La dignificación de la vejez: un desafío al nuevo ...

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La dignificación de la vejez: un desafío al nuevo principio de solidaridad Marina A MARINAS t Resumen Abstract El colapso del sector público ha propulsado una escalada de vulnerabilidad que no retrocede ante la espontaneidad de la solidaridad civil. Cier- lo es que los nuevos movimientos sociales i’ Su acción ‘jo ínsfífucionsiízada afienden con gran éxito valores emergentes como la calidad de vi- da. la protección del medio ambiente e, incluso. el permanente reto de integrar en un universal “nosotros” a quienes el paradigma económico roargina y califica de improductivos; pero la en- vergadura dei problema exige más que la recom- posición del pacto político que dio ohgen al esta- do de bienestar, por apremiante que resulte la necesidad de conciliar los viejos actores sociales —pa nidos pariamento. gobierno— y los nuevos —individuos, estructuras intermedias, nuevos movimientos sociales y organizaciones volun- ferias—. La cuesórin de nuestro tiempo no es otra que la formación de una ciudadanía responsable capaz de alentar el espíritu comunitario. y qué duda cabe, que la dignificación de la vejez ofrece una oportunidad magnífica para poner a prueba la lógica de la donación que desafía al nuevo Orden. hombre no hace nada sin el tiempo y el tiempo no hace nada sin el hombre”, reza un antiguo proverbio francés. En efecto, nuestra sociedad presente se caracteriza por la victoria de la longe- The collapse of the public sector has set oil a scale of vulnerability that can not be kept back by the sponfaneity of civil solidaótyr It is cerlain thaI new social movements, not insótutionatized, altead wifh greaf saccess surgi¡,g values líke fhe quality of living, protection of environmení anó including the perpetual challenge fo integrate in a universal “we” those outcast by the economic paradigm and qualified as unproducóve; buí the swelling problem needs more Ihan de recomposition of political pacts that gaye way to Ihe vvelfare síate, no matter how pressing the need fo conciliate Ihe oid social actors —panes, parliamení ané government— and the new ones —individuaIs, intermediate síructures. new social movements ané votuntary organizations—. The quesbon of our time is no other than Ihe formation of responsible citizenship capable of encouraging communitary spiritu and without doubt dignification of oíd age offers a magnificent opportunity to try the logic of donation which debies the new orden vidad, pero también por la sensación que todos tenemos de que nos falta tiempo para hacen cuanto deseamos. Esta desazón es mayor aún, si cabe, para quienes han rebasado los cin- cuenta años (MIGUEL, A. de, 1992). - Prelescra tituBar de Socioíogia. E.u.T.s. (u.c.M.) Cuadernos de Trabajo Sociai nc 9<1996) Págs. 205 a 218 Ecl universidad Complutense. Madrid 1996 205

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La dignificación de la vejez: un desafío alnuevo principio de solidaridad

Marina A MARINASt

Resumen AbstractEl colapso del sector público ha propulsado

una escalada de vulnerabilidad que no retrocedeante la espontaneidad de la solidaridad civil. Cier-lo es que los nuevos movimientos sociales i’ Suacción ‘jo ínsfífucionsiízada afienden con granéxito valores emergentes como la calidad de vi-da. la protección del medio ambiente e, incluso.el permanente reto de integrar en un universal“nosotros” a quienes el paradigma económicoroargina y califica de improductivos; pero la en-vergadura dei problema exige más que la recom-posición del pacto político que dio ohgen al esta-do de bienestar, por apremiante que resulte lanecesidad de conciliar los viejos actores sociales—pa nidos pariamento. gobierno— y los nuevos—individuos, estructuras intermedias, nuevosmovimientos sociales y organizaciones volun-ferias—. La cuesórin de nuestro tiempo no es otraque la formación de una ciudadanía responsablecapaz de alentar el espíritu comunitario. y quéduda cabe, que la dignificación de la vejez ofreceuna oportunidad magnífica para poner a pruebala lógica de la donación que desafía al nuevoOrden.

hombre no hace nada sinel tiempo y el tiempo nohace nada sin el hombre”,

reza un antiguo proverbio francés. Enefecto, nuestra sociedad presente secaracteriza por la victoria de la longe-

The collapse of the public sector has set oila scale of vulnerability that can not be kept backby the sponfaneity of civil solidaótyr It is cerlainthaI new social movements, not insótutionatized,altead wifh greaf saccess surgi¡,g values líke fhequality of living, protection of environmení anóincluding the perpetual challenge fo integrate in auniversal “we” those outcast by the economicparadigm and qualified as unproducóve; buí theswelling problem needs more Ihan derecomposition of political pacts that gaye way toIhe vvelfare síate, no matter how pressing theneed fo conciliate Ihe oid social actors —panes,parliamení ané government— and the new ones—individuaIs, intermediate síructures. new socialmovements ané votuntary organizations—. Thequesbon of our time is no other than Ihe formationof responsible citizenship capable of encouragingcommunitary spiritu and without doubtdignification of oíd age offers a magnificentopportunity to try the logic of donation whichdebies the new orden

vidad, pero también por la sensaciónque todos tenemos de que nos faltatiempo para hacen cuanto deseamos.Esta desazón es mayor aún, si cabe,para quienes han rebasado los cin-cuenta años (MIGUEL, A. de, 1992).

- Prelescra tituBar de Socioíogia. E.u.T.s. (u.c.M.)

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La conciencia de finitud es proba-blemente una de las característicasque mejor definen a quienes ya noson jóvenes, un reconcomio al que só-lo supera su contrario: el deseo por lavida, un prurito que ha guiado a loshombres desde la búsqueda del elixirde la eternidad por los viejos alquimis-tas y magos hasta la denodada irrup-ción por los modernos científicos en eluniverso del genoma. Al fin y al cabonadie es tan viejo como para pensarque no pueda vivir otro año.

Aunque a la hora de definir la ve-jez se acepta globalmente un supues-to biológico, en último término genéti-co, lo cierto es que los márgenes dife-renciales, inherentes a lo más entra-ñable de cada individuo, hacen que enla práctica sea casi imposible elaboraruna delimitación genérica y universal-mente válida del tema que nos ocupa.Indudablemente en este estadio de lavida, que hace unos dos siglos se ini-ciaba a los cuarenta años y en el futu-ro probablemente lo hará a los ochen-ta, se producen cambios en el tono dela voz, la postura corporal, las faccio-nes, el color del pelo o la tersura de lapiel. Cambios que, en ocasiones, pue-den también alterar la memoria, elsueño o los reflejos. Se podría espetanque también existen unos descriptoresfísicos u orgánicos que, igualmente,configuran y delinean la edad adultapero, obviamente, no hace falta recu-rrir a Ralph Linton (1982) para recono-cer que la base biológica no es sufi-ciente para definir un estatus. Enpalabras de Ariés, “a pesar de que elcuerpo experimenta una madura-

ción natural con el envejecimiento,los conceptos de juventud, infante,niño o jubilado, son productos cul-turales de cambios históricos en laorganización social occidental”(1 g62>.

En un sentido menos fisiológico ymás cultural, podemos equiparar lavejez con todo lo socialmente inde-seable, pero incluso en esta postura larelatividad del aserto de origen mate-rialista, que no realista, es palmaria,porque la vejez no siempre ha tenidouna connotación peyorativa. Así, entrelos hebreos los ancianos eran vistospor el grupo como personas virtuosasque Dios había recompensado por suobediencia con el don excelso de lalongevidad. Las prerrogativas del pa-dre permitían que pudiese llevar al hijodíscolo y rebelde ante los ancianos,que lo condenarían a la lapidación. Ensu famosa República, Platón dispusoque la formación científica y dialécticade los magistrados se completase conun período de ejercitación en la vidapráctica que duraría hasta los cin-cuenta años. De facto, fue Solónquien en la Grecia clásica creó todaslas condiciones para que la democra-cia fuera escamoteada por los aristó-cratas más viejos. También en Roma,la gerontocracia se vio favorecida porlos parabienes de una sociedad cuyosvalones rurales fomentaban el culto alos antepasados, al tiempo que esti-maban como mirífica virtud la lealtadal patriarca. Para casarse, el hijo pre-cisaba no sólo el consentimiento delpadre, sino también la aquiescenciadel miembro más anciano de la fa-milia.

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Las primitivas comunidades cris-tianas concedieron una importante va-oración a los ancianos, dado que losPadres de la Iglesia lo fueron. La con-versión del ágape en misa culminó elpaso de la moral al dogma, lo que noacaeció hasta la segunda o tercerageneración de cristianos, en la épocade la patrística. En el Renacimiento, elviejo es reputado en virtud del mayorgrado de personalización alcanzadoen su dilatado devenir. Era la baza hu-manista de un tiempo que estimaba laindividualidad sobre el adocenamientodel medioevo. Las personas más ma-yores habían acumulado sucesivasexperiencias y su buen hacen fue ca-paz de transformarlas en un activomuy preciado por mor de una creativi-dad refinada con el paso de los años.El anciano será entonces capaz deemular a ese gentiluomo a quien nadade lo humano le era ajeno. Peno nonos engañemos, tan importante comola nueva consideración de lo “hazaño-so’ frente a la consistencia del “ser”fue el progreso técnico que, a finalesdel siglo XVII, incrementó la produc-ción de los excedentes agricolas co-mo jamás se viera en el pasado. Conel auge económico aumentó tambiénla población y el tamaño de las ciuda-des; indudablemente respetan a losviejos ya no era tan gravoso. Y es quesi ha habido algo realmente decisivoen la consideración social de los an-cianos a lo largo de la historia, eso hasido el desarrollo económico de la so-ciedad. Conforme al mismo siempresurgen unos valores que descansanen su seno, a la vez que alimentan la

estructura que sirve de pilar y atalaje atoda civilización.

Si los viejos han sido y son discri-minados y marginados en algunospueblos de este u otro entorno cultu-ral, no se debe a su edad avanzada,sino a su improductividad e inutilidaden comunidades que no son precisa-mente prósperas. Fue ésta la razónpor la que los teutones autorizabanque los hijos matasen a sus padrescuando ya no eran capaces de traba-jar. También explicaría el que sólo losviejos de los clanes más pobres deRoma fueran arrojados pon su propiafamilia a las aguas del Tíber o que losproletarios, envejecidos prematura-mente pon la cruenta industrializaciónen sus inicios, fueran arrumbados co-mo quincalla frente al viejo burguésvenerable que precisaba de largotiempo para consolidan sus negocios.

Ayer, como hoy, sólo la posiciónsocial es capaz de transformar al viejoen un adorable doctor Fausto. De ahí,que la opinión de que la peor edad so-breviene después de los sesenta añossea abrumadoramente común entrelos individuos de más bajo estatus so-cioeconómico.

Las imágenes sociales negativassobre la vejez no son únicamente im-putables a quienes componemos otrosgrupos de menor edad. Todos crea-mos por medio de nuestra conductacondiciones sociales que a la vez in-fluyen en nuestro comportamiento. Elcriterio de actuación muchas vecesprocede de prejuicios sociales y este-reotipos. También los viejos se amol-dan a nociones de valor que suponenque la mayoría de la población consi-

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dera correctas. Pero esta reacción alos estímulos del mundo natural y so-cial es selectiva, con lo que forman ymoldean la consideración social quelos demás grupos de edad tienen deellos. Es decir, todos somos responsa-bIes de la sociedad en que nos ha to-cado vivir, pon lo que también pode-mos cambiarla.

Antes de pasar a considerar porqué se ha llegado a este orden de co-sas, tan sólo nos resta reiteran la rela-tividad de la vejez como construcciónsocial de la realidad en virtud de suexistencia histórica. De hecho, todavíaignoramos cuál es la causa físico-na-tural que desencadena el deterioroprogresivo en el hombre. Sin embar-go, sabemos que, circunstancias enapariencia peregrinas, como la convi-vencia en una familia estructurada du-rante la niñez influyen tanto en el bie-nestar del anciano como en su pre-sente disposición para interaccionan fí-sica, social y emocionalmente con elmundo que le rodea; en su actitud pa-ra no mortificarse con el irreversiblepaso de las experiencias de la juven-tud y en el mantenimiento de ciertosniveles de autonomía.

No pretendo definir la vejez por-que sería tanto como iniciar nuestrareflexión con una paradoja, ya que co-menzanía por ofrecer una “verdad”,precisamente de aquello que se buscaconocer. Sería una verdad parcial quepretendería aparecen como vendad to-talizadora del objeto de estudio. Creomás adecuado aproximarnos a una vi-sión dinámica socio-histórica y psico-social del sen que existe para sí y para

los otros, antes que partir de un su-puesto definido. Una visión que seaglobalizadora; sobre todo ahora, quela psicología ha roto muchos tabúes yya no habla de edades evolutivas (in-fancia, adolescencia, etc.) y edadesinvolutivas (última madurez, senec-tud>. Hablamos con más propiedad deciclo vital como de un todo, entendien-do que la vida es toda ella desarrollo yevolución. En este sentido, tambiénlos estudios sociológicos insisten enque vejez no es sinónimo de enferme-dad, deterioro o desinterés por lo queocurre alrededor.

Así pues, la apelación al pasadoy al presente se justifica pon la presen-cia a lo largo de la historia de una rea-lidad poliédrica y polivalente, la vejez,cuya imagen futura dependerá de loque hoy queramos que sea, porque apesar de que nuestro cuerpo, comoobjeto tísico que es, se halla sujeto alos procesos naturales de envejeci-miento y descomposición, somos mu-cho más que eso: conciencia corporifi-cada; un ser impregnado de significa-ción simbólica.

La ética del trabajo comoalienación: el ocaso de laracionalización. La quiebrade la moral positiva

A pesan de la situación de de-sempleo crónico que abate nuestropaís desde finales de los años ochen-ta, curiosamente, los jóvenes de hoyson menos afectos a la “ética del tra-bajo” de lo que lo fueron sus padres yabuelos.

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Desde 1950 hasta el año 89,aproximadamente, la economía espa-ñola ha experimentado un extraordina-rio crecimiento por una suerte de si-nergia entre factores tales como el au-mento del sector industrial, el “boom”turístico y el auge de los índices queponderan el bienestar social. Nada deesto hubiese sido posible sin unaconciencia activa favorable a la labo-riosidad. No faltan quienes en sesudoanálisis de aquellos años del desamo-llismo, han visto esa especial ética deltrabajo como efecto muy deseable deuna cultura frugal basada en el ahorroy el sacrificio. Al parecer, fueron valo-res transmitidos durante la posguerraen el seno de colegios religiosos y or-ganizaciones como Acción Católica yFrente de Juventudes (1992>.

El viejo estereotipo del acervo so-ciológico que consideraba el capitalis-mo como un legado protestante o ju-daico se ha desmoronado, no sólo apartir de las reflexiones de Sombart(1979>, sino a raíz de la más sugestivaaportación del economista norteameri-cano Murnay N. Rothbard, para quienlos escolásticos españoles del sigloXVI constituyeron el origen de la Es-cuela Austriaca de economía. Así escomo se anticiparon a la misma en suaplicación al dinero de la teoria del va-br. Hoy sabemos que la economíamoderna de mercado, así como losvalores asociados a ella: aplazamientode las satisfacciones, afán de supera-ción, etc., nacieron en la universidadde Salamanca.

Fueron los escolásticos los quefundaron el espíritu de un modo de pro-ducción no predatorio sino estrictamen-

te racionalista, el capitalismo. La voca-ción como camino de salvación indivi-dual en el mundo profano no es, porconsiguiente, una conquista exclusivadel calvinismo. Consecuentemente, losprimeros centros de formación de em-presarios en nuestro país estuvieronasociados al Opus Dei y su Obra, a laCompañía de Jesús y a la AsociaciónNacional de Propagandistas Católicos.No es casual que fueran algunos de losmás reputados miembros del Opus losque promovieron el auge de los famo-sos Planes de Desarrollo.

Lo más importante para esta nue-va mentalidad, a caballo entre el tec-nócrata y el empresario moderno, eratrabajar no con una motivación lucrati-va, sino con el fin de crear nuevasfuentes de riqueza generadoras deempleo. Este ánimo cuasi espartanose correspondía con un ideal de hom-bre que debía llevar una vida digna,sin estipendios, despilfarros o super-fluas ostentaciones.

No faltó quienes al pairo de estaascética aprovecharon, de manera untanto capciosa, el clima favorable alcapitalismo blando para establecer lasbases de una nueva cantera empresa-rial mucho más agresiva, exaltada, du-ra y movida exclusivamente por unacombativa moral del éxito económico,que tiene muy poco que ver con lostradicionales valores del cristianismo.No era un fenómeno nuevo. La Iglesiase ha desmarcado oficialmente de es-tas actitudes cíclicas que plantean laexplotación del hombre por el hombreen sucesivas ocasiones. Desde lostiempos de León XIII, la “Rerum Nova-rum se ha enriquecido con apostillas

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que consecutivamente se forjaban alhilo de los más acuciantes problemassociales y económicos. Tal fue la“Ouadragesimo Anno” de Pío Xl; elmensaje radiofónico de Pío XII el pri-men día de junio de 1941; “Mater etMagistra” y “Pacem in Terris” de JuanXXIII; “Octogesima Adveniens” y “Po-pulonum Prognessio” de Pablo VI, asícomo “Laborem exercens” y “Sollicitu-do nei socialis” del actual Papa.

La modernización en España re-emplazó la ética del trabajo por unavoraz filosofía del consumo que nosrebasa y que la resaca de la postmo-dernidad bautizó como “cultura del pe-lotazo”. De ser un medio, el dinero hapasado a convertirse en un fin, a costade otros valores. Trocada la religióndel trabajo en el culto al “becerro deloro”, la antigua vocación se convierteen meno instrumento para la obtenciónde beneficio. Este cambio de significa-ción del desarrollo profesional ha afec-tado especialmente a los más jóvenes.La ocupación ha dejado de ser un ca-mino de salvación para transfonmanseen un mal estrictamente necesario.

En “La ática protestante y el espí-ritu del capitalismo”, Weber afirmó que“Un hombre no desea por naturalezapercibir más y más dinero, sino sim-plemente vivir del modo en que estáacostumbrado a vivir y percibir tantocomo sea necesario para dicho propó-sito” (1979). Efectivamente, el ascetis-mo y la disciplina laboral capitalistaarrancaron al trabajador de la propie-dad de los medios de producción y leinsuflaron la disciplina del trabajo co-mo proyecto de vida. No era esto lonatural, sino la gratificación instintiva.

A ello se impuso la abstinencia delconsumo inmediato pon parte del em-presario y la moderación del trabaja-don Sin esta jaula de hierro, fruto dela teratogenia no sólo denunciada porWeber, sino también pon Bengen yLuckman (1985), nació la nacionalidaddel capitalismo y la ciencia moderna o,lo que es lo mismo, toda la nacionali-dad occidental. El papel de la religiónfue decisivo. Calvinismo, catolicismo,en cualquier caso la religión, cercena-ba la anarquía potencial de las más in-mediatas satisfacciones.

No sólo la tendencia natural delhombre a situarse al nivel de la menareproducción por las necesidades físi-cas, sino también el mantenimiento delos irracionales impulsos sexuales delcuerpo, habrían puesto en peligro elsistema. Se imponía la necesidad deun control ascético sobre la inversión,la producción, el cuerpo y el espíritu.Estaba en juego la institucionalizacióncivilizada de los instintos.

¿Por qué sobre la base de laacumulación de capital, los jóvenes yano encuentran en el trabajo la mismasatisfacción que hallaron las genera-ciones precedentes? Al parecer, la ra-cionalidad capitalista ha suprimido lassatisfacciones antinómicas y antiso-ciales mientras funcionaba la otra par-te de la ecuación, es decir, la superes-tructura. En una sociedad descreídacomo la actual, la ética de la laboriosi-dad ha perdido toda capacidad de en-cantamiento. Como ciencia del paraí-so perdido, la sociología nació preci-samente con la intención de conjuraresta contingencia. El enunciado inicialdel industrialismo vaticinaba en las pa-

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labras de clásicos como Saint-Simon yComte, la sustitución del viejo ordenmilitar por uno nuevo cuya función se-ría moralizar la intervención del hom-bre sobre la naturaleza. El orden bur-gués debía basarse, por tanto, sobrerelaciones industriales de significaciónverdaderamente religiosa o, si se pre-fiere, moral.

En una encuesta realizada en1990 en nuestro país, Andrés Orizodescubre que existe una asociaciónmuy positiva entre la orientación reli-giosa (“importancia de Dios en su vi-da”)y la satisfacción en el trabajo(1990>. Según Moncada, “sólo una mí-nima parte de los empleos producenrecompensas ntrinsecas, y la granmayoria de la población trabaja bási-camente por el dinero imprescindiblepara lo necesario y lo superfluo”(1989).

En el caso de los viejos el proble-rna se agrava, porque han pendido elreferente de todos sus significados. Laprecariedad económica, y la falta deautonomía que la jubilación acarrea,proporciona un sentimiento de recha-zo e inferioridad especialmente agudoen aquéllos que obtenían su autoesti-ma y gratificación a través del empleo.Es necesario insistir en que la mayorparte de los ancianos ni siquiera pue-den dar respuesta a lo que Moncadallamaba lo necesario y lo superfluo.Después de años de trabajo sin poderdisfrutan del ocio y de la cultura, lascohortes cuya juventud transcurrió du-rante la posguerra se ven abocadas aun tiempo de rutina, monotonía y es-pera de la muerte.

Jubilación, vejez yenfermedad

El trabajo y sus tensiones ayudana prolongar la vida. Nada contribuyetanto al deseo de vivir como sentinsenecesario y útil para los demás. Hoy,que la longevidad es el destino de lamayoría, se requiere una redefinicióndel estatus del jubilado ajena a la me-ra ley del reemplazo que favorece eljuego de la ofenta y la demanda.

Con la llegada de la jubilación seinicia formalmente el estatus de la ve-jez, en una sociedad que sobrevalorael capital acumulado y lo inerte frentea los poderes humanos. El ritmo de lavida laboral actúa de por si como unpaliativo o “autovacuna” que solapa elempobrecimiento de un quehacen mo-nótono. Para aquéllos a quienes laexistencia no ha proporcionado el de-curso de las experiencias vividas, sinouna simple quema de etapas que haprivado al viejo de su madurez, eltránsito de asalariado a pensionista seconvierte en un universo de imágenesasociadas a la marginación. No se tra-ta únicamente del paso de una actitudfuncional plena a otra reducida, ni si-quiera del cambio de un estatus pro-ductor-consumidor a otro de perceptorsubsidiario o pasivo, sino el comienzode una crisis evolutiva y la irrupción detodos los miedos antes adormecidos:la proximidad de la muerte, la amena-za de la enfermedad, los alifafes, lasegregación y el apartamiento, la sen-sación de inutilidad, la dependencia yel disgusto estético con la propia ima-gen; en definitiva, la constatación dela vejez.

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Ningún otro pueblo rinde culto a lamuerte en sus tradiciones y costumbrescomo el nuestro; pero, sin embargo, nosabemos envejecer. Desde las fásesmás elementales del desarrollo, el indi-viduo permanece al margen de la natu-ralidad de esta etapa de la vida. No pa-rece que los lúdicos viajes programadospor el INSERSO hayan contribuido aevitar el efecto traumático que la jubila-ción y la vejez tienen para los que semuestran menos insenescentes bienpor su edad o pon su estado de salud.El providencialismo de nuestro modelode bienestar se rinde ante la fragilidaddel sistema de salud pública que, des-pués del despilfarro de sus experimen-tos fallenos, se muestra incapaz de pro-porcionar la asistencia especial que re-quieren los mayores de ochenta años, yque se estima que para el 2.025 ronda-rán la cifra de dos millones de perso-nas. La prolongación del tiempo de coti-zación a la Seguridad Social o la am-pliación de la edad de jubilación, seofrecen también como una salida por lapuerta falsa. En determinadas situacio-nes, la jubilación representa algo comola manumisión o garantía de liberaciónpersonal. Es el caso de quienes tienenque realizar grandes esfuerzos físicos,quienes experimentan su ocupación co-mo fuente permanente de malestar, y elde aquéllos que poseen un bajo nivelde autonomía.

Con la puesta en marcha de la ju-bilación gradual y controlable por lapersona se brinda, sin embargo, la po-sibilidad de reducir paulatinamente laactividad del trabajador en la maneraque éste desee, con el objeto de quesu acoplamiento a la nueva situación

sea óptimo. Se permite así que el indi-viduo aprenda poco a poco a planificarsu jornada y valore el ocio como loque es y no como desocupación forzo-sa. Al tiempo que la persona desarro-lía una actividad sin las tensiones quesupone la dedicación completa y escapaz de sentirse útil, la empresa sebeneficia de la rentabilidad proporcio-nada por el enorme potencial de cono-cimientos y experiencia, a la vez quecontribuye a la nacionalización de lasactuales prestaciones.

El mantenimiento de niveles deinversión insostenibles en gastos sani-tanios no tiene por qué traducirse enuna óptima salud de la población, co-mo lo revela la tasa de muertes pre-maturas en Francia, a pesan de ser elpaís de la UE que destina un mayorporcentaje de su PIE a los mismos —

el 10,7%—. El envejecimiento de lapoblación, que dispara al alza el volu-men de gastos en protección social,apela al sacrificio de las familias paraque no se produzca la fragmentaciónsocial tan temida por los concurrentesa la reunión organizada en Londrespor el Instituto para la Investigación dePolíticas Públicas (IPPR) a finales denoviembre. La solución no sólo pasa

.por los exhaustos actores públicos, si-no, fundamentalmente, por los indivi-duos en la exigencia ya no de solidari-dad intergeneracional, sino de respon-sabilidad colectiva. De lo que ahora setrata es de “devolver, como afirmaMartín López, iniciativas a la sociedadcivil”. “Lo cual no significa, en princi-pio, que haya que renuncian al estadodo bienestar, sino al bienestar gestio-nado por el EstadÓ’ (1995>.

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El amor en los tiempos decrisis

Hoy, a las puertas del siglo XXI, lacrisis que está sufriendo occidente hasituado de nuevo en la palestra el mis-mo discurso demográfico catastrofistaque nos invadió en los años sesenta.En España, la nueva generación quellegó al poder en los ochenta, sobrepa-sada por la muerte de la utopía socia-lista en Europa, sufre el ataque y la de-fección de los más jóvenes, que arma-dos con una ideología aparentementeconfraternizadora y conservadora delas viejas estructuras familiares, apues-ta pon una paidocracia agresiva que lesevite la tarea penosa de analizar laquiebra de todo el sistema.

Constituye un lugar común el de-sidenatum de que la recesión econó-mica no trabe el mantenimiento deservicios y necesidades sociales comola Sanidad, la Seguridad Social, laspensiones y, en definitiva, todos losrequerimientos que residen en lasmismas entrañas de las funciones delEstado social y democrático de Dere-cho. Toda cruzada frente a los su-puestos enemigos del estatismo pecade estolidez, cuando todos los paísesde la Unión Europea se baten entre eldilema de racionar o racionalizan lasprestaciones, independientemente decuál sea el nivel del esfuerzo que rea-liza cada uno en el desarrollo de sumodelo de bienestar. ¿Qué ocurrirácuando aquél sea incapaz de soportarel onerosísimo coste de una poblaciónimproductiva, que en nuestro país seestima sobrepasará los siete millonesde personas en el año 2000?

El recurso a los Fondos de pen-siones sólo mejorará la situación delos que hayan disfrutado de más pin-gúes beneficios durante su vida acti-va, pero el resto quedará abocado asufrir una vejez traumática. El cambiodel estatus económico de los viejos ennuestro país, es la consecuencia per-niciosa de la senectud que más pesasobre el proceso de manginación quearrostra el individuo; por encima, inclu-so, de la pérdida de las experienciasagradables de la juventud, el debilita-miento corporal, la pasividad y laconciencia de finitud. Aunque es ciertoque los viejos tienen menos necesida-des y, por consiguiente, menos gas-tos, no podemos esperar que de súbi-to descubran goces más baratos paradisfrutar de la vida.

La frugalidad, impuesta por lamerma de la capacidad económica, escompensada por algunos con la posi-bilidad de venden algunas tierras o vi-vienda en propiedad. La ayuda de lafamilia no es algo generalizado, ni si-quiera como escape a la soledad. Mu-chos tienen, amargamente, que asistira la lucha de sus hijos para mantener-los, lo que a medio plazo deviene enuna compleja mezcla de amor y repro-che por parte de éstos y en la acrimo-nia o desolación del anciano. Esta pe-sadumbre puede llegar a ser insopor-table cuando el viejo se ve obligado arular de una casa a otra, contribuyen-do con su pensión a pagar su estanciao parte de la economía doméstica. Noes sorprendente que sociólogos comoLluis Flaquer hayan tenido la audaciade afirmar algo que los demás omiti-mos por pudor y vergúenza “(en la so-

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ciedad actual) los jubilados y los pasi-vos son considerados con frecuenciapoco menos que inútiles sociales yhasta gentes molestas” (1990>.

El temor a que la crisis del Esta-do providencia pudiera rompen los la-zos de interés que nos unen se haconvertido en la peligrosa coartada dequienes niegan su dignidad a los vie-jos. La fiscalidad confiscatoria denuestra versión del bienestar es larendija pon la que, con más frecuen-cia, se escapa la responsabilidad indi-vidual. No apelamos a la caridad, ni ala fraternidad siquiera; cualquier es-fuerzo por no retroceden en los nivelesactuales de protección social, resulta-rá baldío sin el sacrificio personal delos actores privados. Este sacrificioimplica no sólo un compromiso econó-mico, sino, lo que es más importante,también afectivo.

Se podría argúin que la urbaniza-ción progresiva del mundo desarrolla-do, con la subsecuente destrucción dela familia extensa, no favorece la parti-cipación ni la integración de los ancia-nos. La célula familiar que los sociólo-gos del consenso habían identificadocon el eslabón intergenenacional afian-zador de la cultura, hoy manquea porefecto de la heterogeneidad de las re-laciones y la evolución de las necesi-dades y valores, de los individuos. Elmatrimonio ya no es un ítem inexcusa-ble de la arpillera familiar, sino que hadejado paso a la interacción y cohabi-tación de sus miembros como piezaclave y definidora. Es decir, frente a laterna convencional cónyuges-hijoshoy conviven modelos inaceptableshasta hace poco, tales como parejasque cohabitan sin casarse, ya sea con

o sin hijos, hogares de un sólo padre(divorciado/-a, soltero/-a, separado/-a,con o sin hijos>, segundos matrimo-nios de divorciados e incluso, parejashomosexuales que desean legitimarsu situación y adoptar o alumbrar unhijo mediante las técnicas de fecunda-ción asistida.

A pesar de la aceleración del vér-tigo urbano y la flexibilización del mo-delo de familia, la gran ciudad puedeconvertirse en un espacio excelentepara la convivencia intergenenacional.En la comunidad rural, el círculo de re-laciones potenciales queda limitado alos parroquianos, mientras que en laurbe la selección es más libre. Efecti-vamente hay un coste en cuanto a lostraslados que hay que efectuar, penosi la elección es satisfactoria, el resul-tado compensará al individuo. Es ne-cesanio, por tanto, que los ancianosmantengan viva su ilusión por entablarvínculos nuevos y participan en pro-yectos compartidos pon muchos, esdecir, que eviten la tendencia al aisla-miento tan común entre aquellas per-sonas mayores que, en contra de suobstinación, no tienen otra enferme-dad que los muchos años. El envejeci-miento, según Ursula Lehr, no es tansólo un problema biológico y social, si-no también ecológico, por lo que hayque conceden importancia a un grannúmero de variables (1980>.

No hay que desestimar, no obs-tante, la influencia de los signos dedesorganización social en las grandesciudades, cuya muestra especialmen-te significativa es la desatención y lasoledad de muchos viejos. Es lógicosuponen que la sensación de sentirsesolo aumenta con la edad. Hay que

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significar un dato muy importante: laspersonas que se sienten más solasson también las más proclives a de-clarar que están enfermas. A partir delos ochenta años, la sensación de so-edad se confunde con la enfermedad,al punto de trocarse en un síntoma dela misma. La solución no pasa por laconvivencia con los hijos u otros pa-rientes, cuando es frecuente que me-die la sospecha de que se puede re-sultar un estorbo. Entre la convivenciapermanente con los hijos, soluciónideal, y la institucionalización en unaresidencia, hay fórmulas intermediasque combinan la compañía y cuidadode la familia con la asistencia de algúntipo de ayuda exterior.

A pesar de que el nivel de vidade los ancianos europeos es superioral de otros grupos de edad, y que lahabitabilidad de la vivienda familiar re-sulta más ventajosa que en España,nuestro país presenta un índice de an-cianos ingresados en residencias muyinferior al de los países más desarro-lIados de Europa. El modelo de convi-vencia doméstica de los países delnorte, con su sobrevaloración de lapareja hasta la nupcialidad sucesiva,amenaza con escamotean el particula-rismo de nuestra cultura mediterránea.Las inclemencias del tiempo en lospaíses más fríos, dificultan la posibili-dad de interacción social e intensificanla sensación de aislamiento y soledaden los individuos. La desmembraciónfamiliar, favorecida por una concienciade la paternidad que se retrae ante lapronta independización de los hijos,predispone hacia una necesidad de lavida en pareja más utilitaria que pura-mente afectiva.

La consagración del hedonismoen el seno de un modelo cultural queha llegado al deleite del consumo es-tético mucho antes que España lo hi-ciera a la democracia, aparca a losviejos en las acondicionadas casas dereposo de los jubilados suecos, dane-ses, belgas y alemanes. El ideal delbienestar de la Unión Europea acon-seja cinco plazas residenciales pon ca-da cien ancianos; pero resulta ingenuopensar que España pudiera llegar aese natio manteniendo una ofenta cre-ciente de alternativas a la instituciona-lización, tal y como pretende el IN-SERSO. La promoción de servicios ta-les como la asistencia médica en elhogar, los sistemas de telealanma ydemás ayudas técnicas para favorecerla autonomía funcional de los viejos,ast como el reparto de comidas a do-micilio y, en general, todas las medi-das orientadas a la integración del an-ciano en su entorno, como la suplan-tación del mismo pon las viviendas co-munitarias, o su complemento por loscentros de día y los clubes, se ofrecencomo una solución inmejorable paralos ancianos válidos. El coste de la re-sidencialización de éstos encarece in-justificadamente nuestro abotargadosistema de protección social, al tiempoque convierte la residencia en un revi-val de los antiguos asilos donde acu-dían a bien morir los viejos indigenteso los ancianos enfermos de soledad.

Es fundamental que el ancianomantenga el contacto con otras perso-nas mayores, como antes se hacía enla plaza del pueblo y ahora se repro-duce en los hogares y clubes de pen-sionistas, pero es más importante quesiga relacionándose con otros grupos

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de edad. El ingreso en residencias esuna opción extrema, válida sólo en ca-sos muy específicos de enfermedad.Casos, todos ellos, en que sea la me-nos mala de las alternativas posibles oque resulten imprescindibles unos cui-dados intensivos que no se puedendispensar en la propia casa, ni siquie-ra con la asistencia del servicio domi-ciliario. Las personas mayores tienenderecho a llevar una vida indepen-diente en el seno de su propia familia,si es que la tuvieran, y de su comuni-dad durante el mayor tiempo posible.Despojanles de su hogar es arrebatar-les de un sólo golpe toda su razón deser y de existir, porque la vivienda su-pone para cualquier grupo de edad,pero sobre todo para los viejos, todauna amplia gama de significados per-sonales y familiares, cuya pérdida po-dría alterar todo su equilibrio psico-lógico.

Conclusiones

La agonía de los agentes públi-cos, nacidos bajo la estrella de la pro-tección destinada a corregir las injusti-cias de la economía de libre mercadoha situado en su justo término la sem-piterna diatriba entre la sociedad y elindividuo. Liberada la sociedad civil desu secuestro por el Estado del bienes-tan, la justicia social ha recuperado sudimensión de bien común, que a todosimplica, incumbe y exige. La dignifica-diód dé lás persona~ mayores se ofre-ce como un reto a este ideal comuni-tario que debe ser referido como reali-zación de la nueva responsabilidadcolectiva.

No pretendemos retornar a lasviejas solidaridades comunitarias pro-cedentes del grupo de autoayuda, dela familia extensa, de las comunidadeslocales (vecinos e iglesias), porqueello sería tanto como fomentar una so-lidanidad asimétrica incapaz de conge-niar a quienes son opuestos, penotampoco renunciamos a restituir elmarco comunitario como escenariofundamental de la acción solidaria yde la lógica de la donación. Sólo des-de una ciudadanía responsable, sepuede contrarrestar la fuerza exclu-yente del mercado y alentar un ánimointegrador en el ámbito de la convi-vencia.

La complejidad del presente hagenerado nuevas formas de relaciónentre el sector público y privado queexigen más que la mera recomposi-ción del pacto político que dio origenal estado de bienestar. El desafio queahora nos embaza, apela al nacimien-to de una cultura erigida sobre unosdeberes jurídicos de solidaridad, querebasan, por tanto, la contribucióneconómica al sostenimiento de losservicios sociales. Este principio desolidaridad se presenta como una exi-gencia ética, pero también es desea-ble que lo haga como criterio jurídico-político en que se sustancia la concre-ción de la justicia. No puede ser deotra forma; como todo constructo hu-mano, la solidaridad no es ajena a lamaraña de múltiples cálculos que ha-í~én ~jeñdúlarla acción soctal entre lopasional y lo premeditado, lo irracionaly lo razonable. Resulta arduo encon-trar en la historia de la humanidad laidea de solidaridad al margen de prin-

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cipios, intereses, normas o leyes co-munitarias.

El nuevo paradigma de la solida-nidad implica, consiguientemente, ar-monizar las libertades públicas, la pro-tección social y la eficiencia económi-ca a través de un modelo cultural dife-rente, que reposa sobre lo que MartinLópez ha denominado una estructuraracional en la vida humana, individualy colectiva; esto es, una disciplina dela razón y de la voluntad a la que esnecesario someterse para obrar deacuerdo a lo que es valioso y, por tan-to, satisface, las necesidades de la so-ciedad (1996).

El nuevo principio de solidaridadtiene en la normalización de la vejezuno de los más rampantes desafíos alsistema de valores que se proponeactivar. El refuerzo de los vínculos in-tengenenacionales proporciona la opor-tunidad de recomponen una concien-cia colectiva cuyo debilitamiento ame-naza la propia supervivencia de la so-ciedad. Superada la solidaridad mecá-nica, que garantizaba la convivenciaen el pasado, las sociedades de tec-nología avanzada se enfrentan a laparadoja de que, lejos de cooperar,los actores sociales compiten encarni-zadamente por su inclusión en un es-pacio que en principio tenía que abar-car a todos.

Los jubilados, tal y como vimosen nuestra referencia a la ética del tra-bajo como alienación, fueron los pri-meros marginados por el nuevo para-digma de la desigualdad, pero la cre-ciente automatización de los sistemasproductivos a la postre, ha victimizadobajo el denominador de infraclases

también a los pre-jubilados, que llega-rán a la vejez antes que la generaciónanterior, y a los jóvenes que buscansu primer empleo con el temor de quese hundirán en la obsolescencia antesde incorporarse al mercado de trabajo.

La civilización del ocio ha exone-nado, efectivamente, a muchos de lostrepidantes ritmos de la vida laboral,peno lo ha hecho no como prometiese,sino al precio de una exclusión quearranca las hojas del calendario de lostrabajadores con la velocidad a la quese renueva la nobotización en la indus-tria. El dramatismo de este fenómenoobliga a reflexionar acerca del torpematerialismo del que somos rehenes.El primer imperativo de una ciudada-nía responsable consiste en subvertiresta tendencia a jerarquizar los valo-res a tenor del compás que marca elmundo práctico. Hasta aquí, he pre-tendido poner de relieve que la dignifi-cación de la vejez es una de esas “po-co pragmáticas” necesidades.

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