La Escritura Del Placer Elizondo

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SALVADOR ELIZONDO O LA ESCRITURA DEL PLACER La escritura del placer se enrosca como una víbora o una liana –como una interrogación. Es una pregunta que estrangula o que, al menos, inmoviliza a su objeto. Y la respuesta a esa pregunta, si es que efectivamente la muerte es una respuesta, es un garabato: un signo no sólo indescifrado sino indescifrable y, por tanto, insignificante. Octavio Paz, “El signo y el garabato: Salvador Elizondo” El 29 de marzo de 2006 murió Salvador Elizondo, tal vez, después de Juan Rulfo, el narrador más original de México. Digo original, en el sentido que también lo fue Rulfo: su estilo es independiente de las modas. Incluso, aborrece de las modas. Y en ambos hay, casi, el mismo despropósito literario: como si la literatura, finalmente, no contara. O más exacto: como si contara sólo con las fuerzas que atañen a ella misma, a la literatura; fuerzas que, al margen del mercado y otras gratificaciones como la pertenencia a un canon nacional o continental o internacional literario –u otro canon genérico: la literatura fantástica o metafísica, verbigracia-, parecen ser producidas por un crucial exceso de debilidad, si entendemos por debilidad la dedicación sagrada o

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SALVADOR ELIZONDO O LA ESCRITURA DEL PLACER

La escritura del placer se enrosca como una víbora o una liana –como una interrogación. Es una pregunta que estrangula o que, al menos, inmoviliza a su objeto. Y la respuesta a esa pregunta, si es que efectivamente la muerte es una respuesta, es un garabato: un signo no sólo indescifrado sino indescifrable y, por tanto, insignificante.

Octavio Paz, “El signo y el garabato: Salvador Elizondo”

El 29 de marzo de 2006 murió Salvador Elizondo, tal vez, después de Juan Rulfo, el narrador más original de México. Digo original, en el sentido que también lo fue Rulfo: su estilo es independiente de las modas. Incluso, aborrece de las modas. Y en ambos hay, casi, el mismo despropósito literario: como si la literatura, finalmente, no contara. O más exacto: como si contara sólo con las fuerzas que atañen a ella misma, a la literatura; fuerzas que, al margen del mercado y otras gratificaciones como la pertenencia a un canon nacional o continental o internacional literario –u otro canon genérico: la literatura fantástica o metafísica, verbigracia-, parecen ser producidas por un crucial exceso de debilidad, si entendemos por debilidad la dedicación sagrada o

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responsable a un arte; de ahí la poca obra de ambos, la poca e intensa obra de dos mexicanos tan distintos. Recuerdo que tuve la oportunidad de leer a Elizondo justo cuando comencé a escribir; sus obras –las principales, Farabeuf, El hipogeo secreto y un libro de cuentos que parecía un folletito-, no se conocían –ni creo que aún se conozcan- en Cuba, pero estaban en la biblioteca de la Casa de las Américas, biblioteca, por supuesto, con acceso restringido. Curiosamente, por esos meses, junto a los libros de Elizondo, cayeron en mis manos –en la misma biblioteca-, un ensayo de Jacques Derrida, “El pozo y la pirámide” (con referencias a China y y a Egipto), y El espacio literario (cuya idea de la literatura me parece pertinente para las propuestas de Elizondo, pues abarcaba un “espacio” propio de la literatura) de Maurice Blanchot. Entonces las asociaciones se multiplicaron. Farabeuf es la obra más conocida de Salvador, y como indica el resto del título–o la crónica de un instante-, anticipa una averiguación que excede –o limita- al género de la novela, género que por lo general se sustenta en la extensión y la variación. En Farebeuf, una foto, ya avanzada la novela, hace gravitar la escritura, los sentidos e interpretaciones posibles. Un hombre, atado a un poste, cuyos miembros han sido estirados según técnicas tradicionales -Leng T´che (Cien cortes)-, va siendo zajado por sus verdugos –las incisiones, aunque puedan parecer mortales, están perfectamente calculadas, como calculaban los inquisidores de Sevilla y otros predios el tiempo y orden de las torturas-; mientras, jueces y público observan la ceremonia. Pekín, alrededor de 1900. Los temas o motivos que contrapuntean –o espejean- en la novela son, además de la pasión teatral y cirujana del doctor Farabeuf, la agonía de Cristo, entrevista en la mirada del supliciado, que encarna, a su vez, el éxtasis de una mujer, que tendría su correspondencia en la célebre escultura Éxtasis de Santa

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Teresa de Lorenzo Bernini, y en la enfermera-espía que se someterá al “arte de disección” de Farabeuf. Y brindando ligazón a todas estas subtramas o reiteraciones, subyace el ideograma liú, las operaciones conmutativas con el I Ching (Libro de las Mutaciones) y la dispositio –geométrica e ideogramática- entre el supliciado y sus verdugos. Resultado: no una novela permutativa al estilo de Rayuela, de Julio Cortázar, ni tampoco exactamente poética –aspecto que permitiría leerla como poseídos por el ritmo, las cadencias y reiteraciones de la prosa-, ni, por último, en tanto dinámica o dialéctica de signos, como quiso ver Octavio Paz en su magnífico ensayo sobre Elizondo (“El signo y el garabato”, 1968), quizás atraído, parcialmente, por el estructuralismo parisino de la década de 1960:

Aunque la estructura de las novelas de Elizondo es compleja, no lo son los elementos que la constituyen. Los personajes son signos y sus asociaciones y disociaciones, regidas por una suerte de lógica combinatoria que es también la de las afinidades corporales y mentales, producen un número limitado de situaciones que, a lo largo de cada novela [aquí Paz se refiere además a El hipogeo secreto], se repiten casi exactamente. Ese “casi”, coeficiente de incertidumbre, es el origen del sentimiento de angustia que experimenta el lector. Los personajes-signos son una cofradía al margen de la vida diaria, una comunidad clandestina.

Tal coeficiente de incertidumbre, o de angustia o extrañeza (cargando el término con el apenas traducible Unheimlich, “lo siniestro”, de Freud) emparienta a Farabeuf con la novela romántica alemana e inglesa, la novela gótica y esotérica, incluso con ficciones modernas al estilo del Kafka de En la colonia penitenciaria, el Robbe-Grillet de El voyeur y La casa de citas, el John Hawkes de Travestia, El caníbal y Virginia) y ciertos relatos de Margaret Atwood y Joyce Carol Oates…

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En su Autobiografía precoz, Elizondo declara:

Esa imagen [la fotografía china encontrada en Les Larmes de Eros, de Bataille] se fijó en mi mente a partir del primer momento que la vi, con tanta fuerza y con tanta angustia, que a la vez que me iba dando la pauta casi automática para tramar en torno a su representación una historia, turbiamente concebida, sobre las relaciones amorosas de un hombre y una mujer, me remitía a un mundo que en realidad todavía no he desentrañado totalmente: el que está involucrado en ciertos aspectos de la cultura y el pensamiento de China.

Más adelante:

Mi lectura exhaustiva de Ezra Pound me había encaminado, también, hacia el descubrimiento de ciertos aspectos de la cultura china que tendían a complementar esa otra inquietud, más profunda, que acerca de este pueblo maravilloso había despertado en mi la foto del supliciado. Cuando terminó mi beca en el Centro Mexicano de Escritores me fue concedida otra para estudiar mandarín en el Colegio de México. Mi paso por esta institución no se significó mayormente sino porque ahí tuve los primeros contactos con la escritura china que yo había vislumbrado como una disciplina eminentemente poética, tanto por mis intentos de crear una creación gráfica basada en el principio de montaje como por la veneración que tenía yo a los procedimientos de cierta poesía china con los que me había familiarizado a través del prodigioso ensayo de Ernst Fenollosa editado por Pound, The Chinese Written Character as a Medium for Poetry.

Como otro gran mexicano antecesor, José Juan Tablada (1871-1945), Salvador Elizondo había hallado en Asia –tal vez más preciso: en “lo asiático”, en “lo oriental”- un territorio para la indagación de formas nuevas así como para una pregunta acerca de la “identidad”. Tablada, también, prefirió la brevería, la minutería, el súbito verbal, como en el antológico haikú Saúz:

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Tierno saúz casi oro, casi ámbar, casi luz…

Que tiene su doble mexica-hindú en la risotada modernista del mismo y escindido Tablada:

El pequeño mono me mira… ¡Quisiera decirme algo que se le olvida!

Y:

Del verano, roja y fría carcajada, rebanada de sandía.

Lección aprovechada por Elizondo en uno de los inmensos cuentos pequeños escritos en castellano, La mariposa. Composición escolar:

Miro la agonía de una vieja falena destruida por el mediodía clarísimo. Agita, sobre el césped, las alas carcomidas y sólo las nervaduras deshilachadas se mueven a veces espasmódicamente, como en una memoria torpe de aleteo. Me acerco a contemplarla. Es un simulacro perfecto de la descomposición de la materia orgánica. Parece que está muerta; pero mi cercanía provoca unos sacudimientos convulsivos y desfallecientes. Otra vez intenta incorporarse en un remedo impotente de vuelo; pero las alas decrépitas sólo se agitan como si fueran estertores. La está devorando el dios del mediodía que sólo se alimenta de viejas mariposas.

Ahora Elizondo, magistralmente (y perdonen mi incómoda irrupción en medio de su cuento, como haría

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un espectador desarrapado frente a un no menos desarrapado cuentero marroquí), tuerce el relato hacia una tonalidad que opera como extrañamiento, acoplamiento o desacoplamiento de una prosa que junta sus cejas, o abre sus ojos ciegos, deslumbrados por ese mediodía:

La mariposa es un animal instantáneo inventado por los chinos. Estos objetos se fabrican, generalmente, de finísimas astillas de bambú que forman el cuero y las nervaduras de las alas. Éstas están forradas de papel de arroz muy fino o de seda pura y son decoradas mediante un procedimiento casi desconocido, de la pintura secreta llamada Fen Hua y que consiste en esparcir sutilmente unos polvillos coloreados sobre una superficie captante o prensil formando así los caprichosos diseños visibles en sus alas. En el interior del cuerpo llevan un pedacito de papel de arroz con el ideograma mariposa que tiene poderes mágicos. Los fabricantes de mariposas aseguran que este talismán es el que les permite volar. Los que se ocupan de estas cosas, los letrados –censores o sinodales-, también algunos de nuestros generales que con frecuencia consultan el augurio llamado de la mariposa o Pu hu, para saber el resultado de las campañas que emprenden, dicen que las mariposas fueron inventadas, como todas las cosas que hay en China, por el Emperador Amarillo que vivió en la época legendaria del Fénix y a quien también se debe la invención de la escritura, de las mujeres y del mundo.

(Barcelona, Verano de 2006) Rolando Sánchez Mejías