en sospechar quepadecía alguna enfermedad grave.

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Él tenía experiencia con lostraumatismos. Una vez se había rotoun metatarso del pie derecho, y otra,la tibia de la pierna izquierda. Poreso sabía que la lesión de Ida no erade esa clase. Se movía por la casacon tanta delicadeza que parecía quesus pies fueran de porcelana. Esacomparación le había recordado aEmiliana Stallows, la mujer deHector, quien con la ayuda de lafortuna de su marido había regentadodurante un tiempo una pequeñaempresa de medicina alternativa en

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Enghem, en la costa norte de Gurm.En opinión de Carl, todas esas cosasno eran más que remedios de gitanosy supersticiones, pero mientras salíanjuntos le había seguido la corriente.Su aventura había supuesto muchomás para Emiliana de lo que jamáspodría haber supuesto para él, peroen esa época ella era hermosa, y élse había equivocado especulandoque, en caso de existir una mujercapaz de vencer el fútil deseo quetodavía sentía por Freya, tendría queser tan sofisticada como ella.

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Rebuscó en su memoria tratandode recordar qué le había dichoEmiliana, algo que le habíacomentado y a lo que, en sumomento, Carl no había prestadoatención. De pronto se acordó:tumbados en la cama una mañana, éldisfrutaba del primer cigarrillo deldía mientras ella hablaba sin pararde sus problemas. Emiliana siemprese compadecía de alguno de suspacientes, pero había una chica conuna historia especial, cuyos detallesél ya había olvidado. Emiliana había

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confesado que no sabía qué lepasaba.

Carl iba a tener que buscar elteléfono de Emiliana o ir hastaEnghem, porque llevaba años sinverla y sin charlar con ella.

Sin embargo, antes le quedabaotra visita pendiente. Había pensadoen el hijo de Crook en un par deocasiones desde la muerte del doctorCrook. Carl sentía tanta curiosidadpor saber qué clase de persona eracomo por averiguar si se trataba deuna compañía adecuada para Ida. Si

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había algo malo que pudieraheredarse de Freya, y no cabía dudade que Ida lo había heredado, era sumal gusto para los hombres. Hacíapoco, cuando Ida le había hablado desus ex novios, lo había dejadoestupefacto, incapaz de entender quépodía haberle gustado de ellos.

Ida necesitaba que le echaran unamano, y Carl estaba decidido aofrecérsela.

«Te caerá bien —le había dicho

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Ida refiriéndose a Carl Maulsen—. Ytú le interesarás«. Pero el caso eraque a él no le caía bien la gente y queél no interesaba a nadie. Sentado asolas a la mesa de su cocina, Midasse sujetó la cabeza con las manos.Así estaban las cosas. Y era mejorque siguieran así.

—Me estoy implicandodemasiado con Ida —le confesó a sucámara, que reposaba sobre la mesa—. Debería distanciarme de ellacuanto antes.

Echó un vistazo a la cocina,

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contemplando con cariño elagradable ambiente que había creadoen la casa. Debería llamar a Ida ycancelar la cita que tenían. ¿Quéconseguía con verla?

—Me gusta la tranquilidad —afirmó levantándose.

Fue hasta el teléfono, agarró elauricular y empezó a marcar elnúmero de Ida (y al hacerlo cayó enla cuenta de que lo habíamemorizado). Tras vacilar uninstante, colgó. Ida no le habíarobado demasiada tranquilidad.

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Pensó en sus pies. Recordó elresplandor de la luz al atravesarlos,arrancando destellos de su sangrecristalizada. Recordó que le habíaprometido quedarse para ayudarla.Sería cruel abandonarla ahora.

—Si la cosa se complica —decidió mientras volvía junto alhervidor de agua—, me largo ypunto. Y nada de culpabilidades.

Se estremeció. La verdad era quenunca había entendido del todo a lagente, y aún menos a las mujeres. Laúnica relación que había tenido lo

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había reafirmado en esa idea. Habíapuesto todo su material fotográfico alservicio de Natasha; hasta habíaalquilado vestuario. A ella leencantaba posar; decía que le hacíasentirse bien consigo misma; y comoa él le gustaba la fotografía, parecíala pareja perfecta. Natasha erasensacional, guapísima, pero... sóloen las fotos. A Midas le costaba salircon ella. Prefería fingir que estabaenfermo para poder quedarse en casay mirar carpetas y más carpetasatestadas de su imagen. Al natural, el

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denso y reluciente cabello de losretratos de Natasha se volvía seco yapestaba a laca. Sus cautivadoresojos se convertían en trozos demadera quemada en cuanto Midascerraba el álbum. Necesitó un valorenorme para dejarla, para sentarseante ella y explicarle que sólo leatraía la versión de su persona quecaptaba en la película fotográfica.

Midas se había sentido culpabledurante unos años, mientras ellaencontraba a alguien que la amarapor lo que era en realidad, y no por

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lo que la hacían parecer el nitrato deplata y la lenta exposición a la luz.Le escribió una carta que Midashabía leído tantas veces que se lasabía de memoria.

Siempre parecías máscontento con las cosasplanas, con las dosdimensiones. Nuncaconseguí apartarte de eso.Jamás te hice ver en tresdimensiones. Hasta hoy, nocreo que hayas descubierto

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la profundidad ni ladistancia, pero yo deseabacon toda mi alma ser quiente lo enseñara. Ten cuidado,Midas.

Esas palabras le hicieron sentirsefatal, porque demostraban, por unaparte, que Midas le había hechodaño, y por otra, que Natasha no lehabía entendido. Era absurdo afirmarque él no sabía qué eran laprofundidad ni la distancia; cualquierfotógrafo conocía estos conceptos. Él

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no era de miras estrechas, como supadre; se había asegurado de serobjetivo respecto a su relación con elresto del mundo. Y por eso no seseparaba de su cámara.

Denver no tardaría en llegar. Sesentía a gusto con ella porque a laniña no le importaba estar callada.Es más, la desconcertaba cualquiertipo de charla innecesaria. Ambospasaban horas sentados a la mesa,mientras Midas trabajaba con susfotografías y ella dibujaba.

Y sin embargo, desde el día en

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que la niña le había enseñado lasbolas de Navidad y hablado confranqueza sobre el tiempo que pasabaen el fondo de su pensamiento, estabapreocupado por ella. Gustav se habíaesforzado mucho para hacerla salir almundo exterior y exponerla a larealidad. La había convencido paraque pisara las líneas de la acera yayudado a comprobar que no pasabanada (después Denver había saltadodurante horas adelante y atrás, de unalosa a otra, realizando una especie depenitencia). Había simulado cortes

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de luz para ayudarla a superar elmiedo a la oscuridad (aunque desdeentonces la pequeña guardaba velasen una caja bajo su cama). Habíatardado una eternidad en quitarle elmiedo al agua. En el colegio, Denverhabía pinchado sus flotadores debrazo con una pluma estilográfica.Las maestras la habían castigado y lehabían hecho copiar una frase, pero,cuando la niña la había copiado conresignación y paciencia, las maestrashabían informado a Gustav de lainutilidad del castigo. A Midas

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tampoco le gustaba el agua, así que,en silencio, había aprobado aquelpequeño desafío; sin embargo, desdesu reciente conversación con Denver,le preocupaba haber estadodeshaciendo sutilmente el durotrabajo de Gustav. Midas habíafomentado la introversión de Denvercomo parte de su identidad. El, quesiempre había pensado que eso erapositivo, ¿desde cuándo pensaba locontrario?

Denver estaba dibujando unnarval, con su característico colmillo

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retorcido y con aletas doradas,mientras él colgaba fotografíasnuevas en las paredes de la cocina:la de una llanura anegada bajo un solintenso, donde el suelo parecía unahoja blanca con miles de manchas dehuellas dactilares; la de un caracolcon un caparazón semejante amármol negro que alzaba las antenascontra el cielo, o la de un gato albinocon un solo ojo fotografiado delantede la casa de Catherine. Una semanaatrás, todas esas imágenes lo habríancomplacido. Podría haber pasado

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una hora fascinado por laprofundidad de sus sombras y elbrillo de la luz, pero en ese momentole parecían un despilfarro de espacioen la pared donde estabacolgándolas. En cambio, las selectasfotos que había dejado sobre la mesaeran las únicas que despertaban suinterés: las de los pies de Ida,tomadas cuando ella dormía. Escogióuna, la colgó de la pared y guardó lasotras. Entonces se quedó allí de piecon las manos en los bolsillos,contemplándola.

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En los últimos años había idodejando de usar su vieja réflex deuna sola lente. Añoraba las largasnoches en el cuarto oscuro, con aquelolor a humedad y a líquidorevelador, y con aquella luz roja quehacía que pareciera que veías lahabitación con los párpadoscerrados. Pese a esas punzadas denostalgia, se había convertido en unesclavo de las cámaras digitales. Elreclamo de la siguiente fotografía,que esperaba con coquetería, leresultaba demasiado irresistible.

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Antes de la aparición de lasdigitales, el final de un rollo depelícula siempre le imponía ciertamoderación, pues lo obligaba avolver al cuarto oscuro a sonsacarlelas copias al nitrato de plata. Susojos se habían adaptado y habíanaprendido a ver el mundo enpenumbra, mientras la imagen ibaformándose en la cubeta.

Y también estaban los negativos,¡cómo los echaba de menos! Eran losmismos rayos de luz: rebotaban de unpaisaje, un objeto, una persona y

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dejaban su marca en la película.Los negativos fotográficos

constituían la prueba másconcluyente que podías obtener detus recuerdos. Eran la quemadura quedejaba el fuego, la contusión que tequedaba en la piel. La misma luz que,el día que tomabas la foto, llevabahasta tus ojos la imagen de tu madre,de tu padre o de tu amigo íntimo,quedaba grabada en la película. Yahora, contemplando la recientefotografía de los pies de Ida,transparentes, sobre las sábanas de la

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cama, pensó en cómo se parecían alos negativos: ambos pertenecían aese mundo semirreal entre lamemoria y el presente. No eran unosdedos de los pies reales, flexibles,capaces de pisar, sino un juego deluces que mostraba dónde habíanestado esos dedos.

Sonó el timbre de la puerta yMidas miró el reloj. Gustav llegabacon media hora de antelación.

Pero, para su sorpresa, cuandoabrió no se encontró con Gustav sinocon Carl Maulsen, enfundado en una

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chaqueta de piel, con las manos enlos bolsillos y un rastro de nievesobre los hombros.

—Hola —saludó el hombre—.No nos conocemos, pero tú debes deser Midas, ¿no? Me llamo CarlMaulsen. Soy amigo de Ida.

Midas recordaba perfectamentela fotografía de su padre y Carlrecibiendo sus doctorados. Enpersona, Maulsen tenía algo que lacámara no había captado: presencia.Una especie de campo magnético,como el que rodeaba un generador.

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—Sí, hola. Ida me enseñó sufotografía.

—Se me ha ocurrido pasar averte. Es curioso, conocía a tu padre.—Trató de escudriñar el interior dela casa por encima del hombro deMidas—. ¿Estabas ocupado?

Lo que, en realidad, significaba:«¿Puedo pasar?«. Midas se hizo a unlado. El hombre entró en elrecibidor, cerrando la puerta tras desí, colgó la chaqueta en una percha ysiguió a Midas hasta la cocina.

—Te presento al doctor Maulsen,

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Denver. Doctor Maulsen, ésta es miamiga Denver.

—Hola, doctor Maulsen.—No me llames doctor —pidió

Carl en voz baja—. Suena demasiadorimbombante.

Denver se encogió de hombros ysiguió dibujando.

—Siéntese —propuso Midasretirando una silla de la mesa—. ¿Leapetece beber algo?

—Si vas a prepararte café,tomaré una taza.

—Muy bien. —Encendió el

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hervidor de agua.Carl contempló el dibujo en que

estaba trabajando la niña, un narvalen las profundidades del océano, conun arnés de algas y tirando de uncarruaje hecho con una caracola queDenver estaba pintando de colorrosa. Dentro del carruaje iba unamujer. Carl la señaló con cuidado,para no tocar la parte ya pintada.

—¿Es una sirena? —preguntó.La pequeña negó con la cabeza y

siguió dibujando.Carl desvió la mirada hacia las

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paredes cubiertas de fotografías.—Bueno, Midas... Veo que te has

convertido en todo un artista. ¿Quépensaba tu padre de esto?

Midas sacó la tetera y las dostazas más pequeñas que tenía.

—Él no entendía la fotografía.Sólo pensaba que una cosa erahermosa si leía acerca de ella en unlibro viejo.

Carl asintió con la cabeza, dio unsorbo al café y siguió mirando lasfotografías.

—Tuve el placer de trabajar con

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él un tiempo, en Wretchall College.—Mire, mi padre era un

gilipollas —dijo Midas,repantigándose en la silla.

—No estoy de acuerdo —replicóCarl, sorprendido—. Yo loapreciaba mucho. ¿Me mencionóalguna vez?

—No. Lo siento. Era típico de él.Nunca hablaba de nadie, ni de lo quele pasaba. Sólo hablaba sin pararsobre arquetipos y cosas así.

—Sí, eso encaja con el hombre alque conocí —aseguró Carl, y sonrió

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con afecto—. Me sorprendería quehubiera hablado de mí. Pero tu padredijo unas cuantas cosas admirables.Abrió los ojos a mucha gente.

—Tal vez.Denver bostezó ruidosamente. El

roce de su lápiz llenaba el silencioque había entre los dos hombres.

—¿Sabes que me recuerdas a tupadre? Tienes el mismo... ¿cómo telo diría? La misma compostura.Lamenté mucho su muerte. Todo eljaleo de la barca. Fue una granpérdida. —Midas se encogió de

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hombros—. ¿No sientes nada por él?—Otro encogimiento, menospronunciado—. ¿Ni siquieraconservas una fotografía suya?

—Hay una allí, en la pared. Elresto las tiré.

—Ya veo que es un temadesagradable —comentó Carlechando una ojeada a la fotografíacon discreción.

Midas fijó la mirada en loscercos dejados por las tazas de café,como si éstos fueran a convertirse envórtices por los que huir de la

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conversación. Debajo de la mesa,estaba clavándose las uñas en lasrótulas.

—Bueno, lo único que digo esque es una lástima que lo odies deesa manera —continuó Carlrecostándose en la silla—. Y esinteresante que os parecierais tantofísicamente y que fuerais tandiferentes, ¿no crees? En fin, no hevenido para hablar de él.

—Ha dicho que pasaba por aquí—intervino Denver.

Carl la miró de reojo; era

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evidente que se había olvidado deque estaba allí.

—Bueno —dijo respirandohondo—, la verdad es que he venidopor otra cosa. Por Ida.

—La novia de Midas.—¡Den!La niña se encogió de hombros;

Carl arqueó las cejas.—¡No! —protestó Midas—. No,

no, no. Sólo somos amigos. Además,acabamos de conocernos.

El hombre esbozó una sonrisitatorcida, como si el comportamiento

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de Midas le resultara familiar. Casiparecía nostálgico.

—Ida está enferma, ¿verdad? —preguntó.

Midas asintió con la cabeza.—Pero tú y yo vamos a ayudarla,

¿no es cierto? Me alegro de que sehaya sincerado contigo.

El joven supuso que acababa deexpresar el mismo tipo dedesmentido avergonzado que habríaexpresado su padre. Pero él noestaba acostumbrado a hablar desentimientos. Le dieron ganas de

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subir corriendo al piso de arriba ydarse una ducha fría.

—¿Te ha contado Ida qué le pasaen los pies? —preguntó Carl.

Denver tosió, mirando fijamentea Midas tratando de transmitirle algo.

—Bueno —farfulló él—, no creoque me haya contado exactamentequé le sucede.

—¿No lo crees?—No, no lo cree —dijo Denver,

dando unos golpecitos en la mesa conel lápiz.

—¿Te ha contado Ida cómo nos

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conocimos? —prosiguió Carl.—Pues... —Midas se acordaba,

pero Denver le hizo una seña con ellápiz, así que no dijo nada.

—Yo era el mejor amigo de sumadre. Eso me coloca en unasituación interesante, dado quetambién fui colega de tu padre.

—En el archipiélago de SaintHauda todo el mundo se conoce —terció la niña.

—A tu padre no lo conocíamucha gente, Midas, y yo soy laúnica persona que Ida conoce en

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Saint Hauda.—Conoce a Midas —lo

contradijo Denver—, y a mi padre, ya mí.

—Pero vosotros acabáis deconoceros. Ida y yo nos tratamosdesde hace mucho tiempo. Por esome encuentro en esta situación tanpeculiar, habiendo conocido avuestras respectivas familias.

—Midas no es como el resto desu familia. Él es... como un dios.

—Si ella supiera... ¿Verdad,Midas? —dijo Carl, sonriendo con

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dulzura.Midas masculló algo.—No puedo concentrarme —

anunció la niña, enfurruñada ycerrando su cuaderno de dibujo.

—Y yo ya me he tomado el café—dijo Carl levantándose.

Lo siguieron hasta el recibidor,donde el hombre se puso la chaquetade piel y abrió la puerta. Luegopermaneció un momento en elumbral, como si admirara la nieveque caía suavemente.

—En la cocina tienes una

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fotografía que me ha parecido muyinteresante. Unas cinco fotografíaspor encima de la de tu padre —dijoal fin.

—Ah, ¿sí? —Midas trató depensar a qué imagen se refería.

—Sí. —Carl lanzó las llaves delcoche al aire, las atrapó y echó aandar, despacio, hacia donde habíaaparcado.

Se metió en el vehículo y se alejósin mirar atrás.

—Qué maleducado —comentóMidas.

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—¡Estúpido! —le espetó Denver.Tenía los brazos enjarras y estabamuy colorada—. ¿Por qué eres tanestúpido?

—¿Qué quieres decir?—Ha visto algo. Mientras te

preguntaba. Como hacen losprofesores en un examen. —Volvió ala cocina muy enfadada—. Tiene queser la fotografía que has colgado estamañana.

Midas corrió tras ella muynervioso.

—Es ésa —dijo la niña

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señalándola en la pared de la cocina—. Pero no llego.

Se trataba de la fotografía de lospies de cristal de Ida. Estaba unascinco fotografías por encima de la desu padre.

«Dios mío.» Pero así, fuera decontexto, sólo eran unos pies decristal... nada más... nada quesignificara nada...

—Eso solamente es... —balbuceó Midas—. Es una fotografíaretocada. Con los ordenadores sepuede... —Arrancó la imagen y la

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puso boca abajo sobre la mesa, comosi así pudiera cambiar algo.

Denver volvió a la puerta deentrada y la cerró empujándola conambas manos para que no entrara elfrío.

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Capítulo 19

Cuando despertaba en plenanoche, había un momento en queolvidaba lo que estaba pasándole asus pies; pero ese instante nuncaduraba mucho: lo estropeaban unhormigueo en las venas y la mudarespuesta de los nervios muertos encuanto trataba de doblar los dedos.Esa noche no lograba conciliar elsueño. Sabía que era una ideaabsurda, pero Carl, tras regresar a su

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propia casa, se le había antojado unentrometido, un impostor. La nocheanterior, había dormido con Midas amenos de un metro de su cama y sehabía sentido muy cómoda; y por lamañana, mientras el aceitechisporroteaba en la sartén, habíaexperimentado algo muy parecido ala felicidad.

Se levantó temprano, harta deestar tumbada en la cama, y sepreparó unos cereales con leche queacabaron convirtiéndose en unaespecie de papilla. No tenía hambre.

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Vio caer gruesos copos contra laventana. Un cuarto de hora más tardeoyó pasos fuera y notó que se poníatensa. La puerta de la cocina vibróantes de abrirse de par en par, y Carlentró vestido con un abrigo gris y unagruesa bufanda. Tenía la nariz y lasorejas moradas, y restos de nieve enel pelo. Ida se estremeció al notar lacorriente de aire frío que penetró enla habitación antes de cerrarse lapuerta.

Carl sonrió con cara de sueño yse sentó.

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—¿Tú tampoco has podidodormir?

—No.—A veces no consigo dejar de

pensar lo suficiente paradesconectar.

Ida trató de mostrarsecomprensiva.

—Yo no puedo dormir a causa demis pies.

—Ah. —La miró fijamente y seirguió—. Mira, Ida, estoypreocupado por ti.

Ella se encogió de hombros y

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removió con la cuchara los cerealesdeshechos.

—No hay nada que...—Creo que conozco a una mujer

que puede ayudarte.—¿Ayudarme a qué? ¿A

encontrar a Henry Fuwa?—No. A curarte.Ella entornó los ojos y se obligó

a no mover las manos para nodelatarse. Pero apenas habíadormido, y le faltaba voluntad. Unoscopos chocaron contra la ventana.

—Por favor, Carl... No hay nada

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que...Carl dio una palmada en la mesa.

Ida soltó un respingo y la cucharavibró en el cuenco de cereales.

—No digas tonterías, Ida. Me hepasado toda la noche despiertopensando en ti. En cómo te mueves.En tus tímidos pasos. En cómoagachas la cabeza cuando crees quenadie te mira. Jamás te había vistoasí.

—Pero ¿qué...? ¿Qué quieresdecir, Carl?

Faltaban horas para el amanecer,

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pero la joven tenía la impresión deque estaban a punto de desenfundarsendas pistolas. Trató de adivinarqué sabía él, qué trataba deconfirmar mediante la expresión deella. Carl respiró hondo y soltó:

—Los dedos de los pies se te hanvuelto de cristal.

Ida se atragantó del susto, y notócómo la ira crecía en su interior. Lode sus pies había sido su secretomejor guardado durante meses.

—¿Has estado espiándome?¿Acaso has entrado en mi habitación

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por la noche?Carl descartó esas acusaciones

con un ademán.—Me sorprende que me creas tan

grosero, Ida. Ayer hablé con MidasCrook.

—¿Te lo ha contado él? —inquirió ella, apretando los puñoscon todas sus fuerzas.

—Sí. Y quizá sirva de algo queme lo haya revelado. Tengo unaamiga que vive en Enghem. Haceunos años, se vio implicada en un...caso raro. Ayer fui a visitarla, y me

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prometió que hará cuanto pueda paraayudarte. Si quieres, podría llevartea su casa.

—¿Ya se lo has contado a otrapersona? —gritó Ida, golpeando lamesa con los puños.

—Ida, esta oferta es algo quedeberías tomarte muy en serio —repuso él, alzando los ojos,exasperado.

—Me lo pensaré.—Hazlo, por favor. Y no tardes.

Tienes muy poco tiempo. Desdeluego, no el suficiente para

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malgastarlo en busca de personajesexcéntricos ni saliendo con chicosque se van de la lengua. El propioMidas me dijo, cuando fuí a verlo asu casa, que no estaba preparadopara tener una relación.

—¿Eso te dijo?—¡Sí! Y la verdad, Ida, es que no

hace falta ser psicólogo para darsecuenta. Si tú... —Se interrumpió. Idase había tapado la cara con lasmanos y había gritado. Un minutomás tarde salió cojeando de lahabitación a prepararse un baño.

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Carl se levantó y, ciñéndose labufanda, salió fuera. Estaba oscuro yno se veía el bosque, pero el mantonevado sobre los campos despedíaun débil resplandor azulado. Miróhacia el tejado de la casita; las tejasasomaban por debajo de la nieve yparecían marcas de mordedura. Alencenderse la luz del cuarto de baño,vio la silueta de Ida recortada contrala ventana.

Sólo le quedaba un cigarrillo enel bolsillo: lo encendió y se lo fumócon deliberada lentitud.

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Experimentaba una leve sensación detriunfo, pero, más allá de eso, sóloaprensión. Charles Maclaird le habíaocultado que Freya tenía cáncer. Carlno sabía qué habría hecho de haberlosabido, pero lo que sí sabía era quehabría actuado en consecuencia. Yestaba decidido a hacer algo por Ida.

Cuando era pequeña, su madre lehabía comprado un cachorro pese ala oposición de su padre. Era uncocker spaniel muy peleón, y su

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madre, al ver cómo le arrugaba elmorro, rompió a reír, se enamoró deél y lo bautizó Long John.

Long John crecía por partes.Primero se le alargó tanto la colaque, al menearla con fuerza, elimpulso lo derribaba. Luego lecrecieron las patas: corría tanto quese sorprendía hasta él, y a veces loencontraban ladrando desde el fondode un bache profundo o una zanja.Las orejas se le hicieron tan grandesque se convirtieron en una especie depárpados secundarios, y tenía que

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apartárselas continuamente de lacara.

Cuando Ida no estaba en la casa,era su padre quien paseaba a LongJohn. Su principal objeción a lacompra del cachorro había sido elgasto que implicaría, pero al pocotiempo ya leía con detenimiento lasetiquetas de las latas y sólocompraba la comida para perros másnutritiva. Cuando Long John seconvirtió en un bicho jadeante queolfateaba el culo de sus congéneres,la madre de Ida dejó de interesarse

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por él, y fue su padre quien lollevaba al veterinario si enfermaba,le compraba huesos de plástico parajugar y le hizo una cama con unanasa.

Una tarde, cuando contaba treceaños, Ida sacó a pasear al perro,como había hecho cientos de veces,por el sendero costero que recorríalos desmoronadizos acantilados. Enel terreno, unos tajos profundosrevelaban precipicios silíceos quedescendían hasta donde el mar seinfiltraba en la tierra. A veces, ella

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se tumbaba con la cabeza sobre unode esos tajos, con el cabellocolgando en el vacío, y escuchaba elmar, que susurraba su nombre.

Mientras paseaba a Long Johnaquella tarde, descubrió un tajonuevo en el sendero. Podría habercaminado un poco hacia el interior,saltar una valla y salir al otro lado dela brecha, o tal vez haber dado mediavuelta y haber telefoneado para quecerraran el sendero. Pero no hizoninguna de esas dos cosas, sino quedecidió saltar. Retrocedió un poco,

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tomó carrerilla y dio un salto. Huboun instante en que percibió toda lamaldad del mar, que rugía en lasprofundidades del precipicio.Aterrizó sana y salva al otro lado, ysu risa resonó débilmente en elinterior de la fisura.

Long John, ansioso porparticipar en el juego, ladró y corrióhacia su dueña. Su salto se quedócorto: las patas arañaron la tierra dellado donde estaba Ida, y luegoresbalaron por el borde de la grieta.Ida corrió hacia él, pero ya era

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demasiado tarde. Long John se habíaperdido de vista. Lo único quequedaba de él eran unos ruidosconfusos. Sus ladridos habríanpodido provenir de cualquiera de losumbríos pasadizos descendentes. Sesucedieron unos correteos y unosaullidos, el silbido del mar, unladrido (una lombriz salióculebreando de la tierra y seprecipitó también por la oscuragrieta), la palmada de una olainvisible, más ladridos y una ráfagade aire salado, frío como las cuevas.

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Cuando Ida llegó a su casa, conel maquillaje de adolescente achorretones por las mejillas, sumadre estaba en el jardín delantero,leyendo poesía en su hamaca. Selevantó de un brinco y trató deabrazar a su afligida hija, pero Ida seescabulló e intentó explicar losucedido.

—No sufras, Ida —dijo la madre—. Su alma ha regresado a lanaturaleza. Es como lo que te contédel nirvana. Pasa lo mismo con todaslas cosas. Polvo al polvo. En parte

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podemos alegrarnos por él.Sollozando, la joven entró

corriendo en la casa y cerró de unportazo. En el recibidor tropezó consu padre, que se sentó con ella en elprimer peldaño de la escalera. Ida seescabulló de su abrazo y le explicó,con voz entrecortada, lo ocurrido.

—No llores —dijo él—. Diostiene un sitio y un momento paratodos nosotros. Ya sé que no es fácilentenderlo... Pero si llama a alguiena Su lado, no te quepa duda de quetiene un sitio en Su reino preparado

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para él.Ida se sintió traicionada,

sentimiento que se materializó en ungrito ahogado. Se soltó de su padre ysubió la escalera a la carrera.Cuando iba por la mitad del pasillo,se topó con Carl Maulsen, que salíadel cuarto de baño abrochándose labragueta; todavía se oía el ruido dela cisterna del retrete.

Carl había ido a visitar a lafamilia la noche anterior, sin avisar.Como había conducido desde muylejos, la madre de Ida se había

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empeñado en que se quedara adormir en la habitación de invitados.El padre no había dicho nada y sehabía acostado temprano. Ida nohabía podido pegar ojo. Habíabajado sigilosamente y escuchado ahurtadillas, al otro lado de la puerta,la conversación que mantenían Carl ysu madre. Hablaban de lugares quehabían visitado. De otros países, denoches que habían pasado eninmensos desiertos helados y de díasbuceando entre las ruinas cubiertasde lapas de ciudades hundidas.

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Allí, en el rellano, contóatropelladamente la historia a Carl, yañadió un epílogo de cómo suspadres habían tratado de consolarla.El escuchó con atención; luego seapoyó contra la pared de brazoscruzados.

—Y tú ¿qué crees que hapasado? —preguntó.

—No lo sé —respondió Ida, yrompió a llorar otra vez.

—Mira, te lo explicaré. Tu perrose ha caído por un precipicio muyhondo. Seguramente se ha roto unos

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cuantos huesos, lo que debe dehaberle dolido mucho. Ha ido a pararal mar. Si ha tenido suerte, las olaslo habrán empujado deprisa ylanzado contra las rocas. Lo másprobable es que se haya ahogadopoco a poco en medio de unaoscuridad total. Ahora su cadáverdebe de estar atascado allí abajo, oflotando ya hacia el fondo marino,llevado por la corriente oceánica,donde lo mordisquearán los pecescarroñeros o lo destrozarán lostiburones.

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—¿Y luego? —preguntó ella, congran esfuerzo.

—Luego sus restos se pudren, lamateria se descompone y se dispersaen el agua. Sus huesos forman unacapa de arena —repuso Carl,encogiéndose de hombros.

—Pero... ¿y su espíritu?—Lo siento, Ida —dijo él con

otro encogimiento de hombros—.Eso no lo sabemos. Cualquier cosaque te dijera sería pura ficción.Quizá su cráneo sirva de refugio alos cangrejos, eso sí.

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Ida se abalanzó sobre él y loabrazó con fuerza, apretando la caracontra su camisa y su duro abdomen.

En casa de Carl, al salir de labañera y contemplar la reaciatransición del azul de la mañana alpleno día, Ida comparó laindiferencia que él había demostradoaquel día con su actitud de ahora.

Abrió la ventana para que salierael vapor. Al hacerlo asustó a un búhoque estaba posado en una rama y el

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cual voló describiendo un círculo,para acabar posándosesilenciosamente en otro árbol. Ida sesentó en un taburete con intención desecarse, pensando en Midas, que lehabía propuesto ir a ver búhos.Suponía que ésas eran las cosas paralas que, según Carl, a ella ya no lequedaba tiempo. Estaba enfadadaporque Midas le había contado aCarl lo de sus pies.

Ya podía volver Midas con eseaparato horrible que colgaba de sucuello y que le hacía encorvarse

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como un anciano, aunque... QuizáMidas pareciera más gris que supanorama, pero ella no recordaba aningún otro chico en el que hubierapensado de forma espontánea tantasveces como había pensado en éldurante los últimos días. No estabasegura de tener la fuerza de voluntadsuficiente para seguir los consejos deCarl si eso implicaba perder lo únicode Saint Hauda que le parecía vividoy real.

La bañera era antigua y sesostenía sobre patas con forma de

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garras de león. Se miró los desnudospies y descubrió un espeluznanteparecido entre sus pies y aquellaspatas, de pulcritud ornamental. Sóloque podía imaginarse aquellas garrasde felino caminando sin hacer ruidopor un desierto lejano; podíaimaginar más movimiento en aquellaspesadas garras que en sus propiosdedos. Se los examinó uno a uno y sefijó en la condensación que poco apoco desaparecía de su esmaltadasuperficie. Procuraba no mirárseloscon tanto detenimiento muy a

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menudo, porque siempreempeoraban. Estaban mucho peor,desde luego, que la última vez que selos había examinado. Eran unespejismo sobre el suelo del cuartode baño. El meñique izquierdobrillaba bajo la luz del amanecer queentraba por la ventana. Losmetatarsianos, encerrados en la parteanterior de sus pies, eran finos comoel plumín de una pluma de oca, peroparecían un centímetro más cortosque la última vez. La piel del talón sehabía vuelto de un blanco mate,

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preparándose para la transformación.Se secó rápidamente con una toalla yse puso el primer par de calcetinessin entretenerse. No importaba quetodavía tuviera los dedos mojados:los calcetines absorberían lahumedad, y ella no notaría que noestaban del todo secos.

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Capítulo 20

La aguanieve caía formando unacortina de flechas blancas. Un vientotraidor arrebataba los paraguas a lospeatones y les daba la vuelta en HighStreet, donde Midas, sentado alvolante de su coche, esperaba a queun semáforo cambiara a verde. Laaguanieve variaba de dirección a suantojo; tan pronto golpeaba el cochedesde la izquierda como empezaba aarponearlo con fuerza desde la

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derecha. Midas vio la expresión dedesesperación de una joven quemovía su paraguas hacia uno y otrolado como si fuera un escudo.

El semáforo cambió y Midaspudo por fin arrancar. Descendiópasando por delante de la viejaiglesia, de la floristería Catherine's,del parque junto al estrecho, cubiertode hielo. Cruzó el puente y llegó másallá de los límites de Ettinsford. Enla orilla opuesta del estrecho sealzaba una casa inacabada; Midassiempre la había visto así, a medio

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construir. Al principio había sido unapromesa de ladrillo rojo, pero habíaacabado por convertirse en unsemicírculo de escombros. Ignorabapor qué se había abandonado la obra,pero sí sabía que no le habríagustado vivir bajo las primerasramas del bosque.

El dosel que formaban losbosques de Gurm le recordaron a unescarabajo que había encontrado,enroscado y muerto, en el umbral desu casa esa mañana. Lasinnumerables capas de angulosas

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ramas eran como patas múltiples.Los arbustos del sotobosque,privados de luz, eran de hojas finas ynervadas, como alas de insecto.

Siguió adelante y se concentró enrecordar la ruta que habían tomadoIda y él la vez anterior. No queríaseguir un desvío equivocado yperderse en un bosque de insectos.

Y entonces la encontró: la casacon la puerta de un verde tritón, conuna herradura colgada sobre larendija del buzón. Los árbolesdisminuían y formaban sendos claros

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en el jardín delantero y el trasero,que estaban salpicados de nieve.

Ida abrió la puerta antes de queél hubiera llegado y se quedó de pieen el umbral, apoyada contra lajamba de brazos cruzados.

—¿Podemos... entrar? —preguntó él.

Ella negó con la cabeza.—Ah. ¿Está Carl?—No, Midas. Se ha ido a

Glamsgallow a trabajar.—Pues entonces...—No vamos a entrar porque no

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estoy muy contenta de que hayasvenido. —El retrocedió un paso y serascó la cabeza—. No disimules. Lecontaste a Carl lo de mis pies.

Midas detectó en el tono de Idaun resentimiento contenido que loasustó. Le dieron ganas de correrhasta su coche y alejarse de allí atoda velocidad. Parpadeó paraquitarse un copo de una pestaña.

—Mira, Ida, yo... Carl vino a micasa y vio la fotografía. No se loconté.

—¿Tenías esa foto a la vista?

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Joder, Midas. Qué manera de guardarlos secretos. Daba por hecho que lahabrías borrado.

—Es que... nunca recibo visitas.Bueno, casi nunca. Yo... —Se estrujólas manos.

—Lamentable —masculló ella, ycerró de un portazo.

Se quedó allí plantado, con elviento revolviéndole el cabello ylanzándole nieve en las mejillas,mientras dentro Ida permanecía conla espalda apoyada contra la puerta.Midas pensó que ella tenía razón, y

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que debería haber borrado aquellafoto como había hecho con las otras.Sin embargo, en parte se sentíavíctima, engañado por Carl, en ciertomodo, al tiempo que ella sentía cómotoda su rabia se desinflaba, y dudabade que Midas hubiera traicionado suconfianza deliberadamente. Y él nohabía podido decirle que habíaencontrado a Henry Fuwa. Volvió allamar a la puerta, confiando en quele abriera y en poder darle, al menos,la dirección de Fuwa; ella estuvo apunto de contestar, pues dudaba que

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Midas entendiera siquiera por qué lehabía hecho daño, pero no abrió. Eljoven volvió a su coche despacio.Ella decidió que la ira no teníasentido, pues Midas era lo másparecido a un amigo que tenía enSaint Hauda, y abrió la puerta. Unoscopos de nieve dispersos caían endiagonal cruzando el vacío jardín.Midas y su coche habíandesaparecido.

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Capítulo 21

Midas fregaba los platos con losojos cerrados, como tenía porcostumbre: limpiaba los cuchillos ylas tazas de café a ciegas. Eraextraño, pero de todas las imágenesdesagradables que conservaba de supadre, la más vivida era la delhombre cuando fregaba. Por esoMidas realizaba aquella tarea con losojos cerrados, pues sus brazossumergidos en el agua jabonosa, los

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restos de espuma en su piel, elamoratamiento de los dedos, el gestoinvoluntario con que sacaba un platodel fregadero y lo sostenía en altopara que se escurriera, todo eso lehacía recordarlo. El agua de fregarera una bola de cristal que lemostraba su infancia.

En uno de aquellos recuerdos,Midas era lo bastante pequeño paraespiar por el ojo de la cerradura sinnecesidad de agacharse. Habíaestado observando fregar a su padremientras recitaba una especie de

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letanía en voz baja, hasta que sumadre entró en la cocina y leacarició la parte baja de la espalda.Midas vio cómo aquella caricia seadhería al cuerpo de su padre igualque la cera al colmar un molde. Supadre soltó el plato que tenía en lasmanos, que cayó en el fregadero. Seirguió y estiró las piernas del todo.Ella le dio la vuelta, y la espuma quegoteaba de las manos de él mojó elsuelo. Su madre le cogió las manos yse las secó en la falda; luego lasseparó y las posó sobre sus caderas

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al mismo tiempo que apretaba sucuerpo contra el de él. Él miraba porencima del hombro de su mujer, conlabios temblorosos.

—El... el... —balbuceó al cabode un rato—. El agua se va a enfriar,querida.

Su esposa lo soltó y dio un pasoatrás. Midas se escondió cuando sumadre salió de la cocina y subió laescalera. Entonces entró y se quedóde pie junto a su padre, que volvió asacar el plato de la pila, dejó que elagua describiera semicírculos

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alrededor del borde y lo puso en elescurridor para que las pompas dejabón, calientes, reventaran por sísolas.

—Midas —dijo el padre sacandoel siguiente plato. —¿Sí?

—¿Alguna vez te sientes...? No,déjame pensar un ejemplo. En elcolegio, cuando haces algo bien enclase, te sientes eufórico, ¿verdad?

—¿Qué significa eufórico?—Significa que te sientes muy

bien. ¿Cómo te sientes, Midas?Cuando haces algo bien en el

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colegio, por ejemplo.—Pues... contento. Orgulloso.—¿Y no sientes un anticlímax?

—inquirió su padre, mirándolo conexpresión nostálgica.

—¿Qué es eso?—Lo contrario de eufórico, más

o menos.—¿Qué has dicho que significaba

eufórico?—Sentirse bien. Muy, muy bien.

Tú sientes, ¿verdad? A eso merefiero. ¿Nunca te preguntas... qué hasido de tu capacidad de sentir?

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Mientras Midas fregaba, Idaestaba acurrucada en una silla, en eljardín de Carl Maulsen, con la casitaa su espalda. El bosque empezababruscamente en lo alto de la cuestadonde el jardín acababa. Carl notenía parterres de flores, ni arbustosrecortados: sólo hierba cortada sinmiramientos y, en verano, un claro decésped. Ese día el césped no se veía,pues estaba enterrado bajo una capade dos dedos de nieve que había

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crujido como el suelo de maderacuando Ida había caminadotrabajosamente por ella apoyada enla muleta y cargada con la silla. Lanieve era tan rígida como todo lodemás en Saint Hauda. Igual que lasramas de los árboles, que sedoblaban con torpeza al agitarlas elviento, y las hojas, quebradizas, serompían como el pergamino viejo.Igual que un halcón que Ida habíavisto volar sin gracia alguna, conmecánico batir de alas. Parecía queeso fuera lo que hiciera aquel

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archipiélago: agarrotar las cosas,agotar su vitalidad.

Eso era lo que aquel sitio estabahaciéndole a ella.

Fuera de casa se sentía a gusto.Prefería tener el cuerpo frío que elcorazón. Se llevó a los labios la tazadel termo con sopa de tomatecaliente, deleitándose con el agriohumo que entraba por sus orificiosnasales. Se había puesto unosmitones de lana y una bufanda rojospara combatir el blanco y negroisleño. Pero ésa era la historia de

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aquel lugar y de sus habitantes,acartonados y monocromáticos comolos platos y las estrellas de latelevisión antes del color. Midas, porejemplo: ¿qué hacía que una personafuera rígida en todos los aspectos? Ala madre de Ida la habían vueltorígida los años; a su padre, lareligión. Recordaba la única vez quelo había visto llorar, la noche antesde que su relación pasara de ser unarelación paternofilial a la propia dedos compañeros de piso educados.Él la había sorprendido en la cama

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con Josiah, el alumno sudafricano delprograma de intercambio que pasabaun mes en su casa (una estancia a laque el incidente puso rápidamentefin); pero el llanto de la nocheanterior se había producido cuandoel padre, que semanas antes de lallegada de Josiah había estado muynervioso, intentó dirigirse a él enafrikaans. Llevaba tres añosestudiando ese idioma, e Ida no teníaningún motivo para dudar que supadre hubiera alcanzado un dominioaceptable de dicha lengua. Pero

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cuando en la mesa, a la hora de lacena, carraspeó y habló a Josiah enafrikaans, éste se quedó mirándolosin comprender. El padre encajó elgolpe con elegancia, aunque mástarde Ida lo espió (él se habíarefugiado en el jardín, por donderevoloteaba una nube de vilano dediente de león) y lo vio llorar. Suslágrimas se deslizaban lentas comogusanos mientras sujetaba contra elcorazón una flor de diente de león.Aquello también era rigidez.

De pronto, en un arrebato, lanzó

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la sopa de tomate y vio el arco rojohundirse en la nieve como unaquemadura que cicatriza. Entonces levino a la memoria otra imagen de supadre. Su curtido rostro, de faccionesmuy marcadas, recibiendo lacomunión con infantil expresión detemor. Lo vio rezando con el labioinferior manchado de vinosacramental, santiguándose una y otravez. Cuando su padre abrió los ojos,éstos se posaron directamente, llenosde lágrimas, en ella.

Midas había declarado que

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esperaba que su padre estuviera en elinfierno. Le había descrito a Ida sucarácter y le había contado recuerdosde su infancia, y, por cuanto habíaoído, Ida había extraído la claraimpresión de que el doctor MidasCrook era un hombre vengativo,veleidoso y manipulador. Se loimaginaba como una especie deduende, y el hogar de la infancia deMidas, como una cueva sacudida porla tormenta en las montañas(parecida, quizá, a la cueva dondeella se había refugiado con su madre

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durante un viaje por Oriente Medioante una tormenta de arena). De todasformas, había algo en los relatos deMidas que no cuadraba. Era raro,pero Ida tenía la impresión de quehabría entendido mejor que Midas alseñor Crook. Sin embargo, dudabaque ella pudiera entender a su propiopadre, cuyo comportamiento eramucho menos severo que el del señorCrook.

Sin sopa con que calentarse yacusando el frío (y recordando elcálido viento de aquella tormenta de

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arena, que se colaba en la cueva yagitaba las puntas de su multicolorpañuelo de cabeza), inició ellaborioso regreso a la casa.

Al final de una calle de casasunifamiliares pintadas de azuleschillones estaba la BibliotecaPública de Ettinsford. A diferenciade las cuidadas casas unifamiliares,las paredes de yeso de aquellapequeña biblioteca estabanviniéndose abajo. Los marcos de las

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ventanas, combados, parecíanfabricados con maderos arrastradospor el mar. Los cristales se hallabantiznados de hollín. La tarde estabanublada, y las ventanas proyectabanrectángulos anaranjados sobre lasmojadas aceras. Las gaviotas sepeleaban, posadas en hileras en loscanalones del tejado, y graznaron aIda cuando subió penosamente losescalones de la entrada principalsujetándose al resbaladizopasamanos y apoyando todo el pesodel cuerpo en la muleta.

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El olor del interior le recordó alde un aula de colegio: a tizamezclado con desinfectantes y undeje dulzón como el chicle. Lasestanterías eran cromadas, y lasparedes, de tono beige y sin decorar,con excepción del rincón para niños,provisto de un montón de sacos decuentas de poliestireno. Allí la paredse hallaba cubierta de dibujosinfantiles de personajes de ficción,con ropa de colores chillones ymanos exageradamente grandes enrelación con el cuerpo.

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Ida se acercó al bibliotecario delmostrador, un individuo que vestíacamisa de color vivo y corbata condiseño llamativo, con papada rojizay pelo rubio peinado con raya enmedio. Cuando le preguntó dóndeestaba la hemeroteca, elbibliotecario no respondió, sino quese limitó a alzar un brazo paraseñalar con gesto de aflicción yhastío.

Lo normal habría sido que nohubiera tardado mucho en revisar elpequeño archivo. Carl le había

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proporcionado una fecha delsuicidio, asegurándole que era casiexacta. Por desgracia, los periódicoslocales estaban desordenados, y elarchivo se había mantenido con lamisma desidia de que hacía gala elbibliotecario de la recepción. Lajoven no tuvo más remedio queorganizar los diarios de nuevo,empezando por ordenarcorrectamente los ejemplares desdeagosto hasta octubre. Cuandoarchivaba un periódico de finales deseptiembre (una fecha demasiado

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tardía según los cálculos de Carl),reconoció una fotografía de laportada.

Era la misma imagen que Carltenía enmarcada en su casa, sólo quela del periódico estaba reproducida apartir de lo que debían de ser lasimágenes de archivo del momento. Elartículo que la acompañabasolamente mencionaba al padre deMidas. Al leer el titular, que rezaba«PROFANADA LA TUMBA DELPROFESOR QUE SE SUICIDÓ»,Ida soltó el periódico y se tapó la

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boca. Según explicaba el artículo,unos vándalos habían excavado en latumba y abierto el ataúd. Buscó,impaciente, en el resto de losejemplares del mes de septiembre, yvolvió a revisar los de octubre.Encontró varios artículoscomplementarios que informaban quela investigación no había progresadomucho. Y luego desaparecíacualquier referencia a la historia. Idabuscó en los ejemplares mezclados apartir de noviembre, perocomprendió que el asunto podría

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reaparecer en cualquier momento enlos años posteriores al suceso.Seguramente, si pedía ayuda albibliotecario no conseguiría nada,así que decidió llamar a Carl. Peroentonces cayó en la cuenta de que élya debía de saber lo de laprofanación de la tumba.

Carl, que no había mostrado elmenor reparo en divulgar losdefectos de la familia de Midas,había decidido sin embargo no hacermención de un suceso tanimpresionante como aquél.

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Ida volvió a colocar losperiódicos en sus estantescorrespondientes y salió de labiblioteca en silencio. Sólo habíauna persona a quien podía interrogarsin percances sobre la historiarecogida en las noticias.

* * *

El padre y homónimo de esapersona, que era a quien se refería la

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noticia, estaba sentado a su escritoriode roble, años atrás, con la cabezaapoyada en el arañado tablero, queolía a tinta y virutas de lápiz.

Al cabo de un buen rato seincorporó con gran esfuerzo, exhalóun suspiro y cogió una hoja en blancode papel pautado que alisó en elescritorio. Desenroscó el capuchónde la pluma estilográfica, la colocóperpendicular a la hoja y empezó aescribir.

Solía comparar su escritura conlas aguas bravas. Bastaba con que se

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metiera en ellas para que los rápidoslo arrastraran y lo lanzaran de aquípara allá, y su voluntad prontoquedara anulada. Cuando escribía,tenía la impresión de que laspalabras salían de los músculos desus manos, del tacto del mango de lapluma, de la trabada articulación desu codo, del roce del plumín sobre elpapel y, por debajo de todo eso, decierto impulso coordinador de susentrañas. Pero desde luego noprovenían de su mente. Y qué aliviole proporcionaba perder los propios

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pensamientos ampulosos y laspropias ansiedades en un chorro deimágenes y símbolos. Él era, antetodo, un hombre de palabras, y sóloen segundo lugar de carne y hueso.De hecho (se masajeó las costillasdel lado izquierdo, aliviando unintenso escozor mediante cariciaslentas y circulares), su cuerpo nuncahabía estado a la altura. Las hazañasfísicas no habían sido suespecialidad: en las carreras deatletismo que hacían con las callespintadas en la hierba, en el colegio,

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cuando organizaban competicionesdeportivas, siempre quedaba de losúltimos. Se había desmayado en elparto de su hijo, un hecho del que seavergonzaba: a pesar de que habíacombatido el desvanecimiento, habíaperdido, y el techo se había vueltoborroso hasta desaparecer. Aldespertar con el llanto de un bebé enlos oídos, al principio había creídoque era él mismo quien lloraba.

Se frotó el dolorido pecho —eldefinitivo fracaso de su cuerpo— yescribió.

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Al cabo de una hora dejó lapluma. Agitó los dedos sobre suarchivador y extrajo el sobre depapel Manila donde guardaba susradiografías.

El médico había llegado a laconclusión de que el bulto que teníaentre el diafragma y el corazónllevaba años alojado allí. Tambiénhabía hecho hincapié en la dificultaddel diagnóstico, pues habíaasegurado que nunca había visto nadaparecido.

Midas Crook abrió

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ceremoniosamente el sobre y sacó laprimera radiografía, en que se veíanel corazón y el brote de un centímetrode aquella cosa cristalina. Parecíauna marca del papel, y a veces,poseído por una esperanza fanática,él intentaba eliminarla y demostrarque todo ese asunto sólo era unabroma pesada. Demostrar que prontose le pasaría y que volvería a tenersentimientos: emociones básicas, delas que siempre se había burlado yque ahora había perdido. Que alzaríaa su hijo cogiéndolo por debajo de

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los brazos, y lo haría girar hasta queambos se derrumbaran, mareados yriendo, bajo un cielo azul.

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Capítulo 22

Midas tenía dieciséis añoscuando su padre, dando vueltas entrelas manos a un libro encuadernado enpiel, le preguntó:

—¿Quieres esto?Su hijo le contestó que sí, aunque

en realidad no lo quería.Era una noche húmeda que más

tarde se convertiría en una nocheodiada, rememorada una y otra vezhasta que Midas consiguió verla

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como si se tratara de una obra deteatro; en retrospectiva, la dramáticaironía le hacía gritarle a su yo másjoven que captara el sentido de todoaquello, que entendiera lo que supadre había planeado. Unas nubesgrises colgaban como pétalosmuertos en una telaraña. A lo lejos sedivisaba la intermitencia de un faro.La brumosa luz de la luna lo cubríatodo.

Su padre pasó la palma de lamano por la cubierta del libroencuadernado en piel y se lo dio a

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Midas.—Es mi primer borrador.

Manuscrito. Ya sé que es ridículoponerse sentimental por una cosa así,pero... Cuídalo bien. Nunca dobles ellomo, usa siempre un punto de libro.Ya está, tuyo es. Y ahora, ayúdame ameter estas otras cosas en la barca.

Juntos levantaron una a una lascajas y las subieron por los costadosde la embarcación. Las cajascontenían, sobre todo, los libros,papeles y folletos que durante añoshabían llenado los estantes y cubierto

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el suelo del estudio paterno. Lalimpieza llevada a cabo había dejadoun despacho y un escritorio vacíos,que luego había limpiadodiligentemente con lejía paraeliminar las marcas de lápiz y lasmanchas de tinta.

—La última —anunció el padremientras levantaban la caja másgrande y la depositaban en la barca.Pesaba menos de lo que Midasesperaba, y estaba cerrada con cintaadhesiva. Le pareció que olía aqueroseno.

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—¿Qué hay en ésta?Su padre desvió la mirada hacia

el mar, tan sereno como el cielo. Lamarea había empezado a subir, y elagua se hallaba a escasos centímetrosde la barca.

—¿Qué hay en esa caja grande?—repitió.

—Trastos. Nada —contestó supadre encogiéndose de hombros.

—Pero...—Pastillas para encender el

fuego, hijo.Midas frunció el ceño: ¡si

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estaban en pleno verano! Supuso queaquellas pastillas eran el alijo que supadre necesitaba para el invierno.

Habían pasado el día juntos en elislote donde su padre habíacomprado una cabaña, y a la que sepodía llegar por mar, así que esamañana habían hecho la travesía conel primer cargamento de muebles:unos estantes, una silla y un pequeñoescritorio de madera de un anticuariode Gurmton. Midas había ayudado atransformar la sencilla cabaña demadera en un estudio aislado,

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aunque, mientras él intentaba arreglaruna de las patas de la mesa y colgarlos estantes, su padre se habíaquedado sentado en el umbral,contemplando el canal de agua y lasgrietas de los acantilados.

Incluso había permanecido así,distante, mientras volvía remando arecoger las cajas de papeles y librosque completarían el estudio. No erainusual que estuviera serio, pero síresultaba extraño verlo tanindiferente hasta el punto deolvidarse de hacer comentarios

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maliciosos.—Ayúdame a empujar la barca,

Midas.Midas no pudo contenerse y

lanzó otra mirada furtiva a losdelgados y blancos pies de su padre.Estaba muy poco familiarizado consu cuerpo, porque su padre siemprellevaba camisas de manga larga conlos puños y botones del cuelloabrochados. Jamás le había visto lasrodillas. El hecho de verle los dedosde los pies, delgados como los de unmono, el fino vello negro y las uñas

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pulcramente cortadas, le habíaproducido una sensación deintimidad asombrosa que no loabandonaría en mucho tiempo.

La barca estaba tan cargada delibros y papeles que casi no podíanempujarla, pero cuando lograronllevarla a aguas más profundasresultó más fácil. No tardaron enencontrarse con el agua al pechomientras el bote cabeceaba a su lado.El mar ya estaba enfriándose, porqueel sol se ponía. Midas lamentó que supadre no hubiera escogido un islote

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cercano a un embarcadero. Era laprimera vez que se adentraba tanto enel mar. La enorme extensión de aguay su peso lo aterrorizaban, pero, almismo tiempo, el inusual aplomopaterno lo tranquilizaba. Su padrerespiró hondo y se agarró al costadode la barca para darse impulsoagitando los pies y subir. Cuandocasi lo había logrado, se le soltó unamano y resbaló; dio un grito y cayó alagua. Al sumergirse, produjo unarociada de gotas blancas. Midas selanzó hacia él, balanceado por las

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corrientes.Su padre emergió resoplando; las

gafas le habían resbalado hasta lamitad de la nariz, y tenía el bigotemojado y pegado al labio. Volvió aagarrarse al costado de la barca y sequedó un momento de pie con lacabeza apoyada en ella, chorreandoagua marina.

—Ayúdame a subir, Midas.¿Qué?—Cógete las manos bajo el agua.

Haz un estribo.—¿Y si resbalo? Podría

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ahogarme.—No te ahogarás. Aquí no cubre

mucho.Midas asintió con la cabeza,

convencido, y entrelazó las manos.Su padre miró hacia abajoescudriñando el agua.

—¿Dónde las tienes? Está muyoscuro.

—Aquí, delante de mí.Su padre levantó una pierna, y el

pie asomó a través de la superficiecomo un pez blanco. Calculó mal ladistancia, y los dedos empujaron el

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pecho de Midas. El corazón deljoven palpitaba mientras los dedosde los pies de su padre le palpabanla caja torácica hasta encontrar susmanos. Aquel pie blanco se posó confuerza, y lo hizo estremecerse tanviolentamente de frío y emoción queMidas temió no aguantar. Entonces,salpicando, su padre cobró impulso,salió del agua y se encaramó a labarca. Al cabo de un momento lanzóal agua un trozo de alga que cayó conun palmetazo. Midas le tendió losbrazos, notando cómo el agua se

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enfriaba minuto a minuto, y le dijo:—Ayúdame a subir.—No, no. La barca ya lleva

demasiado peso. Dios mío, Midas,estás temblando. Vuelve a la playa.Te cogí una toalla y una muda. Lasllaves del coche están en elsalpicadero. Sabes encender lacalefacción, ¿no?

Midas asintió.—Pero ¡quiero ir contigo a la

cabaña!Su padre se quitó las gafas y les

secó el agua con los pulgares.

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—Quizá otro día. Esta noche lapasaré solo, gracias. Y ahora, vuelvea la orilla antes de que te quedes tanentumecido que no puedas moverte.

Midas se volvió a regañadientesy se encaminó a la playa. Le parecióque tardaba mucho, y cuando alcanzóla orilla, con la camisa y lospantalones adheridos a la fría piel, supadre ya se había alejado muchoremando.

—¡Midas! —gritó en lapenumbra del anochecer—. ¿Estásbien?

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—¡Claro! —contestó él,abrazándose el torso y tratando decontrolar el castañeteo de losdientes. Había habido un momento,allí en el mar, en que le habíaparecido que conectaba con su padre.La barca se deslizaba hacia el islote,donde un resplandor señalaba laposición de la cabaña.

—¡Midas! ¿Estás bien? —repitiósu padre, pues quizá no lo hubieraoído la primera vez.

—¡Sí, estoy bien! ¡He llegado!Iba hacia el coche cuando estalló

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en el mar la primera llamarada. Sedio la vuelta y gritó: la barca erapresa del fuego. Sintió que se lehelaba la sangre; echó a correr por laarena, aterrorizado, hasta la orilla.De pronto lo entendió todo. Lasllamas formaban una lágrimadanzarina y lanzaban una columna dehumo.

—¡Papá! —gritó, y se lanzó alagua.

Las llamas se zarandeaban ydividían. Vio saltar a su padre alagua, envuelto en fuego. El silbido

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que produjo su cuerpo al sumergirsellegó a la playa por encima delrugido de las olas.

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Capítulo 23

Esa tarde, Ida fue en taxi a casade Midas y llamó a la puerta. Aljoven le sorprendió verla.

—Hola. Si crees que me debesuna disculpa... yo también creo que tela debo a ti.

—Ya. Bueno, pues... lo siento.—¡Chócala! —Ida lo desarmó

con su sonrisa—. ¿Qué, piensasinvitarme a pasar, o vas a hacerme lomismo que te hice a ti? Aquí fuera

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hace frío.—Claro, claro. Qué estúpido soy

—dijo Midas, dándose una palmadaen la cabeza.

Ya en la cocina, Ida miróalrededor, arredrada por las paredescubiertas de fotografías.

—Así que vives aquí.—Pues... sí. ¿Te apetece... una

taza de café?—Sí, gracias.Ida se sentó y se puso a mirar las

imágenes. Se dio cuenta de queMidas era buen fotógrafo, de que

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tenía verdadero talento. Ella ya se lohabía imaginado, aunque era laprimera vez que veía fotografíassuyas. Plasmaban esa peculiar visiónque la había atraído de él nada másconocerlo. Era curioso que ya sesintiera mucho más cómoda en sucompañía.

Ida rió cuando Midas le puso elcafé delante.

—¿Qué pasa?—Que es negro como un pecado.Midas dio un respingo, se

apresuró hasta el fregadero, tiró un

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dedo de café y añadió agua caliente afin de llenar de nuevo la taza. Se lapuso delante con cuidado, y la jovense rió de la involuntaria inclinaciónde la cabeza de él, que le recordó aun mayordomo.

Midas sonrió tímidamente.—Ahora que me acuerdo... —Fue

hasta un armario y volvió con unplato de tartaletas de fruta—. Me lashizo Denver. Podemos comérnoslas.

El sabroso relleno y la masa quese desmigajaba fácilmente deaquellos dulces navideños le

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hicieron recordar las tranquilasnavidades de años atrás, cuandodaba largos paseos por vallesnevados. Los inviernos en que iba aesquiar.

—¿Has esquiado alguna vez,Midas?

—¿Yo? No. Ni siquiera sé nadar.—No hablarás en serio...—No sé nadar —repitió él,

asintiendo—. Cuando era pequeño lotenía absolutamente prohibido.

—¿Por qué?—Mi padre aseguraba que era

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peligroso.—¿Y nunca te has planteado

aprender, ahora que ya eres mayor?—No me gustan las grandes

masas de agua —repuso él, negandocon la cabeza.

—Pero ¡Midas! —exclamó ellariendo—. ¡Si vives en una isladiminuta!

—Sí, ya sé que es una estupidez,pero... —reconoció Midas,ruborizándose—. Es por el peso. Nopuedo evitar pensar en el peso de lasmasas de agua. Y en meterte allí

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abajo, no poder respirar.—¿Y pasear en barca? ¿Eso sí lo

soportas? —preguntó ella, dándosecuenta de que había otra razón.

—Me las apaño para subir alferry cuando tengo que ir alcontinente —replicò él, frunciendo elceño—. Si me siento en el medio. Enlos barcos pequeños me cuesta más.

—Algún día te llevaré a dar unpaseo en barca. Te demostraré lodivertido que puede ser. —Llevabaun tiempo pensándolo, pero no sehabía percatado de lo difícil que

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podía resultar hasta que lo dijo envoz alta: un chico que no sabía nadary una chica con dos pesos muertos enlugar de pies en medio del océano.Supuso que tampoco era probableque llegara a montar con él en unteleférico para subir a la cima de unamontaña, impresionados ambos porun paisaje interminable de gigantescubiertos de nieve.

Las fotografías de las paredes dela cocina resultaban tranquilizadoras:aquél era el extraño pero acogedorescondite de Midas. La joven se

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imaginó pasando las mañanas allí, enaquel santuario, bebiendo café solocon él, en silencio.

Midas estaba recogiendo losrestos de su tartaleta.

—Tengo que preguntarte unacosa, Ida.

—Pregunta.—Es sobre tú y yo.Ida se puso en tensión,

expectante.—¿Me dejarías...? Esto... ¿Crees

que tú y yo podríamos...? Bueno, sino te importa, claro... ¿Me dejarías

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retratarte?—Ay, Midas, creía que ibas a

preguntarme otra cosa. No lo sé. Nome apetece mucho. Últimamenteestoy muy ojerosa. Quizá cuando meencuentre mejor.

Ida habría preferido que Midasno le hubiera formulado esa pregunta.Tenía sus reservas acerca de lafotografía. No quería formar partedel coro fantasmal de losfotografiados.

—Lo siento. Perdóname.—No pasa nada. Por eso he

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venido a hablar contigo. Bueno, almenos era el motivo oficial.

—¿Perdona?—Lo de encontrarme mejor —

explicó ella, soltando un suspiro—.Carl dice que conoce a una mujer quepuede ayudarme. Vive en la costanorte. Vamos a ir a pasar unos díascon ella. Carl y yo. Y veremos sipuede hacer algo por mí. Queríapreguntarte si te gustaríaacompañarme. Bueno,acompañarnos. Tendré queconsultarlo con Carl, claro, pero

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estoy segura de que esa mujer tendrásitio en su casa para los tres. Sellama Emiliana Stallows.

—¿La señora Stallows? —repitió Midas, con expresiónsorprendida. Su marido era elpropietario de casi toda la costanorte de la isla, pero él no sabía grancosa de aquella mujer—. ¿Cómo va aayudarte?

—Carl me dijo... que hubo uncaso hace tiempo, de una niña a laque le pasó algo parecido. Emilianala ayudó. —Le habría resultado muy

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difícil repetir la historia que le habíacontado Carl allí, en el refugio de lacocina de Midas. Sólo los fríosinteriores de sus botas le recordabanque el asunto del cristal era real. Seencogió de hombros y se la reservópara más adelante—. Es posible queEmiliana pueda ayudarme también.Como no hemos dado con Henry...

—Hum... Qué bien, ¿no? Sí, meencantaría acompañarte. Es decir, nome encanta que tengamos que ir, perocomo hemos de ir, o al menoscreemos que debemos ir, me

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encantaría. Pero...—No me digas que no puedes. —

De pronto necesitaba que él fueracon ella, pues en realidad el viaje acasa de Emiliana Stallows parecíauna cita en una residencia paraenfermos desahuciados.

—Sí, sí puedo ir. Iré. Pero hayalgo más. Encontré a Henry Fuwa.Tengo su dirección. Espero... que note enfades conmigo.

—¡Midas! ¡Es estupendo! ¿Porqué iba a enfadarme? —exclamóella, palmoteando.

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—Porque... Aunque no se loconté, creo que él adivinó... Adivinólo que está pasándote en los pies. —Sujetó la cámara con ambas manos yse preparó para esbozar una mueca.

—Pero ¡si es lo mejor que podríapasar! ¿No lo entiendes? ¡Si Henry loadivinó, debe de saber lo que estáocurriéndome!

—Me dijo que no podía ayudarte.—Eso son tonterías —repuso

ella, frunciendo el entrecejo—.¿Dónde se esconde?

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Capítulo 24

Las luces de la casa de HenryFuwa estaban apagadas. Cuando Idallamó a la puerta con el mango de sumuleta, nadie contestò. Enfurruñada,volvió al coche de Midas, dondeesperaron juntos cerca de una hora.Al final, ella, impaciente, levantóambas manos y exclamó:

—¡Estoy harta! ¡Larguémonos deesta asquerosa ciénaga!

Recorrieron las carreteras del

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pantanal, llenas de charcos opacos.Los baches de la calzada, agrietadapor las raíces, los hacían zarandearseen los asientos del coche. Hubo unmomento en que a Ida le pareció veruna figura plantada en medio de laciénaga, con un largo abrigoabrochado hasta la barbilla. Pero elabrigo era del color de la alta hierba,y en realidad los brazos sólo eran elmovimiento de los juncos. Siguieronadelante. Las intensas nevadas y laslluvias otoñales habían inundado elterreno bajo donde el pantanal

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alcanzaba la linde del bosque. Allí,los árboles surgían del agua comomonstruos marinos, cubiertos de lasmismas hojas escamosas que flotabanen la superficie de los charcos ysalpicaban las capas de barro heladoque tenían como rehenes a las eneas.El hielo laqueaba los tocones decorteza estriada.

—¡Para! —pidió Ida de pronto alver que uno de aquellos troncones semovía. No era un árbol partido, sinoun hombre con pantalonesimpermeables y canguro que, con la

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capucha puesta, pescaba con una redpasándola por el agua a modo decedazo—. Quédate en el coche. —Salió con cuidado y gritó desde lacarretera—: ¡Hola! ¿Me oyes?

El hombre dio un respingo. Por ellustre de sus gafas y la barba queasomaba de la capucha abierta, eraevidente que se trataba de HenryFuwa.

—¡Ida Maclaird! —exclamó, y lehizo un saludo un tanto torpe.

—¡Te acuerdas de mí!Henry fue chapoteando hacia

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ella, con cuidado de no inclinardemasiado la red. Ida comprobó quehabía pescado unos veinte cangrejos,que tenían el caparazón gris como lasostras y agitaban las pinzas.

Henry vio el coche, con Midasdentro.

—Tu amigo ya me habíarecordado quién eres.

—Venimos de tu casa, Henry.Confiaba en encontrarte.

—No sé si será buena idea —manifestó el hombre, que seguíamirando el coche con recelo—. Y mi

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casa es muy pequeña, dudo quequepamos los tres.

Aquella actitud la decepcionó.¿Se trataba de la desconfianza que, alparecer, caracterizaba a todos losisleños, o había pasado algo entreMidas y él?

—Bueno, supongo que a Midasno le importará esperar fuera.

—Ida —dijo Fuwa en voz baja—, ¿no te lo ha dicho?

—Decirme ¿qué?—Si quieres, puedo llevarte yo a

mi casa —propuso el hombre

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mirando hacia el vehículo confrustración—. Tengo el coche aquícerca. Y luego te dejaré donde medigas. Así, el pobre Midas no tendráque esperar fuera.

Henry miró hacia arriba conadmiración cuando un cisne graznócon su voz de bajo y emprendió elvuelo cerca de ellos; el batir de susalas meció las hojas de las algas, queformaron enjambres.

—¿Qué es eso que Midas deberíahaberme dicho? —inquirió Ida, conun hilillo de voz que casi se perdió

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en la brisa.—No es... fácil explicarlo.La joven se encogió de hombros

y se acercó al coche.—No te preocupes —le susurró a

Midas—. Puedes volver yaprovechar la tarde. Ven a echarmeun vistazo dentro de un par de horas.

—Yo quiero ayudarte...—Estás haciéndolo. Pero Henry

dice que prefiere hablar conmigo asolas.

—Nos peleamos.—Ya me lo he imaginado.

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—Me dijo que no podía ayudarte.Ella asintió.—Vete. Nos vemos cuando

hayamos terminado.Midas no parecía muy

convencido, pero se marchó, comoIda deseaba.

—Pensaba llevarme unos cuantosa casa y cocinarlos —comentó Henrymientras ponía los cangrejospescados en un recipiente quellevaba en el maletero del coche—.

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Tengo muchas latas de atún, por esono hay problema. Y de anchoas, unmontón. Un momento... no serás...

—¿Vegetariana? No. Meencantan los cangrejos.

Ida se subió al coche de Henry yjuntos recorrieron el pantanal. Losfaros del vehículo fueronreflejándose en los charcos durantetodo el trayecto hasta su casa.

—Bueno —dijo Henry mientrasse descalzaba en el recibidor, sinpedirle a ella que se quitara a su vezlos zapatos, pese a que los llevaba

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llenos de barro—. ¿Vamos al grano ocharlamos antes un rato?

—Creo que será mejor charlar unpoco.

—Va a ser difícil, Ida.—Quiero pedirte disculpas.

Aquel día, en el pub de Gurmton,intenté alcanzarte para pedirtedisculpas por haberte ofendido.Entonces no te encontré, pero ahorame doy cuenta... Todo eso que mecontaste sobre... No estabasborracho, ¿verdad?

—La ginebra suele subírseme a

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la cabeza —reconoció Henry,cerrando los ojos—. Pero, aunqueestuviera borracho, no te mentí. Tehablé de las reses aladas después deque vieras a aquel pobre toro. Creorecordar que te dije que comen ycagan y se mueren como el resto delos seres vivos. Verás, el hecho deque algo sea... raro no implica que noesté sujeto a esas mismas pautas.

—A mí me está pasando algoraro —anunció la joven,estremeciéndose.

—Sí. Midas me lo contó.

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Ida se quedó mirando el dibujode una medusa enmarcado y colgadoen la pared.

—¿Cómo están las reses aladas?—se interesó al cabo, suspirando.

—Pues... —titubeó Henry—.¿Sabes? Es la primera vez en la vidaque me alguien me lo pregunta. Estánbien, gracias. —Apoyó la barbilla enuna mano y se rascó la barba con airepensativo—. ¿Te gustaría... verlas?

Henry abrió la puerta cubierta de

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musgo y entró con Ida en una especiede cámara estanca que olía ahumedad; emocionado, respiró hondoy abrió la puerta interior queconducía al cobertizo propiamentedicho.

Un calefactor zumbabadiscretamente en medio del suelosalpicado de estiércol. De las vigasdel techo colgaban jaulas de pájaro yfaroles vaciados. El rebaño de resesaladas volaba formando un ocho,virando sin miedo al llegar a unextremo y descendiendo brevemente

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en picado, como una bandada degolondrinas otoñales. El movimientode tantas alas las envolvía en unaespecie de neblina brillante. En susevoluciones, sacudían la cabeza y laspatas delanteras. Algunos de lostoros más grandes tenían cuernoscurvados y volaban con la cabezaagachada, como si cargaran contradiminutos matadores. Las colas, finascomo hebras, flotaban tras ellos porla acción de la brisa que generabancon su vuelo, que Ida percibió comoun débil soplido en las mejillas, lo

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que la hizo reír de placer.Después, en la casa, Henry la

ayudó a sentarse en una cómodabutaca.

—¿Puedo ofrecerte una taza deté? Me temo que sólo tengo té verde.

—Será un cambio muyreconfortante. Con Midas sólo tomocafé.

—Así que... estás con Crookhijo, ¿no?

—¿Crook hijo? ¿Por qué lollamas así?

—No lo he dicho con mala

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intención —se excusó el hombre,esbozando una sonrisa decomplicidad—. Sólo lo he llamadoasí para distinguirlo. Lo que pasó fueuna tragedia.

—¿Te refieres a lo de su padre?—Sí, y a cómo afectó a su madre.—No entiendo por qué aquello

tiene que influir en cómo trata lagente a Midas —repuso ella,arrugando el ceño—. Conmigo se haportado muy bien.

—Pero tú eres joven, Ida. No loolvides. La gente busca patrones en

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su existencia, y uno de los patronesque ve en estas islas es que lasfamilias cometen los mismos erroresa lo largo de generaciones.

—Eso pasa porque estacomunidad es muy pequeña —repusoella, resoplando y cruzándose debrazos—. La gente no tiene suficienteimaginación para ver a Midas comouna persona independiente. Selimitan a ponerlo en el espacio quedejó vacante su difunto padre.

—Exactamente. Tienes toda larazón.

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—Y sin embargo, no le permitesentrar en tu casa. Midas me explicóque os peleasteis.

—¿No te dijo por qué?—No.—¿Te contó... algo?—Sólo que te había encontrado.

Y que hablasteis de su madre. Diceque la conocías.

—Yo... Bueno, yo... —Se rascóla barba—. ¿Te habló de lo que leenseñé en la ciénaga?

—No. ¿Qué le enseñaste?—No, nada. Bueno, hacía un día

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muy soleado. Le mostré la luz delpantanal.

Se quedaron un momentocallados. Ida sabía que había algomás, pero decidió sonsacárselo aMidas más tarde.

—Voy a preparar el té —anuncióHenry; a continuación esbozó unasonrisa forzada y dejó a Ida en lamesa mientras él iba a la cocina.

Vertió agua hirviendo sobre lashojas de té, mientras se decía que denada serviría revelar a Ida lo queyacía en el fondo de la turbia laguna.

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Suponía que ése había sido tambiénel razonamiento de Midas. La pobrechica estaba allí porque él era suúltimo recurso, y Henry no sabíacómo convencerla de que no podíaayudarla; además, era consciente deque tampoco había sabido persuadirde ello a Midas. Vio cómo las hojasde té se doblaban y expandían en elagua.

Ida entró cojeando en la cocina.—Perdóname —se disculpó

Henry—. Me parece que me hasinterpretado mal. No siento ninguna

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aversión por Midas por culpa de supadre. En realidad... se trata... de sumadre. He de ser sincero contigo.

—Antes la has mencionado.—Sí. Por favor, ten en cuenta que

te lo digo en la más estrictaconfianza.

Henry se quedó mirandofijamente el vapor que se alzaba delcazo. Como recordaba de su primerencuentro con Ida en el verano, lajoven tenía la habilidad de abrirte elcaparazón y meterse bajo tus capasmás sensibles.

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—Estás enamorado de ella.—Sí y no —contestó Henry

Fuwa, agachando la cabeza—. Yano, creo. —Confiaba en que susinceridad ayudara a la chica aaceptar lo que iba a explicarle sobreel cristal.

—¿Tuviste una aventura conella?

—No todo el mundo puedehablar... con tanta libertad como tú,Ida.

—Lo siento. Creía que queríasque lo comentáramos.

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—Me gustaría explicarte que...Midas me propuso una ruta parallegar hasta Evaline, pero se tratabade una especie de chantaje para quete ayudara a ti. Y yo no podía aceptarsu oferta, y no sólo porque Evaline...porque Evaline ya no es la de antes,sino porque no tengo nada queofrecerle a cambio.

—Estoy volviéndome de cristal—dijo ella en voz baja.

Henry se enjugó el sudor de lafrente y dejó la tetera en la mesa conun golpe seco. Estaba tan acalorado

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que pensó que si bebía té sedesmayaría.

—Necesito una copa —declaró,y se tapó la boca con una mano,avergonzado—. Quiero decir... quenecesito beber algo. Tengo sed.

—No pasa nada. Ya soymayorcita.

Henry hizo una especie de torpereverencia y fue hasta un armario abuscar una botella de ginebra. Sirvióun vasito para cada uno y se olvidódel té en el cazo.

—En realidad no bebo. He hecho

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algunas... cosas borracho. Perocuando estoy agobiado... tengo muypoca fuerza de voluntad.

Ida asintió.—Su marido era un obstáculo

que dos personas hipersensiblescomo ella y yo jamás podríamoshaber superado.

—Lleva una década muerto.—Eso ya no importa.—Claro que importa, y mucho.

Marchaos de aquí.—¿Y abandono el ganado?—Pues desafía la opinión de los

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demás. La gente de aquí ni siquiera teconoce. Tráela a vivir contigo.

—Qué egoísta soy —se excusóFuwa, mordiéndose un labio—.Perdóname por haber sacado estetema, Ida.

—No seas tonto. Esta situacióndebe de ser muy triste para ti.

—Eres demasiado joven paraentenderlo —aseguró él negando conla cabeza.

—No me trates como si fuera unaniña.

—No, no era ésa mi intención. Lo

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que quiero decir es que... paraEvaline y para mí ya es demasiadotarde.

—Nunca es demasiado tarde —replicó Ida, desviando la vista haciasu vaso de ginebra, mientras suinterlocutor la miraba con fijeza.

—Mira, te ha sorprendido el tonoindeciso de tu propia voz —dijo élcon tristeza. Dejó el vaso y se secólas palmas de las manos en lospantalones—. Gracias por tuoptimismo, pero ya era demasiadotarde antes de que muriera Midas

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Crook. Un buen día, la Evaline queyo conocía había... desaparecido,simplemente. Si yo hubiera hechoalgo más cuando ella todavía estabacon nosotros, quizá se habríaquedado. Pero quién sabe dóndeestará esa mujer ahora...

Se produjo un silencio,interrumpido sólo por sendos sorbosde ginebra.

—Henry, si te enseño mis pies,¿qué me dirás? —preguntó Ida, en unsusurro.

—No quiero verlos —repuso él

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alzando las manos—. Gracias, puedoimaginármelos perfectamente. —Ellaasintió con la cabeza, y Henry añadió—: Y respecto a hablar de ellos... Yate he dicho cuanto había que decir.

—Pero ¡no me has explicado porqué! —exclamó Ida, dejando el vasocon un golpe—. Ni cómo. Siempre hesido una persona normal, Henry.¿Cómo demonios pasa una persona,de la noche a la mañana, de una vidacorriente a una existencia como ésta,a caminar con bastón y a perder todasensibilidad en los dedos de los

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pies? —Había apretado los puños, ylos ojos se le salían de las órbitas—.¿Qué he hecho para merecer esto?Sólo dime qué he hecho, dónde hepisado, con quién me he cruzado...Algo.

—¿Has venido de tan lejos sólopara hacerme esas preguntas?

—Por las reses aladas. Y por esacriatura que según me contaste puedevolver blanco cualquier objeto consólo mirarlo. Tú sabes lo que ocurreen estas islas.

—Yo no sé nada —aseguró

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Henry, encogiéndose de hombros condocilidad.

—¿Qué quieres decir con eso?—No hay porqué. Ni cómo. Las

cosas pasan, y lo único que podemoshacer nosotros es intentar convivircon ellas.

—¿Cómo se supone que voy avivir con un cuerpo de cristal? Nopuedo aceptarlo.

—No importa lo que aceptes y loque no. El cristal está ahí de todasformas.

—Crees que no tengo cura. —Ida

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soltó un largo bufido—. Pues mira,deberías saber que mi amigo Carl vaa llevarme a Enghem Stead, a la casade Hector Stallow. Dice que la mujerde Hector puede ayudarme. Así queya lo ves, el mío no es un casoperdido. Carl asegura que esa mujerya vio un caso parecido al mío hacetiempo.

—¿Por qué no preparamos esoscangrejos mientras charlamos? —preguntó Fuwa, desconfiado, y pusoagua a hervir en una gran olla verde.Luego depositó el cubo de cangrejos

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sobre la encimera, contra el que loscangrejos tamborileaban con laspatas—. Mira, Ida, después de queMidas viniera a visitarme no logrédormir. Me habría encantado poderayudarte.

—No tienes la culpa de nada —reconoció ella, con desánimo—. Nolos noto, Henry, pero a veces sientolos extremos muertos de mis tobillos.Si estás... Si resulta que no hay...cura ni nada, ¿qué sentiré al final?

—No lo sé.—¿Será doloroso?

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—No lo sé —respondió elhombre removiendo los cangrejos.

—Bueno, ¿y qué me proponesque haga mientras tanto? Vine hastaaquí buscando una respuesta.

—Es que te parecerá unaestupidez.

—Prueba.—Sigue viviendo tu vida. No

pierdas el tiempo con tonterías.Ida sintió rabia, pero se controló.—He tenido mis noches locas. Sé

qué es ir de juerga. He hecho eso debuscar emociones fuertes. Y me

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parece una tontería. Creía que esasexperiencias serían intensas yreveladoras, pero sólo eranimaginaciones mías. He practicadopuenting. He saltado en paracaídas.Debajo de la adrenalina sólo hay elmismo sentimiento de conciencia deuno mismo de siempre.

—No me refería a saltar enparacaídas. Ni a nada de todo eso.—Henry suspiró—. Nunca he hechoesas cosas, Ida, así que sólo puedoconjeturar. Pero me he emocionado,a mi manera. Las reses aladas me

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atacaron en grupo. Cuando lasdescubrí, se abalanzaron sobre mí, ysus alas zumbaban con tantaintensidad que al principio creí queiban a levantarme del suelo.Recuerdo el olor a almizcle delrebaño mejor que la sonrisa de mimadre, pero mira... Los únicosmomentos en que me he sentido vivode verdad... es decir —se dio unaspalmadas en el pecho, a la altura deldiafragma—, en el corazón... hansido los que pasé con Evaline Crook.

—Últimamente... —Los

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cangrejos empezaron a hacer ruidoen la olla al hervir el agua—.Últimamente, con Midas...

Fuwa se había olvidado de loscrustáceos. Una pata se habíadesprendido y flotaba describiendocírculos.

—Últimamente, con Midas, hesentido... No sé qué, pero es algo...diferente...

—Exacto.—Pero tengo que ir a ver a

Emiliana Stallows —afirmó Idaponiéndose derecha—. Es mi única

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posibilidad.—Te queda muy poco tiempo,

Ida —le aseguró Henry, en un alardede sinceridad que jamás había tenidoy que pensó que debía a la joven—.Quizá menos del que imaginas.Depende de cuándo llegue elmomento en que tu cuerpo no puedaseguir soportando lo que ya se haconvertido en cristal. ¡Podría pasaren un instante! Podrías derrumbarte,sencillamente.

—¿Cuánto es muy poco tiempo?—preguntó ella, temblando.

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—Es imposible saberlo.—¿Cuánto, Henry? Al menos

dime eso.Fuwa pensó en el hombre de

cristal de la laguna y en su hipótesisde que esa transformación podíahaberse acelerado en un instante yhaber dejado el cuerpo como unaestatua; pero como no tenía ningunaprueba definitiva de que hubierasucedido así, no quería alarmar a lajoven más de lo necesario.

—Si tienes suerte, meses.Seguramente, semanas —dijo,

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optando por una solución intermedia.Ida tomó asiento en la silla de

cocina de hierro que tenía detrás.—Vaya, no me lo esperaba.—No quiero desacreditar lo que

tu amigo y Emiliana puedan haberdescubierto en Enghem, perocualquier cosa que te propongan sóloserá... una falsa promesa.

Se sentaron a comer a la mesa,que Henry había cubierto con unmantel estampado de mariposasmarrones. Sirvió los cangrejos, e Idapensó que sabían a pantano.

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Al final, Ida pidió un taxi paravolver a Ettinsford. Henry se opusoaduciendo que tenía queacompañarla, como le habíaprometido, pero ella, educadamente,señaló la botella de ginebra, casivacía.

En el trayecto de regreso, pensóque los árboles parecían ancianascon la blanca cabeza agachada.Nevaba a un ritmo perezoso, y loscopos cubrían el pelaje erizado de un

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gato que arrastraba un mirlo por lacarretera. El taxi bajó por Shale Laney entró en el pueblo por un puenteque atravesaba las aguas heladas. Lagente caminaba lenta y pesadamentepor las calles, con botas de agua ylas capuchas y los paraguas llenos denieve. Alguien había atado unabufanda lila al cuello a la estatua deSaint Hauda que se erigía frente a laiglesia.

El taxi la dejó delante de la casade Midas, e Ida avanzó tan despaciopor el jardín que un niño que pasaba

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riendo le gritó: «¡Ánimo, abuelita!»,pero al verle la cara se quedódesconcertado.

Midas quería saber cómo lehabía ido con Henry, pero a Ida no leapetecía hablar del tema.

—Digamos que no me ha dichonada nuevo. Quiero olvidarme delasunto un poco. ¿Podemos haceralgo? ¿Puedes llevarme a algúnsitio?

Midas la llevó en coche aToalhem Head, el paso por donde elestrecho de Ettinsford se abría al

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mar. En lo alto de un acantilado,cerca de un viejo faro en desuso cuyapintura el viento había arrancadosólo por un lado y sustituido pormanchas blancas de sal, había unmirador. Se quedaron de pie bajo lanieve, a un metro de distancia,envueltos en bufandas y ofreciendoresistencia al viento. En las rocas delacantilado, y hasta llegar al mar,había frailecillos posados comobolos que de vez en cuandograznaban o tableteaban con el pico.

Midas había pensado que quizá

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Ida y él escudriñarían el agua desdelo alto y verían medusasconvirtiéndose en luces vivientes;pero aquella tarde no eran ellas lasque iban a la deriva. Unos icebergsdel tamaño de capillas, envueltos enuna fina nevada, navegaban hacia lasaguas más cálidas provenientes delestrecho y se derretían dividiéndoseen un centenar de pedazos blancos.

—¿Te he contado que me enteréde lo de tu padre? —preguntó Ida.

—¿Que te enteraste de qué?—De lo que le pasó a su tumba.

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Midas se quedó callado.Ida vio cómo un iceberg se

derrumbaba sobre sí mismo al entraren contacto con las corrientes quesalían por el paso. Se agrietó ydisolvió como las pompas de jabónen un fregadero.

—¿No te gusta hablar de lo quesucedió? A mí me pareció unahistoria terrible, pero me ayudó aentenderlo mejor.

—¿Entenderlo? —dijo Midas,aunque la palabra más bien sonó a unronco graznido.

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—A él. A tu padre.—¿Y para qué quieres

entenderlo?—Pensé que me ayudaría a

entenderte a... —Se interrumpió,pero ya era demasiado tarde.

—¿Creíste que conocer suhistoria te ayudaría a entendermemejor a mí? ¡Ni siquiera loconociste, y ya crees que soy igualque él!

—No es eso, Midas. Lo que pasaes que, como lo tienes tan presente,pensé que... bueno...

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Unas placas de icebergimpulsadas hacia el fondo por lascorrientes reaparecieron en lasuperficie mar adentro. Las olas lasgolpeaban y sacudían. La verdad eraque Ida sentía una especie de empatíapor el doctor Crook. Siempre lehabía pasado lo mismo: siempre lehabían interesado los hombrescohibidos, y siempre encontrabaargumentos para justificarlos. Debíade haber alguna explicación queexplicara por qué el padre de Midashabía dejado a su hijo una herencia

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de inhibiciones.—Lo siento —dijo.—No pasa nada —repuso él

negando con la cabeza—.Tú me has perdonado a mí

suficientes veces desde que nosconocimos...

—Ah, pero ¿esto funciona así?—replicó ella, riendo—. ¿Ahora yaestamos empatados?

—No, no. No quería decir... ¡Ay!—No pasa nada, Midas. Me

alegro de que estemos empatados.—Bueno, menos mal.

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—Sí... —Ida respiró hondo. Vioun frailecillo que saltaba al agua y seponía a nadar contra corriente—.Bueno, pues ahora voy a pedirte unfavor: dime qué te enseñó Henry enla ciénaga. Eso que ninguno de losdos quiere revelarme.

El frailecillo salió con esfuerzodel agua y se quedó descansando conla cabeza agachada sobre la rocadesde la que había saltado.

—No sé si... —dijo Midas,arqueando las cejas y resoplando.

—Dímelo —insistió Ida, alzando

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los ojos, exasperada.—Un cuerpo de cristal —dijo al

fin él, levantando las manos enactitud resignada—. Un hombre quese había convertido en cristal dearriba abajo.

—Vaya.Midas la miró. Estaba casi tan

blanca como los icebergs.—Lo siento —dijo.Ida negó con la cabeza. Le

impresionó cómo su amiga dedicabaun momento a afrontar el miedo, ycómo luego lo apartaba y seguía

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adelante. La joven dio unos pasoshacia él. Midas tuvo la impresión deque el espacio que los separaba sereducía de golpe; los copos quecaían alrededor parecían grandescomo plumas. El aire, salado, leirritaba los labios. Ella se acercó unpoco más, con la boca entreabierta.Él dio un paso atrás.

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Capítulo 25

Con la marea baja, las playas dearena fina estaban salpicadas deguijarros y conchas.

—Ya hemos llegado —anuncióel padre de Midas dejando su bolsaen la blanca arena—. Y hace un buendía.

Padre e hijo apestaban a cremaprotectora solar e iban vestidoscomo miembros de una sectaortodoxa, mientras que la madre de

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Midas llevaba su viejo vestido beigede tirantes. La mujer se agachó paradesenrollar una toalla desteñida. Elchico se arremangó y se desabrochóunos cuantos botones de la camisa.Su padre parecía cómodo con lacamisa almidonada metida por dentrode los pantalones. Sus zapatosdestellaban imitando el millar deintensos reflejos del mar colorturquesa.

En los acantilados, bajos ydesmoronadizos, había grietas ycuevas donde resonaba el eco.

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—No debes entrar ahí.Las cuevas parecían agujeros

hechos con dinamita en la pared de lafortaleza de tiza del acantilado. AMidas le encantaba cómo lassombras se encogían de miedo enellas.

—Pero, papá...—Es demasiado peligroso. ¿Ves

esos pedruscos repartidos por toda laplaya? Son trozos de acantilado quecayeron de repente, sin previo aviso.Sólo hace falta un eco para que sedesmoronen y te aplasten la cabeza.

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—¿Puedo mojarme los pies en laorilla? —preguntó el chico,cruzándose de brazos y mirando elmar.

Su padre negó con la cabeza.—No debes quitarte la camisa ni

los pantalones, porque te quemarás—aclaró—. Se te freirá la piel y sete pondrá roja. Y no debes mojarte laropa, porque el agua de mar estropeala tela, y tu pobre madre ya tienebastante trabajo. Tu pobre madre.Piensa en ella.

Midas la miró. Se había tumbado

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boca abajo en la toalla de playa, y elcabello, entrecano, le tapaba la cara.Cerca había un cangrejo muerto, conlas pinzas cruzadas sobre eldesteñido caparazón en un cómicogesto de piedad.

—¿Y esa roca? ¿Puedo subir aesa roca?

El padre de Midas siguió con lamirada el punto que el niño señalabacon el dedo. En las aguas pocoprofundas, donde las olas rompíansuavemente, había una roca de laaltura de una farola. Su padre se

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frotó el bigote.—Tendrás que darme tu palabra

de honor de que no llegarás hastaarriba. Y de que tendrás muchísimocuidado.

—Te lo prometo.El padre dio un bufido y se puso

a extender su toalla de playa azul; laagitó un poco y la posó suavementeen la arena, a cierta distancia de suesposa. Midas abrió su macuto ysacó la cámara, pequeña, plateada ycompacta, que le habían regalado porNavidad. Se enroscó la correa en la

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muñeca y empezó a desatarse loscordones.

—¿Qué haces?—Me quito los zapatos y los

calcetines para llegar hasta la roca.—¡Todavía no! —exclamó su

padre, riendo—. Primero tienes queleer un libro.

—Pero mira —replicó su hijoseñalando el cielo con gesto decongoja.

—¿Que mire qué? —preguntó supadre, desconcertado.

—El sol. Está justo ahí arriba.

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Por encima del mar.Le habría gustado explicarle que

la luz no tardaría en cambiar y que nopodía desperdiciarla, pero lo únicoque atinó a hacer fue señalar elhinchado disco solar.

Su padre sacó unos libros de subolsa y los dispuso en fila sobre laarena. Uno tras otro. El primer día desus vacaciones en la playa, cerca deGurmton, habían pasado toda unamañana en una librería mientras supadre hojeaba prácticamente cadauno de los volúmenes de todas las

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estanterías en busca de lo que élllamaba «los más pertinentes».

Tras poner su selección de librosen fila, preguntó:

—¿Cuál te apetece más?Midas, desesperado, señaló la

roca que estaba deseando escalar;una orgullosa gaviota blanca se habíaposado en lo alto y contemplaba elagua desde allí. De pronto echó avolar hacia el mar y, casiinmediatamente, se zambulló, parasurgir de nuevo en medio de un arcode gotitas.

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—Ondinas, sirenas yCapricornios. Me parece apropiado.—Su padre dio la vuelta al libro yleyó el texto de la contra— cubierta—: «Una inspiradora colección deensayos que examina las fantasías ylas pesadillas de los marineros.»Hum... ¿Qué te parece?

Midas bajó el brazo con queseñalaba. Se sentó y empezó a atarsede nuevo los cordones de loszapatos.

—¿Y éste? Más inmediato, quizá.Bajo su cintura, ¡perros! Éste te

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interesará, hijo. «Este espléndidolibro, que contiene doce ilustracionesa todo color, recorre la costa deGrecia en busca de Escila, elmonstruo mitológico a quien lahechicera Circe convirtió las piernasen perros.» Parece ideal para ti.

Midas se sentó y hojeó Bajo sucintura, ¡perros! mientras su padrelo observaba con orgullo. Pasó laspáginas de las dedicatorias y elíndice.

—¡No, no, no! —exclamó supadre agitando las manos—. Si vas

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derecho a las ilustraciones, pierdetoda la gracia. Debes mirarlascuando llegues a ellas, saborearlasuna vez tengas un conocimientocontextual.

Midas volvió a la primera página—un denso prólogo— y se quedómirando fijamente el texto, pero sinleerlo, hasta que su padre dejó deobservarlo y cogió su propio libro,un tocho de tapa dura. Al cabo de unrato, el chico pasó la página y fijólos ojos en la siguiente, levantandode vez en cuando la vista, hasta

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comprobar que su progenitor sehabía concentrado en su propialectura. Entonces se quitó los zapatosy los calcetines, se levantó y seescabulló de él; pasó al lado de suinerte madre y bajó a la orilla. Por elcamino encontró una rama fabulosa,torcida y más alta que él, que usó amodo de bastón de aventurero y conla que fue dejando tras de sí un surcoen la arena. Se metió en el mar ycaminó hacia la roca. El agua, fría ycristalina, chapoteaba alrededor desus pies. Pisó una concha afilada y

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reprimió un grito de dolor. Algo queparecía pelo le acarició los tobillos:miró abajo y vio unas espirales dealgas verdes enroscadas alrededorde sus pantorrillas. Cuando las sacódel agua le parecieron más pesadas yviscosas. El susurro de las olas ibaunido al olor a sal seca.

La rugosa superficie de la rocafacilitaba su escalada. Midas trepóhasta una parte donde había muchaslapas y se sentó con los piescolgando hacia su reflejo en uncharco que se había formado entre

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las rocas. Metió los pies en elcharco, caliente, para limpiarse laarena y los trozos de algas, peroenseguida los retiró al ver losnumerosos brazos color amapola deuna anémona que oscilaba entrezarcillos de alga color burdeos.

Miró hacia la playa. Su padre nose había movido, salvo para pasarlas páginas de su libro. Su madretampoco, y seguía tumbada bocaabajo, en la misma postura exacta.Midas la enfocó con la cámara y sepreguntó si sería feliz. Al menos allí,

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disfrutando del sol, parecíasatisfecha.

Esperó en lo alto de la roca, taninmóvil como sus padres, a quellegaran las fotografías. Sólo tenía uncarrete de más para todas lasvacaciones, y tenía que aguardar elmomento oportuno. El mar perdióparte de su lustre. El sol avanzó porel cielo. Siguió esperando, y en eltranscurso de tres calurosas horassólo tomó tres fotos. Luego, cuandola luz perdió intensidad, unmovimiento en una roca más alejada

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hizo que se llevara la cámara a losojos.

Al principio creyó que se tratabade algún tipo de ave marina, pero suvuelo era demasiado caótico. Salíarevoloteando de detrás de la roca yvolvía a ocultarse. Midas dedujo quetenía un punto de apoyo que no seveía desde donde estaba él, y esperócon la cámara sobre la rodilla, listopara cuando el pájaro salieravolando y entrara en su campo devisión. Cuando por fin lo hizo, fuetan deprisa que Midas sospechó que

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sólo habría capturado una manchaborrosa. Rezó frenéticamente a Diospara que le aumentara la velocidadde disparo.

Entonces el pájaro volvió aaparecer en su campo de visión, yMidas comprobó que era unalibélula. De la longitud de su puño yblanca como la nieve.

Cuando su padre lo llamó desdela playa, ya era entrada la tarde. Depie en la orilla, se protegía los ojosdel sol con un libro. Había subido lamarea, y alrededor de la roca el agua

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ya tenía varios palmos deprofundidad. Midas empezó aquitarse la camisa y los pantalones;luego envolvió con ellos la cámara,formando un hatillo que colgó delextremo del bastón para poderllevarlo por encima de la cabeza yavanzar con el brazo libre. Sedisponía a atar las mangas de lacamisa alrededor del palo cuandodistinguió algo que se movía bajo lasuperficie, impulsado por las olas.Era transparente, con un rebordevioleta y oscilantes tentáculos. Nunca

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había visto nada parecido. Se acercómás al agua...

—¿Qué haces, Midas?Su padre se paseaba arriba y

abajo. El chico metió el palo en elagua y sacó aquella cosa que flotaba.Al emerger, la cosa se combó: erauna masa pegajosa, desinflada, de laque chorreaban gotitas de agua.

—¡Mira lo que he pescado!Su padre se quedó petrificado y

dio un grito ahogado.—¡No toques eso, Midas! —Una

ola chocó contra sus tobillos, y el

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hombre saltó atrás, hacia la orilla,chillando.

La cosa resbaló del palo deMidas y fue a caer con un palmetazoal agua, donde se desenroscó congracia.

—¡Dios mío! ¡Pueden dejarteparalizado!

Había otras flotando en el agua,halos violeta que la luz hacíadestacar.

—¿Qué son?—¡Medusas! ¡Aguamalas!Midas trepó un poco más arriba

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por la roca, agarrándose bien a ella,y sin atreverse a mirarlas.

—¿Qué pasa si me ven, papá?¿Me volveré de piedra?

—¡Dios mío! ¡Midas!Durante un rato sólo se oyeron

las olas, y a un par de gaviotas queacechaban las aguas desde el aire.Entonces la madre de Midas echó aandar hacia el mar; la brisa agitabasu vestido. Arrastraba una tabla demadera ennegrecida de la quecolgaba un trozo de cuerda podrida.Cuando llegó a la orilla, siguió

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caminando; las pequeñas olasrompían contra sus piernas desnudas.Una vez que estuvo lo bastante cercade la roca, partió un trozo de maderade una esquina de la cuerda y lolanzó al agua. El trozo fue flotandohacia él, llevado por la corriente.Tras realizar esta prueba, la mujerempujó la tabla en el agua. Midasdescendió por un lado de la roca y,al pasar la tabla a su lado, metió elpalo por la lazada de la cuerda. Latabla pesaba, y tuvo que agarrarsecon fuerza a la pared de la roca para

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acercarla tirando de la cuerda.—¡Túmbate! —le gritó su madre

—. ¡Como un surfista!El chico vaciló, pues no podía

llevarse la ropa ni la cámara devuelta a la playa. Con gran pesar, laspuso en un saliente de la roca.

Se subió a la tabla de madera,que dio una sacudida y estuvo apunto de volcar. El agua espumeabaal pasar por encima de ella, y unamedusa cabeceó peligrosamentecerca. Midas se sujetó con fuerzamientras las olas lo arrastraban hasta

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la orilla. Sin embargo, cuando creíaque ya estaba fuera de peligro, oyóun sorbetón a sus espaldas y las olaslo impulsaron de nuevo hacia marabierto. Al ver que la tabla iba atraicionarlo, gritó y apretó lospárpados, resignado a sumergirse ymorir envenenado. Pero no sehundió. Cuando se atrevió a abrir losojos, estaban tumbándolo en la orilla,y su madre yacía a su lado, con elvestido empapado, de modo que elchico pudo ver su escuálido cuerpo yla vieja ropa interior. La mujer se

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mordía el labio y se tapaba los ojoscon una mano mientras con la otra sefrotaba una roncha que estabaformándosele en la pantorrilla. Supadre iba de un lado para otro comouna gallina asustada.

En el hospital pronosticaron quela parálisis de la pierna izquierdatardaría una semana en desaparecer.Pero nunca se le fue del todo, ydesde ese día su madre cojeaba.

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Capítulo 26

Un ave marina negra descendióen picado hasta el mar como unplumín que se moja en un tintero. Unbarco que iba dando sacudidas haciael horizonte, con los motoresresoplando, abría surcos de espumaen el agua. La carretera de la costatenía como cuneta el acantilado, yMidas temía tanto salirse de lacalzada que no apartaba la vista deella. Cuando Ida contempló la

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grisácea extensión del mar y vioasomar una cabeza provista de uncuerno, no pudo convencerlo paraque mirara hacia allí. La misteriosacriatura mantuvo el cuerno en alto,como si comprobara la dirección delviento con un dedo.

La carretera descendía. Dosgaviotas la cruzaron volando,dándose picotazos mutuamente enpleno vuelo, e Ida tuvo una visiónfugaz de sus ojos amarillos. El cocheno tardó en llegar a nivel del agua,donde las olas rompían cerca de la

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calzada y una rociada saladaempañaba el parabrisas. Un pocomás allá, el mar se alzaba por encimade ganchos de granito y se escurríapor los canales labrados en unasrocas planas y negras.

En el espejo retrovisor, laslúgubres siluetas de los montes sealzaban como omoplatos de gigantes.El paisaje que se veía a través delparabrisas, cuando no lo tapaba larociada marítima, era una llanura deroca marrón y canales de agua. Unpar de árboles arrastraban sus ramas

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por el suelo. Los matorrales,nudosos, eran tan oscuros queparecían sacados de una mareanegra.

Corrían todo tipo de leyendasacerca de Enghem, la finca de HectorStallows al norte de Gurm Island;circulaban desde que el perfumistacompró aquellas tierras, aconsecuencia del resentimiento porla repentina privatización de unafranja del paisaje.

Stallows había sido un magnatede la industria y había privado a

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algunos isleños de sus medios devida en nombre de la competitividad.No era de extrañar que tuviera famade conseguir siempre lo que seproponía. Ya se había retirado, y sedaba la gran vida; aseguraban que noconcedía ningún valor a su riqueza.Nadie entendía el motivo por el queen una ocasión había colgadoadornos de ámbar de los árboles delos bosques de Enghem, pero loslugareños sabían que aquellas tumbasde savia de antiguos insectos nopendían de las ramas de los árboles

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para deleitarlos a ellos. Se habíaproducido un incidente cuando unchico de Tinterl había robado unadorno —una sola muestra entrecentenares— de las ramas de unsauce. La noche siguiente, el jovendespertó con fuertes picores ycreyendo que se le había metido algoen el oído, porque oía un zumbidoconstante. Encendió la luz y llamó agritos a su madre (tenía diecisieteaños), pues las paredes y el techo,así como sus brazos y su pechodesnudos, estaban cubiertos de

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mosquitos. El cajón donde habíaescondido el adorno se hallabaabierto, y el adorno habíadesaparecido. O eso se decía.

Al cabo de un tiempo, elveleidoso Hector Stallows se cansóde contemplar el cálido resplandorde aquellas esferas doradas a la horadel crepúsculo, así que las cortó,embaló y vendió a un comprador deShanghai. En su lugar adquiriócuarzo (los vecinos vieron entrar porlas puertas de la finca unos camionesque transportaban bloques del

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tamaño de icebergs, mientras unoshelicópteros supervisaban lasmaniobras). Decían que hizo tallarabetos de cuarzo para los jardines desu casa, Enghem Stead. Recubrieronde cuarzo las paredes del edificio, ytallaron en ellas librerías con losnombres de los autores cincelados.Sus invitados del continente comíanen platos de cuarzo, sobre mesasasimismo de cuarzo.

Y un buen día, según contabanlos lugareños, vieron cómo todo elcuarzo salía de la finca: Stallows se

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lo había vendido a un coleccionistaruso. Mientras el mineral viajaba encamiones y cruzaba el archipiélagode Saint Hauda hacia los muelles deGlamsgallow, otros vehículos máspequeños viajaban en la direcciónopuesta, hacia Enghem. Prontoempezó a circular el rumor de queHector había comprado cientos decanarios, cacatúas y ruiseñores, peroque ninguno cantaba. Todo un aviariode pájaros mudos. Quienes habíanentrado en los jardines mencionabanun silencio sobre— cogedor: cientos

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de aves abrían y cerraban el pico sinque se oyera ni un solo trino nigorjeo.

La carretera pasaba por debajode una arcada de piedra,desmoronadiza y cubierta de hiedra.No había paredes, y la arcada sesostenía, sola, entre un pequeñogrupo de árboles. El terreno estaballeno de trampas para animales: en elsendero de entrada de la única casaque encontraron por el camino, Idavio un árbol del que colgaban lucesnavideñas y topos muertos. Más allá,

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la carretera torcía hacia el interior yzigzagueaba hacia terreno máselevado; desde allí, los últimoscabos del norte de Gurm Islandparecían huesos tirados al suelo porun adivino. En Enghem no había unalínea costera definida que separara latierra y el mar. Lechos de pizarra,ensenadas, pozas y riachuelos deagua salada componían el paisajeirregular de la costa. La marea subíay bajaba como un gigantesco peinegris. En algún lugar de aquel parajeestaban las cuatro bonitas casas de

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Enghem-on-the-Water, su destino.A Ida la emocionaba que Midas

hubiera estado dispuesto aacompañarla hasta allí. Pero ¿deverdad quería estar con ella, ojugaba a ser reportero gráfico y sóloiría con Ida hasta que se aburriera?La conversación que había mantenidocon Henry, y el veredicto de éste deque sólo resistiría en ese estallosemanas o meses, y no años, habíanacelerado los pensamientos de lajoven. Mientras viajaban en uncómodo silencio, el cerebro de Ida

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trataba de decidir qué hacer con surelación con Midas Crook.

El joven conducía con cuidadopor las peligrosas carreterasinvernales. Un patinazo inesperado alpisar una placa de hielo podía hacerque se sumergieran en una laguna oque se estrellaran contra un salienterocoso. Los faros del cocheiluminaron el cadáver verde grisáceode un lucio en medio de la calzada, yespantaron a un cuervo, que salióvolando y graznando.

Midas le había regalado otra

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muleta. Ida caminaba torcida, y eraevidente que necesitaba una si noquería sufrir un accidente, pero ellahabía bromeado proponiéndole quese la regalara por Navidad, para asíretrasarlo unas semanas más. Y unbuen día, él había aparecido con unpaquete largo envuelto en papelcrepé plateado, atado con un cordelde floristería y adornado con unramito de jacintos en forma deestrella. Al abrirlo, Ida se encontrócon un bastón de sauce, con nudosromboidales; era muy elegante, a

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diferencia de su otra muleta, tosca yresistente, de madera desbastada ylisa.

Miró a Midas de soslayo, concariño. ¿Acaso algo estaba naciendoentre ellos, o sería que habíamalinterpretado a Midas?

El sostenía el volante con firmezamientras conducía; sus nudillos y suscodos formaban ángulos muymarcados. A Ida le gustaba que lasmangas de la camisa le quedarancortas; llevaba los puños abrochadosy ceñidos alrededor de las huesudas

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muñecas, dejando ver su reloj deplástico de colegial. Midas semordía la cara interna de la mejilla.La nuez sobresalía en su cuello. Sehabía lavado el pelo esa mañana, porprimera vez desde hacía varios días,y lo tenía erizado formando unaespecie de corona negra.

Se preguntó cómo reaccionaríaMidas si estirase un brazo y lotocara; seguramente se estrellarían.Sin embargo, tenía que hacer algopara desencallar la situación, no enese momento, pero sí en cuanto se le

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presentara la primera oportunidad.De pronto la carretera bordeó un

terraplén arenoso y llegaron a unsendero nevado que conducía hastaEnghem-on-the-Water. Únicamentelas ventanas de la más grande de lascuatro casas estaban iluminadas: setrataba de Enghem Stead. Más allá,el mar entraba y salía, y cuando seaproximaron, Ida advirtió que todoslos edificios estaban construidossobre fuertes pilotes de madera paraque la marea alta pudiera pasar pordebajo. Las casas también eran de

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madera; los listones se hallabanpintados de blanco o azul pastel,aunque se veían desconchones y lastablas verdosas de debajo. Ida sabía,porque lo había oído decir en la isla,que sólo Enghem Stead estabahabitada. Hector había comprado laaldea entera para disfrutar deintimidad.

—A pesar de todo, es un sitio...con mucho encanto —comentó.

Carl los esperaba fumándose uncigarrillo en la terraza de EnghemStead. En cuanto hubieron aparcado,

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bajó los escalones, fue hasta el cochey ayudó a Ida a salir. Ella habríapreferido que Midas no hubierahecho caso a su instinto, se hubieraadelantado a Carl y la hubieraayudado, pero le tocó seguirloscargado con el equipaje. Desde allíse apreciaba mejor la vasta extensiónde la cala, una hendidura colosal enel blanco contorno de la colina. Eracomo si una noche el mar hubieraembestido la isla y la hubieraazotado hasta hacer retroceder lacosta varios kilómetros.

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Nevaba de forma intermitente.Subieron ruidosamente los escalonesde la terraza; Ida llevaba un brazoentrelazado al de Carl, y con el otroapretaba con fuerza la muleta que lehabía regalado Midas contra lamadera húmeda. La nieve medioderretida caía a puñados de loscanalones de la casa. A Ida se lesoltó un extremo de la bufanda, queel viento agitó, hasta que se lorecogió y volvió a enroscárseloalrededor del cuello. Un petirrojoque estaba posado en la barandilla

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echó a volar. Ida pensó que, para serun petirrojo, tenía el pecho muymarrón.

Tras un instante de espera, seabrió la puerta, por la que les llegóuna corriente de aire caliente queprecedía a una mujer de aspectosofisticado.

Emiliana Stallows tenía elcabello oscuro y un bronceadobastante natural pese a ser invierno.El rímel negro, la falda de cinturabaja y la blusa entallada contribuíana crear una nota refinada en la fría

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extensión de Enghem Cove. Eradifícil calcular su edad, pero noparecía que su belleza y su glamourhubieran empezado a desvanecersehacía mucho tiempo. Ida llegó a laconclusión de que no debía de haberalcanzado la cincuentena. Lablancura de su cuero cabelludodelataba que estaba comenzando aperder pelo.

La mujer entrelazó los dedos, conuñas negras como moscardas, ysonrió con simpatía a los reciénllegados.

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—Tú debes de ser Ida —dijo—.Y tú, el fotógrafo, ¿me equivoco? —Pestañeó moviendo sus oscurospárpados—, tendré que cuidar miimagen mientras estés por aquí.

Carl ayudó a Ida a entrar en unamplio recibidor encalado, con altotecho de madera y bombillas sinpantalla. De ahí pasaron a uncomedor con una rústica mesa demadera en el centro. Las paredesestaban pintadas de color hueso, ylos suelos de parquet se hallabancubiertos con alfombras grises.

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Midas dio un respingo cuando, alpisar un tablón, se oyó un largocrujido que resonó en la habitación.

—Tranquilo, no has sido tú —dijo Emiliana riendo—. Es la casa,que cruje con el viento. Con eltiempo te acostumbras.

Ida cerró los ojos y escuchó otrolargo crujido proveniente de lapared, parecido a la nota más baja deun violonchelo, y sonrió. Era unruido apacible, acorde con una casaconstruida a merced del mar.

—Ya sé que Enghem Stead

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parece desnuda y austera —sedisculpó la mujer—, pero es delgusto de Hector. Esta es la habitaciónen que recibo a mis invitados. Aquíestaremos más cómodos.

Sacó una llave de hierro delbolsillo de su blusa, la introdujo enla cerradura y abrió la puerta, quedaba a una estancia fresca que olía adelicias turcas. Amontonados sobrelas alfombras había gigantescoscojines azul celeste y dorado. Losazulejos de las paredes componíancomplejos dibujos norteafricanos de

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topacio y diamantes. En la chimenea,unos troncos que parecían dehojaldre se reducían lentamente acenizas.

Pero había algo que nofuncionaba, pensó Ida. La distanciaentre las paredes y la altura de lostechos anulaban la atmósferarelajante que Emiliana habíaintentado crear. Una habitación comoaquélla sólo podría haberse llenadocon cánticos u oraciones.

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Al poco rato estuvieroncomiendo cuencos de cuscúsaromatizado con hierbas, jamón deParma y chorizo color púrpura,aceitunas, pimientos y berenjenasrellenos de queso fundido y pantostado con aceite de oliva. A losdemás les sorprendió enterarse deque Midas jamás había probado nadade todo aquello.

—¿Qué sueles comer? —preguntó Emiliana mientras élperseguía una aceituna por su platocon el tenedor.

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—Palitos de pescado. Sopa desobre —dijo el joven, que logrópinchar la aceituna y se la puso sobrela lengua.

—¿Te gusta? —preguntó Carlcon la sonrisita preparada.

—Hum... —alcanzó a decirMidas, que se notaba la bocacolmada por un sabor ácido, como sihubiera besado a una serpiente.

Los otros llenaron sus platosmientras él, prudente, analizaba conrecelo los pimientos rellenos.Cuando se sirvió uno, unos

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filamentos de queso se extendierondesde la fuente hasta su plato. Olía acabra.

Entablaron una charla, aunque enrealidad hablaban los otros tresmientras Midas permanecía callado yperplejo escuchando las opiniones deEmiliana sobre cierta orquesta o lasde Carl acerca de un tipo llamadoHemingway. Cuando hubieronterminado de comer, Carl posó loscubiertos con aire ceremonial y dijo:

—Creo que todos los presentesagradeceríamos que se abordara el

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motivo de esta visita.—Tienes razón —convino Ida en

voz baja, ruborizándose—. Estamosaquí por mí. Qué diablos, quizá lomejor sería que me quitara las botas.

Emiliana se inclinó hacia delanteentre los cojines, estirando las largaspiernas ante sí.

Ida se agachó y, con dedosnerviosos, se desabrochó las hebillasy los cordones de las botas, queresbalaron suavemente, y empezó abajarse los calcetines.

La alfombra sobre la que estaba

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sentada tenía un dibujo parecido almapa de un laberinto. Sus pies sedeslizaban sobre el dibujo comolupas, deformándolo y convirtiéndoloen un laberinto tridimensional. Sólohabía transcurrido una semana desdeque Midas le vio los pies porprimera vez, pero el «. ristai habíaganado terreno. Los huesos delmetatarso, todavía visibles entonces,ahora se habían desvanecido en lamasa Iransparente de los pies. Unosfilamentos de sangre sedesdibujaban, como algodón

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deshilachado, alrededor de sustobillos. Los talones, que la semanaanterior todavía conservaban la piel,eran un bulto duro con el interior deun blanco nebuloso. Por lo demás,los pies ya eran completamente decristal. Al final de las pantorrillas ylas espinillas se veía latir lasabultadas venas, como si la sangre seapresurara a evacuar esa parte de sucuerpo en previsión de lo que seavecinaba. El vello de la parteinferior de las piernas temblabacomo el de la nuca al erizarse.

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Midas se percató de que aquellospies inanimados ya no formabanparte de su amiga. De pronto, todoslos sabores extraños de la cena deesa noche se agolparon en sugarganta. Aquellos bloques decristal, pese a tener una formadelicada, eran miembros amputados.

Se oyó crujir el suelo del piso dearriba.

Los otros no se habían movido nihabían hecho ruido alguno, conexcepción del sonido de los labiosde Emiliana al separarse. Por su

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cara, parecía como si hubiera oído lanoticia de un dolor desgarrador. Elasombro paralizó su cuerpo y dioexpresión de perplejidad a sus ojos.Midas se sorprendió, porque, segúnCarl, la mujer había visto un casoparecido con anterioridad. Idarompió el embrujo poniéndose denuevo los calcetines, y entoncesEmiliana, entrelazando los dedos,dijo:

—Ida, haré... cuanto esté en mimano por ayudarte.

Carl asintió con la cabeza, como

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un juez sabio y anciano, y dijo:—Ve a buscar la película de

Saffron Jeuck.—¿Estás seguro de que no

prefieres esperar a mañana, Carl? —repuso Emiliana, consternada—. ¿Irpoco a poco?

—No te preocupes por mí —intervino Ida—, no hace falta. Estoypreparada.

—Es que...Cuando Carl la miró con el ceño

fruncido, la mujer alzó ambas manosy cedió:

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—Como queráis. Voy a buscarlas cintas.

Cuando Emiliana salió de lahabitación, Ida suspiró y se l>asó unamano por el cabello. Carl la cogiópesadamente del hombro y le diounas palmaditas mientras Midas loobservaba con resentimiento. Eljoven suponía que lo que iban a verles haría tomar conciencia de loespantosa que sería la transformacióncompleta de Ida en cristal.

Emiliana regresó con dosenormes cintas de vídeo antiguas y,

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sin mirar a nadie a los ojos, introdujola primera en el magnetoscopioconectado a un pequeño televisor.

Incómodos y en silencio,aguardaron a que la cinta se re—bobinara, mientras oían el débilrunruneo del mecanismo del aparato.Los crujidos de la casa parecían uneco magnificado.

—Bueno —dijo Emiliana cuandola cinta llegó al principio con unchasquido. En la pantallaaparecieron unas franjas blancas, yde pronto una imagen temblorosa.

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De pie en un campo color sepia,una chica entornaba los ojos, con unamano a modo de visera paraprotegerlos ilei sol veraniego.Seguramente el cielo era de un azulultramarino el día que se habíanfilmado aquellas imágenes con unatemblequeante cámara de mano, perola calidad y la antigüedad de lapelícula habían saturado el tonohacia el verde. Unos hilillos desuciedad parpadeaban sobre lassecuencias.

«Muy bien, Saffron —dijo la voz

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de Emiliana, en la grabación, detrásde la cámara—, levántate lacamiseta.»

Saffron llevaba unos pantalonescortos blancos que dejaban aldescubierto sus rellenitos muslos.Tendría unos dieciocho o diecinueveaños y, a juzgar por su corte de pelo,aquellas secuencias se habíanfilmado seis o siete años atrás. Lachica se recogió la camiseta y lafrunció hasta debajo de sus pequeñospechos. Ida miró con recelo a Carl,pero en ese instante él se levantó de

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un brinco y apretó el botón de pausa,señalando la pantalla.

—¿Lo veis? —dijo conentusiasmo—. Miradle la cintura.

Una franja que parecía unaespantosa cicatriz recorría todo elabdomen de la joven, pero losdetalles no podían apreciarse a causadel temblor del congelado de laimagen y de las interferencias quedescendían sobre la pantalla.

—Ahora se ve mejor —dijo Carlal tiempo que apretaba de nuevo elbotón.

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«Aguántatela así», decía la vozde Emiliana en la grabación. Lacámara, insegura, se acercaba más aSaffron.

Desde esa distancia, el vientre deSaffron parecía cubierto de manchas.Las imágenes no permitían calcularla profundidad, pero el abdomen,enrojecido, parecía un poco hundido,como si la chica estuvieraconteniendo la respiración. Depronto Midas comprendió que lasuperficie de su vientre se habíavuelto de cristal. Su abdomen era una

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pantalla transparente que mostrabalos músculos y órganos internos,aunque en el vídeo era difícildistinguir los detalles. Ida se habíatapado la boca con una mano. Depronto Midas lamentó que Carl nohubiera hecho caso a Emiliana y noles hubiera enseñado la película porla mañana, cuando la luz naturalhabría atenuado el dramatismo de lasimágenes y quizá los habríareconfortado.

Ida se inclinó hacia delante,juntando las yemas de los dedos de

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una y otra mano, y con los labiosfruncidos, concentrada en la pantalla.La sombra de Saffron sobre el campode maíz formaba una estelaamarillenta. Se oía el inquietantecrepitar de los sonidos grabados.

Carl volvió a detener el vídeo yextrajo la cinta.

—¿Dónde está la otra, Mil? Laque filmaste después de tratar aSaffron.

Emiliana la tenía sobre el regazo,pero, en lugar de dársela a Carl,fingió un bostezo y dijo:

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—Estoy agotada. ¿Por qué no lavemos mañana por la mañana?

Midas se lo agradeció.—No —se opuso Carl—. Ida

quiere acabar con esto cuanto antes.Ida, por su parte, tenía la mirada

fija en la pantalla del televisor. Suexpresión era indescifrable.

Carl cogió la cinta del regazo dela mujer y la introdujo en elmagnetoscopio. Esperaron de nuevoa que se rebobinara; mientras, Carltamborileaba con los dedos en lasuperficie del aparato. Se oyó un

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chasquido, y la cinta empezó aavanzar. Una vez que desaparecieronlas interferencias, la imagen se fijóen una escena de interior, aunquehabía una ventana abierta por la quese veía un huerto de árboles frutales;era otoño, y el terreno estabacubierto de hojas. La luz, tenue, nopermitía distinguir bien a SaffronJeuck, que estaba sentada en unamecedora junto a la ventana, con unamanta de cuadros escoceses sobre elregazo. Era imposible saber dóndeterminaba su cabello, recogido en un

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moño tenso, y dónde empezaba lasombra de su mecedora.

«¿Cómo te encuentras, Saffron?»,preguntaba Emiliana en la grabación.

Saffron tardó una eternidad endesviar la mirada del margoso huertoy fijarla en la cámara. El grano de lapelícula era demasiado grueso paradefinir bien sus pupilas, pero Midassupo que estaban clavadas en elobjetivo. La chica no contestó a lapregunta, sino que se limitó a girar lacabeza. Midas se mordió las uñasmientras los demás miraban

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atentamente el vídeo. Él siemprehabía pensado que había un punto enque una fotografía se convertía enalgo parecido a una lápida. En lasfotografías de los muertos seapreciaba una distancia de la quecarecían las fotografías de los vivos.Intuyo que la chica que aparecía enaquella cinta estaba muerta.

—Hum... —murmurótímidamente—. Saffron todavía vive,¿verdad?

—Pues claro —le espetó Carl—.¡Chist!

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En la película, Emiliana, detrásde la cámara, repetía su pregunta:

«¿Cómo te encuentras?»Saffrondespegaba los labios y respondía:

«Fatal.»«¿Puedes levantarte la blusa?»Poco a poco, los dedos de la

chica salían de debajo de la mantaque tenía sobre el regazo,desabrochaban la blusa y la abrían,despacio, y entonces la cámara leenfocaba el abdomen, como en lacinta anterior.

Midas reparó inmediatamente en

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dos cosas. La primera, que el cristalno parecía haberse extendido nihundido en el vientre más que en elvídeo anterior, correspondiente alverano. Y la segunda, que cadacentímetro de piel visible alrededordel borde del cristal era de un rojointenso que desentonaba con la tenueluz diurna y con la calidad de lasimágenes. La chica tenía el vientrecon ampollas, amoratado y, enalgunos sitios, despellejado, como sila hubieran azotado.

«¿Está peor?», preguntaba

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Emiliana en la grabación.«El cristal no», contestaba

Saffron, y volvía a girar la cabezahacia el huerto.

«¿Estás preparada para otracataplasma?»Saffron respirabahondo, pero en el momento en queexpulsaba el aire, el viento entrabapor la ventana abierta, y traíaconsigo unas hojas muertas yenroscadas que quedabandepositadas sobre la alfombra, demodo que resultaba difícil discernirsi lo que se había oído era el ruido

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del aire al entrar en los pulmones deSaffron o sólo el susurro de lacorriente. Fuera como fuese, a travésde la placa de cristal del abdomen dela chica se veía cómo se le llenabande aire los pulmones.

Y entonces la cámara de vídeo seapagaba.

Carl extrajo la cinta delmagnetoscopio, pero Ida siguió conla vista fija en la pantalla. Midasreconoció esa mirada distante quetantas veces había visto en la cara desu madre.

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Una mirada que indicaba que lapersona estaba distraída. Sin duda,Ida debía de hallarse muy lejos,mucho antes de que empezara elvisionado.

Los otros esperaron a quereaccionara. Al cabo de un iato, ellapreguntó:

—¿Cataplasmas?Emiliana carraspeó, pero, como

no respondió, Carl se encargó deexplicárselo:

—En realidad, todo surgió de laidea de hacerse el muerto. ¿Por qué

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no le cuentas en qué consistía eltratamiento que le aplicaste aSaffron, Mil?

La mujer, incapaz de disimular suabatimiento, desvió la mirada deCarl a Ida, y dijo:

—¿Y si lo dejamos para mañana?Carl puso los ojos en blanco.—Mañana podemos empezar a

aplicar el remedio, Mil.—Está bien. —Emiliana clavó la

mirada en los platos vacíos y en lasfuentes aceitosas de la cena—. Todoempezó a raíz de una sugerencia del

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padre de Saffron. Era amigo de unamigo mío, pero vino a vermeporque, en aquella época, yregentaba un pequeño negocio demedicina alternativa. Siempre mehabía interesado, y Hector me ayudóa montar un propio consultorio. Miespecialidad eran los remedios parala fiebre del heno, y así fue comoconocí a Saffron y a su familia. Ellosya habían concebido la idea; sólobuscaban a alguien que pudieraponerla en práctica.

—Tienes que explicarle lo del

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pájaro en el tarro —dijo Carl, dandopataditas en el suelo.

Emiliana asintió y carraspeó.—El señor Jeuck me trajo un

pájaro en un tarro. Llevaba muchotiempo muerto, y su aspecto erahorrible, porque estaba muy malconservado. Pero tenía la cola decristal; un hermoso abanico deplumas perfectamente dibujadas,mientras que todas las demás sehabían podrido y desmenuzado.

Había comprado aquel pájaro,por el que había pagado una suma

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importante, a una anciana viuda deGlamsgallow, ya que constituía unaprueba de que su idea podíafuncionar. La viuda le habíaexplicado que el ave había muertoporque, dada su condición, no podíaalimentarse bien. Lo que le habíallamado la atención al señor Jeuckera eso: el estado en que habíaquedado el pájaro significaba que elcristal no seguía extendiéndosedespués de producirse la muerte.

Midas cerró los ojos y pensó enel cadáver de cristal que Henry le

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había mostrado en la ciénaga.—Pues bien, mis remedios para

la alergia eran muy sencillos. A basede miel. Las abejas de las islasayudan a curar la alergia producidapor el polen de aquí. Así que...Saffron y su familia me propusieronbuscar un remedio de la región,aunque, desde el momento en que lachica entró por la puerta de mi casa,supe que su aflicción era mucho peorque la alergia al polen...

—La respuesta era hacerse elmuerto —la interrumpió Carl—. El

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método que proponían era sencillo,pero seguramente fue la idea másbrillante que un hombre como Jeucktendría en toda su vida: paralizar lostejidos que estaban en contacto conel cristal, convertirlos en tejidosmuertos. Y la familia Jeuck ya habíapensado cómo conseguirlo.

—¿Cómo?—Con las medusas del

archipiélago de Saint Hauda.—Medusas —murmuró Ida.Midas pensó en la cojera de su

madre.

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Carl dio una palmada y prosiguiócon entusiasmo:

—Emiliana preparó unascataplasmas de medusa, las calentó yaplicó a Saffron en la barriga. Sesometió a ese tratamiento durantetodo el verano, y como habréispodido comprobar —añadióseñalando la pantalla con ademánteatral— dio resultado. Eltratamiento paró la extensión delcristal, lo venció con sus propiasarmas. Y todo gracias a Emiliana.

La mujer sonrió con nostalgia.

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Ida cerró los ojos.Los demás aguardaron.—Parece doloroso.—Consúltalo con la almohada —

propuso Emiliana.—No me importa que sea

doloroso —replicó Ida, negando conla cabeza—. Vale la pena probarlo.

—Así me gusta —dijo Carl—.Ahora te dejo que te acuestes.Deberíamos empezar mañana por lamañana.

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Esa noche, Midas tardó enconciliar el sueño. El insomnioestaba provocado, en parte, por lacama de matrimonio de la habitaciónde invitados, mucho más grande yblanda que el duro colchónindividual en que dormía en su casa.También colaboraban los gemidosque el viento arrancaba a la casa, yel constante entrechocar de guijarrosen la playa que el mar no paraba deremover. Pero sobre todo se debía ala idea de que Ida dormía en otrahabitación de la casa, y a la del dolor

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que aquel esotérico remedioseguramente le produciría. Alpensarlo, se le debilitaban lasrodillas y sus pies increíblementeparecían no responder a sus piernas.

Se tumbó sobre un costado y sequedó mirando la luz de la luna, queentraba, sesgada, por debajo de lasgruesas cortinas. Se dio cuenta deque al final se había dormido cuandolo despertaron unos golpecitos en lapuerta. Se incorporó con rigidez; lapuerta se abrió e Ida entró cojeandoy esbozando una mueca cada vez que

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apoyaba la muleta en el suelo. Porsuerte, Emiliana y Carl descansabanen sendos dormitorios del piso dearriba, hacia el otro extremo de lacasa.

—No puedo dormir —susurróIda.

—Yo tampoco. —Midas se frotólos ojos—. Bueno, ahora mismoestaba durmiendo, pero he pasado unbuen rato despierto.

—¿Has visto lo que está pasandofuera? —le preguntó Ida, que sehabía acercado a la ventana. El negó

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con la cabeza—. Levántate.Como en aquel dormitorio hacía

calor, Midas se había acostado encalzoncillos. Al reparar en esedetalle, se quedó sentado sujetandola colcha blanca sobre su escuálidotorso. Ella no llevaba pijama nicamisón, sino el abrigo sobre unjersey de lana estampado.

—Miraré hacia otro lado —aseguró Ida riendo— para quepuedas guardar las formas.

Él recogió la ropa que habíadejado amontonada a los pies de la

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cama y se vistió mientras Idadescorría las cortinas. Luego sereunió con ella junto a la ventana. Enla cala, la luna arrancaba destellos alagua, y bajo las suaves olas se veíadanzar unas luces tenues. Midas pególa cara al cristal y vio que aquellasluces parpadeaban como las llamasde las velas.

—Midas, ¿te acuerdas de lanoche que te quedaste a dormirconmigo en casa de Carl? Oímosulular a un búho.

—Sí, lo recuerdo.

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—Me preguntaste si me apetecíasalir a pasear por el bosque. Queríasbuscar aquel búho. Y te dije que medaba miedo tropezar. Bueno, pues...lo dije porque todavía no te conocíabien. No sabía si estaría a salvocontigo en el bosque. Ahora ya séque cuidarías de mí. Vayamos a verlas luces.

—¿Qué dices? ¿Ahora?—Sí. Va, ponte el abrigo.Midas obedeció y salió de la

habitación detrás de Ida. Caminabandespacio, en parte para hacer el

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menor ruido posible, y en parteporque a ella no le quedaba másremedio. Tuvo que sentarse y bajarlos escalones con cuidado mientrasMidas le llevaba la muleta.

Encontraron el camino hasta laterraza de madera, donde seapoyaron en la barandilla paracontemplar la marea alta, que semovía entre las casas construidassobre pilotes de Enghem-on-the-Water convirtiéndolas en arcas. Lasvigas pintadas de colores sereflejaban débilmente en la

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superficie acuática, y se confundíancon las débiles y múltiples luces quebrillaban debajo. Un ejército demedusas había llegado dotando conla marea. Se distinguían una o dosgrandes como velas, cuyos cuerposondulaban a sólo unos centímetros dela superficie, con tentáculos que seagitaban igual que banderines alviento. Las más pequeñas, deltamaño de dedales, tenían crestas deventosas violeta. Había una esferagigantesca que brillaba más que lasotras y cuyo cuerpo despedía una

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nebulosa de luz dorada, como si sehubiera tragado un ángel.

Muy cerca de la terraza flotabaun enjambre de más de un centenarde medusas del tamaño de farolillos.Ida dio un grito ahogado al ver queuna de ellas chisporroteaba y emitíauna luz amarilla, como el destello deuna bombilla defectuosa. Otramedusa provocó también unchispazo, éste de color rosa. Otra seiluminó a mayor profundidad, rojacomo un coágulo de sangre. La mareagolpeaba los pilotes de Enghem

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Stead.Una medusa destelló y

permaneció encendida: unallamarada amarilla cabeceando en elagua. Su emanación despertó lasluces de sus vecinas. Sus cuerposchisporrotearon, y las chispas seconvirtieron en resplandorescontinuos: amarillos, rosa, carmesí yazul verdoso. El efecto fue rebotandopoco a poco por la cala hasta que elagua adquirió un resplandormulticolor. Los colores, alrefractarse, hacían relucir las

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fachadas de las casas.Midas e Ida permanecían en

silencio, inclinados sobre labarandilla. Él se fijó en lo cerca queestaban sus manos de las de Ida, y nose apartó.

—Imagínate vivir en un sitio así—comentó ella—, donde pudierasver esto todas las noches.

Midas se lo imaginó. Vivir en unlugar remoto, los dos solos; y sumente se serenó, como si todas suspreocupaciones pudierandesaparecer sólo con contemplar esa

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idea. Se sintió tranquilo apoyado enla barandilla con Ida, contemplandoaquel mar incandescente. Sequedaron así, codo con codo, con elrostro iluminado por el resplandoracuático, otros diez minutos. Luegolas medusas se oscurecieron enrápida sucesión, como si algo nadarapor el agua apagándolas de un soplo.

Unas horas antes, cuando habíallevado el equipaje del coche a lacasa, Midas se había puesto celoso

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al ver a Ida y a Carl del brazo. Poreso, cuando volvieron dentrodespués de que la última medusa sehubiera apagado, dejando sólo laluna decorando la noche, susurró:«Te... ayudo a subir la escalera.» Alprincipio, estaba demasiado ocupadodisfrutando de la sonrisa de gratitudde Ida para darse cuenta de lamagnitud del ofrecimiento queacababa de hacer. Pasó el peso delcuerpo de una pierna a la otra.

¿Cómo iba a ayudarla a subir sintocarla?

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Ella lo siguió hasta el pie de laescalera y le dio las muletas.

—Vale —dijo él soñando conascensores, escaleras mecánicas ypoleas.

Ella lo cogió por el brazo yapoyó la otra mano en el pasamanos.Entonces él notó que lasarticulaciones se le ponían rígidas.Le llegó una ráfaga del olor de Ida,un olor alpino, como de vértigo.Tuvo la sensación de que la mangade su camisa se almidonaba por artede magia.

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Hasta que llegaron al final de laescalera, el codo de Midas fuerozando todo el rato el costado y lapiel de su amiga. El calor del cuerpode Ida hizo que a él le resbalarangotas de sudor por el brazo. Ella nose percató de nada; parecía absortaen sus pensamientos.

Al llegar arriba, Midas trató desoltarla bruscamente, pero ella seaferró a él.

—Ya estamos —susurró Midas.—Ayúdame a llegar hasta mi

habitación.

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El trató de tranquilizarse yllegaron al dormitorio de Ida. Yadentro, cuando por fin ella le soltó elbrazo, Midas se apoyó contra lapared.

—Bueno... —Midas se enjugabala frente con un pañuelo—. Supongoque ahora veremos medusas más amenudo.

—Creo que esta nochedeberíamos olvidarnos de losremedios —dijo ella, suspirando.

Eso lo desconcertó, pues él habíapensado que aquel hermoso

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espectáculo contribuiría a que Idaviera más cercana la posibilidad decurarse. Pero ella clarificó las cosascuando le puso suavemente una manosobre el pecho. El corazón de Midasempezó a latir con fuerza, como siintentara apartar aquella mano. Ellaladeó la cabeza y acercó la carahacia él. Tenía los labiosentreabiertos, a sólo un par decentímetros de los de Midas.

Él se apartó hacia un lado de unbrinco y se puso a farfullarexplicaciones de por qué sería mejor

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que se marchara y la dejara dormir,que era lo que necesitaba. Ida sesentó en la cama y desvió la mirada.A Midas le habría gustado que laspalabras hablaran solas. Como nopasaba nada, se escabulló de lahabitación y cerró la puerta.

Antes de llegar al pie de laescalera se detuvo. Le habría gustadobesarla, pero ahora que se habíapresentado la ocasión, habíaapartado la cabeza de una sacudidacomo si sus nervios fueran una brida.Recordó a su padre repeliendo los

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abrazos de su madre y sintió unrepentino arrebato de odio hacia lafigura paterna. Se preguntó cómopodías alterar tus reaccionesinstintivas cuando tu cuerpo anulabatu control con la misma fuerza queempleaba para hacerte retirar lamano de una superficie ardiente oapartarte de un coche a punto deatropellarte. Se asió la cabeza conambas manos y apretó con fuerza lospárpados.

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Al principio, Ida se planteóvolver a acostarse, pero comprendióque no lograría dormir, así quedecidió darse un baño. En elcontinente le gustaba bañarse conagua muy caliente de madrugada.

En una esquina del techo delcuarto de baño colgaba una araña,con las patas encogidas como siabrazara una gota invisible contra eltórax. Mientras se desnudaba yesperaba a que la bañera se llenara,se imaginó a la araña paseándose porsu cuerpo desnudo, y le dieron ganas

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de aplastarla contra la pared. Nuncala habían asustado las arañas, y nopensaba empezar a tenerles miedo aesas alturas. Pero le molestaba queaquellos animales diminutos fuerantan ágiles mientras que sus piesparecían anclas. «La anguila Ida»:así la llamaba Carl cuando iban abucear juntos.

Seguramente sólo envidiabaaquel octeto de patas.

Probó el agua y se metió en labañera. El vapor la envolviómientras se frotaba la barriga con una

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pastilla de fragante jabón hasta hacerespuma. Bajo la superficie jabonosa,sus cristalinos pies eran sólo unasmasas borrosas. El agua que lecubría los dedos parecía máscaliente de lo que en realidad estaba;de hecho, parecía hirviente como unalaguna volcánica. Se acordó de losgéiseres cuya rociada la habíaenvuelto cuando había recorridoIslandia en autoestop. Al sacar delagua los dedos de los pies, por losque resbalaban innumerables gotitas,le pareció que pertenecían a un

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paisaje rocoso de minerales todavíaen proceso de formación. No lescorrespondía estar al final de suspiernas.

Levantó un poco más las piernas,hasta sacarlas de la bañera. Tenía lapiel espantosamente blanca; la de lasespinillas era de un blancoparticularmente opaco. Cuando Carlla había ayudado a entrar en EnghemStead, se había golpeado una piernacontra el borde de una puerta. No sehabía quejado en voz alta —sólohabía sofocado un grito, que Carl no

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había llegado a oír—, y había miradoa Midas para que la tranquilizara(pero éste se hallaba atándose loscordones de los zapatos). Había sidoun golpe muy flojo, pero en la parteexterior de la rodilla donde lo habíarecibido había aparecido un cardenaldel tamaño de una huella dactilar. Noera azul, sino gris pizarra. Al tocarlo,comprobó que estaba duro como lapiedra.

La araña estiró tres patas a lavez. Tranquilamente.

«Qué estúpido eres, Midas.»

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El agua de la bañera estabademasiado caliente. Ida abrió el grifodel agua fría. Al poco rato, se habíaenfriado demasiado. Maldijo en vozalta y, con cuidado, se apartó unpoco para poder sentarse en el bordede la bañera, decidida, de pronto, aseguir tan sucia como fuera posible.El sudor y la piel muerta eran loúnico que la mantenían entera, loúnico que le proporcionaba lacerteza de tener un cuerpo dondehabitar. Le gustaba que la piel setensara al enfriarse, y que se le

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erizara el vello de los brazos. Lasgotas resbalaban por sus muslos yexploraban sus rodillas, pero másabajo no notaba las piernas. La pielde las espinillas ya tenía aquelblanco glaseado, el primer estadio dela transformación. Era curioso cómoagradecía la piel de gallina y lospicores, las quemaduras y losarañazos. Deseaba todo eso. Queríasufrir dolor de espalda y artritis,quedarse sorda y volverse loca sieso implicaba que podría seguir convida el número de años suficientes

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para padecer todos esos males.Se secó el cuerpo con brío y los

pies de cristal con suaves toquecitos.Echaba de menos a Midas, pese aque él debía de estar cerca,mortificándose por aquel besofallido. Era un idiota por pasarse lavida dándole tantas vueltas a todo.Ida cogió las muletas y, condificultad, entró en su dormitorio,donde se puso el camisón.

Sus pies brillaban bajo la débilluz.

Apagó la lámpara y se acostó. Le

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gustaba la oscuridad, pues a oscurasno podía distinguir de qué estabanhechos.

Lo único que notaba era suausencia.

Pensó en los labios de Midasacercándose a los suyos yapartándose en el último momento.Pensó, de repente, en cuánto habíainvertido en él. Si le faltaba pocopara quedarse inmovilizada, mitadmujer y mitad ornamento, pronto nopodría tener relaciones sexuales;quizá ni siquiera fuera capaz de

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sentir pasión. Le entró pánico alpensar que, sin darse cuenta, habíaescogido a Midas como últimoromance de su vida, y que él iba atardar demasiado en confiar en ella.Ida también quería conocerlo yentenderlo mejor, pero no la atraía laperspectiva de dormir sola allí, enuna cama extraña, y necesitaba uncuerpo cálido a su lado, algo que ledemostrara que estaba viva. ¿Podríadárselo él?

Mientras sus pensamientos setransformaban en sueños, Ida fue

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convirtiendo los sonidos nocturnosde la casa y los radiadores enresoplidos de reses con alas depalomilla.

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Capítulo 27

Los campos y las laderas de losmontes, blancos, resplandecían. Laluz que entraba por la ventana teñíala mejilla de Midas y lo despertósuavemente, como una amante.

El grueso edredón resbaló de supecho cuando se incorporó y se frotólas sienes. Todavía llevaba puesta laropa de la noche anterior; se sentíaentumecido e incómodo. Lo últimoque recordaba era haber recorrido el

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rellano tambaleándose, agarrándosecon fuerza al pasamanos, ebrio devergüenza. Abochornado, soltó ungruñido, se frotó la barbilla sinafeitar y se levantó de la cama.Desde su habitación se veían unosriachuelos oscuros dejados por lamarea. Sobre la ventana se habíaformado una concertina decarámbanos de hielo.

Salió de su habitación y recorrióel pasillo hasta una ventana de lafachada delantera con vistas alinterior de la isla. La noche anterior,

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cuando conducía hacia allí, ibademasiado concentrado en lacarretera para fijarse en los cambiosdel paisaje. Al este y al oeste habíacampos espolvoreados de nieve, yjusto enfrente, una lengua de bosquese extendía hacia la casa, lo que leextrañó, pues no recordaba habervisto ni un solo árbol en el últimotramo del trayecto. Era como si elbosque hubiera avanzadosigilosamente hasta Enghem Stead alamparo de la noche.

Bebió un vaso de agua, se

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desperezó, salió afuera y echó aandar por la nieve, ajustándose lacámara por el camino. Unas nubesligeras se arracimaban, de modo quetendría que aprovechar la luz antesde que la secuestraran. Se internó enel bosque, donde los tallos de lasplantas asomaban entre los troncos ylas ramas entrelazados de losárboles. Un cuervo graznó y sedeslizó por la rama donde estabaposado.

Aunque no se había encontradocon nadie al salir de la casa, había

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oído a Emiliana hablando porteléfono en la cocina. Sin hacerruido, había pasado por delante de lapuerta, que estaba cerrada, pues nopodía desperdiciar aquella luz, ytampoco creía que los demáspudieran entenderlo. Mejor quecreyeran que seguía durmiendo.

Al tratar de salir de EnghemStead se había equivocado y habíaacabado en una habitación dondesólo había una chimenea con cenizas,un sillón y una mesa de centro sobrela que alguien había dejado un

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periódico de economía abierto. Alvolverse, había tropezado con uncuadro de más de tres metroscolgado de la pared: era el retrato deHéctor Stallows, con traje yexpresión ceñuda, barba negra y lasmejillas picadas de viruela. Lapintura estaba aplicada con pocaspinceladas, y tenía cerca de unadécada, pero no era difícil imaginarlo que el tiempo debía de haberobrado en aquel personaje. Hectordebía de tener arrugas aún másmarcadas en la frente, y majestuosos

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destellos plateados en el cabello. Lafina capa de pintura de la pared de laque colgaba el lienzo se habíaagrietado, y esas grietas se habíanramificado por el muro, de modo queel cuadro parecía colgar de un árbol.

Mientras caminaba hacia elbosque notando el crujir de la nievebajo sus pisadas, trataba de olvidarsu bochorno. «Ida intentó besarme»,dijo en voz alta, como si quisieraentenderlo. Y no había sido capaz dedevolverle el beso. Confiaba en que,allí en la espesura, podría confinar

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temporalmente su bochorno y el deella en un rincón de su mente con ladistracción que le depararía la tomade posibles fotografías.

Vio una hoja blanca atrapadaentre agujas perennes: se trataba deuna composición exquisita, así que seacercó para fotografiarla. De prontola hoja voló hasta otra rama,provocándole un respingo. Entoncescomprendió que se trataba de unpájaro del tamaño de un carrizo deplumaje blanco. Al aproximarsecámara en ristre, una ramita crujió

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bajo su pie. El pájaro echó a volar yse alejó piando, para posarse unpoco más allá en otra rama. Midasesperó a que sus nervios se calmarany entonces, despacio, trepó a unárbol para conseguir un ángulomejor. Haciendo caso omiso de lasramitas que lo arañaban, subió por untronco que se bifurcaba y se metióentre dos ramas. La corteza,rebozada de nieve, estaba fría yhúmeda.

El pájaro miraba, nervioso, hacialos lados. Midas escudriñó el

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entorno buscando alguna amenaza,pero sólo vio infinidad de troncosgrises. Se pasó la lengua por loslabios y preparó el encuadreapoyando la cámara contra el árbol.Otra ramita crujió. Se desprendió unpoco de nieve.

La foto podía quedar bien: lasplumas del pájaro, inmaculadas,destacaban sobre la corteza terrosa.Valoró la composición, acercó unpoco más la imagen, y cuandoacababa de disparar se fijó en que elpájaro, segmentado por la cuadrícula

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del visor, tenía los ojos blancos.Algo le golpeó en un zapato.Cayó del árbol dando un grito y,

asustado, se revolcó en la nieve,acercando su cámara al pecho paraprotegerla.

Un individuo alto y despeinado,con barba mal cortada, estabainclinado sobre él, apoyado en unbastón realizado con un colmillo denarval pulido. Llevaba un traje colorcarbón y arrugado, en cuyas arrugasse habían quedado enganchadasalgunas hojas, como si hubiera

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dormido acurrucado en plenobosque, y en el que se veían manchasde barro seco hasta la altura de lasrodillas. Tenía el cabelloapelmazado en mechones queasemejaban cuernos inmaduros, y elrostro curtido y tan arrugado como laropa.

Levantó su bastón de colmillo denarval a modo de saludo y, con vozáspera, preguntó:

—¿Puedo preguntar qué haceusted en Enghem?

Midas se puso en pie y miró atrás

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buscando al pájaro blanco, pero éstehabía desaparecido.

—Me... me llamo Midas Crook.—Le he preguntado qué hace,

joven, no quién es.Midas se calmó lo suficiente para

sentirse mojado, muerto de frío ymagullado después de la caída.

—Hum... Fotos.El hombre levantó su bastón

hacia Midas y dio unos golpecitos ala cámara con el tembloroso extremo.

—Eso que lleva ahí no está nadamal.

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Midas se aferró a la cámara,receloso.

—Me llamo Hector Stallows —se presentó el hombre, tendiéndoleuna mano.

Midas pensó que no le habíaentendido bien, pese a que el hombrehablaba con una dicción perfecta.Recordó el viejo cuadro de EnghemStead y no consiguió relacionar alempresario retratado con aqueldesaliñado desconocido.

—Perdone, ¿cómo dice que sellama?

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—Yo también era buen fotógrafo—explicó el otro, sin contestar a lapregunta—, pero lo dejé. Creía quepasaría mi jubilación en Enghemfotografiando esto y aquello, peroempecé a desconfiar de las cámaras.Sobre todo, de las digitales. Eranunos cacharros robóticos y futiles.Un ojo mecánico con una memoriamecánica. Me recordaba a... miserrores en la forma de ver el mundo.

Midas, desconcertado, tragósaliva. Por encima de ellos, uncuervo graznó y pasó de una rama a

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otra meneando la cola.—Lo siento —añadió Hector—.

Salto continuamente de unpensamiento a otro. Voy demasiadorápido. No explico las cosas. Losmédicos aseguran que me pasa algo,pero yo tengo la impresión de que mimente funciona mejor ahora que enmi época de empresario. —Negó conla cabeza solemnemente y echó loshombros atrás—. Perdóneme, señorCrook. Mis divagaciones no tienenexcusa.

Midas miró atrás. El cuervo tenía

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el pico abierto, y por él se veía unhambriento triángulo rosàceo.

—A mí me parece muy sereno,señor Stallows.

—Es usted muy amable.—Bueno, esto... Hace un día muy

bonito para salir a pasear.—He salido a cazar una criatura

—le reveló Stallows, inclinándoseun poco hacia Midas.

—¿Una criatura?—Dicen que vuelve del blanco

más puro cuanto mira.Midas tragó saliva al recordar el

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pajarito blanco que habíafotografiado.

—¿Se imagina usted, que esfotógrafo, cómo deja el inundo a supaso? —inquirió Hector, agitando subastón con un zumbido—. Todo esmonocromo. Sólo la fuerza de la luzpuede distinguir un objeto de otro.

Midas, reverente, se lo imaginópor un instante.

—¡He visto un pájaro! Con losojos blancos —exclamó luego, ypara demostrarlo levantó su cámara ymostró la fotografía.

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—¡Entonces esa criatura andacerca! —concluyó el otro, abriendolos ojos como platos. Se acercó mása la cámara, y al moverse crujieronlas hojas prendidas en los plieguesde su traje—. Tiene una guarida poraquí —susurró—, en Enghem.

De pronto Midas reparó en laestatura de Hector: parecía alto comoun árbol.

—Y... ¿qué hará si la encuentra?—Cegarla.Midas fue incapaz de contener un

grito.

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—Ya sé que le parece unabarbaridad. Pero usted es joven, yfotógrafo. Cuando oí por primera vezlas historias que contaban de esacriatura, todavía manejaba cámaras.Quería atraparla y obligarla ahacerme un jardín en blanco y negro.Me veía paseando por los bosquesblancos, pisando un manto de hierbanívea. Sería como vivir y respirar enlas fotografías en blanco y negro quetanto gustan a los fotógrafos. Peroesas fantasías son muy antiguas, decuando yo era joven. Estaba al inicio

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de una larga carrera, en la que, segúntodas las opiniones, me labré unenorme éxito. Por entonces creía queuno alcanza el éxito de formagradual. Que podías llegar a la cimamediante el trabajo. Durante muchosaños tuve esa convicción. Pero depronto, un día, me enteré de que unasola mirada puede cambiarlo todo. Ydesde entonces he podidocomprobarlo infinidad de veces. Hetratado de entenderlo y he fracasado.Por ejemplo: bastó una mirada deotro hombre para que mi esposa

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dejara de estar enamorada de mí. Medesconcierta que una simplealineación de los ojos pueda causarsemejante devastación. Eso loaprendí a base de cometer errores, ymientras lo aprendía, la existencia deesa criatura, ese demonio que puedevolver blanca cualquier cosa consólo una mirada, se convirtió en algoabyecto.

A Midas le pareció injusto culparde todo eso a un único animal.

—Supongo que ya conoce a mimujer —continuó Stallows arañando

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la corteza de un árbol con la punta desu bastón—. Nadie visita Enghem amenos que ella lo invite.

—Sí. Es muy... hum...—¿Muy qué? ¿Qué le pareció?El tono de Hector era exigente,

pero Midas no sabía qué tipo derespuesta esperaba. Tuvo laimpresión de que Hector amaba aEmiliana tanto como la odiaba.

—Es... —titubeó— encantadora.—Cierto, lo es. Añoro su

encanto. No crea que le reprocho queme haya privado de él. Eso también

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lo aprendí estudiando a esamisteriosa criatura. En el mundoexiste una astrología de los ojos. Lasmiradas pueden alinearse, como losplanetas, y, en este caso, el eclipseresultante ensombreció a un servidor.La culpa la tiene este... —Midas,alarmado, vio cómo Hector señalabalos alrededores con el bastón,acusándolos; pero enseguida lo bajó—. ¿Sabe qué se siente al perder aalguien, Midas?

—Sí.—¿A alguien de quien se estaba

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enamorado?—No.—¿Se ha enamorado alguna vez?—Hum...Hector entornó los ojos y sonrió

con aire zorruno.—¡Está enamorado! Lo lleva

escrito en la frente.Adidas miró hacia arriba, como

si la afirmación de Stallows pudieraser literal.

—Si lo está —prosiguió Hectoren un tono más profundo y duro—,debería llevársela de Enghem.

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Debería llevársela lejos de estearchipiélago. Hay algo malsano enesta tierra.

Y como si quisiera demostrarlo,hincó el bastón en el terreno ylevantó un terrón. Debajo sólo habíamás tierra húmeda, y un gusano quese retorcía para huir de la luz.

—Creo... que quizá lo esté.—Que quizá esté ¿qué?Midas carraspeó.—Enamorado —reconoció al fin.—En ese caso, asegúrese de que

se note, siempre —aconsejó Hector

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abriendo los brazos.Y acto seguido, hizo una especie

de saludo, se volvió y echó a andarcon determinación. Midas tuvo quebuscar solo el camino de regreso y seperdió varias veces. Era asombrosohasta dónde se extendía el bosque,cuando desde la casa parecía que nofuera tan grande. Lamentó no teneruna madeja de cordel, como en unade las historias medio olvidadas quele contaba su padre.

Las plantas crecían hastadiferentes alturas por el terreno,

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irregular, y el estrecho sendero porel que iba serpenteaba entre ellas.Las ramas más gruesas de los árbolescrujían como mástiles. Las raíces seextendían como brazos de mendigos.

Midas sintió alivio al ver unclaro en la espesura y, más allá, lacasa. Estaba llegando a la puertaprincipal cuando oyó que lollamaban.

Carl Maulsen fumaba uncigarrillo junto a los escalones de laterraza. Le hizo señas y le preguntó:

—¿Qué hacías en el bosque?

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—Pasear.—Estábamos preocupados —

dijo Carl tras asentir con la cabeza.—Había una luz excelente y no

podía quedarme en la cama.Carl entornó los ojos y dio una

calada al cigarrillo.—No deberías haber salido sin

avisar. Has estado horas fuera.Hemos empezado a aplicar elremedio sin ti, aunque Ida habríapreferido que estuvieras.

Midas dio una patada a losguijarros. No se había dado cuenta

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de que se había ausentado tanto rato.Si iba a buscar a Ida ahora, tendríaque explicarle su desapariciónademás del beso fallido.

—Lo siento.—No es a mí a quien tienes que

pedir disculpas. —Carl apagó elcigarrillo aplastándolo contra uno delos pilotes de la casa.

De pronto algo salió corriendopor detrás del edificio. Midaslevantó la cabeza, asustado, y vio unaliebre que cruzaba el jardínzigzagueando y se internaba el

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bosque.—Te espantas fácilmente.—No es eso. Esa liebre... me ha

asustado. —Metió las manos en losbolsillos—. Aquí fuera hace muchofrío. Voy a entrar a calentarme.

—Toma, coge uno —propusoCarl, tendiéndole su cajetilla detabaco.

Midas negó con la cabeza.—No seas marica. Aún no hemos

terminado de hablar.Volvió a ofrecerle el cigarrillo, y

Midas, que tenía los dedos azulados,

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cogió uno. Lo sostuvo torpemente,tratando de recordar la última vezque había fumado; seguramente habíasido cuando era pequeño, cuando losmatones del patio también lollamaban marica si rechazaba uncigarrillo. Se lo puso entre loslabios. Carl sacó una cerilla, laprendió y se la acercó paraencenderle el cigarrillo. Midas seestremeció ante la proximidad de lallama y de la gran mano de aquelhombre.

Carl sacó un cigarrillo para él y

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con destreza lo encendió antes de quese apagara la cerilla.

—Quería preguntarte una cosaacerca de tu padre.

El humo del cigarrillo seconvirtió en escarcha en lasamígdalas de Midas.

—¿De mi padre?—A ver si te refresco la

memoria. Respecto a su trabajo.¿Qué te parece su trabajo?

—¿Qué me parece ahora o quéme parecía antes? Cuando era muypequeño, pensaba que mi padre era

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un genio, por supuesto. Era el eruditomás inteligente del planeta. Peroahora...

—Ya sé que puedo parecerimpertinente, pero las ideas de tupadre siempre me influyeron mucho.—Sacudió la ceniza del cigarrillo—.De hecho, les atribuyo el nacimientode mi carrera académica. Pero aveces tu padre era... difícil.

—Bueno, es más fácil dar laimpresión de ser una personaelocuente cuando sólo tienes quedemostrarlo por escrito —afirmó el

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joven, tras tragar saliva.—No estoy criticándolo. —Carl

dio otra calada al cigarrillo—. Te locomento porque esa clase dedificultad es lo último que necesitaIda.

—No te entiendo.—Tu padre tenía el cerebro

académico más fino que jamás hevisto. Podía diseccionar unpensamiento como un médico uncadáver. De modo que no digo quecareciera de nada como persona,pero nunca vi ni el más leve

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sentimiento en él. Es más, ni siquierasus trabajos, a los que tanto tiempo ytanta energía dedicaba, parecíanemocionarlo ni inspirarlo lo másmínimo. La verdad es que no sé conqué se emocionaba.

—Yo creo que no se emocionabacon nada.

—Claro —coincidió Carlalzando ambas manos—. Ya veo quees demasiado duro para ti.

—Sí. Así es.Carl cambió de postura.—Una vez me explicó que las

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personalidades que una personadesarrolla a lo largo de su vida soncomo la ropa que uno se ponedurante una jornada, según fuera parapreservar la dignidad o protegerse dela intemperie. Imagínate, porejemplo, a un hombre que se hapuesto un grueso abrigo, mitones,gorro de lana y bufanda para hacerfrente a una ventisca. Su mente y sucuerpo están preparados para la tareaa que se enfrenta: caminar en mediode una tormenta de nieve. Así que sino oye, a través de las orejeras, una

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voz que a su espalda le suplica ensusurros que no se marche, o si nonota un suave tirón en una de lascapas de gruesa ropa que viste, nopodemos reprochárselo. Lo que hahecho ha sido una adaptación endetrimento de otra, sencillamente.

—Mire, yo nunca entendí lasideas de mi padre —replicó Midas, aquien empezaban a castañearle losdientes.

Carl, con aire bromista, le dio unpequeño golpe en el hombro.

—Oye, respecto a Ida... Ahora lo

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que necesita es concentrarse enponerse mejor, eso es lo único quequería decirte. Y en nada más, ¿vale?No te preocupes por haberle dado unplantón como el de esta mañana, peroprocura que no tenga que ocuparse detus problemas además de los suyos.

Midas sintió como si le cayeraencima una jarra de agua helada. Conlos puños apretados dentro de losbolsillos y con el tono máscontundente de que fue capaz,anunció que se iba adentro.

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Capítulo 28

Midas debería copiar lafotografía en su ordenador a fin deaumentar el ojo del pájaro y verlocon todo detalle, pero sentado en unaesquina de su cama, en casa de losStallow, ya sabía que no se habíaequivocado. El ojo y el párpado erantan blancos como la nieve. Pensó ensu encuentro con Hector, que habíasido raro, como irreal. Y lo más rarode todo eran las palabras que aquel

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hombre le había hecho pronunciar:«Creo que quizá esté enamorado.»

Se levantó y miró por la ventana.Quería volver a escapar de aquellacasa. Poco antes, mientras comía conCarl y Emiliana —pescado blanco,fresco, de la cala—, Ida ni siquieralo había mirado, y él no había sidocapaz de decir una palabra a nadie.Ida parecía agotada tras la sesiónmatinal de cataplasmas que le habíanaplicado Carl y Emiliana. Al ir haciala mesa, caminaba aún más despacioque de costumbre, como si la muleta

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que Midas le había comprado y laotra, la vieja, no fueran adecuadaspara ella. Después, la anfitrionahabía desaparecido, y Carl se habíallevado a Ida a un rincón y habíamantenido con ella una conversaciónen tono grave. Midas había fregadorecordando los antebrazos de supadre cubiertos de pompas de jabón.

Luego, en aquella habitación quele habían asignado, de paredesencaladas y sábanas blancas, trató derecordar que Ida lo había invitado aacompañarla. Para que le diera

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apoyo moral. Pero ¿por algo más?Los labios de ella se habíanacercado a los suyos, demasiadopreciosos para tocarlos. Seguro quepensaba que Midas la habíarechazado; él confiaba en tener otraoportunidad, para sentir esos labios yrodearle la cintura con un brazo.Podía fantasear sobre ello, pero noestaba seguro de ser capaz deaprovechar la ocasión en caso de quellegara a presentarse.

Alguien llamó a la puerta de sudormitorio. Se volvió y se peinó un

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poco, de pronto aterrado ante la ideade que Ida entrara para consolarlo.Si lo que había ido a decirle era quese había equivocado y que ya podíavolverse a su casa... De prontocomprendió que quería aplazar esemomento el máximo tiempo posible.Se quedó inmóvil y en silencio, conla esperanza de que Ida creyera queno estaba.

Se oyó otro golpe, y entonces lapuerta se abrió. Era Emiliana.

—Ah, lo siento. Como nocontestabas, creí que no estabas.

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¿Puedo pasar?—Sí, claro.Midas agachó la cabeza. De

modo que Ida ni siquiera iba a emitirsu veredicto en persona. Estaban encasa de Emiliana, así que teníasentido que fuera ella quien lepidiera que se marchara de allí.

La mujer entró y cerró la puerta.—Te he traído esto —dijo,

tendiéndole una gastada bolsa decuero, con numerososcompartimentos. Midas la cogió einmediatamente, por su peso, adivinó

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qué contenía.—Hum...—Es para ti.—Gracias.Emiliana se sentó en la cama y,

con movimientos lentos, se alisó lafalda sobre los muslos.

—Vamos, ábrela.Midas abrió la cremallera del

compartimento principal y sacó lacámara: se trataba de una de aquellasviejas réflex de lente única que en laactualidad costaban miles de libras.En la cartera había también varias

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lentes y accesorios. La empuñadurade la cámara era de gastada piel deserpiente.

—Era de Hector. Hubo unaépoca en que fue un gran aficionado ala fotografía. Lleva años sin tocaresa cámara. Y no volverá a usarla.No te preocupes, yo la he cuidado,como tantas otras cosas que él haabandonado. Soy como una escobahumana: voy recogiendo cuanto éldeja a su paso. Pensé que quizá meanimaría a utilizarla y se la llevé a unespecialista del continente, pero

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nunca encuentro tiempo. Y es unapena tenerla guardada. Seguro que túla aprovecharás más que yo.

Una sonrisa infantil iluminó elrostro de Midas. Destapó la cámara ymanipuló el anillo de diafragmas,sirviéndose del afilado perfil deEmiliana y el negro de su cabellocomo modelos. Era muy fácil olvidarlas satisfacciones queproporcionaban las cámaras antiguasy la confianza que tenías quedepositar en el instinto cuandotodavía no existían las pantallas de

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cristal líquido.—No me fotografíes —pidió ella

con ligera irritación.—Sólo... estaba probándola.—Ya lo sé. Es que ya no me

gusta que me saquen fotos.Midas se colgó la cámara del

cuello, donde llevaba su cámaradigital; los dos objetivos, tapados, seacariciaron.

—Bueno —dijo la mujer—,¿tienes un momento para hablarconmigo?

Midas tragó saliva; de pronto

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notó el peso de las dos cámaras en lanuca. «Oh, no, ha venido a hablar»,se dijo.

—¿Por qué no te sientas a milado, Midas?

El joven fue a sentarse en elblando colchón. Olió el perfume deEmiliana, un olor intenso yalcohólico que pasó de sus pulmonesa su estómago. Se preguntó quéhabría conseguido la cámara réflexque acababa de regalarle con losdispa— I ( >s de prueba reciénhechos, si habría registrado con

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fidelidad las patas de gallo que ellahabía disimulado con el maquillaje.

—Se trata de Ida.—Usted ya ha empezado a

curarla.—Sí. Pero quizá no resulte tan

sencillo.Midas negó con la cabeza:

aunque le animó que no le pidieranque se marchara de allí, al mismotiempo temía que fueran a decirlealgo peor.

—Quizá sea difícil.—¿Por qué? Usted curó a Saffron

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Jeuck.—Era diferente. —Emiliana

suspiró—. Como es lógico, de jovenyo era más guapa que ahora. Más deuna vez me propusieron trabajar demodelo. Sólo te lo cuento porque...espero que te ayude a entender lasituación, cuando lo hayas oído todo.

»Un día conocí a Carl. Llevabados años casada, y ya estabadándome cuenta de que Hector no ibaa ser el marido que yo habíaimaginado. Lo quería, entiéndeme. Ytodavía lo quiero. Pero era un amor

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producto de la comodidad, y no de...—Suspiró y echó la cabeza atrás,agitando el negro cabello. Midasnotó moverse el colchón en queestaban sentados y las cámarasentrechocaron junto a su pecho—. Nohabía sexo, para ir al grano. PorqueHector, a pesar de ser un hombreapasionado, es muy especial. Ámbaren los árboles, la habitación decuarzo, el aviario de aves mudas...Lo quiero, Midas, pero como a unhermano. Pero para una mujer jovencomo lo era yo en esa época,

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elogiada por su belleza y dispuestaa... sacarle el máximo partido... —Miró a Midas a los ojos—. Verás, yonecesitaba algo más. Y entoncesconocí a Carl Maulsen. En aquellostiempos, el concepto de relaciónabierta todavía era muy novedoso. Lagente era muy ingenua respecto a eseconcepto, y se preveían losinevitables enredos emocionales.

Midas asintió con la cabeza conintención de parecer comprensivo,aunque aquella confesión sobre lavida sexual de Emiliana le

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provocaba picores en las palmas delas manos y sudor en la espalda. Ypeor aún: no tenía ni idea de queCarl y ella hubieran mantenido... unarelación. ¿Qué más se le habíaescapado por ser demasiadoingenuo? Estaba deseando salirhuyendo por la puerta. Ya se habíaimaginado diez veces que se tirabapor la ventana y caía al nevadojardín. Y sin embargo, se hallabaparalizado en su sitio. Mientras lamujer continuaba hablando, Midasexaminaba su topografía, las arrugas

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que le atravesaban el cuello y quemarcaban tres segmentos iguales. Lacurva que arrancaba de una clavículay terminaba en sus pechos, donde lapiel, antaño tensa, ya estaba flácida.Sentía su olor en la boca delestómago, pesado como una planchade hierro.

—Lo que intento decir, Midas, esque cuando una persona se sienteaprisionada por sus circunstancias,es fácil que cometa errores.

—Usted... ¿cometió un error conCarl?

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—No. Bueno, sí. El error no fueestar con Carl, sino tratar conexcesivo empeño de que mantuvierasu interés por mí. El error fueaparentar... ser más interesante de loque era. ¿Me explico?

Se quedaron callados, sentadosuno al lado del otro, con las rodillasa la misma altura. Midas noalcanzaba a comprender qué teníaque ver aquello con Ida, lascataplasmas y todo lo demás.

—Pues... —dijo acariciando laréflex—. No lo sé. No. Hum... Lo

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siento.Emiliana estaba ruborizándose.—Fui muy idiota por no

aventurarme —dijo, respirandohondo—. Todos los días me lorepito. Y fui muy ingenua. Porquesiempre me he sentido cómoda, físicay circunstancialmente, ¿meentiendes?

Para no quedar mal, .Midas seabstuvo de negar con la cabeza.

—A veces me pregunto si serétransparente. Me siento... endeble,inconsistente.

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Hizo una pausa y escudriñó elsemblante del joven, que trataba detransmitir un aire de compasión ysabiduría.

Emiliana suspiró y se apartó elcabello de los hombros.

—Lo expresaré de otra forma:me siento como una fotografía medioexpuesta. Puedo distinguir quérepresenta, pero no tiene ningunaprofundidad.

Eso sí lo entendió Midas.—Siento que no tengo sustancia.

Me he esforzado por tenerla. Y un

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día, hace mucho tiempo, aparecióCarl, y con sólo mirarme fue como siyo hubiera recibido esa última luzque necesitaba para revelarme. Ya séque ahora suena patético, pero sumirada añadió los detalles, creónuevas profundidades cuya existenciayo ignoraba. Y por eso sentí que selo debía todo, y defraudarlo habríasignificado hacer peligrar cuanto yoera. Todavía me cuesta muchodefraudar a Carl. Pero... sigues sinentender qué relación tiene esto conla pobre Ida, con las cataplasmas y

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demás.Midas estaba a punto de decir

que sí cuando se abrió la puerta yentró Carl.

—Buenos días —saludóexpectante, como si la presencia delos otros dos allí exigiera unaexplicación.

—Sólo estábamos hablando —aclaró Emiliana—, y Midas estabafotografiándome con su nuevacámara.

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Capítulo 29

Ida se hallaba sentada, sola, juntoa la chimenea del salón de Emiliana,hundida en una butaca y con un libroen el regazo; tras ella, el fuegocrepitaba y chisporroteaba. La partede sus piernas, por debajo de lasrodillas, que todavía era de carne yhueso —las pantorrillas, lasespinillas y los bastiones de sustobillos, de los que el cristal todavíano se había apoderado— estaba tan

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entumecida como el cristal. Porencima de las rodillas, donde losmúsculos aún no estaban paralizadospero a donde ya había llegado elveneno, Ida notaba un dolorsemejante al de una quemadura alacercarla al calor. Reunió valor paravolver a echar un vistazo a suinflamada piel. La parte inferior desus muslos recordaba a los trozos decarne expuestos en una carnicería;tenía las rodillas hinchadas,mastodónticas. Y eso que lainflamación se había reducido un

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poco desde la mañana, cuando sehabía levantado la falda para dejarque Emiliana le vendara con fuerzalas cataplasmas de medusapreviamente calentadas. El dolorhabía sido intenso e instantáneo,como si le clavaran una aguja encada célula de la piel. Las lágrimashabían empezado a fluir con tantaprofusión que, pasado un minuto, sele habían secado los ojos y, alparpadear, notaba como si se leagrietaran. Los había cerrado confuerza y había lamentado que Midas

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no estuviera allí, porque él podríahaberle apretado fuertemente unamano cuando el dolor se hubierarecrudecido. Ése había sido el plande Ida hasta la noche anterior. Aquelbeso, de no haberse frustrado, lehabría preparado el camino.

Los dibujos de las paredes seenfocaban y desenfocaban alcapricho de las llamas de lachimenea. La puerta chirrió alabrirse.

Cuando Ida vio entrar a Midascogió el libro. Él se le acercó de

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puntillas y se sentó en un cojín,enfrente de ella.

—¿Podemos hablar un momento?Ida guardó silencio. Con el

rabillo del ojo vio que él se pasabala lengua por los labios. Seguro quele soltaría cualquier excusa porhaberse quedado desconcertadocuando había intentado besarlo. Todoaquel rollo sobre una heredada fobiaal contacto físico.

—¿Qué lees? —consiguióarticular él.

Ida dejó el libro abierto sobre su

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regazo y rió de manera cortante.—No lo sé. He cogido este libro

cuando has entrado para que vierasque pasaba de ti.

—Ah. Ya.—A ver, Midas, tú y yo ¿qué

somos? ¿Amigos íntimos? ¿Amantesen ciernes? Esta clase deconversación te pone nervioso,¿verdad? —Cerró el libro de golpe—. Verás, no quiero ser cruelcontigo, pero dispones de mástiempo que yo para dar rienda sueltaa tus inseguridades. Yo, en cambio,

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necesito saber dónde estamos.El fuego crepitó. Ida temió haber

hablado demasiado, haber derrotadoa las palabras de Midas, que erancomo goti tas, con la avalancha delas suyas.

—¿Por qué no... me escribes unanota o algo así? O... me lo dices sintapujos —prosiguió.

Midas movió la mandíbulaintentando hablar.

—Deja de pensar tanto en lo quevas a decir. Dilo y punto.

—Lo... lo siento.

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—¡Estás más que perdonado,Midas! —exclamó ella, golpeando elbrazo de la butaca—. Eso no tieneimportancia. ¿Qué pasa connosotros?

—Yo no... Quiero... —balbuceo,casi doblado por la cintura.

Ida reparó en la otra cámara quesu amigo llevaba colgada del cuelloy que parecía obligarlo a inclinarse.

—¿De dónde has sacado esacámara?

—E... es de Emiliana. Estuvehaciéndole fo... fotos.

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De pronto Ida notó una sensacióndesagradable en la garganta, como sise hubiera tragado mal una ostra, quese extendió hasta su estómago ydescendió por su intestino hastaconvertirse en vacío abrumador bajolas rodillas. Él permaneció inmóvil,con gesto de preocupación. Midas lehabía dicho en otras ocasiones quequería retratarla, y ella había eludidoel tema porque no quería que lafotografiara. Ida sabía cómo quedabaen las fotos y odiaba la idea dequedar plasmada en ellas. Pero, por

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otra parte, la halagaba que quisierafotografiarla, al punto que lo habíainterpretado como una señal de queMidas sentía interés por ella. Quéidiota era. Miró hacia otro lado. Eraverdad: él nunca le había prometidoque no fotografiaría a nadie máshasta que ella estuviera preparada; ysí, su reacción era irracional, peroestaba agotada y le dolían mucho laspiernas.

—Ida...—Joder, Midas. Si no tenemos

ningún futuro, ¿qué haces aquí?

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Midas se levantó y, cabizbajo,salió de la habitación.

—¡Midas! ¡Vuelve!Pero no regresó. Ida se precipitó

detrás de él lo más rápido que pudo,pero se le enganchó una muleta en lagruesa alfombra, tropezó y saliódisparada hacia delante. Extendió losbrazos (había ensayado esa caídamiles de veces en sus pesadillas),cerró los ojos con fuerza y aún le diotiempo a pensar en paracaídas y ensaltos con correa elástica (tenía quellegar al suelo antes con cualquier

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cosa que con los pies). La alfombrasilenció el impacto de la cara contrael suelo, pero no amortiguó el dolor.El cuello le crujió al torcerse, con elmismo sonido que los omoplatos ylas vértebras. Ida bajó lentamente laspiernas y presionó con el rostrocontra el suelo tratando de ocultar sudolor en el olor de la alfombra y enla suavidad de sus flecos. Su cuerposeguía intacto.

Tendida todavía allí, confiandoen que Midas regresara, se preguntócómo sería tumbarse encima de él. Si

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su cabello sería suave como el pelode la alfombra. Si cuando hacía elamor se le aceleraba el corazóncomo a una musaraña y si se le poníala piel resbaladiza como la de unpez. Eran pensamientosinverosímiles, lo bastante paradistraerla del presentimiento de queMidas no iba a volver para ayudarlaa levantarse.

Los hombres y su manía de salircorriendo... No los entendía. Midastratando de resolver su desafíoemocional. Henry, distante y huidizo.

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Carl y sus promesas de remedios yprotección. El fuego humeó un poco.Si quería, podía meter los pies en lasllamas sin quemarse, y sin embargoni siquiera era capaz de dar unpequeño salto en el sitio. Lo primeroque había hecho esa mañana aldespertar había sido examinar lamagulladura de la rodilla: habíapasado de grisácea a transparente, yformaba una especie de pequeñocharco de agua clara en la blancageografía de su pierna.

La estaban cercando,

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paralizando; estaban acordonandosus avenidas físicas. Menos mal,pensó, que había hecho lo que habíahecho cuando lo había hecho. Sehabía bañado en el Ganges, se habíallenado la boca de nieveaterciopelada en los Alpes, habíarespirado hondo para obtener hastala última pizca de oxígeno a elevadasaltitudes. Había nadado.

Estaba ansiosa por explorar conpaciencia la cautela de Midas, porlograr pequeños triunfos sobre susemociones; pero no le quedaba

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tiempo para eso. Quizá tuviera queesperar eternamente a que élregresara. Tal vez tuviera queesperar eternamente a que éldesentrañara sus propiossentimientos.

Y aquellos pies suyos, dosfrágiles grilletes que arrastraba de unlado para otro... Notaba su vacío. Si,furiosa, intentaba flexionar losdedos, era en vano. Su sistemanervioso se extinguía en algún puntomás allá de sus espinillas. Giró lacabeza y miró sus botas, tendidas tras

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ella en la alfombra. Las viejas botasde policía de su padre. Ida seacordaba de sus zapatos, de susbonitos zapatos de baile y de susbotas de montaña, recubiertas debarro; los había dejado todos en elcontinente, bien guardados en cajas,envueltos en papel de seda.

Estaba empezando a aceptar quehabía cosas que había dejado atráspara siempre. A partir de esemomento, la vida iba a ser unaaventura de la mente, y quizá dealguna otra parte de su cuerpo que

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todavía no estuviera afectada, perosin duda sería algo interior.

La puerta se abrió lentamente conun chirrido.

—¡Menos mal que has vuelto,Midas! —exclamó, estirando unbrazo automáticamente—. ¡Oh!

—¡Ida! ¿Qué ha pasado?Carl corrió hacia ella, que

esbozó una mueca de dolor cuando elhombre le pasó los gruesos brazosbajo las axilas y la sentó concuidado. Tomó asiento a su lado y lehizo apoyar la cabeza en su pecho. A

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través de la camisa, ella oía loslatidos de su corazón.

—Estoy bien —dijo con frialdad,tratando de apartarlo de sí.

Carl ni la soltó ni habló, sino quela agarró un poco más fuerte. Elcalor de la palma de sus manostraspasaba la blusa de ella.

Entonces lo empujó con mayorcontundencia, hasta que acabó porsoltarla, se levantó y se apartó deella. Respiró hondo.

—Estoy bien —repitió Ida confirmeza, y volvió a la butaca.

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Él asintió con la cabeza, sinmirarla.

—Me gustaría estar sola. Losiento, Carl.

Él volvió a asentir y se dirigióhacia la puerta.

—¿Adónde va Midas? —preguntó en el umbral, antes deabandonar la habitación.

—¿Qué?—Acabo de verlo recogiendo sus

cosas. Se ha marchado.Ida se sujetó la cabeza con ambas

manos.

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—Ya te lo he dicho, quiero estarsola —repitió al fin, haciendo ungran esfuerzo para que se la oyera.

Carl asintió, salió y cerró lapuerta.

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Capítulo 30

Miles de copos descendíanlentamente, como sedimento delocéano. La nieve cubría lascarreteras de Saint Hauda y seamontonaba en los arbustos. Unpájaro de amplias alas planeabaaprovechando las corrientes de airecomo una raya venenosa. Midas notenía ninguna prisa por llegar a sucasa (presentía que la casa lerecordaría a Ida), así que emprendió

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el regreso por una ruta panorámica ymás larga.

Se detuvo en el aparcamiento deun mirador, desde donde secontemplaban unos amplios valles,cuadrados, delimitados por laderasque parecían muros de mampostería.Un poco más allá del miradordiscurría un arroyo, y al cabo de unrato, Midas se quitó los zapatos y loscalcetines y sumergió los pies en lahelada corriente. Al notar unapunzada, salió de un salto del arroyo:una sanguijuela pequeña se le había

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enganchado en el dedo gordo del piey estaba chupándole la sangre. Midascogió un encendedor que guardaba enel coche; se sentó en el capó y quemóla sanguijuela a fin de arrancársela.El bicho se encogió y desprendió unolor irrespirable. Midas puso elcuerpo chamuscado del animal sobrela palma, disponiéndose afotografiarlo, pero, nada más tocar lacámara, experimentó náuseas. Depronto, sintió repugnancia; sedescolgó la cartera del hombro yguardó la cámara. Luego se acercó a

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un matorral y apoyó las manos en lasrodillas, con ganas de vomitar. Perono devolvió nada. Condujo hasta sucasa escuchando los partes de tráficoy canciones de amor sensibleras delos años setenta. La calefacción delcoche zumbaba mientras caía unadébil pero constante nevada. Alposarse en el parabrisas, los coposse encogían como estrellas de marmuertas.

Llegó al anochecer; se sentó a lamesa con un café en una mano y unacopa de vino tinto en la otra. Había

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pasado media hora perplejo en latienda de vinos y licores, tratando deentender qué diferencia había entretodas las botellas disponibles. Elsabor era tan malo como recordaba,pero aun así se lo bebió. En la radio,un actor distinguido leía unaadaptación de El mago de Oz. ElLeón se bebía el valor, el Hombre deHojalata tenía corazón y elEspantapájaros creía poseer cerebro.

Dio un manotazo a la radio, quecayó al suelo; mal sintonizada, la vozdel actor se redujo a una serie de

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gargarismos indescifrables.Él ya sabía que no podía

mezclarse con gente. Se lo habíarecordado el día que conoció a Ida;lo había repetido como un mantracuando, por la noche, se quedabadespierto en la cama, pensando enella. Sencillamente, era incapaz derelacionarse socialmente. ¿Y quétenía a cambio? Su mirada se posó ensu cámara; debía de haberla sacadodel macuto sin darse cuenta, porqueestaba encima de la mesa, inmutable,con la tapa del objetivo colgando. Se

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imaginó que moría, que lo abrían encanal y que se le veían los huesos ylos músculos y las arterias y loscapilares, que conducían hasta unacavidad de su tórax donde en lugarde un corazón tenía una cámara.

La agarró por la correa y la lanzóhacia al suelo, igual que había hechocon la radio. El aparato fue a chocarcontra la nevera y cayó ruidosamentesobre las baldosas de la cocina.Midas apuró la copa de vino, volvióa rellenarla y apoyó la cabeza en lamesa. Era un vino fuerte: vistos de

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cerca, los cercosde café de la mesaorbitaban fuera de control. Consiguióvolver a enfocar la vista, perocuando levantó la cabeza las paredesgiraban como si se hallara en untiovivo. Allí estaban las fotografíasque colgaban de la pared, las huellasdactilares del pasado, recuerdos enblanco y negro. Gruñó y cerró losojos, pero los recuerdospermanecieron. Su padre aplastabalibélulas con las manos, su madrelloraba con un ramo de rosasdestrozadas en el regazo, un

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enjambre de medusas flotaba en elmar a su alrededor, Ida entraba en lafloristería con el cabello empapado.

Alguien estaba golpeando lapuerta y llamando al timbre coninsistencia. Midas parpadeó variasveces y se levantó, hasta llegar alumbral entre la cocina y el recibidor.Los golpes y los timbrazoscontinuaban. Echó un vistazo a labotella de vino que había sobre lamesa. Toc, toc, toe. Se sujetó la

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cabeza con las manos y fuetambaleándose a abrir. Midas tardóun momento en adaptarse a la luzintensa y cegadora que invadió elrecibidor.

—Hostia, Midas. ¿Una nocheintensa?

—Hola.—¿Ha vuelto a quedarse tu novia

a dormir?Midas negó con la cabeza.

Denver, que estaba al lado de supadre, miraba detenidamente aMidas. Llevaba una bufanda que la

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tapaba hasta la nariz. Se habíaestirado una manga por encima de losdedos para sujetar una espinosa ramade acebo. Una pequeña amapola deIslandia le adornaba el cabello.

—Ah, ya veo —dijo Gustavescudriñando el interior—. ¿Qué hapasado? ¿Y qué te ha pasado a ti? —Entró en la casa—. Hueles apodrido. ¿Seguro que estás bien?

—Metí la pata. Tuve unaccidente. Pasad, hoy hace un fríotremendo.

Minutos más tarde, Midas estaba

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sentado con una bolsa de hielo en lacabeza mientras Gustav hurgaba ensus armarios y Denver, enfrente deMidas, lo observaba muy divertida.

Gustav cerró la puerta de lanevera y puso los brazos en jarras.

—No hay nada verde en toda lacasa. Ni fruta. ¿De qué te alimentas?

Midas señaló la taza de cafévacía.

—Vale. Voy a prepararte lacomida. A ver si te animas un poco.Tardaré diez minutos.

—¿Adónde vas? —preguntó

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Denver girando la cabeza.—A comprar verdura. Vuelvo

enseguida. —Se marchó murmurandopor lo bajo.

Denver suspiró; entonces estiróun brazo por encima de la mesa yagarró un dedo a Midas. Todavíaestaba fría, del frío exterior. Elintentó apartar el dedo, pero ella selo apretó. A veces no le importabaque Denver lo tocara. La pequeñahabía pasado tanto tiempo con él queen ocasiones él olvidaba que setrataba de un ser independiente.

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Abatido, se preguntó si podría haberalcanzado algún día un estadoparecido con Ida.

Denver apretó más fuerte.—¡Ay! ¡Ay, Denver!—¿Estabas enamorado de ella?Midas negó con la cabeza.—No te creo.Midas volvió a intentar soltar el

dedo. Denver se lo apretó más fuertey se lo retorció.

—¡Ay!—¿Se ha portado mal contigo? Si

se ha portado mal contigo, la odio.

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—En realidad creo que soy yoquien se ha portado mal con ella —confesó él, tragando saliva.

—¿Le has dicho algodesagradable sobre sus pies?

—No. —Midas volvió a tragarsaliva—. Denver, ¿por qué...?

—Recuerda que lo sé. Vi lamisma fotografía que vio ese tipoantipático.

—Eso sólo era... una fotografíaretocada.

—No se lo he contado a nadie.—Gracias.

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La niña le aflojó el dedo, pero élno intentó soltarse.

—Tu cámara está en el suelo.—La tiré yo.—¿Por qué?—Porque estaba enfadado con

ella.Denver lo soltó, y por un segundo

Midas quiso volver a notar su fríamanita alrededor del dedo. La niñalevantó la cámara del suelo conambas manos y la puso sobre lamesa.

—Hace mucho que no me

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enseñas fotos. Enséñame alguna.Midas negó con la cabeza.

Denver empezó a jugar con losbotones digitales. Ambospermanecieron en silencio mientrasella husmeaba en el banco deimágenes de la cámara.

—No hay ninguna de Ida —observó la niña.

—Eran todas horribles. No habíani una sola que valiera la pena —aseguró él, frotándose la frente.

—¿Y las borraste porque no eranlo bastante bonitas?

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—Exacto.—Creo que sí estabas

enamorado.—El amor... no es algo que

entiendas mejor por ser adulto, Den.Es como si fuera... un recuerdo dealgo que debería haber sido. De loscuentos... y... No sé si de verdadpuedes estar enamorado.

—Tú sí podrías. Tú y algunaspersonas más. Eres como yo. Lotienes.

—¿Qué tengo?—Control —respondió la niña

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encogiéndose de hombros—. Sobreeso que hay en el fondo de tu cabeza.Y aquí... —Se puso la mano sobre elestómago—. Aquí dentro.

Midas se abrazó el torso. El nocreía que tuviera nada controlado.

Llegó Gustav con unas bolsas,que dejó en la encimera.

—Lechuga, tomates, patatas yjamón cocido. Voy a prepararte unaensalada y unas patatas asadas,porque... mírate, Midas.

No se lo contó todo a Gustav:habría sido demasiado. Sólo lo

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suficiente para que entendiera lasituación respecto a su relación conIda: el beso que no le había dado ylas explicaciones frustradas. Suhuida y el largo regreso a casa.Denver estuvo dibujando mientras élnarraba su relato, como si pensara enotras cosas. Luego Midas esperó elveredicto crítico de su amigo.

Gustav se recostó en la silla;parecía impresionado.

—No puedo creer que hayasestado en casa de Hector Stallows.¿Tiene tantos coches como dicen?

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—Gustav, para mí esto es unapesadilla —repuso Midas, aunqueera lógico que Gustav no entendierala urgencia de la situación, ya queMidas no le había mencionado elasunto de los pies de Ida.

—Lo siento. Perdóname, amigo,pero ¿ves como tengo tazón? Mira,eres... miedoso. Sabes que lo eres, yyo también. Odias losenfrentamientos, y prefieres rajarte apelear. Ahora mismo, por ejemplo:ni siquiera me miras.

Midas lo miró brevemente, y

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luego desvió la vista.—Tienes un corazón de oro, y

creo que Ida se ha dado cuenta.Debes volver allí corriendo y pedirledisculpas sinceramente por cuantohayas hecho mal, que sospecho quedebe de ser mucho menos de lo quecrees. Creo que ella comprenderáque hablas en serio. Dudo que teejecute, aunque quizá deberíasprepararte para oír algunas verdades.

—La llamaré mañana por lamañana.

—No. Llámala ahora. Si crees

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que vale la pena arreglar las cosas,hazlo antes de que sea demasiadotarde. El tiempo no te esperará.Sabes exactamente lo que quierodecir.

Y lo que Gustav quería decir era:acuérdate de Catherine. Acuérdatedel lago helado y de la ambulancia.Acuérdate de que no había hielodonde siempre hubo un terrenohelado. Acuérdate de cómo tratabasde aparentar que hablabas en seriocuando le decías a una niña pequeñaque a partir de entonces los narvales

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y los ángeles del agua cuidarían desu madre.

Acuérdate de las espinillas quese volvían duras como el esmalte yque sólo una semana atrás estabansuaves y rosadas.

—Tienes razón —admitió dandoun suspiro—, pero me falta valorpara hacerlo.

—Pues tendrás que buscarlodonde sea.

—Mira, Gustav, soy una marañade inhibiciones. Uno: apenas séexpresarme. Dos: veo a mi padre en

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todo lo que hago y me odio por ello.Tres: cada vez que toco a alguien,parece que mi cuerpo se vuelva dehierro.

—Está bien. En el mismo ordenen que tú lo has referido. Uno:acabas de expresar esa pequeña listade defectos con toda claridad. Dos:tu padre está muerto. Ya sólo quedastú. No digas que no; de eso yahablaremos más tarde. Tres: vale,levántate.

—¿Qué?Gustav retiró su silla y se

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levantó, haciendo señas a su amigopara que lo imitara.

—Quiero que te vayas alrecibidor, Den, o a otra habitación, yque cierres la puerta. Lo siento.

La niña obedeció, enfurruñada,mientras Gustav se arremangaba lacamisa.

—Vamos, Midas. Debería haberhecho esto hace años.

—Te voy a curar de una vez portodas. Levántate.

Midas retiró su silla y se puso enpie.

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—Deja la cámara sobre la mesa.—¿Por qué?—Obedece.Midas resopló y dejó la cámara.—Y ahora, ¿qué? —preguntó.Gustav le hizo un placaje y lo tiró

al suelo de la cocina. Midas gritó:todos los huesos del cuerpo se lesacudieron y su cabeza golpeteócontra las baldosas. Todavía chillabacuando Gustav se le sentó encima yle arreó un puñetazo en el estómago,dejándolo sin respiración. PeroGustav no se detuvo: sentado a

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horcajadas encima de él, lo agarrópor los hombros, le levantó el torsodel suelo y volvió a empujarlo confuerza.

—¡Defiéndete, gilipollas! —chilló abofeteándolo.

Midas forcejeaba y trataba deescabullirse, pero Gustav pesabademasiado. Recibió otra bofetada enla mejilla que le alcanzó la nariz.Olió su propia sangre. CuandoGustav se disponía a pegarle denuevo, Midas le agarró la muñeca y,como era demasiado enclenque para

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apartarlo de un empujón, le clavó lasuñas. Gustav aulló de dolor y selevantó.

—¡Marica! —le gritó, y lepropinó una patada en las costillas.

Midas rodó sobre sí mismo paraeludir otra patada, le agarró un piecon ambas manos y se lo retorció.Gustav cayó al suelo y se golpeó lacabeza contra las baldosas. Unasgotas de sangre le mancharon lafrente.

—¿Estás bien? —preguntóMidas, sentándose a su lado. —

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Arrggg....—Lo siento, de verdad.Gustav se volvió bruscamente

hacia él y le golpeó el pecho. Midasse defendió agitando los brazos ytrató de apartarse gateando paraesquivar las patadas. Volvieron arevolcarse por el suelo y derribaronuna silla. Midas tenía una manoentrelazada con la de Gustav, y laotra extendida sobre su cara.Percibió un orificio nasal, unoslabios que resoplaban y una barbarala que le pinchaba la palma. Con

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un último esfuerzo, se liberó y selanzó sobre su contrincante sinavisar, desplomándose sobre él contodo su peso. El impacto puso aprueba todas sus articulaciones, peroGustav cayó atrás y Midas quedóencima, inmovilizándole lacorpulenta barriga con sus flacasrodillas, apretando con fuerza paramantener los brazos de su amigopegados al suelo.

Gustav rió entrecortadamente yse pasó la lengua por el partido labiosuperior.

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—Vale, vale —dijo resollando—. Midas gana con todas las de laley.

Éste, gimiendo, se apartó, yGustav siguió tendido boca arriba,jadeando y riendo. Midas examinólas huellas que la pelea había dejadoen su cuerpo: la piel, enrojecida; laropa, arrugada y torcida.

—Dios mío. Las cosas que hagopor ti —dijo Gustav, gimoteando eincorporándose.

—Gracias. Ha sido... Quierodecir, me ha ayudado mucho.

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—Si consignes tocar a Ida, serámejor que lo hagas con másdelicadeza. Recuerda que estás endeuda conmigo. Y podrías empezardejándome ducharme e invitándome auna cerveza o a una taza de té, si notienes alcohol.

Gustav abrió la puerta de lacocina y encontró a Denveragachada, mirando por el ojo de lacerradura y mordiéndose los dedospara no reírse. Midas se ruborizó;notaba el cráneo como una bolsa deplástico llena de sangre.

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La niña levantó la silla de lacocina que habían derribado y sesentó, mientras Gustav subía laescalera e iba a ducharse.

Luego abrió su cuaderno debocetos con intención de dibujar otronarval.

—¿Sabías que tu padre estáloco? —le preguntó Midaslimpiándose la sangre de la nariz.

—Está preocupado —replicóella, empezando a dibujar—. Nohabla de otra cosa.

—¿Desde cuándo?

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—Desde que conociste a Ida.Dijo... —Mordisqueó el lápizmientras trataba de recordar, yañadió, imitando a su padre—: «Poruna vez que tiene suerte en la vida,va y la deja pasar.»

—¿Eso dijo?Midas se quedó mirándola; ella

siguió dibujando y añadió bridas alnarval y unas riendas a un carruajedescubierto con forma de caracola.En el carruaje empezó a dibujar a lareina del mar.

—¿Cómo has visto a tu padre,

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Den? Desde que fue a visitar a tuabuela.

Denver paró de dibujar unmomento y volvió a mordisquear ellápiz.

—Regresó con un montón decosas de mamá. Estuvimosexaminándolas juntos. —Se quitó unaastillita de la boca.

—Ya lo imagino. Mi padretambién dejó montañas de cajas.

Denver abandonó a la reina sinterminar y, distraídamente, se puso adibujar burbujas y granos de arena en

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el fondo del mar.—A mí no me entristeció. En

parte estaba contenta. En las cajashabía cosas de mamá cuando erapequeña. Unas muñecas muy bonitas.Ahora están en mi cama, con lasmías. Me voy a dormir con la quemamá me regaló y con la que ellatenía cuando era pequeña. Qué raro,¿verdad? Su muñeca no es más viejaque la mía. —Ya había destrozado uncentímetro de lápiz (no le dejabanusar lápices con goma de borrar en elextremo)—. Midas...

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—¿Sí?—Mi mamá está mirándome. ¿A

ti también te mira tu papá?Él se estremeció al pensarlo.—Antes pensaba que sí, que

siempre estaba mirándome.

Midas se preparó la bolsa encuanto Gustav y Denver se hubieronmarchado. Una media hora más tarde,la niña volvió a entrar un momentocon un jarrón lleno de rosas rojasque Gustav había escogido para que

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Midas llevara a Ida.Cuando se quedó de nuevo solo,

se sentó y se deleitó con el perfumede los pétalos mientras se servía elresto del vino del día anterior. Seríaun buen acompañamiento para elplato de lechuga y jamón que le habíapreparado Gustav, y aunque todavíaestaba magullado y resacoso por laborrachera de la noche anterior,necesitaba algo que le infundieravalor.

El vino le avivaba el corazón. Lavalentía no era lo suyo, y nunca lo

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sería (eso se lo garantizaba su códigogenético). Trató de decidir qué era lomás valiente que había hecho supadre. ¿Suicidarse? (Las olaschapoteando débilmente alrededor dela barca en llamas.) ¿O concebir a suhijo? Menuda escena: su madre,desesperada por un poco de amor, ysu padre, que se estremecía al menorcontacto físico (Midas recordóhaberlo ayudado a subir a la barca),copulando en la cama, y toda lapegajosidad que eso implicaba.

Miró acusadoramente la copa de

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tinto, la apuró de un trago y seencaminó al teléfono. Había estadoreconsiderando las horas que habíapasado en Enghem, y lo que más lellamaba la atención era Emiliana:cómo se había comportado cuandohabía ido a regalarle la réflex, comosi hubiera querido confesarle algosobre el remedio, pero en aquelmomento él estaba demasiadoatontado para darse cuenta.

Marcó el número de la chica, quecontestó enseguida.

—¡Ida! Soy yo.

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Hubo un breve silencio, ydespués se oyó una voz de hombre:

—Lo siento, no soy Ida.—Ah. ¿Carl?—Sí. Y creo que Ida no quiere

hablar contigo.—Mira, Carl... No sé si ese

remedio es una buena idea.—Me parece que eso ya lo has

dejado claro.—¿Me pasas a Ida?—Lo siento, pero no.—Por favor.—No insistas.

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Carl colgó. Midas volvió allamar, pero nadie contestó y luegosaltó el buzón de voz.

Volvió a la cocina, enfurruñado.Se sentía rechazado. Tendría queaceptar que Ida no quería hablar conél.

Encima de la mesa estaba eldibujo de Denver del carruajecaracola, casi terminado: sólo lapasajera había quedado incompleta.Pensó en el cuerpo congelado deCatherine cuando lo sacaron de lasaguas que la habían matado.

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No podía rendirse.Era una pena que no quedara

vino.Tenía que volver a ver a Ida y

hablarle claro.Cogió el teléfono y llamó a

Emiliana Stallows, rogando que nocontestara Carl.

—¿Quién es? —respondió lamujer tras varios tonos.

Midas no quiso decir su nombrepara que ella no le colgara sin más.

—Ahora lo entiendo —dijo—.Lo que intentaba decirme cuando me

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regaló la cámara.—Ah.—No funcionará, ¿verdad? No

nos contó el final de la historia deSaffron Jeuck.

A Midas le pareció oír loscrujidos de Enghem Stead en elsilencio que se produjo hasta queEmiliana admitió:

—No, no funcionará. Sóloretrasará el final.

—¿Cuánto tiempo?—No lo sé.—¿Cuánto tiempo lo retrasó con

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Saffron?—Midas, tienes que comprender

que, cuando Saffron se marchó deaquí, todos creíamos que eltratamiento estaba funcionando.

—¿Cuánto tiempo? —insistió,enroscando el cable del teléfonoalrededor de los dedos, tan fuerteque no le circulaba la sangre.

—No mucho.—Voy a ir a buscarla.Colgó, cogió su bolsa y las llaves

del coche y salió de casa. Hasta queno hubo recorrido la mitad del

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camino a Enghem no se dio cuenta deque se había olvidado el jarrón conlas rosas en la mesa de la cocina.

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Capítulo 31

Carl estaba fumando un cigarrilloen la terraza de madera de EnghemStead cuando Emiliana se le acercósigilosamente. Hacia el interior, laniebla pintaba los montes de blanco.Durante el día había formado unamasa de nubes bajas, pero habíadescendido inexorablemente sobrelas cumbres. Más tarde resbalaríahacia Enghem-on-the-Water y seextendería hacia el norte por el

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sereno océano.Emiliana se acercó más a Carl y

apoyó los codos en la barandilla. Sequedó contemplando el humo quesoltaba al fumar, suspendido en elaire como un hilo; parecía que elcigarrillo fuera a flotar si lo soltaba.

—Carl...Sacudió la ceniza sobre los

guijarros que había bajo la terraza.—¿Qué pasa, Mil?—No lo sé —respondió ella

respirando hondo—. Ha habidomucho jaleo desde que llegasteis, y

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tengo la impresión de que apenashemos tenido ocasión de ponernos aldía.

—Anoche estuvimos hablandohasta muy tarde.

—Sí, pero...Carl expulsó el aire con un largo

resoplido y apagó la colilla en labarandilla. Miró a Emiliana desoslayo, como si girar la cabezafuera una tarea demasiado ardua. Aunasí, ella sintió que él le adivinaba elpensamiento, una habilidad quesiempre había tenido. Fue eso lo que

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la había atraído al principio. Cuandose conocieron —ella era joven y yaestaba arrepentida de haberse casado—, él la había traspasado con una deesas miradas, salvando todas lasbarreras. En esa época, él estabaenamorado de Freya, cosa que lehabía confesado nada más empezarsu aventura. Pero Emiliana habíacreído que podría competir con ella.

—Te he ocultado un par decosas.

Carl arqueó las cejas, y ella, queno soportaba aquella mirada de

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soslayo, en lugar fijar la vista en surostro, le miró los dedos, que secerraron sobre la barandilla demadera, y carraspeó.

—Sobre Saffron Jeuck —añadió.El no dijo nada. Emiliana vio

cómo una parte de la masa brumosase desprendía lentamente de lasladeras más cercanas de los montes yborraba las tierras bajas que sedivisaban a lo lejos. Parpadeó parano llorar. Suponía que él jamásvolvería a visitarla, lo que le parecíainjusto. Carl, obsesionado con una

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mujer fallecida tiempo atrás,intentaba ayudar a una muchachacondenada a morir; y, en cambio, aella no le hacía caso. Hacía doceaños —el tiempo que llevaba casada— que estaba preparada para fugarsecon él.

—Saffron murió —anunció,arriesgándose a mirar a Carl, a quienle sobresalía la mandíbula inferior,como si se resintiera de un puñetazo.

La bruma empezaba a apareceren los surcos de los escarpadoscampos de cultivo que separaban

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Enghem-on-the-Water de los montes,como si el grueso de la nieblaestuviera trasladándose mediantecanalizaciones subterráneas.

—¿Qué? —preguntó por fin, traslo que pareció una eternidad.

—Se suicidó.—Entonces, ¿no fue por el

cristal?—Sí. Se suicidó porque el cristal

no había dejado de avanzar.Carl cerró los ojos y permaneció

inmóvil, asimilando la información.Durante el largo rato que tardó en

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volver a hablar, la niebla fueacercándose más, saliendo a tientasde los surcos del terreno como unviejo animal ciego que va en buscade comida, mordisqueando las rocas,avanzando a tientas por la hierba,inclinándose en la orilla de un arroyoinsulso.

—Vaya, qué sorpresa.—Yo no quería que pasara lo que

ha pasado. Pensaba que, al fin y alcabo, Ida podía curarse aunqueSaffron no se hubiera curado. Eltratamiento no resultó del todo

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ineficaz; durante meses impidió queel cristal se extendiera.

Carl clavaba las uñas en lamadera de la barandilla. Tenía losnudillos blancos, pero, por lo demás,estaba muy quieto.

—El tratamiento la destrozó. Yahemos visto los verdugones y lasquemaduras en tu vídeo. Lo que seproponía el remedio era conseguirque los tejidos fingieran estarmuertos, no que perdieran toda sufuerza.

Emiliana asintió enérgicamente.

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Los montes empezaban adesvanecerse por completo bajo laniebla cada vez más densa.

—¿Hay algo más? —inquirió él.—Quiero que todo sea diferente.

No deseo a nadie lo que le estápasando a Ida. Y deberías saber,Carl, que a veces...

—¿Hay algo más que deba sabersobre Saffron Jeuck?

Emiliana tragó saliva.—Me aseguraron que había

tenido una muerte rápida —dijo alfin—. No sé mucho más. Cuando se

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marchó de aquí, parecía que eltratamiento estaba funcionando, Carl.No me enteré hasta tiempo despuésde que las cosas habían empezado air mal.

De pronto pareció que la nieblase inflaba y expandía, como si latierra hubiera espirado con fuerza undía muy frío.

—Vete —pidió Carl.Emiliana bajó de la terraza a la

playa de guijarros, alejándose conpasos rápidos y asustados, hasta quese le mojaron los zapatos y

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empezaron a hundírsele en terrenoesponjoso. Siguió andando, sin miraratrás, hasta que vio que subía unapendiente y que la niebla la rodeabapor completo. Entonces se detuvo.¿Cómo se atrevía Carl a echarla desu propia casa? Aunque en realidad...era la casa de Héctor, y aquel paisajeno le pertenecía a ella más que aCarl. Se volvió hacia Enghem Stead,pero con la bruma no estaba segurade si miraba en la dirección correcta.Dio otro paso, y su pie quebró lasuperficie helada de un charco.

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Volvió a pararse. No quería volver.Se apartó el negro cabello de la caray respiró despacio para serenarse.Iría a algún otro sitio.

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Capítulo 32

La niebla había alcanzadoEnghem Stead; estaba tan cerca de laterraza que Carl apenas divisaba másallá de la barandilla.

De todas formas, su mente sehallaba en otro sitio.

No supo lo que era el amor hastaque Freya se marchó de viaje. En launiversidad, pasaba las deprimentesnoches en que ella volvía a suresidencia o su casa desterrándola de

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su pensamiento mediante lametafísica, las novelas de suspenseque compraba en los aeropuertos, laherejía gnostica o la pornografíablanda. Cualquier cosa que lodistrajera. Luego vino el golpedemoledor de la licenciatura:entonces Freya se marchó de viajepor el Lejano Oriente, y Carl no tuvomás remedio que concentrarse en sucarrera académica. A veces pasabasemanas enteras sin dormir, noporque no pudiera, sino porque noera capaz de soportarlo. El

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agotamiento se apoderaba de él enlos momentos más inoportunos.Soñaba despierto que Freya selimpiaba unos cortes en las rodillas.Recordaba un paseo por High Streeten que a todos los peatones lessangraban las rodillas. Una agente depolicía lo despertó en un banco,delante de un supermercado.

Empezó a hablar de Freyaconsigo mismo por las noches,mientras bebía whisky y se miraba enel espejo. La gente vivía y moría porlas ideas. Las guerras se hacían por

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ideas.Pero Carl no podía mirarse a los

ojos mientras decía eso, porque en elfondo sabía que era una degeneraciónamar simplemente la idea de unapersona, una figura fantasmal dondeantes hubo un ser vivo.

Sentado, se inclinó hacia delantey contempló la impresionantemonotonía de la niebla. No sabíacómo iba a darle la noticia deSaffron a Ida, y justo en ese momentola joven salió a reunirse con él en laterraza.

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La otra noche, cuando Ida leshabía enseñado los pies, Emiliana yMidas se habían desmaterializado ala misma velocidad que Enghem bajoaquellas condiciones atmosféricas. Ytambién los muebles, las paredes, elinvierno... y el tiempo. La forma delas piernas de Ida había resucitadoen Carl antiguos pensamientos. Lehabía hecho recordar las de Freya.

La noche anterior la habíaconvencido para que volviera amostrarle el cristal. Los tobillos deIda ya eran casi completamente

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transparentes, y la piel de susespinillas ofrecía un aspectoinconsistente, estaba pasando deblanca a transparente, y debajo habíahilillos de sangre que corría porvenas cristalizadas, como gusanosfosilizados. Al verlos, Carl seretrotrajo hasta aquel verano de sujuventud: olió la hierba reseca y oyóel ruido que hizo la bicicleta deFreya al estrellarse contra las losasde la calzada. Era como si con un ojohubiera visto la sangre de lasrodillas de ella, y con el otro, la

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sangre atrapada bajo la superficie delas espinillas de Ida. Con crueldad,su cerebro había superpuesto ambasimágenes.

—Carl... —dijo Ida.Éste se levantó de un brinco de la

silla y se la ofreció. Ella se sentócomo lo haría una anciana. Carlnotaba su olor: mucho más naturalque el de Emiliana, que sin dudahabía sido preparado en unlaboratorio, y aunque no le recordabaal de Freya, se consoló pensando quedebía de ser similar al de Ida.

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—Carl...—Ida, Emiliana me ha dado una

mala noticia.La joven lo miró con gesto

preocupado, y él agachó la cabeza.—¿Qué ha pasado, Carl?—Sabes que siempre he sentido

un gran afecto por ti. Ése ha sido mimayor imperativo. Tu madre...Cuando ella sufría... Me habríagustado hacer lo que nadie hizo porella.

—Nadie podía curarla, Carl —aseguró Ida, suspirando con hastío.

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—Pero me habría gustado estarallí con ella. ¿Me reprochas que noestuviera?

Ella no contestó.—Tu padre no me avisó. Joder,

Ida, tú tampoco.—Tú y yo llevábamos mucho

tiempo sin hablar. Papá dijo que anadie a quien mamá no hubierainteresado en vida podía interesar sumuerte.

Carl soltó un burlón resoplido.La niebla se desplazaba lentamentepor la terraza y hacía que Ida

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pareciera desenfocada.—Papá ya sufría suficiente, Carl,

y, la verdad sea dicha, nunca lecaíste bien. Como supongo que yasabrás.

Él se recostó en la silla y se frotóla mandíbula.

—Me dieron a entender que ellaprefería que no volvieramos avernos... Pero lo he mencionado —continuó— porque quería quesupieras que no soporto la idea deque tengas un final interminable,como le pasó a tu madre. Y... que

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todo es una farsa.—¿Qué es una farsa? —preguntó

despacio, tan serena como unamuñeca de porcelana.

Carl se llevó ambas manos a lacabeza. Freya había determinado suvida entera. Cuanto él había hecho.En lo que se había convertido. Idaera lo único que quedaba de Freya, yél sólo había conseguido engañarla.

—Yo quería... —dijo en un tonoapenas audible, así que lo repitió—:Yo quería ayudarte, recuérdalo.Quería ayudarte para ayudar a tu

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madre.En la terraza reinaba un profundo

silencio.—Carl —dijo Ida con un hilo de

voz. Hasta el levísimo movimientoque hizo para coger la muleta quetenía más cerca produjo un susurroconsiderable—. No estamoshablando de mi madre.

—Lo intenté, Ida.—Tampoco estamos hablando de

ti, Carl.Él pensó en los pies de cristal.

Imaginó que podía sentir, por

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empatía, el dolor de las quemaduraspor congelación que le cubrían laspiernas.

—Necesito que me ayudes —dijoIda con voz trémula.

—S... sí —balbuceó él—. Claro.Tendría... Tendría que examinarte laspiernas. Déjame vértelas otra vez.

Le pasó las manos por el cabello.Sólo pensaba en dos cosas. Laprimera era que tenía que encontrarotra manera de salvarla. La segunda,que debía volver a ver las rodillasensangrentadas de Freya Maclaird.

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—Llévame a Ettinsford, Carl. Eslo único que te pido.

—¿Para qué quieres ir allí? —preguntó él frunciendo el ceño. Diouna palmada y añadió—: Vamos,enséñame las piernas. Quítate lasbotas y los calcetines. Yo te ayudaré,Ida. Te ayudaré mejor ahora queestamos tú y yo solos.

—Llévame a Ettinsford, porfavor.

—¡Cálmate, jovencita! —exclamó él apretando los puños—.Tenemos que solucionar esto. ¡Tú y

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yo! No puedes perder el tiempo conese desgraciado.

Ida le dio una bofetada.Carl sintió que todo se agolpaba

en su cabeza y se lanzó hacia la faldade Ida. Ella gritó y le pegó, pero susgolpes eran flojos como gotas delluvia. A Carl le bastó un brazo parainmovilizarla en la silla.

—¡Suéltame! —la oyó chillar,pero como si estuviera muy lejos.Asimismo, un pegote de saliva quehabía ido a parar a su barbillaparecía intangible como un recuerdo.

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Resoplando, concentrado en la ropay el cuerpo que había debajo, estiróel brazo que tenía libre y le levantóla falda hasta las caderas. Idaforcejeaba, pero la fuerza de Carl yel peso inmóvil de sus propiaspiernas le impedían levantarse.

Sus piernas. La extensión de susmuslos era un campo de batalla dehinchados verdugones rojos y pieldura y blanca, pero él sólo tenía ojospara los débiles rastros de sangrebajo las espinillas.

Oyó gritar a Freya. Ella negaba

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con la cabeza. Pero todo parecíaremoto.

Ida le golpeó en la cabeza con lamuleta.

Carl le soltó las manos, yentonces ella le pegó con ambospuños, fuerte, en la mandíbula. Elapenas lo notó, dio un paso atrás y,dejándose caer, se sentó en el suelode madera. Entonces levantó ambasmanos en señal de rendición. Elmundo se hizo pequeño.

Ida, pálida y sollozante, recogiólas muletas, bajó precipitadamente

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los escalones de la terraza y, congran esfuerzo, empezó a avanzar porla playa de guijarros. Carl la viotropezar y caer y volver a levantarse.Hasta que la niebla la engulló.

Carl agachó la cabeza, conscientede que la triste historia de su vida serepetía. Había recordado muchascosas de Freya desde que Ida llegó alarchipiélago de Saint Hauda. Depronto empezaron a asaltarloaquellas de las que no habíaguardado memoria. Momentoshorribles e inseguros. El día que la

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había visto besar en la boca a otrohombre en una pista de baile, y lasensación que experimentó cuandoella abrió los ojos y frunció el ceñoal ver la crispada expresión de él. Lanoche que, después de acompañarla asu casa —habían bebido y ambosestaban un poco aturdidos—, habíaintentado abrazarla por la cintura yella le había apartado suavemente elbrazo; él había insistido, y ella lohabía alejado de un manotazo y habíaentrado corriendo en la casa. Laspalabras que Freya le había dicho

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esa noche, y que él había rescatadode sus recuerdos. Se preguntócuántos momentos más habríaemborronado y falseado. De quéparte de su mundo podía estarseguro.

Cerró los ojos y escuchó loslatidos de su corazón, que envejecíaen su interior. Oyó los crujidos deEnghem Stead. Notó el ritmo de supulso, el leve silbido queúltimamente acompañaba surespiración.

Al cabo de un rato, la niebla

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había empezado a disiparse. Oyópasos. Levantó la cabeza y vio aMidas Crook, que estaba sin aliento.

—¿Qué quieres? —le preguntóCarl en tono desabrido.

Midas lo agarró por el cuello dela camisa y tiró tan fuerte de él queestuvo a punto de hacerlo caer de laterraza.

—¿Dónde está Ida?Carl apartó a Midas de un

puñetazo, tirándolo al suelo.—¿De qué estás hablando?—¡De Ida! —gritó el joven,

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levantándose—. ¿Qué le has hecho?—¡Vete a la mierda!Midas se abalanzó sobre él y

volvió a agarrarlo por el cuello de lacamisa.

—Mírame —dijo entre dientes—y dime qué le has hecho.

Carl se dio cuenta de que nuncahabía mirado a los ojos a aquelMidas Crook. Siempre lo habíaatribuido a la tediosa timidez delchico, pero ya no estaba tan seguro.Porque había un destello salvaje eimpredecible de desesperación en

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aquellos iris grises y compactos y ensus minúsculas pupilas. Nunca habíavisto nada parecido, ni en el padre nien el hijo.

—Estaba fu... fuera de mí —dijocon cautela—, e intenté... Ida se hamarchado.

Midas farfulló, furioso, y echó acorrer hacia la blanca bruma.

Lo lógico era pensar que Ida nopodía haber llegado muy lejos, peroa Midas le aterraba pensar que lo

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hubiera conseguido. El intenso fríose concentraba en forma de neblinaazulada sobre los charcos antes deque, al correr, sus pies losdestrozaran y los convirtieran enfuentes de hielo. Partículas de nieveexploraban la niebla. Pronto habríamás, pues todavía no habían llegadolas nevadas más intensas delinvierno. Nubes enteras de nieve seposarían en la tierra para morir.Miró a derecha e izquierda e imaginóa su amiga bajo una capa de hielo, lanieve y la niebla borrándola de la

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existencia.Entre la nieve que se aglomeraba

en la cortina traslúcida de la bruma,de pronto Midas vio algo que parecíasurgir de esa interacción deelementos atmosféricos: avanzaba amedio galope por la niebla, saltabacomo una gacela con patas blancas,delgadas y flexibles como árbolesjóvenes. El animal se detuvo, yMidas corrió hacia él, a punto deatraparlo. Bajo el pelaje destacabanunos músculos prietos; los de lagrupa se le tensaron cuando volvió a

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saltar. A Midas le pareció distinguiruna elegante cabeza y un destello deazul acerado a la altura de la nuca.

Corrió tras él entre una masa demaleza que apareció de pronto, comosurgida de la niebla. La nieve crujíabajo sus pies, que iban dejandohuellas sobre las de los cascos delanimal.

De pronto un árbol caído le cerróel paso; tenía la corteza cubierta deracimos de hongos que parecíanrosas de corcho. El animal salvó elobstáculo de un salto y se perdió en

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la niebla, al otro lado. Midas se paróy miró alrededor. Sin darse cuenta,se había dejado llevar hastainternarse en el bosque. Allí labruma era menos densa, quizá porquela absorbían los árboles que, casiapiñados, entrelazaban las ramas, laagrietada corteza y los troncoshuecos.

Entonces vio los animales.Un petirrojo que piaba en una

rama palidecía y pasaba del colorcastaño al blanco. Sus patas seconvirtieron en dos alambres níveos,

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y sus ojos, en dos piedras de granizo.El pecho conservó la mancha rojaunos segundos, pero luego también laperdió y pasó del rosa al blanco.

Saltó a otra rama, donde atrapóuna araña blanca con el pico.Momentos antes, la araña, marrón,estaba perfectamente camufladasobre la corteza del árbol. Unaardilla blanca que brincaba por elsuelo trepó hasta la copa del árbol,se sentó en una rama y juntó las patasdelanteras como si rezara.

Unos metros más allá había un

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cuerpo tendido en el suelo, con unabrigo espolvoreado de nieve. Midasse precipitó hacia allí.

—¿Ida? —susurró—. ¿Me oyes,Ida?

Ella abrió los ojos. Lecastañeteaban los dientes.

—Lo siento, Midas.—No digas tonterías. ¿Estás

herida?A Midas el invierno se le había

metido dentro del abrigo y bajo lacamisa, congelándole los pulmones;pero, pese a esa gélida ansiedad, el

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hecho de haberla encontrado hizo quele ardiera el corazón.

—Ponte mi anorak. No te tumbes,o se mojará y aún tendrás más frío.

—No me dejes.Midas la ayudó a levantarse y a

apoyarse en él. Estaba fría y pesadacomo el hielo; al arrastrar los pies,iba dejando un rastro irregular en lanieve. Tardaron un buen rato enllegar al coche caminando por unterreno esponjoso cubierto de raíces.Siguieron las huellas que Midashabía dejado en el manto nevado y el

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barro hasta que Enghem Steademergió como un espejismo entre laniebla, aunque lo único que leimportaba a él era su sucio ypequeño coche, que había dejadoaparcado cerca de la casa. No habíani rastro de Carl. Los pies de Idatintinearon al golpear la puerta delvehículo cuantío la ayudó a subir,pero cuando la hubo sentado en elasiento trasero sus mejillas habíanrecobrado algo de color, y Mitlasalzó la vista hacia el cielo, opaco,agradeciendo que no hubiera dejado

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caer una nevada más intensa. Sesentó junto a Ida y cerró laportezuela.

—Jo... joder, qué frío —protestóella.

—Ya lo sé. Lo siento.Ella asintió, amodorrada.—Tu abrigo. Gracias.—Aquí dentro entraremos en

calor.—Abrázame.—¿Q... qué?Ida entreabrió los ojos. No podía

enfocar a Midas. Tenía los iris de

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color ceniza tras los párpados rojos.—Rodéame con los brazos.Con cuidado, Midas la abrazó y

entrelazó las manos detrás de suespalda.

—Tienes que apretar —susurróella—. Si no, no es un abrazo.

El apretó suavemente. Sequedaron un rato así, recostados enel asiento, compartiendo el calor desus cuerpos hasta que la calefaccióndel coche empezó a notarse.

—Será mejor que nos vayamos—dijo Midas, separándose.

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Ella susurró algo pero él no llegóa oírlo. Entonces agachó la cabeza yla acercó a sus labios para escuchar.

—Tienes que ser más atrevido —susurró Ida—. Por favor. —Tiró deél y lo obligó a acercarse a su cara.Midas contrajo las facciones cuandoIda posó los labios entreabiertossobre los suyos y le rozó los dientescon la lengua. Pese a que Ida tenía lapiel congelada, le ardían el aliento yla saliva. Midas no atinaba adevolverle el beso: sólo podíaseparar y juntar los labios como un

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muñeco de madera. Pero lo encontróagradable, lo cual lo sorprendió.

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Capítulo 33

Midas hacía cuanto podía paraaparentar naturalidad y seguridadmientras llevaba a Ida en brazoshasta su casa, pese a notar sobre elpecho la forma de las costillas y lossenos de ella, que se apoyaba en élcon todo el cuerpo. Al entrar en elsalón, la ayudó a sentarse en unabutaca.

Noches antes, cuando Ida sehabía cambiado de ropa, a Midas le

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había impresionado su aspectoenfermizo. Tenía unas ojeras muymarcadas, más oscuras aún que lassombras que proyectaban susprominentes pómulos. Sus labiosestaban resecos y llevaba el cabellotoscamente recogido. Vestía unjersey de punto y una falda larga ygris, que confería a sus piernas laapariencia del sílex.

Midas golpeó los cojines delsofá, donde planeaba dormir esanoche.

—Ha dicho el hombre del tiempo

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que mañana hará sol. Podemosempezar a buscar otra forma decurarte.

—Te lo agradezco mucho,Midas, pero de verdad...

—Algo se nos ocurrirá. Yaencontraremos alguna pista.

—No lo dudo, pero, por mí,mañana puede tardar cuanto quieraen llegar.

—Vale. Duerme en mi cama. Yome quedaré aquí.

Midas notó la suavidad de losdedos de su amiga cuando le tendió

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las manos para levantarla de labutaca. Ida tenía la cintura delgada yfirme. Estar tan cerca de ella todavíalo ponía tenso, pero la emociónatenuaba esa tensión. La ayudó asubir la escalera de madera; luegocorrió de nuevo abajo, cogió lascosas de ella y se las llevó arriba. Laencontró apoyada contra la pared deldormitorio.

—Tengo demasiado frío paracambiarme —dijo Ida.

Midas la ayudó a tumbarse en lacama y la tapó con el edredón.

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Entonces lo agarró por el cuellode la camisa y tiró de él hacia sí;apretó los labios contra los deMidas, tiernos y palpitantes. Elintentó decir algo, pero ella lo besóaún con más ímpetu, hundiéndole unamano en el pelo, y le arañó el cuerocabelludo. Con la otra mano lerecorrió la columna vertebral, dearriba abajo. Midas estaba inmóvilencima de ella, no porque estuvieraparalizado, sino de puro embeleso.Al cabo de un rato, los besos de Idase hicieron más lentos, hasta que sus

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labios se separaron.Midas peleó con su lengua para

ser el primero en decir algo.—¡Ufffl —consiguió articular.—Quítate los zapatos.Midas obedeció. Ella empezó a

besarlo otra vez; lo agarró por unmuslo y le hincó las yemas de losdedos, mientras él mantenía susmanos inertes junto a los costados.«Dios mío», pensó Midas, feliz. Idale deslizó una mano por debajo de sucamiseta, y luego por debajo delapretado cinturón. Él profirió un

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sonido gutural.—Relájate —pidió ella

desabrochándole la camisa—. ¿Quépasa?

—Nada. En serio —replicó élnegando con la cabeza.

Ida le quitó la camisa, y él notólos primeros síntomas de relajación:sus músculos se volvían de gelatina.En lugar de caer como una estatuaderribada, se desplomó como unamuñeca de trapo. Los pulmones se lellenaron de Ida. Ella le cogió lasmanos y las guió por su sedosa

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cintura. Él recorrió su pielcentímetro a centímetro, palpó lossurcos entre sus costillas. Ella leagarró una mano y se la deslizó pordebajo del sujetador, donde seagarrotó como un guante; entonces leacarició los dedos, que volvieron acobrar flexibilidad. Midas notó untejido blando bajo el pulgar.

Ida se quitó la camiseta y sedesabrochó el sujetador. Alprincipio, la sombra que proyectabansus pechos lo hipnotizó, pero cuandoreparó en que ella tenía los ojos

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humedecidos se apartó. Idaparpadeó, pero él ya había visto lasmarcas del vientre.

Alrededor del ombligo seapreciaban unas espirales de pielblanca y mate. Partían de su cintura yle recorrían el abdomen, dibujandoun remolino alrededor del ombligo.Acentuaban la textura de la piel,surcada de hoyuelos, hasta hacerlaparecer de cítrico. En cada porohabía una motita que brillaba bajo laluz de la luna; juntas, componían elcianotipo del cristal, un alarde de la

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transformación que iba a producirse.Aterrado, se preguntó quéalteraciones habría llevado a cabo yael cristal en el resto del cuerpo deIda.

Seguía con la vista fija en sucintura cuando ella le puso una manoen la ingle, mirándolo en busca deuna señal de aprobación. Él asintió.Ida se quitó la falda; Midas tragósaliva.

—¿Qué pasa?—Nada.La piel de las caderas ya había

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adquirido el mismo blanco de lasmarcas de la barriga. En los muslosno quedaba ni rastro de color. Lainflamación producida por lascataplasmas casi había desaparecido,pero la piel tenía una textura gomosa.A la altura de las rodillas, encambio, la piel parecía translúcida.Se distinguía el rosa de los tendonesbajo una membrana cristalina. En laspantorrillas, transparentes, quedabanpedacitos de músculo, como confetique se marchitara en una calzadamojada. Y en la parte exterior de la

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rodilla derecha, la que se habíagolpeado en Enghem Stead, había unamancha de cristal que parecía másavanzada respecto al resto delproceso, rodeada de piel, como unapequeña ventana. Ofrecía una imagende los huesos cristalizados, igual quemuestras expuestas en un tarro.

Ida volvió a atraer a Midasencima de ella. Era imposible sentirtantas experiencias de golpe. El calorde los labios; el peso del livianocabello de Ida; el destello del blancosurcado de venitas de un ojo; el subir

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y bajar del pecho. Ida tragó saliva.La suavidad de su cuello. La tensiónde su vientre contra el de él. Lomullido de sus pechos. La frialdad delas rodillas. Sus rígidasarticulaciones. El peso muerto de suspiernas.

Al principio, creyó que laexpresión de Ida era de placer, pero,cuando sus jadeos alcanzaron un tonotorturado, ralentizó un poco susmovimientos. Ella se tapó la cara conlas manos.

—Me duele —susurró—. Es

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como si me clavaran cuchillos en lapelvis.

Midas se retiró y se tumbó a sulado.

—Creo que tengo cristal dentro—dijo, y a continuación sofocó ungrito, llevándose las manos alvientre.

—¡Ida!—Tranquilo, estoy bien.A través de una mancha

transparente y empañada de sucadera, Midas vio algo granate quelatía. ¿Sería un órgano? ¿El colon, la

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vejiga, el útero? Un sudor frío cubríael torso, los brazos y la cara de Ida,haciéndolos brillar intensamente. Lasvenas, color violeta, discurrían porla cara interna de sus muslos. Idaparecía un personaje salido de unsueño. Dejándose llevar, Midasalargó un brazo y hundió una mano enel cabello de su amiga.

Ese contacto le hizo comprenderque la amaba. El calor de su cuerocabelludo. La grasa de sus rizos.Enroscó el pelo alrededor de sumano, y éste retrocedió entre sus

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dedos como arena. Se quedaron largorato tumbados uno al lado del otro.Oyeron ladrar a un perro. Midas nopodía creer que hubiera vivido tantotiempo sin querer tocar a nadie ni sertocado. La fotografía le había hechoolvidar cuánto necesitaba esasensación.

Ida le acarició una mejilla. Él seencogió y luego se relajó.

—Quiero pedirte una cosa. —Idarespiró hondo y miró al techo—. Nosoporto esta inseguridad.

Midas aguardó. Se daba cuenta

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de que no siempre eraimprescindible hablar.

—Quiero estar contigo todo eltiempo que me quede —anunció,cerrando los ojos.

Los ladridos del perro cesaron.A Midas le pareció oír los copos quese posaban en el alféizar de laventana, y en algún rincón de la casa,una burbuja engullida por un caño.Permanecieron en silencio hasta queél notó que la respiración de Ida sevolvía más lenta. Giró la cabezahacia ella y vio que sus ojos se

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movían muy deprisa bajo lospárpados. Permaneció despierto,pensando que aquel momento eracomo el tiempo atrapado en unafotografía. El instante duraríaeternamente, en estasis. Saboreó unrato esa idea, y poco a poco fuequedándose dormido.

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Capítulo 34

La capa nevada se derretía en laciénaga. Unas minúsculas pulgas dela nieve, amodorradas durante elinvierno, habían abierto sus cámarasde hielo y salido a la luz de lamañana tras tantear el terreno con laspatas delanteras. Una nutria solitariase daba un baño frío en una lagunaque una semana atrás todavía estabahelada. El azul del cielo empapaba elamarillo enfermizo de los juncos y

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las azucenas, tornándolos de unverde apagado. Un trío de peces quehabían quedado atrapados en el hielodel río comprobaron el estado de susaletas y siguieron nadando.

Henry apartó los libros y losdibujos de insectos de su mesa y, concuidado, puso la vaca preñada en elcálido nido de un viejo gorro delana. El animal se acurrucó hastaacomodar su hinchada panza mientrasHenry seguía con los preparativos.Primero puso un calefactor eléctrico,de filamentos rojos, sobre la mesa.

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Luego sacó una cartera de piel de uncajón, en la que había un juego defórceps minúsculos fabricados por élmismo con pinzas de depilar yalfileres. La vaca gimió y hundió latestuz en la lana; no paraba de agitarla cola golpeándose las ijadas.

Henry acercó un poco el gorro ydeslizó un pulgar bajo el cuello de lares alada y entre sus patas traseraspara ayudarla a ponerse en pie. Elanimal consiguió levantarse, pero letemblaban las alas, y Henrynecesitaba apartárselas para poder

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trabajar. Tenía un arnés especialpara la ocasión, que le ciñó, sinapretarlo, alrededor de los hombros.Atado al arnés había un sencilloseparador de cartulinas que manteníalas illas extendidas y protegidas.

Cerró los ojos y respiróacompasadamente para apaciguar suslatidos. En el pasado se habíanproducido algunos accidentes, sobretodo en la primera época, pero,desde hacía unos años, la mayoría delos partos se llevaban a término conéxito. Y sin embargo... últimamente

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había descuidado un poco el rebañopensando en Evaline y en Ida, y noquería que eso le hiciera cometererrores durante una operación tandelicada. Dio un sorbo de ginebra ylo paladeó tratando de relajarse.Escogió un fórceps y lo sujetó entreel pulgar y el índice, concentrándoseen el metal hasta que dejó detemblarle la mano. Entonces, consuma precisión, abrió las diminutaspinzas y las introdujo en la vagina dela vaca. No podía calcular la fuerzaque ejercía el fórceps sobre el

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ternero que la vaca llevaba en elvientre, sino que tenía que obedecera su instinto para calcular la presiónnecesaria. Conteniendo larespiración, extrajo el ternero y loexpuso a la luz. Tras él salió laplacenta. La cría estaba envuelta enun saco amniotico amarillo que setensó cuando estiró las patas. Sumadre, jadeando aliviada, setambaleó y empezó a lamer el sacodesde la cabeza, revelando unacabecita negra y rizada con unamancha blanca en el morro. En el

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lomo, aunque difíciles de distinguirdel saco, estaban las membranas lilade las alas. Henry se recostó en lasilla, sonriente; cruzó los brazossobre el regazo y observó.

Siempre le emocionaba ver a lamadre lamer a su cría después delnacimiento para desprender laplacenta. Eso demostraba que lapasión no era un sentimientoexclusivamente humano, y ponía demanifiesto su carácter físico. Brindóa la salud de la vaca alada alzando elvaso de ginebra. La ternura y la

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emoción iban cogidas de la mano dela sangre y las vísceras.

Le habría gustado experimentarlopersonalmente.

Era asombroso lo que podíaafectarte un poco de interacción conotros seres. Henry le puso comida ala vaca alada y fue al cuarto de baño.Se lavó y luego bajó a comer unmendrugo rancio, con la esperanza decalmar su estómago. Había decididoir a Martyr's Pitfall. En el pasadohabía acudido allí dos o tres veces,pero se había limitado a espiar a

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Evaline. Siempre se había marchadoconvencido de que la mujer a quienhabía conocido ya no estaba en elfrágil cuerpo que él observaba ensecreto. No había anunciado ningunade aquellas visitas, pero esa vezpensaba avisar. Intentó plancharseuna camisa vieja, pero no recordabacómo se hacía; como estabanervioso, sólo consiguió marcarleunas tremendas arrugas. De todasformas, se la puso, se sirvió otrovaso de ginebra y lo apuró con prisasantes de partir.

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Mientras conducía hacia Martyr'sPitfall, notaba sus nervios tensoscomo tambores de guerra, unasensación que fue intensificándose amedida que se acercaba a la romacima del peñón de Lomdendol,coronada con pobres vetas de nieve.Cruzó los puentes zigzagueantes quellevaban a Lomdendol Island y sintióla sombra del peñón como un olordesagradable. Las laderas más bajasdel gigantesco cerro se hallabanpobladas de árboles enclenques conlas cortezas recubiertas de hongos

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muertos. Entre los árboles seatisbaban las austeras fachadas delas viviendas y las residencias paraancianos. Se fijó en que habíamuchas más casas deshabitadas quela última vez que había estado allí;los letreros de «EN VENTA»estaban caídos y cubiertos de barro yde huellas de neumáticos. Lapoblación más joven delarchipiélago de Saint Hauda habíaemigrado tras la prohibición de lacaza de ballenas, y quienes se habíanquedado allí estaban sumidos en la

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melancolía y la inactividad. Eso lehizo sonreír, pues le ayudaba aimaginar el archipiélago habitadoúnicamente por teses aladas.

La asistenta de Evaline,Christiana, fue a abrir la puerta y,como es lógico, no lo reconoció.Henry había olvidado que parahablar con Evaline tendría quepersuadirla. Se quedó un momento depie, pasando por alto sus educadas yatentas interrogaciones (¿En quépuedo ayudarlo? ¿Se ha perdido?).Luego entró en la casa esquivando a

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la chica; corrió por el pasillo, abriósin vacilar la puerta del salón e,incapaz de estarse quieto, se puso adar saltitos como si matara insectos.Evaline se levantó y acalló lasprotestas de Christiana llevándose undedo a la boca.

—Ho... ho... hola... —Henry sepasó la lengua por los labios, quesabían a ginebra.

—Henry Fuwa.Él reparó en que había estado tan

preocupado por cómo reunir el valorpara acudir hasta allí que no había

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pensado qué diría cuando llegara.En la habitación reinaba una

atmósfera irreal. Henry estaba a unmetro de distancia de Evaline, y sinembargo tenía la impresión de queentre ellos dos se alzaba una barrerade cristal. No podía estirar un brazoy tocarla, como no podía alargar unbrazo para tocar la bandeja del té niagacharse para rozar la alfombra.

Vio que ella estaba a punto deecharse a llorar. Su expresión normalse hallaba tan cerca del llanto quebastaría un sutil movimiento

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muscular para que se abrieran losconductos. Tampoco alteró supostura: permaneció con las manosentrelazadas y los hombros caídos.La verdad es que sólo cambiaron susmejillas: brillaban como una piedraen la ciénaga cuando nace un arroyo.

Habían pasado muchas cosasdesde la última vez que se habíanvisto, pero sólo el tiempo les dabapeso. La vida había sido una rutinadesde el momento en que él la viopor primera vez; una rutina cómoda,cierto, pero que impedía que los días

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se distinguieran unos de otros. Laimportancia acumulativa de todosaquellos años nada era comparadacon el único día que habían pasadojuntos con las libélulas a la orilla delrío. Sin embargo, en cierto modoaquellos años comprimidos eranresponsables de esa barrera invisibleque dividía el salón de Evaline endos, asignándole un lado a ella y otroa él. Era lo más tangible de la casa.Henry levantó un brazo y lo notó enel aire. Sus caras estaban a trespalmos escasos, pero su mano no

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podía acercarse más. Ella tambiénalzó una mano, de manera que suspalmas quedaron separadas por sólounos centímetros. Un panel de airedel grosor de una uña separaba susdedos, pero Henry ni siquiera podíasentir el olor de Evaline, ni sualiento.

Permanecieron así hasta que a élempezó a dolerle el codo, y cuandobajó la mano, ella hizo otro tanto,como si fuera su reflejo. Volvió asentarse en su butaca, clavó lamirada en su nevado jardín y aferró

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con ambas manos la taza de té, yafrío. Se la acercó a los labios y dioun sorbo. Henry salió sin hacer ruidoy cerró cada puerta, la de lahabitación, la del pasillo, la de lacasa... con la sublime delicadezaadquirida tras años de cuidado de lasreses aladas.

Fuera, la sombra del peñón deLomdendol lo amortiguaba todo. Nohabía tráfico. Un gato se refugió enun seto nevado, procurando no rozarlas hojas. El coche de Henry resoplóalterando el silencio cuando salió de

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Martyr's Pitfall. Regresaría junto asus reses aladas y a los zumbidos ychasquidos de la ciénaga, y jamásvolvería allí.

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Capítulo 35

En los tejados de Ettinsford, alderretirse la nieve, aparecían I rozosde pizarra limpia, cuerpos de luzlíquida que refulgían donde durantesemanas sólo había habido un blancosucio. Frente a la iglesia de SaintHauda, un carámbano que colgaba dela nariz de la estatua del santogoteaba sobre los pliegues de broncede su túnica. El estrecho deEttinsford se ampliaba a medida que

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los cursos de agua descendíanborboteando por las pendientes delparque. Los coches circulabandespacio por las calles mojadas, ylos faros convertían en bombillas losadoquines. En el jardín de Midas, unmirlo daba saltitos bajo el canalón,hasta que le cayó encima una bombade nieve. Entonces graznó e,indignado, agitó las plumas. El goteode los canalones tamborileaba en latapa del cubo de basura, por dondeunos hilillos de agua trazabanindecisos caminos. De los árboles

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cuyas ramas se inclinaban sobre lavalla caían montones de nieve quehacían temblar los arbustos.

Midas tarareaba una melodíamientras la leche para prepararchocolate hervía a fuego lento en unacacerola. Esa mañana notaba elcuerpo más limpio, como si lehubieran extraído algo tóxico, perose trataba de una sensación que nadatenía que ver con el sexo. Era, másbien, obra de algo que estaba fuerade su cuerpo, fuera del cuerpo deIda. Una especie de colisión.

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Esa mañana había tardado cincominutos en levantarse de la camaporque no quería despertar a Ida. Sucama siempre había sido un objetofuncional donde se metía cuandotenía sueño y del que salía cuandohabía descansado, pero la cabeza ylos hombros desnudos de Ida sobrelas almohadas lo transformaban. Lamano doblada junto a la barbilla y elpálido cabello recogido en la nucatenían un carácter ornamental que laspartes de cristal de su cuerpo,ocultas bajo las sábanas, jamás

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conseguirían.Le había quitado las pilas al

despertador para que el tictac no lamolestara, mientras rogaba que lanieve del jardín no hiciera ruido alderretirse y caer. Un coche tocó labocina al pasar, y a Ida le temblaronlos párpados; entonces élcomprendió que tarde o tempranotendría que despertar, y decidióhacer lo posible para que fuera undespertar tranquilo. De ahí que leestuviera preparando el desayunocon tanto sigilo.

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Sonó el timbre de la puerta.Fastidiado por la interrupción, vertióla leche caliente, mientras se decíaque seguramente sólo serían Gustav yDenver, los cuales entenderían queesa mañana necesitaba intimidad.

Abrió la puerta y encontró aChristiana tirando, nerviosa, de lospuños de las mangas de su abrigo.Habían esparcido sal en la calle, y lanieve, reblandecida, daba a la calleel aspecto de una extensión deceniza.

—Hola —la saludó Midas.

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—Señor Crook, he venido atraerle unas cosas que le pertenecen.De casa de su madre.

—En casa de mi madre no haynada mío.

La chica parecía irritada. Se diola vuelta y volvió a su coche,mientras Midas la observaba. Al finsalió de la casa y cerró la puertapara que el frío no se colara en lacasa y despertara a Ida. Metió lasmanos bajo las axilas.

El maletero del coche estaballeno de cajas de cartón.

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—¡No son mías! —le gritóMidas, que sabía perfectamente aquién pertenecían.

—Pero ya va siendo hora de quese las quede. Están acumulandopolvo.

—Estupendo. Por mí, puedenpudrirse.

—Ahora eso es asunto suyo.—¿Qué ha pasado? ¿A qué viene

esto?—Su madre... está haciéndose

mayor, señor Crook.—No me llame así, por favor.

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—Es su nombre, ¿no? —repuso,y empezó a descargar las cajas en elsuelo.

—Las destruiré.—Me parece muy bien.Midas alzó las manos,

exasperado, pero Christiana no tardóen vaciar el maletero de cajas yvolvió a meterse en el coche.

Cuando arrancó, los neumáticosdejaron surcos en la nievesemiderretida. Un par de minutosmás tarde, fue hasta la calzada yempezó a trasladar las cajas a la

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casa.Antes de morir, su padre había

dividido en dos todas suspertenencias, había empaquetadocuidadosamente una mitad y se habíallevado la otra en la barca. Midassuponía que esas cajas debían decontener los mismos libros, revistas,diarios y documentos que habíanhecho arder la barca. Sólo quepesaban muy poco. Estaban todasetiquetadas, con la fecha de embalajeescrita por su padre. Cuando huboterminado de entrarlas, el chocolate

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caliente que había preparado paraIda estaba enfriándose.

Ida despertó y se desperezó.Cada vez le costaba más levantarsede la cama. Estuvo tentada de llamara Midas para que la ayudara, pero seimaginó la escena y le parecióridículo. Se levantó sola y, poco apoco, fue hasta el espejo.

Se levantó la camiseta comohabía visto hacer a Saffron Jeuck enel vídeo de Emiliana. Los rastros de

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piel endurecida de su barriga teníanpeor aspecto esa mañana. Le habíanarrugado la piel mientras dormía,dejando líneas rojas que discurríanen vertical hacia sus pechos.

Torció una pierna para examinarel parche de cristal que tenía en laparte externa de la rodilla. A travésde ese parche vio unos chorritos desangre que todavía corrían porencima del corte transversal de surótula, y la esponjosa médula, entremorada y gris.

Se tapó la boca con las manos

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para estornudar, y luego tuvo quesecárselas en la camiseta porque nole había dado tiempo de llegar a lospañuelos de papel. Se sintióasquerosa. Se quitó la camiseta y latiró en el cesto de la ropa sucia deMidas. El movimiento le produjopunzadas de dolor en los costados ylas axilas.

El cristal estaba extendiéndosemuy deprisa. Aquella última semanahabía avanzado tanto que creía que,si se sentaba una hora delante delespejo, vería el proceso en que la

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piel iba perdiendo brillo y se volvíamás y más translúcida. Las marcasbrillantes que habían trazado unremolino sobre su abdomen notardarían en rellenarse, y toda subarriga adquiriría un tono blancoopaco y un tacto gomoso. Luego lapiel empezaría a volversetransparente, y poco después, losórganos internos —los riñones, losintestinos— también secristalizarían. No quería hacerconjeturas sobre qué pasaría másadelante.

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La asaltó un recuerdo de suinfancia: dibujaba una espiral conpegamento en su barriga, y luego lorociaba con un tarro entero depurpurina.

Cogió las muletas y, conesfuerzo, rodeó la cama; fue hasta laventana y retiró los visillos. Era díade mercado en Ettinsford, y loscompradores iban de un lado paraotro por la nieve, entre los puestos.Un par de colegiales con blazersgastados compartían furtivamente uncigarrillo, observados desde detrás

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de un buzón de correos por dosancianas que murmurabanmisteriosamente. De pronto Ida sesintió vieja y decrépita. Soltó losvisillos y se llevó las manos a lacara ocultando una mueca de dolor.

Al final, lo que la animó arecogerse el cabello, ponerse unacamiseta y una falda limpias y bajarla escalera fue pensar en el hombreque estaba abajo y en la vida deaislamiento que llevaba. Ya no podíacontar con Carl, y Henry Fuwasiempre había estado en lo cierto

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respecto a que su mal no tenía cura;por eso Ida encontraba un alivioagridulce en la soledad de aquellacasita adosada. No solía habervisitas, las ventanas apenas teníanvistas y no había televisor. Allíestaban solos Midas y ella, retiradosdel mundo. Allí podía convertirsetranquilamente en cristal, con el amorcomo única distracción.

Encontró a Midas sentado a lamesa de la cocina, tapando unafotografía con la palma de la mano.

—Buenos días. No hagas como si

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no pasara nada, por favor.Midas levantó la mano de la

fotografía y se la mostró: era la fotode su padre, que había quitado de lapared y a la que le había agujereadola cara con un lápiz.

—Dijiste que era la única copiaque tenías.

—Lo es. ¿Sabes por qué lo hehecho?

Ida no respondió.—Para ver si me sentía mal. Y no

me he sentido mal, claro.—El pasillo está lleno de cajas.

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—Son de mi padre. La asistentade mi madre las ha traído estamañana.

—¿De tu padre?—Sí.—¿Vas a decirme qué contienen?—No lo he mirado.—Pero Midas, suponía que...—¿Suponías que sería tan

estúpido como para mirar? —repusoél, esbozando un gesto deexasperación—. ¡Por favor, Ida!¡Cada una de esas cajas es una putacaja de Pandora!

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—Estoy segura de que eso es loque habría dicho tu padre.

Ida confiaba en que esacomparación lo hiciera reaccionar,pero sólo consiguió acentuar laexpresión de melancolía de Midas.Si no hubiera perdido la agilidad, sehabría lanzado sobre él y lo habríabesado apasionadamente, perocuando hubo logrado rodear la mesarenqueando le pareció que erademasiado tarde.

—Mira —dijo cogiéndole unamano, que notó fría al tacto, y con los

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dedos inertes—, recuerdo quecuando murió mi madre, algunos denuestros amigos revisaron sus cosas,para que nosotros sólo tuviéramosque enfrentarnos a lasverdaderamente importantes.¿Quieres que mire yo tus cajas? —Midas murmuró algo y se removió enla silla, con la vista clavada en elsuelo de la cocina—. ¿Eso qué hasido? ¿Un sí o un no?

—Puedes deshacerte de ellas sime prometes que no harás nada más.Pero... te vencerá la curiosidad. Las

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abrirás. No podrás evitar decirmequé guardan.

—Claro que podré —aseguróella, aunque sospechaba que Midastenía razón.

—No, Ida. Voy a dejarlas comoestán: cerradas. Quizá las guardebajo llave en algún sitio. Al fin y alcabo, nunca utilizo el salón.

—Eso es ridículo.—¿Eso crees?—¿Por qué me hablas con

brusquedad?—Y tú, ¿por qué sacas el tema?

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—O me pides disculpas, o memarcho —amenazó Ida apretando lospuños.

—Lo siento. No quería ponermeasí. Es que...

—¿Vas a dejarte vencer poreste... por esta dichosa creencia enque las cosas jamás deben cambiar,por muy jodidas que estén? Si estásenfadado conmigo por introducirinseguridad en tu vida, puedesdejarte bigote y ponerte gafas yconvertirte en ese producto de tuimaginación que crees odiar.

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—Si fuera sólo producto de laimaginación, yo...

—¡No! ¡Lo único que eres es elcuerpo que está sentado en esa silla!Tu padre no está contigo, ni siquieraen espíritu. Recurres a él para notener que responsabilizarte de lascosas que odias de ti mismo. ¡Tengoque ser franca contigo, porque no nosqueda mucho tiempo!

—No seas así, Ida —pidió al finél, tras tragar saliva—. Nosotros sítendremos tiempo.

Ella puso los ojos en blanco.

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—Espera, Ida. ¿Adónde vas? —Y corrió tras ella.

La muchacha ya estaba entre lascajas, arrancando con rabia la cintaadhesiva que sellaba la primera.Midas, mordiéndose los nudillos, lavio volcarla y vaciar su contenidosobre la alfombra.

—No puedes...Abrió otra caja y la vació

también, provocando una lluvia depolvo y cacharros.

Fue abriéndolas todas, una a una.Cuando cogió la última, vaciló un

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momento y dijo:—Es tu última oportunidad.Midas se acercó y la agarró. La

agitó, pero no sonó nada. Dentrodebía de estar todo muy apretujado.Arrancó la cinta adhesiva y aspiró elaire contenido. Entonces cerró losojos y la puso boca abajo: cayeronun montón de objetos, y uno de ellosle rebotó en un pie. Miró hacia abajoy vio las gafas de repuesto de supadre, fuera de la funda.

Al ver el revoltijo de objetosesparcidos por el suelo, se preguntó

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qué esperaba. Un traje de chaqué,que había estado pulcramentedoblado en la caja, yacíadesordenado en la alfombra; todavíatenía una rosa amarilla, seca,enganchada en la solapa. Un relojdigital se había detenido a las 14.32horas. Junto al reloj había un cochede juguete, que Midas cogió,vacilante. El metal estaba frío, y lasruedas atascadas. «Midas Crook»,estaba escrito a mano con letra deniño (no la suya) en la parte inferior.Lo sostuvo en la palma, percatándose

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de que apenas pesaba. Aquellosobjetos sólo eran vestigios de supadre. No les tenía miedo (se detuvoen esa reflexión un momento paracomprobar que no lo había pasadopor alto). No había libros nidocumentos ni comunicados desde elmás allá. Sólo... cachivaches. Miró aIda, que sonreía orgullosa.Comprendió que él temía enfrentarsea una especie de maldición de losfaraones, pero no había caídofulminado. Sonrió también. Servaliente no era tan difícil.

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No podía seguir de pie.Suspirando aliviado, se sentó en elsuelo y se tumbó entre los objetospersonales de su padre y el polvoacumulado.

—¿Qué piensas hacer con todoesto? —preguntó ella al cabo de unrato.

—Tirarlo por un acantilado.Ida soltó una carcajada.—Perdóname —se excusó él.—¿Por qué?—No era así como había

planeado esta mañana. —Se levantó

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—. Y hay otra cosa.Fue al armario que había bajo la

escalera y cogió una pequeña cajafuerte. Introdujo variascombinaciones en la cerradura,vaciló, hasta acertar y abrirla por fincon expresión seria y decidida.Extrajo un libro, como si retirara unaoclusión de una tubería de desagüe.

—¿Qué es?Estaba encuadernado en cuero

negro, con una cinta gris cosida en ellomo a modo de punto de lectura.

—Su mierda de libro. El

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borrador. Manuscrito. Lo heredé yo.—Sonrió antes de añadir—: Nuncalo he abierto.

—Genial.

Su padre despertó a media noche,con el corazón acelerado; fue alcuarto de baño y tosió inclinadosobre el lavabo. A oscuras sólodistinguió un fluido gris queresbalaba poco a poco por eldesagüe, pero notó en la boca elsabor a sangre y bilis, y cuando tiró

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del cordón de la lámpara vio unasmanchas rojas en el lavabo,salpicadas de cristales del tamaño decabezas de alfiler.

Como no podía dormir, subió aldesván con intención de acabar decerrar y apilar sus cajas. Luego setumbó con las manos sobre los ojos,rodeado de bolas de papel arrugado:sus emborronados intentos deredactar una explicación. Todas suspalabras estaban guardadas en el otromontón de cajas, el que seencontraba abajo, junto con sus

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libros y sus documentos, listos paraarder. Por un instante sus labiosesbozaron una sonrisa. Le gustaba laidea de haber dividido la vida en dosmitades. Su vida académica, deestudio, se había separado de la vidaque estaba guardada en las cajas deldesván, los restos de la experiencia yel sentimiento.

Pasó las frías manos por lasuperficie de su cuerpo y se palpólos huesudos brazos, la lisa calva, elpene y los testículos (y pensó en elbreve esfuerzo que habían realizado

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para engendrar a su hijo).Trató de preocuparse por lo que

pensaría Midas de él. No pensabapreocuparse por Evaline (ellaencontraría a otro hombre, sin duda,a ese que le enviaba libélulasmuertas), pero por su hijo sí. Sinembargo... cada vez que lo intentabasentía aquella afilada estrella decristal alojada junto al diafragma, lapresión de la sangre bombeada porsus venas. Entonces se asustaba ysabía qué iba a pasarle a su cuerpo.

Había investigado. No quería

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dejar una estatua petrificada queotros contemplarían boquiabiertos.

Al final escribió «QueridoMidas», y una vez plasmadas esasdos palabras, fue como si las otrasfluyeran por su brazo hasta la manoque sujetaba el bolígrafo, como siesas dos primeras fueran el tapón quemantenía a las otras encerradas.

No estaba seguro de si ese Midasal que se dirigía era su hijo, o élmismo, o una amalgama de variasgeneraciones. A veces se preguntabasi estaría escribiendo a Evaline, o a

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su amable padre, con quien habíaacabado llevándose tan mal. O quizáa su austera madre, o a alguien aquien jamás llegaría a conocer: a sunuera, o a los hijos de su hijo. Loúnico que sabía era que, para él,escribir nunca había sido algo íntimoy personal, sino una mera exposiciónde teorías y críticas. Las páginas sellenaban de líneas negras queparecían caravanas de hormigas, eincluso cuando le ardía el corazón, yle pesaba como roca fundida,conseguía que las palabras siguieran

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fluyendo. De pronto aquel flujo cesó,pero lo que ya había escrito eraexacto. Sabía que no había necesidadde corregir aquellas páginas. Cuandodejó el bolígrafo, tenía los músculosde la mano agarrotados.

Había escrito casiexclusivamente acerca del cristal quecrecía en su corazón. Acerca delruido hueco de sus latidos, parecidoal de los golpes de un tenedor en unacopa de vino. Acerca del dolor queexperimentaba cuando subía un tramode escaleras, o cuando caminaba

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demasiado deprisa calle abajo paracomprar el periódico. El mismodolor que notaba si se le aceleraba elpulso. Una caricia de su esposabastaba para que su pecho se llenarade pinchazos, como le había pasadoal mirar una fotografía de unabiblioteca que su hijo le habíadejado en el estudio, a modo deregalo: le había retorcido el esófagoy clavado las uñas en los pulmones.

Se recostó en la silla y sepreguntó qué sería de esas otraspáginas, las que acababa de escribir.

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Era demasiado tarde para entregarlasen mano, pues se arriesgaba a crearun momento emotivo, y eso quizá lodesviara de sus planes. No, se lehabía ocurrido una idea mejor. Pasóun dedo índice por los lomos de loslibros de una de las estanterías hastaque encontró el borrador de Sobre labelleza, que había encuadernado encuero negro como la melaza. Erainútil volver a la cama, porque eldolor del pecho y la emoción lohabían alterado. Se puso la chaquetade tweed y un pantalón de pana y se

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fue al coche con su libro en una manoy las páginas de la carta reciénescritas en la otra. Libros. Lectura.La magia del papel y la pluma. Suhijo todavía tenía que descubriraquel mundo, pero quizá la lectura deaquellas páginas supusiera elmomento decisivo. Había escritosobre todo cuanto temía y más. Habíadescrito los rayos X, el momento enque por primera vez se enfrentó a esaoscura y transparente cartografía desí mismo. Creía que esas palabrasserían la conexión entre padre e hijo

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que siempre había soñado con versurgir, desde el día que fueengendrado el chico.

Condujo bajo las estrellas, porcarreteras oscuras, hastaGlamsgallow. Aparcó frente alpequeño taller de encuadernación,con aquellas páginas sueltas y elborrador encuadernado en piel en elregazo, y se quedó esperando a quellegara el amanecer, la hora deapertura, una oportunidad paraarreglar las cosas.

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Midas e Ida fueron hacia el sur,hacia Gurmton, por la carretera quediscurría en lo alto del acantilado. Elmar estaba cubierto de niebla, lo queles impedía calcular la altura a laque se hallaban. Cuando aparcaronen un mirador desierto y Midasarrastró las cajas hasta el mismísimoborde del terreno, parecía queestuviera de pie en la orilla de unlago de nubes. Unas infladasalmohadas blancas se extendían hastael horizonte, creando un paisaje

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demasiado celestial para su gusto.Lo primero que sacó de las cajas

fue el traje de chaqué. Lo alzó contrael viento, que se lo arrebató antes deque pudiera soltarlo; primero learrancó los pantalones, y luego lachaqueta, y ambas prendas seperdieron en la niebla. Acontinuación les llegó el turno a lasgafas paternas, que el viento hizogirar como una peonza. Unos dadosde póquer de ballena se precipitaron,entrechocando, hacia las nubes. Unviejo pañuelo que nunca le había

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visto se hundió en la bruma como unamariposa empapada. Dejó que losvestigios de su padre fueranesfumándose uno a uno, y cuando loshubo lanzado todos a las nubes desdeel acantilado, arrojó también lascajas.

Por último estaba el libro, queIda le entregó con cierta solemnidad.Por un instante, Midas vaciló y pensóque si pudiera descifrar la caligrafíaacadémica de su padre, quizádescubriera por qué su autor se habíaquitado la vida. Pero mientras lo

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sujetaba y pasaba un dedo por lacubierta, con cuidado de no doblar ellomo al abrirlo por primera vez y verlas páginas, todavía intactas, tuvo unvivo recuerdo de su padre realizandoexactamente los mismosmovimientos. Entonces arrancó lastapas y lanzó con furia las hojas, quelucharon contra el viento comocriaturas aterrorizadas, golpeándoseunas a otras.

Entonces ocurrió algoinesperado: sin poder evitarlo, gritó«¡No!» e intentó recuperar las hojas

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mientras la extraña caligrafía paternase agitaba por el cielo; pero yaestaban muy lejos de su alcance,entre las nubes. Al lanzarse trasellas, tropezó, e Ida tuvo quesujetarlo para que no cayera por elprecipicio. Cundo tiró de él paraalejarlo del acantilado, Midas perdióel equilibrio y cayó hacia un lado,sobre la hierba, y como iba sujeto albrazo de Ida la hizo caer también.Ella chilló, pero se desplomó encimade Midas, y aunque estuvo unosminutos resoplando y jadeando, no

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debía de estar muy consternada,porque apoyó una mejilla contra lade él y se quedó en esa postura.Ambos permanecieron así mirando elmar, un infinito manto de nubes.

Estuvieron en esa posición largorato; Midas se maravillaba de loliviano que era el cuerpo de Ida,excepto más abajo de las rodillas,donde el cristal la fijaba al suelo.

Entonces notó que le caía unalágrima en la cara. Alarmado, estiróuna mano para enjugarle la mejilla aIda. Pero su piel estaba seca y suave.

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Ida sonrió: sólo había sido una gotade lluvia. Cayó otra en la hierba, a sulado.

Unas columnas de bruma habíansurgido del mar, elevándose porencima de sus cabezas y formandonubes de lluvia. Ida se incorporó concuidado. Midas se levantó y laayudó. Iba delante de ella, caminodel coche, cuando Ida lo detuvodándole un suave golpe en la caderacon una de las muletas, con la que ala vez señaló una hoja de papelarrugada que había quedado atrapada

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entre la hierba, y a la que la lluviaparecía haber eludido.

Midas recordó el nudo que se leacababa de hacer en la garganta alver las hojas del libro echando avolar hacia las nubes. Se acercó,nervioso, a aquella hoja y la recogió.

La lluvia y la humedad de lahierba habían emborronado la tinta,extendiendo cada letra hasta formarun borrón acuoso azul y negro. Eltexto era ilegible, con excepción delas dos primeras palabras, escritasen la parte superior izquierda de la

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página: «Querido Midas.»Volvió a hacérsele un nudo en la

garganta. Las otras páginas ya debíande estar a kilómetros de distancia,más allá de aquella masa de brumaopaca, pero no importaba lo quehubiera escrito en ellas: el esfuerzo yel secretismo de su padre bastaban.Si aquellas palabras hubieran sidodolorosas, su padre no habría tenidoreparos en pronunciarlas, y jamás sehabría tomado tantas molestias paraesconderlas. Midas arrugó la hojacon parsimonia, pero no la lanzó

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como había hecho con las otras. Se laguardó en el bolsillo de la camisa, sevolvió hacia Ida y esbozó una sonrisaque se tornó sincera cuando ella lobesó en los labios.

A diferencia de la costameridional, que era donde se habíantumbado Midas e Ida, las orillasorientales del archipiélago estabandespejadas, y desde lo alto de losacantilados se contemplaba una calacon rocas puntiagudas y restos de

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naufragios. Henry Fuwa estabasentado con las piernas colgando enel acantilado; el viento agitaba lasperneras de sus pantalones. Sacó elcorazón de cristal de Midas Crookde la bolsa de plástico, que lacorriente de aire le arrancó deinmediato, estrujó e hizo girar antesde inflarla como un pez globo ylanzarla hacia el horizonte.

Puso el corazón sobre susmuslos, y el color de sus pantalonesbrilló a través de él.

—Tú y yo casi no nos

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conocíamos, pero, aun así, traté deentenderte.

Unos frailecillos gritabanapostados en una lejana pirámiderocosa.

—Ahora comprendo que no erestú quien me fastidió durante tantosaños, sino lo que estabaocurriéndote. —Tamborileó con losdedos en el corazón cristalizado—.Lo llevabas muy mal, claro; tedesquitabas con otros. Nunca loafrontaste. Así que no quiero quepienses que guardé esto por lástima.

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Sólo era... una forma de ganar tiempopara tratar de comprenderte. Ahoraque te entiendo... me doy cuenta de locobarde que fuiste al final. Porsuicidarte en lugar de luchar.Porque... ¿y si...? —Cogió el fríocorazón de cristal y lo sopesó con lasmanos. Notaba la caída delacantilado a través de sus botas degoma. El viento le echaba el peloatrás, le lanzaba aguanieve en la caray lo obligaba a entreabrir la boca,exponiendo las encías. Pensó en elcadáver de la ciénaga—. Dejaste de

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confiar muy pronto en que pudierahaber un «y si», ¿verdad? ¿Y si,aunque te hubieras convertido porcompleto en cristal, hubieras podidovolver?

El tampoco creía en esaposibilidad. Pero en su caso nopodía haber gran cosa excepto fe.

Lanzó el corazón al mar sinpensárselo mucho. Cayó en picado yse estrelló contra las agitadas olas.La espuma salpicó y se formó unanube de astillas de cristal y gotas deagua que se expandió y encogió en un

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último e inútil latido antes degolpetear en el agua.

Henry suspiró. Miles de Evalinesorbitaban en su pensamiento.

—Yo tampoco creo que haya un«y si» —admitió—, aunque nopierdo la esperanza de encontrar uno,en algún sitio.

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Capítulo 36

Cuando Midas se marchó atrabajar a la floristería, aquella casadejó de parecerle tan acogedora aIda. Se dio cuenta de que lo únicoque estaba haciendo era esperar aque él regresara, así que decidiósalir un poco. Tras subir conesfuerzo una pendiente, mientrasnevaba, llegó al sitio más cercanoque se le ocurrió donde podríasentarse sin que la molestaran. Los

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árboles del cementerio de la iglesiade Saint Hauda tendían las retorcidasramas hacia sus hermanos de losbosques que crecían más arriba.

Estaba sola en el templo. Sesentó en un banco con cojines yaspiró el olor a vela gastada. Unavidriera representaba a un ejército deángeles que contemplaban,impasibles, cómo Saint Haudaatravesaba volando las aguas delestrecho de Ettinsford, transportadopor una bandada de gorriones. Elvidrio había perdido color, y la

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imagen se veía en blanco y negro, loque, supuso, era inevitable. En elaltar había un jarrón con floresblancas, que imaginó que eran deCatherine's.

Un párroco entró en la iglesia porla puerta de la sacristía, borró losnúmeros de los himnos de la pizarray volvió a desaparecer. En el estantetrasero del banco que Ida teníaenfrente había una biblia. Ida laapartó con suavidad y apoyó lacabeza sobre la madera.

De niña había presenciado un

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desprendimiento de tierras: unacantilado se había derrumbadosobre el agua. Estaba de picnic consus padres en el otro extremo de labahía, contemplando los acantilados,donde el sol descubría cálidosdestellos dorados. Hacía un díasereno y el mar estaba en calma y deun azul celeste. De pronto, al otrolado de la bahía, las rocasempezaron a resbalar hacia lasaguas, como si las hubieranseccionado con un gigantescocortador de queso. Las rocas,

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cúbicas, se desprendían de la costa acámara lenta, arrastrando unresplandor amarillo de arenisca quese juntaba en el aire con la rociadade espuma. En cuestión de segundos,la forma del acantilado habíacambiado y se había convertido enuna maraña de piedra y hierba, y elmar acariciaba las rocas ambarinascedidas por la tierra.

Ida se había preguntado a vecesqué había pasado, sin que nadie loviera, en el interior de aquelacantilado. Qué fisuras y abismos

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ocultos lo habían preparadofurtivamente para su rendición final.Esos últimos días, le habían dolidopartes del cuerpo que hasta entoncesjamás le habían dolido. Un dolorcomo dentro de una costilla. Undolor a lo largo de la columnavertebral. Un dolor en la cara internadel muslo que parecía del tamaño deuna caverna.

Miró las otras vidrieras de laiglesia. Una serie de santos se habíandescolorido también, como SaintHauda. Haría falta alguien con

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conocimientos bíblicos de laprofundidad de los de su padre parasaber qué figura representaba a quésanto; para ella eran todos iguales.Fantasmas hermosos. En la vidrieraque tenía más cerca se veía a unamujer virginal que sostenía una urna.A través de su cara y su túnica,distinguió el movimiento de un árboldel cementerio, cuyas ramas agitabael viento.

Se estremeció. Levantándose conesfuerzo, salió de la iglesiaayudándose de las muletas, cuyo

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ruido al apoyarlas en el sueloresonaba en el techo.

* * *

Midas pasó la mañanarepartiendo ramos por Ettinsford ylos pueblos de los alrededores. Laúltima entrega de la lista lo llevóhasta el extremo de la ruta de lossalientes de granito, más allá deTinterl. Aquella ruta era una línea de

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cumbres bajas que atravesaba lasislas hasta el peñón de Lomdendol.No había estado allí desde el funeralde su padre, y le había sorprendidorecibir el encargo. Tenía grabada enla mente desde su infancia ladirección que le habían dado: losinhabitables peñascos que rodeabanWodenghyll Force, unaimpresionante cascada de alturaequivalente a cinco casas, cuyarociada anunciaba su presencia comoel humo de una hoguera. Al subir porla carretera desde Ettinsford, parecía

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que de cada grieta de cada rocabrotara un hilillo de agua cristalinaalimentada por la intensa nevada. Adiferencia de casi todo cuanto habíaen aquellas islas, las paredes de rocagris y las peladas pendientes eran tangrandes como las recordaba de suinfancia. Unos saltos de aguasecundarios brotaban de las paredesde roca y caían en profundas lagunas,rociando de agua las carreterasllenas de baches.

Las cascadas de Tinterl nunca sehabían granjeado la admiración de

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los turistas. Ni siquiera la tremendafuria de Wodenghyll Force poseíasuficiente atractivo para alejar a losvisitantes de la isla de las playas y lavida marina. Era impresionante comocualquier gran obra de la naturaleza,pero, pese a su ferocidad, le faltabagrandiosidad. En el viejo mapa de laisla de su padre, Wodenghyll era laque había merecido la anotación máslarga:

un bramido que resuenaen las laderas del monte

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una vez vi un tordoatravesar la cortina de agua,

que lo derribó; sus huesosdoblados y aplastados.

aquila naturaleza se odiaa sí misma; cada saliente de

roca es unamonstruosidad.

Bonito.

En el mirador que había en loalto de Wodenghyll Force habíancrecido enredaderas y unos jugososmusgos, que reventaron como

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babosas cuando los neumáticos losaplastaron al aparcar. Llevaba elramo en el asiento del pasajero, unestrecho manojo de tallos y pétalos.La rociada de Wodenghyll Forceenturbiaba el cielo, pero aun asíMidas veía una gran extensión de losbosques del interior de la isla,cubiertos de nubes. En cambio, nodivisaba ni una sola casa dondeentregar el ramo.

Sin embargo, reconoció el cocheque estaba aparcado en el mirador, elúnico vehículo que había.

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Sentado al volante, Carl Maulsense mordía las uñas. Lo primero quepensó Midas fue en llamar a lapolicía, pero la postura de aquelhombre translucía su derrota. Unaincipiente barba plateada le cubría labarbilla. Midas no se sintióintimidado ni sometido, como lehabía ocurrido hasta entonces enpresencia de Carl. Se acercó y diounos golpecitos en la ventanilla,disfrutando de esa recién estrenadaseguridad que Ida llamaba valentía.El hombre vaciló un momento y bajó

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el cristal.—¿Qué es esto? —preguntó

Midas.—Una disculpa.En los asientos traseros había

mantas y almohadas, una mochila yuna maleta. Por la ventanilla emanócierto efluvio.

—¿Has dormido aquí?—No puedo volver a casa —dijo

Carl, abriendo la puerta del pasajero—. ¿Subes? Por favor.

Midas negó con la cabeza,inclinándose un poco más para oírlo.

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Las otras veces que se habían visto,había hablado con voz potente yvibrante. Ahora, los silencios entresus frases estaban llenos de la furiade la cascada.

—Me marcho. A América,quizás. Lejos de estas islas, esoseguro.

Midas guardó silencio.—Creo que los lugares se

apoderan de nosotros y nosconvertimos en meros elementos delpaisaje, adoptando sus rarezas ycaprichos. Quizá seas demasiado

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joven para entenderlo, pero en elcontinente hay sitios a los que nopuedo volver sin sentir... sinconvertirme en cosas que creía haberolvidado para siempre. El campus demi universidad, determinada playa,determinado cine. Sólo por FreyaIngmarsson. Ella fue la causa de queviniera a vivir a este archipiélago,¿no lo entiendes? Aunque ya habíamuerto cuando vine aquí. Le gustabanel sol y los barcos, y este lugar notenía nada que ver con ella. Era unbuen sitio para huir de Freya. Pero

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me traje trocitos suyos aquí. Unaherradura, una felicitación deNavidad. Intenté volver a empezar,pero me traje fragmentos suyos.Cuando Ida vino a mi casa... merecordó cuánto amaba a Freya,Midas. —Gimió y se tapó la cara conaquellas manazas de oso. Tenía losdientes manchados de nicotina,torcidos y serrados, aunque Midaslos recordaba rectos y blancos.

Midas contempló la monstruosarociada que ascendía del fondo deWodenghyll Deep, el lago que la

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cascada había excavado en la roca.La rociada engullía los pequeñoscopos que caían.

—Eres un cobarde, Carl —ledijo, y sintió una seguridad que díasatrás nunca habría imaginado. Sepreguntó si sería esa sensación a loque se refería Ida cuando hablaba deque le apetecía sentarse en una barcay flotar en aguas tranquilas. Unasensación de equilibrio semejante alde un nivel de aire apoyado en unaprofunda presión contenida—.Tienes demasiado miedo para

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admitir que el mundo no gira a tualrededor. Crees que hasta el paisajese halla subordinado a ti.

Con esa actitud puedes llegarmuy lejos en la vida, lo sé, aunque yonunca he tenido valor para adoptarla.La gente te respeta cuando te teme.Pero no creo que puedas ser así yestar enamorado.

A Carl le temblaban las manoscuando las apoyó en el volante.

—Yo estaba enamorado deFreya.

—Pero nadie podría afirmar que

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los dos lo estabais, Carl. No es lomismo, y creo que, al final, ladiferencia era que ella te temía,como todo el mundo.

Como no había nada más quedecir, Midas se dio la vuelta yvolvió a su coche. Tiró el ramo deflores al suelo y le pasó por encimaal maniobrar para volver a casa conIda.

Carl se quedó en su vehículo conla portezuela abierta. La rociada lo

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alcanzaba, y convertía el interior enuna habitación húmeda y fría de unavieja casa. Él se sentía como unmueble de esa casa que estuvierapudriéndose. Miró el horizonte, larepentina caída de Wodenghyll Deep,y supo que bastaría con encender elmotor y pisar el acelerador.

Imaginó el agua envolviéndolo yempujándolo hacia el fondo del lago:los remolinos, la falta de aire, laarenilla en la boca y los restos depeces. Debía elegir entre eso oseguir adelante, marcharse a otro

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sitio, esperar a regurgitar lossentimientos mal digeridos queguardaba en las entrañas. No podíaconfiar en ningún desenlace; y si élmismo se labraba un final, entonces,¿qué? Carl no creía en el más allá,aunque lo habría necesitado cuandomurió Freya. Él era demasiadofuerte.

Pero de pronto la fuerza leparecía un defecto, como habíaexpuesto Midas. Su fortaleza lo habíaengañado, mientras que un pelelecomo aquel joven se abría camino

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hacia el amor y lo encontraba. Soltóuna amarga carcajada, y de pronto seinterrumpió.

Lo habían arruinado susemociones, esas ansias de una mujermuerta hacía tiempo que surgían deun pozo sin fondo dentro de símismo, con tanta fuerza que lo mejorque Carl podía hacer era despojarsede su cuerpo. Pensó que lanzarse conel coche a Wodenghyll Force sería irmás allá de los cuerpos, a la nadadonde estaba Freya. O, al menos,donde no estaba Charles Maclaird.

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Todavía.Giró la llave en el contacto. El

motor silbó un momento y se apagó.Volvió a intentarlo, pero no seencendía. Salió del coche, levantó elcapó y aporreó el motor, pero fue envano. Se abrochó la cremallera de lachaqueta hasta arriba y notó cómo larociada de la cascada le traspasabala ropa. Tenía frío. Intentó encenderel motor otra vez, desesperado.Maldiciendo, cogió el teléfono móvilde la guantera y lo encendió. Notenía batería: al haber dormido en el

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coche, no la había recargado.De pronto se apoderó de él una

intensa rabia. Se puso a bramar; susescupitajos se mezclaban con larociada y con los copos de nieve; elviento se los devolvía y losestrellaba contra su cara. El clamorde su arrebato se perdió en el infinitogrito de batalla de las cascadas.

Estaba decidido a volver a pie aTinterl y agarrar al párroco de laiglesia por el cuello, o forzar lapuerta de alguna casa y exigir que lefacilitaran alojamiento. No le

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importaba recurrir a la fuerza y lasamenazas si era necesario.

Echó a andar, tambaleándoseligeramente porque había empezadoa soplar un fuerte viento que cadavez le lanzaba más agua helada.Siguió avanzando por la carretera,bramando, pisando los riachuelosque formaban los saltos de agua máspequeños, saltando los arroyos másprofundos. Entonces calculó mal unsalto y acabó con ambos piesempapados, que se le enfriaron deinmediato, lo que le hizo recordar a

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Ida cuando había huido de él enEnghem Stead. Estaba asqueado de símismo, asqueado de haber hechocuanto había hecho. Se alegraba deque el hijo de Crook hubieraencontrado a Ida.

Un cielo de un blanco brillante lelastimó los ojos.

La carretera describía una curva.El viento le levantaba los párpados yle lanzaba ráfagas de aguanieve quese le clavaba en la cara, de modo quetenía que encorvar los hombros paraprotegerse de las gotitas de hielo

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como agujas. Siguió caminando lentay pesadamente, resbalando en losregueros de agua helada queatravesaban la calzada. Tras otracurva, se detuvo. A su izquierda, laladera descendía; a su derecha,ascendía en fuerte pendiente, de cuyacima había resbalado una gran placade nieve que cubría la carretera.Respiró hondo y trató de trepar porella, pero se le hundió el pie y cayó.Se puso a gatas, y los brazos y laspiernas se le hundieron más de lo queesperaba. Cuando por fin consiguió

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pasar al otro lado de la placa, lecastañeteaban los dientes y el vahoque expulsaba por la boca secongelaba en el aire. Se secó lahumedad de la cara y trató decalcular cuánto camino quedaba porrecorrer. La carretera seguíaserpenteando entre peñascos y seperdía en la distancia, emborronadapor la aguanieve. No se veía ni rastrode la iglesia de Tinterl, ni de ningúnotro edificio.

El pánico se apoderó de él. ¿Y sise había equivocado de camino? No

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veía más allá del montón de nieve.Siguió tambaleándose.

La aguanieve se volvió másdensa, formando una especie demuro. Hubo un momento en que lepareció que las partículas componíanla figura de una mujer, con el blancocabello agitado por el vendaval, peroaquella mujer estaba de espaldas yno supo distinguir si era Freya. Lafigura se desvaneció tan deprisacomo había aparecido. Lasextremidades se le habían vueltorígidas e insensibles. Se percató de

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que no conseguiría llegar a la iglesiade Tinterl. Preguntándose si Idanotaría las piernas tan entumecidascomo él las suyas, se tumbó en lanieve, en medio de la calzada.

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Capítulo 37

Hacía tanto frío que se veíaascender los gases que emanaban dela turbera. El blanco lechoso delcielo se reflejaba en los canales deagua; en el arcén de la carreterahabía una rata muerta con la cola ylas patas traseras aplastadas por lahuella de un neumático.

Circulaban en silencio mientrasiban dejando atrás árboles envueltosen afelpados cinturones de musgo

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verde, lagunas pastosas y pistas deturba congelada.

Daba la impresión de que cadavez que Ida olvidaba la ausencia decarne bajo sus calcetines, cada vezque olvidaba que el cristal envolvíasus piernas, alguien decidido acurarla acababa con su serenidad.Midas se había empeñado en quevolvieran a visitar a Henry,aferrándose a un rayo de esperanzamientras los días, valiosos, ibanagotándose.

Carl había hablado de curas y de

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conservación. Todo aquello que leshabía contado de Saffron Jeuck noeran más que tonterías. Habíahablado en términos ambiguos de«contener su afección».

Se acercaban a la casa; la brisaagitaba las hojas de hiedra de losmuros. Ida miró a Midas y esbozóuna sonrisa; lo único que de verdadle apetecía era circular con él porpaisajes infinitos.

Henry no estaba en casa.Se asomaron a una sucia ventana

y vieron que el interior de la casa

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estaba muy desordenado. Habíalibros abiertos esparcidos por elsuelo del salón, entre montones depapeles.

—Y ahora ¿qué? —preguntóMidas rascándose la cabeza.

Un pájaro chilló en algún lugarde la ciénaga.

—La verdad es que me alegro deque Henry no esté en casa, Midas.No quiero seguir buscando remedios.

—Pero si...—Chist —dijo ella suavemente

—. Quiero enseñarte una cosa.

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Lo llevó al corral de las resesaladas. Accionó el picaporte y vioque la puerta no estaba cerrada conllave. Midas entró detrás de ella, einmediatamente les llegó el intensohedor a gallinero. Ida abrió la puertainterior y penetraron en la habitaciónde las jaulas de pájaro.

Ida apoyó una muleta contra lapared y, con la mano que le habíaquedado libre, cogió a Midas de lamano. Se colocó en medio del corraly le pidió que permaneciera muyquieto.

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El rebaño adaptó su vuelo paragirar alrededor de la parejaformando una cascada de pelo y alasque olía a moho. Ida gritó asombradacuando un toro se posó en su cabezay le pasó los cuernos por el cabello.Otro se posó junto al primero, y otroen el hombro de Midas, y otro, y otromás, hasta que todo el rebaño sehubo posado en sus hombros y suscabezas; los animales resoplaban yagitaban las minúsculas testuces,sacudían las alas y piafaban con unaspezuñas del tamaño de cabezas de

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cerilla.De pronto empezaron a mugir

melodiosamente. Ida tiró de la manode Midas hasta que sólo lossepararon unos centímetros; lasvacas tarareaban y los torosresoplaban armoniosamente. Unternero con las alas azules, apoyadocontra su madre, echó la cabeza atrásy soltó un mugido que sonó como lanota de una flauta.

—No me voy a curar —susurróIda—. Dejémoslo.

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Capítulo 38

En los mapas de las islas, lasarenas del norte de Clammum-on-Drame eran una mano extendida quetrataba en vano de detener losvientos del ártico. Los geólogossostenían que esas arenas habíansido, en su día, escarpadas llanurasaltas que, en tiempos antiguos, unterremoto había humillado y rebajadoal nivel del mar. Como prueba, en lasplayas grises surgían unos bloques

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casi cúbicos de granito rosa, con lacara superior plana o tallados endiagonal.

Ida y Midas circulaban por lacarretera elevada de cemento queatravesaba las arenas movedizas condestino a Clammum Knoll, una lomaque se alzaba en el punto másseptentrional de aquéllas; losneumáticos del coche dejaban huellasen la gruesa capa de arena con que elviento cubría la calzada.

Se sentaron, acurrucados unocontra otro, en lo alto de la loma,

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desde donde podían contemplar elmar y las relucientes playasdiseccionadas por la carretera y porlos canales inundados de aguasalada. Unas lúgubres cigüeñas yzarapitos caminaban lentamente aquíy allá, y un cormorán graznabaencaramado en el casco de un boteroto que, como un esqueleto deballena, se hallaba varado en laplaya.

Hacia el norte se extendía unhorizonte opaco. Aquélla era laprimera parada del viento después de

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sobrevolar glaciares y masasflotantes de hielo. Ese día sólosusurraba, sin llegar a alterar lasuperficie del agua.

—Siempre quise ir al Polo Norte—comentó Ida señalando a lo lejos.

—Irás.—Allí no duraría ni dos

segundos.—Eso no lo sabes.La sal del océano secaba y

anulaba las saladas lágrimas de losojos de Ida. Recordó a su padresalando un filete de bacalao mientras

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tenía la mente en otra cosa, duranteuna de sus peores épocas. Recorriócon la mirada el infinito mar que seextendía ante sí y se preguntó cuántasal se obtendría hirviendo todaaquella agua.

—¿Has visto alguna vez el fondomarino? —preguntó a Midas, pese asaber que la respuesta sería negativa.Quería hablar de ello para revivirlo—. Es como un mundo irreal. Hayrastros de sal que parecen fantasmas.

—Jamás he visto nada así —repuso él, negando con la cabeza y

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sonriendo—. Siempre me sorprendecomprobar que has hecho muchasmás cosas que yo.

—Pero ya me queda pocotiempo.

—No digas eso.—Lo único que digo es que... Me

encanta estar sentada a tu lado, comoahora.

El mundo estaba tanmonocromático como el día que sehabían conocido, y el mar, negrocomo el vinilo. El cormorán queestaba posado en el bote echó a volar

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hacia las aguas.—Me encantaría ir en barca

contigo, Midas.—Vale.—¿Qué has dicho? —replicó

ella, que no esperaba que Midasreaccionara así.

—Digo que vale.—Han anunciado buen tiempo

para mañana —insistió Ida, antes deque Midas pudiera retractarse—.Podemos alquilar un bote e ir tanlejos como sea posible. Si el marestá en calma, hasta podría remar un

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poco.—Vale —concedió él tragando

saliva.—¡Midas! ¡No sabía que dentro

de ti hubiera un navegante!—De hecho estoy muerto de

miedo, pero... Han cambiado muchascosas. Romper el libro de mi padrefue una experiencia... liberadora. Telo debo a ti.

—Ah, ¿y quieresrecompensarme?

—No. Bueno, sí, pero no con lode remar.

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—¿Entonces?—No creo que pueda

recompensarte lo suficiente.—No seas tan serio —dijo ella

poniendo los ojos en blanco.—Es que... —Agachó la cabeza.Ida, en broma, le dio un empujón.

Midas se incorporó, dolido, y ellavolvió a empujarlo. Esa vez él ledevolvió el empujón, pero entoncesIda gritó y se desplomó sobre lahierba.

—Vaya, ni siquiera puedoincorporarme —se lamentó.

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—Perdóname.—No, no. Sólo ayúdame a

levantarme. Noto la barriga fría.Congelada. Y alrededor de lascaderas.

Midas la ayudó.Se hallaban en lo alto de la loma;

la marea habría tenido que subir dosmetros para cubrirla, de modo queallí estaban a salvo del agua. Lapuesta de sol, como un herrero,arrancaba a golpes destellos rojos alcielo. Permanecieron sentadoscontemplando aquel espectáculo. Ida

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apoyó la cabeza en el hombro deMidas. Él apoyó la suya en sucoronilla.

—Debería fotografiar esto.—No. Recuérdalo, y a nosotros.Midas tragó saliva.Ida sonrió. Aquello era estar en

el sitio adecuado y en el momentoidóneo.

Se besaron mientras el viento losacariciaba.

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Capítulo 39

Antes de ir a trabajar aCatherine's, le dejó a Ida unosnarcisos amarillo pálido esparcidospor la mesa. Ella se sentó entre lasflores y se puso a escribirfelicitaciones de Navidad, que lehabía pedido a Midas que escogiera,pues a ella le cansaba sólo la idea deir de compras.

Ida se dio cuenta de que las habíaelegido pensando en ella. Conocía

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los gustos de Midas, pues había vistoalgunas viejas que éste habíaconservado: fotos en blanco y negrode navidades del pasado; madres conexpresión imperturbable que dabanla mano a niños con blusones encalles adoquinadas; farolas de gasque iluminaban una intensa nevada;puertas de iglesia engalanadas concoronas de acebo. Pese a que a él leencantaban esas sobrias imágenes enblanco y negro, las que había elegidopara ella eran bonitas y llenas decolorido. Había una serie de cuatro

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fotografías de ciervos en cañadasnevadas. Otra de un fauno de pelajemoteado que miraba con los ojoscomo platos desde un matorral deacebo cuyas bayas, rojas, realzabanel tono rojizo de su pelo. O la de laliebre entre las ramas horizontales deun roble caído, con una cómica cofiade nieve azulada. También otra deuna pareja de ciervos que se frotabanel cuello bajo unas ramas de las quecolgaban ramilletes verdes demuérdago.

Ida abrió la primera felicitación

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de Navidad y metió un cartucho detinta en la pluma estilográfica.Distraídamente, escribió «Papá ymamá»; luego rompió la tarjeta yabrió otra, en la que escribió sólo«Papá». Dejó la pluma y respiróhondo varias veces. Un fuertecalambre le apretaba los intestinos yhacía que la sangre se le agolpara enla cabeza. Se concentró en respirarpausadamente.

Le había asegurado a Midas quese encontraba mejor. No le habíamencionado que notaba en las

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caderas una parálisis distinta,caliente. Como si tuviera un molestosarpullido en la parte interna de lapiel. La insensibilidad de susmúsculos se veía interrumpidaregularmente por unos fuertesdolores. Ida imaginaba lo que todoaquello implicaba.

Arañó el tablero de la mesa alsufrir otro doloroso calambre.Apretó los dientes. El dolordisminuyó, y dio un resoplido.Cuando le había dicho a Midas quese encontraba mejor, él,

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profundamente aliviado, habíaesbozado la más amplia sonrisa queella le había visto jamás y la habíabesado sin reparos ni vacilaciones.

Y era verdad, aunque el cuerpole doliera más que nunca por culpade Midas. Por culpa de ambos.

Suspiró. Si imaginaba que seconvertía en cristal, sentía como si sehubiera abierto una trampilla en suinterior y todo su valor se hubieraprecipitado por ella. Pensaba en queera muy joven para sufrir tanto, loque hacía que su sufrimiento

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pareciera aún más inmerecido. Habíahecho un montón de cosas propias dejóvenes, y sin embargo, ni siquieracuando había saltado al vacío(recordaba el silbido del aire en lasorejas, la correa elástica del puentingformando una espiral tras ella) habíasentido algo tan compulsivo como eldeseo que sentía ahora de aferrarse aMidas. Iba a ser imposible darle lanoticia de que sabía que no estabamejorando. Notaba la invasión delcristal como un animal barrunta eltemblor antes del terremoto; él no lo

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entendería aunque se lo explicara.Había notado una colisión con

Midas y ahora sabía que eso era loque había deseado toda la vida:chocar aunque sólo fuera un instantecon otra persona a suficientevelocidad para fusionarse con ella.

Ese momento no había llegado enplena noche de pasión, comoimaginaba que sucedería, sino por lamañana, cuando ambos abrieron losojos al mismo tiempo y se clavaronen los del otro. Eran recién nacidos,miraban con ojos como platos y

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compartían su primera bocanada deaire. Y ese instante había pasado tandeprisa como había llegado. Midasse había sonrojado y había desviadola vista. Ella había estirado un brazoy le había girado la cabeza.

Ahora que ya habíaexperimentado ese momento, loúnico que quería era volver asentirlo. Esa mañana, en cuanto élsalió por la puerta rumbo al trabajo,había notado cómo descendía latemperatura de la habitación, seintensificaba el dolor de la pelvis y

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la piel de las caderas. Suponía que,mientras tanto, tendría quecontentarse con fingir que sí había unfuturo.

Escribió «Feliz Navidad, papá.Ida», sopló para secar la tinta, metióla tarjeta en un sobre y entoncesvaciló, a punto de lamer la banda degoma. Volvió a sacar la tarjeta delsobre, retiró el capuchón de la plumay añadió: «...También quería decirte,papá, que es posible que no nosveamos hasta dentro de un tiempo.Quería que supieras lo feliz que he

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sido últimamente. He conocido a unchico. No sé si podré presentártelopronto, así que, por si acaso, voy ahablarte de él. Al principio era muytímido, pero ya no lo es tanto. Tieneuna casita en un pueblecito en unaisla. Esto te gustaría. Como tú dices:aquí, por la noche puedes oír tuspropios pensamientos. Es fotógrafo.Pero sobre todo debes saber queestoy enamorada de él. Creo que unavez dijiste que el amor tiene que serlo más importante. Estoy totalmentede acuerdo.»

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Cuando ya no le quedó espacioen la tarjeta, sopló de nuevo. Metióla tarjeta en el sobre, lo cerró y pasóla lengua por la cola del sello.

En Catherine's, durante la noche,la corola de una gruesa rosa habíaderramado sus pétalos en un granjarrón de cristal. Midas contemplócon tristeza aquellos combadosplanetas rojos en el cosmos del aguay pensó en las piernas de Ida. Esamañana, habían despertado al mismo

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tiempo y él no había reconocido supropia cama ni los ruidos de la calle.No había reconocido el tacto de lasviejas mantas, suaves sobre su piel.No había reconocido a Ida; habíasido como si la viera por primeravez. Como si ella fuera lo primeroque él hubiera visto jamás.

Puso las rosas que aún estabanenteras en otro jarrón y vació elcontenido del primero en la pila. Lospétalos se arremolinaron en elrecipiente de acero inoxidable yluego quedaron amontonados en el

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desagüe. Midas fue a la ventana ypuso unos tubérculos de madera entretulipanes de raso. Las flores parecíancómplices unas de otras. Muchasveces, estando solo en una habitacióndonde había flores, había notado quesus pétalos susurraban a unafrecuencia inaudible para el serhumano. Fuera, una débil niebla secernía sobre la calle y la hacíaparecer un escenario musical llenode hielo seco. Más allá, el pueblosólo era una imaginación.

Suspiró. Estaba deseando que

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terminara su turno. Quería volver conIda, pese a que esa tarde iban a salirjuntos en barca, y eso lo aterrorizaba.

Llevaba todo el día paranoico.Lo primero que había hecho esamañana había sido borrar todas lasfotografías que tenía de Ida. Mientrascargaba su ordenador portátil, laobservaba dormir. Tenía el cabelloencrespado y los labios resecos.Confió en que estuviera durmiendobien. No quería que volviera adespertar palpándose los tobilloscomo si tratara de desmentir una

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pesadilla.Sólo había fotografiado sus pies;

ni una sola vez la había fotografiadoa ella. Por eso las había borrado.

La luz no transmitía la verdad,como él siempre había creído; dehecho, no podías hacer nada parapreservarla. La luz sólo servía comometáfora del momento inasible.Hasta que se inventó una cámara quepodía devolverte por completo a uninstante de tu pasado, esa clase deimágenes no servían de nada. Alprincipio fue emocionante borrarlas:

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sin ellas, sólo tenía la piel, elcabello, el cristal de Ida. La realidadresultaba liberadora. No obstante,más tarde, rodeado de aquellaatmósfera polinizada que tan bienconocía, mientras atendía lasrutinarias exigencias de los clientes,empezó a dudar de haber acertadocon su decisión.

La puerta se abrió con un tintineode campanillas. Una ráfaga de vientohizo temblar los tulipanes. Midasrecordó el día, no muy lejano, queIda había entrado en Catherine's

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ayudándose de sólo un fino bastón.Esa vez era Gustav, lo cualsignificaba que el turno de Midashabía concluido.

—¿Qué te pasa? —preguntóGustav, extrañado.

—Voy a salir en barca con Ida —explicó, tan nervioso que letemblaban las manos.

—Esa chica es maravillosa.Nunca en mi vida habría pensado quete vería ir en barca. Antes esperaríaverte en una nave espacial.

Midas pasó al otro lado del

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mostrador poniéndose la chaqueta,camino de la puerta; sonrió con unamezcla de felicidad y terror, y echó acorrer calle abajo hacia su casa.

Gustav negó con la cabeza y sesentó al escritorio. Desenvolvió unbocadillo de salchichas con salsa debarbacoa y abrió el periódico deldía. Lo había hojeado todo y sedisponía a leer con mayordetenimiento las páginas deportivascuando sonaron las campanillas de lapuerta y por ella entró, tímidamente,una mujer con una elegante gabardina

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negra. Tenía una larga cabelleraoscura y no llevaba maquillaje quedisimulara sus ojeras.

—Busco a Ida Maclaird —anunció con tono apremiante—.¿Sabes dónde puedo encontrarla?

Emiliana Stallows había pasadounos días en el continente. Despuésde marcharse de Enghem habíallamado por teléfono a un hotel deGlamsgallow, frente al mar, parareservar una habitación, pero había

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cambiado de idea nada más llegarallí. Tras permanecer un par deminutos de pie frente al mostrador derecepción, en el acogedor vestíbulo,sin prestar atención a las preguntasdel recepcionista, e incapaz depensar en nadie que no fuera IdaMaclaird, había pedido que ledevolvieran su tarjeta de crédito, sehabía colgado el bolso del hombro,había salido a la calle y habíarecorrido el paseo marítimo bajo lalluvia hasta la terminal del ferry.

No le había gustado la travesía,

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pues el ferry se balanceaba tanto que,cuando miraba por la ventana, eloscuro mar parecía paralelo alcristal. Lo que la salvaba era lafrágil sensación de que aquel viajetenía un objetivo. Apretada en elpuño, llevaba una hoja arrugada conla dirección de la familia de SaffronJeuck.

Le costó dar con su casa, en unaurbanización de una población dereciente construcción cuyas calleseran estrechas y cuyas casas estabancomprimidas en ordenadas hileras de

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limpio ladrillo. Hubo un momentoincómodo, cuando el señor Jeuckabrió la puerta. Fue el primero deuna tarde repleta de momentosincómodos.

Emiliana sabía que Saffron sehabía quitado la vida por culpa delcristal. Un final que siempre le habíaparecido suficientemente espantosopara la historia, de modo quecuriosear en los detalles de losúltimos instantes de la existencia dela chica se le antojaba cruel. Sinembargo, Emiliana confiaba en que

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el relato completo pudiera revelarlealgo. Algo que pudiera servir a Ida.

Al salir de casa de los Jeuck, trashaber oído un relato que era todo locontrario a lo que esperaba, rompió allorar. En sus últimas horas, Saffronhabía llamado a gritos a su padre,que había corrido junto a ella y sehabía sentado apoyando contra sucuerpo el de su hija. Juntos habíancontemplado una inesperada fasefinal de la transformación. Saffronllevaba unos días quejándose de unanueva sensación de debilidad; era

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como si su cuerpo hubiera estadolibrando una larga batalla y, por puroagotamiento, empezara a rendirse. Amedida que la carne cedía, el cristalavanzaba a una velocidad sinprecedentes. Tiempo atrás, padre ehija habían hablado de lo que haríanllegado ese momento, pero al señorJeuck le temblaban demasiado lasmanos para abrir el tapón deseguridad del pequeño tarro depastillas. Saffron tuvo que abrirloella misma, vaciar el contenido en suboca y tragarse las pastillas sin agua.

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—Tienes que decirme dónde estáIda —insistió Emiliana inclinándosesobre el mostrador de Catherine's—.Necesito hablar con ellaurgentemente. O con Midas. ¿Puedohablar con él?

—Tranquilícese —replicóGustav—. Han salido a dar un paseoen barca. Podrían estar en cualquiersitio, pero del mar.

—Es que... —dijo, dando ungolpetazo en el mostrador,desesperada—. Ida está muyenferma. Y he de darle una noticia

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terrible.—No hay forma de dársela. Y

aunque la hubiera, ¿está segura deque ella querría oírla?

Allí los acantilados se habíanderrumbado recientemente sobre laplaya, y donde se habían desprendidograndes bloques de piedra se habíanformado cuevas calcáreas. En el aguahabía dos desvencijadosembarcaderos, uno de ellos partidopor la mitad, con un yate ballenero

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medio hundido y oxidado a un lado,del que sobresalía una parte delcasco, así como el mástil roto.

Ida se reclinó en un bote deremos y vio cómo Midas iba arriba yabajo por el embarcadero que estabaintacto, cuyas tablas retemblaban concada paso. Lo miraba llena deadmiración, pues, aunque él todavíatenía sus neurosis, se disponía adesafiarlas. Sólo necesitabaentrenamiento. Midas soltó un débilgruñido, giró para colocarse de caraal bote y luego volvió a girar, como

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un fantasma que no se atreve a cruzarel agua. Ida le tendió una mano. Élinspiró tan hondo que a ella lepareció ver cómo el aire seintroducía en su cuerpo. Entoncessaltó, y el bote dio una sacudida. Seaferró a los costados de madera conlas uñas, como un gato empapado, sindarse cuenta de que era eso contra loque había luchado: contra el miedo aque el agua no pudiera mantener elbote a flote. Cuando hubocomprobado que seguía flotandoplácidamente, se atrevió a retirar las

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manos de los lados.Después se sentó en silencio, con

las rodillas pegadas al pecho,mientras Ida empezaba a remar.Temía no poder hacerlo sin ayuda desus piernas, pero el peso del cristalla anclaba al fondo del bote y lepermitía tirar con los brazos.Zarparon, y la orilla fueconvirtiéndose en una línea de tiza enun muro de piedra.

El arenoso fondo marino parecíafundirse con el agua. A medida quese alejaban, su transparente oquedad

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fue tornándose oscura e insondable.Una fina bruma transformabagradualmente el horizonte en unaatmósfera vacía con olor a sal.

Ida se conformaba con mirar aMidas mientras él, mudo yagradecido, la observaba a su vez.Ella sospechaba que los monjes queconvivían en las oscuras abadíaspercibían que el aire estaba cargadode esa misma electricidad, productode la afinidad.

Para emplear la analogía delpropio padre de Midas —que Carl le

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había repetido a Ida en una ocasión,hacía no mucho, un día que la nievelos había obligado a permanecerencerrados en casa—, todavía habíaprendas de que despojarse. Sonrió alpensar que, como mínimo, ella habíaconseguido que Midas se quedara encalcetines y calzoncillos. Laspersonas tenían más capas de las quepodía cifrar una analogía decamisetas y anoraks, y sospechabaque, mientras ibas quitándote lascapas externas, otras nuevas secosían por dentro.

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La estela de espuma que ibadejando el bote parecía la cola de unvestido de novia. Ida se preguntó sihabría llegado a casarse con Midas,idea que la sobresaltó tanto quetemió caer al agua. Nunca habíapensado en serio en el matrimonio;jamás se había sentido cómodaimaginándose con un vestido denovia de larga cola y junto a un novioengalanado que le tendía una alianza.

—¿Qué pasa? —preguntó Midas.—Nada.De todas maneras, esa escena

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nunca tendría lugar, porque ella nopodría ponerse de pie frente a unaltar ni notar cómo la sangre de suspantorrillas circulaba hasta alcanzarlos dedos de sus pies. Pero fingir quelas cosas sólo estaban empezando leproducía un agradable mareo.

—¿Qué pasa? —susurró Midas.—Nada. —Ida se sujetó al

costado del barco—. Sólo estoy unpoco mareada. Nada más.

—Me dijiste que nunca te habíasmareado en el mar.

—Bueno, siempre hay una

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primera vez, ¿no? —repuso ella,frotándose los ojos.

La verdad era que le dolían losmuslos, donde notaba unentumecimiento diferente, latente. Nosentía nada en las piernas, pero teníael presentimiento de que algo estabaextendiéndose por ellas. Negó con lacabeza y trató de distraersecontemplando el mar. Y entonces losvio.

Unos cuerpos enormes yelegantes se movían por el agua: eraun grupo de narvales. Le pareció

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asombroso que unas criaturas taninmensas sólo necesitaran el aguapara volverse invisibles. Recordóque una vez había buceado entre unaballena rorcual y su cría, en unocéano ecuatorial de aguas azulverdosas.

Los cuerpos de los cetáceos ibanadquiriendo definición a medida quese acercaban a la superficie.

—Gracias por venir conmigo —dijo Ida.

Midas la observaba coninquietud.

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No lejos del bote, un colmilloretorcido en espiral emergió yascendió como una lanza. Otroatravesó la superficie y saludó juntoal primero. Los dos colmillosentrechocaron a ciegas.

—No tengas miedo —dijo Ida.—No tengo miedo. Bueno, sí, un

poco.Tras los colmillos aparecieron

dos cabezas romas con ojosinfantiles y curiosos. Los narvalesdesgarraron el mar como si éste fuerapapel de envolver. Salieron a la

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superficie, mostrando unos cuerposcubiertos de lapas y surcados delistas blancas y negras que parecíanvetas de obsidiana y cuarzo.Desafiaron el peso del agua duranteunos instantes antes de volver asumergirse como de mala gana; luegodesaparecieron en los cráteres delocéano, dejando sólo un resoplidosuspendido en el aire.

De pronto, unas colas surcaron lasuperficie acuática, que se llenó deburbujas.

Midas estaba absorto. Se daba

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cuenta de que nunca se habíapreguntado cómo debía de ser el marmás allá de la costa; parecía otroplaneta.

La cola del último narval, el másgrande, chasqueó como si saludara yse abrió con forma de corazón contrael cielo antes de sumergirse. Elgrupo siguió hundiéndose hastadesaparecer donde la luz ya no podíaseguirlo.

Midas se volvió hacia Idasonriendo con temor.

Estaba inclinada sobre el costado

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opuesto del bote, y lo hacía mecerse.Él avanzó con cautela y cogió losremos, que ella había dejadocolgando de las chumaceras.

—Estoy bien —dijo, pese a quetodo indicaba lo contrario.

—Procura... respirar. Respiradespacio. Se te pasará.

Apoyó la frente en la madera. Sepasó las manos por los muslos y seapretó las rodillas.

—Deberíamos volver a tierra —propuso Midas.

Intentó remar como lo había

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hecho Ida, pero el bote empezó agirar sobre sí mismo. Los remosgolpeaban el agua inútilmente ysalpicaban.

—Para —le suplicó ella.Se levantó la falda. Una capa de

cristal impecable, de un centímetrode grosor, le cubría los muslos.Debajo se veían los magulladosmúsculos. Midas soltó los remos,que quedaron colgando.

Ella lo agarró tan fuerte que leclavó las uñas. Juntos, se quedaronmirando fijamente, mudos, las

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rodillas de Ida. Las articulaciones sehabían trabado.

Ida se desabrochó el abrigo y selevantó el jersey. Los lunares yfolículos se desdibujaban pormomentos en la superficie de subarriga. La carne se retiraba,cediendo paso a una pantalla lisa.Debajo, los ligamentos color moradose esfumaban como tierra esparcidapor un cepillo. La luz brillaba en suombligo de cristal e insinuaba lasilueta de sus intestinos, que semovían bajo capas de grasa cada vez

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más dura.—Vayamos a la orilla —dijo

Midas con voz ronca, volviendo acoger los remos.

Ella le acarició los brazos y loabrazó con fuerza, hasta que él captóel mensaje. Sus labios le recorrieronel cuello y las mejillas, y terminaronencontrándose con los suyos. Sebesaron mirándose fijamente. Midasnotó cómo los codos y los antebrazosde Ida se endurecían, cómo poco apoco dejaba de apretarlo, al tiempoque notaba bajo sus manos

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extinguirse el calor de Ida.La blanda piel de ella se tornó

plomiza. Midas le pasó las manospor el cabello. Le acarició lasmejillas.

Ida lo besó, pasándole la lenguapor cada uno de los dientes. Suspestañas dejaron un rastro delágrimas en la cara de Midas.

De pronto ella ya no le asía loshombros. Sus labios eran dos bultossin color. Su cabeza chocó contra lade él. Las lentes de sus ojos segelificaron.

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Los puntos negros de sus pupilasse convirtieron en agujeritos; secerraron como con cerrojos;desaparecieron. Por un instante, sucabeza fue una rosa congelada, yluego vacía.

Midas empezó a temblar y gritó«¡Socorro!» con todas sus fuerzas.Seguía atrapado en el helado abrazode Ida. Cuando por fin pudo apartarlas manos de su cabello, incapaz demirarla a la cara, oyó un chasquido.Las fibras de cristal en que se habíaconvertido el pelo de Ida se

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aferraban a sus dedos, lacerándolos.Aún tenía los brazos de ella sobrelos hombros, así que iba a tener quecontorsionarse para separarse.

Oculto en un anillo de brumacada vez más denso, Midas perdió lanoción del tiempo, aunque cadamomento parecía largo y doloroso ycada inspiración era como levantarun gran peso. La niebla se volviómás gris y espesa, pero él no se dabacuenta: sólo veía los movimientos de

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su cuerpo, y los comparaba con laabsoluta inmovilidad del de Ida.Cuando le rugió el estómago, se odióa sí mismo. Permaneció con la vistafija en su regazo, y tardó horas enreunir el valor necesario para volvera mirarla.

Su rostro de cristal, inmovilizadoen un beso, era una máscara que nadaocultaba. Se le acercó más, yentonces notó la sacudida del bote yel chapoteo del agua. Veía a travésde los vacíos ojos de Ida, detrás delos cuales sólo había sólido cristal.

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«¿Adónde te has ido?», preguntó;estiró un brazo y, desesperado,incrédulo, volvió a acariciar lalaminada superficie de su mejilla.Aquel bloque frío y duro habíacontenido la voluntad y lospensamientos de una persona. Unavoluntad que él creía capaz dearrastrar la suya hasta librarla de lainercia y convertirlo en mucho másde lo que había sido hasta entonces.No entendía adonde había ido a parartodo aquello. Ya no estaba en elcuerpo de Ida... a menos que los

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cables entrecruzados de lospensamientos y los sentimientos quecomponían a una persona se alojaranen algún lugar más profundo, en elcorazón, o las tripas, como tantasveces le había parecido notar. Cogióla parte inferior de la camiseta de Iday la levantó para examinarle lacintura: la espalda y el abdomentransparentaban el azul de lacamiseta. Su barriga estaba tan vacíacomo su cabeza.

Soltó la prenda y se enjugó laslágrimas, transparentes como el

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cuerpo de Ida.Ella seguía con las manos

levantadas, como si todavía loestrecharan en un abrazo. Midas, quese sentía lento y pesado, se arrodilló,volvió a introducirse en el círculoque formaban los brazos de Ida yapoyó la cabeza en la de ella. Sequedó así, sollozando suavemente alcompás del oleaje, hasta quedistinguió un destello de luzamarillenta a lo lejos.

De mala gana se soltó yescudriñó la bruma. Un bote color

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naranja viraba hacia él: naranja,como los botes salvavidas.

Se volvió y contempló lasfacciones centelleantes de Ida, y depronto previo un futuro lleno deinterrogatorios. Los innumerablesexámenes a que someterían el cuerpode su amiga. Las noticias en losperiódicos, las imágenes entelevisión, las fotografías. La chicade cristal del archipiélago de SaintHauda.

El abrigo colgaba sobre ellacomo una funda. A la luz proyectada

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por el bote salvavidas, descubrió enla cabeza de Ida imperfecciones,pequeñas manchas en el cristal.Midas se inclinó hacia delante parabesarla por última vez, peroenseguida se apartó al notar el tactoduro y frío de sus labios. Por uninstante, su boca había parecidohúmeda, aunque sólo había sido unefecto de la luz. Su cabello no teníaprofundidad, era solamente laarañada superficie de un bloque decristal. Comprendió que aquellafigura ya no era ella, lo cual hizo que

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su decisión, ahora que el botesalvavidas se acercaba, resultaramucho más soportable, lo bastantepara ponerle las débiles manos sobrelos hombros y empujarla con susescasas fuerzas. Ella se balanceó ycayó por la borda, salpicando alimpactar contra la superficie delagua. Con la sacudida, el bote setambaleó de forma peligrosa, y depronto Midas resbaló en el suelomojado de la embarcación y seprecipitó al mar detrás de Ida.

Un mar que lo engulló, mientras

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el agua, gélida, sustituía al aire. Vioa Ida, que se hundía en aquellaeternidad líquida. Una burbujaatrapada en la cavidad de su boca (laboca cálida y suave que él habíabesado) escapó a modo de un últimosuspiro. Midas emitió un rugidoinstintivo que le llenó la boca deagua salada. La corriente lo volteó ylo puso boca arriba, y vio el rastrode su propio último aliento ascenderdetrás del de Ida, hacia la luzacuática de la superficie. Intentódarse la vuelta y nadar tras ella, que

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seguía hundiéndose; su cuerpotransparente y su inflada ropa erancada vez más tenues. Pero no podíanadar, ni hacia arriba ni hacia abajo.Sólo consiguió darse la vuelta yhundirse a la velocidad de lagravedad, mientras una extraña pazse apoderaba de él. Empezó a verdoble, y luego cuádruple. El marestaba formado por un centenar decírculos relucientes.

La echaba muchísimo de menos.Y de pronto empezó a

desplazarse marcha atrás, aunque

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ignoraba si hacia arriba o haciaabajo. Lo único que sabía era que loestaban arrancando de ella, por locual gritó (pero no había aire) y lloró(pero bajo el agua no podíanformarse lágrimas).

Se produjo entonces unaexplosión de luz y una algarabía. Laespalda de Midas fue a dar contrauna superficie dura. Todo su cuerpoexperimentó una sacudida, y creyóque se estaba electrocutando. Notóunos labios pinchudos sobre lossuyos; eran calientes y con sabor a

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sudor, y le introducían aire en losalvéolos. Intentó apartarlos, pero notenía fuerzas. Cuando hubieronterminado con él, le dieron la vueltay lo tumbaron sobre un costado, y sequedó allí, llorando, viendo cómosus lágrimas caían en la cubierta y semezclaban con el agua del suelo delbote.

Permaneció un rato en esapostura, cubierto con mantas y con elcabello empapado y frío sobre lacara, sintiendo el abismo que sehabía abierto entre Ida Maclaird y

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Midas Crook. Cada ola que golpeabael casco del bote salvavidas sonabacomo un apocalipsis. Al finaldistinguió voces superpuestas alabrumador rumor del mar y los gritosde las gaviotas. Notó que leapretaban un hombro y reconoció unavoz.

Miró hacia arriba.—Aguanta, amigo —le dijo

Gustav, con el rostro encendido porla preocupación—. Te pondrás bien.

Detrás de él, varios guardacostasobservaban con escrúpulo

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profesional. La mano de Gustavsujetaba con fuerza el hombro deMidas. Al cabo de un rato, ese tactoentumecido hizo que Midas estiraralos brazos para rodear el cuello deGustav y abrazarlo casi sin fuerzas.Gustav lo abrigó entre sus fuertesbrazos. Midas escondió la cara en lapiel enrojecida y caliente del cuellode su amigo y gritó. Aquel grito seperdió en la inmensidad del océano.

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Capítulo 40

Poco después, una mañanaborrascosa, cuando Henry Fuwaabrió la puerta de su casa se encontróante Midas.

La casita de Henry olía acerrado. La atmósfera, fría y húmeda,hizo que el joven se cruzara debrazos (todavía notaba el abrazopetrificado de Ida: tenía cincocardenales con forma de yemas dededo en cada hombro).

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Fuwa apareció con una tetera deté verde y dos tazas de porcelana sinasas. Bebieron despacio, sin mirarse.

—¿La amabas? —preguntó Henryen voz baja.

—Nunca creí que llegaría a amara nadie —respondió Midas, y lepareció que su voz provenía de susentrañas, quizá de una alianza deórganos carentes de nombre—. Perosí, la amaba.

Henry asintió. Eran sinceros eluno con el otro, pese a que ladesconfianza había marcado alguno

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de sus anteriores encuentros; unasinceridad surgida delconvencimiento de que jamáspodrían comentar con nadie loocurrido salvo entre ellos, y quedespués de ese día no soportaríanverse para volver a hablar de ello.

El viento gemía contra lasparedes de la casita.

—Quería decirte que siempreesperé que las cosas te fueran bien—confesó Midas, con los ojoscerrados—. Me refiero respecto a mimadre. Ah, y también anunciarte que

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me marcho.—¿Ya te vas?—Que me marcho de Saint

Hauda.—Ah. ¿Adonde?—Todavía no estoy seguro. Pero

ya tengo preparadas las maletas.Contemplaron sus respectivas

tazas. A Midas todavía le dolían loscortes de las manos hechos con elcabello de Ida. Unos cortes queestaban dejando finas cicatricessimilares al dibujo de la corteza deun árbol.

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Las patas de la silla arañaron elsuelo cuando se levantó. Le tendió lamano a Henry y se dieron un apretónenérgico. Luego Midas se marchó.Fuera, una fina capa de nieve cubríala ciénaga.

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Capítulo 41

Meses más tarde, Midas Crooknavegaba en un bote chirriante por unmar azul turquesa, alejándose de unarchipiélago diferente, formado porunas islas llanas y arenosas cuyosolivos y ruidosos pueblos disfrutabantodo el verano del sol, que habíaconferido a su piel un tono máscálido y aclarado su negro cabello.

Midas vestía de rojo por primeravez en su vida. El intenso color lo

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deslumbraba cuando se miraba: ibade rojo de arriba abajo embutido enel traje de neopreno que acentuaba ladelgadez de sus rodillas.

Los peces voladores saltaban delagua; agitaban las aletas como sifueran alas y volvían a sumergirsecon una palmada. Un banco entero deellos saltó y se zambulló entreruidosos aplausos.

—¿Preparado? —le preguntó elinstructor, dándole una palmadita enla espalda.

Midas asintió. Se puso las gafas

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de buceo y se ajustó el tubo deoxígeno sobre los labios.

Se zambulleron. Midas todavíano se había acostumbrado al torrente,no sólo del mundo líquido que loenvolvía, sino de los fluidos de sucerebro, que burbujeaban paraadaptarse al cambio de presión. Enaquellas aguas azules habitabanpeces cubiertos de lentejuelas que semovían entre torres de coral. Nadóhacia abajo, pataleando al ritmo quele habían enseñado, olvidando a cadarato que no hacía falta contener la

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respiración. Pronto, al llegar alfondo y deslizarse por un lechomarino salpicado de conchas yanémonas, reunió el valor suficientepara alejarse de su instructor un pocomás que la jornada anterior.

Ese era su plan: nadar más y máslejos cada día, hasta que pudierabucear solo sin peligro.

Hasta que pudiera bucear enocéanos más nebulosos. En rinconesdel mundo más tenues e inmóviles.

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Agradecimientos

Quiero dar las gracias acuantos me ayudaron aescribir La chica con pies decristal. A todos los amigosque leyeron y releyeron losborradores y me dieron susincera opinión, o quesimplemente entendieron porqué no salía a jugar los díassoleados. Gracias tambiénajan y a Malcolm Shaw por

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su generosidad y su apoyo, ya todo el personal deLancaster por considerar laidea en sus primeras etapas, ya Ed Jaspers por escogerla.

Estoy especialmente endeuda con dos personas queentendieron el libro de formainstintiva, y que luego seesforzaron para verlopublicado: Sue Armstrong,por seguir entregada a laidea, y Sarah Castleton, porel perfecto equilibrio entre su

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entusiasmo y su atentarevisión.

Por último, quieroexpresar el agradecimiento yel amor infinitos que sientopor lona, quien escuchó cadapalabra de estas páginasinfinidad de veces. Escribires como bucear: gracias porestar allí cuando vuelvo aemerger.