La Era Del Imperio - Hobsbawm

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La era del imperio (1875- 1914) – Hobsbawm De la paz a la guerra En los años anteriores a 1914, la paz era el marco normal y esperado de la vida europea. Desde 1815 no había habido una guerra en la que estuvieran implicadas todas las potencias europeas. Desde 1871, ninguna potencia europea había ordenado a sus ejércitos que atacaron a los de otra potencia. Las grandes potencias elegían a sus víctimas entre los débiles y en el mundo no europeo. En el territorio de las víctimas potenciales más próximas y de mayor extensión, el imperio otomano, en proceso de desintegración desde hacía tiempo, la guerra era una posibilidad permanente porque los pueblos sometidos intentaban convertirse en estados independientes y posteriormente lucharon entre sí arrastrando a las grandes potencias a esos conflictos. Los Balcanes eran calificados como el polvorín de Europa, y ciertamente, fue allí donde estalló la explosión global de 1914. En la década de 1890 la preocupación sobre la guerra era lo bastante fuerte como para inducir a la celebración de una serie de congresos mundiales de paz, como el de Viena (1914), la concesión de premios Nobel de la Paz (1897) y la primera de las conferencias de paz de La Haya (1899). Aún después de que Austria le declarara la guerra a Serbia, los líderes del socialismo internacional se reunieron convencidos todavía de que se encontraría una solución pacífica a la crisis. Para la mayor parte de los países occidentales y durante la mayor parte del periodo transcurrido entre 1871 y 1914, la función fundamental de los ejércitos en sus sociedades era de carácter civil. Junto con la escuela primaria, el servicio militar era el

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La era del imperio (1875- 1914) – Hobsbawm

De la paz a la guerra

En los años anteriores a 1914, la paz era el marco normal y esperado de la vida europea. Desde

1815 no había habido una guerra en la que estuvieran implicadas todas las potencias europeas.

Desde 1871, ninguna potencia europea había ordenado a sus ejércitos que atacaron a los de otra

potencia. Las grandes potencias elegían a sus víctimas entre los débiles y en el mundo no europeo.

En el territorio de las víctimas potenciales más próximas y de mayor extensión, el imperio otomano,

en proceso de desintegración desde hacía tiempo, la guerra era una posibilidad permanente porque

los pueblos sometidos intentaban convertirse en estados independientes y posteriormente lucharon

entre sí arrastrando a las grandes potencias a esos conflictos. Los Balcanes eran calificados como el

polvorín de Europa, y ciertamente, fue allí donde estalló la explosión global de 1914.

En la década de 1890 la preocupación sobre la guerra era lo bastante fuerte como para inducir a la

celebración de una serie de congresos mundiales de paz, como el de Viena (1914), la concesión de

premios Nobel de la Paz (1897) y la primera de las conferencias de paz de La Haya (1899). Aún

después de que Austria le declarara la guerra a Serbia, los líderes del socialismo internacional se

reunieron convencidos todavía de que se encontraría una solución pacífica a la crisis.

Para la mayor parte de los países occidentales y durante la mayor parte del periodo transcurrido

entre 1871 y 1914, la función fundamental de los ejércitos en sus sociedades era de carácter civil.

Junto con la escuela primaria, el servicio militar era el mecanismo más poderos de que disponía el

estado para inculcar un comportamiento cívico adecuado y, sobre todo, para convertir al habitante

de una aldea en un ciudadano patriota de una nación. También realizaba en ocasiones su trabajo

específico. Podían ser movilizados para reprimir el desorden y la protesta en momentos de crisis

social. Las tropas de movilizaban con bastante frecuencia y el número de víctimas domésticas de la

represión militar fue bastante numeroso en este periodo.

Las guerras ocasionales, sobre todo en las colonias, entrañaban mayor riesgo. En la guerra hispano-

norteamericana de 1898, pocas fueron las bajas por el conflicto, pero muchísimos los muertos por

enfermedades tropicales. Pero el trabajo del soldado occidental era mucho menos peligroso que el

de algunos trabajadores civiles, como los de transporte y los de las minas. Los soldados y

marineros, a excepción de los ejércitos de la Rusia zarista que se enfrentaron a los turcos en 1870 y

a los japoneses en 1904-05, o el ejército chino, llevaban una vida bastante pacífica.

Mientras que sólo algunos civiles comprendían el carácter catastrófico de la guerra futura, los

gobiernos, ajenos a ello, se lanzaron a la carrera de equiparse con el armamento cuya novedad

tecnológica les permitiera situarse a la cabeza. La preparación para la guerra resultó mucho más

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costosa, sobre todo porque todos los estados competían para mantenerse en cabeza. Esta carrera de

armamentos comenzó de forma modesta a fines de la década de 1880 y se aceleró con el comienzo

del nuevo siglo, particularmente en los últimos años anteriores a la guerra.

Una consecuencia de tan importantes gastos fue la necesidad de recurrir a impuestos más elevados,

a empréstitos inflacionarios o a ambos procedimientos para financiarlos. Una consecuencia

igualmente evidente fue que convirtió a la muerte por las diferentes patrias en una consecuencia de

la industria a gran escala. Al mismo tiempo, el estado se convirtió en un elemento esencial para

determinadas ramas de la industria. Más aún, los gobiernos tenían que garantizar que la industria

tuviera una capacidad de producción muy superior a las necesidades de tiempo de paz.

Los estados podrían haberse hecho cargo de la financiación de las manufacturas de armamento,

pero preferían establecer acuerdos con empresas privadas. La guerra y la concentración capitalista

iban de la mano. ¿Acaso no era lógico que la industria de armamento tratara de acelerar la carrera

de armamentos, si era necesario inventando inferioridades nacionales que se podían hacer

desaparecer con contratos lucrativos?

Las industrias de armamento de las grandes potencias vendieron sus productos menos vitales y

obsoletos a los estados del Oriente Próximo y de América Latina, siempre dispuestos a comprar ese

tipo de mercancía. El comercio internacional moderno de la muerte andaba por buen camino. La

acumulación de armamentos alcanzó proporciones temibles en los 5 años inmediatamente anteriores

a 1914, lo que hizo que la situación fuera más explosiva. Pero lo que impulsó a Europa a la guerra

no fue la carrera de armamento en sí misma, sino la situación internacional que lanzó a las potencias

a iniciarla.

Ningún gobierno de una gran potencia deseaba un enfrentamiento serio. En un momento

determinado, la guerra pareció tan inevitable que algunos gobiernos decidieron que era necesario

elegir el momento más favorable, o el menos inconveniente, para iniciar las hostilidades.

Ciertamente, durante la crisis final de 1914, precipitada por el intrascendente asesinato de un

archiduque austríaco a manos de un estudiante terrorista en una ciudad de provincias de los

Balcanes, Austria sabía que se arriesgaba a que estallara un conflicto mundial al amenazar a Serbia,

y Alemania con su decisión de apoyar plenamente a su aliada, hizo que el conflicto fuera seguro.

El problema de descubrir los orígenes de la 1era. GM no es el de hallar al agresor. El origen del

conflicto se halla en el carácter de una situación nacional cada vez más deteriorada, que fue

escapando progresivamente al control de los gobiernos. Gradualmente, Europa se encontró dividida

en dos bloques opuestos de grandes potencias. Esos bloques resultaban esencialmente de la

aparición en el escenario europeo de un imperio alemán unificado, establecido mediante la

diplomacia y la guerra a expensas de otros entre 1864 y 1871, y que trataba de protegerse contra su

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principal perdedor, Francia, mediante una serie de alianzas en tiempo de paz, que a su vez

desembocaron en otras contraalianzas.

El sistema de bloques de potencias sólo llegó a ser un peligro para la paz cuando las alianzas

enfrentadas se hicieron permanentes, pero sobre todo cuando las disputas entre los dos bloques se

convirtieron en confrontaciones incontrolables. Esto fue lo que ocurrió al comenzar el nuevo siglo.

En 1880, el alineamiento de las potencias en 1914 era totalmente impredecible. Naturalmente, era

fácil determinar una serie de aliados y enemigos potenciales: Alemania y Francia estarían en bandos

opuestos, aunque sólo fuera porque Alemania se había anexionado amplias zonas de Francia

(Alsacia-Lorena) tras su victoria de 1871. Tampoco era difícil predecir el mantenimiento de la

alianza entre Alemania y Austria-Hungría, que Bismarck exigía como elemento indispensable de la

pervivencia del multinacional imperio de los Habsburgo.

Austria, inmersa en una problemática situación en los Balcanes, como consecuencia de sus

problemas multinacionales y en posición más difícil que nunca desde que ocupara Bosnia-

Herzegovina en 1878, estaba enfrentada con Rusia en esa región. Además, una vez que Alemania se

olvidó de la opción rusa en los últimos años del decenio 1880, era lógico que Rusia y Francia se

aproximaran, como lo hicieron de hecho en 1891, contra Alemania.

Tres acontecimientos convirtieron el sistema de alianzas en una bomba de tiempo: una situación

internacional de gran fluidez, desestabilizada por nuevos problemas y ambicione de las potencias, la

lógica de la planificación militar conjunta que permitió un enfrentamiento permanente entre los

bloques y la integración de la quinta gran potencia, el Reino Unido, en uno de los bloques, en el

bando anti-alemán.

La “Triple Entente” fue sorprendente tanto para el enemigo del Reino Unido como para sus aliados.

No existía una tradición de enfrentamiento del Reino Unido con Prusia, ni tampoco razones para

ello, y tampoco parecía haberlas ahora con el imperio alemán. Por otra parte, el Reino Unido había

sido un enemigo de Francia n la casi totalidad de los conflictos europeos desde 1688. Aunque ese ya

no era el caso, lo cierto es que las fricciones entre ambos países se estaban intensificando, aunque

sólo fuera por el hecho de que ambos competían por el mismo territorio e influencia como potencias

imperialistas. Las relaciones eran tensas respecto a Egipto, que ambos países ambicionaban pero

que fue ocupado por los británicos, junto con el canal de Suez, financiado por los franceses.

En cuanto a África, con frecuencia los beneficios que obtenía una de esas dos potencias los

conseguía a expensas de la otra. Por lo que respecta a Rusia, los imperios británico y zarista habían

sido adversarios constantes en el ámbito balcánico y mediterráneo de la llamada “cuestión oriental”,

y en los territorios del zar (Afganistán, Irán y las regiones que miraban al Golfo Pérsico). La

posibilidad de que los rusos ocuparan Constantinopla y de que, de esa forma, accedieran al

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Mediterráneo, así como las perspectivas de expansión rusa hacia la India constituía una pesadilla

permanente para los ministros británicos. Los dos países habían luchado en la única guerra europea

del siglo XIX en la que participó el Reino Unido (en la guerra de Crimea) y todavía en la década de

1870 parecía muy posible una guerra ruso-británica.

Dada la estructura de la diplomacia británica, una guerra contra Alemania era una posibilidad

sumamente remota. Una alianza con Francia podía ser considerada como algo improbable y la

alianza con Rusia resultaba casi impensable. Sin embargo, el Reino Unido estableció un vínculo

permanente con Francia y Rusia contra Alemania, superando todas las diferencias con Rusia hasta

el punto de acceder a la ocupación rusa de Constantinopla, oferta que fue retirada tras la revolución

rusa de 1917.

Ocurrió porque tanto los jugadores como las reglas del juego tradicional de la diplomacia

internacional habían variado. La rivalidad de las potencias, que anteriormente se centraba en gran

medida en Europa y las zonas adyacentes, era ahora global e imperialista. Además, ahora existían

nuevos jugadores: EEUU y Japón. De hecho, la alianza del Reino Unido con Japón (1902) fue el

primer paso hacia la Triple Alianza, pues la existencia de esa nueva potencia, que pronto

demostraría que podía derrotar por las armas al imperio zarista, redujo la amenaza rusa hacia el

Reino Unido y fortaleció la posición británica.

La globalización del juego de poder internacional transformó automáticamente la situación del país

que, hasta entonces, había sido la única gran potencia con objetivos políticos a escala global; el

Reino Unido. En segundo lugar, con la aparición de una economía capitalista industrial de

dimensión mundial, el juego internacional perseguía ahora objetivos totalmente diferentes. El

desarrollo del capitalismo condujo inevitablemente al mundo en la dirección de la rivalidad entre

los estados, la expansión imperialista, el conflicto y la guerra.

El mundo económico ya no era, como en los años centrales del siglo, un sistema en torno al Reino

Unido. Si bien es cierto que las transacciones financieras y comerciales del mundo pasaban todavía,

y cada vez más, por Londres, el Reino Unido había dejado de ser el “taller del mundo” y su

mercado de importación más importante. Al contrario, había entrado en un claro declive relativo.

Desde el punto de vista de los estados, la economía era la base misma del poder internacional y su

criterio. Era imposible concebir una gran potencia que no fuera al mismo tiempo una gran

economía, transformación que se ilustra por el ascenso de EEUU y el relativo debilitamiento del

imperio zarista.

Lo que hizo tan peligrosa esa identificación del poder económico con el poder político-militar fue

no sólo la rivalidad nacional por conseguir los mercados mundiales y los recursos materiales y por

el control de determinadas regiones como el Próximo Oriente y el Oriente Medio, donde tantas

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veces coincidían los intereses económicos y estratégicos. Mucho antes de 1914 la diplomacia del

petróleo era ya un factor de primer orden en Medio Oriente, en la que se llevaban todo el Reino

Unido y Francia, las compañías petrolíferas occidentales y un intermediario armenio. Por otra parte,

la penetración económica y estratégica alemana en el imperio otomano preocupaba a los británicos

y contribuyó a que Turquía se alineara junto a Alemania durante la guerra.

El rasgo característico de la acumulación capitalista era su ausencia de límites. Fue ese aspecto del

nuevo esquema de la política mundial el que desestabilizó las estructuras de la política internacional

tradicional. Lo que llegó a ser el bloque anglo-franco-ruso comenzó con el entendimiento cordial

anglofrancés (Entente cordial de 1904), que era en esencia un acuerdo imperialista mediante el cual

los franceses renunciaban a sus pretensiones en Egipto a cambio de que los británicos apoyaran sus

intereses en Marruecos, víctima en la que también se había fijado Alemania. Sin embargo, todas las

potencias sin excepción mostraban una actitud expansionista y conquistadora.

Pero lo que hacía que el mundo fuera un lugar aún más peligroso era la ecuación crecimiento

económico y poder político ilimitado, que se aceptó de forma inconsciente. Desde el punto de vista

práctico, el peligro no radicaba en el hecho de que Alemania se propusiera ocupar el lugar del Reino

Unido como potencia mundial, aunque ciertamente la retórica de la agitación nacionalista alemana

se apresuró a adoptar un color antibritánico. El peligro estribaba en que una potencia mundial

necesitaba una armada mundial y, en consecuencia, en 1897 Alemania comenzó a construir una

gran armada, que tenía la ventaja de representar a la nueva Alemania unificada, con un cuerpo de

oficiales que no representaba a los junkers prusianos u otras tradiciones guerreras aristocráticas,

sino a las nuevas clases medias, es decir, a la nueva nación.

A diferencia de las restantes flotas, las bases de la flota alemana estaban todas en el mar del norte,

frente a las costas del Reino Unido. Su objetivo no podía ser otro que el conflicto con la armada

británica. El Reino Unido consideraba que Alemania era básicamente una potencia continental. Aun

en el caso de que los barcos de guerra alemanes no iniciaran operación alguna, inevitablemente

inmovilizarían a los barcos británicos y dificultarían, o incluso imposibilitarían, el control naval

británico sobre unas aguas que eran consideradas vitales, como el Mediterráneo, el océano Índico y

las rutas del Atlántico. Lo que para Alemania era un símbolo de su estatus internacional y de sus

ambiciones globales ilimitadas, era una cuestión de vida o muerte para el imperio británico.

El Reino Unido pretendía mantener el statu quo, mientras que Alemania deseaba cambiarlo. Era

lógico que tratara de aproximarse a Francia y también a Rusia, una vez que el peligro ruso había

quedado reducido por su derrota a manos de Japón. Alemania se reveló como la fuerza militar

dominante en Europa. Este es el trasfondo de la sorprendente formaicón de la Tripla Entente anglo-

franco-rusa.

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La división de Europa en dos bloques hostiles necesitó casi un cuarto de siglo, desde la formación

de la Triple Alianza (1882) hasta la constitución definitiva de la Triple Entente (1907). Los bloques,

reforzados por los proyectos inflexibles de estrategia y movilización, se hicieron más rígidos y el

continente se deslizó de forma incontrolable hacia la fuerza, a través de crisis internacionales que,

desde 1905, se solucionaban, cada vez más, por medio de la amenaza de guerra.

A partir de 1905, la desestabilización de la situación internacional como consecuencia de la nueva

oleada de revoluciones ocurridas en las márgenes de las sociedad burguesas añadió un nuevo

material; la revolución rusa en 1905, que incapacitó temporalmente al imperio zarista, estimulando

a Alemania a plantear sus reivindicaciones en Marruecos, intimidando a Francia. Berlín se vio

obligada a retirarse de la Conferencia de Algeciras (1906) como consecuencia del apoyo británico a

Francia.

Dos años después, la revolución turca dio al traste con todos los acuerdos logrados en Próximo

Oriente. Austria utilizó la oportunidad para anexionarse formalmente Bosnia-Herzegovina,

precipitando así una crisis con Rusia, que sólo se pudo resolver cuando Alemania amenazó con

prestar apoyo militar a Austria. La tercera gran crisis internacional, a propósito de Marruecos en

1911, tenía que ver con el imperialismo. Alemania envió un barco de fuera para ocupar el puerto, a

fin de conseguir alguna compensación de los franceses por el establecimiento de su inminente

protectorado sobre Marruecos, pero se vio obligada a retirarse ante la amenaza británica de entrar en

guerra apoyando a Francia.

Ante la continuación del hundimiento del Imperio turco, la ocupación de Libia por parte de Italia en

1911 y las operaciones de Serbia, Bulgaria y Grecia para expulsar a Turquía de la península

balcánica en 1912, ninguna de las grandes potencias tomó iniciativa alguna. La siguiente crisis

balcánica se precipitó en 1914 cuando el heredero al trono de Austria, el archiduque Francisco

Fernando, visitaba la capital de Bosnia, Sarajevo.

Lo que hizo que la situación resultara aún más explosiva durante esos años fue el hecho de que la

política interna de las grandes potencias impulsó su política exterior hacia la zona de peligro.

Comenzó a ser cada vez más difícil controlar y, aún más, absorber e integrar las movilizaciones y

contramovilizaciones de unos súbditos que estaban en proceso de convertirse en ciudadanos

democráticos.

En Alemania la agitación reaccionaria popular impulsó la carrera de armamentos, especialmente en

el mar. Existe la hipótesis de que la agitación de la clase obrera y el avance electoral de la

socialdemocracia indujo a las clases dirigentes a superar los problemas internos mediante el éxito en

el exterior. Pensaban que se necesitaba una fuera para restablecer el viejo orden. En Rusia, en la

medida en que el zarismo, restaurado después de los acontecimientos de 1905, consideraba que la

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mejor estrategia para la revitalización consistía en apelar al nacionalismo ruso y a la gloria de la

fuerza militar.

Sin embargo, había una potencia que no podía dejar de afirmar su presencia en el juego militar,

porque parecía condenada sin él; Austria-Hungría, desgarrada desde mediados del decenio de 1890

como consecuencia de unos problemas nacionales cada vez más difíciles de manejar, entre los que

el más peligroso parecía ser el que planteaban los eslavos del sur, por tres razones. Porque no sólo

planteaban los mismos problemas que otras nacionalidades del imperio multinacional, organizadas

políticamente, que se hostigaban mutuamente para conseguir ventajas, sino porque la situación se

complicaba al pertenecer tanto al gobierno de Budapest, decidido a imponer la magiarización de

forma implacable.

La agitación de los eslavos del sur en Hungría no afectó sólo a Austria, sino que agravó las siempre

difíciles relaciones de las dos mitades del imperio. En segundo lugar, porque el problema de los

eslavos no podía separarse de la política en los Balcanes y desde 1878 no había hecho sino

implicarse cada vez más en ella como consecuencia de la ocupación de Bosnia.

Además, existía ya un estado independiente constituido por los eslavos meridionales, Serbia, que

podía tentar a los eslavos disidentes en el imperio. En tercer lugar, porque el hundimiento del

imperio otomano condenaba prácticamente al imperio de los Habsburgo, a menos que pudiera

demostrar más allá de toda duda que era todavía una gran potencia en los Balcanes que nadie podía

perturbar.

El asesinato del archiduque fue fundamentalmente un incidente en la política austríaca que exigía,

según Viena, dar una lección a Serbia. A nadie le importaba siquiera que una gran potencia lanzara

un duro ataque contra un vecino molesto y sin importancia. Alemania decidió prestar todo su apoyo

a Austria. En 1914, cualquier incidente podía provocar esos enfrentamientos, si una sola de las

potencias decidía tomárselo en serio.

Las crisis internacionales y las crisis internas se conjugarían en los mismos años anteriores a 1914.

Rusia, amenazada de nuevo por la revolución social; Austria, con el peligro de desintegración de un

imperio múltiple que ya no podía ser controlado políticamente; incluso Alemania, polarizada y tal

vez amenazada por el inmovilismo como consecuencia de sus divisiones políticas; todos dirigieron

la mirada a los militares y a sus soluciones. Incluso Francia, donde toda la población se mostraba

renuente a pagar impuestos y, por tanto, a encontrar el dinero necesario para un rearme masivo, en

1913 eligió un presidente que llamó a la venganza contra Alemania.

Es un error creer que los gobiernos se lanzaron en 1914 a la guerra para suavizar sus crisis sociales

internas. A lo sumo, consideraron que el patriotismo permitiría superar en parte la resistencia y la

falta de cooperación. La llamada de los gobiernos a las armas no encontró una resistencia eficaz.

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Pero se equivocaron los gobiernos en un punto fundamental; el extraordinario entusiasmo patriótico

de los pueblos para lanzarse a la guerra. Las masas avanzaron tras las banderas de sus estados

respectivos y abandonaron a los líderes que se oponían a la guerra. El sentimiento de que la guerra

ponía fin a una época era especialmente fuerte en el mundo de la política. Para los socialistas, la

guerra era una catástrofe doble, en la medida en que un movimiento dedicado al internacionalismo y

a la paz se vio sumido en la impotencia, y en cuanto que una oleada de unión nacional y de

patriotismo bajo las clases dirigentes recorrió, aunque fuera momentáneamente, las filas de los

partidos e incluso del proletariado con conciencia de clase en los países beligerantes.