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LA ESTERA MÁGICA

ALBEIRO ECHAVARRÍA

IlustracIones De sanDra GonZÁleZ

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Colección Planeta Lector

Diseño de colección: departamento de diseño Grupo Planeta Ilustraciones: Sandra González Ilustraciones de cubierta: Sandra González

© 2014, Albeiro Echavarría© 2014, Sandra González

© 2014, Editorial Planeta Colombiana S. A. Calle 73 N.º 7-60, Bogotá

ISBN 13: 978-958-42-4103-0ISBN 10: 958-42-4103-6

Primera impresión: octubre de 2014

Impreso por: Editorial Nomos S. A.

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la portada, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, sin permiso previo del editor.

Tercera impresión: febrero 2017Segunda impresión: enero de 2016

Cuarta impresión: septiembre 2017Quinta impresión: enero 2019Sexta impresión: enero 2020

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albeIro echavarría (biografía)

Nació en Bello en 1963. Desde niño, cuando estudiaba en Yarumal, Antioquia, quiso ser escritor. Con ese objetivo se fue a estudiar periodismo a Bogotá cuando tenía 19 años. Trabajó en varios noticieros de televisión hasta que se fue a dirigir el noticiero Noti5 en Cali. En el 2006 abandonó el periodismo y se dedicó por completo a escribir libros para niños y jóvenes.

Cuatro de sus libros han sido finalistas del Premio Barco de Vapor, entre ellos Rosa la mula caprichosa, El cetro del niño rey y El gran secreto. El gobierno mexicano escogió El clan de la calle Veracruz para ser leído en todos los colegios públicos de ese país.

Entre sus obras se encuentran, El muchacho de la boina blanca, Conspiración en Magasthur, Pegote, Cristina Zanahoria, El fotógrafo de Cristales, Las pantuflas del presidente y El día que las vacas desaparecieron de la faz de la tierra.

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A Rubiela, creadora de amor y de sonrisas

A Reina, amante del campo y de la vida

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Demetrio vivía en una casa de lata que él

mismo había transformado en un ber-

gantín. ¡La casa tenía una bandera de barco

pirata que ondeaba en un mástil de caña brava!

La bandera rivalizaba con el pabellón nacional

que un vecino había instalado tres casas más

atrás desde el mismo día que invadieron el pe-

dazo de montaña.

Cuando llegaron allí –después de un largo

viaje desde Aguablanca– ya el lugar se llama-

ba Terrón Colorado. La verdad era que si uno

escarbaba un poco podía encontrar vetas del

color del azafrán con las que se podían moldear

figuras de barro de muy buena calidad. Y existía

la creencia de que abriendo un hoyo bien pro-

fundo se podían descubrir rubíes del tamaño de

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una pelota de beisbol. Pero eso nadie lo había

podido comprobar.

Cuando llovía, a Demetrio le gustaba meter

los pies entre la colada rojiza que se filtraba por

debajo de las latas de zinc. Pero un día cayó tanta

agua que un pedazo de montaña se desprendió

llevándose la casa de don Antonio Asprilla y

sus cinco hijos. Todo quedó sepultado bajo esa

colada rojiza. A Demetrio no le quedaron ganas

de volver a jugar con el pantano.

Desde su ventana, sostenida por dos guaduas

que se levantaban imponentes como columnas

romanas, Demetrio observaba a su madre

tratando de espantar a las ranas que croaban

como locas y no la dejaban dormir. Altagracia

salía a la medianoche en un camisón blanco

que le llegaba hasta los tobillos y con el palo de

una escoba removía piedras, sacudía arbustos y

aplastaba la maleza en su afán por dar con los

intrusos que la desvelaban.

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Demetrio no entendía por qué a su madre le

disgustaba la algarabía que formaban las ranas

o el concierto que daban los grillos. Lo que sa-

bía con certeza era que su madre odiaba tanto

los ruidos, que llegaba al extremo de taparse

las orejas cuando sonaba la música en la radio.

A Demetrio le quedaba el consuelo de que el

único ruido que Altagracia soportaba era cuan-

do él cantaba –parado en la esquina del café

Trapiche– una canción mexicana llamada La de

la mochila azul. Y si después de cantar le daban

buenas monedas, a Altagracia se le iluminaba

el rostro hasta el punto de que sus cachetes se

ponían colorados como las vetas de la montaña.

Cuando Altagracia se dormía, Demetrio re-

tiraba con sigilo el plástico negro que impedía

el ingreso de los murciélagos por la ventana,

y que para él era como el telón de un gran

teatro: apenas lo levantaba, las luciérnagas

comenzaban su función y lo premiaban con un

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descomunal juego de luces pirotécnicas. En

medio del concierto de luces distinguía las

sombras de vecinos que subían la loma como

espíritus noctámbulos después de un largo día

de trabajo. Demetrio fantaseaba con la idea de

que las luciérnagas eran duendecillos que evita-

ban que las sombras se apoderaran de él y de su

madre mientras dormían.

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En las mañanas, Altagracia lo bañaba con un

chorro de agua pantanosa que le hacía cosquillas

en la espalda. El agua llegaba de otra montaña

más arriba y era tan fría que le hacía doler la

cabeza y le cortaba la respiración. Para soportar

el frío, agitaba las manos como si fueran las alas

de un pájaro y daba saltos de rana que agotaban

la paciencia de Altagracia.

Demetrio no tenía que salir de casa para ir

a la escuela porque su madre le daba lecciones

bajo una manta de retazos que colgaba del

techo como un vitral en el cielo de una gran

catedral. A lo sumo estudiaban dos horas. Un

día repasaban las letras, otro día los números y

el tercero era para los paisajes. Esta –la de los

paisajes– era la clase que el niño disfrutaba más.

Altagracia guardaba un montón de láminas re-

cortadas de revistas que había encontrado en la

basura y se las enseñaba al niño como si fueran

retratos familiares:

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–París donde María, la de Juntos para

siempre, se enamoró de Augusto; El Partenón,

donde la protagonista de Amor griego bailó un

tango con Chepe Machado; Machu Pichu, don-

de doña Eloísa, la señora donde trabajé tanto

tiempo como empleada doméstica, se murió de

un infarto. ¡Ah! El teatro La Scala de Milán,

donde he soñado que algún día tú cantes hasta

romper los vitrales.

Y así, para cada paisaje, monumento o ciudad,

Altagracia tenía una historia que relacionaba

con algo que había visto en alguna parte –casi

siempre en una telenovela– o que ella imagina-

ba mientras Demetrio cantaba en la esquina del

café Trapiche.

Por eso y por otras cosas, Demetrio estaba

convencido de que su madre era un ser de otro

planeta: ella podía hacer que un hueso que reci-

bía de regalo en el mercado, sirviera para darle

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buen sabor al caldo durante toda una semana.

¡Y él siempre se chupaba los dedos! Y si de ropa

se trataba, ella se las arreglaba para convertir

una chaqueta desgastada y rota, que conseguía

de forma misteriosa, en un traje resplandecien-

te como los que usan los cantantes de televisión

y que él lucía en sus presentaciones callejeras.

Demetrio tenía una voz dulce y afinada. La

gente de Terrón Colorado decía que cuando

fuera grande iba a ser famoso como Vicente

Fernández o como Darío Gómez, un cantante

de música triste y despechada. Altagracia lo

llevó un día a un cibercafé y le hizo escuchar La

de la mochila azul más de veinte veces. Demetrio

ensayó en la casa hasta que se puso ronco. Pero

después de unos días la voz se le puso tem-

plada como la de Pedrito Fernández cuando

era chiquito. Entonces las paredes del rancho

empezaron a retumbar cuando él cantaba con

voz de barítono: “...la de la mochila azul, la de

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ojitos dormilones / me dejó gran inquietud y bajas

calificaciones…”.

Altagracia sacó de debajo del colchón una

estera de juncos y palmas, arrancó una begonia

que tenía sembrada en un tarro de leche y le

pidió prestados tres mil pesos a una vecina para

los pasajes. De nada sirvió que Demetrio le dije-

ra que esa canción ya estaba pasada de moda y

que no les darían ni una moneda de doscientos.

Los dos se subieron a un jeepeto, que es un jeep

willys en el que milagrosamente se acomodan

de doce a veinte personas, y emprendieron el

primero de los muchos viajes que realizarían al

centro de Cali.

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Se instalaron en el andén donde quedaba

el café Trapiche, a tres cuadras de la plaza de

Caicedo, porque Altagracia conocía al dueño

del negocio –un tal Rogelio Pantaleón– de los

tiempos en que ella fue mesera. Al principio De-

metrio se negó a abrir la boca. Entró en pánico

al saber que iba a cantar ante gente desconocida

y en medio de la calle. ¿Y si se burlaban de él?

¿Y si pasaba el fastidioso de Rodrigo? ¿Y si no

les daban ni una moneda? Todas esas preguntas

hicieron que su corazón empezara a galopar

como un caballo en una pista de cemento.

Después de mucho insistir, Altagracia le

prometió a su hijo que si cantaba lo llevaría al-

gún día al teatro La Scala de Milán, donde ella

sabía –por la lámina que había recortado en la

revista– que había cantado María Callas, la que

se enamoró de Onasis, y donde acudía gente de

mucha alcurnia para presenciar a los cantantes

más famosos:

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–Allí cantarás algún día –dijo con tono con-

vincente.

Demetrio pensó que eso no era tan impor-

tante para él como lo podría ser para Altagracia

que se la pasaba soñando con escenarios de

telenovela. Y fue así como empezó a cantar en

voz baja: “Qué te pasa chiquillo, qué te pasa / me

dicen en la escuela y me preguntan en mi casa…”.

La voz de Demetrio fue subiendo tanto que

hasta las palomas de la catedral empezaron

a ponerse inquietas en las cornisas. Y de un

momento a otro, había más gente que la que se

reunía a dos cuadras de allí donde un señor de

sombrero gardeliano presentaba a un perro goz-

que que sabía bailar salsa en las patas traseras.

Ese día Altagracia y Demetrio recogieron

veinte mil pesos y se fueron felices para la casa.

–Hay canciones que no pasan de moda –re-

clamó Altagracia consciente del éxito que había

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tenido Demetrio– ¡Y vos que decías que te daba

pena cantarla porque era muy vieja! ¡Veinte

mil pesos! Este platal no lo traía a casa ni su

papá –que en paz descanse– cuando trabajaba

cargando bultos en la plaza de mercado.

Altagracia estuvo feliz por un tiempo, pero

fue exactamente a los veinte días cuando le em-

pezaron a molestar los ruidos. No toleraba ni el

zumbido de una mosca. Se ponía histérica con

el croar de las ranas en las noches y escondió el

radio para que Demetrio no pusiera canciones

de reggaetón.

Y sucedió –para acabar de ajustar– que a eso

de las dos de la madrugada comenzaron a sen-

tirse unos ruidos extraños en la cocina. Siempre

a la misma hora y por intervalos regulares.

La cocina compartía espacio con la alcoba, la

sala y el comedor. Para Demetrio era claro que

el sonido provenía de algún lugar debajo del

lavaplatos donde estaban dispuestas las ollas

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sobre dos tablas corroídas por la polilla. Lo que

se escuchaba eran unos toquecitos ligeros y de-

licados como cuando un niño toca una puerta

con timidez.

Altagracia dijo primero que era un fantasma

y después que era un hechizo de “La Molinera”,

una mujer que vivía en el filo de la loma y que

había tenido amoríos con su esposo.

–Esa mujer quiere sacarnos de aquí pa’ que-

darse con el rancho –dijo con mucha seguridad

después de revolcar toda la casa y no encontrar

nada que pudiera estar ocasionando el ruido.

–Eso debe ser una rata, mamá –respondió el

niño sin prestarle mucha atención al asunto.

Pero a medida que los nervios de Altagracia

se fueron encrespando, Demetrio empezó a

preocuparse. Sobre todo cuando ella anunció

que iba a ir a la casa de “La Molinera” para

hacerle el reclamo. Esa misma noche Demetrio

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