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La espantosa muerte de Felipe " el Hermoso” (Quien siempre vivió engañado) A Coco 1 Un día como tantos días. Desde el Escorial se veía el pueblo de Toledo, flotando en el vallecito entre la claridad del día. El Emperador se sentía confuso. Los sueños, en una pesada y hostil madrugada, le habían atormentado. Se encontraba muy débil. Sentía - en efecto los tenía - los ojos hundidos. La idea de habitar su propia calavera le llenó de horror. Nunca lo había pensado así, se vio de pronto tan...mortal. El caso es que no se sentía bien. Anoche le habían hecho una sangría y de seguro los malos humores continuaban ahí, en su sangre y en sus vísceras. ¡Tripas!, qué asco. De verdad que Felipe " El Hermoso " había amanecido prosaico.

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La espantosa muerte de Felipe " el Hermoso”

(Quien siempre vivió engañado)

A Coco

1

Un día como tantos días. Desde el Escorial se veía el pueblo de Toledo, flotando

en el vallecito entre la claridad del día. El Emperador se sentía confuso. Los

sueños, en una pesada y hostil madrugada, le habían atormentado.

Se encontraba muy débil.

Sentía - en efecto los tenía - los ojos hundidos.

La idea de habitar su propia calavera le llenó de horror. Nunca lo había pensado

así, se vio de pronto tan...mortal.

El caso es que no se sentía bien. Anoche le habían hecho una sangría y de

seguro los malos humores continuaban ahí, en su sangre y en sus vísceras.

¡Tripas!, qué asco. De verdad que Felipe " El Hermoso " había amanecido

prosaico.

Se rascó con avidez debajo de los sobacos y deshaciéndose de la balaustrada se

dirigió a su alcoba semioscura entre las penumbras de los cortinajes espesos.

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Jaló el cordón de las campanillas y en tres segundos (¿serían seis?) entró un

criado atildado hasta el extremo.

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Vestía una casaca gris verde de terciopelo y unos calzones azul pavo real de satín

espléndido, sus medias eran de algodón blanquísimo y sus calzas eran botines de

ciervo suaves como la piel de un corderillo recién nacido. Su camisa ampona con

holanes dorados impresionó a su majestad, quien frunció la boca.

Su fiel secretario le servía desde quince años atrás, era el capitán Vizconguado,

Alfredo Torrante vizconde de Vizconguado, quien al hacer el muy ceremonioso

saludo a su Alteza, captó la señal, mas no lo dio a entender a su Soberano.

- Hoy - dijo Felipe con voz quebrada - su Majestad ha amanecido muy mal.

- ¡Cómo! - sobreactuó Vizconguado - ¿su Alteza se haya fatigado por una mala

noche? - agregó chiqueón.

- Sí - gimió el rey.

- Una sopa de ganso le vendría bien a su serenísima Majestad.

- ¿Por la mañana?

- Ya son las tres de la tarde, mi Señor.

- No como desde... ¡Oh, no lo recuerdo!

- Desde ayer por la tarde, al terminar de firmar las sentencias del Santo Oficio...

- ¡Ah, ya lo recuerdo!, perdices en salsa espesa.

- ¡Efectivamente! - mintió el secretario.

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Lo cierto era que hacía cinco días que el Emperador en cuyos dominios no se

ponía el sol, no tomaba bocado, solamente dormitaba en su alcoba, tirado en su

real colchón, entre sus reales sábanas y edredones. Mas, hoy, esos malos sueños

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le había, inexplicablemente, inyectado un poco de vida, pues ya consideraba

comer.

Lo cierto era que de nada parecía acordarse, hablo de su enfermedad. No se vaya

a creer que se olvidaba que era Felipe el Hermoso, el defensor de la fe y dueño de

más de medio mundo. Literalmente.

Pero estos últimos días el Emperador divagaba medio dormido y medio despierto,

experimentando repentinos estados de ansiedad y bruscas digresiones y lagunas

mentales.

Los médicos de la Corte, en especial el doctor Ferdinand Güiraldes y Fuentes

Guiraldes, un navarro portuguesado por parte de padre; no daba con el

diagnóstico acertado y todo se le iba en sangrar al rey y recetar caldo de ganso.

El Obispo de Toledo, primo hermano del Rey, preocupado por su salud, contrató

una curandera de Albacete, la gente de allá le aseguraba que era taumaturga y

hasta sus milagritos hacía.

- Si es una bruja le cortó la cabeza - le espetó Felipe al hijo de su tía, para

agregar: traedla a mi presencia cuanto antes.

Llegó una tal Isidora, mujer carnuda y de largos cabellos grises, con ojos como de

lechuza.

No le hizo reverencia al Emperador sino que clavó sus ojos verdes en el

esquelético rostro del " Hermoso”.

¿Qué percibió la bruja?, ¿qué extraño diálogo mental se suscitó entre ellos?, ¿qué

sintió Felipe, qué vio en los ojos de la curandera?

Nadie lo sabrá.

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- Esta mujer es hechicera - sentenció el jefe del Santo Oficio - ¡guardias! - ordenó -

que le saquen los ojos y dentro de un mes la decapiten. Luego quemen sus restos

y tírenlos a una letrina. Tú, primo - agregó - arregla el papeleo que corresponda.

Acto seguido, les dio la espalda.

- No te curarás - escupió la mujer cuando los soldados le sujetaban.

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Maese Ferdinando realizaba estudios con la sangre extraída al Emperador,

observando que cada día era ésta más delgada.

- ¿A qué se deberá? - pensaba.

- Le hace falta un caldo gordo - concluía; y lo recetaba a su Majestad.

Pero no podía el médico dejar de lado que el hijo de Carlos V de Alemania y

primero de España tenía una enfermedad extraña. Incluso, ante sus continuados

fracasos medicamentosos, su recta mente empirista se retorcía, negándose a

aceptar la posibilidad de un hechizo.

Lo cual, por otra parte, en relación al justicialismo adoptado por Felipe contra los

enemigos de la fe católica, era muy factible, en la perspectiva de que no faltarían

hechiceros que buscaran causarle un mal al paladín de la Santa Inquisición.

Los enemigos del lado obscuro le abundaban.

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Quien hubiera conocido a Felipe en su mocedad, no podría reconocerle ahora.

Sus ojos hundidos, las negras ojeras y la opacidad de sus ojos; no hablaban de un

hombre hermoso, lleno de energía e inteligencia, orgullo de la realeza; cuyos ojos

caídos le conferían a su rostro un dominante aire de inocencia.

Uno de sus deseos ocultos, inconfesables - quizá dados a conocer a su primo, que

era su confesor, en algún burdel de Amberes, dio a conocer este pecado arraigado

al alma de Felipe II como un gordo piojo cebándose en la suave piel de su

huésped.

El pecado de orgullo, teñido de humildad y servicio: el interno deseo de la

santidad.

San Felipe II, Rey de España y Alemania, Agamenón de la escuadra Invencible.

¿Cuánta paranoia correría por las circunvoluciones cerebrales de este Rey?

Pero, más allá de cualquier pecado de egolatría, el sueño de este Soberano era

ser santificado.

Recibir, después de muerto, incienso y rezos, para que su fantasma pudiera

recrearse en homenajes y conceder favores desde su nubecita del cielo. O en el

peor de los casos desde el icono o estatua.

Esta última idea le horrorizó más de lo que nunca se hubo horrorizado.

La sensibilidad de Felipe iba en aumento en forma exagerada.

Intentó comer la sopa de ganso. No pudo. Después de dos cucharadas comenzó a

vomitar flemas y aire.

Vizconguado le arrimó, con una asombrosa sincronización, la palangana de peltre,

donde el Emperador creyó depositar sus entrañas sangrantes.

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- Descanse su real Majestad, descanse - aconsejó el capitán, después de las

crueles evacuaciones.

Felipe se recostó automáticamente.

Sus reales cojines rellenos con pluma de ave del paraíso y delicadas varitas de

vainilla, le recibieron suavemente.

Aun cayendo en esas comodidades se sentía morir, de plano.

Intuía que eran sus últimas bocanadas de aire.

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La situación concreta era que estaba ya, renunciando a vivir.

El capitán Vascongado se hallaba muy preocupado por el estado de salud de su

Majestad y no tenía idea de cómo evolucionaría su enfermedad, pues Maese

Ferdinando no soltaba prenda.

Decidió visitar al doctor de la Corte.

- Maese Ferdinando - dijo con su estilo engomado - entiendo que su Majestad

padece un mal que no está bien determinado, ¿me equivoco?

- Su Majestad - dijo con calma el médico - no está enfermo en el sentido que

Hipócrates le da al concepto de enfermedad. He llegado a pensar - confesó

honesto - que nuestro Rey padece una enfermedad del alma. De la psique, como

dicen Aristóteles y Santo Tomás.

- ¿Cómo es eso? - dijo en su estilo pedante el secretario real.

- Que mis remedios no dan resultado y he agotado todas mis hipótesis.

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El capitán Vascongado le miró con mucha seriedad al médico y le pregunto a

quema ropa:

- ¿De verdad no tiene usted idea del mal que padece nuestro Rey?

Bajando los ojos y poniéndose rojo como camarón, Ferdinando confesó:

- No sé qué le aqueja a su Majestad.

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Mientras reposaba entre sus sábanas, Felipe sentía que se le iba la vida, al tiempo

que le venían muchos recuerdos. ¿Por qué sus caballos?

¡Cómo llegó a querer a varios de sus caballos!

Pensar en " Atila " le sacaba las lágrimas.

Sus cacerías juveniles. Emociones viriles. ¿Por qué cesaron?

Por el reino, por la administración del reino, el Emperador ya no podía dedicar

tiempo a sí mismo, se debía a la familia, al Estado y a la religión.

Y tú - Felipe el cruel - introdujiste, muy fuerte, para combatir la sublevación

ideológica de tu tiempo, un orden abusivo, la institucionalizada violencia tremenda

del Santo Oficio.

Tú sabías que resultaba exagerado, mas, te pareció lo correcto: la religión

primero, por encima de las diferencias sociales o regionales, utilizando para

imponerla a raja tabla, la fuerza del Estado.

Te quisiste convertir, usurpando al Papa - tú corrías el riesgo, gran Amo, lo sabías

- ; en el protector de la conciencia religiosa. Por compromiso te correspondía esa

misión en tus dominios. Y lograste instaurar el peor régimen de Estado contra tus

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enemigos: la llamada Santa Inquisición. En España y en América y en las islas

Filipinas, fuiste fiel servidor de Roma, trono que les confirió a tu padre y a ti los

derechos sobre el mundo, al occidente de la línea Alejandrina.

Y nunca descuidaste tus propios intereses.

¡Mira cómo te brillan los ojos, desgraciado!

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Mientras gozaba de relativa salud (poca gente saludable había durante el siglo

XVI, por el contrario de lo que se suele pensar, antes la salud de la gente era más

pobre que ahora) Felipe pensaba qué a todo dar era ser Rey y comandante en

jefe, dado su peso político en esa época, de la represión católica.

Felipe le dijo a su primo en confesión que cuando recibía los reportes de cómo

prosperaba con éxito la expulsión de los Jesuitas de las posesiones suyas, había

llegado al orgasmo.

Ahora se le amargaba la sangre, le subían como humores las peores pestilencias

por su tubo digestivo.

Y ya no comía. Y era que se podría por dentro. ¡Seguro!

Miles de gusanos le devoraban; y Dios lo había permitido - soñaba.

¡Gritaba!, ¡temblaba! , despertando a media madrugada.

Abría los ojos llenos de horror en los brazos de nadie.

-¡Vamos! - le decía el capitán Vascongado un minuto después, sacudiéndolo de

los hombros con cortesía y curiosidad.

- ¡Venga, su Majestad! - le animaba descubriéndolo vivo.

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Una de esas, Felipe abrió sus debilitados ojos y muy remilgoso alcanzó a

pronunciar:

-¿Acaso he llegado al cielo o estoy tocando a las puertas del purgatorio?

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No, no había llegado a ningún lado. Era la carota del Maese Ferdinando, a treinta

centímetros de su nariz, intentando averiguar cómo se sentía el Soberano.

- ¿Qué pasa, Maese? - pregunto el Rey.

Una lágrima se escurrió por la mejilla del médico y cayó exactamente en la punta

de la nariz de Felipe II.

-¡Estáis vivo! - dijo el Maese, sencillamente.

- ¡Quitaos de mí! - ordenó el Emperador.

Este día el portuguesado venía decidido, al deslizarse de delante de Felipe II se

atrevió a interceptar a su retraída Majestad, cuestionándole directo:

- ¿Cree, su hipersensitiva Majestad, que le hayan tendido un hechizo?

Bajó la cabeza como si en ese preciso momento se la hubieran de cortar.

Felipe recapacitó. ¿Cuándo lo había hecho antes, recapacitado?

¡Qué rápido ocurría todo!

Decidió escucharme, pensó Guiraldes azorado.

- Dime, médico, ¿cómo he de morir? ¿ y cuándo. ? ; Me es preciso encargar el

reino.

Este momento de lucidez habría de ser memorable.

¿Escuchó Felipe el comentario que le hice? - se preguntaba el médico.

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El capitán Vizconguado, presente en la escena, le miró significativamente.

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Sí, yo lo recuerdo perfectamente - llegó a decir el médico de la Corte - poco antes

de morir, le abrí los párpados delicadamente, ¡qué impresionante, pensé que

estaba muerto! Sin embargo me dijo:

- Os lo aseguro: estoy tumbado, en colchado, esclavo de mi lecho; esa es la gran

verdad - hizo una pausa - y aquí entre nosotros, médico, padezco una comezón

que me mata. Llega a tal extremo el escozor que se me mete entre las meninges.

Sueño que todos los territorios del mundo donde reino, se me echan encima y

carcomen mi cadáver. ¡Mi cadáver! , o sea... - le decía al galeno, martirizado -

despierto lleno de angustia - siguió - se me atora el aire en la mitad del pecho y

una ola caliente invade mi cabeza. Creo que he llegado a perder el sentido en

varias ocasiones.

Ferdinando le oía y se retorcía su alma por dentro, ¿qué mísera enfermedad era

esa? Preparó las lancetas y la palangana, levantándole la manga del brazo

izquierdo le buscó la vena.

Felipe sabía que le sangrarían, un sopor narcótico le invadiría y tendría un par de

horas de reposo. Mientras caía en la dulce calma sintió que le arrancaban los

cabellos, pero aún no sabía que su cabeza estaba infestada de piojos.

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- ¿Cuándo fue la última vez que su majestad se ha bañado? - inquirió el médico de

la corte al secretario privado de Felipe. El capitán Vascongado recapacitó unos

segundos, un baño completo, es decir, con zambullida y sebo...el día de San Juan.

El médico hizo sus cuentas, concluyendo que el emperador no se bañaba desde

hacía más de cuatro meses, poco antes de su postración.

- Le prepararemos un baño completo a su majestad - ordenó el galeno.

- ¿Y eso de qué servirá? - preguntó interesado el ayuda de cámara.

- No sé - dijo como para sí mismo - pero debajo de sus perfumes nuestro

soberano huele a zorrillo.

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El arzobispo de Toledo entró a la habitación que Guiraldes tenía en una de las

alas del Escorial acondicionada como laboratorio. Después de darle al médico a

besar su anillo, le dijo irritado:

- ¿Cómo es eso de bañar a mi primo?

Mirando el destemplado semblante del clérigo el médico de la corte asumió una

actitud humilde y lisonjera.

- No se enoje conmigo, su Excelencia, creo yo que el Emperador, después de

tantos días de postración, requiere un poco de limpieza.

- ¿Para qué? - rezongó el prelado.

- Pues - titubeó Guiraldes - para cepillar la piel de su Majestad, pues él me ha

confesado que padece de una pertinaz comezón. Además - agregó un tanto

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temeroso - he visto deslizarse debajo de su abundante cabellera " un par " de

piojos.

- Pero eso es normal - llevó la mano a la cabeza y se rascó, mas, pareció cambiar

súbitamente de opinión - está bien, consúlteselo a su Majestad. E infórmeme, yo

estoy particularmente preocupado por la salud de mi primo hermano.

- Así lo haré, su Excelencia - dicho lo cual se inclinó ante el Arzobispo y besó su

anillo.

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El médico, harto apesadumbrado, presintiendo una amenaza tras las veladas

advertencias del arzobispo, llegó ante la ayuda de cámara de su Majestad, el

Emperador de España y Alemania, todavía.

El capitán le miró díscolo cuando el portuguesado galeno le planteó un baño para

Felipe II.

- ¿Queréis arrancarle la poca vida que le queda? - se atrevió a decir el miliciano.

- No es para exponer la vida de su Majestad, sino que he visto algunos piojos

deslizarse bajo su espesa cabellera - dijo serio Guiraldes autoafirmándose en su

autoridad como médico de la Corte.

El capitán Vascongado insistió:

- ¿Lo habéis comentado con el señor Arzobispo?

- Sí, de allá vengo, su Excelencia me ha instruido para decírselo directamente al

Emperador.

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Vascongado, moviendo imperceptiblemente la cabeza, guio al doctor a los

aposentos del menguado soberano.

Felipe yacía boca abajo sobre el real lecho, entre dormido y despierto imaginaba

que había sido embrujado por un hechicero desconocido, el mismo Merlín, el hijo

del diablo, de quien se decía que había roto su sello y escapado de su

subterránea prisión venía al mundo exterior, le arrebataba su cetro y haciéndose

pasar por él llevaba a la cristiandad a la perdición...desde muy lejos le llegó la voz

de su fiel servidor.

- Su Alteza, su Alteza, está aquí el médico de la corte, quiere hablar con usted.

- ¿Qué?, ¿quién?, ¿dónde estoy? - pronunció Felipe inconsistentemente.

- Aquí, en vuestra real cámara, su Majestad.

Felipe se volteó trabajosamente, de costado abriendo los ojos pesados como

anclas de navío, descubrió a su médico quien le miraba inquisitivo.

- ¿Su Majestad, se encuentra bien? - antes de arrepentirse de la tonta pregunta

escuchó un susurro cargado de ira.

- ¿Cómo voy a estar bien, si soy moribundo? - arguyó el Rey.

- Perdone, su Alteza, he venido a atenderle con toda consideración y respeto - la

zalamería del médico en algo atemperó el mal humor del príncipe.

- ¿Acaso es hora de mi sangría, no habéis estado aquí en la mañana, o ha sido

ayer? - expresó el soberano sin ton ni son.

- Sí, por la mañana he estado, mas, es otra cosa, es que quiero preguntaros, mi

Señor, si no habéis pensado en daros un baño.

- ¡Qué! - se crispó el Emperador irguiéndose y sentándose cerca de la cabecera.

- Un buen baño caliente, con agua perfumada y jabón.

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- ¿Pero, por qué? - encolerizado y estupefacto pregunto Felipe.

Guiraldes se sentía bajo mucha presión, el rostro del Rey expresaba esa ruda

cólera por la que, al médico le había tocado presenciar en otras ocasiones, había

mandado al cadalso a otras personas. Tragando saliva gorda se apuró a decir la

verdad.

- Como vuestro médico, Señor, al ver algunas fastidiosas criaturillas correr debajo

de vuestra lozana melena, he creído mi deber recomendaros un baño.

Criaturillas, escuchó Felipe, el eufemismo le llenó de horror, como si de pronto en

el sótano de su mente se abriera una ventana y la límpida luz barriera con las

sombras acumuladas se dio cuenta del porqué del tormento de comezones que

padecía hacía ya más de tres meses. Fue como una revelación, su mirada se

iluminó, sujetándole las manos al médico le dijo lúcidamente:

- Guiraldes, ocúpese, rápeme, báñeme, sálveme...

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Tarde se dieron cuenta el médico y el propio Emperador, el mal, invasión masiva

de piojos, no sólo le había traído al soberano una terrible anemia y las infecciones

tuberculosas, sifilíticas, y sabrá Dios qué otras más; estos miserables portadores

de gérmenes se habían ocupado de roer la cabeza del Rey hasta crear un

morboso sistema de sublimación en el cual el soberano ya no sentía una normal

comezón sino un adormecimiento ingente que le evitaba pensar siquiera en que

miles de criaturillas le fueron arrancando la vida.

Hasta llevarlo a la muerte.

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Gilberto Medina Casillas ©

Abril 1979