La Escafandra de Hierro

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  • 8/18/2019 La Escafandra de Hierro

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    Una vez más, hundido en su dolor.

    “¡Fernando!” Esquivó a su madre en el momento que ingresó por la puerta principal, sin

    siquiera dedicarle una de sus miradas distantes.

    Una vez más, trazó una distancia.

    “¿Dónde estuviste? Hace tres horas que terminó la escuela.”  Cruzó sus brazos con total

    indignación, esperando una respuesta. “¿No me vas a responder?” 

    Chasqueó su lengua levantando la cabeza, la observó.

     Aquella mujer que era tan despreciable ante sus ojos; ella no lo entendía, ni había podido hacerlo

    nunca en sus diecisiete años. Aparecía cuando quería, y ni siquiera había intentado ayudarlo a

    resolver ninguno de sus muchos problemas, solo era uno más de ellos.

    Sus ojos negros como la noche, lo miraron con repulsión; le recordó a sus compañeros de clase.

    Una vez más, viendo a través de unos fierros delgados.

    “Tú no eres mi madre.” Su mandíbula tensa delató el control que intentaba imponerse a él mismo.

    “Para mí siempre serás alguien que se aprovechó de la bondad de mi padre, no tienes derecho a

    saber lo que hago.” 

    Su vista destelló en el instante que una palma azotó su rostro con fervor. “Eres un desagradecido.” 

    Sorbió su nariz colorada sonoramente mientras aullaba como si la hubieran golpeado a ella. “Tu

    padre era un maldito, y tú también lo eres.” Su labio inferior temblaba mientras soltaba palabras

    desmedidamente. Sus ojos entrecerrados permitían que el agua escapara hacia sus mejillas. “Un

    día no voy a estar, vas a quedarte solo, Fernando.” Le acusó acelerada. “Y para ese entoncesvas a ver lo que te perdiste.” 

    Una vez más, el agua lo rodeaba.

    “Yo lo consideraría como una ganancia.” Su voz se ensombreció permaneciendo cabizbaja detrás

    de su largo flequillo negro.

    Un jadeo se escapó de los labios de Verónica. Estaba estupefacta, pero al decir verdad no era

    una sorpresa que él le hablara de aquella forma.

    Se encaminó hacia su habitación pesadamente, pero sin desacelerar. Dobló en el pasillo abriendo

    su puerta. “¡Fernando!”. Se apresuró al sentir como ella corría en su dirección.

    Le cerró la puerta en la cara, sin considerar en ningún momento la posibilidad de lastimarla.

    Una vez más, deseando salir a la superficie.

    Totalmente decidido, agarró un bolso de un tamaño considerable. No soportaría más tiempo bajo

    el techo en el que creció, y menos con esa mujer.

    Inspiró lentamente con sus ojos cerrados, recostando su espalda contra un mural desgastado.

    Jaloneó con sus dientes el piercing debajo de su labio, necesitando algún dolor mundano que le

    distrajera del que sentía en su mente.

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     A través de sus ojos entrecerrados, agua salada se filtraba al exterior. Respiró fuertemente,

    volviendo a cerrar sus ojos. Se limpió con el puño de su campera, tragando saliva. Estiró el

    brazo dentro del armario, tirando todo dentro del bolso abierto sobre la alfombra.

    No vaciló, abrió su ventana intentando no hacer ruido. Descolgó un cuadro que estaba junto a los

    postigos y lo contempló. Lo único que tenía de su padre, era aquel faro pintado sobre un lienzoamarillento, iluminando las costas rocosas salpicadas violentamente por agua.

    Echó un suspiro abrazando a la pintura, empapándose de la esencia de su padre y mirando su

    reflejo en el espejo. Escuálido, pálido y con una sombra en su mirada; necesitaba disiparla, o por

    lo menos aclararla unos tonos para poder mirar con algo de claridad.

    Colgó su bolso sobre el hombro. Pasó primero una pierna, luego la otra por sobre el marco de su

    ventana, estando a tiempo de retractarse.

    No lo hizo.

    Con los pies fuera de su residencia, deslizó los dedos dentro del bolsillo de la campera y tomó uno

    de sus caramelos. Arrojó el papel al césped y masticó la golosina de dudosa procedencia. Su

    lengua se entumeció por unos segundos antes de que sus papilas se adaptaran al ácido sabor

    que se mezclaba con su saliva.

    En cuestión de segundos, su vista burbujeaba haciéndole sentir bajo el agua. Sonrió embelesado,

    una sensación de satisfacción se apoderó de él. Inhaló notoriamente, sin desacelerar su paso.

    Caminó hacia donde él sugería que la costa estaba ubicada, tomándose su tiempo. Tomó otro

    dulce de su bolsillo, esta vez con más prisa. Su visión se enturbió más, eliminando todo rastro de

    claridad que el caramelo anterior le había generado.

    Frunció el ceño en el momento que sintió debajo de sus pies una superficie granulosa, detectando

    de inmediato la desaparición de sus zapatos. Palpó suavemente la arena debajo de él, sin dar

    crédito a lo que estaba experimentando en aquel momento. Alzando la vista, se encontró con el

    mar sereno y tranquilo en una misma línea que se conectaba con el cielo.

    Caminó sin poder creer lo rápido que había llegado a su destino, tocó el agua decididamente. Un

    escarmiento lo recorrió de pies a cabeza al sentir lo helada que estaba, pero se adentró aún más

    rozando el agua con sus rodillas. Detectó en su visión un faro sobre una ladera rocosa. Una

    euforia nunca antes sentida le invadió.

    Una risa de locura nació desde el fondo de su garganta, corrió hacia la gran estructura. Caminó

    más rápido, frunciendo el ceño al notar que no se acercaba ni siquiera un mísero metro por más

    que pusiera todo su empeño y fuerza en ello.

    Gritó desgarradoramente, la retina de sus ojos ardió al sentir un tercer caramelo deslizarse

    garganta abajo. Se entumeció sacudiendo su cuerpo, recobrando la compostura y retomando

    sus esfuerzos por alcanzar el faro.

    Le era imposible. No importaba cuanta voluntad reflejaran sus acciones, su meta parecía esta vez

    alejarse de él; cayó de rodillas.

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    Tal como si de rejillas se trataran, sus ojos entrecerrados veían unas grandes cuadrículas en

    cualquier dirección que girara su cabeza. Enloqueció mientras violentamente golpeaba una

    superficie metálica que rodeaba su cráneo, le costaba respirar.

    Buscó el oxígeno que le faltaba, inhalando desesperadamente. Nubes negras cargadas de agua

    se dirigían hacia él, su cuerpo se balanceó torpemente al ponerse de pie vistiendo aquella granarmadura de hierro que repentinamente lo cubría.

    La tempestad más cerca, y con ello una taquicardia comenzaba a surgir en su pecho secando su

    garganta. Sus pupilas cada vez más dilatadas, prácticamente cubriendo el iris en su totalidad.

    Todos sus sentidos alerta por alguna desconocida razón.

    Un estruendo oscureció los cielos. Los vientos no podían mover su pesado cuerpo, pero por

    alguna razón un anzuelo clavado a la altura de su tobillo lograba tortuosamente arrastrarlo a la

    agitada marea.

    Gritó, pero sin voz. Arrojándose voluntariamente al piso, se desgarró en dolor mientras era testigode sus dedos clavándose una malla metálica al enterrar las manos en la arena, dejando a esta

    franjeada a medida que una gran fuerza lo sometía cada vez más cerca de hundirlo en el

    océano.

    Sus ojos vidriosos palpitaban con anticipación. El agua helada rodeó su cuerpo. Una sustancia

    rojiza teñía las aguas alrededor de él, con cada vez más tinte con el pasar de los segundos.

    Una vez más, se hundía en su dolor.

    Desgarradoramente, su tobillo era jalado con cada vez más ímpetu. Sollozó silenciosamente

    revoloteando en el agua que ahora lo rodeaba por encima. Unos pocos rayos de luz que

    lograban atravesar el agua, formaban una peculiar figura al reflejarse en una de las rocas.

    Una vez más, rodeado por el agua.

    “¡Papá!”  La incredulidad era tangible en su tono de voz. Su ahora inocente mirada, lograba

    traspasar cada una de las gigantescas olas saladas sobre él. “Papá…” 

    Una vez más, deseaba salir a la superficie.