La Ciencia Olvidada

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La Ciencia OlvidadaPor René Alleau

No sabemos nada o casi nada del pasado. Muchos tesoros duermen en las bibliotecas. Preferimos imaginar, nosotros que decimos «amar al hombre», una historia discontinua del conocimiento y de centenares de miles de años de ignorancia para unos cuantos lustros de saber. La idea de que ha habido, de pronto, un «siglo de las luces», idea que hemos aceptado con desconcertante ingenuidad, ha sumido en la oscuridad el resto de los tiempos. Una mirada nueva sobre los libros antiguos cambiaría todo esto. Nos sentiríamos trastornados por las riquezas contenidas en aquéllos. Y aún habría que pensar, según decía Atterbury, contemporáneo de Newton, «que hay más obras antiguas perdidas que conservadas».

¿Qué queda de los millares de manuscritos de la biblioteca de Alejandría fundada por Tolomeo Soter, documentos irreemplazables y perdidos para siempre sobre la ciencia antigua? ¿Dónde están las cenizas de las 200.000 obras de la biblioteca de Pérgamo? ¿Qué ha sido de las colecciones de Pisístrato, en Atenas, y de la biblioteca del Templo de Jerusalén, y de la de Phtah, en Menfis? ¿Qué tesoros contenían los millares de libros que fueron quemados el año 213 antes de Jesucristo, por orden del emperador Cheu-Hoang-Ti, con fines únicamente políticos? En estas circunstancias, nos hallamos delante de las obras antiguas como ante las ruinas de un templo inmenso del que restan solamente algunas piedras. Pero el examen atento de estas piedras y de estas inscripciones nos deja entrever verdades demasiado profundas para atribuirlas a la sola intuición de los antiguos.

Ante todo, y contrariamente a lo que se cree, los métodos del racionalismo no fueron inventados por Descartes. Consultemos los textos: "El que busca la verdad —escribe Descartes— debe, mientras pueda, dudar de todo." Es una frase muy conocida y que parece muy nueva. Pero, si tomamos el libro segundo de la metafísica de Aristóteles, leemos: "El que quiera instruirse debe primeramente saber dudar, pues la duda del espíritu conduce a la manifestación de la verdad."

Por lo demás, se puede comprobar que Descartes, no sólo tomó de Aristóteles esta frase fundamental, sino también la mayor parte de las famosas reglas para la dirección del espíritu y que constituyen la base del método experimental. Esto demuestra, en todo caso, que Descartes había leído a Aristóteles, cosa de la que se abstienen demasiado a menudo los cartesianos modernos. Éstos podrían también comprobar que alguien escribió: "Si me equivoco, deduzco que soy, pues el que no es no puede equivocarse, y, precisamente porque me equivoco, siento que soy." Esto, por desgracia, no es de Descartes, sino de san Agustín.

En cuanto al escepticismo necesario al observador, no se puede realmente llevarlo más lejos que Demócrito, el cual sólo consideraba valedero el experimento que hubiese presenciado personalmente y cuyo resultado hubiese autentificado mediante la impresión de su anillo.

Esto me parece muy alejado de la ingenuidad que se reprocha a los antiguos. Cierto, me diréis, que los fiósofos de la Antigüedad estaban dotados de un genio superior en el dominio del conocimiento, pero, en fin, ¿qué sabían de verdad en el plano científico?

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Contrariamente también a lo que se puede leer en las obras actuales de divulgación, las teorías atómicas no fueron inventadas ni formuladas en primer lugar por Demócrito, Leucipo y Epicuro. En efecto, Sextus Empiricus nos dice que el propio Demócrito las había recibido por tradición y que provenían de Moscus el Fenicio, el cual, punto importante a tener en cuenta, parece haber afirmado que el átomo era divisible.

Nótese bien, la teoría más antigua es también más exacta que las de Demócrito y los atomistas griegos, que sostenían la indivisibilidad del átomo. En este caso preciso, parece que se trata más de un oscurecimiento de conocimientos arcaicos que llegaron a ser incomprensibles que de descubrimientos originales. ¿Y cómo no admiramos en el campo cosmológico, habida cuenta de la ausencia de telescopios, al comprobar que a menudo los datos astronómicos más antiguos son los más exactos? Por ejemplo, en lo que atañe a la Vía Láctea, estaba constituida, según Tales y Anaxímenes, por estrellas, cada una de las cuales era un mundo compuesto de un sol y varios planetas, y que estaba situado en un espacio inmenso. Lucrecio conocía la uniformidad de la caída de los cuerpos en el vacío y el concepto de un espacio infinito lleno de infinidad de mundos. Pitágoras, antes de Newton, había enseñado la ley inversa del cuadrado de las distancias. Plutarco, queriendo explicar el peso, busca su origen en una atracción recíproca entre todos los cuerpos y que es causa de que la Tierra haga gravitar hacia ella todos los cuerpos terrestres, de la misma manera que el Sol y la Luna hacen gravitar hacia su centro todas las partes que les pertenecen, reteniéndolas por una fuerza de atracción en su esfera particular.

Galileo y Newton confesaron expresamente lo que debían a la ciencia antigua. De la misma manera, Copérnico, en el prefacio de sus obras dedicadas al papa Paulo III, escribe textualmente que ha concebido la idea del movimiento de la Tierra leyendo a los antiguos. Por lo demás, la confesión de estos plagios en nada mengua la gloria de Copérnico, de Newton y de Galileo, que pertenecían a esta raza de espíritus superiores cuyos desinterés y generosidad prescinden absolutamente del amor propio de autor y de la originalidad a toda costa, que son otros tantos prejuicios modernos.

Mucho más humilde y verdadera nos parece la actitud de la modista de María Antonieta, Mademoiselle Bertin, quien, remozando con mano hábil un viejo sombrero, exclamó: "No hay nada nuevo, salvo aquello que se ha olvidado."

La historia de los inventos, como la de las ciencias, bastaría para demostrar la verdad de esta humorada. "Puede decirse de la mayoría de los descubrimientos —escribe Fournier— lo mismo que de aquella ocasión fugaz que los antiguos convirtieron en la diosa inalcanzable para cuantos la dejaban escapar la primera vez. Si, de primer intento, no se agarra al vuelo la idea que pone sobre la pista, la palabra que puede llevar a la solución del problema, el hecho significativo, he aquí un invento perdido o al menos demorado por muchas generaciones. Para que retorne triunfal, es preciso que se produzca el azar de una nueva idea que resucite a la primitiva de su olvido, o bien el plagio feliz de algún inventor de segunda mano; en lo tocante a los inventos, desgraciado el primero que llega, y gloria y provecho al segundo." Estas consideraciones justifican el título de mi conferencia.

En efecto, pensé que debía de ser posible remplazar en gran parte la casualidad por el determinismo, y los riesgos de los mecanismos espontáneos de la invención por las garantías de una vasta documentación histórica apoyada en comprobaciones experimentales. A tal objeto, propuse la creación de un servicio especializado no en la busca de la prioridad de las patentes, que en todo caso se detiene en el siglo xvm, sino sencillamente en el estudio tecnológico de los procedimientos antiguos, y que procuraría adaptarlos cuanto fuera posible a las necesidades de la industria contemporánea.

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Si en tiempos pasados hubiese existido un servicio como éste, habría podido señalar, por ejemplo, el interés de un librito publicado en 1618, que pasó inadvertido y que se titula Historia natural de la fuente que arde cerca de Crenoble. Su autor fue un médico de Tournon, Jean Tardin. Si se hubiese estudiado este documento, habría podido utilizarse el gas del alumbrado desde principios del siglo XVII. En efecto, Jean Tardin, no sólo estudió el gasómetro natural de la fuente, sino que reprodujo en su laboratorio los fenómenos observados. Introdujo hulla en un recipiente cerrado, sometió ésta a una elevada temperatura y consiguió que se produjeran las llamas cuyo origen buscaba. Explica claramente que la materia de este fuego es el betún y que basta con reducirlo a gas para que dé una "exhalación inflamable". Ahora bien, hasta el año VII de la República, no registró el francés Lebon, antes que el inglés Windsor, su "termolámpara". Y así, durante casi dos siglos, quedó olvidado, luego, prácticamente perdido, por falta de lectura de los textos antiguos, un descubrimiento cuyas consecuencias industriales y comerciales habrían sido considerables.

De igual manera, casi cien años antes de las primeras señales ópticas de Claude Chappe, en 1794, una carta de Fenelon, fechada el 26 de noviembre de 1695, y dirigida a Jean Sobieski, secretario del rey de Polonia, menciona recientes experimentos, no sólo de telegrafía óptica, sino de telefonía por portavoz.

En 1636, un autor desconocido, Schwenter, estudia ya, en sus Recreaciones fisico-matemáticas, el principio del telégrafo eléctrico y cómo, según sus propios términos, "dos individuos pueden comunicar entre sí por medio de la aguja imantada". Pues bien, los experimentos de Oersted sobre las desviaciones de la aguja imantada datan de 1819. También esta vez habían transcurrido casi dos siglos de olvido.

Citaré rápidamente algunos inventos poco conocidos: la campana de buzo se encuentra en un manuscrito de Romance d'Alexandre, del Gabinete Real de Estampas, de Berlín; la obra está fechada en 1320. Un manuscrito del poema alemán Salman und Morolf, escrito en 1190 (biblioteca de Stuttgart), mostraba el dibujo de un buque submarino; se conserva la inscripción: el sumergible era de cuero y podía resistir los temporales. Hallándose un día el inventor rodeado de galeras y a punto de ser capturado, hundió la embarcación y vivió catorce días en el fondo del agua, respirando por medio de un tubo flotante. En una obra escrita por el caballero Ludwig von Hartenstein, alrededor de 1510, se puede ver el dibujo de un traje de buzo; a la altura de los ojos, aparecen dos aberturas obturadas por cristales. En el casco, un largo tubo terminado con una espita permite el acceso del aire exterior. A derecha e izquierda del dibujo figuran los accesorios indispensables para el descenso y la ascensión, a saber: suelas de plomo, y una pértiga con escalones.

Veamos otro ejemplo de olvido: un escritor desconocido, nacido en 1729 en Montebourg, cerca de Coutances, publicó una obra titulada Giphantie, anagrama de la primera parte del nombre del autor, Tiphaigne de la Roche. Se describe en ella no sólo la fotografía de las imágenes, sino también la de los colores: "La impresión de las imágenes —escribe el autor— es cuestión del primer momento en que la tela las recibe. Ésta se saca inmediatamente y se coloca en un lugar oscuro. Una hora después, el baño se ha secado y ya tenéis un cuadro tanto más precioso cuanto que ningún arte puede imitar mejor la verdad." El autor añade: "Primeramente estudiaremos la naturaleza del cuerpo viscoso que intercepta y guarda los rayos; en segundo lugar las dificultades de su preparación y empleo, y en tercero, el juego de la luz y de esta materia desecada." Ahora bien, es sabido que el descubrimiento de Daguerre fue anunciado a la Academia de Ciencias por Araígo, un siglo más tarde, el 7 de enero de 1839. Señalemos, además, que las propiedades de ciertos cuerpos metálicos capaces de fijar las imágenes están consignadas en un tratado de Fabricius: De rebus metallicis, aparecido en 1566.

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Otro ejemplo: la vacuna, descrita desde tiempo inmemorial en uno de los Vedas, el Sactaya Grantham. Este texto fue citado por Moreau de Jonet el 16 de octubre de 1826, en la Academia de Ciencias, en su Memoria sobre la viruela: "Úntese con el fluido de las pústulas la punta de una lanceta, introducirla en el brazo mezclando el fluido con la sangre, y se producirá fiebre; entonces esta enfermedad será muy leve y no inspirará ningún temor." Sigue la descripción exacta de todos los síntomas.

¿Y los anestésicos? Se habría podido consultar a este respecto una obra de Denis Papin, escrita en 1681 y titulada: Le traite des opérations sans douleur, o resucitar los antiguos experimentos de los chinos con el extracto de cáñamo índico, o incluso utilizar el vino de mandrágora, muy conocido en la Edad Media, completamente olvidado en el siglo xvn, y cuyos efectos estudió el doctor Auriol, médico de Toulouse en 1823. Nadie ha soñado siquiera en verificar los resultados obtenidos.

¿Y la penicilina? En este caso, podemos citar ante todo un conocimiento empírico, a saber, las compresas de queso de Roquefort, empleadas en la Edad Media; pero podemos observar a este respecto algo todavía más singular. Ernst Duchesne, alumno de la Escuela de Sanidad militar de Lyon, presentó el 17 de diciembre de 1897 una tesis titulada: Contribución al estudio de la oposición vital entre los microorganismos: antagonismo entre el moho y los microbios. En esta obra se registran experimentos que ponen de manifiesto la acción del Penicillium glaucum sobre las bacterias. Pues bien, esta tesis pasó inadvertida. Insisto en este ejemplo de olvido evidente en una época muy próxima a la nuestra, en pleno florecimiento de la bacteriología.

¿Se quieren más ejemplos? Son innumerables y habría que dedicar una conferencia a cada uno. Citaré como más destacado el del oxígeno, cuyos efectos fueron estudiados en el siglo xv por un alquimista llamado Eck de Sulsback, como observó Chevreul en el Journal des Savants, de octubre de 1849; por lo demás, Teofrasto decía ya que la llama era alimentada por un cuerpo aeriforme, opinión que era también mantenida por san Clemente de Alejandría.

¿Acaso no tenía razón Joubert al observar que "nada hace a los espíritus tan imprudentes y tan vanos como la ignorancia del tiempo pasado y el desprecio de los libros antiguos"? Según escribía admirablemente Rivarol, todo Estado es un barco misterioso anclado en el cielo, se podría decir, a propósito del tiempo, que el barco del porvenir está anclado en el cielo del pasado. Sólo el olvido nos amenaza con los peores naufragios.

Éste parece alcanzar sus límites con la historia increíble, si no fuese verdadera, de las minas de California. En junio de 1848, Marshall descubrió por primera vez pepitas de oro en la orilla de un curso de agua junto al cual vigilaba la construcción de un molino. Ahora bien, Hernán Cortés había pasado antes por allí, buscando, en California, a los mexicanos que se decían detentadores de tesoros considerables; Cortés revolvió el país, hurgó en todas las chozas, sin pensar siquiera en coger un poco de arena; durante tres siglos, las bandas españolas y las misiones de la Compañía de Jesús pisotearon las arenas auríferas, buscando siempre más lejos su Eldorado. Sin embargo, en 1737, más de cien años antes del descubrimiento de Marshall, los lectores de la Gaceta de Holanda habrían podido saber que las minas de oro y de plata de Sonora, eran explotables, pues su periódico daba su situación exacta. Es más, en 1767, se podía comprar en París un libro titulado Histoire naturelle et chile de la Californie, donde el autor, Buriell, describía las minas de oro y citaba el testimonio de los navegantes sobre las pepitas. Nadie prestó atención a aquel artículo, ni a esta obra, ni a estos hechos que, un siglo más tarde, provocaron la "carrera del oro". Pero, ¿hay alguien que aún lea los relatos de los antiguos viajeros árabes? Sin embargo, se encontrarían en ellos indicaciones preciosas para la prospección minera.

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El olvido, en realidad, lo abarca todo. Largas investigaciones, comprobaciones precisas, me han dado la convicción de que Europa y Francia poseen tesoros que no explotan en absoluto: a saber, los documentos antiguos de nuestras grandes bibliotecas. Ahora bien, toda técnica industrial debe elaborarse partiendo de tres dimensiones: la experiencia, la ciencia y la Historia. Eliminar o despreciar esta última es dar prueba de orgullo y de ingenuidad. Es también preferir el riesgo de encontrar lo que aún no existe o intentar adaptar razonablemente lo que es a lo que se desea obtener. Antes de lanzarse a costosas inversiones el industrial debe estar en posesión de todos los elementos tecnológicos del problema. Está claro que no basta en absoluto la sola investigación de la anterioridad de las patentes para poner a punto una técnica en un momento dado de la Historia. En efecto, las industrias son mucho más antiguas que las ciencias; deben estar, pues, perfectamente informadas de la historia de sus procedimientos, de los que a menudo están menos enteradas de lo que imaginan.

Los antiguos, con técnicas muy simples, obtenían resultados que podemos reproducir, pero que, a menudo, nos costaría mucho trabajo explicar, a pesar del gran arsenal teórico de que disponemos. Esta sencillez era el don por excelencia de la ciencia antigua.

Sí, me dirán ustedes, pero, ¿y la energía nuclear? Responderé a esta objeción con una cita que debería hacernos reflexionar un poco. En un libro muy raro, casi desconocido incluso para muchos especialistas, aparecido hace más de ochenta años y titulado Les Atlantes, un autor que se ocultó prudentemente tras el seudónimo de Roisel expuso los resultados de cincuenta y seis años de investigaciones y trabajos sobre la ciencia antigua. Pues bien, al exponer los conocimientos científicos que atribuye a los atlantes, Roisel escribe estas líneas extraordinarias en su época:

"Consecuencia de esta actividad incesante fue, en efecto, la aparición de la materia, de este otro equilibrio cuya ruptura determinaría igualmente poderosos fenómenos cósmicos. Si por una causa desconocida se desintegrase nuestro sistema solar, sus átomos constituyentes, convertidos inmediatamente en activos por la independencia, brillarían en el espacio con una luz inefable, que anunciaría a lo lejos una vasta destrucción y la esperanza de un mundo nuevo."

Me parece que este último ejemplo basta para hacer comprender toda la profundidad de la frase de Mademoise De Bertin: "No hay nada nuevo, salvo aquello que se ha olvidado".

En el campo de las aleaciones, uno de los más importantes de la industria actual, existen muchos hechos significativos que no escaparon a los antiguos. No solamente conocían los medios de producir directamente, partiendo de minerales complejos, aleaciones de propiedades singulares, procedimientos a los que diré de paso que la industria soviética dedica actualmente un vivo interés, sino que, además, utilizaban aleaciones especiales, como el eléctrum, que jamás hemos sentido la curiosidad de estudiar en serio, aunque conozcamos las fórmulas de fabricación.

Apenas insistiré en las perspectivas del campo médico y farmacéutico, casi inexplorado y abierto a tantas investigaciones. Señalaré únicamente la importancia del tratamiento de las quemaduras, cuestión tanto más grave cuanto que los accidentes de automóvil y de aviación la plantean prácticamente a cada minuto. Sin embargo, la Edad Media, devastada sin cesar por los incendios, descubrió los mejores remedios contra las quemaduras, habiendo sido completamente, olvidadas sus recetas. A este respecto, conviene saber que ciertos productos de la antigua farmacopea, no solamente calmaban los dolores, sino que permitían evitar las cicatrices y regenerar las células.

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En cuanto a los colorantes y barnices, sería superfluo recordar la alta calidad de los materiales elaborados según los procedimientos de los antiguos. Los colores admirables utilizados por los pintores de la Edad Media no se han perdido como se cree generalmente; conozco al menos un manuscrito en Francia que da su composición. Nadie ha soñado jamás en adaptar y comprobar estos procedimientos. Sin embargo, los pintores modernos, si vivieran dentro de un siglo, no reconocerían sus telas, porque los colores utilizados actualmente no van a durar mucho. Según parece, los intensos amarillos de Van Gogh han perdido ya la extraordinaria luminosidad que los caracterizaba.

Trátese, en fin, de experiencias del pasado o de posibilidades del porvenir, creo que el realismo profundo nos enseña a apartarnos del presente. Esta afirmación puede parecer paradójica, pero basta reflexionar un poco para comprender que el presente no es más que un punto de contacto entre la línea del pasado y la del porvenir. Firmemente apoyados en la experiencia atávica, debemos mirar ante nosotros más que a nuestros pies y no prestar atención exagerada al breve intervalo de desequilibrio durante el cual cruzamos el espacio y el tiempo. El movimiento de la marcha nos lo demuestra, y la lucidez de nuestra mirada debe mantener siempre equilibrada la balanza de lo que ha sido y lo que tiene que ser.