La felicidad posible - Por Lucía Álvarez

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6 revista turba 7 E l barrio empezó a cambiar de a poco, pero yo siempre digo que fue con la democracia. Hoy está todo permitido. Está bien, antes veías un FALCON y era de terror. Pero nosotros vivíamos bien, todo el mundo salía con su bolsita a las cinco de la mañana. Había un administrador, un mantenimiento, te- níamos reglas, como en todos lados. Yo soy una persona que está con la democracia. No quiero decir que estaba mejor con los militares, no. Pero sin poner en tiempos de quién, antes había tranquilidad. Sé que hubo cosas jodidas, todos esos desaparecidos. No estoy a favor de eso. Pero pienso con el corazón, con egoísmo. Pienso en nosotros” La mujer que habla se llama Graciela. Vive en un Nú- cleo Habitacional Transitorio creado durante el proceso de erradicación de villas, que vecinos de otros barrios bautizaron “la capital nacional del paco”. Un barrio de diez pasillos de metro y medio, y dos tiras anchas. El úni- co espacio abierto está al fondo, le dicen el cementerio: unos pocos metros de tierra seca, donde los autos aban- donados le ganan terreno a la cancha de fútbol. Pero ahí “están los fisuras”. Los escuálidos, los rastreros, los torcidos: son tantas las formas de llamarlos. A algunos, además, les dicen los veteranos de guerra. Son los que perdieron una pierna o un brazo: quienes despertaron del trip en las vías de la estación Villegas. Guerra entre narcos, abusos policiales, balas perdidas, violaciones. Los sectores populares viven atrapados por una serie de violencias a pesar de una democracia de treinta años y un gobierno que se define popular. ¿Es posible la felicidad en la violencia? ¿Es la violencia -esta violencia- un problema político? La felicidad posible Graciela recorre la historia de su barrio y llega al presente, a las mon- tañas de basura que se acumulan sobre la Av. Crovara y que los zombies escarban en busca de algo para ven- der. Recuerda los tiros en medio de la noche, las balas perdidas, la policía golpeando siempre la puerta incorrec- ta. Piensa en la guerra entre barrios, entre transas, las chicas violadas, los abusos. Graciela piensa en ese derrumbe y encuentra una explicación incómoda para cualquier progresismo: fue la democracia. Empezar este artículo con esa cita parece un gesto provocador o cínico. No lo es. La explicación de Gra- ciela molesta porque es injusta: compara dos países incomparables. Pero también incomoda porque habla de un sufrimiento que no merece “desinfecciones”, de una destrucción que no se puede reducir a fórmulas ideológicas. Hoy, a treinta años del fin del terrorismo de Estado, a doce años del colapso social de 2001, después de una década de reactivación económica y políticas so- ciales, en el país de la AUH, Graciela dice -con culpa, con miedo a ser egoísta- que vivía mejor en dictadura. Vivimos en un país mejor que hace diez años. Lo decimos asumiendo lo obvio, que es más democráti- co, que hubo conquistas inesperadas. No vale la pena recordar un listado ya repetido: niveles de ocupación, indicadores sociales, nuevos derechos, estatizaciones. Cada uno puede armarlo en distinto orden, según los gustos. Ganaron los de arriba, los del medio, los que se habían caído. Graciela entierra esa certeza brutalmente, con egoísmo. ¿Ganaron todos?, pregunta. No hay tasas para medir la felicidad. O las hay, y son ficticias. Después hay sensibilidades, bienestares que se respiran: una plaza llena un domingo de sol, una 9 de Julio vestida de festival. Más acá, el mundo de la intimidad: mujeres que dicen no, parejas que caminan de la mano después de años de encierro. ¿Cuánto de esto tiene que ver con la política? ¿La democracia busca hacer feliz a la gente? En esta última década, los secto- res populares fueron protagonistas de un enorme abanico de programas. Recibieron netbooks, se jubilaron sin aportes. El gobierno insiste: ellos son “la gente”, nuestra gente. ¿Pero ellos son más felices? Graciela piensa en ese “nosotros” y repite: antes había tranquilidad. Más allá del estado de los hospitales públicos, de la educación pública, de los subsidios públicos, la felicidad en los márgenes, en los barrios más po- bres, parece acorralada por otra cosa: una violencia (doméstica, institucional, sexual, interpersonal) que sofoca y obliga al encierro. Que convierte a los barrios -como alguna vez me dijo Carmen, una vieja amiga de Graciela- en lugares horribles para vivir. Una violen- cia cotidiana, incierta, caprichosa, explica el sociólogo Javier Auyero, que transciende el intercambio interper- sonal y aterroriza a los vecinos, que se encadena como un derrame hacia todo el tejido social. Un lenguaje del terror. Asumir que distintas violencias atraviesan de modo cotidiano la vida de los sectores populares, no nos obliga a asumir también los prejuicios moralistas de las clases medias. No hay una asociación necesaria entre pobreza y violencia. Pero sí hay una experiencia imposible de desoír. Mientras escribo estas líneas, la radio cuenta que murió Kevin. Una pelea de transas en el barrio Zavaleta. Kevin, nueve años, escuchó los tiros, se escondió debajo de la mesa. Una bala perdida le atravesó el cráneo. En los barrios, quienes resisten a esa violencia no escapan indemnes del terror. Hay demasiados déficits, demasiado agotamiento. Las solidaridades locales no alcanzan. Se necesita a la política. Por Lucía Alvarez foto: Cecilia Almeida

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Guerra entre narcos, abusos policiales, balas perdidas, violaciones. Los sectores populares viven atrapados por una serie de violencias a pesar de una democracia de treinta años y un gobierno que se define popular. ¿Es posible la felicidad en la violencia? ¿Es la violencia -esta violencia- un problema político?

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El barrio empezó a cambiar de a poco, pero yo siempre digo que fue con la democracia. Hoy está todo permitido. Está bien, antes veías un FALCON y era de terror. Pero nosotros vivíamos

bien, todo el mundo salía con su bolsita a las cinco de la mañana. Había un administrador, un mantenimiento, te-níamos reglas, como en todos lados. Yo soy una persona que está con la democracia. No quiero decir que estaba mejor con los militares, no. Pero sin poner en tiempos de quién, antes había tranquilidad. Sé que hubo cosas jodidas, todos esos desaparecidos. No estoy a favor de eso. Pero pienso con el corazón, con egoísmo. Pienso en nosotros”

La mujer que habla se llama Graciela. Vive en un Nú-cleo Habitacional Transitorio creado durante el proceso de erradicación de villas, que vecinos de otros barrios bautizaron “la capital nacional del paco”. Un barrio de diez pasillos de metro y medio, y dos tiras anchas. El úni-co espacio abierto está al fondo, le dicen el cementerio: unos pocos metros de tierra seca, donde los autos aban-donados le ganan terreno a la cancha de fútbol. Pero ahí “están los fisuras”. Los escuálidos, los rastreros, los torcidos: son tantas las formas de llamarlos. A algunos, además, les dicen los veteranos de guerra. Son los que perdieron una pierna o un brazo: quienes despertaron del trip en las vías de la estación Villegas.

Guerra entre narcos, abusos policiales, balas perdidas, violaciones. Los sectores populares viven atrapados por una serie de violencias a pesar de una democracia de treinta años y un gobierno que se define popular. ¿Es posible la felicidad en

la violencia? ¿Es la violencia -esta violencia- un problema político?

La felicidad posible

Graciela recorre la historia de su barrio y llega al presente, a las mon-tañas de basura que se acumulan sobre la Av. Crovara y que los zombies escarban en busca de algo para ven-der. Recuerda los tiros en medio de la noche, las balas perdidas, la policía golpeando siempre la puerta incorrec-ta. Piensa en la guerra entre barrios, entre transas, las chicas violadas, los abusos. Graciela piensa en ese derrumbe y encuentra una explicación incómoda para cualquier progresismo: fue la democracia.

Empezar este artículo con esa cita parece un gesto provocador o cínico. No lo es. La explicación de Gra-ciela molesta porque es injusta: compara dos países incomparables. Pero también incomoda porque habla de un sufrimiento que no merece “desinfecciones”, de una destrucción que no se puede reducir a fórmulas ideológicas. Hoy, a treinta años del fin del terrorismo de Estado, a doce años del colapso social de 2001, después de una década de reactivación económica y políticas so-ciales, en el país de la AUH, Graciela dice -con culpa, con miedo a ser egoísta- que vivía mejor en dictadura.

Vivimos en un país mejor que hace diez años. Lo decimos asumiendo lo obvio, que es más democráti-co, que hubo conquistas inesperadas. No vale la pena recordar un listado ya repetido: niveles de ocupación, indicadores sociales, nuevos derechos, estatizaciones. Cada uno puede armarlo en distinto orden, según los gustos. Ganaron los de arriba, los del medio, los que se habían caído. Graciela entierra esa certeza brutalmente, con egoísmo.

¿Ganaron todos?, pregunta.

No hay tasas para medir la felicidad. O las hay, y son ficticias. Después hay sensibilidades, bienestares que se respiran: una plaza llena un domingo de sol, una 9 de

Julio vestida de festival. Más acá, el mundo de la intimidad: mujeres que dicen no, parejas que caminan de la mano después de años de encierro. ¿Cuánto de esto tiene que ver con la política? ¿La democracia busca hacer feliz a la gente?

En esta última década, los secto-res populares fueron protagonistas de un enorme abanico de programas. Recibieron netbooks, se jubilaron sin aportes. El gobierno insiste: ellos son “la gente”, nuestra gente. ¿Pero ellos son más felices? Graciela piensa en

ese “nosotros” y repite: antes había tranquilidad.

Más allá del estado de los hospitales públicos, de la educación pública, de los subsidios públicos, la felicidad en los márgenes, en los barrios más po-bres, parece acorralada por otra cosa: una violencia (doméstica, institucional, sexual, interpersonal) que sofoca y obliga al encierro. Que convierte a los barrios -como alguna vez me dijo Carmen, una vieja amiga de Graciela- en lugares horribles para vivir. Una violen-cia cotidiana, incierta, caprichosa, explica el sociólogo Javier Auyero, que transciende el intercambio interper-sonal y aterroriza a los vecinos, que se encadena como un derrame hacia todo el tejido social. Un lenguaje del terror.

Asumir que distintas violencias atraviesan de modo cotidiano la vida de los sectores populares, no nos obliga a asumir también los prejuicios moralistas de las clases medias. No hay una asociación necesaria entre pobreza y violencia. Pero sí hay una experiencia imposible de desoír.

Mientras escribo estas líneas, la radio cuenta que murió Kevin. Una pelea de transas en el barrio Zavaleta. Kevin, nueve años, escuchó los tiros, se escondió debajo de la mesa. Una bala perdida le atravesó el cráneo.

En los barrios, quienes resisten a esa violencia no escapan indemnes del terror. Hay demasiados déficits, demasiado agotamiento. Las solidaridades locales no alcanzan. Se necesita a la política.

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foto: Cecilia A

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¿Es posible la felicidad en la violencia?

¿Es la violencia -esta violencia- una cuestión política?

Fue la democraciaEn los años ochenta, Raúl Alfonsín tuvo la intuición de que: la reor-ganización del país pasaría por la centralidad de dos temas: el lugar de la violencia política y el esque-ma corporativo del peronismo para abordar la relación entre el Estado y la sociedad. Fue uno de los primeros en presentir que los derechos humanos serían protago-nistas en esa democracia quebra-diza, vidriosa, una idea que llevaría adelante con valentía como ningún presidente en la región.

Pero si eso era cierto, también lo era la necesidad de avanzar en el compromiso de todos los actores para desterrar a la violencia del repertorio de acción política. Había que limitar “la lucha” a una estruc-tura formal: eliminar la tragedia. El actor debía ser el ciudadano y el acto por excelencia, el voto. Toda forma de gobierno necesita un bautismo; ésta tuvo dos: la repre-sión en el cuartel de La Tablada y el último levantamiento carapintada.

En Pobres ciudadanos, el soció-

logo Denis Merklen arriesga una hipótesis. La democracia argentina priorizó una entre tantas urgen-cias: se obsesionó con afianzar los mecanismos electorales para impedir que prosperasen intentos corporativos de desestabiliza-ción. Había que defender a las instituciones de los ataques de la sociedad, silbaba Alfonsín. Pero en ese camino, la política olvidó a las clases populares. Se resig-nó a no dar de comer, no curar ni educar. Carlos Menem asumió esa herencia, radicalizó el planteo. Consolidó la alternancia, firmó el Pacto de Olivos. Mientras tanto,

la democracia social se degradaba velozmente.

Y así nos encontramos con una paradoja que llega a esta otra Argentina, la Argentina de la ESMA constituida centro cultural: se eliminaba la violencia del horizon-te político, pero emergían nuevas formas de violencia que ya nunca tendrían ese status, ni otro simi-lar. Formas de violencia “social”, aún cuando fueran cometidas por el mismo Estado. Los jóvenes de los barrios populares podían ser torturados en las comisarías, ser víctimas del gatillo fácil. Pero ellos no eran militantes. Esa violencia no era, en verdad, un problema estric-tamente político.

La vuelta de la democracia coincidió también, dice Merklen, con una nueva descripción de la cuestión social: el trabajador ya no era trabajador. Era pobre. Los

sectores populares quedaban reducidos a eso que estaban per-diendo de forma acelerada, a ese nuevo anclaje que apenas llegaban a comprender. Atrapados en una identidad que es pura negatividad. A la pobreza hay que combatirla, erradicarla. La pobreza -para los Estados, los organismos inter-nacionales, y también para cierta izquierda-, explica la anomia que acecha a los barrios: la delincuen-cia, el tráfico de drogas, las violen-cias familiares y sexuales.

Más se culpa a la pobreza, más se mira a los pobres.

Y así, se vuelve demasiado fácil dar el siguiente paso: no es la villa.

Son ellos, los villeros.

¿Y ahora?Hace unos años, cuando los jóve-nes marginales se consolidaban como los agentes de la inseguridad, un discurso vinculado al sentido común de izquierda contestó a la amenaza con una defensa cultu-ralista del “pibe chorro”. Periodis-tas y académicos los retrataron en sus barrios, reconstruyeron su percepción del mundo. El objetivo era claro. No son más violentos, ni más crueles, decían. Fue la socie-dad, fuimos nosotros: los noventa, la dictadura, el neoliberalismo, el desempleo, la policía, las cárceles. Se trata, advirtieron, de un proble-ma estructural.

Y es verdad, una verdad inne-

gable. No son comportamientos individuales, desviados: ese estigma

mentiroso. Hubo informalización, desproletarización, desregulación de las instituciones del Estado, un acento en el brazo punitivo. Los mercados ilegales construyeron una trampa mortal. Ayudaron a sobrevivir en las crisis, pero a un costo muy alto. El tráfico ilícito de drogas o La Salada funcionan con la misma ley, la ley primera: la ley del más fuerte.

Pero, ¿qué quiere decir “estruc-tural”?

¿Qué debería hacer, entonces, el Estado con esta violencia que es norma y desconoce?

Ya no parece útil refugiarnos en el mito noventista de “la ausencia del Estado” porque parece que el Estado siguió siempre ahí, omnipresente y contradictorio. La bonaerense y la AUH.

¿Desempolvar viejas recetas?¿Construir escuelas? ¿Mejorar

salitas?

Algo cae de maduro: este no es un problema que se pueda solucionar en el marco de las solidaridades locales. En los barrios, quienes resisten a esa violencia no escapan indemnes del terror. Hay demasiados déficits, demasiado agotamiento. Las soli-daridades locales no alcanzan. Se necesita a la política. Otra política.

Si los hospitales públicos se vienen abajo, si es más importante el comedor que el aula, las distancias aumentan. O más claro, las distan-cias sociales se vuelven instituciona-les. El primer paso puede ser el más obvio: mejorar lo que hay.

Pero, ¿alcanza? A diez años ya no parece útil refugiarnos en el mito noventista de “la ausencia del Estado” porque parece que el Estado siguió siempre ahí, omnipresente y contradictorio. La bonaerense y la AUH. El Estado está ahí, tan discre-cional como una oficina aduanera, sumando inestabilidad a la inestabi-lidad. Desorganizando la vida de los sectores populares.

¿Y nosotros?¿Cómo protegemos a los pobres?¿Idealizamos al barrio, cantamos

cumbia villera?

Después de años junto a vende-dores de crack en Harlem, el antro-pólogo Philippe Bourgois llegó a otra conclusión incómoda para cualquier progresismo: hay que dejar atrás las versiones utópicas sobre la pobreza. La “cultura callejera”, dice Bourgois, opera como un modo de afirmación contra el estigma, pero interioriza la rabia y organiza la destrucción de sus participantes y de la comunidad que los acoge. De los pibes chorros y la comunidad que los acoge. De todos.

Esta violencia ya no es política

en el viejo sentido de la palabra. No hay reacción subalterna. No hay rechazo al Estado, a los poderosos. No es redentora: a través de ella, sus protagonistas confirman que el lugar donde viven es un espacio peligroso y relegado.

Visibilizar el trauma, romper el silencio público, hablar sobre el terror se torna un objetivo ineludible, en términos políticos y éticos para cualquier proyecto que aspire a ser popular.

¿La democracia busca hacer feliz a la gente?

¿Es posible la felicidad en la vio-lencia?

Graciela piensa con el corazón, con egoísmo, y dice, con vergüenza, algo que nadie quiere escuchar: que la democracia todavía está muy lejos de los que más nos importan.

foto: Cristian Delicia