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357 . . . . . . LA CONSTITUCIÓN DE QUERÉTARO Y LOS PUEBLOS INDÍGENAS DE MÉXICO Rodolfo STAVENHAGEN * SUMARIO: I. De la Independencia a la Constitución de 1857. II. Los indios en el Porfiriato. III. Agrarismo y esbozo de una política indigenista. IV. El indigenis- mo institucionalizado. V. Impulso a la educación rural. VI. La visión alternativa. VII. La reforma del artículo cuarto constitucional en 1992. VIII. Los pueblos in- dígenas se organizan. IX. Las polémicas y los desencuentros. X. La nueva etapa: la ciudadanía multicultural. XI. Bibliografía. I. DE LA INDEPENDENCIA A LA CONSTITUCIÓN DE 1857 L os debates sobre la naturaleza de las Constituciones políticas son tan antiguos como los estados soberanos. En la historia europea comenzaron a tomar cuer- po después de la paz de Westfalia (1648) que dio término a la guerra de treinta años entre las dinastías rivales que se disputaban la soberanía en aquellos años. De esos acuerdos nació la concepción del Estado nacional con todas sus atribuciones. Con el tiempo se difundió la idea que la soberanía ya no pertenecía a los reyes y emperadores, ni mucho menos al papado romano, sino a los pueblos, innovación que fue institucionalizada por la Revolución Francesa así como la independencia de Estados Unidos. México heredó de estas fuentes, por vía de la Constitución de Cádiz de 1812 (de corta vigencia en España), las principales ideas políticas que fueron incor- poradas a sus diversos textos constitucionales. La de Cádiz proclamaba la igualdad entre españoles y americanos, visión que sólo se mantuvo durante pocos años, pero en realidad los “americanos” reconocidos eran solamente los criollos representados en las Cortes de Cádiz. Esta restricción del término “americanos” al estrato limitado de los criollos se extendió posteriormente a los documentos generados por los movimientos de independencia en las colonias americanas de España. * El Colegio de México. Este libro forma parte del acervo de la Biblioteca Jurídica Virtual del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM www.juridicas.unam.mx https://biblio.juridicas.unam.mx/bjv DR © 2017. Universidad Nacional Autónoma de México. Instituto de Investigaciones Jurídicas. Instituto Belisario Domínguez. Libro completo en: https://goo.gl/1xYmBr.

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LA CONSTITUCIÓN DE QUERÉTARO Y LOS PUEBLOS INDÍGENAS DE MÉXICO

Rodolfo Stavenhagen*

Sumario: I. De la Independencia a la Constitución de 1857. II. Los indios en el Porfiriato. III. Agrarismo y esbozo de una política indigenista. IV. El indigenis-mo institucionalizado. V. Impulso a la educación rural. VI. La visión alternativa. vii. La reforma del artículo cuarto constitucional en 1992. VIII. Los pueblos in-dígenas se organizan. IX. Las polémicas y los desencuentros. X. La nueva etapa: la

ciudadanía multicultural. XI. Bibliografía.

I. De la inDepenDencia a la conStitución De 1857

Los debates sobre la naturaleza de las Constituciones políticas son tan antiguos como los estados soberanos. En la historia europea comenzaron a tomar cuer-po después de la paz de Westfalia (1648) que dio término a la guerra de treinta

años entre las dinastías rivales que se disputaban la soberanía en aquellos años. De esos acuerdos nació la concepción del Estado nacional con todas sus atribuciones. Con el tiempo se difundió la idea que la soberanía ya no pertenecía a los reyes y emperadores, ni mucho menos al papado romano, sino a los pueblos, innovación que fue institucionalizada por la Revolución Francesa así como la independencia de Estados Unidos. México heredó de estas fuentes, por vía de la Constitución de Cádiz de 1812 (de corta vigencia en España), las principales ideas políticas que fueron incor-poradas a sus diversos textos constitucionales.

La de Cádiz proclamaba la igualdad entre españoles y americanos, visión que sólo se mantuvo durante pocos años, pero en realidad los “americanos” reconocidos eran solamente los criollos representados en las Cortes de Cádiz. Esta restricción del término “americanos” al estrato limitado de los criollos se extendió posteriormente a los documentos generados por los movimientos de independencia en las colonias americanas de España.

* El Colegio de México.

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Aunque en el siglo XIX mucho se habló de las condiciones cercanas a la escla-vitud que sufrían los peones de las haciendas en aquella época no hubo reglamen-tación sobre el tema y salvo ocasionales referencias a los pueblos y comunidades de indios, ni la Constitución de 1857 ni la legislación posterior se ocupó de ellos, es decir ni los liberales ni los conservadores quisieron reconocer el magno problema económico y social en gestación que estallaría medio siglo más tarde.

Las crecientes contradicciones que generó el largo periodo de la dictadura por-firiana tuvieron como su foco central la problemática del México rural. Hacia fines del siglo XIX se multiplicó la literatura que dirigía críticas sociales y políticas cada vez más agudas a la estructura de la propiedad agraria, la creciente polarización social, la profunda pobreza de la gran mayoría de la población campesina y el co-rrosivo descontento que se hacía sentir en el campo.

II. loS inDioS en el porfiriato

El mal llamado “problema indígena” fue discutido por políticos e intelectuales. Para la mayoría de estos hombres públicos los indígenas habrían de desaparecer debido a que su existencia era considerada un lastre para el país y un obstáculo a su moderni-zación y progreso. La respuesta que se daba era que los indios debían integrarse lo más rápidamente posible a la sociedad dominante. En términos étnicos, eso signifi-caba que se transformarían en mestizos, y el ejemplo emblemático era, por supues-to, la figura del presidente Benito Juárez.

Hacia fines de siglo algunas voces sensatas aconsejaban ampliar la responsabi-lidad del Estado en materia de educación con el objeto de proporcionar a la niñez indígena la posibilidad de asistir a la escuela para poder integrarse mejor a la socie-dad nacional. Nace así la política indigenista que durante el siglo XX sería la tónica dominante en el discurso oficial. A los estudiosos que participaban en los asun-tos públicos les animaba generalmente un fuerte sentimiento nacionalista y estaban convencidos que solamente una población culturalmente unificada podía terminar de construir una nación fuerte capaz de enfrentarse a las potencias extranjeras y de erigir las instituciones que el país necesitaba. Durante el Porfiriato, escribe el his-toriador Enrique Florescano, “el proyecto de nación excluyó a los indígenas de sus filas y el Estado les declaró una guerra sin cuartel”.1

III. agrariSmo y eSbozo De una política inDigeniSta

Una vez iniciado el proceso revolucionario en 1910 se intensificaron las presiones para modificar la Constitución Política de 1857 y este proceso culminó con la adop-

1 Florescano, Enrique, Etnia, Estado y nación, México, Aguilar, 1997.

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ción de la Constitución de 1917 en Querétaro. Los debates más polémicos se dieron desde el principio en torno al artículo 27, referido a la propiedad de la tierra y los re-cursos naturales. Fue en este contexto que también surgieron las controversias sobre la población indígena, que aún no han desaparecido del debate político en el país. Esta carta magna fue reformada en más de 200 ocasiones según los especialistas en la materia, y si se compara el texto original con la última versión las diferencias son considerables. Tan es así que a lo largo de los últimos años se han alzado numerosas voces autorizadas proponiendo que la nación convoque a una Asamblea Constitu-yente para redactar una nueva Constitución más acorde a las necesidades de la épo-ca actual. Ciertamente, la última versión contiene modificaciones que se refieren a los pueblos indígenas, tema que no apareció en la versión original.

En 1916 el presidente Carranza convocó a un nuevo Congreso Constituyente. Entre los puntos tratados destacó la discusión, en comisión, del artículo constitucio-nal sobre los derechos de los obreros. Aunque algunos diputados se refirieron a la la-mentable situación de los peones del campo, la comisión dictaminadora no pareció conceder mucha importancia a los indígenas.

En la redacción y aprobación final de lo que sería el artículo 123 de la nue-va Constitución, el diputado constituyente Pastor Rouaix, quien participó en estas discusiones, dice en sus memorias, publicadas algunas décadas más tarde, que las normas protectoras de los trabajadores agrícolas no habían sido implementadas en la realidad.2

La misma comisión del Congreso que aprobó un proyecto del artículo 123, propuso el siguiente párrafo en el artículo 27: “Los ejidos de los pueblos, ya sea que los hubieren conservado posteriormente a la ley de desamortización, ya sea que se les restituyan o que se les den nuevos… se disfrutarán en común por sus habitan-tes, entretanto se reparten conforme a la ley que al efecto se expida”.

Si bien no hay mención expresa de las poblaciones indígenas, la referencia a “los ejidos de los pueblos” apunta evidentemente a las comunidades indígenas que aún poseían terrenos comunales o necesitaban su restitución. De esto se ocupó posterior-mente la reforma agraria. El tema que más encendió los ánimos de los diputados en este Congreso fue el de la propiedad originaria de las tierras que, según el nuevo ar-tículo, ahora correspondía solamente a la nación la cual puede transmitir el dominio directo a los particulares.3 La versión definitiva del artículo 27 quedó de esta manera en cuanto al tema que nos ocupa: “Los pueblos, rancherías y comunidades que ca-rezcan de tierras y aguas, o no las tengan en cantidad suficiente para las necesidades de su población, tendrán derecho a que se les dote de ellas…”.4

El apartado VI señala: “Los condueñazgos, rancherías, pueblos, congregacio-nes, tribus y demás corporaciones de población que de hecho o por derecho guar-den el estado comunal, tendrán capacidad para disfrutar en común de las tierras, bosques y aguas que les pertenezca, o que se les hayan restituido y restituyeren…”.5

2 Rouaix, Pastor, Génesis de los artículos 27 y 123 de la Constitución Política de 1917, Puebla, 1945.3 Ibidem, capítulo 5.4 Ibidem, p. 200.5 Ibidem, p. 202.

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Pastor Rouaix, uno de los artífices del artículo 27 constitucional, concluye un cuarto de siglo más tarde:

El primer puesto en el mejoramiento general de la situación económica y social del conglomerado mexicano, lo ocupa el antiguo peonaje asalariado de las fincas rústicas, que en su mayor parte, ha dejado para siempre su posición de siervo humilde y humi-llado, para transformarse en dueño de una parcela de tierra, en la que ha formado su hogar, levantado una casa y encontrado un refugio.6

Es preciso recordar que los antecedentes inmediatos del original artículo 27 constitucional se encuentran en la Ley Agraria del 6 de enero de 1915, decretada por el presidente Carranza, en la cual se afirma

…que privados los pueblos indígenas de las tierras, aguas y montes que el gobierno colonial les concedió, así como también las congregaciones y comunidades de sus te-rrenos indivisos, y concentrada la propiedad rural del resto del país en pocas manos, no ha quedado a la gran masa de la población de los campos otro recurso para pro-porcionarse lo necesario a su vida, que alquilar a vil precio su trabajo a los poderosos terratenientes, trayendo esto como resultado inevitable, el estado de la miseria, abyec-ción y esclavitud de hecho en que esa enorme cantidad de trabajadores ha vivido y vive todavía…7

El reparto agrario comenzó a tientas y con dificultades. Era obvio que la simple entrega de la tierra no bastaba para satisfacer la demanda campesina; era preciso impulsar el riego agrícola, la tecnificación de la agricultura, proporcionar crédito agrícola y construir escuelas rurales. La década de los veinte demostró a los go-bernantes la enormidad de la tarea. El presidente Plutarco Elías Calles hablaba de la reforma agraria integral, pero al término de su mandato confesó que deseaba “terminar el reparto, indemnizar a los propietarios y formar una clase de pequeños propietarios modernos”.8 A esas alturas, los pueblos indígenas apenas habían sido tocados por la política agraria y agrícola del régimen revolucionario, salvo en algu-nas regiones en que se hicieron repartos, adelantándose a la legislación federal. Fue la década en que estalló la violencia antiagrarista en varios estados y durante la cual comenzó a extenderse la corrupción entre gobernantes, hacendados y líderes cam-pesinos, que habría de caracterizar a la reforma agraria en décadas subsiguientes.

A raíz de la Constitución de 1917, comenzó el largo proceso de la reforma agra-ria, oficialmente cancelada mediante la reforma constitucional de 1992, pero cuyo ímpetu original se agotaría en la década de los años cuarenta. La reforma agraria acabaría por desmantelar el régimen latifundista hacendario que caracterizó al Por-

6 Ibidem, p. 225.7 Ibidem, p. 280.8 Krauze, Enrique et al., La reconstrucción económica, Historia de la Revolución mexicana, 1924-1928,

vol. 10, México, El Colegio de México, 1977, p. 111.

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firiato, y su programa de restitución y dotación de tierras benefició a más de tres millones de campesinos sin tierras a lo largo de siete décadas. La mayoría de esos campesinos fueron probablemente indígenas, sobre todo durante las primeras déca-das. Sin embargo, por las razones expuestas del nacionalismo cultural, no aparecen bajo la categoría de indígenas ni en el artículo 27 constitucional ni en las leyes agra-rias posteriores.

La restitución de tierras a los pueblos y comunidades que las perdieron durante el siglo XIX benefició a numerosos pueblos y comunidades indígenas, a tal grado que el concepto mismo de “restitución” agraria a comunidades expresa la voluntad política del constituyente de compensar a la población indígena por las injusticias y los despojos sufridos a lo largo del siglo anterior. La “dotación de ejidos” a núcleos de población que no pudieron documentar estos despojos, y que estaba constituida sobre todo por peones de haciendas, benefició principalmente a población indígena aunque no fuera reconocida como tal. Por otra parte, la constitución de “colonias agrícolas” y de la pequeña propiedad privada rústica, sobre todo en el norte del país, tuvo por objeto a la población de rancheros y pequeños agricultores independientes, en gran medida mestizos y no perteneciente a alguna comunidad indígena, aunque tampoco los excluía.

José Ramón Cossío apunta:

El modelo constitucional derivado de la Constitución de 1917 respecto de los indígenas los reconoció, por un lado, como sujetos integrantes de la nación mexicana y por ello con iguales derechos y obligaciones al resto de la población y, por el otro lado, su único reconocimiento fue con motivo de lo dispuesto en el artículo 27 constitucional: en térmi-nos de este artículo, los indígenas no fueron reconocidos propiamente como tales, sino como uno más de los sujetos del derecho agrario.9

En materia agraria, la redistribución de la tierra recibió un impulso en la década de los treinta con la restitución de tierras, el reconocimiento de terrenos comunales, la dotación de ejidos y de nuevos poblados y el acceso de millares de campesinos a la pequeña propiedad privada, entre los cuales se encontraban decenas de miles de familias indígenas. El impulso cedió ante los intereses de los grandes terratenien-tes, conocidos como neolatifundistas, a partir de los años cuarenta. El ciclo de la reforma agraria en el que pudieron participar los indígenas se cerró, la tierra agríco- la disponible se redujo considerablemente, la presión demográfica se incrementó y también aumentaron las presiones sobre los recursos forestales y acuíferos. Salvo algunos casos de promoción de núcleos de colonización en el sureste, en la que lo-graron incorporarse miembros de comunidades indígenas, en la segunda mitad del siglo pasado se había llegado a los límites de la frontera agrícola, cuando menos en cuanto a sus posibilidades para los pueblos indígenas. El artículo 27 de la Constitu-ción ya no podía ser garantía para su desarrollo y bienestar; el potencial agrario, tal como fue planteado en los debates de Querétaro, se había terminado.

9 Cossío, José Ramón, Problemas del derecho indígena en México, México, CNDH, 2002.

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IV. el inDigeniSmo inStitucionalizaDo

La política indigenista tomó otros rumbos; la situación de las poblaciones indígenas no vuelve a aparecer en los debates constitucionales sino hasta la década de los no-venta del siglo XX.

Esto no significa que los poderes públicos hubieran ignorado lo que durante lar-gos años fue descrito como “el problema indígena”. Por el contrario, los gobiernos post-revolucionarios se ocuparon de esta problemática de varias maneras y a través de múltiples políticas públicas cuyo objetivo siempre fue fomentar el desarrollo y bienestar de estas poblaciones en el conjunto nacional.

Cierto es que la Revolución en sus diversas etapas y vertientes reivindica los derechos agrarios de las comunidades indígenas pero no su cultura, salvo para inte-grarla a pedazos fragmentados al patrimonio de la cultura nacional. Como recono-cían muchos observadores, se enalteció al indio muerto y se despreció al indio vivo. Así como la lucha por la independencia, un siglo antes, benefició a los criollos mas no a los indígenas, así también la Revolución mexicana a final de cuentas benefició más a la burguesía nacional (en su gran mayoría criolla y mestiza) que a la población indígena. Para los pueblos indígenas, conquistar la plena ciudadanía en su propio país ha sido una carrera de obstáculos.

Fue Andrés Molina Enríquez, conocido intelectual y político durante fines del Porfiriato y en la época revolucionaria, y miembro del Congreso de Querétaro, quien desarrolló un recio argumento a favor de México como país mestizo y descar-tó la presencia indígena en la conformación de la nación mexicana moderna y con-temporánea.10 Después, la “mestizofilia” sería retomada por José Vasconcelos con su conocido planteamiento sobre la “raza cósmica”. En términos más prácticos, Ma-nuel Gamio, recién retornado de sus estudios de antropología en Estados Unidos, formó una Dirección de Antropología en la Secretaría de Agricultura y promovió el ya clásico estudio regional sobre la población del valle de Teotihuacan (1922). En 1916 publicó Forjando Patria, un llamamiento para una política de Estado encamina-da al desarrollo de la población india del país. Gamio planteó contundentemente la necesidad del mestizaje para reducir la brecha entre ésta y el resto de la población: “fusión de razas, convergencia y fusión de manifestaciones culturales, unificación lingüística y equilibrio económico de los elementos sociales… deben caracterizar a la población mexicana, para que ésta constituya y encarne una Patria poderosa y una Nacionalidad coherente y definida”.11 Los planteamientos de Manuel Gamio inspi-raron y orientaron los posteriores esfuerzos de los gobiernos de la Revolución a favor de los pueblos indígenas, enfocados sobre todo en las políticas sociales y educativas.

10 Kourí, Emilio (coord.), En busca de Molina Enríquez. Cien años de Los grandes problemas nacionales, México, El Colegio de México (Jornadas 156), 2009.

11 Gamio, Manuel, Forjando Patria, México, Porrúa, 1960 [1916], p. 183; y Consideraciones: sobre el problema indígena, México, Instituto Indigenista Interamericano, 1966.

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V. impulSo a la eDucación rural

A lo largo de la década de los veinte hubo ensayos de política pública para atender a la población indígena. El presidente Obregón creó el Departamento de Educación y Cultura para la Raza Indígena en la Secretaría de Educación Pública en 1921, que después se llamaría simplemente Departamento de Educación y Cultura Indígena. Acto seguido su labor consistió en la localización de los núcleos indígenas, el estudio de las condiciones económicas de los mismos, “una clase de cultura” a los indígenas (sic), y el estudio de las industrias nativas, modo de fomentarlas y perfeccionarlas. A fines de 1924 existían más de mil escuelas rurales en los estados de la República, servidas por 1 146 maestros, con una concurrencia de 65 300 alumnos. En 1925 se fundieron las distintas escuelas federales de las comunidades rurales en el nuevo De-partamento de Escuelas Rurales de Incorporación Cultural Indígena.

En ese mismo año comenzaron a funcionar las misiones culturales para la edu-cación rural, una especie de escuelas rurales ambulantes, que tenían por propósito original el de preparar, adecuada y eficazmente, a los profesores de enseñanza rural, proporcionándoles los conocimientos necesarios en relación a la zona y las necesi-dades de la comunidad.12 Sin embargo, a la larga su impacto sobre las condiciones de vida de las comunidades indígenas fue mínimo.

Entre las ranuras de un ambiente político y agrario incierto, algunas voces in-trépidas optaron por la educación rural e indígena, notablemente la pionera labor realizada por el maestro Moisés Sáenz, quien fue subsecretario de Educación en 1925. Sáenz y sus maestros consideraban su tarea como un evangelio nacionalista, pero posteriormente el propio Moisés Sáenz reconoció el fracaso de su generoso intento educativo.13

Sin embargo, el impulso a la educación indígena no cesó. La Casa del Estudian-te Indígena, empresa redentora y maravilloso experimento sicológico social, como la llamaron sus creadores, se estableció en 1925 y sobrevivió hasta 1932. Su propósito inicial fue reunir en la capital indios “puros” para someterlos a la vida civilizada moderna “transformando su mentalidad, tendencias y costumbres”. Su éxito fue tal que los egresados de la Casa decidieron buscar fortuna en la capital en vez de volver a sus comunidades para ayudar a sus congéneres. En 1933 fue clausurada la Casa, y en su lugar fueron creados en distintas regiones varios internados indígenas.14

Hacia fines de la década de los veinte se acentuaron los conflictos políticos entre los llamados “veteranos” de la Revolución y los “agraristas” y fue frenado el impulso de la reforma agraria. Con el apoyo oficial a la “pequeña propiedad” y la parcela-ción de los ejidos ya establecidos, se frustraron los anhelos de muchas comunidades

12 Santiago Sierra, Augusto, Las misiones culturales (1923-1973), México, Secretaría de Educación Pública, 1973.

13 Aguirre Beltrán, Gonzalo, Antología de Moisés Sáenz, México, Oasis, 1970.14 Loyo, Engracia, “La empresa redentora. La Casa del Estudiante Indígena”, en Historia Mexica-

na, vol. XLVI, núm. 1, julio-septiembre, 1996; Aguirre Beltrán, Gonzalo, Teoría y práctica de la educación indígena, México, Secretaría de Educación Pública, SEP Setentas, 1976.

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indígenas a la vez que disminuyó el ritmo de reparto de tierras a los campesinos. Como consecuencia creció el número de jornaleros agrícolas y comenzaron a mani-festarse las migraciones del campo a las ciudades y a Estados Unidos.15

Desde la década de los treinta, la SEP creó un espacio para la educación indí-gena en sus programas. Entre los pedagogos y lingüistas se discutía acerca de las ventajas y desventajas de la alfabetización directa en español o la alfabetización en lenguas indígenas. Fueron numerosos los comités, comisiones, departamentos y di-recciones creados para ocuparse de la educación indígena. El marco de referencia ya no era el artículo 27 de la Constitución sino el artículo 3o., sobre educación.

En 1948 el gobierno creó el Instituto Nacional Indigenista cuyo primer director, Alfonso Caso, trazó las grandes líneas del indigenismo institucional de la época del “nacionalismo revolucionario”. El indigenismo, decía Caso, era una política pública que tiene por objeto la integración de las comunidades indígenas en la vida econó-mica, social y política de la nación.16 Su principal teórico, Gonzalo Aguirre Beltrán, afirmaba que la finalidad última del indigenismo es la formación de una nación a partir de la pluralidad de grupos étnicos establecidos en el territorio que constituye la base material del Estado y el indigenista tenía puesto su interés en la nación como una globalidad y no en el indio como una particularidad.17 A través de sus centros coordinadores en las principales regiones indígenas del país, el INI se propuso atender las necesidades de las comunidades indígenas en materia de educación, salud y promoción económica incluyendo pequeñas obras de infraestructura. El indigenismo fue desde el principio una política del Estado mexicano, diseñada y llevada a cabo por intelectuales mestizos en beneficio de los indígenas, pero sin la participación de éstos. Un experimento de ingeniería social, concepto muy de moda en las ciencias sociales en los años cincuenta.

Sus mayores logros se obtuvieron en el área de la educación bilingüe, restringida al nivel de las escuelas primarias y los albergues escolares. También influyó en am-pliar la red de servicios de salud a comunidades indígenas carentes de estos servicios; y en la promoción de pequeños proyectos económicos rurales con el objeto de crear oportunidades de ocupación productiva para la población y aumentar su poder de compra y sus niveles de consumo.

Junto con la alfabetización se hizo necesaria una política de castellanización. Los lingüistas y pedagogos se reunían para discutir las metodologías más adecuadas. Algunos optaban por la enseñanza directa en español a los niños indígenas desde los primeros años de la escuela primaria. Otros, observando los fracasos anteriores, pro-ponían un avance educativo en dos etapas: primero la alfabetización en lengua in-dígena y sólo posteriormente el paso a la instrucción en lengua castellana, la lengua nacional del país según la Constitución. Había argumentos didácticos, lingüísticos y psicológicos para ambas posturas.

15 Meyer, Lorenzo, El conflicto social y los gobiernos del maximato, Historia de la Revolución Mexicana 1928-1934, vol. 13, México, El Colegio de México, 1978.

16 Caso, Alfonso, Los centros coordinadores indigenistas, México, Instituto Nacional Indigenista, 1962.17 Aguirre Beltrán, Gonzalo, Obra polémica, México, SEP-INAH, 1976, pp. 53, 67.

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Después de varias décadas de debate sociolingüístico, se estableció a nivel fede-ral la educación indígena bilingüe en los años sesenta. En 1978 se crea el subsistema de educación indígena con las escuelas indígenas bilingües a cargo de la Dirección General de Educación Indígena en la SEP. Esto implicaba alfabetizar a los escolares en sus lenguas maternas indígenas y enseñar el castellano posteriormente. Para ello se requerían cartillas y materiales didácticos en lenguas indígenas, maestros entre-nados que pudieran impartir materias en sus propias lenguas y métodos adecuados para la enseñanza de un currículo nacional en situaciones de diversidad cultural y contextos sociales disímiles. Esta problemática no logró resolverse en el siglo XX, y sigue siendo un desafío en el siglo XXI.

La identificación de la población indígena en el país es objeto de debates y controversias, un tema no resuelto. Habiendo sido descartado desde hace décadas el criterio biológico o racial, la antropología mexicana se inclinó tempranamente por los indicadores culturales. De éstos, el que ha prevalecido es el lingüístico. Los estudios antropológicos acuñaron el concepto de “comunidad” y “pueblo” como unidad territorial, social, cultural y a veces económica, para distinguir a la población rural indígena de la de los ranchos y asentamientos de campesinos no indígenas. La diferenciación étnica de la población se entrelazó con la terminología agraria de la Constitución del 17 y en las leyes de la materia, creando confusiones semánticas y conceptuales que subsisten en las ciencias sociales y en el derecho hasta la actualidad.

Desde la perspectiva de los derechos humanos, en 1998 la Comisión Interame- ricana de Derechos Humanos señalaba que los indígenas mexicanos estaban en si-tuación de desigualdad relativa frente al resto de la población, en cuanto al goce de servicios del Estado, sufriendo en muchas zonas condiciones deplorables de empo-brecimiento, acceso a servicios sociales y salud.18

A lo largo de la mayor parte del siglo XX las políticas indigenistas del Estado mexicano prácticamente carecían de sustento constitucional. Los programas men-cionados en los párrafos anteriores no derivan de un principio de constitucionalidad sino de la interpretación que diferentes gobiernos solían hacer de las normas básicas que se encontraban en los artículos 3o. y 27 originales de la Constitución de 1917, sustentadas por los principios filosóficos del “nacionalismo revolucionario”.

VI. la viSión alternativa

Contra la visión oficial del indigenismo comenzaron a alzarse voces de algunos an-tropólogos jóvenes y de un creciente número de profesionistas y líderes indígenas, muchos de los cuales habían salido de las filas del propio Instituto Nacional Indige-nista. Las nuevas demandas de los pueblos indígenas se expresaron en distintos con-gresos nacionales e internacionales y en la formación de asociaciones y movimientos diversos.

18 Comisión Interamericana de Derechos Humanos, OEA/Ser.L/V/II.100, Doc. 7 rev. 1, 1998.

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En el ámbito mundial los pueblos indígenas de varios países se estaban movien-do ante sendas organizaciones internacionales exigiendo que sus demandas fueran escuchadas y sus derechos humanos reconocidos por las instancias correspondien-tes. La Organización Internacional del Trabajo adoptó el Convenio 169 sobre po-blaciones indígenas y tribales en 1989, que México ratificó en 1990.

Entre otros puntos, el Convenio 169 establece la obligación de los estados de “con-sultar a los pueblos interesados, mediante procedimientos apropiados y en particular a través de sus instituciones representativas, cada vez que se prevean medidas legislativas o administrativas susceptibles de afectarles directamente”. La ratificación por México de este Convenio fue uno de los antecedentes de la reforma constitucional de 1992.

VII. la reforma Del artículo cuarto conStitucional en 1992

Conforme se acercaba la fecha del quinto centenario del llamado “descubrimiento de América”, ahora rebautizado “Encuentro de dos mundos”, que dio lugar a que algunos organismos internacionales y los gobiernos de los países iberoamericanos se dieran a la tarea de organizar eventos conmemorativos, la presión de las orga-nizaciones indígenas, que se opusieron masivamente a que se celebrara el infausto comienzo de la “invasión europea,” se hizo más intensa. Respondiendo a este espíri-tu, el gobierno de Salinas de Gortari promovió en 1992 una reforma al artículo 4o. constitucional, que ahora rezaba así:

La Nación mexicana tiene una composición pluricultural sustentada originalmente en sus pueblos indígenas. La Ley protegerá y promoverá el desarrollo de sus lenguas, cul-turas, usos, costumbres, recursos y formas específicas de organización social, y garan-tizará a sus integrantes el efectivo acceso a la jurisdicción del Estado. En los juicios y procedimientos agrarios en que aquellos sean parte, se tomarán en cuenta sus prácticas y costumbres jurídicas en los términos que establezca la ley.

Si bien era la primera vez que la Constitución reconocía a los indígenas como pueblos, el flamante artículo 4o. no mencionaba sus derechos humanos. Pero duran-te nueve años, hasta su derogación, prácticamente fue ignorado y no se le dio ningún seguimiento efectivo ni fueron redactadas las leyes a que hace referencia.

VIII. loS puebloS inDígenaS Se organizan

El Congreso Indígena organizado en 1974 por el gobierno de Chiapas y la diócesis de San Cristóbal las Casas para hacer frente a las crecientes demandas y conflic-tividad en zonas indígenas por los cambios socioeconómicos en la región, impulsó

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el desarrollo de un nuevo lenguaje de derechos humanos entre las organizaciones indígenas que se iban formando en el país. El gobierno del presidente Echeverría organizó un Congreso Nacional de Pueblos Indígenas en 1975, del cual surgió el Consejo Nacional de Pueblos Indígenas (CNPI) compuesto de varias organizaciones que pronto fueron rebasadas por los movimientos de base.

A partir de los setenta numerosas organizaciones comenzaron a competir por adeptos y esferas de influencia, produciéndose a la vez la amalgamación de algunas y la división de otras. A la influencia de los catequistas de la llamada “teología india” se agregó la de los asesores maoístas de algunas organizaciones políticas radicales del centro de la República, el proselitismo de grupos evangélicos protestantes, los programas de los partidos políticos activos en el estado, así como los intereses de diversas instancias de gobierno. Con el tiempo, la unidad que se había logrado for-jar en la lucha indígena se quebrantó por divisiones y conflictos internos, así como por los éxitos de la estrategia gubernamental orientada a desmantelar, manipular y cooptar a las organizaciones independientes.19

La demanda indígena se amplió durante los años noventa, a través de múltiples actividades de las organizaciones civiles, a las que se agregó el considerable impacto que tuvo a nivel nacional e internacional el levantamiento a principios de 1994 del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en Chiapas.20 Después de algunos días de enfrentamientos violentos, el gobierno federal y los zapatistas acordaron un cese del fuego que fue seguido de varios meses de negociaciones. A principios de 1996 se firmó el Acuerdo de San Andrés Larrainzar sobre derechos y cultura indígena.21

Además de la lucha por la tierra, los servicios sociales (agua, caminos, educación, salud, electricidad) y los apoyos necesarios para la producción y la comercialización, los campesinos indígenas se organizaron en torno a la idea de autonomía, concep-to que adquirió mayor fuerza política después del levantamiento del EZLN. Varias organizaciones indígenas regionales y nacionales, como la Asamblea Nacional In-dígena Plural por la Autonomía (ANIPA), el Frente Independiente de Pueblos Indí-genas (FIPI), el Congreso Nacional Indígena, la Central Independiente de Obreros Agrícolas y Campesinos (CIOAC), o bien la Coalición de Campesinos y Estudian-tes del Istmo (Cocei) y los Servicios del Pueblo Mixe (SER) en Oaxaca, pugnaron por distintas formas de autonomía según las circunstancias locales y coyunturales.

Pronto contendieron dos concepciones distintas de la autonomía: la regional y la comunitaria. La primera se cristalizó a través de la propuesta de la ANIPA de crear

19 Leyva Solano, Xóchitl y Ascencio Franco, Gabriel, Lacandonia al filo del agua, México, CIESAS y Fondo de Cultura Económica, 1996; Legorreta Díaz, María del Carmen, Religión, política y guerrilla en Las Cañadas de la Selva Lacandona, México, Cal y arena, 1998; Estrada Saavedra, Marco, La comunidad armada rebelde y el EZLN, México, El Colegio de México, 2007.

20 La literatura sobre este movimiento es considerable. Baste citar, entre muchas otras valiosas contribuciones, Shannan L., Mattiace et al. (eds.), Tierra, libertad y autonomía: impactos regionales del zapa-tismo en Chiapas, México, CIESAS, 2002.

21 Sámano R., Miguel Ángel et al., Los Acuerdos de San Andrés Larrainzar en el contexto de la declaración de los derechos de los pueblos americanos, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2000; Bernal Gutiérrez, Marco Antonio y Romero Miranda, Miguel Ángel (comps.), Chiapas: crónica de una negociación, 2 tomos, México, Rayuela Editores, 1999; Conai (Comisión Nacional de Intermediación), San Andrés, Mesa 1: Derechos y Cultura Indígena, 2 vols., México, Serie: Sendero de Paz, Cuaderno núm. 3, 2001.

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Regiones Autónomas Pluriétnicas (RAP) en el país, como un cuarto nivel de gobier-no regional entre los municipios libres y los estados soberanos, ambos constitucio-nales. La propuesta fue ampliamente discutida en congresos y mesas redondas, así como en la prensa, y fue introducida en las negociaciones de paz entre el gobierno federal y los zapatistas.

El gobierno rechazó entonces la idea de la autonomía indígena, considerándola altamente peligrosa para la estabilidad e integridad del país. En los medios, diversos comentaristas se lanzaron contra el peligro de la “balcanización” y el “separatismo” que llegarían si fuera reconocido el derecho a la autonomía.

Pasaron más meses de controversias abiertas y conversaciones discretas entre los actores para que la Comisión de Concordia y Pacificación del Congreso de la Unión preparara un texto conocido como la “Ley Cocopa” que sería la base de la nueva legislación prevista en los Acuerdos. Si bien era parte de los Acuerdos, pero contrariando los compromisos que había asumido, el gobierno de Ernesto Zedillo (1994-2000) decidió no proceder con la legislación, traicionando así las esperanzas que las negociaciones habían despertado entre los pueblos indígenas y buena parte de la opinión pública nacional. Los zapatistas se retiraron del diálogo y el conflicto se estancó en una “paz armada” salpicada de “guerra de baja intensidad” por parte de las fuerzas federales y estatales.22 En 2000 el presidente Fox, recién electo, envió la ley Cocopa al Congreso sin mayores explicaciones, el cual en 2001 aprueba, con el apoyo de todas las fracciones parlamentarias, la reforma del artículo 2o. constitu-cional, anulando la vigencia del artículo 4o. mencionado anteriormente.

El nuevo artículo 2o. de la Constitución transforma la perspectiva que los cons-tituyentes de hace cien años tenían sobre la condición de los indígenas en el conjun-to nacional y las obligaciones del Estado en materia de reconocimiento y protección de los derechos de los pueblos indígenas. Salvo por el interludio del artículo 4o., que vino y se fue sin dejar rastro, con la reforma del artículo 2o. la Constitución re-conoce por primera vez, en 2001, a los pueblos indígenas como sujetos de derecho público, aunque no lo quiera decir con la claridad que se espera de un texto consti-tucional. El artículo 2o. de la Constitución:

Reconoce y garantiza el derecho de los pueblos y las comunidades indígenas a la libre determinación y, en consecuencia, a la autonomía para:

I. Decidir sus formas internas de convivencia y organización social, económica, política y cultural.

II. Aplicar sus propios sistemas normativos en la regulación y solución de sus con-flictos internos…

III. Elegir de acuerdo con sus normas, procedimientos y prácticas tradicionales, a las autoridades o representantes para el ejercicio de sus formas propias de gobierno interno, garantizando la participación de las mujeres en condiciones de equidad frente a los varones…

IV. Preservar y enriquecer sus lenguas, conocimientos y todos los elementos que constituyan su cultura e identidad...

22 Arnson, Cynthia et al. (eds.), Chiapas. Interpretaciones sobre la negociación y la paz, México, UNAM, 2003.

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V. Conservar y mejorar el hábitat y preservar la integridad de sus tierras en los términos establecidos en esta Constitución.

VI. Acceder, con respeto a las formas y modalidades de propiedad y tenencia de la tierra establecidas en esta Constitución y a las leyes de la materia, así como a los derechos adquiridos por terceros o por integrantes de la comunidad, al uso y disfrute preferente de los recursos naturales de los lugares que habitan y ocu-pan las comunidades, salvo aquellos que corresponden a las áreas estratégicas, en términos de esta Constitución. Para estos efectos las comunidades podrán asociarse en términos de ley.

VII. Elegir, en los municipios con población indígena, representantes ante los ayun-tamientos.

Esta reforma, como señala González Galván, representa una modificación fun-damental del principio de constitución de la nación mexicana, ya que con ella el poder constituyente reconoció principios inéditos: el pluralismo cultural, el plura-lismo político y el pluralismo jurídico que marcan la pauta del país hacia un Estado pluricultural de derecho.23

No tardaron en plantearse numerosas críticas a la nueva ley indígena. El EZLN y organismos afines rechazaron la reforma porque el texto no se atuvo a la Ley Cocopa que había sido negociada con los zapatistas. También se criticó el hecho que el Congreso no procedió a una amplia consulta con organizaciones y pueblos indígenas como debió haberlo hecho de acuerdo con los compromisos que asumió al ratificar el Convenio 169 de la OIT. Pero el grueso de la oposición se ha centra-do en algunas formulaciones sustantivas del nuevo texto constitucional. Al recono- cer el derecho de los pueblos indígenas a la libre determinación, la ley indígena afirma el carácter de estos pueblos como sujetos de derecho público, pero al mismo tiempo deja a la competencia de las entidades federativas establecer las caracterís-ticas de este derecho y las normas para el reconocimiento de las comunidades in-dígenas como “entidades de interés público”. Es decir, en el mismo texto no se les reconoce como sujetos de derecho sino solamente como objetos de “interés público” como, digamos, un parque nacional.

Esta contradicción deberá ser resuelta para que el derecho a la libre determina-ción y “en consecuencia, a la autonomía” pueda ser efectivamente ejercido por los pueblos indígenas. La aplicación de sus propios sistemas normativos (fracción II del apartado A del artículo segundo) está sujeta a la “validación por los jueces o tribu-nales correspondientes”, lo cual constituye una limitación clara al ejercicio de ese derecho. La fracción VI se refiere “al uso y disfrute preferente de los recursos natu-rales de los lugares que habitan y ocupan las comunidades”, pero no está formulada claramente en términos de un derecho exigible y justiciable, problema que ha sido tradicionalmente una de las fuentes de las violaciones de los derechos de los pueblos indígenas. Además, este uso y disfrute preferente está sujeto, entre otras limitacio-

23 González Galván, Jorge Alberto, “Las decisiones políticas fundamentales en materia indígena: el Estado pluricultural de derecho en México”, en Ordóñez Cifuentes, José Emilio Rolando, Pluralismo jurídico y pueblos indígenas, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2005.

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nes, a “los derechos adquiridos por terceros”, otro problema que ha sido motivo de numerosos conflictos en los que se ven envueltas las comunidades indígenas del país.

Mientras tanto, las políticas gubernamentales hacia los pueblos indígenas se siguen ejerciendo como de costumbre, aunque ahora están fundamentadas en el apartado B del artículo 2o. constitucional que constituye todo un programa de go-bierno. Las políticas indigenistas encuentran su sustento en los planes nacionales y estatales de desarrollo, formulados por el ejecutivo y aprobados por el poder legis-lativo, quien determina los montos presupuestales a ejercer. En la medida en que aún no se ha podido adoptar una metodología para medir el goce de los derechos humanos y el grado en que las políticas públicas contribuyen al cumplimiento de las obligaciones del Estado en materia de derechos humanos, es prematuro determinar si al cumplirse el primer centenario de la Constitución de 1917 se está cumpliendo en el país la norma constitucional.

IX. laS polémicaS y loS DeSencuentroS

La educación pública llegó a ser el espacio esencial en que fueron aplicados los postulados del indigenismo y se dirimieron numerosas controversias teóricas y me-todológicas sobre el tema de la educación indígena. Estos debates comenzaron en torno a la escuela rural desde los años veinte, los programas de castellanización, la escolarización en lengua indígena, hasta llegar a finales de siglo al concepto de la educación intercultural bilingüe. El emergente movimiento indígena, muchos de cuyos líderes y voceros son maestros y promotores formados en las instituciones indi-genistas, encabezaron y orientaron estos cambios. No se trata solamente de un caso del hijo rebelde rebelándose contra su padre, sino de un cuestionamiento ideológico, teórico, político y cultural que reconocía las limitaciones de un modelo integrador en un mundo globalizado y diversificado en donde el multiculturalismo y la diversi-dad eran ahora reconocidos como una realidad, como un modelo de participación democrática y como un principio ético.

Como consecuencia de la organización de la sociedad civil y aprovechando un lenguaje populista, distinto al del indigenismo clásico que imperaba en algunos círculos gubernamentales en los años setenta, fue incorporado en el discurso hege-mónico un giro “etnicista”, en el cual los indígenas aparecían como víctimas históri-cas de un largo proceso de opresión y explotación cuya hora de liberación colectiva habría de llegar pronto mediante una lucha tenaz, un objetivo claro y la anhelada auto-organización de la sociedad.24

La idea de la multiculturalidad como característica del pueblo mexicano en su conjunto y el multiculturalismo como respuesta de política pública a esta diversidad a través de programas y proyectos coherentes en beneficio de la población indígena tardó en ser aceptada, y es cuestionada y criticada por muchos actores sociales. Se

24 Stavenhagen, Rodolfo, “Las organizaciones indígenas, actores emergentes en América Latina”, Revista de la CEPAL, Santiago de Chile, núm. 62, 1997.

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dice, por ejemplo, que “encerrar” a los indígenas en sus comunidades con identida-des culturales propias sería negarles el camino al progreso y el desarrollo. Reconocer legalmente sus usos y costumbres sería negar derechos humanos individuales a sus miembros, sobre todo a las mujeres indígenas. Desarrollar el plurilingüismo contri-buiría a mermar la unidad nacional y a incitar al odio interracial entre los mexica-nos. Por otra parte, hay quienes se preguntan si el multiculturalismo no es una mera distracción que sirve a las clases dominantes para mantener una estructura altamen-te desigual en lo económico y social.

Una de las controversias más agudas ha tenido lugar en torno a la cuestión de los derechos individuales y colectivos, como si éstos fueran mutuamente excluyentes. Ante la demanda indígena por el reconocimiento de los pueblos como sujetos de derecho y por la autonomía como una forma de ejercicio de sus derechos, se argu-menta que, de ser aceptada la idea de derechos de los pueblos indígenas se violarían las libertades individuales de las personas garantizadas en nuestras leyes. Se dice, por ejemplo, que reconocer oficialmente el derecho indígena (“usos y costumbres”) llevaría a la violación inevitable de los derechos individuales de los indígenas, espe-cialmente de las mujeres indígenas; que la tenencia colectiva de la tierra contradice el derecho a la propiedad privada; que el acceso de las comunidades a los recursos naturales frenaría el desarrollo del país; y como si eso fuera poco, que la autonomía indígena socavaría la unidad nacional y haría peligrar el Estado mexicano. A estos criterios se agrega con frecuencia la pregunta crítica de por qué habría que “dar” a los indígenas derechos especiales que otros mexicanos no tienen, concluyendo que esto sería una forma de discriminación en contra de los mexicanos no indígenas que “también tenemos derechos”.

Por otra parte, quienes asumen la existencia de los derechos colectivos de los pueblos indígenas se dividen en dos corrientes. Por un lado, estarían aquellos que algunos llaman “indianistas”, quienes idealizan la unidad y solidaridad de las comu-nidades tradicionales indígenas, su vinculación estrecha con la tierra, los recursos naturales y el medio ambiente. Diversos planteamientos de algunas organizaciones indígenas han asumido esta postura, alegando que todos los males que sufren estas comunidades y los pueblos indígenas en general no son más que el resultado del genocidio y etnocidio cometidos por los conquistadores y colonizadores españoles y sus descendientes.

La otra corriente se deriva no tanto de una idea de la comunidad sino del con-cepto jurídico-político de pueblo, identificado en términos étnico-culturales y por-tador de derechos humanos. Es esta corriente la que ha impulsado al movimiento indígena politizado en México y en otros países, y que ya forma parte del discurso jurídico y político del país, así como en el nivel internacional. Concebido de esta manera, el pueblo indígena es el sujeto histórico del derecho colectivo que com-parten todos los pueblos, el derecho de libre determinación, del cual, según inter-pretaciones contemporáneas, se derivan los demás derechos tanto colectivos como individuales. En esta visión, la comunidad está subordinada a la noción más general de pueblo indígena. La controversia entre los derechos colectivos y los derechos in-dividuales ha dividido a legisladores, magistrados, juristas, políticos, comentaristas

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y científicos sociales, así como a los propios indígenas. Por ello, y porque está fun-damentada en perspectivas filosóficas divergentes, no será resuelta en lapso breve.

Con frecuencia se afirma que el derecho indígena discrimina a las mujeres y se citan ejemplos de la discriminación que sufren las mujeres en sus propias comunida-des a manos de los varones indígenas. Los derechos de las mujeres indígenas figuran ahora de manera prominente en las diversas leyes estatales y los programas de go-bierno para los pueblos indígenas.

Como la sociedad civil en general, las organizaciones indígenas representan un conjunto de intereses y tendencias diversas que no han logrado constituir un movi-miento indígena unificado y bien estructurado. Aun cuando una parte del liderazgo indígena proviene efectivamente de las bases comunitarias y se encuentra vinculado a la problemática local y regional más que a las preocupaciones políticas nacionales, también es cierto que con frecuencia las estructuras políticas partidistas y las institu-ciones oficiales han contribuido a captar y cooptar a los líderes indígenas, debilitan-do así la capacidad de acción independiente y autónoma de los conjuntos indígenas.

El movimiento indígena ha contado con la simpatía y frecuentemente el apoyo activo de sectores de la sociedad civil, sobre todo aquellos vinculados con la defensa de los derechos humanos, pero las alianzas efectivas entre las organizaciones indí-genas y otras organizaciones populares, gremiales, sindicales, campesinas, estudian-tiles, han sido frágiles y pasajeras en el mejor de los casos. El activismo indígena tuvo un impacto importante durante las negociaciones de paz entre el gobierno y el EZLN a mediados y fines de los noventa, pero no tuvo la fuerza suficiente para intervenir de manera efectiva en el debate sobre la reforma indígena en el Congreso de la Unión. Desde entonces, este movimiento se ha debilitado y fragmentado aún más, por lo cual no está bien estructurado el actor social y político que más interés y capacidad tendría para hacer efectiva la legislación nacional y los nuevos instrumen-tos internacionales de derechos humanos tales como la Declaración de la ONU.25

X. la nueva etapa: la ciuDaDanía multicultural

El ejercicio de la ciudadanía tiene numerosas facetas. Los indígenas han disfrutado desde hace un siglo los derechos civiles y políticos formales, pero con muchas res-tricciones en la práctica cotidiana. Millones de campesinos en comunidades rurales y ejidos obtuvieron derechos agrarios según el original artículo 27 constitucional. En los años del llamado régimen de la Revolución los indígenas fueron tratados como objeto de las políticas agrarias y sociales del Estado monopartidista corporativo. A partir de la reforma constitucional de los artículos 4o. y 27 de 1992, se consti-tuyó un régimen de “ciudadanía neoliberal” según el cual las personas indígenas serían agentes libres e independientes en la economía de mercado. El nuevo marco

25 La ONU promulgó la Declaración sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas en 2007.

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constitucional abre la perspectiva de que se pueda construir un nuevo régimen de ciudadanía intercultural en el cual los derechos individuales y colectivos de los pue-blos indígenas sean reconocidos, respetados y rehabilitados.

Uno de los derechos internacionales en los que más están insistiendo los pueblos indígenas es el derecho al consentimiento previo, libre e informado, que poco a poco se va insertando en los regímenes jurídicos nacionales (legislación especial, fallos de los tribunales). No siendo una característica inmutable y eterna, la identidad indíge-na se ha ido acoplando a los vaivenes de la economía globalizada. El mismo espacio que permite la existencia de una ciudadanía multicultural presiona para que las identidades sean consideradas como una mercancía más de la globalidad, que pue-de ser construida voluntariamente, negociada con el poder, vendida al mejor postor y consumida por una clientela ávida.

Actualmente nos encontramos ante un futuro poco alentador para los pueblos indígenas de México, quienes merecen un elenco más amplio de posibilidades en un país multicultural al iniciar el camino hacia el tricentenario de la independencia y el centenario de la Constitución de 1917. Construir una ciudadanía indígena mul-ticultural es tener otra visión de país, un país más justo, más equitativo, respetuoso del medio ambiente, protector de los bienes colectivos, constructiva y no destructiva, pacífica y no violenta, en el cual puedan convivir los individuos, los pueblos y las culturas. Las realidades del siglo XX condujeron al país por otros rumbos.

No cabe duda que en el plazo de un siglo ha cambiado la relación entre el Esta-do mexicano y los pueblos indígenas. Pero a pesar de la retórica política, el discurso de los derechos humanos, la legislación nacional e internacional, así como los con-siderables cambios socioeconómicos y demográficos, esa relación aún denota una problemática no resuelta de la sociedad mexicana.

La corriente indigenista fue cooptada y avasallada por el Estado corporativo con el patrimonialismo, el clientelismo y el autoritarismo. Los promotores culturales indígenas, anunciados como portadores de la buena nueva del desarrollo y la mo-dernización, pronto se transformaron en transmisores de las correas del poder y de la corrupción que penetró hasta los últimos recovecos del México indígena y rural. Crecieron los conflictos y las desigualdades inter e intracomunales, la burocratiza-ción se asentó en las instituciones estatales. El modelo de desarrollo implantado a partir de los años cincuenta pronto aisló e ignoró al campesino indígena y la acción indigenista se fue transformando en mera extensión de un asistencialismo más o menos ilustrado.

A partir de los setenta, el indigenismo oficial entró en crisis y el modelo de cre-cimiento se olvidó de los principios de la Revolución mexicana. Con la llegada de la globalización neoliberal el campo mexicano acabó por desintegrarse, millones de indígenas emigraron a las ciudades o a Estados Unidos, las desigualdades económi-cas y sociales entre los de arriba y los de abajo se ampliaron, y los indígenas fueron exhortados por el poder a ser más competitivos en la lucha por la supervivencia de la era del mercado libre. A la aculturación corporativa siguió ahora el individualismo pluralista. No importaba si fueran indios o dejaran de serlo mientras laboraban y consumían en la nueva economía global.

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Frente a estas corrientes que alimentaron las principales décadas del siglo XX, se alzó, primero como resistencia pasiva y luego con voz altisonante, la presencia persistente de los pueblos y comunidades indígenas. A través de sus diversas expre-siones, el movimiento social indígena viene planteando nuevas alternativas de vincu-lación con el Estado mexicano. Apoyado en recientes desarrollos internacionales, así como una nueva perspectiva de las ciencias sociales, las humanidades y el derecho, se ha ido consolidando una tercera perspectiva. El modelo de la ciudadanía multi-cultural se expresa en el campo de la autonomía democrática, el pluralismo legal, la educación intercultural, las vías alternativas al desarrollo que cuestionan al desgas-tado modelo neoliberal globalizador y ecocida.

Objeto de debates y controversias, el concepto de multiculturalismo parte de la realidad que numerosos países conforman sociedades nacionales culturalmente diversas, plurales y a veces aun fragmentadas. Sólo en ciertos casos estas realidades son reconocidas en el marco constitucional y legislativo, como en algunos regímenes federales o autonómicos. Los estados nacionales que a lo largo del siglo XX se han embarcado en un proceso de ampliación de las libertades democráticas de sus ciu-dadanos, reconocen hoy en día que el respeto a los derechos colectivos de las comu-nidades culturalmente diversificadas constituye una parte esencial de la democracia contemporánea. Compaginar los derechos humanos individuales universales con los derechos de las colectividades culturalmente diferenciadas en un marco de partici-pación y justicia social es una de las grandes tareas que enfrentan numerosos países en el mundo. México es uno de ellos, por lo que la búsqueda del modelo adecuado de ciudadanía cultural de los pueblos indígenas representa un alto desafío para el primer centenario de la Constitución.

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