La falsa amiga christine drews

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La acción transcurre en Münster,donde Katrin, la protagonista, hatenido que mudarse debido a lacarrera profesional de su marido.Poco después el hijo de ambos,Leo, desaparece, y el matrimoniocontacta con la policía.

Entran en escena los inspectoresCharlotte Schneidmann y PeterKäfer. El secuestro de Leo resultaráser sólo una parte de la venganzade la que se convierte en la mejoramiga de Katrin…

Christine Drews

La falsa amigaePUB v1.0Petyr 18.08.13

Título original: SchattenfreundinChristine Drews, 2013.Traducción: Irene SaslavskyDiseño portada: Ediciones B

Editor original: Petyr (v1.0)ePub base v2.1

Para Axel

Prólogo

Se secó las manos a toda prisa yechó un vistazo al reloj. Todo suhorario se había desbaratado; enmedia hora comenzaban las clases dela escuela de música y antes tenía queacercarse al supermercado, porque delo contrario la mesa de la cena de esanoche quedaría vacía. Y no había nadapeor que la mirada decepcionada de unniño hambriento que esperabaencontrar las prometidas salchichas en

el plato y se veía obligado aconformarse con una rebanada de panintegral. Así que debía darse prisa.

Cerró los ojos y sacudió la cabeza.¿Qué le estaba ocurriendo?Supermercado…, salchichas… ¿Dóndetenía la cabeza? Debía resolver algomucho más importante. Él no debíaescapar, de ninguna manera…

Abrió la puerta de la habitación deal lado sin hacer ruido y se asomó. Enla minicadena sonaba el CD de DerRäuber Hotzenplotz. Bien. Atravesó lasala y abrió la puerta que daba a laterraza: allí también todo parecía enorden.

Nadie debía saberlo, bajo ningúnconcepto.

En el preciso instante en que sevolvió, oyó una melodía suave yamortiguada. Durante un momento sequedó petrificada: conocía ese tono ysabía muy bien de dónde provenía. Deun móvil; debía de haberlo dejadoolvidado junto al cadáver.

No le quedó más remedio queconfiar en que la batería no tardara enacabarse.

1

Cuatro semanas antes

—¿Vendrás a cenar? —preguntóKatrin mientras se aplicaba rímel en laspestañas.

Thomas le dio un beso en la mejilla.—Creo que no. Tengo varias

reuniones durante el día y después he depreparar una presentación. Puede que sehaga bastante tarde. Lo siento.

«En fin, como siempre», pensó

Katrin, y se limitó a asentir.Desde que se mudaron a Münster,

Thomas trabajaba aún más que antes; sedebía a su nuevo empleo, que tambiénera el motivo por el cual se habíantrasladado de Colonia a esa ciudad. Laempresa, que se había especializado enla fabricación de frigoríficos, seexpandía, así que Thomas estabaatareadísimo y en general llegaba a casaya tarde por la noche. Sin embargo, aveces Katrin tenía la sensación de queen realidad su marido se alegraba dequedarse en el despacho hasta altashoras y de paso ahorrarse el caos quereinaba en su hogar. Las habitaciones

todavía estaban repletas de cajas pordesembalar. Apenas se veía la pared decolor rojo oscuro del dormitorio, untono que eligieron para que contrastaracon los muebles blancos: permanecíaoculta tras innumerables cajas de cartón.

Katrin había tenido que ocuparse detoda la mudanza, pese a que no hacía niuna semana que ella misma tambiénhabía aceptado un nuevo empleo…, yademás estaba Leo. Como si hubierapronunciado la palabra clave en vozalta, el niño apareció con una coloridapelota de tela en las manos.

—¿Jugamos, papá? —gritóresplandeciente de felicidad y alzando

la pelota.Thomas lo tomó en brazos y le dio

un beso.—No puedo, cielo —dijo,

estrechándolo contra su pecho—. Papátiene que ir a trabajar.

Leo hizo un puchero y empezó allorar.

—¡Yo quiero jugar!—Cuando llegues a clase, podrás

jugar todo lo que quieras, cielito —dijo,al tiempo que le acariciaba los cabellosrubios y le daba otro beso en la mejilla—. Esta noche te acostaré yo, ¿vale?

Leo gimoteó un poco más y depronto dejó de llorar tan repentinamente

como había empezado.—¿Jugamos a fútbol, mamá? —

preguntó, contemplando a su madre conlos ojos bañados en lágrimas.

Katrin no logró reprimir la risa. Leapoyó el dedo en la nariz respingona ynegó con la cabeza: ese no era unmomento apropiado para juegos.

—Hemos de llegar al cole antes dela nueve, si no nos reñirán —dijo—.Ven, te ayudaré a vestirte.

Mientras Thomas salía de casa, ellabuscó la ropa del niño. Aunque hacíadías que Leo insistía en llevar la mismacamiseta de Barrio Sésamo, Katrin notuvo ánimos para decirle que se

cambiara, por más que la prendareclamaba a gritos un buen lavado.Después le preparó una tostada conmermelada y descubrió que ya eran casilas nueve.

—Llegaremos tarde, como siempre—murmuró, mientras recogía sus cosasa toda prisa. Cogió el bolso y una granbolsa de plástico que contenía prendasde vestir viejas que quería dejar en casade sus padres después del trabajo. Sumadre era un miembro activo de laparroquia, que también disponía de unalmacén de ropa usada. Los ayudantesvoluntarios agradecían cualquierdonación.

Pero ahora debía darse prisa parallegar a la guardería y luego a laconsulta. El primer tratamientoempezaba a las nueve y media. Despuéstendría que ir a la compra, recoger a Leoy conducir hasta casa de sus padres,donde no quería detenerse demasiado;hoy quería desembalar al menos una delas cajas. Katrin suspiró: tenía un díaajetreado.

Diez minutos después llegó alaparcamiento de la guardería. Un grupode madres formaba un corrillo en laúnica plaza disponible. Sin pensárselodos veces, Katrin dejó su Nissan negroen el sitio reservado para los bomberos

y bajó del coche.—Ahí está prohibido aparcar —la

regañó una de las madres.—No tardaré ni un minuto —

contestó Katrin sin dirigirle la mirada,consciente de que no obraba bien.

En ese instante apareció otro coche:un BMW grande, negro y caro. Al igualque Katrin había hecho un momentoantes, la mujer que lo conducía lanzóuna mirada furibunda al grupo deseñoras que charlaban antes de bajar laventanilla.

—¿Podrían dejar la plaza libre yproseguir la conversación un poco másallá? Gracias.

Sin aguardar respuesta, la mujersubió el cristal y puso el intermitente.Las madres murmuraron algo que sonabaa «menuda jeta» y «¿quién se habrácreído que es?», pero lentamente seapartaron un poco. La mujer aparcó elBMW negro, se apeó y bajó a su hijo delasiento para niños.

Antes de abrir la puerta delacompañante y coger la mochila de Leo,Katrin observó la escena. Esa mujer lecayó simpática de inmediato; llevaba elcabello oscuro recogido, un peinado querealzaba su bonito rostro redondeado.Katrin consideró que le sobrabanalgunos kilos, pero que de todos modos

le sentaban bien. Llevaba pantalonesnegros y una blusa blanca conestampado de cachemir en tonos grisesanudada bajo el pecho. El maquillajeera discreto y el único detalle llamativoeran sus pendientes rojos en forma defresa, que casaban a la perfección con elcolor del pintalabios.

Katrin bajó a su hijo del coche y enel acto el pequeño echó a correr hacia elotro niño.

—¡Ben, Ben! ¿Jugamos a fútbol?Ben, de cabellos oscuros como su

madre, asintió con la cabeza y ambosecharon a correr hacia el colegio.

—No sabía que Leo ya había

encontrado un amiguito —dijo Katrin, altiempo que la mujer se acercaba y letendía la mano—. Hola, me llamo KatrinOrtrup. Por lo visto nuestros hijos seentienden a la perfección.

—Hola, soy Tanja Weiler. Sí, Benme ha hablado mucho de Leo. Me alegromuchísimo de que se hayan hechoamigos; hace poco que nos hemosmudado a la ciudad.

Katrin le dirigió una mirada desorpresa.

—¡Nosotros también! Solo hace unpar de semanas que nos instalamos. Mecrie aquí, pero en cuanto acabé losestudios me largué de esta ciudad.

—Igual que nosotros —dijo Tanja—. Mudarse con niños es un follónincreíble, ¿verdad? Nosotros aún nohemos acabado de desembalar todas lascajas.

Katrin rio.—Nosotros tampoco.Ambas se dirigieron a la guardería

para despedirse de sus hijos y unosmomentos después volvieron aencontrarse en el aparcamiento.

—Aquí a la vuelta hay un nuevoparque infantil —dijo Tanja Weilerantes de montar en el coche—. Si teparece bien, un día podríamos llevar alos chicos… Perdona, no te importa que

te tutee, ¿verdad?—Claro que no —dijo Katrin,

riendo—. Sí, un día iremos al parqueinfantil. Dicen que seguirá haciendobuen tiempo.

Katrin contempló el radiante cieloazul en el que solo flotaban unas pocasnubes y suspiró.

—De momento aún no puedo, peroconfío que en un par de días lo tendrétodo controlado, o al menos habrélogrado poner un poco de orden en elcaos.

—Bueno, seguro que nos veremosaquí, en la guardería —dijo Tanja—. Yaquedaremos otro día.

Katrin asintió y se quedó mirando aTanja mientras esta se marchaba en elcoche. Satisfecha, emprendió el caminoa la consulta. Se alegraba de que Leohubiese encontrado un amigo. La madrede Ben parecía una persona tranquila ysimpática, no como esas madresmodélicas con las que solo se podíahablar de la alimentación correcta de loshijos o de cuánto rato podían ver la tele.En cierta ocasión, una de esas mujeresse había permitido reprocharle quedejara a Leo ver el programa Sandmanndurante unos minutos todas las noches,afirmando de paso que el cerebro delniño quedaría permanentemente

afectado. ¡Como si eso fuera aprovocarle un cáncer cerebral demanera automática! Katrin no podíasoportar a esas mamás tipo DoñaPerfecta, esas que básicamente lo hacíantodo bien.

Tanja parecía muy distinta. Decidióque en los días siguientes se lasarreglaría para tener unas horas libres yquedar con ella, así los niños podríanjugar y ellas dos se conocerían un pocomejor.

Tras abandonar el sendero yatravesar el sotobosque sus pasos se

volvieron más lentos. La asaltó elrecuerdo de la intimidad que habíareinado entre ambos y del horror quelos unía. Con profunda tristeza, deslizólas manos por encima de losmatorrales, afligida y apenada por laamiga perdida.

¿Qué le habría pasado por lacabeza la última vez que deambuló porese sendero? ¿Qué habría sentido? Fueallí donde transcurrieron los últimosminutos de su vida, donde respiró elaire fresco por última vez, donde habíaoído el gorjeo de las aves y el rumor desus pasos en el suelo del bosque.

¿Habría percibido todo aquello?

¿O acaso solo notó el roce de la sogaque sostenía en las manos y con la quesolo unos instantes después formaríaun nudo que le quitaría el aliento parasiempre…?

¿Qué se podía pensar al dirigirse alsitio donde se iba a morir?

Lo ignoraba.Entonces se encontró debajo del

árbol y contempló la rama de la cual suamiga había permanecido suspendidadurante más de seis semanas antes deque un cazador descubriera lo quequedaba de ella: un esqueleto vestidocon tejanos y una blusa.

Nadie había echado de menos a la

joven. Nadie se percató de lo muchoque luchaba, contra su destino y suculpa. Ella era la única que se habíadado cuenta y lo había intentado todopara salvar a su única amiga.

Pero no lo había logrado.Rendida, se sentó al pie del árbol y

contempló el suelo del bosque; recogióun poco de tierra con la mano y,ensimismada, dejó que se deslizaraentre sus dedos.

De pronto dio un respingo.A menos de medio metro de

distancia algo blanco brillaba en eloscuro suelo del bosque. Aunquesospechó de qué se trataba, se puso de

pie y empezó a desenterrarlo con losdedos con mucha precaución.

Poco después reposaba en su mano.—A ti no te encontró la poli —dijo

en voz baja antes de regresar junto alárbol para volver a sentarse. Acaricióla superficie lisa y redondeada congesto tierno.

»Ha llegado el momento. Ahora élpagará por sus pecados.

Cuando Katrin se despidió delúltimo paciente ya eran más de las tresde la tarde. Le encantaba su profesión defisioterapeuta, pero era un trabajo

bastante agotador. Los ejercicios ymovimientos que realizaba con lospacientes a menudo resultabanextenuantes. Katrin no necesitaba hacerdeporte: gracias a su empleo semantenía muy en forma.

Estaba demasiado cansada paracambiarse, así que montó en el cochevestida con su chándal blanco. Antes dearrancar se peinó la melena rubia, largahasta los hombros, y se trenzó loscabellos. Al echar un vistazo alretrovisor comprobó que no quedabagran cosa de su maquillaje. Se quitó elrímel que le manchaba los párpados ydecidió que la próxima vez compraría

uno que fuera resistente al agua.La ruta de la consulta a la guardería

pasaba junto a su antiguo instituto. Nadahabía cambiado: el gran edificio de rojode ladrillo seguía resultando tan pocoacogedor como siempre. Unos cuantosadolescentes desganados holgazaneabanen el patio; algunos fumaban, pero lamayoría estaban atareadas con susmóviles. De pronto se vio a sí misma enel patio, rodeada de sus compañeros declase. En esa época no disponían demóviles, pero también entoncesfumaban, de hecho ni siquiera lavestimenta parecía haber cambiadodemasiado. En todo caso, en los años

ochenta Katrin también había llevadomallas.

Entonces se sintió invadida por eldesencanto, no a causa del tiempopasado —perdido e irrecuperable—,sino porque volvía a encontrarse en ellugar que había querido abandonar parasiempre. Sin duda Münster era unaciudad bonita, no demasiado grande ysin embargo llena de vida, pero en sujuventud Katrin siempre se había sentidoconstreñida; esa población habitada porfuncionarios le resultaba tremendamenteestrecha de miras y pequeñoburguesa.Su familia vivía allí desde hacíageneraciones, de manera que casi todo

el mundo la conocía. ¡Cuántas veceshabía ansiado perderse en el anonimato!En Colonia todo había sido muy distinto;el hecho de mudarse a la gran ciudad fuecomo una liberación: por fin laprotegida hija única podía vivir como leviniera en gana.

Desde que tenía a Leo comprendíamejor los exagerados cuidados que lehabía prodigado su madre, pero algunascosas le seguían resultandoincomprensibles. Durante laadolescencia, Katrin no tenía permisopara llevar faldas por encima de larodilla: su madre no dejaba de insistirque con ello provocaría a los hombres y

quizá corriera peligro. ¡Como si todoslos hombres se convirtieraninmediatamente en violadores con solover unas pantorrillas femeninas! Antesde los dieciséis no la dejaban salir denoche y el toque de queda era a las diezen punto. A veces Katrin se habíasentido como una prisionera.

No: aún había muchos aspectos desu infancia y su juventud que leresultaban incomprensibles. ¿Por quétoda la familia debía sentarse adesayunar formalmente vestida? Sumadre ni siquiera le permitía desayunaren pijama o albornoz los sábados y losdomingos. Tal vez por eso, ya de adulta

no había nada que le produjera mayorplacer que iniciar el fin de semana conlentitud, un ritual que comenzaba cuandoLeo se metía en la cama con ella yThomas y tomaba su biberón mientrassus padres saboreaban el primer café dela mañana.

Katrin pasó junto al Exil, ladiscoteca en la cual había bailadomuchas noches tras cumplir losdieciocho. ¿Qué se habría hecho de todaesa gente? Al igual que ella, la mayoríade sus compañeros de instituto se habíanmarchado a otra ciudad para proseguirsus estudios; solo unos pocos se habíanquedado en Münster. Durante unos

instantes consideró la posibilidad devolver a establecer contacto con ellos,pero descartó la idea en el acto.

«Cuando dos personas no se hanvisto durante quince años, ¿de quédiablos van a hablar?», pensó. No: haríanuevas amistades; a lo mejor esa Tanjaera la persona más indicada para ello…

Cuando llegó a casa de sus padrescon Leo estaba agotada y mientrasatravesaba el gran jardín lanzó unprofundo suspiro. Todo era perfecto: elcésped estaba cortado, los árboles,podados, y los colores de las flores delos canteros formaban un conjuntoarmónico. Eso era típico de su madre:

había que presentar una fachadaperfecta. La amplia casa unifamiliar deestilo años setenta, de techo inclinado yfachada de color claro, hacía juego conel jardín; parecía fría y distante, y almismo tiempo indicaba que loshabitantes gozaban de cierto acomodo.

«No, ese no es mi estilo —volvió apensar Katrin—. No quiero vivir así.Incluso el desorden de cajas que reinaen casa tras la mudanza resulta másacogedor».

Su madre, que acababa de regresar acasa, preparó té. Leo se dirigióinmediatamente al jardín para jugar conLizzie, a la que su padre había

encontrado medio muerta en uncontenedor hacía más de diez años yhabía conseguido salvarla a base demimos y atenciones. A partir deentonces, él y la gata eran inseparables;su madre tuvo que ponerse dura para queLizzie al menos fuera desterrada deldormitorio.

—¡Ve a ver si ha vuelto! —gritó sumadre dirigiéndose a Leo, antes deexplicar a Katrin—: Hace un par de díasque no vemos a ese bichejo vagabundo.Tu padre empieza a inquietarse, yasabes cómo es.

—¿Dónde está papá? —preguntóKatrin.

—Aún duerme la siesta. Seguro quebajará enseguida —dijo su madre altiempo que disponía las tazas de té en lamesa—. Tienes un aspecto lamentable,hija, dicho sea de paso —añadió en tonodesaprobatorio.

Katrin arqueó las cejas. ¡Lo que lefaltaba! Como siempre, la imagen de sumadre era intachable: llevaba la melenade un rubio ceniza con un clásico cortefrancés, un conjunto de chaqueta y jerseyazul marino, pantalones de color beige,las uñas recién pintadas y una correctacadena de oro.

—Te agradezco el cumplido, mamá—contestó en tono cansino al tiempo

que le entregaba la bolsa de plástico.—Ah, son para la parroquia. Muy

bien —dijo su madre—. ¿Y qué? ¿Yahas vaciado todas las cajas?

—No del todo.—¿No quieres que te ayudemos?—No, no, de verdad —respondió

Katrin negando con la cabeza.Su madre era tremendamente

curiosa. Seguro que metería las naricesen todas sus cosas mientras su padredejaba caer un plato tras otro.

—Hija, me parece que no dasabasto.

«Típico», pensó Katrin. Norecordaba ni una sola ocasión en que su

madre la hubiera apoyado. Siempre selimitaba a decir que Katrin no estaba ala altura.

—Voy a despertar a papá —dijoKatrin, confiando en que el tema hubiesequedado zanjado.

—No es necesario —oyó que decíasu padre.

Katrin se volvió. El hombre, pálidoy demacrado, permanecía de pie en laescalera de madera oscura. Tenía muymala cara.

—¿Todo bien, papá? —preguntóella.

—Sí, sí, por supuesto. Solo tengo lapresión un poco baja. Todo bien.

Katrin lo observó con inquietud. Supadre había cumplido los setenta y uno yhasta entonces siempre había gozado debuena salud, pero hacía un par de mesesque no se encontraba del todo fino yKatrin confió en que no se tratara de unamala señal. El vínculo con su padresiempre había sido especial; dado quecasi no había intervenido en sueducación, había supuesto un refugiocuando ella se peleaba con su madre. Élsiempre la consolaba y se mostrabacomprensivo.

Entonces un grito procedente deljardín interrumpió bruscamente suensimismamiento. ¡Leo!

Echó a correr hacia fuera. ¡Seguroque se había lastimado la rodilla!Confió en que no fuera nada más grave.

Katrin estaba preparada paraencontrarse con cualquier cosa, pero loque vio resultó tan espantoso que sesintió mareada y se tapó la boca con lamano para no vomitar.

Charlotte Schneidemann apartó lamanta con gesto cauteloso. Le molestabahaberse quedado dormida.

¿Cómo se llamaba ese hombre?¿Bernd, Bernard o Bernhard? Ya no lorecordaba, aunque de hecho tampoco es

que le importara. No tenía la menorintención de volver a ver al tipo encuestión, por no hablar de acostarse conél otra vez.

Procurando no hacer ruido para nodespertarlo, recogió su ropa del suelo yse escabulló al baño. Se apresuró avestirse y abandonó el apartamento sinmolestarse en lanzar una última mirada aese Bernd o como se llamase. Una vezen el ascensor, se apoyó contra el lateraly suspiró. Había sido una veladaincreíble y una noche aún más increíble.Sin embargo…, se había largadosilenciosamente y a hurtadillas. ¿Porqué? El hombre con el que acababa de

pasar una noche de desenfreno sexualera guapo y le había caído simpáticodesde el principio.

Mientras abandonaba el edificio deapartamentos y corría hacia la parada detaxis situada a escasa distancia, casi seavergonzó de su comportamiento.

—Al número 15 de Sebastianstrasse—le dijo al conductor antes de dejarsecaer contra el respaldo, agotada.

Mientras el taxi recorría las callesde Münster sumidas en la oscuridad queprecede al alba, Charlotte recordó lanoche que acababa de pasar. Unasonrisa afloró a sus labios: ese Berndhabía sabido exactamente qué debía

hacer, había encontrado los puntosprecisos para despertar en ella unapasión desenfrenada… De hecho, hacíamucho tiempo que no disfrutaba desensaciones tan intensas. Y a pesar deello, antes de llegar al apartamento, eltipo se había comportado como unperfecto caballero. Tras entablarconversación con ella en el Sixpack,demostró ser un interlocutormaravilloso, inteligente y con un gransentido del humor, y mantuvieron unaanimada conversación. Le había gustadomucho. Demasiado. Eso podía resultarpeligroso.

—Ya me dirás qué puede tener de

peligroso el hecho de enamorarse —lehabía recriminado su hermana Ina hacíaunos días, mientras hablaban porteléfono.

Claro que desde su punto de vistatenía razón. Pero Charlotte no queríaenamorarse, por no hablar de manteneruna relación estable y formar unafamilia. No iba a ser como Ina, casadadesde hacía doce años y con cuatrohijos. Cuatro hermanos… «Igual quenosotros», pensó Charlotte. Philipp, Ina,Stefan y ella: una auténtica pandilla depillos. La relación con Stefan siemprehabía sido muy estrecha; ella habíajugado al Lego con su hermano menor

durante horas y si de noche el pequeñotenía una pesadilla, siempre se refugiabaen la cama de Charlotte, acurrucándoseentre sus brazos sin decir ni pío.

Ella lo estrechaba murmurando:—Ya ha pasado todo.Luego los dos se dormían abrazados.

De pronto sintió que se le encogía elestómago, como si fuera un trozo decelofán que entrara en contacto con unallama. Cada vez que pensaba en Stefanse quedaba trastornada: aunque ya habíapasado mucho tiempo, recordarlo yevocar aquellos espantososacontecimientos le causaba un dolorinsoportable.

En aquella época las cosas todavíano se habían torcido, al menos no deltodo. De vez en cuando la pequeña Inatambién se acurrucaba junto a ellos, demodo que casi no cabían en la cama deCharlotte. Al recordarlo, se le escapóuna sonrisa.

Y ahora la propia Ina tenía unmontón de hijos y seguro que todos ellossiempre querían meterse en su cama.

No, gracias. Charlotte sacudió lacabeza y clavó la mirada en la oscuridadde la noche. A veces consideraba que laactitud de Ina era bastante tonta. Eldeseo de recuperar la infancia perdida,solo que en un mundo seguro y

protegido… No: ese no era el caminoque Charlotte quería recorrer pararesolver y aceptar el pasado.

Ya en casa, se dio una duchacaliente y se preparó un café. Aún noeran las cinco de la mañana, pero sabíamuy bien que no lograría conciliar elsueño. De todos modos al cabo de doshoras debía levantarse, así que no valíala pena meterse en la cama.

Su cabello corto y oscuro ya estabacasi seco cuando se dirigió al buzón,envuelta en su albornoz a cuadrosblancos y negros, para recoger elperiódico. Era viernes, el fin de semanaestaba en ciernes.

«Hoy volveré a salir a divertirme»,pensó sonriendo. Porque en realidadacababa de divertirse, ¿no? Últimamentesolía salir también los jueves, perocomo prácticamente no bebía alcohol, lavida nocturna no la afectaba demasiado.Además, nunca había sido dormilona,con cuatro o cinco horas de sueño lebastaba. De no ser así sin duda habríalimitado sus salidas, porque paraCharlotte el trabajo era lo primero. Dehecho, no había faltado ni un solo día asu puesto en la Brigada de InvestigaciónCriminal de Münster desde que habíaingresado en el departamento, reciénacabados sus estudios de psicología.

Por más que le gustara salir y disfrutarde la vida nocturna, ello no debíaafectar a la disciplina. Por otra parte,nunca había bebido ni fumado, de formaque no aparentaba los casi cuarenta añosque tenía. De hecho muchos calculabanque tendría veintitantos o treinta ypocos, lo que sin duda le resultaba muyhalagador, así que en general no lossacaba de su error. Al fin y al cabo, anadie le importaba un comino queacabara de cumplir los treinta y nueve.

—¿A qué viene tanta afición portrasnochar? —le preguntaba Ina amenudo—. Cualquiera diría que evitasla soledad.

—Tonterías —le contestaba ella encada ocasión, pese a ser consciente deque ese reproche no era del todoinjustificado. Algunos días se sentía muysola y se encontraba más a gusto en unclub o en un bar que en su propioapartamento. Sin embrago, no deseabamantener una relación estable con nadieni fundar una familia. Sabía que eracontradictorio, pero había aprendido aaceptarlo.

Charlotte se sirvió otro café y sesentó a la mesa de la cocina, que nohacía juego con los módulos blancos. Dehecho, todo el apartamento en suconjunto era espartano y nada hacía

juego con nada. Charlotte considerabaque el gasto en muebles y decoraciónera superfluo, puesto que de todosmodos casi nunca estaba en casa.

Abrió el periódico y, como siempre,lo primero que leyó fueron las esquelas,una costumbre heredada de sus padres yellos a su vez de los abuelos, quienessolían leer en voz alta quién habíamuerto y a qué edad.

—Los de la generación de los treintavan cayendo —decía su abuelo.Charlotte recordaba muy bien estecomentario. Cuando su abuelo murió alos sesenta y tres años tras una larga ydolorosa enfermedad, había sido el

único miembro de la generación de losaños treinta que figuraba entre lasesquelas. Ese día no aparecía ninguno.

Charlotte hojeó la sección dedicadaa las noticias regionales, pero solo echóun breve vistazo a los titulares.Informaban de un accidente de tráficocon dos heridos graves, de larestauración de la casa natal de Annettevon Drote-Hülshoff y de que una vezmás, un repugnante maltratador deanimales había cometido sus fechorías.

Charlotte sacudió la cabeza y siguióhojeando. Hoy en día había tanta gentedesquiciada merodeando por ahí…

2

—Desde el asunto con Lizzie estámuy trastornado —dijo Katrin.Observaba a Leo, que permanecíasentado junto a Ben en el cajón de arena,mudo y ensimismado.

—¿Lizzie? —preguntó Tanja,desconcertada.

—Sí, perdona —contestó Katrin,esbozando una sonrisa—. Era la gata demi padre.

Tanja asintió con expresión

comprensiva. Katrin ya le había habladodel espantoso acontecimiento y quedesde entonces Leo dormía mal y teníapesadillas. En realidad solo se conocíandesde hacía una semana, pero Katrinhabía confiado en Tanja de inmediato ypoder contarle sus penas le hacía bien.

—Pobrecito —dijo Tanja—. Si lehubiese pasado a Ben…, me parece quesería capaz de cualquier cosa. ¡Yomisma saldría en busca de ese canalla yle daría una paliza que ni siquiera seríacapaz de pronunciar su propio nombre!

Katrin se encogió de hombros.—Yo sería incapaz de hacerlo —

dijo en tono de resignación—. La

policía dice que es casi imposibleencontrar a ese individuo. Al parecer,últimamente se están dando muchoscasos de maltrato a los animales.

—¡Qué horror! —exclamó Tanja—.¿Cómo le explicaste todo el asunto aLeo?

—Le dije que ese trozo de carne eraalgo de la basura y que alguien lo habríaarrojado al jardín. Que quizá Lizziehabía escapado y que no tardaría envolver a aparecer. Después me apresuréa llevarlo a casa, aunque en realidad noquería dejar solos a mis padres —dijoKatrin—. Mi padre se quedó muyafectado por todo el asunto, adoraba a la

gata; al principio estaba tan asustadoque llegué a temer que le diera uninfarto.

—¿Y ahora cómo se encuentra? —preguntó Tanja—. ¿Está muy mal?

Entonces carraspeó.—Perdona. Quería decir que espero

que ya se encuentre mejor.Katrin asintió.—Sí, se ha recuperado, aunque

todavía ha de tomar tranquilizantes —dijo, sacudiendo la cabeza—. Nunca lohabía visto en ese estado. Hasta ahorasiempre estaba de buen humor y muyanimado. La verdad es que me preocupa—añadió, entristecida—. ¡Qué le vamos

a hacer! Cuando una llega a nuestraedad, los padres ya no son tan jóvenes…

—Y con ello aumentan losproblemas —dijo Tanja, asintiendo conla cabeza y lanzándole una miradainquisitiva a Katrin—. Y tú, ¿teencuentras bien? Estás muy pálida.

—Sí, voy tirando —se apresuró acontestar Katrin.

—¿Seguro?Katrin titubeó antes de responder.—De vez en cuando las cosas me

superan. Thomas nunca está en casa,tuve que encargarme yo sola de lamudanza y de las reformas, mi nuevoempleo supone un esfuerzo considerable

y ahora encima ese asunto con la gata…Me vendrían bien unas vacaciones.

—Conozco esa sensación —dijoTanja—, sobre todo justo antes de «esosdías»: me pongo tan de los nervios quele grito a todo el mundo cuando lascosas se tuercen.

Katrin soltó una carcajada.—Esclavizada por las hormonas. Mi

médico me aconsejó que en esos días metomara una copita. Ya sabes lo quedicen: el mejor remedio contra el malhumor está en una botella.

Katrin no podía dejar de reír. Nocabía duda de que Tanja lograbadistraerla y levantarle el ánimo.

Durante un rato ambas contemplarona los niños, que estaban jugando en eltobogán. Katrin comprobó que su hijoparecía más alegre y se tranquilizó.

—Es la primera vez que veo a Leotan contento aquí en Münster. Seguroque es gracias a Ben.

—Entonces, ¿por qué no venimos alparque infantil más a menudo? —propuso Tanja—. O si quieres, tambiénpodríais venir a casa a casa. Demomento todavía están los pintores y lotengo todo hecho un desastre. Pero másadelante…

Katrin asintió, la situación leresultaba muy conocida.

—También podríamos reunirnos enmi casa —sugirió—. Aún hay un par decajas por ahí, pero los obreros ya se hanmarchado.

—¡Encantada! ¿Mañana mismo?Katrin reflexionó un instante. De

algún modo, le parecía que todoavanzaba con demasiada rapidez, peroal ver a Leo y Ben jugandopacíficamente, asintió. Entonces los dosniños empezaron a tirar arena al airepara fingir que estaban en la ducha.

—¡Míralos! —exclamó Tanja,riendo—. ¡Ahora necesitaríamos unacámara!

—¿Nunca has oído hablar de los

móviles?Katrin sacó el suyo y tomó una foto

de los dos niños que, sonriendo de orejaa oreja, procuraban arrastrar a Tanjabajo la ducha de arena.

Cuando regresó a casa con Leo,estaba absolutamente exhausta. Hacíatiempo que no se sentía tan cansada yagotada. Le preparó al niño unarebanada de pan con queso y una taza deleche con cacao y se sentó junto a él a lamesa de la cocina, aunque ella no teníaapetito. Se sintió mareada de puroagotamiento. «Solo me faltaría ponerme

enferma ahora», pensó un poco después,mientras conectaba el canal de la teledonde ponían Sandmann; Leo se negabaa irse a la cama sin verlo.

De pronto se le ocurrió que habíaalguien que se encontraba aún peor queella.

—Gracias por llamar —dijo supadre al otro lado de la línea. Parecíacansado.

—Ya sé lo mucho que querías aLizzie —comentó Katrin.

—Era una gata muy buena —murmuró su padre y carraspeó—. Haytantos locos…

Katrin tragó saliva.

—¿De verdad te encuentras bien,papá? —preguntó en tono ansioso—. Alo mejor deberías volver a ir almédico…

—No, no. Todo está bien. Perdona,cariño, solo soy un viejo triste por lamuerte de su mascota.

Su padre volvió a carraspear.—Creo que tu madre está a punto de

servir la comida. Hablaremos en otromomento, ¿vale?

—¿Me prometes que todo va bien,papá?

—No te preocupes, cariño. Meencuentro bien. Mañana te llamo, ¿deacuerdo? Te quiero, Katrinita.

—Yo también te quiero, papá.Después colgó el auricular con aire

pensativo. «Katrinita»: su padre no lahabía llamado así desde que era niña.

Albergaba la esperanza de quepronto se recuperara del impacto yvolviese a ser el de antes. «¿Y si no serecupera?», pensó mientras le ponía aLeo su adorado pijama de la ranaGustavo. Hasta ese momento, nuncahabía pensado lo que se le venía encimasi un buen día sus padres ya no lograbanarreglárselas solos.

Como todas las noches, se tendiójunto a Leo en la nueva y amplia camade matrimonio, extra ancha para que

pudieran dormir cómodamente los tres.Quedaba perfecta con las nuevassábanas rojas y Katrin consideró quemerecía figurar en la portada decualquier revista de diseño.

Leo se acurrucó junto a su madre ymientras ella le leía un cuento, se tomósu vaso de leche. Katrin siempre le leíados cuentos antes de acompañarlo a suhabitación y también le ponía un CD,pero desde la muerte de Lizzieaguardaba hasta que se hubiese dormidoen sus brazos y solo entonces lo llevabaa su cuarto.

Ese día, en cambio, Katrin nisiquiera pudo acabar el primer cuento.

Leo ya se había dormido, así que dejó ellibro tras leer dos páginas y abrazó a suhijo. Poco después, ella también dormíaprofundamente.

3

Cuando Katrin despertó seencontraba fatal y tuvo que ir a vomitaral baño.

—Perfecto. Justo lo que faltaba —murmuró tras enjuagarse la boca ylavarse la cara. ¿Se trataría de una gripeintestinal? Mientras reflexionaba sobredónde podría haberse contagiado oyóque Leo la llamaba.

En ese instante Thomas entró en elbaño con cara de sueño.

—Leo está despierto. Lo siento, meocuparía de él pero he de darme prisa.Tengo la primera reunión dentro de unahora —dijo, y se metió en la ducha.

—Gracias por preguntar, meencuentro fatal —murmuró Katrin y sedirigió a la habitación de Leo. En cuantoentró percibió el tufo de los pañalessucios y volvió a sentir náuseas. Echó acorrer al baño y vomitó por segundavez.

—¿Qué te pasa? —preguntó Thomasbajo la ducha—. No estarásembarazada, ¿verdad?

Un escalofrío le recorrió la espalda.¿Embarazada? Ni siquiera se le había

ocurrido.—Debo de haber comido algo que

me sentó mal —dijo, calculando de pasosu ciclo menstrual. Tendría que habertenido el período hacía diez días, perono fue así. A lo mejor el ciclo se habíaalterado debido al estrés. O tal vez no.

Tras dejar a Leo en la guardería,Katrin se dirigió a la farmacia máspróxima, compró un test de embarazo ylo ocultó en el fondo del bolso. Noquería que ninguna de sus nuevascolegas lo descubriera por casualidad:aún estaba en período de prueba y noquería provocar habladurías.

Llegó a la consulta con retraso; su

primer paciente ya la aguardaba conimpaciencia.

—¡Hace diez minutos que espero! —dijo en tono de reproche el señorZehrend, un hombre viejo que sufríaParkinson.

Katrin se esforzó por sonreír.—Lo siento, tuve un percance.

Ahora mismo estoy con usted.Realizó los ejercicios gimnásticos

con el señor Zehrend sumida en ansiosospensamientos. ¿Estaría embarazada?Tras el nacimiento de Leo, ella yThomas siempre usaban condones, y sesuponía que era un sistema seguro, ¿no?Además, tardó casi un año en quedar

embarazada de Leo, y eso que en esaépoca aún no había cumplido los treintay cuatro. Tres años después, enprincipio habría de ser más difícil, ¿no?Y últimamente ella y Thomas tampocomantenían relaciones íntimas muy amenudo.

Antes siempre había deseado tenerdos hijos. Consideraba que un niño nodebía criarse solo y dentro de uno o dosaños pensaba ir a por la parejita, pero¿en ese momento? Katrin suspiró: lavida ya era bastante difícil.

Cuando por fin el señor Zehrendreposaba envuelto en mantas térmicas yse quedó dormido, vencido por el

cansancio, Katrin cogió el bolso y sedirigió al servicio. Aunque ya sabíacómo funcionaba el test, echó un vistazoa las instrucciones de uso; luego inspiróprofundamente un par de veces e inicióel procedimiento. No tardaría en saberel resultado.

—Genial —murmuró unos minutosdespués. Se apoyó contra la puerta delservicio y cerró los ojos. Prefería nopensar en lo que ello significaba: noeran solo nueve meses de estrés… Peroentonces se apoyó una mano en elabdomen y una sonrisa le iluminó elrostro—. Hola, pequeño —dijo en vozbaja.

Ya se las arreglaría de algunamanera.

Katrin salió del baño, comprobó queel señor Zehrend seguía durmiendopacíficamente y cogió el móvil delbolso. Llamaría a Thomas, él debía serel primero en enterarse. Confiaba en quese alegrara tanto como ella…

—Lo siento —dijo una amable vozfemenina al otro lado de la líneatelefónica—, su marido se encuentra enmedio de una importantevideoconferencia. Ahora mismo nopuede ponerse. ¿Quiere que le dé algúnmensaje?

—No, gracias —se apresuró a

contestar Katrin—. No es nadaimportante —añadió, invadida por ladesilusión—. Ya se lo diré yo mismaesta noche.

Cuando Katrin regresó a casa conLeo, Tanja y Ben ya aguardaban ante lapuerta.

—Mil perdones —dijo Tanja—.¿Hemos llegado demasiado temprano?No te vi en el parvulario.

—¡Qué horror! ¡Todo siempreocurre en el último momento! —contestóKatrin—. Interminables discusiones conun paciente, atasco en la ciudad, la

locura de todos los días. Pasa.Ben y Leo echaron a correr al cuarto

de juegos.—¿Qué tomarás, té o café? —

preguntó Katrin al tiempo que se dirigíaa la cocina.

—¿Qué tomarás tú? —dijo Tanja,siguiéndola.

—Necesito un café sin falta —respondió Katrin, pero entonces recordóla causa de las náuseas matutinas—. No,será mejor que tome un té.

Tanja la contempló con el ceñofruncido.

—En ese caso, yo también —dijo.Se sentó en el banco de rinconera y,

soltando un gemido, se quitó lospendientes en forma de fresa—. A vecespesan demasiado —añadió, y se frotólos lóbulos de las orejas.

—¡Pero son divinos! —Katrin loscogió para mirarlos de cerca—. ¿Dedónde los has sacado?

—Me los regalaron cuando nació mihijo —respondió Tanja—. Como premiopor dar en la diana —añadió con unasonrisa torcida.

Katrin soltó una carcajada y puso acalentar el agua para el té.

—¿Es que queréis tener otro hijo?—preguntó.

—¡Desde luego! —dijo Tanja—. ¡Y

si puede ser enseguida! Pero eso a veceslleva tiempo… ¿Y vosotros?

Katrin notó que se ruborizaba y soltóuna risita nerviosa.

Tanja la contempló y asintió conexpresión sabihonda.

—Me lo imaginé de inmediato. ¡Dealgún modo se te nota! ¡Enhorabuena! —dijo en tono triunfal. Enseguida se pusode pie y abrazó a Katrin—. ¿De cuántoestás?

—Pues de muy pocas semanas —contestó Katrin en tono avergonzado—.Eres la primera en saberlo; ni siquierahe tenido oportunidad de decírselo aThomas, así que te ruego que seas

discreta.Tanja se llevó la mano al corazón

con expresión de complicidad.—¡Te prometo que no se lo diré a

nadie! —aseguró en tono ceremonioso—. ¿Te alegras? No pareces muyentusiasmada, la verdad.

—No estaba planeado, por decirlode alguna manera, y el momentotampoco es que sea el más propicio —dijo Katrin mientras vertía el aguacaliente en dos tazas.

—Los momentos propicios paratener un bebé no existen —replicó laotra, mirando por la ventana—. Ocurralo que ocurra, da igual: hay que superar

la situación —añadió en tonoensimismado.

Katrin frunció el ceño. ¿A qué serefería y por qué de pronto hablaba enun tono tan pensativo? Cuando sedisponía a preguntárselo, Ben entrócorriendo en la cocina.

—¿Qué pasa, cariño? —preguntóTanja.

—Leo no está —dijo Ben. Seencaramó a la silla y cogió una manzanade la fuente que había sobre la mesa.

—¿Ha vuelto a esconderse? —preguntó Katrin, divertida—.Últimamente le ha pillado el gusto a esode que no le encuentren —añadió,

riendo—. Hace poco, Thomas y yo lobuscamos durante casi una hora hastaque por fin lo descubrimos en ellavadero del sótano, bajo un montón deropa sucia.

—¡Contesta de una vez, Ben! —dijoTanja, y le quitó la manzana.

El niño sacudió la cabeza.—Leo no está.—¿Qué quieres decir con eso de que

no está? —preguntó Katrin y salió alpasillo—. ¿Leo? ¿Dónde te has metido?

Inquieta, corrió escaleras arriba.—¿Dónde estás, cariño? ¿Te has

escondido? Ahora no, tesoro, sal, porfavor.

Katrin entró en la habitación dejuegos y miró debajo de la cama ydentro del armario, después registró elbaño y el dormitorio: nada. Entoncesregresó a la cocina sin saber qué hacer einvadida por las náuseas.

—Esto no tiene gracia, Ben. ¿Dóndeestá Leo? —preguntó Tanja.

—Leo no está —contestó el niño—.Ahora quiero manzana.

Katrin se asustó.—No habrá… —dijo y echó a

correr hacia la puerta principal: estabaentreabierta—. ¡Maldición!

Katrin atravesó el jardín delantero,salió a la calle y miró en derredor.

—¿Leo? ¡Leo! ¡Ven aquíinmediatamente, Leo!

En la casa de al lado se abrió unaventana y la anciana señora Werres seasomó con expresión sorprendida.

—¿Por qué está gritando así?—¿Ha visto a mi hijo? —preguntó

Katrin, muy nerviosa.La señora Werres negó con la

cabeza.—¿Un niño pequeño de cabellos

rubios? —insistió Katrin.—Conozco el aspecto de su hijo —

contestó la señora Werres, irritada—.¿Por qué permite que juegue en eljardín? ¿No ve que es demasiado

pequeño?—No le di permiso para jugar fuera

solo, se escapó de casa —se defendióKatrin.

La señora Werres le lanzó unamirada de desaprobación.

—Los míos nunca se escapaban así,sin más —dijo, sacudiendo la cabeza—.Las madres jóvenes de hoy en díadeberían vigilar mejor a sus hijos —añadió, volviendo a sacudir la cabeza.

Katrin echó a correr calle abajo.—¡Leo! ¡Leo! ¿Dónde estás? —no

dejaba de gritar.¿Dónde diablos se habría metido?

No se lo podía haber tragado la tierra,

¿verdad? El sudor se deslizaba por suespalda y notó que entraba en pánico. ¿Ysi le había ocurrido algo? ¿Y si un cochelo había atropellado y ahora estabatendido en la zanja, herido? ¿Y sihubiera caído en manos de un pedófilo?Katrin procuró contener las lágrimas.

¿Qué hacer? Exhausta, se detuvo yentonces… ¡Allí, más allá! Aquello erala furgoneta de un vendedor de helados,¿no?

Y justo delante… ¡Leo!Katrin se lanzó calle abajo.—Helado cholate —decía Leo en

ese momento, pero con expresiónamistosa el vendedor de helados negó

con la cabeza.—No puedo darte un helado. Solo si

tu mamá o tu papá te dan permiso.¿Dónde están?

—Helado cholate —repitió Leo.—Discúlpeme —dijo Katrin y cogió

a Leo en brazos—. ¡No puedes hacereso, cariño! ¡No puedes escaparte sinavisar! ¡Mamá estaba muy preocupada!

—Helado cholate —volvió a decirLeo, pero Katrin sacudió la cabeza.

—No, nada de helado. Ahoravendrás a casa conmigo y me prometerásque nunca volverás a hacer algo así,¿queda claro?

Leo la miró, boquiabierto. Luego

asintió.—Ya ha pasado todo —dijo su

madre, le acarició la cabeza, saludó alvendedor de helados y se alejó con Leoen brazos.

Aunque tenía la firme intención deno llorar, las lágrimas le humedecieronlas mejillas.

Thomas hizo su maleta a toda prisa.—Lo siento, pero he de tomar el

avión esta noche —dijo. Le dio un besoapresurado a Katrin, que estaba sentadaen la cama, y se dirigió al baño—.¿Dónde está el frasco del aftershave?

—Se ha terminado, cariño. Quería…—No importa. Me compraré otro en

el aeropuerto —la interrumpió y regresóal dormitorio—. Es una oportunidadincreíble para nosotros —añadió, altiempo que metía varias camisas ycorbatas en la maleta—. ¡El mercado esenorme! Empezaremos por Lima y unavez que nos hayamos hecho con elmercado de Perú, el de Colombiatampoco supondrá un problema.

—He de decirte una cosa, Thomas…—No puedes ni imaginar cómo

enfrían los alimentos en esos países. Esabsolutamente increíble. ¡Si logramos nopasarnos con los costes, haremos un

negocio fantástico! Y después se meabrirán todas las puertas, supone jugaren una liga totalmente diferente yentonces, amor mío, entonces todo serámuy distinto —exclamó, ruborizado deentusiasmo.

Thomas cerró la cremallera de lamaleta y le lanzó una mirada sonriente yentusiasta.

—Entonces ya no seré el que corre atoda prisa de una cita a la siguiente,entonces seré yo quien les meta prisa alos demás, te lo prometo. ¡Por fin tendrétiempo para vosotros!

—Eso sería ideal —dijo Katrin,procurando sonreír; lo cogió de la mano

y le dirigió una mirada cariñosa—.Cariño, ¿qué te parecería si pronto…nos vamos de viaje juntos? Hace tiempoque pienso en ello, cielo. A lo mejorpodemos dejar a Leo con tus padresdurante un par de días y hacer unaescapada —dijo Thomas.

La arrastró de la cama y la abrazóunos instantes, antes de volver a lamaleta.

—Creo que ya lo tengo todo; he deestar en el aeropuerto dentro de mediahora. ¿Me acompañas en el coche ollamo un taxi? —preguntó, pero sindarle tiempo a responder él mismo tomóla decisión—. No, déjalo, pediré un

taxi. Todavía estás muy pálida. ¿No teencuentras mejor?

Katrin quiso contestar, pero Thomasya había cogido el móvil para pedir untaxi. Ella suspiró y se dio por vencida.«No quiero decírselo deprisa ycorriendo —pensó—. Cuando vuelva acasa tendré tiempo de contarle lasnovedades con toda tranquilidad».

En ese preciso instante, Leo entrócorriendo en la habitación.

—¡Papá, no te vayas! —sollozó.—Volveré muy pronto —dijo su

padre, cogiéndolo en brazos—. Despuéstendré un par de días libres y lopasaremos pipa. ¡Te lo prometo!

—¡Quiero ir contigo!—Eso es imposible, tesoro. ¡Mamá

se quedaría sola!Thomas se quitó la corbata y la

anudó en torno al cuello del osito depeluche de su hijo.

—Mira: podrá llevarla mientras yoesté fuera, ¿vale?

Leo asintió y se restregó laslágrimas.

Fuera sonó un claxon.—Es el taxi —dijo Thomas y le dio

un beso a Katrin—. Una semanita denada y habré vuelto.

Ella cogió a Leo en brazos y loestrujó contra su pecho.

—Sí, claro —dijo, tratando dehablar en tono alegre—. Una pequeña ybreve mini semana, y volverás a estaraquí.

Cuando hacía ya un rato que el taxihabía doblado la esquina, Leo y sumadre seguían saludando con la mano. Yahora encima los ojos de Katrin sellenaron de lágrimas. «Estúpidashormonas», pensó. Cuando se quedóembarazada de Leo se había convertidoen una llorica. Confió en que esta vez nosería para tanto y se esforzó por sonreír.

—Bueno, y ahora tú y yo leeremosun bonito cuento. ¿Cuál te gustaría? ¿Elde la oruga insaciable o el de la escuela

de conejitos?—¡Oruga, oruga! —exclamó Leo

alegremente.Katrin lo dejó en el suelo y Leo

entró en la casa a toda prisa para ir enbusca de su libro predilecto.

4

Al día siguiente por la tarde Thomasllamó desde Lima.

—¡Estoy hecho polvo!La voz quejumbrosa de su marido

resonó a través de la línea telefónica.Katrin mantenía el móvil apretado entrela oreja y el hombro al tiempo queprocuraba entrar en casa con Leo y lacompra semanal. El niño lloriqueaba,estaba cansado y tenía sed. MientrasKatrin trataba de calmar a su hijo, abrir

la puerta y sostener el móvil, una de lasbolsas de papel se rompió y un envasede media docena de huevos cayó alsuelo.

—¡Mierda! —rezongó.—¿Qué has dicho? —preguntó

Thomas—. Casi no te entiendo, lacomunicación es pésima.

—Nada —murmuró ella—. ¿Hasllegado bien? —añadió, alzando la vozy empujando a Leo a través del umbral.

—Sí, claro. Pero no logré dormir niun minuto en el avión y las catorce horasde vuelo se hacen muy largas. Encambio nos alojamos en un hotelestupendo, muy lujoso y…

—¡Mamá, agua! —chilló Leo yempezó a llorar—. ¡Mamaaaá!

—Hablaremos más tarde, Thomas,¿vale? —dijo Katrin y puso fin a laconversación. Que el hotel fueraestupendo le resultaba bastanteindiferente; en ese momento no teníatiempo para esas cosas y además estabanerviosa.

Dio de beber a Leo y guardó lacompra en los armarios. Durante lo quequedaba de la tarde Katrin trató dedesembalar una caja de la mudanza y almismo tiempo construir con su hijo uncastillo con las piezas de Lego. Cuandose disponía a preparar la cena, el

teléfono sonó de nuevo.—Seguro que vuelve a ser papá —le

dijo al pequeño, y descolgó el auricular.Pero no era Thomas; era su madre y

sollozaba en voz tan alta que Katrinapenas comprendió lo que decía.

—Por favor, mamá —dijo—. ¿Quéocurre? ¿Le ha pasado algo a papá?

—De pronto sufrió un espasmo ydespués se desmayó. ¡Estamos en elhospital!

Katrin se asustó.—¡Iré de inmediato! —dijo con voz

temblorosa y colgó el auricular.Presa de los nervios, pensó qué

haría con Leo. ¡Thomas nunca estaba

cuando lo necesitaba! No le quedabamás remedio que meter al niño, cansadoy lloroso, en el coche y atravesar mediaciudad.

Cuando por fin alcanzó la clínica,Leo dormía profundamente en su sillita.Y ahora, ¿qué? Si lo despertaba seguroque empezaría a llorar, y en esemomento lo principal era ocuparse desus padres. Allí en el parking podríaseguir durmiendo tranquilamente pero ¿ysi se despertaba de repente? Katrindecidió que haría una breve visita alhospital para averiguar cómo seencontraba su padre; a lo mejor sumadre había exagerado, como siempre, y

su padre ya volvía a encontrarse bien:no era la primera vez que su madre sedejaba llevar por los nervios. En casode que se tratara de algo grave,regresaría y recogería a Leo.

Bajó las cortinas de las ventanillaspara que no vieran a Leo desde elexterior y después de comprobar que elcoche estaba cerrado con llave, echó acorrer hacia el hospital. Quizá todo elproblema era que su padre estabadeshidratado y necesitaba suero por víaintravenosa. Estaba cansada de repetirleque bebiera más, pero él, que en su vidalaboral había sido un médico derenombre, por supuesto no le hacía ni

caso. De hecho, el doctor Franz Wiesneraún gozaba de un prestigio considerableen Münster. Había dirigido unimportante consultorio ginecológicodurante más de cuarenta años, un trabajocon el que había logrado proporcionar ala familia una vida muy confortable.Katrin sabía que las cosas no siemprehabían sido fáciles: su madre era unamujer exigente que siempre insistió enque su marido, además de trabajar en laconsulta, participara en la vida familiar.Katrin lo admiraba por ello, por lograrllegar a tiempo para cenar en casa casitodas las noches. A veces se preguntabapor qué Thomas era incapaz de hacerlo.

Mientras recorría los casiinterminables pasillos del hospital, sepreguntó si debía comunicar a suspadres la noticia de su embarazo. Estabacompletamente segura de que su padrese alegraría y que le haría bien saberlo.Sonrió al recordar lo nervioso que sehabía puesto hacía tres años, cuando ledijo que esperaba un hijo. A partir deese momento, su padre insistió enproporcionarle ácido fólico y vitaminas,además de analizar científicamente cadamovimiento del bebé. Ya se alegrabapor anticipado por la expresión de surostro cuando le comunicara la buenanueva.

Cuando por fin alcanzó la unidad decuidados intensivos encontró a su madredesplomada en una silla con los ojosllorosos.

—¡Mamá!Katrin se acercó a ella y la abrazó.—¿Qué pasa? ¿Cómo se encuentra

papá?Su madre trató de hablar, pero su

voz era tan temblorosa que Katrin noentendió lo que decía.

—¡Tranquilízate, mamá! ¿Qué haocurrido?

—Papá… ha muerto…Katrin dejó caer los brazos.

¿Muerto? ¿Su padre? ¿Así, de repente?

¡Imposible!Sintió náuseas y miró en torno con

desesperación. ¡En alguna parte teníaque haber un lavabo! Tragó salivaprocurando controlar las náuseas, perofue inútil. Cogió un pañuelo con dedostemblorosos, lo presionó contra suslabios y echó a correr.

Charlotte se mojó las manos conagua fría y se contempló en el espejo. Enlos últimos tiempos se había vistoobligada a tomar declaración a heridosgraves o a los familiares de las víctimascada vez con mayor frecuencia, incluso

en casos en los que apenas habíaparticipado. Al parecer, sus colegasmasculinos tenían la suerte o lahabilidad de evitar tan delicado deber.Charlotte lo detestaba; ese día habíatenido que acudir al hospital parainterrogar a la mujer y las tres hijas dela víctima de un accidente, incluso casiantes de que el médico jefe lescomunicara la trágica noticia.

—No soy psicóloga policial nitrabajo en una empresa de pompasfúnebres —le había dicho a su jefe, peroel hombre se había limitado a encogersede hombros y a murmurar algo acercadel «toque femenino».

—Además —había añadido él, quizápara rematar su argumento—, ya sabeusted con cuánta frecuencia ladesconsolada viuda resulta ser unacodiciosa asesina.

Charlotte se mojó la cara y luego sesecó. El interrogatorio de losconsternados familiares había duradocasi dos horas y una y otra vez tuvo queesforzarse por reprimir su impaciencia.Por más sospechosas que fueran lascircunstancias del accidente, Charlotteestaba convencida de que ni la mujer nilas hijas guardaban relación alguna conello.

—Procure no reprimir su dolor —le

había dicho al despedirse; eran laspalabras que siempre acostumbrabadecir en dichas situaciones, pero ¿quésignificaba esa frase? ¿Acaso se podíahacer lo contrario? ¿Acaso era posiblesustraerse al dolor por la muerte de unser querido? Por más que uno loreprimiera, siempre quedaba una tristezaapagada. Ella lo sabía muy bien porexperiencia. No: el dolor por la muertede un ser querido era un sentimiento tanincontenible que sustraerse a élresultaba imposible. También sabía queen semejante situación no existía elconsuelo, ni siquiera si el accidenterealmente se debía a una culpa ajena y

ella y sus colegas lograban atrapar alresponsable. Pasarían meses, inclusoaños, hasta que los afectados lograranvolver a llevar una vida más o menosnormal.

Tras atravesar el amplio vestíbulodel hospital y salir al exterior,inmediatamente notó que un grupo depersonas se apiñaba en torno a un cocheaparcado.

—¡Hemos de llamar a la policía! —oyó que decía una mujer en tono agitado.

—Y será mejor que informemos deinmediato al servicio de protección demenores —dijo otra—. ¿Cómo esposible que alguien sea tan cruel?

En cuanto Charlotte se acercó oyó elllanto de un niño. Se abrió paso entre elgrupo de curiosos y vio que en el asientode atrás de un Nissan negro un niñorubio lloraba lastimosamente en susillita de seguridad, abrazado a un ositode peluche que llevaba una corbataanudada alrededor del cuello.

En ese momento empezó a sonar unmóvil apoyado en el asiento delacompañante. Charlotte frunció el ceño:el tono era una especie de fanfarriaestruendosa. ¿Quién elegiría semejantesonido enervante para el timbre?

Antes de que acertara a tomar unadecisión, una joven salió a toda prisa

del hospital y echó a correr hacia elcoche. Tenía los ojos enrojecidos.

—¡Leo, cariño, Dios mío!Katrin desconectó el cierre

automático sin dejar de correr, abrió lapuerta trasera, soltó el cinturón deseguridad de la sillita y cogió al niño enbrazos. Las lágrimas se deslizaban porla cara del pequeño.

—¡Mamá! ¡Mamá! —sollozó elniño.

—Lo siento muchísimo, cariñomío… —dijo la mujer, al tiempo que seinclinaba hacia el coche y desconectabael móvil.

—Primero deja solo al niño y

después llora como una Magdalena —refunfuñó alguien en el grupo decuriosos—. ¡Qué desvergüenza!

—¡Pobrecillo, menuda vida llevanalgunos niños hoy en día! —murmuróotra en tono acusatorio—. Hace veinteminutos que estoy aquí y esta criatura noha dejado de llorar.

—Muchas gracias —dijo Charlotte,dirigiéndose a los presentes—. Ya estátodo en orden, pueden irse a casatranquilamente.

—¡Pero habría que tomar algunamedida! —replicó un hombre en tonoindignado—. ¡Llamaremos a la policía!

Charlotte sacó su identificación del

bolso y alzó el brazo.—Creo que ya todo está en orden y

pueden irse a casa tranquilamente —repitió sin alterarse.

Los presentes sacudieron la cabeza yle lanzaron miradas enfadadas a la mujerque no dejaba de llorar antes de alejarsede mala gana.

—¿Todo bien? —preguntóCharlotte.

La mujer solo asintió y apretó alniño contra su pecho.

—Sabe que su deber es vigilar alniño y que no puede dejarlo solo,¿verdad?

—Sí, lo sé —dijo la mujer en tono

apagado—. Se trataba de una urgencia yno volverá a suceder.

Charlotte la contempló conexpresión preocupada.

—¿Quiere que llame a alguien?¿Necesita ayuda?

—No, no. Todo va bien. Gracias.Cuando Charlotte montó en su coche

se reafirmó en su decisión: nada derelaciones, nada de matrimonio y nadade tener hijos. No quería pertenecer algrupo de las madres agobiadas quedejan solos a sus hijos y que despuésdebían escuchar los comentariosmalévolos de la gente.

¡Ni hablar, no quería ser madre! ¡Y

mucho menos si había de ser una madrecomo la suya!

Katrin lloraba en voz baja, ahogandoel llanto en la almohada, mientrasacariciaba suavemente la cabeza de suhijo. No quería despertar a Leo, quedormía a su lado.

El joven médico de urgencias lehabía dicho que su padre ya estaba encoma cuando llegó al hospital. Habíasufrido daños cerebrales graves debidoa la falta de oxígeno y, pese a quehicieron todo lo posible, finalmente sucorazón dejó de latir.

Mientras Katrin permanecía de piejunto a la cama de su padre muerto sintióun gran vacío. Al observarlo vio quetenía aspecto pacífico, familiar y almismo tiempo desconocido. Se fijó en elrostro pálido como la cera, amarillentoy brillante. Le rozó la mano y se asustóal comprobar que estaba helada.

—¿Cómo es posible que un hombresano entre en coma? —había preguntadoal médico con voz temblorosa.

—Su padre tenía setenta y un años.Aunque hoy en día una persona de esaedad aún puede vivir mucho tiempo, pordesgracia a veces esas cosas ocurren —había contestado el médico y comentó

que su padre seguramente sufríaproblemas cardiovasculares desde hacíatiempo y que tal vez esta fuera la causadel colapso.

Katrin se había despedido de supadre con un beso en la frente y solocuando su madre dijo entre sollozos queahora Leo ya no tenía un abuelo, recordóaterrada que su hijo aún estaba solo enel coche.

Katrin se levantó sin hacer ruido.Quería volver a tratar de comunicarsecon Thomas; hasta entonces solo habíadado con el buzón de voz.

Esta vez por fin la llamó él.—¡Hola, cariño! —dijo en tono

alegre. En el fondo sonaba música atodo volumen—. ¡Es al menos la décimavez que intento comunicarme contigo!¿Dónde estabas…?

Un zumbido agudo lo interrumpió.—¡Casi no te oigo! ¡Estoy en medio

de una recepción increíble! ¿Haocurrido algo importante?

—Sí —dijo Katrin y carraspeó.—¿Qué pasa? Has de alzar la voz,

porque casi no te oigo.—Mi padre ha muerto —dijo ella en

tono apagado. De pronto solo oía lamúsica—. ¿Thomas? ¿Me hasentendido?

—Sí —fue lo único que dijo él y

oyó que inspiraba profundamente—. ¡Eshorrible! Regresaré a casa lo antesposible… Lo siento muchísimo.

—Sí.—Te llamo en cuanto sepa cuándo

llego.—Vale.Katrin colgó y durante un instante

pensó que la voz de Thomas habíasonado un tanto extraña.

5

El día del entierro, por la mañana,Leo tenía fiebre. No era nada grave,pero en ese estado no podía acudir alcementerio. Mientras Katrin se ponía sutraje pantalón negro se preguntó sibastaría con administrarle un analgésico.

—¿Por qué ha de pasar por eso? —dijo Thomas, que aún parecía afectadopor el jet-lag tras el viaje desde Lima—. De todos modos, creo que seríamejor que no asistiera al entierro, puesto

que todavía no comprende lo que pasa.Katrin no disponía de mucho tiempo.

No faltaba ni una hora para el funeral.¿Dónde encontraría un canguro con tanpoco tiempo? Entonces pensó en Tanja:seguro que ella le echaría una mano.Confiando en ello, llamó a su nuevaamiga al móvil.

—Ningún problema —dijo Tanja enel acto—. Esta tarde mi marido pensabamontar el tren eléctrico con Ben, así queLeo podrá jugar con ellos. Estaré en tucasa en diez minutos y recogeré a Leo.

Menos mal que podía confiar enTanja. En los últimos días, Katrin habíaechado de menos a sus amigos de

Colonia, así que consideró que Tanjaera como un regalo del cielo.

—«Maravillosamente protegidospor poderes bienhechores, esperemos elfuturo, confiados» —entonó la sopranoante el órgano y en la atestada iglesiatodos los presentes se emocionaron.Katrin se sorprendió al constatar que sumadre parecía extraordinariamentecontenida. En los últimos días no habíahecho más que llorar, así que resultabamuy desconcertante que justo en elentierro se mostrara tan serena.

«Quizá se ha quedado sin lágrimas

—pensó Katrin—. O ha decididodemostrar a todo el mundo su grancapacidad de resignación». Eso seríamuy propio de su madre.

Tras las exequias, su madre marchótras el féretro con toda la dignidad quecabía esperar en la viuda de unimportante ciudadano de Münster.Permaneció impasible incluso cuando seencontró de pie ante la tumba abierta yarrojó una rosa roja sobre el féretro.

Después Katrin se acercó a la fosa,temblando y con el rostro bañado enlágrimas.

Volvía a ver a su padre muerto, en elféretro abierto, decorado con flores

artificiales y flanqueado por dos grandescirios, expuesto en el vestíbulo. Supadre tenía los ojos y la boca cerrados.La última vez que había llevado el trajeoscuro que le habían puesto fue en lasanteriores Navidades. Durante uninstante, Katrin lo vio de pie junto alárbol de Navidad, encendiendo las velasy explicándole a Leo cuándo llegaría elNiño Jesús. Ahora yacía ante ella conlas manos plegadas sobre el vientre y lacabeza apoyada en un gran cojín desatén; una manta blanca y lustrosa lecubría las piernas. Parecía undesconocido, incluso más que en sulecho de muerte. Ya no tenía nada de

humano, casi parecía una imagen decera.

«Ese no es mi padre —pensó Katrin—. Solo son sus restos mortalesabandonados por él hace tiempo».

Entonces recordó que había sacadodel bolso un dibujo que Leo habíapintado para su abuelo. El niño no habíacomprendido que jamás volvería averlo, pero que su abuelo ahoraestuviera en el cielo le parecióemocionante.

—¿El abuelo puede volar? ¿Comoun pájaro? —le había preguntado aKatrin con ojos brillantes.

—No lo sé, cariño. Nadie sabe

cómo es el cielo —contestó ella—. Peroahora está con Dios Nuestro Señor y seencuentra muy bien.

Leo había dibujado una imagen delcielo; en la hoja de papel que Katrindepositó en el pecho de su padreaparecían numerosos garabatos celestesrodeados de un gran círculo amarillo.

—De parte de Leo —susurró—. Tunieto te quiere mucho, papá. Todos tequeremos.

Cuando alguien la cogió del brazo,Katrin dio un respingo. Miró a un lado yvio el rostro serio de Thomas.

—Ven —dijo su marido en voz baja.Ella se limitó a asentir en silencio y

luego también arrojó una rosa roja sobreel féretro.

Durante la recepción posterior alfuneral Katrin no pudo probar bocado.En parte se sentía aliviada por haberdejado atrás el entierro, pero elambiente animado le resultaba casiinsoportable. Algunos de los asistentesno tardaron en pedir la primera cervezay empezar a contar anécdotas delpasado.

—Amaba la vida —decía un viejoamigo de su padre en ese momento.

—Sí, la disfrutó a tope —corroboró

otro—. Un congreso sin Franz erabastante menos emocionante.

—Y su mujer era la mejor y la máscomprensiva de las esposas que pudierahaber deseado —dijo un tercero, altiempo que pasaba un brazo por loshombros de la viuda.

—He de salir de aquí —murmuróKatrin, dirigiéndose a Thomas.

—No puedes hacer eso —susurró él—. No tardará mucho más, pronto habráacabado.

Los minutos parecían transcurrir muylentamente y cuando por fin se sentójunto a Thomas en el asiento delacompañante, Katrin lanzó un suspiro

desde el fondo del corazón.—Ha sido el peor día de mi vida.Thomas le acarició la mejilla.—Oye: le leeré un cuento a Leo

mientras tú tomas un baño caliente,¿vale?

—Sí. Sería estupendo.Llegaron a casa poco antes de las

cuatro de la tarde. Tanja regresaría conel niño al cabo de un cuarto de hora, eralo que habían acordado. Katrin llenó labañera: tomaría un baño de espuma delavanda, así se relajaría y sedesprendería del peso con el que habíacargado todo el día. El agua no tardó envolverse de color lila.

Por primera vez Katrin respiróprofundamente. Leo volvería a casa deinmediato, Thomas se ocuparía de él yella se sumergiría en el baño de espumay por fin lograría desconectar un poco.

A las cuatro y media Leo aún nohabía llegado.

—Métete en la bañera —dijoThomas—. Leo estará aquí en cualquiermomento.

Pero Katrin vaciló. En todo caso,quería esperar hasta que Leo volviera aestar en casa. Entonces lo primero queharía sería abrazarlo y comprobar sitenía fiebre.

Cuando media hora más tarde

todavía no había vuelto, Katrin empezóa inquietarse.

—Seguro que están jugando y hanolvidado la hora —trató detranquilizarla Thomas.

—¿Y si se encuentra peor? —replicó Katrin—. Tal vez tenga muchafiebre y tuvieron que ir al médico.¡Llamaré a Tanja!

Cogió el móvil y buscó el número deTanja.

—No hay ningún abonado con esenúmero —dijo una grabación.

Irritada, Katrin echó un vistazo a lapantalla. ¿Se habría equivocado alpulsar? No: era el mismo a través del

que se había comunicado con Tanja esamañana. Katrin volvió a intentarlo y, unavez más, solo oyó la grabación.

—Quizá te equivocaste al guardarlo—dijo Thomas, y aunque Katrin sabíaque era imposible, llamó a Información.

—En toda la ciudad no figuraninguna Tanja Weiler —dijo una mujeren tono amable—. Tampoco una T.Weiler. Lo siento. Puede que esapersona no se hiciera registrar en laguía.

Katrin empezó a ponerse nerviosa.—¿No sabes dónde vive? —

preguntó Thomas—. ¿Cómo puede ser?—Siempre nos encontramos en el

parque infantil o aquí en casa —dijoKatrin— porque ella aún tenía la suyallena de operarios. Pero espera: tengouna lista de direcciones del parvulario.

Un momento después sostenía unpapel en la mano.

—Ben Weiler, Ratsstrasse 78. Noqueda lejos.

Lentamente, recorrió la Ratsstrasseen coche. El corazón le latíaaceleradamente y no dejaba depreguntarse el motivo de que Leo nohubiera regresado a casa. Tanja era deconfianza pero ¿qué significaba todo eseasunto con el móvil? A lo mejor se lohabían robado… Quizá Tanja y Leo

sufrieron un atraco… ¡Tonterías! O talvez le había subido la fiebre y Tanjatuvo que llevarlo al hospital. ¡Pero enese caso Tanja le hubiese dejado unmensaje! ¿Y si ya no podía hacerlo? ¿Siella y Leo habían sufrido un accidente?

Al ver el BMW negro aparcadodelante de la casa, Katrin soltó unsuspiro de alivio. «Quizá Thomas teníarazón y olvidaron la hora mientrasjugaban», pensó mientras aparcaba elcoche junto a la acera.

Su enorme inquietud se disipó al oíruna risa infantil y, sonriendo, llamó altimbre de la casa del número 78.

Poco después una mujer alta y

delgada que sostenía a Ben en brazosabrió la puerta.

—¿Qué desea?La mujer vestía de forma muy

elegante: un traje pantalón de colorclaro, una blusa de seda de colormelocotón y el cabello con mechasrubias recogido; no dejaba de echarvistazos a un iPhone.

—Eh…, buenos días. Me llamoKatrin Ortrup, soy la madre de Leo.¿Podría hablar con la señora Weiler?

—Soy yo —dijo la mujerdesconocida, contemplando a Katrin conaire suspicaz.

—No comprendo —dijo Katrin,

nerviosa—. Me refiero a Tanja Weiler.Quisiera hablar con Tanja Weiler, lamadre de Ben.

La otra arqueó las cejas.—No sé quién es usted y qué quiere

de mí, pero yo soy la señora Weiler,Sabine Weiler, y este es mi hijo Ben.

Katrin creyó que el suelo temblababajo sus pies.

—¿Y dónde está Leo? —soltó convoz temblorosa—. ¿Dónde está mi hijoLeo?

—¿Cómo quiere que yo lo sepa? —contestó la desconocida en tono brusco.

—¿Dónde está Leo, Ben? —repitióKatrin, dirigiéndose al niño—. ¿Sabes

dónde está?Pero el pequeño negó con la cabeza.—Le ruego que deje de molestarnos

—dijo la madre de Ben.—Solo una pregunta más, por favor

—suplicó Katrin—. La mujer quesiempre acompañaba a Ben alparvulario…

—Ah, se refiere a esa Tanja. TanjaMeyer —dijo la mujer y de pronto suvoz adoptó un tono furibundo—. Eranuestra niñera hasta hace un par desemanas. Creí que por fin habíaencontrado una de confianza, unaauténtica suerte para una mujer quetrabaja, como yo. Pero esta mañana se

despidió de golpe y porrazo. Sin más,sin motivo. Incluso renunció al resto delsueldo. No sé dónde diablos voy aencontrar una nueva niñera.

Desconcertada, Katrin sacudió lacabeza y regresó al coche.

—¡Eh, oiga! ¡Si se encuentra con laseñora Meyer ya puede decirle queestoy furiosa! ¡Esas cosas no se hacen!¿Cómo voy a arreglármelas ahora?

Katrin no reaccionó. Temblando,tomó asiento en el coche y procurópensar con claridad.

Quizá la gran mancha blanca en el

capó del coche había sido obra de unapaloma. Debería limpiarla cuantoantes, de lo contrario el corrosivo delexcremento dañaría la pintura.Sumergió el pañuelo de papel variasveces en el cubo de agua que habíajunto al surtidor de gasolina.

El olor del combustible la trasladóal pasado. Recordó con cuántafrecuencia había corrido hasta lagasolinera para comprar cigarrillos ycerveza siendo adolescente. Cuando ladiscoteca cerraba, ese era el últimolugar al que acudía. Pero las noches dejuerga se acabaron cuando conoció asu amiga.

Por fin lo logró: la mancha habíadesaparecido, pero efectivamente,había dejado un rastro en la pintura.

—¡Malditos bichos! —murmuró ysacudió la cabeza, enfadada—. ¡Megustaría atropellarlos a todos!

Al coger su bolso apoyado en elasiento del acompañante vio lapequeña caja de cartón con motivos deflores multicolores que habíacomprado esa tarde. «Te guardaré ahídentro», pensó sonriendo. No habíasido capaz de volver a enterrar elpequeño objeto y separarsedefinitivamente de él. Y menos en esemomento, cuando quería poner fin a

todo.Tomó nota del número del surtidor

y se dirigió a la caja.«La gasolina está cada vez más

cara», pensó mientras entregaba unbillete de cien euros al joven queatendía el mostrador.

Con el cambio en la mano, recorriólos pasillos de la tienda anexa, que eracasi tan amplia como un auténticosupermercado.

¿Necesitaba algo más? Ya habíacomprado comida. Llevaba papelhigiénico, gel de ducha y champú en elmaletero. Entonces cogió un rollo decinta adhesiva resistente. «Es más

práctico que una cuerda de la ropa»,pensó, y volvió a dirigirse a la caja.

—Antes de ir a casa aún he de ir a lapanadería. ¿Necesitas algo? —preguntóCharlotte dirigiéndose a su colega PeterKäfer.

Este contempló con desánimo suescritorio cubierto de papeles y asintió.

—Me quedaré un rato más. Tráemeun bocadillo de queso, pero sin tomate.Un cruasán de almendras y, si hay,también un trozo de tarta de cerezas ychocolate.

—¿Tarta de cerezas y chocolate? —

dijo Charlotte haciendo una mueca—.¡Qué asco! A lo mejor también quieresun pudin…

—Buena idea.—¿No sabes reconocer una ironía?

—dijo Charlotte, poniendo los ojos enblanco—. ¡Todo eso va a parar a lascaderas!

Käfer se encogió de hombros.—Mis caderas no suponen un

problema para mí. ¿Para ti, sí?Charlotte hizo un gesto negativo con

la mano. Debía reconocer que Käferestaba bastante en forma…, pese a sualimentación escasamente saludable.¡Qué injusticia! Ella también conservaba

el tipo, pero solo porque comíaalimentos sanos y practicaba deporte lomás a menudo posible.

En ese instante sonó el teléfono yKäfer descolgó el auricular.

—Comisario jefe Käfer…Charlotte cogió su bolso y abandonó

el despacho. «Típico», pensó mientrassalía de la comisaría de policía y sedirigía a la panadería. Käfer le caíabien: con sus cabellos oscuros y susbrillantes ojos azules resultaba bastanteguapo, y además era simpático, chistosoe inteligente. Sin embargo, como hombreno le resultaba atractivo. Mientrasreflexionaba acerca de los motivos, oyó

que la llamaban por su nombre.—¿Charlotte? ¡Eh, Charlotte, espera

un momento!Contrariada, se detuvo y miró en

torno.—¡Hola, Charlotte!Al descubrir a Bernd, o Bernhard o

como se llamara al otro lado de la callese mordió los labios. La saludaba con lamano y sostenía un paquetito en la mano.Una y otra vez intentó cruzar la calle,pero el tráfico era demasiado denso.Charlotte le devolvió el saludo y quisoseguir andando, pero en ese momento uncoche se detuvo, Bernd —o Bernhard—cruzó la calle a toda prisa y al cabo de

un instante ya lo tenía ante ella.—¡Soy yo, Bernd! ¿Te acuerdas? —

dijo, jadeando.Así que Bernd.—Sí, sí, claro —dijo Charlotte—.

Pero en este momento tengo muchaprisa.

—Cómo hace unos días, ¿verdad?—dijo él guiñándole un ojo—. Es unapena que te marcharas tan rápidamente.¿Qué te pasó?

—Nada especial, es que tenía que ira trabajar.

—¿De madrugada? —dijo Berndalzando las cejas—. Reconócelo: no teapetecía despertarte junto a tu aventura

de una noche, ¿verdad?—Bueno…—No pasa nada. No me debes una

explicación —dijo Bernd, sonriendo—.Para mí fue una noche estupenda y megustaría volver a verte. ¿Tienes planpara el fin de semana? Sophie solo estáconmigo cada quince días, así que elpróximo fin de semana estoy libre.

—¿Sophie? —preguntó Charlotte entono irritado.

De pronto Bernd sonrió de oreja aoreja.

—Mi hija —dijo, levantando elpaquetito—. Dentro está Schlappi, suamado osito polar de peluche. Ayer se

lo dejó olvidado en casa y, claro, he dedevolvérselo cuanto antes.

—Ah —se limitó a contestarCharlotte. Así que era padre. Lo quefaltaba.

Desde que sus hermanos menorescrecieron, no había vuelto a tener mucharelación con niños pequeños. Casi nuncaveía a sus sobrinos, lo cual le convenía.No los echaba de menos. Ni siquieracuando sus amigas tuvieron hijos yformaron una familia experimentóningún deseo de imitarlas. La idea detener que hacerse cargo de otraspersonas hacía que un sudor frío lecubriera la frente: una pesadilla. Como

psicóloga, sabía a qué se debía, desdeluego, pero jamás se lo diría a Bernd.

—Bien, ¿qué me dices del fin desemana? —preguntó Bernd—. ¿Tienesganas de ir a cenar? ¿A lo mejor en elPapageno? ¡Venga, que te invito!

—Bueno… En realidad ya hequedado —se apresuró a contestarCharlotte. En ese momento habríaquerido darse de bofetadas. «¿Por quéno dices que sí y punto, estúpida?»,pensó. ¡Lo había pasado muy bien conél! ¿Cuál era el problema?

—Si no puedes el fin de semana,¿qué te parece si nos encontramos otrodía? ¿El jueves, por ejemplo? Venga,

una cena rápida, nada importante, y enmenos de dos horas estarás de nuevo encasa, ¡te lo prometo!

Por fin Charlotte se dio por vencida.—Vale. El jueves a las ocho —dijo,

tratando de sonreír—. ¡Pero ahora he deirme!

—¡Eh! Aún no me has dado elnúmero de tu móvil —dijo Bernd,tendiéndole una tarjeta de visita—. Aquíestá el mío. Por si tuvieras un problema.O por si de pronto te entran ganas dellamarme… —añadió con una sonrisapícara.

Bernd la contempló lleno deexpectativa. Suspirando, Charlotte sacó

una tarjeta del bolso y se la dio.—Ahora he de irme, de verdad.

Cuando Charlotte regresó a lacomisaría, Peter Käfer la aguardaba conimpaciencia.

—Espero que no tengas nadaplaneado para esta noche —dijo.

—¿Por qué? —preguntó Charlotte,barruntando que se trataba de algograve.

—Hemos de salir de inmediato. Hadesaparecido un niño de tres años,sospechan que ha sido secuestrado.

—¿Cuánto hace que desapareció?

—Casi ocho horas.—¿Qué? ¿Dices que los padres han

tardado ocho horas en informar de quesu hijo ha desaparecido? ¿Cómo esposible? —preguntó Charlotte,consternada.

—Tenían que asistir a un entierro ydejaron al niño con una amiga. Y esta hadesaparecido, junto con el niño —dijoKäfer.

—Pero si los padres son amigos dela mujer no será difícil descubrir dóndese encuentran, ¿verdad?

—Todo es un poco complicado. Porlo visto la mujer, una tal Tanja,trabajaba de niñera en casa de otra

familia, pero bajo un nombre falso.—Adónde vamos primero, ¿a casa

de los padres? —preguntó Charlotte.—Sí —dijo Käfer—, y después a la

de la familia que contrató a esa mujer.En cuanto hayamos comprobado que elniño realmente ha sido secuestradomovilizaremos una brigada. A lo mejorse trata solo de una broma estúpida,pero por desgracia no lo parece —añadió, suspirando.

—¿En tu coche o en el mío? —preguntó Charlotte.

—En el mío, por supuesto —dijoPeter, lanzándole una mirada indignada—. Una mujer al volante…

—¡De acuerdo!Charlotte sacudió la cabeza y

reprimió unas palabras acerca de loscomentarios machistas.

—¿Ya han pedido un rescate? —preguntó mientras se dirigían alvehículo.

—Por ahora, no.Charlotte ocupó el asiento del

acompañante y se puso el cinturón deseguridad. Detestaba los casos en losque la víctima era un niño. Daba igualque se tratara de abuso, secuestro oincluso asesinato: en cuanto un niñoocupaba el centro de un delito, todos losimplicados se veían afectados por

emociones mucho más intensas de lohabitual. No solo los padres y losfamiliares, también los inspectores depolicía encargados de realizar lasinvestigaciones. Sobre todo los colegasque tenían hijos debían esforzarse porrealizar la investigación manteniendo ladistancia objetiva habitual y losprocedimientos correspondientes.

Solo veinte minutos después, Käferaparcó el coche ante la casa de Thomasy Katrin Ortrup.

—Buena zona —dijo Charlotte,observando el entorno. A derecha e

izquierda de la calle se elevaban casasunifamiliares en amplios y cuidadosterrenos. «Todo parece un pocodemasiado limpio y acicalado, como side algún modo estuviera desierto»,pensó. En las ventanas de la casa situadaa la izquierda de la de los Ortrupcolgaban unos visillos de encaje.Charlotte se estremeció al recordar quea su madre también le habían encantado.

—Eso no significa nada —replicóKäfer.

—Lo sé —dijo Charlotte y arqueólas cejas con expresión irritada—.Fíjate en el entorno y luego dime lo queves.

—Sí, señora psicóloga —contestóKäfer con una sonrisa, y contempló lacasa de los Ortrup.

—¿Y bien? —preguntó Charlottedespués de un rato.

—La casa parece recién reformada.O bien acaban de mudarse o teníanpintores en casa.

—No hay cortinas en las ventanas ypor la ventana de la primera planta a laderecha se ven cajas de mudanza. Es desuponer que se han instalado hace poco—dijo Charlotte.

Käfer asintió.—La casa es relativamente grande y

calculo que el terreno mide al menos

ochocientos metros cuadrados, así queen principio la familia no debe de tenerproblemas económicos, algo queconfirman los dos coches aparcadosdelante del garaje… Por tanto, suponeun objetivo para un secuestrador, ¿no?

—Sí. Las casas a derecha eizquierda parecen estar muy biencuidadas, incluidos los jardines. Así quelos vecinos deben de enterarse de casitodo lo que ocurre en la calle.

—Tienes razón. Quien poda uncerco con regularidad también suelemirar por encima de este —dijo Käfer.

—Y puede que hayan visto algo —añadió Charlotte—. Si fue un secuestro

planeado no podemos descartar quehaya uno o más cómplices.

—Vale. Empecemos por hablar conlos padres, después interrogaré a losvecinos —dijo Käfer.

Cuando se apearon del coche sepercataron de que una mujer mayorestaba de pie junto al vehículo.

—¿Qué hacen aquí? —preguntó entono suspicaz—. ¿Son de la policía? ¿Esque han entrado a robar? ¡Últimamentehay muchos robos! Es un horror.

—¿Vive usted aquí? —preguntóKäfer.

—Sí, ahí —contestó la mujer eindicó la casa de la izquierda—. Me

llamo Werres, Doris Werres.Käfer se presentó a sí mismo y a su

compañera y le preguntó a la señoraWerres si ese día había ocurrido algoinfrecuente en la propiedad de la familiaOrtrup.

—¿Por qué? ¿Es que ha sucedidoalgo? —dijo la señora Werres y seacercó con expresión curiosa.

—Conteste a nuestra pregunta, porfavor —dijo Charlotte, interviniendo enla conversación—. Es muy importante.

La señora Werres sacudió la cabeza.—Pues sí, han pasado unas cuantas

cosas. Los padres se marcharon por lamañana, vestidos de negro de la cabeza

a los pies. Seguro que iban a un entierro.Su hijo no los acompañaba. —La mujercarraspeó—. Lo vi por casualidad. Nopensará que los espío, ¿verdad?

—¡No, nada de eso! —Charlottetrató de sonreír—. ¿Notó por casualidadsi el niño abandonó la casa en algúnmomento, junto con otra mujer?

De repente la señora Werres pareciócomprender.

—¿Es que el niño ha desaparecido?—preguntó y soltó una carcajada irónica—. No sería la primera vez. Yo diríaque a la madre se le va de las manos; enuna ocasión el niño se escapó mientrasella estaba sentada tan campante en la

cocina charlando con una mujer. Esasmadres jóvenes de hoy en día son undesastre. Insisten en realizarse ydesatienden a sus hijos. Un horror…

—¿Notó la presencia de un coche ode una persona desconocida? —lainterrumpió Charlotte.

—No —contestó la señora Werresen tono mosqueado—. Pero…

—Después pasaré por su casa paratomar sus datos y hacerle un par depreguntas —dijo Käfer—. Muchasgracias.

Entonces él y Charlotte se dirigierona la casa de los Ortrup.

—Unos vecinos encantadores —dijo

Charlotte en tono mordaz, meneando lacabeza.

Un hombre notablemente atractivovestido de negro les abrió la puerta. Sepresentó como Thomas Ortrup y loscondujo a la sala. Había cajas demudanza por todas partes y en el aireflotaban motas de polvo iluminadas porlos últimos rayos del sol. Una mujerrubia y llorosa, también vestida denegro, estaba sentada en un sofá de colorclaro con la mirada perdida.

En un rincón, sobre una pequeñamesa auxiliar, había un castillo

construido con piezas de Lego. Parecíatriste y solitario, como si aguardara queun niño jugara con él.

Thomas Ortrup los invitó a tomarasiento. No dejaba de caminar de unlado a otro con paso inquieto y Charlottenotó que estaba muy preocupado: teníael rostro pálido y demacrado, y unaprofunda arruga le surcaba la frente.

—Aún no nos ha llamado —dijo entono áspero cuando Käfer le preguntó sila mujer se había puesto en contacto conellos.

—Será mejor que vuelva a contarnosexactamente lo ocurrido —dijo Käfer.

En ese momento Katrin Ortrup

pareció percatarse de que alguien habíaentrado en la sala y les lanzó una miradainterrogativa. Sorprendida, Charlotte sedio cuenta de que la mujer le resultabaconocida, aunque no logró recordar dequé.

A diferencia de su marido, la mujerno solo parecía preocupada, sinocompletamente ausente, y Charlotterecordó a los traumatizadossobrevivientes de los accidentes quehabía conocido mientras atendía a lasvíctimas. Katrin Ortrup parecía incapazde reaccionar, se roía las uñas, semordía las cutículas e inspirabaprofundamente una y otra vez.

—¿Puede darme el nombre, elnúmero del móvil o la dirección de lamujer? —decía Käfer en ese momento.

—El número del móvil ya nofunciona —dijo el señor Ortrup—. Yahemos intentado llamar.

—De todos modos haremos que locomprueben.

—Dijo llamarse Tanja Meyer.Buscaré el número del móvil. Loguardaste, ¿verdad, cariño?

La señora Ortrup se limitó aencogerse de hombros.

—¿Tiene una foto de ella porcasualidad? —preguntó Käfer.

El señor Ortrup negó con la cabeza.

—No, que yo sepa —contestó y searrodilló ante su mujer—. ¿Tienes unafoto de ella, cariño, y su número demóvil?

La señora Ortrup hizo un gestonegativo.

—No… El número, sí… ¿Dóndeestá mi móvil? Pero una foto…

—Entonces nuestro dibujante sereunirá con usted para confeccionar unretrato robot —dijo Käfer.

—Sí.De pronto Katrin abrió los ojos.—Sí, tengo una foto —dijo—.

¿Dónde está mi móvil? La fotografié enel parque infantil hace unos días, cuando

ambas estábamos con Ben y Leo… —dijo, tragando saliva—. La fotografié.¿Dónde diablos está mi móvil?

Se puso de pie de un brinco yregistró la mesa de la sala. De pronto sedetuvo y cogió un gran libro infantil. Enla portada aparecían excavadoras ycamiones. Lentamente volvió a tomar aasiento.

—Es uno de sus preferidos —dijocon voz temblorosa.

Charlotte le lanzó una miradacompasiva; aún recordaba cuánto legustaban las excavadoras a Stefan, suhermanito menor.

—Sí, a los niños les encantan las

excavadoras —dijo.La señora Ortrup esbozó una

sonrisa.—La primera palabra que pronunció

fue «excavadora» —comentó con unnudo en la garganta—. Solo despuésdijo «mamá».

Tomó aire y se restregó las lágrimas.En ese momento descubrió el móvil:estaba debajo del libro. Lo cogió, buscóel archivo de fotos y entonces sacudió lacabeza con gesto irritado.

—Es imposible —murmuró,contemplando a los policías conexpresión desconcertada—. La foto yano está y falta la tarjeta de memoria:

alguien debe de haberla quitado.—¿Está segura de haberla instalado?

—preguntó Käfer.—Claro que sí —dijo la señora

Ortrup en tono enérgico—. La capacidaddel móvil es escasa, por eso siempremeto una tarjeta de memoria para podertomar fotos en cualquier momento.

—¿Le prestó el móvil a la mujer enalguna ocasión? —preguntó Charlotte.

—No —contestó Katrin, trasreflexionar unos instantes—. Pero tuveque cambiarle el pañal a Leo —añadió,inquieta—. Y me distraje. ¡Dios mío,debió de quitar la tarjeta de memoria enel parque infantil!

—Así que decidió borrar su rastrocon antelación —observó Charlotte—.Pero no se preocupe, nuestros dibujantesson expertos y seguro que obtendremosun buen retrato robot.

La señora Ortrup se cubrió el rostrocon las manos y sacudió la cabeza.

—¡Entonces lo planeó conanterioridad, llevaba tiempoorganizándolo todo! —susurró.

El señor Ortrup se sentó a su lado yla abrazó.

—Un noventa y nueve por ciento delos niños secuestrados vuelven aaparecer —dijo Charlotte en tonososegado—. No pierda las esperanzas.

—¿Qué harán? —preguntó elmarido.

—Interrogaremos a los que puedaninformarnos acerca de la sospechosa. Lafamilia para la cual trabajó, lasempleadas del parvulario, a todos. Almismo tiempo emprenderemos labúsqueda de Leo y quizá tambiéntengamos que divulgar el suceso. ¿Puededarme una foto de Leo? —preguntóKäfer.

—Desde luego.El señor Ortrup se apartó de su

mujer, cogió la cartera y extrajo una fotoen la que aparecía un niño rubio quesonreía a la cámara.

—Gracias —dijo Käfer mientras seguardaba la foto—. Díganos cómo esLeo, por favor. ¿Es un niñocomunicativo o más bien tímido?

—Leo es un niño despierto ysimpático —dijo el señor Ortrup—.Puede que a veces sea un tantoreservado y miedoso, pero…

—¡No es verdad que sea miedoso!—lo interrumpió su mujer, secándoselas lágrimas—. Quizás últimamente sehaya sentido una tanto inseguro debido ala muerte de su abuelo, ¡pero tu hijo escualquier cosa menos miedoso! ¡Acabasde demostrar que lo conoces muy poco,como siempre! —añadió en tono de

reproche.Charlotte notó que Thomas Ortrup se

limitaba a encogerse de hombros conexpresión de impotencia.

—¿Qué puede decirnos sobre esa talTanja? —preguntó.

La señora Ortrup les contó cómohabía conocido a esa mujer y lo bien quese entendieron desde el primermomento.

—Estaba convencida de haberencontrado una amiga. Y entonces… —dijo y las lágrimas volvieron a mojarlelas mejillas.

Charlotte asintió con expresióncomprensiva.

—¿Cómo se mostraba esa Tanja conusted, señor Ortrup? ¿Con la mismasimpatía e igual de servicial? —preguntó Käfer.

—Nunca la he visto, ni siquiera estamañana —dijo él—. Hace poco que nosinstalamos en Münster y a veces estoymuy ocupado profesionalmente…

—¿A veces? —preguntó la señoraOrtrup en tono irónico.

—Trabajo mucho —admitió sumarido en voz baja.

Charlotte y Peter Käferintercambiaron una mirada breve: habíallegado el momento de interrogar a lospadres por separado. Charlotte se

ocuparía de hacer las preguntas a KatrinOrtrup.

—Muéstreme la habitación de Leo,por favor —dijo al tiempo que se poníade pie—. Puede que allí encuentre unapista que nos sea útil.

La señora Ortrup asintió y ambasabandonaron la sala de estar.

Charlotte era consciente de lo difícilque debía de resultar para la madre deLeo entrar en la habitación vacía delniño. La mujer avanzaba con pasoindeciso y se aferraba al marco de lapuerta como si temiera desmayarse; tuvo

que tragar saliva varias veces ycarraspear, luego entró y acarició losdibujos de coches del empapelado.

—¡Oh, no! —exclamó de pronto.Avanzó trastabillando hasta la cama ycogió un osito de peluche—. No se hallevado su osito —se lamentó, y laslágrimas volvieron a bañarle el rostro—. No puede dormirse sin su osito…Una vez tuvimos que desandar casi cienkilómetros en el coche porque nos lohabíamos olvidado y no había forma deque Leo se calmara. Y ahora… ahoraestá en alguna parte… completamentesolo… sin mamá… sin papá… y sin…

La señora Ortrup apretó el osito

contra su pecho y siguió llorando. Teníalos músculos tensos, temblaba y el sudorle cubría la frente. Respiraba de maneraagitada y no dejaba de llevarse la manoal vientre. Charlotte estaba segura deque esos sentimientos no eransimulados.

—Señora Ortrup —dijo—. Sé lodifícil que es para usted, pero he dehacerle unas preguntas. ¿Cree que podráresponder?

Katrin asintió lentamente, inspiróprofundamente y trató de tranquilizarse.

—¿Cómo se comportó esa Tanja conusted? ¿Sintió que la importunaba oquizá que la acosaba?

—¿Importunada? —preguntó laseñora Ortrup en tono irritado—. ¿Poruna mujer? No comprendo…

—¿Conoce el significado deltérmino «acosador»?

—Sí, sé lo que es un acosador. Es loque a veces les ocurre a los famosos,¿no? A las estrellas de Hollywood o alos músicos, que son perseguidos porsus fans. ¿Qué relación guarda eso conLeo?

—Los famosos no son las únicasvíctimas de los acosadores —explicóCharlotte—. Al contrario. En sumayoría, se trata de personas muynormales. Hay acosadores que se sienten

tan fascinados por la vida de otrapersona que se empeñan enexperimentarla ellos mismos.

—No comprendo.—Si descubrimos los motivos de

esa Tanja, las probabilidades deencontrarla a ella y a su hijo aumentarán—dijo Charlotte—. Y si es unaacosadora, si se ha obsesionado conusted y con su vida, ello podríaproporcionarnos nuevas pistas.

—También podría ser una mujertraumatizada por no haber podido tenerhijos, ¿no? —preguntó la señora Ortrup.

—Sí. Pero en casi el cien por ciende esos casos se trata de recién nacidos.

Estas mujeres simulan un embarazo,roban un bebé, en general del ala deneonatología de un hospital, y lopresentan como propio a sus amigos. Aesas mujeres un niño de tres años lesresultaría inútil —dijo Charlotte—.Pero en el caso de una acosadora, lacosa cambia por completo. Losacosadores ya no son capaces de pensarde modo racional. Solo ven a la personaque los obsesiona y hacen todo loposible por asemejarse a lo que paraellos es una imagen ideal.

«O para destruirla», pensóCharlotte, pero no lo dijo.

—¿Cómo actuaba esa Tanja con

usted? —preguntó en cambio—. ¿Solíahacerle cumplidos, la llamaba porteléfono con frecuencia o le enviabaSMS? ¿Tenía la impresión de queconsideraba que usted era absolutamentemaravillosa?

La señora Ortrup hizo un esfuerzovisible por pensar con claridad.

—Nos llevábamos muy bien ysiempre estábamos de acuerdo, tanto enla educación de los niños como ennuestras lecturas… —dijo Katrin. Trasreflexionar un momento añadió—:Ahora que lo pienso, en realidadsiempre se trataba de mis puntos devista y mis opiniones, de los libros y la

música que yo prefería, y luego Tanja semostraba de acuerdo. Nunca reveló nadaacerca de sí misma. Pero no erainoportuna. Solo llamaba por teléfonocuando existía un motivo real y muy raravez me envió un SMS. No, la verdad esque nunca me sentí perseguida, nuncasentí que me acosara. Al contrario: creíque era mi amiga…

Thomas Ortrup recorría la sala deestar con paso nervioso; al parecer, leresultaba difícil concentrarse en laspreguntas de Käfer.

—Hace un par de horas enterramos a

mi suegro y ahora nuestro hijo hadesaparecido —dijo, desesperado.

—Comprendo que para usted ha deser terrible —dijo Käfer—. Pero pordesgracia he de hacerle unas preguntas.¿Tienen enemigos usted y su mujer?¿Personales o profesionales?

—¿Enemigos? ¡Qué absurdo! ¿Porqué me lo pregunta?

—En caso de que se tratara de unsecuestro con el fin de extorsionarlos…—contestó el policía. Pero Ortrup lointerrumpió en el acto.

—Pero si nosotros disponemos demuy poco dinero —dijo en tonoconsternado.

—¿Puedo preguntarle qué entiendeusted por «muy poco dinero»?

—Yo apenas gano unos cien mileuros anuales, brutos, por supuesto. Mimujer trabaja media jornada y gana unosveinte mil, así que a fin de mes, despuésde pagar todos los gastos y la hipoteca,no queda gran cosa.

—El dinero que exigen lossecuestradores no tiene por qué ser unasuma millonaria —explicó Käfer—,porque lo que quieren es hacerse conefectivo lo antes posible y saben muybien que exigir una suma muy elevada nofacilita la situación.

—Pero, en ese caso, ¿no habrían

exigido el rescate hace horas? No locomprendo.

Ortrup se desplomó en un sillón yocultó el rostro entre las manos. Cuandovolvió a alzar la cabeza tenía los ojosllenos de lágrimas.

—¿Y si no se trata de pedir unrescate? ¿Y si esa Tanja es unatraficante de niños o incluso unaasesina? ¿Cómo es posible que mi mujerconfiara tan ciegamente en ella? ¿Es queno tiene instinto para con la gente?¿Cómo es posible que no notara que esaTanja no era trigo limpio?

—Por ahora no podemos descartarnada —dijo Käfer, procurando

tranquilizarlo—. ¿Le debe una gransuma de dinero a alguien?

—¿Se refiere a que alguien puedehaber secuestrado a Leo como unaespecie de prenda? —preguntó Ortrup.

—Esas cosas ocurren.—Solo le debo dinero al banco.—¿Qué me dice de su actividad

profesional? ¿Es posible que alguienquiera presionarlo? ¿Que esa Tanjafuera contratada para secuestrar a Leo yasí poder chantajearlo?

Ortrup negó con la cabeza.—Solo soy el director de marketing,

no el presidente de la empresa —dijopor fin—. No, eso no tendría sentido.

—¿Está seguro?Thomas asintió.—Se lo preguntaré a Carmen, por si

acaso —dijo y luego se apresuró aañadir—: A la señora Gerber. Misecretaria.

Thomas carraspeó y se pasó la manopor el pelo. Käfer notó su incomodidady optó por insistir.

—¿Cómo es la relación con susecretaria?

—¡No existe tal relación! —gritóOrtrup—. ¡Dios mío, encuentre a mi hijoen vez de dedicarse a plantear teoríasestúpidas!

Apartó la vista con expresión

angustiada y se puso de pie.—¡He de salir! No puedo quedarme

aquí, contestando tranquilamente a suspreguntas, mientras ahí fuera mi hijonecesita ayuda. Tengo que hacer algo, delo contrario me volveré loco. ¿Puedoirme?

—Sí —contestó Käfer y también sepuso en pie—, puede marcharse.

Thomas Ortrup salió al pasillo,cogió su chaqueta y las llaves, y gritó:

—¡Volveré dentro de un par dehoras, Katrin!

No se percató de que Käfer lo habíaseguido.

Su mujer apareció en lo alto de la

escalera.—¿Qué vas a hacer? —preguntó en

tono apagado.—No lo sé; tengo que buscar a Leo.

Me dirigiré al grupo de parcelas concasita y huerto. Allí resultaría sencilloesconder a alguien —contestó.

Katrin Ortrup asintió con gestocansino.

—Ten cuidado —dijo, y cuando sumarido salió precipitadamente de lacasa lo siguió con la mirada.

Charlotte y Peter Käfer volvían aestar sentados en el coche. La señora

Ortrup les había dado la dirección delos Weiler y su primer objetivo eradesplazarse hasta su domicilio. Mientrasrecorrían las calles oscuras y desiertas,Käfer llamó por teléfono.

—No quiero perder más tiempo.Hemos de investigar a todas las TanjaMeyer, T. Meyer e incluso los Meyer…Sí, lo sé. Yo también preferiría que sellamara Zukolowski… Y haz quecomprueben el número del móvil.Aunque lo hayan dado de baja, ello nosignifica que nuestros informáticos nopuedan hacer algo… No, aún nodisponemos de ningún indicio. Ahora nopodemos dedicarnos a registrar los

bosques… No… En cuanto podamoslimitar una zona iniciaremos labúsqueda… Sí, eso es… No, todavía niuna palabra a la prensa. Acompaño aCharlotte a casa de los Weiler y despuésiré a la comisaría de policía. Hastaluego.

Käfer desconectó el móvil y aparcóante la casa de los Weiler.

—Intentaré obtener algo pararealizar una prueba de ADN —dijoCharlotte antes de apearse del coche.

—A lo mejor tenemos suerte y seencuentra en nuestra base de datos —contestó Käfer, metiéndose un puñadode caramelos masticables en la boca—.

Nos vemos luego.En cuanto el coche se alejó,

Charlotte se acercó a la puerta de lacasa de los Weiler. Era muy amplia,casi una mansión, y parecía más lujosaque la casa unifamiliar de los Ortrup. Lailuminación de la fachada y la puerta deentrada era indirecta; junto a lospeldaños que daban a la entrada crecíanunos arbustos de boj plantados enmacetas negras. Una bicicleta de maderacon un sillín azul reposaba en el césped.

Charlotte tuvo que llamar al timbredos veces antes de que por fin abrieranla puerta. Ante ella apareció una mujervestida con un traje pantalón color

crema que tenía aspecto de estaragotada. A sus espaldas se oían losgritos de un niño.

—¿Qué desea? —preguntó con vozcansada, y enseguida volvió la cabeza—. ¡Es hora de dormir, Ben! ¡Cállate,maldita sea! —gritó, dirigiendo la voz alhueco de la escalera—. Disculpe —añadió, volviéndose hacia Charlotte—.¿Quién ha dicho que era?

—No he dicho nada, de momento —replicó Charlotte y se presentó—. Ysupongo que usted es Sabine Weiler.

La mujer asintió en silencio.Brevemente, Charlotte le informó de quése trataba.

—¡Dios mío, eso es horroroso! —exclamó la mujer en tono asustado—. ¿Yrealmente cree que Tanja secuestró alniño? Me parece imposible, la verdad,aunque después de su comportamientode hoy…

—¿Le importa que entre? —lainterrumpió Charlotte—. Así podríamoshablar con más tranquilidad.

Sabine Weiler se pasó la mano porel pelo.

—Me viene bastante mal, la verdad.Mi hijo se ha dormido… casi… y deboaprovechar el tiempo para…

—Lo siento, pero no se trataba deuna pregunta —volvió a interrumpirla

Charlotte—. Es imprescindible quehablemos; podemos hacerlo en su casa oen la comisaría, como usted prefiera. Ytambién he de hablar con su hijo, almenos un momento.

Sabine Weiler le franqueó el pasolanzando un suspiro.

—Tiene usted razón, desde luego…Charlotte entró en un gran vestíbulo

y echó un vistazo alrededor. Por encimade un estrecho aparador de acero ycristal colgaba un espejo de marcoplateado que hacía que el vestíbulopareciera aún más amplio. En unaesquina había una lámpara de diseño enforma de estrella cuya cálida luz

iluminaba la estancia. Había juguetesdiseminados por la alfombra de seda demotivos florales: el único indicio de queen esa casa también vivía un niño.

—¿Cómo se ha comportado suniñera? —preguntó Charlotte.

La señora Weiler cerró la puerta.—Hasta hoy Tanja ha sido una

persona de fiar, casi diría que la niñeramás fiable que jamás hemos tenido. Peroesta mañana me llamó por teléfono aldespacho y me dijo que no podíarecoger a Ben del parvulario, que pordesgracia debía ausentarse de inmediatoy que ignoraba si regresaría —explicóla señora Weiler en tono agitado—. Le

dije que me encontraba en medio de unareunión con unos clientes y que en esemomento no podía hablar con ella. Peroeso le dio igual e incluso me dijo que,como compensación, podía quedarmecon el sueldo que aún le debía.¡Increíble! ¿Se imagina la mirada queme lanzaron mis clientes?

—La verdad es que no —dijoCharlotte.

—Soy abogada y no puedopermitirme dar semejante espectáculo—prosiguió la señora Weiler—. Mimarido está de viaje de negocios enNueva York. Los abuelos del niño vivenlejos, así que dependo por completo de

la niñera.Charlotte se limitó a asentir con la

cabeza.—¿Desde cuándo trabajaba para

usted esa mujer?Hacía escasas semanas: la

sospechosa le había dirigido la palabraa Sabine Weiler en un parque infantil yle dio una tarjeta de visita en la queafirmaba ser una educadora y niñera conexperiencia. Poco después, SabineWeiler la llamó por teléfono y cuandoTanja presentó sus diplomas de estudiosy unas excelentes referencias, la habíacontratado.

—Hasta esta mañana estaba

convencida de que había sido un golpede suerte total —dijo la señora Weiler—. Siempre se mostró muy cariñosa conBen; ambos se volvieron inseparablesdesde el principio y, como madre, casisentí celos.

—¿Estaba celosa?—No. Claro que no. Sería absurdo;

me alegra que Ben se sienta a gusto consu niñera, de lo contrario todo sería undesastre. A fin de cuentas, no he hechouna carrera para pasarme el día jugandocon el Lego.

—¡Mamá! —volvió a gritar el niñodesde el piso de arriba.

—Al parecer, aún sigue despierto —

comentó Charlotte—. Será mejor quehable con él antes de que se duerma.

La señora Weiler hizo una mueca,después asintió.

—Acompáñeme —dijo.Una escalera de madera clara

conducía a la planta superior. Una largay moderna alfombra gris y negra cubríael suelo de parquet. El pasillo era tanancho que daba cabida a un gran arcónde aspecto antiguo a un lado y al otrouna escultura abstracta de mármol. Laseñora Weiler se dirigió a la únicapuerta que no estaba cerrada, soloentreabierta. Charlotte la siguió.

—¡Mantita, mamá! ¡Mantita, mamá!

La señora Weiler abrió la puerta yentró.

—Vaya, Benny, ¿has vuelto a perdertu mantita? ¿Dónde la has dejado?

Mientras la señora Weiler registrabala cama del niño, Charlotte entró en lahabitación, que tenía todo el aspecto deuna exclusiva tienda de muebles. Lacama de Ben tenía forma de barco y lafunda nórdica estaba estampada conmotivos de piratas. A la derecha habíauna estantería repleta de figuras del Playy piezas de Lego, mientras que el centrode la habitación estaba ocupado por ungran puff sobre el cual reposabandiversos animales de peluche.

—Aquí tienes la mantita —dijo laseñora Weiler mientras tendía a su hijoun trozo de tela de colorines.

Charlotte sonrió al ver la pasión conque el pequeño abrazaba su mantita.«Igual que hacía Stefan», pensó. Suhermano menor también necesitaba unamantita para dormir.

—Hola, Ben —dijo en voz baja—.Me llamo Charlotte y me gustaría muchohacerte una pregunta.

Ben se restregó los ojos; aunqueparecía cansado, la contempló conmirada curiosa.

—¿Sabes dónde está Leo?Ben negó con la cabeza y apretó la

mantita contra su mejilla.—¿Sabes dónde está Tanja? Ya

sabes, la señora simpática que siemprete cuida —dijo Charlotte, volviendo aintentarlo.

Ben volvió a sacudir la cabeza y semetió el índice y el dedo medio en laboca.

—No te chupes los dedos —dijo sumadre en tono suave, pero Ben ya no leprestaba atención. Su curiosidad inicialparecía haberse desvanecido y ahorasolo quería dormir.

—¿Te dijo Tanja si pensaba irse deviaje con Leo? —preguntó Charlotte.

—No… —murmuró Ben, al que ya

se le cerraban los ojos.—Vale, Ben, que duermas bien.

Hablaremos en otro momento. Buenasnoches.

—Hummm…Ben se había dormido. Charlotte y

Sabine Weiler abandonaron lahabitación sin hacer ruido.

—Esa Tanja, ¿vivía aquí, en sucasa? —preguntó cuando salieron alpasillo.

—No. Disponemos de doshabitaciones para las niñeras, puestoque nuestras respectivas profesiones nosmantienen muy ocupados, tanto a mimarido como a mí, pero ella solo las

utilizó rara vez.—¿Puede darme la dirección de

Tanja?—Un momento —dijo la señora

Weiler. Se dirigió al arcón, abrió unbolso que había encima de este y sacóuna tarjeta de visita.

—Tanja Meyer, Frankonienstrasse12 —dijo, al tiempo que entregaba latarjeta a Charlotte—. Me la dio elprimer día que vino.

—Un momento, por favor —dijoCharlotte y llamó a la comisaría depolicía.

—Necesito que compruebes unadirección, Schneidemann… No, ahora

mismo… Frankonienstrasse 12… Sí,esperaré.

»Gracias —dijo al cabo de unmomento, y volvió a guardar el móvil—.La dirección no existe —le dijo a laseñora Weiler—. ¿Podría mostrarme lahabitación de la niñera?

—Desde luego.La mujer la condujo hasta el otro

extremo del pasillo y abrió una puerta.Charlotte entró a una habitación ampliacuyas paredes estaban cubiertas de unempapelado de motivos florales. Losúnicos muebles eran una anticuada camacon dosel, una cómoda y un armario.«No es una habitación muy acogedora»,

pensó Charlotte.Miró en derredor, abrió los cajones

de la cómoda y el armario: todo estabavacío.

—No dejó nada personal —dijo entono decepcionado.

—Tanja solo pasó aquí un par denoches, y para eso solo necesitaba uncepillo de dientes.

—A lo mejor se dejó el cepillo dedientes.

—Echaré un vistazo en el baño delniño —dijo la señora Weiler—. Era elque utilizaba ella.

Ambas abandonaron la habitación yCharlotte echó un último vistazo. Todo

estaba escrupulosamente ordenado,como recién limpiado. Como si hubieranquerido borrar las huellas…

Entonces la señora Weiler regresócon el cepillo de dientes en la mano.

—Aquí está.—Gracias —dijo Charlotte y lo

guardó en una bolsa de plástico—. ¿Notendría una foto de ella, por casualidad?

—Había una junto con los diplomas.Lo guardo todo abajo.

Charlotte la siguió hasta un amplioestudio; también allí todo parecía muylimpio y ordenado.

—¿Cuándo limpiaron esta habitaciónpor última vez?

—Hoy por la tarde. La asistentaviene tres veces por semana.

—Entonces será difícil encontrarhuellas dactilares.

—Tanja cogió mi coche un par deveces, pero esta tarde lo recogí deltaller y aprovecharon para lavarlo ylimpiarlo.

Charlotte arqueó las cejas.La señora Weiler abrió el escritorio

y de pronto se detuvo.—Aquí ha pasado algo. Alguien ha

estado hurgando… —exclamó y seapresuró a revisar sus documentos.Luego soltó un suspiro de alivio.

—No falta nada, gracias a Dios —

dijo. Contempló a Charlotte y se encogióde hombros—. Pero los diplomas noestán.

—Habría sido demasiado bonito.Charlotte guardó la bolsa de plástico

con el cepillo de dientes en el bolso yella y la señora Weiler acordaron queinterrogaría a Ben al día siguiente.Además enviaría a un agente para queregistrara el coche en busca de huellasdactilares. A lo mejor encontrabanalguna.

Tras abandonar la casa, Charlottevolvió a sacar la bolsa de plástico ycontempló el cepillo de dientes con airepensativo.

—Por lo visto has pensado en todo—murmuró—. Solo has olvidado esto.¿Un descuido? ¿O se suponía que yodebía encontrarlo?

Lanzando un suspiro, guardó elcepillo de dientes en el bolso.

—Me pregunto qué diablos tepropones…

Katrin estaba en la cocina, agotada ytemblando. ¿Dónde había dejado el té?¿En el estante? No: allí estaban losrecipientes donde guardaba los chupetesy las tetinas, junto a varios biberones ytazas de pico. Sobre la encimera, junto a

la lata del café, Katrin descubrió unabolsa de caramelos masticables y unacaja abierta de galletas. Medioescondido detrás del hervidor había unfrasco de Nutella y una caja de copos demaíz.

«¡Qué desorden!», pensó con unsuspiro. Por fin encontró el paquete debolsitas de té: estaba junto a un par depaños de cocina, sobre el microondas.Tendría que poner orden. En algúnmomento…

Con movimientos torpes se preparóuna taza de té. Luego regresó a la sala deestar y volvió a tomar asiento en el sofá.Bebió un trago, se quemó y dejó la taza

en la mesa. Con aire ensimismado,empezó a roerse las cutículas yalastimadas y sangrantes, pero no pudodetenerse: el dolor resultaba casiapaciguador.

Aunque su cansancio iba en aumentono consiguió relajarse. ¿Qué se proponíaTanja? ¿Qué pensaba hacer con Leo?¿Se encontraría bien? Las ideas searremolinaban interminablemente en sucabeza.

—¡Dios, Dios bendito, no dejes quele haga daño, no puedes permitirlo! —exclamó.

Tanja siempre había tratado a Leo yBen con afecto, con la sinceridad,

ternura y comprensión de una auténticamadre. Era imposible que todo aquellose limitara a ser un simulacro… Peropor otra parte… ¿Acaso Tanja no lehabía mentido desde el principio? Sehabía quedado sentada en el parqueinfantil con expresión alegre y cuandoKatrin le dio la espalda durante unmomento para cambiarle los pañales aLeo, había aprovechado para quitar latarjeta de memoria del móvil. ¿Y Leo?¿Es que no le había hecho ya muchísimodaño? Porque Tanja debía de saber quepara el pequeño era espantoso que losepararan de sus padres. Los llamaría,¿no?, preguntaría dónde estaban mamá y

papá, lloraría y los echaría de menos, ytambién a su osito… Nunca se dormíasin su osito…

Katrin presionó la mano contra laboca y procuró sofocar el llanto, porquecuanto más lloraba, tanto mayor era susensación de impotencia. Temía quenunca más podría volver a pensar conclaridad.

Inspiró profundamente, bebió ungran sorbo de té y trató de recordar losdetalles de sus encuentros con Tanja.¿Debería haberse percatado de algo?¿De una mirada falsa o un comentariomalévolo? Pese a todos sus esfuerzos,no recordaba ningún indicio revelador,

al contrario: desde el principio Tanja lehabía parecido sincera y honesta. Erauna de las escasas personas que, cuandose dirigía a ella, la miraba directamentea la cara, no fijaba la vista en los labios,como tantos otros. Y por eso le habíaparecido una interlocutora atenta yamable…

«Todo respondía a un cálculo»,pensó Katrin con amargura. La habíaengañado con gran astucia.

Pero ¿por qué? ¿Qué pensaba hacercon Leo? ¿Por qué lo secuestró a él y noa otro niño?

De pronto sonó su móvil. En mediodel silencio que reinaba en la casa el

tono pareció tan inclemente como eltimbrazo de un despertador. Asustada,Katrin pegó un respingo. Estaba comoparalizada. ¿Quién le enviaba un SMS aesas horas de la noche? ¿Thomas?¿Dónde estaba? Dijo que iría a buscar aLeo al grupo de parcelas con casita yhuerto… ¿Por qué no estaba allí, conella, para consolarla y prestarle apoyo?Nunca estaba a su lado cuando lonecesitaba…

Cogió el móvil con manostemblorosas.

«Mensaje de un númerodesconocido», ponía en la pantalla.

El sudor le humedecía las manos.

¿Qué debía hacer? Por fin decidió leerel mensaje.

«Las lágrimas de Alecto serán lastuyas», ponía.

Katrin meneó la cabeza. ¿Quésignificaba eso? ¿Quién era «Alecto»?¿Acaso había recibido el SMS porerror? No: Katrin ya no creía en lacasualidad.

Se levantó, se dirigió al estudio,cogió el ordenador portátil, volvió asentarse en el sofá y tecleó la palabra«Alecto» en el buscador.

Encontró un Hotel Alecto, unaentrada de Wikipedia acerca de unadiosa griega, una empresa

cinematográfica de dicho nombre y otraempresa más. En la parte inferior de lapágina aparecía un vínculo para entraren Facebook y establecer contacto conAlecto.

Sin vacilar, se conectó a Facebook ytras cliquear un momento se encontrócon la página de Alecto.

En su perfil no figuraba ninguna foto,y en los campos relativos a lainformación y los amigos tampoco habíanada. Katrin no era muy aficionada delas redes sociales y solo se habíaconectado a Facebook en escasasocasiones. No comprendía por qué habíatanta gente que sentía la necesidad de

divulgar su intimidad a los cuatrovientos. Katrin cliqueó en el álbum defotos de Alecto. Al principio soloapareció un montón de imágenes degrupos de piedras grandes y máspequeñas. ¿Se suponía que tenían unvalor artístico?

De repente sintió miedo.Al final del álbum apareció una foto

de un grupo de personas tomada desdeun ángulo superior, tal vez desde unaventana o desde la parte superior de unapared. No parecía una instantánea, másbien le pareció una foto oficial tomadapor un motivo preciso. En la fotoaparecían unas veinte personas que

dirigían la mirada hacia arriba con airerelajado; unos cuantos saludaban con lamano o alzaban el pulgar. Katrin casi nohubiese reconocido a Tanja porque lamano de otra mujer prácticamente leocultaba la cara…, pero se veían lospendientes, esas fresas rojas ybrillantes. No cabía duda: esa era Tanja.

Katrin cogió el teléfono y marcó elnúmero que Charlotte Schneidemann lehabía proporcionado.

La inspectora contestó de inmediato.—La secuestradora se ha puesto en

contacto conmigo —dijo Katrin.—¿Ha hablado con ella?—No —dijo Katrin y le contó lo del

misterioso SMS y sus búsquedas enInternet.

—Estaré en su casa lo antes posible—dijo Charlotte Schneidemann.

Katrin dejó el teléfono a un lado,cogió la manta, se cubrió y se recostócontra el respaldo del sofá. No lograbaapartar la vista de la foto que aparecíaen la pantalla del portátil, sobre la mesade centro.

Tanja se había manifestado. Prontosabría qué quería de ella.

Katrin oyó un ruido apagado. ¿Era lapuerta principal? No logró abrir los

ojos. Tras hablar con CharlotteSchneidemann el sueño había acabadopor vencerla. Su cuerpo reclamabadescanso y en ese momento no parecíadispuesto a someterse a su voluntad.

Medio dormida, oyó pasosconocidos por el pasillo: Thomas habíaregresado. Identificó el traqueteo de lasperchas cuando su marido colgó lachaqueta en el armario. Durante uninstante creyó que regresaba del trabajoy que ella se había quedado dormidaante el televisor, como solía ocurrirleúltimamente. Y que Leo dormía en sucama.

Leo.

De pronto despertó del todo.—¿Thomas? —gritó al tiempo que

se incorporaba—. ¿Alguna novedad?Lentamente, su marido entró en la

sala de estar. Parecía agobiado ydemacrado y, con mirada cansada, negócon la cabeza.

—Ya no sé dónde seguir buscando—dijo débilmente con la vista perdida—. ¿Ya has hablado con tu madre de loocurrido?

Katrin se sobresaltó. Lo habíaolvidado por completo.

—¡Dios mío, no! ¡He de llamarla deinmediato! —soltó. Se dispuso alevantarse, pero entonces echó un

vistazo al reloj—. Quizá será mejor queespere hasta mañana, es muy tarde. Debede estar dormida hace horas y noquisiera inquietarla innecesariamente,justo después de un día tan difícil.

Los ojos se le llenaron de lágrimas.—Vamos a la cama —dijo él, por

fin.Katrin negó con la cabeza.—No podemos. La policía llegará

enseguida.—¿Por qué?—Se ha puesto en contacto —

contestó Katrin con los ojos llorosos, yle habló del misterioso SMS y de la fotode Facebook.

—¿Qué significa eso? —preguntóThomas—. ¿Qué pretende con ello?

—No lo sé.Katrin cogió el portátil de la mesa,

apretó una tecla y la pantalla volvió ailuminarse.

—Por desgracia es casi imposiblereconocerla, porque aparece medioescondida. ¡Pero los pendientes se venclaramente! ¡Es ella! Estoycompletamente segura.

Thomas clavó la vista en la foto, sequedó boquiabierto y un temblor le agitólos labios.

—Aún está tibio —dijo ella y letendió una taza de té.

—Dios mío… —murmuró Thomasmientras cogía la taza con manostemblorosas. El té se le derramó sobreel pantalón negro, pero él no prestóatención y se limitó a clavar la vista enla pantalla con expresión horrorizada.

Katrin frunció el ceño. ¿A qué sedebía semejante reacción?

Entonces sonó el timbre y ambosdieron un respingo. Katrin se puso depie y se dirigió a la puerta.

—Ya está aquí —dijo.Charlotte Schneidemann entró en el

vestíbulo. Parecía exhausta; Katrin laacompañó a la sala de estar y casi chocacon Thomas en el umbral.

—Necesito una copa de vino, de locontrario me volveré loco —dijo él, yse dirigió apresuradamente a la bodega.

Ellas se sentaron en el sofá ycontemplaron la pantalla del portátil.Katrin señaló la mujer situada en elcentro.

—Apenas se la ve —dijo lainspectora—. Diría que tiene ciertosobrepeso y el cabello parecedemasiado oscuro. Quizá se haya teñido.

Katrin se encogió de hombros.—Sí, podría ser.—Es probable que esas personas

guarden alguna relación entre sí —prosiguió la señora Schneidemann—. O

se han reunido por un motivo preciso.Todas llevan ropa normal, ninguna se haacicalado de manera especial ni visteprendas elegantes, así que es de suponerque no asisten a una boda o a una fiesta.

Katrin asintió y añadió:—Casi todas las que aparecen en la

foto son mujeres, solo se ven treshombres.

—Y la foto fue tomada en elexterior, en una plaza o en un patio —dijo la inspectora, señalando el bordede la imagen—. ¿Lo ve? Aquí se venotras personas que no pertenecen algrupo. Ello podría indicar que lafotografía se sacó durante una fiesta

pública, tal vez en la calle o endomingo. O bien se trata de trabajadoresdurante una excursión organizada por suempresa.

—No se ven casas ni letreros con elnombre de la calle —dijo Katrin.

—Por desgracia —dijo Charlotte,asintiendo—. Pero a lo mejor loscolegas del departamento de informáticapueden ayudar. Cuando se cuelga unafoto en la red se almacena muchainformación en el servidor, como porejemplo la marca de la cámara, la fechay si la foto fue tomada con un móvilprovisto de GPS, incluso el lugar —leexplicó—. Mis compañeros se pondrán

manos a la obra en el acto.Thomas regresó a la sala de estar

con una copa de vino tinto en la mano.Todavía estaba pálido y parecíarendido. Se dejó caer en un sillón ytomó un buen sorbo.

—¿Ha averiguado algo útil trasinterrogar a la madre de Ben? —preguntó Katrin.

—Sí, un nombre: Tanja Meyer. Loestán investigando, perolamentablemente hay muchos Meyer.

Katrin solo asintió con la cabeza.—Por desgracia no logramos

descubrir a nadie de su entorno; seríamás sencillo si supiésemos que existe un

marido, una hermana o unos amigos. Asíque si a usted se le ocurre alguien másque pudiera conocer a la sospechosa…

Katrin hizo un gesto negativo.—De hecho hacía pocos días que la

conocía.Thomas carraspeó y bebió otro

trago, como si tratara de cobrar valor.—Conozco a una de las personas de

la foto —dijo por fin en tono vacilante,al tiempo que jugueteaba con la copa.

Katrin le lanzó una mirada desorpresa.

—La mujer situada a la izquierda deesa Tanja Meyer. Se llama ChristaLeifart, doctora Christa Leifart. Era una

de mis colegas.—La haremos investigar de

inmediato —dijo la inspectora.—¿Cree que se trata de una

cómplice? —preguntó Katrin.—Podría ser una testigo importante.

En todo caso, es la única personaidentificable del pasado de lasospechosa. A lo mejor tenemos suerte yse trata de una amiga o una familiar quepodrá decirnos algo acerca de dónde seencuentra la autora del delito.

Charlotte sacó el móvil del bolso.—Una comprobación urgente de una

persona. Doctora Christa Leifart… Sí:llámame en cuanto sepas algo… ¡Hasta

ahora!—Nunca has mencionado a esa

mujer —dijo Katrin, contemplando aThomas con aire irritado.

Él esquivó su mirada y bajó la vista.—Me… me encontré con ella en

cierta ocasión. Hace muchos años. Esagua pasada.

—¿Dónde te encontraste con ella?¿No decías que era una colega?

—En un congreso —dijo Thomas—.Leo aún no había nacido, fue muchoantes.

—¿Trabajabas con ella?—Eh… No. No…, pero sí, de algún

modo.

—¿Qué quieres decir? ¡Porquesupongo que sabrás si trabajaste o nocon ella! —le espetó Katrin, a quien supropio tono le pareció muy agudo. ¿Porqué tartamudeaba Thomas?

—La conocí en una feria importante,en la Intertec.

—¿Cuándo la vio por última vez? —preguntó la inspectora Schneidemann.

—¡Fue hace años! —se apresuró acontestar Thomas—. Hace al menoscinco o seis. Solo me encontré con ellaaquella única vez —añadió y bebió otrotrago de vino—. Era ya tarde por lanoche…

—Todas las ferias cierran a las seis

de la tarde —adujo Katrin.—Fue durante un acto posterior, una

recepción…Katrin lo contempló: sudaba y

tartamudeaba, nunca lo había visto así.—Ahora necesito un café —dijo

Thomas, y se puso de pie—. ¿Alguienmás quiere uno?

Sin aguardar respuesta se dirigió ala cocina. Katrin lo siguió con lamirada: le dolía el estómago. Era unasensación conocida que se presentabaantes de recibir las notas en el institutocuando sabía que había cateado unexamen o cuando un novio quería cortarcon ella.

Thomas regresó a la sala de estar.En vez de una taza de café sostenía otracopa de vino en la mano y se sentó conactitud titubeante. A Katrin empezaron azumbarle los oídos.

—Tuviste una aventura con ella,¿verdad?

Thomas se pasó la mano por el peloy bebió otro trago.

—No fue una aventura —respondiópor fin en voz baja—. Hace tantotiempo… No tuvo la menorimportancia…

—Así que te liaste con otra… —dijo Katrin para sus adentros.

—¡No! —gritó Thomas y se puso de

pie—. ¡No fue nada de eso! Estábamosen un congreso y durante la ceremoniade despedida todos bebimos mucho. Enun momento determinado, no sé muybien cómo, me encontré en la cama conella. ¡Pero solo fue esa vez! ¡Nosignificó nada, de verdad! —añadiómientras recorría la habitación con pasoinquieto.

De repente una sensación del másabsoluto vacío invadió a Katrin; la penay el terror que había sentido durante lasúltimas horas se desvanecieron.

—Lo siento muchísimo, cariño —dijo Thomas con voz trémula.

—No me llames «cariño» —replicó

Katrin—. No vuelvas a llamarme«cariño» nunca más.

Ambos se contemplaron en silencio,un silencio repentinamente interrumpidopor la llamada al móvil de CharlotteSchneidemann.

—¿Sí…? ¿Dónde…? Vale. ¿Tediriges allí? No, la relación con laautora del delito sigue siendo pococlara. Hace años, esa tal doctora Leifarttuvo una aventura… —dijo, carraspeó ybajó la voz, aunque de todas formasKatrin oyó lo que decía—… con elpadre del niño… Sí… No… Vale,compruébalo. Hasta luego.

Charlotte puso fin a la conversación

y volvió a dirigirse a Katrin.—Hemos localizado a la señora

Leifart. Mi colega hablará con ella y talvez averigüemos algo más.

—Me basta con lo que ya sé —replicó Katrin en tono helado y seapartó.

—Le ruego que se tranquilice,señora Ortrup. Averiguaremos quérelación guarda Christa Leifart con elcaso. Pero de momento es mucho másimportante que la autora del delito sehaya puesto en contacto con usted —prosiguió la inspectora—. Por el motivoque sea, ella quería que usted encontrarala foto. Usted puede contactar con esa

cuenta de Facebook, ¿verdad?—Sí, desde luego. Y puedo enviar

un mensaje a Alecto.—Entonces eso es justo lo que va a

hacer, y ahora mismo.—¿Para qué? —preguntó Katrin en

tono cansino.—A lo mejor logramos que salga de

su cascarón —apuntó la inspectora—.No mencione a la señora Leifart, finjaque no sabe nada de ese asunto.

—¿Por qué?—Porque creo que la intención de la

autora del delito era precisamentellamarle la atención sobre la infidelidadde su marido.

—Pero ¿por qué?—Eso aún no lo sabemos, pero no le

daremos esa satisfacción. No mencioneel tema. Dentro de lo posible, el tonodel mail debe ser normal. En general,son los mensajes menos llamativos losque consiguen mejores resultados.

Katrin cogió el portátil lanzando unsuspiro.

—¿Qué he de poner?Charlotte Schneidemann reflexionó

unos instantes y luego le dictó el texto:«Querida Tanja, ¿cómo se encuentraLeo? ¿Le ha bajado la fiebre? Saludos,Katrin».

Peter Käfer se encontraba ante lapuerta de un chalet adosado y llamó altimbre. Se sentía en las últimas. Porencima de los tejados de la urbanización—cuyos vecinos seguramente yadormían— se asomaba la lunamenguante. Las persianas y las cortinasestaban cerradas. Käfer echó un vistazoal reloj. «Ya es más de medianoche»,pensó con un suspiro. A veces detestabasu empleo. Volvió a llamar al timbre yesta vez no levantó el dedo hasta que laluz se encendió en el interior de la casa.A través de la puerta cerrada oyó unavoz femenina.

—¿Quién es?

—Soy el comisario jefe Käfer, de laBrigada de Investigación Criminal deMünster. Abra la puerta, por favor.

El cerrojo se descorrió, una llavegiró en la cerradura y la puerta se abrió.

—¿Qué ocurre? —preguntó unamujer de figura grácil envuelta en unalbornoz. Se apartó un mechón rubio dela frente y lo contempló con ojossoñolientos.

Käfer le mostró su identificación.—¿Es usted la doctora Christa

Leifart?La mujer asintió con aire de

inquietud.—¿Ha ocurrido algo?

—¿Conoce a una tal Tanja Meyer?—No, jamás he oído ese nombre —

respondió la mujer, negando con lacabeza.

Entonces Käfer vio a un niñopequeño bajando por las escaleras.

—¿Qué pasa, mamá? —preguntó. Serascó la barriga bajo su pijama conmotivos de Winnie the Pooh y observóal desconocido con sorpresa.

—No pasa nada, cariño. Vuelve a tuhabitación, por favor —dijo la señoraLeifart al tiempo que lo encaminabaescaleras arriba.

—Pero…—Nada de peros. ¡A la cama sin

rechistar!—Eres tonta —refunfuñó el pequeño

y desapareció dentro de su habitación.—¿Puedo hacer algo más por

usted… a estas horas intempestivas? —dijo la mujer y se dispuso a cerrar lapuerta.

—¿Cuál es su relación con Katrin yThomas Ortrup?

La señora Leifart titubeó y echó unrápido vistazo a la escalera.

—Pues… Thomas —tartamudeó;luego carraspeó—. Ahora no quisierahacer comentarios al respecto. Mimarido… Quizá podríamos hablar deello más adelante…

—Lo siento, pero me temo que ha decontestar ahora mismo —la interrumpióKäfer—. Estoy investigando un caso desecuestro y su declaración podría serimportante. ¿Cuándo vio a ThomasOrtrup por última vez?

La señora Leifart suspiró.—Aquí, no —murmuró—. Venga a

la cocina y se lo contaré todo.

La noche parecía interminable. Unavez que la inspectora se hubo marchadoy Thomas se retiró a la habitación demala gana, Katrin se refugió en la deLeo. Se sentó en la cama, abrazó el osito

de peluche y clavó la mirada en losdibujos que había hecho su hijito y queahora estaban pegados en las paredes:un batiburrillo multicolor de garabatos yrayas, y una hoja en la que aparecíantres monigotes, dos grandes y unopequeño: papá, mamá, Leo.

Se sentía completamente vacía y endicho vacío irrumpían sentimientos quele resultaban ajenos. Odio y rabia.Thomas la había engañado. ¿Cómo habíapodido hacerle algo así? ¿Cómo podíaafirmar que su infidelidad no teníaimportancia? ¿Y si esa Christa no era laúnica? ¿El hecho de que siempreregresara tan tarde a casa se debía

realmente al volumen del trabajo? Laslágrimas le bañaban las mejillas.Durante los quince años de sumatrimonio, Katrin siempre había creídoque era la única mujer en la vida deThomas. De pronto recordó el día enque vio a su marido por primera vez, enel comedor universitario: en cuantoThomas entró en la cantina, ella sintió elflechazo. En realidad Katrin no podíacomer allí, porque aún no estabamatriculada en la universidad, pero apartir de entonces había acudido todoslos días a la hora del almuerzo. No tardóen percatarse de que ella no era la únicaque había sucumbido a sus encantos.

Thomas siempre estaba rodeado deestudiantes guapas, pero solo tenía ojospara ella… ¿O no? ¿O acaso ya entoncesestaba equivocada? ¡Era tan guapo…!Tenía el pelo oscuro y los ojos azules ybrillantes. Ella siempre había creído quele era fiel, había soñado con una familiade cuento de hadas, con un futuro encompañía de un hombre que todas lasdemás mujeres le envidiaran, que fueraun amante apasionado y al mismo tiemposu mejor amigo…, y también un padreafectuoso, claro. ¡Qué ingenua habíasido! La mayoría de sus amigas habíansido engañadas en algún momento…¿Acaso se creía a salvo de la traición?

6

Charlotte condujo hasta elparvulario y aparcó. Mientras PeterKäfer intentaba descubrir quién o qué seocultaba tras el nombre de Alecto, ellaquería volver a hablar con Ben, el mejoramigo de Leo. Había acordado con lamadre del pequeño que lo interrogaríaen la sala de reuniones del parvulario.Tenía la esperanza de que en el entornodonde acostumbraba jugar con Leo, Benrecordaría más detalles.

Mientras Charlotte se apeaba delcoche y se dirigía al edificio de ladrillorojo, cuyas ventanas estaban cubiertasde coloridos dibujos, oyó los típicosgritos, risas y llantos de los niños.

Tras llamar al timbre un par deveces, la puerta se abrió con un zumbidoy una mujer de aspecto atlético de unoscuarenta años, de cabellos cortos yrubios y un bronceado artificial aparecióen el umbral.

—Soy Charlotte Schneidemann —sepresentó la inspectora al tiempo que lemostraba la identificación—. Y usteddebe de ser Regina Hellmann, ladirectora del parvulario, ¿verdad?

La mujer asintió con expresión seria.—¿Hay un sitio donde podamos

hablar sin que nos molesten?Charlotte siguió a la señora

Hellmann a su pequeño despacho.Aunque ya había anunciado su visita a ladirectora del parvulario por teléfono, elrostro de esta expresaba su espanto antela desaparición de Leo.

—¡Dios mío! —dijo, consternada—.Pobre niño y pobres padres.

—En este momento, cualquierindicio sobre la supuesta autora deldelito nos resulta muy importante. ¿Quépuede decirnos acerca de esa mujer?

—No gran cosa —contestó la señora

Hellmann—. Solo la vi en un par deocasiones desde lejos, y nunca hablé conella. Ben ha tenido tantas niñeras que enalgún momento dejé de prestar atencióna las que iban apareciendo. Los padresenviaron una carta en la que autorizabana una tercera persona a recoger a suhijo, así que todo estaba en orden.Quisiera destacar que no nos sentimosresponsables de lo ocurrido.

—Nadie considera que sean ustedesculpables de nada —la tranquilizóCharlotte—. ¿Disponía del número delmóvil de la mujer, para podercomunicarse con ella en caso deurgencia?

—No. Ante cualquier emergenciahubiésemos llamado a la madre.

—¿Notó si la mujer tenía contactocon otros padres? ¿Manteníaconversaciones en el aparcamiento o lospasillos?

La señora Hellmann soltó unacarcajada.

—No podría decírselo, por más quequisiera: el barullo que se forma a lahora de la salida es increíble. Verá,existen dos tipos de padres: los quesiempre tienen prisa y los que parecendisponer de todo el tiempo del mundo. Ya su manera, ambos tipos suponen unesfuerzo.

—¿Los niños tienen asignada unataquilla o un armario donde guardar susobjetos personales? —preguntóCharlotte.

—Por supuesto. Cada niño disponede una taquilla.

—¿Sería tan amable de mostrarmelas taquillas de Leo y de Ben?

—Claro.La directora del parvulario

acompañó a Charlotte hasta un armariocon innumerables armaritos. El de Bensolo contenía un par de pañales y unenvase de zumo de naranja; en el de Leotambién había pañales y unos cuantosdibujos, quizá realizados por él. En el

fondo de la taquilla descubrió unoscuantos guijarros lisos de un llamativocolor claro; cogió uno y lo examinó.

—La señora Weiler también acabade llegar —dijo la directora en esemomento.

Charlotte asintió. Se metió lapiedrecilla en el bolsillo del pantalón ysiguió a la señora Hellmann hasta la salade reuniones. Las paredes de laluminosa sala estaban cubiertas depinturas realizadas por los niños. Unagran biblioteca estaba repleta de librosinfantiles y sobre educación infantil.Sabine Weiler estaba sentada ante unamesa y Ben ocupaba su regazo. Charlotte

saludó a madre e hijo e invitó a Sabine atomar asiento en una silla junto a lapuerta, con el fin de poder hablartranquilamente con el niño. La mujeraccedió de mala gana y Charlotte sesentó junto a Ben.

—¿Tienes ganas de dibujar, Ben? —le preguntó en tono amistoso.

El pequeño la contempló con aireindeciso y dirigió la mirada a su madre.Solo cuando la señora Weiler hizo ungesto afirmativo, se le iluminó el rostroy dijo:

—¡Sí, dibujo coche!—Bien, entonces dibuja un coche

para mí. Y mientras lo pintas, a lo mejor

podrías contarme cosas sobre esaseñora tan simpática que siempre tellevaba al parvulario, ¿verdad?

Ben asintió y dibujó un garabatorojo.

—¿La estás dibujando a ella? —preguntó Charlotte.

Ben asintió.—¡Lo haces muy bien, Ben, de

verdad! ¿Te gustaba esa señora?Ben volvió a asentir.—Era buena.—¿Siempre jugabas con ella?—Sí.Charlotte dejó que siguiera

dibujando. Por fin le preguntó:

—¿Alguna vez fuiste de excursióncon esa señora? ¿Fuisteis a algún lugaren coche?

—¡Sí! —contestó Ben, sonriendo deoreja a oreja—. ¡Al paque!

Charlotte asintió.—Así que fuisteis al parque infantil,

muy bien. ¿Y fuisteis a algún otro lugar?—Una vez también fueron al

zoológico —intervino la madre del niño.Charlotte se volvió hacia ella

lanzando un suspiro.—Le ruego que no nos interrumpa,

es muy importante.La madre de Ben hizo una mueca:

estaba ofendida.

—Solo quería ayudar —replicó entono mordaz.

—¡Zooo! —dijo el pequeño conmirada brillante.

—Seguro que fue fantástico vertodos esos animales, ¿verdad?

Ben asintió.—¿Visteis elefantes y leones?—¡Efantes y ones, y monos y tigues!

—dijo el niño, riendo.—¡Claro! ¡Los había olvidado! ¿Y

alguna vez visitasteis a otros niños?—Sí.¿Recuerdas a cuál?—Leo…—A tu amigo Leo. ¿Y algún otro

más?—No sé —dijo el pequeño mientras

seguía dibujando.—¿Había otra mujer o tal vez otro

hombre?—¡Sí! —dijo Ben, sonriendo—.

¡Vendedor de lados!Charlotte suspiró; empezó a dudar

que mereciera la pena seguirinterrogándolo. Quizás esperabademasiado de un niño de tres años…

—¿Así que visitasteis a Leo yvisteis al vendedor de helados? ¿Aalguien más?

—Sí.Charlotte empezó a impacientarse.

¿Por qué el niño parecía incapaz deproporcionarle una respuesta sensata?«Porque solo tiene tres años», pensóprocurando conservar la calma.

—¿Y recuerdas cómo se llamaba?—¡Era Klausi! —contestó, riendo.Charlotte frunció el ceño.—¿Quién es Klausi?—No sé.Charlotte se dirigió a la madre de

Ben.—¿Le dice algo ese nombre?Sabine Weiler puso los ojos en

blanco.—Nuestra vecina le puso el sonoro

nombre de Klaus Kinski a su perro, uno

de esos chuchos mezcla de diversasrazas. A veces Ben juega con él,¿verdad, Benny? De vez en cuandoKlausi está en nuestro jardín, ¿no?

—¡Sí!—Así que es un perro.Charlotte le pidió el nombre de la

vecina. Pediría a sus colegas que lainterrogaran: tal vez podríaproporcionarles algún indicio útil.

Charlotte sacó un caramelo delbolso y se lo dio a Ben.

—Toma, es para ti. Lo has hechomuy bien —dijo con una sonrisa.

—En realidad, Ben no debe comerdulces —protestó la madre.

—Claro, comprendo. En ese caso,este será una excepción —dijo Charlottey le acarició la cabeza a Ben—. Si lecomenta algo más sobre Tanja o si austed se le ocurre algún otro detalle,llámeme, por favor.

Sabine Weiler asintió.Cuando Charlotte abandonó el

parvulario se sintió muy cansada.Cuando quiso sacar la llave del cochedel bolsillo, el guijarro de color clarocayó al suelo. Lo recogió con expresiónpensativa y volvió a guardarlo. Habíavisto esa clase de piedra en algunaparte, pero ¿dónde?

La bayeta olía a moho y decidiómeterla en la lavadora. Ojalá lohubiera hecho antes, ahora toda lacocina apestaba a humedad.

De golpe sonrió: problemaspropios de un ama de casa. Se alegróde poder tenerlos.

Su mirada se detuvo en el montónde ropa sucia que se apilaba a sus pies.Seguro que al menos había veintecalcetines, en su mayoría negros. Klausno llevaba calcetines de otro color.

«Los hombres lo tienen más fácil —pensó—, al menos en cuanto a laropa». Entonces recordó a su padre:cuando salía de casa siempre llevaba

traje, a veces gris, otras azul oscuro onegro.

Ella nunca encontraba nada que lesentara bien: había muy pocos vestidosbonitos de la talla 46.

Ordenó la ropa con rapidez; ahorahabía tres montones: ropa blanca, decolor y negra.

Finalmente recogió la camiseta decolor azul claro. Cuando se disponía adejarla en el montón de las prendas decolor, notó las manchas de sangre. ¿Dedónde habían salido? De prontobarruntó algo: en adelante debía sermás cuidadosa…

Primero debía dejar la camiseta en

remojo antes de lavarla: las manchasde sangre no desaparecían si no sedejaba la prenda en remojo. Arrojó lacamiseta hacia la pica pero de repentetitubeó. No, las manchas no saldríancon el lavado. Volvió a cogerla y lacontempló… Y en ese momento unasonrisa le iluminó el rostro.

A la mañana siguiente Katrin llamó asu madre y, entre lágrimas, le contó loque había ocurrido con Leo. Se alegróde que pese a la pena, su madre semostrara capaz de conservar la calma.Katrin le prometió que iría a verla más

tarde y que entonces se lo explicaríatodo hasta el último detalle, pero queprimero debía acudir a comisaría pararealizar un retrato robot de la pretendidaTanja.

Al principio Katrin se había sentidoangustiada ante la perspectiva de tenerque pensar en Tanja, pero se sorprendióal descubrir que mientras estaba en lacomisaría, sentada junto al dibujante, sesentía relajada. Recordar lascaracterísticas del rostro de esa mujer,la forma de la nariz o el color de losojos resultaba tranquilizador.

Katrin clavó la vista en la pantallacon gran concentración.

—El rostro es demasiadoredondeado.

El dibujante hizo una modificación.—Sí, es más o menos así.—De acuerdo —dijo el dibujante—.

Lo está haciendo muy bien; ahora lemostraré diversas imágenes de ojos.Reflexione con calma y luego dígamecuáles se parecen más a los de la autoradel delito.

Katrin asintió: sus ojos. Los ojos deTanja le habían llamado la atención deinmediato. Eran de un azulresplandeciente, rodeados de arruguitasde expresión que aparecían en cuantosonreía. Precisamente este rasgo había

sido el motivo de que Tanja le cayerasimpática desde el principio. Esa mujerreía con los ojos, por eso su risa nuncaparecía falsa. Y su mirada siemprehabía sido directa y sincera, como la dequien no tiene nada que ocultar.

Katrin soltó una carcajada irónica:¡qué tonta había sido!

Señaló una imagen en concreto.—Esos se parecen bastante.—Muy bien —dijo el dibujante e

incorporó los ojos al retrato—. Ahoraharemos lo mismo con la boca; vuelva acontemplar las diferentes formas contoda tranquilidad.

La boca de Tanja… No dejaba de

aplicarse brillo en los labios, por esoparecían más gruesos de lo que ya eran,y como en general estaba de buen humor,sus dientes blancos e inmaculados seveían con frecuencia.

Katrin indicó unos labios y eldibujante los incorporó al retrato robotde inmediato.

—Ahora solo faltan las orejas —dijo él.

—Siempre llevaba unos pendientesmuy llamativos —explicó Katrin—,aunque no sé si este tipo de detallesdebe aparecer en un retrato robot.

—Sí, sí —replicó el dibujante—.Los incorporaremos a la imagen. Porque

a fin de cuentas, si quiere puedemodificar su aspecto. Puede ponerse unapeluca y unas gafas y nadie lareconocería. Pero si los pendientes sontan llamativos, a lo mejor alguien de suentorno los recuerde. ¿Cómo eran?

—Eran de cristal rojo y en forma defresa.

El dibujante asintió y esbozó algo enel ordenador.

—¿Como esto?—En la parte superior había unos

cristales verdes… Sí, exactamente así.Era la última pieza del

rompecabezas.Katrin contempló la pantalla con

expresión espantada: allí aparecía unamujer sonriente, cordial y simpática, conarruguitas en torno a los ojos de miradasincera. Una mujer que resultabasimpática desde el primer momento.

Tanja.Su peor pesadilla.

Käfer estaba sentado ante suescritorio devorando una ración depudin con gran fruición y contemplandoa su colega Charlotte mientras esta abríala ventana, tomaba asiento en el anchoalféizar y dirigía la mirada al patiotrasero. El edificio de la comisaría de

policía era tan elevado que en el pationunca daba el sol. Un frescor agradablese elevaba y la corriente de aire loarrastraba hasta su escritorio.

—Hace treinta grados y soloestamos en mayo —dijo Charlotte.

—Y el aire acondicionado vuelve aestar estropeado —replicó Käfer con laboca llena.

—Vaya —dijo ella, ensimismada—.La delincuente colgó una imagen de ungrupo de personas en Facebook en laque aparece al lado de Christa Leifart—dijo, regresando abruptamente al caso—. Es decir, que no abrió la cuenta solopara entrar en contacto con Katrin

Ortrup, en realidad quería que la madrede Leo se enterara de la existencia deLeifart.

—¿Pero para qué? —preguntó Peter.—Para que Katrin Ortrup se enterara

de que su marido la engañó con Leifart.—Vale. Secuestra al niño, saca a la

luz la infidelidad del marido… ¿Quépretende? ¿Destruir la familia? —dijoKäfer y bebió un sorbo de café—. ¿Conqué fin?

—Quizá intente hacer daño a KatrinOrtrup o a Thomas Ortrup…

—O a ambos.—Hum…—¿Por ahora qué sabemos acerca de

la foto del grupo? —preguntó Charlotte.La señora Leifart le había dicho a

Käfer que la instantánea había sidotomada hacía tres años, en elSchwarzwald, durante un congreso detodos los grupos alemanes de autoayudapara los enfermos de diabetes mellitusen el que habían participado unasquinientas personas. Por desgracia nadiehabía anunciado su presencia porescrito, puesto que solo había quehacerlo con antelación para asistir a losdiscursos y las cenas. Todos losinteresados podían visitar los puestosdonde proporcionaban información y fueallí donde se tomó la foto. La señora

Leifart, que sufría diabetes desde niña,logró recordar a la autora del delitocuando él le mostró la foto en la pantalladel ordenador.

—El nombre no me dice nada, perolos pendientes… Sí, sí: hablé con ella—le había dicho—. No solo de laenfermedad sino también sobre la vidaen general, los hijos y la familia. Mepareció una persona muy agradable. Aúnrecuerdo que me dijo que su vida era undesastre, pese a que ella siempre habíaprocurado hacerlo todo correctamente.Ya no recuerdo el motivo, pero de algúnmodo acabamos hablando delmatrimonio, de la infidelidad y de tener

una aventura.—¿Recuerda si le comentó que

había tenido usted una aventura conThomas Ortrup? —le había preguntadoKäfer.

Christa Leifart se había limitado aencogerse de hombros. No lo recordaba,pero tampoco podía descartarlo.

—Hablamos de tantas cosas… —lehabía dicho—. Durante el congresoconocí a muchísima gente; en esasreuniones enseguida tomas confianza conla gente: el destino compartido creavínculos. Por más que quisiera, nopodría darle los detalles.

—¿Recuerda el nombre de esa

mujer? —había insistido Käfer, pero laseñora Leifart se limitó a negar con lacabeza.

Peter se metió el último trozo depudin en la boca.

—La autora del delito no estaba enel mismo grupo de autoayuda que laseñora Leifart —murmuró.

—No nos quedará más remedio querecorrer uno por uno todos los grupos deautoayuda que participaron en el evento.A lo mejor uno de los participantesreconoce a la culpable.

—Así es —dijo Käfer, suspirando—. Ya le he encargado a dos colegasque averigüen todos los grupos de

autoayuda para diabéticos que existen enAlemania; han de enviarle la foto delgrupo y el retrato robot a todos ellos.Después han de hablar con los miembrosuno por uno, sin dejar de comprobar lasinscripciones para asistir a los discursosy las cenas. Tardaremos bastante enconseguir un resultado, si es quellegamos a obtenerlo.

—Entonces partamos de la base deque la delincuente es diabética —dijoCharlotte—. Quizá tuvo que visitar almédico mientras trabajaba de niñera.Aguarda un momento…

Charlotte cogió el teléfono y marcóun número, pero tras unos minutos

volvió a colgar el auricular y contemplóa su colega con desánimo.

—La madre de Ben no sabe nadaacerca de una posible enfermedad; dehecho no puede decirnos casi nada sobrela vida privada de Tanja.

Peter sacudió la cabeza.—¿Cómo es posible que sepa tan

poco sobre la mujer a quien confiaba suhijo?

—Mantuvo muy pocasconversaciones íntimas con Tanja. Engeneral solo la veía durante unosminutos, antes de ir al trabajo y alregresar a casa. Intercambiaban unaspalabras si debían comentar algo

importante y eso era todo —adujo ella.—¿Hay que acudir al especialista

cuando se sufre una enfermedad comoesa?

Charlotte siempre conocía lasrespuestas a las preguntas relacionadascon temas de salud, aunque suespecialidad era la psicología.

—En realidad quienes se ocupan deello son los internistas, pero que yo sepaexisten especialistas en diabetes. Lo másimportante es que el paciente reciba lamedicación adecuada.

—Vale, en ese caso también habráque hablar con todos los especialistas endiabetes —dijo Peter, al tiempo que

tomaba nota—. ¿Y no es posible quellamara la atención comprandodeterminado tipo de alimentos?

Charlotte negó con la cabeza.—Olvídalo. Es evidente que como

diabética tenía que controlar sualimentación, pero debía hacerlo detodos modos porque sufría desobrepeso. Otro tema posible es laimposibilidad de tener hijos. A menudolas diabéticas tienen dificultades paraquedar embarazadas pero ¿puede ser laimposibilidad de tener hijos el móvildel delito? Eso no encaja con todo lodemás.

—Al parecer, todo este asunto es

bastante más complejo de lo quecreímos al principio —dijo él—. Entodo caso, no se trata en absoluto de unsecuestro normal.

Charlotte bajó del alféizar y cogióun rotulador. En el rotafolio situadofrente al escritorio de Peter apuntó:«Encuentro con Christa Leifart».

—El hecho de conocer a la señoraLeifart tuvo que ser un acontecimientoclave —dijo—. Según nuestrasinformaciones actuales, es imposibleque dicho encuentro se diera de formaplaneada, así que el desencadenante seprodujo hace tres años…

—… y coincide precisamente con la

fecha de nacimiento de Leo —lainterrumpió Käfer.

—Correcto —asintió Charlotte yapuntó «Nacimiento de Leo» en elrotafolio.

—Así que tal vez se enteró de lainfidelidad de Ortrup y del nacimientode su hijo en fechas próximas entre sí —dijo Käfer—. Pero si en efecto existióuna conexión, ¿por qué esperó tres añospara secuestrar al niño?

Charlotte se encogió de hombros.—¿Quizá porque antes no se

presentó la oportunidad? Sospecho quehacía tiempo que andaba organizándolotodo mentalmente. Es algo que se da con

frecuencia en los casos de delitossexuales: los agresores suelen fantaseardurante años con cometerlos. No dejande imaginarlo, como si estuvieroncontemplando una película porno, perolos límites impuestos por la sociedad osus propias inhibiciones les impidenllevarlos a cabo. Hasta que de prontoese límite desaparece. A menudo bastacon una casualidad: un encuentro, unapelea, un regalo de Navidad que no es elesperado… A veces lo que convierte auna persona cualquiera en un delincuentepeligroso solo es un detalle, pero otrasbasta con que se presente la oportunidadadecuada. A lo mejor eso fue lo que

sucedió en el caso de Tanja.—¿Crees que esa Tanja podría ser

una delincuente sexual? —preguntóKäfer.

—No —respondió Charlotte en tonorotundo—. Porque en ese caso tambiénpodía haber raptado al pequeño Ben.

—Según tu teoría, seguramentesufrió una experiencia traumática ycuando por azar oyó mencionar aThomas Ortrup ya no pudo controlarse—dijo el comisario jefe y bebió elúltimo sorbo de café.

—Sí, estoy convencida de ello. Unaexperiencia con la que cargaba desdehacía años y que suscitaba en ella una

idea recurrente de venganza. Esprobable que ni siquiera tuviera clarocómo iba a tomarse dicha venganza, y depronto conoció a la señora Leifart y eseencuentro supuso el desencadenante.

Detrás de las palabras «Encuentrocon Christa Leifart» Charlotte dibujóuna flecha que indicaba el pasado yencima escribió «Trauma».

—¿Crees que pudo tratarse de unaviolación? —preguntó Käfer.

—¿Te refieres a que Thomas Ortrupla violó en algún momento?

—Solo lo planteo como unaposibilidad.

Charlotte reflexionó.

—Mientras estudiaba psicologíatrabajé con mujeres que fueron violadasen la infancia y adolescencia y que solose vengaron cuando se convirtieron enadultas. Pero en general, estas mujeresmantenían una relación de dependenciacon el violador.

—Te refieres a que sufrieron abusospor parte de su padre o su padrastro, porejemplo —dedujo el comisario.

—Exactamente. Y en general tardanaños en desarrollar la capacidad dedefenderse de esos hombres; entoncespodrían tratar de descargar el odioacumulado durante mucho tiempocometiendo un acto violento.

—Eso no cuadra con el caso, amenos que Ortrup nos haya ocultadoalgo —dijo él.

Luego reflexionó unos instantes. Enrealidad, durante el primerinterrogatorio Ortrup le había parecidomuy normal, un padre muy preocupado ypunto…, que sin embargo empezó atartamudear en cuanto habló de susecretaria.

—Me parece inimaginable queThomas Ortrup sea capaz de violar a unamujer —dijo Charlotte finalmente.

Käfer se encogió de hombros.—Soy capaz de imaginarme muchas

cosas. Además, el nombre «Alecto»

encajaría perfectamente. He investigadoen Internet y he descubierto algointeresante: Alecto era una de las tresErinias: Alecto, Megera y Tisífone. Lastres diosas de la venganza de lamitología griega.

Charlotte le lanzó una miradasorprendida.

—¿Alecto?—Era la que se encargaba de

castigar todos los pecados morales. Yesos también incluirían los delitossexuales.

—O las infidelidades —apuntó ella—. ¿Qué más has averiguado?

—No mucho. Hay diversas empresas

que figuran bajo ese nombre. Lasinvestigaremos a todas. También heencontrado algunas personas con dichonombre, todas inmigrantes. A esastambién las investigaremos una por una.A lo mejor alguna resulta interesante.

—Bien. Para más seguridaddeberíamos hablar con todas las mujeresdel entorno de Thomas Ortrup paraaveriguar si alguna sufrió un abuso.Hemos de hablar con su mujer, con laseñora Leifart, con su secretaria…

—De eso me encargaré yo —seofreció Käfer.

—Se me acaba de ocurrir otra cosa—añadió Charlotte en tono pensativo—.

Dijiste que la señora Leifart tiene unhijo…, que también es rubio…

—Sí. Tiene seis años.—Cuando la delincuente conoció a

la señora Leifart el niño habría de teneraproximadamente la edad de Leo.

—¿Adónde quieres ir a parar?—¿Y si Tanja actuó por encargo de

otra persona? ¿De alguien que queríahacerse con un niño rubio como Leo? —prosiguió Charlotte.

—¿Tráfico de niños?Ella asintió y Käfer frunció el ceño,

asqueado. Charlotte tenía razón. No eramuy frecuente que las mujeresparticiparan activamente en semejante

tipo de delitos, pero de vez en cuandoocurría. En general, se trataba demujeres que habían sido secuestradas ysufrido abusos en la infancia y que másadelante —y por grandes sumas dedinero— proporcionaban niños a losautores de abusos. Lo tenían más fácilque los hombres, porque nadie creía queuna mujer fuera capaz de semejantecosa. Al principio, cuando ingresó en laBrigada de Investigación Criminal,había conocido un caso así. Una jovenque a los diez años había sidosecuestrada en Rumanía, trasladada aAlemania y obligada a prostituirse. Alos veintiún años esa misma mujer

empezó a trasladar niños rumanos aBerlín. Al parecer, semejante actividadno le causaba sentimientos de culpa, ydurante el juicio no comprendía de quése le acusaba; afirmó que ella siemprehabía tratado a los niños con muchoafecto, que en el pasado a ella siemprela habían maltratado y que a fin decuentas, ella les había ahorrado esedestino a los niños. La mujer seconsideraba a sí misma una especie demadre sustituta que solo se preocupabapor el bienestar de sus protegidos. Losniños confirmaron su declaración:dijeron que siempre los había tratadobien, que les había proporcionado

golosinas y juguetes. Y tambiénvacaciones.

—Ello también encajaría con elgrupo de autoayuda —siguió diciendoCharlotte—. Dichos delincuentes amenudo ingresan en este tipo deasociaciones…

—… con el fin de entrar en contactocon sus víctimas —añadió Käfer.

Charlotte asintió.—Exactamente. Si los padres

enferman y ya no pueden ocuparse desus hijos, entonces a esa clase deindividuo le resulta fácil ganarse laconfianza de la familia —dijo—. Y si elenfermo es el niño, también funciona. Un

niño enfermo tiene poco contacto consus coetáneos y le encanta que undesconocido le prodigue sus atenciones.Se convierten en presas fáciles.

Käfer negó con la cabeza.—Puede ser, pero en este caso es

más bien improbable, puesto que esascosas funcionan mucho mejor en otrospaíses, por ejemplo en los del antiguobloque oriental. Es horroroso, pero esmucho más sencillo viajar hasta allí yhacerse con un niño que pasar semanas ymeses aquí, en Alemania, para ganarsela confianza de una familia y despuésdesaparecer con el niño. No: creo quepodemos descartarlo.

—¿Quieres descartar el tráfico deniños?

—No del todo, pero no me pareceque sea lo más probable. ¿Por qué nohablas con Marc Lohmann de la BrigadaAntivicio? Lo primero que haré serácontactar con las mujeres. Estoyconvencido de que se trata más bien deun motivo personal —concluyó elcomisario, quien enseguida se puso depie—. Hasta luego.

Charlotte abrió la boca como si sedispusiera a decir algo.

—¿Hay algo más?—No lo sé, pero tengo la impresión

de que hemos pasado algo por alto.

—Llámame cuando lo recuerdes —dijo Käfer y abandonó el despacho. Sumóvil sonó antes de que alcanzara elascensor.

—¡Ya sé lo que había pasado poralto! —oyó decir a Charlotte por elteléfono y, sorprendido, Käfer escuchósu breve relato.

Marc Lohmann estaba pálido.«Como siempre —pensó Charlotte—.No es de extrañar, su puesto a menudolo obliga a trabajar de noche y no debede tener muchas ocasiones de dormirbien».

Lohmann sostenía una gran taza decafé en la mano y mantenía la vistaclavada en la pantalla del ordenador.Charlotte consideraba que lo peor detodo eran las interminables búsquedasen Internet que sus colegas se veíanobligados a realizar. Internet estabarepleto de repugnantes fotografías ypelículas que había que controlar yexaminar para descubrir a las víctimasde abusos a menores. Charlotte sabíaque contemplar este tipo de imágenessuponía un penoso deber.

—Hola, toma asiento —dijoLohmann sin despegar la vista de lapantalla—. ¿Quieres un café?

Señaló el termo de color beigeapoyado en la parte posterior delestante; estaba cubierto de manchassecas de café, claro indicio de que hacíatiempo que nadie lo lavaba.

—Gracias, ya he tomado bastantecafé —contestó Charlotte.

—Enseguida habré acabado.Lohmann cliqueó un par de veces

con el ratón y pulsó unas teclas; luegoalzó la mirada con aire satisfecho.

—Bien, he cerrado esa página demierda y la gente ya no podrá seguirganando dinero con ella —dijo.

—¿Qué era?—No quieras saberlo —dijo

Lohmann y cogió una carpeta—. Aquíestá la comprobación del ADN de tucepillo de dientes: lamentablemente nohay resultados, no figura en nuestra basede datos.

—Gracias. Había que intentarlo —dijo Charlotte, cogiendo la carpeta—.¿Puedo hacerte una pregunta?

Lohmann asintió.—¿Consideras probable que se trate

de un delito sexual relacionado con eltráfico de niños?

—Por lo que sé del caso, me parecebastante improbable. Si estuviéramos enCamboya o en Tailandia ya sería otracosa —dijo, lanzando un suspiro—. La

semana pasada cerramos una página enla que podías introducir tus deseos contodo lujo de detalle: color del pelo, delos ojos, edad, complexión física. Losinteresados podían solicitar sus víctimascomo en un catálogo; incluso haypáginas con la misma estructura queeBay. La gente puede introducir susofertas junto a la foto de un niño.

—¡Dios mío!Charlotte meneó la cabeza con

expresión horrorizada.—¿Quieres decir que secuestran a

los niños y luego los subastan?—Sí. Esas cosas existen, pero aún

no nos hemos topado con un caso en el

que estén involucrados niños alemanes—añadió—. El tráfico de niños funcionaen dirección contraria: trasladan niñosdel Tercer Mundo aquí, pero en generalno venden niños alemanes. Seríademasiado arriesgado.

Charlotte reflexionó un momento.—¿Qué tendría que hacer si quiero

hacerme con un niño rubio de tres años?—preguntó.

Lohmann le dijo que los pedófilosestablecían relaciones a través de la red.

—En dicho caso, es de suponer queel pedófilo empezaría por investigar losforos correspondientes para comprobarsi alguien podía proporcionarle un niño

de esas características. Por desgraciahay muchos padres y padrastrosdispuestos a vender a sus propios hijos.

Lohmann hizo una breve pausa.—Y también muchas madres, pero

aún no me he encontrado con ningúncaso en el que un niño de esa edad fuerasecuestrado y vendido. En todo caso,ningún niño alemán.

—¿Y que alguien secuestre al niñopara mantenerlo prisionero duranteaños? ¿Crees que es posible?

—No en el caso de un niño tanpequeño. El culpable no podría seguiradministrándole tranquilizantes durantemucho tiempo. Me temo que si el

pequeño ha caído en manos de pedófilosya no estará con vida.

Charlotte inspiró profundamente y sepuso en pie.

—Gracias por la información. Paraserte sincera, me alegro de que no hayaspodido ayudarme.

—¿Cuándo pensáis hacerlo público?—Pronto, muy pronto.

Katrin y Thomas estaban sentadosuno frente al otro en silencio. Ambossostenían una taza de té en la mano y eracomo si quisieran entrar en calor.Thomas mantenía la vista clavada en el

suelo, Katrin miraba por la ventana. Lostibios rayos del sol penetraban por loscristales de las ventanas, pero Katrintiritaba. Había decidido hablar conThomas y estaba decidida a perdonarle,pero le resultaba más difícil de lo quehabía pensado.

—Tal vez deberíamos olvidar todoel asunto —soltó por fin.

Su marido alzó la mirada y lacontempló con expresión aliviada.

—Pero solo porque Leo… —prosiguió ella y carraspeó—. Si nohubiese desaparecido la situación seríacompletamente distinta.

—Lo sé —musitó Thomas.

—Pero tal como están las cosas,hemos de permanecer unidos —añadióKatrin y sus ojos volvieron a llenarse delágrimas—. Espero que se encuentrebien —sollozó.

Thomas dejó la taza en la mesa y sesentó junto a ella en el sofá. Trastitubear unos instantes, la estrechó entresus brazos.

—Lo echo tanto de menos… —dijoél con voz temblorosa.

—Si él… si él… —Katrin seinterrumpió—. Si hubiera ocurrido lopeor, hace horas que hubieranencontrado su… Tendrían que haberencontrado algo, ¿verdad?

Thomas no respondió; solo acunó asu mujer en silencio.

—Estoy segura de que aún está vivo—dijo ella de pronto, se desprendió delabrazo de su marido y lo contempló conojos llorosos—. Porque si le hubierapasado algo, yo lo sabría. ¿Por qué nologran encontrarlo?

—Creo que esa mujer se llevó a Leode la ciudad —dijo Thomas—. No sehabría quedado en Münster. Quizá ya sehaya largado al extranjero; la policíadebe ampliar la búsqueda mucho más.

Katrin negó con la cabeza.—El comisario jefe me dijo que

Holanda y Bélgica participarán en la

búsqueda —dijo, mordisqueándose lascutículas y arrancando un trozo de piel.La herida empezó a sangrar en el acto yse metió el dedo en la boca—. Nodebería haberlo dejado a su cuidado…—murmuró.

—Nadie podía saber qué seproponía esa mujer —replicó Thomas.

—Da igual: tendría que habermequedado con él.

—¡Pero si tenías que asistir alentierro, cariño! No podías quedarte conél.

—Nunca habríamos…—No sigas reprochándotelo —la

interrumpió él.

—No puedo evitarlo —exclamóKatrin y se restregó las lágrimas—. ¡Mideber era cuidar de él! Soy su madre,¿no? ¡Y tenía que protegerlo! Y ahora hadesaparecido…

Katrin volvió a sollozar.—¿Acaso tú no te haces reproches?Su marido meneó la cabeza.—No. Estoy muy preocupado por

Leo, pero ¿reproches? ¿Por qué deberíasentirme culpable?

Katrin lo contempló muy seria.—¿Qué quieres decir? ¿Que eres

menos culpable que yo?Aún no había acabado la oración

cuando se dio cuenta de que tenía razón.

Desde que se mudaron a MünsterThomas solo se dedicó a trabajar; nohabía dispuesto del tiempo necesariopara ocuparse de lo cotidiano, no sehabía hecho amigo de Tanja y tampocohabía dejado a Leo a su cargo. No: él notenía la culpa de nada. Fue ella la quetrabó amistad con una delincuente, ellala que actuó con ingenuidad.Exactamente como le había dicho sumadre…

—Escúchame bien —dijo Thomas yle cogió el rostro con ambas manos—.Ninguno de los dos tiene la culpa de loocurrido. Solo esa demente, esadelincuente… ella es la única culpable.

Tú, yo, Leo…, ninguno de los tres tienela más mínima culpa, ¿vale?

Ella asintió en silencio y Thomasvolvió a abrazarla. Durante un ratopermanecieron allí sentados.

Katrin inspiró profundamente en unvano intento de tranquilizarse. Lospensamientos se arremolinaban en sumente. De pronto recordó algo y seenderezó.

—Hay otra cosa que debo decirte.Thomas la miró con aire expectante.—Estoy embarazada.Los ojos de su marido se llenaron de

lágrimas, sin embargo sonrió.—Por eso tenías tantas náuseas.

Katrin asintió.Thomas la abrazó y le apoyó una

mano en el vientre.—Hola, pequeño —dijo en voz baja.—No se lo pude contar a papá —

dijo Katrin y tragó saliva—. No se lopude contar a nadie.

Pero en ese preciso instante unescalofrío le recorrió la espalda.

—¡Dios mío! —dijo en tonoapagado—. Sí, se lo conté a alguien. Aella.

Thomas no tuvo que preguntarle aquién se refería.

La gallina había hervido durantemás de una hora. Grandes círculos degrasa flotaban en el caldo y ellaintentó quitarlos con la espumadera. AKlaus le disgustaba la sopa muygrasienta y ella quería evitar a todacosta que volviera a enfadarse.

Sacó la gallina de la cacerola conmucho cuidado. Quería deshuesarla,así podría volver a añadir una parte dela carne a la sopa y al día siguientepreparar un fricasé con el resto.

Cogió un afilado cuchillo de cocinay separó la carne de los huesos,

blancos y desnudos.Se estremeció. Los huesos. Se

parecían a los huesos del bosque, a losde su amiga colgada de un árbol:horrorosos pero de algún modocómicos.

Había insistido en echar un vistazoal féretro antes de la incineración.Aunque le dijeron que no encontraríanada que le recordara a su amiga,quiso despedirse de ella. Pero eraimposible despedirse de unos huesosdesnudos cubiertos por una mortaja.

Fue el peor día de su vida. No: elsegundo peor, porque el más nefasto detodos fue uno en el que todo cambió

irremediablemente.En esa ocasión ningún miembro de

la familia de su amiga había acudido alentierro, ni siquiera sus padres. Comodevotos cristianos no podían perdonarel suicidio de su hija. Cada vez que lorecordaba se enfadaba, incluso en elpresente.

Cogió el cuchillo, contuvo elaliento durante un instante y luegoclavó profundamente la hoja en lapechuga de la gallina. Una vez, dosveces, tres veces.

Charlotte Schneidemann dirigió a su

colega una mirada de sorpresa. Pese alcalor reinante, la mujer que acababa deentrar en el despacho y que abajo, antela puerta, se había identificado comoCarmen Gerber, llevaba un jersey grisde lana de cuello cisne y tejanos.Apenas se había maquillado y se habíarecogido los cabellos en una coleta.Tenía los ojos enrojecidos, como sihubiera estado llorando.

—Quiero presentar una denuncia —anunció Carmen Gerber—. ContraThomas Ortrup, mi jefe.

Käfer le ofreció una silla.—Siéntese, por favor.La mujer asintió, ocupó la silla que

había al otro lado del escritorio y seaferró a su bolso negro.

Charlotte se apoyó contra uno de losarchivadores.

—¿Y cuál es el motivo de ladenuncia? ¿Qué ha ocurrido?

Carmen Berger bajó la vista unmomento. Luego carraspeó.

—Me ha tratado con violencia —dijo en voz baja.

—¿Cuándo y en qué situación?Carmen tragó saliva.—Hoy, en su despacho.—¿Y qué le hizo Thomas Ortrup?La señora Gerber se soltó la coleta y

se apartó los cabellos de la nuca.

—Esto.Charlotte se acercó a ella y

descubrió un hematoma abultado en lacabeza.

—¿Cómo ocurrió?—Él… —dijo Carmen Gerber y

volvió a bajar la vista como si seavergonzara.

—¿Prefiere hablar a solas con micolega? —preguntó Käfer.

Ella negó con la cabeza y alzó lamirada.

—No, no importa. No me resultafácil… pero da igual —dijo, tomandoaire—. Ha ocurrido este mediodía. Mijefe entró en el despacho y me ordenó

que le diera un informe. Como no se lollevé en el acto se enfadó y me tirócontra la pared…

La mujer se interrumpió.Charlotte y Käfer guardaron

silencio. Era importante no interrumpirla declaración.

—Entonces… —prosiguió CarmenGerber tragando saliva—, me caí.Cuando me disponía a incorporarme vique cerraba la puerta con llave y que seabría el pantalón Se sacó el… el pene.Me agarró del pelo y me obligó a… ametérmelo en la boca…

Carmen Gerber abrió el bolso, sacóun pañuelo y se lo llevó a los ojos.

—Fue asqueroso… —dijo y empezóa sollozar—. He pedido que metrasladen. No puedo seguir trabajandocon él…

—¿Cuál era su relación con el señorOrtrup? ¿Era profesional o había algomás? —preguntó Käfer.

La señora Gerber vaciló.—Lo apreciaba mucho.—¿A qué se refiere exactamente? —

dijo Charlotte, frunciendo el ceño.—Reconozco… Sí, reconozco que

me enamoré de él desde el primer día.¡Era tan amable…! Me dedicaba muchotiempo y atenciones, algo a lo que noestaba acostumbrada. Pero su

amabilidad no duró mucho. Empezó apedirme que me vistiera de formaprovocativa. Mis colegas murmuraban amis espaldas y eso me afectaba mucho.En cuanto nos encontrábamos a solas,me tocaba el trasero y me acosaba. Peroyo siempre rechacé sus insinuaciones,también porque temía que una aventuracomo esa podría costarme el puesto. Yentonces, cuando llegamos a Américadel Sur, ocurrió. En realidad, yo nodebería haberlo acompañado, pero élinsistió.

—¿Y qué ocurrió en América delSur? —preguntó Käfer.

—El negocio salió muy bien así que

lo celebramos un poco. Ahora creo queThomas me emborrachó, me arrinconóen una esquina del bar y me metió mano,y después fuimos a su habitación…

—¿Y allí mantuvieron una relaciónsexual? —preguntó Charlotte.

Carmen Gerber asintió.—¿El señor Ortrup la obligó a

mantener relaciones sexuales con él?La señora Gerber titubeó.—No… Yo también lo deseaba,

pero… ¡Ha de comprenderlo: acaba deenterarse de la muerte de su suegro! Yen vez de regresar inmediatamente acasa en avión, decide divertirse un pococon… —dijo, y se sonó la nariz—. Me

ha decepcionado muchísimo. Eshorrible…

—¿Por qué nos cuenta todo esto? —quiso saber Charlotte—. No cabe dudade que el acoso sexual en el lugar deltrabajo es espantoso, pero nosotros nonos encargamos de esos temas.

—Lo sé —contestó Carmen Gerber—. En cierta ocasión, Thomas me dijoque si no fuera por su familia podríaempezar una nueva vida conmigo. Creoque su matrimonio se ha acabado yahora encima ha desaparecido su hijo…

La señora Gerber se interrumpió.—Creí que deberían saberlo —

añadió en voz baja—. Siento haberlos

molestado.La mujer se puso de pie.Charlotte le lanzó una sonrisa para

animarla.—No nos ha molestado. Y tiene

razón: cualquier indicio puede resultarimportante. Le agradezco que hayavenido.

Käfer aguardó a que Carmen Gerberabandonara el despacho, luego seinclinó hacia atrás y preguntó:

—¿Qué opinas?—Si lo que ha dicho es cierto,

entonces es posible que Thomas Ortrupno sea la persona que aparenta. Y si escapaz de comportarse de forma violenta,

o al menos no le importa recurrir a laviolencia, quizá podría guardar mayorrelación con el caso de lo que hemossupuesto —contestó Charlotte.

—¿Te parece que Carmen Gerber esdigna de crédito? —preguntó Käfer—.No sé… sexo forzado en el despachomientras en el de al lado estántrabajando… —El comisario meneó lacabeza—. Por otra parte, Ortrupreaccionó de forma extraña cuandomencionamos a su secretaria.

—Debiéramos tomarnos la denunciaen serio, al menos de momento, y nopodemos pasar por alto la agresiónfísica. Hemos de investigar el entorno

de Thomas Ortrup, quiero saber quéclase de hombre es. A lo mejor es deesos que se follan a todas las queencuentra.

Käfer arqueó las cejas.—¡Menudo lenguaje, señora colega!Charlotte hizo un gesto negativo con

la mano y Käfer soltó una carcajada.—Si resulta que el matrimonio ya es

solo una fachada, entonces puede que elniño supusiera un impedimento para elpadre, en caso de que realmente quisierainiciar una nueva vida con su secretaria—dijo Peter.

Charlotte reflexionó.Él frunció el entrecejo.

—Eh, ¿qué ocurre? ¿En qué estáspensando?

—Acabo de recordar algo. Yo yaconocía a Katrin Ortrup de antes de ladesaparición de su hijo. Ya decía yo quesu cara me sonaba, pero no lograbarecordar dónde la había visto.

Charlotte le contó a su colega quehabía conocido a Katrin Ortrup en elparking del hospital.

—Eso encaja exactamente con loque nos dijo su vecina, la señora Werres—dijo Peter—. Padres desbordados quea menudo dejan solos a sus hijos.Cuando les ocurre algo a los pequeños,los padres tratan de ocultar un accidente

fingiendo que se ha cometido un delito.Charlotte sacudió la cabeza con aire

pensativo.—Pero no la madre, eso no encaja

con su perfil. ¡Esa no se envía un SMS así misma y cuelga un perfil falso enFacebook!

—¿Y quién afirmaba esta mismamañana que Ortrup no era el tipo dehombre que viola mujeres? —dijo Käfercon una sonrisa maliciosa—. Hemos devolver a hablar con el matrimonio,hemos de confrontar a Thomas Ortrupcon la acusación de violación deCarmen Gerber y creo que sería positivoque su mujer estuviera presente.

—En realidad, informar a lasesposas de las infidelidades de susmaridos no forma parte de nuestrasatribuciones —replicó Charlotte—. Yeso dando por bueno que la infidelidadhaya existido.

—Desde luego. Pero ¿y si resultaque uno de los dos tiene algo que vercon la desaparición de Leo? Entonces lareacción ante la acusación de la señoraGerber podría resultar muy interesante.

—Tienes razón —admitió Charlotte—. Pero primero quiero pasar una fotode Leo a la prensa.

Peter asintió.—¿Cuánta información piensas

incluir?—Diré que ya tenemos una pista

concreta. Quien tenga a Leo ha deponerse nervioso cuando lea la noticiade que lo estamos buscando.

Tras una breve conversacióntelefónica con el jefe de redacción delMünchner Zeitung, Charlotte le mandóun mail con la foto de Leo. Al díasiguiente la publicarían en el periódicocon este mensaje:

Hace tres días Leo O., detres años, desapareció deMünster. Aunque se haidentificado a los autores del

delito, aún no se ha descubiertoel paradero del niño. La policíasolicita a cualquiera quedurante los últimos tres díashaya visto al niño que apareceen la fotografía o puedaproporcionar alguna pistaacerca de su paradero que seponga en contacto con laBrigada de InvestigaciónCriminal de Münster o queacuda a cualquier comisaría depolicía. También pueden enviarun mail a Dónde-está[email protected] información será

tratada con absolutadiscreción.

Cuando Katrin vio al comisario y lainspectora bajando del coche sintiónáuseas. Seguro que tenían noticias deLeo. ¿Serían buenas, o serían…?Prefirió no seguir pensando y abrió lapuerta con manos temblorosas.

—¿Lo han encontrado? —preguntócon voz trémula.

—No, lo siento —dijo Käfer—.Pero quisiéramos volver a hablar conusted y su marido.

Katrin se limitó a asentir en silencio,les franqueó el paso a ambos policías y

los condujo a la sala de estar. Thomasestaba sentado en el sofá, pálido y tenso,y se puso de pie enseguida.

—¿Hay alguna novedad? —preguntó, pero Katrin hizo un gestonegativo.

—Los policías quieren volver ahablar con nosotros —dijo ella.

—¿De qué se trata? —preguntóThomas al tiempo que volvía a sentarse—. Tomen asiento, por favor —añadióen tono exhausto.

—Como quizás usted habráimaginado, estamos obligados ainvestigar todos los aspectos —dijoCharlotte Schneidemann tras

acomodarse en un sillón—. Hemosconstatado que, con bastante frecuencia,la desaparición de un niño puededeberse a causas completamentediferentes a las que uno sospecha alprincipio, a motivos que no son tanevidentes…

Katrin dirigió una mirada irritada ala inspectora.

—¿Qué quiere decir?—En algunos casos los padres, en

especial la madre, dejan al niño solodurante un breve lapso…

—¡Nunca dejaría solo a mi hijo! —gritó Katrin; su voz se volvió aguda—.¿Cómo puede decir semejante cosa?

—Le ruego que se tranquilice,señora Ortrup. Lo comprendo —leaseguró Charlotte Schneidemann—. Séque existen situaciones excepcionales enlas que a uno no le queda otro remedio.A lo mejor fue lo que ocurrió el día quefalleció su padre. Seguro que recuerdaaquel día en el parking…

—No comprendo…—En el parking del hospital. Usted

dejó a su hijo en el coche y se marchó.Katrin rompió a llorar.Thomas le lanzó una mirada

desconcertada.—¿Cómo dice?—¡No me marché así, sin más! —se

defendió Katrin en tono ahogado—. Mipadre había muerto… Yo debía…, tuveque…

Se cubrió la cara con las manos y sedesplomó en el sillón. ¡Cuántas veces sehabía hecho esos reproches durante losúltimos días! Sabía que todo era culpasuya, que fue ella quien dejó a Leo alcuidado de Tanja, que fue ella quiendesatendió a su hijo. Y ese asunto en elparking…, y la desaparición de Leocuando corrió tras el vendedor dehelados… ¡Podría haber pasadocualquier cosa! Era evidente, los demástenían razón. Ella era la única culpablede lo que le estaba ocurriendo a su hijo.

—Si el día de la desaparición deLeo se produjo una situación similar,puede que el niño se escapara y setopara con su secuestrador más adelante.Nos resultaría muy útil saberlo.

—Ocurra lo que ocurra en otrasfamilias, nosotros no somos así. Jamásdejamos solo a nuestro hijo —replicóThomas en tono enérgico y le acarició laespalda a su esposa—. Ya le hemoscontado detalladamente lo que ocurrióaquella mañana.

—No me malinterprete —insistióCharlotte Schneidemann—. Solo se tratade una suposición, pero cuando hayproblemas en el matrimonio, hemos

de…De nuevo la interrumpieron.—¿A qué viene eso de que tenemos

problemas matrimoniales? —preguntóThomas, alzando la voz.

El comisario jefe Käfer le informóen breves palabras de lo que habíadeclarado Carmen Gerber.

—¡Esa está completamente loca! —Thomas se puso de pie abruptamente, sedirigió a la ventana y la abrió. Inspiró unpar de veces, como para tranquilizarse—. ¡Le juro que todo eso es una solemnementira!

Boquiabierta, Katrin contempló a sumarido. Un escalofrío le recorrió la

espalda. ¿Se suponía que Thomas habíaobligado a su secretaria a practicarle elsexo oral? ¿En el despacho? ¡Eso eracompletamente absurdo! ¡Thomas no eraun hombre violento! Jamás le habíalevantado la mano, y desde luegotampoco a Leo, ni siquiera cuando elpequeño sufría una rabieta porquequería imponer su voluntad. ¿Cómo eraposible que esa mujer afirmarasemejante cosa?

—Tiene un hematoma considerableen la cabeza —dijo Käfer.

Thomas cerró la ventana con gestoairado y se volvió.

—¡Pero si fue ella la que se me

insinuó, por amor de Dios! —soltó—. Yyo la rechacé y sí: se golpeó la cabezacontra la pared. ¡Nunca he tocado a esamujer!

—¿Nunca? —preguntó Katrincontemplándolo con expresión serena.

Thomas soltó un gemido.—¿Qué diablos les ha contado? ¡Yo

ya le había dicho que aquel asunto enLima no tenía la menor importancia!

—¿Qué asunto en Lima? —preguntóKatrin, desconcertada.

—Nada, absolutamente nada, cariño,no significó nada —se apresuró a decira Thomas.

—Por favor, Thomas —rogó ella en

tono grave—, basta de mentiras.—Escúchame, cariño, aquello no fue

nada, de verdad. Había bebidodemasiado y flirteamos un poco, fuealgo inofensivo que ni siquiera merecela pena mencionar… ¿vale? —dijoacercándose a ella, pero su mujer levolvió la espalda.

Las náuseas se apoderaron deKatrin; de pronto era como si noconociera a su marido. En los últimosdías había descubierto secretos muydolorosos que modificaban porcompleto la imagen que tenía de él.Siempre había confiado ciegamente enThomas, siempre había estado

convencida de que él la amabaincondicionalmente y que ella era laúnica mujer en su vida. Y entonces, enapenas unos días, habían aparecido dosmujeres con las que había mantenido unarelación…

Katrin carraspeó y se dirigió aCharlotte Schneidemann.

—Quisiera pasar unos días en casade mi madre. No supondrá ningúnproblema, ¿verdad? Por Leo, quierodecir… Si no estoy en casa…

La inspectora asintió.—No, no supone un problema. Su

marido se quedará aquí, ¿no?Thomas se limitó a asentir con aire

compungido.—Tiene usted la dirección de mi

madre, ¿verdad? —murmuró Katrin—.Siempre podrá localizarme allí, acualquier hora del día o de la noche.

—¡No hagas eso, cariño! —rogóThomas. Quiso rozarle el brazo, peroella se apartó—. ¡Quédate conmigo, porfavor, y podremos hablar de todo loocurrido! ¡Te juro que todo eso solo esun inmenso malentendido!

Katrin se puso de pie y se dirigió ala puerta, se volvió y contempló aThomas durante unos momentos.

—No puedo más —respondió porfin—. Y tampoco quiero hablar. Hayas

hecho lo que hayas hecho, ya no meinteresa. Necesito dedicar mis fuerzas amis hijos. Y a mí misma.

Luego abandonó la sala y subió laescalera con paso cansado. Quería meteren la maleta un par de cosas, pero¿cuáles? Permaneció de pie en eldormitorio, indecisa. Después volvió asalir y abrió la puerta de la habitaciónde Leo. Entonces vio el osito depeluche: aún llevaba la corbata en tornoal cuello. Le acarició la cabeza y loabrazó.

Por fin volvió a bajar y, mientrascogía las llaves y el bolso en elvestíbulo, oyó la voz del comisario.

—La señora Gerber ha presentadouna denuncia ante mis colegas por acososexual y agresión…

—¡Esa no está bien de la cabeza! —gritó Thomas.

—Señor Ortrup: su hijo hadesaparecido y al mismo tiempo loacusan de un acoso violento. Ya seimaginará las implicaciones de todoello.

Katrin se detuvo.—¿Está insinuando que soy

sospechoso de haberle hecho daño a mihijo? —oyó que decía Thomas.

Sin aguardar la respuesta delcomisario jefe, Katrin abandonó la casa.

Poco después llamaba a la puerta dela casa de sus padres, invadida porrecuerdos dolorosos. La última vez quehabía estado allí con Leo, su padre aúnestaba vivo. Desde entonces su mundohabía sufrido un gran desgarro, primeroaquel espantoso asunto con la gata…

Su madre abrió la puerta y abrazó aKatrin sin decir una palabra. No lepreguntó nada, se limitó a hacer la camaen el antiguo dormitorio de Katrin ydispuso toallas limpias.

—En tu armario aún quedan algunascosas tuyas —dijo—. Seguramentehabrá un pijama. Iré a preparar algo ricopara acompañar el té.

Katrin se limitó a asentir y subió lasescaleras. Al entrar en su antiguo cuartofue como si se precipitara al pasado.Evidentemente, sabía qué aspecto teníasu habitación de niña, pero por primeravez fue consciente de con cuánto primorhabían conservado sus padres el pasadode su única hija: nada había cambiadodurante los últimos veinte años. Susviejos carteles aún estaban pegados alas paredes y el globo terráqueo todavíareposaba en su escritorio de madera depino de color claro. Un póster bastantedescolorido de Frankie goes toHollywood aún estaba pegado a lapuerta de su armario. ¿Qué fotos

colgarían en el futuro de las paredes dela habitación de Leo?

«Seguro que las de alguna estrelladel fútbol —pensó—, porque ya ahorale encanta el tema. Leo, cariño mío,¿dónde estás? ¿Te encuentras bien?¿Tanja se ocupa de ti? ¿Te da bastantede comer? No te pongas triste, prontovolveremos a estar a juntos, muypronto».

Pero ¿y si Leo no aparecía? ¿Y si yaestaba…? ¡No, por amor de Dios! Nodebía pensar eso.

Katrin se tendió en la cama y cerrólos ojos. Le estaba agradecida a sumadre por no atosigarla con preguntas.

Si bien era curiosa por naturaleza, nuncase había inmiscuido en la vida privadade Katrin, algo que había supuesto unabendición, pero también una maldición.Por una parte no hubo conversacionesdesagradables acerca de la primera vezni de las precauciones que había quetomar, pero por otra, a veces habíaechado de menos los consejos y elconsuelo maternal.

Katrin jamás olvidaría su primer malde amores. Tenía diecisiete años ycuando su novio la dejó fue como si elmundo se acabara. Katrin se quedótumbada en la cama durante semanasenteras llorando sin consuelo, quemó

todas las cartas de amor y tiró alinodoro el anillo de la amistad que él lehabía regalado. No logró probar bocadodurante días, sin embargo su madrenunca se molestó en preguntarle qué leocurría. Cuando por fin Katrin le contópor propia iniciativa que su gran amor lahabía abandonado, su madre se limitó adarle unas palmaditas en la mejilla ydijo:

—No te lo tomes tan a pecho…Dentro de diez años te reirás de ello.

En algún momento, Katrincomprendió que solo se trataba de unafórmula convencional que en realidad nosignificaba nada y jamás olvidó el dolor

causado por el mal de amores. Pero adiferencia de entonces, ahora sabía queexistían sentimientos mucho másdolorosos.

Cogió el osito de Leo y lo apretócontra su pecho.

—¿Dónde estás, cariño, dóndeestás? —musitó.

Su vida se había desquiciado.¿Cómo podía haber ocurrido? ¿Por quéel destino de pronto la golpeaba contanta crueldad? Por más que a veces sesintiera bastante estresada, en realidadsiempre había sido feliz. De repenteansió volver a sentir estrés para luegovolver a sumergirse en la normalidad.

¡Qué bonito sería apresurarse parallegar a la guardería a tiempo pararecoger a Leo! Antes, una rápida visitaal supermercado y quizá pasar por lacasa de sus padres para charlar unmomento con su padre. Sí: sería muybonito correr de una cita a la siguiente ytumbarse en la cama por la noche,rendida pero feliz… En ese momento, encambio, estaba tendida en su antiguacama. Sola. Sin Leo, sin Thomas y sin supadre, que ya no estaba.

Katrin no quería volver a llorar, asíque se incorporó.

—¡El té y los sándwiches ya estánlistos! —dijo su madre desde el piso de

abajo.Katrin suspiró. En ese momento le

parecía imposible probar bocado. Salióal pasillo, se dirigió a la escalera y sedetuvo ante la puerta del estudio de supadre.

—¡Ahora mismo bajo! —gritó, abrióla puerta y entró. Entrar en el estudio enpenumbra, una estancia que de niñasiempre había tenido prohibida, le causóuna sensación extraña, como si estuvieratransgrediendo una ley. La habitaciónhabía sido el sanctasanctórum de supadre, su refugio, un lugar en el que anadie se le había perdido nada y donde,desde luego, no se podía jugar. Cuando

no se dirigía a la consulta para ocuparsedel papeleo, su padre solía retirarse alestudio después de la cena.

—Esa es la diferencia entre lastareas del hogar y los deberes —habíabromeado su padre cuando Katrin y sumadre lavaban los platos y él se retirabaa su estudio.

Mientras echaba un vistazo enderredor, Katrin casi se sentía culpable:no lograba desprenderse de la sensaciónde que no debía estar allí. Una vez supadre le había guiñado el ojo y le habíadicho que durante toda su vida habíaestado rodeado de mujeres: en laconsulta, en casa, en realidad siempre,

así que de noche necesitaba tomarse unrespiro.

Katrin abrió las cortinas para que laluz penetrara en la habitación y acaricióel empapelado de seda. Era de colorcrema, con finas líneas rojas. Para nodañarlo, todas las imágenes estabanfijadas a la pared mediante una cintaadhesiva especial que se podía quitarcon facilidad.

«Muy propio de papá», pensó Katrinsonriendo. A su padre siempre le habíadisgustado estropear las cosas, aunquesolo se tratara del pequeño agujero deun clavo en el empapelado.

—Se debe a mi profesión —había

dicho—. Porque al fin y al cabo prestéun juramento que me obliga a preservary no destruir.

Lanzando un suspiro, Katrincontempló las numerosas foto, quedespertaron muchos recuerdos en ella.Junto a un grabado antiguo del mercadoprincipal aún no destruido por la guerracolgaba una instantánea del primer díade clase de Katrin. ¡Menuda pinta teníaen esa época! Huecos en la dentadura ytrenzas. Junto a esta, una foto de supadre en un congreso de médicos, en laque aparecía muy alegre, rodeado de suscolegas. Katrin recordó que durante elfuneral habían dicho que un congreso sin

la presencia de su padre no era ni lamitad de divertido y, sonriendo, acaricióla foto.

—Viejo juerguista —murmuró.Después su mirada pasó a las otras

fotos: un retrato de la familia, tomadopor un fotógrafo profesional contra unfondo de color beige, papá trajeado deoscuro, mamá con un severo traje sastrey ella misma con florecitas y una faldaazul oscura. Como de otra época…

Justo al lado había una imagen deLeo; sostenía a Lizzie en brazos ysonreía a la cámara. Cuando Katrin notóque los ojos se le llenaban de lágrimasapartó la vista con rapidez. Estaba de

pie detrás de la gran silla negra deescritorio y acariciaba el cuero liso;entonces se inclinó y olisqueó el cuero.¿Eran imaginaciones suyas o aún sepercibía el aroma de la loción paradespués del afeitado que utilizaba supadre?

—Papá —dijo en tono apenado—,¿dónde estás ahora? ¿Leo ya te hacecompañía?

La idea la angustió hasta tal puntoque se apresuró a cerrar las cortinas ycasi huyó de la habitación.

El Skywalker era un bar tenebroso

cerca de la estación de ferrocarril.Cuando Charlotte abrió la puerta quedóenvuelta en una nube de humo de tabaco.Había unos diez clientes sentados en lostaburetes o a las mesas cochambrosassobre las que reposaban pequeñosfloreros con flores de plástico decolores chillones, y todos ellos fumabansumidos en sus pensamientos. Desdevarios pequeños altavoces diseminadospor el recinto sonaba una canciónalemana que había sido un éxito hacíaaños y tapaba la voz del periodista quesurgía de un televisor colgado porencima de un pasillo y que comentabalas incidencias de un partido de fútbol.

Una cuarentona gorda muy maquillada yescotada estaba de pie tras la barra.

«Ese es el aspecto con el que unosguionistas sin imaginación seimaginarían a una alcahueta», pensóCharlotte cuando la mujer le sirvió unaCoca-Cola Light.

¿Qué diablos estaba haciendo allí?De pronto se sintió como una tonta entretodos esos hombres cuyos hogares quizádejaran bastante que desear, si es quetenía algo que pudiera llamarse hogar.En realidad solo había querido salir adar una vuelta, como siempre, y pensaren otra cosa que no fuera el caso.Entonces se desencadenó la tormenta y

se había refugiado en ese bar.¿Por qué no había cogido un taxi

hasta la casa de Bernd? El mensaje quele había dejado en el buzón de voz eraperfecto: ni excesivamente insistente nidemasiado reservado. ¿Por qué no ledevolvía la llamada? ¿Para no tener quereconocer que ese hombre le gustaba?¿Que con él las cosas eran distintas?¿Que no le resultaba indiferente comotodos los demás? En cambio permanecíaallí sentada, en ese bar absurdo,bebiendo un refresco bajo en calorías yreflexionando acerca del caso y de suvida.

Consideraba buena señal el hecho de

que Katrin Ortrup se hubiese marchadode casa: si ambos progenitores hubiesenestado involucrados en la desaparicióndel niño seguro que habríanpermanecido juntos. Quienes llevaban acabo algo semejante no permitían queuna minucia como una infidelidad losseparara.

No: esos dos no habían cometido undelito, porque de lo contrario sureacción hubiese sido muy distinta. Nohubo ni un solo instante de vacilación,de inseguridad o de táctica. Frente a losreproches, Katrin y Thomas Ortruphabían reaccionado con una perplejidadmuy convincente. Por experiencia

Charlotte sabía que esa era la únicareacción sincera de la que uno era capazen semejante situación. En el pasadoella también había reaccionado delmismo modo.

Sin embargo, existía la posibilidadde que uno de los dos fuera responsablede la desaparición del niño sin que elotro lo supiera, y luego hubierareprimido el recuerdo de formainconsciente; no obstante, ello solopodía aplicarse a Katrin Ortrup, porquesolo ella había presenciado que Leo semarchó con esa Tanja. En este tipo decasos la hipnosis daba buenosresultados al permitir que los recuerdos

afloraran.Pero si Katrin Ortrup estaba

realmente involucrada en el caso, ¿quiénle había enviado el SMS que recibiótras la desaparición de su hijo? En esemomento, ¿quién sabía algo al respecto?Thomas Ortrup, claro está, y tal vezalgunos amigos con los que elmatrimonio hubiera hablado porteléfono. Tendrían que comprobar sialguno de ellos guardaba una relacióncon el SMS.

Quizás alguien deseaba proteger aKatrin Ortrup, por ejemplo su madre.Charlotte decidió que haría comprobarel número del móvil de Luise Wiesner.

Suspiró y pidió un vaso de agua.Cuanto más reflexionaba sobre el caso,tanto más se convencía de que en esafamilia había algo que no encajaba. Auncuando Katrin Ortrup no estuvieradirectamente involucrada en la repentinadesaparición de su hijo, Charlotte estabaconvencida de que la familia constituíael eje del asunto. Y su intuición nofallaba nunca…

¿Qué implicaba la infidelidad delmarido? Peter se había puesto encontacto con un par de sus compañerosde estudios y había averiguado que en elpasado Thomas Ortrup era un ligón.Hasta que conoció a su mujer…,

después había cambiado por completo.A lo mejor en algún momento tuvo unaaventura con esa tal Tanja y ahora lamujer se vengaba de su desengañoamoroso…

—Seguro que el crío ese ya estámuerto —dijo un hombre sentado a sulado.

Charlotte le observó: un tipo deaspecto desastrado, cabellos grasientosy gafas anticuadas leía el periódicosentado en el tercer taburete de la barra.El hombre alzó el vaso de cerveza y lovació de un trago.

—Hace horas que ha muerto —murmuró mientras seguía hojeando el

periódico.Charlotte volvió a dirigir la mirada

a la barra. Quizás ese desconocido teníarazón. ¿Existía aún la posibilidad deencontrar a Leo con vida? La mayoría delos niños eran hallados pocas horasdespués de su desaparición, pero yahacía más de dos días que Leo noestaba, como si se lo hubiera tragado latierra…

—Hola —dijo una profunda vozmasculina a sus espaldas. Frunciendo elceño, Charlotte se volvió: un hombreelegante de unos cincuenta años lamiraba con una sonrisa—. ¿Puedoinvitarla a una copa?

Charlotte estaba tan sorprendida queno supo qué contestar. Se sintió irritadaconsigo misma, porque en general no lefaltaban las palabras. En lugar de iniciaruna conversación, se quedó mirándolo:alto, de aspecto deportivo, cabellos muycuidados, tejanos azul oscuros, camisaazul claro marca Ralph Lauren…, justoel tipo de hombre que le gustaba.

—¿También usted se ha refugiadoaquí huyendo de la lluvia? —preguntó elhombre.

Charlotte reflexionó. Era sudebilidad: un encuentro casual con undesconocido, un poco de charla sobretemas intrascendentes, la excitación por

lo desconocido y después sexo sinbarreras. ¿Por qué no hoy?

Vaciló: algo había cambiado, aunqueignoraba qué. Solo sabía que esta vez nofuncionaría.

Dejó un billete de diez euros en labarra y dijo:

—Pues sí. —Y se dirigió a lapuerta, la abrió con gesto enérgico ysalió a la calle azotada por el aguacero.

Diez minutos después se apeó deltaxi delante de su casa. Había dejado dellover, la luna asomaba entre las nubes ysu luz se reflejaba en los grandes

charcos.Se dirigió a la puerta con aire

pensativo. ¿Qué había pasado? Depronto tuvo la sensación de que algohabía llegado a su fin. ¿Dónde estabaese hormigueo, ese estremecimientoproducido por la fantasía de pasar unanoche de lascivia desenfrenada con undesconocido?

Cogió las llaves del bolso, abrió lapuerta y en ese preciso instante unamano le rozó el hombro. De manerainstintiva la apartó de un golpe, sevolvió, cogió el brazo del atacante y selo retorció. El hombre cayó al suelo enel acto.

—¡Ay! ¡Maldición, qué te pasa!—¿Bernd? —exclamó Charlotte. Le

soltó el brazo y encendió la luz delvestíbulo—. ¿Qué estás haciendo aquí?

—¿Siempre reaccionas tanviolentamente?

—Y tú, ¿por qué te acercas tansilencioso? —preguntó ella, y le ayudó aponerse de pie.

Soltando un quejido, Bernd se frotóel hombro y le lanzó una miradaavergonzada.

—Sé que parece una estupidez, perome encontraba por aquí de casualidad ydecidí pasar a verte —dijo, limpiándoseel pantalón mojado—. ¿Acabas de venir

del trabajo? ¿O quizá de una citaexcitante? —añadió, dirigiendo lamirada al taxi que desaparecía tras laesquina.

—En primer lugar eso no te incumbe—contestó Charlotte con frialdad—. Yen segundo lugar: no.

Le echó un vistazo al reloj: eranpoco más de las once de la noche.

—¿Quieres subir y tomar un café?—Café, no —dijo Bernd—, de lo

contrario no pegaré ojo esta noche. Peroaceptaría una copa de vino.

Tras entrar en el apartamento, Berndfue al baño para lavarse las manosmientras Charlotte iba a la cocina en

busca de una botella de vino tintoabierta hacía semanas y que pensabautilizar para marinar un trozo de carne.Como casi no bebía alcohol, rara vezhabía vino en su casa. Le sirvió unacopa a Bernd y cogió una botella deagua mineral.

—¿Aún está bueno? —preguntó. Sesentó en el sofá y recogió las piernas.

Bernd bebió un trago e hizo unamueca.

—Pasable —respondió él con unasonrisa torcida.

Se produjo una pausa. Él bajó lavista mientras ella cogía la botella ybebía un trago.

—¿Por qué no me has devuelto lallamada? —preguntó él por fin—. ¿Tandesagradable te parezco? Sé que apenasnos conocemos, pero pasamos unosmomentos estupendos, ¿verdad?Dejarme plantado, así sin más… Noparece muy amable de tu parte.

—Lo siento —se excusó Charlottecon expresión culpable—. He estadomuy ocupada con un caso difícil.Además, como creí que nos veríamos eljueves en el Papageno, me pareció queno era necesario hablar por teléfonoantes. No quería ofenderte, de verdad.

Bernd asintió.—Vale —dijo. De repente olisqueó

—. ¿Tú fumas?—No… pero tienes razón: mi ropa

huele que apesta —contestó ella—.Tomaré una ducha y me cambiaré.

Charlotte entró en el baño y sesorprendió al descubrir que se alegrabade que Bernd se hubiese dejado caer porsu casa, aunque en general no le gustabaeste tipo de sorpresas. ¿No sería que…?No: se negaba a pensar en lo quesignificaba eso.

—¿Y ahora, qué? —preguntó Berndcuando unos minutos más tarde Charlottese sentó a su lado envuelta en unalbornoz.

—Ya veremos —dijo ella,

encogiéndose de hombros.—Demasiado impreciso.—¿Es que hemos de definirlo? —

preguntó ella—. ¿Por qué no dejamosque las cosas sucedan y punto?

Bernd soltó una carcajada.—Pero resulta que sí, que podemos

definirlo —dijo él y le cogió la mano—.¿Qué prefieres que suceda? ¿Quecharlemos un rato o que nos besemos?¿O es que tienes otros planes?

—Que nos besemos, desde luego.Charlotte no se resistió cuando

Bernd la sentó en su regazo, ledesprendió el albornoz y le rozó lospechos con los labios. Charlotte aún

tuvo tiempo de recordar su propósito deque nunca se acostaría con undesconocido en su apartamento, pero enese momento él ya empezó a acariciarlelos muslos.

El sonoro timbrazo del móvil ladespertó y, somnolienta, contestó: eraPeter.

—Alguien ha reconocido a Leo en lafotografía. Sabemos dónde se encuentra.Pasaré a recogerte dentro de un cuartode hora.

7

En cuanto despertó la cabezaempezó a dolerle. ¡Lo que le faltaba!Cuando quedó embarazada de Leo,Katrin había sufrido migrañas confrecuencia. ¿Tendría que volver a pasarpor lo mismo? En esa época, elginecólogo que visitó en Colonia lehabía dicho que se debía a los cambioshormonales y que no podía tomar nadamás fuerte que paracetamol. ¿No lequedaban algunas pastillas? Lo

ignoraba. Se levantó lentamente y sedispuso a coger su bolso con pasoindeciso. El aura y la visión borrosa eralo peor de las migrañas, veía rayosluminosos que no desaparecían nicuando cerraba los ojos.

Al pensar que en Münster aún nodisponía de un ginecólogo Katrin lanzóun suspiro: no había tenido tiempo debuscar uno. Era imprescindible que sesometiera a las primeras revisiones, tanimportantes al principio de un embarazo.¿De cuántas semanas estaría? ¿De ocho,nueve tal vez? Cuando se quedóembarazada de Leo a esas alturas hacíatiempo que disponía de un carnet de

embarazada y de una ecografía.Katrin se puso su vieja bata y abrió

la puerta de la habitación, pero sedetuvo de inmediato porque los clarosrayos del sol penetraban por la ventanadel pasillo. Se cubrió los ojos con lamano y durante un instante se sintiócomo un vampiro que ve la luz del díapor primera vez. Cuando sufría migrañassiempre le sorprendía que la luz del solpudiera resultar tan dolorosa.

Recorrió el pasillo con pasocauteloso; desde la planta inferior lellegaron voces. ¿Quién visitaría a sumadre tan temprano por la mañana?Prefería no bajar; le habría gustado

tomar un café, pero en ese momento vero incluso hablar con alguien le resultabainsoportable.

Cuando Katrin se dispuso a regresara su habitación reconoció la otra voz:era la de Thomas. ¿A qué habríavenido? ¿Sabría algo más acerca deLeo? Katrin bajó lentamente la escaleray cuando Thomas la vio salió a suencuentro.

—¿Qué? ¿Hay novedades? —preguntó ella en el acto.

Thomas negó con la cabeza.—Hola, Katrin —saludó en voz

baja, acercándose a ella. Katrinretrocedió con un gesto de impaciencia

—. He venido para pedirte disculpas.—Olvídalo —siseó ella.—No solo por ese asunto, ya sabes a

qué me refiero —prosiguió Thomas—.Además también quiero pedirte perdónpor haberte dejado sola durante losúltimos meses. Por haberte cargado condemasiadas cosas: instalar la casa,acostumbrarte al nuevo empleo, llevar aLeo al parvulario… Quizá sea el motivode todo. Si hubiera estado en casa más amenudo, seguro que esa Tanja no habríalogrado su propósito.

Katrin mantenía la vista clavada enel suelo, una vez más invadida por lasensación de culpa. ¿Cómo había podido

dejarse engañar por esa mujer?Durante un momento reinó el

silencio. Entonces su madre carraspeó.—Os dejaré solos.—No es necesario, mamá —dijo

Katrin alzando la cabeza—. Ya nos lohemos dicho todo.

—Deberíais desahogaros, cielo —replicó su madre—. Este no es momentopara una crisis matrimonial. Debéispermanecer juntos y pensar en vuestrohijo.

—No pienso en otra cosa —contestóKatrin en tono mordaz. Enseguida sellevó la mano a la frente y se aferró a labarandilla de la escalera.

—¿Qué te pasa? —preguntó Thomas—. ¿Vuelves a tener migrañas? Cuandote quedaste embarazada de Leo tambiénlas sufrías muy a menudo.

—¡No me digas que estásembarazada! —exclamó su madre.

Katrin asintió y su dolor de cabezaaumentó.

Luise se acercó a ella y le acaricióel brazo.

—¡Dios mío, hija! ¿Y te niegas aaceptar las disculpas de Thomas? ¿Esque has perdido la cabeza porcompleto? Primero secuestran a Leo yahora resulta que estás embarazada.¡Nadie puede soportar semejante

situación a solas! ¡Debéis permanecerunidos!

Katrin suspiró.—Ve a ver si tienes paracetamol,

por favor.Su madre asintió y se marchó.Katrin se dirigió a la sala de estar en

silencio y tomó asiento en el sofá.Thomas la siguió, se sentó junto a ella yle cogió la mano.

—Te quiero, Katrin, te quiero tantocomo el primer día, nada ha cambiado.Sé que he cometido errores y tienesmotivos para estar enfadada conmigo,pero he venido para pedirte perdón,sinceramente.

Katrin notó que hablaba en serio,pero siguió en silencio.

—Quisiera hacerte una propuesta —continuó Thomas—. Vuelve a casa yjuntos nos enfrentaremos a este asunto.Cuando Leo vuelva a estar con nosotrosempezaremos de nuevo. Si lo deseas,también podemos hacer una terapia depareja o separarnos durante un tiempo,me da igual, pero… vuelve a casa, porfavor.

Katrin contempló a Thomas yprocuró descifrar sus propiossentimientos. ¿Qué sentía? ¿Acaso podíasentir algo que no fuera la agobiantepreocupación por Leo? En ese momento

era incapaz de pensar, el tremendo dolorde cabeza impedía cualquier ideasensata. Lo único que le pedía el cuerpoera regresar a su oscura habitación deniña, tumbarse en la cama y dormir.

En ese momento regresó su madre.—Solo tengo ibuprofeno en gotas.—Vale, me tomaré eso —dijo

Katrin.—Creo que en tu estado no es

recomendable.—¿Lo crees o lo sabes? —preguntó

su hija en tono irritado.—El experto era tu padre —

respondió su madre sin alterarse—.Pero estoy bastante segura de que a

excepción de paracetamol, no puedestomar ningún otro analgésico.

—¡Pues resulta que ya no aguantomás este dolor de cabeza!

Katrin estaba a punto de romper allorar; cogió el smartphone apoyado enla mesa auxiliar y se conectó a Internet.

—Ibuprofeno durante el embarazo—murmuró al tiempo que pulsaba unasteclas del diminuto teclado. Despuéslanzó un suspiro—. No puedo tomarlo.

Cuando estaba a punto de dejar elsmartphone a un lado, advirtió que lehabían enviado un mensaje y abrió elcorreo con el ceño fruncido.

—¿No sería mejor que volvieras a

acostarte? —preguntó Thomas.Katrin negó con la cabeza.—¿Qué pasa? —preguntó Thomas y

se inclinó hacia delante para ver lapantalla.

Katrin no contestó.Su madre también se puso nerviosa

y, temblando, se sentó en una silla.—¡Di algo, hija! ¿Qué ha ocurrido?Katrin logró despegar la mirada de

la pantalla con mucha lentitud y dijo:—He recibido un mail de Alecto.

Charlotte ocupaba el asiento delacompañante y procuraba centrarse en

las explicaciones de Peter, pero sumirada no dejaba de desviarse hacia losdorados campos de trigo que aún nohabían sido segados, los prados verdesy una estrecha acequia aparentementeinterminable junto a la que crecía unahilera de viejos y nudosos árboles.

—Un tal Ludger Franke,representante de maquinaria agrícola, hallamado por teléfono. Esta mañana salióde Münster en coche y en una granja deAltenberge vio por casualidad a un niñomuy parecido a Leo —dijo Käfer—.Nos aguarda en un aparcamiento justodetrás de la salida del pueblo.

Charlotte se limitó a asentir y se

esforzó en dirigir la vista hacia delante,pese a la confusión que sentía. Hacíasolo media hora que se había levantadode muy mala gana y se había escabullidode su apartamento. No quiso despertar aBernd, pero no porque deseara evitarlo,sino porque este dormía pacíficamenteen su cama y de algún modo albergabala esperanza de que esa noche aúnestuviera allí.

—Oye, ¿me estás escuchando? —dijo Peter, sacándola de suensimismamiento.

Charlotte dio un respingo y lo miró.—Sí, sí, desde luego, perdóname…—Una noche movidita, ¿eh? —

comentó Käfer con una sonrisa irónica.—¡No seas tonto! —contestó

Charlotte, riendo a pesar suyo—. Venga,di lo que sea.

—Al comprobar el nombre «Alecto»por fin logramos avanzar —dijo él—.En todo caso, podría tratarse de unindicio importante. En los años noventahabía un club nocturno aquí en Münsterque llevaba ese nombre y al que ThomasOrtrup solía acudir cuando estudiaba enla universidad. Hace tiempo que hacerrado, por desgracia, pero los colegasse están esforzando por encontrar alantiguo dueño.

—Bien, por ahí podríamos encontrar

algo interesante, desde luego —comentóCharlotte y echó un vistazo al reloj—.¿Cuánto falta para que lleguemos?

—Poco —dijo Käfer—. Diezminutos como máximo.

Charlotte volvió a pensar en Bernd.«Qué curioso —pensó—, es la

primera vez que he lamentado que lanoche llegara a su fin».

En las otras ocasiones siempre sehabía sentido aliviada y ligera tras unanoche de pasión desenfrenada. Esta vez,en cambio… Bernd era el amanteperfecto, tenía un cuerpo estupendo,musculoso y en forma, y la piel másinmaculada que jamás había visto en un

hombre… Charlotte sintió miedo. Notóque estaba a punto de engañarse a símisma, porque no se trataba en absolutode la habilidad de Bernd como amante,se trataba de algo muy diferente, de unasensación maravillosa ydesacostumbrada causada porencontrarse con alguien capaz de hacerlavibrar…

—… podría tratarse de un indicioimportante —oyó que decía Peter—. SiOrtrup recurre a la violencia con lasmujeres y las acosa sexualmente, podríasuponer un motivo para lasecuestradora. Tal vez fuera unavíctima…

—Sí, tienes razón —dijo Charlotte.Debía dejar de pensar de una vez en lanoche que había pasado con él. Seregañó a sí misma diciéndose que erapoco profesional, porque al fin y al cabose trataba de un niño secuestrado y elladebía concentrarse al máximo.

De pronto sonó su móvil; lo sacó delbolso y echó un vistazo a la pantalla: eraBernd. No, ahora no. Desconectó conrapidez y apagó el móvil.

—¿Ocurre algo? —preguntó Peter.—No, nada —se apresuró a

contestar ella.Su colega arqueó una ceja.—En fin. Si hoy no logramos

avanzar, deberías volver a hablar con laseñora Gerber —dijo—. Quiero saber siesa mujer dice la verdad.

—De acuerdo.Poco después llegaron a Altenberge,

abandonaron la carretera y circularonpor el pueblo. Tardaron en cruzarlo y,tras recorrer unos cien metros, aparecióuna granja solitaria. Frente a ella habíauna zona de aparcamiento dondeesperaba un coche, un Kombi Passatazul oscuro.

—Debe de ser él —dijo Käfer.Condujeron hasta el aparcamiento y

se detuvieron detrás del otro vehículo.Un hombre de mediana edad estaba

apoyado contra el capó; llevaba un trajede pana pasado de moda y sus gafas demontura gruesa parecían cualquier cosamenos modernas. El hombre tecleó algoen el móvil y solo alzó la vista cuandoambos policías se encontraban ante él.

—¿Ludger Franke? —preguntóKäfer.

—Soy yo —dijo el hombre conexpresión entusiasta.

—Soy el comisario jefe Käfer y estaes mi colega Charlotte Schneidemann,de la Brigada de Investigación Criminalde Münster. Hablamos por teléfono. Leruego que nos describa lo que observóesta mañana con mucha exactitud.

—Sí, por supuesto —dijo Franke entono amable y guardó el móvil en elbolsillo de la chaqueta—. Bien, estamañana salí de Münster, como todos losdías. Primero debía ir a Steinfurt, dondetengo un cliente importante al que no legusta esperar, así que salí un poco mástemprano; uno nunca sabe cómo estará eltráfico: de pronto te encuentras conobras o un desvío y entonces has deconducir durante horas, llegasdemasiado tarde y el cliente…, en fin,ya sabe cómo son estas cosas…

Charlotte contuvo la risa.—¿Cuándo se puso en marcha, señor

Franke?

—A las siete en punto —contestó elhombre con una amplia sonrisa.

—¿Y a qué hora llegó aquí?—A las ocho menos cuarto. Tardé

mucho menos de lo que había calculado.Pero lo dicho: no hay que hacer esperara los clientes…

—Claro, señor Franke, desde luego—lo interrumpió Charlotte.

—¿Y después qué pasó? —preguntóPeter, sin molestarse en disimular suimpaciencia.

—Disponía de un poco de tiempo —dijo Franke—, porque no quería llegardemasiado temprano a casa delcliente…, así que aparqué aquí. En

realidad quería tomar un café. Siempreme llevo un termo lleno de café, el queuno mismo se prepara es el mejor…

Entonces notó que Käfer fruncía elceño y prosiguió:

—Bien: me quedé de pie junto alcoche, tomándome el café, y entonces vique al otro lado de la calle, allí, en eljardín de la granja… —dijo señalandola casa, de la cual solo se veía una partedel techo debido a los elevados árboles—, estaba ese niño rubio. Antes, encasa, había leído el periódico y habíavisto el anuncio de que lo buscaban. Poreso recordaba la foto del niñoperfectamente.

—¿Y entonces qué pasó? —preguntóCharlotte.

—Volví a mirar la foto y sí: estoybastante seguro de que se trata del niñoque buscan.

La excitación le había enrojecido elrostro.

—¿Y exactamente dónde vio alniño? —quiso saber Käfer.

—En el jardín, justo detrás de lapared, a la derecha de la puerta deentrada.

Käfer y Charlotte dirigieron la vistaal terreno situado al otro lado de lacalle. El muro bajo de ladrillos queseparaba el jardín de la calle parecía

viejo y medio en ruinas. A la izquierda,allí donde se alejaba en ángulo recto dela calle, se había desmoronadoparcialmente.

—El niño parecía estar jugando,aunque no pude ver con qué; entonces seacercó al muro y me miró. Me asustébastante, la verdad.

—¿Y qué hizo usted? —preguntóCharlotte.

—Nada. ¿Qué podría haber hecho?—preguntó Franke en tono de reproche,como si tuviera que defenderse de unacrítica—. Llamé a la policía, esperohaber hecho lo correcto.

«Y ahora encima está ofendido»,

pensó Charlotte. Procuró sonreír y dijo:—Ha hecho lo correcto, se ha

comportado como un ciudadanoejemplar.

Franke asintió con aire complacido.—¿Puede decirnos algo más acerca

del niño?—Estaba sucio, tenía un aspecto muy

descuidado, como si hiciera tiempo quenadie se ocupara de su aseo. Lo noté,incluso desde aquí —dijo Franke—.Como si nadie lo cuidara.

—¿Y después qué pasó? ¿Cuántotiempo permaneció allí el niño? ¿Lollamó o lo saludó con la mano? —preguntó Charlotte.

Franke le lanzó una mirada perpleja.—¿Llamarme? ¿Saludarme? No,

¿por qué?De pronto pareció comprender,

puesto que dio un respingo y se cubrió laboca con la mano.

—¿Se refiere a que tal veznecesitaba ayuda? ¡Ay, Dios mío…!

—Tranquilícese, señor Franke.Usted no tiene la culpa.

Franke asintió.—¿Algo más? —preguntó Käfer.—Después lo llamó una mujer.Käfer y Charlotte prestaron toda su

atención.—¿Una mujer? —dijo Charlotte—.

Eso es muy importante, señor Franke. Leruego que recuerde hasta el últimodetalle. ¿Qué sucedió?

Franke reflexionó y luego dijo entono vacilante:

—Como les he dicho, la mujer lollamó desde la parte posterior deledificio. Calculo que estaba dentro de lacasa o en el umbral. En todo caso, no lavi.

—¿Y luego? —insistió Charlotte.—El niño se volvió en el acto y

desapareció. Creo que echó a correrhacia la casa.

—¿Y era una voz femenina? —preguntó Käfer—. ¿Está absolutamente

seguro?Franke asintió con expresión

decidida.—Sí. Aunque era una voz un tanto

profunda y de algún modo diferente…—¿A qué se refiere con eso de que

era diferente? —lo interrumpióCharlotte.

Franke reflexionó.—¿Cómo la describiría…? Era

vacilante…, insegura…, no sé… —contestó, encogiéndose de hombros.

—Muchas gracias, señor Franke.Nos ha sido de gran ayuda —dijo lainspectora.

Franke soltó un suspiro de alivio.

—Entonces, ¿puedo seguir viaje? Seha hecho tarde y como les he dicho, medisgusta ser impuntual…

—Sí, no hay inconveniente. Micolega le tomará los datos y despuéspodrá seguir el viaje. Y muchas graciasde nuevo —dijo Käfer. Se alejó unospasos, dirigió la mirada a la casa y porfin indicó a Charlotte que se acercara.

—Es curioso —dijo—, la granjaparece deshabitada. Hace años que estávacía y a la venta. Lo comprobé antes departir. Si resulta que el niño del jardínes Leo, entonces esa mujer que lo llamópodría ser Tanja. Quizá se escondió conel niño en esa casa por la que nadie se

interesa, a la que nadie prestaatención…

Charlotte asintió.—Muy astuta —comentó.Ambos observaron a Franke

mientras este montaba en la Kombi y sealejaba del aparcamiento; luegovolvieron a centrarse en la casa.

—Iremos a echar un vistazo —dijoél por fin. Charlotte lo siguió.

Mientras cruzaban la calle, Charlotteechó un rápido vistazo al móvil: habíarecibido dos llamadas. ¡Mierda! KatrinOrtrup había intentado ponerse encontacto con ella. La psicóloga decidióllamarla en cuanto hubieran investigado

la casa, confiando en poder darle unabuena noticia.

El edificio de piedra roja, queasomaba entre la densa arboleda, estabaen un estado bastante ruinoso. En varioslugares la mampostería se caía apedazos, dos ventanas de la planta bajaestaban cubiertas de tablas de madera,los cristales de la fachada estaban rotos.El gran jardín estaba invadido por lamaleza mientras que inmensos helechosy ortigas ocupaban el estrecho senderode acceso.

Käfer recorrió el jardín con lamirada.

—Si no me equivoco, allí delante de

la casa hay varios juguetes diseminadospor el césped —dijo, abriendo lacancela, que colgaba de los goznes y searrastraba por la tierra.

Lentamente, se acercaron a la casa yse detuvieron ante la gran puerta de doshojas. La madera se había desteñido yestaba astillada en varios puntos.Timbre no había.

Käfer le lanzó una mirada grave aCharlotte y trató de bajar el picaporte:estaba cerrado con llave.

—Ya me lo suponía —murmuró ygolpeó la puerta con el puño—.¡Policía! ¡Abra la puerta!

La única respuesta fue el silencio.

Volvió a aporrear la puerta.—Sabemos que hay alguien en casa.

¡Abra la puerta o nos veremos obligadosa derribarla!

Nadie respondió. Cuando sedisponía a volver a dar otro golpe,Charlotte lo cogió del brazo.

—Aguarda un momento. ¿Lo hasoído?

Ambos se miraron: era la voz de unniño, muy apagada pero audible. ¿Estaballorando o llamaba a alguien?

—¡Adelante, vamos a entrar! —exclamó Charlotte. Dio un paso atráspara que Käfer pudiese abrir,desenfundó el arma reglamentaria y el

comisario le pegó una patada a lapuerta. La hoja derecha se abrió ygolpeó contra la pared, dando salida alaire viciado interior.

—¡Brigada de InvestigaciónCriminal! —gritó Käfer, pero lo únicoque oyeron fue la voz del niño.

Charlotte contuvo el aliento: elsonido parecía un llanto.

—Procede de arriba —dijo Käfer yentró precipitadamente en un granvestíbulo; a la izquierda una escalera demadera conducía hasta un pasillo al quedaban tres puertas.

Charlotte lo siguió lentamente y echóun vistazo. Pese a la escasa luz que

penetraba por la puerta principal pudocomprobar el aspecto abandonado dellugar: un armario sin puertas quecontenía algunas prendas de vestir seencontraba situado contra la pared de laderecha, había bolsas de basura pordoquier, el suelo aparecía cubierto demugre y las paredes estabandesconchadas. Además se notaba undesagradable olor a humedad y en elaire viciado flotaba un repugnante tufo apodrido.

—¡Aquí arriba, Charlotte!Ella asintió y siguió subiendo la

escalera. Apoyó la mano en labarandilla pero la retiró de inmediato

cuando esta empezó a agitarsepeligrosamente.

Käfer había abierto la puerta delmedio, sostenía el móvil contra la orejay hablaba con Urgencias. CuandoCharlotte se acercó su colega le indicóla puerta abierta. El llanto se habíainterrumpido.

—Es un niño, tiene muy mal aspecto—murmuró el comisario—, pero esevidente que no se trata de Leo Ortrup.Es bastante mayor —añadió y dio unpaso a un lado.

Charlotte se acercó con lentitud; másallá de la puerta divisó azulejos decolor marrón. «¡Que no sea la bañera!

—pensó—, que no sea la bañera, porfavor!», y notó un nudo en la garganta.

Cuando alcanzó el umbral, elcorazón le latía con tanta violencia quecreyó que en cualquier momento leestallaría en el pecho. Lo primero quenotó fue que los azulejos estaban suciosy que las junturas estaban cubiertas demoho gris. Luego vio el grifo oxidadoque goteaba y solo después al niñorubio, sentado en la bañera jugando conuna barquita, que de repente alzó lacabeza y la contempló con ojos llorosos.

Entonces Charlotte fue consciente deque le temblaban las piernas: volvió aoír los gritos agudos y sonoros, los

gritos que hacía más de treinta añoshabían cambiado su vida y que todos losdías procuraba olvidar. Se aferró almarco de la puerta y se obligó acalmarse.

—¿Te encuentras bien? —preguntóKäfer.

—No —contestó Charlotte con voztrémula.

—Deberías ocuparte del pequeño —dijo él en voz baja—. ¿Podrás hacerlo?

Ella negó con la cabeza.—Ha de salir de la bañera —

tartamudeó—. ¡Sácalo de ahí, por favor!Charlotte retrocedió hasta el pasillo

y se apoyó contra la pared junto a la

puerta. Sabía que acababa decomportarse de manera extraña y queello conllevaría preguntas, pero nopodía evitarlo. Veía las viejas imágenes,oía los gritos enmudecidos hacía tiempoy sentía el mismo pánico que entonces.Y la misma culpa, una culpa que loinvadía todo.

Peter sacudió la cabeza y se acercóal niño.

—Eh, que se te está arrugando lapiel —lo oyó decir Charlotte—. Serámejor que salgas de la bañera.

Poco después apareció con el niñoen brazos, envuelto en una coloridatoalla, y se lo entregó a Charlotte.

—Voy abajo —dijo Peter, quien lelanzó una mirada y se alejó.

—Hola, me llamo Charlotte —dijoella con voz amable, obligándose asonreír—. ¿Y tú cómo te llamas?

—Paul —contestó el niño con lavista clavada en sus pies, que asomabanpor debajo de la toalla.

Charlotte notó que el pequeñotiritaba.

—¿Dónde está tu mamá?—Duerme.—¿Todavía? Ya es de día y luce el

sol.Sin despegar la mirada de sus pies,

el pequeño dijo:

—Mamá casi siempre está cansada.—¿Y por qué estabas en la bañera?

El agua ya está completamente fría.—Mamá dijo que estaba sucio —

contestó, contemplando a Charlotte—.Debía haberme bañado ayer, pero mamáestaba demasiado cansada, así que hoyme metí en la bañera yo solo. Alprincipio el agua estaba calentita, peroluego se volvió cada vez más fría…¡Pero mamá aún duerme! Y no puedodespertarla, ¿verdad?

Charlotte tragó saliva. ¡Las cosasque debía soportar ese niño! ¡Y quévaliente era! ¿Y ella? No, ella no eravaliente: todavía se dejaba agobiar por

lo ocurrido en su infancia.—¡El médico de urgencias llegará

de inmediato! —gritó Käfer desde laplanta baja.

Charlotte soltó un suspiro de alivio.—¡Dentro de un momento montarás

en un coche de policía, con sirena ytodo!

El niño la miró con expresiónsorprendida.

—Pero no puedo dejar sola a mimamá —objetó, tratando de escapar delos brazos de Charlotte—. ¡Mamá,mamá! —gritó.

De pronto ella oyó un estruendo queprovenía de una de las otras

habitaciones: era como si alguienhubiera caído al suelo.

El médico de urgencias comprobóque el nivel de alcohol en sangre de lamadre superaba los tres puntos.

—A esa ya la conozco, ya he estadoaquí con anterioridad —dijo, meneandola cabeza.

Charlotte vistió al pequeñoapresuradamente y luego se lo llevó almédico, que lo sentó en la ambulancia.Poco después el vehículo enfiló la calleen dirección al hospital de Münster.

Käfer se dirigió al coche, tomó

asiento y cogió el móvil. Charlotte losiguió.

—Acabo de hablar con la oficina deprotección de menores —anunció encuanto Charlotte se sentó a su lado—. Lamujer vive en la vieja granja de manerapasajera. Por cierto: es la casa de suspadres, muertos desde hace años. Elpadre del niño ha desaparecido. Lasemana que viene, la mujer podría haberocupado un pequeño apartamento quelos servicios sociales pusieron a sudisposición.

Käfer meneó la cabeza.—No comprendo por qué la oficina

de protección de menores permite que el

niño esté con su madre, es unavergüenza —añadió, puso el coche enmarcha y arrancó—. Pero a lo mejor lehemos ahorrado a ese niño algo peor; enese caso, nuestra intervención hamerecido la pena.

—Sí, seguramente —dijo Charlotte,barruntando lo que diría después.

—¿Qué diablos te ha pasado ahídentro? —preguntó Peter—. Estabascomo bloqueada.

—Lo siento. Dejémoslo aquí, ¿vale?—No, de eso nada. Soy tu colega y

quiero saber qué pasaba. No tengo ganasde que algo así se repita.

—No se repetirá —aseguró

Charlotte, bajando la vista.—Eso espero.—Lo siento, de verdad.—¿Quieres hablar de ello?—No. En todo caso no ahora. Quizá

más adelante —dijo, mirándolo a losojos—. Lo prometo, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.Ambos guardaron silencio durante el

resto del trayecto. Charlotte reflexionó:hacía mucho tiempo que se habíaprometido a sí misma que jamás lecontaría a nadie lo que había ocurrido.Lo que ocurrió el 21 de junio de 1979,el día que su vida cambió para siempre.Quiso enterrar los horrorosos

acontecimientos en su interior y hastahacía un momento creyó que lo habíalogrado, al menos en parte. ¡Qué ingenuahabía sido! Sí, tenía que hablar de ellocon Peter: se lo debía. Y en el futurodebía aprender a controlarse mejor.

De pronto se le ocurrió algo.—¡Mierda! ¡Lo había olvidado por

completo!—¿Qué olvidaste?Charlotte sacó el móvil del bolso.—Katrin Ortrup intentó ponerse en

contacto conmigo. Espero que no fueranada importante.

Poco después estaba hablando conella.

—¿Alguna novedad? —preguntó.—He recibido un mail de Alecto —

dijo Katrin con voz entrecortada.—¿Y qué pone?—No lo comprendo. Pero adjunta

una foto que me da mucho miedo…—Nos reuniremos con usted, dentro

de media hora como máximo —seapresuró a decir Charlotte antes deapagar el móvil.

Le desagradaba hacerlo, pero no lequedaba más remedio. ¿Quéalternativa tenía? De vez en cuando seveía obligada a abandonar la casa, así

que no podía dejarlo correteando porahí. Aún era muy pequeño, pero eso notardaría en cambiar y entoncestampoco lloraría con tanta frecuencia.Y en algún momento —de eso estabacompletamente segura— la amaríacomo si ella fuera su madre. Los niñosolvidan con tanta rapidez…

Echó un vistazo al reloj. Debíamarcharse al cabo de unos instantes,pero primero se preparó una taza de té,se sentó en la tumbona de la terraza ydirigió la mirada al bosque. El aspectode la densa vegetación siempre lafascinaba: era como una pared que laprotegía de la vida exterior, que la

rodeaba y la cobijaba. Era como estaren el Paraíso.

Parpadeó bajo los rayos del sol yse sintió complacida.

De pronto dio un respingo. ¿Estaballorando? No: ya se había dormido.

Su mirada se posó en un par debonitos guijarros muy lisos quebrillaban entre los canteros junto a laterraza; algunos parecían pequeñoshuevos de aves.

«¡Qué bonitos son!», pensó. A lomejor podía hacerles unos agujeritoscon un taladro y ponérselos como uncollar; lo intentaría más adelante, porla tarde.

Se puso de pie, recogió losguijarros y entró en la casa.

Cuando Luise Wiesner hizo pasar alos dos policías a la sala de estar,Katrin y Thomas Ortrup alzaron lamirada con expresión expectante.

—Es espantoso —dijo la señoraOrtrup, que parecía aún más pálida ytensa que en otras ocasiones. Conectó elordenador portátil con manostemblorosas y les mostró el mail.

En la foto aparecía un féretro abiertoen el que yacía un cadáver de unapersona que por lo visto había muerto

hacía tiempo, a juzgar por las manosesqueléticas que reposaban sobre lamanta blanca. Resultaba imposible sabersi se trataba de un hombre o de unamujer; el rostro estaba cubierto por unpaño delgado. Bajo la foto aparecíanunas pocas palabras:

Lo pagaréis. De tal padre, tal hijo.

—¿Qué se supone que significa? —preguntó Katrin Ortrup con voz trémula—. ¿Y a qué viene esa foto?

—Estoy convencida de que con ellola culpable se dirige a más de unapersona —dijo Charlotte tras pensar unmomento—. No solo a usted como

madre, sino quizás a toda la familia. Ycon ello también nos revela su motivo:la venganza.

—«De tal padre, tal hijo». Pero ¿yoqué tengo que ver con eso? —preguntóThomas Ortrup, restregándose la caracon las manos.

Charlotte sacudió la cabeza.—Nada. El mail estaba dirigido a

usted, señora Ortrup, así que hemos desuponer que Alecto se refiere a supadre, no a su marido. A su difuntopadre y a Leo.

De pronto un silencio absoluto reinóen la sala. Nadie dijo una palabra, perotodos parecían pensar lo mismo.

—Y ambos están muertos —susurróLuise Wiesner, cubriéndose el rostrocon las manos.

—¡No, no!Katrin Ortrup se levantó

bruscamente y negó con la cabeza.—¡Eso es imposible! ¡Leo no está

muerto! Porque usted también cree quemi hijo sigue con vida, ¿verdad? —dijoen tono agudo antes de echarse a llorar.

—Le ruego que se tranquilice,señora Ortrup —dijo Charlotte—.Nosotros seguimos actuando partiendode la base de que Leo sigue con vida.

Sabía que el tiempo no corría en sufavor. Desde un punto de vista

estadístico, la mayoría de los niñosdesaparecidos eran hallados en menosde veinticuatro horas. De lo contrario…

—Si Leo estuviera muerto, Alectono se habría puesto en contacto conusted —añadió.

—¿Y esa foto horrorosa? —preguntóThomas Ortrup—. ¿Quién es esapersona muerta? ¿Qué tenemos nosotrosque ver con ella?

—Puede que la culpable crea que sufamilia guarda alguna relación con lamuerte de esa persona —dijo Käfer.

—¡Pero eso es absurdo! —gritóThomas Ortrup en tono furibundo—.¿Acaso nos considera unos asesinos?

—¡Por favor, señor Ortrup! —dijoCharlotte—. Intentemos penetrar en lamente de la culpable. La cuestión es siella considera que un miembro de sufamilia guarda una relación con lapersona muerta que aparece en la foto.

—¡Pero si ni siquiera sabemos dequién podría tratarse!

—Tal vez los forenses encuentrenuna pista que permita sacar conclusionessobre la identidad del cadáver —dijoKäfer y su mirada osciló entre Katrin yThomas Ortrup—. ¿Hay alguna personade su entorno a quien no hayan visto enmucho tiempo o con quien los una unvínculo desacostumbrado?

Katrin se encogió de hombros.—Solo esa tal Tanja —dijo en tono

amargo.—No, no se me ocurre nadie —dijo

Thomas, negando con la cabeza.—¿Y usted? —preguntó Charlotte,

dirigiéndose a Luise Wiesner.Durante la conversación, la señora

Wiesner había permanecido junto a lapuerta. En ese momento se acercólentamente al sofá y se sentó.

—Había una mujer —dijo por fin—.No sé quién es y tampoco logro imaginarque tenga algo que ver con el secuestrode Leo, pero ahora que me lo pregunta…

—Cualquier pista puede ser

importante, señora Wiesner.—Durante las últimas semanas

anteriores a su muerte, mi marido estabaalterado. A veces incluso parecíaasustado y su actitud era más reservadaque de costumbre.

—¿Asustado? ¿Más reservado? ¿Aqué se refiere? —preguntó Charlotte.

—No sé, a lo mejor estabarelacionado con las llamadas telefónicasque recibía cada vez más a menudo y delas que se negaba a hablar. «Una de esaspesadas que siempre quieren vendertealgo», decía siempre. Desde el principiome di cuenta de que no decía la verdad,pero no quise insistir. Después de esas

llamadas siempre estaba muy nervioso.—¿Con cuánta frecuencia las

recibía?—No lo sé con exactitud, pero ahora

recuerdo que después de la muerte de mimarido esa mujer no volvió a llamar.Me pareció extraño, porque si lo quepretendía era venderle algo, habríaseguido insistiendo, ¿no? Porque nopodía estar al corriente de sufallecimiento —dijo la señora Wiesner.

—¿Quién contestaba? ¿Siempre fuesu marido o en alguna ocasión hablóusted con ella? —preguntó Käfer.

La señora Wiesner pensó un instante.—No, nunca hablé con ella, pero

recuerdo que un par de veces, cuando yocontestaba la llamada, colgaban deinmediato.

—¿Cree que era Tanja? —preguntóKatrin Ortrup.

—Es posible —contestó Charlotte—. Y si en efecto era ella tampocopodemos descartar que guardara unarelación con la muerte de su padre.

—¡Pero si murió de un infarto! ¡Esofue lo que nos dijeron en el hospital! Losmédicos se habrían dado cuenta si él…—Katrin Ortrup no pudo seguirhablando.

—Cuando su padre falleció noexistía un motivo para pensar en un

delito —dijo Charlotte—. Pero justo eldía de su entierro secuestran a su nieto.¿Mera casualidad? Y en ese mail laculpable establece un vínculo entre supadre y su hijo…

—Solicitaré una exhumación —dijoKäfer, tomando nota de ello.

—Pero ¿por qué? —preguntó LuiseWiesner en tono perplejo—. ¿Loconsidera necesario? No quisiera…

—La comprendo muy bien, señoraWiesner —intervino Charlotte concautela—, pero mi colega tiene razón.Hemos de ir a lo seguro y comprobar lacausa de la muerte. Es necesarioexaminar los restos mortales para

comprobar si hay rastros de algunacausa externa o señales de que su padrese defendió.

—Pero ¿qué motivos podría habertenido esa mujer para hacer algo así? —dijo Luise Wiesner, quien se secó laslágrimas con un pañuelo de encaje—.Mi marido era un miembro respetado dela comunidad, todos lo apreciaban…

—Es verdad —intervino su hija—.No conozco a nadie que no lo apreciara.

—Dios mío, Franz…Käfer se dirigió a Katrin.—¿Ya ha contestado a ese mail?Ella negó con la cabeza.—Bien. No debe hacerlo, de

momento. Necesito su contraseña deFacebook para que nuestrosinformáticos puedan examinar elmensaje. A lo mejor logran descubrirdesde dónde fue enviado.

—¿De verdad cree que la mujerenvió el correo desde el ordenador desu casa? —preguntó Thomas.

—Todo es posible. En todo caso,hemos de descartar cualquier posibleintervención ajena —contestó Käfer—.No sería la primera vez que alguien seatribuye un delito para llamar laatención.

Cuando ambos volvieron aencontrarse junto al coche, Käfer

preguntó:—¿Cómo nos repartiremos las

tareas? ¿Quién va a ver a Bauer y quiéna los informáticos?

—¿Te encargas tú de losinformáticos? Entonces haz quecomprueben la conexión telefónica delos Wiesner, ¿vale? Quizá logrenaveriguar algo acerca de las llamadasanónimas. Yo iré a ver a Bauer. A estashoras aún debería estar en su despacho,pero primero acompáñame a casa, porfavor, quiero recuperar mi coche.

Aún no eran las tres cuando

Charlotte llegó al Instituto de MedicinaLegal. Frank Bauer solía abandonar sudespacho a primera hora de la tarde,para luego seguir dedicándose a lapatología. Bauer era el únicoantropólogo forense que colaboraba conla Brigada de Investigación Criminal deMünster. Charlotte apreciaba a esehombre sereno y silencioso al que suscolegas consideraban un tipo raro. Ellasabía que no lo era desde que en ciertaocasión ambos se encontraron por azaren la cantina de la comisaría de policíay, como disponían de tiempo, sequedaron charlando. Era un hombreinteresante y polifacético que acudía al

teatro con frecuencia, era aficionado alalpinismo y solía reunirse con susamigos.

—Que los demás piensen de mí loque quieran —dijo él, sonriendo—.Muchos tienen una visión excesivamentesimplista de la vida: consideran quequien se ocupa de huesos un día tras otrosolo puede ser una persona extraña eintrovertida. Y con ello solo se limitan amanifestar sus prejuicios.

Charlotte apreciaba su perspicacia ysus certeros análisis. Bauer era unexperto de reconocido prestigiointernacional que había participado enlas excavaciones de las fosas comunes

de Kosovo y declarado como testigoante el tribunal de La Haya.

Cuando Charlotte entró en eldespacho de Bauer las cortinas estabancerradas, como siempre. Él estabasentado en la habitación en penumbracon una lupa en la mano, examinandofotos de cadáveres a la luz de unalámpara. Para celebrar su decimoquintoaniversario en la brigada los colegas lehabían regalado una tarta en forma dehueso, algo que a todos les pareciódivertido, pero que solo provocó unasonrisa cansina de Bauer. ¿Cuántotiempo había transcurrido desdeentonces? ¿Un año, dos?

Bauer se quitó las gafas montadas alaire y se frotó los ojos.

—Hola, señora Schneidemann —lasaludó formalmente pero en tono amable—. ¿Qué puedo hacer por usted?

Charlotte le mostró la fotografía delcadáver en el féretro.

—Hoy la madre del niñosecuestrado recibió esta foto en un mail—dijo—. No tenemos ningún indicio encuanto a la identidad del cadáver. ¿Es unhombre o una mujer? ¿Cuántos añostenía al morir? Cualquier informaciónacerca de su identidad nos sería muyútil.

Bauer volvió a ponerse las gafas y

contempló la foto; después cogió la lupay examinó la imagen másdetalladamente.

Transcurrieron unos minutos;Charlotte sabía que lo mejor era guardarsilencio: a Bauer le disgustaba lacháchara, necesitaba silencio para poderconcentrarse.

—Como el rostro está cubierto porun paño resulta difícil identificarlo, peroa juzgar por el tamaño de los huesos dela mano diría que se trata de una mujer—dijo por fin y se inclinó aún mássobre la foto. Luego alzó la cabeza eintrodujo unos datos en el ordenador.

—La manta… —murmuró con aire

pensativo.—¿Qué pasa con ella? —preguntó

Charlotte.—Creo que se trata de una BS 53…

—dijo Bauer al tiempo que seguíatecleando.

—¿Y eso qué significa?—¡Mire! —exclamó Bauer y señaló

la pantalla con expresión satisfecha—.Lo sabía. Los productos BS 53 fueronprohibidos cuando se impusieron lasnuevas normas de la Asociación deIngenieros.

—No comprendo ni una palabra.—La protección del medio ambiente

no acaba con la muerte —dijo Frank

Bauer—. En los años setenta y ochentaenvolvían a los muertos en mantas depoliéster, que cien años después aún nose hubiesen degradado. La manta queaparece en la foto es de un tejido demezcla —añadió, indicando la foto—.Ahí se ve el orillo brillante, hecho de unmaterial no biodegradable. Desde que seestablecieron las nuevas normas, estetipo de mantas está prohibido.

—¿Y cuándo se publicaron lasnormas?

—En 1998, así que la foto ha de seranterior a esa época. Calculo que lamujer aún era relativamente joven. Esasmantas se empleaban sobre todo en el

caso de niños o personas muy jóvenes.—Así que se trata de una mujer

joven que murió antes de 1998 —resumió Charlotte—. ¿Hay algo queindique qué funeraria se encargó delentierro?

—Si así fuera ya se lo habría dicho—replicó Bauer en tono severo.

—Sí, claro —admitió Charlotte,cogió la foto y se dirigió a la puerta.

—Aunque a este respecto hay undato que puede serle de ayuda —añadióBauer.

—¿Cuál?—En esa época era relativamente

frecuente que se fotografiara el féretro

abierto, pero ningún tanatorio dejaríaabierto un féretro que contuviera unesqueleto —dijo—. Es decir, que lapersona que tomó la foto debió de pediral tanatorio que abriera el féretro y,habida cuenta del estado del cadáver,sin duda se trató de una solicitudbastante poco habitual. Puede que algúnempleado de la funeraria lo recuerde.

—Gracias —dijo Charlotte yemprendió el regreso a la comisaría depolicía.

Poco después, cuando abrió lapuerta del despacho, vio a Peter Käfersentado en su puesto comiéndose untrozo de pudin y lamiendo el relleno con

fruición.—Siempre tienes hambre, ¿verdad?

—dijo Charlotte mientras se sentaba ensu silla.

Käfer se encogió de hombros.—La comprobación de la conexión

telefónica aún no ha arrojado ningúnresultado —dijo—. En la lista dellamadas recibidas aparecen varias deun número oculto. No resultará fácilaveriguar quién las hizo, pero loscolegas están en ello.

—¿Y el mail?—Los muchachos también están en

ello. Por cierto: la fiscalía nos ha dadoluz verde para examinar el ordenador de

Carmen Gerber; consideré que podríaser útil. ¿Y cómo te ha ido a ti?

En breves palabras, Charlotte lecontó lo que Frank Bauer habíadescubierto.

—Lo primero que haré será llamar alos tanatorios. A lo mejor tenemossuerte.

En Münster había más de una docenade empresas de pompas fúnebres, sincontar las de los alrededores. Charlottesuspiró: la aguardaba una tareaconsiderable.

Cuando Charlotte abandonó la

comisaría de policía era casimedianoche. Estaba frustrada, porquelas llamadas a los diversos tanatorios nohabían dado resultado. Muchos de losantiguos empleados ya se habíanjubilado hacía tiempo, otros habíancambiado de empleo o se habíantrasladado a otra ciudad. Nadierecordaba que alguien hubiera pedidoque abrieran un féretro de un cadáver yaconvertido en esqueleto para tomar unafoto.

Solo entonces fue consciente de loagotada que estaba. El día había sidomuy largo, repleto de acontecimientosprofundamente conmovedores. Volvió a

ver al niño sentado en la bañera… ¡No,ahora no quería pensar en eso! Quería ira casa, ducharse, descansar un rato yluego acostarse y dormir, para poderempezar el día a la mañana siguientefresca y descansada. Lanzando unsuspiro, montó en su coche.

Unos minutos después abrió lapuerta de su apartamento: el aire estabaviciado así que lo primero que hizo fueabrir las ventanas para que penetrara elagradable frescor nocturno.

Tomó una ducha, pero eso tampocoalivió la tensión que la dominaba. Nopodía dejar de pensar en Leo Ortrup.¿Dónde estaría? Seguro que lo estaba

pasando muy mal…Se tumbó en el sofá con expresión

resignada y puso el televisor. Unascuantas personas bastante alteradasdiscutían sobre un tema aburrido. No,gracias. Zapeó y se topó con unapelícula de detectives. ¡Lo que lefaltaba! Bastante tenía con lo que leofrecía su vida cotidiana. De mala gana,fue pasando de un canal a otro y por finapagó el aparato. Entonces su mirada seposó en la mesa auxiliar junto al sofá.Allí reposaba el libro que estabaleyendo: la biografía de MaríaAntonieta, de Stefan Zweig. Adoraba lasobras de Stefan Zweig, las había leído

casi todas, solo le faltaba esa biografía.Abrió el libro, buscó el punto donde eldía anterior había dejado de leer… yvolvió a cerrarlo.

Suspirando, se dirigió al baño paralavarse los dientes, se contempló en elespejo y se detuvo. De pronto suspensamientos se arremolinaron, incapazde centrarse en ninguno: un rostro seinterponía cada vez que lo intentaba.

—¿Y por qué no? —se dijo.

Unos minutos después contemplabael edificio de apartamentos. En el deBernd aún había luces encendidas, así

que debía de estar despierto. Cuandopor fin llamó al timbre su decisión aúnla sorprendió: una vez más, hacía algoque contravenía sus principios. Unamante es un amante y nada más. Peroesa noche algo había cambiado.

Unos minutos después oyó la vozcansada de Bernd, que enseguida cobróvivacidad cuando supo quién estaba alotro lado de la puerta.

—¡Qué bien! —dijo únicamentecuando ella recorrió el pasillo y Berndla estrechó entre sus brazos.

Poco después ambos estabantendidos en la cama, abrazados.Charlotte cerró los ojos. Se percató de

que por fin había encontrado lo quebuscaba con tanta desesperación:sosiego interior y una agradableligereza. Pero antes de dormirsesospechó que estos sentimientos nodurarían mucho tiempo. Volvía a sentiresa presión en el estómago que siemprela invadía cuando la aguardaba unanoche repleta de pesadillas.

Unos segundos después y pese a lostemores que la habían agobiado, sedurmió profundamente. Sin embargo, enalgún momento de la noche regresó lapesadilla: Charlotte entraba al baño atoda prisa y, espantada, veía la sangreque se derramaba por encima del borde

de la bañera.

8

Leo estaba sentado en el cajón dearena jugando tranquilamente, muyconcentrado mientras trataba de formar ydecorar una tarta con sus pequeñosmoldes. Volvía a llevar su camiseta deBarrio Sésamo. Estaba muy sucia, eraurgente que ella la lavara.

—¡Ven, Leo, hemos de ir a casa! —gritó, pero él no reaccionó—. ¡Leo!

El niño cortó un trozo de su tarta y lodepositó en un platito de plástico. De

pronto una mujer se acercó y searrodilló a su lado. Leo le ofreció elplatito con una sonrisa y la mujer fingióque probaba un bocado. El pequeñosonreía de oreja a oreja.

—¡Leo, Leo! —Ella queríaacercarse a él para abrazarlo y echó acorrer tan rápido como pudo, pero nolograba avanzar.

La mujer cogió a Leo en brazos y loestrechó contra su pecho. Después sevolvió lentamente y sonrió.

Era Tanja…Katrin despertó sobresaltada y,

confundida, miró en torno. ¿Dóndeestaba? Ah, sí: en su habitación de niña.

En casa, con sus padres… con su madre.Estaba bañada en sudor, el camisónestaba empapado. Inspiró hondo. Nopasaba nada, solo se trataba de unapesadilla, una maldita pesadilla.

Volvió a tenderse en la cama; derepente sintió frío y se cubrió con lamanta hasta el cuello, clavó la mirada enla oscuridad e intentó volver a conciliarel sueño, pero los pensamientos querondaban por su cabeza se loimpidieron.

Cuando el comisario y la inspectorase hubieron marchado le dijo a Thomasque regresara a casa: aunque estabadispuesta a perdonarle, ello no

significaba que quisiese volver a vivircon él bajo el mismo techo, por nohablar de compartir la cama. Además,no quería dejar sola a su madre, sumidaen la más absoluta confusión tras lallegada del mail y la noticia de la futuraexhumación. Por suerte su madre habíatomado un somnífero, porque de locontrario lo más probable era que ellatampoco lograra dormirse.

Tanja… ¿Qué clase de mujer era?¿Qué estaba haciendo con Leo? ¿Lomaltrataba? ¿Pagaba su rabia con él?¿Era posible que incluso lo hubiera…?No quería seguir esa línea depensamiento. Tanja, esa mujer con la

que había pasado tantas horas en elparque infantil, esa mujer con la quehabía tomado café y que la habíaabrazado para consolarla por la muertede su padre, no podía ser una asesina.No. Le parecía inimaginable y tampocoquería imaginárselo. ¿Y si trataba a Leocon afecto? ¿Y si Leo confiaba en ella?¿Y si ahora la consideraba su madre? ¿Ysi ya no la echaba de menos? No:tampoco quería pensar en eso, porque enese caso también habría perdido a Leopara siempre.

Katrin suspiró, se giró en la cama yechó un vistazo al reloj: eran las cuatroy cuarto. Lo mejor sería seguir

durmiendo un poco más, pero ¿cómolograrlo? En ese preciso instante oyó unruido que provenía de la puertaprincipal, muy suave pero inequívoco,como si alguien manipulara el buzón.¿Se trataría de su madre recogiendo elperiódico? Pero a esas horas de lamadrugada aún no lo habrían traído,¿verdad? Además, su madre debía deestar profundamente dormida.

Katrin se incorporó, aguzó el oídoen medio de la oscuridad y volvió a oírel mismo tintineo.

Se levantó sin hacer ruido y seasustó cuando el suelo de madera crujióbajo sus pies. Abrió la puerta y se

deslizó al pasillo iluminado por la luna.—¿Mamá? —llamó en voz baja,

pero no obtuvo respuesta.Se acercó a la ventana de puntillas y

miró al exterior. Desde allí se veía eltramo de calle situado delante de lacasa. De pronto vio que una figurarecorría el camino de losas y contuvo elaliento, presa del pánico. ¿Quién sería?Era una persona que llevaba un largoabrigo con capucha; no cabía duda:alguien se había acercado a la puertaprincipal. ¿Qué debía hacer ahora?¿Telefonear a la policía? ¿Llamar almóvil de Charlotte Schneidemann?Descartó ambas opciones: el intruso

habría desaparecido mucho antes de quela policía se presentara.

Entonces una esperanza se abriópaso en su cabeza. ¿Y si era Tanja? ¿Ysi esa mujer había comprendido queactuaba injustamente y había llevado aLeo a casa? ¿Y si su hijo aguardaba antela puerta…?

Entonces oyó el motor de un cocheque se ponía en marcha y arrancaba.

—¡Leo! —gritó, echó a correr a lolargo del pasillo y tropezó escalerasabajo.

Abrió la puerta y se estremeciócuando notó que una brisa suave leacariciaba el rostro.

—¿Leo?Katrin parpadeó, salió a la calle y a

la luz de la luna miró alrededor.—Leo —susurró en tono ahogado—.

¿Dónde estás?Cuando se disponía a volver a

entrar, su mirada se posó en el buzón.Un sobre acolchado sobresalía de laabertura; Katrin lo cogió y lo examinó.En la cara anterior había una pequeñaetiqueta mecanografiada donde ponía:«Saludos de Leo». Katrin abrió el sobrecon manos temblorosas y examinó elinterior.

—¿Qué es esto…? —musitómientras examinaba el contenido. Era

algo blando y de color celeste… Unacamiseta estampada con los personajesde Barrio Sésamo… Leo tenía unaigual… Era su favorita…, y estabamanchada de sangre…

Cansada y muerta de frío, CharlotteSchneidemann permanecía junto a latumba observando la excavadora, quequitaba la tierra y la depositaba a unlado formando un montículo queaumentaba de tamaño.

—Por desgracia no podemos hacerlomás tarde, porque los primerosvisitantes llegan a partir de las siete de

la mañana —dijo en tono amable eljoven empleado del cementerio, que lahabía acompañado hasta la tumba—.Imagínese qué ocurriría si sacáramos elféretro junto a una viuda que llora lamuerte de su marido…

Charlotte se esforzó por sonreír,aunque no podía quitarse de la cabeza lallamada de Katrin Ortrup, quien, entresollozos, le informó de que alguienhabía dejado la camiseta de BarrioSésamo de Leo en el buzón de su madre.

—Está cubierto de manchas desangre…

Después lo único que oyó Charlottefue un llanto asfixiado.

No quiso molestar a Bernd, pero élse despertó de todas formas y, conexpresión preocupada, la observómientras ella se aseaba y se vestía. Perono le hizo preguntas, gracias a Dios.Charlotte fue directamente a la casa dela madre de Katrin Ortrup y se hizocargo de la camiseta con el fin de que laexaminaran…

Un golpe sordo la sacó de suensimismamiento: la pala de laexcavadora había alcanzado el féretro.El conductor retrocedió unos metros,saltó al interior de la fosa y siguióexcavando con una pala.

Charlotte lo miró con expresión

distraída. ¿Por qué la secuestradora deLeo había dejado su camiseta en elbuzón? ¿Qué pretendía con eso? Aún nohabía pedido un rescate, así que lacamiseta no suponía una medida depresión para conseguir el dinero conmayor rapidez. Al parecer, quería quelos padres comprendieran que erancompletamente impotentes.

El único interés de esa tal Tanjaparecía consistir únicamente en torturara Katrin y Thomas Ortrup, aunqueCharlotte todavía ignoraba el motivo.Tenía que haber uno, puesto que sehabía atrevido a salir de su escondrijopara depositar el paquete con la

camiseta en el buzón. Aun cuando elpeligro de ser descubierta a las cuatrode la mañana no era muy grande, habíasupuesto un acto arriesgado, teniendo encuenta que la casa podría haber estadobajo vigilancia. ¿O acaso Tanja sabíaque la policía no custodiaba la casa? ¿Ypor qué había optado por dejar elpaquete en el buzón de Luise Wiesner enlugar de acudir al de los Ortrup? ¿Esque Tanja había observado losmovimientos de Katrin y Thomas Ortrupen secreto, incluso con satisfacción? ¿Oes que alguien le informó de que KatrinOrtrup se había trasladado a la casa desu madre? Pero en ese caso, ¿quién?

¿Thomas Ortrup? ¿Tenía él algo que vercon la desaparición de su hijo?

Charlotte se restregó los ojos. Almenos ahora sabía que Tanja no se habíamarchado al extranjero. ¿Y la sangre dela camiseta? Si efectivamente era deLeo, debía partir de la base de que elniño estaba herido… o incluso tal vezmuerto.

No, pensó Charlotte moviendo lacabeza: eso no encajaba con el perfil deTanja. Había dedicado semanas engranjearse la confianza de Katrin Ortrupy finalmente había secuestrado a su hijo.Si lo único que quería era matar a Leohabría actuado de otra manera.

Era como si sobre ese caso planeaseuna maldición, como si Tanja nuncadejase una huella. A excepción delrepresentante, nadie había informado dehaber visto al niño de la foto que sepublicó en los diarios. Y ello pese a quehabían depositado grandes esperanzasen que alguien hubiese visto porcasualidad al pequeño de rizos rubiosapeándose de un coche en compañía deuna mujer que llevaba pendientesllamativos y desaparecía en el interiorde una casa, o cualquier otra cosa por elestilo…

Charlotte sabía que para unos padresno había nada peor que ignorar el

destino que había corrido su hijo. Si unniño era encontrado muerto tenían laoportunidad de despedirse de él yllorarlo, y en algún momento aprender avivir con su dolor. Pero cuando un niñodesaparecía y los padres jamásaveriguaban qué le había ocurrido…Eso debía de ser como una torturaeterna. Durante su vida profesional,Charlotte se había topado con unasituación semejante en dos ocasiones yen ambas le resultó muy difícil admitirante sí misma que no podía prestarayuda a esos padres.

—Ya está —dijo el empleado delcementerio.

Charlotte asintió con un gesto y sequedó observando mientras el conductorde la excavadora pasaba unas gruesascuerdas a través de las asas del féretro,se aseguraba de que las cuerdasestuvieran bien sujetas y salía de latumba. Luego el hombre volvió asentarse en la excavadora, que dirigióhacia la fosa, y sin apagar el motor bajóde nuevo de la máquina para sujetar elotro extremo de la cuerda a una argollade metal fijada a la pala. Tomó de nuevolos mandos, izó el féretro y lo depositóen un remolque unido a un pequeñotractor. Finalmente montó en el tractor yse alejó con bastante lentitud.

Charlotte y el empleado lo siguieronen silencio. No cabía duda de que laimagen del féretro manchado de arcillarecorriendo el cementerio —por encimadel cual empezaba a salir el sol—resultaba extraña. En general, solo seveían féretros limpios y cubiertos deflores seguidos de un número variablede deudos. Charlotte tenía la sensaciónde estar haciendo algo prohibido.

El empleado se despidió de ella anteel depósito de cadáveres. Allí yaaguardaba un vehículo de los forensesque trasladaría los restos mortales deFranz Wiesner hasta el Departamento dePatología. Charlotte le mostró los

documentos necesarios al conductor ydespués montó en su vehículo paraseguir al coche fúnebre.

Nunca lograría acostumbrarse alolor que la envolvió al entrar en ellaboratorio de medicina forense. No setrataba tanto de la nauseabunda mezclade desinfectantes y formol: lo queresultaba difícil de soportar era elextraño hedor de la muerte, dulzón yputrefacto al mismo tiempo. Era lo únicoque quedaba de un ser humano: unahediondez insoportable.

Charlotte entregó los documentos al

patólogo, aguardó a que abrieran elféretro y se despidió con rapidez.

—Después la llamaré, ¿de acuerdo?—dijo él.

—Gracias.Charlotte se alegró de abandonar el

laboratorio forense. La aguardaba unareunión con los informáticos y tuvo queconfesarse a sí misma que el mundomuerto de la técnica le resultaba muchomás agradable que el mundo muerto delos seres humanos.

Al llegar a la comisaría de policíase topó con Peter Käfer.

—Estaba a punto de llamarte porteléfono; se trata de la sangre encontrada

en la camiseta.—¿Y? ¡No me tengas en vilo!—Es sangre de gato.—¡¿Qué?!—Has oído bien. Puede que

pertenezca a la gata despellejadadescubierta en el jardín de los Wiesner.

—Entonces también hemos decomprobar las denuncias por maltrato alos animales. Muchos criminalesprimero dan vida a sus fantasíastorturando animales antes de atacar aseres humanos —dijo Charlotte.

Ambos se dirigieron a su despacho.—Sí, aunque nunca he entendido a

qué se debe —dijo Käfer, tomando

asiento en su silla. Encima del escritorioreposaba una bolsa de papel llena debollos.

—Está relacionado con el poder —explicó Charlotte—. Mediante este tipode actos, el culpable siente que quienestá al mando es él, no la víctima.

—Entonces, si esa Tanja es unamaltratadora de animales, ¿significa esoque ella también sufrió malos tratos enel pasado?

Charlotte asintió.—Es así en casi todos los casos. La

única pregunta es la siguiente: ¿qué tipode maltrato sufrió? ¿La golpearon?¿Abusaron sexualmente de ella? Quizá

quien cometió el abuso fue FranzWiesner, o tal vez Thomas Ortrup.Incluso puede que fuera una mujer…

—Primer punto: el ordenador deCarmen Gerber estaba absolutamentelimpio. Ninguna búsqueda sospechosa,ninguna foto, nada —informó elespecialista del departamento deinformática—. Y el mail fue enviadodesde un móvil, que despuésprobablemente fue destruido.

—¿Cómo sabéis que fue destruido?—preguntó Käfer.

—Probablemente destruido —lo

corrigió su colega—. En general, unmóvil con acceso a Internet dispone deuna función GPS, pero como resultaimposible localizar ese móvil es desuponer que ha sido destruido, quemadoo arrojado a un río. Es lo que sueleocurrir en el crimen organizado:compran un móvil en un mercadillo,mejor si viene con una tarjeta deprepago, llevan a cabo sus asuntos yluego lo destruyen. Es casi una medidaestándar entre los delincuentes.

—Habría sido demasiado bonito sihubiésemos obtenido una dirección IP—dijo Charlotte, suspirando.

—Sí, claro, y también el nombre y la

dirección… —replicó el informático,sacudiendo la cabeza—. A veces tenéisunas pretensiones…

Entonces sonó el móvil de Charlotte.—Lo siento —dijo y salió al pasillo

seguida de Peter.—¿Y cuál podría ser el origen de las

punciones? —preguntó la inspectoramientras se dirigía a su despacho,asintiendo de vez en cuando con lacabeza—. Comprendo. Le ruego que mellame en cuanto sepa algo más. Gracias.

»Era el forense —dijo, poniendopunto final a la conversación—. Hayindicios de una intervención externa.

—Me lo temía —murmuró Peter,

quien abrió la puerta y se dirigió a suescritorio—. ¿Cómo ocurrió?

—Aún no lo saben con exactitud,pero han descubierto una punción entrelos omóplatos. De momento es seguroque alguien inyectó algo a FranzWiesner.

—¿Qué le inyectaron? —preguntóél.

—Por desgracia en este punto lascosas se complican —explicó Charlotte—. Los primeros test no arrojaronningún resultado, excepto que no se tratade un veneno común. No recibiremos losresultados de un examen toxicológicomás detallado hasta dentro de unos días,

pero nuestro doctor no se habríaconvertido en jefe del departamentoforense si no fuera capaz de pensar porsí mismo. Resulta que los pinchazos soncasi imperceptibles a simple vista eincluso difíciles de ver con una lupa.

—¿Y eso qué significa?—Que fueron realizados con una

aguja muy delgada, de esas quenormalmente sirven para ponerinyecciones subcutáneas.

Peter se encogió de hombros, perodespués se golpeó la frente con la palmade la mano.

—¡Diabéticos! —exclamó.—Exactamente. Eso también

encajaría con los calambres y el comaen el que cayó Franz Wiesner. Claro queresultará muy difícil demostrar que leinyectaron insulina, porque tras lamuerte se ponen en marcha procesos dedescomposición que alteran el nivel deglucosa en sangre. Pero por suerte elcadáver todavía está tan bienconservado que lograron encontrarfluido ocular y analizarlo.

Käfer expresó su repugnancia con ungesto.

—Por favor, ahórrame los detallesde la autopsia, a menos que seanimprescindibles. Me apetece comer algodulce…

—Sin embargo, no podremosdemostrar que Franz Wiesner fueasesinado mediante una inyección deinsulina. Es muy improbable que elexamen toxicológico proporcionepruebas científicas que puedansostenerse en un juicio.

—¿Y eso qué significa?—Que quizás haya sido insulina,

pero que no podremos demostrarlo alcien por cien.

Peter se rascó la nuca con airepensativo.

—Pero todo encaja bastante bien —murmuró—. ¿Cuánto tarda en morir unapersona sana tras recibir semejante

inyección?—Ese tipo de coma hipoglucémico

se produce con bastante rapidez, sobretodo si antes la víctima ha ingerido unacomida abundante. Según los forenses,no tarda ni diez minutos.

—Insulina… —dijo Peter,reflexionando—. Si Tanja es diabéticano tendría ningún problema paraconseguirla.

—En efecto.—¿Hemos recibido alguna respuesta

de los grupos de autoayuda?—Aún faltan algunos, pero estamos

en ello día y noche —contestó Charlotte—. Entre los que han llamado hasta

ahora, ninguno ha reconocido a la mujerde la foto. Todavía faltan un par derespuestas, pero de momento no pareceque Tanja asistiera a esa reunión de losgrupos de autoayuda como paciente.

—Si fuera médica o enfermeratambién podría conseguir fácilmente lainsulina —dijo él—. Pero ¿dónde ycuándo se la inyectó a Franz Wiesner? Ysobre todo, ¿por qué?

Charlotte se dirigió al rotafolio yescribió «Franz Wiesner».

—Según las declaraciones, se quedósolo durante un par de horas. Su mujerestaba ausente. Poco después de que ellaregresara se presentaron Katrin Ortrup y

Leo.—Sí, eso fue lo que nos dijo.—Y también nos dijo que su padre

estaba muy pálido y parecía enfermo,incluso antes de que encontraran elcadáver de la gata —dijo Charlotte.

—¿Quieres decir que…?—Que sabía que algo terrible había

ocurrido.Charlotte trazó un círculo en torno al

nombre y lo golpeó con el rotulador.—Creo que Franz Wiesner es el eje

de todo el caso. Él era el principalobjetivo de Tanja —dijo y junto a laspalabras «Franz Wiesner» escribió«venganza» en mayúsculas.

—Ahora solo hemos de averiguarpor qué Tanja quiere vengarse —dijoKäfer.

—Puede que haya sido una víctimade Franz Wiesner. Violación, abuso…

—Eso explicaría el ataque al gato yposteriormente a él mismo, pero ¿porqué secuestrar a Leo? ¿Y por quéintentar destruir el matrimonio de losOrtrup?

—A lo mejor guarda una relacióncon la foto del cadáver. Quizás exista unoscuro secreto de familia —dijoCharlotte en tono pensativo—. Supongoque tendremos que mantener otraexhaustiva conversación con Luise

Wiesner y Katrin Ortrup.—Pero primero comeré algo —dijo

Käfer.Charlotte puso los ojos en blanco y

en ese preciso instante sonó el móvil desu compañero.

—¿Qué pasa? —preguntó él en tonomalhumorado. Luego escuchó y asintiócon la cabeza.

—Bien. ¿Y la dirección? —preguntó. Apuntó algo en un papel y selo tendió a Charlotte mientras colgaba—. Los informáticos han encontrado alantiguo propietario del club Alecto. Esaes su dirección.

Menos de diez minutos despuésambos detuvieron el coche ante la casade Henry Lanz. Era un chalet adosadovenido a menos y bastante necesitado deuna reforma.

—Ese no parece haber ganadomucho dinero con su local —murmuróKäfer mientras se acercaban a la puerta.

Después de llamar dos veces altimbre un hombre robusto de aspectodesaliñado y de unos cincuenta añosabrió la puerta. Tenía el cabellograsiento y su albornoz de color claroestaba mugriento.

—¿Henry Lanz? —preguntó Käfer.—Herbert Lanz. Hace años que he

dejado de llamarme Henry.—Soy el comisario Käfer, de la

Brigada de Investigación Criminal, yesta es mi compañera CharlotteSchneidemann.

—¿Qué desean? —preguntó Lanz entono de pocos amigos.

—Queríamos hacerle unaspreguntas.

—¿Por qué?—Se trata de la época en la que

usted aún era el propietario del clubAlecto.

—Ha pasado mucho tiempo desdeentonces —replicó Lanz con un dejeamargo.

El hombre se volvió y avanzó por unestrecho pasillo. Charlotte y Käferintercambiaron una breve mirada, luegolo siguieron y cerraron la puerta detrásde ellos. Una densa nube de humo decigarrillos y aire viciado los envolvió.

—Tal como ya le dije por teléfono,investigamos el caso de un niñodesaparecido —empezó Käfer cuandose encontraron en la sala de estar. Lanzno los invitó a tomar asiento.

«¿Dónde habríamos de sentarnos?»,pensó Charlotte: el sofá y los sillonesestaban ocupados por periódicos yprendas de vestir, mientras que la mesaestaba cubierta de botellas de cerveza

vacías.—En el pasado el padre del niño

frecuentaba su local —dijo Käfer.—Pero si hace quince años que lo

cerramos… —alegó Lanz.—Sin embargo, puede que usted

recuerde algo —intervino Charlotte,quien le mostró el retrato robot de Tanja—. ¿Conoce a esta mujer? ¿Le suena dealgo? Tal vez ella también era unacliente.

Herbert Lanz contempló la imagen yse hurgó la nariz.

—Ni idea —dijo por fin,devolviéndole el retrato a Charlotte—.Pero los pendientes sí que los conozco.

Annabell tenía unos así.—¿Annabell? —Charlotte se puso

alerta—. ¿Quién es?—Era una de mis camareras.—¿Está seguro?—Completamente. Los llevaba todos

los días, mejor dicho, todas las noches.Por eso los clientes solían llamarla«Fresita». Eran rojos y brillantes,parecían fresas.

—¿Aún mantiene contacto con esaAnnabell? —preguntó Käfer—. ¿Dóndepodemos encontrarla? ¿Cuál es sunombre completo?

—Se apellidaba Rustemovic.Annabell Rustemovic, y podrá

encontrarla en el cementerio de Mauritz.Se ahorcó a principios de los añosnoventa, pobrecilla. En el bosque;permaneció colgada de un árbol durantecasi dos meses antes de que laencontraran. Era verano, así que ya seimaginará cuánto quedaba de ella.

—La muerta de la foto —dijoCharlotte en tono meditabundo.

—Sí, es muy posible —convinoKäfer y volvió a dirigirse a Lanz—.¿Sabe por qué se quitó la vida?

—No. No notamos nada. De todosmodos, era muy reservada y pococomunicativa. Tal vez tuvo algúndesengaño amoroso…

—¿Sabe si tenía parientes? —preguntó Charlotte.

Lanz negó con la cabeza.—Los padres eran muy devotos y

jamás aceptaron que su hija se suicidara,por eso regresaron a Rusia; eranalemanes oriundos de Rusia, ¿sabe? Notengo ni idea de qué se hizo de ellos.

—¿No tendrá por casualidad unafoto de Annabell?

—Es posible. Un momento…Herbert Lanz abrió la puerta de un

armario y rebuscó entre un montón depapeles. De pronto sostuvo una fotoamarillenta en la mano donde aparecíarodeado de sus empleados ante la barra

del club Alecto. La joven de lospendientes en forma de fresa ocupaba elcentro. Llevaba el cabello oscuroseveramente recogido, lo cual realzabala delgadez de su rostro. Llevaba loslabios pintados de un rojo intenso, ajuego con el color de los pendientes.Entre sus colegas masculinos la mujerparecía menuda y grácil. Sonreía a lacámara con expresión alegre.

—¿Le dice algo el nombre ThomasOrtrup? —preguntó el comisario.

—Nunca lo he oído —respondióLanz y cuando Charlotte le mostró unafoto, también negó con la cabeza—. Ellocal se llenaba de estudiantes todas las

noches, así que por más que quisiera nopodría recordar a un cliente enparticular.

Charlotte asintió. Le pidió la antiguadirección de Annabell Rustemovic yluego se despidió de Lanz.

El comisario y la inspectorapermanecieron ante la casa, sumidos ensus pensamientos. Ella inspiróprofundamente. «¿Cómo es posible quealguien viva en medio de tantaporquería?», se preguntó.

—El asunto de los pendientes no esuna casualidad —dijo Käfer—.Annabell y Tanja… Ha de existir algúnvínculo entre las dos.

—Vale, iré adonde vivía esa mujer.A lo mejor logro averiguar algo más.¿Me dejas en la comisaría?

—Sí. Y yo iré a ver a LuiseWiesner. De paso, le preguntaré por esamisteriosa Annabell.

Ambos montaron en el coche.—Pero primero tengo que comer un

bocado…

Muy pálida, Luise Wiesner escuchólas palabras de Käfer sobre lassospechas del forense. Su hija estabasentada a su lado y le cogía la mano.

—Los calambres y el coma son un

resultado directo de la inyección deinsulina —dijo el policía finalmente—.Para nosotros es de suma importanciareconstruir los diez minutos previos aque su marido sufriese el colapso,porque en ese intervalo es cuando sinduda se produjo el ataque. Por favor,intente describir qué sucedió aquelúltimo día. ¿Dónde se encontraba usted?

Luise Wiesner soltó un sollozo.Aunque se esforzó por hablar conclaridad, Käfer apenas comprendía loque decía.

—Yo… solo fui un momento a lapanadería —dijo—. Y cuando regreséFranz yacía en el suelo temblando y ya

era incapaz de hablar.—Bien. Así que el ataque se produjo

mientras usted estaba fuera. ¿Sabe si sumarido esperaba una visita, si debíaencontrarse con alguien?

La señora Wiesner hizo unmovimiento negativo.

—Solo con una colega de ustedes,pero no sé si estuvo aquí. En todo casoyo no la vi.

Käfer le lanzó una miradasorprendida.

—¿Una colega? No comprendo.—He olvidado su nombre, pero sí

recuerdo que llamó por teléfono paraanunciar su visita. Dijo que se ocupaba

de los casos de maltrato a los animales yquería hablar con Franz acerca de lo quele había sucedido a Lizzie. Afirmó quepertenecía al Departamento deProtección de Animales o algo por elestilo.

De pronto el comisario se pusoalerta.

—La policía de Münster no disponede ningún departamento de protecciónde animales.

Durante unos instantes reinó elsilencio.

—Entonces seguro que fue Tanja —intervino Katrin y se cubrió la boca conla mano—. ¿Esa mujer asesinó a mi

padre? ¿La misma que ha secuestrado aLeo?

Luise Wiesner se echó a llorar.—¡Dios mío, cuando llamó por

teléfono le dije a qué hora solíadespertarse Franz de la siesta y lecomenté que yo no estaría en casa, peroque si venía podría hablar con él…! —exclamó, sollozando—. Dejé entrar auna asesina, cuando ella… ¡Dios mío!

Käfer esperó hasta que ella setranquilizó un poco.

—¿Dónde encontró a su marido?—En la sala de estar. Estaba tendido

en el suelo…—Así que él le abrió la puerta

porque creyó que era una agente depolicía —dijo el comisario, pensandoen voz alta—. Si hubiese sospechadoque podía ser peligrosa, quizá no lohubiera hecho. Puede que ella empezarapor entablar una conversación con él yen algún momento le revelara suverdadera identidad. Entonces su maridodebió de comprender que corría peligro.Los pinchazos en la espalda indican queél se volvió. Tal vez pretendía huir o almenos abandonar la habitación conrapidez.

—¿Cree que mi padre sabía elpeligro que corría? —preguntó KatrinOrtrup, horrorizada.

—No lo sé, pero todo indica que supadre quería alejarse. En tal casopodemos llegar a la conclusión de quese dio cuenta del peligro que suponíaesa mujer.

—¿Te dijo algo cuando regresaste,mamá? —preguntó la señora Ortrup.

Pero su madre negó con la cabeza.—Ya no era capaz de reaccionar.—Pero a lo mejor aún era capaz de

escribir algo.—Enviaré a un colega para examinar

las huellas —dijo Käfer—. Pordesgracia, ya ha pasado bastante tiempodesde la muerte de su marido, así queprobablemente las huellas hayan

desaparecido; de todos modos lointentaremos.

Käfer dirigió la mirada a una vitrinasobre la que reposaban diversas fotos dela familia, todas con marco de plata. Enuna de ellas aparecía Leo en brazos desu abuelo. El niño lo abrazaba y reía.

Käfer se puso de pie para coger lafoto y en ese momento reparó en que elcristal estaba roto.

—Una bonita imagen… —comentó—. ¿Cómo se rompió el cristal?

—El marco estaba en el suelo, juntoal cuerpo de mi marido —dijo LuiseWiesner—. Debió de arrastrarlo al caer.

Käfer sacó una bolsa de plástico del

bolsillo y guardó la foto.—Haré examinar el marco en busca

de huellas dactilares.—Está claro que mi padre conocía a

Tanja —dijo Katrin, volviendo a tomarla palabra—. No existe otra posibilidad.

—¿Cómo iba a conocer a una mujercomo esa? —preguntó Luise Wiesner—.¡Es absurdo! Solo se vio involucrado enel asunto por casualidad.

—¡No es absurdo, mamá! —replicósu hija en tono mordaz—. ¡Piensa, porfavor! —añadió en tono más conciliador—. Primero Tanja mata a Lizzie ydespués aparece por aquí. ¡Tenían queconocerse! La cuestión es: ¿dónde? Tal

vez mantenían una relación.Al contemplar a su madre Katrin se

mordió el labio inferior. Luise Wiesnerdejó de llorar y su rostro enrojeció deira, o tal vez de vergüenza.

Käfer se inclinó ligeramente haciaatrás.

«Interesante», pensó, observandoatentamente a ambas mujeres. Unaamante no habría logrado presentarseante la señora Wiesner como policía;debía de existir otra clase de conexión.Sin embargo, la hija no tardó ni unsegundo en creer que su padre habíasido infiel. ¿Se debería a lo que sabía desu propio marido? ¿O es que hacía

tiempo que sospechaba que su padre noera trigo limpio?

—¿Cómo puedes hablar así de tupadre? —le recriminó Luise Wiesner entono severo—. ¡Que tu marido sea unmujeriego no significa que tu padretambién lo fuera!

Katrin le sostuvo la mirada.—Papá a menudo asistía a congresos

y sabes tan bien como yo que leencantaban las fiestas —dijo en tonofirme—. Era un hombre muy alegre…

—¡Pero eso no significa que tuvierauna amante! ¡Y encima una tan joven, dela misma edad que su hija! Eso estotalmente absurdo —exclamó Luise

Wiesner en tono airado—. Nuestromatrimonio era muy feliz.

Su hija le lanzó una miradapensativa.

—Hasta hace unos días, yo tambiénhabría puesto la mano en el fuego porThomas, habría jurado que nunca meengañaría.

La joven se dirigió a Käfer.—A decir verdad, me parece

imposible que mi padre tuviera algo quever con Tanja, no era su tipo, erademasiado joven. A menudo decía quele resultaba vergonzoso que un famosoentrado en años apareciera en públicocon una muchacha joven. Le parecía

repugnante.—Me temo que muy pocos hombres

reconocerían haber tenido una aventura—replicó el comisario.

«Así que ahora retrocede», pensó.—Es posible. No es que descarte

que tuviera un lío, pero no con Tanja…Después de cenar, mi padre regresaba alconsultorio con bastante frecuencia…

De pronto se le ocurrió una idea.—¿Y si se tratara de la madre de

Tanja? —apuntó Katrin en voz baja y sinmirar a nadie.

—¿Quiere decir que Tanja podríaser su hermanastra? —insistió Käfer.

—Sí.

—¡No digas tonterías! —exclamóLuise Wiesner, quien se puso de pie y sealisó la falda.

—¡Se trata de Leo, mamá! —gritóKatrin Ortrup con desesperación—.¡Hemos de tener en cuenta todas lasposibilidades!

—Tu padre se revolvería en latumba si te oyera —dijo su madre—.¿Cómo te atreves a pensar eso?

—¿Qué hacía en la consulta por lasnoches? ¡No creerás que solo sededicaba a revisar cuentas…!

—¿Tiene alguna pregunta más, señorcomisario? —replicó Luise Wiesner entono digno—. De lo contrario me

gustaría retirarme. Quisiera descansarun poco.

—Por supuesto —asintió Käfer—.Solo una pregunta más: ¿conocen a estamujer? —preguntó y les mostró la fotodel club Alecto—. Se trata de la mujerdel centro, la que lleva esos pendientespoco corrientes. Se llama AnnabellRustemovic. ¿Les dice algo ese nombre?

Luise Wiesner negó con la cabeza.—¿Quién es? —preguntó Katrin—.

Tanja llevaba unos pendientes comoesos.

—Todavía ignoramos el vínculoentre Rustemovic y la secuestradora —contestó Käfer.

—Si eso es todo, me retiro —dijoLuise Wiesner. Se puso de pie yabandonó la sala con la cabeza gacha.

El comisario aguardó hasta quedarsea solas con Katrin Ortrup.

—Comprobaremos el ADN;entonces sabremos con bastante rapidezsi su padre también era el padre deTanja.

—Si realmente es mi hermanastra…—dijo Katrin tras reflexionar un instante—… ¿de qué nos sirve ese dato encuanto al asunto de Leo?

—De mucho. Porque entoncestendremos una buena oportunidad dedescubrir a un pariente de la

secuestradora. Tal vez a su madre o aotros hermanos.

Katrin Ortrup se limitó a asentir conla cabeza.

Cuando el comisario jefe Käfer sehubo ido, ella se acercó a la ventana y,mientras lo observaba alejarse en sucoche, pensó:

«Si Tanja es hija de mi padre y élsabía de su existencia e incluso quizá laconocía personalmente, entonces puedeque alguien estuviera al tanto del asunto.Tal vez no fuera un miembro de lafamilia, sino alguien muy próximo a mi

padre, alguien que pasaba mucho tiempocon él. Una persona que posiblemente loconocía mucho mejor que su mujer o queyo, su hija».

En ese caso, solo podía tratarse deuna persona.

Katrin decidió ir a visitar aMargarethe Brenner, la auxiliar quehabía trabajado en la consulta de supadre durante más de treinta años.

Tal como se temía, Charlotte noencontró a nadie. En la dirección que leshabía proporcionado Herbert Lanz seelevaba un edificio bastante nuevo con

tiendas y una oficina de correos.Decidió dirigirse a casa de Thomas

Ortrup para interrogarlo acerca de lamisteriosa Annabell.

Charlotte condujo a lo largo de laRatsstrasse y desde lejos vio a Benjugando en la acera con un perro. Seacercó y detuvo el coche.

—¡Kinski, Kinski! —gritó el niñoalegremente y le arrojó una pelota a unperro peludo.

—¡Hola, Ben!—¡Hola! —dijo el niño y volvió a

arrojar la pelota—. ¡Busca, Kinski!—Oye, Ben, no debes hacer eso. La

pelota puede ir a la calle y es demasiado

peligroso.—¡Pero Kinski siempre la atrapa! La

pelota no va a la calle. Kinski tienecuidado.

—¿Dónde está tu madre? —preguntóCharlotte con una sonrisa.

—En el jardín.—Ven, iremos a buscarla. Entonces

podrás seguir jugando con el perro en eljardín, ¿vale?

Aparcó el coche y se apeó. Entró enel jardín con Ben mientras Kinskicorreteaba entre ambos, ladrando.

La señora Weiler estaba sentada enla terraza detrás de la casa, unordenador portátil reposaba en la mesa

ante ella.—Hola, señora Weiler —dijo

Charlotte—. Ben estaba jugando con elperro en la calle y pensé que…

La señora Weiler alzó la vista yfrunció el ceño.

—¿Cuántas veces te he dicho que nojuegues con Kinski en la calle, Ben?

—Pero Kinski…—¡No protestes! ¡Os quedáis en el

jardín!Ben se puso de morros y

desapareció con el perro entre losarbustos.

—Gracias —dijo la señora Weiler—. A veces este diablillo hace lo que le

viene en gana. ¿Quiere tomar asiento?—añadió, indicando una silla.

Charlotte aceptó la invitación.—¿Hoy se queda en casa?La señora Weiler arqueó las cejas.—En realidad debería estar en el

bufete, pero esta tarde la nueva niñeratuvo que ausentarse —dijo con unsuspiro—, así que he tenido quequedarme.

Charlotte no le hizo caso; no sentíauna especial simpatía por las madrestrabajadoras que aprovechabancualquier oportunidad para lamentarsede lo mal que las trataba la vida.

—Creí que Ben llamaba Klausi al

perro.—¿Cómo dice? Ah, comprendo. No,

el chucho se llama Kinski, por KlausKinski, claro está, pero Ben siempre lollama Kinski. ¿Es importante?

—Tal vez —dijo Charlotte—. ¡Ben!—gritó—, ven aquí un momento, porfavor.

Poco después Ben apareció.—Dime, ese Klausi del que me

hablaste hace unos días, no es el perrode los vecinos, ¿verdad?

—¡No! Ese es Kinski.—Y Klausi quién es, ¿un niño de la

guardería?—No, Klausi no va a la guardería:

¡es demasiado mayor! ¡Los chicos tanmayores ya no van a la guardería! —replicó en tono de reproche.

Charlotte sonrió.—Tienes razón, desde luego.

¿Klausi va a la escuela?—No lo sé.—¿Alguna vez visitaste a Klausi?

¿Con Tanja?Ben le lanzó una mirada a su madre.—No puedo decirlo, porque es un

secreto.—Comprendo, es importante guardar

los secretos. Es una cuestión de honor.¿Cuántas veces visitasteis a Klausi?

Ben se encogió de hombros.

—No sé. No muchas.—¿Ibais andando?—¡Nooo!Charlotte se dirigió a la señora

Weiler.—¿Sabe algo de una excursión en

coche o en bicicleta?La señora Weiler se había puesto

pálida.—No. Y la verdad es que me

preocupa mucho —dijo—. Nuncahablamos de hacer una salida de estetipo.

—¿Tanja disponía de un cochepropio?

—Sí. Un Polo. Claro que también

podía usar el mío; de hecho es el quecogía siempre para acompañar a Ben ala guardería. A mí no me gusta conducir,prefiero coger un taxi, así puedo seguirtrabajando de camino…

—Entonces, ¿Ben nunca le dijo nadasobre esas excursiones?

—No, nunca. Como ya sabe, trabajoen un gran bufete —dijo—. Pordesgracia, los horarios de trabajo nosiempre son los que uno desearía. Engeneral procuro pasar la tarde con mihijo un par de veces por semana, perode vez en cuando me resulta imposible.Cuando vuelvo tarde a casa él ya está enla cama y a la mañana siguiente la

niñera ya vuelve a estar aquí. Claro quelos fines de semana siempre le preguntoqué ha sucedido, pero en general no mecuenta gran cosa.

Charlotte tuvo que hacer un esfuerzopara disimular su desaprobación. ¿Cómoera capaz de preguntarle a su hijo de tresaños lo que había ocurrido durante lasemana? ¡Y seguramente considerabaque con eso lo arreglaba todo! Charlottedetestaba que los padres se escudaran enel trabajo como excusa por no pasarsuficiente tiempo con sus hijos… Asíque se limitó a asentir y volvió adirigirle la palabra a Ben.

—¡Te enseño una cosa! —gritó el

niño de pronto y desapareció en elinterior de la casa seguido de Kinski.Unos instantes después regresó con unahoja de papel en la mano y se la dio aCharlotte.

—¿Lo has pintado tú? —preguntóella. La hoja estaba cubierta degarabatos verdes.

Ben asintió.—¡Es muy bonito! ¿Qué es?—Allí vive Klausi —dijo.—¿Es un bosque?—Sí —dijo Ben—. ¡El bosque de

Klausi!—¿Así que Klausi vive en un

bosque?

—¡Sí! —exclamó el pequeño conuna gran sonrisa.

—¿Y cómo es Klausi? ¿Es muchomayor que tú?

Ben se encogió de hombros.—¿Es tan mayor como tu papá?El pequeño sacudió la cabeza.—Entonces, ¿es un niño?El niño volvió a negar con la

cabeza. Charlotte le lanzó una mirada deextrañeza.

—No es un niño, pero tampoco es unpapá. Es diferente —explicó Benfinalmente.

—¿Qué quieres decir?—Es divertido, muy raro.

Charlotte despegó el dedo del timbrey aguardó mientras Thomas Ortrupacudía a abrirle la puerta, cosa que lellevó un buen rato. A juzgar por suscabellos húmedos acababa de lavarse lacara, pero de todas formas tenía los ojosenrojecidos y el aliento le olía aalcohol. La inspectora le mostró la fotodel club Alecto y fue directamente algrano.

—¿Conoce a la mujer que apareceen el centro de la foto? —preguntó—.Me refiero a la que lleva los pendientesllamativos. Se llama AnnabellRustemovic y trabajaba de camarera en

el club Alecto.—Alecto… Es el nombre que…Charlotte asintió.—Sí, la llamaban Fresita —

prosiguió Thomas—. Todos conocían aFresita.

—¿Mantuvo alguna clase de relacióncon esa mujer? Por favor, intenterecordar. ¿Alguna vez discutió con ella?¿Tal vez alguna aventura?

Thomas Ortrup se rascó la cabeza yesbozó una sonrisa ambigua.

—Bueno, cuando estudiaba en launiversidad… —contestó con vozentrecortada—… todos bebíamos muchoy también flirteábamos, desde luego. A

decir verdad, no recuerdo si hubo algoentre Fresita y yo…, aunque diría queno. Entonces ya conocía a Katrin. Peronunca nos peleamos, al contrario.

—¿Qué significa al contrario?—Pues que nos llevábamos muy

bien, sin que la cosa llegara a mayores.Fresita acababa de llegar a la ciudad yle dimos algunos consejos: restaurantesbaratos, buenos médicos, las mejorestiendas de discos y cosas por el estilo.Pero eso fue todo.

—Si se le ocurre algo más acerca deesa mujer llámeme, por favor, ¿deacuerdo?

Thomas Ortrup asintió con gesto

cansado y cerró la puerta.Charlotte regresó al coche con

expresión meditabunda. Era evidenteque Thomas Ortrup había estadobebiendo, y además de buena mañana.¿Y si tuviera problemas con el alcohol?Eso podría explicar los estallidos deviolencia. En el caso de Carmen Gerberllegaron a las manos…, ¿habría ocurridoalgo parecido con Annabell? Él mismohabía admitido que en el pasado sehabía ido de juerga con ella con muchafrecuencia. A lo mejor estaba bebido yla violó, una violación que ahora ya norecordaba…

Charlotte montó en el coche y se

alejó lentamente de la casa de losOrtrup, pero vio a Thomas a través de laventana de la cocina. ¿Estabadescorchando una botella de vino? Esoparecía. Charlotte sacudió la cabeza: elhombre se encontraba en una situaciónextrema; muchas personas intentabanahogar sus penas en alcohol, ella losabía por propia experiencia, pero esono significaba que Ortrup fuera undelincuente.

«Sin embargo, es curioso queprecisamente él conociera a Annabell»,pensó al enfilar la avenida que conducíaal centro de la ciudad.

—¡Cuánto me alegro de verte, hija!—dijo Margarethe Brenner—. Pasa.

Katrin conocía a la que fuera laauxiliar de su padre desde niña.Margarethe Brenner siempre había sidomucho más que una empleada, habíasido el hada buena de la consulta, la quemanejaba todos los hilos. Siempreestaba dispuesta a escuchar a losempleados y pacientes. Daba igual quiénnecesitaba un hombro para desahogarse,Margarethe Brenner siempre le ofrecíacomprensión y apoyo.

Katrin consideraba que la mujerhabría sido una madre perfecta y no seexplicaba por qué había decidido

quedarse soltera y no formar unafamilia.

Margarethe la abrazó.—El entierro de tu padre fue

conmovedor —dijo con lágrimas en losojos—. He oído lo que ocurrió despuésdel funeral. Un horror. ¿Hay algunanovedad?

Katrin se limitó a negar con lacabeza.

Margarethe le rodeó los hombroscon el brazo para consolarla y lacondujo a la sala de estar, queconservaba el mismo aspecto que Katrinrecordaba: muy ordenado y repleto dechucherías multicolores. En un estante

reposaban docenas de cigüeñas deporcelana, cristal o plástico.

«Cigüeñas, precisamente», pensóKatrin: muy adecuado para una mujerque había pasado media vida en laconsulta de un ginecólogo.

—He preparado tarta de zarzamora—dijo Margarethe—. ¿Te apetece?

—Desde luego.—El café también está listo —

añadió. Dispuso tazas de aspectoanticuado en la mesa y fue a la cocina enbusca del café. Mientras la seguía con lamirada, de pronto Katrin se preguntó siMargarethe no habría tenido unaaventura con su padre. Era una mujer

muy distinta de su madre, no tan elegantey culta, pero afectuosa y divertida. Yatractiva: menuda y delgada, de caderasestrechas y grandes pechos. Su madresiempre había ocultado su cuerpo, comosi fuera pecado mostrarlo. Puede que asu padre le agradara precisamente elcontraste.

Margarethe regresó con el café, losirvió y sirvió la tarta en los platos.Después tomó asiento.

—Es exquisita —dijo Katrin trasprobar un trozo de tarta.

—¡Gracias!—¿Cómo has preparado la masa?Margarethe le lanzó una mirada

interrogante.—Seguro que no has venido a verme

para intercambiar recetas de cocina,¿verdad? —comentó con una sonrisa—.Dada la situación, sin duda tienes otrascosas en la cabeza. ¿Qué puedo hacerpor ti, hija mía?

Katrin se alegró de no tener queandarse con rodeos y, en brevespalabras, le contó sus sospechas aMargarethe.

—¿Una hija ilegítima? ¿Tu padre?Pero ¿con quién se supone que había detenerla, por el amor de Dios?

—No lo sé —replicó Katrin—.¿Quizá contigo? —soltó, y enseguida se

llevó la mano a la boca—. Lo siento —murmuró.

Por un instante Margarethe lacontempló con expresión deincredulidad, que enseguida dio paso auna sonora carcajada.

—Pero ¿cómo se te ha ocurridosemejante disparate? No, Katrin, estástotalmente equivocada.

—¿Por qué? Eres una mujeratractiva y trabajaste junto a él durantemuchísimos años. Quizás eres lapersona que más tiempo ha pasado conél. Y nunca tuviste un novio, que yosepa, así que la idea no me parece tandisparatada.

Margarethe dejó de reír y lacontempló con afecto.

—Nunca he tenido una aventura contu padre, créeme.

—Lo siento —dijo Katrin—, noquería ofenderte.

Margarethe bebió un sorbo de café.—En realidad nunca he sentido

mucho interés por los hombres —añadióal cabo de un rato.

—¿Eres…?Katrin se sorprendió, porque jamás

se le había ocurrido esa posibilidad. Ensu imaginación, las lesbianas eranbásicamente jóvenes y pococonvencionales.

—Discúlpame —dijo.—No tienes por qué disculparte.

Espero que no suponga un problemapara ti.

—No, no, claro que no —seapresuró a contestar Katrin.

Ambas guardaron silencio. Katrin nosabía qué decir y a Margarethe parecíapasarle lo mismo. Intercambiaron un parde miradas y cada vez sonrieron.

—¿Puedo preguntarte por qué vivessola? —preguntó la joven por fin—.¿Aún no has encontrado a la mujerideal?

Margarethe tardó en contestar.—¡Ah! Es una larga historia —dijo y

carraspeó—. Mi vida no siempre hasido fácil. La época…, lasconvenciones… Da igual: eso es aguapasada —añadió con una sonrisa untanto dolida—. Estoy conforme con mivida actual.

Katrin se limitó a asentir y hubo otrapausa.

—No obstante, nadie lo conocía tanbien como tú. Intenta recordar: ¿huboalguna paciente que acudiera a laconsulta con mucha frecuencia o con laque se citara después del trabajo?

—Teníamos casi seiscientaspacientes. Claro que había unas cuantasque acudían por cualquier pequeñez y

también algunas que lo adoraban Pero adecir verdad, Katrin, la consulta de unginecólogo no es un lugar idóneo paraflirtear. Eso solo ocurre en las malaspelículas.

—¿Y qué hay de las otrasauxiliares? —quiso saber Katrin—.Creo recordar que una de ellas eramadre soltera, ¿verdad?

—Sí, hubo una, hace muchos años.Su marido falleció en un accidente detráfico y ella se quedó sola con dosniños pequeños —dijo Margarethe—.Una historia triste. Pero estoy segura deque tu padre jamás tuvo nada con ella,pongo la mano en el fuego por ello.

—¿Por qué?—¡Porque lo hubiese notado!

Cuando pasas cinco días a la semanacon una persona en la consulta, manteneralgo en secreto es imposible. No: si tupadre tuvo una aventura no fue con unamujer que yo conociera.

—A menudo iba al consultorio porlas noches. ¿Quién más estaba allí?

Margarethe vaciló.—En general estaba solo —dijo

lentamente—. De vez en cuandohablábamos durante unos minutos, perodespués siempre me enviaba a casa.Quería trabajar sin que lo molestaran.

—O recibía a mujeres.

—Es posible —contestó Margarethelanzando un suspiro—. Pero no para loque tú te imaginas.

Katrin se percató de que la auxiliarde su padre le ocultaba algo y la miró alos ojos.

—Se trata de mi hijo. No lo olvides,por favor. ¿Quiénes eran esas mujeres?

—Han pasado veinte años, tal vezmás —dijo Margarethe finalmente—.Tus padres nunca quisieron que teenteraras, algo que a decir verdad jamáscomprendí, porque lo que tu padre hacíame parecía admirable.

—¿Qué hacía? —preguntó Katrincon impaciencia.

—Después del trabajo trataba aprostitutas, gratis y sin llamar laatención. La mayoría eran drogadictas ytodas sufrían una larga lista deenfermedades de transmisión sexual, a laque en determinado momento se añadióel sida. De no ser por tu padre, lamayoría habría muerto.

Katrin meneó la cabeza.—No lo comprendo. ¿Por qué me lo

ocultaron?Supuso que quizá fue idea de su

madre, a quien la dedicación secreta desu marido por fuerza había de resultarincómoda. No cabía duda de que, segúnLuise Wiesner, las prostitutas adictas a

las drogas no merecían ayuda. Katrinestaba convencida de que su madreconsideraba que la prostitución era unpecado y que las prostitutas eranmujeres obsesionadas con el sexo ydemasiado perezosas para trabajar. Deeso no se hablaba y por eso en su casajamás mencionaron una palabra acercadel tema.

—¿Mi padre atendió a prostitutashasta el final?

—No. A finales de los años noventala situación de las prostitutas mejoró demanera considerable. Existía lametadona, aparecieron los primerosmedicamentos para el sida y en el año

2002 decretaron la ley sobre laprostitución. Hoy en día casi no hayprostitutas que no puedan acudir a lasanidad pública.

—Hum. Puede que esa tal Tanjatambién fuera una prostituta… —comentó Katrin.

—Entonces debería estarleagradecida durante toda su vida.

—Quién sabe. A lo mejor consideraque mi padre fue responsable de algunadesgracia. Puede que él pasara por altoalguna enfermedad contagiosa que le haimpedido tener hijos. Y por eso se hallevado a Leo…

A Katrin se le quebró la voz y se le

llenaron los ojos de lágrimas.Margarethe le acarició el brazo.—¿Sabes si tenía historiales de esas

mujeres? —preguntó la joven.—Sí. Las mujeres lo visitaban con

frecuencia y debía estar informado.—¿Qué fue de todos los historiales

de las pacientes cuando cerraron laconsulta?

—Cuando cierran la consulta losmédicos tienen la obligación detrasladar todos los historiales de lospacientes a otro facultativo o bienconservarlos ellos mismos —explicóMargarethe—. No pueden tirarlos a labasura sin más, hay que guardar el

secreto profesional. Por eso han deguardarlos durante diez años y luegodestruirlos.

—¿Y cómo lo hizo papá?—Durante las últimas cuatro

semanas yo misma envié innumerableshistoriales a los nuevos médicos queescogieron las pacientes —explicóMargarethe—. Los historiales de lasmujeres que no escogieron otro médicose embalaron en cajas de cartón. Tupadre quería conservarlos en su casa.

—¿Son muchos?—Tal vez sesenta o setenta, pero no

están ordenados por fecha denacimiento, sino según el año en el que

la mujer acudió a nuestra consulta.¿Tiene aproximadamente la misma edadque tú?

—Sí, si no me mintió.—La mayoría de las muchachas

acuden al ginecólogo por primera vez alos catorce, quince o dieciséis años —dijo Margarethe—. Eso significa que nohabrás de revisar los archivos de 1988.

—Pero igualmente tendré querevisar una buena cantidad —replicóKatrin, suspirando.

—Calculo que serán unos cincuenta,y tendrás que examinarlosconcienzudamente, pero en la primerapágina siempre figura la fecha de

nacimiento, así que podrás descartartodos los que no correspondan.

—Gracias por el consejo —dijoKatrin, tomando aliento—. Me has sidode gran ayuda, de verdad.

De pronto sintió que recuperabafuerzas. A lo mejor había descubierto unindicio. Regresaría a casa de su madrede inmediato y se pondría manos a laobra. Por fin podría hacer algo y ya nose vería obligada a quedarse mano sobremano, aguardando que la policía hicieraacto de presencia.

Charlotte seguía rumiando lo que

había dicho Ben: «No es un niño. Perotampoco es un papá. Es diferente». Ydespués había añadido: «Es divertido,muy raro». ¿Qué habría querido decircon eso? ¿Acaso ese Klausi era unadolescente? ¿Y qué tendría de raro? ¿Aqué se referiría Ben al asegurar que eradivertido? ¿Que siempre le hacía reír?¿O tal vez lo más importante era surareza? ¿Qué tipo de comportamientoextraño tendría a ojos del niño?Charlotte se quedó atascada; a lo mejorsería útil que hablara con unprofesional, alguien más experto queella en las expresiones que empleaba unniño pequeño.

Llamó a la guardería y la señoraHellmann cogió el teléfono. Dijo queaún pensaba quedarse un rato más, quetenía que realizar las tareas deldespacho porque por las mañanas nodisponía de tiempo suficiente. Charlottesuspiró aliviada y puso el coche enmarcha.

Cuando aparcó el coche delante delparvulario y se apeó, vio que variosniños jugaban en el gran jardín y sepreguntó si Klausi sería uno de ellos.

Llamó al timbre y Regina Hellmannle abrió la puerta.

—Qué rápido ha llegado, señoraSchneidemann. ¿Han encontrado a Leo?

—No, por desgracia. Por esoquisiera hacerle unas preguntas.

—Desde luego. Pase.Poco después ambas mujeres

estaban sentadas en el despacho de ladirectora de la guardería, cada una conun vaso de agua mineral.

—No: entre nuestros alumnos no hayningún Klausi o Klaus —respondió laseñora Hellmann—. No necesitocomprobarlo, le aseguro que recordaríaun nombre tan poco habitual.

—¿Klaus le parece poco habitual?—preguntó Charlotte en tonosorprendido.

La directora sonrió.

—Usted no tiene hijos, ¿verdad?Charlotte negó con la cabeza.—Si solo tomáramos en cuenta los

nombres de pila, el alumnado de estecentro bien podría ser el de hace cienaños —dijo la señora Hellmann—. Hoyen día los niños vuelven a llamarseKonrad, Richard, Mathilda, Henriette oFritz; puede que la época de los Jürgen,Jochen y Klausi vuelva dentro de diezaños.

—No lo sabía.—Aunque depende de la región,

desde luego. Nuestra guardería seencuentra en la zona de los Kevin y lasMandy.

Charlotte bebió un sorbo.Comprendía a qué se refería la señoraHellmann: el colegio estaba situado enun área de familias acomodadas en laque los padres valoraban la formación yla educación. Los niños no llevabancamisetas de moda, sino polos de marca.

—Señora Hellmann, ¿sabe a qué serefiere un niño pequeño cuando dice queotro «es diferente»? —preguntó lainspectora.

La directora reflexionó.—Podría referirse a Superman o a

Spiderman. Para los niños no sonpersonas reales.

—Ya veo. Personajes de tebeo…

—Sí, pero no solo esos —prosiguióla señora Hellmann—. La percepcióninfantil es totalmente distinta de la delos adultos. Por ejemplo: para lospequeños un rey es «diferente», otambién una princesa. Pero también unbombero, porque lleva un uniforme quelo define. En todo caso, así es como loven los niños.

—¿Eso significa que todos aquellosque no parecen personas normales, quesegún los niños no existirían sin coronao uniforme, no son personas de verdad ypor eso son «diferentes»?

—Ni más ni menos. Hace unos díasvino el abuelo de un niño a buscarlo y el

hombre llevaba una pierna ortopédica.Es un caso parecido a los que acabo demencionarle. Por casualidad oí que unniño le decía a otro: «¡Mira, es unrobot!». Así que tampoco es una personade verdad.

—Vaya, yo habría imaginado que losniños más bien lo llamarían «pirata».

—Bueno, la prótesis de altatecnología no parecía una pata de palo—dijo la directora con una sonrisa.

Charlotte abandonó el parvulariosumida en sus pensamientos. Suponíaque podía descartar que Klausi fuera unrey, a menos que se disfrazara; tal eravez un actor o un artista callejero. O

alguien que siempre vestía un uniformellamativo, como un bombero o unsoldado.

Cuando ya estaba de nuevo en elcoche de pronto pensó que en algunoscasos los diabéticos llegan a perder unapierna o un pie a causa de suenfermedad. ¿Y si esa Tanja no era unadiabética, tal como ella había supuesto?¿Y si quien sufría dicha enfermedadfuera un familiar, alguien a quienhubieran amputado una pierna y a quienTanja había visitado con Ben?

Charlotte condujo hasta lacomisaría. Debía averiguar si existíangrupos de autoayuda para familiares de

diabéticos y si entre ellos había alguienque conociera a Tanja.

—¿Mamá? —gritó Katrin al abrir lapuerta principal—. ¿Estás en casa?

Colgó la chaqueta en el armario y secontempló en el espejo. Habíaadelgazado, tenía arrugas en torno a losojos y su nariz parecía más afilada quede costumbre. Suspiró al pensar queprecisamente debería aumentar de peso.Se observó de perfil, pero aún no seadvertía el volumen del pequeño queestaba en camino. Se acarició el vientrecon la esperanza de que al menos todo

estuviera en orden.Katrin se dirigió a la cocina; su

madre estaba sentada a la mesa pelandopatatas.

—¿Qué estás preparando?—Pastel de patatas renano —dijo

ella sin alzar la vista.Katrin contempló la montaña de

mondas de patatas y puso los ojos enblanco, pero prefirió evitar ningúncomentario. Observó que semejantecantidad de patatas bastaría al menospara diez raciones de pastel y una vezmás se preguntó si la comida, eseremedio universal, era un inventoparticular de su madre o era más bien un

convencimiento generacional. «Debescomer algo» era un consejo que Katrinhabía oído todos los días, primerosiendo adolescente y después durante suprimer embarazo. Y aunque comoginecólogo su marido debería sabermejor qué le convenía a una mujer queesperara un hijo, ella no dejaba deinsistir en que Katrin tenía quealimentarse correctamente. Después,cuando nació Leo, aquella costumbre seacentuó aún más. Cuando su madrevisitaba al pequeño siempre llegaba conuna galleta en mano porque, según decía,le encantaba ver a su nieto comiendo. SiKatrin advertía que el niño no tenía que

comer dulces, su madre lo pasaba poralto y punto. Chocolate, golosinas,tartas… Leo obtenía todo lo que queríay muchas veces sufría indigestión, peroeso no importaba, claro.

Paradójicamente, Luise nunca habíacomido mucho, para ella siempre habíasido muy importante conservar la línea.No quería engordar, porque en ese caso,¿qué diría la gente…?

Katrin se sentó junto a su madre.—¿Dónde puso papá los historiales

de sus pacientes? ¿Están guardados bajollave en alguna parte? —preguntó.

—No —contestó Luise sin dejar depelar patatas—. Siempre quiso comprar

una caja fuerte, pero nunca lo hizo. Estánen el desván. ¿Por qué? ¿Para qué losquieres?

—Puede que Tanja fuera unapaciente de papá —explicó Katrin—.Tal vez una de las prostitutas a las queatendía.

Su madre frunció el ceño.—¿Cómo lo sabes? ¿Quién te lo ha

contado?—Margarethe.Su madre siguió pelando.—Tendría que haberlo imaginado.

Esa mujer es una chismosa.Katrin hizo caso omiso del tono

desdeñoso que había utilizado su madre

para referirse a Margarethe Brenner.—¿Por qué no me lo dijisteis?—¡Ocurrió hace tantos años…! —

contestó su madre con un suspiro—. Porentonces todavía eras una niña. ¿Cómoiba a explicarte qué clase de mujereseran esas, que se acuestan con hombrespor dinero y se drogan?

—Vaya, creo que con un poco debuena voluntad habrías encontrado laspalabras adecuadas.

—Pero ¿para qué? —dijo su madrey dejó el cuchillo de pelar patatas en lamesa—. Tu padre solo lo hizo duranteun par de años. En esa época lasituación era especial, esas mujeres

trabajan en los alrededores de laestación de ferrocarril, muy cerca de laconsulta. Así que tu padre de vez encuando les prestó ayuda. No sé muy bienqué hacía, he de confesar que todo aquelasunto me disgustaba. Creo que esasmujeres… En fin, ha pasado muchotiempo desde aquello. Por entoncestenías diez u once años y no era un temade conversación adecuado para una niña—insistió, y siguió pelando.

Katrin echó cálculos. Si ella habíatenido diez u once años y Tanja era máso menos de su misma edad, entonces erabastante improbable que trabajara deprostituta.

—A lo mejor Tanja acudió a laconsulta de papá alguna vez.

—Es posible —dijo su madre,encogiéndose de hombros.

Katrin se puso de pie.—No puedo quedarme sentada sin

hacer nada, de lo contrario me volveréloca. ¿Lo comprendes?

—Yo tampoco puedo —contestóLuise, señalando el montón de patatas.

Katrin apoyó una mano en el hombrode su madre y luego abandonó la cocina.Sí: hacer lo que fuera era mejor quequedarse sentada en el sofá pensando,atenazada por el temor y la esperanza.

—La comida estará lista dentro de

una hora —anunció su madre a susespaldas.

Katrin tomó aire. No tenía apetito.Subió las escaleras y buscó el palo queservía para abrir la trampilla deldesván; lo encontró detrás de unacortina, en un hueco donde su madrehabía apilado cajas de zapatos. Katrindescorrió el cerrojo, abrió la trampilla yuna nube de polvo cayó sobre ella.Cerró los ojos y trató de evitar lapolvareda agitando la mano. Cuandovolvió a abrirlos descubrió que unadensa telaraña gris plateada cubría lospeldaños fijados al interior de latrampilla.

Los fue subiendo, encendió la luz y,encogiendo la cabeza, echó un vistazo ala estancia. La luz lechosa de labombilla desnuda iluminó un viejoarmario de dos puertas, a un lado habíauna cómoda y un gran espejo que a lolargo de los años se había idoempañando. En el otro extremo deldesván había un arcón de maderabastante carcomido. Además, Katrincontó al menos veinte cajas de madera ycartón.

Se quitó la telaraña de la cara y sepreguntó por dónde debía empezar abuscar. Lo primero que examinó fueronlas cajas de cartón. Por suerte, casi

todas estaban marcadas. En una ponía«Ropa de bebé», en otra «Equipo deesquí» y en otra «Nesthäkchen,colección completa». Katrin sonrió:¡cuánto le gustaban esos libros a sumadre! Y qué decepción se llevó cuandoKatrin no mostró el menor entusiasmopor ellos. Siguió buscando, pero nologró encontrar una caja donde pusiera«Documentos de la consulta».

Durante un momento sintió latentación de abrir la caja con ropa debebé, pero después abandonó la idea.Eran prendas que Leo había llevadodurante sus primeros meses de vida.

Después de la mudanza, Katrin las

había dejado en casa de sus padres; laidea de coger sus pantaloncitos y suscamisitas hizo que los ojos se lellenaran de lágrimas y de un modoinstintivo se acarició el vientre. ¡Quéescasa atención podía prestar a su hijoaún no nacido…!

—Espero que todos estos problemasno te afecten —musitó.

Después tomó aire y se esforzó porreprimir esos tristes pensamientos. Sedirigió al viejo arcón de madera y tratóde abrirlo. Le costó levantar la pesadatapa y casi la dejó caer cuando vio elcontenido: todas las bolsas de plásticocon las prendas viejas que le había dado

a su madre para la parroquia.¿Por qué las había guardado en el

arcón? Y seguramente hacía bastantetiempo, porque había muchas. Alparecer, su madre no había entregadoninguna al almacén de ropa de laparroquia, o al menos había conservadouna gran parte. ¿Se había quedado conlas prendas que le desagradaban? Al finy al cabo, su madre siempre habíacriticado la ropa que ella elegía.Consideraba que los tejanosconvenientemente rotos de Katrin eranpoco apropiados y su chaqueta deremaches le parecía fea. ¿Es que solohabía entregado los pantalones de pinzas

y las blusitas decentes? ¡Eso seríaabsurdo!

Katrin volvió a cerrar el arcónmeneando la cabeza. En cuanto sepresentara la ocasión, le preguntaría a sumadre por qué lo había hecho. Peroahora quería encontrar los historiales.Se le ocurrió que tal vez estarían en elarmario y cuando abrió las puertas delmueble un sonoro chirrido invadió elsilencio del desván.

—¡Aquí están! —exclamó: ante ellase amontonaban los documentos de laconsulta.

Por desgracia, su padre habíasacado los historiales de las cajas que

Margarethe Brenner había ordenadocronológicamente, así que no le quedómás remedio que examinarlos uno poruno.

Katrin extrajo la primera pila dehistoriales. Como no podía descartarque Tanja también hubiera mentido conrespecto a su edad quería examinartodos los de las pacientes nacidas entre1972 y 1976: Tanja tenía que habernacido entre una de esas dos fechas.

Poco después ya había reunido másde cincuenta historiales. Con granesfuerzo descendió por los estrechospeldaños cargada con los historiales yse dirigió al antiguo despacho de su

padre. Allí había más luz y estaría máscómoda. Ya suponía que la búsqueda lellevaría bastante tiempo.

Contempló el grueso montón yreflexionó. ¿Qué debía buscar y pordónde había de empezar?

Katrin cogió una hoja de papel yempezó a apuntar palabras. Decidió que«sobrepeso» era un criterio, aunquetambién era posible que en el pasadoTanja fuera delgada. También recordóque Tanja le había hablado de susproblemas con el síndrome de tensiónpremenstrual, así que también apuntóSTP. Además, quería comprobar sifiguraba alguna diabética. Al fin y al

cabo, existían bastante indicios de queesa mujer podría serlo.

—Bien, empecemos —dijo Katrinen voz baja y cogió el primer historial.

En ese preciso instante oyó que sumadre gritaba:

—¡La comida está lista!

Por fin reinaba el silencio. Leagradaba el silencio nocturno, cuandosolo se oía el rumor las ramas de losárboles agitadas por el viento. Apagóla luz, se sentó en el cómodo sillónjunto a la ventana y contempló el cielooscuro. Ya había pasado innumerables

noches de ese modo, noches en las quese había quedado contemplando elcielo y bebiendo té de jengibre. Habíadedicado mucho tiempo a urdir suvenganza, había urdido un plan trasotro y luego los había descartadotodos. Pero una noche de pronto supoqué quería hacer, qué debía hacer. Yahabían pasado tres años desde que vioen el periódico el anuncio delnacimiento de Leo e inmediatamentedespués empezó a forjar su estrategia.

Dirigió la mirada a la caja quereposaba a su lado en la librería y quealbergaba el último recuerdo de suamiga. Dejó la taza en el alféizar,

cogió la caja y la abrió. Extrajo elobjeto con cuidado y acarició susuperficie lisa y redondeada. Despuéslo apretó contra su pecho y, al cerrarlos ojos, fue consciente de laproximidad de su amiga muerta.

Sí, había actuado correctamente.Abrió los ojos, volvió a guardarlo

en la caja, que dejó en el estante. Secubrió las rodillas con la manta ycogió la taza. Estaba agradablementetibia. Empezaba a hacer frío, tal veztendría que poner la calefacción.Cuando pensó en las manos frías de élun escalofrío le recorrió la espalda.«No te dolerá», le había dicho con una

sonrisa. Pero lo que sucedió despuésfue todavía más espantoso que suspeores pesadillas. Durante horasconfió en que la muerte la liberara desu dolor, había rezado y suplicado quela muerte viniera a buscarla. Pero noacudió; la muerte la había dejado en laestacada.

Sonrió: eso ocurrió en el pasado,ahora todo había cambiado. La muertese había convertido en su aliada, leobedecía. Cuando ella la llamaba,acudía.

Y no tardaría en volver a llamarla.

Charlotte aún disponía de una horaantes de su cita con Bernd en elPapageno. Tomó una ducha, se lavó elpelo y luego permaneció un buen ratodesnuda ante el ropero. ¿Qué sepondría? En realidad, no era la clase demujer que se ponía nerviosa cuandotenía que elegir la ropa más adecuadapara ir a cenar con un hombre. Siemprese sentía más cómoda llevando tejanos yun top sencillo, pero esta noche esasprendas no le convencían. El Papagenoera un restaurante elegante y muy demoda; además, esa noche quería ponerse

guapa. «¿Para Bernd?», preguntó unavoz interior.

—¡Bobadas! —replicó en voz alta—. ¡No es para Bernd! ¡Para ningúnhombre de este mundo! Solo para mí…

Entonces notó la expresión decididade su rostro en el espejo y soltó unacarcajada. Por fin optó por ponerse unpantalón negro estilo Marlene Dietrich yun jersey negro de manga corta y cuelloalto.

—El Papageno es célebre por elpescado. Te lo recomiendo —dijoBernd y le pasó el menú—. Deberíamos

acompañarlo con vino blanco.—No, gracias —dijo Charlote—.

Solo quiero agua. No bebo alcohol.Él la miró con aire de sorpresa.—¿Nunca?—Me gusta tener la cabeza

despejada.—¿En todas las situaciones?—En todas.Bernd pareció desconcertado y un

poco molesto mientras se concentraba enla carta.

Ella lanzó un suave suspiro.—Lo siento. No pretendía ser

descortés.—No tiene importancia —contestó

él sin alzar la mirada.En realidad, Charlotte no tenía ganas

de seguir hablando acerca del alcohol,pero no quería ofender a Bernd.

—Mi madre era alcohólica —dijopor fin.

Bernd alzó la vista.—Entonces quien ha de disculparse

soy yo. No lo sabía, lo siento…Charlotte procuró sonreír; después

ambos volvieron a examinar el menú.

Charlotte disfrutó de la velada; elpescado estaba realmente delicioso,Bernd no había exagerado, y hacía

mucho tiempo que no se sentía tan ligeray despreocupada. Descubrió que Berndera profesor del instituto Paulinum deMünster, que le encantaba su trabajo yque los alumnos lo respetaban debido asu incansable entrega.

—Pero no es una tarea fácil —dijoél y de pronto habló en tono serio—.Crees que todo funciona perfectamente yde pronto sucede algo que te altera porcompleto y te hace dudar de tucapacidad.

Ella le lanzó una miradainterrogante.

—Algo así sucedió el año pasado,durante una excursión a Bremen.

Mieke… —dijo Bernd, sacudió lacabeza y bebió un sorbo de vino—. Fuemi alumna durante tres años —prosiguió, fijando la mirada en la copa—. Se quitó la vida, se cortó las venas,yo mismo la encontré. Fue horroroso,acababa de cumplir los dieciséis.

—¿Por qué lo hizo?Él se encogió de hombros.—Un hogar desestructurado, mucho

dinero pero escasa comunicación. Quizátambién tomaba drogas; todas lasentrevistas que mantuvimos con lospadres no sirvieron de nada, ellos se lotomaban todo a la ligera y después yafue demasiado tarde.

Charlotte asintió en silencio.—Nunca debiera haber ocurrido,

nunca. Esa imagen… Mieke tendida enel suelo…, sangre por todas partes…No logro olvidarla.

Charlotte tragó saliva.—Ocurre en medio de la noche —

dijo en voz baja—. Duermesprofundamente y de pronto aparece esaimagen espantosa. Muy cerca,directamente ante tus ojos. Despiertas,tiemblas, estás bañada en sudor y nologras volver a conciliar el sueño. Ysabes que esa imagen te perseguirá parasiempre, hasta el final de tu vida…

Bernd la miró con expresión

desconcertada. Charlotte mantenía lacabeza gacha. Luego carraspeó, alzó lavista y volvió a sonreír, pero era unasonrisa forzada.

—El rape está muy bueno —dijo—.¿Sabías que un rape puede llegar amedir dos metros de largo?

9

—¡No! —gritó ella—. ¡Stefan! ¡No!Estaba de pie en el umbral y vio

toda esa sangre; el pequeño cuerpoestaba tendido en el agua sanguinolenta,la cabeza sumergida y los ojos muyabiertos por el espanto. Queríaacercarse a él, sacarlo de la bañera ycogerlo en brazos para que todovolviera a ser como antes. Pero nopodía moverse, era como si hubieraechado raíces. Con mirada impotente

contempló a su madre: estabaacurrucada en el suelo enlosado ygemía, con la mirada clavada en elcuerpo sin vida… Y entonces soltó ungrito.

Como en cámara lenta, su madrevolvió la cabeza y le lanzó una miradallena de odio.

—¡Qué has hecho! —chilló—. ¡Quéhas hecho…!

Charlotte despertó, sobresaltada,jadeando y empapada en sudor.

Bernd alzó la cabeza.—¿Qué pasa? —preguntó,

restregándose los ojos.—¡Nada! No pasa nada, sigue

durmiendo —se apresuró a contestarCharlotte.

Él se puso de costado. Ella echó unvistazo al reloj: eran poco menos de lasseis de la mañana. Aguardó a que Berndvolviera a dormirse y luego se levantósin hacer ruido. Fue al baño, se lavó lacara con agua fría y se contempló en elespejo.

¿Por qué no quería contarle nada aBernd? ¿Acaso temía revelardemasiadas cosas sobre sí misma? ¿Oera su compasión lo que temía? Porquesabía que lo peor era la compasión.

Al ser la mayor de cuatro hermanos,ya de niña se vio obligada a hacerseresponsable de los pequeños. Su padrehabía abandonado a la familia cuandoCharlotte cumplió los siete; se habíatrasladado a España con su jovenamante y Charlotte nunca más supo nadade él.

Pensó en su madre, que se habíaquedado sola, desesperada ydesbordada por la presencia de cuatroniños pequeños, decepcionada de sumarido, de la vida y del amor. Se volviódepresiva. Nunca se mostró afectuosacon Charlotte y como no podía trabajardebido a sus hijos pequeños, el dinero

nunca alcanzaba.Charlotte no tardó en adoptar el

papel de madre suplente. Con solo sieteaños era ella quien acostaba a sushermanos mientras su madre acudía a lossupermercados en busca de alimentosbaratos de los productos caducados querepartían entre los necesitados…

Pero no quería seguir pensando en elpasado, procuró quitarse esos recuerdostenebrosos de la cabeza, los recuerdosde aquel 21 de junio de 1979, el peordía de su vida… Sus esfuerzos fueron envano.

Su madre volvía a estar ausente,para no variar. Stefan estaba sentado en

la bañera mientras ella acostaba a Ina yPhilipp. Volvía a verlo con todaclaridad: le cambiaba los pañales aPhilipp al tiempo que procurabaconsolar a Ina, que se había golpeado lacabeza y lloraba. Justo cuando logróacostar a Philipp y calmar a Ina, oyó losgritos que procedían del baño.

Charlotte jamás olvidaría esosgritos.

Cuando entró en el baño, descubrióa su madre —que por lo visto habíaregresado a casa— arrodillada junto ala bañera y gritando. Stefan yacía sinvida en el agua, el agua que la abundantesangre teñía de rojo. Debía de haber

resbalado, tal vez se había golpeado lacabeza contra el borde de la bañera y sehabía ahogado mientras Charlottepermanecía en la habitación de al ladocon sus hermanos…

Por fin su madre logró sacar elcadáver de Stefan de la bañera yacunarlo entre sus brazos, llorando.

—¡Stefan! ¡Cariño mío! —aullóentre sollozos. Luego le lanzó unamirada llena de odio a Charlotte—. ¡Túlo has matado! ¿Por qué no lo vigilaste?¿Por qué? —chilló.

Aún hoy las palabras de su madreresonaban en sus oídos, aún hoy oía susgritos y su llanto. Y siempre veía el

rostro pálido y sin vida de su hermano…Había confiado en que, con el

tiempo, la pesadilla no se repetiría contanta frecuencia y últimamente así habíasido, pero ahora volvía a torturarla conuna regularidad implacable. Se preguntósi no se debería al secuestro y a lahorripilante escena en la vieja granja.

Nerviosa, decidió tomar una ducha.Era la tercera vez que dormía en casa deBernd. La noche anterior, cuando ambosse dirigieron a su apartamento tras cenaren el Papageno, Bernd le había dado uncepillo de dientes nuevo entre risas.

—Lo he comprado para ti, por siacaso —había dicho, y lo puso junto al

suyo en el vaso.Charlotte no sabía qué hacer. Le

gustaba la sensación de estar enamoraday despertarse junto a Bernd por lasmañanas, pero al mismo tiempo estabasegura de que la relación no tenía futuro;sabía que en algún momento el tiempodel sexo apasionado llegaría a su fin. Yentonces llegaba el momento de hacersecargo de ciertas responsabilidades, derevelar secretos, de realizar planes defuturo, de irse juntos de vacaciones, devivir juntos… y de hablar de formar unafamilia. Ella nunca había querido eso ysu mayor temor era que en esta ocasiónlas cosas se desarrollaran de otra

manera. Que esta vez quisieraprecisamente eso: imaginar un futuro conBernd. Con todo ese carácter definitivoque siempre le había resultadoaterrador.

¿Por qué le ocurría? ¿Era porBernd? ¿Por su modo despreocupado decortejarla? ¿Quizá… por el niñodesaparecido? En el pasado nunca sehabía dejado afectar por un caso, supomantener una distancia profesional ynunca había sentido una especialcompasión por los colegas que nolograban controlar sus emociones. Perodesde hacía un par de días notaba queesta vez las cosas eran distintas.

Desde el incidente en la viejagranja, desde que vio al niño pequeñoen la bañera, tenía la sensación de queel muro de protección que había erigidocon tanto esfuerzo estaba a punto dedesmoronarse. Le había llevado muchosaños levantar ese muro, piedra porpiedra; había utilizado más cemento delnecesario y por fin había logradocontener el terrible recuerdo y lossentimientos de dolor y de culpavinculados a él. Pero ahora esa defensaempezaba a desmoronarse. Charlotte sesentía insegura y no sabía qué pasaría sidaba rienda suelta a sus sentimientos.

Sus lúgubres pensamientos se

disolvieron al entrar en la cocina, dondela esperaba la mesa puesta y el desayunoservido. El aroma a café recién hechollenaba el ambiente y Bernd estaba depie ante los fogones calentando la leche.

—Creía que aún dormías —dijo ellay tomó asiento.

—Pues te equivocabas.Bernd tomó asiento frente a ella y le

sirvió un café con leche.—¿Qué te pasaba anoche? Casi

dabas manotazos mientras dormías.—Lo siento: solo era una estúpida

pesadilla.Bernd bebió un sorbo de café.—¿Y qué soñabas?

—Nada especial, ni siquiera merecela pena mencionarlo —dijo Charlotte,que cogió una rebanada de pan y la untóde mantequilla.

—¿Y quién es Stefan?Charlotte tragó saliva; hizo una

pausa y luego cogió el frasco demermelada.

—Gritaste «Stefan» un par de veces.¿Quién es?

—Era mi hermano —respondióCharlotte en tono vacilante—. Murió,hace ya muchos años.

Comió un bocado de tostada conmermelada y dijo:

—¡La mermelada está deliciosa!

—La preparé yo mismo —dijoBernd con el ceño fruncido y bebió otrosorbo de café—. ¿Piensas hablarme detu hermano algún día?

—Sí, claro —contestó Charlotte.Entonces sonó su móvil y Charlotte

suspiró aliviada. Era Peter Käfer.—Tu idea sobre el grupo de

familiares ha dado en el blanco —dijoel comisario—. Hemos de ponernos enmarcha de inmediato. Pasaré a recogertedentro de diez minutos.

—No estoy en casa —dijo ella conun carraspeo.

—Ajá…—¡Nada de «ajá»! —exclamó

poniendo los ojos en blanco. Le dio ladirección de Bernd y colgó.

Charlotte se tomó el café y selevantó.

—En mi trabajo es bastantefrecuente que se tengan pesadillas —dijo y le dio un beso en la mejilla aBernd—. No tiene importancia.

—No te creo ni una palabra.Al abandonar el apartamento, ella

notó su mirada en la espalda.—¡Anda, la señora colega ha pasado

la noche fuera de casa! —dijo Peter conuna sonrisa maliciosa cuando pocodespués Charlotte montó en el coche.

Ella alzó las cejas.

—La señora colega es una mujeradulta, por si no te habías dado cuenta, ya diferencia de ti, tiene una vidaprivada.

La expresión de Peter se endureció yclavó la vista al frente.

—Gracias por recordármelo.—Lo siento. No pretendía ofenderte

—dijo Charlotte, irritada consigomisma.

—No pasa nada —masculló Petermientras arrancaba el coche.

Durante un rato ambospermanecieron en silencio.

—¿Todavía mantienes contacto contu ex? —preguntó Charlotte por fin.

Él se limitó a negar con la cabeza.—Lo siento, no quería ser

indiscreta.—¡Tira ya, imbécil! —exclamó el

comisario. Puso el intermitente yadelantó una furgoneta negra y relucienteiluminada por el sol—. ¡Domingueros!—añadió y pisó el acelerador—. Lo hesuperado —dijo, esbozando una sonrisa—. Además, me gusta la soltería.

Entonces la que sonriómaliciosamente fue Charlotte.

Peter condujo en dirección a laautopista.

—¿A qué viene tanta prisa? —preguntó.

—Hemos de estar en Osnabrückdentro de tres cuartos de hora —explicóPeter—. Para ser más exactos, enLüstringen, un barrio de Osnabrück untanto alejado del centro. Allí hay unareunión de un… ¿cómo se llama?… deun grupo de familiares… Mira… —Sacó un trozo de papel del bolsillo yprocuró desdoblarlo con una manomientras sujetaba el volante con la otra—. Tiene un nombre cómico… Aquíestá: «Agridulce: vivir con undiabético». Ese es el nombre del grupo.

Peter volvió a guardar el papel en elbolsillo.

—¿Es el grupo en el que actuaba

nuestra culpable?—Es posible. En todo caso, el

director del grupo cree haberlareconocido. Es verdad que soloparticipó como visitante, «para echar unvistazo», como dijo él. Seguramente eslo que suele hacer la gente para saber siun grupo concreto le conviene.

—Comprendo. ¿Tienes intención deinterrogar a los participantes uno poruno o lo harás en grupo? —quiso saberCharlotte.

—En grupo.—Vale.Peter enfiló la autopista A1; pese a

las interminables obras lograron avanzar

con rapidez, tal vez porque no era horapunta. Treinta minutos más tardeabandonaron la autopista y siguieron endirección a Hannover.

—¿Sabrás orientarte en Osnabrück?—preguntó ella.

—Comprobé la dirección en Googley la imprimí —dijo Peter, mostrándoleun papel—. Algún día la policíadispondrá de dinero para comprarnavegadores GPS…

Tuvieron que rodear medioOsnabrück hasta llegar a Lüstringen, unazona de casas unifamiliares donde losniños jugaban en las aceras y losadolescentes aburridos se reunían en

torno a las paradas de autobús.—Yo crecí en una zona como esta

—murmuró Charlotte. Era un barrioparecido al de sus padres tutelares.Curiosamente, apenas guardabarecuerdos del lugar donde había vividocon su madre y sus hermanos: elapartamento, las habitaciones…, todo sehabía vuelto borroso.

Lo único que recordaba conexactitud era el baño, sus azulejosverdes con florecitas amarillas típicosde los años setenta, el armario conespejo colgado por encima de la pilacuya luz parpadeaba, la tapa del inodoroprotegida por un forro de felpa verde y

la bañera de color beige en cuyo bordereposaba un gel barato… y en la quehabía muerto Stefan.

—¿Te mantienes en contacto con tuspadres? —preguntó Peter—. Nuncahablas de ellos.

Charlotte se sobresalto. ¿Acaso sucolega le había leído los pensamientos?

—¡No! ¡Ni ganas! —soltó.Peter la observó sorprendido.—Perdona, chica. No quería

molestarte.Charlotte meneó la cabeza, enfadada

consigo misma. Ese no era modo detratar a Peter.

—No, no, no pasa nada. Lo siento.

Es un tema un tanto espinoso, tú notienes la culpa.

Por supuesto, muchas veces se habíaplanteado la posibilidad de volver acontactar con su madre, pero nuncahabía sabido qué hacer al respecto. Endeterminado momento tomó la decisiónde vivir sin una familia; solo veía a sushermanos una vez al año como mucho,en general solían hablar por teléfono deforma cordial pero distante. ¿Y suspadres tutelares? Sin duda losapreciaba, pero nunca consideró quefueran sus padres, más bien unos tíosmuy queridos.

Sus hermanos tampoco sabían qué

había sido de su madre. Cuando laoficina de protección de menores leretiró la tutela y alojó a los niños enhogares de acogida, el contacto con ellase rompió.

En aquel entonces, para Charlotte ysus hermanos hubiese resultadoimposible descubrir el paradero de sumadre. Por una parte eran demasiadopequeños y por otra habría sido difícilobtener la información. En una época enla que aún no existía Internet, la Oficinade Protección de Menores era la únicafuente de información, y el funcionarioencargado de ellos había insistido enque primero los niños debían adaptarse

a la vida con sus padres tutelares.Su padre había abandonado a la

familia mucho antes de la muerte deStefan e iniciado una nueva vida enalguna parte de España; al parecer,había olvidado a sus hijos por completo.Ni siquiera pudieron informarle de lamuerte de Stefan, porque nadie sabíadónde se encontraba.

¿Y su madre? Ella tampoco volvió adar señales de vida. Al menos podríahaber llamado por teléfono, ¿no?

Durante mucho tiempo, el recuerdode sus padres solo le suscitó rabia eimpotencia.

Con el paso del tiempo, sin

embargo, sus sentimientos fueroncambiando. ¿Cómo se habría sentido sumadre cuando su marido la abandonó aella y a sus cuatro hijos pequeños poruna mujer más joven? Seguro que en losaños setenta aquello tuvo que ser untrago muy amargo. Charlotte recordabavagamente que la mayoría de sus amigosse habían ido distanciando, seguramentedebido a que culpaban a su madre de lasituación. A lo mejor fue por eso quetambién empezó a beber.

—Ya no recuerdo a mi padre —dijoCharlotte por fin—. Y desde queempecé a vivir con mis padres deacogida perdí el contacto con mi madre

—añadió, mirando por la ventana—. Talvez debería intentar averiguar sudirección. No sé…

—Madre no hay más que una —dijoKäfer—. Lo siento: no sabía que era untema tan delicado para ti.

Charlotte se limitó a asentir.—Es allí delante —dijo el

comisario, señalando el cartel indicadorde la casa parroquial.

Poco después entraron en el edificiode ladrillo rojo. El suelo de linóleorecién limpiado brillaba y de lasparedes colgaban fotos de fiestasparroquiales y ceremonias eclesiásticas.Junto a la habitación donde se impartía

la catequesis descubrieron una puertadonde ponía AGRIDULCE.

—Pasen, por favor —dijo eldirector del grupo, un hombre risueño demás de sesenta años con una pobladabarba blanca, que a Charlotte le recordóa Papá Noel.

Unas veinte personas de diversasedades estaban reunidas en la luminosahabitación. Junto a una cuarentona deaspecto cuidado, joyas caras y un bolsomarca Louis Vuitton estaba sentada unamujer de unos veinte años queinmediatamente le evocó la región delos Kevin y las Mandy de la que habíahablado la directora de la guardería. Se

había recogido los cabellos rubios conmechas más claras en forma de coleta ys u top rojo chillón dejaba ver lostatuajes que le cubrían ambos brazos.

Solo había tres hombres en el grupo.«Por lo visto, participar en grupos

de autoayuda es un rasgo femenino»,pensó Charlotte.

El director del grupo, con el quePeter había hablado por teléfono, lospresentó y les explicó el motivo de lavisita de ambos policías.

—Si ninguno de ustedes tieneinconveniente, sugiero que la señoraSchneidemann y el señor Käfer planteenlas preguntas y que después hablemos de

ellas, ¿de acuerdo? —preguntó.La respuesta fue un murmullo

afirmativo y todos asintieron. Mientrasrepartía las copias del retrato robot deTanja, Käfer dijo:

—Buscamos a esta mujer en relacióncon un crimen importante, con unsecuestro, para ser más precisos.Sospechamos que la víctima aún está ensu poder, por eso cualquier indicio, porinsignificante que parezca, puederesultar de utilidad. Es muy importanteque nos digan todo lo que se les ocurraacerca de esa mujer, incluso los detallesque consideren secundarios. Todo puederesultar crucial.

—¿Alguno de ustedes conocía a estamujer? —intervino Charlotte—.¿Alguien recuerda su nombre, su coche oalgún otro detalle relevante?

Una mujer joven alzó la mano conademán dubitativo.

—¿A qué se refiere con«relevante»?

—Un tatuaje llamativo, por ejemplo,o un piercing. La mujer solía llevarpendientes, tal como se observa en elretrato robot —respondió Charlotte—.Todo lo relacionado con esta personapodría ser importante para nosotros.

—Examinen la imagen con todatranquilidad —dijo Käfer cuando todos

los miembros del grupo dispusieron deuna copia.

Un murmullo recorrió la habitaciónal tiempo que los reunidos contemplabanel retrato. Charlotte y Peter Käfer losobservaron y procuraron sacarconclusiones de la reacción de cadauno: no descartaban la posibilidad deque alguno de ellos conociera a Tanjapero se negara a admitirlo.

—Nunca la he visto —dijo uno delos hombres.

—Yo sí —dijo la cuarentona deaspecto cuidado—. Una vez vino a unareunión, la recuerdo.

—¿Le dijo cómo se llamaba? —

preguntó Käfer.—No. Además ha pasado muchísimo

tiempo desde que estuvo aquí.—¿Qué es lo que más recuerda de

ella? —preguntó Charlotte.—Nada, en realidad —dijo la mujer

—. Me llamaron la atención lospendientes. Por otra parte, era reservaday parecía agradable.

—¿Le dijo quién de su familia sufríadiabetes? ¿Los padres, los hijos, elmarido? ¿Le proporcionó algún indicio?—preguntó Käfer.

—Ahora que lo dice, eso fue lo queme pareció curioso —respondió lajoven del cabello rubio—. Siempre es

lo primero que todos contamos. Casitodas las intervenciones empiezan con«mi padre tiene» o «mi hija tiene». Solorecuerdo que mencionó que la diabetesera el menor de sus problemas. Pero esonos pasa a casi todos.

—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Käfer.

Antes de que la joven pudieraresponder, el director del grupo tomó lapalabra.

—Tal vez debería explicarbrevemente el motivo de que se fundaraeste grupo —dijo—. Mucha gente sepregunta por qué han de reunirse losfamiliares de los diabéticos.

—Es verdad —admitió Charlotte—.Yo también hubiese creído que no ha deser tan difícil para los familiares de unenfermo de diabetes convivir con laenfermedad.

El director asintió.—Exactamente, pero ello supone un

error. En su mayoría, estos participantestienen familiares que, además de ladiabetes, se enfrentan a dolenciasbastante más graves, y eso supone untrabajo a tiempo completo. Porque en elcaso de un paciente gravemente enfermoes muy importante no perder de vista elazúcar —dijo, señalando a la cuarentonade aspecto cuidado—. O el caso de la

señora Rösler, por ejemplo. Su maridoes alcohólico y por tanto es incapaz deadministrarse la insulina. Y lo mismoocurre con el padre del señor Schneider,ese señor de cabellos oscuros sentadomás allá. Sufre Alzheimer y no puedeponerse las inyecciones. Y la señoraKirsch ha tenido un niño que ya sufrediabetes.

El director indicó a la joven querecordaba a Tanja.

—Todos estos familiares cargan conuna gran responsabilidad frente a unpaciente incapaz de ocuparse de supropio nivel de glucemia. Han deidentificar los síntomas, prestar atención

a la alimentación y la ingesta delíquidos, e incluso a veces han de ideartrucos para cuidar de los enfermos. Enese caso, el intercambio con otraspersonas que se encuentran en su mismasituación puede ser de gran ayuda.

El director hizo una breve pausa.—Yo mismo me veo afectado. Mi

mujer sufrió un infarto, y a excepción deestas reuniones estoy a su disposiciónlas veinticuatro horas del día. Ella ya noes capaz de reaccionar, así que es casiimposible reconocer su nivel de azúcara través de síntomas externos. Por eso estan importante prestar atención a los másmínimos detalles. Y por supuesto que

también hemos de pensar en nosotrosmismos. También necesitamos que nosanimen de vez en cuando, necesitamos aalguien que nos comprenda y que nosanime. Y quienes mejor pueden hacerloson los afectados.

—Lo entiendo perfectamente —dijoCharlotte—. ¿Alguno de ustedesrecuerda qué otras enfermedades sufríanel o la familiar de esa mujer?

—Era un hombre —dijo la mujer delcabello rubio llamativo—. Estoybastante segura de que habló de «miKlaus». Entonces le pregunté si era sumarido, su hijo o su hermano, pero nome contestó.

Charlotte se puso alerta.—¿Está segura de que dijo «Klaus»?La mujer se encogió de hombros.—Bastante segura. En todo caso, era

un nombre masculino, y creo que eraKlaus.

—Qué raro… —murmuró Charlotte.—¿Cómo dices? —preguntó Peter,

pero ella se limitó a sacudir la cabezacon expresión pensativa.

—¿Mencionó la mujer si ese talKlaus sufría una enfermedad grave? ¿Siquizá necesitaba algo como una prótesis,por ejemplo, una silla de ruedas o unaparato de respiración?

Nadie lo recordaba.

—¿Con cuánta frecuencia participóla mujer en estas reuniones? —preguntóKäfer.

—No puedo decírselo con exactitud—contestó el director del grupo—.Calculo que vendría dos o tres veces.Recuerdo que la primera vez se limitó aescuchar; después también hizo unaspreguntas; quería asistir al grancongreso en el que se reúnen grupos detoda Alemania. Después no he vuelto averla.

—¿Alguno de ustedes vio qué cocheconducía? —preguntó Charlotte.

Todos solo volvieron a negar con lacabeza.

—Una vez la vi en la parada delautobús —señaló la señora Rösler.

—¿Recuerda en cuál? —preguntóKäfer.

—La de aquí —contestó ella—. Laparada que hay justo delante deledificio.

—Muy bien. Ahora quisiera volveral motivo principal por el cual ustedesse reúnen aquí, al intercambio deexperiencias y de consejos para tratar alos enfermos —dijo Charlotte—.¿Alguno de ustedes recuerda si leproporcionó esa clase de consejo a lamujer? ¿O a la inversa, si ella solicitó elconsejo de alguno de ustedes?

Durante unos instantes reinó elsilencio. Entonces la señora Röslertomó la palabra.

—Sí, recuerdo algo que me diomucho que pensar.

—¿De qué se trata?—Me preguntó por qué me ocupaba

tanto del borracho de mi marido, a quienconsideraba el único responsable de susmales —expuso en tono amargo—. Medijo que era un egoísta que debía cargarcon las consecuencias de su conducta, yque no se merecía mis cuidados.

—Comprendo —asintió Charlotte ytomó unas notas—. Vino a decir que eraun paciente de segunda clase, por así

decir.—En ese momento me enfadé mucho

—prosiguió la señora Rösler—. ¿Cómoes posible que alguien considere que laenfermedad es un castigo? Recuerdo quele pregunté si por ejemplo creía que losenfermos de sida eran culpables de sudolencia. Ella se limitó a encogerse dehombros y se alejó. Muchos nocomprenden que la adicción al alcoholque sufre mi marido también es unaenfermedad grave. Pero, evidentemente,si se convirtió en adicto fue por algúnmotivo, las cosas no llegaron a esepunto porque sí.

«Como en el caso de mi madre»,

pensó Charlotte. De pronto sintió lanecesidad de salir afuera, de abandonaresa habitación en la que se acumulabatanto dolor y que de pronto le parecióestrecha y amenazadora.

Cuando Katrin enfiló su calle, alprincipio sintió cierta alegría: era comosi regresara a casa. Pero en el acto unavoz interior dijo: «No, ya no es tu casa,ni lo será mientras Leo no viva en ella».

La noche anterior, tras sentarse ensilencio a la mesa con su madre yobligarse a comer unos bocados delpastel de patata, siguió examinando los

historiales de los pacientes durantehoras, pero no obtuvo resultado.Descifrar las numerosas abreviaturasmédicas resultó más difícil de lo quehabía creído. Por suerte el Léxico deConceptos Médicos reposaba encimadel escritorio de su padre, aunque leresultó agotador abrirse paso a través dela selva de palabras desconocidas.Agotador, pero también saludable,porque la distraía. La sensación de estarhaciendo algo era beneficiosa: por finparticipaba de modo activo en labúsqueda de Leo.

Había montado en el coche para ir asu casa, donde quería recoger algunas

cosas: un par de vestidos de verano ysus cosméticos, que había olvidadometer en la bolsa cuando abandonó lacasa apresuradamente tras escuchar laconfesión de Thomas. No pensabareconciliarse con él, habían pasadodemasiadas cosas, pero sí queríacontarle lo que había averiguado en casade Margarethe Brenner y también queestaba examinando los viejoshistoriales. Si es que Thomas estaba encasa y no en el despacho.

En todo caso, quería entrar en lahabitación de Leo, percibir su olor yabrazar sus juguetes de peluche. Loechaba tanto de menos que le dolía todo

el cuerpo al pensar en él. Y no hacíaotra cosa.

Un policía de tráfico recorría lacalle y de inmediato se le encogió elestómago. ¿Iría a verla a ella? ¿Estaría apunto de darle la espantosa noticia deque Leo…?

—¡Solo es un guardia urbano! —sedijo en voz alta—. ¡Leo está vivo!¡Nunca lo olvides!

Se controló, aparcó el coche ante lacasa y se apeó.

«¡Qué raro! —pensó—. La ventanade la cocina está abierta. Y se oyenvoces. ¿Será la televisión?».

Echó un vistazo al reloj: eran poco

menos de las dos de la tarde. Rodeó lacasa, abrió la puerta y entró en elvestíbulo.

—¿Thomas? —gritó y miró en torno,vacilando. La casa era un caos: lachaqueta de Thomas estaba en el suelo,sus zapatos en medio del pasillo, elportafolio se había caído y por debajoasomaba el móvil.

Katrin se dirigió a la sala de estar.Thomas estaba tendido en el sofá,durmiendo, con la mano dentro de unbote abierto de queso fresco. Unculebrón resonaba en el televisor. Katrincogió el mando que reposaba en el sofájunto a Thomas y apagó el aparato.

En la mesa auxiliar había variasbotellas de vino, bolsas de patatas fritascubrían el suelo, el ambiente apestaba aalcohol y a cebolla. Katrin abrió laventana que daba al jardín para ventilarla sala.

—¿Thomas?Él no reaccionó.Katrin se acercó, se arrodilló a su

lado y le sacudió el hombro.—¿Qué ha pasado, Thomas?

¡Thomas!Medio dormido, él la apartó.—¡No me toques! —gruñó con voz

gangosa.—¡Thomas! —repitió Katrin alzando

la voz.Entonces él abrió los ojos y la miró

con expresión aterrada.—Ah, eres tú… —dijo y se

incorporó—. Lo siento.Katrin frunció el ceño.—¿Qué quieres decir? ¿Esperabas a

otra persona?—¡No, no! —se apresuró a

responder él—. Solo es que me hassorprendido… ¡Qué bien que hayasvenido! —dijo. Se sentó, dejó el bote dequeso en la mesa y se restregó la cara.

—Así que estás en casa y no en eltrabajo —comentó Katrin,contemplándolo.

—No… no podía. Lo intenté, perono pude. Y después debo de haberbebido un poco. Eso es todo.

Ella se sentó a su lado. De prontosintió compasión por él. ¿Qué le habíapasado? Thomas…, siempre dinámico,siempre controlado, siempre tanconcentrado: una persona por la cual nohabía que preocuparse.

Eso era lo que Katrin había creídosiempre.

Verlo así, impotente y deshecho, conla triste esperanza de ahogar sus penasen vino tinto casi le rompe el corazón.Le cogió la mano y la apretó.

—No sabes cuánto lo siento —dijo

él y tragó saliva—. Ya no confiabas enmí… y quizá tuvieras razón.

Katrin sacudió la cabeza.—Lo peor no ha sido el asunto de

las otras mujeres… —murmuró ella.—Lo sé. No debería haberte echado

la culpa. Te hice mucho daño.Katrin guardó silencio.—No fue mi intención. Has de

creerme, estaba tan desesperado…—Da igual cómo lo expreses:

creíste que yo estaba involucrada en elasunto y eso me afectó mucho —dijoKatrin, tomando aire—. Pero a pesar detodo, ahora hemos de permanecerunidos.

—Sí —fue lo único que dijoThomas.

Se miraron fugazmente, perodesviaron la vista de inmediato.

—¿Vuelves a casa? —preguntó él entono cauteloso.

Katrin vaciló y finalmente asintió.—Quizá mañana —dijo—. Hoy aún

no. Primero he de resolver una cosa.Anoche encontré los historiales de laspacientes de mi padre; quieroexaminarlos, a lo mejor descubro unindicio.

—Yo podría ayudarte…—No, déjalo. Prefiero hacerlo a

solas.

—Te agradezco mucho que hayasvuelto —murmuró Thomas.

Durante unos minutos ambospermanecieron sentados en silencio.Katrin se alegró de haber perdonado aThomas. Tal vez fuera una buena señal,una señal de que todo saldría bien, perode pronto la asaltó una idea horrible. ¿Ysi las cosas no salían bien? ¿Y si solo laaguardaban momentos tenebrosos? ¿Y siLeo…?

—Cuando pienso que nuestro hijo yano está con vida me siento tan mal… —dijo entre sollozos.

Thomas la abrazó con fuerza.—Tengo la sensación de que si doy

paso a esa idea significa su sentencia demuerte. Que todo ha acabado —añadióKatrin llorando.

—No pienses eso —dijo Thomas—.Está vivo. Tiene que estar vivo. Tieneque vivir.

Katrin se desprendió de sus brazos ylo contempló con los ojos anegados enlágrimas.

—¡Siempre me parece que si noestuviera con vida yo lo sabría! ¡Soy sumadre, lo sentiría!

Thomas asintió con labiostemblorosos. Volvió a abrazarla yKatrin notó la humedad de sus lágrimas.

—Está vivo. ¡Tiene que estar vivo!

—¿Qué te ha pasado? ¿Por qué tefuiste tan de repente? —preguntó Käfercuando se acercó a Charlotte, que estabaen la parada de autobuses examinando elhorario.

—Necesitaba aire fresco —respondió ella sin despegar la vista deltablero—. Cada diez minutos pasa unautobús en dirección al centro —prosiguió—. La última parada es enNeumarkt, en el centro de la ciudad. Mepregunto si Tanja vive en Osnabrück.

Käfer se encogió de hombros ytambién examinó el horario.

—O se apeaba dos paradas antes, en

la estación de ferrocarril, para coger eltren a Münster.

—En todo caso, cuando fue con Bena visitar a Klaus se desplazó en coche—comentó Charlotte—. Ben dijo queKlausi vivía en un gran bosque…

—Eso no nos sirve de gran cosa. Enlos alrededores de la ciudad hay muchosbosques…

Charlotte asintió y se dirigió alcoche.

—Revisemos todos los datos, a lomejor encontramos un indicio que nosresulte útil.

Ambos montaron en el vehículo y sealejaron.

—Deberíamos partir de la base deque ese Klaus está gravemente enfermo—dijo Charlotte.

—Y que no es un paciente desegunda clase.

—Exacto. Está enfermo, pero no esel culpable de su dolencia. Quizá sufrióheridas en un accidente…

—¿Causado por Franz Wiesner?—Es posible —asintió ella—. O por

un miembro de la familia. O porcualquiera de ellos al que Tanjaconsidera el causante.

—¿A qué te refieres?—A la culpa proyectada. Por

ejemplo, cuando un automovilista sufre

heridas en un accidente provocado poruna maniobra suya para esquivar otrocoche. Un niño echa a correr por lacalle, tú lo esquivas y chocas contra unárbol —le explicó Charlotte—.Entonces sería muy posible que culparasal niño por las heridas que tú hubierassufrido, aunque desde un punto de vistaobjetivo el niño es completamenteinocente.

—Entiendo —dijo Käfer—.Entonces imaginemos que dicho niño eraLeo y que el marido de Tanja sufriólesiones graves durante una maniobrapara esquivarlo…

— Klaus no es su marido —lo

interrumpió Charlotte.—¿Y cómo lo sabes? —Käfer enfiló

por la carretera comarcal que losconduciría hasta la autopista.

—Si tu propio marido estágravemente enfermo, no hablas delmarido enfermo de otra con tantodesprecio —respondió Charlotte.

—¿Y si el matrimonio ha fracasado?—Entonces no cuidas de tu marido

enfermo —replicó ella—. Entonces tedivorcias y dejas que se las arregle élsolito. Pero ¿quién sería el último alque, como mujer, abandonarías, almenos desde un punto de vistaestadístico?

—A tu hijo.—Sí señor. Es algo que confirman

casi todos los trabajos de investigación.En el caso de padres o de hermanos, laspersonas están mucho más dispuestas adesentenderse de cualquierresponsabilidad que en el de un hijocarnal.

—Entonces, lo que tú sugieres esque quizá Tanja tenga un hijo muyenfermo y haya secuestrado a Leoporque así conseguía un segundo niñosano.

—Sí, más o menos.Peter negó con la cabeza.—Eso no encaja —dijo pensativo—.

Porque en ese caso, ¿a qué se debe laobsesión con los Ortrup? ¿Por qué nosecuestró al pequeño Ben? Eso le habríaresultado mucho más fácil. ¿Y por quéasesinó a Franz Wiesner?

—Porque Tanja considera que FranzWiesner o incluso el pequeño Leo sonlos responsables del sufrimiento de suhijo.

—¿Un niño de tres años? —señalóPeter en tono de duda.

—Sí, según Tanja. Has de verlodesde su punto de vista. Bien: sabemosque existe un tal Klaus y hemos deconcluir que está gravemente enfermo.Yo parto de la base de que Klaus es su

hijo, pero será mejor que incluyamos asu marido e incluso a su padre ennuestros cálculos.

—Vale.—Puesto que Tanja hizo de niñera

de Ben durante semanas y no pudoocuparse de su familiar, ya sea hijo,marido o padre, hemos de concluir queese Klaus vive en alguna clase deinstitución —dijo Charlotte—. Esosignifica que hemos de comprobar todaslas instituciones en las que pueda estarinternado. Todas las de Münster,Osnabrück y alrededores.

Käfer asintió.—Puede que sea un punto de partida.

Y como ignoramos la edad de Klaus,eso supone todas las residencias detercera edad, orfanatos, centros paradiscapacitados…

—… pisos compartidos, asilos ytambién hospitales, supongo —prosiguióella.

—Y todo eso sin saber qué aspectotiene Klaus ni si vive en su propioapartamento y recibe servicioasistencial… —añadió Käfer con unsuspiro.

—Tienes razón, también hemos deinvestigar los servicios asistenciales.

—Dios mío, ¿sabes cuántos hay?—No —replicó Charlotte—. Pero

no te pongas nervioso, no tendrás quellamarlos por teléfono personalmente atodos.

—Vaya, nuestros colegas estaráncontentos…

Enfilaron la autopista; por suertehabía poco tráfico y avanzaron conrapidez.

—Primero deberíamos investigartodas las instituciones situadas en elbosque o en un gran parque —dijoCharlotte—. Quizás así logremos limitarla búsqueda.

En cuanto regresaron a la comisaría,

Peter cogió el teléfono. Poco después lealcanzó un papel a Charlotte.

—¿Qué es? —preguntó ella: en elpapel aparecía un número de muchascifras.

—Un número de teléfono. DeAstracán —contestó Käfer—. ¡Y ahoraadivina de quién es!

—¿Astracán? ¿Dónde cae eso? ¿EnRusia?

—Sí. Junto al mar Caspio, ¿y quiénvive allí? ¿Lo adivinas?

—Lo siento: solo sé de estacionesde ferrocarril.

—¡Elena y Boris Rustemovic!—¿Los padres de…?

—¡De Fresita! ¡Correcto!—Muy bien —le felicitó Charlotte.—No ha sido muy difícil —dijo

Peter, sonriendo—. Y todo gracias a lacompañía telefónica. De vez en cuandonuestra burocracia sirve para algo.

—¿Sabes ruso?—No.—Entonces confiemos que esa gente

no haya olvidado del todo nuestroidioma —dijo Charlotte y marcó elnúmero. Conectó el altavoz para que sucolega oyera la conversación.

La línea chasqueó un par de veces,luego resonó un zumbido y por fin seestableció la comunicación.

—¿Aló? —contestó una vozfemenina.

—¿Hablo con la señora ElenaRustemovic?

—Sí —dijo la mujer en tonovacilante.

—Soy Charlotte Schneidemann, dela Brigada de Investigación Criminal deMünster. ¿Entiende lo que digo?

—Sí —dijo la mujer después deunos segundos—. ¿Qué quiere usted?

—Se trata de su hija Annabell…—Annabell muerta.—Lo sabemos —dijo Charlotte—.

¿Puede decirme por qué su hija se quitóla vida?

Entonces oyó unos sollozos.—Señora Rustemovic —añadió con

mucha suavidad—. Sé que esto es muydoloroso para usted…

—Solo una hija… —sollozóRustemovic.

—Lo sé. Lo lamento mucho, pero esmuy importante que nos diga quésucedió.

El llanto cesó.—¿Por qué se quitó la vida su hija?

—insistió Charlotte—. ¿Dejó algunacarta de despedida?

—No. Estaba muy triste. Solo lloratodo el día. Mi marido regaña ella, diceella es mala persona… Él castiga

porque trae vergüenza a toda la familia.Annabell siempre muy triste… Tristezaacaba con su vida…

—¿Por qué estaba tan tristeAnnabell?

La señora Rustemovic empezó allorar otra vez.

—Ella cambia. Se hace en malapersona…

—¿Mala persona? ¿Es que cometióalgún delito?

La señora Rustemovic no respondió.—¿Sigue ahí? ¡Por favor, señora

Rustemovic, debemos saberlo!Charlotte miró a Käfer y arqueó las

cejas.

—Un niño ha sido secuestrado ysolo podremos encontrarlo si usted nosayuda.

—Un niño…La señora Rustemovic carraspeó.—Annabell iba con hombres, con

muchos hombres. Vergüenza para toda lafamilia… —tartamudeó y volvió asollozar.

Charlotte suspiró. Al parecer,Annabell Rustemovic había llevado unavida que no encajaba con la mentalidadconservadora de sus padres, pero ¿sehabía suicidado por ese motivo? ACharlotte le pareció poco probable.

—Vergüenza a todos… —repitió la

señora Rustemovic.Charlotte le agradeció su ayuda y

colgó.—No le sonsacaremos nada más —

dijo en tono desilusionado.—¿Y ahora, qué? —dijo Peter,

mirando por la ventana.Charlotte reflexionó. «Vergüenza»…

¿Por qué la madre de Annabell habíarepetido esa palabra tantas veces?

De repente supo qué significaba:Annabell se había quedado embarazada;por eso se quitó la vida. Tal vez elpadre del niño la había abandonado. ¿Oes que Annabell fue violada? Pero¿quién sería el padre: Thomas Ortrup,

Franz Wiesner o ese tal Klaus?No, no podía haber sido Klaus.

Todo apuntaba a que estaba muyenfermo y era completamente incapaz deejercer violencia física.

Bebió un trago de la botella de aguamineral que siempre tenía encima delescritorio.

Tanja, Annabell, Klaus… Algovinculaba a esas tres personas. Tal vezlos tres habían sufrido una experienciaterrible. Algo que los unió para siempre,algo que guardaba relación con FranzWiesner y los Ortrup…

Charlotte suspiró. La imagen deTanja y Annabell se volvía cada vez

más nítida, pero Klaus permanecía en laoscuridad. Por más que se esforzaba, nolograba definirla. La búsqueda dehuellas en la casa de los Wiesner nohabía proporcionado muestras de unADN desconocido, así que era desuponer que Klaus jamás había estadoallí. Sin embargo, estaba convencida deque él era la clave para resolver estecaso.

—Hemos de volver a hablar conThomas Ortrup; quizá sí hubo algo entreél y Annabell. Estoy segura de que sequedó embarazada y que se suicidó porvergüenza. No es casualidad que sumadre repitiera esta palabra tantas

veces…Käfer asintió.—De eso me encargaré yo. También

tendremos que hablar con LuiseWiesner, porque no podemos descartarque su difunto marido tuviera algo conAnnabell. Tal vez la viuda lo calla portemor a las habladurías…

—Tienes razón —asintió Charlotte—. Estoy segura de que existe algunaconexión entre Tanja, Annabell, lafamilia Ortrup y la familia Wiesner.Hablaré con Luise Wiesner.

La ropa estaba dispuesta en la

cama, ordenada por colores.¿No había olvidado nada? Junto al

mar podía hacer frío, sobre todo debíaprotegerse del viento. No quería ir almédico: las primeras semanas debíantranscurrir sin llamar la atención.

Esa mañana había puesto en ordenlas últimas cosas importantes. Habíahablado con el simpático señor Lichtery le había contado todos lospormenores del inminente viaje. Porsupuesto, él creía que solo se tratabade unas vacaciones de dos semanas enel soleado sur, no podía decirle quepensaba viajar al mar Caspio yquedarse allí para siempre.

Reunió los documentos que le habíadado Annabell y que certificaban queera la propietaria de la pequeña dacha.También un mapa, las llaves y eldiccionario. Además, disponía deldinero suficiente.

Echó un vistazo a las jeringas y lasampollas que reposaban junto a lasprendas de vestir. Por desgracia losmedicamentos que había solicitado aúnno habían llegado y no podía partir sinellos. Sin una provisión suficiente paratres meses no pensaba emprender elviaje, era demasiado arriesgado. Asaber si allí los servicios médicos erantan buenos como aseguraba la

información que aparecía en Internet.«Supongo que da lo mismo salir

hoy o mañana», pensó. Menos mal quehabía comprado una cantidadsuficiente de cinta adhesiva: era muchomás adecuado que la cuerda de colgarla ropa.

Se dirigió a la cocina, abrió lanevera y cogió nata, mantequilla yhuevos. Prepararía una bonita tartacomo despedida.

Katrin Ortrup informó a Charlotte deque su madre había ido a la iglesia y quedespués pensaba visitar la tumba de su

difunto marido.—Por cierto: también dijo que el

nombre de Klaus le sonaba de algo, peroque no recordaba dónde lo había oído—le dijo Charlotte a Peter, que sedisponía a volver a interrogar a ThomasOrtrup sobre Annabell.

—No será un amigo de la familia,¿verdad? —dijo Käfer.

—Muy gracioso. Katrin Ortrup dijoque sus padres se dedicaban a las obrassociales. El padre trataba prostitutas sincobrarles y la madre reunía ropa para laiglesia. Puede que allí exista un talKlaus.

—Tal vez —dijo Käfer,

encogiéndose de hombros—. Pero laverdad es que no me parece probable.

—Por cierto. Katrin Ortrup me dijootra cosa que podría ser interesante —prosiguió Charlotte—. Encontró losviejos historiales de su padre y los estáexaminando. Después me pasaré por allíy me los llevaré.

—De acuerdo —dijo Peter y volvióa dedicarse a comprobar los informes desus colegas sobre las instituciones delos alrededores.

De repente frunció el ceño.—Tal vez sea una casualidad —

murmuró.—¿Qué pasa? —preguntó Charlotte,

que ya se disponía a marcharse.Käfer cogió un papel, apuntó unas

palabras y se lo tendió.—Acabo de encontrar esto.Ella cogió el papel y se quedó de

piedra.Peter la observaba.—¿No es…?Charlotte asintió.—¿Es un asilo?—Haus Sonnenschein. Se encuentra

a las afueras de la ciudad, en dirección aHiltrup.

—Gracias.En el papel también había un número

de teléfono. Y un nombre: Agnes

Schneidemann. Su madre.

Käfer contempló a Thomas Ortrup,de pie en el umbral: ya no tenía tan buenaspecto, era evidente que estababorracho. En la mano sostenía una copaen la que aún quedaba un sorbo de vinotinto.

—Pase —murmuró.Käfer echó un vistazo a la copa,

asintió y entró en el vestíbulo.—No lo entretendré mucho. Se trata

de Annabell Rustemovic. Trabajaba enel club Alecto…

—Ya he hablado sobre Fresita con

su colega…—Es muy importante que recuerde el

pasado, señor Ortrup —lo interrumpióKäfer—. ¿Es posible que ocurriera algomás entre usted y Annabell Rustemovic?

Ortrup se encogió de hombros.—Ya no lo recuerdo.—¿Annabell esperaba un hijo suyo?Ortrup lo miró fijamente.—¡No! ¡No, por amor de Dios! —

exclamó. Se cubrió el rostro con lasmanos y empezó a sollozar.

—¿Y Carmen Gerber, su secretaria?¿Está metida en el asunto?

Ortrup no reaccionó; solo siguiósollozando.

Käfer se puso de pie. Era evidenteque ese día no lograría sonsacarle nadamás.

—Pronto regresaré, señor Ortrup. Alo mejor entonces logra recordar.

La iglesia de Santa Isabel era untípico edificio de los años sesenta,sencillo y anguloso.

«No parece una iglesia —pensóCharlotte—, más bien un búnker».

La Iglesia y la religión le eranbastante indiferentes, pero si tuviera queelegir, quizás optaría por el catolicismo.Todo ese montaje de atavíos de colores,

incienso y tesoros sacros le parecíamucho más divertido que el sobrioascetismo de los protestantes.

El edificio pintado de amarillo erarelativamente pequeño, así que lacomunidad no debía de ser muynumerosa. A la derecha se encontraba lasacristía y, al lado de esta, el despachodel párroco.

Charlotte abrió la puerta de laiglesia, pero había llegado demasiadotarde: al parecer, la misa ya habíaacabado y solo el cura permanecía anteel altar.

A medida que se acercaba a él,Charlotte captó en el aire el aroma

dulzón y resinoso del incienso.—Buenos días. ¿Es usted el párroco

de la comunidad?El cura se volvió y la contempló con

mirada amable.—Sí. Soy el párroco Baumgarten.

¿Y usted es…?Charlotte le mostró su identificación

y se presentó.—¿Conoce a Luise Wiesner?—Sí, claro, acaba de asistir a la

misa —contestó él—. Después quería iral cementerio. La encontrará junto a latumba de su marido, al lado del caminoprincipal.

Su expresión se volvió grave.

—Ha encontrado la paz, con laayuda de Dios.

—Tengo una idea y a lo mejor ustedpuede ayudarme. Estoy buscando a unapersona sobre la cual, por desgracia,poseo muy escasa información —dijoCharlotte—. Su nombre de pila esKlaus. Quizá trabaje en el almacén deropa de su parroquia.

—¿En el almacén de ropa? —preguntó el párroco en tonodesconcertado—. Creo que se equivoca.Nuestra parroquia no dispone de nadade eso. La comunidad de Santa Isabel espequeña y aunque quisiéramos, nopodríamos instalar uno. ¿Quién se

ocuparía de él? Casi no quedanayudantes voluntarios. Una vidacomunitaria que incluya el trabajo conjóvenes, el cuidado de las personasmayores y un compromiso social es cadavez más escasa.

Charlotte estaba irritada. ¿No lehabía dicho Katrin Ortrup que su madrellevaba años trabajando en el almacénde ropa? Aunque también habíamencionado que, sorprendentemente,había descubierto numerosas prendas devestir en el desván, ropa que su madredebería haber entregado a la parroquia.Desde luego, todo el asunto resultabamuy extraño. ¿No se habría referido a

otra comunidad? No: el error eraimposible.

—¿Sabe qué parroquias de Münsterdisponen de un almacén de ropa?

—Solo las más grandes —dijo elpárroco—. San Pablo tiene uno y, queyo sepa, también la de San Lamberti.Las que sí disponen de almacén de ropason las asociaciones benéficas, comoCáritas, por ejemplo. Pero ignoro si allítrabaja alguien llamado Klaus.

—¿Es posible que la señoraWiesner haya destinado las prendasviejas a otros fines? ¿A un hogar infantilo a una asociación de ayuda a los sintecho?

El párroco Baumgarten negó con lacabeza.

—La señora Wiesner nunca meentregó prendas de vestir.

—¿Conoce bien a los Wiesner? —preguntó Charlotte.

—Conozco mejor a la señoraWiesner que al difunto señor Wiesner—dijo el párroco—. A él apenas lohabía tratado, la verdad, en cambio laseñora Wiesner acude regularmente amisa, así que de vez en cuando hemosentablado una conversación, y ademássoy su confesor. Sin embargo, apenasparticipa en la vida social de laiglesia… Más bien tengo la impresión

de que la misa… no sé cómo decirlo…supone una especie de escape para ella.Estoy convencido de que la fe le haayudado a soportar algunos aspectos delpasado.

Charlotte se puso alerta.—¿A qué se refiere?—Solo es una suposición —

apostilló el párroco.—No le creo. ¿Qué es lo que debía

soportar?—Dios siempre nos somete a

pruebas a las que hemos deenfrentarnos…

—Le ruego que vaya al grano,reverendo Baumgarten —lo interrumpió

Charlotte.El cura se volvió hacia el altar,

cogió la Biblia y la cerró.—La fe puede proporcionar

consuelo cuando uno se encuentra en unasituación difícil —declaró por fin—. Yen cierto modo también le proporcionóconsuelo a la señora Wiesner.

Charlotte volvió a suspirar. Eldiscurso sobre la fe empezaba aimpacientarla.

—¿Por qué necesitaba consuelo?—Preferiría no hablar de ello —

replicó el cura—. Son cosas que secuentan en la comunidad.

—Reverendo —dijo Charlotte en

tono severo—. Han secuestrado a unniño y al parecer existe algún tipo derelación entre la culpable y el difuntoseñor Wiesner.

—¡Dios mío, no lo sabía! —exclamóel párroco, que se había puesto muypálido.

—Bien, ¿qué es eso que cuentan? —preguntó Charlotte con impaciencia.

Baumgarten carraspeó y bajó la voz.—Hace muchos años, su marido se

ocupó de las prostitutas y las atendiógratis.

—Lo sé. ¿Y?—Al parecer, la señora Wiesner

sospechaba que eso no era todo —dijo

el cura en tono vacilante—. Decían queel asunto le causaba grandessufrimientos.

—¿Qué cree que podía ocurrir en laconsulta?

—No lo sé. Y la verdad es que noquiero imaginarlo…

—Juegos sexuales después deltrabajo…

El párroco alzó las manos.—¡Por favor! La señora Wiesner es

una cristiana devota, respeta lastradiciones y los valores de nuestrasociedad marcada por la pérdida de lasbuenas costumbres —sentenció,plegando las manos—. He rezado por

ella y por su marido.—Pues no le sirvió de mucho —

murmuró Charlotte.—¿Qué ha dicho?—Nada —replicó ella mientras le

tendía su tarjeta—. Si se le ocurre algomás, llámeme, por favor.

Katrin se sentía frustrada. En vez dereducirse, la pila de los historiales delas mujeres en cuestión aumentaba detamaño. No se había imaginado quehabría tantas mujeres nacidas en 1947 y,lanzando un suspiro, cogió el siguientehistorial.

Annabell Rustemovic, ponía en laprimera página.

Katrin dio un respingo: ¡la muerta dela foto fue una paciente de su padre!

Nerviosa hasta lo indecible, Katrinleyó el historial. «No pierdas la calma—pensó— y presta atención: ¡de locontrario pasarás por alto lo másimportante!».

El 25 marzo de 1992 se comprobóque Annabell Rustemovic estabaembarazada. La joven estaba de ochosemanas, igual que Katrin en esosmomentos. Había varias entradasrelativas a los análisis de sangre y aotras medidas de prevención, pero eso

era todo. Al final había una anotaciónque ponía: «Psicosis causada poraborto», con fecha del 14 de junio de1992.

Katrin bebió un sorbo de té yreflexionó. Así que AnnabellRustemovic había perdido a su hijo nonacido, tal vez dos meses después dequedarse embarazada, quizás un pocodespués. Lo curioso era que la fecha delaborto involuntario no figuraba en elhistorial. Katrin repasó las fechas:Annabell debía de estar de veintesemanas cuando perdió al bebé. ¡Diosmío! A esas alturas un feto ya era un serhumano completo al que solo le faltaba

crecer. En esa fase, un abortoinvoluntario equivalía a parir un niñomuerto: con razón la joven no pudosuperarlo psíquicamente. ¿Se habríaquitado la vida por eso? ¿Y Tanja? ¿Quérelación guardaba con ello? ¿Acaso leechaba la culpa al médico?

Katrin sacudió la cabeza. No: en laconsulta de un ginecólogo estabanacostumbrados a enfrentarse a abortosinvoluntarios, así que no podía suponerun motivo para asesinar a su padre.

Sin embargo, seguro que el hecho deque Annabell Rustemovic fuera unapaciente de su padre no era una simplecasualidad. En todo caso, Katrin decidió

informar de ello a CharlotteSchneidemann cuando pasara a verla.

La siguiente carpeta era aún másgruesa que las anteriores.

«Extractos de cuentas de 1985 a2010», ponía.

—Dios mío, papá, eras un auténticofanático del orden —murmuró.

Primero pensó en dejar la carpeta aun lado y seguir examinando loshistoriales de las pacientes, pero luegooptó por echar un vistazo a los extractos.

En los documentos de los añosochenta figuraban sobre todo retiradasde dinero en metálico junto a losingresos de la consulta. Al principio eso

la sorprendió, pero entonces recordóque en esa época la compra con tarjetade crédito aún no se había extendido yque a principios de mes su padresiempre llevaba dinero en efectivo acasa: «Dinero para los gastos del hogary la paga semanal», decía su padre.

«A principios de los años noventa laretirada de dinero en efectivo fuedisminuyendo —pensó Katrin—. Claro,en esos años se impuso la compra contarjeta».

De pronto frunció el ceño: aunqueapenas figuraban retiradas en efectivo,apenas figuraban entradas de comprascon tarjeta de crédito; al parecer, su

madre nunca pagó nada con una tarjeta,pero entonces, ¿cómo lo hacía?

Katrin reflexionó. ¿Durante cuántotiempo llevó su padre a casa el dinerode los gastos domésticos? En todo caso,mientras ella vivió allí eso fue unaconstante. Y si mal no recordaba, supadre siempre entregaba dinero enefectivo a su madre. Pero si no proveníade esa cuenta, ¿de dónde salía esedinero? ¿Existiría una segunda cuenta dela que nadie sabía nada?

Katrin bebió otro sorbo de té yvolvió a revisar todos los extractos.

Si existía una segunda cuenta, supadre tenía que haber ingresado dinero

en ella, así que debían figurar depósitosen otra cuenta.

Katrin examinó minuciosamentecada uno de los extractos: soloaparecían unos pocos depósitosregulares, para pagar la luz, el teléfono yel alquiler de la consulta. Todo muynormal.

Justo entonces encontró unasentradas que no encajaban: a partir de1993, su padre ingresaba mil marcostodos los meses, y más adelante mileuros, en la cuenta de un desconocidocuyo nombre no aparecía por ningunaparte, solo un código numérico: 093 741000.

Katrin dejó la carpeta a un lado yrebuscó en el estante situado a un ladodel escritorio. Por fin encontró unacarpeta donde ponía «Extractos decuentas actuales» y no tardó encomprobar que solo unos días antes demorir, su padre había ingresado másdinero en la cuenta que figuraba bajo elnúmero 093 741 000: esa debía de ser lasegunda cuenta, no existía otraposibilidad.

—O puede que 093 741 000 sea unapersona… —se dijo en voz alta.

Pero ¿de quién podía tratarse? ¿DeTanja o de Klaus? ¿A quién le habíapagado tanto dinero su padre, durante

diecisiete años? ¿Y por qué? ¡Porque entotal la suma ascendía a más de cientosesenta mil euros!

Katrin empezó a sudar. Suponía queesos pagos guardaban algún vínculo conla muerte de su padre y se asustó,¡porque en ese caso también estabanrelacionados con la desaparición deLeo! Tenía que mostrar los extractos decuenta a Charlotte Schneidemann loantes posible.

Volvió a dejar la carpeta en elestante, cogió de nuevo la que conteníalos viejos extractos y la hojeó: ¡enalguna parte tenía que haber un indicio!

Cuando volvió a dejarla a un lado

algo se deslizó de la superficie delescritorio, cayó al suelo y Katrin seagachó para recogerlo. ¿Qué era eso?Entonces vio algo blanco que asomababajo la tapa de la carpeta y lo extrajocon cuidado: era una hoja de papeldoblada. Leyó lo que ponía y sacudió lacabeza con expresión incrédula. Teníaque tratarse de un error. Volvió a leerloantes de apartar la hoja.

—¡Dios mío…! —musitó, tragandosaliva.

Después se puso en pie de un brincoy salió apresuradamente de lahabitación.

¡Leo! Ahora sabía dónde se

encontraba y quería llegar a su lado loantes posible.

—¿Señora Wiesner?Charlotte se acercó a la tumba de

Franz Wiesner y vio que el sol habíamarchitado muchas de las coronas deflores. «¡Qué despilfarro!», pensó.

Luise Wiesner se sobresaltó y sevolvió para mirarla con ojos llorosos.

—Lo siento, no quería asustarla.—¿Qué desea? —dijo Luise

Wiesner con voz ronca y volvió a dirigirla mirada a la montaña de coronas.

—Quiero que me diga quién es

Klaus y por qué su hija cree que ustedtrabaja en un almacén de ropa que noexiste —soltó la inspectora.

La señora Wiesner suspiró.—Siempre esas viejas historias…—¿Qué viejas historias? ¡Se trata de

su nieto, señora Wiesner! Usted quiereque lo encontremos, ¿verdad?

—¡Claro que sí! —dijo. Se agachó ytironeó de un lazo—. Pero no creo quelas viejas historias le resulten útiles.Ignoro quién es ese Klaus y tampocoquiero saberlo, nunca lo he visto. A lomejor trabaja para esas mujeres… yasabe, esas que por dinero…

—Pero ¿eso qué tiene que ver con el

almacén de ropa?La señora Wiesner tomó aire.—Mi marido siempre entregó las

prendas viejas de mi hija a un tal Klaus,al menos en parte. O eso creo. Nunca locomentamos —explicó amargamente—.No quería que mi hija lo supiera, poreso le dije que las prendas iban a pararal almacén de ropa de la iglesia.

—Y entonces ¿por qué su marido lasguardó en el desván?

—Supongo que solo entregaba lasnecesarias. Es de suponer que a esasdamas los severos pantalones con pinzasno les servían —dijo apretando loslabios. Charlotte se dio cuenta de lo

mucho que le costaba referirse al asunto.—¿Qué hacía su marido en la

consulta después del trabajo?La señora Wiesner se encogió de

hombros.—No lo sé. Quizás ayudaba a

algunas de esas damas —apuntó en tonoirónico—. Y tal vez ellas se loagradecían a su manera…

—¿Qué quiere decir? —preguntóCharlotte.

—Incluso cuando esas damasdejaron de trabajar en la calle, mimarido solía acudir a la consulta ydesde entonces siempre hubo muchodinero en efectivo en casa.

—¿Se refiere a que su marido nosolo se dejaba pagar su ayuda comomédico mediante relaciones sexuales,sino también con dinero?

—¿De dónde iba a sacarlo, si no?No era aficionado al juego —contestó,sacudiendo la cabeza—. No lo sé y,para serle sincera, de hecho no quierosaberlo. Todo eso me da asco. Meavergüenzo de mi marido y de supecaminosa doble vida. Solo meconsuela pensar que eso se acabó haceun par de años y que a partir de entoncesél se comportó de un modo mucho másdecente. De todas formas, lo que hizofue y será un pecado. No puedo

perdonarle, ni siquiera ahora.Charlotte guardó silencio. ¿Qué

podría haber dicho? Sentía lástima porLuise Wiesner, que tuvo que soportartantas cosas. Pero ¿por qué se obstinabaen mostrarse tan implacable? ¿Es queera incapaz de perdonar, ni siquiera allí,junto a la tumba de su marido?

—Muchas gracias —dijo Charlottepor fin—. Hoy mismo pasaré por sucasa para recoger los historialesmédicos. A lo mejor Tanja era una deesas mujeres que acudía a la consulta desu marido en busca de ayuda…

«Este es el buzón de voz de ThomasOrtrup. En este momento no puedoatenderle. Puede dejar un mensaje y sunombre tras la señal».

—Soy yo, cariño. Sé dónde estáLeo. Voy de camino hacia allí.¡Llámame inmediatamente cuando oigaseste mensaje, por favor!

Katrin arrojó el móvil sobre elasiento del acompañante, pisó elacelerador y se dirigió a toda velocidada Osnabrück por la autopista A1.Tardaría unos veinte minutos en alcanzarla salida de Lengerich.

Por suerte el tráfico era escaso. Ellímite de velocidad le resultabaindiferente; por fin sabía dónde estabaLeo. Confiaba en que se encontrara bien,en que Tanja no le hubiera hecho daño.

El que había recibido de su padremil marcos mensuales, que despuésfueron mil euros, era un tal Klaus. Trasel número 093 741 000 se ocultabaKlaus Meyerhof, de padre desconocido.La madre se llamaba Tanja Meyerhof.

Tanja Meyer.Katrin se mordió las uñas con

ademán nervioso. ¿Por qué su padre lehabía dado dinero a ese Klaus? Ahoradebía de tener dieciséis o diecisiete

años, así que Tanja aún era menor deedad cuando lo trajo al mundo.

De pronto una idea horrorosa seabrió paso en su cabeza. ¿Acaso Klausera hijo de su propio padre? ¿Habíadejado embarazada a Tanja, menor deedad, y después pagado durante añospor su hijo ilegítimo? Un sabor amargole inundó la boca: hacía diecisiete años,su padre tuvo una aventura con unaadolescente, una que tenía la mismaedad que ella, que su propia hija…

Porque, de lo contrario, ¿cómoexplicar todo lo sucedido? ¿AcasoTanja había sido una prostituta menor deedad a quien su padre trató? Pero si

daba crédito a lo que figuraba en lascarpetas y a las palabras de su madre, enesa época su padre ya no atendía a lasprostitutas callejeras. Eso ocurrió amediados de los ochenta, pero los pagosa Klaus no se iniciaron hasta 1993.

No obstante, su padre había ofrecidoayuda económica a Klaus, de eso nocabía duda. Y también quedaba claroque era el hijo de Tanja. Daba igual.Allí donde se encontrara Klaus, estaríaTanja, y por supuesto también Leo.

Leo… Katrin notó que los ojos se lellenaban de lágrimas y parpadeó conrapidez.

Por fin alcanzó la salida, abandonó

la autopista, se detuvo ante unagasolinera para orientarse y se apresuróa desplegar el mapa. ¿Y ahora, qué?Sabía que debía conducir en dirección aTecklenburg. Miró a través delparabrisas: ¿es que no había ningúncartel indicador por allí? ¡Mierda!Ahora lamentaba haberse resistido acomprar un navegador. Cuando sedisponía a bajar del coche y preguntaren la gasolinera vio un cartel. Tenía quepasar por debajo de la autopista ydespués seguir recto. Al cabo de unkilómetro aproximadamente debía girara la derecha. El camino atravesaba undenso bosque y las verdes copas de los

árboles formaban un dosel sobre elcamino, de modo que a Katrin le dio laimpresión de estar recorriendo unestrecho túnel.

De repente la invadió la duda. Si supadre había prestado ayuda económica aKlaus y con ello a Tanja, ¿por quéhabría de asesinarlo esta? Tal vez habíadecidido dejar de ingresar dinero… yquizás había pagado dicha decisión conla vida…

Entretanto había llegado aTecklenburg. Redujo la velocidad ytrató de encontrar un cartel coninformación, de esos que a menudo sehallan a la entrada de las ciudades. Allí

podría descubrir dónde estaba la calleKastanienallee. Kastanienallee 25 era ladirección que debía encontrar. Allíaguardaba Leo…

Un tractor le salió al paso. Katrindetuvo el coche, bajó la ventanilla ysaludó al conductor con la mano.

—Disculpe, busco el número 25 deKastanienallee. ¿Sabe dónde es?

—¿Se refiere a la residencia paradiscapacitados? —preguntó el hombre.

—¿La residencia paradiscapacitados? —Katrin vaciló—. Sí,sí —se apresuró a contestar.

—Conduzca hasta el siguientesemáforo, gire a la izquierda y luego

siga recto durante unos dos kilómetros.A la derecha hay un viejo convento yjusto allí se encuentra el asilo. No tienepérdida.

Katrin le dio las gracias y arrancó.¿Una residencia para

discapacitados? La policía había dichoalgo sobre la diabetes, pero ¿podía undiabético estar tan enfermo como paraverse obligado a vivir en una instituciónde este tipo?

¿Se habría equivocado de dirección?Giró a la izquierda y volvió a salir deTecklenburg; poco después vioinmensos campos dorados que seextendían a ambos lados, brillando bajo

el sol.Pero si era la dirección correcta,

¿qué debía hacer a continuación?«Antes que nada, llamar a la

policía», se dijo.Pocos minutos después, a la derecha

apareció un conjunto de edificios deaspecto lúgubre y abandonado que debíade ser el convento. Justo detrás, a ciertadistancia de la carretera, Katrin viovarios edificios modernos de techoplano que se elevaban en torno a unamplio parque.

¿Se encontraría en el lugar correcto?Katrin, súbitamente acobardada,condujo lentamente hasta el

aparcamiento. Nunca encontraría a Leoen ese lugar. Era imposible que Tanjaretuviera a un niño pequeño allí.

Los ojos volvieron a llenársele delágrimas. Cruzó los brazos encima delvolante y apoyó la frente. ¿Qué podíahacer?

Desde que había logrado descifrarlos extractos de cuenta mediante losdocumentos bancarios y habíadescubierto quién era la persona a laque su padre ingresaba el dinero, lahabía embargado la esperanza. Se habíaconvencido de que la pesadilla prontollegaría a su fin. Y de repente seencontraba ante un gran hogar para

discapacitados. Enfermeros vestidos deblanco recorrían el patio, pacientesempujaban sus andadores o tomaban elsol sentados en un banco… Por todaspartes bullía la vida y a Katrin no lequedó más remedio que reconocer queera el lugar menos indicado para ocultara un niño pequeño.

Cuando sonó su móvil, Katrin sesobresaltó: era la inspectoraSchneidemann.

—¿Adónde ha ido? ¿Por qué no estáen casa de su madre? Estoy aquí, hevenido a recoger los historiales.

—Entre los documentos de mi padreencontré unos pagos realizados a un tal

Klaus Meyerhof —dijo Katrin.—¿Y eso qué significa? ¿Dónde se

encuentra usted ahora?Katrin titubeó antes de contestar.—He ido hasta la dirección que

figuraba en el documento.—¡Pero qué está diciendo! —

exclamó la inspectora en tono agudo—.Usted no puede… ¡Es demasiadopeligroso!

—No es una casa particular, es unaresidencia para discapacitados. Tanjajamás podría haber ocultado a Leo aquí.Lo descubrirían de inmediato…

—Vale. No haga nada de momento,¿me ha entendido? Quédese en el coche

y espérenos. Mi compañero y yo nospondremos en marcha en el acto. ¿Cuáles la dirección?

—Kastanienallee 25, enTecklenburg.

—En media hora estaremos allí, ¡yno se mueva hasta que lleguemos! —dijoCharlotte Schneidemann en tono severo.

—De acuerdo —respondió Katrin envoz baja y colgó.

Lanzando un suspiro, se apoyó en elrespaldo y empezó a roerse las cutículasdel pulgar derecho hasta que se hizosangre. Entonces se envolvió el pulgarcon un pañuelo de papel y volvió asuspirar. Tenía que salir del coche y

moverse, de lo contrario se volveríaloca.

Se apeó y miró en derredor. A unlado de la entrada del edificio había unapequeña recepción y decidió que iría ahablar con el empleado.

Un hombre entrado en años quellevaba un uniforme gris salió de laportería.

—Buenos días, quisiera ver a KlausMeyerhof —dijo ella en tono amable, yechó un vistazo a la placa dondefiguraba el nombre del portero—.¿Podría decirme dónde se encuentra,señor Lichter?

El portero asintió.

—¿Ha venido a entregar el pedido?—preguntó.

Katrin reflexionó un instante ydespués se apresuró a contestar.

—Sí, eso es. Está todo en el coche.—Ya, pero es que yo a usted no la

conozco. Siempre es la señora Bredlichla que viene…

—Hoy no ha podido —dijo Katrin,reprimiendo un suspiro—. No seencontraba bien —añadió, confiando enque el portero no notara el temblor de suvoz.

—Oh, espero que no sea nadagrave…

—¡No, no se preocupe!

—Bien. ¿Tiene el albarán?Katrin se asustó. ¿Albarán? Ahora

tenía que jugárselo todo a una sola carta.—Se me ha olvidado —dijo con un

carraspeo—. Lo siento, pero no se meocurrió. Como solo venía comosuplente…

Katrin empezó a sudar.El portero meditó unos momentos.—De acuerdo, pero ha de enviarme

el albarán. Le ruego que no lo olvide.—¡No se preocupe! —dijo Katrin—.

¿Puedo entregarle las cosas a Klaus?—Lo siento, eso es imposible.Katrin frunció el ceño.—Klaus no se encuentra aquí. Hace

un par de días que está en casa de sumadre.

—Comprendo —dijo Katrin,pensando con rapidez—. Espero que suestado no haya empeorado…

—No, no, al contario. Al parecer,ambos se irán de vacaciones junto con elhermanito pequeño. Solo aguardan lallegada de los medicamentos y los otrosobjetos. La señora Meyerhof quiere…

Katrin ya no le prestaba atención.«Con el hermanito pequeño»: Leo, esetenía que ser Leo. ¡Así que todavíaestaba vivo! ¡Era su oportunidad, teníaque reunirse con él, no podía seguiresperando!

Pese a los nervios que la atenazaban,procuró hablar en tono normal.

—También puedo llevarle las cosasa la señora Meyerhof, no es ningúnproblema…

El portero la contempló.—De acuerdo —cedió por fin—.

¡Pero no olvide el albarán! ¡Debetraerlo! De lo contrario tendréproblemas…

—Desde luego —aseguró Katrin—.Pero no conozco muy bien la zona, hacepoco que vivo en Tecklenburg. ¿Podríaindicarme el camino?

—Viven en un lugar bastanteapartado. Le apuntaré la dirección y

usted podrá meterla en el navegador —dijo el portero.

Katrin estaba a punto de decirle queno disponía de GPS, pero cambió deidea. Cogió el papel con la dirección, ledio las gracias y lo guardó en el bolso.

—Oiga, ya sé que usted debeguardar la confidencialidad —dijoKatrin como de pasada—, pero al vertodo lo que encargó la señora Meyerhof,me pregunté qué le pasa al pobre Klaus.

—Es una historia muy triste —dijoel señor Lichter con expresión apenada—. No conozco los detalles, solo sé queel muchacho necesita muchos cuidados,que algo salió mal durante el parto. Al

parecer, el culpable es el médico. Pobremuchacho…

Katrin se limitó a asentir y luego sedespidió.

—Y por favor, no olvide traer elalbarán —gritó el portero a susespaldas.

—Mañana por la mañana sin falta —contestó Katrin mientras se dirigía alcoche. Al tomar asiento tras el volanteel corazón le latía aceleradamente.

Ahora solo debía encontrar ladirección. Fuera lo que fuese lo quehabía hecho su padre, ahora no eramomento de pensar en ello. En eseinstante su único propósito era encontrar

a Leo y, con dedos temblorosos, puso elcoche en marcha.

Charlotte hablaba por teléfonomientras Käfer conducía el coche a todavelocidad por la autopista.

—¿Cuándo retiraron la última sumaimportante? —preguntó, escuchó larespuesta y asintió—. Muy bien, muchasgracias —dijo y desconectó el móvil.

»Un día después de que mataran a lagata Franz Wiesner retiró quince milmarcos de su cuenta.

—¡Qué te parece! Tanja mata a lagata y ejerce tal presión sobre el

anciano que este le pagó en el acto —dijo Käfer.

—Lo del animal fue una advertencia—dijo Charlotte—. En el marco roto dela foto de Leo que Luise Wiesnerencontró junto a su marido agonizantehabía huellas dactilares que no logramosidentificar. Quizá sean las de Tanja…

—¿Crees que presionó al viejoamenazando con hacerle algo a su nieto?

—Es posible. Fue a su casa, leexigió el dinero, quizás él se negó adárselo y se pelearon, y entonces tal vezlo amenazó con que algo le pasaría a sunieto si no le entregaba lo que le pedía.En ese punto él le dio la suma y ella lo

asesinó.—Podría haber ocurrido así. Pero

una vez conseguido su propósito, ¿porqué iba a secuestrar a Leo? —preguntóel comisario—. Sabemos que trabóamistad con Katrin adrede… ¿Y por quéprocuró que esta se enterara de lascorrerías de su marido?

—Si lo supiera…Käfer señaló al frente.—Es allí —dijo y aparcó. Ambos se

apearon y miraron en torno.—Ni rastro de Katrin Ortrup —

añadió.—¡Mierda! —masculló Charlotte y

sacó el móvil del bolso—. Pero si le

dije que… ¿Señora Ortrup? ¿Dóndeestá, por amor de Dios? ¿Cómo dice?Apenas la oigo. ¿Dónde está? ¿Oiga?

Charlotte contempló la pantallameneando la cabeza.

—Ha susurrado no sé qué sobre Leoy ha colgado. Ni idea de dónde está —dijo—. Averigua si pueden localizar elmóvil y mientras tanto iré a hablar conel portero; a lo mejor vio algo.

Käfer asintió y Charlotte se dirigió ala portería, se identificó y preguntó:

—¿Ha visto a una mujer jovencurioseando por aquí?

El portero negó con la cabeza.—Lo siento, no puedo ayudarle. La

única joven a la que no conocía era unaempleada de la farmacia que debíaentregar el pedido de las medicinas paraKlaus Meyerhof.

Charlotte prestó toda su atención.—¿Qué aspecto tenía? ¿De estatura

media, aspecto deportivo, rubia y conuna coleta?

—Sí, de unos treinta años, calculo,quizás un poco más. Quería entregarlelos medicamentos a Klaus Meyerhof ensu casa, porque en este momento no seencuentra en el centro. Le di la direccióny se marchó en el coche —dijo,frunciendo el ceño—. ¿He hecho algomal?

—¡No, no! No se preocupe —aseguró ella, procurando sonreír—.Deme la dirección, por favor.

El portero la apuntó en un papel y selo dio.

—Tenga. ¿Puedo preguntarle porqué busca a Klaus Meyerhof? El pobremuchacho ya lo tiene bastante difícil…

—¿Qué quiere decir? —preguntóCharlotte.

El portero soltó una amargacarcajada.

—Sufre una discapacidad gravedesde que nació. Está sentado en unasilla de ruedas especial, casi no puedehablar, no puede hacer nada sin ayuda,

ni siquiera beber…—¡La tengo! —gritó Käfer desde el

aparcamiento.Charlotte dio las gracias al portero y

echó a correr hacia el coche.—Hemos localizado su móvil. Debe

de encontrarse cerca de…—De Buchenweg 12 —dijo

Charlotte y montó en el coche—.Arranca.

—Ahora mismo —dijo el comisario,tomó asiento y le tendió un papel conuna descripción apresurada del camino.

—Espero que no haga nada hastaque lleguemos —dijo Charlotte mientrasKäfer abandonaba el aparcamiento y

enfilaba la carretera.—No podrá hacer gran cosa a solas

—dijo el comisario.—Ella no, pero Tanja, sí —replicó

Charlotte—. No olvides que ya hacometido un asesinato y si se sienteacorralada…

Käfer se limitó a asentir y aceleró.

Por fin había alcanzado la meta.Katrin se encontraba ante una gran

puerta de hierro forjado. Tras la verja,un largo camino de entrada conducíahasta una casa de la cual solo sedivisaba el techo entre los árboles. ¿Qué

debía hacer? Acababa de hablar conCharlotte Schneidemann y le habíacomunicado dónde se hallaba, perodespués apagó el móvil temiendo queTanja la oyera. Confiaba en que lainspectora hubiera entendido susindicaciones.

Inspiró profundamente varias vecespara tranquilizarse; antes había tenidoque preguntar el camino en dosocasiones, y a pesar de ello estaba tanagitada que se había perdido.

La dirección figuraba en un pequeñocartel fijado a la puerta: Buchenweg 12,y por encima aparecían dos nombres:Horst y Anneliese Meyerhof.

¿Serían los padres de Tanja? En esecaso, ¿también estarían allí, tal vez paraprestar ayuda a su hija?

Solo había un modo de averiguarlo.Ni siquiera intentó abrir la puerta:

podría chirriar y revelar su presencia.Katrin dirigió la vista a derecha e

izquierda: no se veía ningún coche en lacalle. Sin pensárselo dos veces, seencaramó a la puerta de hierro. Entre lashierbas que cubrían el sendero brillabanguijarros lisos de color claro, losmismos que había visto en las imágenesdel sitio de Facebook de Tanja.

Esta vez se encontraba en el lugarcorrecto.

Con mucha precaución, Katrinrecorrió el camino de acceso y vio undestartalado cobertizo bajo el cualestaba aparcado un Polo VW de colorverde oscuro. Tanja lo había llevadovarias veces al parvulario, afirmandoque era su segundo coche que soloutilizaba cuando su marido conducía elBMW. Otra de sus innumerablesmentiras, tal como Katrin habíadescubierto.

Junto al Polo había una granfurgoneta amarilla de aspectorelativamente nuevo; en el parabrisastrasero había pegado un cartel deminusválido.

Katrin siguió adelante sin hacerruido. El camino de entrada girabaligeramente hacia la derecha y desde allíse veía la casa. Era de madera y parecíauna cabaña de guardabosques o unrefugio de cazadores.

De pronto Katrin recordó que Tanjahabía despellejado a Lizzie como unaprofesional. Si su padre era o había sidocazador, era de suponer que lo habíaaprendido de él.

Por encima de la puerta colgaba unacornamenta de ciervo a la que parecíafaltarle un trozo. A diferencia delcamino de acceso, la pequeña casaofrecía un aspecto cuidado. En las

ventanas había macetas repletas degeranios rojos iluminados por el sol.Cortinas almidonadas que bien podíanproceder de la última colección de Ikeaprotegían los cristales de las ventanas yante la puerta de entrada había unfelpudo donde ponía HOTEL MAMÁ.

Katrin se enfadó. ¿Qué se habíacreído esa? ¿Es que pretendía sergraciosa?

«Contrólate», se dijo: ahora nopodía dejarse arrastrar por la emoción,debía conservar la cabeza fría, de locontrario no lograría su propósito.

Se ocultó tras un grueso tronco yreflexionó. ¿Qué se proponía? En ese

momento fue consciente de que enrealidad no tenía un plan y que por tantosería mejor esperar a que llegara lapolicía. ¿Y si Tanja tenía un arma?Katrin no disponía de nada paradefenderse.

Atisbó desde detrás del tronco.¿Estaría abierta la puerta de entrada? Yen ese caso, ¿qué debía hacer? ¿Entrar ydecirle a Tanja: «Devuélveme a Leo»?Katrin salió de su escondite y se deslizójunto a la pared derecha de la casa. Enla parte posterior se topó con una granterraza de suelo entarimado. Una puertade madera daba a la casa, que tenía unaventana a la izquierda. En la terraza

había dos grandes tiestos de girasoles ya un lado una tumbona a rayas blancas yrojas junto a una mesita redonda. En elángulo derecho, justo en el borde, allídonde unos peldaños daban al jardín,había un gran tonel, quizá pararecolectar el agua de la lluvia. Más alláde una pequeña extensión de céspedempezaba el bosque.

Katrin se dio cuenta de que no podíahuir en esa dirección, pues se perderíacon toda seguridad. ¿Qué hacer,entonces? Lo mejor sería regresar a lacarretera y aguardar la llegada de lospolicías en vez de poner a Leo enpeligro inútilmente.

Cuando se disponía a echar a andaroyó una voz: era la de Tanja.

—Hemos de ir a la escuela demúsica. Hoy es el último día y quieroser puntual.

Katrin se asustó. ¿Y ahora, qué?Avanzó a hurtadillas junto a la paredpara poder atisbar el interior a través dela ventana y, temiendo que surespiración la delatara, contuvo elaliento.

—¿Quién quiere una taza de cacao?—oyó decir a Tanja. ¿Cómo sabía que aLeo le encantaba el cacao? Katrin sintióun gran alivio: ¡Por lo visto su hijo seencontraba bien, gracias a Dios!

Se acercó un poco más y, cuando porfin logró ver el interior de la casa elcorazón le latía con fuerza y se mordióla mano para no soltar un grito dealegría.

¡Leo! Estaba sentado a una mesa demadera en una sillita y ante él tenía unplato con tarta que él escarbaba con unpequeño tenedor. Un esparadrapo lecubría la frente; quizá se había dado ungolpe, pero por lo demás parecía estarsano.

«¡Tarta de cerezas y chocolate! —pensó Katrin—. Pero ¿a qué niño leapetece algo así?».

Durante un instante recordó la vez

que tomaron café con Tanja y que ambasse habían burlado de las madres quesiempre sabían exactamente quéalimentos podían tomar los niños ycuáles no.

Contemplar a su supuesta amiga enesas circunstancias le resultaba muyextraño. Por una parte era una imagenhogareña en una acogedora cocina…

Katrin cerró los ojos y sacudió lacabeza como si de este modo pudieradestruir esa armónica imagen. ¡Esaescena no tenía nada de hogareño ni deacogedor! ¡Lo que acababa de observarera la peor de las pesadillas!

«Esa mujer jamás fue tu amiga —

pensó—. ¡Asesinó a tu padre, secuestróa tu hijo, es tu peor enemiga!».

Frente a Leo, un muchacho de unosdiecisiete o dieciocho años estabasentado en una silla de ruedas especial.Probablemente se trataba de Klaus. Alparecer, sufría una minusvalía grave, loscalambres le agitaban el cuerpo, unasférulas le sostenían la cabeza y de suboca manaba la saliva.

Y a su lado estaba sentada Tanja.Parecía muy normal, serena y

relajada. Tal como Katrin la recordaba,ahora también su aspecto era cuidado:llevaba el pelo limpios, los llamativospendientes y se había maquillado. O

bien era una insensata o bien se sentíamuy segura.

Tanja cortó un trozo de tarta con ungran cuchillo y procuró que Klaus locomiera; al tiempo que le quitaba restosde tarta y saliva del mentón, hablaba conLeo.

—Cuando Klaus haya acabado laclase de música, podréis jugar un pocolos dos juntos. A lo mejor puedes volvera armar una de esas bonitas figuras depiedra…

—Sí —contestó el niño en voz baja.Al oír la débil voz de su hijo, Katrin

tragó saliva.—Sabes que no puedes asistir a la

clase de música, pero mientras tantopuedes escuchar un CD, ¿vale? Así eltiempo se te pasará más rápidamente.

Leo se echó a llorar.—En la habitación oscura no…—Solo será un momento, Leo.—Quiero ir con mi mamá…El pequeño lloraba cada vez más.Como si alguien hubiese pulsado un

botón, esa frase acabó con todos lospropósitos anteriores de Katrin ¡No, nopodía aguardar a que llegara la policía!¡Debía hacer algo! Lo único que queríaera estrechar a Leo entre los brazos,quería recuperar a su hijito, eso era loúnico que importaba.

—Ahora yo soy tu mamá —replicóTanja en tono severo—. Lo sabes, ¿no?

—¡Quiero ir con mi mamá!—¡Cállate de una vez, Leo! Ya

sabes lo que ocurre si no eresobediente…

—¡Pincho no, pincho no!Leo…Katrin se agachó y corrió hasta la

puerta de la terraza, se detuvo y tomóaliento. ¿Lograría abrirla? Tal vezestuviera cerrada con llave. Daba igual:debía intentarlo.

Se acercó a la hoja, bajó elpicaporte y empujó con fuerza. La puertase abrió y Katrin entró en la cocina

trastabillando.—¡Mamá! —gritó Leo tironeando de

la correa que lo sujetaba a la sillita.Tanja se levantó y la miró fijamente

mientras agarraba el gran cuchillo decocina que estaba encima de la mesa.

—¡Quédate sentado, Leo! —ordenósin perder de vista a Katrin—. Así quenos has encontrado, quién lo hubierapensado…

Katrin no le hizo caso. Contempló aLeo y sonrió.

—Todo irá bien, cielo. Mamá estáaquí, todo saldrá bien —dijo, tratandode decidir qué hacer. Luego, procurandohablar con mucha tranquilidad, añadió

—: Suelta a mi hijo.La expresión compasiva de Tanja

casi parecía auténtica.—Querida Katrin: tienes que

comprender que nunca lo haré. AhoraLeo me pertenece, ¿entiendes? A mí. Túeres un obstáculo para nuestro futuro.Habría sido mejor que no nos hubierasencontrado, la verdad —dijo lentamente.

Leo no dejaba de tironear de lacorrea. Klaus también estaba inquieto yagitaba los brazos y las piernas conviolencia cada vez mayor.

—Tranquilo, Klausi, no pasa nada—dijo Tanja y le acarició la cabeza—.No te excites, que esta señora se

marchará ahora mismo. Para siempre.Katrin debía ganar tiempo;

sospechaba que esa era su únicaoportunidad. Tenía que conseguir queTanja siguiera hablando, con laesperanza de que entretanto llegara lapolicía.

—Creí que eras mi amiga —dijo.—Pues te equivocaste.—Pero ¿a qué se debe todo esto?

¿Por qué asesinaste a mi padre? —preguntó Katrin con voz trémula.

Tanja le lanzó una mirada deperplejidad.

—Ah, ¿ya lo sabes? —dijo y soltóuna carcajada—. Se lo merecía, créeme.

Si alguien se lo merecía era él.—¿Era el padre de él? —preguntó

Katrin, dirigiendo la mirada haciaKlaus.

Tanja resopló.—¿Estás de broma? ¿Crees que me

acostaría con un viejo? ¡No, por amorde Dios!

—Él… ¿te violó?—¡No!—¡Entonces explícame por qué!

¡Explícame de una vez por qué hashecho todo esto! ¡Tengo derecho asaberlo! ¡Dime por qué! —gritó Katrin ylas lágrimas se deslizaron por su rostro.

—¡Mamá, mamá! —gritaba Leo

entre sollozos. Katrin sintió que se lerompía el corazón porque todavía nopodía abrazarlo.

—¡Deja de llorar! —chilló Tanja yluego contempló a Katrin con expresiónsosegada—. No tienes ningún derecho,tu familia ha perdido todo derecho.

—Quiero comprender. Explícamelo,te lo ruego.

Tanja dirigió la mirada a Klaus. Depronto pareció entristecerse, peroenseguida tomó aire.

—En esa época la consulta de tupadre era el único lugar al que podíanacudir las chicas con problemas.

—¿Qué quieres decir? —preguntó

Katrin con expresión irritada—. Sé queen el pasado ayudaba a las mujeres de lacalle sin cobrar, pero eso fue hacemucho tiempo. ¿Qué relación guarda contodo esto?

—¡Dios mío, pero qué ingenua eres!—dijo Tanja, riendo con ironía—. Sincobrar… Eso suena muy altruista. Sí, alprincipio solo acababa con losembarazos no deseados de las putas,pero después se dio cuenta de que losabortos ilegales suponían un magníficonegocio, en la época en la que aúnestaba vigente el artículo 218. En aquelentonces, una situación como esa era unenorme problema…, y un gran negocio,

sobre todo para tu padre. Entonces esode atender a las putas llegó a su fin ycualquiera que dispusiera de lasuficiente cantidad de dinero en efectivopodía pasar por su consulta después delhorario de visita.

Era como si el suelo temblara bajosus pies: así que de ahí provenía todo eldinero que entraba en su casa. Y por esosu padre acudía tan a menudo a laconsulta por las noches: para realizarabortos ilegales.

—Con ello quizás ayudó ainnumerables mujeres que seencontraban en un apuro —musitó Katriny recordó los cuidados que su padre le

prodigó cuando estaba embarazada, lomucho que se ocupó de ella.

—Es posible —admitió Tanja entono amargo—. Pero a mí me destruyó lavida. Yo solo tenía dieciséis años y nosabía qué me estaba ocurriendo. Acudí asu consulta para una revisión rutinaria yde pronto él me soltó que estaba deveinticuatro semanas, así, sin más.

—En ese caso, ya era demasiadotarde para practicarte un aborto.

—No si eres el doctor FranzWiesner —replicó Tanja—. Dijo que mihijo sería un discapacitado grave, aduras penas capaz de vivir. Que me loquitaría, dijo, que solo había de darle

cinco mil marcos y que entonces todasmis preocupaciones desaparecerían.Que nadie se enteraría… —añadió conlos ojos llenos de lágrimas—. Así queuna noche de mayo fui a su consulta. Apesar de la época hacía un frío quepelaba y él ni siquiera considerónecesario encender la calefacción. Creíque me lo quitaría… ¡y un cuerno! Loque hizo fue recetarme un medicamentoy a los pocos días sufrí unascontracciones muy dolorosas. No teníani idea de lo que me esperaba, jamásolvidaré esos dolores. Tu padre dijo queeso era normal, que el feto no losoportaría, que saldría muerto y que

entonces todo habría pasado…Tanja se secó las lágrimas con

además furibundo.—Pero no fue así. Mi Klaus quería

vivir, no quería morir, respiraba,incluso gritaba con voz débil. Así que tupadre lo dejó encima de la mesa. Moriráenseguida, dijo. Y allí se quedó durantehoras, en esa habitación helada. Pero nomurió, ¡sencillamente no murió! Nodespegué la vista de mi hijo, mi hijo alque yo quería matar pero que queríavivir a toda costa. Ya era mucho más demedianoche cuando por fin me llevó auna clínica con el niño. Se limitó adejarme en la entrada y me advirtió que

dijera que había sufrido un partoprematuro, así los de la clínica meayudarían. Klaus permaneció en launidad de cuidados intensivos durantesemanas, pero lo logró. Sobrevivió alaborto.

Tanja, con el maquillaje corrido,volvió a acariciar la cabeza de su hijo.

—Graves daños posnatales, medijeron en la clínica. Si tras el parto lohubieran introducido en una incubadorade inmediato, no habría sufrido unaminusvalía tan severa. Nunca. Y si nohubiese interrumpido el embarazo… —dijo Tanja, tragando saliva—. Esa es laobra de tu padre. ¡Míralo bien, para que

jamás olvides la clase de demonio queera ese hombre! —dijo y depositó unbeso en la frente de Klaus—. Lo sientomucho, cariño, muchísimo…

Katrin estaba como paralizada.—¡Dios mío! —fue lo único que

atinó a decir.—No, esa noche Dios no estaba

presente —replicó Tanja en tono amargo—. Quedé estéril debido al aborto; misueño de formar mi propia familia sehabía ido al garete y solo teníadiecisiete años.

—Pero él te prestó ayudaeconómica… —adujo Katrin con vozapagada.

—Estupendo, ¿verdad? Después deamenazarlo con denunciarlo por finaccedió a ayudarnos. Pero mil eurosmensuales más la insignificante sumapara los cuidados especiales… ¿hastadónde crees que podía llegar con ello?¿De verdad crees que podría haberpagado el cuidado de Klaus en unainstitución como esa? No. Las deudas seacumulaban, mi herencia, la casa de mispadres, incluso esta vieja cabaña decazadores… Todo pertenece al banco. Yentonces tu padre cerró la consulta y contoda seriedad me dijo que en el futuro nopodría seguir pagando. Que su pensiónno era tan abundante y que Klaus ya era

mayor. ¿Qué se había creído? ¡Ahora escuando empiezan los auténticosproblemas! ¿Cuánto crees que cuesta unasilla de ruedas especial como esa? ¡Hede negociar por cada artículosuplementario! Y la mayoría tampocoresultan aprobados…

—Tú lo asesinaste…—¡Era el castigo que se merecía!—¿Quién eres tú para juzgarlo? ¿Por

qué no lo denunciaste? Habría sidosometido a un juicio y habría recibidoun castigo justo.

Tanja rio.—Una bonita fantasía. ¿Quién me

habría creído, después de tantos años?

Katrin no contestó.—Además, un juicio jamás habría

proporcionado justicia a Annabell —añadió Tanja en voz baja.

—¿Annabell…?—Era mi mejor amiga… ¿Y sabes

dónde nos conocimos? ¡Precisamente enla sala de espera de tu padre…! —dijoTanja soltando una carcajada irónica—.El cabrón de tu marido le había pasadoel dato…, de lo contrario se hubieseahorrado todo aquello…

Con el cuchillo en la mano, Tanja sedirigió a la estantería y cogió una caja.

—Tu padre le quitó el bebé. Estabade cinco meses, y era una niña

completamente sana. La pequeña nosobrevivió al aborto. Annabell se lallevó de la consulta; tu padre se alegróde no tener que encargarse dedeshacerse del bebé muerto…

Las lágrimas volvieron a bañarle lasmejillas, pero esta vez no las secó.

—Enterró a su hijita en el bosque yunos días después se ahorcó en el mismolugar.

—¡Qué horror…! —murmuróKatrin, tragando saliva—. Ahoracomprendo por qué odiabas a mi padre.Pero ¿por qué secuestraste a Leo? —añadió dirigiendo la mirada a su hijo,que había dejado de llorar y parecía

escuchar con mucha atención.Tanja se encogió de hombros.—Eso forma parte del castigo.—¿Qué quieres decir?—Poco antes de caer en coma, él

creyó que yo sería incapaz de apagar suvida, que seguiría viviendo a través desus hijos, de ti, de Leo. Entonces soltéuna carcajada y le dije que eso nuncasucedería. Que me encargaría de que sunieto lo olvidara con rapidez y que suhija nunca más sentiría alegría.¡Tendrías que haber visto su cara deespanto! —exclamó Tanja, riendo.

Un escalofrío le recorrió la espalda.Esas fueron las últimas palabras que

había oído su padre antes de perder elconocimiento. Murió sabiendo que habíaarrastrado a su familia al abismo.

—Querías destruir a mi familia… —dijo Katrin en tono apagado.

Tanja jugueteó con el cuchillo.—Tu padre me lo arrebató todo… ¿y

sabes qué me dio a cambio? ¡Tu ropavieja! No, me negaba a que vosotrossiguierais viviendo como si tal cosa.Como una familia feliz.

—¿Y ahora qué piensas hacer? —preguntó Katrin—. Porque supongo queno pasarás el resto de tu vida escondidaen esta cabaña de cazadores, ¿verdad?

—¡Claro que no! —contestó Tanja

riendo burlonamente—. Mañana por lamañana nos iremos y nadie podráimpedirlo. Ni siquiera tú.

Entonces su risa se apagó.Katrin comprendió que el momento

de las palabras había pasado.—Bien. Ahora comprendo por qué

lo has hecho —dijo, obligándose ahablar en tono sosegado—. Y sientomucho todo el sufrimiento que tuvisteque soportar, de verdad. Pero ahoracogeré a Leo y me marcharé, y tú no loimpedirás.

Katrin dio un paso hacia Leo y esteempezó a tironear de la correa en elacto.

Tanja alzó el cuchillo y negó con lacabeza.

—Nadie irá a ninguna parte —declaró fríamente.

En ese preciso instante, Leo logrósoltarse.

—¡Mamá, mamá! —chilló,agitándose de un lado a otro en la sillita.Katrin quiso correr hacia él, pero Tanjase interpuso.

—¡Ni lo intentes! —aulló.La sillita se agitaba cada vez más y

por fin cayó al suelo. Leo se golpeó lacabeza, pero al parecer no se hizo daño,porque se puso de pie de inmediato,echó a correr, pasó junto a Tanja y

alcanzó a su madre.—¡Mamá, mamá!—¡Leo!Katrin lo alzó en brazos y lo

estrechó contra su pecho.—¡Ahora todo saldrá bien, cielo! —

dijo, sollozando.Entonces vio que Tanja se ponía en

movimiento, alzaba el cuchillo y seacercaba lentamente.

Katrin se volvió con la rapidez de unrayo, echó a correr hacia la terraza yluego siguió en dirección al camino deentrada. Allí depositó a Leo en el sueloy lo cogió de la mano.

—¡Corre lo más rápido que puedas!

—gritó.Echó a correr a lo largo del sendero

arrastrando a su hijo. ¡Nunca másvolvería a separarse de él, nunca más!Llegarían al final del camino y seocultarían en el bosque… ¿Y después?Quería pensar, pero un zumbido ocupabasu cabeza.

—¡No iréis a ninguna parte! —rugióTanja.

Katrin echó un vistazo por encimadel hombro: Tanja ganaba terreno. En sumano brillaba el cuchillo. Tenía quealcanzar el camino, de lo contrarioestaban perdidos.

—¡Deteneos! ¡No lo lograréis!

La gran puerta de hierro forjadoestaba cada vez más cerca. Por fin laalcanzó y agarró el picaporte… ¡Pero lapuerta estaba cerrada con llave!

—¡Date prisa, te ayudaré aencaramarte! —dijo y alzó a Leo.

—¡Mamá, mamá!Ella lo sostuvo al otro lado y

después lo soltó.—¡Corre, Leo! Te seguiré.—¡Mamá! —la llamó Leo, quien se

puso de pie y le lanzó una miradaasustada.

Katrin se encaramó a la puerta y alzóuna pierna por encima del travesaño.

—¡Corre, cariño! —jadeó—.

Haremos una carrera, ¿vale? ¡Allí,detrás de los árboles está el vendedorde helados! ¡Corre! El primero quellegue…

Con mirada brillante, Leo echó acorrer.

De pronto la asaltó una idea: ¿y sipasaba un coche…? Contuvo el aliento.Leo… gracias a Dios: había alcanzadoel otro lado del camino. Ella intentópasar la otra pierna por encima de lapuerta… pero no pudo: se le habíaenganchado la pernera.

—Mierda… —exclamó y miró haciaatrás. Tanja estaba a escasos metros y surostro se había convertido en una

máscara diabólica.Katrin tironeó del pantalón pero no

logró soltarse. Volvió a dirigir lamirada hacia su hijo y una cálidasensación de alivio y agradecimiento lainvadió al ver que sus cabellos rubiosdesaparecían detrás de los arbustos.

De pronto se sintió completamentetranquila. Se había acabado. Leo estabaa salvo…

El dolor en la espalda era ardiente ypunzante; después perdió elconocimiento.

—¿No acabamos de pasar por aquí?

—preguntó Charlotte y señaló una casasituada a la izquierda del camino—.Creo que ya la he visto.

—Pues yo no —contestó Peter, queconducía a toda velocidad.

—¡Estamos tardando demasiado,maldita sea! Espero que no lleguemosdemasiado tarde. Tengo un malpresentimiento.

—Lo principal es que no haga nadaella sola —dijo Käfer, pero no parecíamuy convencido.

—Esperemos que no…En ese instante Peter pisó el freno

con violencia y el cinturón de seguridadse clavó en el vientre de Charlotte. El

coche patinó, acabó atravesado en lacarretera y se detuvo a pocoscentímetros de un árbol.

—¿Qué pasa? —preguntó Charlotte,que se había puesto muy pálida.

—¡Allí delante! —gritó Käfer entono agitado, indicando la carretera—.Allí hay algo. Un niño ha cruzado lacarretera. ¡Podría ser Leo! ¡Se ha metidoen el bosque allí, a la izquierda!

El comisario se apeó del coche,seguido de Charlotte.

—¿Estás seguro? A lo mejor era uncervatillo…

—¡No, no, era un niño! ¡Venga,vamos!

—¿Leo? ¡Leo! —gritó Charlotte—.Hemos venido a ayudarte, queremosllevarte a casa, no tengas miedo. ¿Dóndeestás, Leo?

Charlotte se abrió paso entre losmatorrales, sin reparar en las espinasque le arañaban los brazos.

«¿Dónde se habrá metido? —pensó—. ¿Habrá seguido corriendo o se habráocultado en alguna parte?».

—¡Sal, Leo! ¡Somos la policía, yano has de esconderte! —gritó Käfer.

Pero el niño no dio señales de vida.Por lo visto estaba tan asustado que nose atrevía a salir. Pero lo másimportante era que estaba en libertad,

así que Katrin Ortrup había encontrado aTanja y liberado a su hijo. Pero si elniño vagaba por el bosque, ¿dóndeestaba la madre? Charlotte se temió lopeor.

—Pide refuerzos —le dijo a Käfermientras seguía abriéndose paso a travésdel sotobosque—. Si realmente es Leo,entonces Katrin Ortrup se encuentra enun grave peligro.

Mientras Käfer llamaba a loscolegas, Charlotte se preguntó qué podíahacer para que Leo saliera de suescondrijo.

—Siempre llevas algún dulcecontigo, ¿verdad? —preguntó.

Käfer metió la mano en el bolsillodel pantalón y extrajo un paquete decaramelos masticables.

—Toma. Son los últimos.Charlotte cogió el paquete y avanzó

unos pasos.—Soy Charlotte, Leo. Tu mamá me

enseñó tu osito de peluche, ese que llevauna corbata. Y el osito me dio unoscaramelos para ti. Dijo que eran los quemás te gustaban. ¿Es verdad?

Charlotte se llevó el índice a loslabios para indicar a Käfer que sequedara quieto. Prestó atención yprocuró vislumbrar algo entre la espesavegetación. Al cabo de un rato oyó un

rumor de ramas rotas.—¿Mi osito? —preguntó de pronto

la angustiada voz de un niño.Leo debía de estar muy cerca, pero

no lograba verlo.—¿Qué pasa? ¿Quieres el caramelo

ahora mismo, o un poco más tarde?Durante un momento reinó el

silencio en el bosque; solo se oía elgorjeo de las aves.

—Ahora —dijo la voz infantil.Entonces un niño pequeño de

cabellos rubios apareció desde detrásde un arbusto.

Leo.—Verdes…, quiedo los vedes.

—A mí también me gustan losverdes —dijo Charlotte y se sentó en elsuelo. Käfer permaneció de pie detrásde ella—. Espera, que busco uno.

Abrió el paquete, extrajo uncaramelo verde y se lo tendió a Leo, quelo cogió y se lo metió en la boca.

—¿Te habías escondido? —preguntóella.

Leo asintió.—¿Dónde está tu mamá?—Con Tanja —respondió Leo—.

Mamá vendrá seguida. Quedemos id convendedor de helados; mamá dijo queetaba aquí, en bosque.

—Con el vendedor de helados, muy

bien —dijo Charlotte, sonriendo—. ¿Ydónde está Tanja?

—Allí delante —dijo Leo y señalóla carretera.

Charlotte le dio otro caramelo; luegose puso de pie, cogió al niño de la manoy ambos se dirigieron al coche.

—¡Mamá… allí! —dijo Leo,alzando el brazo e indicando el otrolado de la carretera.

—¿Te refieres a esa gran puerta? —preguntó Charlotte.

Leo asintió.—¡Lo has recordado muy bien!

¡Como un auténtico policía! —dijoCharlotte y le acarició la cabeza.

Leo adoptó una expresión orgullosa.—Ahora iremos a casa en el coche

—dijo ella—. ¿Qué te parece?—¿Y mamá…? —preguntó Leo.—Vendrá con nosotros, ¿vale?Leo sonrió de oreja a oreja.—¿Dónde están los refuerzos? —

murmuró la inspectora, dirigiéndose aKäfer.

—Vienen de camino.—¿Por qué tardan tanto? —masculló

y marcó el número de Thomas Ortrup;este contestó tras el primer timbrazo.

—¿Señor Ortrup? Vamos a buscar asu mujer. Todo está bien. Aquí hayalguien que quiere hablar con usted…

—dijo y le pasó el móvil al niño.—Papá…

—Ahora has de escucharme muybien, Leo, ¿de acuerdo?

Charlotte se agachó y lo contemplócon expresión seria. Esos ojos azules yresplandecientes… le recordaban aStefan, su hermanito menor. Él tambiénla había contemplado así, atento ycurioso con sus grandes ojos redondos.

Estaban a unos cincuenta metros dedistancia del camino de acceso, ocultostras unos grandes arbustos. Entretanto,Käfer había dejado el coche en un

sendero del bosque para que no se vieradesde la carretera.

Los refuerzos aún no habían llegado,pero no podían seguir esperando: teníanque entrar en la casa y rescatar a KatrinOrtrup. Pero ¿qué harían con Leomientras tanto?

—Escúchame bien, Leo. Mamátodavía está con Tanja. El señor alto yyo entraremos en la casa y buscaremos amamá, porque ambos queréis ir a casajuntos, ¿no?

Leo asintió.—¿Y Klausi? —preguntó.—También nos lo llevaremos —

dijo, y volvió a acariciarle la cabeza—.

¿Puedes describir a Klausi?—Él no puede caminad. Siempre se

mueve.—¿Está en una silla de ruedas? —

preguntó Charlotte.—Sí.—Vale. Ahora te daré el paquete de

caramelos y puedes comértelos todos…,pero no de golpe, ¿vale? Iremos abuscar a mamá y mientras tanto túesperarás en el coche.

—¿Mamá…? —dijo Leo, a punto deecharse a llorar.

—No tengas miedo, Leo, notardaremos mucho. Seguro que cuandovolvamos todavía no te habrás comido

todos los caramelos. Vendremos con tumamá. ¿De acuerdo?

Leo volvió a mirarla con sus grandesojos.

Charlotte se esforzó en pensar algo yde repente se le ocurrió una idea.

—Ven, te enseñaré una cosa. —Locogió de la mano y echó a andar.

Käfer salió a su encuentro.—¡Date prisa! Estamos perdiendo

demasiado tiempo.Ella asintió y regresó al coche. De

pronto Leo se detuvo.—No quiero entrar ahí…Charlotte señaló la luz azul del techo

del coche.

—¿Vigilarás la sirena mientrasnosotros no estamos aquí?

Leo asintió. Charlotte abrió la puertadel acompañante, el niño montó en elcoche y ella le tendió la sirena azul.

—Pero no te escapes, ¿me oyes?Has de prometérmelo —insistió ella.

Leo no reaccionó, solo clavó lamirada en la luz.

—¿No sería mejor que loencerráramos? —susurró Käfer.

Charlotte reflexionó, pero luegonegó con la cabeza.

—No. No quiero presionarlo más,ya ha sufrido demasiado.

—Los colegas están al tanto; se

encargarán de él en cuanto lleguen —dijo Käfer.

—¿Y eso cuándo será?Käfer se encogió de hombros, luego

se volvió y se abrió paso entre losmatorrales. Charlotte lo siguió y amboscruzaron la carretera agazapados y sedetuvieron junto al muro al lado de lapuerta. Käfer se asomó y trató deabrirla: estaba cerrada con llave. Ellaasintió y ambos se encaramaron a laverja.

Charlotte se detuvo al ver losguijarros. Metió la mano en el bolsillodel pantalón, sacó la piedra que habíaencontrado en la guardería y se la

mostró al comisario.—La encontré en la taquilla de Leo

—susurró.—Son iguales, así que Tanja debió

de traerlos de aquí —dijo Käfer.—No podría haber encontrado un

regalo más anodino para granjearse suconfianza. A los niños de la edad de Leoles encantan las piedras, las coleccionany las cuidan como si fueran un tesoro.

—Tanja no dejó nada al azar.Mientras avanzaban a lo largo del

camino de entrada al amparo de losárboles ambos desenfundaron las armas.

De pronto Käfer la cogió del brazo yseñaló el suelo. Un líquido rojo y

espeso formaba un pequeño charco, erasangre.

Käfer aguzó la mirada: más alláhabía sangre en una piedra. La huellaascendía a lo largo del camino.

Entonces descubrieron rastros en latierra. Al parecer, habían arrastrado aalguien y los talones habían dejado esahuella.

Charlotte se temió lo peor. ¿Habíanllegado demasiado tarde? Unos metrosmás allá el rastro desaparecía.

—A partir de este punto cargaroncon la víctima —dijo en voz baja.

Käfer asintió.Se acercaron a la casa sin hacer

ruido. A la izquierda, bajo un cobertizo,había dos vehículos aparcados: unpequeño Polo verde y una furgonetaamarilla con un cartel de minusválidopegado en el parabrisas posterior.Charlotte se preguntó si Tanja actuabaen solitario. ¿Y si tenía un cómplice?Daba igual, ya era demasiado tarde paraaguardar la llegada de los refuerzos.

Käfer le hizo una señal y ambos sesepararon: Charlotte se colocó a laizquierda de la puerta de entrada, Käfera la derecha.

Todo estaba en silencio.Antes de que pudieran pensar qué

hacer, la puerta se abrió y una mujer

salió.Charlotte sostuvo el aliento. ¡Tanja!

¡Tenía que ser ella! Los pendientes…El primero en reaccionar fue el

comisario, quien dio un paso adelante yalzó la pistola.

—¡Alto, Brigada de InvestigaciónCriminal de Münster! ¡Queda usteddetenida!

La mujer dio un respingo, luego sevolvió apresuradamente y volvió aentrar, pero antes de que pudiera cerrarla puerta Käfer lo impidió con el pie.

—¡Se ha acabado!La mujer intentaba cerrar la puerta

desde dentro, pero el comisario logró

abrirla. Entonces ella dejó de empujar yla puerta golpeó contra la pared congran estrépito. Tanja huyó por pasillohasta una habitación, seguida de cercapor Käfer y Charlotte.

—¡Alto!La mujer se detuvo y se volvió

lentamente.—¡Las manos en la nuca y póngase

de rodillas!La mujer jadeaba, pero no se movió.

Por fin esbozó una sonrisa torcida.—¿Es usted Tanja Meyerhof? —

preguntó Charlotte.—¿Por qué quiere saberlo?—¡Responda!

—¿Y qué si lo fuera?—¿Dónde está Katrin Ortrup? —

preguntó Käfer.—¿Cómo quiere que lo sepa? —

contestó Tanja—. Hace tiempo que no laveo.

—No me diga. ¿Y qué hay deAlecto? ¿De la poesía? ¿Del SMS?

Tanja se mordió el labio inferior.—No tengo ni idea de qué me habla.—Por favor —dijo el comisario—,

deje de hacerse la inocente. Sabemosque usted asesinó a Franz Wiesner y quesecuestró a Leo Ortrup. —Hizo unapausa—. Por cierto: el niño está a salvo.¿Es que se le escapó? ¿Quería ir a

buscarlo?Tanja apretó los labios.—¡Hable de una vez! ¡Solo está

empeorando su situación! —exclamóCharlotte en tono enérgico.

En ese instante oyeron unos sonidosconfusos e ininteligibles que parecíansurgir de la habitación de al lado. ¿Quéeran? ¿Se trataba de Katrin Ortrup?¿Estaría maniatada y amordazada y poreso no podía hablar con claridad?Charlotte notó que Tanja se poníanerviosa y que dirigía la mirada a unapuerta situada a la derecha.

—¿Quién está ahí dentro? —preguntó Käfer.

Tanja tragó saliva.—Mi hijo —respondió por fin—.

Debo ocuparme de él inmediatamente.Quiso dirigirse a la puerta, pero

Charlotte le cerró el paso y la apuntócon la pistola.

—Usted no irá a ninguna parte antesde decirnos dónde se encuentra KatrinOrtrup —dijo en tono sereno.

Los sonidos apagados que surgían dela habitación contigua eran cada vez másperentorios.

—¡Mi hijo está enfermo! Sufre unataque, por favor, déjeme ir con él.

Charlotte y Käfer intercambiaron unamirada. ¿Y si todo fuera un truco? ¿Y si

tenía un arma oculta en la otrahabitación?

—Ma-ma-ma…Por fin Charlotte dio un paso a un

lado, Tanja abrió la puerta y se dirigió ala otra habitación seguida de Charlotte yKäfer.

Una silla de ruedas especialocupaba el centro del cuarto y unmuchacho de unos dieciséis o diecisieteaños estaba tendido en ella. Su cuerpose agitaba, las lágrimas manaban de susojos, la saliva goteaba de su boca y nodejaba de balbucear:

—Ma… ma… ma…Tanja se inclinó sobre él, le apartó

los cabellos empapados de sudor de lafrente y procuró tranquilizarlo.

—Todo está bien, cariño. No teexcites, todo vuelve a estar bien.

—Díganos dónde está Katrin Ortrupy entonces un médico podrá ocuparse desu hijo —dijo Charlotte.

Tanja se volvió y soltó unacarcajada.

—¿Y qué podría hacer ese médico?Ningún médico del mundo puede ayudara mi hijo.

Charlotte empezó a perder lapaciencia.

—¡Díganos de una vez dónde estáKatrin Ortrup! De lo contrario nos

veremos obligados a…—¿Qué hará si empujo la silla de mi

hijo fuera, lo meto en el coche y melargo? ¿Acaso me disparará?

Charlotte dio un paso adelante.—Usted no se llevará a su hijo a

ninguna parte, señora Meyerhof. Lodejaremos al cuidado de la Agencia deProtección de Menores y después loingresarán en una residencia, aunque metemo que no será una tan bonita como laque ocupó hasta ahora.

—¡No puede hacer eso! —chillóTanja.

—A veces las residencia públicasno están en buen estado… —siguió

Charlotte, suspirando—. Escasez depersonal, en fin, ya sabe… Por eso devez en cuando han de sujetar yadministrar tranquilizantes a losenfermos, aunque eso no resultaagradable, desde luego…

La agitación de Klaus iba enaumento. Sus espasmos eran tan intensosque la silla de ruedas empezó a temblary él dirigió una mirada asustada a sumadre.

«Muy bien», pensó Charlotte, puestoque eso era exactamente lo que se habíapropuesto: ninguna madre podíasoportar la mirada aterrada de un niñoindefenso.

Tanja se puso muy pálida.—Le haré una proposición —dijo

Charlotte—. Usted nos dice dónde estáKatrin Ortrup y yo me encargaré de queKlaus pueda permanecer en su entornohabitual, donde conoce a los cuidadoresy se siente a gusto.

—¡Klaus se quedará conmigo! —espetó Tanja—. Nadie podrásepararnos, ¿comprende? ¡Nadie!

Charlotte negó con la cabeza.—Por última vez: si nos dice dónde

está Katrin Ortrup, su hijo podráregresar a su residencia habitual. De locontrario, lo ingresarán en una estatal.¿Es eso lo que usted quiere? ¿Quiere

despedirse de él? No es necesario quele diga que nunca volverá a ver a suhijo… Usted decide…

A Charlotte le disgustaba recurrir almuchacho enfermo para presionar a lamadre, pero no le quedaba alternativa.Era posible que Katrin Ortrup estuvieragravemente herida y luchando por suvida. No había tiempo que perder.

—¿Es que no ve lo que le estáhaciendo al muchacho? —gritó Tanja—.¡Lo está asustando! ¡Déjelo en paz,maldita sea!

—Lo haré, en cuanto me diga dóndeestá Katrin Ortrup.

—Ma… ma… ma…

—¡Nadie nos separará! —repitióTanja con los ojos llenos de lágrimas,que se secó con gesto enérgico—.¡Nadie! —chilló. Se abalanzó sobreCharlotte y trató de arrebatarle el arma.

Charlotte trastabilló hacia atrás,tropezó con una silla y perdió elequilibrio. Procuró apoyarse en lapared, pero el arma cayó de su mano.

Tanja la cogió y apuntó a lainspectora.

De pronto sonó un disparo.Durante una fracción de segundo el

tiempo pareció detenerse; el silencio eraabsoluto.

Entonces Tanja se desplomó.

Charlotte dirigió una miradaaterrorizada a Käfer, que en esemomento bajaba la pistola lentamente.Un segundo después la inspectora seabalanzó sobre Tanja, que yacía en elsuelo.

—¡No! ¡Mierda, no! ¡No se muera!¡Usted no puede morir!

Tanja tenía los ojos abiertos. Lasangre manaba de su boca y surespiración se convirtió en un jadeo.

—¿Dónde está Katrin Ortrup?¡Dígamelo! —gritó Charlotte.

Pero Tanja ya no reaccionaba, elestertor de la agonía se apoderó de ellay su cabeza cayó a un lado.

Tanja había muerto y se habíallevado el secreto del paradero deKatrin a la tumba.

Lo primero que notó fue el sabor atierra, fresco y mohoso. Tenía la piernatensa, la recorría un picor y era como siestuviera cubierta de lodo.

Intentó abrir los ojos… ¿o quizá yaestaban abiertos? La oscuridad era tanabsoluta que no lograba ver nada.¿Dónde estaba?

Respirar suponía un esfuerzo, comosi le faltara el oxígeno. «Me asfixiaré»,pensó de pronto. Quiso gritar, pero no

pudo.Cualquier movimiento le producía

un dolor insoportable en la espalda,como los pinchazos de miles dediminutas agujas; le dolían los pulmonescomo si inspirara fuego.

«No pierdas la calma, has dequedarte tranquila —se dijo—.Concéntrate».

¿Dónde estaba? Tanteó el suelo conlos dedos: estaba tendida en unasestrechas tablas de madera; junto a sucuerpo estaban húmedas, pero más alláse volvían secas. Húmedas. Ademáspercibía un olor metálico… y se asustó:solo podía ser la sangre que se

derramaba de su cuerpo.Siguió tanteando las tablas con

mucho cuidado: entre una y otra palpótierra y pequeños guijarros, y un pocomás allá sus manos encontraron unaresistencia: paredes de tierra apisonadaque se elevaban verticalmente,atravesadas por maderas en posiciónvertical. Pese al tremendo dolor,procuró alzar la cabeza. Nada.Jadeando, volvió a bajarla y tanteóhacia arriba. De repente, a unos treintacentímetros por encima de su cabeza,sus manos chocaron contra algo duro:más tablas de madera, pero entre estasno había huecos como debajo de ella y a

los costados… Por eso todo estaba tanoscuro… ¿Dónde estaba? ¿Encerrada enuna caja de madera y enterrada? ¿Yahora, qué?

Casi no pudo respirar al comprenderdónde estaba.

Estaba tendida en un ataúd,enterrada viva.

Los ojos se le llenaron de lágrimas.No, no podía ser, ahora no podía morir.Leo… ¡Leo la necesitaba! Se rozó elvientre con las manos. ¡Y su bebé! Teníaque vivir…

Katrin trató de reflexionar. Tanjasolo le había causado una herida en laespalda, el cuchillo no le afectó el

vientre, pero ¿durante cuánto tiemporesistiría el embrión la pérdida desangre? ¿Y cuánto tiempo resistiría ella?

Si lloraba consumiría aún másoxígeno, así que procuró respirar lenta yregularmente. Pero solo lo logró duranteunos segundos; luego se sintió invadidapor el pánico y empezó a temblar.

—¡Auxilio! —gritó con todas susfuerzas—. ¡Auxilio!

Pero su voz ya era demasiado débil.Aporreó las maderas con los puños,arañó las tablas con desesperación hastaromperse las uñas, pero sabía que elsonido era demasiado débil. Ya no lequedaban fuerzas. Nadie la oiría.

Se asfixiaría lentamente… ¿Estaríaconsciente? ¿Se daría cuenta de que seestaba muriendo? Quizás antes moriríadesangrada. En cierta ocasión habíaleído que cuando una persona sedesangraba sentía un cansancio cada vezmayor hasta que por fin se quedabadormida.

Una profunda pena se apoderó deella. Moriría, su hijo aún no nacidomoriría. ¿Y Leo? Se obligó a albergar laesperanza de que había logrado escapar.

Lo vio correr a través del bosque,rápido como una gacela… Sí, él era así,era capaz de correr tan rápido que amenudo le costaba darle alcance. ¡Y

cuánto le gustaba esconderse! Leo…¡Era tan valiente! ¡No era un miedica,como había dicho Thomas! Thomas… Aél tampoco volvería verlo… ¿Qué seríade su marido sin ella…?

Volvió a acariciarse el vientre porúltima vez y después sus manos sedeslizaron a un lado. Entonces notó lapresencia de algo duro en el bolsillo delpantalón. Tardó un rato en comprenderqué era, pero de pronto su corazón dioun brinco: aún tenía el móvil.

Lo sacó del bolsillo y lo abrió.Funcionaba, no se había quedado sinbatería, pero al contemplar la pantallasu última esperanza se derrumbó: no

había cobertura. Ni siquiera el relojseguía funcionando.

01.01.01, 00:00 horas. Era lo únicoque aparecía en pantalla.

Katrin reflexionó apresuradamente yde repente tuvo una idea. A lo mejor aúnno había acabado todo, quizá le quedabauna última oportunidad y, presa de laexcitación presionó las teclas.

Configuración… Tono teclado…Melodías… No, melodías no. Volumen:eso era lo que necesitaba.

Aumentó el volumen al máximo.¡Te lo suplico, Señor, haz que el

volumen sea lo bastante alto! ¡Haz quealguien lo oiga!

Después marcó Aceptar.

Charlotte salió a la terraza y miróalrededor. A la izquierda de la puerta dela terraza había una mesita y unatumbona; más atrás, a la derecha, allídonde se bajaba al jardín, había un tonelcon agua de lluvia. A través de laventana abierta de la habitación pequeñasurgía una melodía. Había puesto un CDen el reproductor, confiando en que lamúsica tranquilizaría a Klaus; al parecertuvo éxito, puesto que sus gritosahogados se volvieron menos sonoros.

¿Habría tenido tiempo Tanja de

cavar una tumba? Difícilmente. Entre laúltima llamada de Katrin Ortrup y elencuentro con Leo no podían habertranscurrido más de cuarenta y cincominutos.

Charlotte caminó de un lado a otrocon pasos inquietos que resonaban en elsuelo de madera. ¿Y si Katrin estabatendida en alguna parte del bosque queempezaba justo detrás del terreno? Losárboles crecían tan juntos que parecíanformar una pared impenetrable. Encuanto llegaran los refuerzos tendríanque iniciar la búsqueda: ella sola no lolograría.

Cuando se disponía a abandonar la

terraza se detuvo con expresión irritada.Algo había cambiado. Se volvió,regresó y luego volvió a acercarse alborde de la terraza: de pronto el sonidode sus pasos dejó de ser apagado…

—¡Peter! ¡Ven, date prisa! —gritó—. ¡Sé dónde está!

Su colega salió precipitadamente dela casa.

—¿Dónde?Charlotte frunció el ceño y alzó la

mano.—¡Calla un momento! ¿Qué es esa

musiquilla?Oyó una débil melodía, algún ritmo

moderno…

—¿Y yo qué sé de cancionesinfantiles? —dijo Käfer.

—¡No, no, no es el CD! ¿No looyes? —gritó Charlotte. Se puso derodillas, se inclinó y apoyó la orejacontra las tablas—. ¡Procede de abajo!¡Esa melodía…! No es la primera vezque la oigo… Es un móvil, Peter, ¡es elmóvil de Katrin Ortrup!

—¡El tonel! —exclamó Peter,echando a correr. Por suerte estaba casivacío, así que logró apartarlo de untirón.

Por debajo había unas tablas sueltas.Ambos se pusieron de rodillas y lasapartaron…

«Demasiado tarde. Es demasiadotarde», fue lo primero que pensóCharlotte.

Ante ellos yacía Katrin Ortrup,pálida como la muerte, con la boca muyabierta y los ojos cerrados.

Solo tras inspirar profundamente, lainspectora notó que temblaba como unahoja. Se inclinó hacia delante y apoyólos dedos en la arteria carótida deKatrin. Después cerró los ojos yaguardó.

De pronto una sonrisa le iluminó elrostro.

Epílogo

Mientras Charlotte se dirigía a laresidencia de la tercera edad, recordó laescena que se desarrolló en la terrazadetrás de la vieja cabaña de cazadores.

Katrin Ortrup estaba con vida.Habían llegado a tiempo.

El médico de urgencias pudo detenerla hemorragia, después los enfermerosdepositaron a la señora Ortrup en unacamilla y la trasladaron a la ambulancia.

Una vez allí, de pronto abrió los

ojos.—Leo —susurró—, Thomas…Charlotte jamás olvidaría el

momento en que Leo y Thomas Ortruppudieron besarla entre lágrimas. Nuncahabía visto a tres personas tan felices,tan inmensamente contentas por nohaberse perdido unos a otros. Lainspectora estaba convencida de que lapequeña familia tendría fuerzas paraempezar de nuevo.

Y en ese preciso instante la invadióuna sensación desconocida: la nostalgiapor tener su propia familia.

¿Quién iría en su busca si elladesaparecía? ¿Y quién lloraría de

alegría cuando volvieran a encontrarla?O si no, ¿quién la lloraría junto a sutumba? ¿Bernd? A la larga, no aceptaríasu negativa de mantener una relaciónmás estrecha. ¿Sus hermanos? Hacíaaños que el contacto con ellos eramínimo. La última vez que había visto aPhilipp fue durante el funeral celebradoen honor a su abuelo. ¿Y su madre, queni siquiera asistió al entierro de supropio padre?

Charlotte contempló el paquete debombones de mazapán envuelto pararegalo que sostenía en la mano. Antes asu madre le encantaba el mazapán. ¿Leseguiría gustando?

Reflexionó acerca de lo que podíasignificar para una madre encontrarsecon su hija, con la que no habíamantenido el menor contacto desdehacía un cuarto de siglo. ¿Qué sentiríaKatrin Ortrup si tuviera que permanecerseparada de su adorado Leo durante losveinticinco años siguientes? Quizá sedesmoronaría. Al parecer, para ella lafamilia era más importante que todo lodemás, sobre todo sus hijos, y prontoKatrin Ortrup tendría una excelenteoportunidad de ver crecer a dos.

Charlotte entró en la residencia. Unolor a aire viciado, sopa de guisantes yartículos de limpieza la golpeó. Notó

que sus pasos se volvían más lentos amedida que se acercaba a la recepción.

¿Estaba haciendo lo correcto?Pensó en Klaus, el auténtico

perdedor de esta tragedia. Habíaperdido a la única persona que loamaba…, pese a lo que su madre leshabía hecho a los demás. ¿Quién sabíacuánto habría comprendido esemuchacho tan gravementediscapacitado? Ahora volvía a estar consus cuidadores y estaba bien atendido,pero nunca más encontraría a alguienque le prodigara el mismo amor que sumadre.

También una asesina amaba a su

hijo.Al menos la situación económica del

muchacho no se vería afectada. KatrinOrtrup no quería conservar la herenciade su padre, quería donarlo todo a laresidencia en la que vivía Klaus. Conello no lograría redimir la culpa que laseñora Wiesner llevaba sobre susespaldas, pero quizá le ayudaría a vivircon esa pesada herencia.

La culpa… ¿Seguiría culpándola sumadre de la muerte de Stefan?

—Quisiera visitar a AgnesSchneidemann —dijo Charlotte,dirigiéndose a la recepcionista sentadadetrás del mostrador.

—Un momento, por favor —dijo lajoven, y echó un vistazo a la pantalla delordenador.

¿Qué iba a suceder? ¿Qué debíadecir? ¿La reconocería su madre?

Charlotte deseó poder abrazarla,volver a sentir a su madre. Aun cuandonunca quiso admitirlo durante todos esosaños y siempre lo había reprimido, lahabía echado muchísimo de menos.

—¿Puedo preguntar quién es usted?—preguntó la recepcionista.

—Soy Charlotte Schneidemann, suhija.

—Un momento —dijo larecepcionista y cogió el teléfono.

Quizá podrían volver a ser madre ehija, tal vez su madre habíacomprendido que Charlotte no era laculpable de la muerte de su hermano,sino que fue un trágico accidente, algoque ocurría todos los días en algún lugardel mundo.

—El doctor Van Holden estará aquíenseguida —dijo la joven.

—Gracias, pero preferiría hablarcon él más adelante. Ahora quiero ver ami madre —insistió Charlotte.

—Allí está el doctor —dijo larecepcionista, señalando a un hombre deunos cincuenta años que llevaba unabata blanca y se aproximaba con

rapidez.—Soy Achim van Holden, el

director médico de esta institución. ¿Esusted la hija de Agnes Schneidemann?

—Sí, soy Charlotte Schneidemann.¿Qué es eso tan urgente que ha decomunicarme?

El médico vaciló un momento yluego dijo:

—Acompáñeme, por favor.Charlotte siguió al médico a través

de los luminosos pasillos. De lasparedes colgaban fotos de paisajesfloridos. El sol lucía en el cielo azul: lasimágenes transmitían paz y serenidad.

De pronto Charlotte tuvo un mal

presentimiento.Cuando el doctor Van Holden se

quitó las gafas en su despacho y lacontempló con expresión grave,Charlotte supo que no se habíaequivocado.

Esta vez había llegado demasiadotarde.

Agradecimientos

Varias personas han contribuido aque este libro viera la luz. Quisieraagradecer especialmente a LutzSteinhoff, mi lector, por su magníficotrabajo, así como a Claudia Müller,Bettina Steinhage, Gerke Haffner y LenaSchäfer, de Lübbe. Carsten Buchsbaum,de la Brigada de Investigación Criminalde la Baja Sajonia, me proporcionóinformación muy útil sobre el trabajo dela policía; Lars Kröner y Frank

Schmihing compartieron su saberforense y médico conmigo: les estoymuy agradecida.

Además quiero agradecer a AnkeHillbrenner y a Jakob Beetz susreiteradas lecturas e ideas, comotambién a Elisabeth Meyer, JuliaSamwer, René Förder y PeterKäfferlein.

Finalmente, agradezco a Axel, mimarido, sin el cual todo esto habría sidoimposible.