La Escribana de Paris - Sabrina Capitani

1763

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Tras la muerte de su esposo, laescritora Cristina de Pizán se veobligada a trabajar como escribanaen los mercados de París paramantener a su familia. La vida esdifícil en el París del siglo XIV, ymás aún para una viuda decidida ano volverse a casar y cuyo talentose centra en la escritura. La madrede Cristina, empeñada en buscarlemarido, le presenta a un candidato,inmediatamente rechazado por la

orgullosa viuda. Pero el impetuosocaballero la secuestra y la mantieneencerrada en su castillo. Durante sucautiverio, Cristina conocerá aThomas, un monje dispuesto asocorrerla. Gracias a su habilidadpara los dibujos, Thomas prontoempieza a colaborar con Cristinacomo iluminador de los manuscritosque ella copia. Un día dan con unenigmático manuscrito, que estárelacionado con varias muertesmisteriosas y le siguen la pista.

Sabrina Capitani

París, 1393IIIIIIVVVIVIIVIIIIXXXIXII

XIIIXIVXVXVIXVIIXVIIIXIXXXEpílogo

notes

Sabrina Capitani

La escribana de París

París, 1393

I

Y de repente el verano estabaallí. Como muchas veces, habíallegado antes que la primavera. Elnuevo calor cayó sobre nosotros, seprecipitó de improviso desde uncielo de invierno aún glacial, comoun gato que se abalanza sobre unratón desprevenido.

Uno debería haber prestadoatención al aviso de los pájaros,que antes del alba ya iniciaban suestruendo. Una de las pasadasnoches se quedaron ante miventana: trinaron y silbaron de talmodo, que ningún cristiano podíadormir tranquilo. Pero luego,cuando llegó la hora de ponerse enpie y salir de mala gana almiserable mundo, los barulleros yahabían callado. En todo caso yoestaba demasiado ensimismada enmis propios problemas, así que no

supe identificar estas señales.El Sena, que ayer aún era de

plomo fundido, echaba chispasblancas. Y allá, en la hierba,brillaban cientos de manchasamarillas dentadas. ¿De dóndehabían salido?

Por lo menos los arbustos ylos árboles conocían su deber y semostraban sin hojas. Los huertos delos jardines estaban pelados. Losexpectantes regueros tendían haciael río. En las yemas nudosas yplateadas de nuestras higueras se

habían aposentado diminutos clavosverdes. Tampoco los higos habíantenido tiempo suficiente paravestirse de manera adecuada.

El raído y pequeño abrigo conel volante de piel de ardilla que mehabía puesto para la audiencia conel notario me daba demasiadocalor. Aun así no me atreví aquitármelo porque el vestido quellevaba debajo se encontraba en unestado aún más lamentable: tandesgastado que en la espalda y loscodos asomaban las enaguas.

¿El verano llegaba siempre tande repente? Hacía tiempo que ya noprestaba atención a los cambios delas estaciones. Un par de días atrásla tierra aún estaba helada; la únicabendición que, según mi parecer,trae el invierno. El súbito deshielohabía convertido las calles lateralesen un lodazal y despertado oloresque nadie echaba de menos. Todoslos componentes del arroyocallejero —los excrementos, laorina y los restos de comidamohosos— apestaban cada cual

más que el anterior: a agrio, apodrido, a amargo, a un dulcenauseabundo. Mientras caminaba,apretaba contra mi nariz una bolsitade lavanda. A lo largo de laprimavera uno se acostumbra alhedor.

¿Cómo se diferencia la basuragenerada en París de la de otrasciudades? ¿Acaso producimosmenos? Falso. ¿Producimos más?También falso. Os lo diré: en otrasciudades, sobre todo del sur, lagente amontona la basura junto a sus

casas, al pie de los muros, y arrojacebollas encima. Aquí se lanza todocon una amplia parábola en mediode la calle. Una solución elegante alproblema. Por este motivo lospobres viandantes como yo nosvemos obligados a transitar por loslados levemente elevados de lacalzada. Además, los caballos y losvehículos aplastan y dispersan lasinmundicias. Tras su paso nadiesabe decir de quién es cada cosa.

Existe un decreto real según elcual cada súbdito es responsable de

dejar su basura a una distanciaadecuada de su puerta. Como esnatural, casi nadie hace caso de estedecreto. A veces la situación es tanterrible, que el misericordiosomonarca, si es que en ese momentoes consciente de ello, proclama unonuevo, que merece la mismaatención que los anteriores.

Miraba con cautela dóndepisaba. No se trataba de echar aperder mi último par de buenoszapatos. Un caballero de posiciónacomodada venía a mi encuentro y

ya desde lejos agitaba su bastón deplata. Sí, sí, ya lo sé. Rápidamentesalté dentro de un portal, paradejarle libre el paso.

— Gare! Gare! Gare! -unallamada desastrosa, a la quesiempre sigue el contenido de unajofaina de noche.

Eso es algo más que distinguea Francia del resto de los pueblos:sólo los bárbaros disponen para susnecesidades nocturnas de «botes» o«cubos», mientras que nosotrosutilizamos el vase de nuit. Su

contenido es en todos los casosdesagradable y gracias a micortesía el gran señor recibió suparte y no yo. De mejor ánimo melargué de allí.

Mi camino me llevó, paraleloa la orilla del Sena, por la Place deGrève, un lugar de mala reputaciónque, no obstante, se hallaba hoy tanreluciente y recogido comocualquier mercado de paños, y latorre de la iglesia de St-Jacques,que domina todo el barrio con sualto e imponente campanario,

compuesto de tubos de flauta depiedra y tan cargado de adornos querecuerda a un juguete grotesco. Lastorcidas casas, con sus arcos ytejados angulosos, se aprietan launa contra la otra como la multituden una ejecución. Las mujerescharlaban en las entradas, comosiempre, lanzaban las inmundiciasafuera y caminaban hasta elmercado, con el cesto al brazo y losniños agarrados de sus faldones.Uno de ellos me hizo una mueca yyo le saqué la lengua y bizqueé.

La Grande Rue St-Martin esuna de las calles adoquinadas.Incluso cuenta con acanaladuraspara los desechos, pero cada vezque llueve se embozan. Aquí seencuentran las casas de los nobles yricos, los Hôtels y Palais. Entré enla casa del notario Armand deBéraude perdiendo poco a poco mivalentía. Una ancha escalera depiedra arenisca amarilla conducía ala escribanía. La puerta delsecretariado estaba entornada yaccedí al interior.

Ante mí se abrió unahabitación amplia y revestida demadera de cerezo rojiza, conalfombras en el suelo. Los tapicesque colgaban de las paredes erancon toda seguridad de Flandes.Conocía sus motivos de memoria:bucólicas escenas que mostraban apastores con coronas florales yovejas felices, gráciles doncellas alcuidado de los gansos, un carretero(vestido como un noble con unjubón y mangas blancas) y su rocínbien alimentado. Una Justicia,

severa y digna de confianza almismo tiempo, extendía sus brazos.¿Realmente estoy ciega o veo queallí el paño se ha deslizado unpoco, y el dinero desequilibra unade sus manos? No, debe de tratarsede mi terrible fantasía.

A menudo, mientras monsieurBéraude gustaba hacerme esperar,me había hecho preguntas y tomadonotas frente a estos tapices. Mi casono era especialmente interesantepara él: la mujer y la hija de alguienque ya no estaba allí, de un colega

muerto, se habían reducido a lamiseria en el momento del óbito deéste. El valioso sello deprocedencia, la firma, carece ya devalor. La mujer de un muerto muertaestá. Así es.

Creedme, no siempre he sidotan cínica. Me llamo Cristina dePizán, hija de Tomás de Pizán,astrólogo de la Corte del rey CarlosV al que llamaban el Sabio. Tuve lasuerte de disfrutar de una infanciafeliz y libre de preocupaciones enla Corte y en las fincas de mi padre.

Y mayor suerte aún al ser criadajunto con mis dos hermanos. Enlugar de dedicarme a tejer y bordar—y muy a disgusto de mi madre,que hubiera preferido «que meocupara de la hilaza», como ellagustaba de decir—, aprendí latín,griego y hebreo, italiano, algo dealemán y un par de palabras deinglés, que en todo caso heolvidado por la falta de práctica.Además de esto, mi padre meenseñó álgebra y filosofía.Comparado con su enorme saber,

seguramente lo que yo recibí fueronmigajas, pero algo es algo.

Y entonces sucedió ladesgracia. Primero murió el buenrey y en su lugar pusieron a un niñoen el trono. Regían sus cuatro tíos:Burgund, Anjou, Bourbon y elduque de Berry. Se enriquecieronsin miramientos. Se produjeronrevueltas y se derramó muchasangre. Aún recuerdo el miedo quepasé de pequeña, cuando la chusmaenfurecida se agolpaba en la calleagitando todas las armas de las que

se había apoderado: hachas,cuchillos, guadañas, espetones yalgunos arcos, que habíanmantenido ocultos bajo las camas.Nos hallábamos asomados a laventana de la torre, las puertashabían sido cuidadosamentecerradas con cerrojo y atrancadascon muebles. Yo llorabadesconsolada; uno de mis hermanosrealizó desde la ventana un gestoprovocador. Mi padre lo cogió delcuello y le dio la primera bofetadade su vida.

—¿Cómo se te ocurre?¿Quieres que descarguen su rabiacontra nosotros? ¡En la disposiciónen que se encuentran te destrozaríanen mil pedazos!

—¡Pero si se trata de nuestrosvecinos! ¡Nos conocen!

—¡Estúpido jovencito!Escúchame. Una muchedumbrecomo ésta es como un animalrabioso: echa espuma por la boca ymuerde y no conoce a nadie en elmundo, ni a un rey ni a los amigos ovecinos. ¡Quien atisba una chusma

así debe esconderse en el primeragujero que encuentre y no atraerlas miradas hacia él! ¿Lo hasentendido?

Mi hermano asintió atónito yyo dejé de lloriquear.

Cargaron contra lasautoridades y los judíos. Se bajaronlos impuestos temporalmente, paradespués subirlos el doble, cuandoel pueblo ya se había desfogado yperdido la fuerza del momento.Como es lógico, en medio de todoese revuelo nadie volvió a

acordarse del doctor Tomás dePizán, aunque sus rivales afirmabanque el rey había muerto por sudejadez. Sólo cuando ya erademasiado tarde, el joven monarcase dignó agasajarlo con doscientosfrancos de oro. Entonces mi padremurió.

Mientras tanto, yo me casé.Étienne Castel era secretario real.Todos nosotros vivíamos de susingresos en la torre Barbeau, juntoal Sena, una torre que el viejo reyle había regalado a mi padre.

Étienne era... ¿simpático?,¿amable?, ¿agradable? Palabrasintrascendentes, dejémoslo estar.Nos presentaron y me preguntaronsi quería desposarme con él, no seme obligó a ello. ¡Sí quería!Étienne era inteligente y denaturaleza tierna, y me gustó sumirada. No quiero añadir más. Melo arrebataron. Murió en un viaje,lejos de mí, y he jurado no volver acasarme nunca. Deseo permanecerviuda, porque permanecerá vivosiempre que no aleje de él mis

pensamientos y porque no creo queuna tenga tanta suerte dos veces enla vida. Le seré fiel.

Y ahora la razón de que estéaquí. Me veo al frente de una casade mujeres y mantengo a mi madre,a mi tía Marie y a mi hija de treceaños, Céline, así como a mi hijoJean, de once años, que todavía noes un hombre. Además de a ladoncella Héloise y de tanto en tantoa su marido Elias, que no cuenta, yaque, como mercenario, para másfuera que dentro de casa. Mis dos

hermanos han regresado a Italiapara vivir de las propiedades denuestro padre. No diré nada contraellos. Les echo mucho de menos. Anosotros no nos quedó nada paravivir, pues al enviudar lasrelaciones se vuelven contra uno.Tenemos bastantes propiedades,pero no les sacamos provecho.Somos propietarios de tres fincasfuera de París, así está escrito, perolos gobernantes que allí han puestomalversan el dinero, estoyconvencida de ello. Sus informes

están repletos de plagas, cosechasechadas a perder, campesinosindolentes, brotes de peste y bandasde saqueadores. Desde que muriómi marido, nuestras antes ricasfincas ya no producen nada.Curioso, ¿no es cierto? Hay genteque le debe dinero a Étienne,incluso a mi padre, pero no pagan.Y además...

—¡Viuda de Castel! —mesaludó cuando ya llevaba un buenrato allí uno de los seis pasantesdel notario. Se hallaba sentado en

su pupitre, su pluma estaba enmovimiento y el rasgueado fueinterrumpido. Alzó la cabeza—. Unmomento todavía. El señor notarioos recibirá enseguida.

Otro de los pasantes ahogó surisa nasal. Cada uno de ellos sabíaque el señor notario me haríaesperar hasta que los tobillos se mehincharan como melones, confiandoen que me fuera por voluntadpropia. Pero no se lo pondría tanfácil. Soy la hija de Tomás de Pizány la viuda de Étienne Castel,

secretario del rey. Pero además soymás que la hija o la mujer dealguien: soy Cristina de Pizán, unapersona valerosa e inteligente.Estoy absolutamente viva y nopermitiré que me dejen sin lo queme pertenece.

«No, no me iré y no cederé.»Así me hablaba a mí misma. Yproseguí con el estudio de lostapices de la pared. Se me hacedifícil no quejarme, cuando todo,mire uno hacia donde mire,empeora. Por ejemplo el rey: nada

más liberarse él mismo y a su paísde las garras de sus codiciosos tíos,a quienes puso a buen recaudo, ynada más poner de nuevo en sulugar a los viejos consejeros de supadre, sufrió un repentino ataque delocura, el primero de los muchosque seguirían. En un bosquecillo deLe Mans se le apareció uncarbonero vestido con pieles y legritó algo, y el soberano se asustóde tal forma, que inició el ataqueespada en ristre. Y como está claroque los caballeros no querían

librarse de su señor con las armas,mató a cuatro de ellos e hirió amuchos más antes de que pudieraser neutralizado. Tras un par desemanas parecía de nuevo sano,pero me preocupa que haya salido asu madre, en cuyo caso dentro depoco sus tíos volverán a tomar lasriendas.

Las bonitas y artísticasescenas de las paredes de laescribanía ejercieron su efecto.Aunque sé que no reflejan deninguna manera la realidad, siempre

me tranquilizan. Aparecieron otrosdos clientes. Primero un preladocon unas vestimentas muy a lamoda, colgantes de oro y zapatos depuntas muy acentuadas bajo lasotana.

Después, una señora con unvestido de seda de color rosa, através de cuyo corte central se teníauna buena vista de su ropa blanca yricamente bordada. Su cabelloestaba trenzado y recogido sobrelas orejas. Llevaba un moño tan altoque sólo pudo acceder a la

habitación inclinando el torso.Ambos arrugaron la nariz alcontemplar mi lamentable estado.Para ellos la pobreza era como unmal olor, de alguna manera penoso.Me observaron un momento yrápidamente desviaron la mirada.

A ella le trajeron un taburete.Ya se conocían, pues se sentaronuno junto al otro y cuchichearon sinmirarme. El escribano más próximoa ellos hizo una observación amedia voz. «Viuda de Castel», cogíal vuelo, y de nuevo oí la odiada

risa nasal.Muy pronto se hizo entrar a la

dama y justo después de ella alclerizonte. Transcurrió el tiempopertinente. El notario apareció en lapuerta y se despidió de una y deotro con muchas reverencias yrimbombantes cortesías. Ambospasaron murmurando junto a mí. Denuevo era la única que esperaba laatención del magistrado. En laescribanía reinaba el silencio ysólo se escuchaba el rasgar de seisplumas y el agitado raspar de la

cuchilla cuando alguno se habíaequivocado. Se oía el respirar delos escribanos concentrados y ellento correr de la arena en el reloj.

Me dirigí hacia la ventana yme recreé contando los botes en elSena. El sol progresaba en su rutaalrededor de la Tierra. Me fuiadormeciendo y dejé caer el ajadoabrigo, que llevaba como una estolasobre mis espaldas. Qué amablepor mi parte: así le proporcionabaun nuevo motivo de hilaridad alpasante que reía por la nariz.

Finalmente, el notario hizo que meavisaran.

—Buenos días, monsieurBéraude. Espero que la vida ytodos los santos os traten bien.Estoy segura de que sois merecedorde ello —le dije al entrar.

El notario no se puso en piepara saludarme, sino que tan sóloseñaló rápidamente un sillón que seencontraba frente a su escritorio.Tampoco me ofrecieron ningúnrefrigerio, pese a que me habíahecho esperar unas tres horas.

—¡Vaya saludo másfantasioso, madame Castel! Osagradezco vuestros buenos deseos.¿Y vos?, espero que no tengáisquejas. —«Dejadme en paz, nodeseo oír nada», quería decir conesas palabras.

—Qué va, mis hijos se vistencon brocados de oro y juegan conperlas; nos alimentamos de nata ymiel. Lo que ocurre, querido señornotario, es que tengo la odiosacaracterística de una ciertatendencia hacia el egoísmo. Quiero

lo que me pertenece por derecho.El rostro carnoso del notario

se sonrojó levemente.—La herencia restante de mi

marido. ¿No me dijisteis vos hace...tres años, que se resolvería confacilidad?

—Mirad, viuda Castel, soisuna mujer informada y leída. Sabéismuy bien cómo ha cambiado lasituación política. ¿Qué puedohacer si el rey no está encondiciones de firmar undocumento? Habéis de tener

paciencia.El viejo zorro no había hecho

prácticamente nada desde mi últimaembestida; al contrario, sólo habíacobrado un montón de impuestospor supuestas escrituras y tiempodedicado. Así y todo, no me hacíapropuestas deshonestas como elanterior representante de su gremio.«Si fueseis un poco más amableestoy seguro de que entonces podríaayudaros...»

—Monsieur, la condición demi marido y sus derechos, vos

mismo me lo habéis dicho, sonincuestionables. Y los documentosde pago no tiene que firmarlos elmonarca en persona. Todo estaríaen suspenso si una bagatela comoésta dependiera de él. Tened labondad e intentadlo a través deltesorero. E informadle, os lo ruego,de lo precario de mi situación. Noes razonable que los hijos y laviuda de un hombre de tanto méritoacaben en la miseria.

El notario manoseó su cadenade oro sobre el pecho y después

empezó a toquetear los papeles quetenía sobre la mesa frente a él.

—Sí, por supuesto, madame,con mucho gusto probaré todos loscaminos. Pero ¿qué pasa con mishonorarios?

Ah, ése es el motivo: quieresacar más provecho de la situación.

—¡Monsieur, ya os heenriquecido suficientemente y comocontraprestación hasta la fecha nohe visto el más mínimo resultado!

De forma poco inteligentesalté y le mostré mi enfado. «¡Vaya,

cómo es que no me puedocontrolar!»

—¡Madame, tranquilizaos! —dijo el viejo miserable consemblante severo—. Hago por vostodo cuanto está en mi mano, perotengo desembolsos que cubrir en eljuzgado. Debo... mmm... remunerara las personas con las quecolaboro. Tuve que conseguirpapeles, ya que desgraciadamentevos no pudisteis presentarninguno...

Me dejé caer de nuevo sobre

el taburete. Ahora debía tragarmelos sapos.

—Disculpad, monsieurBéraude. Mis excesivaspreocupaciones me han llevado aperder por un momento mis buenosmodales.

Sonrió e hizo un ademándesdeñoso con la mano enjoyada.Una familia podría comer y vestirsedurante un año entero con la ventade cada uno de esos anillos.Deseaba estrangularlo. En lugar deello me mostré toda simpática y,

pensando en mis hijos, le dije conzalamería:

—Distinguido magistradoBéraude. Este caso no puedesuponer para un grande de lasciencias del Derecho, que hacursado estudios en Bolonia,dificultad alguna. Se trata sólo deuna menudencia; con vuestroscontactos, una simple formalidad.El caso está muy claro. ¡Y yonecesito el dinero! He acudido avos por vuestra fama como abogadode los oprimidos.

No se inmutó.—¡Oro, madame!No tenía nada.—De acuerdo, Béraude,

haremos que vuestro sueldodependa de vuestra destreza —dijecon los dientes apretados—. Nonecesitáis presionarme más. Notengo dinero y tampoco dispongo denada que vender. Os ofrezco enlugar de ello el sueldo de un mes demi marido en el caso de que meconsigáis el dinero pendiente.Además de la suma que ya habéis

recibido.En su rostro apareció una

sonrisa de satisfacción. Losingresos mensuales de un secretariodel rey no son una bagatela, en elcaso de que se paguen. Con unaagilidad inesperada, el notario sepuso en pie, abrió violentamente lapuerta de la sala de espera y gritó:

—¡Robert, ven aquí!Se oyó el estrépito de una

silla, el crujido de las hojas que serecogen de forma precipitada ypasos rápidos sobre el suelo de

madera. Apareció uno de losescribanos, un muchacho delgado yalto con una nuez prominente. Dabala impresión de que su cabezapendía únicamente de un cordón,como un pajarito desplumado.

—Robert, escribe...El escribano se sentó en un

pequeño pupitre a la derecha delnotario y cumplimentó al dictado unpagaré.

—Si sois tan amable, madame,firmad por favor aquí.

Lo firmé, qué podía hacer.

Pura extorsión. Pero si con elloayudaba a acelerar la solución delasunto, bienvenido fuera. Me dirigíhacia la puerta y luché poraparentar que no había sidoapaleada. Al fin y al cabo ladignidad era todo lo que mequedaba.

—¡Madame Castel! —mellamó el viejo zorro por detrás—.Os ruego que os abstengáis devisitarme aquí. En cuanto tenganovedades os enviaré un mensajero.

Reí. ¿Tan desagradables eran

mis visitas? En tal caso lasrepetiría a menudo. Quizá deberíallevar conmigo a los niños o, mejoraún, pedir prestado un bebé biengritón.

En las escaleras me desperecéy estiré, aunque con mucha cautela.Oí cómo crujían los dobladillos. Enmi bolsa llevaba un par demonedas. Mi madre me habíapuesto un pequeño cesto de mimbreen la mano y me había encargadoque fuera al mercado de aves deNotre-Dame. El Pont Notre-Dame

era, junto con el Pont aux Changeursrío abajo (puente de los Cambistasy usureros) y más abajo todavía elPont aux Meuniers (puente de losMolineros), el último de los tresviejos pasos, cerrado al público,bajo el que se mueven, una pegadaa la otra, las ruedas de molino. Paralas barcas sólo hay disponibles dospasos laterales. Se aprovecha cadavara del río. Algunas hileras decasas río abajo enfrente de la Île dela Cité conforman el barrio de losmatarifes. Allí el Sena está teñido

por la sangre de los animales.Bancos de sinuosas anguilas negrasse arriman a los cadáveresdestripados que arrastra lacorriente perezosa y comen hastahartarse. Los huesos relucenblancos hasta el tuétano.

Me recliné sobre labalaustrada entre dos casas delpuente. Sí, debía de tratarse de laprimavera. Pequeños y nerviososgrupos de espléndidos ánadesperseguían a supuestas féminas.Blancas gaviotas marinas cortaban

el aire con sus gritos afilados. Unapareja de cisnes nadabasosegadamente a la sombra del PontNotre-Dame. ¿Era posible quedurante las pocas horas que habíaestado aguardando al notario losárboles se hubieran tornado aúnmás verdes? Sí, realmente, esaimpresión tenía. El sol parecíafestivo, los transeúntes amables, losvestidos más bonitos y de mayorcolorido, y con seguridad habíalogrado que el viejo zorro sepusiera manos a la obra ante la idea

de más ganancias a la vista. Todoiría bien.

Île de la Cité, la parte másantigua de París. Luis el Santo sehizo construir aquí un bonitocastillo, pero como tal ya cumpliósu cometido. Lo conocía bien pordentro, por así decir, fui una asidua.Entretanto se había convertido en elPalacio de Justicia y en laConserjería. Los reyes se privaronde él tras comprobar que cuando seproducía algún alzamiento popularestaban allí demasiado expuestos.

Aparecí entre el gentío frente a lacatedral. Después de la espera en elenmohecido despacho, me parecíacomo un baño de vida. Notabacómo los cuerpos tendían hacia míy me rozaban con su calor, cómoolían de diferente manera, algunos aaceites perfumados, otros a sudor eincluso a ajo. Si la vestimentadelataba otros cargos en lajerarquía de la suerte material, losrostros que desfilaban frente a mímostraban sin embargo toda unapaleta de los sentimientos y estados

personales de cada uno. Todas esasmiradas, roces y olores me decíanque no estaba sola; que era parte deun todo de amor, lágrimas y alegría.El hecho de que los demás tuvieranpreocupaciones similares a las míashacía que las propias no meparecieran tan importantes.

Con placer me dejé llevar. Ensus buhonerías, los tenderos teníana la venta bolsas de cuerocoloreadas, pañuelos de color,cintas, lazos, y lo necesario para lacasa: cuchillos, cucharas de madera

de todas las medidas, soperasrelucientes, delicados mondadientes(supuestamente de plata). Secruzaban a la gente en el camino y agrito pelado les ofrecían sumercancía. Me detuve frente a unamesa. Ofrecían adornos baratos delana coloreada y restos de metalpulidos, perlas de caolínesmaltadas y vidrio, elaboradas conmucho gusto. Especialmente unapieza llamó mi atención: unagargantilla de color esmeralda,dividida en seis y con un trozo de

vidrio rojo en el centro. A Céline,con su bonito cabello oscuro, lequedaría muy bien.

Pero no, ni esto me podíapermitir ahora. Con energía neguécon la cabeza y proseguí mi camino,sin ni siquiera mirar al vendedor ala cara. Sólo lograría que meenredara y no nos podíamospermitir esa baratija. No, estabadecidido... No, pero... Me imaginéel rostro delgado de Céline y cómoresplandecería. Ya tenía trece años,y a esta edad una quiere gustar a los

chicos. Giré sobre los talones y meenfrenté resuelta con el hombre deantes:

—¡Disculpad, señor!—¡Id con cuidado!Me abrí paso hacia atrás y

luché contra la corriente humanahasta que alcancé el lugar dondehabía estado el vendedor de joyas.¡Se había ido! Su sitio lo habíanocupado ya otros dos: uno vendíacepillos y el otro pieles de conejo.

—¿Adonde ha ido el hombreque vendía joyas baratas, joyas de

lana y vidrio? ¿Dónde está?Ambos sacudieron la cabeza.

Lo llamé y busqué, de repenteparecía tan desesperada que daba laimpresión de que mi suertedependiera de esa malditagargantilla, hasta que al fin alguienme llamó por encima de las cabezasde los transeúntes:

—¡Todo recto por allí,madame! ¡Hacia la Misère!

Le hice un gesto deagradecimiento y me abrí paso entreel gentío con renovadas energías, lo

que me supuso no pocos empujonesy pisotones. Al final la callejuela seabrió a la plaza frente al Palacio deJusticia y allí pude respirar. Miré ami alrededor. ¡Y entonces vi cómola mesa con los objetosresplandecientes desaparecía bajolas arcadas!

—Alto —le grité, y salícorriendo—. ¡Alto, el de las joyas!

Gracias a Dios me había oído.Se giró y se detuvo. No se tratabade un tendero, sino de una joven nomayor que mi Céline. Una chica con

espesa melena oscura y ojos comodos aceitunas negras, una gitanaerrante.

—Zabía que volverías —mesaludó con una sonrisa en cuanto laalcancé resoplando.

—¿Y entonces por qué no tehas quedado allí? No empiecesconmigo esa locura de labuenaventura —le advertí—. Notengo dinero para que mesonsaques. Sólo quiero una joyapara mi hija, que es algo más jovenque tú. Pero no puede ser cara.

La pequeña alzó con agilidadvarias piezas a la luz y dejó que elvidrio brillara.

—¡No é mú caro y é múbonito! Si no, no hubieras corriótras de mí —dijo altiva.

Conseguí la «presiosa piesa»por una blanca y dejé quedesapareciera en mi bolsa. Mimadre me regañaría, pero yo estabacontenta.

Después volví a abrirme pasopor segunda vez por la Rue deTriperies, el callejón de las

Casquerías, pasando por lascocinas abiertas donde se cocía lacarne, cuyo interior se podía ver y,por desgracia, también oler. El olorde la vieja grasa reutilizada y delvino agrio me vino de frente eintenté proseguir mi camino.

En el mercado me asomé a lospuestos. Los gansos alargaban suslargos cuellos a través de lasanchas aberturas de las jaulas decaña y trompeteaban destemplados.Las gallinas vivas, colgadas de laspatas en haces, protestaban

agotadas por el trato recibido; lospolluelos piaban bajito y sólo se lesoía porque eran multitud; los patoscebados se acurrucaban indolentescon la membrana cubriendo medioojo. Se ofrecían huevos de todas lasmedidas y colores; había pirámidesde huevos de gallina blancos y depato marrones, cestas de hierbarepletas de huevos de codorniz,recién robados del nido, junto aasados preparados y tarrinas depájaros cantores. Toda esta ofertasobrepasaba el contenido de mi

bolsa. Mi estómago gruñó conestruendo y abochornada puse lamano sobre mi vientre.

Mi madre me había encargadocomprarle algún resto de carne parala sopa. Para mi ofensiva, busqué elpuesto más escondido, más pequeñoy menos concurrido. Una viejagruñona se encontraba acurrucadasobre un banquillo y únicamentecontaba con una mercancía escasa ynada atractiva para ofrecer en unacesta. Un par de gallinas sucias,severamente afectadas por la muda

de las aves, dejaban colgar suscuellos por el borde como floresmarchitas.

—¡Ya lo ves! Esto es todo loque esos bribones me han dejado.

—¿Bribones? —le preguntédecepcionada—. ¿Es que lascompañías vuelven a las andadas?

Hacía cuarenta años que elpaís se encontraba entre ladisyuntiva de entrar en guerra, quesólo debían sufrir determinadosterritorios, o la paz, durante la cuallas compañías sin trabajo se

dedicaban a saquear todo el país deigual manera.

—¡Tonterías! ¡Mis hijos!Tragan como príncipes, cada díacarne, mientras dejan que yo vaya atrabajar. Pero paciencia, prontotendré una nuera a la que podré darórdenes y que trabajará para mí,¿me entendéis? —me guiñó el ojocon ademán astuto.

—Lo tenéis bien planeado,madrecita —le contesté—. Pero ¿nosería mejor ser amable con vuestranuera y que fueran vuestros hijos

los que trabajaran?—¿Y por qué?—Me refiero a que las

mujeres debemos apoyarnosmutuamente. ¿Por qué habríamos demaltratar a las jóvenes para quedespués se conviertan en viejasmalvadas?

Apretó los labios, que en todocaso ya tenían forma de línea.

—¿Desde cuándo las mujeresse apoyan las unas a las otras? ¿Quénueva moda es ésta? ¡Vaya locura!Las jóvenes deben obedecer a sus

maridos y a sus suegras. Así ha sidosiempre. Sólo cuando una mujer esvieja tiene derecho a abrir la boca,¿si no, qué nos resta en la vejez?

Me quedé con ganas de decirlealguna cosa más, pero lo dejépasar. «Cristina —me dije—, éstees el lugar equivocado para intentarconvertir a alguien. Lo mejor es quecompres algo para comer.»

—Abuela —le dije—,vendedme algo bueno para la sopa.Pero no una gallina entera, eso nome lo puedo permitir.

—¡Acaso pensáis que voy adestripar una gallina para vos!

—Venderíais mejor un pollodestripado y despiezado, así no severía que están mudando el plumaje—le dije, y me agaché y alcé el alade un ejemplar especialmenteroñoso, para a continuación dejarlacaer de nuevo. El animal nopresentó defensa alguna. Actoseguido, me limpié asqueada lamano en la falda—. La verdad esque vuestras gallinas no tienenbuena pinta. Es lo mismo que si

compraras un pájaro desnudo.Al principio la mujer soltó

algún improperio, pero despuésempezamos a negociar. Era dura depelar, pero yo estaba necesitada,pues ya había adquirido lagargantilla de Céline. El hambrefomentaba mi elocuencia. Al finaldestripó sus cinco gallinas y porcuatro centavos me añadió losmuslos, las cabezas, los cuellos ylas alas. Mi madre podía estarorgullosa de mí, ya que al fin y alcabo negociar me disgusta. Lo

coloqué todo en mi cesta demimbre. La vieja me lanzó unaúltima mirada de desprecio y sededicó a arrancar las poco vistosasplumas de las aves. Desplumadastenían realmente un aspecto muchomás atractivo.

—Mejor sería que fueseisamable con vuestra nuera —leaconsejé al final—, en el caso deque lleguéis a tener una. Será ellaquien esté a vuestro lado y se ocupede vos cuando seáis anciana.

—Si no lo hace, mi hijo le

romperá los dientes —me contestóla vieja, tan encantadora.

¡No tenía remedio!«Vaya vieja antipática —

pensé—. ¡Su belle-fille deberíamearse en su sopa!» A la vueltaadquirí un manojo de zanahoriastiernas y un par de cebollas del añoanterior, achaparradas y de olordulce. Pensando en la sopa se mehizo la boca agua. Tenía ganas deuna comida festiva. Y, además,junto al puente tenía su puesto unvendedor de miel. Debía tratarse de

los primeros panales de latemporada, ¿o quizá venía del sur?

—Del sur, del sur, señora —me aseguró—. Allí todo estáfloreciendo. Esto es miel de tomillodel Languedoc, miel de la montaña,fortalece y es aromática, la mejorque podéis encontrar.

Aventaba con un abanico depaja. Las primeras moscas yaestaban allí. Ávida, miré los trozosde panal de un amarilloresplandeciente, un augurio de ladicha, y pegajosos. Olí el néctar de

los dioses, lo saboreé,exquisitamente áspero, unverdadero festín primaveral. Yanotaba su consistencia en elpaladar, su fragancia, su aroma aprados de montaña floridos, la leveamargura de la cera...

—¿Cuánto? —le pregunté. Dealguna manera sonó como si lehubiera puesto un cuchillo en lagarganta.

—¿Cuánto lleváis en la bolsa?—me contestó sonriendo seguro dela victoria.

—Un penique y ni una pieza decobre más.

—Bueno, ¡normalmente unpanal cuesta dos piezas de plata!

—¡Entonces deberíais servirlaen una copa de oro! ¡Ladróncallejero! ¡Miserable! ¡Alimaña!

Rio.—Está bien, está bien. Ya veo

que el apetito os vuelve furiosa ymuy atractiva. Me rindo. Os darétres panales por un centavo.

—¡Cinco!—¡Cuatro!

—¡A la bolsa!¿Cómo iba a transportarlos?

No podía llevar la miel junto a losdespojos de gallina.

—Aquí tenéis, preciosa,además os regalo el bote de cueroendurecido. ¡Recomendad mipuesto y pensad en mí cuando osdeleitéis con mi miel! ¡De dondeviene hay aún más!

El hombre me sonrió condescaro, me dio un buen repaso conla mirada y me guiñó el ojo. ¿Esque no había visto mi mantilla de

viuda? ¡Y a mi edad! ¡Tengo yaveintinueve años, soy una mujerdecrépita!

Algo perpleja le entregué elcentavo y me fui de allí como unasonámbula. En realidad no sabía sidebía sentirme más bien furiosa ohalagada. ¿De verdad era aúnatractiva?

II

Podría haber sido una buenanoche, una de aquéllas silenciosas ydiscretas, como un cortés anciano,que no se molesta y que no llena elambiente de quejas y reprimendas,una vieja y amistosa noche, que noaporta alegrías especiales, más quela ausencia de nuevaspreocupaciones y sufrimientosañadidos, una noche en la que elcorazón puede respirar y el mundo

guarda silencio.Cuando llegué a casa mi madre

me cogió la cesta de la mano.—¡Dulces! —dijo severa en

cuanto atisbó el pote de miel—.¡Cristina, en ocasiones te comportascomo una niña!

Sacudió la cabeza, por lo quesupe que destruiría la mayor partede lo que había comprado.

—No nos queda sal. Aún tedeberían haber sobrado doscentavos —me dijo al tiempo queinspeccionaba la cesta—. Ve a la

tienda de Berthe y compra sal.—Envía a Héloise —repliqué.—Héloise ya tiene trabajo de

sobra. ¡Nos hemos pasado toda latarde haciendo pan!

—Pues podría ir Jean.—Jean está estudiando.—¡Pues Céline!—Céline con coser ya tiene

más que suficiente.Incluso aunque hubiera

dispuesto del dinero, no me gustabanada ir hasta la tienda de Berthe.

—Bueno. Ahora mismo voy.

Nuestra torre formaba parte delas viejas murallas de la ciudad deFelipe Augusto. En caso deemergencia se podía unir medianteuna pesada cadena de hierro a la ÎleSt-Louis, para de esta formacontrolar el río. A la sombra de lasmurallas se apelotonaban las casas,los talleres y las tiendas. Justoenfrente de nosotros un comerciantegenovés tenía en los altos suvivienda y en los bajos la oficina.Comerciaba con especias, telas ytodo tipo de cosas bonitas para la

casa y la ostentación, dependiendode lo que sus barcos le trajeran a lavuelta de sus viajes.

La puerta estaba abierta.Respiré hondo, enderecé laespalda, erguí la cabeza y entré.Berthe estaba vendiéndole unapieza de tela amarilla a unaciudadana acomodada. Habíasacado la tela del fardo a sacudidasy se la mostraba a la compradora.

—Os quedaríaextraordinariamente bien. El coloramarillo permite que vuestra tez

brille, hace que vuestra fina pieldestaque más. Y además, si mepermite que le aconseje —sacó unfardo de la estantería a sus espaldas—, ¡una pechera verde de tafetán deLyon, tan suave como una telaraña,no tapa nada! ¡Y vos tenéis un bustotan bonito!

La combinación era terrible, ycon el color amarillo la damamostraba un aspecto desastroso. Enmis labios surgió sin querer unasonrisa bien grande. «¡Vamos! —me reproché a mí misma—. ¿Es que

eres una envidiosa?» Crucé latienda murmurando una breveoración para ser perdonada, toquéuna alfombra y alcé un bonito platode pared mientras Berthe meobservaba por el rabillo del ojo.

—Deja eso ahí —me dijo—.¡No puedes pagarlo! —y a suclienta—: ¡No entiendo por qué lagente ha de tocarlo todo, cuando notiene dinero para pagarlo! ¡Despuésse le cae el suelo y no puede nireemplazarlo!

No oí la respuesta de la

clienta. De la rabia, la sangre se mehabía subido a las orejas. ¡Cómopodía ponerme en ridículo de esaforma! ¿Era yo una pordiosera?¿Una ladrona? ¡Berthe y yo nosconocíamos desde hacía veinteaños! Dejé el plato en su sitio comosi estuviera ardiendo.

—¡Cuidado! ¡Ese plato es muydelicado! —tuvo que añadir. Bertheera pequeña, seca y tan amablecomo siete años de mala suerte.Sobre la cabeza tenía unaindomable fregona de color negro,

de la que continuamente surgíanmechones de la cofia, por lo quetras una hora peinándose parecíauna medusa con su ejército deserpientes.

La comisura de los labiostendía hacia abajo, y a pesar de labuena vida, a derecha e izquierdade la nariz se le habían marcadounos profundos surcos portomárselo todo a mal. La únicaalegría de su existencia era su hijoAldo, en el que nadie encontrabaalgo agradable: era un joven gordo

con un trasero como una caja y conla cara de una vieja vaca. Teníadieciséis o diecisiete años; yaestaba crecido. A pesar de ello,apenas ponía los pies en elcomercio.

La elegante dama ya habíaelegido: amarillo y verde. «Nohagas caso a Berthe, parecerás unapústula sobre una espinaca», mehubiera gustado advertirle, pero¿me hubiera hecho caso?

—¡Aldo! Llévale a la señorala tela a casa, tesoro mío.

Su tesoro se levantó deltaburete en la parte trasera de latienda, donde estaba comiendodátiles y leyendo un libroprofusamente ilustrado. En silenciodejó que le cargaran con los fardos.En silencio, mientras saludaba conla cabeza y me dedicaba una miradaamistosa con sus ojos húmedos ymarrones, pasó arrastrando los piesjunto a mí.

La medusa se dirigió a mí.—¡Ya no fío más!—¿Acaso te lo he pedido?

—Estabas a punto de hacerlo.¡Qué incómodo es cuando

personas de esta ralea tienen razón!Me había gastado los dos centavosen miel y en la gargantilla. Así quepasé al ataque. —Dame un saquitode sal, Berthe, sé buena.

—Ajá —dijo manteniendo lamano en alto.

—No te pongas en contra mía.Si estuviera tu marido aquí me ladaría sin ningún problema. ¡Poralgo he invertido nuestras últimasquinientas piezas de oro en su

barco! ¡Así que tengo muchocrédito con vosotros!

Berthe me dio la espalda y sededicó a escoger cintas de colores.

—Si no hay dinero, no hay sal.¡Chusma pordiosera! Cada vez oscomportáis con más desvergüenza.Vivís en una torre señorial. Puesvendedla e iros a vivir al campo,adonde pertenece la gente comovosotros. Por lo menos ganaos eldinero en lugar de seguid viviendosin más, como si aún fueran tiemposprósperos. ¡Vaya vergüenza! ¡La

nariz alta, pero el culo al aire!Iba soltando esos improperios

para sí misma, sin mirarme.Con gran alegría le habría roto

alguna de sus piezas expuestas en elcráneo, pero entonces tendría quehabérselo pagado.

Por suerte entró Massimo, elgenovés. Sus miembros eran tanincreíblemente gordos que cuandoandaba debía mover las piernas deforma tal que sus andares teníanalgo de balanceo. Pero erageneroso y siempre amable, ya

estuviera vendiendo pimienta ycanela o habas secas.

—Señor que estás en loscielos, gracias —murmuré—.Nunca más seré envidiosa.

—¡Oh, buenos días, Cristina!¿Todo bien? —sus ojosresplandecían al mirarme. Sé quesentía debilidad por mí.

—Gracias, todo en orden,monsieur Massimo. ¿Cómo van losnegocios?

—Mejor no podían ir... —dijoinclinándose un poco hacia mí,

tanto como su peso lo permitía.Sudaba y su rostro brillaba como lagrasa—. ¡He recibido noticias de«nuestro» barco! Desde Catania,donde está atracado. Allí hacargado vino y trigo, que venderácon beneficio en el Levante.Quieren viajar a Chipre paraconseguir cobre y a Beirut por lasespecias, el incienso, la púrpura yel lapislázuli. El capitán de unbarco que volvía a Génova me hatraído una carta. ¡La acabo derecibir!

—¡Entonces «nuestro» barco—me alegraba que él lodenominara «nuestro» barco,aunque mi aportación de quinientostáleros fuera relativamente pequeña— ya debe de estar volviendo acasa! ¿Quizá ya esté surcando elAdriático?

—¡Nuestro barco! «Nuestro»barco —resolló Berthe—. A ella lepertenecen sólo un tonel de carne ensalmuera y un puñado de tachuelas.

Massimo me miró de nuevo.—¡No se lo tomes a mal! Mi

Berthe siempre tiene querefunfuñar. En caso contrario, noestá contenta.

La acarició con cariño.—¿Y mi sal, por favor? —le

recordé.Berthe me lanzó una mirada

envenenada, mientras rellenaba unabolsa con sal bajo la miradabenévola del obeso Massimo.Cuando Berthe dejó caer conviolencia la pala de madera en eltonel, hizo un ruido húmedo yrasposo. Con su marido presente no

se atrevía a tratarme como lo hacíanormalmente cuando estábamos asolas. Su pequeña venganzaconsistió en servirme sal de salinagris y apelmazada en lugar de salfina blanca, la flor de las salinasbretonas.

Le cogí la bolsa de la mano.—¡Gracias, vecina!

Apúntamelo a cuenta de mi parte enel barco —no pude renunciar alplacer de decirle—. Adiós, Berthe.¡Bonne journée, Massimo!

«Quizá no le falta razón»,

pensé para mis adentros cuandovolvía a nuestra torre. De unapatada aparté a un cerdo que serevolcaba frente a la entrada. Gruñóy apenas se inmutó, mientras movíaun poco la panza a un lado. ¡Si mialma estuviera tan blindada comoesa piel de cerdo!

Alguno de nosotros debíatrabajar, ganar dinero. No podemosseguir así eternamente: gastar loque nos han dejado y evitar lasdesgracias en todos los frentes.Jean es demasiado joven. Y es

preferible que funde su propiafamilia a tener que alimentar a sumadre, hermana, abuela y tía. Seríauna carga demasiado pesada paraél. Pero ¿cómo podría ganardinero? No soy artesana, yadministro de forma catastrófica losfondos. No he aprendido ningúnoficio. Bueno, algo sí que heaprendido, y además lo hago bien:escribir.

Mi madre me recibió conquejas.

—¡Qué! —miró dentro del

saco y extrajo un grumo blancorosáceo igual de grande que la uñadel pulgar—. ¿Sal gruesa? Ya tehas dejado enredar. ¡Esto es para elganado!

—Se puede moler en elmortero, y es mucho más barata quela sal fina. ¡Siempre me dices quedebo ser más ahorradora, madre!

Dejó caer el saco y puso losbrazos en jarras.

—¡Tonterías! ¡Ahorradora! Sino fueras tan egoísta y te casaras denuevo, entonces podríamos vivir

todos sin preocupaciones. ¡Y si nolo haces por mí, por lo menos hazlopor los niños! Eres joven. ¡Tumarido hace cuatro años que estáenterrado! ¡En algún momento habráque acabar con la fidelidad!

Recogí el saco del suelo y melo llevé sin pronunciar palabra a lacocina. A la luz del crepúsculo, queentraba por las altas ventanas, vi aHéloise sentada ante el hogarlimpiando verdura. La olla quehabía sobre el fuego ya despedía unaroma a gallina, papilla de cereales

y cebolla. Jean estaba repantigadosobre la mesa. Había un vaso deestaño junto a él. Era un muchachoguapo, clavado a Étienne. Habíacogido la pluma de ganso másbonita de mi pupitre y atormentabay torturaba a un escarabajo voladoren un estado lamentable, al que conla punta de la pluma obligaba aerrar por la mesa en círculo.Cuando Jean me vio, cubrió eljuguete con el vaso. Casi partió alanimal en dos. De formainvoluntaria tuve que mirar el vaso.

¡Qué desagradable sensación debíaexperimentar ese insecto, obligadoa dar vueltas sin parar en laoscuridad! —¿Qué decías, tesoro?

— Maman, es imposible quesiga llevando esta túnica.

—¿Por qué? ¿Qué tiene demalo? Te va bien. No está muygastada, ¡está casi nueva!

De forma colérica golpeó conla palma de la mano sobre la mesa.Por desgracia, ha heredado mitemperamento. El vaso saltó y sevolcó, y el escarabajo se alejó a

toda velocidad. Se detuvo en elborde de la mesa y tanteó con suspatas sobre el vacío. ¿Se pensabaalgo así un insecto? ¿Tenía laelección de saltar o seguir siendoprisionero? Con un ademánterriblemente casual, Jean lointrodujo de nuevo bajo el vaso.

—¡Las túnicas son para lospequeños! ¡Hoy mismo no me handejado jugar, porque me han dichoque todavía soy un niño!

—Supongo que estabanjugando a las cartas, y es algo que

así y todo te he prohibido.El rubor cubrió su pálido

rostro.—¡Ya no lo aguanto más! Me

estás convirtiendo en el hazmerreírde la escuela. ¡Pronto iré a launiversidad! ¡Pero no iré deninguna manera con esta ridículablusa!

Se sacó la túnica por la cabezay la tiró al suelo. Así se quedó en lacocina, con su pecho delgado yblanco. Me agaché, cogí la camisa yse la lancé.

—¡Jean! ¡No te comportescomo un campesino, cuando quieresconvertirte en un maestro! ¡Cúbrete!—mostró su enojo—. Hago lo quepuedo, pero sabes perfectamentecuán difícil es nuestra situación.Espera. ¡Ven aquí!

Se volvió a poner la túnica demala gana y se acercó a mí a la luzde la ventana alta. Entonces vi suojo morado y rasguñossanguinolentos en su mandíbula.

—¿Qué es esto? ¿Qué hashecho? —le cogí firmemente de la

mandíbula con la mano einspeccioné bien las heridas.

—Me he peleado —meinformó orgulloso.

Así que se había vistoinvolucrado con otros chicos en unariña. Vaya, vaya. Era la primeravez. Estaba claro que se hacíamayor. Le solté el mentón.

—Decían que mi padre era undon nadie y que el abuelo asesinó alrey.

—¡Vaya tontería infantil ymalintencionada! Hubiera sido

suficiente con contestarles con estaspalabras.

—¡Nadie ultraja a mi familia!—contestó furioso.

Pobre hijo mío. No sabía que amí me ultrajaban diariamente y queme lo tomaba con benevolencia...Bueno, no quisiera mentir, por lomenos con serenidad. Jean ya mesobrepasaba en estatura; debía alzarun poco la vista para mirarlo.

—Sí, deberíamossolucionarlo. Ya eres casi tan altocomo lo era tu padre. Arreglaremos

para ti sus ropas. Así tendrás unverdadero y exquisito jubón.

Fue de nuevo presa de lacólera:

—¡La ropa de papá esanticuada!

Se sentó sobre el banquillo,nos dio a todos la espalda y secruzó de brazos. ¡Estaba rumiando!Tuve que reír. ¡Vaya teatro! Debíade haberlo heredado de su abuelo,en todo caso no de Étienne. Élsiempre se había mantenido frío,siempre tranquilo, en el peor de los

casos no decía nada durante horas,entonces era muy difícil de soportary suponía el castigo más dolorosopara mí. Por el contrario, en mifamilia todos se comportaban comograndes trágicos. Se aprovechaba lamenor oportunidad para buscarpelea, cada sentimiento eraexaminado en sus más inmensasprofundidades y exhibido a la luz.¡Grandes gestos, grandes palabras!No se desperdiciaba ningunaoportunidad para adoptar una pose,al igual que los jugadores ocupan su

lugar en el campo de juego.Cualquier discrepancia eraalimentada y cebada hasta que sehinchaba hasta la fatalidad, ydespués, cuando todos estabanfatigados de reproches, gritos ylágrimas, seguían lasreconciliaciones más hermosas.

—¡Jean, si supieras lo que merecuerdas al abuelo Pizán!

Se giró, inseguro, pero luegodecidió tomárselo a bien. Tambiénen ello se parecía a mi padre.Siempre buscaba la mejor cara de

las cosas, mientras que mi madreera por principio pesimista. Decíaque de esa forma uno nunca sufríaun desengaño y en ocasionesincluso era sorprendido gratamente.Como ejemplo, para mayorseguridad y de forma natural setomaba cada observación con malospensamientos. Uno siempre puedecorregir su posición más adelante.

—Jean, sé razonable. Nopuedo comprarte ropa nueva. Esoes imposible. Le daremos la vueltaal jubón de Étienne y lo

acortaremos. Sus pantalonesdeberían irte bien.

—Quiero mangas en pico ymedias de colores. Y un birretecomo el que llevan los estudiantes.

—Entonces debes ser amablecon tu hermana. Es la que mejorsabe coser de todos nosotros.

—¡Céline! ¿Lo harías? ¡Tienesque hacerlo! No me puedo poner enridículo de esta forma.

Céline estaba de pie, ellamisma con un vestido apañado, ysólo observaba.

Mi madre me miraba llena dereproche. Sí, sí, era todo culpa mía,porque no me quería vender. A losojos de mi familia era un capital sinutilizar.

—Si te casaras...—¡No empieces de nuevo,

madre! —me di a la fuga—: Voy aljardín a ver si encuentro un poco dediente de león para que tengamosalgo fresco para comer —dije ycogí al pasar junto al vaso de latónal pobre escarabajo. Por suerte seagarró a mí. Lo dejé libre en el

jardín. Rápidamente saltó ydesapareció en un agujero del muro.

En lugar de recoger hierbaspara la ensalada, tal como habíadicho, me dejé caer sobre el bancocon un pequeño suspiro, deespaldas a la casa. Tía Marie yHéloise habían pasado la azada porla tierra. Los surcos se alineabanperpendicularmente desde la casahasta la orilla del río, sólointerrumpidos por algunas líneas deperales y manzanos. Tendríamoscol y nabos, cebollas, guisantes,

habas, hierbas aromáticas ymedicinales, aunque, muy a mipesar, ninguna flor. A mi madre nole gustaban las flores.

De forma aislada ya se veíanpuntas verdes en los surcos de latierra. Sin el huerto no podríamoshaber sobrevivido. Blanka yYolanthe, nuestras dos gatas, seacomodaron para restregarse contramis piernas. Eran medio salvajes, yhacían lo que querían y cuandoquerían. Pero si, como un gesto decondescendencia hacia mí,

mostraban ternura, entonces mesentía consolada y de algunaextraña forma tranquilizada por supresencia. Céline salió fuera y sesentó junto a mí.

— Maman?—¿Sí, querida?—Me fastidia que Jean vaya a

la escuela episcopal y que ademásyo tenga que coser sus cosas. ¡Loharé, pero me fastidia!

Suspiré.—Lo sé, Céline. Y está muy

bien de tu parte que lo hagas.

—¿Me darás clase esta noche?—me preguntó.

La gata romana Yolanthe diode pronto un respingo yrápidamente avistó un ratón. Actoseguido Blanka lo cazaría y ambasjugarían con el pobre animal hastaque estuviera muerto. Era terrible,pero así era su naturaleza.

—Si así lo deseas. ¿Haspracticado el vocabulario de latínque te puse de deberes?

—Sí —dijo mi aplicada hija.Céline era tan dócil y al

mismo tiempo tan sensible que mepreocupaba. Tiene trece años ydesde hacía tiempo debía llamar laatención de los jóvenes. ¿Alguienha visto a una chica de trece añosque anteponga la filosofía al posarafectadamente? Y además, no sécómo casarla. Apenas tiene dote,aparte de unas desastrosas fincas,que en realidad ignoro si han ardidoo no. El ajuar está compuesto demis cosas y de las de la abuela.

Me acordé del pequeño regaloy saqué la gargantilla de la bolsa de

mi cinturón.—¡Aquí tienes! He encontrado

algo para ti en el mercado.La cogió y la sostuvo frente a

sí. Los rayos sesgados del solcrepuscular hacían de ese trozo devidrio un objeto de fuego ymisterio.

—¡Una gargantilla, qué bonita!¡Oh, gracias, maman! Se la puso yposó frente a mí, con algo menos dealiento y con un poco de miedo.Entonces llegó la cuestión decisiva:—¿Soy guapa? Reí y recité la

balada de Deschamps

[1]:

¿Soy, soy, soy guapa?Yo diría que sí:tengo buen parecer, un rostro

dulcey una boca como una rosa

roja.¡Dime, dime, dime si soy

guapa!

—¡Oh, maman!Céline ahogó la risa y me

palmeó el brazo.—¡Eres muy guapa! Tienes un

cabello moreno precioso,resplandeciente como el pelaje deuna marta. Tienes un rostrodelicado, casi ninguna peca y ojosde corzo...

— Maman! ¡Te estás burlandode mí!

—En absoluto. Realmente tehas vuelto muy guapa, pero procuraque en esa bonita cabecita hayaentendimiento. Ya conoces elpoema de monsieur Deschamps.

Era muy popular en esostiempos y siempre se cantaba en lascallejuelas donde se mostraba unajoven.

—Analicemos un poco lapoesía. Dime, ¿qué quería decir conello monsieur Deschamps?

Durante horas seguía de estaforma, un verso tras otro, en el cualuna mujer describe sus cualidades yproclama él lamento por los siglosde los siglos de todas lasmuchachas de la edad de Céline:¿Soy, soy, soy guapa?

—El poema se burla de losrituales de la petición de mano —afirmó mi hija inteligente y seria—.Una muchacha no puede pedir lamano, así que sólo puede utilizar subelleza para conseguir lo quequiere, y para ello debe serespabilada o, por lo menos, lucir.Debe conseguir que un joven laadule con cumplidos, para que lequede claro que de hecho ella esdeseable. Maman, ¿qué hacen lasmuchachas que no son bonitas?

—Bueno, en esos casos ayuda

ser rica o tener un título. Qué suertela tuya que seas guapa.

Rio con timidez.— Maman, ¿es verdad lo que

dice Jean, que las mujeres sólotej...? ¿Cómo lo ha dichoexactamente? «Dios sólo le haconcedido a las mujeres losiguiente: lloriquear, hablar por loscodos y tejer.»

—¿Eso te ha dicho? ¡Vayapequeño demonio! ¡Me haría muchailusión dejar que siguiera vistiendoesa túnica de la época escolar!

Escúchame —le dije a mi hija—.Te voy a regalar algunosargumentos. Así podráscontrarrestar sus propias grandessentencias. Lo que te ha dicho no esde su propia cosecha. Es de unromano, se trata de un refrán latinoque ha cogido al vuelo en clase yque ahora te restriega en la cara; yaestá bien. Tomémoslo en serio yveamos qué se puede decir sobreél. ¿Quién es el creador de todasnuestras propiedades?

—Dios.

—Exactamente. Así quedebemos ver cómo Dios se manejacon ello y qué es lo que pensaba alrespecto. En primer lugar laslágrimas, supuestamente una pruebadespectiva de la debilidad femeninay su candor. ¿Por qué el mismoDios se conmovió hasta sollozarcuando María Magdalena y suhermana Marta lloraron por suhermano leproso? Se conmovió yasí salvó la vida del moribundo. Yacerca de ello hay innumerablesejemplos de muchos ruegos y cosas

buenas que se han concedidoconcretamente gracias a la ayuda delas lágrimas de las mujeres. ¿Lo hasentendido?

Céline asintió convencida.—Nunca lo había visto de esta

manera. Siempre he pensado quesólo los débiles lloran. ¡Ser débiles una estupidez! Además, el llorarte agranda la nariz.

—Que las mujeres seamosfísicamente más débiles lo haquerido Dios así. Lo que ha hechoDios no puede ser malo. Él ha

dispuesto que desarrollemospropiedades distintas a las delhombre, que es capaz dedefenderse. Y la capacidad deverter lágrimas es una noblecualidad. Ahora, en lo que serefiere a parlotear. Yo prefierollamarlo el don del discurso, y éstetambién nos lo ha concedido Dios.Si el discurso femenino fuera tanreprochable como se sostiene hoyen día, ¿por qué permitió Jesús quefuese una mujer, Magdalena, laprimera en anunciar un secreto tan

sagrado como su resurrección, paraque fuera ella la que lo propagara?

Mi inteligente Céline se diocuenta enseguida de cómofuncionaría todo entonces. Sus ojosbrillaban de placer.

—Se podría decir que eso fueun honor, pero ya puedo oír cómoJean me argumentará de la siguienteforma: Jesús se aprovechó de ladebilidad femenina para que lanueva fuera propagada másrápidamente, ya que su boca nuncaestá callada.

—Entonces pregúntale siquiere denostar la figura de Jesús,si le imputa haber sacado a la luzalgo tan pleno, el mayor milagro dela cristiandad, con ayuda de ladebilidad humana. Si Dios hubieraquerido que cada uno se hubieraenterado de la buena nueva, ¿nocrees que lo hubiera hecho de otraforma? Pero se lo encargó aMagdalena, que después fuedenostada por un Pablo envidioso.

Céline sonrió satisfecha; perotodavía quedaba un punto

pendiente:—¿Y el tejer? ¿El tercer

punto?—Bueno, ¿qué puede haber de

malo en tejer? A todo el mundo legusta un buen tejido. ¿Y si todosestos hombres valientes y pagadosde sí mismos cubrieran aún susespaldas con pieles de animales?Cuando vuelva a salirte con lo detejer, pregúntale sin más si prefiereseguir llevando sus viejos trapos,en lugar de dejarse ver con esamenospreciable muestra de la

debilidad femenina.—¡O simplemente le regalo mi

antecama!—¡A comer! —gritó desde el

umbral de la puerta tía Marie porencargo de mi madre.

—Oh, qué hambre tengo —dije. Nos pusimos en pie, alisamosnuestras faldas, nos cogimos riendode la mano y entramos en casa.

Tras la cena mi madre seacercó a la despensa y buscó unbuen rato entre los botes y jarrones,entre las judías en conserva y la col

en salmuera, las botellas de vinagrey las hierbas en conserva.

—Dónde lo he puesto... ¡aquí!De la estantería extrajo un

rollo de pergamino con un lacrebien conocido por mí.

—Quería habértelo dado encuanto llegaste antes, pero por unacosa u otra me olvidé.

Rápidamente la comida se mehizo pesada como el plomo en elestómago.

Se lo cogí de la mano y me fuial estudio, donde había más luz

para leer. Sin embargo, la luz noera sino un pretexto para poder leerla misiva sin ser vista. ¡Sin dudaalguna se trataba de una nuevacontrariedad!

Rompí el lacre de laContaduría.

«Lugar, fecha, etcétera,etcétera, cuatro años sin pagar elalquiler... Si en un plazo de... nosveremos obligados... devolver a laspropiedades de Su Majestad latorre Barbeau.» En otras palabas:debíamos abandonar nuestra casa.

Por un momento me quedécompletamente sorda, además delrepentino dolor cerca del estómago.Una nueva dificultad. ¿Y cómodebía resolver ahora esaadversidad? Arrugué el pergaminoy lo tiré al suelo. Y mi boca gritó:

—¿Qué? ¿Cómo se atreven?¿Qué nuevo plan infernal es éste?Maman!

—No es necesario que gritesasí.

Ya se encontraba detrás de mí.Hice un gran esfuerzo por mantener

la compostura. Después de habergritado siempre me es penoso.

— Maman, ¡sostienen que lesdebemos el alquiler por la torre ylos intereses de los terrenosadyacentes! ¿Desde cuándohabíamos de pagar un alquiler? Fueun regalo del rey a papá, ¿verdad?

Encogió resignada loshombros.

—Eso es lo que decíasiempre.

—Sí, lo recuerdoperfectamente: la torre es de nuestra

propiedad, decía, y algún día te ladejaré en herencia, Cristina, porquetus hermanos recibirán las tierrascerca de Bolonia. ¡Me decía quetenía el futuro asegurado! A quientiene una casa y además un pequeñotrozo de terreno para cultivar susremolachas no le puede pasarmucho en la vida, siempre lo decía,¿no es verdad?

—Sí, es verdad —murmuró mimadre.

—¿Y dónde están los papeles?—No lo sé. Aunque todavía no

he mirado el arca de arriba con losrollos de pergamino. Tu padremantenía su propio orden.

—Pues ahora mismo vamos aver qué hay. Necesitamos eldocumento que acredite la cesión.¡Entonces se aclarará todo! Faltaríamás.

Me puse en pie y arrastré a mimadre tras de mí. Tía Marie y losniños se apelotonaron en laescalera para averiguar la razón demis gritos.

—¡Volved a la cocina o por

mí iros a dormir! No pasa nada, unaequivocación. Todo se aclarará.

Fuimos arriba al estudio de mipadre, donde durante ocho años nose había tocado apenas nada. Mimadre limpiaba de vez en cuando elpolvo. Sendos lienzos cubrían susillón y la cama donde en ocasioneshabía dormido, cuando habíaterminado de observar las estrellas,ya de mañana. Los libros me loshabía bajado todos conmigo. Peroaquí se encontraba el corazón de sutrabajo, los astro-labios y las cartas

astrales, el laboratorio alquímicocon su atanor, el horno dealquimista para trabajar losmetales, y sus envases de extrañasformas, botellas y polvos, cristalesdel tamaño de la cabeza de un niñoy otros objetos esotéricos, que apesar de los esfuerzos de mi madreestaban recubiertos de una fina capade polvo. En una esquina de lahabitación, apartado de la ventana,se hallaba un arca con adornos deplata. La abrí. Estaba repleta dedocumentos.

—Ahora no puedes leer todoesto —dijo mi madre, cansada.

—Acércame, por favor, unalámpara de aceite; no, mejor dos.

—Es preferible que los leas ala luz del día. El aceite esdemasiado valioso, ¡no lomalgastes!

—No puedo dormir. ¡Tengoque saberlo! ¡Dios, vaya desorden!

Mi madre conocía miterquedad. Moviendo la cabeza deun lado a otro buscó dos pequeñaslámparas de aceite de pescado, que

colocó en las aberturas de la paredprevistas para ello. Bajo supenumbra humeante y maloliente fuisacando los rollos de pergamino ylos fui seleccionando. Tratadoscientíficos, poemas, más cartasastrales, el intercambio epistolarcon un colega italiano y finalmenteuna carta del joven rey. Se tratabasin duda del escrito queacompañaba la última asignaciónde dinero, con la cual Carlos VI sehabía acordado de «su queridofísico». De esa forma se le

rehabilitó oficialmente. Pero ahorasus enemigos lanzaban su maldadcontra su desvalida familia.

—¿Qué? ¿No queda vino? —oí gritar al genovés de al lado—.¿Por qué no lo has comprado? ¡Erestú la encargada de llevar la casa!¡Qué es lo que haces durante todo eldía?

Berthe refunfuñó algo, luego oíel golpear de la puerta de entrada.El genovés se dirigía de nuevo a lataberna.

¿Dónde estaba ese documento?

Paciencia, se trataba de unadonación y debía existir una pruebaescrita de ello. Debía estar enalguna parte.

Oh, cómo maldigo ladesgraciada costumbre de que loshombres no inicien a sus mujeres ensus negocios. Eso es lo que le echoen cara a mi padre, y eso es tambiénlo único que le puedo reprochar aÉtienne. Si no nos hubieran dejadoen tal estado de desconocimiento,ahora mismo no pasaríamos portantas dificultades.

Por lo menos disponíamos delos documentos de las tres fincas enel Marne. No es que nos hubierandispensado mucho servicio, peroalgún día demandaré a los infielesadministradores y los echaré. Unproceso tras otro. Si logrosobrevivir a todo ello indemne,entonces podré llamarme una juristaexperimentada.

¡Vaya, mira esto, un pagaré demás de 185 libras de oro, y otro deuna suma inferior! Los puse a unlado para examinarlos mejor a la

luz del día. A mi alrededor en elsuelo iban creciendo pilas ymontones de papeles: cartas,poemas y misivas por un lado,documentos relacionados condinero por el otro, una pila derecetas de alquimia (era evidenteque había comprado gran cantidadde recetas muy antiguas, una estabaen hebreo, muchas en griego, ¿quizáse podían vender?).

Yo leía, las lámparasflameaban y proyectaban mi sombraen la pared de enfrente. Hacía rato

que en la casa reinaba el silencio.Encontré tablas y cálculos sobretemas desconocidos para mí, loslibros hebreos que el rey Carlos Vhabía legado a mi padre cuando aúnestaba en gracia, y una grancantidad de pergamino de calidad,páginas cortadas para su uso. Llevéeste tesoro hasta la mesa y lo dejéallí. ¡Páginas en blanco! Tuve laimpresión de que mi padre mequería decir algo con el hecho deque las hubiera encontradoprecisamente ese día.

Hallé documentos de todotipo, pero ninguno que acreditara lacesión. Quizá lo había escondido.Pero ¿dónde? Tenía que existir. Mipadre había sido descuidado conlas cosas del día a día, pero nocuando se trataba de la seguridad yel bienestar de su familia. Pordesgracia había sido desordenado.¡Papá! ¿Dónde has puesto el tresveces maldito papel?

Miré tras cada carta colgadade la pared, tras los tapices, inclusoen el atanor, palpé sillas y

banquillos, miré bajo la mesa,busqué cajones secretos. Una de laslámparas lanzó un último hilo dehollín antes de que la llama seapagara.

Los ojos me escocían y medolía la espalda. Me senté agotadasobre la camilla y me quedémirando la habitación. En unmomento dado también se apagó lasegunda lámpara y supongo quefinalmente caí dormida a un ladodel catre.

Mi madre me despertó.

—Oh, no —murmuré, y mepuse la almohada sobre la cabeza—. ¡Vete!

—¿Qué forma de hablarme esésa? ¡Cristina! ¡Despierta!

Me había arrancado del másbonito de los sueños: habíaencontrado un tesoro tras un ladrillosuelto del muro de la torre. Primerovi un escarabajo que me hacíaseñas para que lo siguiera (creo quecon la pata delantera derecha) yentonces golpeó sus cuernos contrael ladrillo. El ladrillo llevaba las

palabras «Tirar de aquí», lo que eraestúpido, pero no dejaba de tratarsede un sueño. Y cuando saqué elladrillo cayeron sobre mí riadas dejoyas, que sonaban como millaresde campanillas de plata: zafiros,rubíes, amatistas y carbuncos. Mealivió y alegró tanto, y las piedraseran de un color tan brillante...

—¡Estaba soñando, ahoramismo voy! —dije en voz alta yhasta cierto punto clara. Mi madredesapareció refunfuñando y yo meenderecé.

Mi mirada cayó sobre unatorre de marfil amarillento,parecida a una piezasobredimensionada de ajedrez,prácticamente de una vara de alto.A mi padre le gustaba comprarobjetos como ése. Cuando erapequeña, recuerdo que nuestra casaestaba repleta de obras de arte,cuadros, alfombras, lámparas deplata y bonitos juguetes mecánicos.Ésta debía de ser una de las últimaspiezas que no habían llamado laatención de los alguaciles, ya que

era poco vistosa. Me froté los ojos.Me puse en pie lentamente, alcé latorre, la palpé y la agité, hasta quefinalmente encontré un pequeñomecanismo al pie. ¡Y en su interiorse encontraba el documento queacreditaba la cesión de la torre!Había sido tan sencillo que tuveque reír de alivio. Con el dedoíndice extraje el pergamino dobladodel agujero. Lo desdoblé y alisécon una mano temblorosa. ¡Sí, setrataba del documento de donaciónreal! Hoy mismo iría a la

Contaduría y lo aclararía todo.—Lo tengo —dije triunfante

cuando entré en la cocina. Tresrostros dirigieron sus miradas haciamí. En la mano llevaba el preciadopergamino que avalaba nuestroderecho. Nadie podía echarnos deallí.

—¡Gracias María y José!Tía Marie se persignó.Le alcancé el pergamino a mi

madre, pero ella rechazó mi mano.—Yo... Mi vista está cada vez

peor. Si tú dices que es así, pues

así será.La verdad es que a mi madre

no le gusta leer, ya que nuncaaprendió a hacerlo bien.

—Quiero refrescarme yponerme otro vestido. Luego iré aarreglarlo todo.

—Eres una buena niña —medijo—. ¡Tan valiente y luchadoracomo un hombre! ¿Qué haría sin ti?

Así que encontré un vestidopresentable para mí, de color azuloscuro, el color de la fidelidad,como casi todas mis cosas, y el

casquete blanco, muy moderado, yla mantilla, que me había jurado noquitarme nunca. El vestido estabaremendado en los codos y losdobladillos franjeados. No habíanada que hacer.

Jean ya había salido. Célineestaba sentada junto a la ventana ycosía el jubón de su hermano. Teníamala conciencia frente a ella.

—Ayer no tuvimos tiempopara tu lección de latín. Pero estanoche repasaremos.

—¿Me lo prometes?

—Te lo prometo.—Me pregunto qué necesidad

hay de que tu hija sepa tres lenguas—tronó mi madre—. Así y tododeberá ingresar en el convento.

Asustada, miré en dirección aCéline, pero parecía no haber oídonada.

—Cállate, maman, no seas tancruel con la niña. Quizáencontremos otra salida para ella.

—¡Ilusiones, sueños diurnos!Quizá encontremos... Eso lo decíamuy a menudo tu padre.

—¿Y no tuviste una buena vidacon él?

—¡Sí! Durante un ciertotiempo, pero entonces... Fue comola cigarra, que baila en verano.Nunca pensaba en el día siguiente.Y ahora estamos solas aquí.

Me había acompañado hasta lapuerta. De repente oímos desde elcomercio de al lado gritos y unasonora bofetada.

Aldo lloraba sin consuelo y supadre gritaba: —¡Eres un imbécilredomado!

Aldo contestó algo, que nollegamos a entender.

—¡No! ¡Ni hablar, no dejaréque metas tus torpes manos en misnegocios! Lo echarías todo aperder.

De nuevo una pausa, en la queel filius volvía a objetar, y actoseguido:

—¡No viajarás a Lyon!Y Berthe refunfuñaba:—¡Deja a mi Aldo en paz,

grosero palurdo! —y luego—: ¡Venaquí, querido corazón mío, ven, ven

con maman!Mi madre y yo nos miramos.—El genovés podría ser más

amable con su hijo. Algún día sehará cargo de la tienda.

—Pero no tan rápido —dijomi madre—. Yo tampoco le dejaríaentrar. Es tan estúpido que lleva elagua a casa en un cedazo.

Sacudiendo la cabeza me puseen camino.

III

—¡Ni hablar! ¿Qué os habéispensado, muchacha? —me dijo dehecho el tipo. Como ya he dicho,tengo veintinueve años y mimantilla de viuda apenas se puedepasar por alto.

—«Madame», os ruego —repliqué firmemente y, como mepareció, llena de dignidad.

Once rostros me estabanmirando. Me hallaba en una

escribanía de la Place Maubert, enel barrio universitario, donde seencontraban muchas escribanías yaún más librerías, debido al granconsumo de libros de estudio porparte de los estudiantes.

La verdad es que no habríasolicitado trabajo allí si nuestranecesidad no fuera tan acuciante. Lahabitación resultaba pequeña yoscura: ocho pupitres estabancolocados el uno pegado al otro; altratarse de atriles, no habíaposibilidad de sentarse. Y el aire

era tan espeso como una sopa decebada. Sólo había una hilera dediminutas claraboyas, insuficientestiempo ha para renovar de formaeficaz el aire respirado por nueveadultos y dos aprendices. Habíaocho hombres en los atriles, yestarían copiando con toda rapidezsi no hubieran sucumbido a lacuriosidad y las ganas de bromear.Un aprendiz al que habían enviadoa rellenar el tintero que llevabaconsigo se rio de mí malicioso ypuso su mano sobre sus acolchadas

partes pudendas. Dos de losescribanos rieron.

—Entonces, «madame» —elpropietario de la escribanía lopronunció como una ofensaexquisita—. Dispongo desuficientes escribanos, y en el casode que necesitara de los serviciosde uno o si uno de los señorestuviera la insolencia de caersemuerto, ¡puedo asegurarle que nocontrataría a ninguna mujer!

—¿Y por qué no? —lepregunté, al menos, por centésima

vez—. ¡Explicadme, por Dios, quéhay de malo en ello! Escribo igualde bien, de limpio y de ágil quecualquiera de ellos. ¡Dejad que oslo demuestre!

Dio un paso en dirección delos atriles.

—¡No permitiré que una mujerme eche a perder un pergamino tanbueno! ¡Y ahora, por favor,marchaos! ¡Las mujeres sólo traendisgustos!

El aprendiz reía y no parabade hacerme gestos obscenos a

espaldas de su patrón.—Quizá vuestra mujer, y la

pobre seguramente tenga toda larazón al hacerlo —le contesté y memarché de allí.

Al salir aún tuve laoportunidad de ponerle lazancadilla al grosero y descaradomuchacho, que de esta forma secayó de narices con el tintero. Fueodioso por mi parte.

En la siguiente escribanía laescena pintó parecida: entré, y elpropietario se me acercó rápido

como una comadreja. Con sanoinstinto había reconocido los rollosde pergamino bajo mi brazo.

—Madame, ¿qué podemoshacer por vos? Copias certificadas,redacción de cartas, poemas,iluminaciones... ¡Podemos hacerlotodo!

—Todo eso puedo hacerlo yomisma, y quería poner misconocimientos a vuestro servicio,querido maese —dije tanamablemente como pude después detoda esa mendicidad—. Escribo de

forma limpia, bonita y ágil.¿Deseáis que os lo demuestre? —por lo menos le había tentado—.También escribo por menos dineroque ellos —le susurré dándomemedia vuelta y haciendo un gestocon la cabeza hacia los señores.

¡Así de mezquina me habíavuelto! Pero deseaba tanto ocuparun sitio en ese espacio de ambienteenrarecido y oscuro... No anhelabamás en el mundo que estar de piefrente a ese atril y llenar con tintapágina tras página, con trazos

rítmicos, redondeles y puntos;colocar bien los palitroqueselegidos ejerciendo más presiónsobre la pluma; línea a línea, copiarexactamente del original con lamisma letra, la misma longitud y lamisma acentuación, una palabrasalvada, la tinta convertida enseguridad. Estaba dispuesta aconvertirme en una esclava de lasletras.

Se hizo el silencio en lahabitación. Los escribanosmurmuraban sobre mí. ¿Una mujer?

¿Competencia? Apenas ninguna.—Bien. Allí en ese atril vacío

hay pergamino, tinta y una pluma deganso. Veremos.

Me puso un libro delante, delque debía copiar, pensando que yasólo el idioma supondría para mí unproblema. Reí para mis adentros.Como si no lo conociera: elGaleno, el Medicus romano, untratado especialmente aburridosobre gases intestinales. Mimandante me miró con ojos delince.

—¿Entendéis latín?—Claro, en caso contrario

apenas podría pretender ejercereste oficio. Además de italiano,griego, hebreo y un poco de inglés.

El patrón me miraba incrédulo.Movía la mano derecha en señal derechazo.

—¡Escribid! ¡Escribid!Agité la tinta: espesa, pero aún

se podía utilizar. La punta de lapluma de ganso estaba desgastada.Siguiendo la rutina, cogí mi navaja,corté la pluma y afilé la punta. A

continuación comprobé elpergamino a la búsqueda deagujeros y fallas que eventualmentedebiera evitar.

—Aquí la tinta se correrá —ledije. Se trataba de una hoja vieja,utilizada más de una vez y raspadade nuevo, así que era delgada yáspera.

El patrón me estabaobservando de brazos cruzados.Movió la cabeza de un lado al otroimpaciente.

—¿Creíais que le iba a dar un

pergamino nuevo a una mujer? ¡Enprimer lugar demostradme que soiscapaz de cumplir aquello de lo queos jactáis!

Coloqué como hacía siemprelos cordeles reforzados con plomosobre las páginas abiertas paramantenerlas en su sitio y empecé aescribir. Cuando escribo, todas lasinseguridades desaparecen comopor arte de magia. Es algo que hagocon gusto, y para ello no me deboesforzar mucho. Sólo aquello queno nos gusta nos resulta penoso. Así

escribía yo, mi pluma resbalabaligera sobre la página, a pesar deque, debido al estado delpergamino, no podía poner en ellademasiada tinta.

Si la pluma muy cargada detinta topa con una parte másdelicada de la superficie, entoncesésta la escupe automáticamente y enel revés de la página aparece unagruesa y horrible mancha.Pergaminos como éste sólo sepueden escribir por una cara y, sideben presentar una buena

apariencia, con mucho cuidado.Pero mi padre me había enseñadotodos estos pequeños trucos.Cuando terminé con la página,estaba completamente segura dehaber hecho un buen trabajo. Asíque esparcí un poco de arena porencima y me retiré del atril.

El resto de los escribanosinterrumpieron de nuevo su trabajo,y si hubieran podido se habríanacercado para ver lo que esa mozatan jactanciosa había pergeñado.Así que alargaron sus cuellos como

garzas. Uno incluso me guiñó elojo. Por supuesto, le contesté conuna sonrisa.

El amo del establecimiento seaproximó al atril y alzó la páginapor las esquinas. Devolvió la arenaa su recipiente con la mano y soplóla superficie.

—¡Mmm!Dio la impresión de dirigirse

hacia la puerta para ver mi trabajoa la luz del día.

—¡Mmm, mmm! No está malcómo habéis evitado estos

pequeños agujeros sin que por ellola línea parezca torcida. ¡Mmm! Nome habéis mentido.

—¿Y? ¿Cuándo puedoempezar?

—¡Despacio! Primero tengoque preguntarle a mi socio. Por mí,¿por qué no? ¿Qué hacéis con laboca abierta? ¿Os pago para quemiréis atontados las musarañas? —gritó a sus escribanos, que veloceshundieron sus narices en los libros—. ¿Por qué no? —prosiguió elmaese—. No es algo habitual, pero

tampoco inaudito. Regresad mañanaa primera hora...

—¡Muchas gracias! —dijefeliz y con el corazón palpitando.

De vuelta a casa aún me diotiempo de vender un par de viejosmanuscritos y una carta astral de mipadre. Nunca nos dijo qué valortenían, y estoy prácticamente segurade que el prestamista me engañó.Era demasiado simpático, y eso mehizo desconfiar.

Sin embargo, nadie queríaquedarse con mi libro de poemas.

No sólo me dedico a copiar,también he empezado a escribir, enprimer lugar para descargarme demis propias preocupaciones, perotambién por gusto. Hace dos añostomé parte en un concurso depoesía, hacía dos más que Étiennehabía muerto, y no confiaba en teneréxito. Mis poemas, que he reunidoen el tomo Libro de las cienbaladas, son todos tristes. Tratande cosas bonitas que ya no existen,de la soledad y la nostalgia, de miamado que tanto me falta.

Estoy sola y sola quiero estar,sola me ha dejado mi dulce

amigo,estoy sola, sin compañero, sin

acompañante,estoy sola, me han robado a

mi querido.

Se trataba únicamente de losprimeros pinitos, pero al jurado legustaron. Como premio recibí undiploma y una cadena de plata.

—Oh, muchas gracias. Estoyseguro de que es encantador, pero

invendible —me decían los libreroslicenciados—. Y además sinilustraciones.

Ya lo había intentado con lasiniciales de colores, pero no sédibujar bien, y antes de pintarovejas que parecen cerdos lanudoso pastores bizcos y barrigudos,prefiero dejar las iluminaciones delado. En todo caso, hago lasiniciales de colores.

—¿Por qué no se puedenvender? —preguntaba yo (¿por qué,por qué, por qué? ¡La pregunta de

mi vida!)—. Veo que ofrecéis otrospoemarios.

—Se trata de poemarios depersonas conocidas.

—Vaya. ¿Y cómo se hubieranhecho famosas si nadie hubieraleído sus poemas? No por nada heganado el concurso de poesía deParís. ¡Aquí podéis ver la cadenade ganadora!

El comerciante sólo miró dereojo esa joya.

—Sí, sí, muy bonito. Osfelicito, madame de Pizán, pero

¿sabéis vos cuántos concursos deéstos hay y de cuán pocos premiossale gente conocida? No, esto notiene ningún valor. Volved cuandovuestro nombre sea más conocido.

Otro me dijo, todo encanto yamabilidad tras haber leído unoscuantos versos:

—Muy bonitos, en efecto.Tenéis talento. Sin embargo, en miestablecimiento el librito sólocogería polvo.

—No está ilustrado.—Exactamente. Sólo tiene que

hacerse una vez. Contratad a unilustrador.

—No dispongo de dinero paraello.

Alzó las manos.—En eso sí que no os puedo

ayudar.Junté todo mi valor y me fui a

ver a un editor. De aquellos quemediaban entre ricos coleccionistasy los talleres de escritura y dibujo.Alguien así debía de tener losmejores contactos con compradorespotenciales, pensé yo. El hombre

tenía su tienda en la Grande Rue St-Germain. Tres escalones de ladrilloconducían a un pequeño y recogidosótano. En las tres paredes opuestasa la puerta había libros colocadossobre largas mesas en sus diferentesestadios de producción. Vi pliegosde pergamino en cuadernos,bloques de libros, tapas de maderatallada, otros cubiertos del másexquisito terciopelo, con lomos deestaño, con cierres de diferentescalidades, desde sencillos tomos decuero hasta los que llevan candado

y decoración en plata, incluso habíacandados decorados con joyas. Seexponían una junto a otra multitudde hojas sueltas con pruebas deescritura, gruesa y redondeada,inclinada y bien apretada conavaricia, de palo o en cursiva,letras escritas con una punta depluma gruesa, de manera quedestacaban en la superficie pesadasy conscientes de sí mismas, como siquisieran gritar, ¡mira, tengo algoimportante que decir! Otrashormigueban sobre el pergamino

como si hubieran sido escritas porlas patas de un insecto, realmentecomo si sólo de mala gana ymediante rodeos desvelaran sussecretos. Junto a las pruebas deescritura había muchas muestras deiniciales, ilustraciones para losbordes e iluminaciones.

El editor atendía a un clienteen su atril, donde resultaba evidenteque ambos contemplaban una obraterminada. El cliente palpaba laspáginas y hacía algunas críticaspara intentar rebajar el precio.

Contemplé las muestras expuestas yaguardé con paciencia hasta queambos alcanzaron un acuerdo. Alfin, el cliente se marchó con el libroenvuelto en tela bajo el brazo. Eleditor se dirigió a mí.

—¿Madame? ¡Disculpad queos haya hecho esperar!

Vestía un traje largo de finoterciopelo de color amarillo tostadoy un casquete de la misma telasobre una melena gris plata que lellegaba hasta los hombros.

—Pero ¿no os conozco? —me

preguntó, y parpadeó brevementemientras me miraba.

Mi padre había sido un buencliente suyo, muchas veces paradisgusto de mi madre, que hubierainvertido mejor el dinero que él sedejaba aquí en la economíadoméstica.

—¡Por supuesto! ¡La hija delbuen maese Tommaso! ¡Sois lapequeña Cristina! Os habéisconvertido en una guapa mujer.¿Habéis escrito un libro depoemas? ¡Muy bonito, seguid así! Y

con mucho gusto os ayudaría, conmucho gusto, creedme, ya sólo porla memoria de vuestro padre,pero...

—Ya sé: desconocida y sinilustrar.

En todo caso me permitió quele dejara un ejemplar y me prometiómostrárselo a clientes escogidos.Pero después ya no oí más de él.Así que ceñí mis sueños a copiar aautores con más suerte que yomisma. Que sea así: mejor uncopista satisfecho, que una poetisa

muerta de hambre.

Al día siguiente volví a laRive Gauche pasando por el PetitPont, la Grande Rue St-Jacques,que rebosaba de estudiantes decoloridos ropajes, así como St-Germain. La mayoría de los jóvenespresumían, empujaban a losburgueses, robaban de losescaparates y mirabanboquiabiertos a las mujeres. Medaba la impresión de que algunosya estaban borrachos, o seguían,

desde primera hora de la mañana.¡A Jean no le permitiría de ningunamanera un comportamiento tangrosero como ése!

Cuando llegué a la escribaníaen la que el día anterior habíarealizado mi pequeña actuación, elpropietario me recibió con caralarga.

—Buenos días, querida. Quétriste, qué triste que tenga que darosuna noticia tan mala. Mi socio noestá de acuerdo.

Sentí que a mis pies se abría

un hondo agujero negro. Tenía lacerteza de haberlo hecho bien.

—Pero ayer... —tartamudeé.—Sí, y sigo manteniendo lo

que dije. No obstante, también osadvertí que la decisión no dependíasólo de mí.

—Pero ¿por qué?—Mi socio no quiere una

mujer en la tienda; opina que ellodistraería a los demás trabajadores.

Todo cuanto dijera estabacondenado al fracaso.

Sin embargo, aún me dio un

consejo:—Id a la Rue de Bordelle. No

es tan mal sitio como podríaparecer por el nombre. Hay allí unaescribanía en la que trabaja unamujer. Tendréis más posibilidades.

—Gracias, monsieur.Me despedí rápidamente con

el fin de esconder las lágrimas porla decepción.

En la dirección que me dio mehubieran contratado, si no fueraporque todos los puestos estaban yacubiertos. Debía volver a pasar en

un par de semanas. La escribanapelirroja de la esquina me saludóamistosamente. «No cejes en tuempeño.» Debía conocer lasdificultades que atravesaba.

En ocasiones es preferible noobstinarse en perseguir un objetivo.Así que abandoné mi búsqueda yme dirigí de nuevo a la torre.

—¡Marie, Céline! ¡Nos vamosa comprar vestidos! El júbilo fueinterrumpido por mi madre.

—¡Cristina! ¿Estás borracha?¿Cómo quieres pagarlos?

—He logrado colocar un parde escritos del arca de papá.Tratados griegos y latinos, que nonos son de utilidad, madre. Y unade sus cartas astrales.

—¡Sus cartas astrales! ¿Cómohas podido?

—Madre, nunca les hasprestado atención. Hace más deocho años que están allí. En todocaso, he procurado no vender nadarealmente valioso. Y míranos.¡Parecemos una bonita colección deespantajos, remendados,

desgarrados, desnutridos,desmadejados, acortados yrecompuestos! ¡Todas nosotrasrecibiremos algún par de cosasmejores para ponernos, incluidaHéloise!

La doncella, que me habíadado el consejo, me sonrió desde elfogón.

—¿Y llegará para todas esepoco que has podido conseguir?¡No olvides que tenemos deudas!

—Así y todo, las deudas nolas puedo pagar. ¡Si de cada sol que

me llega a las manos pagaraprimero las deudas, entonces prontoiríamos todas descalzas! Vamos almercadillo.

—¡Al mercadillo! —mi madreestaba escandalizada—. ¡Nunca,mientras vivía tu padre, llevé unhilo sobre el cuerpo que no fueranuevo y confeccionadoexpresamente para mí! ¿Y ahoradebo vestir cosas de segunda mano?

—Mejor de segunda mano quegastadas. Madre, ya sé que nopuedo ocuparme de vosotros como

lo hacían papá y Étienne. Pero unacosa sí que te puedo asegurar: ¡noes culpa mía!

Abandoné rápidamente lacasa.

—Si te casaras, entonces nosiría mejor a todos nosotros. Peroprefieres dejar a tu familia en lacalle y... y escribir desgarradorespoemas sobre tu maridodesaparecido, tú... —dijo a nuestraespalda.

—Muerto, no desaparecido —repliqué yo entre dientes.

—¡Deja que se explaye! ¡Yaencontraremos una solución ! -afirmó tía Marie, que había ido enmi búsqueda. Por su filosofía de lavida uno podía reconocer que era lahermana de mi padre.

—¡Esperadme! —dijo Céline,corriendo tras nosotras contenta depoder abandonar la casa durante unpar de horas.

—Tía Marie, debo contartealgo. ¡Y tú, Céline, mantén elsecreto!

Pasamos por debajo del

letrero de una taberna, que colgabamuy bajo.

—¡Si no hablo con nadie sobreello acabaré tirándome al Sena!

—¡Bah, no digas esas cosas!Antes lanzarías al Sena a otro. ¿Quées lo que ha pasado?

Tía Marie, pequeña y robusta,es la hermana soltera de mi padre.A mi madre siempre le molestó queno hubiera ingresado en unconvento. Toda mi vida ha estadoallí. Antes era simplemente «tíaMarie», una presencia divertida y

equilibradora en nuestro tormentosohogar. A ella acudía con mispreocupaciones infantiles. Mediabacuando había cometido una pequeñafechoría o se convertía en micómplice. Cuando fui mayor, mimadre me insinuó un escándalo.Marie se había enamorado de formaimprocedente de un parientecercano y él también de ella.Querían huir juntos, peroconsiguieron impedírselo. Despuésde ello Marie no quiso casarse connadie y se resistió con éxito a todo

intento de la familia de desposarla,hasta que finalmente ya erademasiado mayor.

«¿Y el hombre al que amabatambién le fue fiel?», le pregunté ami madre. «Qué tonterías dices.Poco después se casó con otra. Loshombres son incapaces de quedarsesolos», me respondió.

Después de ello vi a Mariecon otros ojos y busqué en su rostromarchito a la joven que había sido.Había levantado ante sí un escudode groserías y de indiferencia, pero

continuaba siendo mi aliada. Conella podía hablar con franqueza,aunque no fuera de mucha ayuda encontra de mi madre.

Giramos hacia la calleprincipal adoquinada, en la que unapuede caminar mejor porque haycanales para los desechos y doscarriles para los vehículos. Por allícirculaban en caravana carrostirados por bueyes, jinetes y muíasde carga. Los vendedoresambulantes ofrecían carbón de leña,empanadas y agua. Un pregonero

real gritaba:—¡Vino! ¡Vino! ¡Ha llegado el

nuevo vino del rey! ¡Vino! ¡Vino!Tía Marie resolló enfadada:—Ajá. Para nosotros eso

significa de nuevo estar sin uncuarto.

Cuando el vino del rey llegabaal mercado, las tabernas debíancerrar hasta que se vendiera todo.Nadie podía hacerle la competenciaal monarca. Para más inri, el vinodel rey resultaba especialmentecaro, por lo que Marie atisbaba

tiempos de vacas flacas. Con quégusto le hubiera comprado todo untonel del mejor vino.

—Tía Marie, lo he intentadotodo. Quería trabajar, hacer aquelloque realmente sé hacer bien:escribir, copiar. ¡Quiero hacerlo,pero simplemente no me dejan!

Céline me tomó del brazodespués de dar un pequeño saltopara evitar a un perro muerto.

—¿Quieres trabajar a cambiode dinero? ¿Y eso es posible?

—¿Y por qué no? —dije con

energía—. Hay tantas escribaníasen la otra orilla del Sena. LaUniversidad necesita toneladas delibros y los estudiantes que nosirven para nada los consumen másrápidamente de lo que se puedenproducir. ¡Hay trabajo más quesuficiente! Pero ¿me dejan hacerlo?¡No! Estuve en cada una de lasmalditas escribanías de la orillaizquierda. ¡No hubo manera! En unode los talleres no necesitaban anadie y en la mayoría es impensablecontratar a una mujer. Uno incluso

me permitió hacerle unademostración, y seguro que no lohice peor que sus operarios, pero apesar de ello no conseguí elempleo. ¡Prefieren que el puestoquede vacante antes de dárselo auna mujer!

—Sí, seguro que todo esoresultó muy decepcionante para ti,mi niña —dijo tía Marie—. ¡Mira,la taberna aún está abierta! ¿Quizáno ha oído al pregonero?

Me miró llena de expectación,aunque no tenía ni un céntimo en el

bolsillo.A mí también me apetecía un

estimulante.—¿Aún os queda vino? —

pregunté en cuanto entramos en lataberna—. ¡Dos con y una sin!

Rápidamente el tabernero nostrajo dos jarras de vino aguado yuna de vino puro para Marie.

—¡Bebedlo rápido! No heoído nada —dijo, y se guardó laspiezas de cobre.

Tía Marie cogió la jarra y sebebió la mitad de un trago. Durante

la operación cerró los ojos. Laspestañas le aletearon ligeras, lasojeras azuladas en el rostro blanco,la piel tan finamente arrugada comola hoja de una amapola. Soltó unlargo suspiro de satisfacción.

—¡No necesito mucho, sólo mivino! Te lo agradezco, Cristina, misalvadora. Tu madre me lo havuelto a racionar esta mañana. Loque quería decir es que quizáaspiras a demasiado.

—¿A qué te refieres?—No pretendo afirmar que no

domines el trabajo de la escribanía.Sin embargo, los tiempos quecorren son difíciles, y quizá seríamejor si te propusieras desde elprincipio ser empleada. Si noesperaras con tanto empeño copiarlibros enteros...

La miré con toda atención. TíaMarie es una maestra en lasalternativas. Pero ¿qué alternativaspodía tener yo? Ya lo habíaintentado todo.

—Si pudieras disponerlo todo—Marie se bebió con placer su

segunda porción— para instalarteen el mercado con... mmm... quizáuna caja colocada en alto, tal vezpodrías ofrecer allí tus servicioscomo escribana. Muchos lo hacen.

—¡Escribir cartas paraaquellos que no pueden hacerlo porsu cuenta!

No había pensado en esaposibilidad, a pesar de que los veíacada día en las plazas y bajo lasarcadas: escribanos «ambulantes»que no disponían de un tallerpropio. Se instalaban allí con sus

atriles portátiles de madera ligera oescribían sobre cajas o tablonesque colocaban encima de uncaballete, y la mayoría de las vecesparecían ocupados.

—¡Tía Marie, eres un ángel!Me dio un codazo de forma

grosera.—¡No digas tonterías!Proseguimos nuestro camino y

nos figuramos cómo iría todo.—¡Eres una maestra

escribiendo poemas de amor,maman! ¡Se echarán encima de ti

cuando corra la voz de lo buena queeres! —opinó Céline.

—Es posible —dijo tía Marie—, ¡pero de ellos no sacarásmucho! Son toda gente pobre. ¡Losacaudalados encargan sus escritosen otra parte!

—¡Se trata de empezar! Elresto...

—... llegará por sí solo —terminó la frase, impasible, mi tía.

El mercadillo se abrió antenosotros, a tan sólo un par de pasosdel hospital, por lo que se podía

suponer de dónde procedía unaparte de la mercancía. Las mesas ylos puestos se apiñaban, y sólohabían quedado libres unas cuantascallejuelas. La multitud era tal, queuno se veía obligado a ir siempreen la misma dirección en la queiban los demás, como si de unabandada de brecas se tratara.

—Si una de nosotras se pierde—les dije a las demás—, nosvemos aquí, en la fuente.

El despiadado sol deprincipios de verano arrancaba a

los bribones todo tipo deemanaciones de cuerpos sin lavar yaceites olorosos: la mezcla desudor, polvo y violetas conformabael perfume propio de la Plaza delos Gatos.

¡Oh, cambio de rumbo deldestino! Hacía pocos años vestíalas prendas más finas, era la mujerde un secretario real, y ahora meencontraba en un mercadillo detrapos viejos, con la esperanza depescar algo. ¡Quizá encontraré mispropios vestidos, de los que en su

momento tuve que deshacerme!Quien quiera hacer negocios con ladama Fortuna, debería saber que surueda no sólo va hacia delante.Pero me había propuesto nolamentarme. Es de lo más normalque las cosas vayan una vez bien yotra vez mal. Le pasa a cualquiera,bueno, por lo menos, a la mayoría.

Extrañamente consolada, mesumé a la corriente humana. Céliney Marie me seguían como podían.

—Mira, maman, qué bonitovestido cuelga de ese poste.

Era de seda violeta, con elpecho y el talle entallados según losdictados de la moda, las mangasanchas y en pico, y sin huellas dehaber sido usado. Sólo en el escotey en los dobladillos se veíanbandas más claras. Las habíanretirado para venderlas porseparado.

—Oh, sí. ¡Por desgracia esdemasiado bonito para nosotras!Héloise ya me lo ha advertido,Céline: donde los vestidos cuelganexpuestos, limpios y planchados, es

que son caros. Más atrás, en lasmesas, también encontraremoscosas bonitas. Simplemente, es másbarato porque los vendedores sondemasiado perezosos paraseleccionar las cosas yalmacenarlas de forma apropiada.

La corriente nos seguíaarrastrando, los montones decolores parecían contener cada vezuna mercancía menos atractiva.Quien quisiera algo, debía pelearcon denuedo para alcanzar el puestoque le interesaba mientras los otros

continuaban empujando. Marie alzóuna pieza, yo negué con la cabeza, yla dejó caer.

—No compraremos nadagastado o remendado. ¡De eso yatenemos suficiente!

También parecía haberbastante gente que no venía acambiar sus cosas, sino queencargaban por ilusión y caprichoalgo nuevo cuando la moda en laCorte cambiaba o cuando estabanhartos de llevar una prenda.

—¡Disculpad! —dije, al

tiempo que clavaba mi dedo índiceen la espalda del hombre que teníadelante, de forma que dio un salto aun lado, y arrastré a Céline tras demí. Había visto en la llamativaconfusión de prendas algo verde,pero cuando lo alcé se trataba sólode unas finas enaguas. En todo caso,a Céline le encantaba el colorverde.

—Mira, ¿te gustan? Déjamever si te van bien.

Se las mostré.Tía Marie chasqueó la lengua

admirada y dijo:—Qué bonitas.Se volvió hacia la vendedora y

empezó a negociar. Están rotas.¿Dónde? ¡Aquí! Pero se trata sólode unas enaguas, ¡y las costurasestán muy bien! Olían terriblementey no estaba claro que ese olorpudiera eliminarse.

Céline, a la que no lecomplacían, puso reparos:

—¡Yo quería algo azul!Buscamos sin éxito por toda la

mesa. Así encontré un cubre-

vestido apropiado de saténflorentino, que nuevo hubieracostado cien soles la vara. En lasbandas claras, donde faltaban lascintas, se podía poner un bordado.No se trataba de ninguna manera deuna prenda de ir por casa. Mimadre pondría el grito en el cielo.Y ahora el asunto realmente medivertía.

Con falta de experiencia a lahora de negociar y en generaldemasiado bien educadas, las tresjuntas formábamos un buen equipo.

Conseguimos ambas piezas y unacapa para mí por un buen precio. Yasí proseguimos. Desplegábamoslas prendas de vestir arrugadassacándolas de montones de piezasde lana, fieltro, seda, fustán,terciopelo y lino, las sacudíamos,las alzábamos y las volvíamos adejar caer. Marie y yodesarrollamos un juego, que sellamaba «la tía mala»: tía Marie seenfadaba, hacía un amago de irsecuando el trato ya parecía cerrado yello provocaba casi con toda

seguridad que el vendedor rebajarasu precio.

—Mira, este vestido esdemasiado corto. Demasiada pocatela es demasiada poca tela.¡Vamos, hija mía! Aquí no hay nadaque hacer.

—Podemos coser una pieza deotro color y una banda sobre lacostura.

—No, mira. Lo han coloreadode manera chapucera. Toda latonalidad es desigual.

—De acuerdo, de acuerdo,

señoras. ¡No voy a ganar nada coneste trato, pero os lo dejo porveinte soles!

—¡Trato hecho!—Mira, el vestido es bonito,

pero tiene una mancha terrible en laespalda.

—Pues haremos un chalecopara el vestido que maman nopodrá quitarse.

—Mira, una falda marrón paraHéloise y una capa de lana.Siempre se hiela por las noches.

—¡Un vestido para mi madre!

—¡Un abrigo!—¡Una cofia!—Una pieza completamente

nueva de fustán sería suficiente parauna camisa.

—¡Piensa en la labor de coser,Céline! ¡Tendrás que hacerlo todoprácticamente tú sola!

—No te preocupes, maman.—Yo te ayudaré —dijo Marie

con los ojos brillantes—. ¡Nosdivertiremos! Tú déjame a mí eltrabajo más pesado, descoser ycortar. El trabajo fino de costura lo

dominas tú mejor.También encontrábamos

piezas muy poco atractivas,demasiado sucias para ser salvadasde los montones. ¿Quién era capazde ponerse algo así? Y entoncesextraje un jubón de terciopelo azulclaro, de mangas anchas, decoradoincluso con bordados de plata. Algodemasiado grande para Jean. Mequedé mirándolo. En la espalda elabrigo tenía un corte indisimulabley una gran mancha de sangrecoagulada.

—¡Cómo tenéis la vergüenzade ofrecer algo así! —le reprochéal comerciante. El hombre seencogió de hombros, cogió la piezay me la mostró por delante.

—¿Qué queréis? Aún siguesiendo un excelente jubón para unjoven. Se lava en frío, se plancha yya tenéis una buena pieza de vestir,que de otra manera no os podríaispermitir. Al anterior propietario yale da igual —dijo riendo.

Me volví para mirar a Céline.Negó con la cabeza.

Marie era menos sensible:—Realmente no tiene ninguna

importancia. ¡La sangre se lava muybien! Y seguro que Jean loencontrará muy aventurero.

Pero finalmente no pudedecidirme a comprarlo. Me hubierasupuesto algo así como un malpresagio.

Justo cuando corríamos elriesgo de sucumbir bajo la carga,noté en mi cinturón un movimientosinuoso. Me di la vuelta y logréagarrar una mano, una mano

pequeña, nervuda y huesuda quecolgaba de un brazo igualmentedelgado. El nacimiento de esebrazo, tal como había calculadomientras procuraba evitar que se meescurriera entre las manos, debía deencontrarse a la altura de micadera. Mantuve bien agarrada laarticulación de la mano, me giré ymiré hacia abajo. Marie se habíacolocado detrás del pequeño ladróny le había puesto las manos sobrelos hombros. Se trataba de un jovensucio y pequeño, quizá de la edad

de mi Jean, pero más hambriento.Bajo una frondosa cabellera oscurame miraba con rabia y miedo.

—¡Mierda! —dijo en voz alta—. Me has pillao.

No quiso ocultar que habíaintentado cortar mi bolsa. Era muyevidente: su cuchillo se encontrabafrente a nosotros sobre el más quetrotado suelo.

—¡Seguid adelante! ¡No osquedéis en medio del paso si noqueréis comprar nada! ¡Avanzad!—gritaban aquellos que habían

tenido que pararse por nuestracausa.

—¿Me vas a cortar la manopor ello? —preguntó serio el chico.Era una posibilidad queconsideraba realmente.

—No. A pesar de que te lo hasmerecido, según dictan las leyes.¡Podrías haberme herido!

—¡Tonterías! Yo no, no tepreocupes. Sólo los principiantespinchan a la gente.

—Me tranquiliza que no seasun principiante.

—¡Tú también eres bastantebuena!

No pude evitar reírme.—Como una excepción,

¿quieres «ganarte» algo de dinero?Su rostro se iluminó

notablemente.—¡Claro! ¡Haré lo que

mandéis, «madame»!—Un centavo si nos llevas

todo esto hasta casa.—Claro, hecho.—¡Entonces vamos!Fuimos en dirección a la

fuente. El joven cogió el cuchillo,se lo guardó impasible en elcinturón y trotó detrás de nosotras.

En la fuente repartimosnuestras compras y las pusimos enhatillos.

—¿Cómo haremos para quelos vecinos no vean que llevamosharapos a casa? —preguntó tíaMarie—. ¡A tu madre le dará unataque si llegamos así!

El pequeño ladrón escuchóatentamente nuestra conversación.

—Dadme una pieza de cobre y

os consigo algo para llevarlo.Marie lo miró desconfiada,

pero se lo di. Se fue corriendo.—Bueno, ya te puedes ir

olvidando de tu dinero, ingenua —dijo tía Marie.

Pero el pilluelo volvió condos cajas medianas de madera, delas que los alfareros usan paratransportar su mercancía.

—Muy bien —lo felicité—.Las cajas tienen el aspectoapropiado y se pueden cerrar. Losvecinos ya pueden quedarse

mirando boquiabiertos, que noentenderán nada.

Pierre, así se llamaba elladrón, se puso un pañuelo en lacabeza, con lo que parecía unpequeño moro, se colocó ambascajas sobre la cabeza y esperó arecibir la orden de marcha.

—¿En qué dirección, patrona?Cuando nuestra pequeña

caravana enfiló la Rue duRompecul, noté de nuevo en miestómago repentinamente el peso deuna piedra. Frente a nuestra casa se

había reunido una pequeña multitud,se oían risas y la voz enfadada demi madre. Bien. Por lo menos no sehabía muerto nadie.

El pequeño ladrón se giróhacia mí, y yo le indiqué sinpronunciar palabra y con los labiosapretados el centro de la excitación.Héloise amenazaba con la escoba alos vecinos para que se fueran.

Mi madre gritaba:—¡Seguid vuestro camino!

¡Fuera de aquí! Ocuparos devuestros propios asuntos. ¿No

tenéis nada que hacer?Berthe, la cabeza de

serpientes, comandaba naturalmenteel grupo de los mirones.

—¡Tal como parece, vecina,nuestros asuntos están en orden, loque no se puede decir de losvuestros! —y en cuanto me vio a míañadió—: ¡Ah! ¡Madame la viuditadel secretario real! ¿Cómo queréispagar vuestras deudas, si losalguaciles os quitan las sillas dedebajo de vuestros mismostraseros?

Mi madre rompió a llorar yentró en la casa.

—¿No os da vergüenzacebaros en nuestra desgracia?Queridos vecinos, esto no es unafiesta popular. Dejadnos en paz, siya no queréis ayudar.

La mayoría de ellos sedispusieron a marcharseavergonzados, sólo Berthe no habíatenido suficiente. Con agilidad lehabía cogido al pequeño ladrón unade las cajas de la cabeza. Ésta cayóa tierra y se abrió. Berthe miró

dentro y empezó a vocear. Sacó unade las piezas arrugadas y sucias y laalzó en el aire para que todo elmundo la viera:

—¡Lo sabía! ¡Han compradoharapos! ¡Harapos! ¡Mirad! —sepuso por encima la falda marrón,mientras bailaba con ella de unvecino a otro—: Con vuestropermiso, ¡nacida de buena cuna!Con vuestro permiso, ¡demasiado-fina-para-este-mundo!

Todos reían. La hubieraenvenenado allí mismo. ¡Jesús,

perdóname!Berthe le devolvió a Céline la

prenda.—Es una vergüenza que a

gente como tú le esté permitidovivir aquí —dijo dirigiéndose a mí—. ¡Pero esto no durará mucho, yuno no está seguro junto a vosotros!Yo ya no te fío más. ¡Ni un solograno de sal! ¡Ya puedes irlanzándole miradas a mi marido!

No me digné contestarle y meabrí paso entre el gentío para entraren casa. Pierre colocó las cajas en

silencio y pareció haberse fundidocon las sombras.

—Nos han robado —dijo mimadre compadeciéndose—. Sihubieras estado en casa, comocorresponde a una mujer, esto nohubiera pasado.

Me abstuve de hacerle saberque me había ocupado de comprarropa para la familia. En todo caso,parecía que la visita al mercadillono había sido oportuna.

—¿Quién, madre? ¿Qué es loque ha pasado?

—¡Los alguaciles! Se lo hanllevado todo: la cubertería deestaño, ¡el ajuar de Céline!, ¡losonce libros en hebreo que el rey leregaló a tu padre! ¡Todo eso se hanllevado!

—Y a mí me llaman ladrón —murmuró Pierre junto a mí.

—Me dijeron que a partir deahora embargarían el alquiler por latorre. ¿No les enseñaste eldocumento?

—Claro que sí, madre, así lohice. El mismo presidente de la

Contaduría recibió en persona elcertificado de cesión.

—Y entonces, ¿por qué nosembargan?

—Bueno, debe tratarse de unerror. Un funcionario subalternoque no sabía nada de mi solicitud.¡Ahora mismo voy a arreglar todoeste asunto!

Miré hacia el cielo: no erademasiado tarde para encontrar aalguien.

—Madre, ¿has exigido unrecibo por todo lo que se han

llevado?—¿Un recibo? No. ¡Tenía

otras cosas que hacer! Tuve quedefender la casa yo sola. ¡Oh, si porlo menos hubiera estado aquí Elias!

En ese momento se encontrabacon su compañía en la turbulentaFlandes.

—Madre, ¡cuando pase algoasí debes exigir un recibo! ¡Estánobligados a ello! Bueno, no tepreocupes, ahora mismo voy allí aver lo que puedo salvar.

Sin recibos ni justificantes uno

no tenía ningún derecho, eso ya lohabía experimentado, repasandouna y otra vez los papeles de mipadre y de mi marido parasalvarnos de los estafadores.

—¿Cómo quieres que sepatodo esto? ¡Nunca me lo habíasdicho!

—¡Está bien! ¡No era ningúnreproche!

Mi madre tenía un aspectomiserable y parecía bastanteperturbada. Mostraba la cofiatorcida sobre la cabeza y de ella

sobresalían finos mechones decabello gris.

—Siéntate en esta silla, madre.En primer lugar, tranquilízate.Verás como todo se aclara.

Se volvió a sentar unmomento, para saltar de nuevo ysalir de la cocina.

—Madre, para ya. Héloise yyo nos ocuparemos más tarde derecoger —le dije.

—Déjala —gruñó Marie—.No se tranquilizará hasta que todoesté en orden.

Entre suspiros se puso en pie yfue tras los pasos de mi madre conel fin de ayudarla.

—¡Joven! ¡Pierre, ven aquí!Le entregué un centavo de

plata y cogí un trozo de pan de lamesa.

—Aquí tienes. ¿Quieres leche?—¡Leche!Arrugó su pecosa nariz, pero

se bebió un tazón de leche bajo lamirada desaprobatoria de ladoncella Héloise.

Salimos juntos a la calle hasta

la vía principal, donde nuestroscaminos se separaban.

—Madame, creo que podríashacer uso de mis servicios en otrasocasiones —me dijo.

—¿A qué te refieres?—En el caso de que no te

devuelvan tus cosas, miscompañeros y yo simplementepodemos robarlas para ti.

Lo miré sorprendida.—Gracias por la oferta,

Pierre. Pero ¿qué pasa si osdescubren? ¡Entonces te cortarán de

verdad la mano, y yo seré laculpable! No, gracias, no me parecebien.

—Como tú quieras, condesa—se sonó los mocos de formasonora—. Pero en el caso de querequieras mis servicios, meencontrarás todas las tardes en elmercadillo. Si no estuviera allí,pregunta en la taberna El Tonel. —Así lo haré. ¡Mucha suerte, Pierre!

—A ti también, condesa. ¡Lanecesitas más que yo!

Y desapareció como si se lo

hubiera tragado la tierra. Un jovensorprendente: por la apariencia quetenía, uno diría que mi situación eracomparada con la suya la de unaprincesa. Más tarde me lo explicó:como él no tenía nada, sólo podíairle mejor. En mi caso era locontrario. ¡Sólo se trataba del puntode vista!

En la Contaduría tuve queesperar un buen rato hasta que fuiatendida por un funcionariosubalterno.

—¿No lleváis recibo? —me

preguntó repetidamente incrédulo—. Bueno, entonces dictadle alescribano de allá fuera el listado delos objetos que han embargado.Veré lo que puedo hacer por vos.

Extendió la mano y dejé quecayera una de las piezas de oro quesiempre guardaba para estasocasiones. La miró con el ceñofruncido. Dejé caer otra pieza de micinturón.

—Nos encontramos en un granapuro. ¡Siento no poder satisfacermejor vuestras bienintencionadas

gestiones! En cuanto me devuelvanmis cosas, tened por seguro que nome olvidaré de vuestra merced —murmuré—. ¡Muchas gracias porlas molestias que os tomáis!

—Está bien —dijo al tiempoque hacía un gesto de rechazo—.¿El presidente se halla en posesióndel certificado de cesión?

—Sí —dije yo.—Entonces no temáis nada.

Seguro que...—... todo se arregla —terminé

yo la frase con una risa histérica—.

¡Disculpad! Con toda esta agitacióny preocupación estoy algodesquiciada.

Me despedí del funcionariocon la esperanza de que suconciencia del deber fuera superiora su codicia.

Fuera le dicté al pasante midenuncia. Lo podría haber hechoperfectamente yo, pero de estamanera era oficial. También alescribano le estaba destinado unóbolo. Revolví entre las últimaspiezas de plata de la bolsa y se las

entregué sumisa. Me esperaba unamirada condescendiente, unaobservación ofensiva. Nada de esoocurrió. Lo miré y me encontré conuna simpática sonrisa.

—No, no, quedaros convuestro dinero —me dijo, y meobligó a coger de nuevo las piezasde plata—. Aquí me pagan bien ypuedo ver que os hace más falta avos.

Lo miraba perpleja.—¡Gracias, sois

extraordinariamente amable! —

murmuré, y hui de allí.Cuando me encuentro con la

bondad allí donde me esperaba unmal trato, me desconcierta muchomás que las palabrasdesagradables.

—¡Mucha suerte! —dijo trasde mí.

Ya estaba oscureciendocuando abandoné la Contaduría. Enel mercado de gansos las tiendas ylos puestos hacía tiempo que habíancerrado. En los locales de comidahabía mucha afluencia, y noté un

discreto quejido de los intestinos.Me di prisa al pasar por el puentejunto a las casas de Notre-Dame.Aquí vivían algunas de lasprostitutas más conocidas de laciudad. De las ventanas surgíanrisas. Se encendieron las primeraslámparas de aceite. Está reguladopor ley que cada propietario debeencender una luz en las ventanas dela planta baja en cuanto irrumpe lanoche. Por eso en provincias nosllaman con admiración «la ciudadde las luces».

En todo caso, tenía que miraral suelo, pues las lámparas deaceite y las bujías noproporcionaban suficiente luz paraque uno pudiera evitar lasinmundicias de la calle. Por ellomismo no supe ver el peligro queme acechaba.

De repente surgió un hombrefrente a mí, grande y pesado.Apenas le pude reconocer el rostro.

—¡Unas palabras, viudaCastel! —me dijo, y me cogió condureza por el brazo.

Me sacudí e intenté soltarme.—¿Quién sois? ¡Dejadme

ahora mismo o empezaré a gritarcon todas mis fuerzas.

Soltó mi brazo.—No hay motivo para que

empecéis a chillar. No os haréningún daño.

Se mantuvo sin embargopegado a mí y prácticamente metenía arrinconada contra la fachada.

—¡Sólo quería pediros unfavor, una tontería!

—¿Qué es lo que queréis?

—Habéis presentado unpagaré que le firmé a vuestromarido hace unos cinco años. No esde mucho y además hace tiempo quelo pagué. Como estaba enfermo,simplemente olvidó devolvérmelo.

Ahora me acordaba.—¡Entonces vos sois monsieur

Féves y el pagaré es de un importede más de ciento ochenta y cincopiezas de oro! ¡Lo cierto es que nose trata de una nadería! Noobstante, la calle no es el lugar parahablar sobre ello. ¡Pasad de día por

mi casa!Intenté zafarme de él, pero con

un brazo me cerró el paso. Lointenté hacia el otro lado, pero elresultado fue el mismo.

—¡Monsieur, dejadme ir!¡Esto no es justo! Rio con maldad.

—Tampoco es justo que tengaque pagar una misma suma dosveces. No lo toleraré.

¡Quería evitar el pago! Mimarido era secretario, el orden erasu profesión, y siempre se habíacomportado correctamente.

Además, poco antes de su muerte nose encontraba en la ciudad. Elpescado apestaba desde su mismacabeza.

—Monsieur, da la impresiónde que deseáis engañar a una pobreviuda y además amedrentarla.¿Acaso pensáis que me voy a creervuestro cuento? Estáis muyequivocado. Me debéis dinero.¡Dejadme marchar ahora mismo omandaré ejecutar el embargo!

¡Eso mejor hubiera sido queno lo hubiera dicho en la calle y de

noche! Su rostro pastoso seoscureció de rabia. Me agarró delos hombros con ambas manos y mezarandeó de tal forma que losdientes me rebotaban en la cabezacomo las semillas secas en unacalabaza.

—¡Maldita pequeña guaira!¡No te saldrás con la tuya, te matarési no me devuelves ese papel! ¡Ycuidado con acudir al juez! ¡Eso tecostaría realmente muy caro!

Vi a dos transeúntes, doscaballeros, pasar por el otro lado

de la calle y grité:—¡Socorro! ¡Socorro!

¡Ayúdenme, señores! ¡Me estánasaltando!

—¡Vaya, vaya! —dijo uno deellos—. ¡Y yo pensaba que setrataba de unas caricias salvajes!

El segundo de ellos rio, peroluego ambos sacaron sus dagas y sedirigieron hacia nosotros.

El miserable miró hacia susnuevos adversarios y yo conseguízafarme. ¡Zas! Corriendo me agarréel hombro: una manga estaba medio

rota. Ya era demasiado.Sollozando, corrí al tiempo quesujetaba la manga por el hombro,corrí durante todo el camino, sinprestar atención a los desperdicios,pisé objetos blandos, a cuyocontacto grité de miedo y asco, ycharcos de origen dudoso. Llegué ala torre Barbeau entre jadeos.

Entré corriendo y atranqué lapuerta a mi espalda.

—¡Jesús, María y José! ¡Vayaaspecto tienes! —gritó tía Marie—.¡Has perdido la cofia y traes el

vestido roto! ¿Quién te hamaltratado de esta forma?

—Un acreedor que no quierepagar. ¡No me conoce bien! ¿Quémundo es éste en el que cada unomira por su provecho y las leyes nosirven para nada? ¡En el que losdébiles son tratados a patadas!

Así estaba yo en medio de lacocina, y a base de echar pestes mesaqué el susto del alma, mientrasmis hijos rae miraban con la bocaabierta.

Mi madre se puso en pie sin

decir palabra y me acompañó a lasalle d'eau. Héloise trajo agua y lasdos me ayudaron a recuperar laserenidad y una buena presencia.Contaba con que mi madre saldríauna vez más con el discurso desiempre.

No mencionó ni una palabrasobre el tema del matrimonio.

El asunto quedó además entablas: presenté el expediente a unjuez, pero el embargo apenas aportóalgo de utilidad: un poco de dinero,dos lámparas de plata y un tapiz de

pared por valor de veintinuevefrancos, de los que tuve que pagardoce de costas al juzgado por«gastos especialmente altos».

IV

El aroma de las plumascalentadas al sol sobresalía porencima de los demás olores: unpoco harinoso y picante como elalforfón, algo grasiento como unabuena manteca clara, con un toquede nuez moscada y un tono delicadode hierbas verdes. Aspiré con ansiaesa sinfonía de aromas que flotabasobre todo el mercado de aves eincluso era capaz de vencer el olor

extremadamente acre de losexcrementos. Siempre procurabacolocarme junto a un vendedor deaves vivas. En cuanto están muertastoda esta magia desaparece.

A mi izquierda, un cisneesperaba con paciencia eldesenlace de su destino. Se habíacolocado tranquilamente en su jaulasobre un nido de virutas de madera.Ahora tenía enrollado su largo ygrácil cuello, lo giraba como si setratara tan sólo de una maroma y selimpiaba las plumas de la cola. Lo

compraría un empleado de una delas grandes casas; no estabadestinado a la gente humilde.

Giró su cabeza hacia mí y meobservó como haría un filósofo.«De qué te quejas, mujer, de teneruna vida difícil —parecía decirme—. Yo preferiría tener una vidadifícil a terminar desplumado ycubierto con un pan de oro en lamesa de banquetes del rey.»

—Tienes razón, amigo mío,pero no olvides qué alegrías les vasa deparar a otros —le murmuré, y

le di un trozo de pan blanco a travésdel enrejado de la jaula—. ¡Inclusoexiste una canción muy conocidasobre ti!

—¿De verdad? —sus ojos deazabache brillaban interesados.

Le canté Carmina Burana,pero sólo la melodía, no la letraque dice: «¡Pobre de mí, quemadohasta la ceniza!».

La melodía le gustó.—¿Esto lo canta un cisne?—Sí-dije—. Y además es el

centro de atención de todo el

mundo. Todos lo admiran y loescuchan.

—¿De verdad? Bueno, quizáno sea tan desagradable comopensaba.

—Te deseo lo mejor —le dijeamablemente y añadí—: Si me lopermites, me gustaría quedarme conuna de tus remeras como recuerdo.Con ella escribiré un poema.

—Lo tendré presente.Volvió a mirarme y, como ya

no le di más trozos de pan, enterróla cabeza bajo un ala dispuesto a

dormir.Sobre su jaula descansaba un

palomar, pero no quería sincerarmecon las palomas: no tienen muchoentendimiento, y en el poco quetienen sólo caben palabras de amorinsensatas. Con estas cosas ya heterminado de una vez por todas.

Del otro lado del Cour Notre-Dame llegó un agudo trompeteo:acababan de vender un ganso y ésteprotestaba por el cambio. Losgansos apenas se vendían enverano. Normalmente se ceban

hasta San Martín.En el mercado de aves de

París hay de todo: palomos,gallinas, capones (esos polloscebados y castrados que tantogustan en la Corte), patosdesorientados fuera de su medio. Seencuentran codornices, faisanes,incluso a veces un urogallo ypequeños pájaros cantores, de losque se necesitan dos docenas parapreparar un pastel.

El arrullo, el croar, elquiquiriquí, el chirrido, el piar y

los silbidos se solapaban con loselogios de los pregoneros ycomerciantes de sus productos:

—¡Capones bien gordos, dospor una pieza de plata! ¡Por aquí,por aquí, señoras, nunca obtendréisun hombre tan simpático einofensivo!

—¡Pastel de mirlo, mirlosrellenos de colmenillas!

—¡Crema de hígado! ¡Cremade hígado de ganso con bayas rojas!¡Elaborada esta misma mañana!

—¡Manteca, manteca, grasa de

la mejor, suave y amarilla, muydigestiva y sana! ¡El mejorreconstituyente para embarazadas yenfermos!

—¡Faisanes vivos, codornices,pintadas, aquí, señoras!

—¡Pollo, pollo barato!¡Sabroso y tierno! ¡Alimentado sólocon grano!

—Entonces seguro que no sonbaratos —dijo una vendedora juntoa mí envidiosa—. ¡Los míos se hanhartado de comer gusanos einsectos! ¡Más barato y mucho más

natural!—¡Seguro!—¿Ya habéis terminado con

mi solicitud? —me preguntó.—Ahora la termino. Así no

estará por ahí rodando y seensuciará. No os preocupéis: estarálista a tiempo.

Había seguido el consejo detía Marie y me había instaladocomo escribana ambulante. Elprimer día lo intenté frente alPalacio de Justicia, donde yahabían cogido su puesto algunos de

ellos.—No os está permitido

instalaros aquí —me dijo uno,cuando estaba dispuesta a colocarmi taburete y una de las cajas demadera. Tuve que alzar la miradapara verlo: era un hombre alto ydelgado, descarnado, con rostroavinagrado y nariz larga, yprofundas arrugas derecha eizquierda que le llegaban hasta labarbilla.

—¿Qué queréis decir? —lepregunté, mientras iba colocando

tranquilamente el tintero, unpequeño montón de pergaminoalineado y plumas.

—A las mujeres no les estápermitido ofrecer los servicios deescribanía en público —sostenía,aunque yo ya me había informado alrespecto.

—¡No me digáis! Está más quepermitido. Puedo y lo voy a hacer.

Ofendido, se colocó tras suligero y bonito atril, hechoespecialmente para ese trabajo, yobservó con la mirada envenenada

cómo un joven se acercaba sinvacilar a mi puesto.

¡Mi primer cliente! Le sonreítan animadamente como me fueposible.

—¿Qué puedo hacer por vos,estimado caballero?

No podía tener más de quinceaños, iba vestido de formaexcéntrica, con una chaqueta corta ala moda con mangas anchas, mediasde seda de varios colores, sucias enlas rodillas, manchas de vino en laparte delantera del jubón y, sí, una

cojonera muy llamativa, a rayasamarillas y violetas y con cintas deseda (de repente tuve que hojeardetenidamente mis papeles),cabello largo, recogido con unacinta roja y una espada corta alcinto: un estudiante.

—Yo... eh... mmm.Se sonrojó.¡Ajá! Un asunto de amores. Y

acerté, miró a los lados, se inclinóhacia mí y susurró: —¡Se trata deun asunto de vida o muerte!

—Amor.

—¡Eso mismo! ¿Cómo losabéis?

—Joven, yo también me hetopado con ella, la dama Amour, yde ninguna manera he olvidado quéincreíblemente urgentes se vuelvenestos asuntos. Y qué dolorosos.Confiad en mí: soy absolutamentediscreta.

Se relajó un poco.—¿Y?—Yo... mmm.¡Realmente necesitaba ayuda!—Estáis enamorado y ella no

os corresponde. Debo escribirosuna carta de amor que conmueva sucorazón y la arroje en vuestrosbrazos.

Sus ojos se iluminaron.—¿Podríais hacerlo? —lanzó

una mirada al resto de losescribanos—. Esos de allí seguroque no saben. Sólo saben redactarsecos documentos jurídicos. ¡Desentimientos no saben ni un ápice,son demasiado viejos!

Puse una cara tan seria comola de un médico.

—Seguro. ¡Habéis acudido alsitio correcto, joven! Ademásescribo baladas. Seguro que juntosencontraremos el tono adecuadopara vuestra dama.

Me miró de forma penetrante.—Escribir puedo hacerlo yo

mismo, ¡pero no algo así! Estudioaritmética y construcción mecánica.Sin embargo, y por desgracia, unamujer no es una construcciónmecánica. ¿Cómo puedo acercarmea ella? ¡Bah, habré emborronadounas cien páginas y todas las he

tirado! Debéis ayudarme. ¡Os losuplico, debéis ayudarme! ¡Si ellano atiende mis ruegos, entonces mequitaré la vida!

—¡Bueno, bueno!Ahora era el momento de la

mirada maternal.—Si con atender vuestros

ruegos os referís a lo que piensoque vos pensáis, entonces mejor nocontéis con mi ayuda. Para algo asíno presto mi arte.

—¡Oh, oh-oh, no! —agitabaambas manos en su esfuerzo por

convencerme—. ¡No! Es unamanera de expresarlo. ¡No! Yonunca haría algo por... eh... mmm...,dañarla o enfermarla de algunamanera, ¡no!

—¿Cómo es ella?—Es la más bella, dulce y

delicada...»Y de esta guisa prosiguió. Y

aunque hubiera tenido la nariz comoun pepino, fuera bizca, tuviera laspiernas curvas como un tonel y parala mayor de las desgracias fuesetonta como una lombriz, a sus ojos

seguiría siendo la mejor de todas.Se trataba sin duda de amor. Quécínica soy. Ha de ser cosa de laedad.

—Bien. Ahora hablemos denegocios: cobro lo mismo quecualquiera de ellos. Lacomposición de versos va aparte. Ycobro por adelantado.

¡Una nunca sabe lo que sepuede esperar de un estudiante!Pero él estaba de acuerdo con eltrato y me pagó tres soles.

Comentamos el asunto. Me

contó todo cuanto necesitaba saber:cómo se habían conocido, cuáleseran sus encantos (aparte de que erala más bella, la más dulce,etcétera), en qué ocupaba sutiempo, cuáles eran suspreferencias, si era orgullosa y fría,si era apasionada, de naturalezacomplicada o por el contrariosencilla y amable.

Y después de saberlo todo, lecompuse una carta con palabrasbien escogidas y muchos cumplidose insinuaciones, que seguro que le

despertarían la curiosidad. A mí,por lo menos, me la hubieradespertado. Y, sobre todo, setrataba de sus pensamientos, en lamedida en que se los había podidosonsacar. Los glosé dándoles unaforma inteligible.

—¡Suena, sí... eh... mmm!Estaba satisfecho.—Permitidme un consejo: si

llegáis a concertar una cita,procurad ser lo más natural posible.Podéis admitir con totaltranquilidad que los versos no los

habéis escrito vos mismo, perohabladle de vuestros esfuerzos porconseguirlos. Hacedla reír.

—Pero no debe reírse de mí.—No de vos, sino «con» vos.

¡Creedme, si ella no hace honores aesa sinceridad, entonces es que noes la indicada!

Me miró indeciso, mientrasplegaba la misiva hasta que pudierapasarse sin llamar la atención deuna mano a otra. Lacramos la cartacon cera roja, en la que elmuchacho estampó su sello.

—Mucha suerte, joven.Me sentía como la abuela de

Matusalén.No hacía mucho que se había

ido, cuando aparecieron dosalguaciles, seguidos del escribanode rostro avinagrado.

—¡Aquí, ésta es la puta!Uno de ellos, claramente el de

mayor rango, se dispuso a cogermedel brazo y arrancarme de mitaburete.

—¿Qué deseáis, caballero?¿He hecho algo malo? —pregunté

amable y tranquila.El resto de los escribanos de

la plaza cuchicheaban; algunosreían y me señalaban con el dedo.

—Afirman que ejercéis dealcahueta, bajo el pretexto deredactar cartas de amor.

—Eso es mentira. Me dedicoaquí a escribir, con el propósito deredactar todo tipo de misivas.Puedo escribir igual de bien quecualquiera de ellos. Y eso es todolo que vendo: mi pluma. Eso no estáprohibido.

El alguacil me contempló condetenimiento y le dijo al escribano:

—Va vestida con decencia eincluso lleva una mantilla de viuda.

—Es todo una artimaña.¡Además, todo el mundo sabe cuándepravadas son las viudas!

Entonces salté yo:—¡Vaya infamia! ¿Por qué

razón merezco esa ofensa? ¡No esculpa mía que mi marido muriera yque ahora deba mantener a toda mifamilia con mis únicas fuerzas!

El alguacil colocó una mano

tranquilizadora sobre mi hombro.—Haced el favor de sentaros

de nuevo y redactadme una pruebade vuestra escritura. ¡Y vos,monsieur, moderad vuestraspalabras! ¡Las falsas acusacionestambién son punibles!

El hombre avinagradoempalideció aún más, si ello eraposible con su color de pieldescolorido.

—Escribid lo siguiente: yo,aquí vuestro nombre, aseguro por lapresente que me gano el sustento tan

sólo con la escritura y de ningunaotra manera no permitida.

Lo escribí limpio y de formaligera en francés y, justo debajo,simple chulería, también en griego yen latín.

El alguacil cogió la hoja antesde que se hubiera secado la tinta, sela mostró a su compañero y alhorrible escribano, y dijo:

—Con ello queda todoaclarado.

—También hay con todaseguridad putas refinadas que saben

escribir. Eso no quiere decir nada.El alguacil se enfadó y agarró

al escribano por las solapas de suabrigo.

—¡Ya es suficiente!Hablaba tan alto que se le oía

en toda la plaza.—Pretendéis desembarazaros

de la competencia y para elloinvolucráis a las autoridades conayuda de embustes. ¡Con muchogusto os pondría una multa de unapieza de oro! ¡Tranquilizaos y, sino, ya podéis ir buscando un nuevo

sitio donde colocaros!Soltó al hombre avinagrado,

que rápida e inteligentementevolvió en silencio a su atril.

—Muchas gracias. Me alegraque todavía exista la decencia.¿Cuál es vuestro nombre?

—Grégoire, a vuestroservicio. Por ahora la dejarán enpaz. En el caso de que ocurra algo,no dudéis en llamarme. Encuentroque hay mucha valentía en el modoen que os las arregláis. Bonnechance!

Había ganado, pero no queríaconcederle a la envidiosacompetencia ni una oportunidadpara volver a atacar. Me di porvencida, se podría decir, aunque meprotegía la ley. En ocasiones espreferible evitar las dificultades,sobre todo cuando una ya las tienehasta el cuello.

Bajo las maliciosas risas delos señores, cogí mi cajita y eltaburete y me fui al mercado deaves. Y allí llevaba desde hacía unasemana y me ganaba cada día un

dinero. Fue muy emocionante.Mientras tanto, tenía mi lugar

fijo entre el propietario del cisnetriste y una pastelera. Cada nocheayudaba con las cuentas al primero;a la segunda le escribí unadeclaración de impuestos. Por esemotivo ambos me mantenían libre elsitio por la mañana y la pastelerame regaló al mediodía un paté quese le había estropeado. Por la nochepodía dejar sin miedo mimobiliario encadenado a uno de lospuestos.

Cada mañana, al iniciar eltrabajo, colocaba un trozo deterciopelo de color azul oscurosobre la caja y lo adornaba con mitintero, un surtido de plumas bienafiladas, mi navajita y un cordón deseda de color rojo reforzado conplomo. Como no podía ser de otramanera, tuvo que ser mi amablevecina Berthe la que medescubriera el segundo día; laseguía Aldo con las compras acuestas: evidentemente, lo máximode lo que era capaz el joven.

—¡Vaya, aquí es donde pasasel día!

Miró con gesto despectivo misutensilios y cogió uno de lospergaminos. Le propiné unapalmada en la mano.

—¿Les ofreces tus servicios acampesinos y criados?

¡Qué mal sonaban suspalabras!

—Soy una mujer de negociosindependiente y me gano el pan,Berthe. No sé qué tiene ello dedespreciable.

—Ganar dinero, ¡bah! ¿Qué eslo que puedes ganar aquí?¡Seguramente te pagan en especias,y de las malas! En caso de quetengas más de dos piezas de cobreen la bolsa, podrías saldar tu cuentacon nosotros.

Y partió de allí con su nuevovestido, totalmente a la moda, conun Aldo intimidado y cargado hastalas cejas siguiéndole los talones. Eljoven se giró hacia mí y sonrió amodo de disculpa.

—¿Qué horrible mujer era

ésa? —me preguntó la pastelera.Suspiré.—Mi vecina. Supongo que

Dios me la ha enviado para quepractiqué la indulgencia.

—Pobre hombre el que estécasado con ella —dijo el vendedorde aves a mi derecha—. ¡Vayadragón!

Berthe les contó a todos losvecinos que me sentaba en elmercado para ganar dinero. A mimadre esto le sentó fatal. Sinembargo, los vecinos no mostraron

un cambio en su actitud hacia mí.Uno de ellos incluso me hizo unencargo. Berthe continuó siendo elúnico encuentro desagradable. Nome podía quejar de falta de trabajo.

Y de nuevo alguien se dirigióa mí, una comerciante de la otraesquina, una de las campesinas quetraían sus productos a la ciudadpara venderlos: era pequeña yredonda, morena y de rostrosonrojado, vestía una falda larga delana de color marrón grisáceo, unablusa clara con un cinturón del que

colgaba una bolsa de cuero y unpañuelo descolorido en la cabeza.Si vendía aquí los excedentes yademás calzaba zapatos de cuero —según mis rápidos cálculos—,entonces pertenecía al grupo de lospocos campesinos acomodados.Seguramente su marido poseía supropio arado, lo que diferenciaba alos campesinos que contaban con losuficiente de los hambrientos.

Me observaba desde hacíahoras.

—¿Es verdad que sabéis

redactar cosas legales?Alcé la vista para mirarla.—Sí, puedo redactar

documentos jurídicos. No soyabogado o notario, pero puedoredactar peticiones, denuncias odefensas.

—Bien, bien. No os podrépagar en metálico. Os ofrezco unagallina por una carta y un gansopara San Martín en el caso de quetengáis éxito.

La propuesta sonabainteresante.

—¿De qué se trata?Arrugó el dobladillo de su

falda, en el que no dejaba delimpiarse los dedos. Sus ojosbrillaban húmedos. Tragó saliva.

—¿Me escribiréis unadenuncia? ¡Mi marido y yo estamosen un apuro!

Acercó hasta mi mesita lasegunda caja, que tenía allí paraque sirviera de asiento a losclientes. Mi lugar de trabajo eracada día más lujoso.

—Cultivamos cereales y

verduras no lejos de la ciudad, y yoademás crío aves que despuésvendo. Pienso que nos va muy bien.Lo hemos pagado todo: el impuestode la propiedad, el diezmo para losseñores, el diezmo para la Iglesia,el arriendo, hemos hecho frente convalentía a todas las prestaciones, nonos hemos amilanado ante nada,pero por el mismo hecho deconseguirlo, por haber llegado aconseguir algo, el gobernador denuestro señor se ha vueltocodicioso y nos reclama más

dinero. A él no estamos obligados apagarle nada, así que mi marido seha negado.

—Estáis en vuestro derecho.—Sí. En efecto. ¡Pero ahora el

gobernador ha confiscado nuestroarado, y justo en primavera! ¿Cómovamos a arar la gran superficie detierra que tenemos arrendada si nodisponemos del arado? ¡Y si nosembramos y cosechamos nos loquitarán todo!

Lloraba abiertamente.—¿Qué podemos hacer? ¿Es

que no hay justicia?De este tipo de gobernadores

ya se oía hablar a menudo. Eran elazote de nuestro país. Y con todoslos impuestos y las prestaciones alos que tenía que hacer frente, uncampesino debía ser muy trabajadorpara salir adelante.

Por desgracia, losterratenientes a menudo noentendían la diferencia entre uncampesino pobre y un campesinoexitoso.

—No os servirá de nada poner

una denuncia en el juzgado. Elprocedimiento es demasiado largo.Mientras tanto, os habréis quedadosin tierras. Además, según la leypertenecéis a vuestro señor.

—Lo sé —suspiró—.Entonces una carta de ruego.¿Podríais escribir una carta dirigidaa nuestro señor?

—Lo haré con mucho gusto.Pero podría ser que no estuvierainteresado y que lo delegue todo ensu gobernador. Quizá deberíamosredactar una copia y hacérsela

llegar al señor feudal de vuestroamo. No tiene ningún sentido quepor la codicia y la terquedad seeche a perder una buena utilizaciónde las tierras. Vuestro amo y suseñor pierden ambos dinero siponen limitaciones a vuestrotrabajo.

—Sí, sí, e incluid sin falta enel escrito qué repugnante miserablees este gobernador, se llamaRupert, el tipo más chantajista yembustero. ¡Le deseo toda clase deventosidades y descomposiciones!

Y escribid bien claro qué es lo quepensamos de él...

—Mejor que no seamos tanclaras, comadre —le dije—. Anosotros los débiles sólo nos quedaser sumisos y silenciosos parapoder conseguir algo. Sólo funcionacuando les hacemos ver a lospoderosos qué ventaja les supone eltratarnos bien.

Se sonó las narices en la falda.—¡Maldito sea! Preferiría

despachar al tipo con una horquillaallí donde pertenece, directamente

al infierno. Pero si vos pensáis queasí es mejor, no por nada tenéisestudios.

Le escribí las dos cartas alprecio de una gallina bien pequeña,lo que no era un mal trueque. Y meesforcé de la forma más sincera enredactarlas con palabras sumisas yrazonables.

A continuación instruí a lacampesina en diplomacia.

—En el caso de que recibáisuna contestación y quizá unacitación, pensad en lo siguiente:

vuestra felicidad depende de quehabléis tranquila y respetuosamente.Respirad hondo una y otra vez encuanto notéis que os estáisenfureciendo. ¡Y entonces hablad!He escrito que rogáis de la formamás humilde por que se hagajusticia y que vosotros no deseáisardientemente sino servir a Dios y avuestro señor.

—Yo le cortaría el gaznate.—Sí, sí, pero eso os lo

guardáis para vos, ¿entendido? Yno haría ningún mal si la carta a

vuestro amo fuera acompañada demedia docena de capones en uncesto decorado con flores y hojasverdes frescas.

—¿Y eso por qué?—Porque él preferirá mirar

una bonita cesta con capones queuna carta seca. Y enviad lo mismoal señor feudal de vuestro amo.

—¿Qué? ¡Además!La miré con gesto afectuoso.—¡Sin falta! Quizá sería mejor

que fuera vuestro marido, en el casode que sea menos colérico que vos.

—Es aún peor.Ella misma se echó a reír,

cogió las cartas, las enrolló y lascolocó en el corpiño. Más tarde metrajo la gallina que habíamospactado y una bolsa de cebollas.

—Gracias por todo. Tomaréen consideración vuestro consejo lomejor que pueda. ¡Y que Dios meayude!

—¡Mantenedme al corriente decómo os ha ido!

Ese mismo día aún escribí trespeticiones a diferentes juzgados de

París, que conocía mejor de lo quehubiera preferido, y cuatro cartasde amor. Una de ellas, dirigida a unalguacil de nombre Grégoire.

«Mira —pensé—, a éste loconozco.» Y le pregunté a lamuchacha si tenía tal o cualaspecto. —Sí, ¿cómo lo sabéis?

—Lo conocí por un pleito,parece un hombre bueno y justo.

Esta observación le alegró. Ycomo ambos me caían simpáticos yparecía que encajaban bien el unocon el otro, hice mi trabajo con

especial diligencia. Hacía untiempo que ella no lo veía y temíaque hubiera otra mujer en juego, yaque él había olvidado los planesque tenía para con ella. En lugar deuna carta extensa, le propuseenviarle un breve poema:

Me parece que han pasado yacien años,

desde de que mi querido sefue de mí,

y sólo han pasado catorcedías,

me parece que han pasado yacien años,

tanto tiempo me parece.

Pinté las iniciales de colorrojo y les añadí un par de artísticosarabescos, un par de pájaros en uncielo imaginario y debajo una ramacon hojas, para tapar un horriblepliegue en el pergamino. Unpequeño grupo de curiosos nosrodeaba y hacía propuestas paraque quedara más bonito.

Finalmente, quise firmar en su

nombre.—¿Cómo os llamáis?—Jeanne —observaba las

pocas líneas en mi mejor caligrafía—. ¿Y esto será suficiente?

—Creo que sí —le dije—.Una mujer no debería alardeardemasiado. Debe mostrar sussentimientos de una manera sutil,sin obligar a nada ni exigir.

Por una pieza de cobre levendí una cinta de color verde claropara atar el pergamino: el color delamor joven. Del resultado debía

enterarme pronto.Los negocios marchaban bien.

Prácticamente sólo acudían a mímujeres. Estaban contentas de notener que recurrir a un hombre paracontarle sus preocupaciones: a lamenor ocasión las hubiera tratadocon altivez. Ellas me confiabangustosas sus secretos de amor,aunque siempre se presentabanproblemas jurídicos, en lo que yoya contaba con una tristeexperiencia: asuntos de herencia,pleitos por la dote, deudas. Pronto

se acabaría el pergamino que habíaencontrado en el arca de mi padre.Tenía que ocuparme de conseguirmás reservas.

Ya era hora de irme a casa. Lepuse el corcho al tinterolimpiamente y guardé mis plumas enuna tela fina. Lo metí todo en unacartera, junto con el pergamino enblanco. Ayudé a mi vecino con lascuentas de los ingresos y otrasaparte a la hora de liquidar losaranceles del mercado. La pastelerame dio dos trozos de pastel de

carne.—Para tus hijos. Creo que

desde que estás aquí vendo más queantes. Atraes a los curiosos.

—Buenas noches —lemurmuré al cisne, que seguía sinvenderse.

—Cántame de nuevo lacanción —me pidió—. ¿Cuándo mepresentarán por fin ante la gransociedad? ¿Por qué nadie mecompra?

—No te preocupes, un ave tanbonita y orgullosa como tú siempre

la querrá alguien. Lo único quepasa es que la mayoría de la genteno se lo puede permitir.

—¿Soy muy valioso? —mepreguntó.

—Inmensamente —le aseguré,tras lo cual empezó a alisarse lasplumas por centésima vez.

De vuelta a casa me encontrécon tres espléndidos caballosatados junto a la torre. El gordoMassimo ya estaba metiendo susmercancías. Me saludó muy

amablemente y me preguntóguiñándome un ojo:

—¿Ya os puedo felicitar?Me temía lo peor. Mi madre,

con sus mejores joyas y el rostroarrebolado por la agitación,apareció por la puerta disparadacomo una bala y me arrastró haciael interior.

—No hables con la gente. ¡Nodeben saber nada!

—Yo no he...—Tienes el vestido sucio y el

cabello despeinado bajo la cofia.

Eso te pasa por ganarte el dinero enla calle como una vulgar ramera.¡Ve enseguida arriba, ponte algobonito y arréglate un poco!¡Tenemos un invitado!

—¿Qué invitado? ¿De qué meestás hablando?

Desde la cocina llegaban unasvoces masculinas desconocidas.

—¡Rápido! ¡No le vas a haceresperar más! ¡Espera, muéstramelas manos! No aparezcas en la mesacon los dedos llenos de tinta. Tesupone una mujer extremadamente

educada.—«Soy» una mujer educada.—Me temo que se dará cuenta

de ello antes de lo debido. ¡Marie,échale una mano!

Tía Marie llegó desde lacocina. Le puse a mi madre lagallina y los pasteles en las manos ysubí las escaleras confundida.

—¿De qué invitado se trata?,¿por qué mi madre está tanexcitada? —le pregunté.

—Cristina, por favor, no teenfades, creo que tu madre ha

descubierto un candidato a marido.—¿Para Céline?—¡No! ¡Para ti, tonta!Quise precipitarme escaleras

abajo.—¡Cuántas veces le he dicho a

mi madre que es algo que ni meplanteo! ¡No me casaré nunca!¡Mira, hoy he ganado ocho soles ydieciséis piezas de plata!

—Muy bien. De verdad, estásganando una fortuna. Pero ahora,por favor, sé buena y durante lavelada mantén la compostura y

muestra buena voluntad. En lo quese refiere a la boda, puedes decirtranquilamente que no. Ahora queestá aquí ya no puede remediarlo.Por lo menos esta noche sé amablecon este hombre.

Ya había extendido un vestidosobre la gran cama en la quedormíamos Marie, Céline y yomisma: uno de los que habíamosencontrado en el mercadillo y quehabíamos lavado, remendado yplanchado. Un vestido de satén azulclaro con las enaguas de color

amarillo. Tenía un aspecto muydistinguido. Me daba todo igual.Me lavé rápidamente la cara y lasmanos con el agua de lavanda queya había preparada y dejé que tíaMarie me peinara el cabello.

Mientras me hallaba junto a laventana llegaron hasta arriba desdeenfrente unos gritos.

—¡Idiota! ¡Qué has hecho otravez!

Se oyó una bofetada. Berthegritó:

—¡Deja al pobre joven en paz,

gordo monstruoso! ¡Mi Aldolino!—Anoche le dije que pusiera

el grano arriba, donde los ratonesno llegan. ¡Pues mira lo que hahecho!

—Bueno, ¿y qué? ¡Haberlosubido tú mismo! ¡Un poco demovimiento te sentaría bien!

Marie y yo nos retiramosperplejas de la ventana. A menudodeseaba que no viviésemos tanpegados a otros y evitar de esemodo el compartir obligatoriamentetodas sus conmociones vitales.

Tía Marie lo veía de otromodo. Mientras me hacía dostrenzas escuchaba atentamente:

—¡Calla! Creo que no dejaráque se le acerque más —murmuróentre risas—. Ayer por la noche élestaba muy zalamero y ella leapartó y le dijo: «Estás muygordo». En ello no le falta razón.¡Uh! ¡Sólo pensarlo...!

Tía Marie enrolló mis trenzasy las fijó. No podía llevar unacofia. Todo me parecía bien, perocuando vi el colorete para las

mejillas mi paciencia llegó a sulímite.

—¡No! Deja eso en su sitio,Marie. No aguanto que se me pinte.¡No estoy en venta! Rio un poco.

—No te falta razón, pero lahonorable así lo ha mandado. —Deninguna de las maneras.

Marie me llevó hasta elcomedor del primer piso. Era unahabitación sombría y semicircular,en su tiempo engalanada conbonitos tapices, ahora demasiadodesnuda. Contenía una enorme mesa

de nogal y unas sillas bellamentetalladas. Ya que habían robado lostapices de las paredes, Céline habíatrenzado unas guirlandas de flores yhabía decorado con ellas lamampostería.

Sobre la mesa había servidovino, un asado de conejo de verdad,una trenza de pan, conservas defrutas, pescado en gelatina, nuecessaladas y olivas en aceite. ¿Quédebía haber vendido mi madre paraconseguir todo eso?

De nuestro visitante sólo vi en

primer lugar las botas. Seencontraban sobre la mesadecorada y puesta, ni más ni menos.Las piernas a las que pertenecíanempezaban en el sillón de mi padre.Cuando entré en la habitación,reculé de inmediato.

—¡Marie, por Dios! ¡Es unmaldito inglés!

Era un hombre pelirrojo yllevaba barba.

—¡Sssh! No, es francés comotú y como yo. Entra de una vez.

Arremetí de nuevo.

—Monsieur.Hice una reverencia.

Aunque retiró los pies de la

mesa, no se molestó enincorporarse, aunque pude intuircuán grande era. Su cuerpo eraenorme. La forma en la que semovía dejaba entrever que podíaconfiar en sus fuerzas. Eso puedesuponer una ventaja cuando arribaen la sesera no se mueve nada.

—¡Bueno! Así que es ella.Muy guapa, y parece sana —dijo en

lugar de saludarme. No pude evitarsonrojarme; no llevaba colorete,pero tenía poco que ver con latimidez. («¿Queréis ver también misdientes?»)

—Me hace feliz el saber queos gusta lo que veis.

Mi ironía cayó en saco roto.—Estad tranquila, doncella.

Estoy contento. Es todo tal como mehabía prometido vuestra madre.

Mis ojos encontraron los de mimadre: te mataré, era mi mensaje.Mi madre rio, sin ser consciente de

su culpa. Sólo quiero lo mejor parati, mi niña...

—Hija mía, el chevalier deGrossetête —nos presentó mimadre.

El visitante afirmó, y prosiguiócon la evaluación de la mercancía:

—Vuestra madre me ha juradoque tenéis veintidós años.

¡Madre!—Seguro que ella lo sabe

mejor que yo. Si me permite...Me senté frente a él en una

silla destinada a mí. Uno no lo

diría, pero el pensar produce tantahambre como el trabajo físico.

—Todo tiene una pintaestupenda, madre. ¡Estoyhambrienta!

Y empecé sin ningún tipo derecato. Mi madre me siseó por lobajo.

—Aprecio cuando las mujerescomen con ganas —retumbaron laspalabras de nuestro invitado, queigualmente soltó anclas y amontonóen su plato sin distinción alguna elpescado, la fruta, el pan, el pastel y

el asado—. Las mujeres estánhechas para parir. ¡Para ello senecesita fuerza, como puedoapreciar siempre en mis caballos!¿Son éstos vuestros únicos hijos,doncella Cristina?

—No, tuve otros dos.Murieron.

—¡Bueno, los débiles sondesechados; por la naturaleza!, ¿noes cierto?

—Los idiotas por desgracia no—se me escapó. A Marie se ledebió de caer algo, pues su cabeza

desapareció bajo la mesa. Micapacidad de procrear estaba fuerade toda duda.

—¿Qué te gustaría ser demayor, hijito? —le preguntó a Jean.

Jean se irguió como una vela yno pudo evitar parecer un niñofrente a ese gigante:

—Seré notario —en esepreciso momento su voz cambió—.Pronto entraré en la Sorbona y másadelante cursaré Leyes en lafacultad de Bolonia.

—¡Qué me dices! Eso no sirve

para nada —opinó nuestro invitado,mientras le salía de la boca unpequeño trozo de anguila—.¡Trabajo de chupatintas! ¡Tornearlas palabras! Eso es para losdébiles. Te daré lecciones deesgrima.

¿Vi nacer en los ojos de Jeanalgo así como interés? ¡Hombres!

A Céline no le dirigió lapalabra, sólo le pellizcabaamistosamente la mejilla, ya quetuvo la mala suerte de sentarse a sulado. Ella me miró y formó con sus

labios una palabra que no quisieratener que reflejar aquí. Apenas lapodía reprender por ello.

—Habladnos, je vous en prie,de vuestras victoriosas batallas —le rogué afectada. Estabacomenzando a divertirme.

Y así empezamos a saberacerca de las expedicionesmilitares a Normandía, las victoriasde Bayeux, Cherbourg, Évreux,lugares en Flandes y en la Bretañadonde los «caballeros del rey»habían triunfado, le oímos

parlamentar sobre sangrientasbatallas y cómo se había castigadoa los habitantes de las ciudades quehabían osado entregarse a los (antesvictoriosos) ingleses. Sólo sabíahablar de quema y asesinato, deasesinato y quema. Cabalgar, sudary sangrar en compañía masculinaparecían constituir su únicafelicidad. Había corrido muchomundo, este chevalier Grossetête.Ahora andaba por el Languedoc,donde habían humillado a loshabitantes de Montpellier, Artois y

Picardía. Mientras tanto, habíatenido tiempo de pasar largastemporadas en su castillo, paraprocrear niños y despachar a dosmujeres. Y una y otra vez las luchascontra Inglaterra, contra las —talcomo él lo denominaba— heroicasinvasiones de este oscuro país delAnticristo.

—Monsieur —intervine sólopor jugar, para que los párpados nose me cerraran, ya que su discursome había cansado—, explicadme sies verdad que en las batallas en

Güeldres la mayoría de loshombres se ahogan en el barro y seobtiene tan poco botín que losgrandes señores finalmente se venobligados a subir los impuestos,con el fin de cubrir sus pérdidas.

—¿Y por qué no? —contestó.Mi madre me hacía señales

inquietas: ¡cierra la boca, no lehagas enfadar!

Marie comía con ahínco y nomiraba a nadie.

—¿Por qué los ciudadanos nodeben pagar por la protección?

—Por lo que sé, siempre hanpagado, pero nadie detuvo aBuckingham cuando arrasó elcorazón de Francia saqueando yquemándolo todo. ¿Y dónde fue aparar la cara flota francesa deBrujas?

Gruñó.—¡También los más valientes

pueden perder alguna vez frente a lasuperioridad manifiesta! ¡Sinembargo, hay actos heroicos quesobrepasan lo humano! Y yo noestuve con la flota. Me hallaba

luchando en tierra. Vos deberíaishaberlo vivido: los caballosespumeaban y desfallecían bajonuestro peso, pero nosotrosseguíamos acosando al enemigo connuestras espadas...

—Disculpad, monsieur,vuestro relato me fascina, por esodeseo haceros una pregunta: sólosoy una mujer ignorante, pero heleído que desde la ignominiosacaptura de Juan el Bueno loscaballeros franceses han perdido enla mayoría de las ocasiones en que

se han enfrentado con la armadainglesa, porque nuestra forma delucha es anticuada.

—¿Qué queréis decir conello? —interrumpió irritado superorata.

—Los caballeros francesesluchan con armaduras muy pesadassobre caballos de combate igual depesados y armados, tal como lo hanhecho desde hace siglos, mientrasque los ingleses se limitan adisparar desde los caballos conballesta y arco. Del resto se ocupan

sus tropas de a pie más ligeras yágiles.

—Cobardes —dijo furioso.—Pero evidentemente unos

cobardes que sobreviven.Dio un trago a la copa de vino,

desde luego no el primero, y meobservó con sus ojos bañados ensangre.

—¿Cómo es que tenéisconocimiento de estos temas,doncella Cristina?

—He leído informes. Tratadossobre el arte de la guerra.

Se produjo una tranquila pausaen la conversación, mientras elcerebro o lo que utilizara elchevalier preparaba suscontundentes ruedas de molino.

—También he leído un poemade monsieur Eustache Deschamps...

—¿Quién?—Uno de nuestros más

grandes poetas y sabios, el poeta dela Corte del rey.

—Ah, ése.Continuaba bloqueado por el

acto de pensar, así que aproveché

la oportunidad para, por asídecirlo, asestarle la estocada degracia:

Vais engalanados comojóvenes gallos,

si estáis en Francia,vanagloriaos

de vuestras hazañas...Si queréis luchar por la

gloria en la batalla,entonces llevaos un corazón y

no nuevos vestidos...

—Esto lo escribió Deschamps

tras la última batalla. Según suteoría, perdemos las guerras porquese derrochan demasiados medios yfuerzas para transportar alhajas,finos vestidos, camas cómodas yalfombras. ¡Cuatro carros porcaballero! ¿No es verdad queincluso el conde de Cavourarrastraba con él un horno paraelaborar pequeños pasteles? ¿Asíes como forjaron los romanos suimperio?

Oh, algo encajó en su cerebro.Ahora había llegado a una

conclusión:—¿Vos leéis tratados,

doncella Cristina? ¿Sobre laguerra?

—Sobre la guerra, el arte degobernar, matemáticas y filosofía...

Mi madre se quedó helada,qué catástrofe: acababa demostrarme como poco adecuadapara las intenciones de mi madre.

—Aquí se puede ver quéinconveniente es dejar que una casallena de mujeres la gobiernen ellasmismas. Las mujeres deben estar

ocupadas, si no les asaltanpensamientos tontos y pecadores.¡Deben parir y criar a los niños yocuparse de las múltiplesobligaciones de la casa, administrarlas provisiones, coser, bordar ycualquier función menor quecorresponda a una mujer! DoncellaCristina, se lo digo abiertamente:para mí la lectura no significa nada.¡En mi casa no se lee! A loshombres no les hace falta y lasmujeres no deben. Perturba la moraly debilita el entendimiento.

—¿Debilita...? No entiendocómo.

—Os lo explicaré con muchogusto. Por ejemplo, mientendimiento se refuerza si me veoobligado a recordar las cosas enlugar de apuntármelas. En lo que serefiere al contenido de lo escrito,normalmente es innecesario yfrívolo. A mis esposas no lespermito que lean. ¡La educación delas mujeres es totalmente contrariaa la naturaleza! Las convierte enrebeldes y entonces uno se ve

obligado a castigarlas, aunque no loquiera en absoluto. Pero, como yahe dicho, también para los hombreses malo. Nosotros los...

Había elevado la voz hastaconvertirla en una salmodia puestaen práctica a menudo como unsermón. Céline lo observaba comose observa a un escorpión en lapared. Jean había apartado lamirada y se hurgabadescaradamente la nariz. Marie seatiborraba impasible con losinusuales y exquisitos manjares, y

mi madre permanecía de piedra.—¿Nosotros los humanos no

fuimos expulsados del paraíso porcomer contra el decreto de Dios losfrutos del árbol del conocimiento?Os lo aseguro: ¡esos frutos eran loslibros!

«Los libros se deberían leer yno comer», pensé yo.

—¡Los libros son la obra deSatán! ¡Un cristiano debería aspirarúnicamente a la completaignorancia!

—Entonces, monsieur, vos sin

duda sois un santo.Con el resultado de sus

esfuerzos, Jean hizo una pelotitacon el pulgar y el dedo índice.

El chevalier me dedicó ungesto amistoso por el rendidohalago.

—Sabed que Dios me haencomendado borrar este pecado dela faz de la tierra. Es una tareatitánica para un hombre, pero encada ciudad, en cada monasterio, encada castillo que he conquistado helevantado una pira con los libros

diabólicos. He quemadobibliotecas, si era necesario con susguardianes dentro, miles de rollos yhe destruido có... có...cómosellamen y escribanías. ¡Ésaes, mesdames, mi tarea en estemundo!

—Se llaman códices. Sois unloco —es lo único que pude decir.

Mi madre se despertó de surigidez y dijo mientras dabapalmadas:

—¡Héloise, el pudin!Esbocé una sonrisa:

—Distinguido caballero, os lodigo también con toda franqueza, esimpensable una unión entre nosotrosdos, incluso si no le hubiera juradoa mi querido esposo fallecidofidelidad hasta la muerte. Os ruegoque no os sintáis mal por ello:somos completamente diferentes.Vos necesitáis un tipo de mujerdistinto. En todo caso, os suplicoque continuéis disfrutando de lahospitalidad de nuestra mesa.Quedaos para el postre.

Me miró fijamente con rabia,

se puso en pie de un salto, tirandoal suelo la buena silla de mi padre,y salió de la sala.

—¡Vámonos! ¡No nosquedamos más! —dijo, arrastrandoconsigo a sus hombres de laconfortable cocina de Héloise.

Oímos cómo toda esa chusmamontaba a los caballos fuera ypartía de allí. Los cerdos delcallejón chillaron enfadados.

Miré a mi madre. Se encogióde hombros como disculpándose.

—Está bien, me he

equivocado.Céline y Marie rompieron a

reír, después también yo lo hice ycon gran apetito atacamos el pudinde pan.

V

Esa mañana el río estaba grisy tenía una apariencia tan pesadacomo el plomo fundido. Lasuperficie opaca se arrastrabaperezosa. El viento, aunque fuerte,sólo era capaz de levantarminúsculos rizos en el agua.Durante mi infancia, en una ocasión,el Sena se desbordó y su corrientearrastró ganado y carros, tirandoabajo puertas y destrozando casas y

molinos.—¿Viven gigantes en el agua?

—le había preguntado a mi padre.—¿Gigantes? No, ¿cómo se te

ocurre?—Y entonces, ¿quién ha

destrozado todo esto?—El agua.Contemplé el inofensivo

líquido de mi vaso.—¿Y cómo puede el agua

hacer algo así?—¡Ah! ¡Una buena pregunta,

Cristina! ¡Ven conmigo!

Me cogió de la mano y mellevó hasta el río, un río que entretanto fluía de nuevo sereno ypacífico, como si no hubiera pasadonada.

Atravesamos el prado yllegamos hasta la orilla, dondeambos nos agachamos en el talud.

—Mete la mano en el agua yagítala —y entonces añadió—:¿Qué es más denso, el aire o elagua?

—El agua: es densa como unasopa.

—Como una sopa ligera. Siahora soplara el viento,¿entonces...?

—... entonces me caería —dije, ya que aún recordabaperfectamente un caso similar.

—Exacto. Te empuja, aunquesólo está formado por aire. Pero siel viento sopla a una velocidadsuficiente, entonces tiene muchafuerza. Aquí puedes ver quetambién el agua se mueve, ¿no esverdad? Pues pasa lo mismo quecon el viento: el movimiento y la

masa actúan juntos y producen unadeterminada fuerza. Y como por sunaturaleza el agua es más densa queel aire, puede producir, cuando sepone en movimiento, muchos másdaños que el viento. El agua es muypeligrosa. Te lo voy a mostrar.

Dejó que construyera al bordede la orilla una casa con maderitas.Veloz como una comadreja, recogíramitas y cortezas, clavé los palitosen la arena húmeda, construíparedes con las cortezas, hice unentramado para el tejado y lo

rellené con hierba.—Tu casa no tiene ni entrada

ni salida —dijo mi padre—. Perono pasa nada. ¡Ahora haremos quesople el viento! Sopla contra lacasa todo lo fuerte que puedas.

Soplé y resoplé hasta que mepuse roja, pero sólo voló la hierbadel tejado.

Entonces mi padre se quitó lagorra (mi madre le reprendió porello más tarde), la llenó de agua ylanzó con fuerza el líquido contra lacasa. Se hizo pedazos y yo empecé

a llorar.—¡No llores! ¡Dime qué es lo

que has visto!La profesión de mi padre era

la medicina, no sólo las antiguashierbas medicinales y la alquimia,sino también el estudio de lasestrellas y su influencia sobre eldestino y la salud humanos. Comotodos los astrólogos, buscaba lossignificados tras las cosas, lasgrandes conexiones y lasmanifestaciones de las cosas en elmundo del más allá. Esto no le

impedía seguir en la vida prácticalas opiniones del pensador inglésOckham. «No todo se puedecomprender sentándosesimplemente y pensando.» «Ve allíy observa si quieres saber algo.» Alcontrario que sus colegas, no perdíasu tiempo buscando en la sala deestudio peregrinas conexionessimbólicas o jugueteando con lasalegorías. Así, no veía en lasestrellas caracteres divinos, sinoque se pasaba muchas noches en eltejado para estudiar las galaxias a

las que pertenecían y despuésanotarlo en sus cartas sobre hechoscomprobados.

«No todo lo que está escrito escorrecto, Cristina. Observaatentamente. Utiliza tuentendimiento.» En ello tuve quepensar cuando esta mañana mirépor la ventana. Estábamos aprincipios de julio, pero el día erainhabitualmente fresco. ¿Llovería?Si así fuera, perdería un día detrabajo, y eso no me convenía.Decidí correr el riesgo y metí las

hojas de pergamino en una carpetade cuero engrasado. Mi madre aúnno se había levantado, pues seencontraba un poco débil.

En la cocina encontré aHéloise. Había ocupado toda lamesa y batanaba la masa sobre elsobre enharinado.

—¿Qué estás preparando debueno, Héloise?

—Empanadillas rellenas dequeso y hierbas.

—¡Ojalá fuera ya de noche!Como siempre, seguimos

comiendo más platos italianos quefranceses, aunque yo haya nacidoaquí. La cocina francesa nos esdemasiado pesada: demasiadacarne y demasiado pan.

Para desayunar bebí un vasode mosto y me guardé unas ciruelassecas y un par de nueces que queríacomer por el camino. Estaba apunto de irme cuando entrócorriendo Céline seguida de Jean.

—¡Jean me ha quitado el librode latín! —se quejó Céline.

—¡Lo necesito para la

escuela!—¡Pero si no te lo llevas! ¡Por

la noche te lo devuelvo! ¡Mientrastanto, lo puedo utilizar yo!

—¡Sí, y por las noches no losueltas!

—¡Es mío!—¡No es tuyo!—¡Sí que lo es!Céline le había arrancado el

objeto de la riña de las manos y élla perseguía por toda la cocina.Héloise cogió una cuchara decocinar e iba repartiendo palos sin

miramientos.—¡Fuera de mi cocina!Mis hijos reían y cada vez se

lo pasaban mejor.—¡Alto! —chillé—. ¡Los dos!

¡Venid aquí!Ambos se acercaron. Céline

escondió triunfante el libro tras suespalda.

—Sólo quiere hacermeenfadar —gritó Jean soltando ungallo—. ¿Para qué necesita ellalibros? ¡Es una chica!

—Jean —le dije severa—, ¡no

quiero oír esas cosas en tu boca!¡Sabes perfectamente lo que piensosobre ello!

Céline sonrió.—¡Y tú le darás el libro tan

pronto como vuelva de la escuela!Dispones de toda la mañana paraestudiar.

—Sí, si es que la abuela medeja. Siempre encuentra algodiferente que encargarme.

—Hablaré con ella. ¡Noquiero que os peleéis por un libro!¡Encontrad la manera de

compartirlo! En caso contrario, oslo quitaré, pues además no es deninguno de los dos, sino mío.

Eso era suficiente. Pero aún oícómo Jean le decía por lo bajo a suhermana al salir:

—En todo caso estás destinadaal convento.

—¡Jean!Se volvió obstinado hacia mí.—¿De dónde has sacado eso?—De la abuela.—Céline es libre de hacer lo

que quiera. Se puede casar, si así lo

desea, o puede ingresar en unconvento si lo prefiere. ¡A tidebería ingresarte en un monasterio,te sentaría muy bien!

¡Niños!Jean salió conmigo de casa,

pues íbamos por el mismo camino,siguiendo la orilla del Sena, encuyas aguas turbias y violentasnavegaba todo tipo de objetosnaufragados. Hoy nos encontramoscon una vaca muerta, sobre la queviajaba una corneja mientraspicoteaba su panza hinchada (picnic

sobre una barca), un calderoabollado, madejas de plantasarrancadas como islas verdes en lacorriente, tablones partidos ydesflecados, una silla trenzada, untrozo de red de pescar enganchadaen la vejiga de un cerdo. El vientose nos colaba incómodo por entre laropa.

—Hoy hace demasiado frío enel Cour Notre-Dame, madre —opinó Jean caballerosamente—.¡No te vayas a constipar! ¡Seguroque después te dolerá la espalda!

¿No prefieres quedarte en casa? Encuanto yo acabe con los estudios, túdeberías únicamente sentarte en elsillón, leer y comer dulces.

Le pasé la mano por elcabello. Era evidente el esfuerzoque le costaba soportarlo sin retirarla cabeza. Reí. En público no podíabesarlo desde hacía tiempo.

—Cuando quieres no dejas deser un buen muchacho. Si fuerasigual de amable con tu hermana.¡Esfuérzate un poco, aunque sea pormí! Lo tiene más difícil que tú, todo

el día bajo la batuta de la abuela...Emitió un largo gruñido:—¡Mmm, sí, lo intentaré!—¡Gracias! ¡Eres mi pequeño

maese! Todo se soluciona conlógica.

Cuando llegamos al puente deNotre-Dame vimos que había untumulto de gente más abajo, junto alpuente de los Molineros. Curiosos,nos dirigimos hacia allí y nosmezclamos con la gente para verqué es lo que había causado esaexpectación. ¡Y enseguida me

arrepentí de haberlo hecho!Bajo el puente se movían los

molinos de agua altos como dosveces la altura de un hombre hastatocar las estrechas aperturas paralas barcas. Las grandes paletasgemían y los ejes crujían. Por todaspartes el agua caía en tromba. Sólola rueda del centro se movíaextrañamente, con más lentitud,como si tropezara con unaresistencia.

—Un ahogado —me murmuróJean.

Y así era. Del agua negra salióa flote un cadáver que se habíaquedado atrapado en la rueda. Unade las piernas estaba encajada entrelas palas de madera. El rostrodescansaba sobre la rueda. Erairreconocible. Debía de haber sidoun hombre corpulento y resultabasorprendente que la rueda aúnpudiera desplazarse. Llevaron elcuerpo hasta arriba: el aguachorreaba de su cabello negro.Tenía la vestimenta hecha jirones ypor la posición antinatural de

brazos y piernas uno podíareconocer que tenía roto más de unhueso. Seguramente había estadocolgando de allí toda la noche,hasta que fue descubierto por lamañana.

Nuestras miradas aterradas sehallaban posadas en el cuerpodestrozado, contemplando cómoalcanzaba el cénit de la ruedaarrastrado hasta el punto más alto.Un brazo se elevaba y despuésvolvía a caer pesado y flácido,como si el cadáver saludara a los

mirones antes de sumergirse denuevo en el agua, un carruselmacabro, una imagen llegadadirectamente desde el infierno: larueda del destino, cómo gira y giray no nos permite saltar, bajarnosdel eterno y desgraciado ciclo, nisiquiera para abrazar la muerte.

¡Nada más nacer somosarrojados de vuelta al oscuroabismo! Cerré los ojos.

—Por la gracia de Dios, paradde una vez la rueda del molino —dijo alguien de entre la multitud.

Las barcas rodeaban el lugarde la desgracia como una manadade perros. Los boyeros hurgabancon largas varas e intentabanliberar el cuerpo de las palas,mientras que el molinero sereclinaba desde la casa del molinoy refunfuñaba:

—¡Prestad atención! ¡Cuidado!¡No me rompáis ninguna rueda!

Una de las varas se rompió yel hombre que la sostenía cayó alagua. La multitud gritó, pero éllogró agarrarse a un remo y se

subió sano y salvo a la barca.Finalmente dos hombres

consiguieron liberar el cadáver. Nose preocuparon de subirlo a bordo.Uno de ellos remó hasta la orillacontraria, mientras que el otroaferraba al muerto por el cuello, yde esta forma lo arrastraron con elbote. Al otro lado estabanesperando los sargentos.

Ya había visto suficiente, másde lo que hubiera preferido.

—Vamos.Arrastré conmigo a mi hijo,

que se fue de mala gana.—¿Habéis visto de quién se

trata?—Ni idea, por el rostro no se

le podía reconocer.—Seguramente cayó borracho

desde el puente —comentaba anuestras espaldas la gente.

—¡Brrr! ¡Vaya visión! Pobrehombre —dije yo.

—Quizá ya estaba muertocuando cayó. Alguien le clavó unadaga en la espalda y, ¡plas! —observó Jean, compasivo.

—¡Jean!—Bueno, qué quieres, madre.

Estas cosas ocurren a diario.Seguramente lo robaron yasesinaron. Iba bien vestido.

No le faltaba razón, pero noquería pensar en ello y meavergonzaba por haberme quedadoallí tanto tiempo y haber miradocomo una tonta.

Fuimos por el macizo puentede los Cambistas, desde donde, loque era muy de agradecer, ya no seveía nada de cuanto había pasado, y

después por la calle de lasPalomas. Nos separamos frente a lacatedral de Notre-Dame.

—¡Aprende mucho! Y nochismorrees sobre lo que has visto—le advertí a Jean, sabedora deque ese día sería el héroe entre suscompañeros.

Me dirigí rápidamente a lacatedral, para recuperarme delsusto y el horror de esa mañana. Alentrar en la enorme iglesia dejé elmundo fuera, detrás de mí. Estabarodeada por la doble fila de las

altas columnas que atraían mimirada hacia arriba, donde seencontraban las resplandecientesvidrieras, lo más bonito que sabehacer la humanidad. El cieloplomizo coloreaba la luz de losventanales de un violeta oscuro,cuando normalmente lo hacía con unsuave azul celestial y un rojo real.Dejé que mis ojos vagaran por todoel cosmos: los signos del zodíaco, ypor las representaciones de lostrabajos en el campo durante eltranscurso del año, los jueces, reyes

y patriarcas, las alegorías de losvicios... No, ningún vicio hoy. Y nobusqué al Anticristo, pues ya lohabía visto.

Olía a piedra tallada y resinadulce, a humo y cera de las velas.Voces sin cuerpo cuchicheaban.¿Por qué las personas buscamoscon tanto ahínco la visión delhorror? Cuando ocurre algo bueno,simplemente reímos y seguimosadelante. Pero si frente a nuestrosojos se produce un acto violento,una ejecución, algo demoníaco,

entonces nos quedamos y miramoscon la boca abierta. ¿Es pararecordarnos a nosotros mismos elpeligro, comprobamos una ilusiónsecreta en la muerte? Así como sesupone que los soldados, aúnbañados en sangre, se tornan máscariñosos tras la batalla, porquecelebran la vida recién ganada, ¿sevuelve para nosotros la vida máspreciada ante la visión de lamuerte? Compré una pequeña velapor los desgraciados, también conla idea de alejar la desgracia de mi

alma. Pero no se dejaba expulsartan rápidamente. Existía unarelación íntima con ella.

Cuando salí al mercado paraocupar mi puesto, el agua bendita sesecó fría sobre mi frente.

—Parece ser que ha ocurridouna desgracia en el puente de losMolineros. ¿Te has enterado dealgo? Tú vienes de allí —mepreguntó la pastelera.

—Supuestamente han atizado auno y después lo han ahogado.Además, los peces ya se han

comido la mitad de él —aportó elvendedor de aves—. Oh, cómo odiolas anguilas. ¡Nunca verás en mimesa una de esas bestias negrasnecrófagas!

—No sé nada. Sólo he vistocómo sacaban a un ahogado —dijeyo, y como me vieron claramenteenojada al tener que hablar sobreello, mis vecinos me dejaron enpaz.

Mi amigo el cisne ya noestaba. En el cielo avanzabanrápidos jirones de grises nubes y

desde el norte iban llegando cadavez más. Acababa de escribir doscartas cuando empezó a gotear. Laprimera era la misiva de un jovennoble a su padre, en la que lerogaba que le enviara más dinero ycontaba los pretextos másperegrinos para justificar eldispendio de una suma ya muyelevada para sus gastos. Le habíanrobado unos ladrones, había pagadouna factura cuantiosa a un médicopor atender a su fiel siervo yademás un sacerdote lo había

engañado para aportar una sumaimportante encaminada a lasalvación del alma de su veneradopadre.

Me aguanté la risa y lo escribítodo fielmente. Contemplé susmedias con borlas de seda y suchaleco con ovejas cosidas, cadauna de las cuales llevaba unacampanilla de plata. Si a ese padreaún le quedaba un resto deentendimiento debía quemar la cartay negarse a efectuar cualquier pagoadicional. A él le cobré el doble.

Los locos sólo aprenden con laspenas, me dije a mí misma. Y yo leayudé en el aprendizaje.

La segunda carta era para unamujer con una pinta simpática,limpia e íntegra, vestida en unasarga de color azul grisáceo (aveinte soles la vara), con una cruzde plata al cuello, la única joya quellevaba. Debía de ser algo másjoven que yo. Había perdido unpoco la forma del talle y del vientrepor haber parido, pero su rostro erasumamente agradable. Le

acompañaban tres jóvenes dediferentes edades y una niñapequeña de rizos rubios se escondíade mí tras su capa.

—Mi marido es vendedorambulante...

«Dios mío», pensé para misadentros; nunca había oído hablarde un vendedor ambulante que novolviera locas a las muchachas consus imanes, las bandas de color ylos broches brillantes. Y así escomo pinta la otra parte de lahistoria, la de los que se quedan en

casa.—Siempre fue bueno con

nosotras, pero ahora me temo quetiene una aventura por ahí. Cada vezpasa más tiempo fuera y trae menosdinero a casa. Quería escribirlealgo que le induzca a regresar alhogar y a mi lado.

¿Qué podía obligar a unhombre que se ha enamorado aabandonar este nuevo amor yreconocer su responsabilidad paracon su familia?

—¡Por favor! Todos dicen que

sois inteligente. ¿No conocéispalabras que lo puedan convencer?No quiero hacerle ningún reproche.Sólo deseo que vuelva.

Hice mi trabajo lo mejor quepude; juntas buscamos las palabrasque debían ablandar una piedra y leaconsejé que adjuntara algo de sushijos: un pañuelo bordado por suhija pequeña o algo de maderatallado por su hijo.

Quizá ello le ayudó, quizá no.Cuando un hombre quiere algo,entonces encuentra cualquier

argumento posible y mentiras parajustificar su manera de actuar frentea sí mismo.

Estaba negociando con untercer cliente cuando empezaron acaer las primeras gotas de las nubesbajas. A toda velocidad recogí lasvaliosas hojas de pergamino y lasplumas de escribir y tapécuidadosamente el tintero.

—Éste no es clima para mí.Mañana volveré —les dije a misvecinos a derecha e izquierda, quecon rostros furiosos perseveraban

frente al viento y la llovizna quecaía en tromba.

Para aprovechar el tiempo medirigí al Palacio de Justicia, dondepretendía buscar a un determinadofuncionario. Aún coleaba el tema dela torre Barbeau.

—Buenos días, Grégoire —saludé a uno de los alguaciles queharaganeaban por la entrada.

—Ah, buenos días, escribana—dijo Grégoire—. Vuestra cartaestaba muy bien redactada.

—Nada que vuestra chica no

me hubiera dicho ella misma.Nunca añado nada. Sólo ayudo aencontrar las palabras adecuadas.

—Pues lo habéis conseguido.En todo caso, no debía preocuparsepor mí. Sólo fue el servicio lo queme había alejado de ella. Así ytodo, tras esa breve misiva, quéotra cosa podía hacer, fui a pedirlela mano a su padre. Estáis invitadaa la boda, pues, a fin de cuentas,sois culpable de ella.

—¡Con mucho gusto!Mantenedme al corriente acerca de

cuándo se celebrará —le contesté, yentré a toda prisa, ya que entre losarcos de la entrada corría confuerza el viento.

El funcionario me hizo esperarun buen rato. Estuve sentada en laantesala unas dos horas sobre unbanco de piedra. Una y otra vez seme aparecía la imagen de la ruedainfernal y el cadáver encima.¿Quién podía haber sido elcausante? ¿Qué es lo que habíamatado a ese desgraciado?Contemplé las imágenes de los

tapices de las paredes. Se podíanver representaciones del pecadooriginal, el Cielo y el Infierno, muyindicados para el Palacio deJusticia. ¡Qué pasaría si tras lamuerte no fuéramos al Cielo, quépasaría si el martirio prosiguiera!Una representación terrible. Sacudíla cabeza y miré por la ventana paradeshacerme de esa imagen.Finalmente, el funcionario me hizollamar.

—La torre de Barbeau, vaya,vaya.

Era un funcionario bastantejoven de la administración deHacienda. Tenía un rostroagradable y parecía comprensivo.

—¿Disponéis de testigos?Me exigían que presentara

testigos de la donación.—No, distinguido señor.

Desgraciadamente, es muy difícildespués de tanto tiempo: elfuncionario real que en su díaredactó el documento ha fallecido.Uno de los testigos también, asícomo el mismo rey. Otro, un amigo

de mi padre, vive en Italia. Mishermanos están intentandolocalizarlo para que atestigüe en mifavor, pero eso puede ir paralargo... Tampoco entiendo por quéha de ser éste el procedimiento. Yaaporté personalmente el documentoque acredita la donación.

—¿Ah sí? —preguntó de verassorprendido—. ¡Qué extraño! Misuperior no me ha dicho nada alrespecto. ¿Disponéis de una copia?

Me asusté.—¿Una copia? ¿Por qué debía

hacer una copia del documento si selo entregué en mano al mismopresidente del Tribunal de Cuentas?

Frunció las cejas.—Pero madame, ¡uno nunca

entrega un documento tanimportante sin antes hacer unacopia!

—Pero el presidente delTribunal de Cuentas...

«¿Cómo podía saber yo algoasí? ¡Nadie me ha instruido enadministración y temas jurídicos!—me quejé para mis adentros—,

¡papá, menos sobre las masas y lavelocidad, menos poesía y másconocimiento práctico me hubieransido de más utilidad!»

El joven funcionario me mirócompasivo.

—No os intranquilicéis muchopor ello. Si realmente le habéisentregado ese documento a SuExcelencia, entonces ya aparecerá.Tiene tanto trabajo, tantosdocumentos sobre la mesa. Meocuparé del tema en persona.Mientras tanto, confío en que

vuestros hermanos localicen altestigo. Eso sería muy importante.

Se puso en pie, dio la vuelta asu mesa y me tendió la mano.Pensaba que quería ayudarme, asíque se la cogí. Me levanté, pero lamano tendida permaneció abierta.

Ajá, así que no era tansimpático. Cogí mi bolsa, saqué unapieza de oro y le calenté la palmade la mano con ella. La mano secerró. Como un rayo. Rio. Salí deallí sin haber conseguido nadaconcreto.

Mi padre me había enseñadoque la cólera es muy malaconsejera. A pesar de todo, meencontraba indescriptiblementefuriosa. Había puesto denuncias ome defendía de ellas yo misma encuatro tribunales de Justicia deParís al mismo tiempo. A la vez, meveía obligada a buscar sin cesardocumentos y testigos para cosasque claramente me pertenecían. Meveía obligada a malgastar mitiempo estudiando lascontradicciones y los

requerimientos de mis oponentes yde sus funcionarios comerciales,pues todos me mentían o me dabanlargas. ¡Detestaba todo esepapeleo!

¿Hubieran hecho ese mismojuego con un hombre? Alguien hasostenido que la inteligenciafemenina no es suficiente para elestudio de las Leyes. Quizá así sea:el celo con el que intentanengañarme así lo demuestra.Aunque puedo nombrar una docenade ejemplos de grandes y antiguas

soberanas que reaccionaron conmás perspicacia e inteligencia quecualquier varón. Y mi inteligenciadebe ser suficiente hasta que Jeanse haga mayor, si no, esta familia sehundirá.

Con una mirada oscura ymurmurando para mí llegué a todaprisa hasta nuestra casa después decruzar el puente e ir por la orilla.

Los vecinos estaban agrupadosen la calle con las cabezas gachas.Mi estómago se contrajo. ¿Quéhabía ocurrido ahora? Pero la

mayoría de ellos, lo reconocí alacercarme, no se hallaba frente anuestra puerta, sino frente a la deBerthe.

En nuestra casa reinaba uncompleto silencio. De la de Bertheprovenía un clamor de lamentos.

Tía Marie me recibió en elumbral.

—El genovés se ha ahogado—me dijo—. Se lo han dicho hacemedia hora.

Pálida del susto entré en casa.—Cómo es posible que esta

mañana le viera y no loreconociera. Quiero decir, colgabade la rueda del molino, pero uno nopodía reconocer... Jean tambiénestaba allí... ¡Dios mío!

—Sólo me pregunto cómo esque aún no han traído el cadáver —pensó en voz alta tía Marie—.Siempre lo hacen así.

—Quizá por deferencia paracon los familiares. Seguramente notenía... no tenía... un aspecto muypresentable.

Marie resopló.

—¿Deferencia? ¿Desdecuándo «ellos» tienen deferencia?

Con «ellos» se refería a laadministración real, a losalguaciles, a los nobles, a todosaquellos que estaban por encima denosotros. Bueno, todo seguiría sucurso. Naturalmente que lo sentíamucho por el gordo Massimo y sufamilia, pero yo misma tenía unaspreocupaciones abrumadoras.

En el camino a casa habíallegado a una determinación. Pormuy penosa que me resultara esa

decisión, sabía que como mujer nopodía solucionarlo todo sola.Necesitábamos portavoces lo másrápido posible. Me había llevadoun chasco con todos aquellosnobles señores que en el pasadohubieran aceptado con mucho gustolos servicios de mi padre, sí, leshabría supuesto un privilegio servistos con él. La hija de un muerto.¡Qué poco interesante! A raíz deello intenté orgullosa llevar todoslos asuntos yo misma, aunque conpoco éxito. Así que ahora me

dirigiría al más alto estamento: alpropio rey. Se decía que ya sehabía recuperado del baile de SanVito. Sus ataques eran cada vez máscortos. Mientras tanto, habíatomado suficientes decisiones parahacer enfadar a sus tíos y frustrarsus planes más terribles.

—No quiero que nadie memoleste —les dije a Marie y a mimadre en un tono tan decidido quepor una vez me dejaron en paz.

— Oh, là là -chasqueó Marie.Me fui al estudio y escribí una

carta de ruego bien redactada alrey. No, debo admitir sinceramenteque escribí cuatro o cincoversiones, todas las cuales sonabano demasiado irritadas o demasiadoamargas. Los grandes señores sóloquieren saber de desgracias cuandoestán en verso y suenan graciosas.Redacté el borrador en un viejopergamino y borré lo que me habíasalido mal con el cuchillo y lapiedra pómez. Finalmente, la quintaversión fue la correcta. Enrollé elpergamino y lo lacré.

Por la noche fui a ver a Berthe.Se encontraba en la tienda, sentadasobre un saco de lana coloreada. Elcabello negro le colgaba sin brilloy revuelto. Las manos yacíaninmóviles sobre su regazo. Tenía laapariencia de una mujer rota. Aldose hallaba pegado a la pared deatrás como un fantasma.

—¡No sabes cuánto lo siento,Berthe! ¿Puedo hacer algo por ti?

Apenas había pronunciadoesas palabras cuando la viejaBerthe ya estaba sobre sus fueros.

Toda veneno, se lanzó sobre mí y,cogiéndome de los hombros, queríaecharme de su casa.

—¡Tú! ¿Qué es lo que quieresaquí? ¿Quieres regodearte en midesgracia? ¿Te crees que no me doycuenta? ¡Te humillé y ahora tevengas por ello! ¡No eres ningunasanta, tú precisamente no! ¡Ahoradesaparece y déjame en paz!¡Fuera! ¡Puedes quedarte con tucompasión!

Todo el tiempo me habíaestado empujando y había apagado

a gritos mis leves protestas. Elantipático sigue siendo antipático,aunque las cosas le vayan mal.

—Como tú quieras, Berthe.Me giré con la intención de

irme a casa, cuando Aldo fue trasde mí. Me cogió del brazo, uncontacto extrañamente laxo, comola mano muerta de su padre. Meestremecí. Retiró la mano deprisa.

—Disculpa, vecina. Mi madreno sabe muy bien lo que dice. Teagradezco tus muestras de pésame ylas valoro. Ninguno de los demás

—dijo señalando a los vecinos quechismorreaban-estuvo aquí.

Y si hubiera sabido cómo meiban a recibir, tampoco yo hubieraido. Asentí con la cabeza.

—Está bien, Aldo. Lo sientomucho por tu padre. Era una buenapersona. Después enviaré a Héloisecon algo de sopa. Procura que comaalgo.

—Gracias.

VI

El «plan St-Pôl», como lohabía bautizado, fue de principio afin una desgracia, sí, algo grotesco.Con toda mi resolución, meencaminaba cada día al palacio realentre los dos muros e intentabainterceptar al rey o a su mayordomopara entregarles mi escrito deruego.

St-Pôl era un bonito palacio depiedra caliza gris clara; debido a

sus muchos arcos sobre los portalesy las ventanas, la tracería y laspequeñas y gráciles torres quecoronaban cada uno de los pilares,tenía la apariencia de un elegantejardín de piedra. Un trabajo depicapedrero de gran perfecciónhabía dejado crecer centaureas,cangrejos de mar y ornamentoscirculares bajo los arcos, de formatan tierna y con un dinamismo tanvivo que una podía creerse que setrataba de una maraña de plantas yno piedra dura.

En su interior el palacio eratodo un laberinto y albergaba conmucho más habitaciones y cámarasde lo que uno podría pensar vistodesde fuera. En alguna ocasiónhabía estado allí con mis padres,cuando aún nos invitaban a lasfiestas de la Corte, y más adelantecon Étienne.

Las primeras piezas de platade mi tesoro guardado con celo tuveque dejarlas a los soldados quehacían guardia en el portalprincipal; las siguientes a un

mayordomo, que me llevó a alguienque conocía a alguien que sabía quécamino cogería hoy el rey. Fui en subúsqueda por la gran casa como enuno de esos sueños opresivos en losque uno busca a alguien y sólo vedesde lejos cómo desaparece poruna esquina.

—Te daré un tálero entero —le prometí a una criada—. Te lodaré en cuanto me hayas llevadohasta el rey.

Me pasé de lista. Sonriópicara y me hizo una señal.

Volvimos a subir y bajar escaleras,pasamos por pasillos conbellísimos tapices en las paredes,puertas doradas tras las queestallaban carcajadas. El pasillodesembocaba en una sala, cuyasparedes se hallaban recubiertas deseda verde y el techo decorado conun fresco magnífico. En la ventana,dándome la espalda, se encontrabaun hombre delgado vestido conmedias doradas y un jubón debrocado de oro rojo. La criada sevolvió a mí y extendió la mano.

Dejé en su palma mi último tálero.Sin embargo, mientras me acercabaal hombre y me aclaraba la voz conel fin de llamar su atención sobremí, éste se giró y de ninguna maneraresultó ser el rey, sino un hidalgocualquiera, un solicitante como yo.La criada ahogó la risa ydesapareció.

En ese mismo momento oímoscaballos frente a la casa y vimosdesde la ventana del tercer pisocómo el rey montaba y marchaba deallí con su séquito.

Con su mayordomo me ocurriómás o menos lo mismo.

Una vez conseguí dar con elduque de Orléans, pero no estabainteresado. Con un gesto de lacabeza me ordenó entregarle elescrito a su escribano en la Corte.Obedecí, pese a que tenía pocasesperanzas de que mi epístola lellegara al rey algún día. Ya no mequedaba dinero, nada con lo quepudiera allanarme el camino, y noalbergaba ninguna esperanza.

Estaba tan indignada,

defraudada y amargada que me situéen los peldaños del palacio y, medaba igual quién escuchara,declamé un discurso:

—¡Ah! ¿Dónde puedenencontrar consuelo las viudas a lasque han despojado de sus bienes?¡En Francia, donde en otro tiempose acogía amistosamente a losexpulsados y los que buscabanconsejo, ahora ya no se les prestaasistencia alguna! Los nobles ya nomuestran la más mínima piedad. ¡Lomismo es aplicable a los sabios de

idéntico linaje! ¡Cada cual se ocupade sí, de su fama y de suspropiedades, y no piensa que todosprocedemos de lo mismo y que lacabeza muere cuando descuida elcuerpo! Mirad cómo los condes seenriquecen a base de fuerza, cómoutilizan sus cargos para defendersus propios intereses. Las personasde rango social inferior siguen suejemplo: cada uno engaña y mienteal otro. ¿Adónde nos llevará esto?¡Ayudad a los débiles! ¡Prestadmevuestra confianza! ¡No veo a nadie

que pueda tener piedad! ¡Los oídosde los condes son sordos antenuestras quejas!

Así estuve declamando comoprotesta durante un rato, con el finde desahogarme. Las personasmayores del palacio pasaban a milado y al tiempo sacudían la cabezay procuraban no mirarme. Un par denobles jóvenes y sus amigas separaron y se rieron de mí. Un señorde cabellos plateados, envuelto enunos ropajes caros pero no lujosos,me aplaudió sin burla. Se acercó a

mí y me habló:—¿No es ésta la pequeña

Cristina, la hija de mi amigo Tomásde Pizzano?

—Sí, soy Cristina de Pizán —le contesté sorprendida—. ¿Y vossois...?

—No es extraño que no mereconozcas. Eras aún muy pequeñacuando te dejaban bajo mi custodiasi tu padre tenía que hacer en elLouvre. Lo llamabas «el paísdorado».

Entonces recordé.

—¡Gilles Malet!En aquellos tiempos, el país

dorado era para mí la BibliotecaReal. A menudo me dejaban bajo lacustodia del bibliotecario. GillesMalet estaba entonces soltero ydebía ocuparse de mí. No eradifícil, pues sólo debía dejarme unoo dos de los libros ilustrados encolor y yo me quedaba durantehoras acurrucada silenciosa comoun ratón sin brío e inventaba mispropias historias a partir de lasiluminaciones, ya que aún no sabía

leer. Los libros de la BibliotecaReal contenían especialmentemuchas ilustraciones y letrasdoradas, por ello mi denominacióndel «país dorado».

—Gilles Malet —dije otra vezllena de alegría y nostalgia, ya queel nombre había despertado misrecuerdos de unos tiempos felices.

—Me agrada sobremanera quealguien me llame por mi nombrecon ese tono. Hoy en día, pordesgracia, ya no es tan frecuente.¿Quieres acompañarme? Voy a la

biblioteca —me propuso el anciano—. Estaría bien que por un tiempono aparecieras por aquí. Alguienpodría pensar que has ofendido aSu Majestad.

Había parado junto a nosotrosun carruaje abierto de dos ruedastirado por un pequeño y panzudocaballo. Con algo de esfuerzo,conseguimos colocarnos los dos enel pescante.

—Por desgracia mis piernasse han vuelto demasiado débiles.Estos días ya no son capaces de

llevarme muy lejos —dijo Gilles,mientras cogía las riendas,chasqueaba la lengua y el gordocaballo se ponía en marcha.

Condujimos por las calles delQuartier St-Pôl, por la Porte St-Martin hacia el Louvre, la viejaciudadela junto al río. Íbamosdespacio. A esa hora del día habíamuchos vehículos y jinetes decamino. Para mí suponía unaperspectiva curiosa ver elmovimiento desde el asiento de unbonito carruaje. Era un poco como

si uno no perteneciera a ello, comosi asistiera a una representación:mujeres que andaban por los bordesun poco elevados de la calzada concestos en el brazo y fardos sobre lacabeza, niños que jugaban aperseguirse entre los viandantes.Allí un carpintero cargaba un arcón,el cristalero tomaba las medidaspara un pequeño vidrio redondo. Unvendedor de agua balanceaba doscubos de madera sobre una barra.

—¡Agua! ¡Agua dulce y fresca!¡Agua fría!

La mayoría de las vecescogían el agua directamente delSena, y el agua del Sena era todomenos dulce y fresca.

Cada vez que veía el Louvreme sorprendía de nuevo la profundaimpresión que transmitía, aunadmitiendo que en comparación conSt-Pôl parecía más recio, menoselegante. Pero el castillo de FelipeII Augusto tenía algo deextraordinariamente mayestático. Elrey Carlos V, el padre del actual,no quiso seguir viviendo allí

después de que asesinaran ante susojos a dos de sus mariscales. Seentendía.

Nos bajamos del pequeñocarruaje. Todos saludaron conrespeto a monsieur Malet. Tambiéna mí. Hacía tiempo que no mepasaba. Una sólo debía estar bienacompañada. Durante todo el viajehabíamos charlado de cosassuperfluas y habíamosintercambiado recuerdos de losfelices tiempos bajo Carlos V. Yome había esforzado amablemente en

mostrar una buena cara. Perocuando Gilles Malet me sirvió unacopa de vino especiado y solicitóque nos sirvieran pan de miel, mepreguntó:

—Cristina, ¿no quieresdecirme cómo te van las cosasrealmente? Puedo ver que arrastrasun gran peso.

Y entonces rompí a llorar. Leconté todo: qué difícil había sidotodo para nosotros tras la muerte deÉtienne, cómo la Corte nosacechaba y nos complicaba la vida

con procesos y obstáculos de todotipo.

—¡Si yo fuera un hombre no seatreverían a manejarme de esaforma! ¡En ocasiones pienso que lasmujeres somos una equivocación dela naturaleza! Somos débiles y noconseguimos llevar a cabo nada. Enocasiones me menosprecio a mímisma y conmigo a todo el génerofemenino.

—Eso sería fatal, Cristina; alcontrario: hay que admirar a lasmujeres por todo cuanto logran

hacer a pesar de su debilidad. Y siademás uno se encuentra con unamujer como tú, que sabe utilizarmuy bien su cabecita, entonces sólopuede sentir el máximo respeto.

Esas palabras me hicieronllorar aún más, ya que el bueno deGilles era un hombre chapado a laantigua y de lo que él decía yopodía apreciar ya muy poco ennuestros días.

Con algo de esfuerzo conseguírecuperar la compostura. Me sonéla nariz, bebí un sorbo de vino y

dije:—Monsieur Malet...—... hace nada aún era Gilles,

tu viejo amigo. Que siga siendo así.—Bien. Gilles, lo siento

mucho, no pretendía colmar tusoídos con mis lamentos. Estoytrabajando para conseguir otrosingresos para mi familia. ¿Sabes?,trabajo como escribana.

—¿Dónde?—En el mercado de aves. Me

va muy bien, tengo faena y llevoalgo de dinero a casa.

Hizo un gesto despectivo.—¡Sí, pero no será mucho! En

el mercado de aves seguro que sólote ganas unos centavos.

—Desgraciadamente es laúnica posibilidad que tengo. Entodas las escribanías me hanrechazado. O bien no necesitaban anadie o bien no querían a una mujer.

—Mmm.Pensó un rato y me llevó a su

propio atril, donde estaba todopreparado.

—¡Aquí tienes! Copia media

página de este libro.Quería cogerlo para buscar el

pasaje que copiar, mis manos ya seencontraban sobre él, cuando Gillessoltó una pequeña exclamacióncomo advertencia:

—¡Ah!Tuve que reír.—Disculpa, Cristina. Una

vieja costumbre. Por desgracia nopuedo actuar así con los pilluelosdel rey. Ah, es terrible ver cómotratan a veces mis libros. ¡Paravolverse loco! Gracias a Dios, el

soberano me concede una bolsa dedinero muy generosa para encargarcopias y reparaciones. ¡Bueno,empieza entonces!

Colocó un reloj de arena sobreel atril y lo giró, de forma que laarena empezó a caer. Me puse atrabajar en silencio y prestéespecial atención a escribir tantocon buena caligrafía comorápidamente. Es una cuestión deequilibrio. Algunos clientes quierensobre todo una letra grácil yesmerada, y otros prefieren que sea

lo más rápido y barato posible.Gilles Malet miraba de vez en

cuando por encima de mis hombrosy murmuraba afirmativamente.Cuando dejé la pluma y repartí laarena por la hoja había pasadocerca de un tercio de la hora. Gillesalzó la página y la observósatisfecho.

—¡Escribes bien! Sí, creo quepuedo hacerme responsable deencargarte trabajos, si es que teinteresa.

—¿Tengo que trabajar aquí?

—Aquí, si lo deseas, otambién en casa. Te entregarélibros, libros cuya caligrafía se haido perdiendo o cuyas páginas estánusadas o dañadas. Libros de loscuales el rey desea disponer decopias para regalar.

—Me gustaría trabajar en casa—le dije—, así puedo estartambién para los niños en el casode que me necesiten. Estos últimostiempos no he parado mucho porallí.

Gilles cogió un códice

especialmente estropeado de sumesa.

—Bien, entonces... Bueno,toma primero éste. ¿Con quérapidez escribes? Presumo quetreinta líneas por hora. ¿Unasdoscientas líneas al día?

Hice los cálculos rápidamente.En casa, en un ambiente conocido,podía incluso escribir más rápidosin por ello perder en calidad.

—Sí, más o menos. Podríaterminar este libro en una semana.

—Bien, pero debes dejar

espacio para las iniciales pintadasy también allí donde hayailustraciones. No necesitas coserlas páginas. Eso se hará cuandohayan terminado los ilustradores.En cuanto termines esta parte deltrabajo me la devuelves o me laenvías con un mensajero. Y en elcaso de que me guste te haré nuevosencargos —me acarició la mano—.Pero de ello no tengo ninguna duda.

—¿Qué recibiré por estetrabajo? —me atreví a preguntarle.

—Te puedo pagar entre diez y

treinta táleros de oro, dependiendode la extensión y dificultad dellibro. ¿Te parece bien?

Oh, claro que me parecía bien.¡Eran unas sumas increíblementealtas para mí, pues hasta entoncesme había pasado todo el día en elmercado por un puñado de soles!

—Me parece estupendo,gracias, Gilles. No sabes bien loque me ayudas.

—¡Qué dices! —dijorechazando el agradecimiento,aunque se alegraba claramente por

ello—. ¡Ahora debemos hablarsobre el material, Cristina!Escucha: no quiero que utilicesninguna tinta con sulfato de cobre,tal como se ha hecho hasta ahora.Hemos podido constatar queestropean el pergamino. Se trata deun ácido cáustico que también actúadiluido. Aquí lo puedes ver muyclaramente...

Me enseñó partes del libro quedebía copiar donde el pergaminoparecía como carcomido y algunasoes y aes incluso habían

desaparecido.—Y debes prestar especial

atención en ver qué tipo y calidadde pergamino utilizas, si el originales de piel de ternera, cabra u ovejao de cualquier otro tipo. Para loslibros de esta biblioteca sóloquiero, la mejor calidad, un buencolor y sin agujeros o picaduras. Elmaterial lo cobrarás por separado.

Me apuntó la dirección de uncurtidor en la orilla derecha delSena.

—Ve a ver a maese Bernard.

Curte las mejores pieles de París.También te las cortará, aunque elloreducirá naturalmente tus ingresos.

—Puedo hacerlo yo misma.Papá me enseñó.

Aunque tuve en cuenta que silos ingresos iban a ser regulares,podía permitirme encargar las hojasya cortadas y así escribir más.

—Bueno, querida, y ahorafirmaremos un contrato comocorresponde.

Después estuvimos charlandotodavía un buen rato. Trataba

mucho con los grandes señores,incluso con el mismo rey, así quesabía gran cantidad de cosas sobreellos que apenas eran de dominiopúblico.

—¿Dispones de una copia delescrito de ruego? —me preguntófinalmente. Tenía una—. Estos díasapenas veo al rey, así que no tecrees muchas esperanzas. Pero verélo que puedo hacer. ¡Te lo prometo!

Lo abracé cariñosamente ycasi me puse a sollozar de nuevo.

Cuando lo dejé, ya estaba

oscureciendo, pero ni me di cuenta.Mi ánimo era ligero y alegre, y misojos seguían a las golondrinassobre los tejados de las casas. Mesentía como una de ellas. Ahora síque ganaría un buen dinero. Quizáincluso podría contratar a alguien yambos escribiríamos mejor y másbarato que las escribanías de laorilla izquierda. Incluso podríaabrir mi propia escribanía, ¿por quéno? ¡Me encontraba en la orilladerecha, cerca de los palacetes ylas casas de la buena sociedad! Ya

me lo podía imaginar: ¡escribaníade Pizán, proveedora de laBiblioteca Real!

Con estos pensamientos felicesen la cabeza caminé rápida por lasprincipales calles adoquinadas. Yame había olvidado del asunto delviolento acreedor.

Qué bonita era París en elcrepúsculo: en cada ventana laslamparitas de aceite diseminabansus calientes rayos. La gente sesentaba frente a sus casas yremataban el día con un vaso de

vino.Cuando giré hacia las calles

laterales desde la Place de Grève,prácticamente ya había anochecido.No habían tendido las cadenas. Elrey estaba en la ciudad, aunque yono lo hubiera visto. En París por lanoche se tienden cadenas paracerrar las calles. De esta forma seevita que las bandas de ladrones ylas tropas enemigas se muevan a susanchas. Pero tras la última revueltapopular el monarca pactó con losparisinos que las calles quedaran

libres al paso mientras él estuvieraen la ciudad. Desconfía de supueblo (con razón) y prefiere tenerfranco el camino de huida.

Así que yo saltabadespreocupada de adoquín enadoquín cantando para misadentros, por lo que no oí llegar ladesgracia. De nuevo, como tan amenudo, Cristina tenía la cabeza enlas nubes.

Sólo en el último momento oítras de mí cómo resoplaba uncaballo y se alzaba sobre sus patas

traseras, después de que su jinete lehubiera fustigado fuerte con sulátigo. ¿Habría estado a punto deatropellarme? Quería ver lo quehabía pasado, cuando noté que mecogían por el talle, me alzaban en elaire unos brazos fuertes y mearrojaban como un fardo sobre elvientre encima de la silla demontar, delante del jinete.

Me habían quitado tanrápidamente el aire de los pulmonesy del diafragma, que no tuveocasión de gritar. Y entonces se

inició una salvaje carrera por no séqué calles. Me giré e intenté darlepuñetazos al jinete. La perilla de lamontura me presionabaocasionándome gran dolor en elestómago. El caballo parecía teneruna zancada firme: a cada paso yobrincaba. Me estaba mareando.Perdí el pastel de miel y elexcelente vino de Gilles Malet.También se me cayó el casquete.Quedó a mis espaldas sobre laporquería de la calzada como unapaloma muerta.

Por fin pude gritar. Tenía laimpresión de que había gente, peroreían y se lo tomaban a broma. Sólovi un trozo de la desgreñada pieldel caballo y quizá la rodilla deljinete. ¿Quizá uno de los nobles sehabía sentido ofendido por midiscurso de esa mañana frente alpalacio St-Pôl? Mordí a misecuestrador en la pierna. Megolpeó la cabeza y perdí elconocimiento.

Cuando volví en mí me hallabatumbada sobre una cama; una cama

extraña, como pude constatar almomento. Se trataba de un simplelecho de madera con sacos de pajaencima, lo bastante ancho para dospersonas. Sobre los sacos habíapieles de animales, pellejos decabra cosidos uno al otro y una pielgrande, ligeramente curtida, deciervo, que se suponía hacía lasveces de cubrecama. Aparte de unbaúl para los vestidos, en lahabitación no había nada más. Porel suelo había esparcida paja. Olíaa viejo y a moho. Mi madre no

hubiera permitido tal desorden.La habitación no tenía

ventanas al exterior, pero sí unachimenea, un gineceo clásico, lacámara para mujeres, seguramenteen la zona más interior del castillo.Observé los enormes muros depiedra arenisca; sólo había un parde estrechas rendijas por las que secolaba la luz. Olía a humo ycerveza desbravada. El estómagome dolía de una manera infernal.Debía de tener toda la partedelantera de mi cuerpo repleta de

moratones. Me puse en pie y volví amarearme. Junto a la mesa habíauna jarra de agua. Cuando bebí mesentí un poco mejor.

Entonces me acordé del libro.¡Confiaba en no haberlo perdido!Lo llevaba en una bolsa colgada delcuello. Allí estaba, en el suelosobre la paja. ¡Gracias a todos lossantos! Alcé la bolsa, saqué el libroy lo acaricié.

La pesada puerta de roble seabrió y una criada se asomó alinterior. La puerta se cerró de

nuevo. Ahora seguramente iría a suseñor y le informaría de que ya mehabía despertado. Escondí el libroentre la paja.

Unas pesadas botas atronaronpor una escalera. Así que mihabitación se encontraba encima dela gran sala. Mi habitación no sepodía abandonar sin pasar pormedio del castillo. Oí un sonido demetal. ¿Una camisa de hierro, unaespada?

La puerta se volvió a abrir yentró mi anfitrión, seguido de un

monje franciscano que llevaba lacapucha calada hasta los ojos.Conocía muy bien a mi anfitrión: elchevalier Grossetête.

—¿Respondéis a miinvitación? Qué amable por vuestraparte. Es una pena que no meprocurarais un transporte máscómodo. Hoy apenas podré serle deservicio.

Me miró ofuscado.—¡No seas descarada, mujer!

¡Ahora estás en mi casa yobedecerás mis reglas!

Chasqueó los dedos y ladoncella de antes entró y se acercótanto a mí que la pude observar. Élla cogió del cabello y giró surostro. Tenía profundas cicatricesde latigazos en ambas mejillas y enla frente. La apartó de allí y elladesapareció, encogida como unanimal castigado.

—¿Qué es lo que queréis demí?

—Lo que ya quería la últimavez. Que las circunstancias seanmás incómodas es culpa tuya. Te

casarás conmigo.—¿Ahora mismo?—Sí, este monje nos casará.—No quiero.Furioso, alzó la mano contra

mí, pero el monje le cogió delbrazo y le murmuró algo al oído.

—De acuerdo. Dejaré que estanoche descanses. Pero te aconsejoque entres en razón. ¡No soy unhombre paciente!

Abandonaron la habitación.Por la mañana la primera que

entró fue la doncella de las

cicatrices. Me preguntaba si todossus criados tenían el mismo aspectoo si la había escogido paraacobardarme. Pero no me habíaasustado lo más mínimo. Pensé enel encargo de Gilles Malet. Y sentíuna gran ilusión por luchar. ¡No meiba a estropear esa felicidad!

—¡Está bien! —le dijeimpaciente a la doncella, que mequería cepillar el cabello—. Nodebo estar bella. ¡No voy a casarmecon ese buey!

Rio con sutileza.

Evidentemente ella tambiénesperaba que yo cambiara deopinión.

— Debéis poneros esto.Me señaló un vestido que

había traído, un bonito vestido. Enotras circunstancias me habríaalegrado: fino satén azul de Lucca yunas enaguas con un ancho bordadode plata. No tenía ninguna intenciónde ponérmelo.

—¿Tanto te ha maltratado?Afirmó con la cabeza. Ya lo

sabía.

El señor de la casa apareciócon estrépito metálico, como undragón entrado en años.

—¿Por qué no te has puesto elvestido, muchacha?

Bajo esas circunstancias, noveía ninguna razón para ser amable:

—Porque ni me voy a casarcontigo ni acepto regalos de alguiencomo tú, caballero abominable. Ypara que lo sepas de una vez: hacetiempo que dejé de ser unamuchacha. Soy viuda y madre,como muy bien sabes. Así que

muéstrame el respeto que merezco.La criada se encogió de

hombros. Grossetête mostró susdientes amarillos en su ridículointento de sonreír. A sus espaldas elmonje de marrón inclinó la cabeza.¿Llegué a oír un ligero resoplido,casi una risa? ¡Imposible!

—Muy bien, como quieras. Terespetaré si te lo mereces. Pero tecasarás conmigo.

Conseguí mostrar sangre fríaante la situación.

—No consigo entender por

qué me deseas. Somos pobres desolemnidad, al matrimonio sólo tepodría aportar cinco bocashambrientas, una de ellas la de unahija necesitada de dote.

—Oh, entonces estoy malinformado: ¿no posees tres fincasen el Marne y la torre Barbeau,además de tierras?

—Cuya propiedad me estásiendo discutida por la Corona. Ylas fincas no aportan nada, ni unúnico sol.

—Porque una mujer no sabe

cómo ocuparse de ello. Una casa,un castillo lleno de niños, eso es loúnico de lo que se puede hacercargo una mujer. Estoy informadosobre tus propiedades. En cuantolas fincas me pertenezcan a mí,cabalgaré con mis hombres hastaellas, echaré a los administradoresinfieles y pondré en su lugar a migente. ¡Y entonces verás cuánrápido se saca algo de allí! La torreserá mi casa en la ciudad. ¡LaCorona no «me» la va a negar!

En lo que se refería a las

fincas, desgraciadamente no lefaltaba razón. En ese momento meera muy difícil agradecerle a Diosque hubiera hecho a las mujeresmás débiles que los hombres y acambio nos hubiera dado lasmismas capacidades. Al final todose reduce a lo mismo: los débilessólo pueden seguir viviendo en pazsi los fuertes se lo permiten. Asíque vivimos de su compasión. Unaamarga constatación.

Entre tanto el caballero yahabía hecho planes para nuestro

futuro. Pero algo no lo habíacomprendido bien. Así que lepregunté:

—Tú también debes tenerhijos...

—¡Sí! —dijo orgulloso, sedirigió hacia la puerta y dio unaspalmadas. Así que la manada yaestaba esperando en el salón deabajo para ser presentada a sunueva madre.

Fueron entrando: uno, dos,tres, cuatro, cinco... No habíaespacio en la habitación y empecé a

boquear para coger aire... Seis,siete, ocho, nueve. ¡Dios mío, nopodía ser verdad! Se trataba de unapesadilla: diez, once, docepelirrojos de todas las edadesfueron desfilando. La paternidadera innegable: los jóvenes tenían sumisma planta de animal, losmayores incluso una pelusilla rojaen la barbilla. Las dos chicas memiraban con sus ojos fríos ydescoloridos.

De alguna manera me vino a lacabeza la idea de que sólo debía

producir un montón de macizosbebés pelirrojos y que todosnacerían ya barbudos. Elpensamiento me hizo reír tanto queprácticamente me puse histérica. Elaire viciado debió contribuir a ello:el chevalier me dio una bofetada,caí sobre la cama y perdí de nuevoel conocimiento.

Tras ello debieron deabandonar el gineceo. Una primeramala impresión de una nuevamadre. Pero no tenía intención derepresentar ese papel. Cuando

recobré el sentido estaba sola.Habían llenado la jarra del suelocon agua fresca. Sobre ella, unostrozos de pan y queso. Me lavé lacara, bebí un sorbo de agua y meenjuagué la boca. Hasta allí todobien: de momento no se habíacelebrado ninguna boda. Meestarían buscando. Mi madreincluso quizá cayera en la cuenta dequién me había secuestrado. Y en lacomandancia conocían el domiciliode Grossetête...

Se oyeron pasos subiendo la

escalera. Esta vez fui más lista y mehice la desmayada. La puerta seabrió y se volvió a cerrar. Lospasos se alejaron.

Saqué el libro del escondite.Para mi alegría se trataba de unejemplar de La vida de Alejandro,un libro profusamente ilustradosobre las aventureras conquistas deAlejandro Magno. Habíailustraciones de olifantes, querecordaba de mi infancia, personascon cabezas de jabalí, caballosalados, sirenas, dragones, peces

gigantes y una representación decómo Alejandro se sumergió bajoel agua en un tonel de cristal parapoder observar la vida marina. Esome gustaría hacerlo alguna vez.Quizá allí se comportan de formamás civilizada. Por lo menos nodeben obligar a nadie a ocuparse deuna horda de pelirrojos monosanalfabetos con los que una no tienenada que hacer.

Me coloqué cómodamentesobre el saco de paja y mientrasleía empecé a comerme el pan y el

queso. El pan estaba apelmazado,medio crudo por dentro yrequemado por fuera, pero mesentía hambrienta y comí hasta laúltima miga. Tenía el cuerpo llenode moratones azules y verdes, talcomo me había imaginado, lascostillas doloridas, pero miestómago lo asimiló todo a laperfección.

En cuanto oía pasos escondíael libro y me hacía la muerta. Mefuncionó durante todo el día. Alcaer la noche entró el chevalier en

tropel. Se agachó sobre mí, me diola vuelta y me gritó en la oreja:

—¡Bien! ¡Así que has comido!¡Deja ya de una vez de hacerte ladesmayada! ¡Sé que estás despierta!

Primero abrí un ojo, despuésel otro, parpadeé y dije:

—No me hago la desmayada.Me siento débil por cómo me hastratado. No me grites así en la orejasi no quieres seguir estropeando lamercancía.

—¿Querrás casarte ahoraconmigo?

—De ningún modo después dehaber visto a esta horda desalvajes.

Rio, lo que casi le confirió unaapariencia simpática. Pero yo nohabía olvidado las bibliotecasardiendo.

—Vamos, bébete un trago devino conmigo, por el susto. Sonbuenos niños. Ya estoy intentandoque obedezcan y que no te causenpreocupaciones.

Ya me podía imaginar cómo.Se sentó sobre la cama, que

bajo su peso se hundió hasta elsuelo. Rápidamente me deslicéhacia el otro lado y me enderecé.Grossetête había traído una jarraconsigo y dos copas de estaño, enlas que sirvió vino tinto.

—Vamos, doncella Cristina,muéstrate simpática. ¡Bebeconmigo!

Dubitativa, cogí la copa, bebíun sorbo y lo escupí trazando unalto arco hacia la paja.

—¡Disculpa! Pero es...—¡Mi mejor vino!

—Lo siento, pero deberíasordenar a tus criados que limpiaranlos barriles que lo almacenan.Apuesto que debe de haberpartículas pegajosas de hace añosallí dentro y que en este tonel enconcreto debe de haber por lomenos una rata ahogada.

Probó de nuevo el vino ysorbió:

—¡Pues sí, no te falta razón!¿Y crees que el problema radica enlos barriles y no en el vino?

—Con toda seguridad; el vino

podría ser bastante decente, pero alservirlo se debería filtrar. Y losbarriles limpios se deberíansulfatar. Y ahora que estamos enello: esta paja también se podríacambiar de vez en cuando. En micasa la cambiamos cada semana yla mezclamos con hierbas aromáticasecas: aspérula o lavanda. Y alpreparar la masa de pan loscuencos deberían estar más limpios.La masa apenas ha subido. El hornoestaba demasiado caliente...

—Ya lo ves: esta casa

necesita cuanto antes una mujer.Son cosas con las que un hombre nose arregla. Los criados se burlan enmis narices.

—Sí, sí, tienes razón. Pero¿por qué precisamente yo? Seguroque encontrarás una más joven. ¡Yuna que esté dispuesta! En lo que serefiere a mi edad, mi madre temintió: tengo casi treinta...

—Pero ahora ya te he echadoel ojo.

Adelantó obstinado el mentónhacia mí.

Tuve que reír, pues me loimaginé literalmente. No, eso nopodía funcionar. ¿Cómo podíaconvencerlo de lo contrario?

—Mi querido Grossetête, aúnsigo pensando que sobrevaloras mispropiedades o que mi madre te hamentido con el fin de que elmatrimonio te pareciera atractivo.¿Por qué necesitas tan rápidamenteel dinero?

Me miró enfadado y se frotóuna vieja cicatriz en la manoderecha.

—En la última campaña encontra del duque de Montfort perdía mucha gente y armas. Y lo que espeor: volvimos sin botín. Ahora queestá a las puertas la paz conInglaterra, todo habla a favor de unanueva Cruzada. Y no me la quieroperder.

—Sin duda alguna paraquemar muchos libros, sobre todolos de los infieles.

—En especial ésos, pues deallí proviene toda el charlatanismopagano, los juegos malabares con

los números, las discusionesinútiles... y el culto a las estrellas ytoda esa brujería sin Dios.

Yo deseaba realmente que nosentendiéramos con los musulmanes,pues entre ellos se encuentran losmás grandes sabios. ¿Cómo puedenser huérfanos de Dios si creencomo nosotros en uno? Traducenlos escritos de los antiguos paranosotros y descubren al mundograndes tesoros de la sabiduría. Suarte es increíble, me dijo mi padre,y su cultura e higiene están más

desarrolladas que las nuestras.—¿Qué honor hay en destrozar

las cosas en lugar de observarlasprimero atentamente y aprender deellas?

—El honor de permanecerpuro. ¡Ningún cristiano deberíacontaminarse leyendo las palabrasdel diablo! ¡No se puede dar tiempoa la serpiente para que desarrollesu arte de seducción, sino que hayque cortarle rápidamente la cabeza!

—¡Cortar la cabeza, cortar lacabeza! Eso es todo lo que

entiendes. ¿Qué puede haber debonito en recorrer las tierrasasesinando y quemando? ¿Por quéno se puede quedar cada uno en sucasa y ganarse el pan de manerahonrada?

Había conseguido enfadarlo.—Una mujer no entiende nada

de eso. Es nuestra obligación comocristianos liberar Jerusalén de lasmanos de los infieles.

—¡Si no es Jerusalén, entoncesla Bretaña de Montfort y si no esesta batalla entonces seguirás a Luis

de Orléans hasta Italia! Siemprehabrá un hipotético motivo. Pero¿no es verdad que estas campañassólo sirven para llenarse losbolsillos?

—¿Debería cultivar nabos? Uncaballero necesita la guerra. ¿Conqué fin si no estaría sobre la faz dela tierra? —¿Para defender a losdébiles?

Se puso en pie furioso.—¡Argucias, doncella

Cristina! Argucias y tonterías demujeres. ¡Eso viene de tus lecturas!

¡Ninguna discusión más! Te casarásconmigo. Mañana por la mañana.Confiaba en que lo hicieras porpropia voluntad. Pero también sepuede hacer de otra forma. Yaconoces muy bien cómo es la ley.En la ceremonia la mujer no hacefalta que conteste. Yo contestarépor ti. De ese modo el matrimoniose habrá consumado y tú mepertenecerás como me pertenecenmi caballo o mi silla. Te quitaré lacostumbre de discutir y leer. Concatorce niños y un asado en el

horno no encontrarás tiempo paraello. ¡Ve haciéndote a la idea!

Se encontraba frente a la camay con la punta de una bota ibaremoviendo la paja. Aguanté larespiración. ¡Pronto encontraría ellibro! Se agachó y le di un pequeñoempujón.

—¿Me amenazas conviolencia? ¿A mí, a la hija delgaleno y astrólogo real? ¡Fuera deaquí! ¡Nunca me casaré contigo!¡No quiero verte más!

A ciencia cierta había hecho

una tontería, pero quería distraerloy con las prisas no se me habíaocurrido nada mejor.

Me observó amenazante, comosi pensara en consumar elmatrimonio allí mismo. Lo mirédirectamente a los ojos sinpestañear, como se recomiendahacer con un perro rabioso. Memantuvo la mirada largo rato, perofinalmente bajó la vista y se dirigióhacia la puerta, donde el malditomonje había estado esperando.

—Bien, madame. Como no te

sabe bien ni mi vino ni mi pan, notendrás ninguno de los dos.Tampoco agua: en el pozo había unanimal muerto. En cuantodemuestres predisposición,recibirás lo que desees, lo quemerezcas, ¡no antes!

El monje sonrió burlón.Grossetête se fue. La puerta secerró con llave con estruendo.

Respiré aliviada. Aunquedemasiado pronto. La puerta se

volvió a abrir y él vinodirectamente hacia mí. Del susto me

arrebujé en el canto exterior de lacama. Se agachó, tanteó entre lapaja putrefacta y encontró el libro.

—¡Lo sabía!

VII

Pasó una noche. Bebí un pocodel agua de la jarra, que micarcelero se había olvidado, asíque, por la mañana, cuando volvióa mirar, yo aún conservaba miorgullo y mi resistencia.

—¡Vete al diablo! —fue todocuanto le dije. El vestido estabahecho un ovillo en una esquina.

La puerta se cerró conestruendo. La llave chirrió al

cerrar. Utilicé el vase de nuit, eneste caso un cubo de madera.

Hacia el mediodía ya noquedaba agua. Empezaba aaburrirme. ¡No había nada quehacer! ¡No tenía ningún libro!Confiaba en que ese cabeza decerdo pelirrojo y patizambo no lohubiera lanzado al fuego. Quizá no,pues hacía calor y la chimenea noestaba encendida. ¿Al fuego de lacocina? ¡Dios mío, no dejes quehaya ocurrido! ¡Estaría dispuesta arodear toda Notre-Dame de rodillas

y rezar treinta Avemarias siconsigues salvar el libro! ¿Qué diráGilles si se pierde? Pensé en lasmaravillosas y ricas ilustraciones ylas lágrimas rodaron por mi nariz.

Alguien me miraba.—Que Satán se os lleve a

todos —grité—. ¡Maldigo toda estacasa!

Por la noche me moría de sed,pero había decidido presentarresistencia a pesar de todo. Estabadispuesta a morir antes que casarmecon ese pedazo de animal.

—¡Nunca! —bramé cuandopor la noche entró el chevalier.

Debía presentar un buenaspecto: ojos de conejoenrojecidos, nariz hinchada, elcabello revuelto, el vestido roto,toda sucia. ¿Quién querría casarsecon algo así? Era la pura eirracional cabezonería masculina loque le impulsaba: yo debíarendirme, a cualquier precio. Encada ocasión, tras él estaba, comouna sombra, el monje de marrón. Lehice la señal del diablo alzando los

dedos índice y meñique: ¡aléjate demí, siervo de Satán, falso monje!

Se fueron y con ellos la luz.Los ratones se arrastraban entre lapaja. La fantasía me jugaba malaspasadas: notaba el aleteo de unmurciélago, oía cómo las arañassoltaban sus hilos desde la colcha.Me encontraba sentada en unaoscuridad completa, torturada porel miedo y la sed, y acabé porperder todo el valor.

¿Por qué me obcecaba de esamanera? En este castillo mi familia

estaría mucho mejor. Tendríamosqué comer y estaríamos protegidos.Nunca nadie más me mortificaría ydeshonraría de esta forma. Seguroque un hombre de armas sabríadefender lo que era mío, nuestro.No, suyo.

¿Por qué motivo estabaluchando a fin de cuentas? ¿Por untaburete y una caja en el mercadode gansos, donde escribía cartas deamor por encargo de las criadas?Vaya aspiración más noble: meestaba permitido copiar, copiar una

y otra vez las obras de autoresdesconocidos, palabra por palabra,trazo de pluma a trazo de pluma.¿Por todo ello me torturaba, iba dejuicio en juicio, sufría la burla devecinos e intentaba escondernuestra pobreza ante sus ojos?

Nadie quería comprar mispoemas. Seguramente eran malos.¿Cuántas mujeres escribían? Debíade existir una razón por la quehabía tan pocas féminas cultivadas.¡Cristina! ¿Qué te has pensado?Todas estas dificultades,

contrariedades. Era lo mismo queandar por una papilla, respirarla.Los movimientos se hacían cadavez más lentos, la respiración másdifícil.

Ante cada nueva catástrofe miresistencia se debilitaba. Me rendí.A la mañana siguiente, si aún estabacon vida, me entregaría a eseanimal de hombre, me ocuparía desus doce pequeños salvajes de ojosacuosos y cuellicortos, y procuraríaque mis hijos lo sobrevivieran. Mimadre estaría contenta.

Representaría el papel de señoradel castillo e impartiría órdenes pordoquier. Quizá el chevalierperdería la vida en una de susbatallas, en todo caso no andaríamucho por casa. No pude reír.Tenía la garganta demasiado seca.Me dormí.

Una respiración desconocidaacariciaba mi rostro. Desperté degolpe y abrí los ojos. A la titilanteluz de una pequeña lámpara deaceite vi un pálido contornoovalado, el rostro del monje.

Mi existencia había tocadofondo, una mujer no puede caer másbajo. ¡El monje había venido paraviolarme! ¡Del cielo debía lloverfuego y azufre! ¡Debían abrasarle laespalda, los monstruos infernalesverdes, barrigudos y con cola quehabía visto en Notre-Dame debíanasarlo en largos pinchos yarrancarle el cabello!

Me puso la mano sobre laboca. Yo le clavé las uñas con todala fuerza que pude en su antebrazo.

Su boca hizo una mueca de

dolor, pero en silencio. Vi susdientes iguales de color yeso.

—¡Auh! ¡Virgen santa! ¡Nodigas nada y te soltaré! ¡No te harédaño! —me susurró.

Solté mis garras por unmomento. ¿Qué es lo que quería demí?

Me ofreció una jarra de agua.Se la arranqué de las manos y lomiré. ¿Se trataba de un engaño?¿Quizá el agua contenía un brebajepara aturdirme y así entregarme?Me daba igual. Bebí con fruición.

—Bebe a pequeños sorbos, sino, te sentará mal —me murmuró lasombra al borde de mi cama.

—¿Cuánto hace que estás aquíy me observas? —le susurré.

No respondió enseguida, sinoque siguió mirándome, inquisitivo.

—¿Qué quieres? ¿Eres unmonje echado a perder, un cerdo tangandul e inmoral que pretendesdivertirte conmigo? ¡Antes moriré!

Se santiguó con determinación.—Antes me muera «yo» que ir

directo al infierno a causa del

semillero de vicio que es el cuerpofemenino. ¡La embriaguez delpecado apesta ya al azufre delinfierno! ¡No te preocupes, mujer!¡No te tocaré!

—¡Muy bien! Entoncesestamos de acuerdo —le contestéairada, crucé los brazos ypermanecí sentada en la cama.Entonces me di cuenta de lovergonzoso de la observación.

—¿Qué has dicho? ¿Semillerode vicio? ¿Qué te piensas? ¿Hablasasí del cuerpo de una madre, del de

la tuya propia, la que te ha parido?¿Del cuerpo de la Santa Madre deDios, María, que trajo al mundo alseñor Jesús?

Había colocado en el suelo lalamparita de aceite que había traídoconsigo, por lo que su rostro estabailuminado desde abajo, lo que leconfería un aspecto fanático ydemoníaco. Furioso, murmuró, y lasombra de la llama bailaba sobre surostro. No pude verle los ojos, puesestaban en penumbra.

—¡Sssh! ¡Calla, mujer! ¿Cómo

te atreves a compararte con ella ynombrarla en la misma frase? Esverdad: si la perversa naturalezafemenina se convierte por lamerced de Dios en santidad,entonces contiene la mayor gracia.Pero mi madre fue una mujernormal y pecadora, tal como erestú. ¡No estarías aquí si no tehubieras ofrecido al caballero pornada! ¿Qué pretendes conseguir contu obstinada resistencia?

Al principio no pude articularpalabra de la rabia:

—¡ Yo... ofrecerme... pornada! ¿Has perdido la cabeza,despreciable fariseo, con tu suciafantasía? Mi madre pensaba que yono podía vivir sin un marido. Mequería ayudar e hizo deintermediaria. Pero ni una palabra,ni una mirada le he concedido paraenvalentonarlo, al contrario. A estepedazo de animal... le he dicho...con palabras unívocas, que no lequiero. Muy claro y preciso: ¡no!¿Desde cuándo un no es un sí?¿Desde cuándo una mujer desea ser

asaltada y secuestrada, permanecerencerrada y ser amenazada ymorirse de sed? ¿No es esto másque indecente?

—¿Qué me dices, mujerembustera? Todo esto lo haces paraprovocar sus ansias. Fingesresistencia. ¡Vaya locura femenina!Cede de una vez para que tengamospaz. Se te ve el juego. Cásate con ély terminemos con esto. En realidades lo que deseas. Las mujeres sonseres malhumorados. ¿Quiénentiende lo que quieren?

—¿Seres malhumorados? ¿Quésabrás tú minorita sin fe? En lugarde permanecer como un monjedecente en el claustro y rezar, vashaciendo el gitano por el país y tequedas con el pan de los demás. Ysirves a los que más ofrecen. Erestú el que se brinda vilmente. Y aúnpeor. Incluso estás dispuesto amancillar el sagrado sacramento delmatrimonio con este, este...grotesco monstruo, sólo porqueaquí estás cómodamente instalado.Yo nunca dije sí a ello. Una cosa es

segura: ¡como bendigas todo esto,cometerás pecado!

—¡Sssh! No hables tan alto —volvió a colocarme la mano sobrela boca. Le mordí—. ¡Auh! ¡Mujerdel diablo! ¿Por qué no deseasdesposarte?

—Porque ya estaba casada. Mimarido está muerto y he juradoserle fiel hasta que vuelva areunirme con él en el Cielomediante la misericordiosa graciade Dios. ¡Amén!

Mis palabras le dieron qué

pensar, pero lo intentó de nuevo,esta vez más tranquila yamistosamente.

—Una bonita determinación,de hecho. Pero no es necesarioprescindir de la protección de unmarido; Dios no quiere de ningunamanera que permanezcas sola. Élpermitió expresamente que lasviudas se pudieran volver a casar.Piénsalo: así alguien se ocupará deti.

—Expresamente. Vaya, vaya.Pareces tener un buen contacto con

Dios. Bueno, alguien se ocupa demí. Con su merced, Dios ha sidocomprensivo y ha querido que seme concediera una formación. Megano la existencia copiando libros.¿Y debo casarme con un bueypatizambo, que tiene por profesiónprincipal quemarlos? ¡Eso seríarealmente lo último!

Se produjo una pausa, mientrasme observaba desde las oscurascavidades de sus ojos.

—¿Y? ¿Qué es lo que ves? —proseguí venenosa—. ¿Una

serpiente? ¿La gran puta deBabilonia?

—Veo —me dijo en un tonosorprendido— claramente a unamujer educada. ¡Despacio!

Quería quitarme la jarra deagua, pero la agarré con fuerzacontra mi pecho.

Seguí bebiendo condeterminación hasta que la vacié.Después de un breve espacio detiempo parecía haber tomado al finuna decisión.

—¿Te puedes levantar? —me

preguntó.Me enderecé despacio. Me

mareé un poco.—¿Qué es lo que te propones?—Voy a salvarte.—Ah, sí, ¿y cómo?—Saldremos fuera en

completo silencio y con muchocuidado. El caballero duerme en supropia habitación con dos doncellas—estaba indignada—. Le hasirritado de tal manera quedespués... Bueno. Tras el excesodormirá profundamente. Sus

hombres descansan en la sala.—¿No ha puesto guardia frente

a mi habitación?—No lo consideró necesario

tratándose de una mujer débil.Debí resollar furiosa, pues rio

por lo bajo.—En algunos casos supone

una ventaja el ser menospreciado.¡Sígueme!

Me deslicé desde el lecho. Decamino cogí el vestido del suelo, loenrollé y lo sujeté bien bajo elbrazo derecho. El monje puso los

ojos en blanco y me volvió a sisear:—¡Mujer loca y fatua! ¡Deja

estar esa chuchería!—¡Ni hablar! Está

completamente nuevo. ¡Se halla endeuda conmigo!

Paso a paso nos deslizamosdespacio escaleras abajo. Porsuerte se trataba de una escalera depiedra, así que los escalones nocrujían. Un golpe de aire hizo quela llama de la lamparita flameara.Habíamos alcanzado el últimoescalón. En la penumbra llegué a

atisbar una gran sala con banderas ypendones que colgaban de lasparedes a ambos lados de unaenorme chimenea. Además, unamesa igualmente enorme y un parmás pequeñas para la servidumbre.Encima de nosotros entreví unabóveda de arcos y travesaños demadera, sobre los cuales algunaspalomas extraviadas escondían suscabezas entre sus propias plumas.Por las altas ventanas de un lado dela sala entraba la luz de la luna. Elmonje apagó de un soplido la llama

de la lámpara.A ambos lados de la chimenea

los ronquidos y chasquidosdelataban a los que dormían. Comomínimo una docena de oscuroscuerpos estaban tumbados sobre lossacos de paja.

Mi liberador me cogió de lamano y tiró de mí tras él. Debíamosde haber cruzado más o menos lamitad de la sala, ¡cuando descubríel libro en una franja de pálida luzblanca! Se encontraba sobre laparrilla de la chimenea, tirado allí

sin ningún cuidado, abierto de paren par, con las páginashorriblemente dobladas. Preparadopara ser destruido. Me solté de él.

—¡No! ¿Estás loca?Mi acompañante intentó

agarrarme por el vestido e impedirque me separara de él, peroconseguí eludirlo y me dirigí conprecaución hacia la chimenea y medeslicé entre los durmientessubiéndome la falda, para que aninguno de los muchachos ledespertara el ribete.

Una sonrisa asomó a mi rostro.¡Quieto ahí, pronto serás mío! Mearrodillé y una de mis rodillascrujió. A mí me pareció unestruendo. ¡Alargué la manoizquierda y cogí el libro!

Me enderecé y quise darme lavuelta para regresar por el mismocamino, cuando de repente uno delos durmientes se giró sobre laespalda. El brazo le cayó del pechoy una mano flácida aterrizó en mipie. Congelé el movimiento.

Mi acompañante me hizo señas

con vehemencia. Gesticulé y lemostré el obstáculo. Se retorció lasmanos, pero no nos quedaba otraalternativa que esperar. Mientras lohacía y el corazón me martilleaba yel pulso me resonaba en los oídos,observé con más atención la sala ylos estandartes, jirones de telacruda cosidos, con un jabalíatacando, detrás un castillo y ellema en gruesas letras negras:«¡Venceré!». ¡Qué falta deimaginación! Uno no puede vencersiempre.

Se me empezó a dormir el piederecho y me hormigueabaterriblemente, en esa posición tanpoco natural que me dolía laespalda. El monje parecía queestaba pasando por un baile de SanVito silencioso. Para mí supuso unasatisfacción extraña verle pasartanto miedo. Al final volví aagacharme y con los nudos de lamanga le acaricié la nariz aldurmiente con la misma suavidad ycuidado que si se le hubiera posadouna mosca encima.

—Sssh —dije—, sssh.Completamente dormido,

levantó el brazo con el fin deapartar a la mosca y yo di un salto.

Atravesamos sanos y salvos ysin ser vistos el resto del edificio.En la puerta había dos perros, peroya conocían al falso monje, almaldito, así que le lamieronamistosos la mano.

Fuera, me arrastró por el patioy el portón abierto. Voilà, laconfianza en sí mismo del caballeroera realmente inmensa, si dejaba

todo sin guardia y por la noche losportones abiertos. Seguramente sufama era tan terrible por losalrededores que la pequeña chusmase mantenía alejada de él. Y encuanto a los brigadistas, él mismoera uno de ellos.

—Allí detrás del bojedal heescondido un caballo esta mismatarde —se atrevió a decir ahora elmonje a media voz—. Más no pudehacer sin ser descubierto.

—Si ya tenías pensadorescatarme, ¿por qué has tenido que

torturarme y ofenderme con tuspreguntas? —le solté.

—Primero debía asegurarmede que realmente deseabas que tesalvara. Así y todo, por tu culpa hedejado una cómoda ocupación —admitió impasible.

Llevaba una bolsa al cinto yuna mochila llena a rebosar tangrande como la piel de una cabra.Así que tenía pensadoacompañarme, lo que estaba bien,pues yo no tenía ni la más mínimaidea de dónde nos encontrábamos.

—Nos hallamos en Bellefort, auna hora a caballo de París —medijo como si hubiera leído mispensamientos. Bueno, eso es lo queseguramente cualquiera en misituación se hubiera preguntado.Ahora era libre, muy bonito, pero¿dónde demonios estaba y cómopodía llegar a casa? Bellefort,nunca lo había oído.

Lo seguí detrás de un peñascoy un bojedal redondeado de aromaamargo, donde de verdad habíaatado un caballo, no uno de batalla

—el chevalier nos hubiera matado agolpes por ello— sino uno de trotecon toscas pezuñas y ancho trasero.

—Quizá incluso dos horas —murmuró el monje al ver eljamelgo.

—En todo caso, no eres unbuen ladrón —le dije—. Toma,guarda este libro y procura que nosufra más daños, te lo ruego.

Se subió a la silla de formaágil y sin problemas y me alzó paracolocarme delante de él. Cuando eljamelgo se puso finalmente en

marcha nos dimos cuenta de quetampoco era tan terrible, tenía unpaso suave y resistencia, tal comose demostró. No miré atrás.

—¡Estabas dispuesto acasarme por dinero con unsecuestrador y delincuente! Queríastomar la bendición de Dios en vano.¿Por qué has cambiado de opinión?—le pregunté aún enfadada.

—Ignoraba que no actuabasvoluntariamente. Pensaba que sólohacías un poco de remilgos. Elcaballero me dijo que eras

petulante y que necesitabas manodura —se defendió—. Pero te heestado observando y hecomprendido que quizá eresdiferente a lo que él me habíadescrito.

De mi desaliento en la oscuracelda no le conté nada.

—¿Cómo puedes pensar queuna mujer no sabe lo que quiere?

«Sería preferible queestuvieras agradecida a tuliberador, en lugar de reñir con él»,pensé en silencio, pero ya no podía

evitarlo.—Bah, las mujeres siempre

están malhumoradas y no siemprepiensan lo que dicen.

—Ajá. ¿Y cómo has llegado aesta verdad, hermano demonasterio? ¿Es el mismo tesoro dela sabiduría el que prescribe quelas mujeres necesitan cada día uncastigo?

—Yo no he dicho eso ytampoco lo pienso. ¿Te habríaliberado en caso contrario?

Algo me azuzaba, pues

simplemente no podía sersimpática.

—¿Y qué es lo que te hadecidido a trabajar para esa piezade ganado? No habrá dejado queeduques a sus hijos, ¿verdad? Puesestá en contra de todo tipo deformación.

—Sí, eso también lo hedescubierto. Sólo quería que sushijos pudieran leer y escribir losuficiente para no ser engañados enlos negocios. Con las dos chicas nopude hacer nada. Me amenazó con

castigarme si me veía cerca dealguna de ellas, como si esos dosbacalaos pudieran interesarme. Mequedé con él, pues buscaba unempleo, pero estaba decidido abuscarme pronto algo diferente.

—Vaya, vaya.Nos mantuvimos en silencio un

tiempo. Atravesamos el campo alpaso: un bosque oscuro ysilencioso, un río iluminado por laluna. El monótono trote y losnervios vividos hicieron que meadormeciera. Bostecé en sus

brazos. Bajo el hábito notaba sucuerpo joven y firme, de brazosfuertes. Cada vez más me ibadejando caer contra él. Sonpensamientos que no hubiera tenidosi no hubiera estado tan agotada.Los ojos se me cerraron.

Cuando me despertó porsegunda vez esa noche, de formamuy tierna, con su agradable ycálida voz de barítono, fue parapreguntarme por el camino.

—Despierta, ya estamos enParís.

—¿Cómo? ¿Nos han dejadoentrar en la ciudad?

—He logrado convencer a laguardia de que un solitario monje yuna doncella necesitada apenaspueden suponer un peligro. Peroahora no sé dónde vives y cómopodemos llegar hasta allí.

¡Me lo había perdido todo!—¿Dónde estamos?El caballo trotaba cansino. El

trote sobre la calzada de piedraresonaba en las paredes de lassilenciosas casas. La mayoría de

las lámparas de aceite ya no dabanluz. Debía de estar a punto deamanecer.

—Grande Rue St-Honoré, meha dicho uno de los guardias.

—En ese caso el castillo seencuentra Sena abajo. Bien, siguepor esta calle todo recto, cruzamedia ciudad hasta que llegues alos viejos muros de Felipe Augusto,entonces te explicaré cómo seguir.

De repente advertíavergonzada que me habíareclinado sobre él, su brazo cogía

mi talle, e intenté recuperar condecencia la compostura sobre lasilla.

Si se dio cuenta no dijo nada.Cuando llegamos a la torre de

Barbeau los gallos cantaban en eljardín. El cielo mostraba unespectáculo para celebrar mi vueltaa casa: allá arriba ya estaba claro,de un azul cobalto fuerte y limpio.En el horizonte ardían los colorespaja y rosa. Copos de espumavioletas y blancos pasaban porencima y se deshacían.

Se bajó del caballo y meayudó a mí. Fui a la puerta deentrada y llamé con el puño. Alcabo de poco tiempo ésta se abrió.Lo hizo un hombre mediado en lacuarentena, cabello gris arreboladopor el sueño y que sólo llevabaleotardos. Su pecho era fuerte ymusculoso, aunque estaba un pocoencorvado y plagado de profundascicatrices.

—¡Elias! ¿Ya de vuelta? —exclamé contenta.

—¿Dónde estabas, Cristina?

Te hemos buscado por toda laciudad. ¡Tu madre se ha puestoenferma de preocupación!

Elias, el marido de Héloise.«Poco a poco se hace mayor parasu profesión», pensé fugazmente.

—¡No te lo creerás, Elias, mehan secuestrado! ¡Uno de loscandidatos a casarse conmigo quemi madre siempre arrastra hastacasa! ¡Quizá ahora deje de hacerlo!Permite sólo que nos instalemos.Luego te lo contaré todo.

—Ahora mismo me pongo algo

encima, Cristina. Después, seguroque todos querrán oír lo que haocurrido. ¡Héloise! ¡Los de la casa!¡Levantaos! ¡Cristina ha vuelto!

—Primero deberíamosocuparnos del caballo —dije yo.

Cogí las riendas y conduje alanimal por la puerta lateral hastanuestro jardín. El monje me siguió,le quitó la silla y le secó el sudorcon paja. Busqué un cubo de agua ydejé que Héloise preparara unapapilla de cereales caliente en lacocina. El animal estaba cansado.

Contento, metió su cabeza en elcomedero.

Yo tomé un buen sorbo de lavasija. Nuestra propia y buena aguadel pozo.

Céline y Jean vinieron hacianosotros a la carrera.

— Maman! ¡Has vuelto!Jean me dirigió una severa

mirada de reprobación, como si mehubiera divertido por ahí.

—¿Dónde has estado?Apareció mi madre, vistiendo

un camisón largo y una caperuza de

noche. Un delicioso atuendo para undrama plagado de lágrimas. ¡Oh! Yademás el luminoso cielo. Meabrazó y lloró:

—¡Oh, mi niña! ¡Ya pensabaque te habían asesinado!¡Asesinada! ¡Creía que te habíaperdido! Cristina, mi pequeñaCristina... —a pesar de que le sacouna cabeza.

—Qué hay, vagabunda —medijo Marie, y me dio uno de suscariñosos empujones. Así que todosme rodearon con sus camisones,

nerviosos, con la cabezadescubierta, llorando, abrazándomey acariciándome alternativamente.

—Dentro de lo que cabe estoybien —dije—. Sólo algo cansada.¡Y tengo un hambre voraz! ¡No hecomido ni una miga... desde... oh,ya no sé desde cuándo!

El monje se había retiradobajo la sombra del muro del jardínante esa explosión de sentimientosfamiliares. Casi había olvidado supresencia.

—Disculpa, hermano. Te he

desatendido. Sí, tengo queagradecer mucho a este buen monjeel haber sido liberada. Me halibrado de mi celda y ha robado uncaballo para traerme devuelta.

Mi madre lo observó condesconfianza: ¿qué hombre piadosoera ése que robaba caballos yliberaba a doncellas en peligro?

Toda la tropa se desplazó a lacocina, donde yo no hablé hastaengullir media hogaza de pan y tresquesos de cabra. El hermanoTomás, tal como se hacía llamar,

aceptó pan y queso y una jarra devino de Héloise, y se sentó sobre unbanquillo frente al fuego.

Mi familia se sentó a mialrededor, pendiente de cada sorbo,cada miga de pan y cada palabra.Cuando terminé de contar mihistoria, descargaron su indignacióny el miedo pasado.

—Yo me ocuparé de hacerlejusticia a este caballero deGrossetête —bramó Elias.

—Yo voy contigo —anuncióJean.

—Vosotros dos os quedaréisaquí —respondí yo, ahora tranquilay completamente recuperada.

—¡Pero no puedes dejar pasarlo que te ha hecho sin más!

Para mí era suficiente conhaberme librado de ello.

—Jean y Elias, vosotros dosno iréis contra el caballero. Tútampoco, Elias. Es más joven y másgrande que tú. Dejemos que no pasede ahí. Al fin y al cabo no me haocurrido nada serio.

—¿Nada?

—Nada a excepción de un parde moratones y un orgullo herido.Me quedaré el caballo y el vestidocomo compensación por los dañoscausados.

—Y eso que proviene de unabuena y vieja familia —dijo mimadre, como si eso fuera unagarantía de buen comportamiento.

El monje había sacado buenprovecho del agua del pozo en eljardín y ahora se encontrabasentado tranquilo en una esquina. Sehabía quitado la capucha, por lo

que se podía ver que se trataba deun hombre joven muy guapo. Eraalto y delgado y tenía un rostro queme recordaba a un ángel de mármolque había visto una vez en el parquereal: ojos oscuros, nariz recta,labios ligeramente gruesos ymandíbula recia, pero noprominente. Los rizos oscuros de sucabello se enmarañaban húmedoshasta sus hombros. Secos debían deser castaños. No llevaba tonsura yera más joven de lo que habíasupuesto. Como máximo debía de

tener unos veintipocos, quizáincluso diecinueve.

—¿Y cómo le puedo agradecera mi salvador lo que ha hecho pormí? —le pregunté—. Por mi culpahas perdido tu trabajo.

Rio melancólico.—¿No necesitáis tal vez un

preceptor?Los ojos de Céline

resplandecieron. Pero tuve quedecepcionarla.

—Como habrás podidoreconocer sin duda por los arreglos

de la casa y nuestros vestidos,somos demasiado pobres parapodernos permitir un preceptor.

Céline mostró su enojo.—Así y todo no aceptaré

dinero. Los franciscanos debenganarse la comida y el alojamientocon su trabajo. Sólo aceptamoslimosnas en caso de necesidadextrema y tampoco acumulamosposesiones.

Entonces... Pero no,simplemente era imposible. ¿Cómopodríamos arreglárnoslas con una

boca más que alimentar? Miré a mimadre, que pensaba lo mismo queyo. Se encogió de hombros.

—No quiero serdesagradecida y muy gustosamentete puedes quedar un par de díasaquí. También te puedes quedar conel caballo. Pero ya lo puedes ver,todos ellos viven de mis escasosingresos y apenas si nos llega.

Alzó la cabeza.—¿Así que es cierto que

trabajas para ganarte el sustento?¿No te habías creído, señor

monje, que una mujer malhumoraday cabeza hueca está capacitada paraalimentar a una familia? No sabíacuántas mujeres lo hacen cada día:tejedoras, cosedoras, pescadoras,campesinas, comadronas,comerciantes...

—¿Qué haces exactamente, sise me está permitido preguntarte?

Me enderecé orgullosa. Estabaclaro que pensaba que los trabajosde los que le había hablado sereferían sólo a poemas y cartas deamor.

—¡Escribo cartas ydocumentos en la plaza delmercado, y en el futuro voy a copiarlibros para la Biblioteca Real! —mi familia me miró llena desorpresa—. ¡Sí, no os lo pudecontar, porque ese caballero ladrónprácticamente me secuestró al salirdel Louvre! Imaginaos, me encontrécon Gilles Malet, el bibliotecariodel rey. ¿Te acuerdas de él, madre?

Afirmó con la cabeza. GillesMalet pertenecía a la «horda» de mipadre, tal como ella los llamaba, un

círculo de amigos formado porhombres instruidos, a los que lesgustaba reunirse en casa de uno deellos, dejarse agasajar y,saboreando una copa de vino,discutir cada vez más fuerte hastaaltas horas de la noche. Gomo decíami madre, «por el simple hecho dediscutir, una tontería, ¡una panda deruidosos glotones y bebedores!».

—¡Y ya me ha hecho el primerencargo! Este libro... ¿Me lo das,por favor, hermano Tomás?

El monje rebuscó en su bolsa,

sacó mi tesoro y se puso en pie paraalcanzármelo.

—Mirad todos: ¡tengo quecopiar este maravilloso libro, y silo hago bien recibiré encargosregularmente!

Mi familia lo celebró. Mariecogió el libro y les mostró a losniños las ilustraciones. Eranrealmente excepcionales, aunquealgo planas.

—¿Y quién se ocupará de lasiluminaciones? —preguntó el monjepor encima de mis hombros.

—Yo en todo caso no. Puedoencargarme de cosas sencillas,flores y ornamentos, pero para estetipo de adornos no alcanza misaber. Deberé dejar libres losespacios para las ilustraciones yMalet se las encargará a otrapersona.

—Entonces quizá sí quenecesites de mis servicios —dijo elmonje—. En el monasterio aprendía ilustrar libros.

Hice cálculos rápida como unrayo. Si era cierto y podíamos sacar

provecho de lo que habíaaprendido, entonces no hacía faltaque Gilles entregara mis copias aotro sitio para hacer lasilustraciones. Seguro que la idea leatraería. Aún mejor: podía hacerque ilustrara mis propios poemas.De ese modo quizá sí que sepodrían vender.

—Veremos. Primero necesitodisponer de un par de horas de paz—me sentía como ebria por la faltade sueño y a consecuencia delmiedo pasado—. Tú también debes

de estar agotado. Hermano, ¿dóndequieres dormir mientras vivas connosotros?, ¿en la cocina conHéloise y Elias, o en la torre, en elviejo estudio de mi padre?

—Si te parece bien, dormiríaencantado en el estudio —mecontestó el monje—. Estoyacostumbrado a disponer por lasnoches de un par de horas para mí.

Héloise le dirigió una miradade agradecimiento, pues pocasveces podía tener a Elias a su lado.

Dormí hasta bien entrada la

tarde. Había perdido ese día, medije sentada al borde del catre, yme puse en pie. Quizá fuera mejorque le hiciera llegar una nota aGilles Malet para explicarle elretraso, con el fin de que noconsiderara que era de poco fiar.

—¡Jean!Mi hijo apareció en la puerta

con una expresión de aburrimientoen el rostro.

—Jean, ¿serías tan amable dellevarme una nota hasta el Louvre?

—Ah, maman, ¡no sabes lo

que me queda por leer para elcolegio!

—Puedes coger el caballo, asípodrás volver rápidamente a casa.Y si quieres repasaremos juntos tusdeberes.

Lo que hizo que se decidiera air fue el caballo. Escribírápidamente una nota para GillesMalet y le informé de que habíadado con un ilustrador con el quepodíamos probar. Si era apto parael trabajo, Gilles tendría queesperar un poco más para recibir

los libros, pero así se ahorraría eltener que llevarlos a uno de losmonasterios o a una de las carasescuelas de ilustradores de laciudad. Además, confiaba enobtener mejores resultados si elescribiente y el ilustradortrabajaban estrechamente juntos yasí yo podía controlar el resultado.

Mi hijo se tomó la molestia delimpiar y cepillar el rocín rojizohasta que brilló. Contento, se fuecabalgando, sentado erguido comouna vela sobre la silla, no como

alguien que pertenece al pueblollano, sino como el refinado señorque pensaba llegar a ser un día.

Encontré al monje en lacocina, donde estaba comiendo unasopa de judías con buen apetito.Rebañó el cazo con pan. Limpió sucuchara con agua y dejó quedesapareciera en la bolsa de sucinturón. Yolanthe restregó lacabeza en sus piernas debajo delhábito marrón, que llegaba hasta elsuelo. Intentó hacer a un lado esamuestra de afecto peluda, lo que

hizo que el animal se embelesaraaún más. La alcé y la saqué fuera.

—¿Has comido suficiente?¿Has descansado? ¡Entonces,acompáñame!

Me siguió por la escalera decaracol, que conducía a todas lasestancias de la casa, en el primerpiso.

—Aquí es donde trabajo. Erael estudio de mi marido y yo lo heacondicionado para mí. Pero haysuficiente espacio para los dos.¡Sentémonos allí! ¿Tienes muestras

de tu trabajo?Sacó un pequeño volumen de

su bolsa de cuero y me lo alcanzó.Lo abrí y mis ojos apenas

podían creer lo que estaban viendo.Se trataba del libro de muestras deun pintor de miniaturas magistral.Contemplé un castillo con un jardíny un grupo de hermosas personas enel fondo, a san Jorge con elescamado dragón echando fuegopor la boca, una virgen con un lirioen la mano, un carromato con unconductor y dos nobles caballos al

frente, un ángel, retratos, tablas decolores, una serie de iniciales conlos más diferentes adornos, todográcil pero representado en coloresluminosos con gran fidelidad a larealidad. Cuanto más miraba máscosas descubría: detallessorprendentes, la corona de lamadre del cielo tan suntuosa comoel trabajo de joyería más refinado,violetas y lirios delicados y vivos,rosas y narcisos, oscuras ybrillantes hojas de acanto con vetasamarillentas y puntas curvas como

abrazos verdes, guarnicionesrecubiertas de cascabeles plateadosy las colas de los caballoscepilladas y trenzadas. ¡Y losropajes pesados y sin excepciónplanchados! Las figuras se habíanquedado como congeladas en unademán, la vida se había detenidoen pleno desarrollo, con lo que sepodía intuir lo que había sucedidoantes y lo que sucedería después,toda la historia. Y detrás de lasfiguras todo un mundo: peñascos,prados, árboles solitarios y bosques

profusamente poblados, un pequeñorío, que serpenteaba y en el quebrillaban peces plateados, almiaresde paja amontonados limpiamente,y en la lejanía los contornossombreados de una ciudad coninnumerables tejados y torreselegantes. Todo ello en unaafortunada consonancia dearmónicas proporciones y luz. Noquería perderme nada, me sentíacomo un mendigo hambriento frentea un rico banquete.

Alcé la vista para mirarlo.

—Esto es... ¡Nunca podríapagar algo así! Eres demasiadobueno para mí. Deberías trabajarpara el duque de Berry.

—Oh, no, para eso seguro queno soy lo suficientemente bueno —se defendió—. De todas formas, nojuega ningún papel el hecho de sipinto para un duque o para unaescribana, ya que no acepto dineropor ello. Ya te lo he dicho.

Hojeé el libro de muestras yapenas podía creerme la suerte quehabía tenido. ¡ Ah, si pudiera

observarlas con toda tranquilidadcon ayuda de mi lupa! Agité lacabeza, incrédula.

—Entonces, ¿prefieresquedarte aquí que vivir con todo ellujo junto a un duque?

—¡Lujo! El lujo es el pequeñoabrigo bajo el cual el infiernoesconde su fealdad —dijo de formasevera—. ¿Acaso Jesús vivió en unpalacio? No, prefiero quedarmeaquí, si estás de acuerdo.

Yo personalmente no hubieratenido nada en contra de introducir

un poco de lujo.—Estoy por completo de

acuerdo. Veamos si podemostrabajar juntos. Pero, si no tesatisface, te presentaré a GillesMalet, quien seguro que conoce unmejor empleo para ti.

—Estaría encantado deconocer al bibliotecario, pero no ledoy ningún valor a otro puesto.Trabajo en honor a Dios y porqueme gusta pintar. Me contento conpan diario y un techo bajo el quedormir. No deseo nada más.

Gracias, Dios mío. Disculpa,por favor, que fuera pusilánime yque me quejase. ¡Tú lo ves y loplaneas todo con mucha más visiónque mi imperfecto sentido humano,y ahora todo ha llegado a buenpuerto! ¡Cada hora de prisión ymiedo y sed ha valido la pena y eltriple de morados! Seguía un pocoenfadada con el monje por haberpermitido durante tanto tiempo mimiedo y mi humillación, pero encuanto a su manera de pensar sobrelas mujeres no andaba peor

informado que la mayoría de loshombres y al final había tomado ladecisión acertada, así que opté porreconocerlo.

—Aún no te he agradecidorealmente mi liberación. ¡Gracias!

—Lo hice con gusto —dijo élsonriendo y con los ojosresplandecientes.

—Bien, Tomás. Aquí puedestrabajar conmigo. Allí hay unsegundo pupitre. ¿O prefieres unamesa?

—Las dos cosas. Un atril para

desarrollar el borrador y una mesapara plasmar la ilustración, pues encaso contrario se corren los coloresfrescos.

Juntos arrastramos los muebleshacia una de las dos ventanas, deforma que tuviera suficiente luzpara trabajar. Y mientras sacaba desu bolsa sin fondo las herramientasde trabajo y las iba colocando enorden sobre la mesa y el atril —pequeños saquitos de tela y uncrisol, botellitas de vidrio y lindosbotecitos de pintura de arcilla

horneada, un mortero de cobre,plumas y un cuchillo—, le dije:

—Querría hacerte unapregunta personal.

—Adelante —replicó—. Teresponderé con toda la franqueza dela que sea capaz.

—¿Cómo llegaste a ordenartemonje y cómo has aprendido ailustrar libros con tanta maestría?

—Te lo contaré —desató unode los saquitos de tela y miró en suinterior al tiempo que fruncía lafrente—. Apenas me queda color

oro, nada de verdigris y muy pocoazur... Vengo de Italia, cerca deMilán. Mi padre era un terratenientede allí, poseía varias hectáreas deolivares y además cultivaba algo detrigo y vid, pero yo era el tercerhijo y desde el principio estuvoclaro que a mí no me correspondíanada de la herencia. Sólo podíaelegir entre servir a mi hermanomayor o ingresar en el monasterio.Con ocho años me enviaron almonasterio, uno franciscano muypróximo a nuestra finca.

Pensé que yo nunca hubierapodido ingresar a Céline a esaedad. En lo que se refería a eso,había tenido más de una diferenciacon mi madre. Cuanto más esperes,más difícil será, tanto para ti comopara ella, me había advertido. Perono quería oír hablar de ello. Meacababan de arrebatar a Étienne yno podía soportar la idea de perdera otra persona más. Seguro que eraegoísta por mi parte, y a causa deello tenía un peso en el corazón:cuanto más tiempo viviera mi hija

en este mundo, más dolorosa seríala despedida para ella. En eso mimadre tenía mucha razón. Lamayoría de las veces preferíaengañarme y figurarme que dealguna manera le encontraría unmatrimonio provechoso.

El hermano Tomás revolvió enel fondo de su bolsa y extrajo unpar de delgados y redondeadospedazos de arcilla. Tenía las puntasde los dedos de color rojo.

—Por suerte es sólo tierra rojade Siena, no muy cara, ¡pero el

pigmento se ha desparramado portoda la bolsa! Mi segunda mudadebe de estar sucia.

—Dásela a Héloise. La lavarácon mucho gusto. ¿No se puso tumadre triste cuando ingresaste en elmonasterio? ¡Tan cerca y taninalcanzable para ella!

—Bueno, después de mitiempo de noviciado podíavisitarla. Los franciscanos no seesconden tras los muros. En todocaso, recuerdo perfectamente el díaen que se me llevaron, mi padre y

mis hermanos. Mi madre estuvollorando toda la noche. Los díasanteriores me colmó de manjares.Cocinó todos mis platos preferidos,y mi padre refunfuñaba: «Así se loharás más difícil al chico». Mimadre me abrazó y no me queríadejar ir. «Mi niño, mi niño», decíasin parar. Para mí todo aquelloresultaba un poco penoso, aunquerealmente eché de menos a mimadre en cuanto me fui. A mihermano mayor no lo eché demenos. Durante todo el camino me

pellizcaba y me daba empujones ycantaba: «¡Nos hemos deshecho deée-el! ¡Nos hemos deshecho de ée-el!». Hasta que mi padre le soltó unsopapo.

—¡Vaya pequeñosinvergüenza!

Tomás rio.—¡Sin duda! Era un ser

envidioso y que únicamentepensaba en sus privilegios. Me esmuy difícil pensar en él con caridady benevolencia. Pero ya está bien.Se encuentra muy lejos y se debe

preocupar de los olivos. No se tratade ninguna perita en dulce. Yotemblaba de miedo cuando mellevaron al monasterio, perodespués tampoco lo pasé tan mal.Ya desde el principio me asignaronun novicio mayor que yo, que debíaocuparse de mí. Se convirtió en unbuen amigo pleno de comprensión.Por desgracia, hace algún tiempoque murió a raíz de unas fiebres.Sin él...

Interrumpió sus palabras y yano habló más de ese amigo.

—Los franciscanos eranamables con los novicios y nodemasiado severos. Y allí tambiéndescubrieron que yo tenía talentopara la pintura. Uno de loshermanos vio un día cómo dibujabaanimales en un muro con ayuda deun trozo de carbón. Primero meechó un rapapolvo, pero despuésme llevó a la escribanía, donde mefacilitó tinta y un viejo pergamino.

—Pero ¿cómo pudieron darteuna formación los monjes?

—¡Oh, los mejores pintores se

encuentran en los monasterios! Allíse elaboran biblias y libros decantos, textos sobre la vida de lossantos, todo en honor a Dios. Ycomo es a la gloria de Dios, sólo lomejor es suficiente. Contábamoscon varios pintores en elmonasterio e incluso el tirano deMilán nos hacía encargos. Todo loque sé lo he aprendido de loshermanos del monasterio. Mebrindaron una oportunidad que en lavida en el exterior apenas hubieratenido.

Céline se hallaba en la puertay escuchaba con la respiracióncontenida.

—¿Sí, Céline?—¿Te quedarás? —le

preguntó directamente—. ¿Me darásclases?

—Mientras a tu madre leparezca bien sí. Pero no podráscontarle a nadie, a nadie de veras,que te estoy enseñando. No me estápermitido. ¡Me enfrentaría agrandes dificultades!

—¿Porqué?

Estaba igual de sorprendidaque Céline.

—La Universidad de París haimpuesto al rey que losfranciscanos y los dominicos nopuedan desempeñar dentro de losmuros de París tareas de enseñanza.

—Ya sabía que la Sorbonasostiene una lucha con la Iglesia.Incluso querían sustituir a los papaspor un consejo de sabios, seentiende que de su medio. Pero¿qué pueden tener en contra de lasórdenes de pobreza? —apunté.

—Se trata de una vieja lucha:un abad, Joaquín de Fiore, predijoque se manifestaría un nuevoespíritu de Cristo sobre la tierra, yjusto en el momento en el que sefundó la orden de los franciscanos.Ya que nuestra orden emprendió lareforma de los usos corrompidosdentro de la Iglesia, muchos de mishermanos pensaron que se refería aellos. Los doctores de la Sorbonase volvieron mientras tanto celosos,porque muchos de nosotros, comoTomás de Aquino y Buenaventura,

enseñaban en París y alcanzarongran influencia. Por envidia y paradesprestigiarnos, los doctoresdeclararon a Joaquín hereje, asícomo a todos los que seguían susenseñanzas. Sabréis seguramenteque los dominicos y franciscanosson profesores muy bienconsiderados en muchas Cortesprincipescas. Estoy dispuesto aenseñar a tu hija en el más absolutosecreto, porque me interesa ver quées lo que puede llegar acomprender un cerebro femenino.

Tú, Céline, me debes; prometer queno te jactarás de ello. No le dirásnada a nadie, si no, tendré que irmede aquí enseguida.

—¡Pues claro, lo prometo!Oímos cómo bajaba corriendo

las escaleras y cómo gritaba:—¡Se queda! ¡Mémé, se

queda!Ahora mi madre ya estaba

informada. También debía insistirlea Jean que oficialmente el hermanoTomás tan sólo estaba aquí comoilustrador, no fuera a irse de la

lengua en la escuela.—¿A qué te refieres cuando

dices «qué es lo que puede llegar acomprender un cerebro femenino»?

—Bueno.Cogió con cuidado por las

esquinas, tal como corresponde, unahoja ya iniciada de mi atril y laestudió con atención visible. Luegoafirmó en reconocimiento.

—Es verdad, las excepcionesconfirman la regla, aunque no seconocen muchas mujeres que seanfilósofos, matemáticos, poetas o

abogados.Suponía que me estaba

provocando, pues había reconocidomi punto débil. Nunca evitaba unadiscusión sobre mi tema preferido.

—En ningún caso se trata defalta de inteligencia. Ha existidomás de una mujer que ha sidofilósofa y que ha estudiado cienciasen esencia más complicadas eimportantes. Si fuera algo comúnque las niñas pequeñas asistiesen ala escuela y que al final se lesenseñara las ciencias, igual que a

los hijos, entonces aprenderíanigual de bien. Y cuando loshombres escatiman a las mujeres laformación, pretendiendo que lesperjudica, entonces está claro: losvarones que no son especialmenteinteligentes lo predican porque lesmolestaría que las mujeres lessobrepasaran en conocimiento. Enotras palabras, querido huésped, elque conozcas a pocas mujeressabias radica en el hecho de que alas mujeres no les está permitidoocuparse de determinadas cosas,

sino que deben contentarse conlabores manuales. Pero nada comoel pensamiento eleva la inteligenciadel ser.

El monje sonrió entretenido.—Quizá. Veremos. En todo

caso, he ido a parar a un hogarinteresante.

¡A qué se refería ahora coneso! Me di la vuelta aprovechandola pausa y dejé que deshiciera suequipaje.

En la cocina vino a miencuentro mi madre.

—¿Qué te has pensado? No teparece suficiente con cabalgar en sucaballo como si fueras su querida...

—¡Madre! ¿Debería habervenido corriendo desde Belleforthasta aquí?

No dejaba pasar ni una.—¡Tonterías! ¡Y ahora se

supone que este monje harapientodebe vivir con nosotros! ¡Esimposible! Qué van a decir losvecinos. Un gallo en el gallinero.

—¡Los vecinos, los vecinos,madre! Además no es el único

hombre que vive en casa. EstáJean...

—¡Un niño!—¡Y Elias! ¿Quién podría

pensar mal de ello?—¡Lo vivirás en carne propia!—¿Cómo les va a Berthe y a

Aldo? —le pregunté para desviar laatención.

—Supongo que bien tal comoestán las circunstancias. Hace dosjornadas llevaron el cadáver deMassimo a casa. El mismo día fueenterrado en el Cementerio de los

Inocentes.—Uno diría que Berthe se ha

recuperado increíblemente rápidodel golpe —se inmiscuyó la tíaMane.

—¡Sssh, no te da vergüenza!¿Cómo puedes decir algo así?

—¿No es verdad? Todos lodicen, la calle entera. Está sentadaen la tienda y refunfuña como si nohubiera pasado nada.

VIII

Mi madre tenía razón,naturalmente. No pasó muchotiempo y por la noche los pequeñosya estaban cantando en la callejuelafrente a nuestra casa: «La viuda y elmonje, la viuda y el monje...».

Oh, un tema predilecto. Mifamoso colega Boccaccio ya habíainsistido en él y asentado su famaen ello, como si las viudas y todaslas mujeres en general no tuvieran

otra cosa en la cabeza quedivertirse con todos los hombres,especialmente con aquellos que lesestaban prohibidos. El hermanoTomás y yo hacíamos como si nooyéramos los versos.

Mi madre y Marie se habíanido al mercado. Céline se hallabaen el estudio de mi padre y leía confervor una traducción al latín de laMetafís i ca de Aristóteles que elmonje le había buscado entre lostomos de mi padre.

—Te gustará más que tu libro

para aprender latín. Después deleerlo me escribirás un resumensobre el origen del ser. En latín.

Céline lo miró resplandecientey desapareció con el libro apretadocontra su pecho. Si se lo hubierapedido yo, habría protestado convehemencia.

—¿No es algo que está porencima de sus posibilidades?

Me miró sorprendido.—¿Cómo puede superar sus

posibilidades el pensar sobre losorígenes? Tú misma dices que el

entendimiento femenino debe serfomentado para crecer.

Por desgracia, mi naturaleza seha vuelto suspicaz: ¿le exigíademasiado de forma intencionada,para después decirle rápidamenteque no disponía de las capacidadesrequeridas?

—Sí, seguro, pero está floja enlatín. Desde hace años intentoenseñárselo. Por lo demás, está muycapacitada...

—Si le interesa la materia,aprenderá las palabras necesarias.

Nos encontrábamos en elestudio. Ahora que estábamossolos, volvía esa extraña timidez.Ambos empezábamos al mismotiempo las frases y lasinterrumpíamos para permitirle alotro continuar. Y entoncescallábamos los dos.

—Bueno, debo empezar cuantoantes a copiar el libro sobreAlejandro. Para ello primero debocortar páginas dobles del tamañoapropiado, plegarlas y agujerearlaspara después coserlas. Hasta que

pueda darte las primeras hojas parailustrar pasarán dos días. ¿Quéquieres hacer entre tanto? —lepregunté. Los pocos aparatos dealquimia de mi padre habíandesaparecido durante los diferentesembargos y en el atanor habíanencontrado su hogar los ratones.

—Si pudiera hacer uso de lacocina podría sustituir alguno delos colores ya gastados o que seestropearon durante la huida.

—Me parece bien. En todocaso, tenía previsto preparar tinta

fresca. Y me gustaría aprender algosobre la producción de los colores.Hasta ahora compraba mismodestas provisiones.

Descendimos por la escalerade caracol cargados de bolsas. Acada paso que dábamos, loscrisoles y las botellitas chocabanentre sí tintineando y repiqueteando.

Héloise, con una montaña devainas verdes en el regazo, pelabaágil y sin mirar guisantes tiernos.Elias estaba sentado junto a ella ycon sus grandes manos le sostenía

el cazo. Una visión apacible, peroextraña. Él, que manejaba la espaday el hacha de combate, no teníaningún reparo en ayudar a su mujeren casa. Decía que le tranquilizaba.

Junto a ellos charlaban dosvecinas. Cuando salimos, laconversación se detuvo. Conexpresión de curiosidad miraron alhermano Tomás de arriba abajo.

—Aquí está. ¡Es el monje! —oí decir a media voz.

—¡Dios sea con vosotros! —dijo él de manera amistosa.

Asintieron con la cabeza ycuchichearon.

—Apuesto a que sabenexactamente cuánto pesas, tu edad,color de ojos y estado de tudentadura —le murmuré. Rio por lobajo—. Héloise —le pregunté—,¿tienes algo urgente que hacer en lacocina?

Debo cocer tinta y el hermanoTomás necesita colores frescospara su trabajo.

—Oh, no —dijo—. ¡Esa cosaapestosa, no!

—Procuraré no desordenardemasiado.

Chasqueó con la lengua y alhacerlo desplazó la mandíbula.

—Eso lo dices siempre.Entramos dentro y extendimos

nuestros utensilios. Nuestra cocinaes muy grande y tiene la forma deun trozo de tarta. En la parte másestrecha, cerca de la escalera, seencontraba una enorme chimenea,donde no sólo se cocinaba, sino queen invierno calentaba toda la casa.Uno podía colgar una olla de un

brazo justo encima del fuego ocolocarla a un lado, donde lacomida se mantenía caliente. Aderecha e izquierda había dosconcavidades en el suelo del hogar,cada una con un enrejado de metal,los potagers, para cocinar, que sepodían rellenar con brasas decarbón. Así que disponíamos deunos sitios adecuados para prepararnuestras tintas y colores.

—Necesito la olla de aguagrande. ¿Tendrás suficiente conambos potagers?

Busqué un saco de cáñamo dela despensa y mezclé una montañade cortezas de árbol negruzcas,ramitas y espinos largos y brillantessobre la mesa de la cocina. —¿Dequé haces tu tinta? —me preguntóTomás.

—De majuelo con muchasespinas. ¿Y tú?

—Siempre he utilizado agallasde encina, pero supongo que aquíson difíciles de encontrar. La tintade majuelo funciona muy bien. Paralos esbozos empleo tinta de sepia,

que es más floja y pálida. Así no seve al trasluz.

—¿Qué tienes que hacer aún?—Oh, todavía me queda tinta

de sepia y, si me permites utilizar tumezcla de cortezas, podréconcentrarme por completo en loscolores. Por ejemplo, necesitoverdigris urgentemente.

Le señalé una serie de botes ysartenes, de cobre y de hierro, queHéloise tenía alineados en la paredy que había asegurado en parte altecho con ganchos, junto con

tenedores largos, escobillas,cucharas y pinchos de asar. AHéloise le gustaba el orden en sucocina. Todos los utensilios teníansu sitio, y cuidado si encontraba enalgún lugar una mancha, algo sucioo cualquier imperfección. Losutensilios resplandecían, se habíanfregado con arena y engrasado. Enla ventana, junto a sus botes dehierbas, conservaba sus morteros,toda una serie de ellos, pequeñosmorteros de farmacia de cobre, dosde madera, y de diversas medidas

de piedra, uno de mármol para lospolvos finos y dos de piedracalcárea, recios y pesados. Éstosestaban destinados a los frutossecos, los cereales y las semillas.Los utilizaríamos todos. Héloisetemía con razón uno de mis «días detinta».

Cogí un gran caldero de uno delos ganchos, aventé las brasas de lachimenea, removí el carbón paraconseguir un fuego fuerte, pero noen demasía y puse a calentar agua.Mientras esperaba a que hirviese

rompí en trozos las cortezas.Tomás redujo a polvo algunos

trozos de cobre con un cantoredondo en nuestro mortero depiedra más grande. Me pareció queestaba echado a perder, pues loveía ondulado, como cubierto deampollas y pústulas, quebradizo yde un color verdoso. Se habíaarremangado las anchas mangas desu hábito y vi sus musculososbrazos, lo contrario de lo que mehubiera esperado de un monje yratón de biblioteca. Rápidamente

aparté la mirada. Rio.—En el monasterio no sólo se

pinta y estudia —dijo—. Cadahermano está obligado a participartambién en las tareas de lacomunidad: el trabajo en el campo,en los establos, en la casa y en lacarpintería. Una única ocupaciónhace que los miembros se encorveny estropea los ojos.

—Ah.Removí los trozos de corteza

en el agua hirviendo. Debían hervirdurante dos horas. Bajo la cocina

conservaba un largo trozo de hierroen bruto para este cometido. Lositué en medio de las brasas.

Mientras se calentaba el aguahabía estado observando alhermano Tomás. Con gran energíareducía el metal a una laminilla ypolvo. Pum, pum, pum. La mano demortero machacaba rítmicamente.

—Cuéntame; ayer me dijistecómo ingresaste en el monasterio yque allí fueron muy amables contigoy cómo fomentaron tu talento. ¿Porqué estás en Francia, si allí te

encontrabas tan bien?Por un instante contuvo el

aliento y la muela quedó suspendidaen el aire, para finalmentedescender con mayor violencia.

— Mea culpa -no me miraba—. Ocurrió algo terrible. Cometíuna falta estúpida y de gravesconsecuencias. No, debo decir ya laverdad. Me he resistido a lasnormas y por ello ocurrió ladesgracia: por curiosidad estuveleyendo por la noche en labiblioteca lo que estaba prohibido

y, aún peor, pegué una vela con lasgotas de cera sobre el atril. Luegome dormí mientras leía. ¡La velacayó sobre el libro y lo prendió! Setrataba de un manuscritovaliosísimo, un original,seguramente irremplazable, y quepor mi culpa se estropeó.

—¿De qué libro se trataba?—Del trigésimo octavo tomo

de la Historia natural de Plinio.—¿El trigésimo octavo? —

estaba muy sorprendida—.¿Quieres tomarme el pelo? ¡Todo el

mundo sabe que sólo hay treinta ysiete!

—Existe uno más, pero notodos lo saben. Sería mejor nohablar en público de ello.

—¿Y por qué?—Porque... Porque es un libro

tan especial, que los ávidoscoleccionistas harían todo loposible para hacerse con él.

La respuesta no me satisfizo,pues libros de este tipo siempreaparecen, e irremisiblemente van aparar a manos de los poderosos y

ricos. Para los demás siempreexisten copias. ¿Así que por qué noencargar copias y vender eloriginal? Pero él prosiguió:

—El hermano bibliotecarioenvió cartas a diestro y siniestropara averiguar si realmente existíaun segundo ejemplar en algún sitio.Y para mi gran suerte así era. Estemanuscrito se encuentra en laBiblioteca Real de París. Mi abadme puso como castigo viajar hastaaquí a pie y copiarlo o comprarlo,si es posible.

—¿Ya estuviste allí?—No.—Entonces puedo ayudarte.

Puedo presentarte a monsieurMalet, el bibliotecario del rey. Esmuy amable. Si puede, seguro quete ayudará. Si el manuscrito está ala venta, sí que tendré que pagarte.En todo caso transcurrirá un tiempohasta que puedas cumplir tu voto.

—No pasa nada. No tengoprisa.

—¿Fue la única penitencia quete impuso el abad?

—¡Como si no fuerasuficiente! ¿Crees que resultó fácilllegar hasta aquí a pie? ¡Cruzandolos Alpes en invierno! El frío mequemó los dedos de las manos y delos pies hasta volverlos morados.Los alojamientos eran deplorablesy las pocas personas allí arribaresultaban parcas en palabras ypoco amables. En una ocasión mepasé dos semanas enteras encerradocon un ermitaño en una gruta. Erapeludo, sucio y apestaba. Paracomer sólo disponíamos de raíces y

pedazos medio quemados delcadáver de un oso. En otra ocasión,imagínate, me pasé horas en la copade un árbol. Me había rodeado unamanada de lobos. ¡Esperaronsentados alrededor de mi árbol, unpino chaparro, y me miraban consus ojos amarillos!

—¿Y cómo te libraste deellos?

—El Señor envió en sumisericordia un ciervo y decidieronperseguirlo y dejarme a mí en paz.

Observó el resultado de sus

esfuerzos en el mortero y encontróque aún no era suficiente.

—En la primavera llegué a laProvenza, cuando los almendrosflorecían. Es un país austero, decontrastes fríos y calurosos, comodecían los viejos romanos, con lasflores y las rocas escarpadaspegadas las unas a las otras. EnAviñón me quedé poco tiempo,pues los frailes no son bien vistospor allí, y a mí me produce rechazola vanidad de los prelados.

—El cisma de la Iglesia

supone una desgracia para lacristiandad. Ya debes saber quenuestro rey trata de interceder.

—Bueno, su padre fue el quecimentó realmente el cisma.

Era algo que no me gustabaoír. Veneraba a Carlos el Sabio yen su gobierno no podía apreciarningún fallo.

—Sólo a causa del apoyo dela Corona francesa el papaClemente pudo afincarse enAviñón. En caso contrario, haríatiempo que se habría acabado con

el cisma.Indignada me giré hacia él con

la cuchara de remover en la mano.—¿Cómo? ¿Debería haber

apoyado al demente y groseroUrbano?

Tomás suspiró.—Es verdad que Urbano

tampoco era una buena elección,pero fue muy inteligente y pacíficohasta que notó la tiara sobre lacabeza.

—A eso se le llama subírselea la cabeza. Desgraciadamente, se

observa muy a menudo entre lospoderosos. Y entonces, ¿hicistetodo el camino desde la Provenzahasta aquí andando?

—¡Por suerte, no! Encontré unbarquero del Ródano, que fue tanamable de llevarme hasta Lyon sinpedirme nada a cambio. Pensabaque yo era una bendición para elbarco.

—¿Cómo es Lyon?—Es una ciudad tan grande y

activa como París, pero menossuntuosa, una ciudad de

comerciantes y carreteros. Dos ríosforman allí una península y desdelas cuatro orillas puedes vergrandes y bonitas casas decomercios con cabrias de cablesque se elevan desde las azoteas, yplanchas de madera que lleganhasta el agua, unas junto a las otras.Las embarcaciones llegan hasta allíy descargan: veleros manejables,barcos de remo, carabelasbarrigudas, rodeados de pequeñasbarcas que descargan lasmercancías y llevan provisiones a

bordo. Allí conocí a algunosseguidores de Pedro Valdo, losdenominados valdenses, y me quedéun tiempo con ellos para discutir sudoctrina herética. En algunas cosascoincidimos, por ejemplo, que ellostambién han jurado pobreza y quereparten lo que les sobra. En otrosaspectos los encuentro demasiadopresuntuosos.

Removí las cortezas en el aguahirviendo. Poco a poco empezabana soltar hilos oscuros. El aguaadoptó un color marrón.

—¿Por ejemplo?—Su interpretación demasiado

libre de la Biblia no la encuentrojustificada. Y cómo traducen lasbiblias, para que no pueda leerlascualquiera. ¡Y además dejanpredicar a sus mujeres!

—¿De verdad? Ya sé que laIglesia romana lo prohíbe, pero¿por qué razón?

Introdujo el dedo índice en elmortero. Su yema se impregnó de unpolvo azul verdoso.

—La Biblia ya dice que las

mujeres deben callar en lacomunidad —me contestó.

—¡Eso lo dijo Pablo, no lopone en ningún otro sitio! ¿Norecibió María Magdalena delmismo Jesús el encargo de informarde su resurrección? ¿Y no existenmujeres que han recibido lallamada divina, como santa Brígida,ante la cual hasta el mismo Papatuvo que inclinarse?

—Se trata de mujeres que sonrealzadas por Dios por motivosespeciales, excepciones...

—¿Por qué las mujeres tienenque obrar un milagro o desempeñarun encargo del Supremo para que seles permita predicar los domingos?¿Qué pasaría si los predicadorestuvieran que justificarse de lamisma forma?

El hermano Tomás gruñó ydejó claro que no tenía ningunagana de iniciar una nueva peleaconmigo.

—Existe más de unaindicación sobre ello en lasSagradas Escrituras y no deja de

ser una buena costumbre que lasmujeres se mantengan más en lasombra. No fue eso lo que memolestó de los valdenses de Lyon,sino una falta de disciplinapeligrosa, pues cada uno creía quepodía amoldarse a las creencias.Eso lo considero falso. Sinembargo, no pude convencerlos yellos tampoco a mí. Así queproseguí mi camino.

—¿Cuánto se prolongó tuviaje?

—Dos años.

Realmente había invertidomucho tiempo.

—¿Y qué más debes haceraparte de encontrar el libro ycopiarlo?

—Debía ir a la Sainte-Chapelle, donde se conserva laSanta Corona de Espinas, ylanzarme al suelo frente a lareliquia. Allí debía permanecerdurante un día y una noche enteros,ayunar y rezar.

—¿Aún no lo has hecho?—¿Cómo, si hasta ahora no

había estado en París?—Puedes hacerlo mañana, te

indicaré dónde está la Sainte-Chapelle.

—Puede esperar un par dedías. Prefiero pintar. ¡Lo he echadomucho de menos!

—¿Qué es lo que saldrá deaquí?

Puse la nariz sobre el morteroy la retiré rápidamente. Percibí unolor raro, al mismo tiempo picantey de alguna manera podrido.

—Esto es cobre quemado. Lo

necesito para el color verde, elverdigris. ¿No tendrás porcasualidad sal de alumbre en casa?

No se organizaba muy bien, oquizá es que los monjes estánacostumbrados a que nuestroquerido Dios haga aparecersiempre de alguna manera lascosas.

—No. Pero puedes ir abuscarla aquí al lado. El genovés...Berthe, me refiero, en su tiendaseguro que encuentras. ¿Necesitasdinero?

Berthe no le fiaría a undesconocido, aunque se tratase deun hombre santo.

—Gracias, aún tengosuficiente —dijo y desapareció.

Mientras tanto machaquéalbayalde quemado para lasiniciales. Su fabricación suponíabastante trabajo, pero comoresultado se obtenía un rojo másintenso que el quermes, y paraconseguir el bermellón me faltabanlos medios. Héloise entró en lacocina.

—¡Oh, mon Dieu! ¡Apesta!Bah, ¿tenía que coger justamenteese recipiente para este caldoasqueroso? ¡Suelo hacer pastelesahí!

—Héloise, en caso de que enel futuro quieras harina para tuspasteles, entonces deberássoportarlo. Es nuestro medio devida.

—¿Y no puedes ir de nuevo ala plaza del mercado —me preguntóllena de reproches— en lugar deorganizar aquí este barullo? ¡Mis

bonitos botes! ¡Mis buenassartenes! ¡Todo echado a perder! Ymira ahí: ¡hay una mancha negra enla mesa!

¡Pobre!—Héloise, no te falta razón.

Intentaremos volver a poner enfuncionamiento el atanor y tecompraré un par de botes nuevos.Así podremos utilizar para nuestraalquimia los viejos. En todo casocon tales cantidades trabajaremosmejor allí arriba.

Héloise se mostró un poco más

calmada, a la vista de que iba arecibir botes nuevos. Me llevó a unlado.

—¡Mira qué ha pasado,Cristina! Hoy a primera hora helavado la ropa del monje. ¡Puraseda! Cuesta creerlo: ropa interiorde seda para un fraile. ¿No teresulta extraño?

—Sssh, Héloise. Eso no nosconcierne para nada. No vayaschismorreando entre los vecinos, sino, verán misterios donde no loshay. Quizá no soporta el pelo de la

camisa, podría ser.Héloise desapareció

sacudiendo la cabeza y gruñendopara sí, no sin antes quitarme unasartén de cobre de las manos. («¡Ohno! ¡Ésta no! ¡Es mi mejor sarténpara hacer caramelo! ¡No me la vasa estropear con tintas y venenos!»)

Coloqué una segunda marmitaal borde de las ascuas con el fin deligar el rojo. El caldo de cortezasempezó lentamente a reducirse. Yaera el momento de añadir un hierrocandente al caldo con el fin de

oscurecer la mezcla. Siseó y echóvapor, y con el hierro removí unpoco el caldo espeso y volví acolocarlo en el centro del fuego decarbón. Ese procedimiento debíarepetirse varias veces con el fin deconseguir una tinta oscura y sólida.Con una punta del delantal meenjugué el sudor de la frente.

Tomás volvió con la sal dealumbre.

—¿Has conocido a nuestraencantadora vecina?

—No, sólo había un joven.

—¡Aldo! Es un milagro quesupiera qué es lo que querías ydónde estaba.

—Al contrario. Me dio laimpresión de que sabía muy biendónde encontrarlo. Un joven ágil yhábil.

¿Qué? Eso no parecíadescribir al Aldo que yo conocía.

—Bueno. Ya no me quedamucho por hacer, sólo tengo que irintroduciendo el hierro en elatramento. ¿Te puedo echar unamano?

—¿Serías tan amable deprepararme la solución de goma?Aquí tienes —al agitar una bolsitade tela sobre la mesa cayeronpedazos dorados de resina decerezo—, sólo has de poner lagoma de cereza en remojo en aguacaliente para que se reblandezca.

—Conozco el procedimiento:dejar que suelte la goma, añadir elalumbre y, antes de la aplicación,clara de huevo fresca. Tambiénnecesito. Lo mejor es que hagamosya gran cantidad.

Con los gestos justos yperseverantes, el hermano Tomásmezcló su cardenillo con alumbre,añadió agua y puso el bote al bordede las brasas. Yo vertí vino rojo enmi tinta e introduje de nuevo elhierro. Me gustó el tono: un esmalteoscuro, casi negro.

—Espero que Héloise no se lotome a mal: esto debe calentarsedurante seis días.

—¿Y antes no puedes pintarcon el verde?

—Aún me quedan restos, hasta

entonces serán suficientes. Pero metemo que debo hacer nueva cola depescado. A no ser que...

—Yo no tengo. Para las tintasde escribir me arreglo bien consolución de goma.

—A mí tampoco me agrada elproceso de fabricación, pero paraalgunos colores es el mejor ligante.Primero podemos hacer el foliumsaphiricum. Cuando era un jovenmonje siempre me gustó. Espera unmomento...

Desmenuzó un puñado entero

de hojas negruzcas lanceoladas ylas mezcló con un poco de cenizade madera.

—Mira: el folium cambia decolor dependiendo de la cantidadde orina que añadamos. Ahora... —vertió una parte de un líquidoamarillento de una pequeña botella—. Ahora es pardo rojizo. Un pocomás y se vuelve púrpura... Un parde gotas más y es azul. Ecco!

Céline estaba de pronto en lacocina con los ojos relucientes:

—¡Oh! ¡Qué interesante!

¡Mémé se volverá loca cuando lovea! ¿Puedo ayudar?

A Céline se le encomendó latarea de fabricar más azul.

—¿Por qué cambia el coloraun tratándose de los mismosingredientes? —quiso saber Céline.

—Una niña inteligente. Tieneque ver con el hecho de que la orinaes un ácido. El grado de acidezmodifica el color. Conocemos quéocurre bajo determinadascondiciones, pero raramente porqué. Así sabemos de muchas

materias y con qué otrasreaccionan: ácidos, bases,minerales, metales y materiasvegetales. Éste es el mérito delalquimista. Y estoy seguro de queun día se descubrirán las causas.Hasta ahora debemos contentarnoscon las observaciones de nuestrosantecesores y los apuntes másprecisos posibles.

Del fondo de su bolsa Tomásaún extrajo una bolsita de cáñamo:sobre la mesa de la cocina cayeroncrujiendo vejigas de pescado secas,

vejigas de un pez enorme, elesturión del mar Caspio. Secasapenas olían.

—¿Puedo utilizar este bote?Miré dentro. Había un resto de

la papilla de trigo de la cena deayer, que trasvasé a una olla debarro. Luego fui al jardín parabuscar agua del pozo.

—¿Y tú, patronne? ¿Cuál es tuhistoria, si tienes la amabilidad decontármela?

Le conté mi historia de formamuy abreviada.

—No se trata de una vidaespecialmente interesante. Siemprehe vivido aquí, en esta ciudad, enesta casa.

—Mi madre vivió susaventuras en los libros —le explicóCéline.

—¿Y por qué no? —dije yo—.Cuando uno lee un libro, disfrutaplenamente de la aventura, conocepaisajes desconocidos, huelearomas exóticos y saborea lacomida con el paladar, pero no sepuede caer del caballo o ser

devorado por un monstruo. Y siaparecen personas malas, entoncespuedes estar segura de que al finalrecibirán su justo castigo. ¿Leenseñarás a Céline tu libro demuestras, hermano Tomás?

—Con mucho gusto; Céline,está en mi bolsa, en el bolsillolateral.

—Pero antes lávate las manos—le advertí.

Céline se apoderó del libro yse retiró con él hacia la ventana. Devez en cuando llegaban agudos

grititos de entusiasmo.—Me has dicho que quieres

permanecer fiel a tu marido. Pero¿no sería mejor que te casaras? Nodebe de ser justo para una mujeraún tan joven permanecer sola ytener que hacer el trabajo de loshombres —dijo mi invitado.

Ya le había explicado, comohabía hecho siempre, que le habíajurado fidelidad eterna a mi marido.No era tan diferente a sus votos,pensé yo.

Pero presentía que no me creía

del todo. Eso me llevó a decir conimpaciencia:

—¿Por qué en nombre de todala Creación nadie se puedeimaginar que para una mujer puedaexistir algo diferente al matrimonio,tener hijos y trajinar por casa hastasu muerte, sin merecer la fama o elreconocimiento público? ¿Quizáquiero ser simplemente libre, nopertenecer a nadie?

Parecía sorprendido. —Pensaba que la seguridad delmatrimonio es lo que querían todas

las mujeres.—No. No todas.

Desgraciadamente apenas tenemosotra salida.

Me ocupé de forma vehementede los trozos de resina que se ibandeshaciendo. ¿Por qué me habíavuelto a encolerizar?

—Tampoco es que entiendamucho de mujeres —dijo Tomás,apaciguador.

Cuando mi madre entró en lacocina soltó un grito agudo.

Casi todos los recipientes de

que disponíamos estaban siendoutilizados. En el fuego hervían unoslíquidos sospechosos, negros, verdeoscuro y azul, viscosos, pastosos ygelatinosos. Las vejigas de pescadose estaban deshaciendo y suapestoso hedor, reavivado, semezclaba con el olor acre delverdigris, ácido de la orina, acre dela resina, con unas notas de polvomineral y vino y vinagre hirviendo.La mesa de comer, donde Tomáshabía esparcido todos sus utensiliospara hacer el inventario, rebosaba

de hojas aplastadas, polvo ocre,amarillo, rojo y violeta, espinas,trozos de piedra y polvosvenenosos.

Tomás y yo nos miramos eluno al otro y nos echamos a reír:carboncillo en el rostro y en lasmanos, manchas de quemaduras porlas chispas y restos de líquido enlos delantales que Héloise nosarrojó sin decir palabra.

—Madre, no te pongasnerviosa. Ahora mismo terminamos,sólo hace falta filtrar y recoger un

poco.Permanecía allí y nos

inspeccionaba sombría.—¡Espero que esto no vuelva

a ocurrir!Detrás de ella, la tía Marie

mantenía la mano sobre la boca.Sus ojos resplandecían divertidos.

—Pasará otra vez, madre, puesaquí puedes ver nuestro medio devida futuro. —¡Entonces ingresaréen un convento!

Furiosa, se precipitó fuera.Al llegar la noche habíamos

filtrado casi todos los colores yrellenado los envases limpiamentecon ellos. La tinta cocida seseguiría secando en una bolsa depergamino, para irla humedeciendocuando fuera necesario con vino.

Mientras hervían los líquidoshabía ido cortando pergamino parael libro y Tomás había dibujadoretratos de todos los habitantes dela casa con tinta de sepia. Miré porencima de su hombro cuando sehallaba dibujando a Céline y mesorprendió cómo su pluma volaba

sobre el trocito de pergamino. Unabreve mirada sobre el objeto y conunos cuantos trazos escuetos, arcosy puntos, un sombreado, una sombray la persona ya estaba plasmadasobre el pergamino, con lo que unapodía reconocerla de inmediato:tanto la forma externa como elcarácter, los manierismos resueltoseconómicamente en minúsculostrazos, reales y endulzados consutileza, para hacer más llevaderaslas verdades.

En Jean una podía apreciar ya

al hombre insinuándose, el quesería un día, el ensimismamientoque podía conducir a grandesreflexiones, si conseguía que esainclinación no derivara en alguienpedante y sermoneador.

Lo que el hermano Tomás vioen Céline y plasmó en el papel fueuna joven tierna y redonda, que encualquier momento saltaría de allí,empezaría a jugar y se olvidaría dela tarea que le habían encargado; derasgos infantiles, guapa, pero contrece años aún por formar. Sus

grandes ojos oscuros me dabanmiedo. Era tan curiosa, tan abierta.¿Cómo podía protegerla del mundoque tanto daño me había hecho amí?

Incluso mi madre accedió asentarse como modelo para unretrato rápido de ese tipo, aunqueno paró de moverse y de hablar.Nunca podía parar quieta. Estuveallí y observé a mi madre a travésde los ojos del pintor: los pómulosaltos, la nariz delicada yligeramente aguileña y las líneas

que se habían marcado entre lasaletas nasales y la boca, lacomisura de los labios que tendíahacia abajo y que denotaba undescontento permanente. Eldescontento era la fuerza que laimpulsaba, igual que el agua haceque un molino empiece a tabletear.

Mi madre siempre habíaencontrado un motivo para eldespecho, incluso cuando mi padrevivía. Entonces eran las milirritaciones por su presencia, sudesorden y su prodigalidad, las

manchas en su ropa, su elocuenciacuando teníamos invitados quecontrastaba con su silencio cuandoestaban solos. Después fueron suausencia y el caos que nos habíadejado, y especialmente yo lairritaba. Esa mandíbula fina peroenérgica: había impuesto suvoluntad en casi todos los asuntos,nada de lo que pasaba en casacontravenía sus deseos en lo másmínimo. Para todo tenía elsuficiente aliento, frente al cualincluso el contrincante más fuerte

cedía en algún momento. Mishermanos y yo, y de alguna formatambién mi padre, éramos suscreaciones, talladas como una rocapor la duradera insistencia deminúsculas gotas de agua.

Aparentemente se trataba deminucias, cómo debía uno vestirse,estar de pie y andar: ¡ponte recto!,¡no mires así! Cómo había quecolocar las sillas en la mesa, cómose cortaba la verdura, qué adornoshabía que poner en la pared, quedebían ser exactamente así y no de

otra forma. Cada vez uno cedía,pues se trataba de algo sinimportancia. Ahora me daba cuentade la suma y el resultado de estaspequeñeces. Quien opine que lasmujeres son débiles únicamentedebería echarle un vistazo al retratode mi madre para comprender cuánfuertes pueden ser en la forma queles ha concedido Dios.

—De ti prefiero hacer unaminiatura de verdad en color —medijo Tomás—. Para ello necesitomás tranquilidad.

—¿Ése es el aspecto quetengo? —preguntó Héloise mientrassostenía un pequeño retrato de ellaen la mano, y de esta manera sereconcilió con la presencia deTomás—. ¿Y me lo puedo quedar?

—Claro, para eso estabapensado. Si me permites hacerteuna sugerencia: regálale tu retrato aElias y él que te regale el suyo a ti.Ya que estáis separados durantelargo tiempo. Así ambos tendréisalgo del otro, lo que ayuda amantener el recuerdo.

—Muy buena idea. ¡No sabesla ilusión que nos hace! ¡Quiénhubiera dicho que un día me iban ahacer un retrato! ¡A mí, una simplecriada! ¡Mira, Elias! ¡Ésta soy yo!

Pero Elias apenas laescuchaba. El viejo soldadosostenía entre las manos un retratoen color de él mismo, sentado, peroen postura bélica, con la espadadescansando sobre sus rodillas.Allí había suficiente emoción paracontentar a un rey. Me lo enseñó amí, se lo enseñó a todos, fue por

todo el vecindario enseñando eldibujo.

—Esto me sobrevivirá. Mehas regalado la inmortalidad, monje—dijo.

Tomás rio satisfecho.—Nunca me arrogaría el

igualarme al Creador.—Pero es así —insistió Elias

—, se trata de un minúsculo trozode inmortalidad. Dios te haregalado ese don. Yo destrozocosas, tú les concedes durabilidad.

Volvimos al fogón.

—Les has hecho a todosincreíblemente felices.

—Si con eso es suficiente...—Mira, la tinta ha quedado de

maravilla —dije tras una nuevamuestra en un trapo y al tiempo quela probaba escribiendo sobre elpergamino—. Es lo que me gusta dela tinta de corteza de espino: tieneun brillo bonito y no cuesta nada.

En los días siguientes nospusimos a trabajar con granempeño, pero Tomás me superómucho en aplicación. Cuando yo

dejaba caer la pluma bajo la luzdesvaneciente y me masajeaba ladolorida mano, enderezaba laespalda, que chasqueaba conclaridad, y me levantaba con losojos cansados, él empezaba aimpartirle clase a Céline. Incluso elmás severo religioso debía admitirlo capaz que era y su más que buenavoluntad.

—Hace tantos progresos queno me lo puedo creer —me informó—. Todo conocimiento que lepropongo, ella lo bebe con avidez.

Es increíble para una niña. Quierodecir que un entendimiento comoéste vale la pena. Me hace muchailusión enseñarle.

Y cuando terminaba con laclase, entonces pedía una lámparade aceite y se ponía a leer misescritos. Debía hacerlo. Yo no teníanada que reprocharme. Cuandofinalmente ya estábamos tumbadasen nuestra ancha cama y Marieroncaba en un sueño profundo anuestro lado, Céline me susurró:

—Estoy tan contenta de que

Tomás viva con nosotros. Megustaría que se quedara parasiempre. No es que tú no me hayasenseñado nada —se apretujó contramí y me cogió del brazo en señal dedisculpa—. Pero...

—Claro que sí, gatita mía,sabe mucho más que yo. A mí no memolesta en absoluto. Aprovéchalomientras dure. ¿Qué es lo que máste interesa?

—La filosofía, la literatura,las ciencias naturales... Lo únicoque no soporto son las matemáticas.

—Entonces le diré a Tomásque las deje estar.

—No, déjalo. Por lo menosquiero intentar entenderlas. Piensoque uno debería tener por lo menosunos conocimientos básicos detodo.

Céline, Céline, ¿qué será deella? ¿Realmente le había hecho unfavor a mi hija o le había dado aprobar un manjar que ella siempreveneraría, pero del que nuncaestaría satisfecha? ¿No habría sidomejor si hubiera permanecido

ignorante y feliz? Demasiado tarde.Aprendería a anhelar más y abatallar con las mismas dificultadesque yo misma.

IX

El hermano Tomás me planteóun problema. ¿Debía ordenar laspáginas de tal forma que cuando ellibro estuviera abierto la caraexterna de la piel quedara en elcentro o más bien la cara interiorquedase por encima? Me dijo queera la página más importante, la quellevaba las ilustraciones másgrandes. Nunca había prestadoatención a ello, pero según su

opinión se trataba de una decisiónimportante sobremanera.

Dejó que lo notara con lasyemas de los dedos y entonces medi cuenta: la flor del cuero rugosa,aunque estuviera muy bien curtida yalisada a conciencia con piedrapómez, siempre quedaba un pocoarrugada. Por el contrario, la carainterior, que había cogido la grasa yel tejido musculoso, resultabacompletamente lisa, y tendía, enfunción del tratamiento previo, acierto brillo grasiento. Además, me

enseñó el hermano Tomás, ambascaras del pergamino tenían bajo laluz un efecto por completo distinto:la superficie de la cara rugosa eramás clara y devolvía la luz comolacada. La cara interior más oscuramostraba por el contrario miles deminúsculos puntos, los restos de loscañones, las raíces del pelo, que sehabían eliminado en el calero. Setrataba de una muestraespecialmente atractiva. Así elmaterial donde se escribía tenía supropia vida, en lugar de limitarse a

ser un vehículo.En Inglaterra, tal como me

dijeron, era corriente ordenar lascaras rugosas hacia arriba, inclusodejar algo de la flor en lasuperficie, así que aún guardabanuna pizca de su función anterior.¡Estos ingleses tienen que hacerlosiempre todo al revés! En elcontinente se aprecia más lasuperficie lisa.

—También podrías alternarantes de encuadernar las hojas lascaras rugosas e internas. Así en el

libro acabado siempre coincidiríanlas mismas superficies.

La cabeza me zumbaba. Nuncahabía prestado atención a todo ello,sólo a los textos y la calidad de lasiluminaciones.

—¿Por qué es tan importante?—pregunté.

—Se trata de una cuestión deestética. Los compradores de librosde categoría saben valorarlo. En tusaga de Alejandro sólo has deseguir el ejemplo, es decir, la parterugosa hacia arriba, piel de cabra,

amarillenta. Pero ¿qué pergaminoquieres elegir para tus poemas, queson tiernos y únicos, y cómo deseasencuadernarlos?

—¿Tengo que decidirlo ya?Mira, hasta la fecha en losejemplares sólo he puesto cuatropáginas dobles y después heempezado de nuevo, de forma que ala hora de coser el cuaderno no erademasiado grueso y podía doblarsecomo una bolsa llena de dinero.

—Una solución elegante en loque se refiere a la encuadernación,

de esta forma también consiguesmuchas páginas dobles seguidas,pero aprecio que se van alternandode forma irregular las caras internasy rugosas. No trabajas de manerasistemática. Naturalmente tienesque preverlo antes, pues una vezque las páginas estén escritas, lodemás no se puede cambiar.

—En cierto sentido me gustala flor del cuero, pero en lo que serefiere a la calidad de las pieles,primero debo verlas. Y además esolo decidirá mi bolsa de dinero.

Podemos cabalgar hasta maeseBernard y comprarle pieles.

Bajé a casa de Berthe parapedirle el burro. No quería que mevieran una segunda vez con elhermano Tomás sobre el caballo.

Aldo, que había tenido queviajar a Lyon, me había rogado ensecreto que en su ausencia pasara amirar cómo estaba su madre. «Eresla única entre los vecinos que noalberga sentimientos pocoamistosos hacia mi pobre madre,Cristina», me dijo. Me abstuve de

decirle que era su propia madre laque se hacía merecedora de esossentimientos poco amistosos.También podría haberle hablado deodio, ya que apenas había nadie enel vecindario al que Berthe nohubiera enfermado con sus palabraso engañado por dinero. Nadiehubiera comprado en su tienda,pero Massimo era tan cordial comomala era ella, y al hijo locompadecían todos. Además, latienda estaba a un tiro de piedra.«De acuerdo, si tú me lo pides,

entonces pasaré a mirar, y, si ellame lo permite, la consolaré.» «Ay,no le guardes rencor. A menudo esenconada, pero no lo piensa deveras.» Le miré sorprendida: era laúnica persona sobre la faz de latierra que podía pensar algo así.Pero yo realicé mi deber comocristiana.

—No te pienses que porqueAldo te haya venido con suslamentos te voy a hacer undescuento —me dijo Berthe, fiel así misma.

—Ay, Berthe. ¿Quién ha dichoeso? ¿Necesitas algo? ¿Podemoshacer algo por ti? ¿Quieres queMarie se siente después contigopara que no estés sola?

—Mantenme alejada de esavieja solterona aficionada a labebida que tienes por tía.

Berthe había sido y seguíasiendo mala como un perrocallejero. ¡Debía irse al infierno!

—Como quieras. Hablemosentonces de negocios. Quisieraalquilar por un día tu burro.

—Ya conoces el precio. Lasbridas aparte.

Le puse sus vergonzosas trespiezas de cobre en su manoextendida. Con un gesto de lacabeza me indicó la puerta delestablo y ni se tomó la molestia deponerse en pie. Mi dinerodesapareció en su delantal.

Así abandonamos nuestrocallejón, Tomás sobre el caballorojizo y yo detrás de él, sentada delado sobre el burrito. «La viuda y elmonje, la viuda y el monje...»,

cantaba la chiquillería trasnosotros, y chillaban de placercuando Tomás hacía muecas ylevantaba la mano amenazador.

—¡A ti esto incluso tedivierte! —le reproché. El hecho deque tuviera que torcer el cuellosobre el pequeño burro cuandohablábamos aumentaba mi malhumor.

—No tienes que tomártelo apecho, Cristina, son sólo niños queno saben ni qué han oído por ahí —dijo sabiamente desde arriba, y yo

contestaba como una vocinglera.—Pues sí que me lo tengo que

tomar a pecho. Al fin y al cabodebo convivir con la gente. ¿Porqué, me gustaría averiguar algunavez, las personas siempre estándispuestas a pensar siempre lo peorde una mujer?

—Bueno, está claro que eso noincluye a todas —empezó Tomáscuidadoso—, sin embargo lasmujeres aún cargan con el pecadode su primera madre Eva.

—¿Qué tiene eso que ver con

la supuesta y generalizadapropensión al pecado de la mujer?—pregunté cortante. Naturalmentelo sabía, aunque quería oírlo de supropia boca.

—Por su pecado las personasfueron expulsadas del paraíso,donde la procreación no eranecesaria. Pero entonces serelacionó la lujuria con lasrelaciones sexuales, así que a todoniño procreado con lujuria se letransmite ya en el vientre de lamadre el pecado original.

Me enderecé sobre mi burritoy observé cómo estaba sentadosobre su caballo con su hábitomarrón, la grave imagen de laautoridad masculina y eclesiástica.

—Dime, hermano, ¿cómo esposible que el matrimonio sea unsanto sacramento y Dios hayaordenado a los hombres que seprocreen, pero al mismo tiempo launión de ambos sexos resulte ser unpecado, también en el matrimonio?No lo entiendo.

—Dios y la naturaleza han

ligado a la unión la ilusión, con elfin de que las personas sereproduzcan. ¡Agustín ya señaló queel objetivo debe ser lareproducción, no el placer! Lalujuria es pecado y debe evitarse.

Qué lamentable era, pensabayo, que hubiera pasado esas horasde placer con mi marido en lacama.

—¿Y por qué la lujuria sólo seles adjudica a las mujeres? Meparece más bien que son loshombres los que se afanan por ello

con más energía y más a menudo,pues muchas veces he visto cómolos varones acosan a las mujeres,pero nunca al revés.

Se enderezó bien sobre lasilla. Su voz adquirió un tono desermón, enérgica, furiosa.

—¡Oh, eso es lo que parece!¡Las mujeres disponen de suspropias armas, que les presta eldemonio! Las mujeres son débilesno sólo físicamente, sino también ensu constitución espiritual y moral.¡Caen en la tentación con más

facilidad que los hombres, tal comose demostró ya en el pecadooriginal! ¡Oh, existen mujeresmalas, que hacen todo lo posiblepor desviar a los hombres buenosdel camino de la redención! ¡Labelleza en las mujeres es engañosa!¡Enmascara falsedad y un cuerpoperverso!

El caballo rojizo se aprovechóde la falta de atención del jinete yse quedó parado en medio de lacalle. Mi burrito siguió su ejemploy empezó a mordisquear unas hojas

de col de la cesta de una vendedoraambulante.

La gente que había alrededorempezó a reír y a señalarnos.

—¿De dónde habéis sacadoese conocimiento tan exacto sobrelas mujeres? —preguntó untranseúnte. Y la vendedora deverduras me espoleó:

—¡Dadle en la nariz a esteengreído dechado de virtudes,señorita! ¡No debéis tolerarlo!

El hermano Tomás espoleó asu caballo. Se había ruborizado

ligeramente.—Disculpa, Cristina. Me he

dejado llevar. Está claro que no esaplicable a todas las mujeres. Sí,existen algunas maravillosas y muynobles, incluso distinguidas porDios, como santa Clara, que esvenerada por mi orden —se inclinóun poco hacia mí y levantó el dedoíndice, porfiado—. Pero el pecadooriginal lo trajo al mundo la mujer,eso está claro.

Yo me reí y me lo tomé conresignación, a pesar de que ese

tema me encolerizaba siempre quese sacaba a colación.

—Evidentemente no soy unsacerdote doctorado en Leyes yquizá hay algo que he entendidomal, pero el pecado de Eva no tuvonada que ver con el trato carnal, alcontrario, sino que anhelaba elconocimiento.

—¡Lo que había prohibidoDios! De esa forma abocó a lahumanidad a la corrupción.

¡Contra eso no podía decirnada, pero entonces elegí mi

argumento más firme y le dediquéuna pequeña oración deagradecimiento a la infalible VirgenMaría!

—Pero ¿no es verdad queDios permitió que la humanidad sesalvara gracias a una mujer, demanera que alcanzó un grado másalto en la existencia del que teníaantes del pecado original? De estamanera las personas fueronllevadas al pecado y salvadas de élpor la misma criatura.

El hermano Tomás estuvo

rumiando un rato antes de decirmalhumorado:

—Tienes razón.—Parece ser que Dios fue

indulgente con Eva, pero no así loshombres. Ésa debe de ser la razónde que sacaran partido delsometimiento de la mujer, lo quenaturalmente no es aplicable atodos. Existen entre ellos buenos ynobles, como yo he podidoexperimentar.

Tomás callaba.—Sin embargo, es triste —

proseguí haciendo alusión al muyelogiado por la gente de la Iglesiamatrimonio virginal— que losmejores hombres y mujeres nodivulguen sus buenos valores,mientras que los peores aumentengenerosamente. ¿Qué será de lahumanidad?

Tomás callaba.Llegamos al Louvre y nos

dirigimos a la biblioteca.Aspiré ansiosa el olor dulce

del papiro, el cuero viejo y lastintas, de esa cantidad inabarcable

de historias y descubrimientosescritos, de mapas e ilustracionesbajo la colorida bóveda. Para otrosaquí olía a polvo, esfuerzo yaburrimiento. Para mí se trata delaroma del mundo.

—¿Está Gilles Malet? —lepregunté a un pequeño y pálidojoven que clasificaba códices yrollos en las estanterías.

—¡En la habitación siguiente,la sección de griegos!

Cruzamos el umbral yentramos en una diminuta y

sofocante habitación. Alguiensusurraba y hacía ruido en laesquina más oscura. A la sombraentre dos estanterías plenas derollos se encontraba arrodillado enel suelo monsieur Malet, buscandoalgo en el estante más bajo.

—¡Si estos pilluelos dejaranlas cosas en el sitio que lescorresponde! ¡O por lo menos melas devolvieran a mí, para que yolas pusiera en su sitio... pequeñosmonstruos pegajosos, irrespetuosos,ladrones de día sin cultura, sean

regios o no...! ¡Aquí! ¡Pasan laspáginas con saliva! ¡Tocan lasilustraciones con los dedos hastaque desaparecen...!, ¡lasilustraciones, por desgracia, no losdedos! Habría que poner trampaspara ratones en las estanterías —echaba pestes para sí mismo, hastaque nos vio, rio abochornado, sepuso en pie y se palmeó las rodillas—. ¡Cristina! Hermano...

Salió del pasillo y apagó de unsoplido la lamparita de aceite.

—He recibido tu nota. ¡Bien!

Así que has terminado.Cogió excitado los libros, el

original y la copia, y corrió conellos hacia un atril cercano tanrápido como un cangrejo que llevaa resguardo una miga.

—¡Muy bien! ¡Sí, exactamenteasí! ¡Fabuloso!

Y finalmente añadió:—¡Bien hecho, Cristina! Y

estas iluminaciones son de grancalidad. Con ellas ya acabadaspuedo pagarte treinta y cinco piezasde oro. ¿Vos sois el ilustrador

sobre el que me había escritoCristina? —se dirigió al hermanoTomás—. ¡Increíble! ¡Más quemaravilloso! ¿Para quién habéispintado?

—Para un monasterio cerca deMilán. En todo caso, recibíamosencargos de todo el mundo.

—¡Ya me lo imagino!Fabuloso. Si buscáis un buenpuesto...

—Gracias. De momento estoymuy contento —dijo Tomás, y ya sequería ir.

—¡Espera! —le dije—.Estabas buscando un libro, el tomotrigésimo octavo de la Historianatural de Plinio, ¿no es cierto?

Era extraño. Casi tuve laimpresión de que no lo quería. Nosencontrábamos en la mayorbiblioteca del reino y sólo teníaprisa por irse. Gilles Malet sequedó un momento en completosilencio observando a Tomás.

Entonces le cogió del brazo yse lo llevó entre dos estanterías,donde ambos empezaron a

murmurar. Poco después alzaronsus voces y parecía que sepeleaban. Me acerqué a ellos y oícómo Gilles Malet decía:

—Vos como hombre de laIglesia... apenas me lo puedocreer... no deberíais...

Tomás contestó alterado:—Pero yo debo... un encargo...

no está en mis manos.—En cualquier caso,

desgraciadamente no os puedoayudar —dijo Gilles Malet. Ambosregresaron de su escondite—. Hace

un tiempo que fue robado ocolocado en el sitio equivocado, loque viene a ser lo mismo; hará unosdos o tres meses, como acabo dedecir. Tampoco sabría dóndebuscarlo, a no ser que queráisvisitar todas las librerías de laciudad. En todo caso —y su vozadquirió un timbre casi maligno—,en este asunto os aconsejaría queprimero buscarais en los sitios mássórdidos y de mala reputación. Pormi parte no lamento que hayadesaparecido.

Su rostro delataba conclaridad qué es lo que pensaba deun monje que frecuentara esossitios.

Cuando se volvió a dirigir amí su rostro cambió completamente.Era de nuevo mi viejo amigo ybienhechor.

—Como ahora ya conozco lasobresaliente calidad con la quepuedes suministrar los libros,puedo encargarte más sinremordimientos de conciencia, siasí lo deseas. ¡Y vos, señor monje,

deberíais estar encantado deilustrar estos buenos libros, enlugar de ir tras malas obras!

En esta ocasión me entregótres libros de los que deseaba unacopia: un bonito salterio, un librosobre astrología y una novela, Ellibro de la rosa. La hojeéinteresada cuando salimos fuera. Yahabía oído hablar de esa obra.

—Es extremadamente popular,me la quitan de las manos —habíadicho Gilles—. De este libronecesito como mínimo seis copias.

Lo leería antes de ponerme acopiarlo, pues, por extraño queparezca, mientras copiaba apenasme enteraba de lo que ponía en loslibros. Cogía una frase, igual queuno se llena la mano de arena, paraplasmarla otra vez sobre el papelnuevo. Al hacerlo no meconcentraba en el sentido, sino en laforma, en la escritura limpia, en lacantidad de tinta en la pluma y elpeso exacto con el que había quecargarla para dar cuerpo a las letrasde la manera deseada y dejar fluir

la tinta suficiente como base. Debíaescribir rápido con el fin de acabarmi tarea. En general escribíadoscientas líneas por día. Por lanoche estaba tan cansada como uncampesino y las letras me bailabanfrente a los ojos.

Pero no me quejaba.Parecía que nuestra disputa

había quedado aparcada o, por lomenos, velada.

—¿Qué pasa con este libro?—le pregunté al hermano Tomásmientras cabalgábamos más allá de

la puerta de la ciudad en direccióna las filas de las casas, que seencontraban a orillas del Sena y seextendían hacia el interior, como side la ciudad brotaran raíces ybrotes—. Me pareció que monsieurMalet se había casi disgustado alpreguntarle por él.

—Oh, no, estaba sobre todoenfadado por el robo y por tenerque admitirlo. Al fin y al cabo eraresponsabilidad suya.

—¿No dijo que estabacontento de que hubiera

desaparecido?—Lo dijo por decir. No

conozco a ningún bibliotecario quesin querer haya perdido uno de suslibros y no se lamente. Esta genteama sus libros como a sus hijos yno darían voluntariamente ningunode ellos. Estaba enfadado por supropio fallo, eso es todo.

Cabalgamos hacia una zonacercana al río, donde numerososedificios formaban un rectánguloabierto de cara al agua.

—Dijiste que se trataba del

por muchos desconocido trigésimooctavo tomo de la Historia naturalde Plinio —comenté y seguíinsistiendo—. Las historiasnaturales de Plinio son recuentosespecialmente pedantes y aburridosde todo lo que el general vio yexperimentó, la mayoría de segundamano sin embargo: geografía, fauna,árboles, agricultura, minerales yanillos, gemas, plantas y medioscurativos. ¿De qué escribió en estetomo secreto? ¡Tienes que saberlo,ya que lo leíste tan ávidamente

cuando estaba prohibido! ¿Trataquizá de magia? —me había vueltodesconfiada.

—Juro que no versa sobremagia. No, en realidad trata sobreplantas. Lo estudié básicamente porsus bonitas ilustraciones fieles a lanaturaleza. Es una especie de...mmm... libro de jardinería. Más note puedo decir.

Mientras tanto habíamosllegado a las propiedades delcurtidor de cueros. En el patio y enla dehesa del río había colocada

una hilera de cubas de madera,desde las cuales nos llegó el acre ydesagradable olor del caldo de caly del alumbre. En dos de lasbañeras había hombres con laspiernas desnudas, la blusa subida,sólo con paños alrededor de lascaderas. Pisaban las pielesreblandecidas en la cuba como sifueran uvas. Otros estabanocupados en desbarbar concuchillos las pieles tendidas, queestaban extendidas sobre marcos.

—¡No quiero ni imaginarme

cómo deben de tener la piel dé lospies y de las piernas!

—Están depilados como bebéspara alegría de sus queridas —dijoTomás. Reí y por un momento meolvidé de la cuestión del librodesaparecido.

Uno de los trabajadores estabaextendiendo justo en ese momentouna piel de cabra. Medía la tensiónde la piel en diferentes puntosrepetidas veces y humedecía lapieza, con el fin de que más tardeno se volviera irregular.

Maese Bernard estaba en lafuente, agachado sobre un joven alque le enseñaba cómo se utilizacorrectamente el cuchillo. Seenderezó y se frotó la espalda.

—¡Madame de Pizán! Quetambién Dios esté con vos,venerable hermano.

Descabalgamos.—¿Qué puedo hacer por vos,

madame?—Necesitamos gran cantidad

de pergamino y piel de becerro finade la mejor calidad y, en menor

medida, del tipo más sencillo paramis notas.

Le mostré los tres libros quenos había entregado Gilles Malet.

A primera vista vio de qué setrataba y prescindió del habitualcontraluz y palpado. Leacompañamos a su local de ventas,donde se almacenaban amontonadasy apretujadas en las estanterías lasdiferentes calidades, parte de lascuales se hallaban expuestas enmarcos.

—Para este ejemplar, si es que

queréis reproducirlo perfectamente,os hace falta una piel de cabraligeramente manchada, de un colorrosa pardo. Pero no os preocupéis:a pesar de todo, se puede escribirmuy bien en ella. —Observó conindiferencia el libro—. Con unadocena de cuadernos tendréissuficiente.

Escogió las pieles pertinentesy las estudió por ambos lados.

—¡No sé cómo ha pasado,pero este pergamino tiene marcasdel cuchillo!

Sin querer, uno de losaprendices había clavado pordescuido el cuchillo demasiadoprofundamente en la piel, por lo quese veían cicatrices, lo que laestropeaba por completo.

—¡Me la quedo a la mitad delprecio! —exclamé viendo laposibilidad de cortar la piel paraadaptarla al formato y perder muypoca en la operación.

—De acuerdo. Mmm, sigamosviendo. Ésta de aquí es la piel de unternero joven, una calidad muy

costosa, trabajada con esmero yaclarada con albayalde.

Estuvo buscando un momento yencontró una mercancía de calidadequivalente. Al nombrarme elprecio silbé enérgicamente entredientes.

—Por desgracia no os lapuedo dejar más barata, estamercancía debe reposar durante unaño entero en rindente, pero estoyconvencido de que, si se loexplicáis a monsieur Malet, cubrirácon gusto los gastos.

Tomás comprobó las pieles yme dijo:

—Deberías hacer acopio deestas pieles para tu propioconsumo, si es que quieres entregartus poemas a ricos mecenas, pues setrata de gente bien acostumbrada.Para ello sólo debes utilizar elmejor de los materiales.

Vi cómo mi bolsa menguaba.Durante tanto tiempo habíamostenido que escatimar que me costódesprenderme de algunas de mismonedas de oro. ¿Qué pasaría si

mis intentos líricos no eran nada enespecial, si no merecían taldispendio y si a pesar de la costosapresentación no los comprabanadie?

Nuestras cabezas se agacharonsobre las pieles a la par. ¡Oh, cómodisfrutaba al poder comprar por finde nuevo algo de calidad! El monjese preocupaba tanto de misnecesidades, era tan tierno yamable, que me arrepentía de misduras palabras de antes. ¿Era élculpable de que algunos padres de

la Iglesia hubieran difundido talestonterías de consecuenciasfunestas? No todos los hombres locompartían y la mayoría, de hecho,se comportaba lo suficientementebien si una no esperaba mucho deellos.

—Tendrás éxito —dijo Tomásen ese preciso momento—. Sé queun día la reina leerá tus libros.

—Te agradezco que valoresmi obra tan amistosamente —dijeen voz baja—. Pero ¿cómo puedoconseguirlo? Nadie se interesa por

lo que pueda decir una mujer y elnombre de Pizán ya se ha olvidado.

En lo que se refería a ello casihabía perdido la esperanza.

A pesar de todo, seguí elconsejo de Tomás.

—De acuerdo, maese Bernard:me llevo dos docenas de pieles delternero joven, pulidas y listas paraser cortadas y escritas. Y necesitocatorce piezas de la piel de cabrabuena, ligeramente amarillenta. Y,si tenéis, también un par deejemplares baratos y libres de

fallos para los borradores.A la señal de maese Bernard

aparecieron dos niñas pequeñas,sus hijas, que nos ofrecieron unrefrigerio.

—¿Qué os parece el papel? —le pregunté a maese Bernardmientras enrollaba las pieles y lasenvolvía en paño—. ¿Creéis que undía sustituirá al pergamino? Debede ser más barato.

—Oh, el papel, bueno, laverdad es que no me preocupa en lomás mínimo —se rio el curtidor—.

¡En Alemania estuve de visita en unmolino de papel! ¿Podéis creer queestá hecho de harapos? ¡Losharapos se trocean y se muelenhasta hacer un caldo, se prensan ysecan, y de allí se saca elpergamino artesanal! ¿Quién quieretener libros hechos a partir deandrajos?

Yo tampoco me lo podíaimaginar. Escarbó en una de lasestanterías y sacó una hoja grisácea.

—¡Mirad, esto es papel! ¡Dejoque todos mis clientes lo tengan

entre los dedos, para que puedanapreciar por ellos mismos qué tienede auténtico este pergamino!

Acaricié la hoja con lasyemas. Resultaba especialmenteflexible, casi floja. No obstante, eraposible que se pudiera escribir enél con corrección. Seguro que latinta se adhería bien sin correrse.Froté una de las esquinas con losdedos.

—Se desfleca, ¿verdad? —semofó maese Bernard—. Lasesquinas se deshilachan como

semillas de chopo. Una vez leído,habría que tirar el libro a la basura.Quizá se pueda utilizar el inventopara las cartas, ¡pero nunca para loslibros! No veo que pueda hacernosla competencia.

Para el camino de vuelta acasa el burro iba de nuevo cargado.Yo me senté delante de Tomás en elcaballo. Tenía que pensar ennuestra discusión y me sentíarefrenada contra mi voluntad con subrazo alrededor de mi cintura. ¿Y siera realmente así, si las mujeres

eran las verdaderas seductoras, sinuestra mayor belleza y nuestradebilidad nos habían sido otorgadasno por Dios, sino por el diablo?«Tonterías —me exhorté—. Yo noseduzco al monje. Me gusta, ¿y porqué no? No supone ningún lastrepara los ojos. ¡Pero no tengoninguna intención con respecto a él,sálveme Dios!»

Hicimos una pausa a orillasdel Sena, le compramos dos jarrasde vino a un vendedor ambulante ycompartimos el tiempo muy

pacíficamente. Por un momentoaparqué todas mis preocupaciones,dejé volar como golondrinas misambiciosos propósitos y proyectos,cerré los ojos y me alegré como unniño por el brillo de las aguas.

—¡Qué suerte que hayáisllegado! —nos dijo Céline mientrascorría hacia nosotros en cuantoentramos en nuestro callejón—.Maman! Han venido a buscar aBerthe, dicen que fue ella la queasesinó a Massimo, y ahora losvecinos a toda prisa han decidido

quemar su casa. Jean y Elias estánintentando convencerlos de locontrario.

—¡Dios mío! A ver si el fuegoalcanza la nuestra —exclamé dandomuestras de una ciertainsensibilidad—. ¿Dónde estánJean y Elias?

—¡Frente a su puertadiscutiendo con los vecinos!

El hermano Tomás descendiódel caballo y puso en la mano deCéline las riendas sin decirpalabra. Yo me bajé del burrito de

Berthe.—Toma, hazte cargo de los

animales y llévalos a nuestro patio.No intentes descargar lospergaminos, son demasiadopesados para ti.

Le entregué las riendas y fuicorriendo a casa de Berthe. Unamultitud ya se había congregadoenfrente. Oía sus llamamientos einsultos como un único ruido, unzumbido amenazador como el de unenjambre de abejas espantado.Empezaron a volar los primeros

excrementos.—¡Apartad! ¡Dejad el paso

libre! ¡No se os ha perdido nadaaquí!

—¡Por el amor de Cristo,hermanos, hermanas, que haya paz!

Una piedra le dio a Tomás enla boca. Empezó a sangrar.

Me abrí camino sinmiramientos, me coloqué junto a ély alcé las manos al aire.

—¡Vecinos! ¿Os habéis vueltolocos? ¡Qué pretendéis! —grité.

—¿Qué es lo que quieres? —

me contestaron—. ¿Por quédefiendes a la bruja? Contigo fuecon quien peor se portó. ¿Por quéos interponéis en nuestro camino, túy tu gente?

—¿Qué queréis hacer?¿Quemar la casa, saquearla? ¿Quées lo que ha hecho?

—¡Ha matado a su marido! ¡Lamuy bruja!

—¿Es lo que dicen losalguaciles?

—¡Sí, sí, es una bruja, unaasesina! Lo ha envenenado y luego

lo arrastró hasta el agua, la mujerdel diablo! ¡Ahora vamos a ahumarsu cueva, para que no vuelva!¡Déjanos pasar!

—No os dejaremos pasar.Para eso tendréis que convertirosvosotros mismos en asesinos.¡Asesinos! Ladrones —les grité—.Si es verdad lo que decís es quesólo han presentado cargos contraella. ¡Aún no la han juzgado, asíque no se ha demostrado que seaculpable!

—¡Seguro que es culpable, la

vieja bruja!—¡Avergonzaos, avergonzaos,

avergonzaos! —grité, y di un golpecon el pie de rabia—. Vosotros nola podéis aguantar y ahoraaprovecháis la oportunidad pararesarciros. Y os da igual si esculpable o no. «Queréis» que losea, porque la odiáis.

Eso no me lo pudieron rebatiry algunos de ellos tuvieron lahonradez de mostrar su vergüenza.

—Además, ésta es también lacasa de Aldo, que acaba de perder

a su padre y quizá ahora también asu madre, sin ser culpable de ello.¿Qué tenéis en contra de Aldo?¿Qué os ha hecho «él»?

Aldo les caía bien. Otrospuños se bajaron. Oía cómo laspiedras caían en el suelo.

—No queremos convivir conuna asesina —dijo una bordadora,madre de seis niñas. Estabaencorvada y medio ciega debido asu labor. Berthe vendía sus trabajosen la tienda, y siempre le retrasabael pago o le regateaba el precio por

supuestos fallos.—Si es culpable, entonces

será castigada. Pero ¿por quéquerría asesinar a su marido? Ospuedo decir por mi propiaexperiencia que, como viuda, unaestá expuesta a todo tipo deadversidades. ¡Ella ya estaba bienatendida por Massimo!

—¡Sí! ¡En efecto! —exclamaron.

—¿No atendía todos susdeseos?

—¡Sí! ¡Y cómo! ¡El muy

calzonazos!Se produjo una algarabía y

silbidos.—¿O la pegó alguna vez?—¡No, nunca!—¡Aunque hubiera sido mejor

así!Se oyeron risas.—Lo veis, vecinos. Apenas

existe ningún motivo por el que ellaquisiera deshacerse de su buenhombre. Y, si así lo queréis,mañana me acerco al Châtelet eintentó conseguir más información.

Entonces os podré decir si existenpruebas o no.

Todos estuvieron de acuerdocon ello, a pesar de que no leshabría parecido justo quedeclararan inocente a Berthe.

La multitud se disolvió a todaprisa. Nadie se quedó allí parachismorrear. Siempre ocurre así.Incluso los ciudadanos mástranquilos, encolerizados, soncapaces de hacer cosas que serenosnunca harían. Tras ello seavergüenzan y se alejan en silencio.

—Los has cautivadoadecuadamente —dijo Elias enreconocimiento—. Por desgracialos discursos no son mi fuerte.

—¿De verdad irás mañana aljuzgado por la vieja bruja, maman?-preguntó Jean.

—Naturalmente. Así se lo hedicho a los vecinos. Además, lehabía prometido a Aldo quevigilaría a su madre. Es horribleque se la hayan llevado justocuando yo estaba fuera.

—No podrías haberlo

impedido —observó mi madre congran acierto, lo que tampococontribuyó a aliviar mi malaconciencia—. No te hagasresponsable de cosas que no son detu incumbencia. Ocúpate mejor dever cómo mantienes a tu familia, yaque insistes en esta absurda idea.¿Dónde has estado todo el día? ¡Tehas ido de paseo por ahí con estemonje!

—Estoy manteniendo a mifamilia —le dije entre risas, y pusediez monedas de oro en su mano.

Debo admitir que no estabadescontenta por cómo había logradotranquilizar a los vecinos, aunque alfinal me temblaran las rodillas. Yya que quedaban unas horas de luz,me enfrasqué en la lectura de eselibro que me había hecho ilusión, Ellibro de la rosa. Me salté laprimera parte de Guillaume deLorris, que ya conocía: era lacumbre de la lírica amorosa ydescribe un sueño en el cual elnarrador se introduce en un jardíncon el fin de lisonjear a una rosa.

Para ello debe terminar conenemigos como el peligro, los celosy las dañinas calumnias.Resumiendo: una oda al amor,tierna y caballerosa, ennoblecido através de la renuncia o que sepodría haber ennoblecido si elcaballeroso Lorris hubierafinalizado la novela. Pero murióantes de hacerlo.

Así que un tal Jean de Meung,un profesor de nuestra Universidadde París, tuvo la curiosa idea deretomar la obra y terminarla.

Estaba sentada en el jardín ycomía una manzana con el librosobre las rodillas. Pero conformeiba leyendo, más deprisa pasaba laspáginas y más enfadada yhorrorizada me sentía. Se trataba deuna obra contraria a la idea delamor, de una burla no sólo de éste,sino también de todas las mujeres.¡Describía el galanteo como un artede seducción astuto, cuyo objetivoconsistía sólo en la satisfacción delos instintos masculinos! Después lamujer podía ser expulsada y

abandonada. ¡Se lo enseñaría aTomás! Allí quedaba muy claro queel hombre era el animal y elseductor desconsiderado. Inclusocomparaba el hacer el amor de loshumanos con el de los animales enel campo.

Así se demostraba de nuevo dequé terrible manera habíancambiado los tiempos: no hacía nicincuenta años que se había escritola primera parte, cuando reinaba elpensamiento caballeroso. Hoy endía, sin embargo, se menospreciaba

a las mujeres, no se las protegía, nose las cuidaba y respetaba, comohabía sido habitual, sino que se lasarrastraba por el fango.

Como pruebas, este profesoraportaba todo tipo de fuentesantiguas, frente a las que a mí se meocurrían muchos más ejemplos delo contrario. Uno sólo tiene quealardear de sus lecturas paraimpresionar a sus lectores. Pero porúltimo eran sólo viejas historias,para las que de nuevo existíantantas con finales opuestos. ¡Y vaya

lenguaje más asqueroso utilizabaeste señor, todo bajo la trivialexcusa de la exactitud!

Me fui a pasear durante unbuen rato por el camino de sirga aorillas del Sena con el fin detranquilizarme, ya que no tieneningún sentido encolerizarse.Decidí alzar mi voz contra estachapucería y ello debía hacerlo conla cabeza fría.

Más tarde me coloqué tras miatril para escribir una epístolaabierta al «Dios del Amor».

Compuse un largo poema como unaqueja ante ese Dios al que muchasmujeres de cualquier edad ycondición le piden ayuda y amparo:

Van denunciando dichasdamas

graves extorsiones,calumnias,

difamaciones, traiciones,ultrajes muy serios,

falsedades y otros muchosagravios....

Y entonces arremetí y enumeré

todos los prejuicios y las calumniascontra las mujeres que habíamosoído hasta la saciedad: que sonpusilánimes, volubles y lascivas,estúpidas por naturaleza y todocuanto allí se nombraba. Además,les eché en cara a los nobles nodefender a las mujeres, pues sabíaque esta novela se leía ahora confruición en las grandes casas. MiDios del Amor censuraba a Jean deMeung, entre otras cosas porqueenseñaba a los seductorespotenciales a terminar con las

cándidas vírgenes.«Habilidades agudas y

maldad», «intrigas, engaño, celos»,constituían el contenido de la vidade las mujeres. Las habilidadesagudas se las quería devolver concreces. Y también vi unaoportunidad de alargar la carta. Mihijo Jean la colgaría en la puerta dela Universidad. (Naturalmente no lohizo. «Maman! ¿Quieres que meexpulsen de la escuela?» Ya estabasuficientemente avergonzado por micausa.)

—¿No quieres venir a comer?—me preguntó mi madre—. ¿Quévuelves a garabatear de nuevo?

Se lo conté.—¿Estás loca? —fue su

previsible reacción—. ¿Cómopuedes enfrentarte al poder de laSorbona, a un hombre, unacelebridad? Se reirán de ti, eso sino te encierran en cualquiermomento en un convento. ¡La culpade ello la tiene tu padre! ¡Si no tehubiera enseñado a leer y escribir ytodas esas necedades no andarías

siempre buscándote problemas!Siempre estuve en contra. Yademás... —se giró a medias haciamí en la escalera alzando el dedoíndice—. ¡También estoy en contrade que ese monje harapiento lellene la cabeza a Céline depatrañas! ¡Debería ocuparse más dela hilaza!

Ahogué la risa, pues lo de la«hilaza» ya lo había dicho de mí.Con ello se refería a todo tipo detrabajo de media, cosido y bordado,para los que yo no había tenido ni

talento ni ganas. De todos modosCéline los dominaba.

—¡No seas irrespetuosa,Cristina! Yo también he salidoadelante sin libros. ¡Y el monjeharapiento está trastornando aCéline, te lo advierto! ¿No te hasfijado en cómo lo mira?

—Lo admira por suinteligencia. Estoy totalmentesegura, madre, de que él secomporta con ella sin tacha.

—Oh, ¿a eso se le llama ahorainteligencia? —dijo resoplando de

forma burlona.—Céline siente un poco de

pasión por él, tal como pasa con lasjóvenes. Pero no me preocupo porello.

—¡Pues deberías!—¡Por favor, madre!Más tarde se pasó por allí la

tía Marie.—¿Tienes un libro malo? —

me preguntó. Sus ojos relucíanansiosos.

—Demasiado malo paraleerlo.

—¡Deja que lo juzgue yomisma!

—Como quieras, aquí lotienes. Pero que no vaya a parar amanos de Céline.

—De acuerdo. ¿Cristina?—¿Sí?—¿Tienes algunas monedas

para mí?Suspirando le di un par de

soles. Sabía en qué se iba a gastarel dinero, pero era discreta, nuncaabusaba. Mi madre no aprobaba suvicio. Sin embargo, no veía ningún

motivo para negarle esa pequeñaalegría. El placer es un pecadoperdonable, dice la Biblia. Sólo eldeseo desenfrenado es perjudicial.

X

Vaya lugar: a un lado bailabancon el agua las ruedas del molinodel puente y al otro se abría paso elangustioso mugido de las reses dematanza. El pie se topaba con restosy vísceras de animales. Eladoquinado brillaba oscuro yhúmedo. Ríos de sangre fluían porlos canales en dirección al Sena ose quedaban y coagulaban encharcos viscosos y negros. Olía a

miedo. El mayor matadero de París,de tres pisos de altura, seencontraba en el antiguo GranChâtelet, actualmente una prisión.Luis el Santo no podía ni soñar quesu pequeño castillo en el Gran Pontalbergaría un día ganado humanolisto para ser ajusticiado. Y suparque consistía ahora en calles conbonitos nombres, como callejón delos Desolladores, calle de laCasquería y una plaza llamadaValle del Dolor, en la que por lanoche se juntaban los perros

salvajes.Incluso había una casa

denominada la Casa de la CalaveraNegra, que las madres mostrabancon gusto a sus hijos: «Veis, aquívivía un carnicero llamado TêteNoir, que convirtió a algunos de susclientes en salchichas. Fuedescubierto y troceado en cuatropartes. Sin embargo, su espíritudebe permanecer aquí hasta el díadel Juicio Final. ¡Por las noches sele oye gemir! Si no os portáis bien,os dejaré aquí».

Así que se trataba de un lugarencantador, pero eso no importaba,al contrario, en la plaza del Valledel Dolor se encontraba mediomundo para charlar, y alrededoruno se deleitaba con los asados ycocidos de las cocinas. Si teníassuerte, podías ver cómo llevaban aun prisionero al Châtelet y podíasinsultarlo y lanzarle losdesperdicios de la matanza, que tanprácticamente estaban a mano.

Alcé mi vestido y salté sobreun charco de sangre. Hacía calor.

El charco relucía coagulado yreflejaba un cielo rojo. Unenjambre de moscardas verdebrillante se alzó y zumbó enojadopor la molestia ocasionada.

En la entrada del Châtelet dosalguaciles en cuclillas jugaban a losdados sobre el adoquinado. Uno deellos alzó la vista.

—¡Cristina! —dijoenderezándose de un salto—. ¿Quéos ha traído aquí? ¿No será quetenemos a algún familiar vuestrocomo invitado?

—No, no es eso, Grégoire,pero han detenido a mi vecina. Sesupone que ha asesinado a sumarido, lo que no me creo deninguna de las maneras. Queríaverla.

Torció la boca.—¡Lo sé! Berthe la negra. Con

ese pico que tiene podría enfadarhasta al diablo. Prévot acaba deestar allí para que le pongan lamáscara de la deshonra, con el finde que permanezca callada.

La máscara de la deshonra es

una careta de hierro con un mandrilque fija la lengua e impide que lapersona en cuestión pueda hablar.

—Sí, no es que sea muyagradable, pero no deja de ser mivecina.

—Sois una santa.Reí.—Eso seguro que no.

Decidme, ¿sabéis quién lleva elcaso de Berthe?

Grégoire se lo pensó y miróinterrogativo a su compañero.

—Truphémus —dijo éste.

—Entonces tiene suerte. Se leconoce por blando.

—¿Podría intercambiar un parde palabras con él?

—Oh, es muy accesible, ya locreo. Venid, os llevaré hasta él.

El nombre despertó unrecuerdo en mí y, como resultó ser,este juez instructor Truphémus eraun antiguo colega de mi padre, unpedazo de hombre entrado encarnes, agraciado con una nariz rojaeternamente hinchada. Me rogó quepasara a su despacho, me ofreció

una silla y me preguntó:—¿Qué tal os va, viuda

Castel? Me alegra encontraros consalud.

A la pregunta por mi bienestarcontesté con amabilidad y nociñéndome a la verdad.

—Confío en que a vos tambiénos vaya bien, monsieur Truphémus.Mi marido siempre os tuvo en granconsideración y decía que haríaiscarrera.

Se sintió adulado y me ofrecióunas galletas. Le hablé del motivo

de mi visita.—Acusan a mi vecina Berthe

de haber envenenado a su marido,algo que no me puedo creer.Siempre la trató bien, y ella estabaligada a él, a pesar de susdesagradables palabras. Uno podríacasi decir que se trataba de un buenmatrimonio. No se producían másdisputas de las habituales.

—Pues los vecinos sostienentodo lo contrario.

—Bueno, no se trata de unamujer agradable. Tendríais que

tener en cuenta que algunos sequieren aprovechar para vengarsede ella. Pero considero que no hacometido ningún delito por serantipática y no tener compasión.Ello no justifica además que se laajusticie por algo que no ha hecho.

Afirmó con la cabeza.—Hay algo de eso. Sois muy

elocuente, madame.—¿Cómo se ha determinado en

todo caso que el genovés fueasesinado? Por casualidad tuveocasión de contemplar su cadáver

colgando de la rueda del molino yme pareció... mmm... muydeteriorado...

A menudo deseabadeshacerme de ese recuerdo igualque con mi cuchillo borraba lasfaltas del pergamino.

—Bueno —respondióTruphémus, e introdujo una galletade nueces en la boca. Masticó conapetito, el crujido de su boca era loúnico que se oía, y después sesirvió vino tinto—. Se podía pensarque lo arrojaron borracho al agua y

se ahogó. Pero precisamente lasheridas nos dicen otra cosa —seinterrumpió—. ¿De veras queréisescucharlo? No se trataprecisamente de algo agradablepara los oídos de una mujer...

¡Santa Madre Ana! ¿Por quélos hombres se piensan que lasmujeres, que han parido niños, sondébiles y melindrosas?

Le sonreí con sangre fría.—Contadme. Lo encuentro

muy interesante.—Como deseéis. Primero: un

hombre que muere en el aguarespira en sus últimos segundosagua y también la ingiere, por loque tiene líquido en los pulmones yen el estómago. Ése no era el casoaquí. Se puede comprobarapretando con fuerza en las zonaspertinentes y viendo si sale agua ono.

Respiré concentrada yprofundamente a través de la nariz.Quizá sí que somos un pocosensibles, un poquito.

—Además, está la así

denominada formación de pielarrugada por el agua en los blandosreversos de manos y pies, como sepuede apreciar en las lavanderas,que se pasan todo el día con lasmanos en el agua. La piel se hinchay ondula —con el dedo índiceescarbó en su dentadura para cazarun resto de nuez antes de proseguir—. Pues el tendero no la tenía, sinoque su piel se hallaba lisa como ladel trasero de un bebé, como entodos los gordos.

Truphémus me sonrió

triunfante.—¿Y qué os dice eso?—Bien; me dice que no estuvo

mucho tiempo en el agua, antes deque quedara agarrado en la ruedadel molino. Y ahora la sorpresa deverdad: aunque su cuerpo estabaterriblemente deteriorado y lleno dearañazos, incluso con algún huesoroto, ¡no mostraba hematomas!

Clavó sus dientes amarillentosen una segunda galleta de nuez.

—¿Ni siquiera una? Las hacemi mujer. Son extraordinarias.

Negué con la cabeza. Me habíaquitado el apetito de cuajo.

—Gracias. ¿Así que deberíahaber tenido hematomas?

—Sí, en el caso de quehubiera ido a parar al agua vivo, esdecir, posiblemente por sus propiasfuerzas, saltando, cayéndose, algopor el estilo. Pero ya llevaba unbuen tiempo muerto cuando fue aparar allí. La sangre ya no lecirculaba por el cuerpo y por esono se formaron cardenales.

—¿Y qué tiene eso que ver

con Berthe?—Ninguna herida por arma

blanca, ninguna herida en el cráneoque le hubieran podido infligirantes de morir. No fue asaltado.Estamos convencidos de que fueenvenenado y después arrojado alagua, de forma que la corriente lollevó hasta la rueda del molino.Allí la asesina confiaba en quedesaparecieran todas las huellas.¡Pero no ha sido así, al contrarío!

Por un momento se hizo elsilencio en la habitación. Le di

vueltas al asunto febrilmente. Desdela calle resonaban las pezuñas y losmugidos de una manada de bueyes,a los que habían permitido que sehartaran de agua en el río tras lalarga marcha hasta la ciudad, paraser conducidos ahora al tajo.

—¿Por qué Berthe?—Es la única sospechosa, una

mujer mala, quizá incluso una bruja.Todo el mundo del vecindario diceque lo es.

—Excepto yo.—Sí, y debo decir que me

sorprende mucho. Lo encuentroadmirable. No obstante, parece serque el comerciante no contaba conningún enemigo. Caía bien a todo elmundo. Sólo con su mujer sepeleaba continuamente.

—Ella es pendenciera, escierto, pero eso no significa nadatratándose de Berthe. ¿Ya habéisencontrado el veneno?

Se rascó la frente rasurada.—Mmm, bueno, ése es nuestro

punto débil. Estoy seguro de que setrataba de un veneno; cuando un

hombre fuerte como él y en sumejor edad muere así tan derepente. Sin síntomas anteriores.Mmm... El médico no ha podidodemostrar nada. ¡Pero eso noimporta! —anunció seguro de símismo—. En cuanto lainterroguemos de maneraconcienzuda, seguro que confesará.

—¿La vais a torturar?—Ya que se ha prohibido la

ordalía de la Iglesia como mediodel contencioso, ¿qué salida nosqueda? Empezaremos sólo con la

tortura con agua, de primer ysegundo grado. No soy un monstruo.Cuando ella quiera, podrá acabarcon ello.

¿Y si no tenía nada queconfesar?

—Sólo os ruego, monsieurTruphémus, que no os precipitéis.Con vuestro permiso me informaré.Pues no estoy ni mucho menosconvencida de la culpabilidad deBerthe.

—Bien, bien, todo sea enhonor a vuestro fallecido esposo.

Truphémus se puso en pie y meacompañó hasta la puerta.

—Quizá la gente hable con voscon más confianza que con misalguaciles. Visitad tranquila avuestros vecinos. Tal vez consigáisque ella confiese. Puedo retrasar elterrible interrogatorio un par dedías. En ocasiones los presos seablandan por sí solos al tener queestar en este sitio.

Rio alto y alegre. Se meescapó la gracia de su observación.

Estaba claro que Berthe aún no

llevaba el tiempo suficiente en«este sitio».

En cuanto me vio, se acercórápidamente a la reja. En la celdaen forma de gruta que había a susespaldas se encontraban másmujeres. Dos o tres parecíanprostitutas con sus vestidoscoloridos y de amplio escote; unaestaba en el suelo: gemía ensilencio y se cogía con las manos elvientre hinchado. Era evidente quehabía sido víctima del primer nivelde la tortura del agua, en la que al

torturado se le hace tragar con unembudo nueve litros de ella. Otrashabitantes de la celda estabansentadas apáticas en la paja obalanceaban el tronco. Una visióndeplorable. No para Berthe.

—¡No sé qué estoy haciendoaquí! ¡Es una bajeza que clama alcielo! ¡Míralas! ¡Gentuza! ¡Chusma!¡Carne de horca! ¡Putas! No tengonada en común con ellas.

Las prostitutas silbaron yrieron.

—Cierra el pico si quieres

sobrevivir a esta noche.—¡Pss, vieja! ¡Aún necesitas

tus ojos? ¡Si no los quieres, yomisma te los saco!

Le cogí de la mano para queme prestara atención.

—¡Berthe, si quieres que teayude necesito que me cuentes todolo que sabes! ¿Tenía Massimoenemigos?

—¿Enemigos, Massimo? —medirigió su mirada punzante—. ¡Élseguro que no! ¡Se dejaba engatusarpor todo el mundo! ¡Concedía

crédito cuando hacía tiempo que nodebía! ¡Ja! ¡El generoso, queridoMassimo! ¿Y quién debía procurarque las deudas se cobraban? ¡Yo!¿Quién debía mantenerse en sustrece para que no nos arruinaran?Yo. ¿Quién dirigía realmente latienda, cuando Massimo hubieraoptado por regalarlo todo sólo paracaer bien a la gente? ¡Berthe lamala! ¡Y por ello me han odiado amí! ¿Piensas que me divertía? ¿Nocrees que quizá también hubierapreferido interpretar el papel de

generosa?¿Hubiera sabido hacerlo? Lo

dudo. Miré hacia el vigilante, quepor suerte no parecía escucharnos.

—Sssh, Berthe, no hables así.A sus ojos te conviertes enculpable. ¡Les estás dando unmotivo! —murmuré—. La verdades que querías mucho a Massimo.

Enseguida cambió de melodía,y las manos, agarradas a losbarrotes, fueron deslizándose pocoa poco mientras ella caía derodillas. Ahora empezó a llorar:

—¡Massimo, mi Massimo!Sólo para al siguiente instante

volver a sisear:—Me odian, todos me odian.

¡Uno de ellos ha asesinado a mipariente, sólo para despuéscargarme a mí con el muerto! ¡SiBerthe desaparece, desaparecen lasdeudas! ¡Muy hábiles!

—Berthe, sé inteligente. Nodigas barbaridades. Recapacita ypiensa qué impresión causas.

—Me da igual la impresiónque cause —refunfuñó—. ¡Ahora sí

que me van a conocer todos deverdad! ¡En cuanto salga de aquírecaudaré todas las deudas, sinpiedad! ¡Pagarán por todas lascalumnias que han lanzado sobremí! Ya verás: ¡en mi mano estáexpulsar de sus casas a media calle!¿Berthe la mala? ¡Ahora sí queverán a una Berthe mala, queesperen y verán!

—¡Berthe!Entonces se abrazó de nuevo a

los barrotes y agarró mi muñecacomo una pinza:

—¡Cristina! ¡Cristina! Metienes que ayudar. ¡Eres inteligente!Sabes arreglártelas en los juzgados.Por favor, no me dejes en laestacada. Por favor, no permitasque me torturen. Estoy convencidade que no lo aguantaré. Enseguidaconfesaré todo lo que quieren oír.¡Pero yo soy inocente! ¡Ayúdame,Cristina!

—Hago lo que puedo. Ya hevisto al juez y he declarado cuántote gustaba tu marido...

—¿Qué quieres decir?

¿Gustarme? Yo le quería, le queríacomo tú no has querido en tu vida,cacho de mujer fría. Leer, calcular,no casarse nunca más. ¡Y tudiscurso de los derechos de lasmujeres!

Realmente sabía cómo hacerseamigos.

—¡Berthe! ¡Escúchame! —ledije, y me solté la muñeca—.Escúchame: no tienen nadaconsistente contra ti, ningunaprueba. Se trata sólo desuposiciones. ¡En último extremo

tendrás qué apretar los dientes ysuperar la prueba del agua! ¡Encualquier caso te dejarán libre! ¿Meoyes, Berthe?

Pero ella volvió a insultarme ya berrear de miedo:

—¡Torturarme! ¡No! ¡No! ¡Nopuedo soportarlo! ¡No me puedesdejar sola, Cristina! ¡Vieja puta!¡Te alegras de que me hayanatrapado, así podrás camelarte aAldo! ¡Podrás volver a comprar ennuestra tienda sin pagar nada! ¡Eres,eres... eres una fulana!

Y de esa guisa. Debo decirque nunca me había caído peor.Pero por esa misma razón seencontraba en esa tesitura: porquenadie la podía aguantar. Un malmotivo para juzgar a alguien.¿Hubieran acusado a un hombre ensu misma situación? En eso estabapensando cuando ascendí el par deescalones de vuelta a la luz del sol.Me dejó salir un vigilante, quegruñó agitando la cabeza:

—Confío en que prontoterminen con ella. Es inaguantable.

¿Cómo pasa tan a menudo quese menosprecia a una mujer mala ypor el otro lado a un hombre malose le teme y admira? Nos dicen quelas mujeres son por naturalezaindignas y malas. ¿Qué pasa conCarlos el Malo de Navarra, quedurante su horrible vida ordenóasesinatos por envenenamiento, queenemistó a Carlos V ya desde niñocon su padre regio y que inclusodesde su lecho de muerte seguíaintrigando? ¿O con Luis de Orléans,el hermano del rey, su regente?

Dicen que es un seguidor de lamagia negra y a pesar de ello esuno de los hombres más poderososdel reino.

Compré un par de peces de ríoen la Rue Pierre a Poisson. Losarenques salados me encantan, peroChasse Marée, con el pescado deagua salada, está destinado a lagente rica. La vuelta a la torreBarbeau sobre el burro de Berthe,que utilizaba sin ningúnremordimiento de conciencia ya queyo misma costeaba su alimento, fue

bastante cómoda. Contenta deabandonar el barrio de losmataderos, chasqueé la lengua y leazoté con la vara en su trasero gris.Se puso en movimiento al trote y yocabalgué señorial sobre los arroyosy su apestoso contenido, moviendode placer los dedos del pie.

Cuando llegué a casa, elhermano Tomás estaba agachadosobre su mesa y pintaba grácileszarcillos. Tenía la cabeza imbuidaen la página y el cuerpo enteroinmóvil a excepción de la mano

derecha, que, conduciendo unpincel minúsculo, realizabaminuciosos movimientos circularesy serpenteantes. Había recogido sumelena con una banda de paño.Imperaba tal silencio en lahabitación, que creía oír el cric-cric de la carcoma. Tomás no sedio cuenta de mi entrada. No queríamolestarlo y volví abajo depuntillas. Mi madre me echó unamirada y ni siquiera preguntó porBerthe. Tampoco estaba de humorpara hablar sobre ello.

—Come algo, tienes malaspecto —me alentó Marie con suremedio universal.

Para mi sorpresa, tenía apetito.Así que todos nosotros noscomimos un pequeño e irregulartentempié en el jardín bajo elemparrado: pan blanco fresco, condulce sabor de leche y levadura,brousse, un queso de cabra fresco,blanco y un poco ácido,acompañado de uvas azules dereflejos plateados, cuya dura pielcedía bajo los dientes y liberaba un

aroma de azúcar y nuez moscada.Desde el río llegaba una leve brisa.La atmósfera más limpia me sentababien. Enérgicamente aparqué a unlado los pensamientos acerca deBerthe en su sucia celda.

Tomás miraba desde arribaasomado a una pequeña ventana.

—¡Baja, monje! Aún quedapan y queso —le dije.

—No tengo hambre. Sube tú,mira los borradores que heelaborado —me contestó él.

—Oh, ¿tiene que ser ahora?

¿Es necesario?—Sí, es necesario que subas

—me dijo—, te he preparado unapequeña sorpresa.

Cuando me levanté y entré enla casa, mi madre apretó los labiosy convirtió su boca en una solalínea.

Dentro me recibió un frescoragradable. A través del hueco de laescalera entraba una ligeracorriente de aire que iba desde ladespensa hasta el tejado. Lasescaleras olían al aceite de

almendra amarga con el queHéloise las pulimentabaregularmente.

—¿No me dijiste que queríasobsequiarle a Valentina Visconticon un tomo de poemas pastoriles?

—Me lo sugirió Gilles Malet,pero, sin una recomendación, no sécómo llegar a ella. La carta deruego que Malet cursó parece serque nunca llegó a manos del rey —dije suspirando—. No se produjoninguna reacción y el duque deOrléans es asediado por tantos

peticionarios que, como la últimavez, ni me hará caso. ¿Quién mepuede ayudar? ¿A quién me puedodirigir?

Incliné la cabeza. El dinero deGilles Malet nos aseguraba el pandiario, pero mis deudas no sereducían. El material era caro, apesar de que no me arrepentía dehaber adquirido ese pergamino tancostoso. Desde pequeña estabaacostumbrada a disponer de objetosde calidad y siempre me parecióuna señal de haber superado mi

crisis el poder permitírmelos denuevo.

Pero ahora mismo todo meparecía otra vez complicado yarriesgado. Se había entablado unnuevo juicio contra mí.Continuamente aparecían nuevossupuestos acreedores y la torre aúnno nos pertenecía. En ocasioneshubiera preferido rendirme,disolverme e irme al cielo en formade nube, sin conciencia, sin ningunapreocupación en el mundo. Todoera tan fatigoso. Una y otra vez me

veía sometida a nuevos esfuerzos,tomaba nuevas iniciativas, perotodas topaban con resistencias detodo tipo. Una y otra vez meacosaban, frustraban mis esfuerzos.Las eternas preocupaciones por eldinero se me comerían viva.

Me detuve en medio de laescalera de caracol, con el fin devolver en mí. «La autocompasión esrepugnante», me reproché a mímisma. Sin embargo, en ocasionesme abandonaba incluso el valor.Seguramente esto radicaba en que

mis sueños eran demasiadoarrogantes.

El hermano Tomás se hallabaarriba frente a la puerta. Me habíaestado observando.

—Conseguiré que llegueshasta ella —me dijo.

—¿Tú? —alcé la cabeza y lomiré sorprendida—. ¿De dóndeconoces a Valentina Visconti?

—No la conozco... en persona.Sólo de lejos. Somos paisanos. Yno me vuelvas a preguntar, si no,me arrepentiré de haberte dicho

algo.Encerré mi curiosidad en una

cajita metálica, para la primeraocasión que se presentara. Tomásya tenía algunas ideas y habíaesbozado ilustraciones y motivos.

—Son preciosos, Tomás, pero¿para la Visconti no deberíautilizarse púrpura y mucho oro?Realmente eso sí que no me lopuedo permitir.

La púrpura se obtenía a partirde la secreción de un pequeñocaracol marino. Se necesitaban

cantidades ingentes para producir eltono real.

—Bah, de púrpura y oro yatiene más que suficiente, tanto queya le aburre. Debes diferenciartecon tu trabajo. En lugar del púrpurapara la encuadernación yo elegiríamejor un azul celeste profundo. Esmás original y casa con tu tema. Laencuadernación puede ser deterciopelo. Los restos de tela deeste tamaño no te costarán mucho.Las ilustraciones deberán tener untono de color atractivo y suave, así

que necesitarás muy poco oro.—Pero las letras deben ser

gruesas y altas. No puede sugerirtacañería. ¿Cómo se consiguen?

Ya que yo misma sabía algo depintar letras, siempre estaba ávidade aprender de Tomás.

Me enseñó una letra de orogruesa y abombada de su libro demuestras.

—Da la impresión de que aquíse ha utilizado gran cantidad de oro—dije escéptica.

—Al contrario. Sólo la capa

superior, muy fina, es de metalprecioso. Primero aplicas unamezcla de yeso, cola y coloramarillo, llamada gesso, paraformar el cuerpo. Encima aplicasuna capa de tinta china roja, con elfin de aumentar la fuerza luminosade la última capa, y finalmente seaplica un poco de oro molido enconcha con un pincel de armiño.Así funciona. Y si uno no quiereesta solución, por ejemplo parasuperficies más grandes, entoncesexisten tintas que sustituyen al oro.

Los legos apenas reconocen ladiferencia.

—¡Oh, Tomás! Eso resuelvemi problema —me alegré—. Heestado todo el tiempo pensando encómo podía hacer que el libritofuera lo suficientemente atractivopara una dama tan acostumbrada,sin que para ello tuviera queempeñar la casa.

—¡Antes que eso, vende mejorel burro de Berthe!

—¡Tomás! ¿Cómo puede decireso un monje? ¡No tienes remedio!

¿Y si la dejan en libertad?—Pues le dices que el animal

huyó. Por cierto, ¿cómo le va?—Mal, como era de esperar.

Está encerrada en el Châtelet con unpar de prostitutas víctimas de lastorturas, huele y oye todo el día losmugidos de pánico y miedo visceraldel matadero de al lado. ¡Yo mevolvería loca! Después tengo queinformar de ello a los vecinos:Massimo no se precipitó solo alagua...

Le conté lo que había oído y

que en realidad no existía ningunaprueba contra Berthe.

—¿Dónde debió caerexactamente en el agua? —reflexionó Tomás en voz alta—.Vayamos al barrio universitario ycompremos pan de oro y malaquita.Lazulita de Albión o, mejor aún,auténtico lapislázuli persa. Decamino podemos hacer algunacomprobación.

Cogió algunas cosas, descolgósu bolsa del gancho y emprendiócon sus largas piernas la marcha

por delante de mí, saliendo de casapor el jardín. Mi madre y Mariecontinuaban allí sentadas y nosmiraban curiosas. Encogí loshombros, pues tampoco sabía quése proponía Tomás. Lo seguí hastael río. A la altura de la casa deBerthe, Tomás se quitó lassandalias y se subió el hábito hastael cinturón. Aparecieron un par depiernas largas y muy bien formadas.Noté cómo los colores me subían alas mejillas y desvié rápidamente lamirada, mientras Tomás se abría

paso en el agua.—Aquí la corriente es bastante

fuerte —dijo, penetrando hasta queel agua le llegó al talle. Dejó flotarun gran tronco, que había cogido enla orilla y marcado con un cuchillo,y observó la dirección que tomaba.

—¡Irá a parar al puente deNotre-Dame! —le dijo un pescadordesde su barca.

—¿Siempre es así?—Sí.—¿Por qué?—Aquí la corriente es así.

Todo va a parar a Notre-Dame.—¿No más lejos? ¿No podría

arrastrar un cuerpo muy pesadohasta el puente de los Molineros?

—¿Desde aquí? De ninguna delas formas —dijo el pescador—.Todo lo que arrastra la corriente lorecogen en el puente de Notre-Dame. Se queda varado allí entre laorilla derecha y el primer pilar delpuente. Lo que no se queda allí va aparar al pequeño varadero delmatadero. Pero me apuesto a que sihabéis perdido algo lo encontraréis

en Notre-Dame.Tomás volvió del río y

escurrió el reborde de su hábito.—Veamos entonces si tiene

razón.Nos despedimos del pescador

y fuimos por el camino de sirgahacia los puentes del Sena. Elhábito de Tomás se secó pronto conel calor que hacía. A la izquierda seencontraba la Île de la Cité con sucatedral, a la derecha el barrio deSt-Jacques con su extravagantecampanario. Y así era, bajo el pilar

del puente encontramos el tronco demadera.

—¿Y un cuerpo pesado comoel del gordo Massimo no seríaarrastrado quizá de otra manera? —le pregunté.

—No —contestó Tomás—.Los caminos del agua son siemprelos mismos. Ya arrastre algopesado o ligero, siempre seguirá elmismo.

Estábamos en el puente yatisbábamos en la oscuridad de susmacizos pilares. Las olas, que

rompían contra él, producían aquíun eco. Los anillos de luz seesparcían por las oscuras aguas y sereflejaban en las paredes y losarcos de las cubiertas. Las sombrasde los peces corrían ligeras pordebajo de la superficie. Una figuraandrajosa y sucia se despegó de loscimientos del puente y retumbó unavoz ronca y refunfuñante:

—¡Desapareced de aquí! ¡Éstees mi sitio!

Tomás extendió su largo brazohacia las sombras y sacó a un

mendigo cubierto de cicatrices degruesa corteza. Tenía el cabellogris enredado, se trataba de unviejo.

—¡No tengas miedo,padrecito! Nadie te quiere quitarnada.

Parpadeó desconfiado yentonces mostró su ancha ydesdentada sonrisa.

—¡Aaaah! ¿Queréis que osdeje a vosotros dos tortolitos misitio por un cuarto de hora? Sólo oscostará una pieza de cobre. ¡Y mis

labios permanecerán sellados! Allítambién hay una manta...

La lascivia en sus ojos, lanaturalidad con la que presuponíaunos deseos indecentes, me causótal repugnancia que me recorrió unescalofrío. La viuda y el monje.¡Señor Boccaccio, espero que porello te ases a fuego lento en elinfierno que ni siquiera tu fantasíade poeta hubiera estado endisposición de imaginar!

—Gracias por la oferta,padrecito. Pero no se trata de lo que

te piensas. Sólo queremos que nosfacilites una información, y por ellorecibirás igualmente una pieza decobre. ¿Verdad, Cristina?

De mala gana rebusqué en labolsa de mi cinturón una pieza decobre y se la di a Tomás.

—Dinos, viejo, hace un par dedías llegó hasta aquí un cadáver...

—Nada especial —dijohaciendo un gesto despectivo.

—Se trataba del cadáver de unhombre muy gordo, con ropajescaros, un rico comerciante.

—Si no hubiera visto nada,¿recibiré igualmente mi dinero? —lloriqueó el mendigo—. ¡No puedoremediar el no haber visto nada!

—Recibirás el dineroigualmente. Dinos sólo lo que visteconforme a la verdad. ¿Viste sillegó arrastrado por la corriente uncadáver como ése? ¿Llega hastaaquí todo lo que viene desde alláarriba?

—La mayoría aterriza aquí —dijo el mendigo, y yo hubierapreferido que hubiera desaparecido

de nuevo en las sombras. Su rostroestaba arruinado por la viruela ylos navajazos, y le colgaba mediopárpado de un ojo, lo que leconfería un aspecto pérfido—. Sivuestro rico comerciante hubieraido a parar aquí, entonces yollevaría sus ropas. De todo lo queva a parar aquí, también de loscadáveres, me cojo lo que necesito.Al fin y al cabo, ya a nadie le hacefalta. ¡No soy un ladrón! Pero nuncalo he visto.

—¿Podría ser —preguntó

entonces Tomás— que hubieracaído desde un puente? Fue a parara las ruedas del molino...

El mendigo se rascó su barbacorta y raída.

—¿A los molinos? Qué penapor la bonita vestimenta. Seguroque se encontraban más allá.

—Si se hubiera precipitadodesde un puente, ¿lo hubieras oído?

—Si hubiera estado en ayunas,seguro. Pero por la noche sóloestoy en ayunas si he pasado un maldía. Y últimamente he tenido suerte.

El mendigo alargó la mano.Tomás puso allí la moneda.Después desapareció bajo supuente.

—Pobre hombre —dijo Tomásmientras subíamos hacia la calleadoquinada—. ¿Qué mala pasada ledebe haber jugado la vida para quehaya terminado aquí?

Arriba puso en marcha el plannúmero dos.

—También me habríasorprendido —dije yo mientrasayudaba a Tomás a hinchar las

vejigas de pescado que habíamosllevado con nosotros— que unamujer tan pequeña como Berthehubiera envenenado a un hombre tanpesado en su casa y luego lohubiera arrastrado por todo el taluddel río hasta el agua y después lohubiera adentrado en la corrientehasta que ésta se lo hubiera llevado.

Había muy pocos espaciosentre las casas del puente. Desdeallí arrojé una vejiga de pescado alagua. Tomás se encontraba en elpuente de los Molineros y miraba

desde allí hacia dónde se la llevabala corriente. Desde el puente deNotre-Dame no conseguí quellegara a su objetivo.

Lo intentamos desde el puentede los Cambistas. Los viandantes separaban, se quedaban boquiabiertosy se reían de nuestra extrañaactividad.

—¿A qué viene esto? —preguntaban—. ¿Os habéis vueltotan infantiles que jugáis a losbarquitos?

—Se trata de un experimento

científico —decía Tomás, y se loexplicaba.

—Una vejiga hinchada tanpequeña no es lo mismo que unhombre adulto —adujoacertadamente uno de loscambistas.

—No es importante cuánpesado es un objeto para determinarel sentido de la corriente —dijoTomás—. Sólo es importante que semantenga en la superficie. Y ése fueel caso con ese cadáver, porque eramuy gordo.

Poco a poco se nos ibanacabando las vejigas, y entoncesvimos cómo nuestro últimoejemplar iba directo hacia la ruedade molino del centro, se quedabaagarrado allí, era izado por ésta ydesaparecía por el otro lado de esemuro móvil.

Nos dimos la vuelta yestudiamos las casas que seencontraban en esa línea. No existíaningún hueco entre ellas. Debía dehaber caído desde una de esascasas.

—¿Quién vive allí? —lepregunté al prestamista...

—La casa verde es mía. Juntoa mí vive un colega, otroprestamista, Panfilo. Es italiano,del Piamonte, creo. En la terceracasa, la roja con las contraventanaspintadas... —se agachó hacianosotros y nos susurró—. Allí viveuna ramera famosa en la ciudad,¿entendéis?

—Interesante-dijo Tomás.El hombre le entendió mal y

rio cómplice. Tomás lo miró

enfadado. Yo hice como si no mehubiera enterado de suconversación y proseguimos nuestrointerrogatorio. Pero ese Panfilo noconocía a ningún Massimo ydesgraciadamente la dama no seencontraba en casa. Le compramosa Panfilo un poco de pan de oro,que realmente era mucho másbarato de lo que pensaba.

En el barrio universitario de laorilla izquierda del Sena habíamuchas tiendas de pigmentos yaccesorios debido a los múltiples

talleres de copiado e ilustraciónque la poblaban. En un escaparatedescubrí un cordel con pesas, deese tipo con el que se mantienenabiertas las páginas. En su mayoríaeran pesas de plomo. Aquí setrataba de dos colgantes pesados deberilo cortado. Me quedé parada ylo cogí en mi mano ociosa. Erabonito, pero seguramentedemasiado caro.

Compramos brunus yalbayalde, así como miño, quenecesitaba para conseguir un tono

de color carne; para el sustituto deloro adquirimos una vesícula detortuga, un poco del caro azafrán,oro-pimente y cuarzo. Sentíacuriosidad por ver el resultado.Cargados de saquitos y recipientesde todo tipo abandonamos la tienda.Sólo nos faltó conseguir lapislázuli.

Tomás estaba decepcionado.—Está claro que podemos

utilizar hojas de aciano, pero elazul es demasiado débil. Tendréque mezclar un poco...

En la calle, un miembro de la

Universidad le recriminómaleducado:

—¿Qué es lo que buscas aquí,fraile? ¿No sabes que los de tucalaña no son bienvenidos en estaurbe? ¡Tienes terminantementeprohibido enseñar! Como tepillemos haciéndolo, televantaremos tu pío hábito porencima de las orejas y te daremosde palos hasta las puertas de laciudad.

Me inmiscuí, furiosa por lainsolencia, y dije:

—Para que lo sepáis: eldevoto hermano no enseña, sino quepinta, y para ello Dios le haconcedido tan gran talento, que yadesearíais poseer uno de los libroscon sus iluminaciones. Peroseguramente sois demasiadomezquino y no podéis pagar unaobra de arte como ésa.

El profesor me lanzó unamirada envenenada, pero no sedignó contestarme. Proseguimosnuestro camino. Tomás rio.

—Muchas gracias, Cristina,

pero no deberías meterte en unapelea por mi culpa.

—Con ésos tengo en todo casouna cuenta pendiente —dijecolérica—. Y ahora mismo, con elmayor de los placeres, voy aprocurarme pelea.

Y así me dirigí hacia suedificio principal —los colegiosestán distribuidos por todo el barrio— y clavé mi Epístola al Dios delAmo r en medio del portal. Nosalejamos rápidamente. Losestudiantes eran conocidos por su

violencia. Antes de doblar laesquina llegué a ver cómo un gentíose agolpaba frente a mi proclama.Mira tú, ¿quizá había sidodemasiado apocada hasta la fecha?¡Había que hacerlo así si uno queríallamar la atención!

Cruzamos el pequeño puentehasta la Île de la Cité. Hice unpequeño alto en el mercado de avescon la idea de saludar a mis viejosamigos. El hermano Tomás queríamirar plumas de corneja, quenecesitaba para los trazos finos de

las miniaturas. Me senté junto a lapastelera, bebimos vino resinoso deWurzburgo y chismorreamos sobreBerthe.

—¿Sabes tú —me dijo lavendedora de aves— que no es elúnico asesinato porenvenenamiento, si es que éste lo hasido? Y siempre dejan libres a losculpables, en cualquier caso, sisuperan el interrogatorio. Tienenque soltarlos, pues nunca puedenprobar nada.

—Entonces quizá no fue

ninguno de aquellos de los que sesospecha enseguida.

—¡De Berthe me lo puedocreer todo, pero me asombra que lohaya hecho de tal forma que nadiese haya percatado! —dijo lapastelera—. ¡Toma, come de estepastel de mirlo, Cristina, que no tecobraré nada! La mayoría de losvenenos se conocen. Coge, porejemplo, el arsénico, que vuelve lasuñas amarillentas, o la almendraamarga, que colorea el cuerpo deuna persona rojo claro, tal como he

oído. El sulfato de cobre cauterizala garganta. ¡Y después está eso quevuelve la boca y la lengua de lavíctima de color negro, brrr!

—Pues yo creo que en todoslos casos se trata del mismo asesinoy no de Berthe la negra —dijo unavendedora de huevos que se habíaapuntado—. Va por la ciudad yenvenena por diversión allí y allá.Sucede en todos los barrios, yasean ricos o pobres.

—¿Dónde se han producidohasta ahora estos casos? —

pregunté.—Mmm, espera. El primero

ocurrió cerca del Louvre...—Uno aquí en la isla —dijo la

pastelera—. ¡Lo recuerdoperfectamente, ni a tres casas de lanuestra! Y otro caso en laUniversidad, y después, sí, pareceser que ha vuelto a cambiar deorilla. La última vez fue en la torreBarbeau. Ve con cuidado, Cristina.

—Gracias por preocuparos,pero según vuestra teoría el peligroya ha pasado, si es que a

continuación prosigue su camino.¿Y por qué habláis siempre de«él»? ¿Por qué se trata de unhombre?

—Sólo los hombres son tanindecentes —opinaron las mujeresdel mercado—. ¡Una mujer asesinaa alguien porque le tiene manía,pero nunca a gente completamentedesconocida!

XI

Estuvimos trabajandoconcentrados durante tres horas.Sólo se oía el rasguear de nuestrasplumas, el esporádico remover delas diferentes tintas y el duro y secopasar de las hojas del pergamino.¿Cómo sonaría este nuevo artefacto,el papel, al pasar las hojas?¿Tendría en suma un sonido o sólosusurraría como un fantasma? Dejéa un lado las plumas de ganso y el

cuchillo, estiré los brazos haciaarriba y me enderecé. Mis tendonescrujieron claramente y recuperaronsu posición natural.

Oí a Jean y Céline pelearseabajo en la casa.

—¿Tomás?Alzó la vista; los rizos oscuros

le caían hasta los hombros, algunosmechones húmedos se le habíanpegado al cuello desnudo y teníalos labios un poco abiertos debidoa su concentración. Venía desdemuy lejos y me observó como tras

un desmayo. Mientras trabajabavivía en sus ilustraciones. Fui hastaél y observé por encima de sushombros: un paisaje con colinas,árboles y flores, un pastor con susovejas y todo ello agrupado entorno a un bloque de mármoltallado.

—Sobre este bloqueescribiremos el título en oro, comosi estuviera grabado: Dit de laPastoure, la historia de la pastora.

—Lo encuentro muy bonito,pero poco usual. La mayoría de las

iluminaciones que conozco son másimponentes, ornamentales. Losarabescos y adornos se prolonganpor debajo de las letras o inclusorodean todo su marco. Es tanfidedigno lo que has representando.Y tan sencillo. Me gusta cómopintas: uno se puede introducirrealmente en tus dibujos, como si enverdad estuviera allí. Pero ¿no seespera que haya representacionesoriginales, figuras fantásticas,adornos desbordados y repletos dehojas, con sus ornamentos, que

cubren cada espacio libre de lapágina?

Hizo un gesto despectivo ysoltó la pluma.

—Qué va, hace tiempo que no,no en Italia. Está anticuado. Lailustración últimamente se habíaalejado mucho del texto, tenía supropia vida, ocupaba páginasenteras, se propagaba. Hoy se havuelto al sentido primigenio de lasiluminaciones, es decir, ilustrar elcontenido de manera que se puedanentender las palabras. Las

ilustraciones de las obras modernasson pequeñas y se ciñen al texto. EnFrancia la gente es demasiadoperezosa para leer y prefiere mirarlas ilustraciones.

—Tus ilustraciones se mirancon mucho placer, Tomás. Sonpreciosas.

—Naturalmente, a mí tambiénme gusta que se alaben misilustraciones. No estoy libre desemejante vanidad. Pero todo debeguardar un equilibrio. Vosotros losfranceses también os

acostumbraréis al estilo moderno.Además, este libro está pensadopara la Visconti, y ella es muyconsciente del estilo, créeme.

Me llamó la atención sobre undetalle.

—Esta piedra de aquí, ungrabado sobre una lápida o unatabla de mármol, se llama al antico,según el arte antiguo, conciso yclaro. Puedes incluir un lema de losángeles, si es que le conviene a tutema.

—Y así recuerda uno un

pasado lejano...—Mucho más sensible que el

presente.Su mano acarició casi con

ternura la hoja, una mano delicadade linos y largos dedos.

Se oyeron unos pasosestrepitosos subiendo la escalera.Jean se abalanzó en la habitación.Se quedó como petrificado en elumbral cuando nos vio tan juntos.Se le oscureció el semblante.

—¿Qué pasa, Jean?—Céline debía haberme hecho

unos nuevos calcetines. ¡No lo hacumplido!

Céline vino detrás de él y ledio un empujón a su hermanomenor, de forma que éste le tuvoque hacer sitio.

—¡Jean me prometió irconmigo al mercadillo si le hacíaunos calcetines de colores! Primerotiene que cumplir su palabra.

—¿Jean?—Prefiero salir con mis

compañeros de escuela y no conuna niña tonta.

El hermano Tomás rio.—¡Yo no hablaría en

presencia de tu madre de niñastontas, jovencito!

—¡Jean, pensaba que te habíaenseñado a ser respetuoso! ¿Se lohabías prometido?

—Sí, pero...—Entonces la acompañarás a

ella y no irás con tus amigos. Y tú,Céline, le harás enseguida unoscalcetines de colores. Para ello nonecesitas más de una hora. Despuésos podéis ir. ¡Lo que se promete

hay que mantenerlo, y eso vale paralos dos!

Céline era quien mostrabaahora su enojo.

—Aquí tenéis los dos un parde centavos. Compraos lo que osvenga en gana —añadí. Ambos sefueron algo más contentos. Céline lesacó la lengua a Jean.

El monje había escuchadodivertido.

—Le permites a tu hija granlibertad, sí, incluso llego a pensarque quieres inculcarle que las

mujeres son iguales que loshombres.

Lo dijo con una sonrisa, ya queahora manteníamos nuestrasdiscusiones sin encono.

—¿Y no lo son? —le preguntéingenuamente.

—Está escrito: la mujer estásometida al hombre. Y eso esporque son más débiles y dematerial inferior.

—¿Cómo puede pensar alguienque Dios todopoderoso haya creadoalgo malo o negligente? Creó a las

mujeres igual de bien que a loshombres.

—¡No, no lo hizo! Hizo a loshombres a su imagen y semejanza ya las mujeres sólo casi a susemejanza. ¡Primero creó alhombre! Por ello la mujer le saliómás débil y peor.

—Eso dice Agustín —contraataqué rápidamente—. Y él,como muchos otros, hace referenciaa un autor pagano, en concretoAristóteles. Éste incluso manteníaque la mujer apenas aporta nada a

la procreación, que sólo es unenvase.

—Y eso es lo que es, ¿por quéno? ¿Qué hay de malo en aceptarcon humildad su definición?

—¿Como haces tú, Tomás?Me miró confundido.—Si así fuera, tal como dijo

Aristóteles sin ninguna pruebarazonable, ¿por qué Dios, y así estáescrito en la Biblia, llamó a suprimera mujer Eva, que significavida?

—Pero en todo caso el hombre

fue el primero y su modelo. Eva sehizo a partir de una costilla suya.

—Y entonces, ¿no está hechaella del más preciado material? Porel contrario el varón nació delbarro, como dice su nombre Adán.¿Qué es más precioso: un trozo debarro o un hombre? —le preguntéastutamente.

Tomás sonrió.Me alejé y observé sobre mis

hombros:—Por cierto, pintor, ¿a lo

largo del tiempo no has mejorado tu

arte? La práctica hace al maestro.¿Por qué tuvo que ser diferente conel Creador?

Se rio con ganas y me lanzó untrapo.

Volví a mi pupitre y seguíescribiendo. Tomás pintaba ovejas,blanco plomo sobre verdegrís y losojos con tinta china. Pasado untiempo aproveché el ambienteapacible para atreverme apreguntarle algo realmenteimportante para mí.

—Tomás, hay algo que me

gustaría saber.Levantó la mirada del

pergamino. Las pupilas se leestrecharon ligeramente. Se pusoalerta.

—Vives en mi casa, con mishijos. Confío en ti. Pero me gustaríaconocer tu verdadera historia.

Hizo un gesto inocente.—Te lo he contado todo.—No, no lo has hecho. ¿Cómo

es que conoces a los Visconti, tú, unsimple monje? Y otra cosa más: site encargaron buscar ese libro en

concreto y conseguir un ejemplar,parece ser que no tienes muchaprisa. Aún no has estado en laSainte-Chapelle. Por lo que yo sé,apenas has visitado una iglesia,Tomás. ¿Qué pasa contigo?

Me miró dolido, pero yo memantuve en mis trece.

—¡Virgen Santísima! ¿Por quélas mujeres no pueden nunca estartranquilas? Te lo he contado todosobre mí, todo lo que debes saber,lo que se refiere a ti y a tu hogar.Soy lo que ya te he dicho: un simple

monje ambulante.Lo miré impertérrita. El

silencio fue prolongado.—Bien —dejó su pluma de

corneja sobre el pequeño montón deplumas ya cortadas y diminutospinceles de marta—. Bien, te locontaré: el asunto con ValentinaVisconti es muy sencillo. Su padre,como ya sabes, es Gian Galeazzo,príncipe de Pavía. Su hermano, eltío de ella, es Bernabò Visconti,príncipe de Milán, y te puedo decirque muchas veces he deseado no

haber vivido precisamente bajo suregencia. Bernabò es un monstruo,un tirano con sus súbditos, es cruelsin medida y veleidoso. Su mejorcualidad es que patrocina las artes,aunque su motivo para ello seabásicamente la ostentación. Cuentacon un gusto excelente. Ya que miarte llegó a sus oídos, me llamóvarias veces a palacio y me encargóalgunos retratos en miniatura,también uno de la principessaValentina. Ella tuvo la gentileza defijarse en mí y por eso la conozco

un poco. Será suficiente si le envíouna ilustración y le prometo quetienes un libro entero para ella conmás, que le quieres regalar. Ves, esmuy simple.

—Te agradezco mucho larecomendación, Tomás, pero no mehas respondido a todas laspreguntas. ¿Qué pasa con el otrolibro, aquel que supuestamenteestabas buscando y que debíasdevolver al monasterio? ¿Por quéestás tan poco interesado encumplir de una vez con esta parte

de tu juramento o de tu castigo?Primero se enojó y buscó en

silencio obstinado librarse de mí.Se inclinó sobre el dibujo y con lapluma de corneja trazó minúsculosadornos. Apretó los dientes y vicómo en el ojo que me miraba undiminuto músculo se contraía deforma involuntaria. Pero yo no memoví de mi sitio y lo miréfijamente. Al final se puso en pie ylanzó furioso la pequeña pluma alsuelo. Cerró los puños.

—Ay, Cristina, ¿por qué no me

puedes dejar en paz, con tusconstantes preguntas y dudas, con tueterno afán de hallar nuevasverdades y descubrimientos? ¿Porqué no puedes dejar algo sindescubrir?

Continué mirándolo.—¿Y cómo —me dijo— me

seguirías aceptando? ¿Podríasconfiar en mí si te cuento miignominia? Pero, bueno, la quieresescuchar: no te he mentido en lo quese refiere al monasterio y mi culpa.

Antes de irme en Milán se

produjo una revuelta por hambre.Los más pobres entre los pobresmontaron barricadas en las calles ysaquearon las panaderías. Alprincipio sólo querían pan, lo queresultaba muy comprensible. Luego,como ocurre con frecuencia entrelas personas cuando se les poneentre la espada y la pared y soninstigadas, los burgueses, a los queBernabò robaba los frutos de sutrabajo con impuestos, también seadhirieron al levantamiento. Y porúltimo se apuntaron también los

labriegos de los alrededores.Bernabò soltó a sus soldados, queacabaron rápidamente con lospocos que oponían resistencia.Pero, si con ello no habíasuficiente, tenían orden de expulsarde sus campos a las familias decada campesino que hubiera tomadoparte en la revuelta.

Tomás miró por la ventana. Araíz de ese terrible recuerdo unaúnica lágrima descendió por surostro. Nada despierta máscompasión que un hombre llorando.

Sé lo necio de mis palabras. Peroeso es debido a la aceptacióngeneralizada de que ellos lloranmucho menos que nosotras y quepor ello, cuando lo hacen, el motivodebe ser forzosamente mucho másimportante. También uno podríasuponer que la gravedad de lossentimientos es la misma y que lasmujeres sienten más porque lloranmás a menudo.

Sea como fuere, esa únicalágrima me conmovió mucho, y yole hubiera eximido de seguir

confiándose a mí, pero prosiguiócon su relato.

—Nuestro abad dispuso queen la medida de lo posibleacogiéramos a todos los refugiadosen nuestro monasterio, tal comohubiera hecho Jesús. Bernabò lodescubrió y ordenó incendiarlo. Losmonjes, mis hermanos, seinterpusieron ante los soldados enel camino, armados únicamente conbiblias y cruces. Los mataron atodos. Y en lugar de acompañarlospor el camino de los mártires yo

sobreviví. ¿Y sabes cómo?Reprimió la risa, sombrío.—Me oculté en el ataúd de

piedra de un obispo, quepermanecía allí dentro con todassus galas. Me escondí debajo de suesqueleto y me tapé con susespléndidas vestimentas. La tapaestaba un poco abierta, así querecibía aire, pero también oía cómomorían mis hermanos.

Se detuvo y se inició unprolongado silencio.

—Como puedes ver —

prosiguió finalmente—, mi tareaestá en cierto modo caduca. Desdeentonces me hallo de viaje, me heprocurado alimento y alojamientoaquí y allá, como donde tú meencontraste. Apenas voy a laiglesia, porque me avergüenzo demi cobardía. ¿Qué le podría decir aDios? Le temo.

Las lágrimas corrían por mirostro. Me juré no torturar más alpobre con mis preguntas.

—Ahora siento mucho habertepreguntado, porque te hace daño

hablar sobre ello.—Ya es demasiado tarde. Ya

se ha arrastrado hasta sacarlo a laluz aquello que quería ocultar,aquello que me he ocultado a mímismo. ¡Qué pensarás ahora de mí!¿Aún quieres que me quede y queviva bajo el mismo techo que tushijos, yo, un cobarde tandeplorable?

—¡No digas eso, Tomás! ¡Note puedes castigar con esaspalabras! En absoluto pienso malde ti. Hiciste lo que la mayoría de

nosotros hubiera hecho y tuvergüenza te honra.

—Debería haberme enfrentadoa ellos.

—Tu muerte no hubieraprotegido a tus hermanos. ¿Y no especado despreciar la propia vida?La Biblia lo prohíbe. Quiero decirque podrías ingresar en cualquiermomento en otro monasterio.Seguro que te impondrán unapenitencia, pero estoy convencidade que te perdonarán. Hastaentonces te puedes quedar

gustosamente con nosotros.«¡Quédate! Me gusta que estés

junto a mí», hubiera preferidodecir, pero el miedo y el decoro meecharon atrás. «¡Eres tan bellocomo una de tus ilustraciones,Tomás, no me canso de observarte,de oír tu voz, de ver cómo tusmanos vuelan sobre el pergaminocon el carboncillo y el pincel ycrean obras maravillosas, esosfinos y largos dedos! A tus ojos mesiento de nuevo joven. Me hacesreír, lo que había olvidado por

completo, antes de que llegaras ami casa. A mis ojos no hay nada feoen ti.»

Me convencí de que no setrataba de un deseo impúdico. Élsólo me tocaba de forma inocente.Cada vez me contaba historiasnuevas y más extrañas. No le creínada, pues sabía exactamente lo quepasaba: nunca en su vida habíahecho algo malo. Y si lo hubierahecho, lo consideraría como algobueno.

Asintió con la cabeza y alzó de

nuevo la pluma.—Quizá deberías a pesar de

todo cumplir con tu juramento paracon tu abad y buscar el libro —ledije en su lugar.

¿No era mi obligaciónrecordárselo, apoyarle en labúsqueda de la curación de sualma? Últimamente, cuandopensaba en mi querido esposo,apenas podía acordarme de surostro. Y eso me asustó. Por ello,con más celo se lo recordaba almonje renegado.

—Sí, quizá debería hacerlo —dijo tranquilamente, un poco comode pasada.

—¡Y también deberías ir a laSainte-Chapelle y solicitar elperdón! ¿Qué pasaría si de repentete ocurriera algo y no hubierashecho las paces contigo mismo?

—Un día de éstos...—¡Pronto, Tomás, pronto!Asintió con la cabeza muy

despacio y continuó añadiendominúsculas ovejas a una masanebulosa. Yo me concentré en mi

trabajo y terminé una cantidadaceptable de páginas hasta que oíun estruendo frente a nuestra casa.A causa de las malas experienciasde los últimos tiempos, soltéenseguida la pluma y el cuchillo,me desprendí del mandil y corríescaleras abajo hacia la calle.

El estrecho callejón seencontraba atestado de personas yburros cargados hasta arriba.

—¡Aldo!Vi cómo se bajaba del animal,

le hice una señal y me abrí paso

entre el gentío.—¡Ay, Aldo, no sabes cuánto

lo siento! Han detenido a tu madre.—Ya lo he oído —me contestó

sin dar señales de gran nerviosismo—. ¡Eh! ¡Tú! Ten cuidado con esosfardos. ¡Como rompas algo te lodescontaré de la paga!

No conocía ese tono de voz enAldo. Los portadores arrastraronlos sacos uno por uno hacia dentro,así como fardos de paños,prometedoras cajas y un arcacerrada.

Seguro que intentaba ocultar sudolor por virilidad. Debía de estartrastocado.

—¡No sabes cuánto lo siento!Cuando se la llevaron yo no estabaen casa. Y te había prometido quecuidaría de ella.

Me miró con sus húmedos ojosde buey.

—Te agradezco el interés,vecina, pero está claro que nopodías quedarte sentada junto aella. ¿Y cómo hubieras impedidoque los alguaciles desempeñaran su

trabajo?¡Tras estas palabras se

encaminó a su oficina, su oficina!¡Sí, se trataba sin duda de «su»oficina! ¡Vaya cambio se habíaproducido allí! ¿Adónde había idoa parar el hijo apocado y torpe queno sabía distinguir entre los dátilessecos y la mierda de conejo?Incluso andaba más erguido y ya noarrastraba los pies.

—Me alegra que no nos lotengas en cuenta.

—¡No! ¡No pongas las jarras

pesadas en la estantería de madera,que se caerá todo, «cretino»! —gritó Aldo. También se habíaapropiado del vocabulario de supadre.

Mientras anotaba velozabreviaturas y cifras en una pizarrade cera me dijo:

—Ya me he enterado de queElias y el hermano Tomás handormido por la noche en la tienda,para protegerla de los... ladrones.

No culpó a los vecinos. Era unchico listo, al fin y al cabo quería

seguir viviendo allí.—¡Aldo! ¡Tu madre está en el

Châtelet y necesita tu ayuda! Elfuncionario instructor se llamaTruphémus. Se supone que tu madreenvenenó a tu padre, pero es algode lo que no la creo capaz, yademás no disponen de ningunaprueba. Si le dices que formaban unbuen matrimonio, a pesar de lasocasionales peleas, entonces ha dedejarla en libertad.

—Está bien, iré a verlo.—¡Si puede ser, ahora mismo,

Aldo!—Hoy no tengo tiempo. Ya

puedes ver todo lo que me quedapor hacer.

Ahora sí que estabasorprendida. ¿No se había enteradode lo serio de la situación?

—¡Aldo, se trata de tu madre!¡Te necesita! ¡Si no vas a verlarápidamente, la van a torturar yquién sabe si sobrevivirá a ello!

—Mañana mismo iré.Indiferente, fue anotando la

entrada de mercancías: cinco fardos

de seda cruda azul, cinco de linoegipcio, diez sacos de dátilessecos, treinta ristras de higos secos,un saco de alumbre, veinte de sal,un pequeño barril de nuecesmoscadas, treinta pulseras de cobrecon piedras de color, cincuentaánforas de aceite de oliva, tanto depimienta, canela, piedras preciosas,loza de la mejor calidad, perlas...Los ojos se me iban.

—¿Y qué pasa con mi parte,Aldo? Encontrarás en los libros detu padre que invertí quinientas

piezas de oro en el cargamento.Se volvió hacia mí y dejó caer

la pizarra.—¿El cargamento? Ah, sí. Lo

siento de todo corazón, pero talcargamento no existe. El barco fueapresado por los piratas frente aBeirut y hundido.

Me quedé petrificada con esenuevo golpe del destino.

—¿Cómo? ¿Se ha perdido? ¿Yqué es todo lo que tienes aquí?

Señalé todas las mercancíasamontonadas.

—¿Esto de aquí? Lo hecomprado en Lyon con mi propiodinero, a un capitán que tuvo mássuerte. Al fin y al cabo, tengo queseguir adelante, y para ello necesitomercancía —dijo Aldo con frialdad—. Sin embargo, para mostrarte mipesar por tu pérdida te condonotodas las deudas que tenías en latienda.

Me hizo una reverencia yprosiguió contando suspertenencias.

Apreté los puños. Me quedé un

momento allí, en medio de esealmacén a rebosar, observandocómo una vez tras otra ibadesenvolviendo paquetes yponiendo nuevas mercancías enexposición: incienso de coloramarillo miel en una bandeja decobre martilleada, azúcar morenoen sacos de cáñamo semiabiertoscuyos cristales gruesos relucíandorados en la penumbra, vasosesmaltados, vidrio, alfombras,cojines, especias...

—¡Nos ha engañado el muy

miserable! —renegó mi madre unpoco más tarde.

—No tiene que haber sidorealmente eso. Está claro quenecesita mercancías, al fin y al caboregenta una tienda. Y si estaba enLyon, ¿por qué no iba a abastecerseallí, aunque sólo fuera por no haberhecho el camino en balde?

—¡Ponle una denuncia! —meinstó.

—¿Otra más, madre? Ni doyabasto ni dispongo de los mediospara pagar a otro abogado. En todo

caso, le escribiré a un corredor decomercio que conozco. Élcomprobará si Aldo realmenteperdió el barco. Hasta que no medigan lo contrario, tengo queresignarme con lo que hay.

—Pero resulta muy extraño —se alteró también Marie— cómo elpequeño pillo se ha transformadotan repentinamente. Antes no sabíani cómo se pone un pie delante delotro y ahora de repente se haconvertido en un gran negociante ylleva de cabeza a los demás como

solía hacer su padre. Sólo que élera más sincero y amable.

—No deberíamos hablar malsobre él. Es muy posible que hayadicho la verdad. En todo caso,madre, ya he llegado al límite de misabiduría y de nuestro dinero. Ya essuficiente. He decidido vender lasfincas de Memorantes, Perthes yÉtrelles.

—Oh, no, allí siempre eratodo tan bonito —se lamentóCéline, que había estado en un parde ocasiones con su padre en

Perthes. Recordaba el verano y losdías alegres en el campo.

—¡No! Cómo puedes —protestó mi madre—. Tu padre lascompró por mucho dinero con el finde garantizar nuestro sustento.

—Sin embargo, tal como estánlas cosas no dan ningún rendimientoy encima tengo que pagarle a laCorona los tributos. Tampoco mehace feliz —dije—. Es nuestroúltimo capital activo. Después noharemos más que gastar el dinerohasta que se acabe. Pero es la única

posibilidad de saldar nuestrasdeudas. Seguro que alcanzará parauna pequeña dote para Céline. Nonos queda otra salida. Y yo estoyigual de triste que vosotras.

Para mi sorpresa, mi madrecedió muy rápido.

—Está bien, hija, haz lo queconsideres oportuno. También llegaen el momento adecuado, pues heconseguido una invitación para unafiesta. Una soirée en casa de lamarquesa de Caseneuve. Eso teanimará.

«Acepta la invitación y no teimpediré que hagas la venta», medecía su mirada. Ése era entoncesel precio. ¿Por qué motivo esanoche en sociedad resultaba tanimportante para ella?

—Cristina, te sentaría muybien si volvieras a tomar parte en lavida de sociedad —dijo tía Marie.Mi madre le sonrió benevolente,como siempre que se comportabaconforme a sus deseos.

Sacó del arcón el vestido delabominable caballero. Me lo puse y

constante que me iba un pocoancho.

—Oh, maman, estás muyguapa —dijo Céline—. Espera, loajustaré con unas agujas, en unmomento te lo puedo estrechar.

—¿Y los calcetines de Jean?¿Y el mercadillo?

—Mañana también haymercadillo.

Jean no se atrevió a enfadarse.Maman tenía sin duda preferencia.

Poco más de una hora antesdel anochecer enviaron un

palanquín sobre un burro pararecogernos, con un acompañante acaballo. Tomás se despidió de míen el estudio de trabajo.

—Espero que no tenga quevolver a rescatarte —me dijo conuna sonrisa familiar en los ojos.

—No lo creo si mi madre meacompaña. ¿Aún estás triste?Desearía no haberte preguntado. Ycréeme, por favor: lo que me hascontado no rebajará en lo másmínimo la buena opinión que tengode ti.

Coloqué mi mano muysuavemente sobre la suya.

—Entonces está todo bien —dijo con un fervor acorde—.Aunque haya perdido todo mi honory la mitad de mi fe, para mí sí quees importante que por lo menos túme puedas ver con ojos amistosos yno sólo compasivos —quise retirarmi mano enseguida, pero él laretuvo—. En mi vida he hechoalgunas cosas mal, pero, por ti,Cristina, quiero convertirme en unsanto.

«Es un niño», me dije al salir.Pero cuando me giré hacia él, conel fin de desearle buenas noches, vial guapo y serio joven sentado allí yel corazón me palpitó en el cuello.

Bajé rápidamente las escalerasen busca de mi madre, que yaestaba sentada en el palanquín yesperaba impaciente. El palanquínse puso en movimiento con unbalanceo.

—¿Qué es lo que tenías quehablar aún con el fraile?

Mis mejillas ardían.

—Nada. Sólo un par deapuntes sobre la lección que tieneque impartirle hoy a Céline. Y antesde que preguntes: la clase se daráen ausencia de la tía Marie.

Como si eso hubiera evitadoalgo. Marie se emborracharía enmedia hora y se dormiría. Pero dealguna manera yo consideraba aTomás como mío y a Céline comouna niña. Ni se me ocurría quepudiera surgir algo entre ellos dos.

Mi madre llevaba un vestidode satén negro con bandas violetas

y una cruz de plata adornada conperlas de río. A través de los añosambas habíamos conservado algúnpar de fruslerías.

—Tienes buen aspecto, madre—dije. Estaba resplandeciente. Mimadre echaba de menos las fiestasde la Corte. Desde la muerte de mipadre ya no se la invitaba a ellas.

El palanquín tomó el caminotranquilo hacia el puente de losCambistas. Pasamos por la casa encuestión y yo me incliné con laesperanza de descubrir a la

inquilina.—¿Qué pasa? ¿Qué es lo que

miras? —me preguntó mi madre.—Oh, nada en especial. Es una

casa que presumiblementefrecuentaba maese Massimo. Queríasaber quién vive allí.

—Seguro que un prestamista,¿quién si no?

—Seguramente tienes razón.Cruzamos la Île de la Cité por

la Rue St-Denis. Por allí se cruzabael puente de St-Michel hacia St-Germain. No era una buena señal.

La gente de bien y la aristocraciavivían en la margen derecha del río.Pero no quería aguarle la fiesta a mimadre. No era impensable que unafamilia de alcurnia tuviera suresidencia en la orilla izquierda, yaque en todo caso quedaba dentro delos muros de Felipe Augusto, losviejos muros de la ciudad de lostiempos de los primeros reyes.

El palanquín se detuvo en uncallejón sin adoquinar detrás delmonasterio de los augustinos.Nuestro acompañante se bajó de su

caballo y ayudó a mi madre adescender. Nos encontramos frentea una casa de tres pisos, construidaen un estilo que hace cien añosdebía de haber sido moderno:gruesos muros, ventanas estrechas ytantos adornos, balcones ychapiteles que parecía ladecoración de un torneo. Estaconstrucción grotesca se habíaennegrecido con el tiempo o unincendio anterior. Eran dignas deatención unas asquerosas gárgolasque miraban fijamente desde arriba

al visitante.—Les ruego que me

acompañen.El sirviente abrió el paso

hacia un gran recibidor, decoradocon espadas cruzadas, lanzas,escudos abollados y pendones,¡todo bastante démodé! Hoy en díase preferían bonitos tapices para lapared y elegantes jarrones.

Allí nos recibió una especiede mayordomo que nos acompañóhasta el salón. Una dama con unbrocado verde salió a recibirnos,

tan repleta de joyas preciosas detodo tipo que una no podía sinoadmirarla por la fuerza que teníapara mantenerse erguida.

—¡La marquesa de Caseneuve!—Buenos días, buenos días,

mi querida madame de Pizán. ¿Quétal está su marido? ¿Y ésta debe deser su hijita? Encantadora,encantadora.

Se trataba de una mujerinsípida de una edad indeterminada,una maestra en la retórica vacía conuna sonrisa que se marchitaba

enseguida. No llegaba ni siquiera asus ojos. Había olvidado que tantomi madre como yo éramos viudas ono se había tomado la molestia deenterarse.

—¿Aún sigue viviendo usteden la venerable torre Barbeau conesa maravillosa vista sobre elSena?

Por cuanto yo sabía, nuncahabía estado allí.

—Escribo poesía —le dijebruscamente— y tratados sobre elarte de gobernar.

Eso debería haber provocadouna reacción en ella. Las mujeresde nuestra sociedad no escribensobre política. Mi madre me lanzóuna mirada reprobatoria. Pero obien nuestra anfitriona erademasiado moderna, al contrario dela casa, o bien demasiado sorda,pues lo único que dijo comorespuesta fue:

—Encantador, encantador.Saqué un ejemplar de las Cien

baladas ilustradas por Tomás de miancha manga y se lo entregué, sin

muchas esperanzas, pero porque asíme lo había propuesto.Normalmente para uno supone unregalo si como poeta le puedeentregar a alguien su obra y, comoes natural, uno espera iniciar unaconversación y recibir másencargos, si ésta ha gustado.

Tomás se había esforzado deveras con las iluminaciones,realizadas en un estilo conservadorcon prolíferas cenefas, las inicialesinspiradas en todo tipo de seresfabulosos. Un regalo precioso. Lo

miró por encima —«¡bonito,bonito!»— y se lo entregó almayordomo que tenía a susespaldas, el cual se lo entregó allacayo, que lo hizo desaparecer porcompleto. De esta forma se esfumótoda una semana de trabajo, sincontar el tiempo que había invertidoen su creación y composición.Quizá lo leería al día siguiente. Lamarquesa de Caseneuve no daba laimpresión de ser una mujer leída,pero tal vez me equivocaba. Sedeslizó hacia el siguiente invitado.

—Ah, monsieur deQuelconque, ¡encantador,encantador!

—Más de una vez le pidió a tupadre que le predijera el futuro.Acertó en todos los puntos. Ella sequedó muy impresionada.

—Qué pena que al final sólole contara cuentos al rey —se dejóescuchar una voz burlona junto anosotras.

—¿De qué le hubiera servidoa un moribundo la verdad? Eramucho más clemente ponerle ante

los ojos un futuro más positivo. Aeso se le llama compasión —contraatacó venenosa mi madre. Yahabía tenido que oír ese estúpidoreproche demasiado a menudo.

El interlocutor aplaudióafectadamente y se inclinó.Nosotras proseguimos nuestrocamino.

Por lo visto se tenía previstodar un concierto. En la siguientehabitación habían colocado unpequeño teatro con filas de sillas deterciopelo rojo, muchos mosaicos

dorados y seda pintada colgada delas paredes, todo muy lujoso, sóloque la seda estaba sucia y raída. Enel minúsculo escenario, un niñodelgado efectuaba unas acrobáticascontorsiones, mientras detrás unhombre (¿su padre?) hacíamalabarismos con naranjas. Nosofrecieron vino especiado. Eché unvistazo a la sala, mientras concuidado iba dando sorbitos.

Mejor que ninguno de los otrosreconocía los síntomas de pobreza.Los presentes pertenecían todos a la

aristocracia, pero a la más baja obien habían caído en desgracia.Todos iban bien vestidos, si sepuede decir así, pero no a la moda.Los elegantes ropajes olían deforma penetrante a madera decedro, para evitar las polillas.Evidentemente permanecíanhundidos en arcones para serutilizados tan sólo en estos eventos,donde se podían volver a mostraren público.

Todo el mundo llevaba joyas,pero apuesto a que todas estaban

empeñadas y las habían recuperadopara la ocasión. Y aquí estábamostodos, con vasos plateados en lamano, intentando demostrarmediante un palabreo informadoque uno seguía estando presente,que conocía a los dueños actualesde prebendas y cargos. Actuaban deacuerdo con la ridícula convicciónde que la fama se contagia. Yparecían estar interesadosbásicamente en catástrofes.

—Lo habéis oído, queridos,¡el rey ha sufrido un terrible ataque!

No sabía quién era. Insultó a lareina y le gritó:«¡Quién es estamujer que me persigue! ¡Averiguadqué es lo que quiere y alejadla demí! ¡Lleváosla de aquí!».

Recordé con tristeza cómo eljoven rey se había enamorado en sumomento de su esposa alemana, apesar de que era torpe y nadaelegante y tenía la nariz larga.

—Sí, imaginaos que en suestado a la única persona a la quepermite acercarse es ValentinaVisconti.

—Yo también dejaría que ellase acercara a mí, es un bocadodelicioso.

—Seguro que el rey ya haprobado esta golosina.

—Bueno, ¡yo preferiría noprobar de ese manjar! Se dice quele ha robado al rey el entendimientomediante brujería.

—¡No, lo ha domesticado conveneno, y por eso ahora le come dela mano!

De la infelicidad se habíanvuelto envidiosos y no podían

mantener la boca cerrada sin antessoltar una maldad. Ahora le tocabael turno a Luis de Orléans, elhermano del rey:

—¡A su marido también legustan las golosinas! ¡He oído queahora es la mujer del conde de F. laelegida!

—¡Y la Visconti está sola,pobre Valentina!

—Ven, quiero presentarte aalguien. Mi madre me tiró de lamanga. Obediente como un cordero,la seguí, teniendo en cuenta que

había cedido en el asunto de laventa de nuestras propiedades.

—¿Ése de allí? ¡Madre! ¡Nolo debes de decir en serio!

Ya nos estaba mirando, y poreso enseguida tuve claro quetambién en este caso se trataba deuna transacción. Una vez más iban amercadear conmigo.

Aproveché la pausa paradarme la vuelta. Mi madre corríacon sus pequeños pasos junto a mí:

—¡Qué comportamiento esése! ¡No puedes dejar al hombre

plantado así como así!—Madre. ¡Ese tipo tiene

setenta años, si no más! ¡No mellega a los hombros y tiene elaspecto de una versión envejecida ymaligna de un pequeño duende!

Un par de invitados se giraronhacia mí. Cuchichearon y oí unasrisas.

—¡Ya se están riendo!—Me da igual.—¡Te fijas mucho en lo

externo, el hombre es un barón y esmuy ilustrado! Me ha dicho que se

alegra mucho de que puedamantener contigo conversacioneseruditas. ¿No te quejabas de que atu último pretendiente no legustaban los libros?

—¡Es demasiado viejo!—Tiene gusto y estilo y nos

puede ofrecer la vida que nosmerecemos.

—Que te mereces tú.—No seas odiosa, Cristina,

sólo quiero lo mejor para ti. Noeres feliz, lo noto. Y piensa tambiénen Jean y Céline, ¿les quieres

estropear la posibilidad? Célinepodría tener un preceptor en casa,un preceptor «de verdad», y no aese fraile —me reprochó mi madre,venenosa—. ¡Y Jean podríaestudiar en Bolonia! Piénsatelobien.

Había llegado a la sala de losestandartes. Me detuve.

—Madre, que él nos puedaofrecer algo lo pongo en duda. ¿Nohas mirado a tu alrededor? Sontodos unos pobres diablos contítulos que no valen nada, con

reivindicaciones imposibles desatisfacer y un conceptosobredimensionado de su propiaimportancia, gente que simplementeno puede librarse de ello. Nosotrastambién somos unos pobres diablos,pero por lo menos sabemos adóndepertenecemos.

Mi madre era como un hurónen una jaula de conejos: ya habíahincado los dientes y no dejabaescapar su presa.

—Está bien. Puedes negarte aello. Sin embargo, al menos

deberías ser cortés con tu anfitrionay darle conversación durante estanoche, sólo esta noche, a estehombre. ¡Te lo ruego, Cristina! Note pido más.

Vacilé. ¿Por qué no hablar?¿Quizá se trataba de alguienrealmente ilustrado y tenía cosasinteresantes que decirme? Nunca sepodía saber. La pobreza y lailustración van juntas de la manocomo el asado y la salsa, así comola vida del artista y la pobreza estánhechas del mismo material.

—Aristóteles era pequeño yfeo —dijo mi madre, y logróconvencerme.

¡Ay, Aristóteles! Le guardabaun poco de rencor por haberiniciado la guerra contra lanaturaleza femenina, pero todogenio tenía sus puntos débiles.

—De acuerdo, madre. Queesta velada transcurra dignamente.

Volvimos sobre nuestros pasosbajo los pendones apolillados detorneos tiempo ha olvidados, através del salón, donde se

encontraba sobre el escenario elniño, que mientras tanto se habíahecho un nudo. El barón estaba enel mismo sitio esperando. Mi madreme arrastró tras ella.

— Siuer de Lubrique, ospresento a mi hija Cristina.Cristina, el barón de Lubrique.

Él hizo una reverencia, yo unagenuflexión.

—Sois una dama dispuesta aluchar —me dijo.

—¿A qué os referís?—Oh, habéis causado un

bonito torbellino en el barriouniversitario.

De él surgió la risa plena ysatisfecha de un sibarita, desde bienadentro, no las tosecillas y loschillidos superficiales de losaduladores que nos rodeaban.

—¿Con la Epístola al Diosdel Amor?

—¡Con qué si no! ¡Un ataqueal Libro de la rosa, alors! ¡Estáissacudiendo los cimientos de lasociedad!

—¿De toda la sociedad? Sólo

quiero que cese el considerarsiempre a la mujer como culpable.Las mujeres son las seductoras ypor ello volubles y taimadas.Debemos poner en su sitio esasmentiras embellecidas conilustración y volver de nuevo a laantigua caballerosidad.

Me miró desde abajo y sonriócomplacido.

—Y eso es exactamentesacudir la legalidad de la sociedad.Los caballeros pertenecen alpasado, la Universidad es el futuro.

—No atisbo a ver qué es loque impide a los profesorescomportarse con decencia. Y enprimer lugar la Iglesia, ¿por qué estan hostil con nosotras? Con laUniversidad no son tan groseros, alcontrario.

El barón alargó la mano sinmirar y dejó que le sirvieran unnuevo vaso de vino. Parecía noparar nunca de beber o introducirseun bocado en la boca sin dejar dehablar inteligiblemente.

—Por desgracia, en un punto

sí que coinciden la Universidad y laIglesia: no quieren a las mujeresentre sus filas, porque temendistracciones.

—Más bien competencia —dije yo enfadada.

El barón siguió riendo.—Sois apasionada y eso me

gusta, a pesar de que la mayoría delos hombres lo desaprobaría.Veámoslo así: la Iglesia, que rigenuestras vidas y óbitos, ve a lasmujeres como su competencia, sí.Pablo dejó dicho que él hubiera

preferido no haberse casado. Leresta concentración y fervor a la fe.Y con el fin de atraer hacia sí a loshombres, los seguidores de Pabloles demuestran que las mujeres sonmalas y por el contrario la Iglesiapura y buena, ¿lo entendéis? Y vossois mujer (¡inmensa!) yargumentáis demasiado bien paraque se os deje simplemente a unlado. ¡Os felicito! Pero es algo muypeligroso para vos.

Ay, cómo me gustaba que mellamaran peligrosa, ya que durante

demasiado tiempo me había sentidocomo alguien débil y entregada. Elbarón era en verdad un hombreinteligente. ¡Y había leído algo mío!También parecía el único entre esacolección de perdedores al quematerialmente le iban bien lascosas. Lo noté en la determinadanaturalidad que irradiaba. Debía depertenecer a la pequeñaaristocracia, pero no le faltaba denada y no tenía ninguna razón parala envidia. Observaba divertido ydesde la distancia la sociedad

reunida allí. ¿Por qué queríajuntarse con esa jauría? Un par demujeres le lanzaban miradastentadoras.

—He leído con gusto El librode la rosa, espero que no me lotoméis a mal, madame. Con todo...—pasó a citar y su voz se convirtióen un zumbido voluptuoso—.«Abrelos pétalos de tu flor, derrama unassemillas en su centro y explora elcáliz hasta sus más profundosabismos.» Esto es realmentepoético y dicho de manera

exquisita...Mis mejillas se pusieron

coloradas.—Yo no lo encuentro de

ninguna manera poético. Laspalabras bonitas son únicamente unpretexto de este hombre paraavergonzar a la mujer. Lo único quebusca es satisfacer lo más rápidoposible sus deseos. Y para ellocualquier medio es válido. ¡Quéegoísta!

Se escuchó de nuevo esa risasibarita y profunda.

—¿Es que no les gusta a lasmujeres?

—Seguro que sí, pero en elmomento y con el hombreadecuados. Sin embargo, Meunghabla de que cada mujer está hechapara cualquier hombre y yoprofetizo que, si todo evolucionaasí, finalmente ya no disfrutará deningún respeto, cuando antessiempre se invirtió mucho esfuerzoen remarcar su castidad como unvalor esencial.

—Estad segura de que contáis

con mis respetos, madame Cristina.E hizo una cortés reverencia.Si no hubiera sido tan mayor y

si no hubiera tenido esosdesproporcionados bultos bajos losojos, que denotaban una vidapasada de excesos; si su boca nopareciera tan ávida con ese labioinferior laxo y grueso. Susdespiertos ojillos negros de cerdoresbalaban por toda mi figura. Surisa me era incómoda. Bebíarápido, le hacía una señal a un pajey dejaba que le llenaran de nuevo la

copa, antes de que diera inicio elconcierto.

Mi madre me dejó en laestacada. Los músicos se colocaronen el escenario. El mayordomo denuestra anfitriona nos deseódiversión, mientras los pajesapagaban las velas de la sala deespectadores. Miré en busca de mimadre. Estaba sentada muy atrás yme hizo una señal.

Volví a mirar hacia delante.Lubrique se inclinó mucho hacia mícon el pretexto de susurrarme algo.

—¿Qué música os gusta? ¿Osgusta la música sensual?

Me llegó su aliento a vino.Negué con la cabeza e intentédeshacerme de él. Se dio poraludido y volvió a enderezarse ensu asiento. Los músicos empezarona tocar, él cogió mi mano, la guióhasta su boca y empezó a chuparmis dedos. La retiré.

—Por favor, monsieur, no —murmuré intentando no serdemasiado desagradable. Peroentonces empezó a manosear mi

muslo, extravió su mano en miescote y finalmente, cuando pensabaque me quería susurrar algo, seinclinó hacia mí y de repente notéun caracol húmedo en mi oreja.

Eso era demasiado. Le soltéuna bofetada al libertino, me puseen pie y me abrí paso entre la filahacia la salida. De la hilerasurgieron risas y los músicosdejaron de tocar irritados. Mimadre vino tras mis pasos.

—¿Qué has hecho de nuevo?—me preguntó, pero estaba

demasiado furiosa para responderley me precipité hacia la salida.

Naturalmente no nos esperabaningún palanquín con acompañantepara el camino de vuelta. Me habíacomportado de forma demasiadoimpertinente. Había luna nueva,estaba completamente oscuro. Sólocontábamos con la mortecina luz delas ventanas de las casas, cuyoresplandor no era ni mucho menossuficiente para esquivar lasinmundicias. ¿No era ésa la mejorprueba de lo que había dicho sobre

El libro de la rosa? Un hombrehace algo indecoroso y la mujer esculpable de ello e incluso lasmujeres así lo creen. El asquerosobarón de Lubrique tiene mucharazón: no es sólo una cuestión deesa novela, sino que la novela es unreflejo de la sociedad y su éxitoprecisamente en esta sociedadaporta una luz sobre nuestrostiempos. La voy a combatir con lapluma bien afilada y buscarécompañeros de armas. Al menostambién existen hombres

inteligentes y decentes.Mi madre resollaba siguiendo

mi paso, así que reduje mi ritmo.—¿Qué es lo que ha pasado?

Al principio estabas conversandocon él muy animadamente.

—Lo que ha pasado es que hamanoseado la mercancía tratandode pasar inadvertido con unasmaneras nauseabundas.

Mi madre calló durante unrato. A cada esquina debíamosagacharnos para pasar por debajode las cadenas. El rey estaba en

Beauté-sur-Marne, así que laorgullosa París había extendido susbarreras.

—Bueno, una siempre sepuede equivocar —dijo finalmente,abatida—. Un hombre tan ilustrado.Pensé que era el indicado para ti.Seguro que él no te hubieraprohibido los libros corno eseinnombrable de Grossetête. Se diceque el barón de Lubrique es muyrico.

Ésa era la razón por la que lasjóvenes le lanzaban esas miradas.

Él estaba allí sólo de caza, tenía yaotra del brazo y se divertía a micosta.

—¡Madre, quizá podrías pocoa poco cesar en tus actividades dealcahueta! En cada ocasión te hasequivocado: uno de ellos eravanidoso, imbécil y altanero; elotro, un violento y quemalibros; elsiguiente, un lascivo y viejocadáver andante.

—¡Cristina!—Es justo eso. Últimamente

gusto de llamar a las cosas por su

nombre. ¡No quiero volver acasarme! ¡Con nadie! ¿Me heexpresado lo bastante claro?

No debería haberle hablado ami madre en ese tono, pero estabaencendida de cólera. Además, ellano se dejaba intimidar por nada nipor nadie.

—¡Pero si yo sólo quiero lomejor para ti! ¿Crees que puedesllegar a hacer algo en este mundosin un marido? Pierdes los juiciosuno tras otro. Aldo te ha engañado,lo que nunca se hubiera atrevido a

hacer con Étienne. Tus hijosnecesitan un padre. Mira a Jean,cada día se vuelve másdesvergonzado, porque le falta ladisciplina que le puede aportar unhombre. En lugar de pensar en elbien de tu familia, malgastas eltiempo y el dinero en el vanointento de convertirte en escritora.¡Eres vanidosa y desconsiderada!

Sus palabras me afectaron.Seguimos caminando en silencio.Pensaba: ¿tiene razón?, ¿no deberíaintentar buscar un camino propio y

nuevo?, ¿debía conchabarme con unhombre al que no quería?, ¿y teníaderecho a romper mi juramento delealtad a Étienne, por muyprecipitado que éste quizá hubierasido?

Mi madre nunca se cansaba decriticarme. ¿No debería apoyarme,promover mis intentos de escritura,incluso, por qué no, alabarlos, porqué no? ¡Siempre que se refería ami trabajo lo llamaba«mamarrachada» o «garabato»!Cuando yo terminaba algo, me

decía: «¿Quién leerá eso?». ¿Porqué no me era tan leal como lohabía sido con mi padre o conÉtienne? ¿Porque sólo era su hija?Ella también había sido únicamenteuna hija.

¿Y por qué no leía un libro devez en cuando? ¿Quién diablos ibaa utilizar todos esos pañuelos delino bordados?

Cruzamos el puente de St-Michel. Triste, miré hacia el agua.

Contemplé a mi madre desdeun lado, siempre tan desapacible,

siempre tan inflexible. Lloraba ensilencio.

Y entonces entendí de golpepor qué no podía darme la razón:¿no sería que entonces pondría enduda en último término su propiaexistencia? Mi madre sólo podíaleer lo necesario y escribir notas decompra. Había mantenido a estafamilia sin libros, filosofía nigrandes ideas, la había mantenidounida, se había subordinado atodos. Si ahora hubiera admitidoque para una mujer era posible una

vida completamente distinta,entonces tendría que compadecersede lo que ya no tenía remedio. Paraeso era demasiado orgullosa yobstinada.

—¡Madre!Frente a Notre-Dame la

abracé.—Perdona, madre —dije—.

No quería ofenderte. Te estoyagradecida por lo que has hechopor la familia continuamente. Perodesde la muerte de Étienne me hacambiado el mundo. Yo no me lo he

buscado, el destino y las personashan trabajado en mí como el río enun guijarro, al que rompe, amola ypule. No puedo ser como tú. ¿Nopodemos ser diferentes y a pesar deello gustarnos?

Primero se quedó rígida entremis brazos; también estabaofendida. Tras un largo rato, serelajó y me palmeó paratranquilizarme la espalda, como sifuera un bebé con hipo.

Calló y yo la solté. Entrenosotras sólo podía darse una

tregua. Proseguimos el camino.Únicamente cuando

acabábamos de llegar a la torreBarbeau volvió a hablarme:

—He leído todo lo que hasescrito. Cuando no estabas en casa.Está esparcido por ahí a la vista detodos. Lo que escribes sobre el artede gobernar no me parece adecuadopara una mujer. Pero los poemas mehan gustado.

XII

Nos habíamos apropiado delestudio de mi padre y compramosun par de ollas remendadas.Habíamos puesto en marcha elatanor, un monstruo de hierro enforma de torre en cuyo vientre sealcanzaba un calor regular ytemplado que facilitaba lafabricación de colores y colas.Héloise estaba contenta de tenernoslejos de su cocina.

Tomás reducía a polvo en elmortero un trozo de lapislázulicalentado. Siempre me había sabidoun poco mal, porque la piedra tieneun color tan increíble, un azul suavey profundo como la cúpula del cieloen una noche templada y clara trasla puesta del sol. En nuestra tierras,las piedras son grises, rojizas opardas, y cuando vi por primera vezun lapislázuli, pensé que estabapintado. He oído decir que enPersia se pintan las fachadasenteras de las casas con malaquita,

en azul celeste y oro, pero apenasme lo puedo creer, porque la piedraes carísima. Seguro que en Persiahay más gente pobre que rica.

Estuvimos largo tiempobuscando la piedra. Al principio nohubo manera de hallar ni el máspequeño trozo. Y de repente seencontraba a la venta en lostintoreros de la ciudad. Unasospecha nació en mí: ¿no habíaquerido cargar el genovéslapislázuli en nuestro barco alatracar en Beirut?

—Alcánzame la cera blanca,Cristina, te lo ruego.

Ensimismada en mispensamientos, le alcancé la cera deabeja calentada para decantar elpolvo azul.

—No se debe machacardemasiado fino, si no, sale un tonomás claro. Necesitamos un tono deazul intenso y pleno como el delmanto de la madre de Dios.

Lamentaba un poco que en eseproceso se retiraran las relucienteslaminillas de pan de oro, pero

debía hacerse. La mica ensucia elazul y produce una superficieirregular áspera.

¿De dónde venía de repentetodo ese lapislázuli si no era denuestro barco?

—¿Tú crees que Aldo hubierasido capaz de quitarse a su padre deen medio? —le pregunté a Tomás.Vertió la masa azul en un finocedazo y a continuación comprobósu consistencia con las puntas delos dedos azules.

—Yo también me lo he

preguntado. Es el único que hasacado provecho de ello.

«Quien roba y engaña a unaviuda, también es capaz deasesinar», pensé enojada.

Tomás mezcló la papilla depigmento con clara de huevo e hizouna prueba.

—No creo que Aldo fueracapaz de ello —opinó él—. Esdemasiado lento. Simplemente notiene la energía que hace falta paraplanear algo así. No dudo que porrabia fuese capaz de asesinarlo.

Pero, de alguna manera... no me lopuedo imaginar... ¡Un pocodemasiado fino! ¿No crees que hayque añadir algo más de polvo?

La pasta de color había dejadouna banda ancha sobre la carablanqueada y pulida del pergaminode cabra que se secó enseguida.Tomás sopló suavemente porencima. El azul era lechoso, pero enel centro nadaba más de unapartícula de pigmento, mientras quehacia fuera se formaban bordes másfinos y blancos.

—Sí, sí, tranquilamente puedeser algo más intenso. Lo que pasaes que encuentro poco satisfactorioque uno no sepa la verdad.

Confieso que no se tratabaúnicamente de mi espíritu justicieropara con Berthe.

—¡La verdad! —Tomás rio—.Una gran palabra, Cristina. ¿Quéverdad? Aldo tiene su verdad,Berthe tiene la suya y tú y yo unadistinta. Para comprobar si unaafirmación es verdadera o falsa hayque saber bajo qué prisma está el

punto de vista del otro.—¿Y eso cómo es posible? —

le pregunté—. Una cosa ha ocurridoo bien no ha ocurrido. Muy simple.

—Mira esta superficie. ¡Esperfecta! Suficiente para lacoleccionista de arte más mimada.

La nueva prueba, más anchaque la anterior, mostraba un azulintenso y regular de una intensidadopaca, como si la mancha de colorbajo el pergamino surgieraalimentada por un océanoimaginario.

—¿Me puedes rallar dieztrozos de goma de cerezo, porfavor? La receta dice que hay queutilizar resina blanca, pero opinoque el tono pardo hará el color másintenso.

Cogí un trozo de resina yempecé a rallarlo con un ralladorde cocina de cobre con cuidadopara no dañarme las yemas de losdedos.

—¿Qué pasa con la verdad?—le pregunté.

—¿Son realmente las personas

capaces de entender qué es laverdad? ¿No vemos siempreúnicamente una obra incompleta?¿Y no están siempre nuestrossentidos prisioneros, nuestra miradalimitada? Piensa en la diferenciaque existe entre que alguien observelos actos de un semejante consimpatía o con enemistad. Ahora,como crees saber algo malo sobreAldo, estás predispuesta a juzgartodo cuanto ha hecho de maneranegativa. Añade, por favor, un parde gotas de vinagre de vino,

gracias. Ahora vamos a espesarlo,después añadiremos pigmento deaurita, azafrán y polvo de cuarzo.De esta forma la superficie brilla yle confiere un efecto metálico.

—Ahora mismo estásfabricando una mentira, ¿verdad?

—¿Por qué? Yo no he dichoque se trate de aurum, sino depigmento de aurita. El ojo delobservador espera oro y ve oro.¿No se trata entonces de oro para elobservador?

—Se trata de una ilusión.

—Que en este momento parael observador es la verdad. Es loque él piensa que es. Es eso a loque nosotros damos un nombre ysignifica eso para lo que se aplicael oro: el sol, la sabiduría, lodivino, el Reino de los Cielos —dijo riendo por lo bajo—. No pornada la ilusión, el autoengaño, lailuminación y el esclarecimientotienen la misma raíz.

—Ese razonamiento me parecemuy puntilloso. El oro es oro, y estoes pigmento de aurita, esto es

azafrán y esto una vesícula detortuga. Y también me gustaríasaber cuánta verdad hay en lashistorias que me cuentas sobre timismo.

—Las historias de la vida sonun buen ejemplo de las verdadesterrenales: cada uno añade a lashistorias de su vida, formadas apartir de hechos irrefutables,pequeñas pinceladas de color segúnsus propias necesidades. Para él alfinal es todo verdad y se convierteen parte de su personalidad y

finalmente en una de sus verdades.El oyente por el contrario mezcla looído con sus propias vivencias y deello sale algo diferente.

Molió un pequeño cuarzo decinco caras.

—Mis dibujos son tambiénmentiras, si así lo prefieres. Yopinto, por ejemplo, un árbol. Perono es un árbol. Representa todos losárboles, pero no uno en concreto,así que no es un árbol. Sin embargo,en ti despierta la esencia de todoslos árboles, la representación de

sombra, del verde versátil de lacopa, de pajaritos en sus ramas,incluso de frutos. El árbol esprotección, una fuente dealimentación, y como árbol de lavida, la conexión con el cielo. Sólote llevará al error el orientarteúnicamente por la así llamadarealidad, ya que sólo se trata derepresentaciones.

—¡Sí, sí, querido! Lo sé, todaslas cosas son más de lo queparecen, se extienden desde aquíhasta el más allá y no nos está

permitido comprender del todo laverdad. Sólo Dios es depositario dela verdad. Pero yo no quiero lasúltimas verdades, sino una muysencilla: ¿quién tiene a Massimo, elgenovés, sobre su conciencia? Yavolveré más tarde sobre tu verdadpersonal, Tomás.

—¿Sobre su conciencia?Ahora sí que eres realmentepretenciosa —se burló Tomás—.Quizá fue su madre. Es muyposible, si uno valora todas lasposibilidades. Alguien asesina a

una persona, porque esta personatiene una cualidad incómoda que leconfirió otra persona cuando erapequeña. ¿Y qué pasa con aquel quefabricó el arma o que produjo elveneno y lo vendió? ¿Cuán culpablees aquel que descubre un veneno yse lo cuenta a otro? Quizá sepamosde quién fue la mano que leadministró al genovés el agenteasesino, pero quién es culpable deello es una cuestión muy compleja.Yo siempre he preferido dejarle lacuestión última de la

responsabilidad a Dios.—¡Cristina! Baja —gritó la tía

Marie desde el último escalón—.¿Has olvidado que tenemos que ir ala modista?

Sí, me había olvidado porcompleto de la prueba. Tomáshabía mantenido su promesa.Efectivamente, y después de todosmis esfuerzos, había recibido unainvitación del todo inesperada de laduquesa de Orléans, ValentinaVisconti.

—Dale esta noche a Héloise tu

hábito para que lo lave. ¡La verdades que deberíamos encargarte unonuevo! Éste está demasiado raído.¿Verdad que me acompañarás alHotel d'Orléans?

Tomás rechazó la invitación.—¿No quieres ver a tu

paisana, que tanto admira tutrabajo?

Su pluma acababa de dibujaruna minúscula montaña, con dospicos, uno más alto que el otro, yrocas escarpadas, cuyas faldas mássuaves iban a parar a un valle

repleto de árboles. Ya que yo habíavisto el borrador, sabía que enprimer plano iban a su encuentrodos jinetes, mientras que en elcentro un pastor, con capote marróny un sombrero de ala ancha, yapoyado en su cayado, vigilaba surebaño de ovejas. Todo esedecorado no sería más grande quemi meñique.

—No, entre su séquito haygente que sólo volvería a ver adisgusto.

Blanka estaba sentada en el

umbral de la puerta. Enseguidaentraría y se revolcaría en la paja.Tomás aborrecía estecomportamiento y a los gatos engeneral, pero cuanto más losevitaba más solícitos lo acechaban.

En la escalera me encontré conYolanthe, la gata romana de ojosamarillos, que naturalmente sedirigía arriba. Oí cómo algoaterrizaba violentamente en el sueloy una exclamación de cólera. Ymientras el hermano Tomás,asediado por los voluptuosos gatos,

hacía los últimos retoques en ellibro que debía recibir como regaloValentina Visconti, y para ellomolía bonitas piedras y cristalescon el fin de hacer la mezcla deloro de mentira, yo me dirigí conMarie a una modista de primeralínea. La Visconti cultivaba unaCorte exquisita y yo no quería daruna impresión de raída y fuera delugar. El vestido del chevalierGrossetête podía servir para unapequeña velada, pero se habíahecho según su gusto algo

provinciano. No me lo quería ponerpara ir a la Corte.

Los nuevos vestidos suponenpara la mujer, así se lo habíaexplicado al joven monje, lo quelos títulos, el dinero o las espadasheredadas para los hombres.¿Vanidad? No, más que eso, unamuleta. Un vestido nuevo te ayuda asuperar tus propias dudas. Unvestido nuevo te realza, te permiteandar erguida y orgullosa, con losojos brillantes. Cada mujer es unareina en un vestido nuevo. Se trata

de un encantamiento que, pordesgracia, sólo es efectivo cuandose lleva por primera vez. Despuésse vuelve a necesitar uno nuevo.

La modista tenía su estudio enSt-Merri, entre los viejos muros deFelipe Augusto y los de Carlos V.Se trataba de un barriorelativamente nuevo, con ricas ybonitas casas que según se decíatenían sus propias letrinas. Lascalles estaban bastante limpias y elalcantarillado funcionaba. Inclusode tiempo en tiempo las limpiaban

con agua, por lo menos allí pordonde pasaba el rey. A pesar deello se oían los gritos de «Gare,gare, gare!».

—Tengo la gargantacompletamente seca de andar —sequejó mi tía. Le compré una jarrade vino a un vendedor ambulante.

—¿Ya has sacado algo enclaro sobre Berthe? —me preguntócuando proseguimos nuestrocamino.

—Nada nuevo; desde hace unpar de días no puedo dedicarme al

asunto. ¡La última vez que estuveallí me atreví a hacer unainsinuación en contra de Aldo!

Tía Marie reprimió la risacolocando la mano delante de laboca, con lo que no se veían susdientes delanteros picados.

—¡Oh, seguro que has tenidoque aguantar una buena bronca! ¡Eh,tú, ve con cuidado!

Un burro la había rozado consu carga. El arriero, un pequeñojoven, escondió la cabeza yprosiguió su camino.

—¡En efecto! Primero me gritóque qué me pensaba, si mi intenciónera culpar de alguna manera a Aldo.Que es un buen chico. No me rogóque no me metiera en sus asuntos,más bien me lanzó unas cuantasimpertinencias. ¡Encima que lellevaba vino y pastel!

—Ya te lo he dicho, sólodesperdicias las buenas cosas.

—¡No quiere ver que Aldo secomporta de forma muy extraña!Hace tiempo que le he dicho quedebe procurarse un abogado para su

madre. ¿Lo ha hecho? No hasta eldía de hoy. ¡Le he descrito de formaconmovedora cómo su madre estásentada allí en la miseria! ¿Ha ido avisitarla? Ni una sola vez. ¿Fue aver a Truphémus para declarar a sufavor?

—¿Y quién declararía a sufavor? Una vieja puta es lo que es.

Marie le tenía especial tirria aBerthe, porque de todos nosotros sesentía la peor tratada como pobrediablo y pariente sin fortuna.

—¡Sí, pero su propio hijo,

Marie, piénsalo! No mueve ni undedo para ayudarla y ella además lodefiende. «No tiene tiempo parahacerme una visita, tiene queocuparse él solo de la tienda, elpobrecito», dice. «No todo elmundo dispone de tanto tiempocomo tú.» ¡Imagínate! «Un abogadocuesta dinero y no hace más queempeorarlo todo, con el fin de sacarel máximo provecho económico»,añade. «Aldo hace bien en guardarel dinero.» A sus ojos no puedehacer nada mal. Siguió

insultándome y empezó a gritar, a loque el guardia le amenazó con quesi no paraba le arrancaba la lengua.Acto seguido se arrodilló sobre latierra ante mí y empezó a pedirayuda: «¡Cristina! ¡Cristina! Notengo un carácter agradable y nadieme aguanta. Ya sé lo que se dice amis espaldas: sucia criada, brujaasquerosa, montón de mierda,agarrada, antipática, canalla. Ycada uno de estos insultos me lo hemerecido tres veces. ¿Te piensasque no lo sabía? ¡Tú sin embargo

eres una buena persona! ¡Eres laúnica de la que puedo esperar algo!¡No me dejes en la estacada,Cristina!». ¿Qué puede hacer una sile ruegan de esa manera? Esecalabozo era simplemente unespanto.

Finalmente había visitado lacapilla de St-Jacques y me sentépara tranquilizarme en un bancofrente a la Madre de Dios.

«Me sigue sacando de quicio—le confesé al rostro liso ytranquilo de la Virgen—. Me dirijo

a Berthe con el firme propósito deno perder la calma, pero al final dela conversación acabo rabiosa y miaversión hacia ella es total. Yentonces me arrepiento de odiarlade ese modo y me siento aún másresponsable de hacer algo por ella.¡Santa Madre María! Se hace muydifícil ayudar a una persona que noes más que un dechado dedescortesía.»

«Es muy fácil, y por ello sinvalor divino, comportarse de formaamable con la gente buena —me

regañó muy suavemente la Madrede Dios—. Siempre deberías seramable y caritativa. ¿Y quién lonecesita más que una persona quees fea de cuerpo y alma? ¡Da yrecibirás!»

«¿Puedo preguntarte algopersonal, María?»

«Sí, pregunta.»«¿En tu época a las mujeres

las trataban tan mal como hoy endía?»

«No, la verdad es que no.»«Entonces se puede entender

que seas tierna y yo colérica.»«Sí, es entendible, también

perdonable, aunque el Señor nosexige humildad. Si me preguntas amí, puedo entender tu rabia. En todocaso la ternura te dará mejoresservicios. Darás con los mejoresargumentos con la cabeza fría.»

¿Sonreía un poco más? ¿Sehabían elevado las comisuras desus labios un poco?

«¿Les irá algún día mejor a lasmujeres?», le pregunté, ya que sehabía decidido a hablar conmigo.

«Mucho mejor, pero no viviráspara verlo, Cristina. A ti se te haencomendado echar las semillas enla tierra. La cosecha la recogeránotros.»

Eso no lo encontré muysatisfactorio. Recé por tenerhumildad, pero inútilmente. En misescritos reflejo mi faceta dequejosa y benigna.

Mientras caminábamos por lascalles pensaba en Jantipa y todaslas otras supuestas mujeres malas.A menudo las mujeres son

desacreditadas como ásperas, ¿ycómo no iban a serlo sicontinuamente tienen que estardefendiéndose? No obstante,cuando veo a Berthe, pienso quetambién en la más bonita cesta defruta debe haber frutos agusanados.

La tía Marie me paró derepente cogiéndome con fuerza delbrazo.

—¡Aquí es! ¿Ya estás soñandode nuevo?

Habíamos llegado al taller dela modista. Mi madre lo había

descubierto. Había trabajado comocosedora para la modista de laVisconti y allí había aprendido eloficio. Sostenía que podíaconfeccionar vestidos tan bonitoscomo los de su patrona, pero, comoaún no se había hecho un nombre,trabajaba por la mitad de precio.

Llamamos a la puerta que nosindicaron en el callejón de laPúrpura. Una niña nos abrió y noscondujo hasta la modista.

—¡Era casi una tareaimposible terminar un vestido que

merezca la ocasión en tan pocotiempo! Pero lo hemos hechorealidad.

Palmeó y dos niñas pequeñasdesaparecieron en la habitación deal lado.

La que nos había abierto nosofreció turrón blanco en unabandeja de plata y zumo de perafrío.

—¡Tomad asiento, os lo ruego!Miré a mi alrededor. Era

evidente que el pequeño estudiosólo funcionaba con ayuda de niños.

Estábamos sentadas en la partedelantera de una habitación enforma de tubo. Al fondo descubrí aalgunos niños de no más de diezaños que cosían, cortaban,bordaban. Seguramente recibíansólo una fracción insignificante dela paga de un adulto.

Unos diminutos pinzonescantaban en una jaula junto a laventana.

—¡ Ay, cómo os envidio! —dijo la modista—. ¡ValentinaVisconti es la dama más elegante de

París, seguramente de toda Francia!¡Desembolsa una fortuna envestidos y cosas bonitas, y ademástiene buen gusto! ¡Tan sólo el duquede Berry se le puede comparar!

Le dio un sorbo a su zumo depera y acarició a su gato. Entoncesse inclinó hacia mí, como si mefuera a confiar un preciado secreto.

—Está bien que hayáisacudido a mí. ¡Si hay algo que nopueda aguantar es un vestido que nosienta bien! No sólo en ella misma,lo que no se podría permitir ningún

sastre, no, también en los demás,creo yo. Uno no tiene ni la másmínima oportunidad de volver a serinvitado si no va perfectamentevestido. Se pone de tan mal humor,que es capaz de arrojar cosas...

Con la descripción que mehizo, el corazón se me cayó hastalas corvas. Pero cuando las niñastrajeron mi vestido alenté nuevasesperanzas.

— Voilà, madame de Pizán.¿No es un verdadero poema?¡Probáoslo!

Me ayudó y contemplé elresultado en un espejo. Vi unamujer delgada y pálida con elcabello rubio claro, un rostroovalado y serio y ojos de tono azulgrisáceo. El vestido era de unaexcelente seda de color azul oscuro,con un ribete ancho blanco y unamantilla igual. Contaba con unnuevo tipo de capucha, una especiede casquete alto, que en lugar decuernos llevaba unas coletasrellenas de estopa y cosidas conplata, recogidas como trenzas,

parecido en cierta manera a unsombrero moro. El cinturón estabatrenzado con hilo de plata y en cadaextremo tenía una perla del grosorde la uña de un pulgar.

Sólo de pensar en lo que iba acostarme se me perló la frente desudor.

—¡Si no hubierais vosinsistido en el color azul! Os da unaapariencia un poca sosa. Debéisutilizar sin falta colorete en lasmejillas.

No tenía ningunas ganas de

emperifollarme y tenía mis razonespara haber elegido el color azul.

Le pagué a la modista. Elvestido fue caro, pero menos de loque había calculado.

—Gracias, señorita. ¡Y muchasuerte en la audiencia! Y no dejéisde recomendarme. Se dice quetriunfaréis.

Parecía que sabía más que yo.Algo confusa, abandoné la tienda.

—Tengo mala conciencia porel hecho de haber encargado unvestido como éste para mí, mientras

que el resto de nosotros va por ahíen...

—No digas eso —replicóMarie—. Llevamos ropa desegunda mano en muy buen estado.En ello no hay nada oprobioso. ¡Noolvides que representas a toda lafamilia Pizán! ¡Ay, Cristina! Conese vestido tienes un aspecto tanjoven y estás tan guapa. Si sólo tedecidieras a casarte de nuevo.

—¡No empieces ahora tú coneso!

—Bueno, pero tampoco es el

caso que tu corazón se hayaconvertido en piedra. El monje tegusta bastante, ¿o no?

—El monje es un monje.Marie rio con estruendo.—Es un amigo. Trabaja para

mí.Me dio un golpe en el brazo.—¡Marie!—Oh, niña mía, haz lo que

quieras. A mí me da completamenteigual.

—No le digas nada a mimadre. De todos modos ya le tiene

manía a Tomás.—¡Qué te piensas!Pero empezó a silbar la

melodía de La viuda y el monje.—Nunca más te invitaré a

beber.—¡No!En casa le entregué el vestido

a mi madre, para que encontrara unbuen sitio donde guardarlo. Lodejaría en un arca encima de todojunto con saquitos de lavanda, paraque las polillas se mantuvieranalejadas y le confirieran al tejido un

aroma fresco.—¿Tomás? Tomás, ¿dónde

estás?Subí las escaleras de caracol

hacia el estudio. Tomás estabasentado ante su mesa frente a laventana.

—¿Y? ¿Podrás terminarlo?¿Saldrá todo como habíamosplaneado?

—Espera un momento. Sólome queda darle oro a la últimainicial...

Trabajó la letra elevada con

un tubito y aplicó el oro con elpincel. Entonces colocó un trozo defina seda encima y frotó con unaágata afilada.

—... listo.Me lo entregó. Había quedado

un tomito delgado, con tapas demadera cubiertas con el másexquisito terciopelo azul de Lucca,las esquinas y el lomo cosidos conhilo de plata. Céline lo había hechopara mí. Tenía para ello una manomucho más diestra que la mía. Casicon miedo abrí el libro. Tomás no

me había permitido echarle ni unsolo vistazo.

—Es... No sé qué decir.¡Celestial! ¡Te has superado a timismo!

Todas las iniciales eran de orosobre azul, cada una de ellas en supropio marco, colmadas siemprecon patrones nuevos y elegantes.Para cada poema había pintado unaminiatura, cada una de ellas unajoya.

—Las encuentro todasmaravillosas, de verdad —dije

cuando me sacié de contemplarlas—. Pero ¿no esperará másilustraciones e iniciales másgrandes y menos adornadas? —No.No lo creo. ¿No tienes ningunaconfianza en tu texto?

Tuve que reírme de mistemblorosas manos.

—Me gustaría esconderme unpoco tras tus dibujos.

—¡No hace ninguna falta! Loshe leído todos. Ahora debesescribir la dedicatoria con tintaroja. Escribe: «Yo, Cristina...

dedico este pequeño libro a laextraordinariamente generosa,magnánima, sabia y bonita...», yetcétera, todas las adulaciones quese te ocurran, las adulaciones nuncapueden ser suficientementedesvergonzadas. Notarás que cuantomayor es la escala social de laspersonas, desde más lejos ven loshechos cotidianos, en especialcuando se refieren a su persona. Sí,puedes seguir tranquilamente así:«A la fabulosa y excelentepromotora del arte de la sastrería y

la joyería, a la reverenciadaduquesa Valentina Visconti...».

—¡Lo de «promotora del artede la sastrería» no voy a escribirlo!—dije riendo—. ¡Tomás, eresterrible!

Mi madre le echó un vistazo anuestro presente.

—¿Yo, Cristina...? —criticóen voz alta—. ¡Qué arrogante!¡Especialmente para una mujer!¡Quizá hoy en día se hace así, perono lo puedo aprobar!

Sin embargo, Marie y Tomás

comenzaron a hacer muecas aespaldas de mi madre, lo que meprovocó la risa y de esta forma nome aguó la fiesta.

—¿Por qué quieres destacarcomo un hombre? —siguiócriticándome.

—Porque no tengo suficientecon sentarme en una esquina yobservar lo que hacen los otros.¡Quiero todo el mundo!

—¡Todo el mundo, ilusa!¡Mejor harías contentándote con unaesquina tranquila! El mundo no hará

más que enfermarte.—¡Oh, madre! ¡Deja ya de una

vez de gruñir! ¿Qué es lo que mepuede ocurrir con un vestido nuevoy un regalo para una duquesa en lasmanos? Si tengo éxito, será enbeneficio de todos nosotros.

Sacudiendo la cabeza, mimadre se dio por vencida.

¡El Hotel d'Orléans, laresidencia en la ciudad del duquede Orléans y de su mujer, ValentinaVisconti! Ya sólo en la entrada tuveque girar sobre mí misma y no me

cansaba de ver todas esas cosas tanbonitas, los tapices de las paredes,los bancos tallados y los jarroneslabrados de plata y esmalte.

Me condujeron hasta losaposentos de la duquesa, dondeabundaba el cuero de Aragón ycuyas paredes estaban recubiertasde terciopelo de color bermellón.Rojo, el color de su casa. Elterciopelo se hallaba a su vezbordado con rosas y ballestas deoro.

Resultaba evidente que se

estaba preparando una fiesta«campesina», pues en el suelohabía bandejas de plata con flores yhierba. La mesa se encontrabadecorada con paño de seda verde.Trajeron algunos pobres corderitos,para que fueran acariciados por lasdamas, aunque no hacían más quebalar buscando a sus madres. Unode los corderos dejó caer algo y leensució el vestido a una de lasdamas. Escondí mi risa tras ellibro, mi escudo.

La duquesa estaba sentada en

un sillón de madera tallada sobrecojines de seda. La gente que larodeaba iba vestida tan rica yelegantemente, que por un momentome puse nerviosa. El paje meanunció: «Principessa, per favore:la Signora Christina di Pizzano».

Ella me dirigió una mirada yyo me acerqué con las palmas delas manos húmedas. Hacía tiempoque no acudía a eventos como ése.Valentina Visconti me dio labienvenida.

—¡Cristina! ¡Sentaos a mi

lado, os lo ruego! Me alegra quehayáis venido. Naturalmente heoído de vuestro padre, el famosoprofesor Thomaso di Pizzano. Pordesgracia no tuve el placer deconocerlo. Contadme: ¿qué es loque hacéis? Me han dicho que soisuna poetisa apreciable, ¿es cierto?

Sus palabras me brindaron laoportunidad para entregarle mipequeño presente.

—Me he permitido copiarosun par de mis poemillas. Sólo sonchapuzas, confío en que no os

aburran demasiado.Cogió el libro, lo hojeó, se

alegró por las hermosasiluminaciones y descubrió el título:

— ¿La historia de la pastora?¡Exquisito! ¿A quién de entre miservicio habéis sobornado paraconocer el tema de esta noche? ¡Oh,qué inteligente y adecuado!

—No he sobornado a nadie.Parece que ha sido casualidad. Perorealmente no se trata de nadaespecial.

—Oh, no me lo creo, después

de todo lo que me escribió elhermano Tomás. ¡Por favor,leednos algún poema!

¡Los demás tambiénsolicitaron rápidamente a viva vozuna lectura, así que empecé,primero en voz baja ytartamudeando, después con unplacer cada vez mayor, a leerles aestos grandes señores sobrepastores y campesinos!

Cuidar de las ovejas en elestablo,

llenar el pesebre de paja,ordeñar a las madres...

Describí la historia de amor

entre una pastora y un caballero depaso. Como es natural, termina deforma triste, como debe ser. Losinvitados de la Visconti se hallabantodos muy conmovidos. Para esoestán finalmente las buenashistorias, para que uno pueda llorarde todo corazón, con la felizconciencia de que sólo se trata deuna historia.

Se llevaron a los corderillos ycomimos «manjares sencillos», talcomo la aristocracia se imagina enla vida de un pastor: asado decordero dorado, pastelesextremadamente especiados,gelatina de trucha rellena de hierbasy almendras, plan blanco y queso decabra con fruta escarchada. Al finalse sirvió un cordero sobre un lechode confeti de angélica de colorverde esmeralda. Los invitadoseran ingeniosos, sin ser maliciosos.Tanto los hombres como las

mujeres fueron extraordinariamenteamables conmigo y me tratabancomo si fuera especial.Acompañando la cena había músicay los acróbatas presentaban susnúmeros. Desde la muerte de mipadre no me lo había pasado tanbien. Sólo deseé para mis adentrospoder llevarme a casa algunos delos especiales manjares que noshabían servido. Esta noche en casaseguro que cenarían de nuevo comode costumbre papilla de cereales ytocino.

—Decidme, ¿cómo llegasteis aconocer al pintor? Recuerdo suspinturas, pero apenas me acuerdode él —se volvió a dirigir a mí laprincipessa.

—Digamos que me loencontré, o él a mí, en casa de uncaballero que no se dejaba darcalabazas fácilmente. Entonces élme salvó.

—¡Qué romántico!—Si hubiera podido, con

mucho gusto habría prescindido deesta aventura, duquesa. Pero me

regaló un pintor sobresaliente, queahora trabaja para mí. ¡Y ésta esuna gran suerte!

—Estoy convencida de quevuestros poemas merecen esta joya—me dijo rápidamente y con tino—. Pero ¿de dónde es? Yo loconozco, de eso estoy segura.

—Viene de un monasteriocercano a Milán, que... —cómopodía formularlo, Bernabò nodejaba de ser su tío-... parece serque vuestro tío ordenó quemar.

—¿Cómo? ¿Bernabò mandó

quemar un monasterio? No es queno le pueda atribuir ningunamaldad, pero de ello no estabainformada. Nosotros los italianossomos muy creyentes y, a pesar detodas las injusticias que puedahacer un soberano, algo así no loharía nadie de entre nosotros.

Más tarde por la noche,cuando ya me estaba despidiendo,me dijo aún:

—¡Aguardad! Bernabò,Bernabò... ¿No habré visto al monjeen su Corte? Por lo menos tenía un

franciscano, uno joven. ¡Mmm! Yano estoy segura, me puedoequivocar. ¡Preguntadle!

«Seguro que lo haré», pensépara mis adentros, y en esta ocasiónni las lágrimas de un hombre ni lacháchara filosófica meconfundirían. Pueden darseverdades personales y castillos depensamientos místicos, pero una Xes siempre una X y no una U.

—Cristina, aprecio vuestracompañía y vuestro claroentendimiento —me dijo la Visconti

a continuación—. El 30 de octubrese casa la princesa Isabella con elrey de Inglaterra en Calais. ¿No osharía ilusión acompañarme comodama de Corte? También podríaisescribir un informe sobre la boda.Me gustaría tener algo así desde elpunto de vista de una mujer. Loshombres se fijan siempre en lascosas menos interesantes. Ydesgraciadamente Eustache estádemasiado achacoso. No aguantaríaun viaje tan fatigoso.

Sin vacilar acepté la oferta.

Había estado enterrada durantedemasiado tiempo, escondida trasmi mantilla de viuda. Me alegrabamucho la posibilidad de asistir a unevento de tal magnitud eimportancia.

Cuando dejé a la duquesa, unpaje de la puerta me entregó unabolsa de terciopelo rojoextremadamente pesada. Me estabaesperando un palanquín rojo con elescudo de los Visconti. Una vezestuve sentada y me dejé llevar porlas calles suavemente iluminadas

eché un vistazo dentro de la bolsa:contenía doscientas piezas de oro.

Años más tarde Céline mecontó lo que ocurrió esa noche ennuestra torre: yo salí, aclamada porJean y Marie, con mi preciosovestido, con la cruz de plata de mimadre al cuello. Ésta se encontrabaen el arco de la puerta y sonreíacondescendiente a los vecinos quemiraban boquiabiertos. (¡Mi hija!)

Recogí el reborde blancocomo la nieve para que no se

manchara con la suciedad de lascalles y me subí al palanquín dealquiler.

Tomás permanecía encompleto silencio frente a laventana abierta. Y Céline leobservaba desde la sombra de laimposta de la escalera. Tomás meobservaba a mí. Lo que debía deestar sintiendo sólo ahora puedovalorarlo en su justa medida.Estaba allí y miraba cómo sellevaban mi palanquín. Como lacalle transcurría durante un buen

tramo en línea recta, ello duró untiempo y Tomás se inclinó con elfin de ver cómo desaparecía porcompleto. Entonces bajó con fuerzalas manos y se abalanzó sobre sumesa de dibujo. Destapó el tintero,el de tinta de sepia empalidecida, yempezó a maltratar como un posesoel pergamino.

Céline se colocó a hurtadillasdetrás de él y observó lo quedibujaba. Se trataba de un machocabrío trazado con mucho realismo,con las partes pudendas hinchadas y

todo lo demás encima del cualestaba sentado un mono maligno.Céline rio. Tomás estaba tanensimismado en lo que hacía que sellevó un susto de muerte. Con unrepentino movimiento de la manotiró el tintero al suelo y se arrodillóechando pestes para arreglar eldesaguisado.

—¡Vete al infierno, malditotintero del demonio! Maledetto,dannato, maledizione! ¡Oh, soy unodioso débil! ¡Oh, podrido,maloliente y carcomido mundo, que

me embauca y me seduce! ¡Cretino!¡Mazbalak! O me miserum! Utinamne libídine nefanda affectus essem!Carnem meam voluptatibusdeditam et diabolum, qui mecorrupit, devoveo. ¡Oh, pobreinfeliz de mí! ¡Si no me hubieravisto sorprendido por la malditailusión! ¡Maldigo mi carne, que seha entregado al deseo, y aldemonio, que me ha estropeado!Skatofatsa! Figlio di putana!¡Satanás, Belcebú, Lucifer, fuego ypeste de azufre! ¡Muerte, muerte y

putrificatio!Prosiguió en el mismo estilo

(como monje ilustrado que erapodía maldecir en siete idiomas)hasta que Céline le dijo con su vozinfantil:

—¿No eres ningún monje,verdad? Lo supe desde el primermomento. Pero si me quieres no tedelataré. ¿Qué es lo que pretendesde ella? Es demasiado vieja.

XIII

El tiempo pasaba volando y seme escapaba entre los dedos.Tantas cosan eran las que queríatener atadas antes de nuestrapartida.

—Yo también quiero ir —dijode morros Céline—. ¿Por qué él yyo no?

—Porque maman necesita quela acompañe un hombre —dijo Jeanmuy serio. Con su nueva vestimenta

y una daga al cinto, tenía un aspectoadulto fabuloso.

—Entonces se tendrá quebuscar otro. No eres más que unjoven-cito con granos —le contestóCéline enojada.

—Ven aquí.La cogí de la mano y nos

sentamos entre ese caos de bolsasde viaje, baúles, colchas de sedaenrolladas, cojines y fardos sobrela cama grande. Allí había prendas,ropa interior, abrigos, pañuelos,velos, gorras, cinturones, perlas y

bandas de seda de colores, zapatosde terciopelo, calzado del mejorcuero, peines y camafeos, polvos,aceites olorosos y carmín rojo (queyo no utilizaría, pero que mi madreme obligó a llevar conmigo deforma obstinada, pues ella aúnabrigaba la esperanza de que yo mevolvería a casar, y qué podía sermás indicado para encontrar unnuevo esposo que un viaje de esetipo). Bajo la mirada fruncida de mimadre también empaqué mis cosaspara escribir, con mucho más

cuidado que los vestidos: un crisolcon tinta seca para diluir con vinotinto, plumas de ganso, páginas depergamino sueltas y tres libros denotas vacíos y encuadernados paramis apuntes.

—¡Debes divertirte,engalanarte para la Corte de laprincesa de Orléans y noestropearte los ojos con esosgarabatos y convertirte en elhazmerreír de todos con esos dedosmanchados de tinta! Así ¿cómoquieres conocer a alguien? Los

hombres aborrecen a las mujeresimpertinentes.

Suspiré.—Madre, la princesa me ha

encargado expresamente queescriba un informe sobre el viaje.

—Seguro que lo hizo para seramable, porque sabe que te gustadesempeñar el papel de escritora.

—La princesa no esprecisamente conocida por suamabilidad. En general suele decirlo que quiere y por ello me tengoque guiar.

Una semana antes de nuestrapartida ocurrieron de repente cosasque había esperado desde hacíatiempo y todas de una vez, como sise hubieran puesto de acuerdo,como los ladrones de las calles queestán al acecho tras una esquina yque se abalanzan sobre mí. Eltiempo no es en cualquier caso uncaballo alado, como gustandenominarlo. Según mi experienciase mueve como una oruga: necesitauna eternidad para elevar suabdomen, arrastrarlo y llevarlo

hacia delante formando un arco yentonces éste se ve rápidamentecatapultado hacia delante. La únicamedida que conoce el tiempo esnuestra impaciencia. Nuncaterminaría dentro del plazo.

—Jean, me gustaría que fuerasal mercadillo y encontraras a unjoven que se llama Pierre. Lonecesito lo antes posible.

—¿Y eso?—Simplemente ve y búscalo.

¡Ahora mismo!—¿Y no lo puede hacer el

monje?En los últimos tiempos él se

hacía cargo de los recados.—Por supuesto, siempre que

tú te hagas cargo mientras tanto desu trabajo.

Jean desapareció. Céline riosatisfecha y se puso a mis pies.

—Mira, Céline. No me puedollevar a toda la familia a la boda.No viajo por invitación propia, sinocomo acompañante de la duquesa.Me encantaría llevarte conmigo,pero tienes que entender que Jean

necesita de estos contactos muchomás que tú. Tiene que encontrar deuna vez un trabajo.

—¿Y yo no? Tú también ganasdinero por tu cuenta.

—Céline, gatita mía, yo lohago obligada y sabes lo difícil quees y lo que nos ha costado a todosnosotros. Sería mejor que lo quequieras hacer lo hagas bajo laprotección de un matrimonio.Naturalmente sería mejor que lasmujeres no necesitaran estaprotección. Ya sabes que es uno de

mis sueños, pero ese día creo queaún está muy lejos.

No respondió, y tuve laimpresión de que me escondía algo.

—¿Céline? ¿Qué pasa?¿Quieres contarme algo?

—No. Nada... Pero...Y desató algo de su cinturón,

una pequeña bolsa hecha de retales,un objeto encantador: una bolsitacon la imagen de santa Clarabordada, casi podría decir que nomenos artística que las miniaturasde Tomás.

—La he hecho para el hermanoTomás —dijo sin mirarme,sosteniendo la bolsa en las manos— para... agradecerle las buenaslecciones que me ha impartido.¿Crees que es pertinente hacerle unregalo así?

Admiré su destreza. Yo nuncahabía sido capaz de algo semejante.Bien mirado, se trataba de unaposesión mundana, pero no tanlujosa como para que no leestuviera permitida a un monje. Ysin duda era un regalo hecho con

toda la inocencia del mundo.—Sí, puedes regalársela

tranquilamente. ¡Es un recuerdoprecioso! Seguro que le alegrará.

— Maman?—¿Sí, querida?—Nada.—No estés triste por no poder

acompañarnos. A la vuelta te lodescribiré todo con exactitud. Y tetraeré algo bonito de regalo —mepuse en pie y seguí haciendo elequipaje—. ¡Mientras estemosfuera, tendrás siempre al hermano

Tomás para ti! —le dije dándole laespalda, porque, si no, hubieravisto cómo se ponía roja devergüenza repentina y muysospechosamente.

Tiempo después volvió Jeancon Pierre. Justo en ese momento yoestaba mirando por la ventana. Mihijo cabalgaba despacio sobre elcaballo rojizo, que con nosotrospoco a poco se había hartado decomer y cuyo pelaje relucía comoel tocino. El pequeño bribón iba apie y brincaba despreocupado

sobre los montones de inmundiciasy apestosos charcos. Jean no habíapermitido que el pequeño Pierremontara detrás de él yevidentemente le había ordenadoque se mantuviera a distancia, yaque no quería que por ningúnmotivo lo vieran a su lado. ¿Cómopodía ser mi hijo tan arrogante? Enningún caso se lo había enseñadoyo.

—¡Pierre! —grité, y meprecipité escaleras abajo saltandolos escalones de dos en dos.

Jean se bajó del caballo ydesapareció con el rocín por elportón del patio. Me lanzó unamirada de reproche:

— Maman! ¡Un mendigo!No le presté atención a mi

hijo, sino que saludé amistosamentea Pierre.

—¡Entra en la cocina! Seguroque estás hambriento.

Como Jean, el pequeñoladronzuelo había crecido aempellones y no todos losmiembros de su cuerpo de igual

manera. Los pantalones le ibandemasiado cortos, al igual que lablusa: de ellos emergían unasmanos y unos pies escuálidos.Tenía la barbilla y la narizpuntiagudas y el color de la pielapenas se le reconocía por lasuciedad. A pesar de todo mesonrió.

—¡Madame Cristina! Todo loque desees, Pierre te lo conseguirá.¿O tengo que cargarme a alguien?

Héloise observaba al pilluelodesconfiada, pero le dio una

cazuela con papilla y una loncha detocino, además de un trozo de pan.

Pierre sacó de la bolsa de sucinturón bajo su blusa una cucharade madera. Estaba claro quenormalmente no se alimentaba así.Con toda probabilidad comía lo queencontraba en la basura y las clarassopas de los comedores parapobres.

—¡Come despacio, si no, tesentará mal!

—Sí —contestó con la bocallena de papilla, pero sin aminorar

la velocidad. Mientras comíaobservaba despierto lo que lerodeaba tal como estabaacostumbrado.

—Préstame atención, joven: siquieres, te puedo facilitar trabajocon regularidad, unas dos veces a lasemana. ¿Te interesa?

—Hago lo que sea.Tras la recepción con la

Visconti todos los libreros hacíancola frente a mi casa. Los mismosque antes habían rechazado laposibilidad de editar mi poemario,

aunque fuera a comisión, ahoraquerían todo lo que había escrito,las Cien baladas, los tratados sobreLas tres virtudes, todos misescritos cortos sobre losprecedentes de la historiacontemporánea y especialmente laEpístola al Dios del Amor.También recibía encargos declientes privados. Apenas dábamosabasto con el copiado. Para eltiempo que estuviera ausente debíaencontrar sin falta a uno o dosescribanos. Tomás contaba desde

hacía poco con un aprendiz que noshabían recomendado. Tomás hacíalos borradores y dibujaba. El jovense hizo cargo de pintar y a cambiono recibía nada, a excepción delprivilegio de poder aprender juntoa Tomás. Ambos estabansatisfechos con ese acuerdo.

—Pierre, quiero quedistribuyas los libros que vamosterminando entre los comerciantes yclientes. ¿Sabes leer?

—Un poco.Lo que significaba que nada.

Tampoco lo esperaba. A pesar deesa incapacidad se las arreglababien.

—No sólo tendrás quedistribuirlos, sino tambiéncobrarlos. ¿Podrás memorizar lassumas que te digamos y a quiéntienes que cobrarlas?

—¡Oh, sí! Me manejo muybien con el dinero. ¡Las cifras lasmemorizo perfectamente!

Miré a Héloise y con el rabillodel ojo vi cómo hacía desaparecerun trozo de pan en la parte delantera

de su camisa.—¿Me puede dar más pan,

madame, por favor?Héloise le cortó una rebanada

más mientras sacudía la cabeza.—¡Me pregunto dónde se lo

mete todo!—Aquí no hace falta que

escondas nada para contar conreservas para más adelante —ledije—. Come tranquilo. Más tarde,cuando te vayas, Héloise te dará unbuen trozo de pan para la cena. Yescucha: los comerciantes sólo

recibirán más libros si ya hanabonado la entrega anterior. No sehacen descuentos, aunque insistanen ello. ¿Entendido?

—Claro. ¡Y si no me paganmeto la mano en la caja ydesaparezco!

Reí.—¡En ningún caso! ¡Si

trabajas para mí no permitiré querobes o que hagas algo indebido!Me lo tienes que prometer.

—De acuerdo, lo juro.Le alargó la cazuela a Héloise

con una mirada de mendigoentrenada para que le sirviera más.Esta vez no le sirvió tocino, aunque,después de una mirada crítica a losdelgados brazos del pequeño, lepuso aceite por encima.

—¡Y tienes que lavarte!Dejó caer la cazuela e incluso

dejó de comer.—¿Lavarme? ¡Me quieres

matar] ¡Todo el mundo sabe que noes saludable!

—Al contrario, es muysaludable. ¡Y de ninguna de las

maneras cogerás un libro en esteestado, no hablemos ya deentregarlo donde sea en mi nombre!

Héloise se había colocadodetrás del joven. Tenía los brazoscruzados y asentía contenta.

—Así que éstas son las reglas:vienes aquí, te lavas en el pozo yHéloise controla que estéspresentable. Te daremos ropadecente para vestir.

—¡Entonces no podrémendigar! Y mis compañeros seburlarán a mis espaldas. ¡Ya nadie

me tomará en serio!Hice caso omiso de la

objeción.—Recibirás medio sol por día

trabajado y una comida caliente.—¿Todo lo que pueda comer?—Todo lo que puedas comer.—¿Tendré que lavarme cada

vez?Héloise y yo asentimos con la

cabeza muy decididas.—Primero lavarse, después

comer.—Es muy duro.

Se lo pensó y entonces mealargó una mano huesuda, pequeñay muy pegajosa.

—¡Hecho!—Bien. Puedes empezar ahora

mismo. Aquí tengo una pila delibros y una lista en la que podrásver dónde hay que entregar cadauno. Tomás te leerá la lista hastaque te la sepas de memoria. Tienenque acusar recibo firmando yponiendo su sello, ¿entendido?

Ya me habían engañadodemasiadas veces.

—Ah, y una pequeña cosa más—le dije todo lo bajo que pudeinclinándome hacia él para queHéloise no entendiera mis palabras—. Quiero que busques para mí unadeterminada cosa. Un libro, eltrigésimo octavo tomo de laHistoria natural de Plinio. ¿Teacordarás del título? Parece ser queen París se puede encontrar. Perove con cuidado, no muestres muchointerés. Quizá sea mejor que digascomo de pasada que buscas para tuseñora una bonita edición del

general romano. Tengo la impresiónde que algo raro pasa con estetomo. No hables con nadie de estacasa sobre ello hasta mi vuelta.

Me lo prometió. Héloise leentregó ropa que ya no utilizabaJean y le mostró el camino hacia elpozo.

La búsqueda de copistas era elsiguiente punto de mi lista. El mejorsitio para encontrar escribienteslibres era el mercado de aves. Misviejos amigos me saludaron y vicon sorpresa cómo mi lugar entre

ellos lo ocupaba la escribientapelirroja de la escribanía de laorilla izquierda.

—Buenos días, colega —lasaludé—. ¿Qué te ha sucedido? ¿Yano trabajas en la escribanía dondete vi la última vez?

Estaba sentada sobre un tonelde cerveza vacío ante una mesitacarcomida, que evidentemente sehabía traído consigo, como yo hacíaantes, a la espera de sus clientes.

Alzó su rostro pálido, unrostro delgado de piel fina y ojos

violeta.—Un buen cliente quería

colocar a su hijo y yo me quedé sintrabajo. Mi patrono apenas se va aalegrar con el cambio. El joven notiene experiencia, escribelentamente y malgasta material.Pero así son las cosas: cuando hayque buscarle sitio a alguien, lasprimeras que vuelan son lasmujeres.

Suspiré.—¡Así es! Me pregunto si

alguna vez cambiará la situación.

Pero si quieres te puedo dartrabajo.

Le expliqué lo que necesitaba.Accedió a copiar mis cosas acambio de un sueldo decentemientras mi suerte durara.

Era un bonito y cálido día deseptiembre. Un sol de color azafránirradiaba una luz suave, cansado delos esfuerzos del verano, pero tancontento como un campesino quedespués de un duro trabajo en suscampos observa y lo encuentra todobien. El aire olía a la humedad del

río y a fruta madura.Me compré una jarra de mosto

de manzana y un pastel y me sentéjunto a la pastelera.

—Imagina, ¡voy a asistir a laboda en Calais acompañando alséquito de la duquesa de Orléans!

—¡Oh, qué me dices! ¿Y quéte vas a poner?

—La duquesa quiere que susdamas vayan de verde, con ropainterior roja. En caso contrario, yohubiera vestido mi azul habitual.

—¿Y qué darán como comida?

—quiso saber el vendedor de aves.Se podía apreciar claramente que legustaba comer.

—Ah, seguro que se atiborrancon las cosas más caras —contestóla escribana por mí—. Pescado demar cocido en vino, relleno ademáscon carne de cangrejo, codornicesasadas sobre uvas negras, montañasde pasteles, cisnes dorados conmanzana a la canela, cochinilloasado con pimienta y anís y todasesas cosas. De las fuentes de Calaisbrotará vino y miel y finalmente

subirán los impuestos para pagartodo el dispendio.

—Alguno dirá que el precioque se ha de pagar es justo si deesta manera nos quitamos a losingleses del cuello —objetó lapastelera—. Hace un tiempo que nose oye hablar de ellos. ¿Sabes túpor qué, Cristina?

—Parece ser que en estaguerra no ha habido nadie realmentesuperior y ahora todos hanencontrado algo mejor que hacer. Elrey Ricardo tiene que afirmarse

frente a sus propios barones yadversarios. Y en Irlanda, segúncuentan, ha habido levantamientosde los campesinos. Así que necesitasus ejércitos en casa.

Hacía tiempo que estematrimonio se venía negociando ypor aquel entonces reinaba unalarga tregua.

—Nuestros señores se hanorientado mientras tanto más haciaItalia. El hermano del rey tambiénaspira a un trono y sueña con elreino del Adriático, que le ha

prometido el Papa de Aviñón, sidespacha a la competencia deRoma. Una vez que se hayadecidido la pelea entre los papas,entonces se iniciará una nuevaCruzada.

—¡Guerra! Siempre han detener una guerra —se quejó lapastelera—. ¡La gente estaríacontenta si hubiera paz de una vez,para que la economía se puedarecuperar, pero no!

—En todo caso estaría bienque este desgraciado negocio con

los dos papas se zanjara de una vez—observó el vendedor de aves.

Yo estaba completamente deacuerdo. Mucha gente, se decía queuno de cada diez, renegaba de su feharta de ese espectáculo indigno.

—Tienes toda la razón.Siempre me imagino cómo alláarriba en el Cielo hay un sillóndestinado a un solo hombre, pero enel que se apretujan dos y ninguno deellos quiere levantarse.

Todos rieron maliciosamente yse imaginaron a los representantes

de Dios empujándose de un lado aotro con sus bien alimentadas partestraseras, aunque en realidad tras esabroma se escondía una profundaopresión. ¿Qué pasaría connosotros si la Iglesia se hundiera entales vilezas? ¿Quién nos guiaría,quién nos salvaría?

—Decidme —cambié el tristetema por otro—, ¿conoce alguno devosotros la casa roja en el puentede los Cambistas, la tercera dellado izquierdo, viniendo desde laorilla?

Acababa de hacerle una visitaa Berthe y le había llevado unacesta con alimentos. Mientras tanto,ya había superado los dos primerosinterrogatorios. En el primero lehicieron engullir seis litros de aguay en el segundo nueve, pero nopudieron sonsacarle la confesiónque ellos esperaban. Sin embargo,tampoco podía convencer al juezsin nuevas pruebas. Aún no habíapodido averiguar quién era la dueñade la casa roja.

El comerciante hizo

aspavientos con la mano derecha.—¡Oh! Allí vive una

cortesana, muy cara según dicen.Selecciona muy bien a sus clientes.

—Últimamente —dijo lacopista— tenía a un tipo muy rico.He oído decir que sólo lo tenía a él.

De repente se me hizo la luz.—¿Un genovés gordo?—¿Te refieres a aquel que se

ahogó? No tengo ni idea. ¿Existealguna relación?

—No estoy segura.Les expliqué el experimento

que habíamos hecho.—¿Te refieres a que debió

caer desde una de esas casas?—Sí, pensamos que desde la

roja, pero tampoco estamoscompletamente seguros. Primeroquiero hablar con la mujer que viveallí, antes de irle con la historia aljuez.

—Llegas demasiado tarde —dijo la copista—. He oído que estáde viaje desde... oh, no muchodespués de la muerte del genovés.Claro que puede ser una casualidad.

—¿Se habla bien de ella?—Bueno, aparte de que es una

prostituta, tiene buena reputación.Es callada y educada. Incluso lasesposas de la vecindad le tienencariño, después de que declararaque no se iba a liar con los vecinos.

—Inteligente por su parte.También un callejón sin

salida. No tenía ningún motivológico para asesinar a un cliente,que claramente la mantenía.

—¡El único que tenía algo queganar con su muerte es Aldo! —le

dije al hermano Tomás al volver acasa.

—¡Espera! No pongas tantocolor de una sola vez —leexhortaba en ese preciso momento asu nuevo aprendiz Philippe, untorpe niño de doce años—. Fíjate,vamos añadiendo los colores endiferentes capas, si no,obtendremos horribles naricesgordas, en las cuales los pigmentosse habrán corrido. Una confiere laprofundidad, con la otra podemostrabajar paso a paso las sombras y

alturas con mezclas más claras omás oscuras. Ves, fíjate en elpliegue que sirve de borrador, en suinterior lo oscurezco con un pocode negro de hollín, la siguiente capade azul unificará los distintoscolores.

—Yo sólo quería... Pensabaque como nos corre prisa... —dijoPhilippe en tono de reproche.

—Queremos trabajar duro,pero atendiendo siempre losprocesos y métodos necesarios.Sigue trabajando. Aprendes rápido.

Estoy contento contigo.Más aliviado, el niño volvió a

su trabajo. No se le había regañadopor una falta cometida, sino quehabía aprendido algo.

Informé a Tomás, que metrataba como a un patrón, sobre lasdisposiciones que había acordado.

—Tomás —le dije muy seriala noche anterior a mi partida—,durante un tiempo no nos veremos.La Fortuna se ha comportadoconmigo de manera tanmalhumorada, que no confío en ella

y no sé si nos volveremos a ver.Caminábamos, como tantas

veces, por el camino de sirga a lolargo del Sena.

—Eso está en manos de Dios.Sin embargo, creo que regresarássana y salva. No viajas sola, sinoen un gran y bien vigilado séquito.Mientras tanto, con ayuda de todaesta gente habré copiado ydistribuido tus libros y habréterminado además con los encargosde Gilles Malet. Así que puedesdisfrutar de todo tranquilamente.

—Gracias, Tomás, pero no merefiero a eso. Otra cosa es la queme preocupa y me intranquiliza: lehe hablado de ti a ValentinaVisconti y cómo su tío Bernabòarrasó el monasterio. Imagínate, meha dicho que eso es imposible.

Hizo un leve gesto denegación.

—¿Qué sabe ella? ¿Desdecuándo las princesas se ocupan delos asuntos sucios y terribles queocurren en el país? Sólo estáninteresadas en los vestidos y en

distraerse.Miró hacia el agua, se agachó

y lanzó un par de piedras planascontra su superficie para querebotaran. Cuando se irguió denuevo, yo estaba frente a él, con loscodos pegados al cuerpo.

—Tomás —le dije—, por muyhábilmente que te explayes sobre eltema, yo la creo. Por el contrario túya me has contado varios cuentos.Y ya que estoy a punto de partir yquizá no vuelva nunca, me deberíasrelatar de una vez por todas la

verdad sobre ti. Y no una verdadfilosófica o absoluta, sinosimplemente los hechos. Me duelemucho que siempre me lancespedazos, cuando después resultaque algunos de ellos sonincomestibles.

Su mirada era de hondaaflicción.

—No confías en mí. ¿No meconoces lo suficientemente bien pormi quehacer y nuestracolaboración?

No le contesté.

—¿No hemos discutido sobrelas insuficiencias de un conceptocomo la verdad?

Continué en silencio,obstinada.

—Bien —dijo él—, sólo paraque te quedes satisfecha. ¡Por nadadel mundo quisiera ofenderte, bienlo sabes, Cristina!

Me había cogido por lasmuñecas y acercó mis manos a él;descansaban en sus calientes yfuertes manos de finos dedos y laspuntas de los míos tocaban muy

suavemente sus caderas. Me sentíaun tanto aturdida e incapaz dereaccionar. Entonces se dio cuentade nuestra posición y soltórápidamente mis manos.

—Vamos, sigamos caminando.El agua fluía perezosa. Había

patos sentados en el taludlimpiándose el plumaje. Cuandonos acercamos empezaron a chillarasustados y en el último momentosaltaron al agua. Tomás habíarecogido higos y me los iba dando.Eran de color negro violeta con

pedúnculos verde claro y pordentro el fruto y las pepitasbrillaban en colores amarillo yámbar; la fruta era blanda como lamantequilla y sabía a miel. Lasminúsculas pepitas se rompían entremis dientes. Era del todo conscientede que nuestro comportamientoestaba en el límite del decoro, perosus gestos eran más dulces que loshigos. Así que le dejé hacer.

—¡No me hagas ningúnreproche si encuentras mi historiaincreíble! Ya te he contado dos que

eran fáciles de creer, prácticamenteverdaderas, y tú las has rechazado.Ahora es cosa tuya que esta verdadte la creas o no. La querías oír: soyel hijo bastardo de un noble.

Empecé a reír, pero despuésme puse la mano, asustada, sobre laboca. ¡Eso era demasiado absurdo!Pero el rostro de Tomás estabacompletamente serio.

—Lo siento.—Ningún problema, querida

Cristina, pero si dudas de laprimera frase, ¿cómo quieres que

termine mi historia?—No abriré la boca.—¿Y creerás finalmente en

mí?—Te lo diré cuando termines

de contármela.Rio. ¿Cómo no me había dado

cuenta hasta ese momento del modoen que las comisuras de sus labiosformaban un arco hacia arriba? Suboca me recordaba a las alas de unamariposa. Y entonces me vinieron ala mente los conceptos de«frivolidad» y «ligereza». Un

carácter serio, pienso, lo reflejanunos labios finos, como trazadospor una regla. Los labios gruesosdenotan a los sensuales, ávidos yderrochadores. ¿Y los labios quellevan en sí el símbolo más puro dela inconstancia? ¿Qué puede unoesperar de una boca así formada?

—Cómete otro higo. Así. Eldulce en tu boca te inclinará más acreerme. Un príncipe italiano dealta alcurnia se enamoró de unadama de palacio de su mujer. Yparece ser que la inclinación fue

correspondida, y no sólo como esdebido, como suele ser habitualentre las flores de una Corte comoésa y el señor. Estaban tanenamorados, que la aventura durómucho tiempo. De esta manera seolvidaron de la discreciónindispensable y se les viocaminando por el parque cogidosde la mano. El príncipe ya nofrecuentaba el lecho de su mujer, talcomo era preceptivo, por lo menoscomo deferencia conyugal, detiempo en tiempo. Sólo tenía ojos

para su nuevo amor. Le enviabavestidos de seda verdes, lededicaba poemas y la cubría dejoyas. Ella se quedó embarazada. Ysu desesperación era cada vezmayor.

Él mismo se comió un higo,con la punta de la lengua recogió unpoco de jugo que se le habíaquedado en la comisura del labio yprosiguió:

—Normalmente ése es elmomento en el que los señoresbuscan el placer en otra parte. Ella

se escondía de su amanteprincipesco y bebió cantidadesingentes de zumo de perejil. Pero sequedó embarazada y Berna... elseñor un día se enteró. «Tontita», ledijo, «me parece hermoso que meregales un niño. Lo trataré igual quea mis hijos legítimos».

»Estas palabras hicieron quemi madre se sintiera tan orgullosacomo descuidada. Las queridasapartadas pueden cambiarse porotras, pero las mujeres no. Semostraba en público con su

embarazo cada vez más notorio y suamante disfrutaba de su presencia.Pero cuando nació el escandalosoniño y el príncipe informó a sumujer de cuáles eran sus planes, laprincesa se pusoindescriptiblemente furiosa. Y derepente, la dama de palacio y subebé, yo, desaparecieron. Espera,quiero lavarme un poco los dedosen el río.

Se arrodilló frente a la orilla,se lavó las manos y se las secó conlos bajos de su hábito. Yo estaba a

unos pasos de él y lo observaba. Sucabello castaño le caía haciadelante y dejaba apreciar parte desu cuello desnudo. Tomás se pusode nuevo en pie, se volvió y mesonrió.

—¿Dónde estaba? Ah sí: ladama de palacio desapareció de undía para otro. Con el fin de ofendera su marido y vengarse de suanterior acompañante, la princesamandó secuestrar a mi madre. Unanoche que iba al excusado, lepusieron un saco sobre la cabeza y

se la llevaron del castillo a rastrasen camisón y descalza. Para midesgracia me llevaba en brazos, asíque yo fui con ella.

»Antes de que se diera cuentade cómo había pasado eso, seencontró en un carro sobre unagavilla de paja. Junto con otrosdesgraciados, fuimos conducidoshasta Marsella, donde se nosvendió como esclavos. Existensuficientes capitanes sin escrúpulosdispuestos a transportar esecargamento, ya que los europeos de

piel blanca alcanzan buenos preciosen los mercados de esclavosárabes.

»De hecho, fuimos a parar a unbarco pirata. Era condición de laprincesa sedienta de venganza quela amante de su marido fueravendida por ni más ni menos queuna pinta del más puro aceite derosas persa. Era el perfumecaracterístico de mi madre, creo. Laprincipessa quería que se leentregara este aceite para ungirseasí con el dulce aroma de la

venganza. Y si el príncipe quisieravisitarla en su lecho, entonces ledaría a entender qué era lo quehabía hecho y que nunca más veríaa su amada. He oído que después deeso se distanció de las mujeres yque se volvió cruel y caprichoso.Mi madre fue vendida enseguida denuevo. No sé ni dónde ni a quién, nitampoco lo que ha sido de ella.Dicen que era joven y muy guapa.Así que espero que no haya tenidoun destino demasiado duro.

«¡Vaya con el monje! —pensé

—. Siempre presupones que a lasmujeres les da igual a quién seentregan y que no les importa serutilizadas a cambio de algo decomer y un poco de seguridad».Pero me callé, tal como habíaprometido.

—A los piratas —prosiguióTomás— por alguna razón les gustóla idea de que me quedara conellos, como una especie de talismánde la suerte, igual que otraspersonas tienen monos o pájaros.Ya te puedes imaginar que se

trataba de una compañía dura con laque yo crecí. Ante todo pertenecíaal cocinero, que me quería educarcomo su aprendiz. Pero también losotros marineros tenían sus planespara mí. Me hice con unvocabulario realmente bonito ydiferenciado. Con cuatro años sabíadecir en seis lenguas diferentes, lasque se hablaban a bordo,«cuchillo», «hacha», «pica»,«arpón», «nudo», «dar carena»,«colgar», «lanzar a los tiburones»,«rebanar el pescuezo», «cerrar la

boca», «quemar», «cegar»,«despanzurrar» y mandar al diablo.Cuando hacíamos prisioneros, meenviaban con ellos para que lesexplicara con mucha fantasía lo queles esperaba si nadie pagaba surescate. Les impresionabaespecialmente oírlo en boca de unniño. Creo que terminé siendobastante elocuente. Mis camaradasmarinos me miraban desde laescotilla apelotonados, y rompíanen estruendosas carcajadas cadavez que oían mis coloridas

descripciones.—¿Tú también lo presenciabas

si ejecutaban a alguien?Tomás volvió la cabeza. Su

cabello resplandecía como elfolium rubeum. Rio con la mayorde las inocencias.

—Claro. Era mi tarea llamar alos tiburones. Los tiburones eranmis amigos. Son enormes pecesdepredadores, que siempre tienengran apetito de carne humana,animales muy fuertes y rápidos decuerpo color gris plomo y rostros

como los del Apocalipsis, con suspequeños y fríos ojos y la bocatorcida hacia abajo en unaexpresión de maldad satánica.Cuando devoran caen en tal delirio,que parece que no sólo se trata dequedarse satisfechos. Caen en elfrenesí de la destrucción, unaobcecación, el violento devorar dela creación humana. ¡Realmentedebían de ser animales del infierno,enviados a la tierra en tiemposinmemoriales como un aviso anosotros los mortales!

—¿Y a esas bestias las llamasamigos? —le pregunté horrorizada.Tenía la boca seca y las rodillasflojas ante esa horrible descripción.

—Sí, necesitaba amigos comoésos, ¿me entiendes? Era pequeño ydesvalido y estaba expuesto a quecada uno a bordo descargara en mísus humores. No sabía nada deDios. Por ello escogí a los seresmás fuertes y malvados como misprotectores. Yo entonces imaginabaque si mi existencia allí se hacíainsoportable, sólo tenía que saltar

al agua en búsqueda de losmonstruos, para que me protegierany me llevaran en sus espaldas lejosde allí. Por suerte nunca lo probé.

Sacudí mi cuerpo. El monjeprosiguió su narración.

—Nuestra embarcación erauna galera impulsada a remos,larga, estrecha y ligera. Era másrápida que cualquier otro barco ycon su espolón atravesaba elvientre de las carabelas, de losgrandes y pesados barcosmercantes. No había mucho sitio.

Comencé durmiendo en la cocina,pero era muy pequeña y el cocineroapestaba. Cuando fuisuficientemente mayor preferídormir en cubierta y observar denoche las estrellas. En ocasionesveía fanales, que se encendían en elfondo del mar. Cuando eso sucedíacerca del barco, me entraba miedo,pues pensaba que se trataba desirenas que venían a buscarme. Y apesar de ello, acechaba por encimade la borda con la esperanza delograr echarle un vistazo al castillo

de Neptuno.»Había otro tipo de peces

grandes, de color azulado y rostrossonrientes. Volaban por el airecomo pájaros mientras me mirabanatentos. Con ellos hablaba cuandonadie tenía tiempo que dedicarme.Eran ángeles, pero de ellos noesperaba recibir ayuda alguna.

»Cuando estábamos en altamar reinaba una gran disciplina.Cada uno tenía su sitio. Pero encuanto atracábamos en un puerto,entonces se traían mujeres y vino a

bordo y lo celebraban hasta quetodos perdían el conocimientosobre la cubierta. También para míse acondicionó un cuarto demujeres, donde una de ellas mecuidaba. Sólo que no podía serrubia. Eso me recordaba a mimadre y entonces me ponía aberrear. Ya lo ves: si querían, lospiratas eran padres responsables,más en todo caso de lo que jamás lofue mi propio padre.

»Se portaban tan bienconmigo, que un día decidieron que

esa vida no era para mí y que en unfuturo tenía que irme mejor que aellos. En Túnez me entregaron a unsabio anciano que buscaba unapoyo para su vejez. A cambio demis servicios me enseñaría lo queme fuera de utilidad. ¿Realmentequieres saberlo todo?

—Claro que sí —le aseguré—. Quiero saberlo todo sobre ti.Sigue contando. No entiendo porqué no me contaste la verdad desdeel principio. Es una historiaterrible, pero increíblemente

fascinante.—¿Me habrías aceptado en tu

casa si hubieras sabido de miinfancia? Un pirata en tu hogar;quizá no sea un verdadero pirata,pero he hecho y visto cosas malas.Vi cómo nuestro espolón atravesabapor un lado una ancha y pacíficacarabela y oí cómo las tablasreventaban. Es un sonido terriblecuando algo revienta, se astilla y seoyen gemidos. El barco lanza gritosde muerte. Sobre la cubierta losmarineros imploraban en alto a

Dios, pero éste no les ayudó. Lospiratas se colgaban de cuerdas parael asalto y entonces empezaba lamatanza. Pocas veces se hacíanprisioneros. Como te he dicho,había poco sitio en la galera. Entodas las batallas, el pilluelo queera yo colgaba de los cabos yalentaba a mi equipo. Encontrabadivertido cuando al final del todoprendían fuego a la carabela y éstase hundía ardiendo. Los cadáveresflotaban en las aguas y mis amigos,los tiburones, se daban un banquete.

Esto es lo que me habría gustadoocultarte. ¿Qué piensas de mí?

¿Aún no lo sabía?—Pero entonces tú sólo eras

un niño. ¡No podías hacer nada encontra!

—¿No? A menudo me lopregunto. Si Dios nos ha creado ypara nuestro camino nos ha dadodesde el principio la diferenciaentre el bien y el mal, tal como estáescrito en la Biblia, ¿no deberíamosser capaces desde que nacemos dediferenciarlos y actuar de forma

correcta?Pensé sobre ello.—Evidentemente seguimos

más bien el ejemplo que vemos anuestro alrededor. Y para un niñodébil cualquier referencia absolutaque tenga puede ser superada poréste. Un niño comete faltas sin serconsciente de ello. Un adulto poseela sabiduría para hacer lo correctocuando él quiere.

—Eso lo dices tú. Yo tengouna opinión diferente al respecto,pero espero que un día Dios me

perdone. En todo caso, noconsidero necesario cargar conmás.

—¿Qué tal te fue con el viejoinfiel?

Tomás rompió a reír.—El musulmán te hubiera

llamado infiel a «ti». Aquí tienes denuevo dos verdades, ambasvigentes. Él también estáconvencido de conocer la verdad,como nosotros. Quién tiene razón sedecide al final en el Cielo. Perosobre ello pienso de forma

diferente a mis hermanos. Mi nuevoamo era amable la mayoría de lasveces, mientras no sufriera de gota.En ese caso me pegaba y meinsultaba como a un perrilloextranjero, pero en cuanto serecuperaba, lo lamentaba y meprometía adoptarme como su hijo.Era alquimista y estabapermanentemente ocupado eninvestigar el comportamiento dedeterminados materiales bajo lainfluencia de ácidos, sales, calor,enfriamiento y procesos de

putrefacción.—¿Estaba buscando la piedra

de la sabiduría?—No. No era un charlatán de

esos. Buscaba cosas que pudieranserle de utilidad a la humanidad, yen todas ellas a Dios.

—¿Dios, un infiel, unmusulmán?

—Ya te lo he dicho, él creeque conoce al único diosverdadero. Lo llama Alá. En susexperimentos buscaba un verdaderoproceso de creación para convertir

la materia en algo completamentediferente. Ése era su sueño.Entonces se habría igualado a Dios.Pero nunca lo consiguió. El cobrequemado, el estaño evaporadorecogido en un aparato dedestilación, corroído con sales,disuelto en un ácido con azufre yagua, seguía siendo lo que era:cobre, estaño y azufre en otrosestados. A cambio dio con unremedio contra las pústulas y unaaleación de cobre que evita que seponga verde.

»Pero lo que más me fascinabaera cómo se ganaba el pan diario:los colores. El viejo creabasiempre nuevas mezclas de colorescon minerales y vegetales,investigaba cómo les podía conferirprofundidad y resistencia a la luz yluego vendía sus inventos a lafábrica de cerámica del sultán. Élfue quien creó los colores para losfabulosos mosaicos que decorantodas las arcadas de la ciudad, deforma que brillan a lo lejos a la luzdel sol, mosaicos y azulejos para el

palacio del sultán, para la mezquita,para el más que sublime palacio deAlá. Edificios enteros se hallanrecubiertos, tanto dentro comofuera, por luminosos y coloridosazulejos. A los musulmanes no seles permite representar sereshumanos y animales, así que danrienda suelta a su inclinación porlos ornamentos y el colorido enpatrones geométricos, en los que lavista se pierde. Sólo una puerta dela ciudad de Túnez está másricamente decorada que todos los

castillos del reino de Francia.»¡Y las costumbres son mucho

más civilizadas! ¡No te puedesimaginar qué atención prestan allí alos sabios! Aquí los artistas y lossabios tienen que mendigar laatención, sólo el dinero disfruta delrespeto de las personas. Entre losárabes los modales sonespecialmente refinados, inclusolos mendigos en las calles tienen sudignidad. Se lavan varias veces aldía y se enjuagan la boca. Las casasse perfuman con inciensos y agua de

rosas. En los veranos más calurososestán frescas y en inviernoagradablemente atemperadas. Hayletrinas con agua corriente ytrabajadores que limpian las calles.Y la ciudad de Túnez es un mar deblanco y azul que brilla bajo elradiante sol del sur. Aquí y allá vesel balanceo de las altas palmeras decolor esmeralda. Sus copas seencuentran cargadas de frutos decolor ámbar. Y todo lo rodea undesierto de arena dorada. Porencima de las formas redondeadas e

imbricadas como dragones de lostejados y azoteas, en los cuales sesientan las mujeres por la noche ycharlan y beben té, destacan losminaretes, las torres delgadas yaltas de sus templos, desde los quelos sacerdotes cantan para suscreyentes.

Calló durante un rato. El sol sepuso tras el Sena y yo empecé atener frío.

—Volvamos despacio.Me siguió.—Me da la impresión de que

echas de menos el Levante. ¿Eresrealmente un verdadero cristiano?

—Un verdadero cristiano yademás monje que ha hecho susvotos y todo lo que ello conlleva.En todo caso, si tengo nostalgia esde los muros blancos de Túnez. Allífui feliz por primera vez en mi vida.Allí mi alma se encuentra en casa.

—Y entonces ¿por qué estásaquí?

Un par de los pihuelos denuestras calles jugaban aperseguirse alrededor nuestro.

¡La viuda y el monje!¡La viuda y el monje!Lo hacen en el pajar, con

alegría desnuda,lo hacen en el puente, donde

se agacha la viuda...

—¡Callad de una vez! Así sólodemostráis lo tontos que sois,porque no sabéis en absoluto de quéestáis hablando.

Uno de los niños mostrómediante gestos que sí sabía de quéhablaba. Se fue corriendo, pero

Tomás lo alcanzó con una certerapedrada en el culo.

—¡Eso es lo que recibescuando ofendes a una dama!¿Quieres más?

Los chiquillos se largaroncorriendo de allí.

—Estoy aquí, porque... elviejo murió. Sus hijos sepresentaron de repente, cuandonunca se habían preocupado por él.Se repartieron la herencia y noparecieron muy deseosos de seguiralimentándome o incluso dejarme a

mí lo que el viejo había testado.Fuera de los muros de la ciudadhabía una pequeña misión de losfranciscanos. Los hijos de mi patrónme llevaron allí y extorsionaron alos buenos hermanos para que mecompraran, lo que al final hicieron.Estoy seguro de que la sumadifícilmente los consoló.

»Sólo había seis monjes allí,que recibían de vez en cuandodesde su patria dinero, biblias yprovisiones. Uno de ellos, elhermano Severinus, me adoptó. Se

esforzó mucho por convertirme enun buen cristiano. Debía contar conunos nueve años cuando ingreséallí. De nuestra fe sólo sabía lo queme había enseñado el cocinerobizantino de nuestro barco pirata.Yo me consideraba también unmusulmán, no tanto por el Corán,que había aprendido a leer, sino porlas maravillosas penumbrascoloreadas de la mezquita, por losmosaicos y las mullidas alfombras,por los minaretes y los rezosrítmicos: Alá es grande y no hay

dios junto a él. «¡Obra deldemonio! ¡Obra del demonio!», medecía el hermano Severinus. Nodebía creer nada de todo eso yempezó conmigo desde el mismoprincipio. Por suerte el alquimistaya me había hecho olvidar elcomportamiento de los piratas.Hermanos como Severinus, queviajan hasta confines desconocidosdel mundo con el fin de convertir alas personas que no querían serconvertidas en absoluto, estánacostumbrados a las adversidades y

formados para ello. Pero me temoque yo constituía el mayor desafíopara él.

»Dejé de arrodillarme sobre latierra en dirección a la Mecacuando rezaba. Me aburría cuandome daban clases sobre la Biblia,porque la Biblia parecía contenermenos filosofía práctica que elCorán y naturalmente le había oídodecir al alquimista que Jesús erasólo un profeta y de ninguna manerael hijo de Dios. No era sumiso yargumentaba por puro gusto. (Una

debilidad que por desgracia no heabandonado.) Cuando me apetecía,me iba de allí y vagabundeaba porlos zocos. Era consciente de que losmonjes me acogerían una y otra vez,daba igual cómo me comportara.Los monjes me parecían en generalgroseros y sucios. Comían con lamano izquierda, con la que un buenmusulmán se limpia el trasero,disculpa, pero es así, su vestimentaera terriblemente rasposa y sólo sepermitían la belleza para elenaltecimiento de su Dios.

—¿Qué te impulsó entonces aconvertirte en uno de ellos?

Se lo pensó largamente antesde contestarme.

—Supongo que el amor. Unavez de las muchas en las queprovoqué más de lo debido alhermano Severinus, éste me dio uncachete. Acto seguido se fue deforma abrupta al jardín de la misióny me dejó allí sentado. Nunca antesme había pegado, por lo que yoestaba muy sorprendido. Finalmenteme puse en pie y fui tras él. Ese

jardín, tienes que imaginártelo,estaba compuesto por una fuentebajo las palmeras de dátiles y unpar de bancales, donde los monjescultivaban mal que bien lasverduras para sus comidas diarias.El hermano Severinus estabaarrodillado bajo una palmera, comoun musulmán, sólo que no disponíade una alfombra para el rezo. Yome acerqué sigilosamente, puesseguía siendo muy travieso.

»Y entonces me di cuenta deque estaba llorando. Pedía a Dios

que le perdonara por haber perdidola paciencia conmigo. Y sereprochaba el haberme perdidopara siempre por esa razón. Para míno fue nada digno de atención esecachete, pues sabía que me lo habíamerecido de sobra. Lo que meconmovió fue que era la primerapersona en mi vida, a excepciónseguramente de mi madre, que noquería perderme a ningún precio.Me hice notar, me dirigí hacia él yme disculpé.

»Después de aquello, mi

educación cristiana fueprogresando. Y cuando el hermanoSeverinus tuvo que abandonarTúnez por motivos de salud y seembarcó hacia Génova, loacompañé por amistad. Vivíamosen un pequeño monasterio cerca deMilán. En ese monasterio aprendí ailustrar libros. Es el único trabajoque realmente me gusta, pues mepermite rodearme de belleza. Lamagnanimidad de Dios ha queridoque de aquello que tanto deseotambién disponga del talento. Eso

es siempre una suerte eterna y unagran merced.

»Unos años después murió miquerido hermano Severinus de unaenfermedad que había contraído enel continente africano. Tras ello, yano había nada que me atara almonasterio y, con el pretexto de verla Santa Corona de espinas enParís, hace tiempo que vago sinrumbo. Y ahora estoy aquí. Estabapredestinado a ello. ¡Inch Allah!

¿Una palabra árabe? ¿Podíaser verdad todo eso? Quería

ponerlo a prueba, porque la verdades que no me creía mucho más de loque me había contado otras veces.

—¡Dime algo en árabe!Se lo pensó y dijo algo

entonces en una lengua extranjeraque nunca había oído; sonaba unpoco como un metal oscuro ylíquido.

—Te lo traduzco, es un poemade un poeta de la Corte de Harun AlRachid. Se llamaba Abu Nuwas yvivió hace seiscientos años:

La luna imita tu luz,y quien la ve, ve tu rostro,cuando te imita ofrece su

brilloy nos informa de tu brillo.¡Si eres mi todo sé tierna,y renuncia a la furia!¡Oh, símil de la luna, no

puedollevar con paciencia este

amor!

Fíjate tú, lo primero que se leha ocurrido es un poema de amor,

por lo menos uno curioso. Peromientras lo recitaba me miraba deuna manera a la que no superesponder sino con burla.

—Muy bonito, hermanoTomás. Tienes a tus espaldas unavida muy aventurera. Quizá deberíaescribir sobre ti. Pero ¿qué lugarocupa en esta historia el libro?

—Oh, el libro... Me lo traje deTúnez. Allí lo tradujeron. Sinembargo, nadie estaba muyinteresado en él, porque se tratabade la obra de un bárbaro. Así que

me lo dieron a cambio de pocodinero.

—¿Y ése es el libro quequemaste?

—Por desgracia. Pero no eraimportante.

Sí, ya me había dado cuenta deque no tenía ninguna prisa enbuscarlo. Así que no le dije nada deque le había encomendado subúsqueda a Pierre, el pequeñoladrón. Ya veríamos lo que salía ala luz. Quizá entonces los meandrosde ese monje cobraran sentido.

Nuestra partida estaba cada

vez más cerca y aún había temaspendientes de nuestro trabajo encomún y mil cosas que organizar.La oruga se estaba alzando, con elfin de avanzar de nuevo un buentrecho.

Mi madre se había pasadotodo el día anterior espoleando aHéloise para que prepararamontañas de provisiones para Jeany para mí: pastel seco dealmendras, que aguantaba largo

tiempo, pequeños panecillosrellenos de tocino o queso, frutaseca, tiras onduladas de color rojooscuro de carne en salmuera, jarabede flor de saúco en cantimploras decuero.

—¡Abuela! ¿Quién se va acomer todo esto? De camino laduquesa nos dará de comer.

—¡Tonterías! —le respondiómi madre—. Es mejor no confiar enlos duques. Tú eres joven y estáscreciendo. ¡Tienes que comermucho!

Después se puso a controlar elequipaje.

—¡Cristina! ¿Has pensadotambién en el abrigo más grueso?¡A estas alturas del año por lanoche puede hacer mucho frío!¡Héloise! ¿Dónde se ha metidoahora? ¡Héloise! ¿Hay suficientesmantas? ¡No! ¡Ésta no! Las gruesaspara el invierno. ¿Te has acordadode las botellas de agua caliente? ¡Ybusca vino del más fuerte de labodega, que nunca puede hacerdaño!

Ésa era la forma de mi madrede mostrar afecto. Cuando estabasallí, impartía órdenes a todo elmundo. Pero cuando te ibas deviaje, entonces se preocupaba y teatosigaba con consejos prácticos.El tono áspero la protegía desentimientos demasiado fuertes. Depequeña lo había sufrido en carnepropia. Ahora que yo misma teníahijos había aprendido a leer lasseñales.

Riendo me dirigí al hermanoTomás.

—Mira a ver lo que haceBerthe, ya que no lo hace su propiohijo —le rogué—. Y no pierdas devista a Aldo. ¡No me fío de él! Y sitienes tiempo, quizá vuelva ladueña de la casa del puente.

—No te preocupes, meocuparé de todo. Y tus libros seránilustrados y vigilaremos al pequeñoladrón. ¿Sabes que me recuerda aalguien? Sin duda alguna a unpequeño pirata.

Me puso un paquete en lamano.

—Para ti, Cristina. Sólopodrás abrirlo cuando ya estéis decamino.

Le di las gracias sorprendida yescondí el paquetito envuelto en unpaño en la bolsa de mi cinturón.Abracé y besé a todos, a excepciónde Tomás, ya que no hubiera sidoprocedente, aunque quizá sostuvesus manos demasiado tiempo.

Marie hizo una mueca y sesecó la mejilla con la manga.

—¡Volved pronto! ¡Cuantoantes!

Jean, orgulloso del cortejo quenos acompañaba, me ayudó aensillar. La duquesa había enviadopara Jean y para mí dos hermososcaballos negros, un carruaje para elequipaje y dos criados, que loconducirían y cuidarían de nosotrosdurante la travesía. A las afueras dela ciudad debíamos encontrarnoscon el resto del séquito. No pudeevitar sonreír. ¡La vida siempredebería ser así!

Más adelante, en la carreteraprovincial, saqué el paquetito que

me había entregado el hermanoTomás al despedirnos. Se tratabade pequeños trozos de pergamino,restos, raspados y alisados conpiedra pómez. Los había recortadorectangularmente. En ellos habíauna serie de retratos míos. ¿Cuándolos había hecho? Ni me había dadocuenta. Yo ante el atril escribiendo,yo pensativa con la cabezadescansando sobre mi mano, yoriendo, a la mesa, en el jardín, deperfil...

Jean había pegado su caballo

al mío y observaba con envidia losretratos.

—El monje te está echando lostejos, madre —me dijo conreproche—. Y tú a él. Y eso no esprocedente.

XIV

Los juramentos y chasquidosde los látigos ya se oían un buentrecho por delante de nosotros. Micaballo bailó, adelantó la cabeza yresopló impaciente. No pudereconocer qué es lo que nos deteníade nuevo. La caravana entera sedetuvo. Seguramente uno de loscarromatos cargado con las tiendasde campaña, las provisiones y todolo necesario para nuestra

comodidad, se había quedadoatrapado en la blanda arena delcamino.

Éramos unos ochocientosnobles y trescientos criados:Valentina Visconti, su séquito, uncontingente de caballeros deOrléans y la reina con susacompañantes. Quien físicamenteera capaz de ello iba a caballo. Losmayores y más débiles debíanresignarse a los carruajes, que semovían de un lado a otro de formatan terrible que uno no sabía si

hubieran ido mejor atados a uncaballo.

El ejército de los criados nosseguía detrás a pie. Habíanumerosos carros, coches, bueyesde tiro, caballos, burros de carga,además de un montón de corderos ycerdos, gallinas y gansos, que setransportaban para sustento de suseminencias. La tierra, a pesar deque ya era mediados de octubre, elmes de la cosecha, no podríahabernos alimentado. Yo estabahorrorizada, pues en nuestra casa en

medio de París no nos dábamoscuenta de cómo había sufrido elpaís por decenios de guerra ypillaje.

Se hablaba de los pobrescampesinos, y uno mostraba algo decompasión por ellos, comocorrespondía. Pero otra cosa muydiferente era ver el esqueletorequemado de una casa, la tierraalrededor baldía, cubierta de hierbay cardos. Uno se imaginabainmediatamente lo que habíaocurrido con sus habitantes,

familiares, niños. Y se preguntabade dónde venía el pan y a quién lefaltaba cuando uno se lo comía.

Salimos de la capital con buentiempo y ánimo festivo. Todos lospueblos y las ciudades quecruzábamos estaban engalanados ysus habitantes se paraban a loslados de las calles, se asomabanpor las ventanas e incluso algunosse sentaban en los remates de lostejados para vitorear a la pequeñanovia.

Pero, conforme íbamos

avanzando, el país se volvía cadavez más pobre, muchos camposestaban sin cultivar, las casas enruinas y los albergues eran malos.

Cada noche se montaba uncampamento con los carruajes y lastiendas. Como cualquier ciudad,contaba asimismo con lujosas ygrandes moradas de muchas torres,cubiertas y adornadas conpendones, pero también con otrasmás pequeñas, incluso las que sóloestaban formadas de tres palos y untrozo de tela, los sencillos tejados

de los palafreneros y similares. Loscocineros dormían sobre los sacosde harina en los carromatos deprovisiones, mientras que susayudantes debían contentarse condormir a ras de tierra bajo losmismos carros. Muchos de lossirvientes descansaban en pielesalrededor de las hogueras: en elcírculo interior se encontraban losmayores y más fuertes, y a medidaque se alejaba uno del centro delcírculo se encontraba con los másjóvenes y de rango más bajo.

Nosotros nos hallábamos en elcentro de esta ciudad, alojados enuna tienda de campaña recogida quenos había dejado la Casa deOrléans: mi hijo y yo, la condesa deBrantes, una matrona del sur deunos cincuenta años y su criada,alguien de edad indeterminadatímida y gris. Naturalmente, Jeanconsiguió de alguna manera que esacriada le preparara la cama y lerecogiera las cosas. Cuando le dijeque no teníamos ningún derecho adisfrutar de sus servicios se

encogió de hombros y ella dijo queno le importaba lo más mínimo.

Por la noche nos llamaban amenudo para hacerle compañía anuestra señora. Entonces nosrefrescábamos con agua fría,peinábamos nuestro cabello,sacudíamos nuestros refinadosvestidos y nos poníamos elegantes.Otras noches, cuando no se requeríanuestra presencia, noscontentábamos con sentarnos sobreunos cojines frente a la tienda, conlas piernas estiradas, para observar

los movimientos del campamento.La duquesa se hacía dar un

masaje antes de ir a dormir con unaceite de penetrante olor paraaliviar sus dolores de espalda.

—¡Apesta! ¿Tenemos quedormir en la misma tienda con lavieja? —murmuraba quejumbrosoJean.

—¡Sssh! Sé amable. Teacordarás de ello cuando tú tambiénseas mayor y los miembros teduelan.

Como es lógico, no podía

imaginárselo. Era joven einvulnerable.

A la mañana siguiente laciudad entera se disolvía como porarte de magia. Las lonas caían alsuelo y todos los sacos de paja,mantas, almohadas, muebles,utensilios de cocina, provisiones,pendones y banderas, aquellosobjetos con los que evidentementees imposible viajar, desaparecíancon una velocidad asombrosa en loslomos de los animales, carros ycarruajes. Poco a poco aumentaba

la temperatura del día. Los señores,es decir, nosotros, abandonábamosel lugar cabalgando y el serviciodebía ver cómo ponían en marchatodo el polvoriento convoy paraalcanzarnos a tiempo a mediodía.Tras nosotros no quedaba nada, aexcepción de la hierba y elestiércol pisoteados y las cenizasde un par de hogueras.

Cabalgábamos a paso lentocon el fin de acoplarnos al ritmo delos carruajes y disponíamos de todoel tiempo para observar los

alrededores. No todo lo que viaparecería en mi informe, como lasfiguras andrajosas a pie decarretera con sus brazos esperandouna limosna.

Yo escribiría: «En todaspartes se agolpaba la gente para verla magnífica comitiva».

La reina ordenó que selanzaran monedas de poco valor ygolosinas, un gesto encantador,aunque inútil. Con motivo de lainminente boda de su hija, el reyhabía bajado el impuesto sobre el

vino de un cuarto a un octavo decentavo de plata (lo que contó conla aprobación sin reservas de tíaMarie) y el impuesto de la sal denueve a seis centavos, mientras quehabía abolido el impuesto sobre lasferias. Eso ayudaba más que laslimosnas y los dulces. Pero esasbajadas de impuestos siempre sehabían revertido o se habíansustituido por impuestos condistinto nombre. Al final el pueblosiempre se quedaba con lo mismo,con un agujero en el bolsillo. A

pesar de eso, ahora mismo lamedida era para llenarse de júbilo.

En Amiens fuimos muy bienrecibidos. Salieron a nuestroencuentro jinetes con banderas yheraldos. La pequeña Isabellacabalgaba sobre su caballitoblanco, vestida toda de blanco yoro.

En su gruesa muñeca sebamboleaban diamantes y su cofiaestaba repleta de piedras preciosascomo un roscón de Reyes con sufruta escarchada. Graciosa,

saludaba y miraba. Debían de serlos días más bonitos de su vida.Tenía siete años.

El duque de Burgund puso anuestra disposición uno de suscastillos. Allí se alojaron losgrandes señores y sus más íntimosamigos, los cocineros, losescanciadores, las criadas y losmayordomos. Los demásacampamos en nuestra ciudad detiendas de campaña dentro de losmuros de la fortaleza.

Cansada, me bajé del caballo.

Jean ya estaba junto a mí paraayudarme. A la vez que lo hacía,giró la cabeza hacia un amigo quepasaba por allí y entre risas lepropuso jugar una partida devolante. Yo me froté mis lumbaresfatigadas.

—Dios del Cielo, Jean, ¿dedónde sacas las energías para todo?

Rio y se alegró por elcumplido encubierto. Se llevó loscaballos hacia unas reatas demimbre, que ya esperabanpreparadas. (También el enrejado

para ello se transportaba en uncarro especial.) Mientras montabannuestras tiendas me di una vueltapor el campamento. Ahora en otoñooscurecía y hacía fresco muyrápidamente. Sentí frío y saqué unamanta de nuestro equipaje, que mepuse por encima de los hombros.

Las luces del castillo sereflejaban en el foso. A través de laneblina nocturna veía abajo desdela ciudad las luces amarillas yamistosas. Se encendieron lasprimeras hogueras y me dirigí hacia

una de ellas para calentarme lasmanos. La duquesa de Brantes yaestaba allí.

—Si uno pudiera masajearse así mismo —dijo—. Estar de piedespués de haber cabalgado durantetanto tiempo le deja a unacompletamente helada. Pero,desgraciadamente, querida mía,somos responsables de nuestroestado, de tener los pies helados ypillar un resfriado.

Reí. Era una compañera detienda agradable. Jean, que había

comprendido su influencia en lasviejas damas, la adulaba. Y ella nole podía negar nada, ya fuera unagolosina, una bonita manta demontar o el presentarle a uno de losmás interesantes acompañantes dela reina.

—¡Jean, no deberías hacerle larosca de forma tan descarada,únicamente para recibir cosas deella! —le había exhortado.

—¿Por qué? Me dijiste quedebía ser amable.

Cuando lo observaba de esa

forma, estaba segura: sabría abrirsecamino, siempre que consiguieralos contactos adecuados.

Se acercó un criado de laduquesa para anunciarnos quenuestra tienda estaba dispuesta.Incluso había preparado vinocaliente para que nos calentáramos.Agradecida, lo acepté y rodeé conmis dedos fríos la jarra de estaño.Me agaché para entrar en nuestratienda. Dadas las circunstancias seencontraba acondicionada demanera muy cómoda: tres gruesos

sacos de paja para las mujeres ypara Jean, un taburete y una mesaminúscula. La criada buscaría mástarde una o dos pieles de oveja paraella. Dormía con nosotros en latienda, pues por las noches lacondesa la necesitaba confrecuencia. Revolví en mi bolsa enbusca de mis utensilios de escritura.

—¿Os importa si hasta la horade la cena ocupo la mesita con misutensilios?

Tras la comida siempre debíajugar unas partidas de cartas con la

condesa.—No, adelante. Además, esta

noche tengo poca gente a la queescribir, igual que ayer.

La condesa había perdido abuena parte de su familia. Y a losque vivían no los soportaba.

Monté mi pequeño tintero,diluí el bloque negro con algo devino tinto, rasqué y removí, saquépunta a la pluma y proseguí con midiario de viaje.

Queridos míos:

También hoy el viaje hatranscurrido cómodamente y deforma exitosa para la familia real.

Hoy antes de llegar a Amiensnos unimos al séquito del rey. Semantiene bien, aunque todosnosotros temblamos por lo queocurriría si sufriera un nuevoataque en el momento menosindicado. Cabalga avanzado juntoal duque de Orléans, su hermano,mientras que la comitiva con lasmujeres les sigue más despacio.

Aquí el país continúa

arrasado por la guerra. A pesar deeso la gente nos vitorea y saluda, ylanza ramilletes de flores bajo loscascos de nuestros caballos,especialmente bajo el de nuestrapequeña princesa. Se tienenpuestas muchas esperanzas en estaboda, más aquí, donde tanto se hasufrido bajo los ingleses.

Hoy pasaremos la noche enAmiens, en el centro de laPicardía.

Debéis pensar que el paisajeaquí es ancho, verde y plano, con

un cielo tan bajo que parece queuno cabalgue entre dos páginas deun libro. Es bonito de una formaúnica y melancólica. Aquí haymucha agua, pequeños ríos ycanales, en los que los pescadoresestán sentados en sus barcas y consus redes atrapan grandescantidades de anguilas, percas ylucios. Para el transporte de laspersonas y las mercancías seutilizan casi más las corrientes delrío que las carreteras. Los botesson bajos y se desplazan gracias a

la ayuda de largas varas, con lascuales el barquero va tanteando ellodo. Las llaman bacóve, barcas.

Mañana, antes de proseguir,asistiremos a un servicio en lacatedral de Amiens, donde seconserva la cabeza de san JuanBautista. Frente a la puerta de laciudad de Amiens también seprodujo el milagro de san Mart ín,que compartió su abrigo con unmendigo.

Somos demasiados y lo másseguro es que no pueda estar

dentro de la catedral, peroseguramente se organizará comoen Senlis, donde para los que sehabían quedado fuera variossacerdotes predicaban desde unosarmazones de madera terminadosa toda prisa e impartían labendición. Si me es posible, madre,te traeré una cruz bendecida deallí. Marie, tú recibirás un odre devino. Confío en que ello aumentarátu devoción. Me encantaría podercomprar algo del fino terciopeloazul por el que Amiens es famoso.

Aunque me temo que no tengatiempo para ello. La ciudad yalrededores vive de las telas:lienzo, seda, terciopelo,generalmente coloreado conglasto.

Nos llaman para la cena.Fuera han montado largas mesas ybancos como cada noche. Cadauno ha encontrado su sitiopermanente en esta sociedadviajera. Cada uno ha escogido asus compañeros de mesa. Yo mequedo junto a la condesa, que es

muy agradable y me evitaatenciones inoportunas. Enfrentede mí se sienta un divertidohidalgo de dieciséis años, que seocupa con mucha amabilidad deJean. Y mi pequeño «profesor» leexplica las cosas. Es muyconmovedor cómo va descubriendoel mundo y cuán seria yanimadamente habla sobre él.

Ahora sí que tengo queterminar de una vez. Los carnerosasados huelen de forma muytentadora. Mi estómago emite

sonidos de impaciencia.Envío esta carta con el

mensajero de la duquesa deOrléans de vuelta a París, que osla llevará a casa. Esincreíblemente amable por suparte. Empiezo a ver a los Visconticon otros ojos.

¡Dios os proteja!

Cristina

Mi informe de viajeprovisional apenas hablaba de laspreocupaciones que nos causaba la

salud del rey. El otoño pasadomiles de niños franceses viajaronhasta el Mont St-Michel para rezarpor su sanación, pero Dios noatendió su ruego. Así que susacompañantes observaban sin cesaral monarca y lo miraban con miedo.La relación con la reina, tal comose explicaba en el campamento, sehabía enfriado mucho. Ella le temíay siempre estaba rodeada de unabandada de sus seguidores, «paraestar segura», tal como me susurróla condesa de Brantes. Pero nuestro

soberano sí que tenía elentendimiento suficiente paraentregar a su hija como garantía acambio de la paz.

—Está bien que vayamos atener paz —dije—. Pero ¿quépasará con todos los soldados? Nosaben hacer otra cosa.

Elias me lo había expuesto enuna ocasión: hemos aprendido amanejar las armas y a marchar. Setrata de una profesión comocualquier otra. «La mayoría denosotros no ha aprendido otro

oficio. Uno llega joven a unacompañía de éstas, pero antes desaber cómo van las cosas. Primerolimpia las botas, remienda las sillasde montar, prepara el fuego, llevalas cosas de los mayores y recibepatadas en el culo de todo elmundo. Luego empieza a conocerlas armas y se busca la que más leconviene, para la que más talentotiene: lucha cuerpo a cuerpo con laespada o el hacha, la lanza, la pica,la ballesta. Los caballeros van acaballo, nosotros somos tropas de a

pie y debemos procurar que no nospasen por encima. Cuando huele achamusquina a uno siempre leordenan avanzar. Desempeñas tutrabajo durante muchos años, si esque tienes suerte, y entonces con lahumedad empiezan a dolerte lasviejas cicatrices. Acampar a ras desuelo se te hace cada vez másdifícil. Mandas al diablo tusrodillas, que te duelenterroríficamente cuando te pones enpie o te agachas. ¡Y de repente,maldita sea, se declara la paz! Y

nosotros somos desmovilizados, talcomo se dice. ¡Y si no encuentrastrabajo como vigilante privado oacompañante de caravanas demercancías, se te queda cara detonto, Cristina! A uno no le quedadinero y nada del pillaje que puedavender. Somos pocos entre nosotroslos que podríamos uncir un arado sinos dieran tierras, lo que no es elcaso. Así que finalmente vas porahí por tu propia cuenta y coges loque necesitas y lo que considerasjusto. Yo habría hecho lo mismo si

no me hubieras ofrecido cobijo entu hogar.» Algunos exageran unpoco.

—Deberían buscar un trabajohonrado —dijo uno de miscompañeros de mesa.

—¿Y si no encuentranninguno? —le contesté—. Nadie haesperado a los soldados en losperíodos en los que había queguerrear. Durante ese tiempo otroshan hecho su fortuna, pero ellos notienen ninguna clase de ingresos.

—¿Habríamos de pagar de

nuestros ingresos un ejércitoactivo?

—En todo caso, la mayoría delas veces las compañías estáncompuestas de bribones. Unapersona decente no se dedica a ello.

El reproche venía de undistinguido caballero, cuyobarrigón delataba una buena vida ycomodidad.

—Muy gustosamente unapersona decente permite que lossoldados le protejan —dije yo.

—Si no hubiera soldados, no

habría guerras —me contestó convoz atronadora.

—Ah, la guerra es parte de lahumanidad desde Caín y Abel —seinvolucró el joven hidalgo de carade zorro—. Guerras hay siempre.Las compañías se vuelven areclutar con facilidad y se envían aItalia. Deben calentar al falso Papa.Y después tendrán que cargarcontra los infieles: Túnez, losturcos y Tierra Santa. Para elguerrero siempre hay trabajo.

Dos días más tarde llegamos a

Ardres, donde los hijos de los reyesdebían ser presentados, aunquenaturalmente ya se habíanintercambiado agradablesminiaturas con sus retratos. Laprincesa Isabella siempre lallevaba consigo y se la enseñaba atodo el mundo con mucha seriedad:«Éste es mi hombre». Lo decía contal orgullo de propiedad, que yotemía por ella.

Ricardo tenía veintitrés años yya había enterrado a una esposa.¿Qué experimentaría Isabella

cuando fuera enviada a la cama y«su» hombre lo estuvieracelebrando con sus queridas? Si suspreceptores fueran inteligenteshabrían preparado a la princesapara el hecho de que nunca tendríaal rey para ella sola. La boda seconsumaría cuando hubieracumplido los doce años, mejordicho, si llegaba a cumplirlos.

Ricardo tenía fama de sercolérico y de no saber dominarse,se ofendía con facilidad, era cruel yvengativo. Había desterrado a su

propia madre y había ordenadomorir en la horca a su amante, todopor alcanzar el poder. Reinaba enInglaterra como un cacique. Esotampoco decía nada en su favor.Pero Isabella marchaba porFrancia, tal era el deber de las hijasde un rey.

Escribí a mi familia:

Hoy llegamos a la frontera dela planicie de Flandes. Antenosotros se extiende una tierradescolorida y completamente

uniforme. Al oeste el relieve sealza hacia las suaves colinas deArtois. Entre este punto y la costahay pantanos de los que se intentasacar provecho: hemos visto ahombres, mujeres y niños, hastalos más pequeños, que conherramientas puntiagudaslevantaban la tierra a sus pies. Medetuve y les pregunté por qué lohacían. Me dijeron que su señor lohabía ordenado, con el fin de queel agua fluyera. Además, esatierra, que llaman «turba», es

buena para prender y quien notiene piedras o madera paraconstruir puede hacerse una casacon ladrillos de este material. Unavez han terminado de cavar seforman estrechos canales, por losque fluye un agua marrón y de olorácido.

Según nos desplazábamoshacia Calais, que se encuentra aorillas del mar, más verdes sevolvían las colinas. El aire olía asal y plantas ásperas, que yo noconocía. Las gaviotas volaban en

círculo en el aire cuando llegamosa Ardres, que está a un día acaballo de Calais. Aquí Isabelladebía encontrarse con su amado,aunque no fuera del todo tierrainglesa.

Poco antes de llegar a laciudad nos paramos con el fin derefrescarnos. Bajo la miradaasombrada de los cortadores deturba, las damas y muchos de loscaballeros se bajaron de suscaballos. De los carruajesdescendieron dando un traspiés

sus ocupantes. Se descargaronarcones guarnecidos de platarepletos de vestidos, banquetasforradas de cuero, mesitas depeluquería, altos espejos yutensilios para el maquillaje, quequedaron en medio del pradoverde como extraños y huérfanos.Uno se cambiaba de vestido o dejubón, se dejaba peinar y se poníaperfume en el cabello; si hacíafalta, en el último minuto sequitaba alguna costura o seremendaba algún roto. Los criados

corrían y las doncellas de cámarase esforzaban con el peine y laaguja. Los palafreneros cepillabanel polvo de la calle de las grupasde los caballos, desenredaban suscrines. Y entonces, tanrepentinamente como habíamosirrumpido allí, todo el barullocesaba. Durante todo el tiempo loslugareños nos habían contempladocon la boca abierta. Un viejo seapoyaba en su pala, nos observabay sacudía la cabeza, murmurabaalgo, y entonces dio un paso hacia

atrás para llamarle la atención aotro sobre nuestra presencia.Después volvió a su trabajo,cuando ya nos habíamos arregladoy seguimos cabalgando lustrosos ypeinados.

El tiempo había cambiado,hacía frío y el cielo estaba gris.Lloviznaba bastante. Muchos demis acompañantes de viajemurmuraron entre s í y loconsideraron un mal augurio parala cercana unión. Peronaturalmente todo se realizaría sin

tener en cuenta el clima.La ciudad de Ardres era

demasiado pequeña para todosnosotros. Sólo unos cuantos noblesescogidos acompañaron a laprincesa. Tuve la suerte de estarentre ellos.

El rey Ricardo y la princesaIsabella debían encontrarse en laciudad en la casa de un noble. Yallí, en una sala cubierta de sedaazul, bajo los estandartes de losValois y los de la Casa dePlantagenet, ambos fueron a su

encuentro sobre un suelo cubiertode pétalos de rosa. Isabella estabaentusiasmada, Ricardo fue cortés.

Este Plantagenet es unchicuelo escuchimizado, cuestacreer que sea descendiente directode Ricardo Corazón de León:delgado, rubio y pálido. Tiene unrostro alargado, como su nariz, lospárpados le cuelgan un poco,como si estuviera medio dormido.A mí más bien me dio la impresiónde estar al acecho. Los labiosfinos, la boca pequeña, sensible se

podría afirmar rotundamente,quizá mal formada para mi gusto.

Al pronunciar las primeraspalabras balbuceó. Por unmomento sus mejillas se cubrieronde un rojo colérico, pero Isabellase lo ganó con su encanto infantil.Era tan evidente que lo adoraba,que cuando posó su pequeña manoen la suya y lo miró plena deconfianza, él también sonrió.

Y yo pensé que quizá ambospodían llegar a ser felices, si aljoven no lo estropeaban las putas

de la Corona.Aquí lo ves, Céline: la

debilidad femenina también puedeinfluir para bien y tiene su lugaren el mundo. Fueron su confianzay su ternura las que se llevaron lavictoria para ser la primera. Estarea de los hombres mostrarpasión y dureza, y la de lasmujeres el conseguir el sitiocorrespondiente para la virtud dela compasión, la mesura y lainteligencia. Céline, recordarásahora las historias de las

amazonas y de otras mujeresluchadoras que en su tiempo te leí.Sólo lo hice para demostrarte quelas mujeres pueden lograr lo quese propongan y que puedencompensar la falta de fuerza y uncuerpo más débil a base dehabilidad. Aunque según miopinión eso se logra con unaformación y un corazónbondadoso. Quizá Dios ha queridoque a un soberano valiente comoRicardo se le encomiende unacriatura plena de confianza. El

protegerá a la pequeña Isabella.Al día siguiente nuestro

colorido séquito prosiguió viajehasta Calais, donde el 30 deoctubre se debía celebrar la boda.El número del mismo seguro queya ascendía a seis mil personas.De nuevo nos alojaron en uncampamento frente a la ciudad.También la pareja real y sus másestrechos acompañantes, ademásde los duques de Berry y deBurgund. El duque de Burgundestaba de especial buen humor, ya

que sus propiedades eran las máscercanas a los ingleses. Habíanegociado con ellos en secreto,cuando los consejeros del rey aúnno atisbaban la idea de la paz. Secompinchó en el asunto con Luisde Orléans, de forma que acontinuación se pudo pactar unalarga tregua. Es f ácil imaginarque los ingleses saludaron al tíoBurgund como a un viejo amigo.

Este campamento se preparóde forma menos provisional, yaque debíamos quedarnos un par de

días. Los criados descargarontodas las cosas que habíamostraído. Nuestra tienda de campañafue preparada muy cómodamentepor dentro y pusieron alfombraspara decorarla. Ciudadanos deCalais vinieron desde los muros dela ciudad y nos trajeron pasteles,exquisiteces en conserva y regalos.Nos preguntaron si necesit ábamosalgo y nos transmitieron lasensación de que éramos más quebienvenidos.

Céline, tengo que escribirte

algo más: Calais aguantó con granvalentía en defensa de su rey. Elpríncipe negro de Inglaterra lasitió durante diez años hasta queésta se rindió. Y luego exigió que,a cambio de no quemarla yarrasarla, seis habitantes deCalais le llevaran descalzos y conun sambenito bordado al cuello lallave de la ciudad. Así se hizo,pero el príncipe negro quiso queademás los ejecutaran. Entoncessu mujer Philippine rompió allorar y le imploró merced para

esos valientes enemigos, y comoella estaba justamente embarazadaen ese momento, ese oscuro ydesleal se ablandó. Eso demuestrauna vez más lo que estábamoshablando: la fuerza necesita sercomplementada por la debilidad,ya que la una sin la otra conduce ala crueldad y la otra sin la unahace que crezca la cobardía.Ninguna de las dos debería sersuperior. Cuando los hombres sequieren imponer y no escuchan alas mujeres, vienen las desgracias.

Y cuanto más las difamen yaparten la Santa Iglesia y laSorbona, peor le irá al mundo.

Hasta que terminaron demontar el campamento dispusimosde un tiempo de espera. Lepregunté a uno de los amablesciudadanos de la ciudad dóndeestaba el mar del que tanto habíaoído hablar. Desde nuestrastiendas no se veía.

«¡Venid!», nos dijo, y nosllevó hasta allí.

¡Oh, madre! ¡Marie! Si sólo

pudierais verlo. ¡El mar! He leídotanto sobre él y sólo me habíaimaginado un lago especialmentegrande. Pero es muy diferente.Primero se llega a una especie demarisma verde y uno se encuentracon colinas de arena y dunascubiertas de hierba y de unamaleza baja y rastrera. Entoncesse oye un bramido y un rugido ycuando uno alza la mirada seencuentra con una extensión gris yrevuelta, con coronas de espumablanca, donde se rompen las olas.

¡Olas que nunca me podría haberimaginado! El mar no es tantranquilo como un lago, tampococomo un lago con pequeñas olasdurante el mal tiempo, queentrechocan entre s í y seencrespan. Aquí las olas son altascomo una torre y llegan rodandodesde el fin del mundo con granfuerza hasta que son devueltas denuevo. Se llevan trozos de la orillay lanzan cosas del fondo del mar atierra. El agua es tan violenta ensu naturaleza, que la mano del

hombre no puede limitarla, nopuede dominarla. El viento te dejasu sal en el rostro. Ésta se tequeda en los labios y en el cabello.Ahora sí que puedo calibrarjustamente los esfuerzos y peligrosa los que se exponen los marinerosque cabalgan esta bestia gris. Es aun tiempo bonito, pero deja unlastre en el corazón. Experimentéun fuerte e inexplicable anhelo,quería adentrarme en el mar, peroal mismo tiempo me daba miedo.

Le puse a Jean la mano en elhombro y le dije con una pequeñasonrisa:

—¿Te atreverías a subirte a unbarco y salir a navegar?

—¡Sí! —dijo resplandeciente—. ¿Me dejas, maman?

La juventud no tiene fantasía.Cruzamos la playa hasta llegar

a la arena firme y húmeda. Nuestroacompañante de Calais rio y saltóen las olas que entraban. En unmadero flotante encontrómejillones, que cortó y nos dio a

probar.—¿Crudos?—Sí, madame, así es como

están mejor.Eran amarillos, en la lengua

blandos como una yema de huevo ysabían sorprendentemente tiernos.

Queridos mío s , ¿cómo ospuedo describir el brillo con elque reluce esta boda? Elmatrimonio se celebró en laiglesia de San Nicolás de Calais.Después nos trasladamos al

campo, ya que la afluenciaamenazaba poco más o menos conreventar la ciudad. Todo el mundoquería ver a la pareja de novios.

La mañana de la gran fiestallegó, y el sol, que durante tantotiempo se había escondido, surgiócomo una bola de fuego tras elhorizonte. Tomás, pigmento deaurita y púrpura, unas pocasnubes alargadas de color violeta,que éste sobrepasó a través de unañil, pasando por un azul celestehasta el más puro cian, un

delicioso azul hielo en lo alto, quehacía llorar los ojos. Así sedebería pintar el firmamento, talcomo es, no con oro lleno desimbolismo, pero tan limitado. Yasé lo que vas a decir, monje: el orosimboliza el Cielo eterno, el Reinode los Cielos. Pero ¿no ha sidoaquí el mismo Dios quien hacreado estos colores paraconmover nuestros corazones?¿Qué podría ser mejor que aquelloque ha creado Dios?

Basta de ello: los escépticos

se tranquilizaron y ya sólohablaron de buenos augurios.Había un ambiente festivo yalegre. Dos pueblos rivalizaban ensuntuosidad. Ya antes de nuestrallegada se habían instaladotribunas, una para Inglaterra,completamente revestida de sedaroja y adornada con ciervasblancas. La tribuna francesa eraazul y estaba decorada con lilas.Las damas eran las legítimasexpositoras de la artesanía deloro. Las cornalinas se inflamaban

de manera misteriosa, loscarbuncos resplandecían, el ónixrealzaba la tierna blancura de laspieles, el crisopracio le hacía lacompetencia al follaje de losárboles jóvenes y el berilio alagua de los claros manantiales delas montañas. El jaspe y el jacintocompetían a los ojos de todo elmundo con el ópalo multicolor, elágata lechosa y el topacio dorado.En todo el reino no debía dequedar ni un gramo de oro nininguna piedra preciosa, en bruto

o pulida, que no se hubierapreparado para esta fiesta. Lapequeña princesa era la másconmovedora, el duque de Orléansel más guapo junto a mi señora yel duque de Berry el más elegante.Una no sabía dónde mirarprimero.

El arzobispo de Calais oficióel matrimonio y Ricardo secomportó de manera tan cariñosay atenta con su novia niña, que yorealmente espero lo mejor.Siempre está bien, Céline, buscar

primero en un matrimonio laarmonía, aunque no se tenga lafelicidad o, como era el caso de tupadre y mío, esté uno loco por elotro.

Por la noche se celebró elbanquete en todos los salones dela ciudad. Marie, especialmente túquerrás saber qué exquisiteces sesirvieron en las mesas. De lo querecuerdo en mi plato había unenorme pescado de mar, de miradamaligna, de cuya boca salía un pezmás pequeño y de éste un animal

con brazos como serpientes; deéste surgían gran cantidad demejillones fritos. Vi trucha concanela, pero no la probé; el faisánlo sirvieron con una salsa deciruelas horneadas y nuezmoscada sobre espuma deremolacha. En una concha doradasirvieron mousse de caracolazucarada. Los cocineros inglesesprepararon su versiónespecialmente bárbara del corderoasado: sangriento, con salsa dementa, acompañado de un pan con

la forma de la cierva inglesa, atamaño natural (supongo quetuvieron que construir un horno apropósito para el monstruo y queseis criados dieron traspiés bajola carga de la cierva de pan).

Enseguida destrozaron laobra de arte y cortaron con unsable las rebanadas de pan paraacompañar el asado. Además deello había panecillos de harina detrigo trenzados y anudados,pasteles con relleno dulce y ácido,cangrejos con ajo, empanadillas

de carne de caza. Y pararedondear los placeres de la mejormanera, pasta dulce de nueces enforma de concha, pastel de miel,manzanas cocidas al vino yazucaradas, fruta escarchada... Laverdad es que ya no me acuerdo demás.

Sí, claro, el plato principal.Cochinillo asado, que llevaba unpalacio de azúcar sobre la espaldadorada y crujiente y cuyos ojos derubíes me miraban malignos. Apesar de ello, también lo probé. Al

final nos encontrábamos todos tanahítos que nadie tenía ganas delevantarse. Así que permanecimossentados a la mesa hasta quealguno de nosotros cayó por sísolo y se lo llevaron al lecho.

Al principio lasconversaciones eran corteses.Cada uno evitaba abrir viejasheridas. Así fue en mi mesa y asídebió de ser en las tabernas,donde los criados comían junto alos gens d'armes. Después, bajo lainfluencia de cantidades ingentes

de vino, se hizo tal o cualobservación, que fue acogida mal.Sin embargo, se produjeron pocaspeleas entre los invitados inglesesy franceses.

Las siguientes jornadas seocuparon con distracciones, cadadía dos torneos, representacionesde teatro en seis escenariosdiferentes a la vez, bufones yjuglares por entre todo el público(también carteristas), música,baile, excursiones en barca al mar,para aquel que lo deseaba. El

pueblo se mezclaba lavado ycurioso entre la nobleza y todoresplandecía como uno hubieradeseado. Por todas partes en elcampo se encontraban pasteles,como si no se hubiera disfrutadosuficiente con las comidasprincipales, y junto a ellos vi a losmayores glotones, a aquellos aquienes la noche anterior tuvieronque llevarse inconscientes. En laciudad una fuente brotaba aborbotones, durante los días defiesta de una gárgola salía vino

tinto y de otra, vino blanco.Luis de Orléans, el hermano

del rey, ganaba a menudo en lasjustas con lanza y las damas lovitoreaban. Es un hombre guapo yelegante, pero extrañamentemelancólico. Por su sangre corretambién algo de la locura del rey.

El monarca soportó toda laceremonia nupcial con entereza.Pero después de ésta ya no se levio más. Le pidieron a ValentinaVisconti que fuera a verlo cuandoyo estaba con ella. Nuestro pobre

soberano yacía acurrucado sobresu cama y temblaba de miedo, peronadie sabía por qué razón.Valentina Visconti fue a verlo y sesentó al borde de su cama comouna hermana. Dio muestras dereconocerla y entonces agarró sumano:

«¡Has venido! —dijo él—.Entonces todo irá bien.»

Con mucha paciencia,consiguió alejar su miedo y locondujo al sol, para que tambiéndisfrutara de la fiesta. La

acompañó, pero lo observó todocon asombro. Nada de lo que veíatenía que ver con él, en esemomento no era un rey. Nadiesabía decir qué era. La gente leabría paso. Esa triste visión meestropeó un poco el ánimo festivo.En el caso de que continúe asínuestro país será de nuevo unbotín en manos de los cuatro tíos.

Durante el resto de lascelebraciones apenas se le vio. Enuna ocasión se fue a cazar conhalcón. Fue uno de sus mejores

días.Ahora quisiera contaros una

buena nueva: Tomás, hemosrecibido más de un pedido delduque de Berry, que es un granmecenas y coleccionista. Mepresentaron a él, por deseo suyo,tal como me dijeron. ¡Te puedesimaginar que me compró todo loque le propuse! Y ahora quieremás y me ha entregado una bolsabien llena para que le preparemoslibros según sus deseos: no másoro falso, Tom ás, nada de trucos

con pigmento de aurita y orina detortuga. ¡Ahora podemos gastar!Púrpura de verdad y la mejor telablanca, encuadernacionescubiertas de oro, tallas,terciopelo, todo lo que te puedasimaginar, para enmarcar mispalabras con esplendor. Tealegrará saber que te podrásbañar en pigmentos. ¡He recibidoun adelanto de cien piezas de oro!

Y algo más, madre: tengo uncomprador para nuestras fincas...Philippe de Mézières.

Seguro que no le gustaba a mi

madre. Philippe de Mézières habíasido consejero del viejo rey,también del actual. Cuando murióCarlos V fue especialmente DeMézières quien acusó a mi padre dela muerte del rey. Apenas meacordaba de él, pero él sí de mí. Elmismo día siguiente a la boda mefue a visitar a nuestra tienda. Era unhombre de cabello gris y nervudocomo un olivo, un beato de rasgosduros y mirada penetrante.

—¡Viuda Castel, sólo unapalabra! —se dirigió a mí—. Heoído que queréis vender tresinsignificantes propiedades.

Yo le sonreí.—Y vos sois...—¡Philippe de Mézières! —

rechinó e hizo amago de hacer unamínima reverencia—. ¿Y bien?¿Cómo va el asunto?

—Se trata de algo más que trespequeñas cabañas de campesino,como bien sabéis, si no no estaríaisinteresado en ellas.

Me ofreció una sumavergonzosamente baja y preferíacerrar el negocio lo antes posible.Había tantos escribanos y abogadosreales pululando por el campamentocomo hormigas sobre un pastel.

—Se trata sin duda de unaoferta muy generosa, y os loagradezco —le dije, con el fin deahorrarme un regateo incómodo einadmisible—, pero soy una pobreviuda ignorante incapaz de cerrarun negocio de tal importancia sinasistencia. Yo confiaría en vos,

pero ya he puesto el asunto enmanos del señor Alain de laChance, al que me es imposibleobviar. Lo encontraréis en París,Rue St-Denis, cerca de losmercados.

Gruñó como un perro malvadoy se fue sin despedirse. Ya mehabía encontrado hasta entonces consuficientes figuras semejantes:seguro que había contado con poderasaltarme de improviso ycomprarme las tres valiosas fincaspor un puñado de centavos. Pero ya

no soy tan estúpida, después detener que vérmelas durante cuatroaños con gente como él. El dineroque recibamos por ellas nos debedurar un buen tiempo.

Por cierto, dos semanasdespués las compró a un preciorazonable.

Y conocí a alguien más, perodel que no quisiera hablar en unacarta a mi familia: se dio el caso deque era vecina de mesa de un condeinglés, sir John Montague deSalisbury. Era un hombre agradable

y agudo, que había viajado porFrancia y en cuyas manos habíancaído de alguna manera mis Cienbaladas. Me pidió permiso paratraducirlas en Inglaterra ydistribuirlas allí. Fue una lisonjaincreíble para mí.

—¿Qué pensáis vos?, ¿creéisque esta tregua se convertirá prontoen una paz duradera?, ¿es realmentela intención de Inglaterra?

—No os quiero mentir: en estesentido no existe una Inglaterracomo sí existe una única Francia.

Existen diferentes corrientes eintereses. A los barones lesinteresaba la guerra: mantenía anuestro rey y a su armada ocupados.Y además podían llenar sus bolsasgracias al pillaje. Algunos piensanrealmente que podríamosanexionarnos Francia. Yopersonalmente considero la guerracomo una necedad. Madame, lalarga lucha ha demostrado queúnicamente nos seguimosaniquilando unos a otros porqueninguno de los dos es realmente

más fuerte que el otro. Nos vamosempujando de lado a lado de latabla y de ese modo desatendemosnuestros propios asuntos.

—¿También el rey es de estaopinión?

—¡Absolutamente! Y por ellocreo y deseo que nos espera unalarga paz. ¿Y tú, joven? ¿Qué es loque piensas sobre ello? —lepreguntó a mi hijo Jean, que nosobservaba desde hacía un rato conatención. Y Jean, al que se habíadirigido un hombre tan importante,

contestó de manera tan tranquila einteligente que no pude más queestar orgullosa de él.

—Yo también opino, sir, queInglaterra y Francia tienen muchomás que ganar si trabajan juntas.Nuestros pueblos se han mezcladoya en tantas ocasiones, que meparecería una guerra fratricida sivolvemos a atacarnos.

Salisbury rio.—Así que no tendrías nada en

contra en entregar Calais a unhermano.

—¿Por qué entregársela? —contestó mi Jean—. Seríabienvenido en cualquier momento,siempre que siguiera siendo mihermano.

El conde de Salisbury soltóuna gran carcajada y se golpeó elmuslo.

—¡Ja, ja! ¡Ésta sí que esbuena! Deberías ser diplomático,mi pequeño. Dime, ¿hay algo que teguste de nosotros los ingleses?¿Qué es lo que sabes de nosotros?

—He leído Sir Gawain y el

Caballero Verde y Pedro ellabriego. La literatura inglesa, porlo menos la que ha llegado a mismanos, me parece refrescantementepopular y plena de humor.Inglaterra me parece más valientefrente a las innovaciones, menosdependiente de las convenciones delo que lo somos nosotros enFrancia. También he tenidooportunidad de estudiar escritos deWilliam de Ockham y un libelo deWycliff, que me impresionó mucho.Un poco más de esta manera de

pensar progresista le haría bien aFrancia.

—¡Cuidado, joven! Wycliffmurió a tiempo para no serejecutado. En todo caso, se tomaronla molestia de desenterrar sushuesos con el fin de quemarlosrepresentativamente e impedir asísu resurrección.

—Puede ser. Pero suspensamientos sí que no los puedenquemar, y yo los considero buenos—contestó Jean con arrebato.

John Wycliff había impugnado

la supremacía del Papa sobre laspotencias mundiales, habíapromovido la expropiación de laIglesia y había hecho imprimirbiblias en inglés. Al principio suejemplo había satisfecho a la Corte,pero finalmente lo abandonaron,cuando se dieron cuenta de quequería ir más allá de lo que a ellosles interesaba.

—Discutamos mejor deliteratura inglesa. Es más seguro.Tenemos, por ejemplo, a uninteresante joven poeta, en el que

tengo puestas muchas esperanzas:se llama Geoffrey Chaucer.

—Nunca había oído hablar deél. ¡Disculpad, sir!¡Desgraciadamente no recibo todoslos libros que me gustaría! ¡Tenéisquizá algo de él aquí queestuvierais dispuesto a dejarmedurante un día o dos? ¡Oh, cómo megustaría conocer vuestro país!

—Bueno, en ese caso...El conde de Salisbury volvió a

reír y se dirigió a mí.—...en ese caso, querida

madame de Pizán, ya que vuestrohijo muestra una cierta afinidad porInglaterra, querría haceros unapropuesta: tengo uno de la mismaedad. Si me confiarais a vuestroJean, lo educaría con mi propiohijo. Os aseguro que he contratadoa los mejores preceptores. Le iríamuy bien.

Estaba muy sorprendida por supropuesta, que me supuso unadolorosa punzada. ¿Cómo? ¿Tan derepente? ¿Debía enviar a mi Jean através de ese oscuro mar, muy lejos

de mí, y no verlo en años, quizánunca más? Por otra parte, setrataba de una gran oportunidadpara él.

—Entiendo que dudéis,madame. Una madre se separa adesgana de sus niños,especialmente de los varones. Peropensad cuán provechoso sería paranuestros hijos: mi Thomasaprenderá francés de él y vuestroJean aprenderá un muy buen inglés,lo que profesionalmente le puedeser de mucha utilidad.

—Os doy la razón —dijebrevemente. Mi corazón latíasalvaje y dolorosamente.

—Y además así podríamospromover la paz entre nuestrospueblos. ¿No se dice que sólo aquelal que no se conoce es enemigo deuno mismo?

Yo quería aceptar la propuestapor amor a Jean, pero un temorindeterminado se arremolinabaalrededor de mi estómago. Siemprehabía estado a la búsqueda deposibilidades para mi hijo, de

oportunidades que yo no le podíaofrecer. Y ahora en mi interior medefendía contra ello.

—Le enseñaría a manejar lasarmas y le educaría para ser todo uncaballero.

Justo eso me había preocupadosobremanera, y ahora me eraofrecido de forma tan apacible.¿Cómo podía decir que no?

—Quiero consultarlo con laalmohada y hablar tranquilamentesobre ello con mi hijo antes detomar una decisión. ¡Pero os estoy

muy agradecida por vuestragenerosa oferta!

Ya podía haberme imaginadoqué decisión adoptaría Jean. Estabaconvencido y apenas podíapermanecer quieto en la silla. En loque se refería a ello, era demasiadoinfantil, pleno de convencimiento yganas de cambios.

—Sí, claro que quiero.¿Puedo, maman? ¡Por favor!

—¡Espera! Se trata de un granpaso. Piénsatelo bien. ¡Aún nosquedaremos un par de días aquí!

—¡No hay nada que pensar!Poco faltó para que Jean

saliera corriendo de allí, se lanzaraen el primer bote y partieraremando.

—¡Es un trato, el jovenmonsieur se vendrá conmigo!Thomas se alegrará de contar conun compañero de juegos. ¡Y uncompañero de infortunios! Nuestrospreceptores exigen mucho. Tendrásque trabajar como un burro.

—Eso no me importa enabsoluto. ¡Gracias, sir! —dijo Jean.

Me sentía como si cabalgarasobre un caballo desbocado, puesla decisión se me había ido de lasmanos. ¡Mis últimos días con Jean!Lo perseguía como una gallinaclueca, le llevaba pasteles mientrasestaba sentado con sus jóvenesamigos. Se los comía por amor a míy dejaba que le acariciara elcabello, pero veía que se sentíaavergonzado. Por las noches melevantaba un par de veces, iba hastasu cama y lo observaba a la luz dela luna. Aún tenía una apariencia

tan infantil, tan tierna. Estaba segurade que sobrevaloraba sus fuerzas.¿Cómo podía enviarlo a través delmar, muy, muy lejos, con extraños,al país de los malditos ingleses?Cuando pensaba en ello, lo quenuestra gente opinaba y decía sobrelos ingleses, ¿cómo lo acogerían aél allí? Hicimos una excursión enbarca juntos. Yo tenía ganas devomitar. Él estaba sentado con elrostro al viento y me contabaexcitado sus esperanzas y planes.

—Aprenderé mucho, maman,

y veré cosas que aquí en nuestracasa apenas nadie conoce. Quizáme convierta en un consejero delrey y seremos ricos. ¡Entonces túestarás bien! Ya no tendrás quecopiar libros para otros. ¡Y todo loque escribas haré que loencuadernen en oro!

Lo oía como desde la lejanía.Tontamente mis ojos sehumedecieron.

—Te irá todo muy bien, estoysegura de ello —le dije. No memiraba. Sus ojos estaban fijos en

las blancas líneas y sombras de laorilla.

Y así me encontré yo adisgusto en el puerto de Calais.Jean no poseía nada más que elarcón con su ropa. Suerte que antesde partir mandamos confeccionarropa suficiente para él. Todosolemne como una cigüeña, seencontraba a mi lado, nada deachuchones ni caricias. Ahora eraun hombre de mundo y habíaaceptado la invitación de un lordinglés. Una barca de remos se

acercaba para recogerle. Cada vezme sentía más triste, tenía el pechocomo comprimido, algo me lopresionaba terriblemente. Mientrasobservaba la pequeña embarcacióny las salvajes y grises aguas, elhorizonte, donde el mar y el cielose entrechocaban con el mismo azulgrisáceo («Verde malaquita con unpoco de negro y blanco plomo»,pensé), entonces todo me parecióincreíble: ¿cómo podía hacer algoasí?, ¿cómo podía dejar marchar ami hijo? Ahora ya se veían

perfectamente los rostros de los dosmarineros, rostros salvajes y llenosde cicatrices con narices bulbosas ycabellos hirsutos. No, lo cogería dela mano y se quedaría conmigo,seguro.

Se oyó cómo los remos sehundían en el agua y cómo las olasrompían formando espuma en laarena, el murmullo fino y cascajosode las conchas lanzadas contra laplaya y que se volvía a llevar lasiguiente ola al retirarse. Todo ello,el olor a algas, el azul grisáceo

manchado con unas pocas nubes, elaire húmedo en mi piel, la mano deJean en la mía, los remeros en labarca, mar adentro el barco inglés,aún pelado con las velas recogidas,todo ello se me quedó grabado conuna precisión absoluta, en la quetodo está incluido, no sólo lasformas y los colores, sino tambiénlos sonidos, los olores y lossentimientos.

Sin piedad ni respiro remabanlos dos bárbaros extranjeros; laquilla de la barca entró de golpe en

la playa y se oyó un silbidoarenoso.

— Hop in! -dijo uno de ellos.Rio y seguro que era un buen

tipo. El otro saltó de la barca, mesaludó con un «madame» y agarróel baúl de Jean como si no pesaranada. Jean me había prohibido quelo besase. La última vez que me lopermitió fue en la tienda, donde losoportó con cara de mártir. Aquí meestrechó la mano y me dijo:

—¡Dios te proteja, madre!Se dio la vuelta, chapoteó en

el agua con los zapatos en la mano yse subió ágilmente a la barca.Partieron. Jean me saludó con lamano. Durante mucho tiempo no lovolvería a ver.

XV

—¿Dónde está Jean? —mepreguntó mi madre.

—¿Dónde está Tomás? —lepregunté yo.

Había vuelto sola a París,acompañada únicamente por uncriado de la duquesa de Orléans,una persona callada que me dejó asolas con mis preocupaciones y mispensamientos. ¿Quién hubierapensado que ese viaje acabaría así?

—¡No estéis triste! Seguro quelo volveréis a ver y entoncesestaréis orgullosa del joven demundo en el que se habráconvertido —me consoló laduquesa.

—Sí, lo sé —fue mi respuesta,pero estaba tan hundida que apenaspodía probar bocado.

—¡Oh, oh! Pero debéis comeralgo, criatura. Tomad, coged deeste faisán ahumado. Es muy ligero,lo podréis tragar sin problemas.

La condesa de Brantes se

había propuesto alimentarme.—Habéis hecho lo correcto al

permitirle marchar, nunca más se ospresentará una oportunidad comoésta. Tal como están las cosas,disfrutaremos de una paz duraderacon Inglaterra. Nacerá el comercioentre ambos pueblos y entonceshará falta gente joven que hablebien inglés y que conozca el país.

—No os falta razón.Lo sabía, pero ¿de qué sirve el

sentido común frente al corazóntonto, sentimental y egoísta de una

madre, que duele y da punzadas yproduce imágenes llenas dereproches? Jean, luchando en elmar; Jean, maltratado y solo en unpaís extraño. Habíamos estado tantotiempo en guerra con esa gente yhabían cometido tantas atrocidades,nos habían hecho tanto daño, queentre nosotros desde hacíacincuenta años no se hablaba deotra cosa que de los «malditosingleses». Éste era el peor insultoque alguien le podía lanzar a uno ala cara: ¡te comportas como un

maldito inglés! Era el sinónimo detoda desgracia, guerra, saqueos,violaciones, fuego, muerte y ruina.

Y a un hombre así le habíaentregado a mi hijo para que se lollevara a ese terrible país. «¡Noseas una Casandra!», me dijefirmemente a mí misma. En ese paísdebe de haber la misma gente buenay mala que aquí. Y si el conde deSalisbury es un típico ejemplo de supueblo, entonces no puedo más quealbergar las mejores esperanzas. Elcruel Buckingham ha sido

derrocado y Bolingbrokedesterrado. La guerra es la guerra ydespierta en todos los pueblos sulado más oscuro. Nadie es mejorque su vecino. La paz también lesconcederá la oportunidad a losingleses de desarrollar los ladosbuenos de su carácter. Dios quieraque el rey Ricardo se mantenga fiela sus intenciones. Yo creía en estapaz. Por esa razón, y porque esospasos son necesarios parafortalecerla, dejé marchar a Jean.¡Dios le proteja!

No obstante, el viaje de vueltafue turbio para mí. Cada vez queveía la tienda vacía me preguntabadónde estaría Jean en ese momentoy si las cosas le iban bien. Seguroque a él no le afectaría tanto. Leesperaba algo nuevo y excitante.Seguramente se encontraría en laproa del barco, el mentón levantadoy cada minuto, en lugar de temerlos,anhelaría cambios. Eso es lo quediferencia a la juventud de la vejez.Para mí se trataba de un viaje porun país otoñal con nieblas matutinas

grises y noches terriblementehúmedas, un viaje en el que aprendía despedirme del verano y de mihijo.

Cuando entré cabalgando pornuestra pequeña calle con elcarromato medio vacío y el burrode carga, que trotaba contento trasde mí sin apenas nada en sus lomos,los vecinos salieron de sus casaspara recibirme. Me achucharon ycogieron las riendas de mi caballo.

—¡Cristina! ¡Mirad, Cristinaha vuelto!

—¿Qué tal fue la boda? ¿Fuesublime, todo marchó bien?

—¿Qué aspecto tenía lapequeña princesa?

—¿Qué llevaba puesto?—¿Es verdad que el rey inglés

tiene cuernos?Les concedí un par de retazos

e impresiones para que me dejaranentrar en casa y les prometí que lescontaría más uno de los siguientesdías.

—¡Que el diablo se lleve almonje! ¡Desapareció poco después

de tu partida, lo juro por lo mássagrado! Dime tú dónde has dejadoa mi nieto —me exigió mi madre.

Se lo expliqué y una vez másme sorprendió.

—Me parece bien —me dijo—. Lo añoraré, pero le será demucha utilidad, si además eseconde es de tanta confianza comodices tú.

—Así lo creo, madre. Me heinformado sobre él. Es muy cercanoal rey Ricardo y fue el interlocutordurante las negociaciones para la

tregua. No creo que me equivoquecon él.

¿Tomás se había ido?¿Simplemente así? ¿Cuándo medejarían todos sola? No me habíadejado una simple nota, ningunadespedida, ni una palabra. Y esodespués de los íntimos retratos queme había regalado. «No será parasiempre. Volverá», pensé para misadentros. Aunque estaba muydecepcionada. Con nadie habríahablado tan a gusto sobre Jeancomo con él. Era mi amigo, el

primero que había encontrado trasÉtienne. Un buen amigo, así lopensaba yo, pero sin él la casaestaba vacía. Me di una vuelta porella y me sentí como en una casallena de espíritus o, aún más, comosi yo misma fuera un fantasma, peromedio vivo.

Me sentía más que confundida.Mientras estaba de pie frente a miatril dispuesta a escribir misexperiencias durante el viaje,esperaba que, con sólo despegar losojos del pergamino, él estuviera

allí, en la ventana, concentrado ensu pintura. Sabía exactamente quede tiempo en tiempo dejaría lapluma o el pincel y se pondría enpie, cómo observaría su obra con lafrente fruncida y la cabezainclinada, con el pulgar y el dedoíndice de la mano izquierda tirandodel labio inferior, y entoncescorregiría algo, y cómo losindiscretos haces de luz que caíanpor el verdoso vidrio de la ventanarodeaban su figura con un aura fina.Pero yo no miraba, porque cuando

lo hacía él no estaba allí.Volví a mi antigua vida. En el

viaje me había soltadocompletamente. Se había apoderadode mí un ánimo de ligereza, casiaudacia. Era Cristina, laacompañante de duques, unaaventurera; me había sentido comouno de esos pájaros blancos ylibres que atraviesan el mar contormenta. Ahora me deslizabaimperceptible por mi viejaenvoltura: Cristina, hija, madre,jefe de familia responsable y grave,

cabeza pensante y burguesa hasta lamédula. La Cristina de antes nohubiera dejado marchar a Jean.

No me quedaba tiempo paralas preocupaciones. Durante miausencia habían tenido lugarmuchos sucesos. Céline estabaextrañamente terca y cerrada.Apenas intercambiaba una palabraconmigo. Lo achaqué a su edad.Cuando el viejo De Mézièrescomprara nuestras tres fincas,entonces quizá podría hacer algopor ella.

Retomé el trabajo de copiadoy además de ello escribí un informesobre la boda de los príncipes.

El pequeño Pierre me buscó enmi estudio. Había abierto la ventanay el sol otoñal caía en un rayopolvoriento sobre el suelo demadera de roble. Pierre hizo pocoruido. Desde que le compré unoszapatos de cuero en lugar de suszuecos de madera, apenas se oíansus pisadas sobre la escalera depiedra. Apareció de repente enmedio del rayo de luz y me llevé un

susto de muerte.—¡Maldito pequeño bribón!

¡Llama antes de entrar! ¡Siempre medas un susto!

Estaba muy orgulloso de poderhacerlo. Sonrió, estaba más gordo ycon apariencia más sana, despuésde que Héloise lo alimentaradurante semanas. Su nariz noparecía tan puntiaguda. Estaba bienasí. Pero, al ver sus ropas, algo seme clavó en el corazón.Naturalmente era la ropa de Jeanque le habíamos dejado.

—¿Qué es lo que quieres?—Patrona, tal como me dijiste,

he estado buscando el libro.Siempre con precaución.

—¿Y?—No lo he conseguido. Es

decir, lo he encontrado, pero no.—¿Qué quieres decir? ¿Cómo

se puede tener algo y no tenerlo?Cogió una hoja de la mesa de

trabajo abandonada por Tomás. Poralgún motivo, no quería que latocara, que nadie la tocara.

—¡No cojas eso!

La pequeña mano se retiró.—¡Pero si me he lavado las

manos! Cada vez me tengo quelavar, si no Héloise no me da nadapara jalar.

Su mirada indicaba que micomportamiento era innecesario ycruel.

—¿El libro?—No se deja encontrar.—¿Cómo es posible? ¿Acaso

tiene piernas?—Quién sabe. Primero estaba

en la Rue St-Honoré, cerca del

Louvre. Lo tenía un librero, peroestaba vendido, aparentemente nosabía ya a quién. Después estuvepreguntando un poco por allí, talcomo me dijiste que debía hacer, ¡yhe estado de caza por mediaciudad! Habían oído hablar de queexistía un libro como ése, peronadie lo ha visto nunca con suspropios ojos. ¡En ocasiones metrataban a patadas, porque temíanque les robase! ¡Como si fuera arobar cuando estoy haciendo unrecado para ti! ¡Trabajo para la

honorable Cristina de Pizán, digosiempre, la amazona de la pluma!La famosa y considerada cromi...cromo...

—Cronista.—¡...cómosellame de la

duquesa de Orléans!Amazona de la pluma, Dios

mío, ¿de dónde habría sacado esasexpresiones?

—Y entonces uno de nuestrosclientes me envío al barriouniversitario. ¡Madre mía! Allí síque lo pasé mal. Esos estudiantes

gobiernan el barrio y cuidado conque pesquen a uno como yo,pequeño, enjuto, un pobre niño dela calle.

Hundió los hombros y adoptóuna expresión de niño hambriento yperdido. Tuve que reír en contra demi voluntad.

—Te recompensaré por losmiedos que has tenido que pasar.Eso es lo que querías, aunque nohayas cumplido con tu misión.

—Lo siento, pero ¿qué quieresque le haga? Patrona, te lo digo,

¡algo pasa con este libro! ¡No esnormal que uno vaya tras él ysiempre desaparezca cuando estás apunto de cazarlo! ¡La última vez mepasó en la Rue St-Germain, dondecasi me encierran por asesino!Imagínate, patrona. ¡Entré en latienda, tenía que bajar un par deescalones y entrar en un comercioestrecho como un tubo, polvorientoy lleno de libros y pergaminos hastael techo! Llamé en voz alta:«¿Hola? ¿Hay alguien aquí?». Ellugar estaba extrañamente

silencioso. Se oía perfecta ycadenciosamente a las carcomas.Entonces saltó un gato negro de unaestantería. ¡Bruto! ¡Me dio tal susto!Y en ese momento vi al librero,agachado sobre su mesa y la sangreque goteaba sobre el suelo. Así querápidamente di marcha atrás. ¡Creoque el fiambre aún estaba caliente!

Me santigüé.—¿Y entonces? ¿No te vio

nadie?—Bueno, tuve que poner pies

en polvorosa, ya te lo puedes

imaginar, pero lo más extraño detodo fue que cuando tomé la curva atoda velocidad y entré en elcallejón lateral ya había alguiencorriendo delante de mí. Sólo le vila espalda, un tipo obeso vestido ala extranjera. A pesar de lo quecorría, estuve a punto de alcanzarloy entonces perdió su turbante. ¡Yfíjate que tenía el cráneo todorapado! ¿Y sabes qué?

—¿Qué?—Llevaba un grueso libro

bajo el brazo.

—¿Llegaste a cogerlo?—¡Claro que no, qué te crees!

¡No se interpone uno en el caminode un asesino que huye! Además,me paré para recoger el turbante delsuelo. Y entonces desapareció.

Suspiré. Naturalmente teníarazón, había hecho bien en noinmiscuirse, ya que a pesar de todasu picardía no dejaba de ser unniño. Rebuscó en la bolsa quellevaba colgando y me entregó unturbante muy aplastado, perodecorado de modo espléndido con

hilo de oro y piedras preciosas.Sorprendida, le daba vueltas conlas manos. Era una larga pieza depura seda de color magenta. Seguroque cara, no una pieza normal devestir, que hubiera correspondido aun ladrón ocasional, es decir, a unapersona de baja extracción. Extrañoe inusual. La única vez querecordaba haber visto una pieza asífue en el palacio real, la llevaba unembajador árabe. Fue en lostiempos en los que yo era una niña yocasionalmente me llevaban al

palacio del rey. Observé fascinadaa ese espléndido hombre negrohasta que mi madre me llamó laatención y me lo prohibió. En unmomento, ese suceso se mepresentó tan claramente ante losojos como si hubiera sido ayer, contodos sus aromas y ruidos, losaceites perfumados de loscortesanos, que se mezclaban conlos olores del sudor, el vino, losdulces y los dientes estropeados.

¿Qué debía hacer con eso?—Tendrías que habérselo

dado a los alguaciles —le dije alchico.

—Puedes hacerlo tú. La gentecomo yo se mantiene lejos de ellos.

Quizá se lo entregaríadiscretamente a Truphémus, sí,seguro. Un día de estos.

—¿Volviste allí más tarde? —le pregunté esperanzada.

—Claro —dijo afirmando conla cabeza—, uno quiere saber quées lo que pasa en el barrio. Losalguaciles ya estaban allí. Allibrero lo habían acuchillado. Tuve

que comportarme muy discreta yhábilmente para ir preguntando bajola mirada de los alguaciles, ¡nofuera a llamar la atención sobre mí!

—¿Oíste por casualidad quiénasesinó al librero y por qué razón?¿Le robaron?

—Nada de eso. No faltabanada, dijeron, ni un sol de la caja.Nadie vio ni oyó nada.

—¿Y cómo puedes saber quetenía ese libro? ¿Estaba en la lista?

Los libreros licenciados teníanla obligación de colgar un listado a

la entrada de sus establecimientoscon las existencias y sus precios.

—¡Qué va! ¡Ni rastro! Pero unpajarillo me chivó que seencontraba allí. Es extraño que noestuviera a la venta.

Mientras tanto metí elespléndido pañuelo en el cajóninferior de mi pupitre. Todo eso mehacía pensar. Justamente ahora,cuando alrededor de ese libro —bueno, digamos mejor de un libro—ocurrían cosas extrañas, el hermanoTomás había desaparecido sin dejar

huella. ¿Un hombre huyendo vestidocomo un extranjero, definitivamenteun oriental? Tomás tenía unainclinación por lo musulmán. Peroera todo menos gordo y tampococalvo, al contrario, tenía unamelena rizada abundante impropiade un monje. ¿Y de dónde podíahaber sacado un monje mendicanteun turbante repleto de joyas? ¿Teníaalgo que ver con el asunto? ¡No,imposible! ¿O quizá sí?

Fragmentos de sus fantasiosashistorias me cruzaban por la mente:

un niño, criado por los piratas,educado bajo la tutela de unalquimista, huido de su monasterio,¿no sería capaz alguien así de todo?¡No! Tomás no. Lo conocía bien yera sensato y bueno. Tenía sussecretos, no era muy preciso con laverdad, pero no por ello era unladrón y un asesino. Debía de haberotra explicación para esecomportamiento.

Le entregué al pequeño ladrónuna pieza de plata y algunos librosque debía llevar a encuadernar.

Tomás había terminado con lasiluminaciones en mi ausencia, yademás yo ya había escritoprevisoramente un par de informessobre la boda de los príncipes queahora me pedirían.

Philippe, el aprendiz deTomás, entró corriendo. Habíallegado a oídos de su padre que yohabía vuelto. Se encontró conPierre en la puerta. Philippe ledirigió una mirada arrogante ycomo contestación Pierre le lanzóla gorra a la cara. El puñetazo de

Philippe se perdió en el aire. Pierrebajó entre risas las escaleras,dando saltos.

—El hermano Tomás medespidió —dijo el joven mientrasintentaba recuperar su honormancillado—. ¿Volverá? ¿Haytrabajo para mí?

¿Qué debía hacer con él? Nopodía pintar por su cuenta.

—El hermano Tomás volverápronto, estoy segura. Mientrastanto... ¿sabes hacer iniciales de lassimples?

Debía adecentar mis informesde viaje.

—Sí, iniciales sé hacer.También algunos modelos,ornamentos y animales.

—¿Coronas? ¿Lilas, ciervos?¿Quizá incluso jinetes y caballos,carruajes?

—Creo que sí, madame.No esperaba mucho de él, pero

lo intentaría.—Bien. Vuelve mañana. Para

entonces tendré escritos algunostextos que deben ser decorados un

poco. Sobre la boda inglesa.Puedes ir pensando algunosmotivos. Y haz unos bocetos paraque los pueda ver primero.

—¡Sí, madame!Su rostro resplandecía, y se

fue rápidamente.Le hice una visita a Aldo.

Reinaba en su tienda en el puestosuperior que ocupaba su madre yparecía muy satisfecho de sí mismo.

—Buenos días, vecina, ¿ya hasvuelto entre nosotros, simplesmortales? He oído que Jean se ha

quedado con un maldito anglais. Leenvidio.

Sonrió amable y seguro de símismo, como si fuera otro. Condestreza y agilidad saltó de la altasilla.

—¿Qué puedo hacer por ti?—Héloise necesita un saco de

harina de trigo; con que estétamizada una vez ya está bien. Yuna fanega de sal fina y pescadosalado. ¿Cómo le va a tu madre?

Encogió los hombros.—Oh, aguanta bien. La han

interrogado de nuevo, por lo queestuvo varios días convaleciente.Pero ya se ha recuperado.

—¿La han torturado de nuevo?¿No has solicitado asistenciajudicial para ella?

Aldo arrastró el saco de harinacon un movimiento continuadoúnico y eficiente hasta la puerta,puso la medida de sal encima yalcanzó unos cuantos pescadoscolgados de las vigas.

—Bah, los abogados nosabrían hacer nada. Sólo se

comerían todo nuestro buen dineroy nos quedaríamos sin ningunaganancia.

—¿Ganancia? ¡Pero hay quefacilitarle algún tipo de asistencia,Aldo!

—¿Y qué tipo de asistenciasería? ¡Tú misma has contadocuánto dinero has tirado en lasfauces de los juristas y cuántosprocesos y demandas has acabadoperdiendo a pesar de todo! Mimadre saldrá de ésta.

—¡Aldo! La torturan, gime en

la cárcel. ¡Cómo puedes reaccionarcon tanta indiferencia! ¡Es tu madre!

—¡Mi madre! ¡Mi madre! —me imitó ridículamente—. ¿Y quépasa? ¡Pues sí es mi madre, pero yono la he elegido! —gritó de repente,el rostro oscuro de rabia—. ¡Seguroque yo hubiera elegido unabondadosa, que me gustara, que noahuyentara a la gente y la asustararefunfuñando todo el rato! ¿Tepiensas que lo he pasado bienmientras estaba sentado a su lado,cuando esto era «suyo»? ¡Nadie la

aguanta! ¿No es verdad que ladenunciaron los vecinos? ¿Por quévienen ahora todos a mí y meinsisten como si hubiera sido culpamía? ¡Tu madre, tu madre!

»Siempre tiene que disponerlotodo. Me trata como a un niño o aúnpeor, como a un empleado tonto,uno que no sabe hacer otra cosa quearrastrar sacos. ¡Aldo, tráeme esto!¡Aldo, llévame eso! ¡Yo no he sidoel hijo de un comerciante, sino unburro de carga cualquiera! ¡Sólo mipadre era peor! Me molía a palos,

me ponía en ridículo y no paraba dedarme órdenes. No podía hacernada solo. Yo he sido el imbécil alque no se le puede confiar nada.Para uno el hijo fracasado, para elotro el niño pequeño.

»Mírame. ¡Por Dios, tengoveintidós años! Si hubiera sido pormi padre no hubiera dispuesto deuna sola oportunidad en toda mivida para mostrar mi valía.¡Siempre tendría que haberlesllevado la compra a las viejasbrujas a casa, Aldolino por aquí,

Aldolino por allá, imbécil! ¡Idiota!¡Cretino! Aldo, el estúpido.¿Padres? Me importan un pito. ¡Nolos necesito, a ninguno de los dos!

Cuando volví a recuperar lavoz, le dije:

—¡Aldo! No tenía ni idea deque era esto lo que sentías. Siempreme habías parecido alguiensatisfecho.

—Un simple querrás decir,vecina. Sin embargo, no soy ningúnsimple. Puedo dirigir la tienda pormí mismo perfectamente, si es que

se me deja y no se me dice cómotengo que hacerlo, porque entonceses cuando me armo un lío. Me hehecho pasar por simple para que medejaran en paz. Y en lo que serefiere a mi madre, no estoyhaciendo nada malo. Confío en lajusticia del rey. Si es inocente,entonces la verdad saldrá a la luz.Si tú te quieres involucrar en ello,es tu problema. Pero no esperes demí gratitud, y menos aún de ella. Esun asno y continuará siéndolo. Te lodigo sinceramente, ¡por mi parte yo

estaré contento si se queda dondeestá! Bueno, ahora coge tu sal y elpescado. No, espera, te llevaré elpesado saco hasta tu casa.

Unos días después aparecióTomás de nuevo.

—¡Es más difícil desprendersedel monje que de un piojo! —comentó mi madre. Tomás se rio.

De repente, mientras subía laescalera frente a mí, con la bolsa decuero con sus pocas pertenenciassobre el hombro y un hatillo gordo

y enrollado bajo el otro brazo, meenfadé. ¿Cómo podía haberdesaparecido así sin más, sin dejarnoticia y haciendo que mepreocupara? ¿Pensaba que estabaen una posada?

En el estudio, cuandoestuvimos solos, intentésorprenderlo. Saqué de pronto elturbante del cajón.

—¡Aquí está! ¡No sabía quetenías cosas tan bonitas, monje!

Me miró sin pestañear.—Eso no es mío. ¿De dónde lo

has sacado?—Lo encontré. ¿No es un

recuerdo de tus tiempos africanos?Lo cogió en sus manos,

aparentemente maravillado, y lopalpó.

—No, seguro que no es mío.Si lo hubiera tenido, sería auténtico.Esto es una imitación y de ningunamanera árabe. ¿Qué fanfarrón te loha dado?

Pero yo ya había perdido lapaciencia y entonces dejé vía librea mi enfado.

—¡Primero te marchas sinmás, sin decir ni una palabra anadie de la casa, y después esahistoria con el libro quesupuestamente estás buscando! ¡Elúltimo librero que lo tuvo fueasesinado! ¡Fue el pequeño Pierrequien encontró este pañuelo!

—¡Yo no tuve nada que ver!—se defendió Tomás.

—No, naturalmente no hepensado que hayas sido tú el autor,pero tampoco sabía dónde teencontrabas y si de alguna manera

estabas relacionado con el asunto.¡Incluso te podrían haber asesinadoa ti!

Iba de un lado a otro de lahabitación. Entonces se interpuso enmi camino. Había dejado su hatilloy la bolsa y se puso frente a mí, tangrande como era. La expresión desu cara, seria, casi de dolor. Meagarró, me tuvo cogida fuertementede los brazos y me obligó a mirarlo.Nuestras miradas se cruzaron.Callé. Todas las palabras que antesme salían sin más ahora se habían

desvanecido. Tenía tantas cosas quedecirle. Todo. Nada.

Era como si hubiera caído enun ensueño, en un estado deduermevela, o me hubieradespertado de un profundo sueño.

Permanecimos así un buenrato. La casa y sus habitantes anuestro alrededor se hundían. Lahabitación desapareció. Sentíalegría y mucho miedo.

—¿Te has preocupado por mí,Cristina? —me preguntó finalmente.

Asentí con la cabeza. Tenía la

boca seca. Y recé en silencio. Nolo digas. ¡No digas nada! ¿Qué va apasar ahora?

Después de un buen rato, mesoltó. A nuestro alrededor lahabitación empezó a tomar forma,volvieron los sonidos, un pequeñoanimal rascaba en el techo, losvecinos charlaban abajo en lacallejuela, un burro rebuznó,Héloise hacía ruido con suscacharros. Eran los sonidos de mivida y yo era una parte de ellos.

—No sé nada de un librero —

me dijo Tomás—. No he estado enParís. ¿Por qué has mandado buscarel maldito objeto?

—Quería hacerte un favor.¿No me dijiste que habías juradoencontrarlo y devolverlo o copiarlopara tu monasterio?

—No me crees. Queríasencontrar el libro porquedesconfías de mí. ¡Las mujeressiempre quieren saber más de loque les conviene!

Tomás estaba malhumorado.Se tomó a mal que hubiera estado

espiándolo. O se tomó a mal lo quetuviera que ver con el asunto.

—Dime qué pasa con estelibro —le exigí.

Se volvió hacia mí y sus ojos,a pesar de su ternura y calidez,estaban oscuros.

—¡Por favor, no me preguntes!¡Por favor, no lo busques más! Porfavor, confía en mí. No he hechonada malo y tengo mis motivos paracomportarme así. Te lo ruego,confía en mí, Cristina, y no sigasinvestigando.

Dudaba y no sabía cómocomportarse.

—¿No te puedo ayudar?—No.Se agachó hacia el hatillo, que

parecía pesado, y apartó a un ladoun par de botes de color, algunashojas y pinceles para hacer sitio.

—Mira, ésta es la razón por laque me fui. Había terminado contodo el trabajo que me habíasdejado y ya no tenía nada que haceraquí.

Céline me explicó años mástarde lo que ocurrió realmente.

— Maman, me tienes queperdonar. He guardado ayuno yrezado y se lo he confesado todo ala Madre Superiora. Dios me haperdonado. Pero no sabes lo quedeseo que me perdones tú.

—Céline, pequeña tonta. No,ahora debo llamarte hermanaAgnes.

Nos hallábamos sentadas en eljardín del convento, al que teníanacceso los visitantes, verde y frío,

con su olor a hierbas medicinales yrosas, un poco acre, picante yfinamente dulce, puro, comonuestros sentidos limpios despuésde tantos años. Aquí podía tocar ami hija, donde sólo existía un amorardiente por Dios y se reservaba unamor suave y limitado a lascriaturas sobre la tierra, un pálidoreflejo del Cielo, bienhechor comouna mano fría, desapasionado.

—Nunca te he guardadorencor. Sólo me preocupaba por ti.Eras tan joven. ¡Y él un monje! Era

imposible para ti y para mí.—Quizá es que no hemos

querido lo suficiente, madre. Eloísay Abelardo incluso dejaron a unlado a Dios, tan fuerte era su amor.Por si no lo sabías, eran un monje yuna monja, no hace tanto de ello, ypor su amor, si hubieran podido,hubieran dado la vida eterna.

Estaba pálida, pero decidida yconsciente de sí misma. Susmejillas redondas de cuando eraniña se habían derretido de ayunar yde las noches que había pasado

arrodillada frente al altar. ¡Y teníalos dedos manchados de tinta!Céline se había convertido enbibliotecaria en este conventodominico con su famosa biblioteca.Me sentía muy orgullosa de ella.

—Me ha costado tiempoaceptar —me dijo— el habermecomportado igual que todas esasmalas mujeres a las que se refierenlos hombres cuando sostienen queestamos corrompidas por naturalezay que en la cabeza sólo tenemospensamientos perversos. ¡Pensar

que intenté seducir a un monje!¡Terrible! ¡Sólo pensar en laintención! ¡Y a lo que le hecondenado a él!

—Ya te he dicho en muchasocasiones que no se trató de unplacer bajo. Lo sé por ti misma. Ycuántas veces tengo que decirte quela enseñanza de la corruptibilidadde la mujer es falaz e insidiosa.¿Cuántos ejemplos te he contado dela historia y de la literatura, sí,incluso de la Biblia, de los que sedesprende que son los hombres los

seductores por naturaleza y que sino lo consiguen con lisonjas,cuántas veces utilizan la violencia?¿No tienen incluso las mujeres queesconderse de ellos para estar asalvo de su lascivia? Bien, Tomásera diferente, ¡alabada sea María!Tu único pecado fue unenamoramiento, eras muy joven, lanecesidad de una persona a la queamar no es en principio algo malo.No obstante, Dios nos pide queaprendamos a controlarlo.

—¡Pero que incluso haya

intentado convertirlo en un extrañopara ti! ¡Estaba tan terriblementecelosa de ti! Y cuando te fuiste deviaje con Jean inicié mi caza,aproveché cada oportunidad decruzarme en su camino, me poníamis vestidos más bonitos, utilizabacarmín rojo. La abuela seescandalizó y se puso furiosacuando me descubrió. ¡Perosospechaba de un joven de nuestracalle, no del hermano Tomás! Meperfumé con tu agua de rosas, mesolté el corpiño, me agachaba sobre

su mesa cuando pintaba, leprovocaba cuando me impartíaclase. ¡Incluso amenacé condenunciarlo a la Sorbona si no mebesaba! ¡Oh, maman! Fui tandesvergonzada, estaba tanperdidamente enamorada de él, queapenas lo puedo creer.

—Fue tu primer amor. —Y élno veía a otra más que a ti. —¿Ésaes la razón de que ingresaras en elconvento?

Rio, mi hija, la hermanaAgnes, rio. Estaba tan contenta de

que pudiera reír en ese lugar queme había imaginado tan serio y queera tan alegre. Todas las hermanaseran amables conmigo y parecíanvivir en armonía.

—No. Ésa no fue la razón.Ocurrió todo como te he contado.Me enamoré de la personaequivocada y pienso que fue parabien. En caso contrario no estaríaaquí, donde soy tan feliz. Peromadre, ¿me puedes perdonar?

—No hay nada que perdonar.Lamento que estuviera tan ocupada

con mis asuntos y que no supieraver nada de lo que pasaba. Deberíahaberte protegido.

—Mamá, si me hubierashablado de Tomás seguramente tehabría arrancado los ojos.

Así que Tomás huyó delacecho de Céline y de las pullas demi madre, pero nada podíaimpedirle volver a mí, y ademásguardaba una sorpresa.

—Estuve en el monasteriofranciscano de Senlis. Había oído

que fabrican algo que podría sertede mucha utilidad. Así que allíilustré una Biblia y a cambio medieron esto.

Desató el lazo de cáñamo delhatillo, desenrolló algo envuelto enun paño y desplegó ante mí unpequeño montón de pieles, tan finasy claras que nunca había visto algosimilar. Pasé las yemas de losdedos por la superficie lisa y fría.Eran tan finas que al escribir habíaque prestar mucha atención, con elfin de no arriesgarse a que la tinta

se corriera por el reverso.—¿Qué es esto? ¿Ternera?

¿Cómo se pueden hacer tan finas?—No se puede, lo hace la

naturaleza. Es el así denominadopergamino virgen, de la piel de unternero nonato, el material paraescribir más caro y lujoso queconocemos.

Como madre, me consternó unpoco, pero entonces pensé que losterneros también son sacrificadospoco después de nacer y yo tambiénescribía sobre su tegumento. Quizá

un día probara el papel.—¿Y has hecho esto por mí?—Sí, pronto tendrás que

escribir para la reina. Así quenecesitas el material adecuado.

Creía realmente más en mí queen sí mismo.

—¡Te lo agradezco! Pero estapreciosidad no la utilizaré paranadie más que para la reina. Dime,¿así que no sabes nada de lo que teescribí en mis cartas?

—¡Nada!—Imagínate, el duque de

Berry nos ha hecho un encargo.Quiere que vuelva a escribir todami obra para él, pero más bella yricamente de lo que me he podidopermitir hasta ahora. Exige elmáximo de método y originalidad ynos ha adelantado oro para losgastos. Puedes comprar todos loscolores: púrpura, oro de verdad,plata, todo lo que desees utilizarpara tus iluminaciones. Podemosencargar tapas bonitas y orfebreríade plata. ¡La mezquindad es pasado,Tomás!

Intercambiamos todas lasnovedades y tuve que prometerleque dejaría estar el asunto delenigmático libro. Así lo hice. Perocrucé los dedos tras la espalda. Mehabía propuesto confrontarlo con elobjeto de sus historias ysubterfugios en cuanto lo tuviera enmis manos. De camino a Calais sehabía acordado de por lo menosveinte lágrimas en las supuestasconfesiones de su vida. El dar conla verdad sobre él se habíaconvertido en una obsesión para mí

y este libro huidizo me parecía laclave para ello.

—¿Estuviste en la casa delpuente? ¿Ha vuelto la dama a París?

—No lo sé. He venidodirectamente hasta aquí. Tambiénsería mejor que fueras tú a verla.¡Es una depravada ramera y comomonje yo no puedo entrar en sucasa!

Reí amargamente.—No serías el primer prelado

en una casa como ésa. Cardenales yobispos mantienen abiertamente a

sus queridas y protegen a susbastardos.

—Por eso mismo —dijoTomás, severo—. Como losrepresentantes de Dios en la tierragozan de tan mala reputación, nodebo aportar más para disminuirnuestra credibilidad.

Y yo pensé para mí que tú,querido monje, sí que suponías uncargo de conciencia para unahonorable viuda con tus bonitosojos y tu boca pecaminosa.

—Ya es suficientemente

grave... —empezó a decir, perodespués cambió de parecer—. MiOrden es mucho menos culpable encomparación con otras. Una vezantes de mi marcha me dirigí en lacalle a la susodicha dama. ¡Ya megané suficientes burlas de lostranseúntes!

—¿Cómo reaccionó?—Me dijo que no conocía a

ningún Massimo y tampoco a ningúngordo genovés y que ya me podíalargar si no llevaba una bolsa dedinero bien cargada, al contrario de

lo que demostraba mi hábito.—Entonces le haremos una

visita los dos juntos, y esta vez nose nos escapará. Puedes esperarmefuera.

—De acuerdo. En lo querespecta a su apariencia, ya puedesprepararte para llevarte unasorpresa.

Y vaya con la sorpresa que meesperaba. La mujer que estaba apunto de cerrar la puerta de la casaroja del puente de los Cambistastenía las facciones clavadas a

Berthe, o por lo menos a la Bertheque hubiera podido ser de no habertenido esos ojos de gorgonarasgados de rabia, la piel hinchaday gruesa, la frente permanentementefruncida y las comisuras de la bocasiempre tirando hacia abajo. EraBerthe arreglada y vestida con ungusto exquisito de satén verdemusgo y unas caras joyas de plata,diez años más joven, el cabellonegro brillante como la seda.Llevaba los hombros al descubiertoy no lucía cofia, lo que ya

desvelaba su profesión.—Buenos días, me llamo

Cristina de Pizán. Os ruego que meconcedáis un momento de vuestrotiempo. Podríais ayudarme aresolver un misterio.

Sonrió y me dijo con vozsuave, otra característica que ladiferenciaba de Berthe:

—Con gusto, siempre que nose refiera a vuestro marido. Sobreesos asuntos nunca facilitoinformación, lo que debéisentender. Eso ha de resolverlo la

mujer con su compañero. Yo nadatengo que ver.

—¿Que no tiene nada que ver?—Yo sólo soy un pasatiempo,

una mercancía que un hombrecompra. No entiendo por qué lasmujeres arman tanto follón por ello.Yo no les quito nada y les doy algoque ellas no son capaces de darles.Al final siempre regresan a ellas,más tranquilos, más contentos. ¿Porqué se me hacen entoncesreproches?

—Por lo que a eso respecta,

no supongo ningún peligro para vos.Como podéis apreciar soy viuda.Lo que os quería preguntar serefiere a otra mujer.

—Entonces entrad.Tomás permaneció al otro

lado del puente y nos observabacon la frente fruncida. La fulana sedio cuenta y lo saludódesvergonzada como a un viejoconocido. Rojo de vergüenza se diola vuelta.

Me pidió que entrara en sucasa, abrió la puerta pintada y me

guió por una estrecha escalera hastauna estancia cómoda con alfombrasmullidas, tapices en las paredes,cuyos motivos hicieron que se mesubieran los colores a la cara, yasientos árabes bajos llenos decojines de seda.

—Yo fui una esposa valiente,pero feliz y contenta dentro delmatrimonio. No creo que ni mimarido ni yo nos hayamos perdidonada.

—Entonces estimo que soismuy feliz —me dijo—. ¿Os puedo

ofrecer algo? ¿Vino? ¿Jarabe derosas o menta? ¿Agua clara demanantial con lentejuelas doradasdentro?

Le pedí un jarabe de menta.Nos sirvió a ambas en jarras deplata con querubines bailando en elreborde. Su negocio parecíafuncionar bien.

—Sí, mi negocio funcionamejor de lo que debería, si uno creeen las aseveraciones de los curas,según las cuales el matrimonio esun puerto determinado y bendecido

por Dios. Pero creedme, no a loscuras, sino a mí me cuentan loshombres, y a veces también lasmujeres, lo que nadie quierereconocer. Cómo el matrimonio enmuchas ocasiones es un pestillocruel y frío a la felicidad; todo loque no se tiene, pues se piensa quees suficiente con domarse el uno alotro. Una persona no se contentacon hartarse de comer; tambiénquiere degustar el ámbar que se leprometió, ¿no es así?

Sabía muy bien que tenía toda

la razón, pero no se lo podíareconocer.

—Es posible que muchosmatrimonios no sean felices —ledije—, pero ¿no se trata de nuestrapropia culpa? Buscar el placer sinmiramientos, tal como se lesaconseja hoy, y aquello que vosdenomináis felicidad, ésa es lacausa de toda preocupación. Si elmarido prestara más atención a lossentimientos de su mujer, entoncesno buscaría a gente como vos, y sila mujer prestara más atención a sus

deseos, entonces no tendría ningunarazón para ello.

Rio por lo bajo. Debí decaerle bien.

—Tenéis razón. Pero como laspersonas no son como deberían sersurgen peleas y preocupaciones ypersonas como yo.

—¿Y no tenéis ningún miedode vuestra eterna salvación? —lepregunté sin aliento. La prostituciónsobre la tierra significaba el fuegoeterno, las torturas del infiernoeterno de la perdición, tal como me

habían enseñado. ¡Desde elmomento en el que pisara el másallá, ya no habría clemencia nihuida hasta los primeros días, unarepresentación terrible!

—Apenas —me dijo—. Enocasiones no estoy segura de lo queme espera. Rechazo todo cuantoenseñan los sacerdotes. Sólo tienesque fijarte: ¡en la Biblia no semenciona nada de todo eso! Heconseguido una traducción de laBiblia, una biblia de los cátaros.Incluso alguien como yo se plantea

cuestiones sobre el más allá. Peronunca se menciona que las mujeresno tenían acceso a Dios, que pordentro somos repugnantes y sucias,que se nos debería pegar y tenernosatadas con cadenas. Jesús no dijonada de todo eso. Y tampoco mecreo todo ese andamiaje, que sólosirve para sus propósitos másbajos. Mirad sólo cómo desde elmonje al Papa predomina la lujuria.Los cardenales presentan a suscortesanas en público y al mismotiempo condenan al resto de las

mujeres. ¿Por qué debería prestaratención a sus mentiras? He hechomi elección y soy más caritativa ygenerosa que muchos honradosciudadanos de allá fuera. ¡Nadie hadejado mi casa sin sentirse mejor oconsolado, ningún mendigo se haido de aquí sin una moneda o untrozo de pan! El Dios en el que creoquiere a las mujeres y a loshombres por igual. El Dios en elque creo sólo tiene una medida y nodos.

Me miró combativa y yo noté

sus dudas interiores. Había hechosu elección y permanecía obstinadaen ello. La salida la conocería trasla muerte.

—Encenderé una vela por vos—le dije—, aunque no queráiscreer en estas cosas. Albergo losmejores sentimientos por vos, másde lo que podríais suponer.

Se estiró el vestido, algoconfundida por su propio arrebato.

—Influyo en mucha gente detal forma que me cuentan mucho deellos sin propósito alguno.

—Entonces, ¿por qué mehabéis buscado? Supongo que nopara escuchar el credo de unafurcia.

—No —le dije—, aunquetengo que admitir que para mí hasido fascinante el escucharos. Nosoy de vuestra opinión. Opino quelas severas costumbres se hanhecho para proteger a la mujer yque una puede llevar mejor su vidasi se atiene a ellas. Lo que criticode nuestro tiempo es justamente quese haya abusado de la palabra

«amor», con el fin de poner a lasmujeres a disposición del deseo delhombre de forma más rápida ysencilla, sin que él tenga queresponsabilizarse de nada. Si ya nose trata de amor, que según miopinión se construye sobre lafidelidad y la confianza, sinosimplemente de la satisfacción,entonces pienso que la posición dela mujer se ha debilitado. Elargumento del deseo es sólo unarma más en contra de las mujeres,que físicamente son inferiores a los

hombres. El amor no es ningunamoneda, pero sí que es la posesiónmás preciada del mundo.

—Eso es muy elevado para mí—me respondió—. Yo recibo loque necesito en la moneda que másme gusta. No quiero más.

Acabé de beberme mi jarabe ydejé mi vaso en una pequeña mesade madera de nogal oscura, laspatas adornadas con tallas, el sobrede bronce y esmaltado, mucho másbonita y valiosa que todo lo queteníamos en nuestra propia casa.

—El comerciante genovés,Massimo; me gustaría saber quépasó con él.

Su rostro se cerró como unportón enorme.

—No conozco a ningúncomerciante genovés. ¿Cómo sellama? ¿Massimo?

—Exactamente, Massimo.Mediano, corpulento, cabello negroy aceitoso, ojos oscuros. Un hombreagradable. Generoso. Acaudalado.Era mi vecino y me caía bien. Megustaría saber cómo fue que terminó

su vida en las ruedas del molino.¿Qué es lo que pasó?

Se hundió todo lo que pudo enlos cojines y mostró una supuestadespreocupación. Su mano blanca yenjoyada jugaba ociosa con el vaso.Su boca roja estaba ligeramentehinchada.

—Es algo que no puedo saber.Nunca lo he visto.

—Su mujer, que es inocente,está en la cárcel simplementeporque tiene fama de ser mala.Como podéis ver, ser mujer y no

ser sumisa, como se espera de ella,es suficiente para ser torturada yejecutada.

—Ahora intentáis que sientacompasión. ¿Por qué tendría queayudarla? Yo también soy unamujer débil. Si se me relaciona conello, una prostituta, ¿qué es lo quepasará conmigo? ¡Entonces lasoltarán a ella y me encerrarán amí! ¿Y cuándo ha hecho una esposaalgo por una furcia? ¡Ni hablar!

Sabía algo, pero yo no hubierareaccionado de otra forma en su

lugar. Tenía toda la razón delmundo: si una cortesana caía enmanos de la Justicia, entoncesdarían un ejemplo con ella, unabonita ejecución con una fiestapopular como exhortación demoralidad de cómo termina unavida mal llevada.

—No tiene ningún sentidomentir. Sé que estuvo aquí. Losvecinos lo han visto en muchasocasiones. Y además realicé unexperimento para descubrir desdedónde tendría que haber sido

lanzado el cuerpo al agua para quefuera a parar a esa determinadarueda y no a otra. ¿Sabéis que lacorriente aquí toma siempre lamisma dirección?

Su actitud se desmoronó comoun pan que se ha sacado demasiadopronto del horno.

—¡No lo sabía! ¿Eso se puededemostrar?

—Es muy sencillo. Podríarepetir ese experimento encualquier momento frente a un juez.

Se lo expliqué.

Tenía los ojos como platos.Me daba pena. Pero no quise que sediera cuenta y bebí otro trago delexcelente jarabe de menta.

—¡Dios mío! ¡Os lo ruego, sivuestro sentimiento por las mujerescon problemas es tal como acabáisde expresar, entonces os suplicoque tengáis compasión de mí! Yasabéis lo que pasará conmigo si medenunciáis. ¡Me vendrán a buscar yluego todos los guardias seaprovecharán de mí, una y otra vez!Y dejarán de hacerlo cuando los

torturadores me hayan dejado contan mal aspecto que ya nadie mequerrá tener. No me hagáis esto.¡Vos misma sois una mujer!

¿Cómo podía entoncesentregarla?

—Aún no he estado en laJusticia con mis resultados. Primeroquería oír qué teníais que decirme.Así que contestadme ahora mismo:¿asesinasteis al genovés? Decidmela verdad. Después decidiré qué eslo que debemos hacer.

Se deslizó de su asiento y se

arrodilló frente a mí. Por lo menosno intentaba revolverse el cabello,no lloraba y no hizo ningún esfuerzopara presionarme.

—Poneos en pie. ¡No es justoque una persona se arrodille frentea otra!

—Os juro por Dios, por miDios, que quiere a las mujerescomo a cualquier otra criatura: ¡nole hice nada malo a mi Massimo!

—Pero ahora él está muerto, ysé que no se ahogó.

—Murió aquí, pero yo no lo

maté. Era un hombre bueno y tierno.Venía aquí desde... oh, dos o tresaños. No quería nada de mí. Sólotenía que cocinar para él, servirle,acariciarlo, escucharlo y hacerlecumplidos. En un par de ocasionesintenté seducirlo, porque me dabala impresión de que me ganaba eldinero de manera injusta. Pero él noquiso. Quizá es que no podíahacerlo con una mujer, al ser tangordo. Ya sabéis: bouc gras negrimpe pas, el cabrón gordo nopuede montar. Así se dice de donde

yo provengo. Era un poco como siquisiera representar un matrimonio,como hacíamos cuando éramospequeños: él es el marido, tú eresla madre y el resto hace de hijos.¿Lo recordáis? Así era. Era másque feliz cuando podía sentarseaquí, con una copa de buen vino enla mano. Me contaba sus éxitos y yolo acariciaba y le decía con vozdulce qué buen comerciante y quéinteligente era. ¡Y realmente lo era!Él me dio los mejores consejospara que le pudiera sacar provecho

al dinero que había ganado.¡Gracias a él, pronto podríahaberme retirado! Nunca tuve uncliente tan bueno como él.

«Apuesto a que sí», me dijepara mis adentros. ¡Sólo faltaba quela hubiera llamado Berthe!

—¡Si hay alguien que hubieraquerido asesinarlo, ésa es su mujer!¿Qué debió de hacerle para que élfuera a parar a mis brazos? ¡Y todolo que me regaló: joyas, alfombras,especias, perfumes! Mira —meenseñó una pulsera de oro adornada

con rubíes—. Nunca le hubieratocado un pelo.

—Te creo a pies juntillas. ¿Yentonces? ¿Qué pasó?

—¡No lo sé! Estaba conmigo,como siempre. Debía de habersepeleado con su mujer, ya quecuando llegó estaba muy alterado.Lo abracé y lo tranquilicé y le servíalgo para comer. Cordero con setas,pero eran setas buenas. ¡Yo mismacomí de ellas! Después seguimosbebiendo y estuvimos hablando yriendo. Bueno, «él» bebió bastante

y estaba muy alegre. De repente, sinmás, se cogió del pecho, como si lefaltara el aliento. Le abrí el jubón yprocuré que cogiera aire. ¡No sabíaqué hacer! ¡Y de repente estabamuerto!

Mientras me confesaba todo,iba de un lado a otro de lahabitación. Con las manos tirabadel borde de su mantilla.

—¡Estaba allí sobre el suelo,muerto! ¿Y qué podía hacer?¿Llamar a los alguaciles? ¿Yo? Lagente como yo evita el contacto con

ellos. Me habrían hechoresponsable al momento de todo. Esmuy simple: ¡una puta más o menos,a quién le importa! ¡Y a las mujeresdecentes les alegra vernos en lapicota! ¡Me habrían ahogado en lajaula de metal! ¿Qué podía hacer?En cuanto volví un poco en mí,pensé en cómo me podía deshacerdel cadáver. ¿Arrastrarlo yo sola?Imposible. Si hubiera buscado aalguien que me ayudara, hubieratenido durante toda la vida a unchantajista al cuello. ¡Así que

decidí tirarlo al río por la ventana,esa de allí!

La ventana que me señaló erademasiado alta para una personabaja como ella. Y además, estrecha.Massimo apenas hubiera cabido porella.

—¡Pesaba tanto! Tiré de él,intenté ponérmelo a las espaldas.Intenté cargar con el cadáver.Tiraba del brazo, después de lapierna. Pesaba demasiado. Apenaspude levantarlo del suelo, y no te

digo llevarlo hasta la ventana.Se dio la vuelta, se dirigió

hasta la mesa y se sirvió vino deuna jarra en el vaso, del que bebióun largo trago antes de seguirhablando.

—Finalmente caí en la cuenta,saqué una tabla del suelo y loarrastré con ella. Até el cuerpo aella con pañuelos de seda. Poco apoco, muy poco a poco, sudandocomo un porteador, conseguílevantar el tablón y poner unextremo en el marco de la ventana.

¡Después faltaba el otro extremo!Levanté el tablón y me lo pusesobre el hombro y luego intentéponerme en pie. Al final loconseguí. Yo estaba allí, con eltablón y el cadáver encima con unapunta sobre el marco de la ventanay la otra sobre mi hombro.

—Y entonces no supisteiscómo desembarazaros de lospañuelos de seda que tenían sujetoel cadáver al tablón. Si hubieraislanzado el tablón junto con lospañuelos al río, seguro que alguien

los hubiera reconocido.—¡Exactamente! Lloré de

rabia y desesperación. Metemblaban las rodillas y estaban apunto de fallarme. Conseguíalcanzar dos de los pañuelos y losdesaté, pero el tercero, que lesujetaba los pies, se quedó dondeestaba. Al final, me sentía tanagotada que sólo por acabar de unavez con ello incliné el tablón y vicómo el pobre Massimo, alprincipio lentamente y después másrápido, se deslizaba hacia la

oscuridad. Retiré los mechones decabello de mi rostro. Tenía unamanga medio rota y descubrí unarañazo sanguinolento en mi brazoderecho. Pero cuando introduje denuevo el tablón en la habitacióntuve que reír de alegría y alivio,pues allí estaba colgando mipañuelo. Se había desanudado ycolgaba de un clavo. Así que penséque nadie me podría relacionar conel muerto. ¿Y por qué lo habéissacado todo a la luz?

—Porque el pobre Massimo

fue envenenado.—¿Envenenado? ¡Dios mío!

¡No puede ser! Cuando llegó aquíestaba muy alegre. ¡Juro que no lehice nada malo!

—Os creo —dije lentamente—. Truphémus se debió deequivocar.

—¿Ahora qué vais a hacerconmigo? Yo no he hecho nadamalo, sólo he tenido la desgracia deque un cliente haya muerto en micasa. Si esto hubiera sido unatienda nadie se hubiera extrañado.

Pero ya que ésta es la casa de unaprostituta, en cualquier caso mecargarán a mí el muerto.

—No quiero denunciaros.Tiene que haber otra forma dedemostrar la inocencia de Berthe.

—¿Y si realmente no fuerainocente?

—¿Cómo podría haberlollevado a cabo? Cuando murióestaba lejos de su casa. Y tenía tanpocos motivos como vos paradeshacerse de él. ¿Berthe?Imposible.

Me puse en pie.—Os agradezco el agua

azucarada. Os prometo que dejarévuestro nombre a un lado hasta queme sea posible. Si saliera a la luz,entonces me involucraré en vuestradefensa tanto como he hecho conBerthe. ¿Disponéis de suficientedinero para un buen abogadodefensor?

—Ya os lo he dicho. En cuantoentre en la cárcel, se me habráacabado la vida o por lo menos sehabrá echado a perder. Preferiría

que llevarais este asunto con muchadiscreción. Confío en vos, no loolvidéis.

—No, no lo haré. Pero¿queréis cargar la muerte de unamujer inocente a la cuenta devuestros pecados? Pienso que ya essuficientemente larga. ¡Reflexionadsobre ello! Si os decidís a testificarde manera voluntaria, enviadme unmensajero a la torre Barbeau. Osacompañaré a un juez de instrucciónque conozco y os ayudaré en lo quepueda.

Salí al puente de losCambistas, donde al principio no via Tomás. Cuando por fin lodescubrí, estaba mirando fijamenteel agua un par de casas más allá enla baranda del puente.

—¿Se han vuelto a burlar deti? —le dije en broma.

Se limitó a gruñir furioso y seabalanzó con pasos aceleradoshacia la orilla derecha.

XVI

— ¡Je, je! ¡Habéis hurgadobien en el avispero, viuda Castel!

Me encontré con Mézières conmotivo de la firma del contrato enlas oficinas de uno de los muchosabogados a los que daba de comer,el señor De la Chance.

—En la Sorbona hay muchaagitación. ¡Un hombre tanimportante como el rector de Lillese descuelga con que debéis saber

dónde están vuestros límites!¡Divertido, querida, no deja de serinteresante!

—¡Encuentro que es unarrogante y ya le he respondido! —le dije con dignidad.

—¡Ah! No dudéis de que elloservirá de publicidad a vuestrosversos. ¡Lo habéis conseguido! ¡Enla Corte se habla permanentementede vuestra pequeña querelle!

—No se trataba de vanidad oincluso de un vulgar sentido delnegocio, monsieur, sino

simplemente de la defensa de lasmujeres frente a las maliciosasacusaciones y calumnias en elindescriptible El libro de la rosadel doctor Meung.

Jean de Montreuil, el rector deLille, se había alterado tanto con miescrito que me había consideradomerecedora de una respuestaoficial. También se la envió alprofesor Gonthier Col, uno de susgallos henchidos de su propiaimportancia, que llevaba susdistinciones como uno lleva un

peine. ¡Dios del cielo, sin sustítulos estos señores estaríandesnudos!

Entre tanto también había, pordesgracia incitado por mí,devorado esa sucia obra y en virtuda su autoridad había proclamadoque incluía muchas palabras bonitasy versos elegantes y que sin dudaalguna se trataba de una obramaestra y etcétera, etcétera.

Analicé cuidadosamente suhimno laudatorio según todas lasreglas del oficio. Los elegantes

versos estaban expresados de formaextremadamente asquerosa, escribíyo, y lo demostré con citas. En lasnotables ideas sólo reconozcodesenfreno. Y si todas las mujeresson unas perdidas, ¿por qué lanovela recomienda que uno seacerque a ellas?

El profesor Gonthier Colcontestó que era una completainsensata y que me había alteradosobremanera de una formatípicamente femenina. Me ordenócorregir mis afirmaciones y

reconocer en público mi actituderrónea. En caso contrario, meamenazaba con un «castigoprovechoso».

Entonces le recordé que lapequeña punta de una diminutanavaja puede muy bien desgarrar unsaco completamente lleno.

—No os debe faltarentendimiento, si es que las mujereslo tienen —rechinó Philippe deMézières—. En caso contrario nohabríais conseguido alterar tanto aeste caballero.

—¿Habéis leído El libro de lar o s a del que se habla? —lepreguntó el señor De la Chance. Susojos brillaban expectantes.

—¡Qué va! ¡Novelas! Notengo tiempo para esas neciasdistracciones. Hablemos denegocios.

Ambos firmamos los contratosde compra. Mézières chasqueó losdedos.

—¡Aquí tenéis! Un adelanto dequinientas piezas de oro. Os haréllegar el resto mediante un

mensajero en cuanto haya echado unvistazo a mis propiedades.

Uno de sus lacayos se acercó ydepositó un saquito de cuero conlas piezas de oro frente a mí sobrela mesa. No lo toqué, ni conté lasmonedas y no le hice ni caso.

—No habíamos acordado talcosa. Quiero todo el importe sobrela mesa, distinguido señor, si no, norecibiréis las llaves —le dije.

Primero iba a explotar de ira,pero después soltó una de suscortas risas y volvió a chasquear

los dedos. Su lacayo extrajo unaletra de cambio firmada del jubón yse la entregó al señor De la Chance,que comprobó el documento y medio la conformidad con un gesto.

—Os deseo más suerte con laspropiedades de la que he tenido yo—le dije—. Si me permitís unconsejo, echad a los actualesadministradores y poned en su lugara vuestra propia gente. El servicioes vago o trabajador en función deltrato que se le dispensa.

El colega y viejo enemigo de

mi padre afirmó impaciente con lacabeza, y ya se quería poner en piecuando se me vino una idea a lamente:

—Monsieur, ¿conocéis vos latorre Barbeau?

—Oh, sí. El viejo rey se laregaló a vuestro padre poco antesde morir, muerte de la que no dejade ser culpable. ¿Aún vivís allí?

Me tragué la odiosa alusión.— Sieur, entonces, ¿recordáis

que la torre le fue regalada a mipadre?

—Sí —dijo Mézières—.Además, yo estaba en contra.

—No obstante, quierendesposeerme de ella injustamente yecharnos a la calle a mí y a mimadre, así como a mis dos hijos yotro familiar. ¡Le entregué enpersona el documento queacreditaba la cesión al presidentedel Tribunal de Cuentas y ahoradice que no lo ha visto nunca!

—No me extraña de él.Siempre fue un codicioso.

—Sé que os enfrentasteis a mi

padre, pero conmigo no estáispeleado, una viuda desamparada.Apelo a vuestra caballerosidad y avuestra conciencia. ¡Ayudadme ydeclarad a mi favor!

—Viuda Castel. No ospreocupéis por la torre. Seguro quevolverá a encontrar el documento.Que sigáis con salud y presentadmis cumplidos a vuestra señoramadre.

Dichas esas palabras, selevantó y se fue. Apenas le hizo ungesto al abogado. Sus criados lo

siguieron a toda prisa.El señor De la Chance me

felicitó y me propuso que dosempleados armados me llevaran eloro a casa. La letra de cambio lacobraría en mi nombre. Aceptégustosa su ofrecimiento.

Yo misma tenía que solucionarun asunto. Tenía la impresión deque ese día la suerte estaba de milado y quise hacer de una vez algopor Berthe.

Despacio, crucé las callesmojadas, pasé por la torre de la

capilla de St-Jacques, que se vedesde lejos, y las casas de maderapegadas la una a la otra, que ríoabajo son cada vez más pobres.Cogí el camino que pasaba por elpuente de Notre-Dame hacia elPalacio Real, no el de losCambistas, porque no me queríadejar influir por la visión de la casaroja.

Sólo me hicieron esperar unahora hasta que me recibió monsieurTruphémus. Ahora era unacelebridad en París, no la pequeña

viuda de vestidos desgastados. ¿Noes triste y ridículo? En lugar detratar a las personas por sus méritosy necesidades, parece serenormemente importante si uno es«famoso» o no. No importa si lo espor haber hecho algo bueno o maloo simplemente porque sea rico.Entonces se te abren todas laspuertas y te muestran respeto.

—¡Mi muy apreciada yquerida madame de Pizán! —merecibió el juez —. ¿Qué tal fue laboda? ¡Os felicito por vuestro gran

éxito! Incluso a mi mujer le hecomprado un ejemplar de vuestrapoesía. ¿Me lo firmaríais para ella,os lo ruego? Me alcanzó mi libroJeux à Vendre.

—Con mucho gusto. ¿Cuál esla flor preferida de vuestra mujer?

—La violeta.Improvisé un pequeño verso

sobre las violetas y lo añadí.Estaba entusiasmado y más queagradecido.

—¿Qué os trae hasta aquí?¿No será de nuevo esa horrible

mujer?—Sí, exactamente ésa.

Monsieur Truphémus, sois unhombre con gran sentido de lajusticia. Os debe doler incluso avos el que mantengáis encerrada sinpruebas a una viuda y madre.

—¡Contamos con lasdeclaraciones de los vecinos!

—¡Calumnias! Podríademostrar muy fácilmente que estasdeclaraciones provienen de los másacérrimos enemigos de Berthe. Notendrían ninguna importancia si se

celebrara una vista. La habéisinterrogado. Más de una vez. ¿Haconfesado? Se inclinó sobre lamesa y susurró:

—Por desgracia, no. Si fuerauna bruja diría que le ayuda eldiablo. Ninguno de nosotrosentiende cómo lo puede aguantar.Sensible sí que no es.

—Es inocente. Un ángel lacustodia. Mirad, de lo único de loque es culpable es de no serexactamente un ser amable. Notenéis nada en la mano contra ella.

¡Dejadla ir de una vez!—No es posible.Decidí utilizar con gran dolor

todo cuanto sabía.—¿La dejaríais marchar si os

demostrara que el comercianteMassimo no estaba cerca de su casacuando murió?

Se puso en pie. Alterado, sefrotó su nariz bulbosa.

—¡No puede ser! ¿Qué meestáis diciendo?

—Un monje ilustrado, queconozco muy bien, tuvo la idea de

analizar dónde debió caer el muertoal río para que fuera a pararprecisamente allí donde loencontraron.

Le expliqué mi demostraciónomitiendo la posición exacta en elpuente de los Cambistas, pero no lepareció suficiente.

—¿Vejigas de esturión?¡Tonterías! No puedo dejar ir a unaasesina sólo porque un monje hapuesto a navegar vejigas deesturión. ¡Es grotesco! Con todo mirespeto, madame, por vuestra

fantasía literaria.—De acuerdo.Le conté todo lo que sabía.—¿Cómo? ¿Habéis hablado

con esa mujer en lugar deinformarme a mí?

Fue corriendo hasta la puerta ychilló hacia el pasillo. Aparecierondos alguaciles y Truphémus lesordenó que corrieran hasta elpuente de los Cambistas ydetuvieran a la mujer que vivía enla casa roja.

—¡Madame! ¿Por qué no

vinisteis enseguida a informarme?Ahora estaba enfadado. Se

sirvió una copa de vino de una jarraque tenía escondida bajo la mesa.Con retraso también me ofreció amí.

—Gracias. Estoy un pocoalterada —le dije—. No me sientomuy bien por lo que he dicho. ¡Ladama no es del todo decente, peroestá completamente libre de culpa!

—Eso se demostrará.¡Qué es lo que había

ocasionado! Y así estuve un tiempo

incómodo defendiendo a una mujerfrente al juez que ni siquiera habíasido acusada ni estaba en la cárcel.El puente de los Cambistas noquedaba muy lejos. Pronto oímosvolver a los alguaciles corriendopor el adoquinado de la arcada ygolpeando a la puerta.

—Adelante —dijo Truphémus.Entró uno de los alguaciles. A

pesar del tiempo de noviembreestaba sudando.

—Se ha marchado, excelencia.—¿Cómo?

—La casa está cerrada y lospostigos echados. Hemos tenidoque echar abajo la puerta,excelencia. Se lo han llevado todo.Los vecinos dicen que se fue ayerpor la noche. Cargó todas sus cosasen un carro de bueyes y se fue.Nadie sabe adónde.

—¡Gracias, Virgen Santísima!Me santigüé toda agradecida.Truphémus mandó salir a los

hombres, se dirigió a mí y protestó.—Os ha salido redondo,

madame de Pizán. Mmm...

Volvió a beber un buen sorbode vino y se frotó la nariz.

—Bien —dijo después de untiempo—. Os la podéis llevar.

—¿Perdón?—Dejo a esa Berthe en

libertad. Vuestra declaración va encontra de la de los vecinos, quecomo habéis observado muy bienson simples calumnias. Os ruegoque lancéis conmigo vejigas depescado al Sena. Traeré a mi hijo.El asunto le interesará.

Estaba completamente

aturdida.—¿Dejáis a Berthe en

libertad?—Sí.—¿Cuándo?—Oh, os la podéis llevar

ahora mismo. ¡Os hará muchailusión! Vaya pieza másabominable. No la he interrogadoen más ocasiones porque sólo meproducía dolor de cabeza, es peorque un concierto gatuno. ¡Thierry!

Su secretario, una personadiscreta que siempre conseguía que

uno se olvidara de su presencia, semovió tras su pupitre.

—Redacta un escrito para quepongan en libertad a Berthe lanegra, la mujer del genovés, yasabes. Debe ser entregada a lacustodia de madame de Pizán.

Con el pergamino enrollado enla cintura volví a la orilla derecha,totalmente sorda a mi éxitorepentino. Cuando llegué a la cárceldetrás del matadero mis zapatos sehabían coloreado de rosa, ya que lalluvia había diluido la sangre que

de allí salía y la habíaesparcido por todas partes. Un

perro flaco desgarraba unasentrañas sobre el adoquinado.Grégoire estaba de guardia en lapuerta principal, malhumorado ycon la nariz goteando.

—¡Os saludo, Grégoire!¿Estaríais mejor al calor, en casacon vuestra querida, verdad?

—Bien lo podéis decir.Buenos días, Cristina. ¡Resguardaosde la lluvia! ¿Qué hacéis aquí coneste tiempo de mil demonios?

—Vengo a sacar a Berthe.Aquí está el documento que pruebaque me la puedo llevar.

Lo leyó con un poco deesfuerzo.

—Gracias, san Florián. Laprimera buena noticia de hoy.Ahora mismo la tendréis.

Dejó que alguien loreemplazara en la entrada y meacompañó él mismo abajo, dondelas figuras miserables haraganeabanencima de la paja húmeda. Berthehabía perdido mucho peso, tenía los

ojos enrojecidos y los brazos y laspiernas desnudos llenos demordeduras de ratas y piojos.

—¡Te has tomado tu tiempo,fabulosa defensora! —fue surespuesta cuando le dije que estabaen libertad. Entonces escupiósangre.

—En este estado es imposibleque vuelva a casa andando —ledije a Grégoire—. Por favor,pidamos un palanquín.

Entre los dos levantamos a mipobre vecina y la condujimos fuera

de la mazmorra arriba hasta lasalida, donde la colocamos sobreun palanquín llevado por un burro.Apestaba a orina, sangre y vómito.Tuve que prometerle al dueño delpalanquín el doble de lo normal porlo sucia que estaba Berthe. Todo elcamino a casa lo pasó echandopestes de su desleal hijo, de lo queyo había tardado en ir a buscarla yde sus vecinos, que la habíancalumniado.

—¡Bueno, todos ellos me lovan a pagar con creces! —tosió y

escupió una mucosidad rojiza a lacalle—. Ya verás tú, en cuantosaque los pagarés que tengo detodos ellos. ¡Cómo lo lamentarán!¡No tendré compasión! ¡No, Bertheya no será generosa con ellos! ¡Voya embargar toda la calle!

Y yo me preguntaba de quégenerosidad hablaba.

Los vecinos observaron mudosla entrada de Berthe en la calle ymurmuraron. Nadie estaba feliz porello. Pero ¿no hay que darleprioridad a la justicia? Cuando el

palanquín se detuvo delante de latienda, Aldo salió corriendo. Sequedó con la boca abierta. Nunca lohabía visto tan estupefacto. Luegola expresión de su rostro cambió dela sorpresa a la más pura alegría.

—¡Madre!Corrió hacia el palanquín.—¿Has conseguido que

finalmente la liberen? ¡Gracias,Cristina! Ven, madre, deja que tellevemos a un sitio caliente paraque te reanimes: un fuego, una sopa,un vino caliente especiado y

enseguida te encontrarás mejor.¡Oh, lo valiente que has sido, mipobre madrecita!

—Cierra la boca y ayúdame abajar, haragán —retumbó desde elpalanquín.

El realmente preocupado hijobajó a Berthe y se la llevó dentro.Sólo me quedaba pagar al portador.

—¿Por qué nunca me hicisteuna visita? —oí cómo graznabaBerthe.

—¡No hubiera podidosoportarlo! ¡No hubiera aguantado

esa visión, madrecita! ¡Le paguémucho dinero al intendente de lacárcel para que te alimentarandecentemente y lo mismo a losabogados! ¡Ay, qué es lo que te hanhecho!

Me fui a casa.—Bueno, ahora ya están todos

contentos —me recibió Marie—.Sobre todo los vecinos y losclientes, te admirarán por tu nobleacción.

Mi madre sacudió la cabeza.Tomás me alabó únicamente cuando

estuvimos solos en nuestro estudio.—Has obrado de forma

correcta. Pienso en lo que leocurrió a Francisco de Asís: en lalocalidad de Gubbio había un lobomuy feroz, al que todos temían. SanFrancisco dijo, sin embargo: sóloes tan fiero porque lo habéisexcluido de vuestra comunidad y lelanzáis piedras. Entonces fue allí,se arrodilló frente a la bestia y lehabló con ternura. Ésta se echó alsuelo y le lamió las manos.

A pesar de todo, Berthe estaba

muy lejos de mostrarme cualquiertipo de simpatía. Cuando un par dedías después fui a la tienda, seencontraba sentada como siempreen la silla elevada junto a la caja dedinero y observaba a Aldo, que conel ademán más aplicado embalaba yayudaba en lo más sencillo. Bertheregía la casa y el negocio comosiempre.

—¡ Ah, Cristina! Ya mepuedes ir pagando ahora mismovuestras deudas —me dijo comopalabras de bienvenida.

—¿Qué deudas? —mesorprendí.

Había pagado todas nuestrasdeudas, en todas partes, con eldinero de Mézières.

—Por el burro que estuvisteisutilizando cuando yo estaba enprisión y Aldo de viaje. Tres solespor día, lo que supone cuatro piezasde oro.

Estaba indignada.—Escucha: si no nos

hubiéramos hecho cargo del animaly lo hubiéramos alimentado, ahora

mismo ya no tendrías un burro. Sehabría muerto de hambre o lohubieran robado.

—¿Y no lo hicisteis trabajar?Alargó la mano. Giré sobre

mis talones y me juré no comprarnunca más en esa tienda. ¡Yabastaba!

—¿Ya estás contenta? —mepreguntó mi madre cuando entré enla cocina. Ella, Héloise y tía Marieestaban preparando el carbón parael invierno. Había montañas detrozos verdes de carbón sobre el

suelo de piedra, montones de trozosde carbón cortados sobre la mesa,que propagaban un acre olor averdín.

—¿A qué te refieres? —ledevolví la pregunta, obstinada.

—Que has ayudado a esa malamujer a salirse con la suya —mereprendió Marie—. ¡Ahoravolvemos a tenerla al cuello!

—Cómo puedes decir algo así—le dije—. ¡Más cuando erainocente!

—Ay, corazoncito, para ti toda

mujer es por naturaleza un ángel.Pero veo que es una mujerzuela tanmalvada como nunca ha nacido...¡Deberías haber dejado que sepudriera en la cárcel!

—¡Eso no es justo! —¿Ya telo ha agradecido?

—No —tuve que admitir—.Pero no lo hice para que me loagradeciera, sino por la voluntad dela ley divina.

—Sin embargo, en los diezmandamientos no se indica que unose haya de implicar de esta manera.

Allí sólo se dice «no matarás», «nodarás falso testimonio». Nadie deaquí lo ha hecho. ¿Estuviste en sutienda? ¿Qué es lo que le ha dicho asu salvadora?

Me callé y le di un mordisco auna manzana.

—¡Ajá! —exclamó mi madre,elocuente.

—Me ha pedido que lepaguemos el alquiler del burro, eltiempo que lo tuvimos bajo nuestracustodia —dije al fin.

Mi madre, Marie y Héloise

rompieron a reír a carcajadas.—No es para reírse —les dije

—. ¡He decidido que nunca máscompraremos en su tienda!

—¿Ah sí?, ¿y dónde si no? —apuntó mi madre y se secó laslágrimas de las esquinas de los ojoscon su faldón—. ¿Dónde vamos acomprar la harina, el grano, la sal,el bacalao, si no es en la tienda deBerthe? ¿Debemos andar mediahora para después traer a rastras lossacos?

—Tenemos un caballo.

—Sí, el caballo, que está en elpatio y que come hasta reventar.Desde que Jean no está connosotros no se ha movido. Seguroque se pondrá contento cuando sepaque tiene que transportar sacoscomo un animal de carga.

—Entonces compradle aBerthe y dejar de decirimpertinencias. Yo por mi partenunca volveré a pisar su tienda decomestibles.

—¡Antes le pagarás por haberutilizado el burro!

Marie cortaba en pedazos untrozo de carbón. Las comisuras desu labio se alzaron.

—Claro está que pagaré. Novoy a permitir que me acusen dehabernos apropiado de unapropiedad ajena.

Las tres rompieron a reír denuevo. Abandoné la cocina a pasosmedidos, rodeando como unaserpiente los montones de carbón.

Arriba con Tomás no me fuemucho mejor. No tuvo ningunacompasión conmigo.

—Fue claramente unaequivocación involucrarte en eseasunto. El lobo de Gubbio, unaserpiente, un tigre, toda bestiacreada aun así por Dios es mejorque una mujer mala. Estas mujeresno fueron creadas por Dios, sinopor el diablo.

También él había tenido untropiezo con ella.

—¿Qué? ¿Aún sigues aquí,falso monje? —se había mofado deél en cuanto pudo volver a salirfrente a la entrada de su tienda—.

¿Aún no has conseguido aquello porlo que viniste?

—Estoy aquí para ganarme elpan diario y en honor de Dios —sele enfrentó Tomás, a lo que ellarespondió:

—¡Ja! ¡En honor de Dios, queme lo voy a creer! Vas detrás de lasfaldas de tu señora, todo el mundolo sabe. ¡Los hermanos mendicantescomo tú pervierten a las muchachasy las tradiciones!

Tomás pintaba con devociónun monstruo del Apocalipsis: una

criatura voladora barriguda conescamas en el lomo cortantes comodagas, monstruos jaspeados comotortugas que sacaban sus lenguas deforma indecente, leones con cabezade dragón; machos cabríos enormescon pinchos en sus cabezas;esqueletos danzantes, espíritusmalignos con tenazas ardiendo enlas manos, pequeños asquerososdemonios, brujas con el cabellonegro, que caían serpenteantes yenroscándose por todo el margen dela página. ¿Una de ellas no se

parecía a Berthe?—He llegado a la conclusión

—me dijo— de que hemos sidoinjustos habiéndole evitado a estamujer el castigo que se merecía. Yes culpa mía, porque yo te healentado a ello en un altruismo malentendido.

Con cariño le añadió a labruja una verruga.

—¿Cómo? —exclamé—. Túmismo comprobaste que erainocente. Con tus experimentosdemostraste que el hombre había

muerto lejos de su casa. ¿Lo vas anegar?

—No. Pero habría estado bienque hubieras vuelto a hablarconmigo antes de ir corriendo aljuez. Nosotros comprobamos queno había muerto en casa. Pero esono quiere decir que sea inocente.Existen venenos que necesitan mástiempo para actuar. Sólo hacía faltaque le hubiera puesto uno de esosen la cena.

—Sabemos que la cena seestropeó y que él se fue de casa sin

comer.—Pues en el vino. Sólo tenía

que hacer que se fuera de casa paraque la consideraran inocente. Ynosotros, tú, hemos caído en latrampa.

—¡Qué dices! ¡Fantasías! Nopuedes saberlo a ciencia cierta.¡Sólo te lo imaginas porque te haninculcado el odio por las mujeres!

—Pero ¿no es verdad que lasmujeres, a excepción de la presente,tienden a la perfidia por ladebilidad que les ha conferido

Dios?Esa reincidencia en la más

común difamación eclesiástica delas mujeres no merecía mirespuesta. Me di la vuelta y salí.Céline vino a mi encuentro en lasescaleras.

—¿Vas a tu lección conTomás? ¿Qué es lo que estásaprendiendo ahora? —le pregunté.

Mi hija me contestómalhumorada y con brevedad.

—Ya no voy más al malditobogumilo. Puedo leer los libros

igualmente sola.—¡Pero... Céline!Ya se había ido directa a

nuestro dormitorio, donde día trasdía pasaba cada vez más tiempo.Tenía que mantener unaconversación muy seria con mi hija,pero ahora no era el momento.

En el jardín me encontré aBl anka, que me gruñó porqueacababa de cazar un ratón, y aYolanthe, que en ese precisomomento no estaba del mejor de loshumores y me mostró sus peludas

partes traseras.Ya que resultaba obvio que en

mi casa estaban todos, pero todos,en mi contra, ensillé el caballorojizo y decidí ir a visitar al buenode Gilles Malet. Acabábamos derecibir una copia para él del Arteamatorio de Ovidio que queríaentregarle en persona.

El caballo se había vueltorealmente gordo y vago desde queJean ya no lo montaba. Mi madre yMarie no se atrevían a montar unanimal tan alto y a Céline le estaba

prohibido cabalgar sola. Al animalya no le cabía en la cabeza quetenía que trabajar para ganarse elalimento. Estaba acostumbrado apermanecer en una cómoda esquinadel patio y a tener siempre elcomedero lleno. Cuando vio la sillade montar, hinchó bien el vientre deaire para después poder tirarme dela silla cuando el cinto se aflojara.Pero yo no estaba de humor parajuegos. Le asesté un golpe cuandole puse el cinto, así que tuvo quesoltar el aire, ofendido, ya se puede

imaginar uno de qué forma.Finalmente logré sentarme

encima y dirigí al animal hacia lasalida.

Los vecinos me saludaban conla mano. Algunos me acompañabandurante un trecho y me preguntaban.

—¿Cómo has conseguido quesoltaran a Berthe la negra?

—¿Es verdad que tuvo quepagar un rescate?

—¡Seguro que ella no esinocente, ella no!

—Tendrías que haberla dejado

en ese agujero. ¡Ahora me quiereembargar y mis hijos no tienen untecho sobre sus cabezas!

—Esa sinvergüenza, ¿por quéla has ayudado a salir del apuro?

Les di a los necesitados unpoco de dinero y a los demás losexhorté:

—¡Cualquiera de nosotrospodría encontrarse en la mismasituación y ser acusado injustamentey convertirse en un sospechoso! Ental caso, cualquiera de nosotrosestaría contento si se le ayudara, lo

mismo da cómo se haya comportadoantes. La Justicia es ciega, o por lomenos debería serlo.

Sobrecogida de frío, me pusemi nuevo y caliente abrigo porencima. Con ternura acaricié con lamano derecha la guarnición de piel.Medio año atrás no me hubiera niatrevido a soñar con algo así.Habíamos pagado todas nuestrasdeudas y todos nosotros teníamosvestidos nuevos y buenos. Inclusotenía planeado comprar un par dedetalles bonitos para la casa, para

sustituir aquellos que nos habíansido embargados y robados. Y aúnquedaba un pequeño ajuar paraCéline y dinero para la instalaciónque necesitara Jean para su futuronegocio.

Sumida en agradablespensamientos me dejé llevar. Elcaballo gordo se paraba cada dospasos y tenía que alentarlo con lafusta. Me bajé frente al Louvre. Allíya me conocían, así que un criadovino corriendo para ayudarme yocuparse del animal.

Gilles Malet se hallabasentado a su mesa, cubierta todaella de pilas de libros.Prácticamente no se le veía. Alentrar, sólo vi su cabeza de cabelloblanco subir y bajar como un búhomientras revisaba los montones a labúsqueda de un título. Estabaredactando una lista de los libros.Uno de sus ordenanzas, aquellosque durante todo el día bajo susinstrucciones se encaramaban a lasaltas escaleras para buscar ocambiar de sitio los libros, se puso

a su lado y se aclaró la voz.Yo olfateé el olor de los

libros. Mi enfado y todas laspreocupaciones desaparecieron.

El joven se aclaró de nuevo lavoz.

—¿Qué? ¿Qué es lo que pasaahora? —le preguntó cortanteGilles al pobre.

Entonces me reconoció. Sonrióde repente.

—¡Cristina! ¡Cómo me alegrode que hayas venido! Me gustantanto las visitas. ¡Ve a buscar vino

especiado y algún dulce! —leordenó a uno de sus ordenanzas—.Y no te comas la mitad de labandeja —le advirtió—. Debenservirte un trozo de pastel. Siempreestán hambrientos, estos jóvenes —me dijo a mí—. Pero, como madre,ya lo debes de saber muy bien.¿Has tenido noticias de tu Jean?

—Desde que se fue sólohemos recibido una carta suya. Sedirige a mí como «Muy apreciadaseñora madre», muy formal, y sóloescribe sobre cosas sin

trascendencia: que llegó bien ycómo le han acogido. Parece serque el conde de Salisbury vive conbastante lujo y es muy generoso consu dinero. Jean escribe que seentiende bien con el otro joven, elhijo del conde, y que estuvo en unacacería del zorro y que no se cayódel caballo. Eso le pareció dignode ser contado.

—¡Bueno, seguro que lo erapara él y además un gran mérito!Una vez participé en una cacería asípor la región. ¡Y te digo que es una

experiencia salvaje! Pero no tepreocupes, Cristina. Suena como sirealmente todo le hubiera salidomuy bien.

—Sin duda alguna —lecontesté.

Pero yo no podía dejar depreocuparme, no tenía remedio.Cogí de mi bolsa el libro, lo saquédel paño de lino y se lo entregué aGilles.

—Buen trabajo —me alabó—.¿Lo has leído? Me refiero, leído afondo, no simplemente pasado por

encima a toda prisa, visto desde lavisera de la máscara, como se haceal copiar.

—Sí —le contesté—, sólo portener argumentos para rebatirlo, yaque su contenido no me haconvencido. Ovidio era famoso porsu entendimiento en materia de artey por su gran inteligencia, perotambién por su lascivia. Por ello alfinal perdió sus bienes y su salud. Ydebido a sus circunstancias, a lasque había llegado él mismo por sucomportamiento equivocado, se

dedicó a denigrar a las mujeres.Gilles rio.—¡Oh, oh! ¡Cristina! No

argumentaré contigo, pues tengotodas las de perder. A mí el libritome ha divertido, pero prometoprestar atención en el futuro a lasfalsedades. No obstante, también esnormal que ambos sexos se peleen ycompitan entre sí. También lasmujeres dicen muchas injusticiassobre los hombres.

—Seguro —le rebatí—. Hoymismo he aprendido algo sobre las

mujeres injustas. Pero se trata deuna cuestión de poder y coyuntura,de lo que se puede sostener sin sercastigado. Y allí las mujeres estánen inferioridad. Y además no veopor qué tiene que existir sin másuna guerra de géneros. Opino queambos sacan el mejor provecho siviven en armonía y secomplementan el uno al otro.

—También opino así —dijoGilles.

El joven trajo una bandeja condulces y colocó unas jarras

humeantes frente a nosotros.Calenté las manos frías con elestaño caliente.

—Sin embargo —proseguíbatalladora—, Dios ha hecho a loshombres más fuertes para quepuedan apoyar a las mujeres. Yaque no lo hacen, y por lo tanto nosdejan a deber tanto, es como conlos criados mal pagados, pues suseñor recibe de ellos también unmal servicio. Sí, veo venir, comotodo siga así, que las mujeres sesepararán totalmente de los

hombres. Entonces se habráacabado la armonía de la Creación.

Gilles sacudió la cabeza.—¿Mujeres que vivan sin los

hombres? ¿Qué estás diciendo?¡Siempre te alteras demasiado ysacas las cosas de quicio, queridaCristina!

—Espera y verás.Cogí un trozo del excelente

pastel de frutas y bebí un sorbo devino. También quería hablar sobreotro tema con Gilles, un tema sobreel que no podía hacerlo con nadie

de mi casa.—Dejémoslo estar, Gilles.

Necesito que me aconsejes.Y entonces le conté todo sobre

Berthe y lo que me habíamanifestado Tomás, y todos loshechos extraños que se habíanproducido durante los últimostiempos a mi alrededor.

—¿Ves alguna relación entrela historia de tu monje y los hechosocurridos en tu vecindario?

—No, no exactamente. ¡Perosí! ¿No es curiosa toda la

coincidencia de circunstancias tandiferentes en mi casa? El misteriosomonje con su historia de un libroque se supone que ha estadopersiguiendo al tiempo que sufríagrandes privaciones, ¿y de repenteya no le interesa más?

Los hilos de mi pensamientose entreveraban. Había algunoshechos que no querían encajar. Unestado especialmenteinsatisfactorio.

—Y después esa terriblehistoria con mi vecina —proseguí

—. El juez instructor sosteníainflexible y firme que la víctimahabía sido envenenada. Y ahoraparece ser que no sólo Massimo fuedigno de compasión. En el últimomes han muerto en Parísenvenenadas tres personas. ¡Y sóloson de las que se sabe! ¿Cuántasdebe de haber de las que no sesabe? Pero no siempre puede habersido Berthe. ¿Y por qué sólo lasmujeres deben utilizar el veneno?

—Digamos que es el arma delos físicamente más débiles, que en

una lucha cuerpo a cuerpo notendrían ninguna oportunidad.

—Es posible, ¡pero tambiénexisten hombres débiles ycobardes! Y conozco a mujeres queson capaces de empuñar una daga oatizarle a alguien con un rodillo decocina.

Gilles rio. Seguidamentevolvió a ponerse serio.

—Sigamos el rastro de un parde pistas poco probables, sólocomo un juego, ya que las másplausibles no te dicen nada. ¿Así

que no fue ninguna de las esposas oconcubinas sospechosas?

—¿A qué te refieres?—Bueno, supongamos que los

hechos extraños realmente se hanacumulado alrededor de tu casa.Cosas así ocurren en ocasiones:como si una determinada personaestuviera como una montaña en elapacible campo y todas las nubes seacumularan encima de ella.

No lo entendí a la primera.—¿Qué es lo que pasa con las

cosas extrañas...? Ah, te refieres a...

¡No, no puede ser! Massimo murióantes de que apareciera el hermanoTomás.

—Pero ¿desde cuándo se oyede estos múltiples envenenamientosen París?

—Mmm, aproximadamentedesde que apareció, es verdad. Apesar de todo, ¡no es posible quetenga algo que ver con ello!

—En todo caso, estoshermanos mendicantes siempre sonsospechosos. Se despiden de lacomunidad de sus monasterios y se

proponen vivir en la absolutapobreza y del trabajo de suspropias manos. Dicen que Jesús asílo ha querido. Pero ¿cómo puedeuno saber que son verdaderosmonjes y no simplemente picarosque se cuelan en las casas y montanDios sabe qué? Además, cualquierbribón puede vestirse con un hábitomarrón.

—Algo así no me lo puedoimaginar de él. Todos los domingosva a los Celestinos de nuestra callepara confesarse y meditar. Apenas

se atrevería a ello si fuera un falsomonje. Además, mis sentidos medicen que puedo confiar en él.

Gilles bebió un sorbo de suvaso y se acarició la barba.

—El duque de Orléans, al quemuchos de sus enemigos quisieranver muerto, va a los mismosCelestinos. Pero no, no creo que tuhermano Tomás hiciera nada malo.Me pareció un hombre agradable yformado. ¡Sin embargo, algo pasacon él, algo le tortura! Estoyconvencido de que no te ha contado

todo lo que sabe y tampoco todosobre su persona.

—¡Si sólo pudiera tener eselibro entre las manos! ¿No tuvisteun desencuentro con el hermanoTomás a causa del mismo? ¿Mepodrías decir qué es lo que pasó?

Gilles Malet pensóintensamente, frunció el ceño y semesó el cabello.

—Ves, se trata de la edad.Cuando el monje me preguntó mástarde, entonces sí que lo sabía, peroahora... Recuerdo que se trataba de

un libro que no me gustaba, queconsideraba peligroso... ¡Mmm!Plinio... Plinio... una de sushistorias naturales, un libro sobreplantas medicinales, ilustradoespléndidamente, y aun así no megustaba. No. No consigo recordarcon exactitud qué es lo que pasabacon ese libro. Sólo sé que el duquede Orléans me lo pidió y no lo pudeencontrar. ¡Estaba sumamenteenojado por ello!

—Me lo están buscando.—Ay, mejor no lo hagas. ¿Por

qué tienen que ser las mujeres tanterriblemente curiosas? Mantentealejada de obras como ésta. Ahoraque ha desaparecido, mejor que novuelva a aparecer. Te digo que sólote traería desgracias.

Gilles Malet me suplicó quediera por finalizada la búsqueda yal mismo tiempo admitió norecordar su contenido. Añadí esacuriosidad a mi lista. Le ofrecería aPierre una pieza de plata sidescubría dónde se encontraba.Cada vez estaba más convencida de

que esa obra se hallaba en París yque era la llave para resolver todosmis enigmas.

XVII

—¡Cristina!Mi madre me llamaba desde

abajo en la escalera. Dejé mi plumay bajé. Abismada en mis ideas memasajeaba el dedo gordo de lamano derecha. Había estadocopiando sin interrupción durantetres o cuatro horas.

—Ha venido Aldo. Tiene quecomunicarnos algo —me dijo mimadre.

Aldo esperaba en la mejorhabitación, el comedor con la mesade madera de nogal, donde mientrastanto ya se habían decorado lasparedes y extendido una alfombraen el suelo. Estaba sentadototalmente erguido en el sillón y sustorpes dedos manoseaban una carta.

En cuanto me vio, dio unrespingo.

—Buenos días, vecinaCristina.

Iba dando vueltas alrededor.—Aldo. No existe ninguna

razón para que te tengas que sentir adisgusto en esta casa.

—Después de todo y tal comomi madre te agradeció suliberación...

—No te lo tengo en cuenta.—Y yo también dije alguna

cosa.—Esas cosas se dicen con

rabia. También lo he olvidado todo.Asintió aliviado.—Bien. Entonces, he venido

para leeros una carta que me haescrito un colega de negocios de

Calais. Su contenido os concierne,pienso. Desgraciadamente, no setrata de buenas noticias.

Mi madre y yo nos sentamos ynos armamos de valorinteriormente. Marie se encontrabaen la puerta con los ojosexpectantes y las manos juntascomo si rezara.

—El rey de Inglaterra —Aldoleía en voz alta—, casado con lahija del rey de Francia, ha sidodepuesto y enviado a la cárcel.Como nuevo rey se ha elegido al

duque de Lancaster. Se dice queentre ingleses y franceses volverá aestallar la guerra —Aldo dejó caerla hoja—. Eso es todo lo que osconcierne. Lo siento.

—¡Jean!Marie soltó un grito y se puso

ambas manos ante la boca. Mimadre se mostró enérgica.

—Te agradezco, Aldo, que noslo hayas hecho saber enseguida. Loque no quiere decir que le hayapasado algo a nuestro Jean.

Aldo se fue arrastrando los

pies. El portador de las malasnoticias.

—¡Ahí tienes! ¿Cómo pudistedejar a nuestro pequeño Jean enmanos de unos bárbaros? Tú serásla culpable si le ocurre algo —seabalanzó mi madre sobre mí encuanto el vecino se hubo ido. Queen su momento mi decisión lehubiera parecido bien lo habíaolvidado. Tampoco se me ocurríaninguna justificación.

Valentina Visconti me amplióla información: el nuevo rey,

llamado Enrique IV, no era otro queaquel Bolingbroke, un primo delmonarca, que volvió del destierrocon un ejército y depuso a RicardoII. Ahora Ricardo estaba encerradoen la Torre de Londres. Supartidario, el conde de Salisbury,había muerto. A la pequeña reina,Isabella de Francia, la reteníancomo rehén. De Jean naturalmentenadie sabía nada. Era sólo unfigurante sin importancia.

Me dirigí a Luis, el duque deOrléans. Rio melancólicamente,

como siempre solía hacer, y meprometió preguntar por él. No creoque lo hiciera. Tenía demasiadospeticionarios colgados de susfaldones y los oídos llenos de susruegos.

Pasamos el invierno muypreocupados. Tomás supuso paramí un gran consuelo. Siempreparecía optimista.

—No te dejes vencer. No creoque Dios le haya enviado aInglaterra sólo para que perecieraallí. Reza y ten fe en que todo

saldrá bien.Llegó una nueva primavera,

tan repentinamente como la pasada.Las calles llenas de fango y malosolores, un calor asfixiante y losbrotes recientes de los tallos y lashojas jóvenes.

Me hallaba en el jardíncortando las ramas secas de misrosales cuando Marie me informóde una visita. Inmediatamenteaparecieron tras ella dos hombresdesconocidos, vestidos de manerasuntuosa, con los escudos de

Lancaster cosidos en el pecho. Delsusto me pinché con la espina de unrosal. Estaba chupando mi dedoherido cuando los mensajeros seacercaron.

Los saludé con una inclinaciónde la cabeza.

—Buenos días, mis señores,¿qué es lo que os trae hasta aquí?—les dije con el dedo aún en laboca.

No me entendieron. Me saquéel dedo sangrante de la boca y lointenté con mi torpe inglés.

— Greetings, dear Sirs.—¿Vos sois Cristina de Pizán,

la poetisa? —me preguntó uno deellos. Tenía un rostro carnoso depilluelo repleto de pecas.

—Sí, yo misma. ¿Traéisnoticias de mi hijo Jean Castel, queestaba alojado con el conde deSalisbury?

El otro mensajero, un guaporubio, cogió su bolsa y me alcanzóun trozo de puntilla no muy limpia,evidentemente uno de esos pañuelosingleses para la nariz. Me dio a

entender que debía enrollármelo enel dedo. Bien, pero así no estaríamás limpio.

—A vuestro hijo le vaextraordinariamente, madam, no ospreocupéis. Ahora vive en la Cortede nuestro clemente rey.

Se refería sin duda a aquel quehabía usurpado la Corona.

—Vuestro hijo está atendidode la mejor manera posible. Misoberano ha oído hablar de vuestroarte poético y cómo elogiáis a lasmujeres con palabras muy

acertadas. Os pregunta si nodesearíais adornar su Corte. Podéiscontar con grandes honores y unosingresos generosos —lanzó unamirada a la casa, al jardín y a misencillo vestido de viuda—. Másde lo que podríais tener aquí.

¡Como si pudiera confiar en unusurpador de coronas! Pero ¿nosería bonito disfrutar finalmente delreconocimiento, no preocuparse deldinero y ser mantenida con todoslos honores, en lugar de luchar unavez tras otra con estafadores y

usureros? Podría enviar dinero aParís y mantener a mi familia. Ypodría estar junto a Jean, asistirlo ycuidar de sus intereses. Sinembargo, ¿en qué medida podíaconfiar en un inglés que habíamandado encerrar a su primo, el reypor derecho, en la cárcel y quemantenía a una niña como rehén?¿En qué medida se podía confiar enlos ingleses en general? ¿Y siestallara de nuevo la guerra? Apesar de la boda nunca se llegó afirmar la paz.

¡Por otra parte, no podía hacerenfadar a Bolingbroke rechazandosu oferta!

—Mis muy distinguidosseñores —dije con la cortesía yprecaución convenientes—. Conmucho gusto aceptaría la generosaoferta de vuestro rey. Me sientoextraordinariamente honrada. Perono me puedo ir de aquí de maneratan precipitada. Tengo que cuidar,en lugar de mi marido, ya muerto,de mi madre, mi hija y otrosfamiliares. Dependen por completo

de mí. ¿Entendéis que he desolventar un montón de cosas antes?Os ruego que le comuniquéis avuestro señor que primero deberíaconcederle a mi hijo, que aún esmuy joven, unas vacaciones.Enviádmelo a casa. Y entonces,cuando hayamos arreglado todoaquí, iremos encantados.

Para reforzar mis pretextosquise entregarles para su señoralgunos de mis más bonitosescritos. Les rogué que tomaranasiento en el cenador y me

esperaran un momento. Céline, quehablaba algo de inglés, les llevó alos heraldos sidra de manzana fría ycebollitas en vinagre comorefrigerio y estuvo charlando conellos. Yo corrí arriba para hablarcon Tomás.

—¿Has oído eso? Quieren quevaya a Inglaterra, pero no lo haré.¡Tienen que devolverme a Jean! —le solté sin resuello, mientrasbuscaba en un arcón libros quefueran dignos de ser regalados alladrón de la Corona inglesa.

—Lo he oído todo por laventana —dijo Tomás-Te hascomportado de forma muydiplomática. Ningún dominico lohubiera sabido hacer mejor. Toma,coge éste, la iluminación me haquedado especialmente bien. Y ésesobre el arte de gobernar leinteresará. También le regalaría elnuevo libro de poemas y el librosobre la paz.

—¿Y el libro sobre el reyCarlos V?

—Mejor no, no olvides que

fue un enemigo de Inglaterra.Aunque por otra parte quizá vea québien sabes escribir sobre los reyes.Así quizá desee que escribas unlibro parecido sobre él y paraatraerte a su Corte te concederá elruego de enviar primero a tu hijo acasa.

Así es como se envióprecisamente a Inglaterra el Librosobre los hechos y las buenascostumbres del sabio rey Carlos V.Bueno, cualquier tonto reconoceríaque estaba muy edulcorado. Lo

escribí justo así para honrar al rey,más que para describir a sussucesores cómo debe ser un buengobierno. Envolví los libros enseda azul y los até con un cordelplateado. Yo misma le entregué elpaquete al heraldo rubio.

—Aquí tenéis, sed tan amablesde entregarle estas indignas cositasa vuestro señor y rey. Decidle cuánencantada estoy con su oferta y osagradezco, nobles caballeros, queos hayáis tomado la molestia dehaberme visitado en mi

insignificante morada. ¿Cuántotiempo os quedaréis aún en París?

—Aún tres días, noble dama.Entregaremos con gusto vuestrospresentes y estoy seguro de quenuestro clemente señor se alegrarápor ellos.

Nos despedimos con unaostentación de las formas máscorteses. En la puerta, el pecoso segiró y dirigiéndose a mí me dijo:

— If you want to write a letterto your son, just send it to us in thePalei de Toirnelle!

¡Realmente era muy atento porsu parte, era un chico muysimpático! Escribí la cartaescogiendo bien las palabras, quesólo Jean pudiera leer entre líneas,y no la lacré, pues sabía que laabrirían de todas formas antes deque llegara a las manos de mi Jean.

—¡Lo ves! —le dije a mimadre—. Todo irá bien. Tambiénme conocen en Inglaterra. Si nohubiera escrito y publicado, nopodría hacer nada por Jean. Sinembargo, ahora sí que puedo.

—Si no hubieras escrito ypublicado nada, ahora estaríascasada y ni Jean ni tú osencontraríais en esta situación —merespondió mi madre. ¡Santa MaríaMagdalena! El día en que mi madrese muestre dulce será el día en quetenga miedo por ella, pues entoncessabré que se está volviendo mayor.

Gracias a Dios que esta veztenía razón: el rey inglés se dejóablandar, o bien mi zalamería habíatenido efecto, aunque lo másprobable era que un Jean Castel

fuese demasiado insignificante parautilizarlo como rehén y sacarprovecho de ello. Pocas semanasdespués de mi conversación con losheraldos, Jean estaba de repentecon mi madre y Héloise en lacocina. Mi madre gritó como sihubiera visto a un fantasma y perdióel conocimiento. Céline entrócorriendo y se ocupó de la abuela.Héloise, siempre práctica, sepercató enseguida del problemamás urgente: Jean estaba muerto dehambre. En Inglaterra lo habían

puesto en un barco y sólo lepagaron el pasaje, nada más.Cuando llegó a Calais, sin un sol enel bolsillo y sin equipaje, se dirigiócon inteligencia a un comerciante,que una semana después debíaenviar mercancías a París. Jean lesirvió durante esos días comoescribiente y durante el viaje comosimple recadero. Tenía que ircorriendo para llevar las órdenesde una punta de la caravana a laotra. Por las noches ayudaba amontar las tiendas y por la mañana

a desmontarlas. Ayudaba a loscocineros en la preparación de lascomidas y limpiaba los platos. Porello recibía los restos y un lugarpara dormir entre los animales detiro, donde se estaba más o menoscaliente. Los arrieros se divertíande lo lindo viendo correr alestudiante de un lado a otro.

—¡Eh, tú! ¡Doctorcito! —legritaban—. ¡Ve corriendo al tercercarromato de delante y pregunta porqué sus bueyes se pedorrean de esamanera!

—¡Eh, doctorcito! ¡Allá atrásentre la hierba he perdido mi gorra,ve corriendo y búscamela!

De esta forma llegó mi hijo aParís, teniendo que cruzar mediaciudad para llegar finalmente acasa. Las suelas de sus zapatosestaban delgadas como elpergamino y llenas de agujeros. Enrealidad andaba sobre suscalcetines y estaba delgado comoun bastón. Hambriento, engulló todocuanto Héloise le iba poniendodelante. Nosotras las mujeres

caímos todas juntas llorando sobreél y le abrazamos y besamos. Esopara él ya fue demasiado. Se nosquitó de encima impaciente y pidiómás de comer, como un muchachode verdad.

—No zampes de esa manera—le dijo mi madre cuando volvióen sí—. Después lo vomitarás todo.

Zampó y bebió como unanimal medio muerto de hambre.Más tarde empezó a contar un poco.

—Sabíamos que habíanapresado a Ricardo y dónde.

Salisbury y otros fieles seencontraron en Windsor e intentaronun golpe de mano para recuperar laCorona. Como más tarde oí, fuerontraicionados. Los ricoscomerciantes y los usureros judíosse pusieron del lado deBolingbroke.

No había duda de que bajo elvoluble y ostentoso reino deRicardo fueron los que mássufrieron. Jean cogió un platillo connueces y empezó a romper una trasotra, martilleándolas con la enorme

empuñadura de plata de su daga. Amenudo interrumpía su narraciónpara ponerse algo en la boca. Habíavivido malos tiempos y en esemomento no podía parar de comer.

—Después no sé lo queocurrió. A Thomas y a mí nosordenaron permanecer en la fincade Salisbury. Éramos demasiadojóvenes para luchar —su rostrodelataba lo que pensaba sobre ello—. Finalmente una noche llegaronunos caballeros del nuevo rey y lesexplicaron a los criados de mi

señor que la finca había sidoincautada. Ya que habíamoscontado con algo parecido, lasventanas y las puertas estabanbloqueadas con muebles y tableros.Se produjo una pequeña lucha.Muchos murieron. ¡Delante de misnarices le cortaron la cabeza a unviejo lacayo!

Con sangre fría tomó un sorbodel vino aguado.

—A otro, que se escondía trasuna puerta, le abrieron todo elpecho con un hacha. Al fin se

abalanzaron hacia la casa, matarona la mayoría del servicio y aThomas y a mí nos hicieronprisioneros. Cuando nos llevaron arastras de allí vimos cómo gente delpueblo saqueaba la propiedad. ¡Suseñor acababa de ser destituido yya tenían prisa por robar en su casae incendiarlo todo! Y, además, contoda seguridad que era un buenseñor. Nunca le oí dirigirse furiosoa un subordinado ni ser injusto. Asíes la gente: antes reverencias ybesapiés y después...

«Ahora has aprendido lo quehay que opinar de las reverencias yde los besapiés, hijo mío», penséyo. Una lección importante.

— An y w a y , Thomas lesexplicó a nuestros secuestradoresquién era yo. Entonces me llevarona Londres, donde debía ofrecerlecompañía a la pequeña reina.Nunca he sabido qué fue de miamigo. ¡Isabella es increíblementeinfeliz, maman! No paraba de llorardurante todo el tiempo y de decirque se la llevaran de allí cuanto

antes. El nuevo rey la quiere casarcon su hijo, pero a ella no le gusta.Es demasiado joven para entendertodo lo que depende de ello.Bolingbroke es más duro de lo quelo era Ricardo. Me temo que habráguerra de nuevo, más feroz que laanterior.

Todas las cosas terribles quehabía visto las relató con una vozplana e indiferente. Sólo la primeranoche lloró en la cama, la únicavez. Le cogí de la mano y leprometí que no delataría su

flaqueza.Ya no quedaba nada infantil en

él. Jean se había vuelto adultodefinitiva y terriblemente rápido.¿Qué podía hacer con él ahora? Erademasiado mayor para ingresar enel seminario. Y rechazó laposibilidad de que Tomás leenseñara.

—¿Aún anda por aquí? —fuelo único que preguntó.

Procuré buscarle un sitio en laSorbona, pero, con mi contencioso,me fastidié tanto a mí misma como

a él. Buscaría entonces un trabajocon un abogado o como secretariode un señor de alta alcurnia. Lespreguntaría a Truphémus y a GillesMalet, que los conocían a todos, y—aunque sin muchas esperanzas—al duque de Orléans. ¿Qué costabaademás escribir cientos desolicitudes y peticiones?

Mientras tanto mi hijo seentretenía en sacar pecho por allícabalgando sobre su rocín rojizo ydivagaba sobre Inglaterra con loshijos de otras casas. Cuando no

salía a cabalgar, les «daba clases»a los otros jóvenes de jeu depaume . Extendieron una cuerdasobre la pradera junto al río y sehicieron unos golpeadores devaritas de mimbre, con los que lesdaban a unas bolas hechas deharapos. En teoría había unreglamento fijo, pero yo sólo vinarices sangrando.

—¿Qué estás guisando hoy? —le preguntaba a Héloise—. La carnede ayer estaba demasiado hecha yla verdura demasiado salada. ¿No

podrías hacer un pudin deYorkshire?

O nos reprendía por nuestravestimenta:

—¡No, esas mangas tan largasestán pasadas de moda, maman! Lavestimenta inglesa es más modernay digna. Aquí es todo tan recargado.

Los libros ya no leinteresaban. Parecía habersedecidido a llevar la vida de un lord.Era realmente el momento deencontrarle una ocupación cuantoantes.

Volví a tener noticias de Jeande Montreuil, el profesor de Lille ydefensor de aquella mamarrachada,El libro de la rosa. Manifestabaque era indigno para él dirigirse auna fémina y me llamaba «esamujer, que se llama Cristina y quecontinuamente publica susescritos». Bueno, Cristina es minombre, y no me llamo sólo asíporque me haga ilusión. También élhacía públicos sus escritos yprocuraba que sus comentarios mellegaran. Gonthier Col y los demás

profesores se reunían con él. Yaque habían rechazado a mi Jean, notenía ningún motivo paradispensarles un buen trato.

Yo podía justificar misargumentos con el libro que ellosno se habían atrevido a tocar: laBiblia. Para ello saqué a colación alas mujeres más excepcionales dela Antigüedad. Contra esorealmente no podían decir nada ysimplemente prosiguieron con lasofensas.

Por lo menos sí que tenía a un

defensor: Jean Gerson, undestacado teólogo y canciller de laUniversidad, que se opuso a susprofesores y la maquinaria depoder. Por decirlo de algunamanera, saltó a mi lado. ¡Oh! Si nohubiera estado bajo la proteccióndel rey, seguro que no le hubierahecho ninguna gracia. Era de unorigen muy humilde y sólo por ellosus colegas ya lo menospreciaban.Pero algo podía hacer aún paraponer mi casa en orden.

—Céline —la llamé—. Vamos

a pasear juntas. Tengo que hablarcontigo.

Me siguió en silencio.—Dime, Céline, ¿qué es lo

que te pasa? —le pregunté cuandopasamos por la vereda bajo lossauces—. Durante todo el inviernoapenas me has dirigido la palabra.¿He hecho algo que te hayaofendido?

—Me sorprende que te hayasdado cuenta —me contestóamargamente.

—Me he dado cuenta y alguna

vez he intentado iniciar unaconversación, pero siempre me lahas rechazado.

Arrancó una pequeña rama deun árbol y se ocupó en ir quitándolehoja tras hoja. La cogí de loshombros y la obligué a mirarme.

—¿Qué es lo que pasa?—¿Qué es lo que pasa? ¿Qué

es lo que pasa? —me gritóviolentamente—. ¡Pues que no séqué va a ser de mí, eso es lo quepasa! Por Jean se hace hasta loimposible. Como es un chico, pudo

ir a la escuela. Yo sólo estoy aquísentada, pelando guisantes conMarie, y pienso que un día serécomo ella. ¡Y a ti te dacompletamente igual!

Sólo te preocupas porconseguirle un buen puesto a Jean—me reprochó amarga de repente.

—Pero Céline, no puedescreer de ninguna manera que yo tequiero menos por el hecho de queseas una chica. ¡Precisamente de míno deberías pensar algo así!

—Sí —me dijo—, a otras

mujeres sí que las defiendes, aBerthe la malvada o cualquier otraa la que no conoces. Pero ¿qué pasaconmigo?

Dejé caer los brazoshorrorizada. ¿Tan abandonada lahabía tenido? Proseguimos elcamino.

—Muchas veces he pensadoacerca de lo que podíamos hacercontigo —le dije—. Pero ya losabes: hasta hace poco no teníamosni dinero para un ajuar. Ahora esdiferente. Hace semanas que te lo

quería decir: he apartado una bonitasuma para ti de la venta de lascasas. Ahora te puedes casar. Sitienes en mente a algún joven,entonces dímelo. ¿O quieres que meocupe yo de buscarte uno que teconvenga?

—Ya he encontrado a uno —me contestó—. Jesús.

La miré estupefacta.—¿Lo dices en serio? ¿Quiere

decir que deseas ingresar en unconvento?

— ¡Sí, maman!

Y empezó a llorar. La rodeécon mi brazo.

—Pero querida, no llores. Notienes que renunciar a nada, lafamilia, un marido e hijos. Tepuedo decir por propia experienciaque no necesariamente hay quetemer al matrimonio. Nunca dejaríaque te casaras contra tu voluntad. Elamor...

Pero Céline se limitó a sacudirla cabeza.

—Para mí sólo existe un amor,maman.

—¿Y no se trata sólo de uncapricho porque tienes miedo? ¿Esrealmente, realmente tu deseo?

—Sí.—Entonces no te lo impediré.—Yo pensaba que me lo

impedirías.—¿Por qué te lo iba a

impedir?—Porque siempre has hablado

con tanto desprecio de cómo lasmujeres estaban encarceladas, yafuera en el matrimonio o detrás delos muros de un convento. Pero es

exactamente allí donde yo quieroestar. Me lo he pensado muy bien:aquí fuera nunca puedo hacer lo quedeseo. Hay conventos con grandesbibliotecas, conventos en los quelas mujeres estudian. En lugar deello, pensé, tendría que casarmecon cualquier joven estúpido yhacerme cargo de sus hijos, uno trasotro.

—A mí el matrimonio no meha dañado, Céline, y estaría muyagradecida si hubiera durado más.Pero sé muy bien que el amor es

poco frecuente en el matrimonio. Esun gran milagro. ¡Seguro queencontrarás un hombre para ti buenode verdad, uno como tu padre, unoque te ofrezca amistad y que cuidede ti!

—No me quiero casar. Quieroestudiar. No intentes convencermede lo contrario. En una ocasiónpensé que estaba enamorada, perose trató sólo de una pequeñatontería, una embriaguez pasajera.

—¿De quién se trataba? —lepregunté curiosa, pero se limitó a

sacudir la cabeza.—Déjalo estar, maman, no fue

nada. Y ahora sé exactamente loque quiero: paz y formación en unbuen convento.

De esta forma perdí a mi hijaante la Iglesia. Le encontré sitio enun convento de dominicas enPoissy, que era famoso por suerudición. El convento se quedócon su ajuar. Así procurábamos quefuera respetada y bien tratada porlas demás hermanas.

—Mientras seas novicia

siempre puedes cambiar de opinión—le dije como despedida.

—No creo que vaya a hacerlo—me contestó.

XVIII

En la tienda reinaba unapenumbra soñolienta y sensual. Sellegaba a ella a través de lasarcadas de la Place de Grève,subiendo unos cuantos escalones depiedra hasta dos bóvedas que seincrustaban la una en la otra. Elsuelo se hallaba cubierto de unapiedra labrada clara, con una formaligeramente acombada y grasientade las batidas y desgastada por las

muchas pisadas. Las paredes sehabían pintado hasta el principio dela nervadura del techo con sangrede buey. Las dos gruesas columnas,que formaban una línea deseparación entre ambas bóvedas,resplandecían de lapislázuli y oro.

Las estanterías cubrían todaslas paredes laterales. En el suelohabía cestas de mimbre trenzado, delas que ascendían exquisitosaromas: flor de lavanda,manzanilla, menta, acónito,madreselva, anís y rosas. Incluso vi

una mezcla de flores de praderasecas para esparcir por el suelo yuna cesta de luminosas caléndulas,que tienen poco aroma, pero dejanuna piel fina. Su amarillo oscurobrillaba como la yema de un huevo.

La pared del fondo estabadecorada con una alfombra, quemostraba el juicio de Paris.

Indecisa, me deslizaba junto alas estanterías, miraba los crisolesy las botellas colocadas conesmero, pequeñas ánforas de arcillacerradas con pergamino y cintas de

cuero, botellas de cuero endurecidoal fuego, elegantes jarrones deestaño esmaltado y plata vidriada,botellas y pequeños potes decosméticos de vidrio verde y azul,en los que había encerradasdiminutas burbujas de aire, unelemento congelado en movimiento.

Había aceites aromáticos yesencias, algunas mezclas conefectos completamente nuevos,algunos olores conocidos dejardines y praderas en verano, otrosimportados de tierras lejanas:

esencia de jazmín y cardamomo,para hacérselo más llevadero alcorazón, aceite de rosas paradespertar los sentidos, salvia parala tranquilidad de ánimo y para elequilibrio de los jugos en el cuerpo,acónito, rosas y eneldo paradesterrar los malos espíritus yconjurar los hechizos, hojas depeonía y semillas de hinojo para lamala respiración, lavanda pararefrescar el aire y contra losparásitos del pulmón.

Y allí estaban alineados los

pequeños sacos de lino con suscolores correspondientes y suscoloridos lazos como cierre. Allí seencontraban con seguridad todo tipode polvos, para colorear yrejuvenecer el cabello gris, otrospara bañar la piel y conferirleblancura y dejarla inmaculada.También se ofrecían bonitosespejos, peines tallados y agujas demarfil para el cabello, de cuerno yplata, jabones coloreados, jarrascon leche de burra, tierra volcánicay polvos de talco perfumados. Los

botes coloreados contenían carmínrojo. Cogí uno de la estantería yabrí el cierre, con el fin deobservar la pasta, divertida y algoperpleja. Hacía ya más de cuatroaños que no utilizaba esas cosas.

Se trataba del comercio de undeterminado perfumista de la Placede Grève, una tienda en la que, talcomo me dijeron, muchas damas dela Corte encargaban o incluso ibanellas mismas a comprar paradeleitarse con las bonitas einusuales decoraciones. Mi visita

se debía, sin embargo, a un consejode Pierre.

El pequeño fue finalmente averme. Oí cómo lo recibía abajoHéloise y en voz alta lo abroncaba.Pasó un buen rato hasta que elaspecto exterior del pequeñocochino tuvo la aprobación deaquélla. Cuando le oí subir a todaprisa la escalera de dos en dos, ycon los zapatos bajo el brazo, tuveque evitar que se me escapara larisa.

—¡Madame Cristina! ¡Patrona!

Estaba en el umbral de lapuerta de entrada al estudio y lelanzaba miradas desconfiadas aTomás, que se encontraba frente ala ventana y ni se había dado cuentade que había llegado alguien.Cuando Tomás pintaba seencontraba completamenteensimismado en su trabajo. No oíanada ni a nadie a su alrededor y yodebía hablarle con mucho cuidado ymás de una vez para que lopercibiera.

Levanté la mirada del

pergamino que justo en esemomento estaba pautando, untrabajo que no solía gustarme hacer.

—¿Qué ocurre, tunante? Entra.Pero se quedó donde estaba

como enraizado y tratando dellamar mi atención dibujando en elaire con ambos índices de lasmanos el contorno de un libro.

—Entra, Pierre. El hermanoTomás ya está enterado de todo.Puede oír todo lo que tengas quedecir.

Sin embargo, a Philippe lo

envié fuera.—Philippe, ve a la cocina y

pon a hervir una olla de tinta deespinos. Ya sabes cómo se hace. Yno vuelvas hasta que te llame.

Philippe se fue a desgana yobservó a Pierre con curiosidaddesde un lado. Éste no se dignó niofrecerle una mirada al otro joven.

El pequeño ladrón entró demala gana en nuestro estudio yahora miraba también a Tomásdesde arriba. Estaba trabajando enuna miniatura, un retrato mío, con

mi vestido azul y una cofia doble,blanca como la nieve, frente a miatril e impartiéndole clase a mihijo. Jean vestía de rojo, comoequilibrando el profundo azul demis vestidos. Sin embargo, pordesgracia, Jean no se dejabaenseñar, sino que preferíavagabundear con amigos que no leaportaban nada. Como siempre,Tomás lo dibujaba todo con granexactitud y colores bonitos y claros.

Pierre tenía un aspectoconfuso, como si le hubieran dado

un buen susto, y tenía un arañazosanguinolento en la cara, que le ibade la mejilla derecha hasta elcuello.

—¿Qué es lo que has hecho?—le gruñó Tomás al joven.

—Está bien, Pierre. ¿Qué hapasado?

Pierre abrió la boca:—Creo que he hecho una

tontería.—Eso no sería nada nuevo —

replicó Tomás, mientras abríavarias bolsas de lino, descorchaba

botellas y mezclaba con hojas deaciano, cardenillo, bermellón, algode clara de huevo, solución degoma y cola de pergamino unmarrón romo para los muebles delcuadro.

—Bueno, ¿qué ha pasado?¡Suéltalo de una vez! —le exigí.

—Yo... mmm..., bueno..., tengoel libro. Lo tenía casi... Intentérobarlo —terminó de formalastimera.

Tomás daba vueltas enfadadoa su mezcla.

—¡Idiota! ¡Y ahora elpropietario ya se habrá enterado!¡Tendrías que haber acudido anosotros!

—¡Tomás!Estaba sorprendida por cómo

se lo había tomado.—¡Pierre! Nunca te dije que lo

debías robar— ¡No robarás, es unode los diez mandamientos!¡Avergüénzate! ¡Ahora mismo irás ala capilla de St-Denis y teconfesarás!

—Pero si no he robado nada.

Me descubrió antes.—¡Empieza desde el

principio!—Bueno, como siempre,

estuve preguntando un poco por allípor el libro y, después de que se loquitaran al librero, por los clientesde éste. Uno de mis compinches lohabía visto, justamente la nocheantes de que lo convirtieran enfiambre. Estaba en la puerta traserade una cocina. En ocasiones allí tedan los restos.

—¿El cliente del librero iba a

pedir restos?—¡No, no! ¡Mi compinche

estaba en la cocina, que está justoenfrente de la tienda, y allí es dondevio a ese tipo! El perfumista de laPlace de Grève. ¡Vaya mala famaque tiene! Si uno quiere deshacersede un rival o de un marido, sólonecesita hacerle una visita. Tevende un agua que tiene y listo. Sedice que a algunos les procura unrendez-vous con el Amor y a otroscon el Hombre de la Guadaña.

Nunca había oído hablar de

algo así.—¿Cómo? ¿Y alguien así se

dedica a robar libros? Suena muyextraño. ¿Tomás?

La mirada de Tomás eraoscura.

—Ya te he dicho que no setrata de un buen libro. Es un tratadosobre plantas medicinales. Y entreellas hay algunas que pueden ayudara sanar en cantidades pequeñas,pero que pueden matar si unoingiere un poco más. Un libropeligroso en las manos

equivocadas.Vaya, vaya. Un libro de

jardinería, ¿eso me habías dicho,verdad, monje?

—¿Y tú intentaste robárselo alperfumista? —me dirigí de nuevo alpequeño Pierre.

—Sí, patrona. No hubieraservido de nada si le hubierapreguntado todo amable sobre ellibro a un tipo como él. Bueno, asíque de noche me colé en la tiendapor la letrina.

Me estremecí ante la idea.

—Llevaba una pequeñalámpara de aceite conmigo y estuvebuscando un poco. Y lo encontré. Ylo estaba envolviendo en telaencerada cuando...

—Aun así fuiste muycuidadoso —observó el hermanoTomás.

—... ¡de repente tenía alpropietario frente a mí! ¡Juro queapareció de la nada! La tiendaestaba vacía y de repente lo teníafrente a mí. ¡Debe de tratarse de unbrujo! Querido Niño Jesús, pensaba

que se me paraba el corazón. Yentonces corrí para salvar mi vida.¡De qué manera me había mirado!¡Sus ojos refulgían como brasas!¡Tenía cuernos y, lo juro, cojeabade una forma tan extraña! ¡Si mellega a coger seguro que medescuartiza entero y utiliza misangre para una misa negra o hacecon mi piel bolsas para sus hierbasmágicas!

—Y entonces escapaste denuevo a la calle por la letrina. ¿Ydónde dejaste el libro?

—Aún se encuentra en latienda —dijo Pierre con la bocapequeña—. Se me cayó de lasmanos en cuanto lo vi a él tan derepente ante mí.

—No estés triste —consolé alpequeño—. En una situación así yotambién lo hubiera dejado caer. Entodo caso, has descubierto dóndeestaba el libro. Eso ya es suficientepara que te merezcas unarecompensa.

Le entregué lo que le habíaprometido de mi bolsa.

—¡Aquí tienes! Ahora debesprometerme que te mantendrásalejado de la Place de Grève. Lomejor es que te olvides de todo ynos lo dejes a nosotros. En todocaso, no debes hablar de ello connadie, ¿entendido?

—Sí, patrona —dijo, aliviadoporque al fin y al cabo todo le habíasalido bien. Tampoco tenía muchasganas de repetir la aventura. En lacocina olvidaría rápidamente elmiedo pasado frente a una papillade cereales y algo de tocino.

En el umbral se volvió otravez a nosotros y nos dijo:

—¡Ten cuidado, patrona! Esesujeto es un diablo. Terminarácontigo como con un chinche sinpensárselo dos veces. ¿No prefieresque llame a todos mis compinches?

—De ningún modo. Ve acomer algo, Pierre, y no tepreocupes más.

—Sus ojos refulgían comobrasas.

Me reí un poco de la floridafantasía del pequeño.

—¿Y ahora? —le pregunté aTomás.

Inalterable, había puesto unpoco de color marrón en un trozo devellum y lo miraba a la luz.

—¿Qué?—¿No lo quieres conseguir?

Parece que es el libro por el quehas hecho un largo viaje desdeItalia hasta París, ¿o no fue así? Yaunque no te siga interesando tanardientemente, ¿no deberíamosprocurar que una, como tú afirmas,obra tan peligrosa no quede en

manos equivocadas?—Si es que es verdad lo que

ha oído el pequeño. Quizá se tratasólo de palabrería, el mismo vilpecado que difamó de tal manera atu vecina. Sólo porque «se» digaque es así, el perfumista no tienepor qué ser un delincuente.

—Pero Pierre...—Pierre ha entrado de manera

furtiva en su negocio y él lo hadescubierto. Cualquiera lo hubieramirado con malos ojos. Y ello deforma inesperada a la luz de una

lámpara de aceite, es decir, unrostro iluminado desde abajo,naturalmente que tiene que ser unavisión de espanto.

—Entonces no quieres hacernada.

—Quizá vaya un día a verlo yle pregunte con amabilidad si medejaría hojear el libro.

Se puso a pintar una silla altatallada, en la que debía estarsentada yo.

—¿No deberías conseguirlo yllevarlo de nuevo a Italia?

—Si es el que estoy buscandopodría copiarlo.

Pero Tomás dejó pasar losdías y no volvió a hablar del tema.Yo no lo aguantaba más. Y así meencontré de nuevo en esa bóveda.La noche ya se encontraba bastanteavanzada. El aire estaba cargado,pegajoso y caliente. Se estabapreparando una tormenta en laciudad. A lo lejos se oía tronar. Losrayos iluminaban las nubes grisoscuro. Dudé incluso en salir decasa, pero me gustaba ese ambiente

antes de una tormenta, la lentaconstrucción de un drama en elcielo.

El perfumista habíadespachado a sus aprendices, talcomo había esperado, y atendía a laúltima cliente en la otra punta de latienda. De vez en cuando melanzaba miradas amables y dealiento o me daba a entender con unpequeño gesto que enseguidaestaría conmigo.

Me puse unas gotas de unfrasquito con un contenido dorado

en los dedos. Quizá deberíalimitarme a comprar algo e irmerápidamente. ¿Qué me importaba amí todo eso?

La clienta finalizó su compra.Me sonrió y saludó al pasar junto amí. Se trataba de una dama quehabía visto en el séquito de laVisconti. Le devolví el saludo.

Me quedé sola con él. Elperfumista vino a mi encuentro. Eraun sujeto pequeño y rechoncho,calvo por completo, con el cogoteseboso y el rostro un tanto

enrojecido. Parecía simpático,extremadamente servil y de ningunamanera amenazador. Cuando estuvojunto a mí no era mucho más altoque yo.

—¡Ah! ¡Qué preciosidad! —me lisonjeó—. ¿Y queréis seguirrompiendo corazones cuando noconfiáis en vuestros encantosnaturales, sino que buscáis algo queos ayude un poco? ¡Pobres jóvenes!Honorable dama, tengo aquí unahierba maravillosa. Si os aplicáisuna decocción de esta hierba sobre

vuestro cabello pálido y rubio, ¡seconvertirá en tan dorado y luminosoque los mismos ángeles os tendránenvidia! ¿O quizá deseáis unperfume seductor? ¿Jazmín? ¿Unamezcla secreta de cerezaalmizcleña con aceite de rosas paraatraer a un amante?

Por un presentimiento, ese díahabía evitado ponerme el velo deviuda. Pensé que únicamente poresa razón me hablaba así.

—¿Carmín rojo? ¿Perlastrituradas sobre un ungüento de

grasa de oveja para que vuestra pielresplandezca?

Sacudí avergonzada la cabeza,bajé la mirada y pensé con energíaqué era lo que podía comprar. Peroél me malinterpretó.

—¿Oh? Entiendo.Bajó la voz y me cogió

ligeramente del brazo paraacompañarme a la parte trasera dela tienda.

—Habéis venido por una demis recetas especiales. ¿Quién meha recomendado a vos?

—El duque de Orléans —lesolté de sorpresa. ¿Cómo habíapodido pensar eso?

Debió de ser la respuestacorrecta, pues el perfumista rioapretando los labios. Y su hastaentonces jovial comportamientoadoptó de repente una notamalvada. Soltó mi brazo.

—Se trata de eso —rio por lobajo—. Bueno, ¡es un buen cliente,el buen duque! Mi mejor cliente. Ensu puesto naturalmente cuenta coninfinidad de molestos coetáneos

cogidos al cuello, rivales,enemigos, cobardes y bocazas.¡Pero qué manera de hablar la mía!Suelo ser la discreciónpersonificada, hermosa dama,confiad en mí. Un secreto está bienguardado conmigo. Por algo misservicios no son nada baratos.

Con la conversación meempezaban a recorrer losescalofríos, pero me mantuve firmey golpeé mi bolsa, que estaba arebosar de monedas.

—¡Un agradable sonido! Pero

sois demasiado tímida. ¿A quiéndeseáis alejar de vuestro círculomás cercano? ¿A vuestro marido, avuestra suegra..., no? Dejad que loadivine: ¿un antiguo amante que osestá chantajeando y amenaza condelataros?

Afirmé con la cabeza. Meacarició los hombros. Sólo conesfuerzo logré deshacerme de él,retrocediendo con brusquedad. Nodejaba de ser increíble cómo en tanpoco tiempo mi buena impresióninicial de ese hombre se había

convertido en una aversión total.¿Por qué sólo ahora me daba cuentade que el hombre iba envuelto enunos ridículos ropajes orientales deimitación que encajabanperfectamente con aquel turbante?Empecé a tener miedo de verdad yme hubiera ido con gusto, pero mispies parecían haberse quedadopegados al suelo.

—¿Alardea de su conquista?Afirmé de nuevo. Rio por lo

bajo.—Es una vergüenza —

fanfarroneó— que un hombre queha podido disfrutar de vuestrocuerpo hable de ello y lo refiera enpúblico. ¡Qué desagradecido!Merecedor de un castigo. Tenéistoda la razón y voy a ayudaros.

Su mirada lasciva delatabaque él mismo hubiera disfrutadogustosamente de ese placerenunciado. Temblé, pero lo tomócomo una señal de rabia contra elamante imaginario.

—¡Bien! ¡Bien! Entoncesbusquemos algo adecuado para él.

No hay nada más satisfactorio queuna muerte pertinente: morirahogado para el borracho,ventosidades mortales para elglotón, una lengua negra y tumefactapara el mentiroso, y en este caso...

Se agachó y buscó algo en unestante bajo la mesa. Cuando volvióa ponerse en pie tenía un libro entrelas manos, forrado de cuero negrode tafilete, con letras plateadas. Notuve tiempo de observar el volumeno reconocer el título, pues lo pusosobre la mesa y lo abrió para

hojearlo.—Cuando se trata de una rival,

ya sabéis que existe una recetaacreditada: se mezcla undeterminado veneno con carmín yse lo hacéis llegar. Si se pinta loslabios con ello, tarda una mediahora en surtir efecto. En pocotiempo muere con todo tipo decalambres y echando espuma por laboca. Si besa a alguien, estapersona muere con ella. Existenmúltiples posibilidadescombinatorias. Y nadie os

relacionará con ello. En vuestrocaso, sería también bonito si seencontrara al soplón con la lenguatumefacta, como castigo por suindiscreción, pero esto ya lo hemostenido. Creo que es convenientecambiar. ¿La muerte tendría quesobrevenirle a través de sumiembro masculino, quizá algoespecialmente doloroso?

Sacudí la cabeza de asco porsu evidente placer.

—Bueno, mi callada belleza,seguro que encontraremos algo.

Este volumen, que acabo deadquirir, me ha rendido a mí y a misclientes buenos servicios.

Siguió hojeando en el librosatánico.

—Esto también lo he probadocon éxito, muy cerca de aquí, porcierto. Le suministráis al hombredel que os queréis librar ingentescantidades de vino con un polvo.Después lo obligáis a que semarche. Cuando una o dos horasdespués se pone azul y se desplomadesde la silla, vos no habréis

estado ni siquiera cerca. Lainocencia en persona.

Até cabos y lo miréhorrorizada.

—Pero vos sois un asesino...Entonces reconoció mi asco y

mi repugnancia. Antes de quepudiera decir algo más o girarme ymarcharme de allí, sus manos mecogieron las muñecas como unastenazas de forja. Sus ojos seempequeñecieron como hendiduras.

—¿Asesino? Vaya palabramás estúpida. Yo prefiero

«auxiliador» o «liberador». ¡Peroentonces vos no queréis comprarninguna

de mis recetas! Simplementeera un pretexto para espiar en mitienda, ¿no es cierto? —siseó—.Ahora ya recuerdo quién sois. Laviuda Castel, la que ha idometiendo su nariz por todo el barriopor Berthe la negra, ¿verdad?

—Sí —le contesté—. Cristinade Pizán es mi nombre y creo queacabo de descubrir cómo murió elpobre Massimo.

—Opio modificado yconcentrado, extraído de la cosechade la amapola. Cuando la víctimabebe con ganas y sin medida, esmuy sencillo. Se le suministra elmedio antes de una bacanal. Encombinación con el vino, deja derespirar de repente y acaba susdías. No se hubiera sospechadonada extraño, si la miedosa de laprostituta no hubiera lanzado elcadáver a las aguas.

—Por ello os impondrán elsuplicio de la rueda y os dejarán a

merced de los cuervos —le dijecon más convicción de la que yomisma experimentaba, pues por elmomento parecía que era mi propiavida la que estaba a punto definalizar.

Rio.—No lo creo, viuda Castel.

Más bien voy a probar una de mismás nuevas creaciones en vos.Tengo aquí un perfume de granatractivo. Por desgracia enloquece.Sí, me gusta la idea. ¿No estáiscontinuamente berreando cosas

incomprensibles sobre la igualdadde las mujeres? ¿No escribíslibros? ¿No os inmiscuís en todosin que os lo soliciten? ¿Norechazáis ofertas de matrimonio avuestra edad? ¿No son éstos losprimeros síntomas de la locura?Aquí tenéis, querida...

Me dejó una muñeca suelta ycon la mano buscó bajo la mesa,donde encontró una ampolla decolor verde oscuro.

Ahora se le presentaba elproblema de sacar de allí el

contenido sin mancharse él mismo.No se lo puse fácil. Tiré conviolencia y me sacudí, dándome ungolpe contra la mesa. De repenteme soltó, de manera que caí deespaldas sobre el suelo. Como unacomadreja rodeó la mesa y secolocó sobre mí. Entoncesdescorchó la redoma.

— Adieu, fisgona —me dijo.La redoma se inclinó.En ese momento una mano la

apartó de mí. La botellita se le fuede entre los dedos al perfumista y

se estrelló contra una de lascolumnas de color lapislázuli. Seextendió un olor dulce y al mismotiempo repugnante, una mezcla deflores de fresia y carne podrida.

Tomás luchaba con elperfumista. Me puse en pie yobservé a ambos desesperada, puesbuscaba alguna manera de ayudar almonje. De ellos no salía ni unruido, aparte del respirar intenso ydel susurro y crujido de lasprendas. Una mesita con mercancíascayó con estrépito. Las cestas

vertían en el suelo sus valiososcontenidos.

Me agencié una pesada tinajade arcilla y esperé la oportunidadde rompérsela en la crisma a esediablo. Pero no se presentó. Derepente intentó alcanzar a Tomás enel rostro con la mano derecha. Ésteconsiguió agarrársela y la envolviócon su puño. El perfumista soltó ungrito débil y agudo y se desplomósobre las baldosas. Allí dio un parde respingos y perdió elconocimiento. Tomás le observó

con repulsión.—Vaya criatura más

repugnante —dijo, le abrió la manohecha un puño al morir y entoncesvi que el perfumista llevaba unanillo envenenado. La piedrapreciosa, un ónix, había sidodesplazada y debajo había salido ala luz una cavidad. Pero en lugar deenvenenar con ello a Tomás, habíaprobado en la lucha su propiareceta. Allí donde el aguijónvenenoso había penetrado en lapalma de la mano, se había vuelto

de color violeta oscuro.Olía a quemado. Me di la

vuelta y descubrí que en la luchauna de las lámparas de aceite habíacaído en una cesta. Las hierbassecas ardían. Ya empezaban asurgir las llamas.

—¡Fuego, Tomás, allí!Miré si veía agua por allí,

pero sólo encontré aceites yesencias, que no harían más queavivar el fuego. Tomás intentósofocarlo con un paño, perotambién éste prendió. Volcó el

cesto e intentó apagar las llamascon los pies, pero las chispasalcanzaron a través de la paja delsuelo la siguiente cesta.

Desde la calle oímos unasvoces:

—¡Fuego! ¡Está ardiendo latienda del perfumista!

Tomás me cogió del brazo yme arrastró consigo.

—¡Es mejor que no nos veanpor aquí!

—¡Pero el fuego!—Ya lo han descubierto y

otros se ocuparán de apagarlo, siDios así lo quiere.

Hizo desaparecer el libro deencima de la mesa metiéndolodebajo de su hábito, me llevó hastael tapiz del muro y lo levantó poruna de las esquinas: en la paredhabía visible una abertura. Por allíes por donde había aparecido tanrepentinamente.

—Ya me había imaginado queun sujeto como éste quería moversesin ser visto en público. Y despuésde lo que contó Pierre he estado

investigando y di con esta salida.Me llevó un par de escalones

abajo, en plena oscuridad fría yhúmeda. A nuestra espalda se cerróla entrada a la tienda. Una piedraencajó con otra, se engatilló unacerradura y se hizo el silencio.Fuimos palmeando en busca delcamino por delante de nosotros, queseguramente debía conducir bajolas casas. Al fin vimos de nuevo laluz al llegar a un callejón paraleloabandonado y estrecho. Delgadascasuchas sin ventanas se recostaban

las unas encima de las otras. Lasgrietas cruzaban las antiquísimasparedes y de los quicios colgabanpuertas medio podridas. Lasinmundicias se amontonaban en esecallejón fangoso. Nadie nos vio, yaunque así hubiera sido, nadie sehubiese fijado en nosotros.

Dando rodeos, llegamos denuevo a la Place de Grève. De latienda salían llamas. Nos alineamoscon la cadena humana que sacabacubos de agua del Sena. Nadie teníatiempo para especular.

—Éste es el castigo por elorgullo y la codicia —oí murmurara un viejo. Entre el sudor, los otrosestaban ocupados buscando a todaprisa cuantos cubos, jarras ycualquier contenedor de tiposimilar pudieran abarcar parahacerlos llegar a la cadena. De vezen cuando se producían explosionesen el sótano y entonces las llamasse alzaban todavía más alto.

—¿Dónde está el patrón? —preguntó una voz.

Nadie lo había visto. No había

manera de salvar la casa. Prontoardieron el primer y el segundopiso y las llamas empezaron a verseen el tejado. Un rayo hizo emergerla escena con una luz chillona yblanca. Se acercaba la tormenta.

—¡Cielo bendito, envíanoslluvia!

Muchos de nosotrosrezábamos ahora en voz alta. Loshombres de la seguridad de la urberompían con cabos y alabardas eltejado para evitar que el fuego seextendiera a las casas vecinas. Un

fuego como aquél había convertidomuy a menudo en cenizas barriosenteros.

Entonces comenzaron a caerlas primeras gotas gruesas. Alguienempezó a cantarle una canción dealabanza a Dios y todos losiguieron. Cantábamos e íbamospasando los recipientes de agua,mientras nos acompañaban losrayos y el estampido de los truenos.Finalmente dio inicio una lluviaregular y abundante y las llamas seapagaron.

Ya tarde en la noche, Tomás yyo volvimos a casa, agotados yllenos de hollín. Héloise, Céline,Jean y tía Marie estaban en la calley conversaban agitados con losvecinos. Todos los alrededoresolían a flores y ceniza. Céline vinoa nuestro encuentro.

—Así que estabais allí —nosdijo—. La abuela también, pero noos vio. ¿Se ha encontrado al dueño?

—Ardió junto con la tienda —dijo Tomás con una voz áspera.

—¿Qué es lo que pasó? ¿Tuvo

un ataque y arrastró consigo la luz?¿Fue asaltado? —quiso saberMarie, que nos había seguido a lacocina.

Héloise nos puso agua calienteen una palangana con paños secos yjabonera y nos lavamos la cara ylas manos.

—¡Cielo bendito! ¡Si sehubiera extendido el fuego! ¡Tengoque tomarme un trago!

—¡Agua! —grazné.Héloise nos trajo una jarra de

vino aguado y dos copas de estaño

al estudio. Me dolía la garganta delhumo. Bebí demasiado rápido ytuve que toser. Tomás sacó el libroy lo lanzó sobre la mesa.

—¿Éste es el libro que estabasbuscando?

—Sí —dijo—. Éste es.El título estaba grabado en

letras de plata. Plata reducida apolvo con mercurio y miel, y parala encuadernación, clara de huevo ycola de la piel de ternero, penséautomáticamente, y limpié con lamanga el metal empañado. La plata

se empaña con más facilidad que eloro y el estaño, pero su brillo no loiguala ninguna otra mezcla. Unacuriosidad era la encuadernaciónnegra, violeta y negro de hollínfijados con vinagre y grasa; nuncahabía visto una igual, pero entendísu significado cuando leí el título:El jardín de Azrael — sobre losvenenos.

—¿No me habías dicho que setrataba de un libro sobre plantasmedicinales?

—Plantas que lo curan todo de

forma ciertamente definitiva —contestó Tomás obstinado—. Unlibro que mejor no se hubieraescrito. Pero ahora ya ha visto laluz del mundo.

Abrí el libro. Estaba escritopor completo a la manera de laHistoria natural de Plinio, un largorecuento de todas las cosas que elautor en pocas ocasiones habíaexperimentado él mismo, sino quehabía oído en cualquier otro sitio ose había limitado a copiar. Todossus libros los había redactado sobre

esa base, no eran originales, pero síútiles: sobre piedras, animales,geografía, astronomía, biología,farmacología, medicina y arte.Resultaba obvio que éste pertenecíaa la serie de plantas medicinales,sólo que únicamente tocabaaquellas que pueden matar. Con lapedantería típica de Plinio, conteníatodo aquello de lo que se pudierainformar sobre venenos vegetales ominerales, de los verdaderos y delos legendarios, de recetas ycombinaciones, hasta del más

pequeño síntoma que una personasufre después de ingerir elsusodicho medio, una coloracióndeterminada de la piel y de las uñasde las manos, la expulsión delíquidos corporales, el colapso delos órganos internos, y en muypocas ocasiones los antídotos. Unacontabilidad de la muerte.

—¿Crees que de verdad fuePlinio quien escribió esto? —lepregunté. La hechura era la suya,pero el tema me parecía absurdo. Elautor era una persona de honor y en

sus otros libros había despreciadotodo aquello que según suscreencias no podía aprobar.

—Creo que es más bien laobra de alguien que se ha escondidotras este gran nombre, eso me temo.¡No tienes más que ver lasilustraciones! —dijo Tomás.

Tan adverso como podía ser elcontenido del texto, lasiluminaciones eran por su parteencantadoras. Cada página sehallaba cubierta con dibujos deplantas y sus partes: raíces

marrones bulbosas, deshilachadas ode formas humanas, tuberosas,redondas o alargadas; hojaslanceoladas, cordiformes yensiformes, ovales, verde oscuro,verde claro, rojizas, plumadas,dentadas y nervudas; bulbosabombados, peludos, graneados ypicosos; flores tiernas, carnosas,diminutas y tambiénespléndidamente enormes;apetitosos frutos, como unosbrillantes racimos de unasdiminutas cerezas de color rojo muy

oscuro, pequeñas manzanassilvestres y judías, bayas de loscolores más peregrinos escondidasentre la hierba, amarillo napolitanoo azul cerúleo; semillas negruzcas,nueces. Vi setas negras y de colorde fuego con escamas como espumade mar y cuellos de encaje y muchomás. Por todas estas plantas sedeslizaban luminosas serpientes decolores, salamandras silbantes demanchas amarillas, ranas venenosasmirando fijamente con sus ojosáureos, escarabajos brillantes

abriendo sus alas, escorpionespolimorfos mostrando elegantes suaguijón, arañas e insectos listospara picar medio escondidos entreel verde; y todo parecía tan real quemi mano se hizo a un lado. Habíaescenas del taller de un mezcladorde venenos y alquimista, y demédicos extranjeros con sombrerospuntiagudos; había ilustraciones desepulcros, de la muerte en forma deun ángel negro aterrador, que en susfuertes brazos se llevaba a un niño;de esqueletos bailando y finalmente

de la muerte en el trono del mundo,que nos saluda como un soberanobenévolo. Todas estas ilustracioneseran magistrales y de un efecto tanseductor, de un colorido tanrefinado, que apenas podía apartarla mirada de ellas. Nunca habíavisto un libro ni tampoco unasilustraciones de tanta calidad.

Tomás besó la cruz de maderaque llevaba al cuello cogida de unacadena.

—¡Es algo demoníaco, elSeñor me libre de esta tentación! —

exclamó vehemente.Estaba horrorizada.—¡Tomás! Tú no te lo quieres

llevar de vuelta a Italia. Tú loquieres destruir —lo acusé.

Cogí el libro para protegerlode él.

—¡Es una obra de arte!¡Única! ¡No debes destruirla!

—Ves —me dijo Tomás triste—. También te ha seducido a ti.Como en su momento me sedujo amí.

—¿De qué estás hablando? Sí,

versa sobre venenos y naturalmenteque puede ser utilizado de maneraequivocada, pero muchas de éstasseguro que son plantas medicinalessi se utilizan de forma adecuada.¿No tenían los grandes médicosgriegos una única palabra para«medicina» y «veneno»?

—No te engañes a ti misma,Cristina. Aquí no se trata de plantasmedicinales o bonitas ilustraciones,tampoco de ciencia. Aquí se trataúnicamente de la muerte. Sonindicaciones infernales para llevar

a cabo delitos terribles.—En las manos adecuadas

también hay indicaciones parareconocer estos delitos, inclusoantídotos.

—Estos objetos tienen latendencia de ir a parar a las manosequivocadas. Fíjate sólo en todo loque ha provocado aquí en París:cuatro asesinatos y únicamente setrata de aquellos de los que tenemosnoticia. ¿Cuántos no se handescubierto y se han consideradomuertes naturales? ¿Y quién sabe en

cuántas ocasiones Luis de Orléanshabrá hecho uso de él? Es una obraabyecta y debería ser quemada.

—No es malo el objeto en sí,sino lo que se hace con él. Estascosas existen sin más sobre la fazde la tierra y está bien que se tenganremedios a mano —dije paradefender la obra y busquéargumentos para sostener midefensa.

Tomás recorría intranquilo lahabitación. De repente se detuvo ygolpeó con el puño en una de las

mesas, de forma que un tintero dioun salto.

—¡Así que quieres negar elobjeto de esta obra, su maldadprofunda, la perversidad de suexistencia! Es la cara más terriblede Satán la que estás viendo aquí:¡un fruto tornasolado del que emanaun olor apestoso! ¡Oh, Satán no essiempre reconocible por suapariencia: espantoso, repugnante,oscuro y nauseabundo! No, tambiénpuede aparecerse en la forma másagradable de todas: rico, amable,

elegante, seductor. ¡Aquí lo tienes,Cristina! Fíjate con atención. ¡Es lapezuña del cabrón la que se asomabajo ese bonito vestido!

Yo no veía ninguna pezuña yapreté el libro contra mi pechoperseverante.

—Si las plantas que sedescriben en este libro sondemoníacas, ¿por qué permite Diossu existencia sobre la tierra?

—Dios lo creó todo, tambiénlos peligros y las cosas venenosas,para que recordemos que fuimos

expulsados del paraíso por nuestrapropia culpa. Y él nos ordenó noacercarnos a ellos. Asimismopermitió la existencia del peligrosoenemigo para ponernos a prueba:nos tienta haciéndonos ver que estascosas nos benefician. Deberíamosevitar la tentación y procurar queotros no caigan en ella. Pero estatetranquila. Yo tampoco quierodestruirlo. No me está permitido.

Pensé con tristeza que prontonos abandonaría.

—Debo devolverlo. A pesar

de todo, no quiero —dijo Tomás—.¡Aún no!

Y me alegré.Cogió ese objeto delicioso de

unas manos que se lo entregaron adisgusto, lo envolvió en un paño ylo puso en su bolsa.

—¿Sabes lo que me enfadasobremanera? —le dije yo pasadoun rato—. Tal como parece ahora,fue Berthe la que envenenó a sumarido. Ella sabía que iría a visitara su querida y que allí solía beber.Así que sólo tuvo que ponerle el

veneno en el vino e iniciar unapelea. Al final sólo tenía queesperar que le diera el ataque en lacasa de la otra mujer. Muy bienplaneado. ¡Y yo hice todo loposible para que ella saliera biende todo ello!

—Ya escuché toda laconversación. Estaba escondidotras la alfombra. Pero creo que nodebes culparte de nada. Siempre tefijas en lo mejor de las mujeres,aunque haga tiempo que no se lomerezcan. No te hagas ningún

reproche por ello. Ya se encargaráDios de impartirle el castigo quemerezca.

XIX

Me hallaba sentada conHéloise a la sombra de la entrada.Ella remendaba un par de vestidos.Yo había bajado porque después dehoras de escritura ininterrumpidame había dado un calambre. Estabasentada en un banquillo y movía mishombros en círculo. Aquí el frescoera agradable. En verano el estudioresultaba insoportablementecaluroso y la cocina un infierno.

Berthe la negra se había juntado connosotras sin preguntar, ya queaguardaba un palanquín, para —talcomo nos informó— negociar sobreuna entrega de lana de Flandes parasus «mejores» clientes, entre loscuales estaba claro que nosotrostodavía no nos encontrábamos.

«Mejor harías en callar»,pensaba yo furiosa. ¡Lo que séahora sobre ti! Sé que lo hiciste tú ylo puedo probar. Tengo el libro yjunto con mi declaración temandaría a la horca. En todo caso

no estaba completamente segura deque fuera a denunciarla. La idea meera desagradable. Pero sólo elhecho de que se librara de sucastigo me sacaba de quicio. Delcastigo de Dios no había rastro porningún lado. Embargaba ychantajeaba a la pobre gente denuestro barrio y permanecíacómodamente sentada sobre su sacode oro. Se podría pensar que Berthepodía permitirse un par de cosasbonitas para ella misma, pero no.Incluso para eso era demasiado

tacaña.—¡Hombres! —dijo

justamente con menosprecio—. Unase puede arreglar muy bien sinellos. Por supuesto que mi Aldo esun tesoro, pero el resto...

—¿Ah sí? ¿Y no se ocupó tumarido bien de ti?

Estiraba impaciente de sufalda sólida pero barata.

—¡Ah, bah! ¡Ése! ¡Ése sellevaba nuestro dinero a la casa dela puta! Toda la ciudad lo sabeahora y todos se ríen a mis

espaldas. Pero incluso eso se lohubiera perdonado, si no hubieratratado tan mal a mi Aldo.

Se interrumpió. Aldo habíasalido de la tienda al callejón pararespirar un poco de aire fresco.Berthe le conminó con un gesto dela mano a que entrara dentro.

—No estés ahí con la bocaabierta. ¡En la tienda hay suficientetrabajo! ¿Ya has tamizado la harinacomo te he dicho? ¡Pobre de ticomo me encuentre un solo gusanodentro!

La boca de Aldo se convirtióen una raya y el joven desaparecióde nuevo.

Berthe lo observó irse concierta ternura.

—Es tan trabajador yobediente, mi Aldolino.

Héloise y yo nos miramos. Mealcanzó un par de calcetineszurcidos y los doblé. La ropa porremendar estaba amontonada sobreel banco y en un cesto yo ponía laspiezas limpias y remendadas.

—¿Echas de menos a tu Elias?

—le pregunté a Héloise. Eliasestaba acompañando a una caravanade mercaderes a Venecia.

—No. En realidad nodemasiado —me contestó.

—¿No te gustaba tanto? Teníala impresión de que os entendéisbien cuando está aquí.

—Sí, cuando está aquí —merespondió, tranquila, y se inclinósobre la prenda para arrancar unhilo con los dientes—. Pero él estámás a menudo fuera que aquí, ycuando vuelve a mí, no deja de ser

un extraño. Y en cuanto meacostumbro a él, entonces se vuelvea ir. De los veinte años quellevamos casados, quizá ha pasadojunto a mí en total dos. Y además hepasado tanto miedo por él, que alfinal me he vuelto insensible. Megusta cuando está aquí, pero sin éltambién tengo mi vida.

—¿Y si tuviera una ocupaciónen la ciudad?

—Antes siempre le rogaba quese buscara un trabajo aquí, pero noquería. Tiene la sangre demasiado

caliente, ¿entiendes? No se puedequedar. Y así me las he arregladosin él. Ahora es demasiado tardepara cambiar cualquier cosa.

Berthe se subió al palanquínque había estado esperando.

—Hay gente que se enamorade los tipos más imposibles,lansquenetes

[2], monjes y tipos así —disparó en nuestra dirección. No lehicimos ni caso.

—¿Tú crees que los hombres

pueden arreglárselas sin lasmujeres, si no contamos una cosa,ya me entiendes?

Héloise rio.—¿Quién dice tales tonterías?—Tomás de Aquino —le

respondí.—¿De verdad? Nunca había

oído hablar de él.—Fue un gran sabio de la

Iglesia.Héloise no estaba

impresionada.—Bueno, entonces... Pero no

hay que ser ningún sabio parareconocer cómo es en realidad:toma, por ejemplo, a mi Elias.Cuando vuelve del campo, dondesólo ha estado entre hombres, estásucio y apesta. Sus ropas seencuentran en un estado lamentable.Antes dejará que el mundo vea suculo desnudo, que remendar algo.Pasa meses sin comer nada decente.Su lenguaje está completamenteasalvajado y se comporta como uncerdo. Y como él, todos. Los dejassolos en compañía de hombres y

enseguida vuelven al estadosalvaje.

—¿Y qué pasa con losmonjes? —le pregunté. Sabía que aHéloise le gustaba Tomás.

—Bueno, los monjes. Siemprehay uno u otro que está bien. Peroson muy particulares. Y la sociedadtiene que costearlos, pues no hacennada útil.

Héloise había terminado conla siguiente pieza y cogió otra de lacesta. Todo parecía tan sencillo conella. Introdujo una mano en una

media en busca de agujeros ydesgarros.

—¡Realmente me gustaría quecuando Jean fuera a jugar con lapelota no se pusiera sus mejorescamisas y medias! ¿No tiene nadamejor que hacer que engalanarse yjugar a ser el inglés frente a susamigos?

—Por desgracia no —dije yo—. Es difícil en estos tiemposencontrar un buen puesto paraalguien como él, y eso a pesar deque estuvo en el extranjero. Pero

dime, Héloise, este Tomás deAquino también dijo que lasmujeres no pueden hacerabsolutamente nada sin un hombre.¿Tú qué opinas de eso?

Resopló con despreciomientras buscaba entre los hilos elcolor adecuado.

—¡Ese Tomás de Aquinodisfrutó en el monasterio dedemasiado vino! Las mujeres se lasarreglan mucho mejor sin loshombres. ¿No lo puedes apreciar ennuestra casa? Nos vestimos

decentemente, comemos de formasaludable, nunca nos olvidamos delbuen comportamiento. ¡E incluso túganas tu propio dinero! Se podríadecir que aquí nos las arreglamosmuy bien sin ellos.

Yo opinaba de formadiferente, pero no quise decir nada.Me había encontrado tan bien conél... Lo que echaba de menos eraese ser uno solo, esa profundaseguridad de no estar nunca sola, yno sólo corporal, sino tambiénanímicamente.

«Con ése podrías estar así denuevo», me susurró un diablillo,uno que últimamente se colocabacon frecuencia en mi hombro, muycerca de mi oreja izquierda.

«Algo así no se puederepetir», le respondía condeterminación. Pero el diablilloreía: «¿Y cómo lo puedes saber?».

Ya había descansado losuficiente y regresé a mi estudiopara seguir trabajando en miproyecto. La querella provocadapor mí a raíz del desgraciado El

libro de la rosa había alcanzado unnuevo punto álgido. Jean Gerson,mi defensor, había publicado supropio tratado sobre el tema.También había dado unos cuantossermones desde el pulpito, en losque hablaba más de una actitudsexual equivocada que de lasmaldades generalizadas en contradel sexo femenino. No dejaba deser un hombre de la Iglesia. ¿Quépodía una esperar? En todo caso,parece ser que gritó desde elpúlpito: «¡Al fuego, buena gente, al

fuego con ella!», refiriéndose a esaestúpida novela.

Como era de esperar, losprofesores volvieron a cargarcontra mí y con todos los medios asu alcance, ya que no podían tocar aGerson. Se me acusó de las cosasmás graciosas: una acusación pordifamación y discurso vacío, unapor usurpación de funcionespúblicas, ya que aportaban eltestimonio de una mujer que decíaque le había perjudicado por unconsejo jurídico que le di.

Monsieur Truphémus me informó alrespecto.

Un libro muy valioso fuerobado de la Biblioteca Real yapareció en el negocio de unlibrero, quien aseguraba que se lohabía vendido yo. Gilles Maletconfiscó el libro y se rio del asunto.

No, no dejé que medesmoralizaran, aunque la Corte sehubiera vuelto a olvidar de mí. Yano llegaban invitaciones de laVisconti, ni una palabra ensemanas. ¿Quizá no le había

gustado mi informe sobre la boda?Aunque yo le había hecho reírdurante el viaje y durante los fastosme había sentado muy cerca de ella.Desde que volví vivía exactamenteigual que antes de mi partida.¿Había sido demasiado vehemente?¿Demasiado escandalosa? ¿Mehabía descartado por deferencia alos señores de la Sorbona?

—¡Mira todas estas malvadascartas! —le dije a Tomás una tarde—. Todos los estudiantes seensañan conmigo. Estoy harta de

esta eterna lucha.—Entonces no deberías

haberla iniciado —me contestó,pero al mismo tiempo me sonrió—.Bueno, quizá deberías seguirluchando. Por algo tienes razón, ¿ono?

—¡Claro que sí!—Encuentro divertido todo

este intercambio epistolar. ¿Por quéno lo reúnes todo y se lo envías a lareina? ¡Ruégale actuar como juezaen el pleito sobre El libro de larosal

Mi pasión se había avivado denuevo.

—Sí, Tomás. Vamos ahacerlo. Tendrás que pintarme lasilustraciones, miniaturas como sólotú sabes hacer: ¡dibuja a Sara,Rebeca, Esther y Judith, todas lasmujeres intachables de la Biblia,reinas, poetisas e inventoras de laAntigüedad como Safo y Minerva!

—¡Y naturalmente a nuestrareina actual como la mayor entreestas honorables mujeres! —apuntócon astucia Tomás. Reí de nuevo

contenta y plena de confianza.Tomás se superó a sí mismo.

Encuadernamos Cartas de laquerella del libro de la rosa conlos mejores pergaminos, esepergamino virgen de Senlis. Yoescribí con la pluma de midesgraciado amigo, el cisne, continta de oro sobre púrpura.

Monsieur Deschamps, el poetade la Corte, fue tan amable que sehizo cargo de entregarle el volumena la reina. Yo había experimentadoque estas cosas funcionaban cuando

una las dejaba en manos demayordomos u otro tipo deservicio.

«A la excelente, excelsa y muytemida duquesa, madame Isabel deBaviera, por la gracia de Dios reinade Francia...»

Por fin la suerte me volvió asonreír: no tuve que esperar mucho.El pleito de la Rosa se habíaconvertido claramente en un temade moda, así que oímos que elduque de Orléans había preparadouna fiesta de las rosas para la reina.

Para ese día señalado se cultivabandiez mil rosas en los campos y losjardines en las afueras de la ciudady se plantaría un sinfín de rosalesen macetas para adornar el palacioSt-Pôl e invadirlo con su fragancia.

Deschamps me advirtió:—Sería mejor que te mandaras

hacer un vestido para la ocasión.—Pero si no he recibido

ninguna invitación —le dijesorprendida.

—¡Recibirás una! Puedes estarsegura. Eres tú la que lo ha

empezado todo.Así que volví a la modista de

St-Merri. Marie y Céline meacompañaron. Era una de lasúltimas ocasiones en las que podíatener a mi hija tan cerca de mí. Aprincipios de julio ingresaría en elconvento de Poissy.

—¿No te gustaría también a tiun bonito vestido? —le dije enbroma—. Puedes tener todo cuantogustes. Por fin disponemos dedinero para estas cosas.

—No, madre, no tendría

ningún sentido.—Por una vez podrías tener

también tu diversión.Ya sonreía como una monja:

indulgente.—Ya no es importante para

mí. Ya no me podrás apartar conuna pieza de seda o una cadenareluciente de aquello que me hepropuesto. Créeme, tal como estánlas cosas en Francia y en el mundoes para mí la única posibilidad.

—No hables con tal santidadsobre ello —gruñó Marie—.

Incluso llegarás a sentirlo.Le dio un codazo a Céline.

Ésta rió y se desembarazó de ella.De camino compramos dulces a unvendedor ambulante, nos comimoslas golosinas y hablamos. Fue casicomo en los viejos tiempos.

La modista pálida y rubia nosrecibió de formaextraordinariamente solícita.

—Buenos días, señoras,buenos días, madame de Pizán. Nosabéis lo que os agradezco vuestrasrecomendaciones. Ahora tengo

tantas clientas, que me puedopermitir el lujo de rechazaraquellas que me desagradan. Si meencargan algo sin gusto, entoncessimplemente me niego. ¿No esdelicioso?

Estaba más que feliz al poderconfeccionarme un vestido para lafiesta real, un vestido de color rojorosáceo, con bordados verdes y laspiedras preciosas artesanales quelos vidrieros de París saben hacertan bien y, porque siempre lo habíadeseado, una capa de la mejor seda

blanca.—Una locura de dispendio —

dije cuando salimos de nuevo a lacalle—. ¿Y qué pasa si finalmenteno me invitan?

—Entonces me lo regalas a mí—dijo Marie—. Con ese vestidome fiarán en cualquier taberna.

Mi madre nos vino alencuentro toda alterada.

—¡Ha venido un mensajero dela reina y me ha entregado esto parati!

Sostenía triunfante un

pergamino enrollado sobre lacabeza. El lacre estaba roto.

—Entonces ya lo sabes —ledije.

—¡Una invitación para lafiesta de las rosas! ¡Qué excitante!Es casi como en los tiempos de tupadre.

El gran día llegó. Unpalanquín vino en mi búsqueda.Gilles Malet y Eustache Deschampsme esperaban en la entrada y meacompañaron. Vaya sensación el no

ser intimidada e ir dando bandazosde un lado a otro sola, sinoescoltada por dos señores delEstado a derecha e izquierda. Enese momento me acordé de ese díaen el palacio St-Pôl, cuando habíaacechado, o mejor dicho, habíaintentado acechar al rey entre unejército de solicitantes, con el finde que me ayudara en mi precariasituación. Jugaron un juego cruel yburlón conmigo. Y ahora el mayorpoeta de Francia y el bibliotecarioreal me introducían en la Corte con

todos los honores. Hubo personasque se levantaron de sus sillas y meaplaudieron. Los que estaban de pieme hicieron una reverencia. Selanzaron rosas hasta que empecé averter las primeras lágrimas.

Sin duda alguna me sentíafeliz, pero había un rastro deamargura en mí del que no me habíapodido desprender. ¿Dónde seencontraba toda esta gente cuandoestaba tan desesperada, tannecesitada de ayuda y débil?Siempre se jalea a aquellos que ya

no lo necesitan, se alimenta a lossatisfechos, apenas se alaba eltrabajo, sino el brillo. ¿Por quéahora? Era la misma que antes, nohabía conseguido nada, sólo no caeren la contradicción. Sonreí ysaludé. No podía olvidar lashumillaciones. Cuando era másjoven le sonreía a la Fortunadespreocupada y pensaba que erami amiga. Ahora la temía.

—Alegraos y aprovechadvuestra hora —me susurróDeschamps—. A mí ya no me

vitorean como antes. Sostienen quecomo ya soy mayor he perdido mifuego. Son desagradecidos yolvidadizos.

Pero sonrió presumido a lamultitud.

Estaban todos allí, toda lasociedad alegre y cortesana. Sóloechaba de menos a mi señora,Valentina Visconti.

—¿Dónde está? —le preguntéa Deschamps—. No la veo.

—¿La Visconti? ¿No losabíais? Los seguidores de la reina

han conseguido finalmente que elmarido de la duquesa, Luis deOrléans, la destierre a una pequeñafinca fuera de París, donde semorirá de aburrimiento. No se lepudo probar nada en lo que serefiere al rey, pero tenía quemarcharse.

—¿Y cómo pudo permitirlo sumarido?

Deschamps hacía en esepreciso instante una reverenciaampulosa y Malet me susurró a laoreja:

—Se dice que Luis de Orléanses el amante de la reina.

Y efectivamente, allí seencontraban ambos, a la cabeza dela sala sobre un podio decoradopara la fiesta, como hombre ymujer. El rey a esas alturas yapocas veces estaba en sus trece. Lohabían encerrado en el sombrío yrecargado Palais des Tournelles,donde en los pasillos y en ellaberinto del jardín perseguía susextravagantes ocurrencias. La reinase negaba a estar cerca de él y le

había regalado una «pequeñareina», la hija de un tratante decaballos, que se le parecía.

Habíamos llegado frente alpedestal. Hice una reverencia.Isabel de Baviera fue desde elprincipio impopular entre elpueblo, en primer lugar porque nosabía recibir los presentes congracia y porque era tiesa y pocoelegante, demasiado virtuosa en suvestido alemán. Después ya se laodiaba por sus amantes y su avidezdespilfarradora.

Ahora que podía verle elrostro, contemplé a una mujerdesengañada y solitaria. Habíatenido que vivir en el extranjero,donde nadie la quería. Y el únicoque la amaba se había vuelto loco yya no la reconocía.

Isabel me saludó concordialidad y me dispensó losmayores honores. De su bolsaextrajo el pequeño libro de colorpúrpura sobre el pleito de la Rosaque le había hecho llegar. Me rogóque subiera al pedestal junto a ella

para leer. Mi garganta se secó pormomentos. Malet sonrió satisfechoy me dio un pequeño empujón haciala escalera.

Subí y me quedé un escalónpor debajo de la reina. Primero leíde la Epístola al Dios del Amor.

—Más alto, más alto —gritabala gente.

Enrojecí como un ganso tonto,aspiré profundamente aire y leconferí a mi voz el volumen y laconfianza en mí misma que nosentía. Tenía las manos húmedas.

Poco a poco fuienvalentonándome, incluso empecéa divertirme, leyendo los pasajesmás estúpidos y groseros de lascartas de mis contrincantes y lasmejores de mis respuestas. Notécómo el público me seguía y reía,cómo las damas se indignaban y loscaballeros se avergonzaban yfinalicé con mi mensaje a losnobles, que debían ser el modelo deconducta:

Es un defecto tan lamentable

que al hombre que aprecio,no se lo consiento.

Todo corazón noble debeguardarse de ello,

porque no puede causarlemás que daño,

deshonor, villanía ydesprecio.

Con ello me refería a lapérdida de la caballerosidad y loque eso significaba para losdébiles, sobre todo para lasmujeres. El privilegio comporta

responsabilidades, pensaba yo, ymuchas veces veía cómo se abusabade ello. Apenas me lo podía creer,sólo cuando me aplaudían yvitoreaban decididos, cuando elduque de Orléans saltó de uno delos lados de la reina e informó:

—¡Fundemos aquí y ahoramismo la Orden de la Rosa! ¡Todoslos caballeros deben jurar protegerla honra de las mujeres y defenderlas costumbres que nos ha descritola señora Cristina!

¡Justamente el duque de

Orléans, que no abandonaba ningúnlecho si no lo echaban a puñaladas!Apenas ninguno de los señorespresentes era un gran ejemplo decastidad, pero una debía tomar loque le ofrecían y alabé al duque porsu iniciativa. E hice bien, pues enpocos momentos los criadosllevaron todo lo necesario: mesitaspara escribir, el mejor vellum, yacortado y pautado, tinta de púrpura(purpurissimum y resina blanca conmiel y orina, analicéacertadamente), cera para lacre,

cintas de seda e incluso un sellocon el motivo de una rosa. Todosestaban convencidos de la idea. Anadie le molestó que todos losobjetos que tan bien encajabanpertenecieran a la desterradaValentina Visconti. Se redactó conmi ayuda un documento:

A Buen Amor juro y prometo,y a la flor llamada Rosa,a la valerosa diosa Lealtad,que nos trae esta noticia,salvaguardar la fama de cada

dama,protegerla en cualquier

circunstancia,y no difamar jamás a una

mujer.Y con este fin, tomo el Orden

de la Rosa.

Ningún hombre de lospresentes se atrevió a no firmar. Seformó un tumulto en el pupitre, todoel mundo quería estampar su firma,una corriente de buenas intenciones,como si en ese reino nunca se

hubiera dicho una palabra feacontra las mujeres. Y la reina menombró festivamente guardiana delOrden de la Rosa.

Fue todo muy bonito yagradable y quizá ayudaría un poco.Ya que si personas tan poderosas seinvolucraban por lo menos en laforma, tal vez eso mitigase un pocolos humos de los malvadosprofesores. Incluso aunque entre laCorona y la Universidad no hubierauna amistad muy estrecha, teníanque tener cuidado de no ofenderla.

Para esta gente rica ydespreocupada fue todo como unjuego. El resto de la nochetranscurrió como todas aquellasnoches: un banquete, juegospastoriles, la gallina ciega y denuevo una buena comilona, despuésbaile para todo aquel que aúnpudiera moverse. Yo me hallabasentada con Malet y Deschamps enuna oscura esquina y me escondíatras ambos.

—¿Qué es lo que miras tandubitativa? Deberías estar muy

contenta contigo misma.—Estoy contenta de que el

duque y la reina se hayanimplicado. Hace tiempo que heperdido las ganas de luchar conestos estúpidos y por su causa hacesemanas que no utilizo un buenpergamino.

—Éste ya no es mi mundo —gruñó el viejo Deschamps tras sucopa de vino—. En mis tiempos seencontraban muy placenteras lasdiferencias entre los hombrecitos ylas mujercitas y nadie veía motivo

para la batalla mundial entre lossexos que ahora amenaza conestallar. ¿Por qué tiene que ser unomejor que el otro? Ya veo venircómo la humanidad se extinguirá,porque nadie querrá ceder y no sepodrá convivir así. ¿Qué pasaentonces con la deliciosa ilusiónpor el amor, el estremecimiento, eldeseo, el anhelo y la satisfacción,que es como ahogarse en la dicha?

Estuvimos callados un buenrato.

Yo no había empezado esa

guerra.Para coronar mi triunfo me

ofrecieron una habitación para esanoche en el castillo. El duque deOrléans en persona me llevó hastaallí, como un típico padre defamilia. Tuve que reírme. Paradespedirse se inclinó sobre mí. Visu bello y oscuro rostro y pensé quequería besarme. Pero me susurró:

—¡Bueno, querida Cristina!No les daremos ningunaoportunidad a estos chismosos.

Lo hizo como si no fuera con

él, como si yo así lo hubieraquerido. Y entonces prosiguió envoz alta:

—¡Lo habéis conseguido,viuda Castel! Habéis conseguidovuestro objetivo, ¿no es verdad?Habéis conseguido hacer enfadar enmuy poco tiempo a los doctores dela Sorbona y convertiros en suenemiga. Pero la reina se hainterpuesto para defenderos. ¡Hasido realmente muy entretenido!¡Que lo siga siendo!

Rio con malicia.

—Por cierto, enviadmemañana al mocoso de vuestro hijo.Le daremos un puesto de secretarioreal.

Antes de que se lo pudieraagradecer ya había desaparecido.Oí sus risas en el pasillo antes deque cerrara la puerta de mihabitación. ¡«Mi» habitación! Eradiminuta y estaba amueblada conuna mesita dorada, con una jarra deagua y una jofaina y una cama conun dosel recargado. Me descalcépara alivio de mis pies doloridos,

me quité el vestido y utilicé el vasede nuit, para lo que había estadoesperando con ansiedad. Me dejépuesta la ropa interior y meintroduje en las sábanas de sedafrías y blancas como la nieve.

XX

— Que no se te suba a lacabeza —dijo mi madre—. Un díase enamoran de la caballerosidad yal día siguiente ya lo han olvidadotodo.

—¡ Ay, madre, por lo menosno me fastidies la dicha!

—Sólo te quiero evitardecepciones.

Después me dejó perpleja alacariciarme la mejilla.

En lo que se refería a misobjetivos, ya sabía que sólo habíaganado una batalla. Pero a pesar detodo me alegraba de ello. La noticiacorrió por toda la ciudad. En elmercado de aves me llamaban«Cristina de las Rosas». Memiraban cuando iba a comprar conHéloise. Algunos me elogiabanabiertamente por lo que habíahecho, otros decían con maldad amis espaldas que estaba loca. Ytodos ellos habían oído hablar demis tesis y demandas.

—¿Quiere eso decir que ya nole puedo dar un cachete a miparienta cuando me ponga de losnervios? —me preguntó elvendedor de aves.

—Se trata de que nadiedebería sostener sin más que todaslas mujeres son malas porprincipio.

Sobre el comportamiento conlas mujeres malas no se dijo nada.Pero toda persona debería sertratada con respeto, ya fuerahombre o mujer.

—No lo entiendo. ¿Le puedopegar o no?

—Pienso, viejo amigo, que tellevarás mejor con ella si la tratasbien y con justicia.

Bramó.—¿Y si me trata mal ella a mí?—Entonces es que te lo habrás

merecido —le soltó la pasteleradesde el otro lado. Pero se rio, puestodos sabíamos que el vendedor deaves no se atrevía a tocarle el peloa su mujer. Sólo en público se hacíael peligroso.

—Desearía poder leer tuscosas, Cristina —suspiró lavendedora de pasteles—. ¡Toma,coge un pastel de grosella! ¡Esfresco de esta mañana! ¡Te loregalo! En ocasiones sería bonito sipudiera contestarles a determinadostipos que me vienen con tonterías.Un libro así, me imagino yo, seríacomo un cartel que llevas de frente.

La miré sorprendida. ¡Uncartel! Un libro que incluyera todosesos taimados argumentos contralas mujeres con las respuestas

adecuadas y pruebas quedemostraran lo contrario. No erauna mala idea. Lentamente mordí eldulce pastel de grosellas paradeleitarme con el crujido y cómo sedesmigaba la tierna capa de masaentre mis dientes. Y entonces lasgrosellas calientes tocaron milengua con un aguijonazo intenso dela acidez de la fruta, que hizo quese me hiciera la boca agua.

—¡Mmm! —exclamé. El jugode las grosellas corrió por mibarbilla.

Una tropa de estudiantes yamayores desfilaba por el CourNotre-Dame. Con altivez apartabande su camino a cualquiera que fuesedemasiado lento para ellos.

Entonces me descubrieron.—¡Oh! —dijo mi amiga.

Héloise quiso llevárseme tirándomede la manga. Pero tenía el mismoderecho a estar allí que esosgroseros. Me quedé donde estaba,observando las mercancíasexpuestas y haciendo como si losestudiantes fueran aire. Los

profesores debían de estar furiososconmigo. Eran malos perdedores yhaberlo hecho frente a una mujer lestenía que pesar en el estómago. Yame habían denunciado por más deuna cosa.

—¡Ah! La petulante viudaCastel —me saludó uno de losjóvenes.

Se quedaron cerca de mí yempezaron a hablar entre ellos avoz en grito.

—¿Pensáis que estaescritorzuela es una de esas

doncellas ajadas a las que les faltaun hombre en la cama? —preguntóuno de ellos—. A uno le tendría quedar lástima para acceder a ello.

—¿Y si nos ofrecemos a ella?—apuntó otro—. Ya está un pocopasada, pero quién no quiere hacerel bien.

—No os esforcéis —dijo untercero—. En lo que se refiere aeso, ya está bien servida y unlujurioso fraile se ocupa desatisfacerla.

—¡Después se puede confesar

con él!Y rieron estrepitosamente sus

propias bromas.Me había puesto pálida.

Héloise puso una mano sobre mihombro.

—No les contentes. Quien sedefiende se acusa a sí mismo.

—¡Jovencitos! Comprad mispasteles —dijo mi amiga—. ¡Aúndebéis de comer mucho antes deque vuestra salchichita satisfaga auna mujer!

Los presentes rompieron en

carcajadas y esos groserosahuecaron el ala.

—No necesitas ningún libropara defenderte —le dije entrerisas.

—Bueno, con estos mocosostermino yo rápida. Pero seríaimportante para todas aquellasmujeres que saben leer el contarcon algo así para reforzar laconfianza en sí mismas. Con eltiempo una piensa que las mujeresson inferiores cuando no se oye nilee otra cosa. De ese modo pensaba

yo hasta que te encontré a ti. Unasólo agradece los palos y piensaque son justos —insistió—.¡Escribe un libro así! ¡Ayudaría amuchas!

—Me lo pensaré —le prometí.

Los profesores no pudieronacusarme por el momento de nada.Pasaron unas semanas de unatranquilidad sospechosa. Yentonces, un caluroso día de julio,encontraron la forma de cargarcontra mí.

En nuestro estudio el aire nocorría y me había atado unos traposalrededor de las palmas y lasmuñecas para no humedecer elpergamino. Tomás y Philippetrabajaban junto a la ventana. Elmonje sostenía varios de losdibujos de su aprendiz a contraluz.No podía retirar mi mirada de superfil dorado.

—Lo único que te hainteresado de esta manzana ha sidosi yo me enteraría si te la comías.Tienes que observar con más

atención —le explicaba Tomás.—¡Pero yo no me la quería

comer, de verdad, maestro! La heobservado atentamente —sedefendía Philippe.

Tomás me había comentado enprivado que el joven tenía muchotalento, que podría llegar a ser tanbueno como él, incluso mejor,siempre que superara su pereza.

—Es una manzana.—¿Es «una» manzana o es

«esta» manzana?Sobre la mesa había una

manzana verde, con franjas rojas yalgunos agujeros de gusanos, y unahoja seca que aún pendía del tallo.

—Ésta o aquélla, es lo mismo.Vos mismo habéis dicho, maestro,que en vuestras miniaturas norepresentáis una manzana enconcreto, sino la idea, la manzanasin más, la manzana en general.

—Muy bien dicho. Pero de loque se trata, Philippe, es dereproducir un objeto lo másfielmente posible. Una manzanadibujada es representativa de una

idea o toda una cadena depensamientos. Pongamos quequieres representar el pecadooriginal y coges la manzana comosímbolo de la tentación: entoncestiene que ser tan auténtica que unoquisiera comérsela. La tentacióntiene que notarse enseguida,primero el color y el aroma que teseducen, después la dureza externade la piel, el ilusionante crujido, lapiel que se rompe cuando hincas losdientes, después la aspereza dura yesponjosa de la blanca carne, el

jugo que salpica, la acidez en lalengua, el dulzor en el paladar, todoeso tienes que pintar.

Philippe lo escuchabaatentamente con la boca abierta.¿Cómo se pueden pintar el aroma yel dulzor?, parecía estarpreguntándose.

—Y para poder representartodo esto, antes tienes que haberlaobservado atentamente. Has detener presentes todos los matices deesta y de otras manzanas. Yaquellos que después observen tu

dibujo verán y paladearánespiritualmente aquellas manzanasque antes ya han degustado. Si, porejemplo, quieres expresar cómo labelleza terrenal ya lleva en sí supropia destrucción, entonces dibujaun agujero de gusano en unamagnífica y apetitosa manzana, ouna costra, un punto tocado, muypequeño. Ya que si pintas toda lamanzana podrida, entonces será unamuestra de la muerte. Y asqueará alobservador. Y eso no lo quieres:quieres un fruto apetitoso que sólo

tiene un pequeño fallo. Es al mismotiempo fascinante y por otro ladouna indicación de la caída de todaslas cosas terrenales. Ve y pintamanzanas hasta que las conozcastodas. ¡Y entonces pinta «la»manzana!

Philippe afirmó con la cabeza,un poco desalentado. Tenía aspectode tener hambre. Tomás le revolviósu cabello de color pardo como elde un ratón.

—Por mí te puedes comer esamanzana y buscarte otra de la

cocina para tu trabajo. Uno dibujamal si el estómago le cruje. Ademásdebes conocer el sabor y el aroma.¡Así que cómetela conentendimiento y con todos lossentidos! ¡Dios te ha concedidogran cantidad de talento, joven!Tengo todas las esperanzas puestasen ti.

La mirada de Philippe haciaTomás rozaba la santa veneración.Entonces se dirigió a la manzanadel modo que tenía planeado desdeel principio: le dio un buen bocado

y se fue brincando escaleras abajoen busca de un nuevo fruto parapintar.

Tomás se apartó el cabello delos ojos. Reí, sacudí la cabeza yvolví a enfrascarme en mi propiotrabajo.

No se oía nada más que elrasgar del grafito sobre el papel, unsonido suave comparado con el quehacía sobre el pergamino. Sí, loconfieso, para los borradores y lasnotas nos hemos pasado al papel,

porque es mucho más barato. Megusta cada vez más, en la medida enque los fabricantes experimentan enél con colores y filamentos. Pero miclientela prefiere el pergamino.

Sonreí para mis adentros, melimpié las manos y quise volver altrabajo, cuando se produjo ungriterío en la calle. Marie aparecióen el umbral de la puerta.

—¡Rápido, Cristina! Suerteque esta vez estás en casa. Seacercan los alguaciles. ¡Vienenhacia aquí!

Tenía malas experiencias coneste tipo de visitas. Sin mirar aTomás dejé mi pluma y salícorriendo escaleras abajo hacia laentrada.

Era Grégoire con otros tresalguaciles. Tras ellos marchabanvarios profesores y, como un pastortras su rebaño, dándose aires deimportancia y todo serio, el doctorGonthier Col en persona. Me situéjusto en la entrada. Mi madre yMarie se colocaron tras de mí ensilencio y con los brazos cruzados.

Por el rabillo del ojo vi cómo Jeandesaparecía por la cocina.

Los vecinos salieron de suscasas para cotillear.

—¿Bien, Grégoire? ¿Quéocurre? —le pregunté al servidorde la justicia más adelantado. A losseñores de la Universidad no medigné ni mirarlos.

A Grégoire lo habían puestoen un compromiso. Se habíapresentado voluntario para dirigirel comando, tal como me dijo mástarde, con el fin de evitar lo peor.

Su querida le había anunciado de locontrario pocas alegrías en elfuturo.

—Yo... mmm, bueno, eso... —empezó.

Gonthier Col se abrió pasohacia delante.

—Nos han informado de quealojáis en vuestra casa a un fraile,uno de esos franciscanos, quetrabaja sin permiso como preceptor.Ya le advertimos una vez: ¡dentrode los muros de la ciudad de Parísa los franciscanos y a los dominicos

no les está permitida la enseñanza!—¡Será detenido, cubierto de

hulla y de plumas y expulsado fuerade los muros de la ciudad bajo elescarnio y la vergüenza de losciudadanos! —dijo uno de losacompañantes de Col.

—¿Tenéis pruebas de ello o setrata de nuevo de habladurías? —pregunté yo venenosamente. Mevino a la cabeza una terriblesospecha y me giré. Jean seencontraba junto a la puerta de lacocina con los hombros caídos y las

mejillas rojas—. ¿Tú has dichoalgo por ahí? —le interpelé.

—Pero sólo se lo he contado ami mejor amigo —me murmuró—.¡Y él me juró que no se lo diría anadie!

—¡Todavía no he terminadocontigo, chaval!

Me volví hacia los alguacilesy crucé los dedos a mis espaldas.

—¡Calumnias! Juro, sobre laBiblia si así lo deseáis, que elhermano Tomás trabaja para mícomo ilustrador de libros y nada

más. Dibuja para la reina, para elduque de Orléans y para el duquede Berry. Realmente no tienetiempo para enseñarles patrañas amis hijos.

—¡Mentís! —dijo Col—.¡Miente tan fácilmente como todaslas mujeres! El fraile le impartelecciones a su hija Céline, y no sóloeso: ¡fornica con la madre y con lahija!

—Ya es suficiente —gritóGrégoire, alterado—. ¡Cuidadvuestra lengua, doctor Col, si no, os

volveréis a encontrar en la picota!Algo así no era posible. Los

miembros de la Universidad erandesgraciadamente casi comosacrosantos.

Sin embargo, Col empalideció.—¡Realizad vuestro cometido,

muchachos! Aquí está la ordenjudicial: ¡apresad al frailucho!

De esta forma intentó colarseen casa frente a nuestras narices.Los alguaciles le siguieron lospasos. Se produjo un corto rifirrafe,en el transcurso del cual Marie

vertió su sidra sobre la cabeza deldoctor. Éste le respondió con unabofetada y ella le soltó una patadaen la espinilla.

Pero, como es lógico, noteníamos ninguna posibilidad.Nuestros contrincantes irrumpierona toda prisa en la casa. Un par devecinos especialmente curiososintentaron sumarse al grupo, peromi madre los retuvo con la escobacomo arma.

Los profesores y los alguacilesse introdujeron en todas las

habitaciones y subieron lasescaleras. Cayeron al suelomuebles y objetos. «¿Por qué estostipos tienen que armar siempre tantodesorden? —pensé yo de formainapropiada—, ¿por qué siempre elmayor ruido posible?». Tomás noestaba en su escritorio. Los eché atodos fuera.

—¡Fuera de aquí! ¡No meensuciaréis el buen pergamino y loslibros! Ya veis que no está aquí.¡Fuera, os digo! ¿O pensáis que seha escondido en una ratonera?

Conseguí ponerle la zancadillaal profesor Col, que fisgaba todocurioso en mi atril. Cayó al suelo enuna ola de seda negra y soltando un«¡urf!» indigno.

—¡Allí! ¡Allí está! —gritó unoque estaba mirando hacia el jardínpor una aspillera de la torre.

Descendieron con estrépito laescalera de caracol y fueron tras él.Tomás se había escondido en labodega y ahora corría como unconejo por nuestras coles. Uno delos alguaciles consiguió agarrarlo y

le retorció el brazo por detrás de laespalda. Un segundo se acercó yestaban a punto de inmovilizarlo.¿Qué podía pasarle si yo habíajurado que era inocente? ¿Quécastigo se podía aplicar porenseñarle filosofía a una niña?

De repente una cosa pequeña,como un perro de color pardo, secoló entre las piernas de loshombres. Era el aprendiz Philippe,que se enfrentó a ellos, los mordióy arañó. Ante la sorpresa, losalguaciles soltaron a Tomás. Éste

recogió su hábito, abrió lapuertecita del jardín y corrió consus piernas bien formadas ydesnudas por la orilla del Senaabajo. Todos —mi madre, Marie,Philippe (con la nariz sangrando) yyo misma— le seguimos, al tiempoque intentábamos todo cuantoestaba en nuestras manos parafrustrar la persecución.

Tomás encontró en ese precisoinstante a un pescador en la orillaque metía su barca en el agua yempujó al asustado hombre con un

«¡Dios me perdone!», se subió a labarca y remó como un poseso endirección a Notre-Dame.

Gonthier Col lanzó de rabia sugorra de doctor al suelo.

— Sotii! -abroncó a losalguaciles—. ¡Idiotas! Cretini!

Y a mí me dijo:—¡Os arrepentiréis de ello,

madame! Habéis dado cobijo a undelincuente y apoyado una fuga,entorpecido la acción de laautoridad...

—¡No exagere vuesa merced,

doctor Gonthier! Sólo he intentadoayudar. Con buenas intenciones,pero desgraciadamente sin éxito.¿No decís tan a menudo cuándébiles y torpes son las mujeres?

—Oh sí, madame ha intentadocoger al malhechor con sus propiasmanos, una vez se ha enterado dequé es lo que estaba pasando en sucasa a sus espaldas —corroboróGrégoire. Sólo hubiera estado bienque hubiera tenido una buena barba,así hubiéramos visto cómo lascomisuras de sus labios se

contraían de dolor—. ¿Nosavisaréis enseguida en cuanto veáisa ese fraile, verdad?

—Por supuesto —le contesté.Se fueron. Al salir, el decente

monsieur Col le propinó tal golpeen el pecho al pequeño Philippeque le hizo caer al suelo.

—¡Fuera de mi camino, inútil!Ayudé a Philippe a levantarse

y le limpié la sangre de la nariz.—¡Bien hecho!Cuando ya se habían ido, me

llamó Héloise a la cocina. Estaba,

lo que era extraño, frente al fuego ysudaba.

—¿Qué haces ahí, Héloise!¡Apártate del fuego si tienes calor!

—¿Ya se han ido?—Sí, ya se han ido todos.Héloise se hizo a un lado.Sobre las brasas de la

chimenea estaba el lomo de un libroy los restos de las páginas quehabían sobrevivido a las llamas,restos ondulados y supurantes,agujeros, jirones. Sólo sereconocían los fantasmas de esas

hermosas ilustraciones, allí y alláun resto de verde de malaquita obermellón, una línea dorada que seondulaba, se rompía y se volvíanegra.

Automáticamente alargué lamano y la retiré. No había nada quesalvar. Interrogativa miré a nuestracriada.

—¡Llegó corriendo y lo lanzóa las brasas! ¡Tuve que jurar, antesno se iba, que ardería y que nadielo encontraría! ¡Que era un libromalo y terrible y que te dañaría,

Cristina! ¿He hecho algo mal?Miré por encima de las hojas

reducidas a cenizas y aún pudereconocer el título: negro sobrenegro. ¡Me producía tal dolor verarder un libro, además uno tanhermoso, sentía tan gran pena poresas preciosas iluminaciones!

—No, no has hecho nada malo.Está bien así —tranquilicé aHéloise.

Volví a nuestro estudio.Siempre me había preguntado

cómo sería cuando él se fuera.

Algún día tenía que pasar. ¡Pero tande repente! No había contado coneso. Me vino la imagen de Tomáscorriendo entre las coles y tuve quereír. Después lloré un poco.

Los días pasaron. No tuvimosnoticias de él. Mi madre encontróadecuado no volver a mencionarlo.Acudí a una reunión de la Orden dela Rosa y recibí cuatrocientostáleros del duque de Berry. GillesMalet también se encontraba allí.

—Gilles, por desgracia me hequedado sin ilustrador.

—He oído hablar de ello.—Tendremos que volver a

trabajar con un taller.—Es una pena. El hombre era

extraordinario. Pero hay otrosbuenos ilustradores. Envíame losmanuscritos de nuevo con losespacios libres y yo me encargaréde ello.

—El hermano Tomás hadejado un aprendiz, el pequeñoPhilippe. Tiene doce años, peroTomás dijo que posee un grantalento. ¿Sabéis dónde lo

podríamos colocar?—Preguntaré por ahí.Estuvimos conversando sobre

las novedades en el mundo: alguienhabía inventado un reloj mecánicoque podía despertar a las personasa la hora que hubieran determinadoantes. Los más interesados eransobre todo los monjes, que sedebían levantar antes de querompiera el alba. El duque deBurgund estaba preparando muyseriamente su Cruzada contra losturcos, que amenazaban Hungría.

Burgund, Berry y Orléans, habíanobligado a dimitir al papaBenedicto y le habían enviado unadelegación, pero parece ser queéste quemó un puente para que nopudieran alcanzarlo. Como castigofue encerrado en su palacio. EnVenecia se había fabricado uncañón enorme, que era capaz depulverizar toda la ciudad. El tiranode Milán, Bernabò Visconti, habíasido envenenado por orden de susobrino. Y este sobrino, GianGaleazzo de Pavía, había

amenazado a Francia con una guerrasi seguían tratando tan mal a su hija,Valentina Visconti.

—No hay derecho cómo hantratado a la pobre ValentinaVisconti. ¿Adónde vamos a llegar—dijo Gilles rayando en laindignación— si por una mujerestalla la guerra y miles sufren susconsecuencias?

—Pero, mi querido Gilles —lo apacigüé—, algo así ya haocurrido antes. Piensa sólo en labella Helena y la caída de Troya.

Seguro que ella no quiso esa guerra,sino hacer algo por su marido y porsu suegro, y para ellos fue sólo elpretexto para hacer algo queigualmente deseaban.

(Antes hubiera añadido quepor naturaleza las mujeres son mástiernas, pero entonces intervino eldiablillo que me cantaba burlón enmi oreja «¡Ber-the! ¡Ber-the!» y lodejé estar.)

—Tienes razón. Seguro queGaleazzo no atacará Francia, sóloquiere dejar claro que no le parece

bien que Orléans se quede con untrozo de Italia.

Gilles le encontró un puesto aPhilippe. Jean estrenó su cargocomo secretario real y llegaba acasa de noche. Advertí cuánto habíamadurado. A pesar de que estabacansado, una vez finalizaba sutrabajo, se tomaba el tiemponecesario antes de dormir paraimpartir clases a su hermana. Teníamala conciencia.

—No quería perjudicar almonje —me dijo—. De veras que

sólo se lo conté a un amigo. Y se loconté porque hablódesfavorablemente de la capacidadde aprender de las chicas... y dealguna manera se me escapó. Nopodía saber que ese mono se iríacorriendo de inmediato a contárseloal profesor. ¡Ya no es mi amigo!

¡Ése era mi Jean! Así que sólohabía cedido con las clases deCéline. Le perdoné. Pero ¿dóndeestaba Tomás? Lo buscaba con lamirada cuando iba por las calles deParís. Lo busqué en las iglesias y en

las capillas. Cada hábito marrónhacía que mi corazón latiera, perosiempre eran rostros extraños losque lo portaban, rostros que meobservaban disconformes bajo esacapucha de santidad.

¿De verdad eso era todo? ¿Niuna palabra, ni una señal de vida,nada de nada? En ocasiones estabafuriosa por su causa. ¿Me habíaolvidado tan rápidamente? Debíade saber que me preocupaba por loque le había pasado. Observé largotiempo su mesa de trabajo junto a la

ventana, que no se había tocado,como si hubiera salido un momento.Sobre ella estaban las plumas decorneja cortadas y los pinceles,poco a poco se secaba la tinta enlas botellitas de plata, una páginaempezada se mantenía limpia yplana con unos pesos. No se veíaninguna ilustración, sólo el esbozode una inicial, líneas y el marcopara una miniatura, que había querealizar. Quedaba un cuaderno,donde anotaba recetas y susexperimentos con ellas. Bajo la

mesa, pegada a la pared, estaba subolsa de cuero, donde seencontraba todo lo que tenía en elmundo. Se fue corriendo sólo consu hábito y el par de sandalias.

«Jesús también poseía sólo unpar de sandalias», oí cómo medecía en mi interior, con esa risatan característica en su voz.

Mi madre subía de vez encuando y me llevaba un vaso deleche o un trozo de pastel reciénhecho, una excusa para observarmemientras escribía. No me dijo ni

una palabra sobre la mesa sinrecoger.

—Ahora tienes que trabajarsola. Era algo de esperar.

Entonces, un día entró a todoprisa Pierre con el rostro muy serio.

Miró sobre sus hombros comoun conspirador, se acercó a mipupitre y me susurró:

—Me ha dicho que vayas estemediodía a la Sainte-Chapelle.

—¿Quién te ha dicho eso?—¡Pues él! —dijo señalando

con el pulgar la mesa de Tomás.

—Ah, él —dije riendo—.Gracias, Pierre, tus noticias sonbienvenidas. Aquí tienes una piezade plata.

La hizo desaparecer como porarte de magia.

—¿Hace falta que teacompañe? —me preguntó.

—¿Para qué?—¡Para espiar!Tuve que reír de nuevo.—No, gracias, no hará falta.

¡Pero agradezco la oferta!—Como quieras, patrona.

Y desapareció.De repente todo se me hizo

más llevadero. Mientras entonabauna canción, cogí el libro de recetasy lo puse en la bolsa, envolví lasmejores plumas en un trozo de seda,cerré el tintero y miré en torno a lahabitación. ¿Qué más le podía hacerilusión? Un puñado de monedas deoro... Un libro mío: El libro de lastres virtudes. Estaba convencida deque se trataba de una despedida.

Era mejor no llevar la bolsa ala vista, así que la puse en una cesta

de mimbre y la cubrí con un trapo.Loca de alegría y expectante bajésaltando las escaleras. Me parecíaque con mi cesta de mimbre eracomo santa Isabel con el pan y lasrosas.

Cuando llegué a la Île de laCité, los puestos del mercado seestaban vaciando y se llenaban lascocinas. Tomás había escogido bienla hora de la cita. Llegando delcalor y de la intensa luz de la calle,al entrar era como si me hubieracegado el artístico crepúsculo de la

capilla. Permanecí un rato en laentrada hasta que mis ojos seacostumbraron al cambio.

Siempre he pensado que laSainte-Chapelle es la más bonita delas iglesias y catedrales de París.Gris y sólida por fuera, con unatracería bonita pero severa, pordentro es como si se convirtiera alinstante de un coloso en una tiernamujer. Aquí los contrafuertes erangráciles. Arriba, mirando al cielo,prácticamente sólo hay ventanales yla obra se diluye en colores y luces

vibrantes. Nunca he notado lapromesa del Cielo tanto como eneste lugar.

Estaba sola.La piedra cuchicheaba. Aparté

mi vista de la cúpula. Una figuradesapareció en el confesonario.¿Podía ser él? Una mano me hizoseñas tras el pesado cortinaje decolor rojo oscuro. Fui hasta allí,entré en el confesonario desde elotro lado y me recliné frente a larejilla.

—¡Cristina!

—¡Tomás!Colocó su mano contra la

rejilla. Yo coloqué la mía y noté elcalor de su palma. ¡La rejilla erasólo de mimbre, tan delgada, tandelgada! Tras un buen rato,retiramos al mismo tiempo nuestrasmanos.

—Tengo aquí tu bolsa, contodo lo que te pertenece y algo dedinero para el camino —le susurré.Apenas podía hablar—. ¿Tienesque marcharte, verdad?

—Sí-me dijo—. Tanto por ti

como por mí. Pero antes queríacontarte mi historia hasta el final.Siempre quisiste saber la verdad.Eres tan curiosa como sólo lopuede ser una mujer.

Reí un poco bajo las lágrimas.—Cuenta, embustero, teje una

nueva red.—Siempre te he contado la

verdad, más o menos. Algunasveces tal como a mí me hubieragustado que hubiera sido, otras talcomo se me ocurría. ¿Qué puedodecir?

—Cuéntame lo que quieras,Tomás. Me lo creeré todo.

Calló un rato. Olía las velasde cera y de sebo, el incienso y lavieja madera.

—Bien —empezó—. Ya teconté cómo había llegado almonasterio. Ese libro, El jardín deAzrael , se ha convertido en midestino-y en el del monasterio, apesar de que al principio parecióalgo sin importancia. Lo encontréen el comercio de un vendedor decuriosidades de Túnez. Se trataba

de una copia en latín del siglo XI,con iluminaciones de esa época.Fueron las ilustraciones las que mefascinaron. El vendedor me lo dejómuy barato, porque a los árabes lesestá prohibida la reproducción deseres vivos y por eso no se lo podíavender a ningún paisano. Si lohubiera descubierto un sabio árabe,quizá lo hubiera traducido a sulengua, pues allí se interesan muchopor la medicina y la farmacología.En lugar de ello, yo lo adquirí parami profesor Severinus, al que

quería dar una alegría con esasilustraciones.

»Sin embargo, Severinusestaba horrorizado por sucontenido. Pero, como yo, tampocoél podía apartar la vista de lasiluminaciones. Nos lo llevamos almonasterio de Milán. Mientras tantome había convertido gracias a lapráctica y muchos fallos en unilustrador bastante decente. No, noquiero confundir con una falsamodestia. Me había convertido enuno de los mejores ilustradores del

norte de Italia. El duque Bernabò,que a menudo hacía sus encargos ennuestro taller, vio las ilustracionesque yo había pintado y pidió quefuera a verlo. Para impresionarlo,le llevé algunos de nuestros librosmás bonitos, aquellos en los que yohabía trabajado, pero por algúnmotivo desgraciadamente tambiénaquella obra. Al abad le parecióbien. Él buscaba la fama y elreconocimiento de nuestromonasterio. ¡Ojalá nunca hubieraabandonado el monasterio! Si Dios

lo hubiera querido, me hubieranroto todos los dedos antes deenviarme allí.

Hizo una larga pausa. Lapuerta de entrada de la iglesia seabrió y se volvió a cerrar.

—¿Te trataron mal? —lepregunté.

—¡Al contrario! Ése es elproblema. El duque se percató demi destreza y quiso tenerme para élsolo. Para conseguirlo, y tambiénporque le hacían ilusión ese tipo dejuegos, me acostumbró a la buena

vida. Una y otra vez retrasó mivuelta al monasterio. Me facilitaronmi propio espacio de trabajo yayudantes, tantos como quisiera.Disponía de mi propio cuarto ytodos los lujos: sábanas de seda, unbaño propio, perfumes, ropajesespléndidos, bonitos y muycómodos. Empecé a menospreciar alos monjes por su burda forma devida, tal como ya lo había hechoantes.

»Poco a poco fuecorrompiéndome, y yo me dejé. Me

volví un vanidoso. Y lo que espeor, el duque me enviaba mujeresy yo rompí mi juramento cientos deveces. En sus brazos creí ver undestello del Cielo y sólo me estabaconvirtiendo de persona en animal.¿Cómo podía saber que su ternura yarte eran puramente profesionales?¡Eran prostitutas, Cristina! Eran tandescaradas. Y yo disfruté de cadamomento.

»Hasta que poco a poco fuireconociendo en sus ojos la dureza,la codicia, el desdén. E incluso las

mujeres de la Corte, que no vendíansus cuerpos, eran duras y fríascomo las piedras preciosas que seponían por encima. Poco a poco fuireconociendo la naturaleza de miduque. ¡Es un hombre terrible, undiablo con forma humana! Un díame agradeció de paso que lehubiera llevado ese libro. Ya lehabía sido de mucha utilidad. Y serio de mi horror. Ya tenía claro quese lo quedaría y que lo utilizaría dela peor de las maneras.

»Entonces tomé una

determinación. Le agradecí sugenerosidad, pero debía volver almonasterio. Y le rogué que medejara copiar el libro, para quetambién dispusiéramos de unejemplar. Tuvo la merced deconcederme ese deseo.

»Me propuse en mi celotrabajar en la copia hasta bienentrada la noche. Entonces le prendífuego y esperé a que se convirtieraen cenizas. ¿Te puedes imaginar loque me dolió ver crepitar esasmaravillosas ilustraciones, arder,

lanzar bufidos y convertirse enceniza? Transcurre una eternidadhasta que el pergamino se quema,¿lo sabías? Las ilustraciones aúneran reconocibles, hasta que sefueron dorando página por página,ennegreciendo pálidamente y al finse consumieron. El hedor seesparció por todo el castillo yacudió la guardia de noche. Hicecomo si me hubiera dormido en elatril. Pensaba que así saldría deésa. Pero, cuando Bernabò seenteró al día siguiente, se puso

hecho una furia.»En un primer y terrible ataque

de ira, un poco más y me ensartacon sus propias manos. Meamenazó con arrasar mi conventopor mi acción. Nos encontrábamosen el patio de su castillo. Medesnudó y mandó azotar. Pero coneso no tuvo suficiente. De la rabiale arrancó el látigo a uno de lossuyos y quiso azotarme él mismo.Entonces vio un lunar en mi pecho.Dejó caer el látigo y me preguntómuy bajo: "¿Quién era tu madre,

muchacho?".»Le dije que no la había

conocido. Y que fue vendida porlos mismos piratas que me habíancriado. Así terminaron mispenalidades. Bernabò me hizoencerrar en una escondidamazmorra y parecía que queríandejarme allí para siempre.

Tomás rio con amargura.—Les rogué a los guardias que

me consiguieran carboncillos ydecoré todas las paredes. Realizabaartísticos dibujos en la arena y cada

noche me castigaba por mispecados borrándolos con los pies.

—Pero te dejó libre.—Durante mucho tiempo no

supe nada acerca de cómo les iba amis hermanos, y tenía unos terriblesremordimientos de conciencia. Undía me sacaron fuera con ayuda deuna cuerda. Me lavaron, mevistieron con un nuevo hábitomarrón y me llevaron ante supresencia.

»"¡Monjecito!", me dijo,"parece ser que eres uno de mis

bastardos. No es que ello meobligue a nada, pero no quiero quemueras bajo mi techo. Por eso heestado buscado una solución y la heencontrado: uno de mis agentes hasido informado de que en París aúnexiste una copia de El jardín deAzrael . Te envío allí, y si meencuentras el libro y me lo traes loolvidaré todo. Pero no te piensesque podrás escabullirte osimplemente desaparecer. En esecaso, monje mío, quemaré tumonasterio y colgaré a cada uno de

tus hermanos de un olivo".»Me lanzó una bolsa de oro

para costear el viaje y conseguirleel libro. No toqué ni una de sussucias monedas, sino que me ganéyo mismo el pan y los demás gastos.Me trasladaba hacia mi objetivofinal como un cobarde que seesconde detrás de cada árbol y miraantes de dar dos pasos seguidos.Durante mucho tiempo ni memolesté en buscarlo, perofinalmente me ha encontrado. ¡Yentonces, Cristina, tuve que

decidirme por poner en las manosde alguien como Bernabò unartefacto como ése o no hacerlo yser así el causante de la muerte demis hermanos!

Oía cómo respiraba condificultad.

—Ya has visto cuál ha sido midecisión. ¡Oh Dios! ¡Vaya elecciónme has hecho tomar! ¡He condenadoa mis hermanos y a todo elmonasterio!

Miré en la penumbra, a travésde la rejilla, con el fin de ver su

rostro.—Pero Tomás, ¿aún no lo

sabes? Tu padre, Bernabò, estámuerto.

Alzó su rostro. Vi a través dela rejilla cómo ese óvalo pálido sealzaba y caían sus rizos oscuros,contornos y sombras únicamente.Hubiera reconocido su rostroincluso en la oscuridad completa.

—¿Bernabò de Milán estámuerto? ¿Estás segura,completamente segura?

—Sí, hace poco se comentaba

en la Corte. Su propio sobrino lodestituyó y le envenenó en la cárcel.

Se oyó un único llanto. Losdedos agarraron rápidamente lacruz.

—¿Es realmente la verdad?—Gilles Malet y Eustache

Deschamps me lo contaron, yambos suelen estar muy bieninformados.

Tras la rejilla se oyó unarespiración muy fuerte, como la dealguien que se ahoga.

—¡Alabados sean todos los

santos! ¿Envenenado? ¡Qué finalmás adecuado! ¡Bernabò estámuerto!

—Puedes volver a casa,Tomás.

—No me quiero ir lejos de ti.Lo dijo en un tono muy bajo,

casi imperceptible para mí.En mi cabeza otra Cristina

aportaba todos los argumentos quepodrían hacer que se quedara. «Yotampoco quiero que te vayas de mí.¿Por qué no olvidamos nuestrasvidas anteriores y empezamos una

nueva juntos? ¿No sentimos lomismo el uno por el otro? Étienneno me envidiaría esta felicidad. Yes falso que los hombres y lasmujeres renuncien al amor terrenalen nombre de su amor a Dios. ¡Sóloun joven envidioso lo quiso así!¡No Dios, Tomás!» Pero callé,mientras Tomás intentaba calmarse.

—Ya puedo volver a casa. Yasí lo haré. Sólo que no sabíaadónde, pero después de estatranquilizadora noticia... ¡Gracias,Cristina!

Tartamudeó y volvió a callardurante un rato. El murmullo depiedra de la catedral fueinterrumpido por el vuelo de unapaloma que se había extraviadobajo la cúpula. Volaba de unanaquel al otro, todos demasiadoestrechos para que se pudieraquedar, me imaginé yo, desubicada,privada de su elemento, el aire, a labúsqueda, pero sin un conceptoclaro de su determinación, de lasalida, del exterior, lejos de allí.También se hubiera querido ir,

aunque le hubieran puesto cada díacomida y agua. Formaba parte de sunaturaleza el ser libre.

—Te tengo que decir aún algomás, antes de que nos separemos —prosiguió en voz baja Tomás—.¡Aquí soy yo el que debeconfesarse, Cristina! Sé que estáspor encima de cualquier censura.Pero deberías saber que cuando nosencontramos por primera vez teníauna visión de la mujerdespreciativa. ¿Y cómo iba a tenerotra? Quizá pienses que lo digo

como disculpa. De pequeño sóloconocía a las prostitutas que subíana bordo de nuestro barco, en elmonasterio a ninguna mujer, y loque había vivido hizo que creyeraen los juicios equivocados de lospadres de la Iglesia, que me habíandado a leer. Con Bernabò de nuevotuve trato con las peores prostitutas.Nunca he conocido a una mujercomo tú. Por eso he pensado yhablado mal sobre el génerofemenino. Perdóname.

—Hace tiempo que te perdoné

—le susurré.—Espera, no me perdones tan

fácilmente, aún no lo sabes todo.Concretamente de ti me heenamorado. ¡No estaba preparadopara alguien como tú! No fue culpatuya, no es que tú me sedujeras,sino que primero te observaba consorpresa, después con interés yfinalmente con anhelo, con avidez,sí, con una necesidad indecorosa.Como un adicto observaba cada unode tus movimientos, buscando tusdebilidades con el fin de salvarme

de ti, y al mismo tiempo me hemenospreciado por ello. Megustaba tanto cuando teequivocabas. Sí, fui a tu casa paraencontrar la prueba de que erascomo aquellas sobre las que mehabían advertido. ¿Lo entiendes?Quería que fueses mala. Me lohubiera simplificado todo. Nosabes cómo me avergüenzo. Túconfiaste en mí y me ofreciste tuamistad. No tienes debilidades.

¿Estaba llorando en la celdaoscura e insegura del confesonario,

protegido tan sólo por una cortinapolvorienta y por esa rejilla demimbre medio podrida y fina comouna telaraña, que podría haber rotocon mi propia mano? ¿Podíaigualmente yo admitir, siendosincera, que también yo albergabaunos sentimientos poco amistososhacia él? ¿Si lo hacía, no quebraríade un golpe toda su idílica visiónsobre las virtudes de las mujeres?Me tentaba disfrutar de mi victoriay extender el manto del silenciosobre mis propias debilidades.

Pero él lloraba y yo le queríademasiado.

—Tomás, no llores y no teculpabilices más de lo necesario.Por desgracia, tampoco soy tanintachable como me quieresdescribir. Yo también hedesarrollado unos sentimientos porti que van más allá de la amistad.

Y recordé diferentesmomentos de proximidad, aún másdeliciosos por su imposibilidad.

Unas alas de color azulgrisáceo levantaron el polvo. La

paloma aleteó sobre nuestrascabezas y se posó sobre la silla delconfesonario. Empezó a arrullar.

Tomás se mantuvo en silencioun rato. ¿Estaba decepcionadoconmigo?

—Te agradezco estaspalabras. Siempre pensaré en ellas.Pero ahora debo marcharme, lo máslejos posible de ti, tú inteligente, túperfecta, tú tan hermosa de espíritucomo de apariencia. ¡Debo abrir unocéano entre nosotros y rezar!¡Rezar! ¿No sabes que he

desperdiciado cinco años de mivida? ¡Cinco años de perjuriosfrente a Dios, cinco años depecados! ¿Qué pasaría si murieramañana? ¿Puedes imaginarte lo quesentía cada vez que pintaba unaescena del fuego eterno? Tengotanto miedo, un miedo cerval de mispropias criaturas. Es lo que másdeseo en el mundo, pero no mepuedo quedar, Cristina. ¡No soyningún Abelardo, Cristina!

Las patas de la palomarascaron la madera sobre nuestras

cabezas. No encontraba latranquilidad; aleteó y se elevóvolando hacia el altar. Lossacerdotes se pondrían furiososcuando encontraran lasdefecaciones de la paloma encimade sus santos. Pero ¿no dice laBiblia que Dios cuida del gorriónen el tejado y que lo contemplacomo su criatura?

—Tomás, no creo que debastemer mucho. Nuestra inclinaciónno puede haber sido inspirada porel diablo. Seguro que volverán a

admitirte. Y yo, yo le seré fiel a mimarido hasta la muerte. Hice unjuramento. Quizá demasiadoapresurado, pero mantengo mipalabra.

Saqué su bolsa de la cesta y sela dejé delante de la silla delconfesonario.

—Te deseo que encuentres elperdón —le dije—. No temas nada.No puedo creer de ninguna maneraque Dios encuentre el amorreprochable o tenga necesidad deenvidiar a los mortales. La

capacidad de amar es lo mejor quenos ha concedido a las personas.

—Y a ti te deseo éxito. Eso melo debes a mí. Me he esforzadotanto para hacer las más bonitasiluminaciones para ti.

—Has iluminado mi mundo,Tomás —le contesté.

Volvió a poner la palma de sumano sobre la rejilla. La cortina fuecorrida a un lado y se oyó cómoentrechocaba contra la madera. Derepente la celda frente a mí seencontraba vacía.

Tras un rato, me levanté y mesacudí el polvo de las rodillas. Mearreglé y salí a la luz del sol. Lapaloma me siguió y alcanzó lalibertad. Mientras paseaba por laorilla del Sena en dirección a casame acordé del deseo de mi amiga lapastelera.

«¿Por qué no construir unaciudad? —pensé—, una ciudad sólopara mujeres, rodeada de muros debuenos argumentos, a la quepudieran retirarse para protegersede tan raídas impugnaciones y

deslealtades. Existen mujeres tanvalientes e inteligentes. Sobre ellasescribiré historias. Estas historiasserán las casas de esta ciudad», yya tenía en mente las primeraslíneas:

Salgamos sin tardanza haciael Campo de las Letras. Es allí, enaquel país rico y fértil, donde seráfundada la Ciudad de las Damas,allí donde se hallan mansos ríos yvergeles cargados de fruta, dondela tierra produce buenas y

abundantes cosas.

Epílogo

Quisiera aportar unos cuantoshechos para los interesados en lahistoria: Cristina de Pizán nació enVenecia en 1365. Carlos V deFrancia llamó a su padre para quele sirviera como astrólogo de laCorte y médico de cámara. Encontra del deseo de su madre,Cristina fue instruida por su padre yllevó en general una vidaacomodada, hasta la muerte de éste

en 1385 y la de su marido ÉtienneCastel en l389.

Desde ese momento, Cristinase hizo cargo de la familia: sumadre, sus tres hijos y una parientefalta de recursos. Comenzarontiempos muy difíciles para ella, yaque entonces la jurisprudencia erapoco fiable y el aparato defuncionarios corrupto. Fueagredida, robada, explotada ytemporalmente hubo de dar tumbospor cinco juzgados diferentes deParís, donde en la mayoría de los

casos ella misma ejerció la defensa.De ahí la especial atención

que prestó siempre al triste destinode las viudas, que sin el apoyomasculino se veían expuestas amúltiples deslealtades, tal comodenunciaba siempre. Cristinaempezó a ganar dinero comocopista, ilustró y escribió poemas,así como tratados sobre temas deactualidad y sobre aquéllosconsiderados impropios para lasmujeres, como la política.

El entonces muy popular El

libro de la rosa, de Jean de Meung,supuso en su vulgar menosprecio dela mujer un bandazo fatal del amorcortés de los caballeros hacia unanueva relación con el amor y lasexualidad, que hizo que a la postrela mujer viera rebajada sucondición a botín y fuente de recreopara el guerrero (en tiemposposteriores, el hombre trabajador).Meung construyó su obra a partir deuna anterior, de alrededor de 1245.Se trató del punto álgido de laliteratura amorosa francesa, que se

fundaba en el elemento de la ternuray de la protección de los débiles. Elperfeccionamiento del amante através del servicio a la mujer teníamás importancia que laconsumación del amor.

Por el contrario, Meungescribió unas pautas para laseducción. El objetivo consistía enla consumación de los deseosmasculinos para satisfacer el deseomomentáneo. Con el fin dejustificarlo, describió a susvíctimas, las mujeres, conforme a

una naturaleza estúpida y aviesa. Laépoca caballeresca llegaba a su fin.

Cristina reconoció estedesarrollo y luchó contra él con losmedios y argumentos de su tiempo.Incluso se anotó algún triunfo. Fuela creadora de la querelle desfemmes, la lucha de las mujeres,que duró más de trescientos años.

Considero excesivo designarlacomo la primera feminista porquela mentalidad de la época estabamuy alejada de ese camino: nuncacuestionó la legitimidad de la

subordinación de la mujer alhombre, pero sí exigía un buen tratohacia la misma. Para ella la mayorvirtud femenina era la paciencia.

Cristina de Pizán es una de lasprimeras «autoras de best sellers»que conocemos, la primera mujerque consiguió vivir de la escritura.Algunos críticos (varones)quisieron minimizar más tarde suéxito de forma miserable,describiéndola como una especiede «emborronadora de cuartillas».Hoy podemos sonreímos ante esta

consideración, pero en esa épocaera terriblemente seria. En eltranscurso de la querelle, a lasmujeres incluso se les negó lahumanidad.

Hoy en día, por suerte, muchode lo que fomentaron Cristina dePizán y, tras ella, el modernofeminismo se da por supuesto. Sinembargo, algunos de los prejuiciosmachistas más estúpidos siguen pordesgracia vigentes, incluso entre lasmujeres.

Me he tomado ciertas

libertades a la hora de describir alpersonaje, pues en los tratadoscientíficos que he leído de ella meparece inaccesible, algo pusilánimey de moral algo estricta. No podíaser así: seguro que a quien seinvolucró con tanta vehemencia nodebía faltarle temperamento y quiensobrevivió a esos tiempos no debíacarecer de humor y valentía a lahora de vivir.

Los hechos históricos quedescribo tuvieron lugar en un plazode tiempo mucho más largo, más o

menos entre 1394 y 1404. Elhermano Tomás no existió, tampocoBerthe, pero sí casi todos los demáspersonajes. El lector puede conocermás de su vida en la excelentebiografía Christine de Pizan deRégine Pernoud.

Ha pasado mucho tiempo, perosin una Cristina de Pizán muchascosas no hubieran tenido lugar o,por lo menos, se hubieranretrasado. No debería caer en elolvido. Vive Christine!

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07/07/2010

notes

[1] Eustace Deschamps (1346-

1406), poeta francés. (TV. de la T.)[2] Nombre con el que se

conocía a una clase de soldados deinfantería. (N. de la T.)

ÍndiceSabrina Capitani Laescribana de París 8

París, 1393 I 9II 85III 168IV 277V 374VI 436

VII 515VIII 618IX 695X 780XI 863XII 972XIII 1049XIV 1163XV 1273XVI 1387XVII 1468

XVIII 1520

XIX 1601XX 1655Epílogo 1749