La descripción: ejemplos

6
Plaza de Santo Domingo, Murcia Lápida de un amor extinto Por Sergio Pellicer Vallés En la Plaza de Santo Domingo confluyen, entre otras, dos de las calles más importantes de Murcia: son Trapería y Alfonso X El Sabio. Según en la dirección que vaya el viandante nace una o muere otra, como ríos que emanan de ella o derraman su última gota en el corazón peatonal de la capital del Segura. A diario la atraviesan cientos de personas: unas pasan de largo con maletín, traje y corbata; otras duermen en un banco tapadas con periódicos; muchas se sientan y se dedican a permanecer allí, con la mente en otro tiempo, abstraídas en una libreta que van cargando de versos. A la sombra de un árbol majestuoso, un ficus del siglo XVIII que tiene la altura de veinte hombres y se erige en un lateral de la plaza, Arturo es de esos que opta por pasar la tarde con una libreta que va llenando de lágrimas reencarnadas en palabras húmedas, tristes, que saben a melancolía y añoranza. No le importa estar rodeado de monumentos, cobijado entre cuatro paredes formadas por muchos de los edificios más emblemáticos de Murcia. No le importan las palomas, los niños que juegan con el balón, los patinadores que surcan los bordes de los parterres-protectores-de-palmeras-y-flores ni la chica que le mira desde una de las muchas cafeterías que se expanden por los bordes de la plaza. A Arturo sólo le importan unos ojos que se fueron y que en muchas tardes como ésta estuvieron con él sentados en ese banco, largo, marrón y, ahora, impersonal. De golpe, la Plaza de Santo Domingo se le representa como un vídeo de principios del siglo pasado, sin voces, en blanco y negro. Y el olor de las comidas y el alboroto del gentío le traen recuerdos de esa pizzería que tiene enfrente y en la que hace meses que no entra; de los desayunos que tomaban en la cafetería que hace esquina justo antes de ir a estudiar a La Merced, situada a menos de doscientos metros. Piensa que ese lugar no es feo pero que tal vez fue más bonito hace algún tiempo. Un músico toca el acordeón acurrucado en una esquina, cerca del Arco de Santo Domingo. Arturo se levanta, no quiere seguir allí. Esa canción le pone triste. Le echa un par de monedas al músico vagabundo y se pierde entre mil cabezas por la estrecha calle Trapería, rumbo a la catedral. En unos minutos comienza a llover. El color habitual de la plaza, cálido y acogedor,

description

Algunas de las mejores prácticas del curso 2008-2009. En este caso, el ejercicio era la descripción de una plaza.

Transcript of La descripción: ejemplos

Plaza de Santo Domingo, MurciaLápida de un amor extinto

Por Sergio Pellicer Vallés

En la Plaza de Santo Domingo confluyen, entre otras, dos de las calles más importantesde Murcia: son Trapería y Alfonso X El Sabio. Según en la dirección que vaya el viandante naceuna o muere otra, como ríos que emanan de ella o derraman su última gota en el corazónpeatonal de la capital del Segura. A diario la atraviesan cientos de personas: unas pasan de largocon maletín, traje y corbata; otras duermen en un banco tapadas con periódicos; muchas sesientan y se dedican a permanecer allí, con la mente en otro tiempo, abstraídas en una libretaque van cargando de versos. A la sombra de un árbol majestuoso, un ficus del siglo XVIII quetiene la altura de veinte hombres y se erige en un lateral de la plaza, Arturo es de esos que optapor pasar la tarde con una libreta que va llenando de lágrimas reencarnadas en palabras húmedas,tristes, que saben a melancolía y añoranza. No le importa estar rodeado de monumentos,cobijado entre cuatro paredes formadas por muchos de los edificios más emblemáticos deMurcia. No le importan las palomas, los niños que juegan con el balón, los patinadores quesurcan los bordes de los parterres-protectores-de-palmeras-y-flores ni la chica que le mira desdeuna de las muchas cafeterías que se expanden por los bordes de la plaza. A Arturo sólo leimportan unos ojos que se fueron y que en muchas tardes como ésta estuvieron con él sentadosen ese banco, largo, marrón y, ahora, impersonal.

De golpe, la Plaza de Santo Domingo se le representa como un vídeo de principios delsiglo pasado, sin voces, en blanco y negro. Y el olor de las comidas y el alboroto del gentío letraen recuerdos de esa pizzería que tiene enfrente y en la que hace meses que no entra; de losdesayunos que tomaban en la cafetería que hace esquina justo antes de ir a estudiar a La Merced,situada a menos de doscientos metros. Piensa que ese lugar no es feo pero que tal vez fue másbonito hace algún tiempo.

Un músico toca el acordeón acurrucado en una esquina, cerca del Arco de SantoDomingo. Arturo se levanta, no quiere seguir allí. Esa canción le pone triste. Le echa un parde monedas al músico vagabundo y se pierde entre mil cabezas por la estrecha calle Trapería,rumbo a la catedral.

En unos minutos comienza a llover. El color habitual de la plaza, cálido y acogedor,

2

se ha visto ennegrecido durante toda la tarde por la sombra de los nubarrones que penden delcielo. Los adoquines se convierten en charcos, las terrazas se quedan vacías. El músico vagabundose llama Antonio, aunque ya casi no recuerda ni su nombre. Corre a resguardarse bajo el Arcode Santo Domingo; sabe que en Murcia llueve poco, pronto las nubes cerrarán el grifo y podráseguir tocando. Su única pertenencia es un acordeón desarrapado; su dormitorio es el durosuelo que cobija el Arco.

A Antonio la plaza le parece un escaparate de opulencia, una pasarela por la que desfilaconstantemente gente adinerada con sus ropas caras, sus peinados sofisticados y sus propinasdiscretas. Los sábados por la tarde, cuando la zona bulle de gente que sale de la iglesia de SantoDomingo, obsequia a la plaza con una melodía parisina que resulta audible desde cualquierpunto. Entonces, las parejas que pasean plácidamente bajo farolas de tonalidades anaranjadas,creen por un momento que están en alguna gran capital europea, con esa luz romántica, eseambiente exquisito y esa música que aflora sentimientos adormitados. Y, en un éxtasis quenunca dura más de una noche, algunos se prometen un imposible en algún rincón que, tal vezen un tiempo, se convierta en la lápida de un amor extinto; un lugar de peregrinación solitariaal que regresar buscando una frase olvidada, una mirada que ya no está en ningún sitio.

* * *

Plaza de EspañaGuerra urbanaPor Axel Ramírez

La iglesia posee un aspecto deslucido: el color amarillo luminoso que promete ensuciarsecon facilidad (y que de hecho está adquiriendo desiguales tonos oscuros); los antiguos bloquesde granito que sirven de cimiento, tapados con losas en similar orden para ocultar su decrepitud;los chorretones, producto de la suciedad arrastrada por las lluvias desde las menudas y roñosastejas.

Un grabado en roca de caligrafía ruda, como garabateada por un niño, con siglos deantigüedad, yace protegido por un cristal en la parte lateral del edificio, junto al cartel queprohíbe jugar a la pelota (al cual los jóvenes hacen caso omiso continuamente). Justo encimase exhibe el más cuidado cimborrio, el único con vidrieras de motivos religiosos (el resto sonde planos colores cálidos y sobrios motivos rectangulares). En la avenida que conduce a estazona, el viandante es saludado por dos broncíneos músicos de cuerda, verdosos por lasinclemencias del tiempo

Aparte de la ilegible placa, sólo quedan de antaño los bloques de base de la entrada principal,junto a su pórtico de estilo sencillo, sus escalinatas y la inscripción casi indescifrable del añode construcción: 1806. Y así exhibe la Plaza España de San Vicente su parte más estoica ytradicional, que se ha tornado en lugar de reunión para jóvenes ociosos, con sus múltiples cafés,bares y heladerías. Su único apoyo para recordar un pasado de ajetreada plaza de pueblo es untrágico cartel de “carnecería”, luchando tanto contra el tiempo como contra las actuales normasortográficas. En frente de la iglesia, desafiándola, descansa el otro centro espiritual del lugar,el Okavango, un local de dos plantas de cuidado aspecto vanguardista, con mosaicos formandoarabescos en sus entradas. A su lado, una pizarra avisa de la película exhibida en la sala tradicionaldel pueblo: Mamma Mia.

Empequeñecido por la iglesia y abrumado por el mar de locales de ocio, un edificio pasadesapercibido, salvo por sus arcos y el cartel eléctrico que marca la hora y la temperatura: esel ayuntamiento de San Vicente. No tiene nada que hacer en la disputa por la plaza. Entre lasdos grandes instituciones, en tierra de nadie, una pequeña fuente de cuatro grifos, cada unocon su respectivo farol, sirven de boya a los indecisos. Una telaraña de cables confluye sobreel humilde artilugio, y une todas las construcciones colindantes. Raramente se deciden losreunidos por la iglesia. La duda radica en a qué local entrar.

Y como todo buen campo de batalla, el suelo se haya marcado por señales de destrucción,desperdicios convertidos en despojos de guerra para unos niños: largas tiras de plástico brillantemulticolor barridas por el viento, de procedencia incierta, que son recogidos con ansia por los

3

más pequeños. Un trío a la carrera porta un atisbo de doble pompón del cual se desprendenlos hilachos. Un misterio resuelto, aunque descubre otras incógnitas ¿Es de una boda? ¿De unadespedida de soltero? El ruido de un monopatín de fondo parece el lejano traqueteo de lasorugas de un blindado en esta improvisada guerra.

Los restos de la escaramuza salpican toda la plaza, como las ramas más altas de los árbolesque separan los territorios del Okavango y el Sol, otro café. Dos árboles opuestos, como losteléfonos de una cabina telefónica que ayuda a reforzar la frontera: uno mirando a las montañas,otro al mar. Frente al Sol, con la iglesia a su izquierda, unas anchas escaleras descienden a unacalle que podría pasar por peatonal, ya que lleva el mismo embaldosado. El paso esporádicode automóviles niega esta suposición.

El café Sol también es un contendiente en la batalla por la clientela, y su aislante coberturaligera y el aspecto rural de su mobiliario de madera invitan a la intimidad. Intimidad y posiciónprivilegiada de observación que parecen haber atraído a cuatro clientes. Cuando se añade unquinto, sacan una variopinta baraja de palos transformados en representaciones de cannabis,setas y otras drogas (más por hacer reír que por ser consumidores). Junto a una banderola quecelebra los seis años del establecimiento, pintada irónicamente en colores fríos, sólo unopermanece abstraído, anotando datos dificultosamente en una diminuta libreta con un bolígrafodemasiado grande. Pero se libra una nueva batalla a su lado. No más escritura. Con un gesto,cierra el bloc y se dispone a jugar una partida. Los niños ya se han marchado y el enfrentamientorompe el silencio vigilante de la oposición entre edificios.

* * *

Plaza de María Cristina, NoveldaEn la soledad de su leyenda

Por Pablo Gracia García

Las hojas de los árboles, cansadas de tanta luz, empezaban a caer sobre las gabardinas delos transeúntes, que caminaban bajo sus paraguas, inmersos en la soledad de sus pensamientos.Aquella tarde había llovido mucho y, a pesar de la descarga torrencial, aún quedaban nubesvagabundeando por el cielo, sin dirección, perdidas en la inmensidad de la nada.

Sentado sobre la hierba, recostado en el grueso tronco de un árbol, contemplaba aquellaestampa otoñal y melancólica. Olía a tierra mojada. La débil lluvia y el rugir del motor de loscoches ahogaban el sonido del brotar del agua de la fuente situada en el centro de aquella plaza.Ocho bancos de forja de diseño curvilíneo la rodeaban, todos ellos vacíos a causa del maltiempo. Pero, alrededor, en las calles, se respiraba un ambiente cargado de vida: los estudiantesregresaban a sus discusiones, las terrazas de las cafeterías volvían a cubrirse con sus plásticosy las alegrías continuaban floreciendo para algunos.

Frente a él, junto a la fuente, se alzaba la estatua en homenaje al noveldense Jorge Juan. Sumirada profunda, perdida en el infinito, envolvía la expresión del marino en un halo de misterio.Recordaba a algún héroe que, cansado de luchar por las causas perdidas, se rinde para descansaren la soledad de su leyenda. Probablemente, como él, Jorge Juan también disfrutaba en aquelrefugio, esperando la noche, la luna, las estrellas.

Habían transcurrido años desde su última visita a aquel lugar. Las antiguas losetas de coloresde aquella plaza, con su policromía típicamente modernista, habían sido los abismos secretosy las selvas imaginarias de los juegos de su niñez. Por aquel entonces, ni el césped ni la fuenteexistían, solamente la ya oxidada estatua de Jorge Juan, vigilante y testigo de cada momento.Pero aquellas losetas de colores se habían perdido para siempre en el tiempo.

Mientras cavilaba, los transeúntes sin rostro continuaban su camino indiferentes. Sin embargo,uno de ellos llamó su atención. Un hombre de edad avanzada, ciego, que llevaba atado a superro guía, un labrador, esperaba para cruzar en el paso de peatones de enfrente. Pero era horade mucho tráfico y el hombre no comprendía por qué el perro tardaba tanto en tirar de él paracruzar la calle. No fue el invidente quien atrajo la atención del muchacho, sino una joven quese acercó al anciano para ayudarle. La chica tomó al ciego del brazo y, en cuanto fue posible,cruzaron juntos la calle. El hombre dio las gracias a la muchacha. Ésta se agachó para acariciar

4

al labrador y continuó su camino, pasando por delante del joven, todavía sentado sobre elcésped. Bajo la luz de las farolas, pudo vislumbrar el rostro de aquella chica, y apreció en ellauna sonrisa amarga. Percibió el sufrimiento que escondía tras su mirada. Tal vez lo ocultaraporque pensaba que así nadie más podría hacerle daño. Pero, seguramente, por un instante,gracias a la sonrisa que le había arrebatado a aquel hombre ciego, ya no se sentía tan vacía.

Le sorprendió la certeza de que él mismo también formaba parte de aquel escenario; deque alguien, desde alguna ventana de los edificios que rodeaban la plaza, pudiera contemplarle.Pensó que cualquiera que se detuviera a observarle creería que era un excéntrico, sentado allí,sobre el césped húmedo, bajo la lluvia, completamente empapado y abstraído.

Y al fin llegó la hora de volver a casa. Cuando se levantó, se percató de que las nubes habíandejado espacio a algunos claros. Los últimos rayos de sol que se filtraban alumbraron la sobriacúpula azul de la iglesia del pueblo, que se entreveía a lo lejos, entre los edificios del cascoantiguo. Echó a andar hacia casa, siguiendo a los transeúntes, a la chica, al anciano. Cada cualcontinuaba su camino, como náufragos perdidos en distintas corrientes de un mismo océano.

Los pájaros salieron de sus escondites. Piaban y alborotaban mientras se preparaban paradormir. Otro largo día que se acaba, debían de estar diciéndose; otro día hermoso que hemosvivido en este mundo repleto de cosas extraordinarias.

* * *

La plaza del mercadoPor Samuel Juliá

El bullicio de los días de mercado inunda también la plaza. No hay más que dejarse caerpor allí para comprobar que es imposible tomar notas con tranquilidad. A cada instante, surgedel túnel comercial una nueva hornada de consumidores empujando carritos de la compra, enlos que parece lleven guardada la felicidad. La gente observa a los afortunados entre sorbo ysorbo desde su mesa del café La Rotonda, que es donde puede obtenerse una visión de conjunto.A la derecha, la floristería La Mari luce sus mejores hábitos. Enfrente, un histórico edificio quedevora multitud de individuos por el mismo hueco que los expulsa. Al otro lado, los escalones,la calle, las palmeras, la gente que pasa y los coches que corren a enfangarse en el tráfico deAlfonso el Sabio. No queda otra disyuntiva que dejarse llevar por la corriente o seguircontemplando el mundo desde la mesa del café.

Apenas puede evadirse el cliente del humo del tabaco, pues a derecha e izquierda fumansin cesar. Tampoco puede abstraerse, en su diálogo o lectura, de los curiosos personajes que aveces se acercan a su mesa y cuyas conversaciones oye por casualidad. Frente a la floristeríaLa Mari, alguien se ha dejado sobre un reposadero de piedra un bastón delgado y un transistorencendido. Suena una canción cuya letra no puede distinguirse debido a las interferencias. Devez en cuando, un hombre rollizo y desaliñado, vestido con pantalón de chándal y camiseta detirantes, se aproxima al transistor dando a entender a quién pertenece y que no piensa permitirque nadie se lo lleve por un descuido. Pero a pesar de sus esporádicas precauciones, el hombresigue dando vueltas por la plaza, no se sabe si hablando con la gente, o consigo mismo. Llevaen la mano una botella, escondida en una bolsa de plástico, de la que va dando pequeños sorbos.En un momento dado, es capaz de decir en voz alta que está “a un metro del psiquiátricopenitenciario”, y la dependienta de La Mari, que es la que estaba más cerca en ese momento,aparenta no haberlo escuchado y continúa bebiéndose su batido de chocolate como si nada.

Un vendedor de cupones hace su ruta cerca del circuito de aquel hombre. Siguiendo elvestigio de su cantinela, puede llegarse hasta las puertas del mismísimo Mercado Central, dondetres voluntarias de la Cruz Roja reparten buenos días y sonrisas a todo el que pasa por allí osimplemente se cruza en su camino. Están buscando socios. Si alguien sacrifica unos minutosde su tiempo para charlar con ellas, recibe un cúmulo de información asociativa que probablementele inclinen a tomar una decisión. Mientras las voluntarias hablan y hablan, el vendedor decupones sigue voceando en tono singular: “la rata, la agonía”, hasta que acaba perdiéndose traslas puertas del Mercado Central.

El tiempo avanza y el movimiento se multiplica en la plaza. Una mujer que está sentada enun banco mece el carrito de su bebé para calmar su llanto. Una niña de apariencia descuidada

5

camina felizmente por el perímetro comiendo una bolsa de pipas y tirando las cáscaras al suelo.Un grupo de jóvenes habla en voz baja detrás de unos árboles, como si temiesen que alguienlos espiase. Dos ancianos, que al parecer se conocían, se encuentran en medio de la plaza ycomentan la visita de Antonio Gala a Alicante. Uno no quiso ir porque dice que hacía muchoviento. El otro se limitó a señalar que se había quedado mucha gente fuera porque no habíaasientos para todos. Al final se despiden. Los camareros de La Rotonda entran y salen delmercado con sus bandejas de vasos y platos vacíos. Los transportistas descargan la mercancíay se vuelven por donde han venido. Todo se nutre de actividad y esfuerzo. Todo, menos GastónCastelló, un caballero inmóvil sentado en un banco de la plaza, escultura urbana junto a la quealgunos se sacan fotografías y que soporta impertérritamente toda suerte de burlas y agravios,de los que no podrá nunca resarcirse por no tratarse de un sujeto de Derecho.

* * *

Parque de la Ereta, AlicanteUn parque entre dos mundos

Por Manuel Serrano Salazar

Oculto entre la ladera del Castillo de Santa Bárbara y las encaladas casas del barrio SantaCruz, el Parque de la Ereta constituye uno de los miradores más privilegiados de Alicante. Estamoderna construcción, lejos de romper con su entorno, armoniza visualmente con sus alrededores.Los elementos arquitectónicos que lo componen se integran en el castillo de tal manera queparecen formar parte de la misma fortificación.

Las laberínticas y empinadas calles del Casco Antiguo alicantino conducen hasta el accesosur al parque. Una enorme puerta corredera de acero galvanizado, más larga que alta, presidela entrada al recinto. Dentro, a izquierda y derecha, se abren rampas y escaleras, conectadasentre sí y adornadas con palmeras, que ascienden hasta la primera planta del parque. Ladisposición de las paredes en este tramo emula los senderos amurallados que rodean el castillo.Crear un espacio homogéneo debió de ser uno los objetivos de los diseñadores del parque. Enel primer piso, seis olivos hacen formación en dos hileras paralelas compuestas por tres unidadescada una. Estos soldados firmes y robustos se mantienen en pie en el suelo de mármol blanco.Tras ellos, se levanta una grada de piedra, sobre cuyos peldaños se asientan tumbonas de madera.

Las escaleras que flanquean el graderío llevan a la segunda planta. Aquí, un jardín dealgarrobos se refugia del sol bajo la sombra proyectada por una pérgola de piernas de acero ycabeza de madera. La superficie que rodea los vegetales tiene dos capas de mármol blanco, aligual que en el piso inferior. Su peculiaridad respecto al anterior radica en que entre baldosa ybaldosa de la capa superior se abren huecos atravesados por una corriente continua de aguaque fluye sobre el pavimento inferior.

El tercer piso acoge una zona de reposo. Media docena de anchos sillones de mármol,marcados con grafitos, con el asiento más largo que el respaldo, se perfilan mirando al mar. Lostabiques que los separan dan más sombra que la cubierta formada por seis vigas de maderaunidas por varillas metálicas. Frente a los sillones, descansa un gran bloque pétreo, sobre cuyasuperficie ligeramente cóncava discurre agua de un lado a otro.

Entre las dos escaleras que suben a la cuarta planta, se extiende una lámina de agua. Quincechorros del cristalino líquido salen impulsados desde una rejilla metálica. La melodía de la fuenteresuena en la plaza del mismo nombre que el parque. Y es ahí donde se encuentra el corazóndel lugar. Su superficie es arenosa, similar a la de un coso. En el centro, corretean unos niños,como si huyesen de las astas de un toro. Otros, los que prefieren el ejercicio intelectual, batallansobre los tableros de juegos dibujados en unas mesas. A la derecha, orientado hacia el sur, unedificio de exposiciones subraya la ladera. El sol impacta sobre sus puertas de mimbre, creandodiferentes juegos de luces y sombras a lo largo del día. En la misma plaza, se eleva una gradacon césped en sus mesetas.

Continuando hacia la parte superior del parque, se divisa un polvorín de cemento rodeadode un jardín con vegetación variada: gramíneas, palmeras, arbustos e, incluso, un cactus. En loalto del recinto, un restaurante colgado en la pared reta la ley de la gravedad.

6

El enésimo camino de peldaños y rampas lleva hasta la entrada norte al parque. Desde ahí,echando la vista atrás, se aprecia todo su esplendor. El canto de las gaviotas y la melodía de lafuente se fusionan para retumbar en los oídos. El olor de las plantas es absorbido por la narizen cada inhalación. Las murallas del castillo, las casas de estilo andaluz de Santa Cruz, el mary el propio parque se disputan la atención del observador.

* * *

RecuerdosPor Irene Giménez

Malena se marchaba para no volver y lo sabía. Había despedido el pueblo con un “hastaluego”, fórmula que hace que las despedidas se suavicen y el alma de uno quede tranquila,envuelta en ese sosiego que produce la mentira. El coche plateado avanzaba por las sinuosascalles y Malena observaba todas aquellas casas viejas, ancianas como sus habitantes, que dirigíanel cauce de las rúas empedradas. El angosto camino solía producir en Malena una sensaciónclaustrofóbica, al sentirse atrapada en una lata de metal navegando en un riachuelo contaminado.Entonces, tras una curva cerrada surgía lo que parecía imposible. Un espacio de grandesdimensiones iluminado por la claridad matutina. Malena pidió a Pablo que parara el coche. Tansolo sería un momento, su alma engañada le pedía un último favor. Al bajar del coche sintióel frescor de la mañana, aquella belleza esparcida parecía un milagro, la felicidad entre la miseria.

Un edificio de arquitectura barroca abrazaba la plaza. Su recargamiento contrastaba con lapureza del espacio redondeado que parecía sostener entre sus brazos de ladrillo. La mezcla decolores emocionó a Malena, que observaba aquella imagen tan familiar y a la vez tan sorprendente.El azul claro del cielo tras amanecer era cortado por el ocre del edificio, desgastado por lahumedad y el paso del tiempo. El suelo empedrado era un mosaico de colores marrones y grisesque evocaban los jóvenes otoños de Malena. Hacia frío. El frescor que provenía de las entrañasde las montañas se concentraba en la plaza. El olor a verde y limpio diluía el fuerte aroma acafé que se desprendía de la cafetería “León” situada bajo los querubines de la fachada barroca.

León había sido el fundador del café en 1926, como indicaba el cartel maltratado por elpaso del tiempo. Su color rojo era de un marrón apagado y las letras blancas se habían convertidoen restos de sucios tonos marfil. Malena observó la puerta del café. Cuántas veces había jugadocon sus hermanos alrededor de aquella puerta, y cuántas veces la había atravesado para disfrutarde la calidez de sus gentes y el placer de degustar su café. Había acudido cada mañana a aquellaplaza durante diez años, antes de coger el autobús que la llevará a la fábrica de planchado juntocon sus compañeras. Amalia la había acompañado cada mañana. Entre risas y cigarros pasabanla media hora más feliz del día. Cómo echaba de menos a Amalia. ¿Qué habría sido de ella?Aquellas mañanas en el café “León” habían significado para Malena más de lo que conscientementeella podía asimilar. Todos esos momentos constituían su felicidad. Una felicidad sencilla ycotidiana, alejada de la extrema exaltación que le supuso conocer el amor, dar a luz a sus hijos,o ser la amante abuela de cinco nietos. Sus ojos se empañaron. Los recuerdos la envolvían.Eran como el mosaico del empedrado: marrones y otoñales a la vez que cálidos. A ambos ladosdel café, varios comercios aún permanecían cerrados. Todas las puertas y fachadas guardabanuna similitud acogedora y el desgaste hacia que fueran sorprendentemente llamativas y curiosas.Eran viejas reliquias de un lugar en el que el tiempo pasado siempre trae buenos recuerdos.Dentro de unas horas abrirían sus puertas, dando vida a aquella plaza aún dormida. Los brazosdel edificio se llenarían de vida. Los habitantes del pueblo caminarían por aquel bello espaciocomo lo habían hecho desde su construcción. La voz de Pablo despertó a Malena de suensoñación. Debía despedirse ya. Decir adiós a aquella plaza y a su vida en el pueblo. Adiós alcafé “León”. Adiós a su pueblo y a su gente.

Subió al coche sin mirar atrás, engañando de nuevo a su alma, prometiéndole volver.